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PIZARRO
el conquistador del fabuloso ^Berú fS LOURDES DÍAZ-TRECHUELO LCPEZ-SPlr\OLR
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BIBLIOTECA IBEROAMERICANA, N® 21
FRANCISCO PIZARRO
¿des=lespada, P iz a rro , armado rodela y arcabuz, tenía en los ojos el resplandor de las aguas del Pacífico. Todavía deslumbrado, fue al encuentro del cacique Tumaco: regalos de perlas, descripciones de un pueblo fabuloso que inoraba allá, más al sur, en ciudades de piedra; poseían harto oro y bestias de carga. Sobre una hoja vegetal el cacique trazó una especie de oveja con cuello de camello. Era la primera imagen de la llama que contemplaban ojos europeos, y también la primera vez que Pizarro oía hablar del imperio inca. Al fin una em presa digna de su ambición.
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FRANCISCO
PIZARRA el conquistador del fabuloso ^erú Ém-zRüm1^
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BIBLIOTECA IBEROAMERICANA Iiditor: Germán Sánchez Ruipérez D irector ejecutivo: Amonio Roche D irector ele producción: José Luis Navarro D irector d e edición literaria: Enrique Posse D irector d e edición un ifica: Pedro Pardo J e f e de fa b rica ció n : Pablo Marqueta Equipo editorial: Alberto Jiménez, I Iipólito Remondo, Katyna I lenríquez, M- Angeles Andrés Editores g ráficos: Manuel González, Jorge Montero, Teresa Avellanosa, Almudena Grandes (pies de fotos) D ocumentación gráfica: Femando Muñoz, Luis Polanco, Víctor Díaz, Cristina Segura Ilustración cartográfica: Dionisio Simón M aquetación: Manuel Franch, Pabló Rico P roducción: Antonio Mora Diseño d e cubierta: Roberto Turégano A sesor editorial: Enzo Angelucci C oordinación científica; Manuel L.ucena Salntoral José Manuel Rubio Recio Juan Viia Valentí
© Ediciones Anaya, S. A. 1988. Josefa Valcárcel, 27. 28027 Madrid Para esta edición: © Ediciones Anaya, S. A. 1988 © Sociedad Estatal para la Ejecución de Programas del Quinto Centenario Avda. Reyes Católicos, 4, 28040 Madrid
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1.5. B.N.: 84-207-2953-1 (colección) 1.5. B.N.: 84-207-3066-1 (este volumen) Depósito legal: B-22070-1988 Impreso en España - Printed in Spain Fotocomposictón: Fernández Ciudad, S. A. Fotomecánica: Datacolor, S. A. Impresión y Encuademación: Cayfosa.
Introducción
Las páginas que siguen, aunque puedan parecer novelescas, son históricas. La conquista del Nuevo Mundo es algo tan asombroso que, con razón, se ha llamado a sus protagonistas «Amadises de América». Sin embargo, no son héroes de ficción, sino hombres de carne y hueso, con cualidades y defectos, virtudes y vicios. Como todos los seres humanos, son hijos de una época, distinta de la nuestra en mentalidades e ideales. Por eso, para entenderlos hay que situarse en I momento histórico en que se produjo el descubrimiento, que desveló a los ojos asombrados de Europa la existencia de un mundo tan diverso que mereció el calificativo de nuevo. La naturaleza americana ofrece al conquistador la grandiosidad de sus dimensiones, la longitud de sus ríos, la altura de sus montes, la extensión de sus llanuras, la variedad de sus climas, y plantas y animales desconocidos... Francisco Pizarro es uno más de esos españoles de la generación de la onquista, que descubrió asombrado «los secretos maravillosos de las Indias».
/'rancheo Pizarro, conquistador (página 2). Bastardo de un caballero de alto linaje, cria do en la pobreza tierras adentro, respondió, como tantos otros jóvenes sin fortuna de su generación, a la llamada de las fabulosas riquezas del mundo nuevo. 5
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I De Extremadura a Panamá
1. Un niño nace en Trujillo Sobre una mole de granito, que las gentes del lugar llaman Cabeza de Zorro, se levanta la villa de Trujillo, coronada de torres almenadas, entre las que se ven algunos campanarios. Y un viejo castillo, incapaz de resistir el fuego de la artillería, pero que había sido buena defensa durante la Edad Media. En la plaza mayor de la villa está la iglesia dedicada a San Martín de Tours, el santo que partió su capa con un mendigo. Otro santo guerrero, Santiago, en su caballo blanco, tiene también iglesia en Trujillo, cerca de la puerta llamada del Apóstol. Cuesta arriba, en lo más alto, Santa María la Mayor, parroquia de la «collación», en que vivían los más nobles linajes de la villa. Uno de ellos es el de los Pizarro, cuya casona de piedra tiene sobre la puerta un escudo en que se distinguen perfectamente dos osos que tratan de alcanzar la copa de un sauce. Cerca quedan el viejo castillo y el convento de San Francisco el Real. En esa casona había nacido a me diados del siglo XV un tal Gonzalo Pizarro, a quien llamaban «el largo» por su estatura, mayorazgo de la ra ma de los Añuscos. Con frecuencia contempla desde su casa el huerto de
las monjas, donde trabajan las criadas del convento, mozas del estado llano. Entre ellas, llama la atención del jo ven Pizarro Francisca González, hija de Juan Mateos, un humilde labrador de la familia de «los roperos». A la moza también le gusta el apuesto Gonzalo y el imprudente idilio dará pronto su fruto; Francisca disimula algún tiempo, y no sabe qué hacer. Su padre ha muerto ya, y su madre se ha vuelto a casar. Mejor que a ella prefie re acudir a Inés Alonso, algo parienta suya, que la acoge cuando se despide de las monjas diciéndoles que está enferma. Allí, en casa de la «barraga na», mote con que era conocida Inés, nació el futuro conquistador del Perú, en fecha incierta, tal vez el año 1476. La madre ha de volver al convento para seguir trabajando, y a Inés se le ocurre una buena idea: dejará al niño a la puerta de las monjas y, cuando éstas lo recojan, buscarán un ama que lo críe. Entonces Inés se prestará a hacerlo, lo llevará y allí Francisca podrá dar el pecho a su hijo. Todo sucede como lo proyectó «la barraga na». El niño recibe en el bautismo el nombre de Francisco. Gonzalo Pizarro no está en Trujillo cuando nace el hijo; se ha ido a luchar
En Trujillo (derecha), villa cacereña que las fortunas amasadas al otro lado del mar poblarían más tarde de magníficos palacios, nació, hacia 1476, el que habría de ser conquistador de Perú. Tras pasar su infancia y adolescencia en una aldea cercana, trabajando duramente para unos parientes, el joven Pizarro marchó a Sevilla (página 6), punto de llegada de los buques cargados de desconocidas y preciosas mercancías de ultramar. Pero aún no se alistaría por el momento en expedición alguna, sino en los tercios de Ñapóles, marchando a Italia en busca de fortuna y también, quizás, de su desconocido padre. 8
contra el moro, y nunca más, ni siquiera en su testamento, volverá a acordarse de su aventura con Francis ca «la ropera». Cuatro años tiene ya Francisco cuando lo mandan a La Zarza, una pequeña aldea de pobre caserío, ro deada de viñas y trigales que son de su familia paterna. Pero él no va allí como dueño, sino para vivir con los Alonso, parientes de su madre, que esperan lograr así un ayudante barato para sus faenas de molineros y labra dores. Pronto estará en condiciones de sacar al campo un rebaño de ovejas o una piara de cerdos, y pasa el día a solas con sus pensamientos. Así se hizo el hombre callado y reflexivo que será siempre. No hay escuela en La Zarza, y el pastorcillo no aprenderá a leer ni escribir, pero sí a rezar. Por lo demás, su maestra será la naturaleza; como buen pastor conoce bien los animales que guarda, y sabe de las virtudes curativas de muchas plantas. Su cuer po se enreda en los campos, mientras su alma alimenta vagos sueños de futuras hazañas, cuyo protagonista será él, Francisco, el niño olvidado. Volverá un día a Trujillo como un héroe de leyenda y entonces sus pa rientes paternos lo recibirán como a uno de los suyos y hasta le tendrán envidia. Entretanto, su madre se ha casado con un buen labriego y de él tendrá a Francisco Martín Alcántara, a quien volveremos a encontrar en esta histo ria. De su padre llegan a Trujillo noticias un tanto abultadas de sus hazañas, y Francisco se siente orgullo so de él, aunque usa ilegalmente el apellido Pizarra, por cuanto su proge 10
nitor no lo ha reconocido. Es ya un hombre de cuerpo fuerte, capaz de resistir las mayores fatigas, y tiene un alma limpia y recia, de niño. No ha tenido ni tendrá en su juventud ningu na aventura amorosa; en esto no se parece a don Gonzalo. El sólo sueña con crearse un nom bre por méritos propios, y sabe que no- lo va a lograr guardando cerdos. Al fin, estos animales serán los que lo lancen a la aventura; una tarde, mien tras se entrega a sus sueños de gran deza, los puercos se dispersan y cuan do consigue reunirlos y vuelve a casa, es de noche. El molinero le riñe con aspereza y Francisco tiene un gesto definitivo; le devuelve el zurrón y la cayada, y se marcha para siempre de La Zarza. Según López de Gomara, el clérigo cronista, «se fue a Sevilla con unos caminantes». Sea o no cierto el episodio de los cerdos, sí lo es que el porquerizo emprende por entonces un iargo y penoso camino que lo llevará a la fama. Si es verdad que nació en 1476, y cuando salió de La Zarza tenía veinte años, hace ya cuatro que Cristóbal Colón ha descubierto unas islas en la Mar Océana. Sin duda, los ecos de esta hazaña llegarían a La Zarza. Al fin, está en Sevilla, la primera ciudad de España en aquel entonces, la que pronto será «puerta y puerto de las Indias». Pero éstas son todavía apenas una vaga ilusión, unas islas habitadas por hombres desnudos, al gunos. Las noticias de Colón y de los que con él volvieron de sus primeros viajes son recibidas con incredulidad por unos, con poco interés por otros. Nadie se ha percatado aún de la importancia del descubrimiento, ni se
Los padres de Pizarro eran de muy desigual condición. Él, Gonzalo Pizarro, oriundo de una familia noble de Trujillo (arriba) jamás demostró el más mínimo interés por su hijo. Ella, Francisca González, trabajaba como criada en un convento. Cuando Francisco cumplió cuatro años, su madre lo envió a vivir con unos familiares que le emplearían como pastor y porquerizo (doble página siguiente). Las largas horas que pasó solo en el campo, cuidando a los animales, le convirtieron en el hombre solitario y meditabundo que nunca, incluso después de alcanzar la gloria, dejó de ser. sospecha la existencia del vasto conti nente que será el Nuevo Mundo. Por eso, Pizarro siente antes la atracción de Italia, y se alista en los tercios de Ñapóles, tal vez con la esperanza de encontrarse con su padre, que anda por allá. No se topará con don Gon zalo, pero se convertirá en un buen soldado y, a las órdenes del marqués
de Pescara, adquirirá cierto renombre de valiente y pundonoroso. Admira al Gran Capitán, un maestro que nunca conoció al discípulo, que lo imitará cuando él sea caudillo. Licenciadas las tropas en Italia, Francisco regresa de nuevo a España, pero no piensa volver todavía a su terruño. 11
2. La primera aventura indiana ¿Mientras él guerreaba en los ter cios, Colón ha hecho otros viajes a las Indias; existe ya una colonia en la isla Hispaniola, que el descubridor no acierta a gobernar, y los Reyes Católi cos deciden enviar allá a fray Nicolás de Ovando, un cacereño de la Orden de Alcántara, que va como goberna dor y lleva mil quinientos colonos en treinta barcos. Pizarro decide embarcar con Ovan do, y a punto está de encontrarse en esta aventura con su primo Hernando Cortés, que por línea materna es tam bién Pizarro. Pero una aventura amo rosa y la paliza que le dio el marido ultrajado retienen a Hernando en Se villa. Más adelante se cruzarán los caminos de los dos primos. Francisco atraviesa el Atlántico y llega con Ovando a La Española, don de será otra vez soldado, pero en una guerra muy distinta de la que él ha hecho en Italia. Pronto aprende las nuevas tácticas, y se va haciendo «ba quiano», hombre acostumbrado a la naturaleza americana y a la lucha con los aborígenes. Por La Española anda también Alonso de Ojeda, que es ya un vetera no en las Indias; ha ido con Colón en el segundo viaje, y ha hecho otro por cuenta propia en 1499, visitando las costas de la Tierra Firme (América del Sur) con Américo Vespucio, el floren tino que dará su nombre al continen te. Después, Alonso de Ojeda va a La Española con Ovando y se distin gue en la lucha contra los indios. En 1508 firma una capitulación o contrato con la Corona para volver a 14
Tierra Firme, no ya a «rescatar» o comerciar con los indígenas, sino a poblar. Se le ha concedido la goberna ción de la Nueva Andalucía, de lími tes imprecisos, en una tierra aún des conocida. Y allá va Ojeda con un puñado de hombres ganosos de honra y provecho; uno de ellos es Francisco Pizarro, que, justo es decirlo, lucha más por la fama que por el oro. De momento, es uno más en la hueste de Ojeda, cuyo objetivo inmediato es la tierra de Caribana, o sea, de los an tropófagos. Al mismo tiempo, otro hombre, Diego de Nicuesa, ha capitu lado también con la Corona y ha conseguido otra gobernación cuyas tierras lindan con las concedidas a Ojeda. Ambos se encontrarán muy pronto. Al llegar a la costa de la actual Colombia, Ojeda y sus hombres son mal recibidos por los indios, que aquí no son los «mansos corderos» de que hablará Bartolomé de las Casas, sino guerreros que saben manejar con des treza el arco. Pizarro demuestra su valor, y tiene más suerte que Juan de la Cosa, el hombre que ha dibujado hace poco el primer mapa de América, y que ter minó sus días en el pueblo de Turbaco, víctima de las flechas indias. Oje da y sus hombres se retiran hacia la costa, donde los compañeros que han quedado en los barcos les ayudan como pueden. Suerte que llega Diego de Nicuesa y entre todos logran casti gar duramente a los indios. Después de repartirse el oro logra do, Nicuesa sigue navegando hacia
lats noticias de las riquezas de América que llegaban a España a bordo de las naves que cruzaban el océano (arriba) estimularon la imaginación del joven Pizarra, que finalmente se alistó, rumbo a La Hispaniola, en la expedición dirigida por el gobernador Ovando.
sus tierras y Ojeda bordea la costa hacia Urabá; allí, en un lugar que estimó adecuado, fundó la villa de San Sebastián, nombre significativo, porque aquí sigue habiendo indios capaces de reproducir en los españoles el género de muerte que sufrió este santo mártir. Hasta el propio Alonso de Ojeda recibe una flecha, que se arranca él mismo y se aplica un hierro al rojo vivo para cauterizar la herida. Se salva de la muerte, pero ya no volverá a ser el hombre ágil y fuerte que había sido capaz de tirar una naranja a lo alto de la Giralda y que había asombrado a la reina Isabel la Católica, saliendo de la misma torre por un tablón, sin manifestar miedo alguno al vértigo.
En estos encuentros con los indios, Pizarra hace alarde de valor, y llama la atención de Ojeda hasta el punto de que, cuando éste decide ir por soco rros a Santo Domingo, lo nombra su teniente y lo deja al mando del peque ño grupo de hombres durante dos meses. El trujillano da aquí el primer paso hacia la fama, mientras su pa dre, don Gonzalo, lucha en Pamplo na, donde pierde un ojo. Ahora, ade más de «el largo» y «el romano», por sus campañas en Italia, lo llamarán también «el tuerto». Ein Navarra con trae matrimonio con doña Isabel de Vargas, dama noble, de la que nacerá Hernando, el mayorazgo, que tam bién irá a las Indias. Y tendrá más aventuras y otros hijos. 15
El mito de El Dorado comenzaba a tomar forma. I.a calenturienta imaginación de quienes más tarde llegarían a creer firme mente en la existencia de una tierra ubérri ma, gobernada desde una mágica ciudad de tejados de oro ¡>uro (abajo), se alimen taba, ya desde los primeros viajes de Colón, de las joyas y figuras de oro y plata (izquierda) que formaban parte de los botines traídos de América. Francisco bi zarro, joven desheredado y analfabeto, sin apellidos y sin fortuna, no podía imaginar un destino más prometedor que el sueño americano.
3. Con Ojeda y Balboa Pero volvamos a Francisco; él es ahora el responsable de la colonia de San Sebastián y revela en el mando sus cualidades humanas. No sólo es el jefe, sino el padre de sus hombres. Así se gana pronto la confianza y la adhesión de los soldados. La situación es bien comprometida; al peligro, ya conocido, de los indios y sus flechas se añaden el calor sofocan te, las lluvias torrenciales, los terribles huracanes y los animales venenosos. Una de las virtudes más notables del teniente del gobernador es la pa ciencia, y bien la tuvo que poner a prueba en esta ocasión, pues no se contenta con los dos meses de plazo que le puso Ojeda; espera el doble, conteniendo a los que ya quieren abandonar el inhóspito lugar. Al fin, intentó retirarse en los dos berganti nes que tenía, y uno de ellos naufra gó. Por suerte, el que lleva a Pizarro logra entrar en la bahía donde años más tarde se fundará la ciudad de Cartagena de Indias, y allí, ¡oh fortu na!, está una nave con víveres y re fuerzos enviados por Ojeda, al mando del bachiller Iinciso. Con él se embar có en Santo Domingo, como polizón, un hombre que va a influir mucho en la vida de Pizarro; se llama Vasco Núñez de Balboa. Juntos, Enciso y Pizarro, deciden volver a Urabá, por si hubiera llegado Ojeda; ignoran que éste, tras múlti ples peripecias, había ido a morir en el convento franciscano de Santo Domingo. Encuentran a San Sebastián total mente arrasada por los indios. ¿Qué
hacer ahora? Balboa, que ha estado antes por estos lugares, recuerda un lugar apacible, de buen clima, suelo fértil e indios que no usan veneno. Pero Enciso, hombre de leyes, no se decide porque sabe que esa tierra pertenece a Diego de Nicuesa. Por fin vence sus escrúpulos, y los dos barcos bordean la costa hasta llegar al lugar indicado por Balboa. Allí nace otra ciudad española, Santa María de la Antigua, que, como escribirá años más tarde Pedro Cieza de León, alber gó como vecinos «la flor de los capita nes que ha habido en estas Indias». Pizarro tiene cada vez mayor presti gio entre los soldados y simpatiza con Balboa, que es, como él, generoso, mientras Enciso se muestra avaro de botín. Transcurren los meses y, a comienzos del año 1511, reciben una visita, Rodrigo de Colmenares, envia do de Nicuesa, para decirles que aque lla tierra es suya. Poco después llegará el propio gobernador, y le impiden que desembarque; más aún: la mayo ría de sus hombres se van con Enciso. Diego de Nicuesa hubo de marcharse con sus pocos fieles, y nada más se sabrá de ellos. Francisco Pizarro ha presenciado las intrigas y rivalidades de unos y otros caudillos sin tomar parte en ellas. Tiene ya más de treinta años, pero sabe aguardar su hora sin impaciencia. Enciso se va a La Española, y él queda con Balboa en la Antigua; co mo teniente suyo, le acompaña a ex plorar el istmo panameño, y en sus contactos con los indios, además de bastante oro, recibe las primeras noti17
Quienes abandonaron la Península en busca de fama y oro encontraron algo más que eso en los trópicos. Tormentas arrasadoras (arriba), selvas sofocantes (derecha), enfermeda des y plagas desconocidas pronto se revelaron como los auténticos ingredientes de la vida en aquel pretendido paraíso donde muchos no hallarían sino la muerte.
cias de que hay un mar al otro lado. Balboa intuye que descubrirlo será la empresa que inscribirá su nombre en el libro de la Historia. Pizarro sigue esperando y, mientras, trata sin éxito de aprender a leer y escribir; sólo logrará garabatear su nombre y envol verlo en una torpe rúbrica. Han llegado a España las noticias de las desavenencias de Enciso y Bal boa, y el obispo Fonseca, que gobier na las Indias por estos años, corta por lo sano: nombra un nuevo goberna 18
dor noble, galán y gran justador que se llama Pedro Arias de Avila. Pero esto aún no se sabe en el Darién, y Balboa, con ciento noventa hombres, uno de ellos Pizarro, va a cruzar el istmo, en busca de ese otro mar que había perseguido sin éxito Cristóbal Colón. Vasco Núñez tendrá mejor fortuna; caminan abriéndose paso por los bosques a golpe de hacha, tendien do puentes sobre los ríos y hundién dose en los pantanos, «dos, tres le guas metidos en agua y barro, desnu-
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dos, con la ropa y las armas hechas un lío puesto en la cabeza...; así dos, tres y hasta diez días consecutivos». Estas palabras son del propio Balboa, en carta al rey. A las dificultades que presenta la naturaleza se suman los indios que intentan detener a los hombres blancos, pero huyen despa voridos al ver que son dueños del rayo y del trueno, y acaban sometién dose a ellos, creyéndolos dioses. Están ya ante la cordillera que cru za el istmo, pero sólo un tercio de los hombres que salieron con Balboa pue de seguir adelante. Uno de ellos es Pizarra, y sesenta y siete serán los que contemplen por vez primera las aguas del Pacífico el 25 de septiembre de 1513. La firma de Pizarra es la tercera que figura en el acta levantada por el escribano, después de las de Balboa y el sacerdote Andrés de Vera. El 29 de septiembre, fiesta de San Miguel, el jefe toma posesión de «es tos mares, costas e islas», con el agua a la rodilla, la espada en la mano derecha y el estandarte real en la izquierda. Una escena todavía nueva, que se repetirá centenares de veces en América. Veintiséis hombres testifican el acto, y aquí también va Pizarra en tercer lugar. Por estas tierras encuentran al caci que Tumaco, que les regala perlas y oro, y les habla de un pueblo que vive más al sur, habita en ciudades de piedra y tiene mucho, muchísimo oro; es el único que posee bestias de carga, y ante la curiosidad de Balboa, el cacique traza sobre una hoja la figura de «una especie de oveja con cuello de camello». Els la primera imagen de la llama que contemplaron ojos euro peos, y es también la primera vez que 20
Pizarra oye hablar del imperio de los incas. El trujillano se estremece; ésta será su propia empresa, la que le dará la fama y el nombre buscados en tan paciente espera. Se acerca ya a la cuarentena. El regreso a Santa María no fue menos penoso; el 19 de enero de 1514 entran en la ciudad; Balboa envía una embajada al rey, pero llega tarde. Antes habían llegado las malas nuevas de su conducta con Enciso y sólo recibe los títulos de Adelantado de la Mar del Sur y Gobernador de Coiba y Panamá, porque hace un mes que ha sido nombrado gobernador del Darién Pedro Arias de Ávila. Cuando llegan las noticias y el metal amarillo de Balboa, se da a este territorio el nombre de Castilla del Oro. Veinticinco carabelas en las que viajan dos mil quinientas personas forman la flota del nuevo gobernador. Corre ya el año 1514 cuando Pedra das, que así se abrevia su nombre, entra en la Antigua. Con él viene el primer obispo del Darién, don Juan de Quevedo, y muchos hombres que pronto serán famosos, entre ellos el primer cronista oficial de Indias, Gon zalo Fernández de Oviedo. Trae Pe dradas en su equipaje un curioso pape) que trata de legalizar la con quista; se llama «requerimiento», y pretende explicar a los indios que, por donación del Papa, señor del univer so, aquellas tierras pertenecen ya a los Reyes de Castilla, a quienes deben prestar acatamiento y vasallaje. Si no lo hacen de grado, se les impondrá por la fuerza. También deben oír lo que les digan los misioneros que acompañan a los soldados sobre la religión que enseñó hace siglos Jesús
/’¡zurro formó parte efe la hueste de Vasco Núhez de Balboa en el viaje que dio como iestillado el descubrimiento del océano Pacifico en el año ISIS. Pac entonces cuando oyó Pablar por primera vez del imperio inca, cuya conquista seria desde entonces su tínico objetivo. ile Nazatet, el Hijo de Dios hecho hombre, que vino a salvar a la hu manidad. Podemos imaginar la escena: el ca tatán y la hueste frente a un puñado le indios asombrados, que oyen las ooes de un personaje al que no en tienden, y que lleva un papel, algo que tampoco ellos conocen. El prime! *> que leyó el requerimiento en Améi ica fue Gonzalo Fernández de Ovie do, y él mismo nos cuenta que des pués dijo a Pedrarias: «Señor, parésce-
me que estos indios no quieren escu char la teología de este requerimiento, ni vos tenes quien se la dé a entender; mande vestra merced guardalle hasta que tengamos algún indio de éstos en una jaula, para que despacio lo apren da, e el señor obispo se lo dé a entender.» El gobernador lo tomó «con mucha risa dél e de todos los que me oyeron». A pesar de todo, el documento seguirá viajando en el equipaje de todo caudillo de la con quista indiana. 21
4. A las órdenes de otro jefe Con la llegada de Pedradas, Pizarra cambió de jefe. Es un soldado que obedece a quien tiene la autoridad del rey, pero su espíritu de disciplina será puesto a prueba muy pronto, cuando el nueve gobernador, que ve en Núñez de Balboa un rival peligroso, le dé orden de prenderlo. Pronto se abrirá proceso al descubridor del Pacífico y, acusado de traición, será decapitado. No obstante, Pizarra seguirá toda vía cinco años más a las órdenes de Pedrarias. Como lugarteniente de Gaspar de Morales, va en 1515 en busca de unas islas del Mar del Sur donde hay margaritas como nueces, como avellanas..., tantas que estas islas se llamarán «de las Perlas». Con Juan de Tabira va también Pizarra, ahora en busca del Dabaibe, el primer Dorado fantasma, que persi guen remontando el Río Grande de la Magdalena. Muerto el jefe, los solda dos eligen al trujillano como caudillo y éste logra sacarlos de aprietos. La tercera jornada de Pizarra en estos años fue con Luis Carrillo; de ella trajeron «muy buen oro», según el cronista Oviedo. E'n su última empre sa por esta tierra, siempre como te niente, va a las órdenes de Gaspar de Espinosa, a quien Pedrarias manda explorar la costa de la Mar del Sur. El jefe envía al trujillano por tierra, mientras él va en los navios, costean do. Ahora Pizarra lleva a sus órdenes a Hernando de Soto, que será capitán
destacado en la conquista de Perú, como más adelante se verá. El mismo año en que fue ajusticia do Balboa (1519), decidió Pedrarias trasladar a otro lugar la capital de su gobernación y la sede del obispado del Darién, despoblando la ciudad de Santa María de la Antigua, donde los españoles habían padecido hambres y penalidades sin cuento. «En conse cuencia — escribe Las Casas— , cada ciudadano cogió sus bienes y sus ga nados; y tras muchos esfuerzos, tiem po, hambre y penuria, llegaron a Pa namá.» En este difícil éxodo va tam bién Francisco Pizarra, que asiste a la fundación de la nueva ciudad de Nuestra Señora de la Asunción de Panamá. El 11 de agosto del año citado nace la primera población es pañola a orillas del Pacífico y, como vecino de ella, Pizarra recibe una gran extensión de tierras al borde del río Chagre, donde pronto se hace con un buen hato de vacas y una encomienda de indios en la islilla de Taboga. Llega a ser también regidor y alcalde de Panamá. Es ya un hombre rico, que puede pasar tranquilo el resto de sus días, pero sigue alimentando los sue ños de su infancia. Aún no tiene nombre, y su padre muere en 1522 sin acordarse de aquel hijo de su moce dad. La noticia se la daría alguno de los extremeños que llegaban a la ciu dad. Asimismo, conoce la hazaña de su primo Hernán Cortés, que acaba
El imperio de los incas ocupaba buena parte del oeste de Suramérica y estaba articulado por una red de caminos de unos 40.000 kilómetros.
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de conquistar un imperio al que ha bautizado como la Nueva España. 1522 es también el año en que un alavés, Pascual de Andagoya, anima do por las noticias que corren de boca en boca sobre un país fabuloso de incalculables riquezas, se lanza en su busca, con tan mala fortuna que una caída del caballo y un buen remojón lo dejan tullido e incapaz de nuevas aventuras. Ha llegado tan sólo hasta el río Viró, en la actual Colombia, pero sus noticias son para Francisco Pizarra un empuje decisivo; será él quien conquiste ese imperio, para su perar, si cabe, la gloria de su primo. Tiene un amigo, extremeño como él, y también hijo bastardo, soldado y analfabeto; se llama Diego de Alma gro y vive en Panamá. A este par de soñadores se unirá pronto un clérigo andaluz, de Morón de la Frontera, que es ahora maestrescuela de la re cién fundada catedral panameña. Her nando de buque es otro soñador y además tiene dinero. Así se formó el trío que realizaría la gran empresa. Todavía Pedrarias querrá intentar una nueva conquista. Ha enviado mu chas expediciones por el istmo cen troamericano; ahora quiere proseguir su exploración, y la encarga a Juan de Basurto, pero éste muere cuando iba a comenzar los preparativos. Pedrarias se desanima y olvida sus planes, mientras Pizarra, Almagro y buque deciden realizar la exploración por su cuenta.
Perú, en uno de los primeros milpas que se conservan. Pizarra aportó al imperio espa ñol la c¡ue sería considerada como la más rica de sus colonias de ultramar. 24
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II Los comienzos de una gran aventura
1. Tras las huellas de Pascual de Andagoya A principios del año 1524 Pizarra, Almagro y Luque forman una compa ñía para ir a la conquista de aquel imperio vislumbrado. El de Trujillo pasa ahora a primer plano: será el capitán de la aventura. Almagro ac tuará como intendente o proveedor y Luque, que es el único que sabe leer y escribir y que está versado en el ma nejo de los papeles, se encargará de obtener las licencias necesarias. Entre los tres pondrán el dinero para esta «jornada a las partes de levante». La expresión tiene su origen en la igno rancia de la figura del continente suramericano, porque, en realidad, la meta buscada no se halla hacia el este, sino muy al sur de Panamá. Según la relación escrita por Fran cisco de Jerez, que acompañó a Piza rra en el primer viaje y fue su secreta rio, éste hizo construir «un navio grande». Otro cronista, Pedro Cieza de León, afirma que compró uno de los que su desdichado amigo Núñez de Balboa tenía preparados para ini ciar su exploración por la misma ruta que seguirá Pizarra. Conseguido el barco de uno u otro modo, era preciso aprestarlo, llenar sus bodegas de pro visiones y, finalmente, reclutar los soldados y los marineros necesarios.
El gobernador Pedradas no se muestra muy propicio; ni ayuda a equipar el buque ni cede hombres porque los necesita, pero pide un tercio del botín que se logre. Habrá que recurrir a los recién llegados bisoños, que desconocen la naturaleza americana y las estratagemas de los indios. Al mismo tiempo, Pizarra manda construir otro barco, que zar pará más tarde con refuerzos al man do de Almagro. La hacienda de los tres socios se va consumiendo rápidamente; para ma yores gastos se retrasa diez meses sobre lo previsto el apresto del primer barco y, como ya han reclutado gente, tienen que pagar a los soldados. Han de pedir en préstamo seis mil pesos de oro, que sólo Dios sabe cuánto les costó conseguir, pero, al fin, la cara bela se mece en el puerto panameño y sus bodegas se van llenando de víve res, entre los que figuran cerdos vivos, que recordarían a Pizarra sus años de Ea Zarza, y que serían «la despensa ambulante de la hueste», como dice el historiador mexicano Carlos Pereyra; era el único modo de llevar carne en una época carente de sistemas de refrigeración artificial. Otros animales embarcados fueron los gatos, que un
Pizarra capitaneó en solitario la primera expedición a Peni. Sus socios. Almagro, con quien aparece en esta imagen de la crónica de Guarnan Poma (página 26), y Luque quedaron en Panamá, ya que solamente disponían de una carabela. El primer contacto que tuvo Pizarro con Peni fue decepcionante, aunque las riquezas que después descubrió e hizo llegar a la Península forjaron la imagen de una tierra fabulosa (derecha). 28
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En 1524, Francisco Pizarro, Diego de Almagro y el clérigo Hernando de Dique formaron en Panamá una sociedad que tenía como único objetivo la conquista del imperio inca (arriba). Almagro se encargó de la intendencia. Dique de obtener las licencias necesarias y Pizarro de mandar la primera expedición, cuya partida recoge este grabado (derecha).
soldado de la hueste pizarrista, Gil de Montenegro, había introducido en Panamá. Entre las provisiones de boca ocu pan lugar importante el maíz y el vino; llevan, además, baratijas para «rescatar» oro a los indios, los consa bidos espejos, cuchillos y cuentas de colores que llevaron todas las expedi ciones descubridoras. El 14 de noviembre de 1524, según Francisco de Jerez, o el 13 de septiem bre del mismo año, según otros, em barcan los ciento doce hombres que 30
irán con Pizarro. Almagro y Luque, desde la playa, dicen adiós al socio que se lanza a la gran aventura, y quedan preparando la expedición de socorro, mientras la carabela solitaria llega hasta el límite de la tierra cono cida, el río Virú, ya visitado por Andagoya. Intentan remontar su cur so en busca de un puerto y hallan uno. El nombre con que lo bautizaron nos lo dice todo: Puerto del Hambre. Escasean ya los víveres y deben ali mentarse de amargos palmitos y mo luscos desconocidos, mientras sopor-
tan terribles aguaceros y calor sofo cante. Los soldados están arrepenti dos de haberse alistado con Pizarro, pero él no desmaya; mantiene intacta su ilusión y la firme voluntad de coronar su empresa. Comprende que necesita ante todo provisiones, y envía la carabela a Panamá, mandada por Gil de Monte negro, mientras él se queda con los soldados sometidos a racionamiento para alargar los pocos víveres restan tes y que podrán durar diez días, plazo que cree suficiente para que vuelva el barco. Pero no contaba con la meteorología, que retrasa el viaje; más de mes y medio deben permane cer en el Puerto del Hambre y ya no queda ni un cerdo, ni un grano de maíz, ni una gota de vino. Algunos
desesperan, otros resisten mejor y a todos anima el ejemplo del capitán que siempre irradia confianza. Al fin, un buen día divisan el vela men de la carabela, que trae abundan te comida. Pronto se rehacen, pero... ya no queda más que la cuarta parte de los que salieron de Panamá. No obstante, Pizarro no piensa volver; sigue navegando hacia el sur, sin atre verse a desembarcar, porque son po cos y están débiles para enfrentarse a los indios. Pocos días después avistan un promontorio en cuya cima se le vantaba una estacada; atacan por sor presa, pero el lugar estaba desierto. Pasaron la noche en este reducto indio y al amanecer sufrieron un ataque del que los españoles salieron derrotados; cinco muertos y muchos heridos, en31
tre ellos el capitán que recibió siete flechazos. Después de tan dura expe riencia, Pizarro decide no seguir ade lante y, con harto pesar, manda poner proa al norte para buscar un lugar desde donde ponerse en contacto con sus socios. No piensa, por supuesto, volver a Panamá vencido. Allí llega ron hasta Chochama, en el golfo de San Miguel, y allí se quedó él, mien tras Nicolás de Ribera el Viejo va con la carabela a Panamá llevando el poco oro obtenido. Pizarro se queda para demostrar que, a pesar de todo, no renuncia a la «empresa de Levante». Pocos días antes de la llegada de este navio a Panamá, había salido Almagro con setenta hombres en el otro barco y, siguiendo la ruta de Pizarro, fue a parar al mismo pueblo en que éste y los suyos habían sido tan duramente castigados. No tuvie ron ellos mejor fortuna, y Diego de Almagro perdió un ojo en la refriega; pero los españoles lograron echar del pueblo a los indios, y lo incendiaron, bautizándolo Puerto Quemado. Siguiendo rumbo al sur, rebasaron el límite alcanzado por Pizarro, y llegaron hasta el río que llamaron de San Juan, por ser 24 de junio. Desde aquí retroceden y, al fin, en Chocha ma se reencuentran los dos socios y juntos estudian la situación. En el carácter de Pizarro no entra el desáni mo, ni se plantea la posibilidad de abandonar lo comenzado. Acuerdan que sea Almagro quien vaya por re fuerzos a Panamá, mientras Pizarro le
espera con los cincuenta hombres que todavía le quedan. No fue fácil la misión de Almagro: la «empresa de levante» tenía ya mala fama y el gobernador Pedrarias trató de impedir que se organizara una nueva expedición. Quiere que Pizarro regrese, porque necesita hombres para combatir a su teniente Francisco Her nández, que se le ha sublevado en Nicaragua. Pero tampoco quiere per der lo poco que ha invertido en la expedición y, como considera inepto a su caudillo, habla de ponerle un capi tán adjunto. Oíd(3 esto por Almagro, se brinda a serlo, encubriendo su ambición con el pretexto de evitar que se introdujera un extraño junto a los tres socios. Mala acogida tuvo este ascenso entre los soldados de Pana má, y corrió el rumor de que Almagro quería menoscabar la autoridad de Pizarro. Con todo, logró reunir ciento diez hombres, que en dos barcos llevó a donde le estaban aguardando Piza rro y su gente. Juntos los dos capitanes, seguirán explorando la inhospitalaria costa, donde todo eran, al decir de un cro nista, «ciénagas y anegadizos inhabi tables». Donde pensaban que había poblado, iban a tierra en busca de alimentos, y así lo hicieron durante tres años, en los que murió la mayor parte de los hombres. Llegados al río de San Juan, límite que se había fijado a su avance hacia el sur, de nuevo irá Diego de Almagro a Panamá en busca de más gente.
Los primeros años de Pizarro en l’erú fueron un constante deambular por una costa inhóspita y poco acogedora. La reacción de los indígenas fue desigual. Mientras algunos pueblos accedieron gustosamente a proporcionarles víveres, otros se mostraron muy hostiles con ellos. 32
2. Primer contacto con el imperio de los incas Mientras, el otro barco al mando del excelente piloto Bartolomé Ruiz siguió bordeando la costa, hacia el sur. Pizarra le había mandado nave gar sesenta días con este rumbo, lle gando lo más lejos posible. «Él fue, aunque con mucho trabajo — dice un cronista— y llegó al fin a una espa ciosa bahía en que halló tres pueblos grandes de indios que usaban adornos de oro y se mostraban amistosos, tanto que Ruiz dejó que un sólo español fuese a tierra con ellos y pasara dos días en el pueblo. Pudo comprobar cuánto abundaba entre ellos el amarillo metal; por otra parte, desde aquí en adelante la tierra es llana y muy poblada». La esperanza renace en la hueste. Un día divisan a lo lejos una vela latina y, cuando se acerca, ven que se trata de una balsa ocupada por veinte hombres. Varios de ellos, once, preci sa la relación Sámano-Jerez, se tira ron al agua para ganar a nado la playa. El piloto Ruiz retuvo a tres para usarlos como «lenguas» o intér pretes, y se los llevó dándoles muy buen trato. La embarcación, que las crónicas describen con detalle, fue la que el noruego Thor Heyerdal trató de reproducir en su «kontiki», la balsa con la que intentó cruzar el Pacífico
desde El Callao rumbo al oeste, para tratar de demostrar su teoría de que la Polinesia se pobló desde América. Las mercancías transportadas por la balsa indígena excitaron una vez. más la fantasía de los españoles sobre aquel fabuloso país que buscaban con tanto ahínco; había muchas piezas de plata y oro, mantas de lana y de algodón, y diversas prendas de ropa muy bien tejidas, de vivos colores y lindos dibujos. Les llamaron la aten ción unas conchas de pescado de las que llevaban gran cantidad; era el molusco «spondylus», propio de la zona costera donde se hallaban, y que los quechuas llamaban «mullu». Vuelto al río de San Juan el barco pilotado por Ruiz, los que allí aguar daban reciben con ilusión a los que llegan y Pizarra siente crecer su fe nunca perdida, en la conquista que lo hará famoso. Los indios capturados por Ruiz hablan de «guaynecapa» y «cuzco», dos palabras cuyo significa do desconocen los españoles. La balsa en que navegaban y su cargazón con firman la existencia de ese país del que Pizarra oyó hablar por vez prime ra a los indios del Darién, cuando acompañaba a Balboa. Muchos años hace de eso, catorce poco más o menos, en los que ha luchado sin
Los actuales indios peruanos (derecha), herederos de la refinada civilización que tan profundamente sorprendió a los españoles, han conservado muchas costumbres de sus antepasados prehispánicos, forjadores de un imperio cuya conquista proporcionaría, por fin, a Francisco bizarro la fama y la gloria que tan fervientemente anheló a lo largo de toda su vida.
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descanso. Ahora, por fin, la meta soñada parece estar cercana. Llegó también Almagro, de vuelta de Panamá, «con el navio cargado de gente y caballos», dice Francisco de Jerez. Juntos todos, saldrán rumbo a aquella espaciosa bahía descubierta por Ruiz, a la que habían dado el nombre de San Mateo, pero pronto comenzarán las dificultades; se aca ban los víveres, y tiene que desembar car parte de la gente para caminar por tierra y buscar comida donde la haya. Encuentran un pueblo de indios que tienen sus chozas o «barbacoas» en las copas de los árboles y se niegan a darles alimentos. Se trabó entonces un combate «vertical» y, aunque los in dios se defendieron bien, al fin em prendieron la huida. Entonces tres españoles subieron a las barbacoas y empezaron a echar abajo una lluvia de maíz que los otros recogían en sus alforjas. Llenas éstas, vuelven a los barcos y siguen costeando hasta Taca mes, la actual Atacámez, que hallaron abandonada. Sospechando que les traicionarían, temían que les ataca ran, lo cual se produjo efectivamente
Macbu Piccbu (derecha), la ciudad incaica construida sobre un picacho de la cordille ra de Vilcabamba, constituye uno de los testimonios más preciosos de la vida coti diana de los incas antes de la llegada de los españoles, t>ara quienes su existencia pasó inadvertida. 36
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Uno ele los últimos puentes colgantes ele cuerdas de época prehispánica que se conservan actualmente en Perú. Aunque su desconocimiento de la rueda ha llevado a poner en entredicho el nivel de desarrollo de la civilización incaica, estos puentes colgantes, del tipo de los que la ingeniería europea no fue capaz de producir hasta muchos siglos después, demuestran los notables conocimientos técnicos que llegó a alcanzar este pueblo. por la noche, pero bastó un disparo de falconete efectuado por Pedro de Candía para ponerlos en fuga. Entretanto, las discordias hicieron su aparición en el campamento espa ñol; los soldados, hartos de penalida des, quieren volver a Panamá; los jefes quieren seguir, y Almagro trata mal a la gente, que se rebela contra él. En esta ocasión Pizarra se puso al lado de los descontentos, lo que dio lugar a la primera desavenencia con su socio. A punto estuvieron de sacar las espadas, pero mediaron Bartolomé Ruiz y Nicolás de Ribera y los dos capitanes se abrazaron públicamente. Este incidente desacreditó a Alma gro y robusteció el prestigio de Piza 38
rra, a quien todos obedecieron, aun que sin entusiasmo, cuando dio la orden de embarcar. Prosigue la mar cha hacia el sur, hasta un río que bautizaron con el nombre de Santia go; los indios se muestran agresivos y Pizarra, muy a pesar suyo, decide volver a San Mateo. Lástima que el piloto Ruiz no fijara la posición de este río, que fue, como veremos, el límite señalado entre la gobernación de Pizarra y la de Almagro. Desde San Mateo, una vez más, vuelve Almagro a Panamá a buscar gente; Pizarra, como siempre, se que da. Es una táctica bien meditada, pues mientras él esté en ella, la «empresa de Levante» proseguirá.
3. Dificultades en Panamá Los «trece de la fama» Cuando Almagro llega a Panamá ncuentra un nuevo gobernador; Pedrarias ha sido sustituido por Pedro de los Ríos, que le recibe con cortesía; pero una estratagema de los descoll emos hará cambiar su actitud. Escon dido en un ovillo de lana blanca, ■ ibsequio para su esposa, va un papel con estos versos:
Pues, señor gobernador, m írelo bien por entero, que allá va el «recogedor» y acá queda el «carnicero». El efecto de esta cuarteta fue fulmi nante: Pedro de los Ríos envía a Juan l’afur con la orden de recoger a Pizai ro y los que con él habían quedado. ( ion los ochenta hombres y el barco iiie tenía había pasado a la isla que llamaron del Gallo, y para evitar teniciones, despachó también este bu que a Panamá. Sabían, pues, dónde encontrarlos. A fines de septiembre de 1527 dos idas aparecen ante los ojos ansiosos de los confinados; allí estaba Tafur on la orden de Pedro de los Ríos y us dos barcos prontos a recibirlos a bordo para regresar a Panamá. Franisco Pizarro debió de sentir que el inundo se hundía bajo sus pies. Cuanlo ya estaba a la puerta del soñado imperio que iba a conquistar, anuían lo la hazaña de su primo, he aquí que un gobernador «prudente» le ordena pue abandone el gran sueño de su vida. ¿Volverá como un fracasado,
después de gastar su hacienda y lle narse de deudas? Mientras él hace estas amargas re flexiones, sus soldadas saltan de gozo al ver tan próxima su salida de aquel infierno. Llega, al fin, el momento decisivo y Pizarro decide no darse todavía por vencido: desenvaina su espada, fiel compañera de tantos años, testigo de su titánica lucha por la conquista de un nombre, y traza en el suelo una línea con la punta del acero, una línea que va de oeste a este. Señalando el sur, dice a sus hombres: «Por aquí se va a Perú a ser ricos; por allí — el norte— se va a Panamá a ser pobres: escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere», y cruza el primero esta línea simbólica. Todos quedan sobrecogidos, y hay un silencio total. ¿No habrá nadie que le siga? Al fin, Juan Ruiz, pariente del piloto, se pone a su lado con decisión, y tras él Nicolás de Ribera el Viejo y Pedro de Candia el griego, y después otro... y otro... hasta trece hombres. Serán, aunque ellos no lo saben, «los trece de la fama». El resto se irá con Tafur que, admi rado del valor de Pizarro y sus fieles, respeta su decisión y le deja todos los víveres que puede. Nicolás de Ribera vuelve a la playa con un mensaje de Tafur que ofrece a Pizarro y los suyos la posibilidad de ser trasladados a otra isla más al norte. Como en la del Gallo no existían recursos para man tenerse, el capitán acepta la oferta. 39
Así pasaron él y «los trece» a la isla que se llamará de Gorgona, «que los que la han visto — dirá Antonio de 1 lerrera— comparan al Infierno...». Lluvias constantes y abundancia de mosquitos les acompañaron en los cinco meses consumidos aquí. Pizarro se convierte ahora en pescador y caza dor, para alimentar a sus hombres, cristianos de fe recia, que cada maña na daban gracias a Dios y cada tarde rezaban la Salve y otras oraciones. Así transcurren los últimos meses del año 1527 y los tres primeros de 1528.
«Por aquí se va a Perú a ser ricos; por allí se va a Panamá a ser pobres: escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere». Estas palabras, que Pizarro pronunció después de trazar con su espada una raya en el suelo, constituyen uno de los momentos culminantes de la conquista del imperio de los incas. Cuando, en septiembre de 1527, el gobernador de Panamá envió un navio para recoger a los expedicionarios peruanos y poner fin a su aventura, Pizarro se negó a volver pobre. Junto con el, solamente doce hombres cruzaron la simbólica raya. En la imagen, las costas de Panamá. 40
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4. El último intento Una mañana de marzo aparece un punto lejano; es un bergantín despa chado por Luque y Almagro, que han conseguido al fin permiso de don Pedro de los Ríos, quien da a Pizarro un último plazo de seis meses para presentarse en Panamá. Bartolomé Ruiz, que manda el bu que, salta a tierra y abraza a Pizarro y a sus compañeros. Luego les comuni ca las órdenes que trae, pero el trujillano no quiere volver con las manos vacías; decide embarcar con sus hom bres y dice a Ruiz que ponga rumbo al sur. Va a intentar lo imposible. El bergantín llega a la isla de Puná, y pasa de allí a Túmbez, donde se entera de que el gran imperio que ansia conquistar se halla en plena guerra civil. Ha muerto el inca Huayna C.'ápac, y sus hijos Huáscar y Atahualpa se disputan la herencia. El genio de Pizarro adivina su gran opor tunidad; usará la diplomacia para es tablecer los primeros contactos con los indios que, en sus balsas, han venido a rodear al bergantín hispano. Los guerreros de una de ellas suben a bordo y son tratados con las mayores atenciones. Así consigue que ellos le faciliten el desembarco en Túmbez, una hermosa ciudad rodeada de cam pos bien regados. Todo habla de una buena organización. Él presiente que está tocando con las manos su viejo sueño y se apresta a convertirlo en realidad, cueste lo que cueste. El curaca de Túmbez — así se lla maban los caciques en Perú— envió a los españoles mucha fruta, chicha de maíz y una llama, animal que por vez 42
primera veían, aunque ya en Panamá el cacique Tumaco había dibujado sobre una hoja la figura de este ani mal. Para entregar los obsequios iba en la balsa un personaje, sin duda importante, que tenía las orejas defor madas por el peso de los adornos; de modo que sus lóbulos le llegaban casi hasta los hombros. Los españoles le llamaron el «orejón», calificativo que vino a designar más tarde a toda la nobleza incaica. El «orejón» quiere saber de dónde vienen los hombres blancos y Pizarro le habla de Castilla y de su rey, del Papa de Roma, del Dios de los cristia nos... Ofreció al indio vino, que éste probó con muestras de agrado, y un hacha de hierro. Fue invitado a comer con el capitán y, por su parte, le invitó a visitar la ciudad. La diploma cia iba funcionando bien. El primer español que entró en Túmbez fue un marinero que volvió contando maravillas, pero todos se mostraban incrédulos. Bajó entonces Alonso de Molina con un esclavo negro, llevando obsequios para co rresponder a los del curaca: un par de cerdos, varias gallinas y un gallo. Todo causó admiración; las barbas del hombre blanco, y más aún la oscura piel del negro, al que invitaron a lavarse creyéndolo pintado. El asombro subió de punto al ver que no perdía color con el agua. Los animales también fueron observados con curio sidad; el canto del gallo y el gruñido de los cerdos causaron asombro. Molina y el negro recorrieron la ciudad y volvieron haciéndose lenguas
Los antepasados de origen noble de estos indios quechuas ataviados con su traje tradicional, adoptaban sus orejas con aros de oro. El peso de estas joyas deformaba los lóbulos de tal forma que los españoles aplicaron el calificativo de «orejones» a toda la nobleza incaica.
de su grandeza y de las impresionan tes murallas de piedra que la rodea ban. Pero tampoco les creyeron sus compañeros, porque Alonso era de masiado joven y había visto poco mundo. Entonces Pizarro eligió a Pe dro de Candía, el artillero griego, que gozaba de más crédito entre sus com pañeros. Vistióse éste su cota de malla y puso sobre su cabeza un yelmo reluciente y adornado con plumas. Armado de espada, rodela y arcabuz, de pie y bien erguido en la balsa, se
fue acercando a la playa ante la mira da curiosa de los tumbeemos. Llegado a la orilla, saludó ceremo niosamente al curaca que mostró de seo de ver cómo aquel bastón, el arcabuz, vomitaba fuego. Eligiendo por blanco un trozo de madera, Can día disparó su arma; la detonación asustó a los indios, que jamás habían visto ni oído cosa semejante, y todos cayeron en tierra. Pasada la primera impresión com probaron los efectos del disparo: el
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tablón perforado y el olor de la pólvo ra desconocido para ellos. Pero el curaca deseaba poner a prueba la eficacia de aquella arma y lanzó sobre Candía un jaguar y un puma. El griego, que tenía encendida aún la mecha, hizo un disparo al aire y las fieras asustadas, retrocedieron. Ante tal maravilla, los indios se postraron en el suelo rodeando a aquel ser que poseía tan extraños ptxleres. El curaca ofreció al del arcabuz una libación de chicha, vertiendo un vaso de este licor por el cañón del arma. Desde este instante, Cancha fue considerado como un dios, el gran lllapa, dueño del rayo y del trueno, emisario de Viracocha, llegado en aquella casa flotante que se mecía frente a la playa. El griego hizo un recorrido por la ciudad y visitó sus templos, que los cronistas españoles llaman siempre mezquitas, sin duda por la larga convivencia hispana con los fieles de Alá. Vio los mercados y las fortalezas, el «convento» de las vírgenes del Sol, la cerámica rojiza de sus menajes case ros y las ovejas, o más bien camellos sin giba, que transportaban las mer cancías; observó los vestidos de hom bres y mujeres, y oyó cómo hablaban una lengua que también, como su atuendo, le recordaba el mundo árabe. Después de dos días de continuo asombro, Candía volvió al barco con muchos obsequios del curaca, y acom
pañado de balsas cargadas de maíz, pescado, frutas y dos llamas. Entre la admiración de todos, empezó el grie go a relatar lo visto y al final les mostró una tela en que había dibuja do el plano de la ciudad, que Pizarra bautizó con el nombre de Nueva Va lencia de la Mar del Sur. Pero es ya hora de dejar Túmbez para seguir avanzando antes de que termine el plazo que el gobernador de Panamá ha dado a Pizarra. El bergan tín leva anclas y pasan frente a Peita, entre aclamaciones de los indígenas, que piensan que el navio transporta a un dios; oyen en la noche los brami dos de los lobos marinos, animal desconocido para los hispanos, y al amanecer se ven rodeados de balsas que les traen regalos. En Malabrigo, tierra de chinities, desertó el marinero Bocancgra que prefirió quedarse a vivir entre estos indios que le llevaban en andas de un lado a otro. Pizarra quería llegar hasta Chincha, ciudad de la que le habían hablado los indios, pero los marineros le pidieron que volviera atrás, cuando se hallaban en la desembocadura del río Santa, nombre indígena que él convertirá en Santa Cruz. El 3 de mayo de 1528 la nao viró en redondo y puso proa al norte, a Panamá, donde entró el mis mo día que terminaba el plazo fijado por el gobernador. No vuelve ya co mo vencido, sino como triunfador; está a las puertas del Imperio del Sol.
La toma de contacto J e Pizarra con el imperio incaico se produjo en un momento de ¡irán tensión. En 1527, el Inca Huayna Cápac había muerto, repartiendo el reino entre Jos de sus hijos. Atahualpa heredó la región de Quito; Huáscar, la de Cuzco. Ninguno de los dos se conformó con su parte y, desde entonces, lucharon encarnizadamente por el poder absoluto hasta que Huáscar fue apresado (derecha). 44
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III Preparativos de la empresa
1. Francisco Pizarro vuelve a España La llegada de Pizarro a Panamá despertó el entusiasmo y la admira ción de los habitantes de este puerto. ¡Al fin había llegado al país de las fabulosas riquezas! Ahora los tres socios van a tratar de resarcirse de todas sus fatigas. Ante ellos se abre un risueño porvenir, pero el presente no lo es tanto. Sólo tienen deudas y hay que preparar la gran expedición de conquista. Además, no todos se dejan seducir por la fábula; el gobernador Pedro de los Ríos se muestra incrédulo y no está dispuesto a permitir que salga una tercera expe dición. Dice un cronista que Pizarro, Almagro y Luque, después de hablar con él, se despidieron del gobernador «muy desconsolados». Tras varios días de conciliábulos, deciden enviar a España un procura dor que se entreviste con el monarca y firme con él una capitulación, para dejar así al margen de la empresa al escéptico Pedro de los Ríos. Pero los tres socios están entram pados, y el viaje costará dinero. Surge, además, el problema de elegir al hom bre adecuado para este negocio; Al magro propone que vaya Pizarro, pe ro Luque, siempre prudente, indica al licenciado Corral, a punto de salir para la Península, y que, como hom bre de leyes, será más apto para
negociar. A los otros dos socios no les agrada la idea de introducir a un extraño; además, mal procurador de esta empresa podría ser quien no ha visto la tierra que se pretende con quistar. Poca vida y poca fuerza, poco poder de convicción y arrastre ten drían las palabras frías de un letrado para conseguir el apoyo necesario a tan arriesgada empresa. Pizarro, entonces, propone que va ya Almagro, pero éste vuelve a insistir en que sea el trujillano quien se pre sente al Emperador con su proyecto de conquista y le ofrezca los presentes que le envían. Nadie como él ha vivido la aventura día por día; nadie tiene fe tan ciega en el éxito, ni mayor entusiasmo por la empresa. Luque comprendió el peso de estas razones y «se capituló — escribe un cronista— que Francisco Pizarro negociase la gobernación para sí, y para Diego de Almagro el adelantamiento, y para Hernando de Luque, el obispado». Al piloto Ruiz lo propondría para algua cil mayor, y gestionaría mercedes de hidalguía para «los trece de la fama». Con mil quinientos pesos de oro prestados, Pizarro sale de Panamá para cruzar el istmo hasta Nombre de Dios. No es aventurado suponer que en este corto, pero siempre penoso viaje, recordaría aquella travesía que
Cuando Pizarro consiguió por fin localizar el imperio de los incas y reunir la información necesaria para plantear la expedición definitiva, decidió, junto con sus dos socios, regresar a España (página 46) para obtener la licencia del emperador, así como también nuevos hombres y más fondos, lil oro y la plata de Perú que llevó consigo impresionaron gratamente en la Corte de Carlos V (derecha), y contribuyeron a la grandeza del imperio español como ningún producto de otra colonia. 48
hiciera con Balboa en 1513, cuando tuvo la primera noticia del país que ahora ya ha visto. Corría el mes de septiembre de 1528 cuando zarpó de Nombre de Dios rumbo a Sevilla la nao que llevaba como pasajero a un cincuen tón con ilusiones juveniles. Le acom pañan Domingo de Soraluce y Pedro de Candía con su pintura de Túmbcz y la relación que tiene escrita de lo visto en la ciudad. Y como pruebas tangibles de tanta maravilla, media docena de llamas, que en Panamá dicen «ovejas del Perú», y unos indios tallanes con sus vistosos atuendos y adornos de oro y plata, que acreditan la riqueza de aquella rierra remota, mucho mayor que Castilla. Podemos imaginar cuáles serían los pensamientos del antiguo porquerizo y pastor de La Zarza. F.l que salió de Sanlúcar de Barrameda en la flota de Nicolás de Ovando era un soldado más, sin nombre ni fortuna; el que está ahora acodado en la borda, vien do cómo se dibuja en el horizonte la costa de España, de donde partió hace
Francisco Pizarra salió de España pobre y desconocido y regresó a ella en 152H rico y famoso. Le precedió la reputación de ha ber descubierto Peni, una tierra de maravi llosas riquezas y objetos de oro que los españoles de esta imagen intercambian por espejos y sonajas. 50
Las llamas (arriba), desconocidas hasta entonces en Europa, formaron parte de los presentes que Pizarro trajo a España. ! m s joyas y objetos preciosos, entre los que quizás se hallasen algunas manos de plata, como éstas de estilo chimú (derecha), despertaron, sin embargo, mayor asombro y admiración que ningún otro regalo. ir
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más de un cuarto de siglo, es nada menos que el descubridor de una tierra legendaria «que se dice Perú». Soñaría, sin duda, con su llegada a Trujillo, con el asombro de los viejos conocidos, con sus hermanos y con tantas cosas más... Pero la Fortuna le jugará al llegar una mala pasada, otra más en la carrera de obstáculos que fue su vida. Kn el puerto sevillano de las Muelas vive aquel bachiller Martín Fernández de Eftciso, el antiguo socio de Alonso de Ojeda, que aún guarda rencor a 52
todos los que fueron amigos de Núñez de Balboa, el polizón que se metió en su barco y luego le quitó el mando en el Darién. Cuando F.nciso supo que había vuelto Pizarro de las Indias, tomó papel y pluma para demandarlo por las antiguas deudas que pesaban sobre los vecinos del Darién, y como él se declaró insolvente, lo hizo prender. Varias noches hubo de dormir el futu ro conquistador de Perú en la cárcel sevillana, donde años más tarde gesta ría su obra inmortal Miguel de Cer-
vantes. ¡Mala jugada de la diosa For tuna! En vez del recibimiento soñado, va a parar a un lugar «donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación». La España que recibe a Pizarro no es ya la de Isabel y Fernando; ambos murieron y también pasó el breve reinado de Juana y Felipe. Su hijo, el joven Carlos, vino de Flandes en 1517 y hace ya diez años que es emperador de Alemania. Por eso se mueve por toda Europa y para poco en el reino dé Castilla, pero está bien informado de lo que pasa en las Indias y acaba de llamar a Hernán Cortés para oír de sus labios noticias de aquel gran im perio que le ha ganado. Llega éste a Palos con una espléndida comitiva, en que figuran indios notables, animales desconocidos y, sobre todo, oro, plata y joyas. A doña Juana de Zúñiga, que va a ser su esposa, le regala una esmeralda gigantesca que, según los peritos, vale 40.000 ducados. Precisamente en estos momentos llega a oídos del emperador la noticia de que está en Sevilla, procedente del Darién, un tal Francisco Pizarro que dice haber descubierto otro reino de fábula, y que está preso por deudas en la cárcel sevillana. El rey, que quiere verlo pronto, perdona la deuda a todos los vecinos del Darién, y manda que Pizarro se presente cuanto antes en la Corte. Pudo entonces reunirse con Candía y Soraluce, que le aguardaban con los indios, llamas y obsequios. Juntos emprenden el camino de Toledo, don de no parece que llegara a ver al emperador, pero sí a los señores con sejeros de Indias y también a la empe ratriz Isabel de Portugal. Las maravi 54
llas de las nuevas tierras eran ya moneda corriente en la corte castella na, pero lo que trae Pizarro produce asombro; los tres indios tallanes están bien vestidos y llevan ricos adornos de plata y oro. No se parecen en nada a aquellos antillanos con taparrabos que trajo Colón en su primer viaje. Mayor interés que los hombres des piertan los animales, los pequeños camellos sin giba, bien cubiertos de lana maloliente. Las palabras de Pizarro serían co mo todas las suyas, sobrias y ajus tadas, pero su propio entusiasmo les dio fuerza para impresionar a hom bres ya habituados a oír a capitanes que vienen de las Indias con mucha fantasía y grandes aspiraciones. Tam bién Pedro de Candía tuvo ocasión de hablar y describir aquella gran ciudad que les había recordado Valencia, y mostró su pintura que acabó con las dudas de los más reacios a creer tantas maravillas, que más parecían propias de libros de caballería que del mundo real. En Toledo se encuentran de nuevo los dos primos, Francisco y Hernan do, que no se han vuelto a ver desde los lejanos tiempos en que ambos eran colonos de la isla Española, cuando un absceso impidió a Cortés embarcar con Pizarro en la expedición de Ojeda. Providencial absceso que torció el rumbo de la vida de I lernando y lo encaminó hacia México, esce nario de sus grandes hazañas. Pizarro ya las conoce de oídas, y ahora la visión de su primo rico y famoso, cuando él está también tocando con las manos gloria y riquezas, debió de servirle de acicate y estímulo para negociar con la Corona.
2. La capitulación Pronto estuvo a punto el documen to que legitimaba la empresa pizarrista: la capitulación, una más de las muchas que por estos años se firma ron para la realización de empresas de descubrimiento y conquista. El 26 de julio de 1529 la emperatriz Isabel estampaba su firma al pie de este singular «contrato» para la conquista de la Nueva Castilla, nombre oficial que se dio a Perú por sus ciudades y fortalezas de piedra. Se trataba de una premonición; hasta ahora sólo habían visto una ciudad de adobes. A Francisco Pizarra se le da «licen cia y facultad para que por Nos y en nuestro nombre y de la Corona real de Castilla» pueda seguir la conquista y población «hasta doscientas leguas de tierra por la misma costa». El punto de partida sería aquel río de Santiago, cuya latitud se olvidó de consignar Bartolomé Ruiz, y se calcu la que las doscientas leguas de Pizarra llegaban hasta el pueblo de Chincha. De aquí para abajo empezaban las tierras de Almagro. En la persona del capitán Pizarra recaen los cargos vitalicios de gober nador, capitán general y alguacil ma yor. ¿Olvidó éste el pacto hecho con su socio? Probablemente no fue así, sino que la política real estaba por el mando único, más efectivo para em presas que requerían rapidez y efica cia en las decisiones. Pero Ruiz y, sobre todo, Almagro quedarían de cepcionados. No así Hernando de Euque, que obtuvo el obispado que anhelaba; el emperador lo presentó al Papa para que ocupara el de Túmbez,
nueva sede episcopal, cuya creación se proponía, y mientras llegaban sus bulas, se le nombró «protector univer sal de todos los indios de la dicha provincia», con mil ducados anuales de salario. Almagro debe conformarse con la tenencia de la fortaleza de Túmbez, cargo dotado con cien mil maravedíes al año, mientras a Pizarra se le asig nan setecientos veinticinco mil. Barto lomé Ruiz obtiene el título de piloto mayor de la Mar del Sur, y setenta y cinco mil maravedíes de salario anual. A los trece de la fama se les hace «hidalgos notorios de solar conoci do», si no lo eran, y los que ya tuvieren tal condición, se convierten en «caballeros de espuelas doradas». Todavía se añaden otras mercedes económicas para Pizarra, y se le fija un año de plazo: seis meses para estar de vuelta en Castilla del Oro y otros seis para salir de Panamá «y hacer el dicho descubrimiento y población». Cuando salga de España debe llevar consigo «los oficiales de real hacien da», funcionarios encargados de velar por los intereses de la corona, y los dos clérigos o religiosos que debían ir en toda expedición, según las Orde nanzas de Granada, dictadas por el mismo emperador el 17 de noviembre de 1526. La presencia de estos sacer dotes tenía por objeto controlar la actuación de capitanes y soldados pa ra que no se hiciera injusta guerra a los indios, y asegurar que fueran «bien tratados». La última cláusula de la capitula ción recuerda al caudillo su obligación 55
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Pizarro relató en la Corte lo que había visto en Perú, y habló) de las costumbres de los indígenas, de su organización social y de su emperador, el Inca (derecha), de su floreciente agricultura, de sus repletos graneros y de sus delicados bordados. de guardar y hacer guardar lo conteni do en las ordenanzas e instrucciones «que para esto tenemos hechas y se hicieren...» en lo que se refiere al «tratamiento de los dichos indios en sus personas y bienes». Más no podía hacer la Corona en favor de sus nue vos vasallos americanos. Muy satisfecho quedó Pizarra cuan do tuvo en sus manos tan valioso documento, pero aún le faltaba algo muy personal: su tan buscado nom bre, que logrará al fin por una real cédula de 13 de noviembre de 1529 en que el emperador le concede «armas propias» para el y su descendencia, en «acrecentamiento» de las que ya tu 56
viere de sus antecesores. En uno de los cuarteles de este escudo aparece un águila negra coronada, que abraza las dos columnas del Plus Ultra, «que Nos traemos por divisa». En otro cuartel, «la ciudad de Túmbez, cercada y almenada», y ante su puerta princi pal «un león y un tigre» — dos anima les que no había en América— y un trozo de playa con navios «a la mane ra de los que hay en aquella tierra», es decir, balsas peruanas. Tal fue el pri mer escudo de armas concedido al conquistador de Perú. Con esta real cédula formando parte de su equipaje ya podía entrar en Trujillo con la cabeza bien alta.
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3. La vuelta a Trujillo Pizarro irá sólo a su pueblo natal, mientras Candía viaja a Villalpando, donde tiene a su mujer. La fama ha corrido más que él, y cuando hace su entrada en la plaza mayor, a media dos de diciembre de 1529, los trujillanos lo reciben triunfalmente. Allí están sus hermanos, que son muchos, pues don Gonzalo «el largo», «el romano» y «el tuerto», ha dejado numerosa descendencia. De su legíti ma esposa y prima doña Isabel de Vargas nació Hernando, el mayoraz go, y ahora cabeza del linaje. Después de viudo, volvióle a don Gonzalo su juvenil afición a las criadas y tuvo varios hijos bastardos; a todos los reconoció en su testamento, menos a aquel primero, el hijo de Francisca González, del que nunca se acordó. Pero esto ya no importa; todos saben que es el mayor de los Pizarro, y como tal lo proclaman sus herma nos paternos y aquel Martín de Al cántara, hijo legítimo de Francisca González, «la ropera», que ha muerto ya sin ver la gloria de Francisquillo. Lo hospedan en la casona solariega y, por vez primera, saborea la dicha de tener una familia. El solitario, que aún no ha tenido ningún amor en su vida, abre el corazón generoso a todos sus deudos y sin rencor disfruta del cariño fraterno que le demuestran. Pizarro levanta en Trujillo su ban derín de enganche para reunir la «gente», la «hueste» necesaria para su empresa. Se enrolan sus hermanos los primeros, el mayorazgo con caballo y un par de escuderos, cual corresponde a su estirpe, Gonzalo y Juan, como 58
caballeros, y junto a ellos Francisco Martín de Alcántara, a quien Francis co equipara a los otros hermanos, aunque sea villano de condición. Van llegando otros parientes, como Juan Pizarro de Orellana, que volverá a Trujillo cargado de riquezas, y Pe dro Pizarro, aún mancebo, que escri birá en su madurez una crónica de la conquista. Y otros muchos que serán famosos, como Nuflo de Chaves, fun dador de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, hoy boliviana, y Garci Ma nuel de Carvajal, que fundaría Are quipa, y Francisco de Orellana, explo rador del río de las Amazonas, y tantos más... El último domingo de 1529, la misa mayor de la parroquia de San Andrés está más concurrida que nunca; asiste toda la gente de Pizarro, presta ya para marchar y, tras la ceremonia, Pizarro y sus compañeros emprenden el camino, a caballo algunos y andan do los más, ante la admiración y envidia de los que se quedan. La Navidad de ese año la pasan en Sevilla, donde se les unen aquellos «oficiales de real hacienda» de los que hablaba la capitulación. Son el tesore ro Alonso de Riquelme, el veedor García de Salcedo y el contador Anto nio Navarro. Faltan hombres para completar la hueste y aquí no hay tanto entusias mo como en Trujillo; los sevillanos saben más de las cosas de Indias, y han visto que no todos triunfan allá. Muchos mueren y otros vuelven de rrotados, enfermos, y tan pobres co mo se fueron o más aún.
A su regreso a Trujillo, en 1529, Francisco Pizarro fue objeto de un recibimiento auténticamente triunfal. Sus hermanos, hi jos legítimos e ilegítimos de Don Gonzalo, varios de los cuales se alistarían para marchar con él a América, le reconocieron como al primogénito y le hospedaron en la casa solariega de la familia (arriba). El conquistador de Perú, que siempre había usado su apellido de forma irregular, ya que su padre jamás lo reconoció, pudo disfrutar al fin plenamente de la posesión de un nombre y un linaje conocido. A la derecha, el escudo otorgado a Pizarro por Carlos V. 59
4. O tra vez a las Indias Pizarra sigue animoso como siem pre, pero no tiene dinero y esto se sabe. Va transcurriendo el plazo que se le ha fijado, y no puede partir porque no ha reunido aún los dos cientos cincuenta hombres que debe llevar consigo. Ve peligrar su empresa y recurre a un ardid. A fines de enero de 1530 se va a Sanlúcar de Barrameda y embarca con la gente que tiene rumbo a Canarias, mientras su her mano Hernando queda en Sevilla, para decir a los funcionarios de la contratación que todo está a punto y que los hombres que faltan salieron ya por adelante. Así obtuvo licencia para que zarparan los otros dos bar cos y pudo reunirse con Francisco y su gente en la Gomera. Los tres navios cruzan el Atlántico sin problemas. Empiezan a tocar puerto en Santa Marta, cuyo goberna dor, escaso de hombres, quiere que darse con los que lleva Pizarra; para ello intenta desanimarlos haciendo circular noticias de las muchas penali dades que habían sufrido los que fue ron con el trujillano en sus primeras aventuras. Algunos desertaron asusta dos, pero Pizarra se apresuró a zar par, rumbo a Nombre de Dios. Almagro y Luque ya conocen los términos de la capitulación. El prime ro no está contento con lo que le ha tocado en suerte. Resentido con Piza rra, piensa retirarse de la empresa. Luque y Bartolomé Ruiz, más satisfe chos con su parte, intentan retenerlo, y Nicolás de Ribera el Viejo, uno de ios «trece», logra convencer a Alma gro, asegurándole que Pizarra le dará 60
la parte que en justicia le corresponde en la empresa. Con la vuelta de Almagro se ponen en marcha de nuevo los preparativos. El tiempo corre y el plazo se agota; hay que apresurarse. Luque obtiene préstamos, contrata carpinteros y ca lafates, y, mientras se van aprestando los barcos, acuden hombres de diver sas provincias indianas que, atraídos por «el oro y la plata del Perú», pretenden alistarse bajo las banderas de Francisco Pizarra. Cuando éste llega con sus tres bar cos a Nombre de Dios, le están espe rando Luque y Almagro; el primer encuentro de los tres socios fue cor dial, pero a la vista de los documentos reales Almagro siente renacer su des pecho. Pizarra le expone por qué no pudo traerle el adelantamiento conve nido, y le ofrece compartir con él por igual el mando y el botín. Con esto, de momento, se satisface Almagro; pero Pizarra no había tenido en cuen ta a sus hermanos, que no soportan estar a las órdenes de aquel bastardo. La generosidad del caudillo ha puesto en la empresa peruana un germen de discordias, que muy pronto van a aflorar. Almagro, molesto por la altanería y las intromisiones de Hernando Piza rra, y animado por otros, quiere otra vez apartarse de la sociedad y organi zar por su cuenta una expedición. Tal vez su verdadero propósito sea sólo hacerse valer, para que Pizarra vuelva a buscarlo, y entonces imponer como condición que se descarte a los moles tos parientes de su socio, sobre todo
aquel Hernando, «hombre hinchado y presuntuoso», proclive a emitir opi niones no pedidas y que actúa como si él fuera también socio de la compa ñía. Pizarro, siempre paciente, trata de limar asperezas, mientras siguen adelante los preparativos. Median Hernando de Luque y Gas par de Espinosa, y se llega a un acuerdo entre los dos: el de Trujillo será el jefe único de la conquista, pero se compromete a conseguir en la Cor te una gobernación para Almagro y a no pedir nada más para él ni para sus hermanos hasta que no haya cumpli do esta promesa. De momento, todo parece zanjado, pero la antipatía entre Almagro y Hernando Pizarro va en aumento, y de ella surgirán nada menos que las guerras civiles de Peni. Así las cosas, llega a Panamá Her nán Ponce de León, socio de Her nando de Soto en la provincia de Nicaragua. También ellos han oído hablar de las riquezas peruanas y quieren tener parte en ellas. Ponce de León transmite a Pizarro los saludos de su antiguo compañero de armas y le ofrece los dos navios que lleva, a cambio de un nombramiento de te niente de gobernador para Soto y un repartimiento de indios para él. La propuesta fue aceptada sin pen sarlo mucho, porque el tiempo urgía y porque, además de los barcos, Ponce de León ofrecía enviar soldados. Piza rro tiene poca gente y considera pro videncial esta ayuda. Los hombres que trajo de España están concentrados en la isla de Taboga, para evitar deserciones. Allí hacen vida de campamento para acostum brarse a las fatigas de la guerra.
Reconciliados de nuevo los dos so cios, acuerdan que salga Pizarro por delante con ciento ochenta hombres y dos barcos. Detrás irá Almagro con los soldados que pueda reclutar y los que, tras un ventajoso trato, le ha ofrecido Ponce de León. El 27 de diciembre de 1530, en la panameña iglesia de la Merced, se oficiaba la solemne ceremonia de ben decir las banderas de Pizarro; al día siguiente se celebra una misa en que todos los hombres comulgan. Pero los preparativos duran todavía casi un mes. Hay que llenar las bode gas de los barcos con víveres, armas, municiones y baratijas para el trueque con los indios, método por el que se obtenía una rápida financiación del viaje. Por fin, uno de ellos está listo para zarpar el día de San Sebastián, 20 de enero de 1531. La capitulación le daba sólo un año para llevar a cabo la conquista; ha expirado ya el corto plazo y ni siquiera ha comenzado la empresa. Pero el rey y su Consejo Supremo de las Indias están muy lejos, y Pizarro y sus hombres aprove chan la lentitud de las comunicacio nes en su beneficio. La tierra hacia la que Pizarro y los suyos se dirigen es el Reino de los Cuatro Suyos, la más grande y perfec ta construcción política de la América prehispánica, que llegó a dominar desde las tierras de Pasto hasta el río Maulé, abarcando el territorio de las actuales repúblicas de Ecuador, Perú y Bolivia, más parte de Colombia al norte y de Argentina y Chile al sur. En resumen, todo el antiguo imperio que había gobernado con mano de hierro el Inca. 61
5. El Tahuantinsuyu Los incas eran un grupo mi noritario que se fue imponiendo al resto de los habitantes de ese inmenso territorio. La leyenda nos dice que eran el pueblo elegido del Sol y que Viracocha, señor del mundo, les había dado un bastón de oro para que con él buscaran su- asentamiento en el lugar en que se hundiera en la tierra; ese lugar fue el valle de Cuzco, y allí terminó su peregrinación. Poco a po co fueron extendiendo su dominio hasta alcanzar los límites indicados, y
fueron realizando prodigios de orga nización político-administrativa que, a su vez, les permitía construir obras que todavía producen admiración. El imperio estaba cruzado de norte a sur por dos calzadas: una iba por la costa y otra, por la sierra. En su construcción surgieron grandes difi cultades técnicas, porque hubo que cruzar barrancos y subir y bajar mon tañas. Lo primero obligó a fabricar puentes, muchos de ellos colgantes, a base de grandes maromas. El otro
Las murallas ciclópeas de Sacsahuamáti (abajo), que protegían la zona norte de Cuzco (derecha), la gran capital del imperio inca, constituyen uno de los ejemplos más espectaculares de las grandes obras llevadas a cabo en el Perú prehispánico. F.I asombro de los conquistadores españoles ante el esplendor de esta civilización fue inmenso.
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obstáculo lo salvaban tallando escale ras en la piedra pues, al desconocer la rueda, carecían de vehículos. Las obras de irrigación construidas en la costa eran admirables. Por me dio de ellas aprovecharon las aguas dé los múltiples ríos que iban al Pacífico para cultivar unas tierras muy fértiles, a las que sólo faltaba humedad. En las laderas de las montañas hicieron an denes para aprovechar su terreno y cultivar maíz, papa y otras plantas. No conocían la escritura, pero in ventaron el «quipu», que consistía en unos cordeles con nudos en los que «anotaban» sus estadísticas: los habi tantes de cada provincia, la cosecha de maíz almacenada, los tejidos y las ropas fabricadas, los rebaños de lla m as..., todo, en fin. Funcionarios especiales llevaban esta contabilidad que permitía al inca reinante en Cuz
co conocer al detalle la situación del Imperio. Su dios supremo es Viracocha, su gran protector es Inri, el Sol, al que adoran, como también a su esposa Quilla, la Luna, y a Illapa, dios del rayo y el trueno, y hay muchos más. Por fortuna para Pizarro, el Tahuantinsuyu no era un todo homogé neo, sino un mosaico de pueblos so metidos, muy a su pesar, al grupo dominador. Cuando llegan ios espa ñoles acaba de morir 1 luayna Cápac, que deja una numerosa descendencia. Se disputan la «mascapaicha» impe rial Huáscar, hijo de la «coya» o esposa principal, y Atabaliba, Atabalipa o Atahualpa, nacido de una esposa secundaria. El capitán español apro vecha bien esta situación que hizo posible que un puñado de hombres conquistara tan vasto imperio.
El Torreón (abajo), en Machu l’icchu (páginas 66-67), es representativo de las fortificaciones de las ciudades peruanas, que se comunicaban a través del «Camino del Inca» (derecha), dos grandes calzadas que recorrían el imperio de norte a sur.
IV La conquista del Incario
1. Comienza la aventura Por tercera vez Francisco Pizarro zarpa de Panamá rumbo «a levante», pero ahora tiene mayor experiencia y conoce los obstáculos que va a encon trar en su camino. Bartolomé Ruiz hace honor a su título de piloto ma yor de la Mar del Sur, y en trece días conduce la flotilla a la bahía de San Mateo. Aquí va a comenzar la aventu ra de la conquista: Pizarro hace de sembarcar su menguada caballería, treinta y siete jinetes, que irán por tierra, mientras los peones continúan en las naos, que van bordeando la costa, despacio y con dificultades por que en San Mateo el viento, que hasta entonces había sido favorable, se tor na contrario. I.os que van por tierra encuentran lo de siempre: nubes de mosquitos, ciénagas y manglares que dificultan la marcha, y pueblos vacíos. Capturan a un indio receloso, que hasta quince días después no les dice dónde pueden encontrar comida. En la penosa cami nata hay que cruzar ríos y muchos hombres no saben nadar, lo que obli ga a detenerse para construir balsas. Los caballos se resisten a entrar en el agua, pero el ingenio de Pizarro en cuentra la solución: echar por delante una yegua y, siguiéndola, los machos cruzarán el río. Transcurren los días, y los víveres se acaban; el hambre y la sed, porque
tampoco hay agua potable, se con vierten en compañeros de los jinetes hispanos. Menos mal que los barcos los alcanzan y con ellos recibe cada hombre un cuartillo de harina de maíz, poca cosa para tanta hambre atrasada. Por eso, cuando unos días después encontraron cangrejos en abundancia, se dieron un buen festín que estuvo a punto de costarles la vida, porque eran venenosos. El primer pueblo indio conquistado fue el de Coaque, donde entraron por sorpresa, al son de trompetas, y cogie ron preso al curaca. Aquí ios recién llegados encuentran el primer botín: 15.000 pesos de oro y 1.500 marcos de plata. Hay también piedras verdes, ¿esmeraldas tal vez? Para com probarlo las martillean y se rompen todas. Los soldados, siguiendo la creencia popular de que las esmeral das son irrompibles, las abandonan decepcionados. En Coaque había comida, pero no duró mucho y volvió el hambre al campamento pizarrista. Tres soldados capturaron y comieron una culebra: dos pagaron con la vida su im prudencia. La historia se repite: hay que pedir ayuda a Panamá. De nuevo Pizarro envía los barcos y se queda él con la gente en Coaque, donde van a sufrir una extraña enfermedad. Poco a poco
El Inti Kayini (página 68) conmemora cada año la fiesta religiosa más importante del antiguo calendario inca, que se celebraba en honor del Sol. Esta ceremonia, cuyas primeras ediciones se remontan al siglo XVIII, no es, en rigor, más que una especie de gran festival folclórico que apenas consigue proporcionar un pálido reflejo del esplendor que alcanzara el imperio conquistado por Pizarro. 70
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sus rostros se llenan de verrugas, que crecen hasta alcanzar el tamaño de un huevo de gallina, de una nuez o de una avellana, las más pequeñas. L is cejas, las narices, las orejas, «se ador nan» con estas protuberancias san grantes que les deforman el rostro y hacen que los enfermos causen «dolor y horror». Así los encontró un merca der de Panamá que llegó a Coaque con su barco cargado de tocino, ceci na y quesos para vender. Ocho meses llevan ya en Coaque Pizarra y sus hombres, cuando ven llegar un barco; pertenece a un anda luz, Sebastián Moyano, más conocido como Sebastián de Beualcázar, por su pueblo natal. Es un viejo compañero de Pizarra que había sido también fundador de Panamá. Sebastián no viene a bordo; viaja por tierra con catorce jinetes y otros tantos infantes. El gobernador se alegra al conocer la proximidad del amigo, envía un hombre a buscarlo, y ambas huestes
1m selva sembró una vez más de dificulta des el camino de Pizarra hacia el imperio que soñaba conquistar. Ciénagas y man glares interrumpían constantemente la marcha de los expedicionarios, torturados por el calor, devorados por los mosquitos y amenazados siempre por el hambre, ya que tan sc>lo hallaban a su paso pueblos vacíos en los que les resultaba imposible conseguir comida. 72
se reúnen. Los que llegan quedan horrorizados del espectáculo que ofre cen los de Pizarro. Así los describe uno de ellos: «Había muchos españo les que no los conocían si no era en la había. La dolencia que tenían era la inás mala que jamás se vio; eran unas verrugas de la manera de brevas. Te níanlas por el rostro, por las manos y por las piernas.» Espantados, y temiendo el conta gio, los recién llegados se apartan; sólo Benalcázar cena con Pizarro y le cuenta sus andanzas por Nicaragua, a las órdenes de Pedrarias Dávila. Aho ra viene atraído por la «fama de la tierra» y trae refuerzos, pero no de balde. Pide gajes y oficios para el y los suyos, y Pizarro, que necesita ayuda, no puede negárselos, porque Almagro está enfermo en Panamá y apenas le envía socorros. Los hombres de Be nalcázar le permitirán seguir adelante, hacia ese Perú ya al alcance de la mano. Así, los cargos de mestre de campo, alcalde mayor y alférez real pasan a tres hombres de Benalcázar, quien será capitán de caballos. Se reanuda la marcha, después de tan larga inactividad; otra vez a cru zar bosques, pantanos, ríos... Siempre es Pizarro el primero en el esfuerzo y en el sacrificio. Dice un cronista que «valía mucho la industria y el ánimo con que don Francisco los regía y los peligros en que ponía su persona, pasando muchas veces él mismo a cuestas a los que no sabían nadar». Después vendrán el desierto y la sed abrasadora, hasta llegar medio muer tos a un lugar donde había pozos de agua fresca. Pero, tras la sed, vino de nuevo el hambre: llegaron a comerse hasta los perros que llevaban. 74
Pizarro tuvo noticias de que en una isla próxima, llamada Puná, había comida abundante, y mandó allá cin co hombres que volvieron con buenas noticias y algo más; habían encontra do indios amistosos que los esperaban cargados de presentes, conejillos, pa tos, tórtolas y diversas frutas. F.l jefe no quiere creer tanta bienandanza; pero da la orden de marcha. Cuando están en la playa, frente a Puná, encuentran muchas balsas preparadas para llevarlos a la isla; el gobernador desconfía y sabe por un intérprete que los indios piensan ahogarlos en la travesía. Menos mal que la estratage ma fue descubierta a tiempo. Pizarro mandó llamar al cacique principal de Puná, que bajó a tierra en litera lleva da por sus vasallos, acompañado de gran séquito y músicos. En la entre vista, el capitán español le dijo que pasaría a la isla si lo acompañaba él, a lo que accedió, y toda la hueste em barcó en las balsas, rumbo a Puná, La isla les pareció un paraíso, por que había abundancia de comida, y los soldados que no habían estado antes en la tierra vieron las primeras llamas, «ovejas del Perú» o «camellos de las Indias». La mayor sorpresa la tuvieron al encontrar una cruz junto a una caba ña, en cuya pared había pintado un crucifijo; los niños, al ver a los espa ñoles, gritaban: «¡Loado sea Jesucris to!» Los veteranos recordaron enton ces que un soldado de los «trece de la fama», Alonso de Molina, había que rido quedarse en Túmbez. Este era el catequista que había adoctrinado a los niños de Puná. Oyen entonces una confusa historia, de la que sólo sacan en claro que Molina ha muerto.
Otra sorpresa fue un papel donde decía: «Los que a esta tierra viniéredes, sabed que hay más oro y plata en ella que hierro en Vizcaya.» Algunos creen a pie ¡tintillas en este mensaje; otros desconfían, pensando que lo había puesto allí Pizarra para animar a la gente. El invierno de 1531-1532 transcurre en Puna, y, mientras los soldados descansan y se entretienen cazando, el jefe emprende su acción diplomática entre el curaca principal de la isla y el de Túrnbez. Ambos son enemigos y están enfrentados en las discordias internas que sufre Perú. Pizarra logra reconciliarlos o, al menos lo aparen tan, pues de hecho ambos obedecen a regañadientes las órdenes superiores del gobernador inca, al que están sujetos. Poco después llegó a Pura un navio español, donde viene un lucido capi tán, lleno, como todos, de ambiciones de gloria y riquezas. Se llama Hernan do de Soto, y ha estado a las órdenes de Pizarra en el Darién. Este le había enviado desde Coaque tres mil pesos para que viniera con refuerzos. El trujillano lo nombra su teniente, pero el cargo no satisface las aspiraciones de este hombre, aunque de momento calla y espera. Su llegada coincide con la traición del cacique de Puná, que tiene prepa rados sus guerreros para acabar con los españoles, pero Pizarra se anticipa y se apodera de él y de sus hijos. Los indios atacan y, aunque llevan la peor parte, los hispanos tienen que em plearse a fondo durante un mes; pol lo demás tienen bastantes heridos, uno de ellos Hernando, el hermano del gobernador.
Pasada la época de lluvias, éste decide pasar a tierra firme y lo hace con ayuda del curaca de Túrnbez, que le presta las balsas necesarias. En abril de 1532 abandonan por fin la isla de Puná; los soldados imaginan con ilusión la ciudad de piedra que había dibujado Pedro de Candía; los indios que llevaban la balsa en que iba Francisco Martín de Alcántara, ia encallaron y trataron de matar a los que iban a bordo; los españoles reac cionaron a tiempo. No todos tuvieron tanta fortuna, pues los soldados de otra balsa fueron descuartizados vi vos, y cocidos en grandes ollas; los demás se dieron cuenta a tiempo de la traición. Reunidos todos, avanzan hacia Túrnbez, y la encuentran quemada y vacía. Además, como por arte de magia, sus murallas y fortalezas de piedra se han convertido en barro. «Aquí fue el gemir de los de Nicara gua — dice un cronista— y el echar maldiciones las gentes al gobernador que los ha engañado.» Pero el menti roso ha sido Candía, que echó a volar su imaginación en la famosa pintura, y en la relación escrita. Con el nuevo día vuelve el optimis mo; aunque sea de barro y esté aban donada, Túrnbez es una buena ciu dad. En sus casas encuentran mucha comida, esmeraldas y algo de oro. Con todo ello renace la fe de los hombres, mientras su jefe medita y prepara el plan que van a seguir. Sabe ya que el abandono de Túrnbez es consecuencia de la guerra civil que divide el imperio inca. Los dos herma nos, Huáscar y Atahualpa, están en frentados. ¿Por cuál tomará partido? Pizarra, prudente, no se precipita.
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Al otro lado del río están ios habi tantes de la ciudad, a quienes las tropas del nuevo Inca impiden volver a ella. El caudillo hispano envía un mensaje de paz al jefe que los manda, pero no obtiene respuesta. De noche vienen algunos tallanes, partidarios de Huáscar, que justifican su traición a los españoles por el temor al nuevo Inca, que ellos llaman Atabalipa, ene migo de la nación de los tallanes. Hablan también de Cuzco, capital del imperio, gran ciudad. Esa sí que es de piedra y tiene oro en abundancia. Pizarro medita y toma una decisión: de momento va a tratar de apoderarse de Atabalipa o Atahualpa. No es éste el único enemigo que debe combatir, porque en su propia gente hay quien pretende obrar por su cuenta. Hernando de Soto ha querido emprender la conquista del reino de Quito, pero los soldados no le han seguido, y en vista de ello disimula y
Tras las ¡ornadas de sofocante calor que marcaron el paso de los españoles por la selva y el desierto, hoy llamado de Hechu ra, el frío más intenso vino a dificultar la ya de por sí penosa escalada de la cordille ra de los Andes, l a ferrea voluntad de Pizarro, que no consintió el más mínimo desánimo entre sus hombres, se mostró, sin embargo, más fuerte que todas las adversidades. 77
La sed se unió al hambre, vieja conocida ya de las tropas de bizarro, en la dura travesía del desierto (arriba). También la actividad volcánica pesó como una amenaza más sobre los españoles, tal como se muestra en este grabado de Agustín de /árate.
decide cumplir la misión encomenda da: apresar al curaca de Túmbez. Cuando vuelve con él, Pizarra lo reci be como si nada supiera y perdona al indio para ganarse a los tallanes. El 1 de mayo de 1532 la hueste reemprende el avance hacia el sur. Les espera el desierto llamado hoy de Sechura y, con él, el calor y la sed. Por suerte, encuentran el camino de los incas, bordeado de postes claros y oscuros para ser vistos de noche y de día. De trecho en trecho hay una posada — pronto sabrán que los in dios las llaman «tambos»— y un depósito de alimentos. Todo habla de 78
una cultura superior y de una organi zación avanzada. Después de once días de marcha, llegan al pueblo de Poechos, regido por un obeso curaca que los recibe amistosamente, pero Pizarra descon fía y prefiere alojar a su tropa en un pequeño fuerte cercano. Al campa mento español acuden muchos cura cas que desean ser amigos de los hombres blancos y barbados, a los que ya empiezan a llamar «viraco chas». Pizarra los recibe bien y les hace leer el requerimiento, que, por supuesto, no entienden, pero, a pesar de todo, están totalmente dispuestos a
Pizarro descubrió que Lis construcciones que bordeaban las calzadas eran depósitos de víveres destinados a abastecer a los mensajeros del Inca y a los ejércitos en tiempos de guerra. Desde entonces, los es pañoles obtuvieron comida del saqueo de estos almacenes.
prestar total vasallaje a ese lejano y poderoso rey del que les habla. Se hallan en el valle del Chira, bien regado y con abundancia de hierba y frutos. Pizarro piensa fundar aquí la primera ciudad española de Perú, pero el curaca de Poechos no desea tener a los extranjeros asentados en su tierra, y con los vecinos curacas prepara un doble juego: animarán a los españoles para que se adentren en la sierra a iuchar contra Atahualpa, y mandarán un mensaje al Inca diciéndole que aquellos hombres blancos y barbados son «viracochas», dueños del rayo y del trueno, montados en animales que corren como guanacos, armados de largos cuchillos capaces de cortar en dos a un hombre. De este modo, si 80
gana el inca, los tallanes se fingirán engañados por los españoles, y ayuda rán a acabar con ellos, cortándoles la retirada. Si, por el contrario, vencen los barbudos, seguirán siendo sus amigos y se gozarán de su victoria. Entretanto, Atahualpa, que ha ven cido y apresado a su hermano Huás car, recibe las noticias de aquellos extranjeros. No sabe si son dioses o no, ni si serán para él alidados o enemigos. Repasa viejas leyendas del imperio y pide augurios a los sacerdo tes, mientras espera en Cajamarca a los hombres blancos. Para espiarlos envía a un «orejón» disfrazado de vendedor de fruta. De sus informes dedujo que los recién llegados eran hombres y, por lo tanto, vencibles.
2. Camino de Caj amarca Como todos los conquistadores es pañoles, Pizarra piensa que «conuistar es poblar». De ahí su ilusión e fundar en la tierra que aún no domina una ciudad española; este sue ño se hará realidad en el lugar llama do por los indios Tnagarará, donde nació la villa de San Miguel, traslada da meses después a la orilla del río Piura. En este lugar ameno, con abun dante comida, los españoles no se hallan tranquilos, porque llegan noti cias alarmantes del Inca. Muchos hombres, ya cansados de aventuras, desean volver a Panamá y, así las cosas, llega una nave cargada de mer caderías que les brinda la ocasión de abandonar la empresa. Hay descon tento en la hueste y un día aparece clavado en la pared de la iglesia un papel con aquellos versos que viaja ron a Panamá hace años, en un ovillo de lana, aquéllos en los que se llama ba a Almagro «recogedor» y a Pizarra «carnicero». Enérgico, el capitán cortó este brote de indisciplina y decidió actuar pron to. Sabe que Atahualpa está en Cajamarca, a doce o quince jornadas de San Miguel, y quiere ir a verlo. El 24 de septiembre de 1532 sale la hueste, dejando cuarenta y seis vecinos en la villa y un puñado de enfermos reales o fingidos. La primera etapa transcurre por el valle del Piura, donde los espera ya Benalcázar, que va por delante. Aquí Pizarra hizo alarde, es decir, pasó revista a su gente: sesenta y dos jine tes y ciento seis infantes. No pense mos en un ejército uniformado, con
armas homogéneas; nunca fueron tal cosa las huestes de la conquista india na, sino una mezcla variopinta de hombres vestidos y armados cada cual como podía. Los de a caballo llevan lanzas jinetas, embrazan adargas o escudos para su defensa y cubren el rostro con celadas. Los de a pie llevan espada y rodela, y protegen su cuerpo con escaupiles, chalecos rellenos de algodón, que las flechas no pueden atravesar. Algunos pocos llevan ba llestas, y tres, ¡sólo tres!, tienen arca buces. Por fin, Pedro de Cancha dispo ne de dos falconetes, pequeñas piezas de artillería. Con tan menguados efectivos, Francisco Pizarra se dispone a con quistar un imperio poblado por doce millones de habitantes. Es asombroso que lo intente, pero lo es más aún que lo consiga. La primera jornada termina en Pabur, un pueblo grande, cuyo curaca es enemigo de Atahualpa y recibe bien a los españoles. Por él sabe Pizarra que, caminando dos días hacia la sierra, está Cajas, donde el Inca ha puesto guarnición para recibir a los hispanos. El capitán decide mandar por delante a Hernando de Soto y hace correr la voz de que él viene en ayuda del legítimo soberano Huáscar. A los ocho días vuelve Soto; ha encontrado Cajas destruido, arrasado por Atahualpa, que ha hecho matar a muchos de sus habitantes. Ha oído que el Inca les espera en Cajamarca y que Cuzco, el «ombligo del mundo», está a treinta jornadas por un camino que une esta ciudad con la de Quito.
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Un camino mejor que las calzadas romanas, bordeado de fuentes y tam bos, por el que pueden avanzar de frente seis jinetes. Hernando de Soto sigue hablando de los canales de rie go, los acueductos y puentes, los al macenes de grano... Pizarra oye en silencio la narración de su capitán, que termina diciendo que trae un embajador del Inca. Este era el mismo hombre — el «orejón»— que, disfrazado de vende dor de frutas, había ido a espiar a los españoles en Poechos. Ahora, como enviado de Atahualpa, es bien recibi do por Pizarra, que le manifiesta el deseo de ver a su señor y ser su aliado en la guerra. Como su primo Hernán Cortés, el de Trujillo sabe usar la diplomacia, pero el «orejón» no res pondió palabra y se dedicó a pasear por el campamento hispano, obser vándolo todo y desafiando a los sol dados a probar sus fuerzas con él. Poco a poco fue tomando datos; los españoles eran pocos, menos de dos cientos, y no eran físicamente más fuertes que los indios. Las barbas despertaron su curiosidad y para ase gurarse de que no eran postizas, aga rró las de un soldado y le dio un fuerte tirón, que le valió buenas bofe tadas, porque se sintió injuriado al creer que el indio le había mesado la barba, la mayor ofensa que podía hacerse a un castellano. Al fin, el «orejón» se dispuso a regresar junto a su señor y Pizarra le confirmó su intención de ir cuanto antes a Cajamarca para verlo. Sigue la marcha de la hueste por las tierras que habían sido del Gran Chi mó, ahora sometidas al Inca, y van recibiendo noticias alarmantes; en 82
Motupe oyen decir que aquellos in dios ofrecen sacrificios humanos co mo los aztecas; en Cinto el curaca dice a Pizarra que Atahualpa está en Huamachuco con cincuenta mil hom bres. El caudillo español cree haber oído mal, pero el indio le repite con claridad la cifra. Entonces decide usar una vez más la diplomacia, y envía por su embajador ante Atahualpa a un indio amigo que le informará de todo. Lleva para el Inca un mensaje amistoso y la oferta de ayuda para su causa. Entretanto, la hueste sigue avan zando y el 6 de noviembre de 1532 entra en el pueblo de Saña, donde sólo descansan una noche. Al siguien te día, vadeado el río, Pizarra está en otra encrucijada de su vida: ante él se abren dos caminos: uno llano y fácil, la calzada costera de los incas, que lo llevaría cómodamente a Chincha, y otro que cruza la cordillera por escali natas de piedra y llega a Cajamarca. Una vez más el caudillo extremeño elegirá el camino difícil, que va a la gloria, y arrastrará consigo a todos los hombres. Él va delante como siempre, el primero en el esfuerzo y en el riesgo. La marcha se va haciendo cada vez más difícil; han de bajar de los caba llos y llevarlos del diestro, subiendo siempre, azotados por un aire helado. Francisco de Jerez, secretario y cronis ta, dirá que «en Castilla, en Tierra de Campos, no hace mayor frío que en esta tierra...». Siete días llevaban ya de tan penosa escalada cuando, después de coronar la última cima, ven tendida a sus pies, en un amplio y hermoso valle, la ciudad de Cajamarca. Es el 15 de
Grabado que reproduce un sacrificio humano. Algunos nativos informaron a los recién llegados de que este tipo de ritos eran corrientes en Peni. Después pudieron comprobar que esta noticia era falsa. I,os incas pocas veces practicaron sacrificios humanos. 83
noviembre de 1532. Pizarra y su gente contemplan, en visión panorámica, la ciudad desierta, su plaza, mayor que la de cualquier ciudad de España, sus magníficos palacios de piedra, la casa de las tejedoras que fabrican las ropas del Inca... Pizarra da la orden de marcha, y los hombres van descendiendo hasta la ciudad vacía: anochece, cuando Hernando de Soto con veinte jinetes va al campamento inca para invitar a Atahualpa a cenar con Pizarra. Poco después irá su hermano Hernando con otros veinte de a caballo, por si necesitaba ayuda, y hallará a Soto aburrido de esperar al Inca, que no sale de la casa donde tomaba sus baños. Se impacientan los dos capita nes. Al fin, aparece el soberano y se sienta a la puerta, tras una cortina que le permite ver sin ser visto, pero lo descubre Soto que se acerca en su caballo. Sin pedir ni esperar licencia le habla por medio de Felipillo, un indio ladino, presentándose como capitán del gobernador Pizarra, que le invita a visitarlo en la ciudad. No hay respues ta; Hernando Pizarra, perdida la pa ciencia, habla a voces. De pronto, cae la cortina y queda el Inca frente a los dos capitanes hispanos, cubierta su cabeza con la mascapaicha, insignia
Los mensajeros que Pizarro envió al cam pamento de Atahualpa, regresaron impre sionados por la potencia del ejército del Inca: 40MX) guerreros armados con hon das, mazas, lanzas y arcos y flechas. F.I emperador peruano se mostró, en cambio, muy despectivo con ellos. 84
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Los emisarios de Pizarra se presentan ante Atahualpa. El Inca nunca creyó que los españoles fueran dioses, o enviados del cielo, tal como afirmaban algunos de sus súbditos. Para dárselo a entender, les hizo esperar horas antes de dejarse ver encaramado en su litera y rodeado de sus mujeres y de sus hombres principales, en el esplendor de su poder. real de los incas, «con toda la majes tad del mundo, cercado de rodas sus mujeres, y muchos principales cerca de él». La descripción es de Hernando Pizarra, a quien Atahualpa ignora, y se dirige a Soto, en tono adusto. Un diálogo tenso, que se termina bebien do los tres licor de maíz. Después, Hernando de Soto se luce como jinete y acaba la exhibición frenando en seco su caballo tan cerca del Inca que le salpica de espuma, pero Atahualpa, estoico, se mantuvo impasible y no movió un músculo de su cara. Al fin, después de beber de nuevo aquel licor 86
de maíz, los despidió diciéndoles que «otro día iría a ver al gobernador». Este les aguarda receloso; es ya de noche cuando regresan y le informan de todo lo visto y oído. Atahualpa no es un curaca más, sino un gran señor, y tiene unos 40.000 guerreros armados de hondas, mazas estrelladas, grandes lanzas y algunos arcos y flechas. Al oír tal relato, Pizarra llega a la conclu sión de que está a punto de igualar o superar la hazaña de su primo Her nando, pero primero hay que llevarla a cabo. Ordena a la hueste mantener se en vela, alerta toda la noche.
3. Prisión de Atahualpa Al amanecer llega un emisario del Inca, que anuncia su visita acompaña do de gente armada; poco después viene otro que dice vendrá desarmado y sin otra escolta que sus dignatarios y servidores. Pizarra, preocupado por este cambio de parecer, teme lo peor. Se observa movimiento en el real del Inca y, a poco, ven una multitud de indios que avanza hacia la ciudad. El caudillo distribuye sus fuerzas; los caballos formarán tres escuadrones, mandados por su hermano Hernando, Soto y Benalcázar, los mejores jinetes de su gente. Deben permanecer escon didos, en espera de que Atahualpa entre en la plaza. Todos los caballos llevan cascabeles en sus arreos para contribuir con su sonido a impresio nar a los indios. La poca artillería está también preparada, y la infantería recibe orden de guardar las calles de acceso a la plaza, para coger preso al Inca, respetando su vida. En el centro de la plaza, dentro de la Casa de la Serpiente, esperará Fran cisco Pizarra con un grupo de solda dos escogidos. Ha elegido, como acos tumbra, el puesto de mayor peligro. Los demás, al mando de su hermano Juan, esperarían escondidos con los caballos, y saldrían con ellos cuando se diera la señal. El avance de los indios es lento, y los españoles se impacientan. A medi da que se acercan van viendo los detalles de su indumentaria que exci tan la codicia, pues todos llevan dis cos de oro y plata en la frente y en el pecho, «que era cosa extraña lo que relucían con el sol», dice un testigo.
Ya era mediodía, y aún no había salido el Inca de su campamento. La larga espera aumenta el nerviosismo de los españoles, y algunos, nos dice Pedro Pizarra allí presente, «se orina ban de puro temor». Al fin, Atahualpa salió en su litera, rodeado de músicos y danzantes, que avanzan muy despacio, como en pro cesión. Teme Pizarra que se haga de noche antes de que la comitiva llegue a la plaza de Cajamarca, y envía por mensajero a un soldado que ya chapu rrea la lengua. El Inca manda decir al gobernador que cenará con él esa noche. Vuelve el español y cuenta que los indios llevan sus armas ocultas y traen «ruin intención». No cree Ata hualpa la leyenda de los «viracochas», pero piensa explotarla para someter a los nobles de Cuzco que siguen fieles al vencido y prisionero Huáscar. Si él vence a los mensajeros venidos del cielo en ayuda de su hermano, todos los pueblos del imperio lo reconoce rán como único soberano. A las cinco de la tarde hace su entrada en la plaza, rodeado de es pléndido séquito que la llena hasta rebosar. La litera imperial llegó al centro y allí Atahualpa mandó dete nerse a sus portadores, y quedó inmó vil en ella, extrañado de no ver ni un solo español. Va a comenzar aquí un triste episo dio, cuya narración dejo a quien fue testigo presencial de los hechos, Fran cisco de Jerez, autor de una Ver
dadera relación de la conquista del Perú. Precisamente este día de la pri sión del Inca, el soldado-cronista se 87
La captura de Atahualpa. Cuando el Inca llegó al campamento español, el dominico Vicente Valverde se acercó a él con la Biblia en una mano y la cruz en la otra, con la intención de convertirlo. El peruano pidió el libro y cuando, tras varios inten tos infructuosos, consiguió abrirlo, lo tiró con desprecio al suelo. Instantes después, y tras reprochar a los españoles el saqueo de sus almacenes de comida y el robo de ropas y otros enseres, dio a los suyos la orden de combatir, entablándose la lucha que, a pesar de la neta superioridad numé rica de sus tropas, culminaría con su derrota y apresamiento.
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fracturó una pierna, y durante el for zado reposo puso por escrito sus re cuerdos de lo sucedido en la plaza de Cajamarca a la llegada de Atahualpa. Dice Jerez que Pizarro, una vez que el Inca y «otras personas principales que venían con él, estuvieron en el centro de la plaza, preguntó al dominico fray Vicente Valverde si quería ir a ha blar a Atabalipa con un faraute (o interprete); él dijo que sí y fue con una cruz en la mano y con su Biblia en la otra... y por medio del faraute le (.lijo: Yo soy un sacerdote de Dios y enseño a los cristianos las cosas de Dios, y así mesmo vengo a enseñar a vosotros. Lo que yo enseño es lo que Dios nos habló, que está en este libro, y por tanto, de parte de Dios y de los cristianos, te ruego que seas su amigo, porque así lo quiere Dios, y venirte ha bien del lo...». Atahualpa le pidió el libro; el fraile se lo dio cerrado y, como no acertaba
l a toma de Cuzco, capital del imperio, constituyó el episodio definitivo de la conquista de Perú. I.os españoles, a cuyas órdenes luchaban muchos indios, vencie ron la resistencia del ejército incaico en el curso de una sangrienta batalla que les franqueó el paso a una ciudad cuya belleza les impresionaría profundamente. 90
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a abrirlo, fray Vicente alargó el brazo, y el Inca le golpeó. Logró al fin abrir la Biblia, tirándola luego con despre cio, y su respuesta fue: «Bien sé lo que habéis hecho por ese camino, cómo habéis tratado a mis caciques y toma do la ropa de los bohíos.» F.1 religioso respondió que no habían sido los cristianos, sino unos indios y que el gobernador mandó devolver lo roba do. Dijo entonces Atahualpa: «No partiré de aquí hasta que toda me la traigáis». Así terminó el diálogo, y fray Vicente volvió a donde estaba Pizarra, mientras el Inca ordenaba a los suyos prepararse a combatir. Tenemos testimonios de varios sol dados allí presentes y todos coinciden en señalar la actitud hostil de Ata hualpa, que, sin duda, se sentía bien seguro, puesto que su superioridad numérica era inmensa. El historiador peruano Raúl Porras Barrenechea re sume los relatos de estos testigos, diciendo que esa actitud no tuvo nada de pasiva, sino que fue «imperiosa, beligerante y de amenaza para los españoles». El capitán salió con sus hombres a la plaza, dando la señal de combate; tronó la artillería y entraron en acción los jinetes, entre ruido de cascos, cascabeles y relinchos. Los indios se ven arrollados, heridos, pisoteados, mientras el Inca contempla el terrible espectáculo desde su litera. Algunos infantes se acercan a él, rodeado por sus cargueros, formando muralla con sus cuerpos, pero van cayendo uno tras otro. Un español llega junto a Atahualpa y le tira una cuchillada, pero se interpone la mano de Pizarra; quiere coger vivo e ileso al Inca, y lo consigue a costa de su propia sangre. 92
Lo llevan entonces al templo cen tral de la plaza, la Casa de la Serpien te, mientras los jinetes siguen matan do indios, eligiendo a los curacas que se distinguen por su atuendo morado. Pizarra da la orden de que cese el combate, pero Hernando de .Soto y su gente no obedecen y persiguen a los derrotados. Al día siguiente de la captura del Inca, Soto llegó al campamento de éste con treinta jinetes. Cada uno llevaba a la grapa un indio de Nicara gua o un negro de Guinea para reco ger el botín. No hubo resistencia algu na y, ante la mirada vigilante de los españoles, indios y africanos recogie ron oro y plata por valor de 40.000 pesos. Había, además, gran cantidad de ropa de lujo, que, de momento, dejaron. Los indios se entregaron y se fue ron con los españoles a Cajamarca. Cuando les dijeron que eran libres, no quisieron irse, lo que causó extrañeza y recelo a los españoles, hasta que supieron por los intérpretes que eran todos vasallos de Huáscar y que odia ban a Atahualpa. Este ofreció por su rescate llenar de oro la habitación en que estaban, que medía unos diez metros de largo por cinco de ancho. A esta tentadora ofer ta añadió aún la de llenar de plata otras dos habitaciones. Cuarenta días serían suficientes para llegar a cum plir su promesa. Pizarra acepta el trato y a la sema na empiezan a llegar los primeros envíos de objetos de oro, en caravanas de llamas, a las que acompañan cura cas que entran a visitar a su señor con grandes muestras de acatamiento. Pe ro el oro llega despacio, y Atahualpa,
Pizitrro y los suyos tuvieron más fortuna que otros conquistadores españoles y pudieron cumplir plenamente sus objetivos. En Cuzco había oro y plata en grandes cantidades. El botín que el trujillano repartió entre sus soldados los convirtió en hombres ricos.
ue capta la impaciencia de los solda os, ofrece a Pizarra que envíe algu nos hombres a Cuzco, y al santuario costero de Pachacamac. Fue Hernando Pizarra el encargado de esta última misión. Salió de Cajamarca guiado por algunos sacerdotes de este templo, en cuyo dios ya no creía Atahualpa, porque se había equivocado varias veces en sus orácu los. Corre el mes de enero de 1533, año de especial fortuna para Francis co Pizarra.
En febrero del mismo año salían para Cuzco tres soldados que se ha bían ofrecido voluntarios para este peligrosa misión: ir solos a la capital incaica a recoger oro y plata. Mientras, Pizarra cena a diario con su prisionero y ambos conversan lar gamente. El indio, astuto, quiere ma tar a su hermano sin que se le pueda imputar el crimen. Dice a Pizarra que ha dado orden de que lo traigan a Cajamarca para que él lo conozca. El caudillo hispano reflexiona sobre las 93
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posibilidades que se le ofrecen; pediría información para averiguar a cuál de los dos corresponde en derecho el trono de los incas, y apoyaría la causa del que resultara ser sucesor legítimo de Hayna Cápac. Si éste se declaraba vasallo del emperador, reinaría en el Tahuantinsuyu, y al usurpador lo de jaría libre, pero bien vigilado. El plan se verá frustrado por la doblez de Atahualpa, que dio la orden de ase sinar a su hermano durante el viaje. Un buen día los españoles de Cajamarca ven llegar un grupo de jinetes y peones; son los hombres de Diego de Almagro, que viene de Panamá con cincuenta de a caballo y ciento cin cuenta infantes. L.os dos socios y viejos amigos se abrazan, aunque Pizarro recela por que un desleal a Almagro le ha dicho que éste viene a conquistar para sí una gobernación. Poco antes habían llegado de Cuzco 120 arrobas de oro y la noticia de que Hernando Pizarro estaba en Jauja de vuelta de Pachacamac.Allí tuvo que renovar las herraduras de los caballos y, como no había hierro, ¡se las ha bían puesto de plata! El 14 de abril de este año de 1533 entraba Hernando en Cajamarca con 80.000 pesos de oro y plata. Traía, además, al general quite ño Calcuchimac, que deseaba entre vistarse con Atahualpa. Vuelven también los soldados que habían ido a Cuzco; cuentan y no
acaban de las maravillas que han visto: el Coricancha, templo del Sol, está forrado todo de planchas de oro, tan grandes y pesadas que no habían podido transportarlas; la ciudad es grande, con muchos edificios de pie dra, tan bien labrada, que los bloques encajan unos con otros sin necesidad de argamasa ni unión alguna. Y como prueba de todo lo que dicen, vienen ciento noventa indios cargados de oro y plata. Pizarro ordena fundir el metal para su reparto, separando antes el quinto real. Así se hizo, y la distribución se realizó el 18 de junio de 1533. Los jinetes recibieron casi nueve mil pesos de oro y 362 marcos de plata por barba; los infantes, 4.500 pesos de oro y 181 marcos de plata. ¡Tantas fatigas y peligros habían valido la pena! El señor gobernador obtuvo 57.220 pesos de oro y 2.350 marcos de plata. A sus capitanes correspondieron tam bién pingües riquezas. La generosidad de Pizarro le hizo separar 20.000 pesos para los hombres de Almagro, aunque aún no habían tomado parte en la empresa. Los barcos regresan a Panamá, y en ellos Hernando Pizarro, a quien su hermano comisiona para llevar al em perador su quinta parte, que asciende a 100.000 pesos de oro y 5.000 marcos de plata. Con él se van algunos solda dos, que ya sólo desean volver a España a disfrutar de su riqueza.
En esta imagen del siglo pasado, los conquistadores de Cuzco aparecen jugándose a los dados el botín recibido, un episodio que nunca tuvo lugar. F.l oro había actuado sobre ellos como un imán, por él se habían jugado la vida. Muchos de ellos incluso se volvieron a España a disfrutar de su fortuna, renunciando a la posibilidad de conseguir ulteriores riquezas. 95
§É|Í
V Del cénit al ocaso
1. Proceso y muerte de Atahualpa Mucho se ha escrito sobre este hecho, triste sin duda, pero lógico, dada la situación. El Inca tuvo acérri mos defensores en Hernando Pizarra y Hernando de Soto, pero ninguno de ellos estaba ya en Cajamarca. El pri mero sabemos ya que iba camino de España, y Soto había salido con sus jinetes a recorrer la tierra de Huamachuco. En lugar de ellos estaba Diego de Almagro, partidario de acabar con la vida del prisionero. Llega por entonces otro hermano y enemigo de Atahualpa, que pretende ser reconocido como sucesor legítimo de Huáscar; se llama Túpac I luallpa, y habla de las malas intenciones del Inca, que está procurando que los indios ataquen la ciudad y acaben con los españoles. Pizarra se debate en un mar de dudas. Al fin, lo que inclinó la balan za para desgracia del preso fue el aviso de que un gran ejército se acer caba a la ciudad con el fin de liberar lo. La noticia no era cierta, pero decidió a Pizarra a formarle consejo de guerra, y en una noche de delibera ciones, éste declaró culpable al Inca del asesinato de sus hermanos Huás car y Atoe. Por estos delitos y por creer que preparaba la muerte de todos los españoles, fue condenado a morir abrasado en la hoguera.
Al amanecer del sábado 26 de abril de 1533 se le comunicó la sentencia. Atahualpa, que había oído con indife rencia las pláticas de fray Vicente de Valverde, en el último instante pidió el bautismo, lo que le valió el cambio de la hoguera por el garrote y la celebración de un funeral por su alma. Contra lo que esperaban, la reac ción de muchos indios fue «dar la obediencia a Su Majestad» y servir de buen grado a sus nuevos señores, porque Atahualpa había sido para ellos un tirano; pero el emperador, cuando supo la noticia, escribió a Pizarra que la ejecución del Inca le había «desplacido, especialmente sien do por justicia». Muerto Atahualpa, Pizarra va a realizar otra maniobra que lo acredita como político; presenta al pueblo a Túpac Huallpa, y lo apoya en sus pretensiones al trono, a cambio de su fidelidad a los españoles. El nuevo Inca fue acogido con entu siasmo por los enemigos del difunto, y coronado solemnemente en Cajamarca, según el ritual incaico. Des pués prestó vasallaje al emperador representado por don Francisco Piza rra, que ahora empieza a ser de ver dad gobernador de la Nueva Castilla. Realizado este acto, la hueste sale de Cajamarca el 11 de agosto de 1533,
francisco bizarro {página 96) bahía logrado al fin obtener lodo cuanto en la vida se bahía propuesto. Su ascendente estrella contrasta con la suerte que corrió su enemigo, Atahualpa (derecha). El conquistador, ante el rumor de que se estaba levantando un gran ejército indígena con el propósito de poner en libertad al Inca, decidió juzgar al emperador peruano. Encontrado culpable, fue condenado a muerte y ejecutado. 98
C O M
C L V iS T A
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P R ES O TO V M G A
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Aunque se utilizó como excusa para matarlo, no es cierto que se produjera ningún intento de libe ración de Atahualpa (izquierda). I ras su muerte, l’izarro dio nue vas muestras de habilidad política y nombró a Túpac Huallpa como soberano, al que inmediatamente sucedió Manco Inca (derecha), ga nándolos así para su causa.
acompañada del nuevo señor del Tahuantinsuyu con su vistoso séquito de orejones e indios cargueros. El objeti vo es Cuzco, capital del imperio. Por todas parres son bien recibidos y el avance resulta bastante fácil por la excelente calzada que une las dos ciudades. Pero llevan un enemigo, el general quiteño Calcuchimac, que va a sembrar la desconfianza entre los indios. Estos se vuelven recelosos y no dan tantas facilidades a los hispanos. Pizarro hace vigilar al general; pronto supo que los quiteños estaban prepa 100
rados para impedir su avance. Están ya cerca de Jauja, donde les espera el enemigo. A los dos meses justos de su salida de Cajamarca avistan desde lo alto el valle, cuya hermosura les deja atóni tos. Tres jinetes más osados se ade lantan y pronto habrán de verse en aprietos; menos mal que llegan otros en su ayuda. Una vez más, los caba llos son los principales artífices de esta victoria que pone en manos de Pizarro la hermosa ciudad; pero la alegría del triunfo se ve empañada por
la muerte del ¡oven Túpac Huallpa, envenenado lentamente por Calcuchimac. Hay que llenar el vacío de poder causado por la muerte de Túpac Huallpa. Aspiran al trono un herma no deí difunto y un hijo de Atahualpa; aquí aparece otra vez la astucia del gobernador. Le dice a Calcuchimac que está dispuesto a apoyar a este Inca si él consigue antes que el ejérci to quiteño que ocupa Cuzco deponga las armas. Sabe que los habitantes de la región ven en los españoles a sus libertadores, y por ello confía en el éxito final. Descansan quince días en Jauja, bien comidos y hospedados; aunque el lugar es frío y Mueve o nieva de continuo, la vida es cómoda en la ciudad. Allí surgió la frase «¡F.sto es Jauja!» para hablar de lo que resulta agradable y placentero. bizarro envía gente a la costa para ver si en Pachacamac se puede fundar una ciudad, y manda por delante a Soto, camino de Cuzco. Pero, siempre previsor, hace que le siga Almagro por si hubiera alguna sorpresa. ¡Y vaya si la hubo! Gracias a este oportu no refuerzo, los españoles vencieron a los quiteños que pretendían aniquilar los. Los derrotados se replegaron a la capital que decidieron defender hasta la muerte. Vuelven los que habían bajado a la costa con malas noticias para bizarro: ha llegado el capitán Gabriel de Rojas y por él saben que Pedro de Alvarado,
el conquistador de Guatemala, ha puesto los ojos en Perú y viene dis puesto a meterse en tierras de la Nueva Castilla sin respetar los dere chos de quien había llegado antes. El gobernador se inquieta y no sabe qué partido tomar, pero, al fin, decide confiar en la lealtad de su teniente Sebastián de Benalcázar, que está en San Miguel. La amenaza de Alvarado le sirve de acicate para apresurar la marcha so bre Cuzco; traza su plan estratégico y da instrucciones a sus capitanes. Así las cosas, se le presenta un nuevo aspirante al trono, llamado Manco Inca Yupanqui, hijo también del fecundo Huayna Cápac. Pizarro se alegra, porque andaba buscando un candidato ai que apoyar para dividir a sus enemigos. En Cuzco está el general quiteño Quizquiz que, ante el avance de los españoles, piensa incendiar la ciudad, llevándose antes a las vírgenes del Sol y cuanto de valor queda en la capital, para que los españoles no encuentren más que piedras calcinadas. Pero Quizquiz no tuvo tiempo de realizar su plan porque el avance hispano fue más rápido de lo que él pensaba. Hernando de Soto y Juan Pizarro entraron en la ciudad y el 15 de noviembre de 1533 llegaba también al gobernador con el Inca Manco. Los cronistas reflejan la admiración que les causó la ciudad, «tan grande y hermosa que sería digna de verse aún en España», dice Pedro Sancho, y
Cuando Atahualpa conoció que, ausentes de Cajamarca sus defensores españoles, el tribunal le había condenado a muerte, solicitó ser bautizado. Gracias a ello no fue quemado (pena reseñada a los infieles), sino que se le dio garrote. 102
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añade que estaba llena de palacios, porque en ella no vivía gente pobre. «Tiene tantas estancias y torres que una persona no la podría ver toda en un día». Por la parte accesible del cerro en que se asienta tiene tres murallas escalonadas, más alta la in terior, y formadas por piedras tan graneles «como trozos de montañas y peñascos», muy bien encajadas. A los españoles les parece que esta cons trucción supera al acueducto de Segovia y a otras obras de los romanos. Mientras Hernando de Soto, con la ayuda de Manco, persigue a Quizquiz y su gente, Pizarra se ocupa de fundar en el «ombligo» del Tahuantinsuyu la «muy noble y gran ciudad del Cuzco». La ceremonia se celebra el 23 de marzo de 1534, y es el primer eslabón de una cadena de fundaciones con las que el gobernador intenta neutralizar los intentos de Alvarado. Después de nombrar el cabildo dé la nueva ciudad, Francisco Pizarra presenta a sus miembros las reales cédulas que lo nombran gobernador, adelantado y alguacil mayor de la Nueva Castilla. Ha llegado a la cum bre de su poder.
Atahualpa murió agarrotado, tal como correspondía a su recién adquirida fe cris tiana. Tras su ejecución, Pizarro decidió apoyar a su hermanastro Túpac Huallpa, que fue solemnemente coronado en Cajamarca ante el regocijo de muchos indíge nas que odiaban a Atahualpa por su tira nía. 104
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2. El cénit de una vida Después de tantos años de duro bregar, después de tanto esfuerzo y sacrificio, la estrella de Pizarro ha llegado a su cénit. Ha logrado al fin gloria y riquezas e incluso el amor, En los días de Cajamarca se ha unido a una hermana de Atahualpa, y tiene ya una hija, Francisca, nacida en Jauja. Pero no todo es dicha: llegan noti cias de San Miguel que dicen que Benalcázar ha abandonado la ciudad sin orden de su jefe, y marcha sobre Quito. Pizarro sospecha que su te niente quiere obrar por cuenta propia, pero cuando Almagro le ordena que vuelva, Benalcázar obedece y da bue na cuenta de su conducta. Ha luchado contra el general Rumiñahui y ha entrado en Quito para anticiparse a Pedro de Alvarado. Juntos los dos capitanes pizarristas se preparan a recibir al conquistador de Ciuatemala, pero no hubo enfrenta miento porque los soldados que ve nían con él, atraídos por la esperanza del oro peruano, se pasan al otro bando y Alvarado se conforma con que se le paguen los gastos de la expedición. Cien mil castellanos de oro le consolarán de su fracaso. Pizarro, enterado de todo, baja complacido a Pachacamac, y lo recibe allí. Todo parece resuelto, aunque algunos le dicen que su socio está en connivencia con Alvarado, y ha casa do a su hijo Diego con una hija del capitán de Cortés. Pero el gobernador está eufórico y no da oídos a tales habladurías. Después de grandes fiestas celebra das en su honor, Pedro de Alvarado se 106
dispone a marchar, y sus soldados se pasan al servicio de Pizarro, llevándo se en sus barcos a los que, ya ricos, sólo desean descansar de sus fatigas y gozar de su fortuna. Gana en el cam bio el gobernador de Perú, porque los nuevos traen afanes de gloria y dine ro, y serán por ello más combativos. Desde Pachacamac, el día 1 de enero de 1535 Francisco Pizarro escribe opti mista al emperador, dándole cuenta de sus logros y pidiendo de nuevo que se añada a su gobernación el Cuzco «con ttxlas las provincias y tierras que el Inca señoreaba». De momento, todo le sonríe y, como tiene más gente, decide fundar otra ciudad en la costa. Desde Pacha camac manda tres jinetes para buscar un buen asentamiento. Salen el día 6 de enero de este feliz año de 1535. Como es la fiesta de los Santos Reyes, a ellos va a consagrar la que sefá capital de su gobernación. I.a ceremo nia se celebra el 18. En el acta de fundación Pizarro expresa su confian za en que Dios y su bendita Madre la harán «tan grande y próspera cuanto conviene» puesto que se crea para que la fe católica sea «ensalzada, y aumen tada y comunicada entre estas gen tes...». Espera también, ¿cómo no?, que Su Majestad haga a la ciudad muchas mercedes. Pronto la Ciudad de los Reyes, asentada a la orilla del Rimac, empe zó a ser llamada Lima, versión hispa na del nombre del río, y, poco a poco, el que le diera Pizarro cayó en desuso. Va creciendo la capital bajo la mi rada vigilante y amorosa de su funda-
francisco bizarro, retratado con el uniforme de la Orden de Santiago. Los títulos y las mercedes reales llovieron sobre el vencedor de los incas, quien, tras la toma de {.uzeo, se dispuso a consolidar la presencia española en los territorios conquistados. 107
dor. A ella se trasladan los vecinos de Jauja y los del pueblo de Sangallan; se construye aprisa; pronto tiene iglesia mayor, casa de cabildo, palacio de gobierno... En el primer año de su vida la ciudad cuenta ya con treinta y seis edificios. A fines de enero el gobernador sale de Lima, y va a estar ausente hasta principios de abril. Se dirige al valle de Chimo, donde piensa fundar otra ciudad que sirva de enlace entre San iVliguei de Piura, su primogénita, y la Ciudad de los Reyes. A la nueva ciudad le dará un nombre para él entrañable: se llamará Trujillo. El acta de fundación lleva fecha del 5 de marzo de 1535. De nuevo repite
Pizarro la ceremonia que ya le es familiar: vocea a los cuatro vientos su intención de erigir una ciudad en aquel lugar, toma su puñal y lo clava en el rollo de la picota, actos que testifica el escribano allí presente. Después, el gobernador garabatea su nombre y traza la torpe rúbrica que acostumbra. Todavía una dicha más: en este año de 1535 nace en Lima su segundo hijo mestizo, que se llamará Gonzalo. Y mientras, en España, Hernando le está consiguiendo nuevas mercedes del emperador. El mayorazgo de los Pizarro Añus co ha llegado a Castilla con los teso ros de Perú. Sevilla lo recibe con
Cuzco, capital del imperio inca, fue posteriormente convertida en una ciudad española por Pizarro, que creía, como la mayor parte de los conquistadores españoles, que el primer paso de todo proceso de colonización debía consistir en la fundación de ciudades, para que perduraran en la memoria histórica tanto sus gestas como la presencia de la Corona de Castilla.
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Lima fue fundada por Pizarro el 6 de enero de 1535. En atención a la fiesta que se celebraba aquel día, el extremeño la llamó Ciudad de los Reyes, pero muy pronto cambió de nombre, adoptando el de la versión española del río Rimac, junto al que se halla. En esta imagen, la plaza de Armas y el palacio arzobispal. expectación, porque antes que él han llegado unos amigos de Almagro, que éste envía para que le gestionen su gobernación. El socio de Pizarra no se resigna al papel secundario que le asignaba la capitulación de 1529 y, aunque ha dado a Hernando el encar go de pedir para él doscientas leguas de tierra, al sur de las que tiene Pizarra, Almagro desconfía y se mue ve por su cuenta. Hernando Pizarra luce por las ca lles sevillanas su apuesta figura, bien vestida cual corresponde a su fortuna, pero no se detiene mucho, porque le urge ver al emperador que está en Calatayud. Allá se va con el quinto real del botín y muchos regalos para
los reyes y para los principales perso najes de su corte y, como -poderoso caballero es don Dinero», en todas parres lo reciben bien y obtiene cuan to solicita. Se le nombra criado de la real casa y caballero de Santiago; se le autoriza para reclutar en Castilla cien to cincuenta buenos soldados; se le dan honores de general de la flota en la que ha efe regresar a las Indias... A Francisco, el emperador le conce de el título de marqués, aunque no se le envía el documento «por no saber el nombre que tiene la tierra que se os dará». Sus hijos Francisca y Gonzalo quedan legitimados y, por fin, Her nando, astuto y previsor, logra una ampliación de setenta leguas hacia el 109
sur, que dejarán la ciudad de Cuzco y su tierra dentro de los límites de la Nueva Castilla. No se olvida del encargo de Alma gro y consigue para él una goberna ción que se llamará Nueva Toledo, y tendrá doscientas leguas contadas des de el límite meridional de la que posee bizarro. Esta será la manzana de la discordia entre ambos socios.
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Trujillo del Veril es otra de las fundaciones peruanas de Francisco Pizarro. Está situa da en el valle de Chimo, a medio camino entre San Miguel de Piura, la primera ciudad fundada por el extremeño en el territorio conquistado, y la Ciudad de los Reyes, que ya desempeñaba las funciones de capital de la colonia. El plano de la derecha muestra Trujillo tal como apare cía en la obra de Martínez Compañón doscientos años después de su fundación. 110
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3. La estrella de Pizarro empieza a declinar Antes que Hernando, llega a Perú la noticia de que el rey ha concedido una gobernación a Almagro, y se piensa que en ella está incluida Cuzco, donde ahora manda don Diego en nombre de su socio que, al saber esta nueva, le quita el gobierno y se lo da a Juan, su hermano predilecto. Espera impaciente la vuelta de Her nando, pero antes Almagro empieza a proclamar que Cuzco le pertenece, y hace prender a Juan y a Gonzalo Pizarro. Francisco, al saberlo, sale para Cuzco inmediatamente y la en trevista entre los dos viejos amigos zanja de momento la cuestión, pues Almagro accede a esperar el regreso de Hernando Pizarro. Pero la mutua llamará. En Cuzco, por otro lado, se quedan «los peruleros». Diego de Almagro se marcha a la conquista del sur, donde están aque llas doscientas leguas que han de for mar Nueva Toledo, y con él se van «los de Chile», como pronto se les llamará. En Cuzco quedan «los peru leros». Pizarro se va a Trujillo, pues quiere pasar allí el primer aniversario de la fundación, pero pronto regresa a Li ma, donde está ya Hernando con todas las mercedes reales. Muy con tento quedó el flamante marqués con la gestión de su hermano y por ello accedió de buen grado a nombrarle su teniente de gobernador en la vieja capital de los incas. Terminaba ya el año 1535 cuando Hernando Pizarro se dirigió a esta 112
ciudad, donde las cosas iban mal. Juan y Gonzalo han cometido y deja do cometer muchos abusos, han pren dido a Manco Inca y lo han sometido a grandes vejaciones. Todo esto tiene soliviantados a los indios, que al fin se sublevan y, aunque Hernando al llegar libera al prisionero, los indios atacan la ciudad y en su defensa muere Juan Pizarro. Las noticias de estos sucesos llega ron a oídos del gobernador, que envió dos grupos de jinetes, pero todos fueron exterminados. A mediados de mayo de 1536 sale la tercera expedi ción de socorro y también fue aniqui lada. Los vecinos de Lima, angustia dos por la falta de noticias, piden a Pizarro que envíe otro grupo de hom bres en socorro de Cuzco, pero tam poco logran llegar. Solo dos escapan con vida y se encuentran con la quin ta expedición que, al saber lo ocurri do, se vuelve a Lima. Llegan noticias de que los indios avanzan sobre Lima; Pizarro — con sesenta años ya— vuelve a vestir su armadura para dirigir la defensa y, aunque los vecinos le ruegan que no salga a pelear, desoye sus peticiones y acude como siempre al lugar de más peligro. Seis días llevaba la ciudad cercada por los indios, cuando se produjo el ataque. Venían a oleadas los guerre ros del general Titu Yupatiqui, con gritos estentóreos de «¡A la mar, bar budos!» Pizarro, como hiciera en Cajamarca, los esperaba en la plaza
Sublevación de Manco In ca. La suerte, una serie de arriesgadas maniobras mi litares y el hambre salva ron a los españoles de este difícil trance. Sin embargo, las desgracias vendrían de las disensiones entre los propios conquistadores.
mayor, donde se trabó combate, con fortuna para los españoles. La muerte del jefe, a quien Pedro Martín de Sicilia atravesó con su lanza, puso fin a la lucha, pues los indios, desmorali zados, se retiraron a la derecha del río. Después de algunos días, decidie ron levantar el cerco y se volvieron a sus tierras. Cerca de mil hombres había perdi do Pizarra, y los muertos indígenas fueron muchos más. Suerte que los yungas (tallanes y chimúes) que habi taban la costa no hicieron causa co mún con los atacantes e incluso ayu daron a los españoles. El hambre fue
otra aliada, pues los hombres de Manco habían abandonado sus cam pos por causa de la guerra; la escasez de alimentos obligó a) Inca a suspen der la campaña, aunque con ánimo de reanudarla en cuanto pudiera. Libre ya Lima del asedio indígena, Pizarra organizó nueva expedición de socorro a Cuzco, inquieto por la suer te de sus hermanos. Cien jinetes y ciento cincuenta peones, al mando de Alonso de Alvarado, salen de Lima a primeros de abril de 1537. La noche del 12 de julio el campa mento sufre un ataque por sorpresa, pero esta vez los enemigos no son 113
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indios, sino españoles: Diego de Al magro y su gente han regresado de Chile, donde no hay oro ni plata, ni un imperio que conquistar. F.l viejo socio de Pizarra quiere que Cuzco se incorpore a su gobernación, y le ha pedido a Hernando Pizarra que se la entregue. No sabe que el rey ha añadi do setenta leguas al gobierno del mar qués Pizarra. Hernando sí lo sabe y se niega a darle la ciudad. Almagro, enfurecido, la toma por la fuerza, y prende a Gonzalo y a Hernando. Lue go, creyendo que la expedición de Alvarado viene contra él, la ataca y consigue su rendición. Han dado co mienzo las guerras civiles de Perú, que amargarán los últimos años de la vida del conquistador. También sufre un desengaño en su amor por la india Inés, la hermana de Atahualpa, con la que está unido desde los días de Cajamarca. Inés lo dejará con su consentimiento, para contraer matrimonio en 1538 con Francisco de Ampuero.
Las tropas de Almagro entran en Cuzco en 1537. Decepcionado por los pobres resul tados obtenidos en su expedición a Chile, movido por la ambición y la envidia. Almagro, que creía que su viejo socio le había engañado, decidió incorporar Cuzco a su gobernación. Cuando los hermanos de Pizarro, a quien correspondía el mando de la ciudad, se la negaron, la tomó por la fuerza. 115
4. Luchas fratricidas. Fin de Pizarro Cuando Pizarro sabe que Almagro ha tomado Cuzco, intenta la concilia ción. Envía una carta amistosa al socio, diciéndole que estudie bien las reales provisiones y vea cuáles son las tierras de su gobernación, pero el Adelantado no le hace caso y se niega a liberar a Hernando. Entretanto, el marqués se prepara a defenderse de «los de Chile» por si éstos intentan atacar Lima: aún no conoce el desas tre que ha sufrido Alonso de Alvarado; a fines de julio de 1536 llega la mala noticia. Pero todavía quiere ne gociar, y envía procuradores a Alma gro, cuya ambición, excitada por ma los consejeros, ya no tiene límites. Se llega a una fórmula de compro miso: cuatro caballeros, dos por parte de cada uno, ayudados por pilotos, fijarán el límite entre las gobernacio nes de Nueva Castilla y Nueva Tole do. Los enviados de Pizarro se enteran de que Almagro piensa fundar en la costa para tener un puerto que le sirva de enlace directo con España. Este plan lo va a llevar a efecto fundando la villa de Almagro en el valle de Chincha, tierra del marqués. Este acepta a disgusto el compromiso adquirido por sus emisarios, pero los vecinos de Lima, en cuyos términos se hallaba asentada la nueva villa, se indignan. Por fin, es un solo hombre, el mercedario Francisco de Bobadilla,
quien se encarga de arbitrar en la contienda; para ello cita a los dos socios en el pueblo de Mala, con una pequeña escolta. Esto era lo conveni do, pero Gonzalo Pizarro, por cuenta propia, sale detrás con setecientos hombres, decidido a prender a Diego de Almagro. La entrevista ante Bobadilla fue violenta al principio; cuando parecía vislumbrarse un entendimiento, Al magro tuvo aviso de la trampa que se le tendía y, montando a caballo, se retiró. Pizarro, que ignoraba el plan de Gonzalo, envió tras él dos hombres que le aseguraron que no le había preparado ninguna emboscada, pero él no quiso volver; solo después de muchos ruegos accedió a reanudar más adelante las negociaciones. Fracasada así la conciliación, Boba dilla falló el pleito en el pueblo de Mala el 15 de noviembre de 1537. Su sentencia señala que, para fijar los límites de las dos gobernaciones, lo primero era conocer la latitud del río de Santiago. El segundo punto del fallo es que Almagro devuelva Cuzco a Pizarro, junto con el oro que había tomado en la ciudad, y libere a los presos; uno de ellos, no lo olvidemos, es Hernando Pizarro. Almagro debe abandonar también la tierra de Chincha, que pertenece a los términos de Lima, despoblando la
Al conocer los acontecimientos de Cuzco, Pizarro intentó reconciliarse con Almagro, enviándole una copia del documento que probaba que el gobierno de la ciudad le pertenecía, pero éste se negó a aceptarlo, Finalmente, estalló una sangrienta guerra entre abnagristas y pizarristas.
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villa de su nombre, y los ejércitos de ambos contendientes se disuelven. El fallo termina invitando a los dos so cios a olvidar sus diferencias y hacer las paces. La sentencia de Bobadilla no satisfi zo a ninguno de los dos bandos, y algunos almagristas llegaron a exigir la muerte de Hernando Pizarro. Para salvarlo, el marqués envió una emba jada a Almagro y le ofreció reanudar las conversaciones y dejar Cuzco en sus manos hasta que el emperador decidiera el pleito. Almagro brindó la libertad a su prisionero, con la condición de que le diera una fianza en oro y le rindiera homenaje. De este modo, el mayoraz go de los Pizarro quedó humillado y lleno de odio hacia aquel hombre por el que nunca había sentido simpatía. Sediento de venganza, no descansó hasta verse relevado por su hermano del encargo de venir a España con el oro de Su Majestad. Hernando llevó sus hombres a Cuz co y se reanudó la lucha entre alma gristas y pizarristas. El 25 de abril de 1538 ambos bandos se enfrentaron en la batalla del campo de las Salinas, que acabó con la completa victoria de ••los de Pachacamac» contra «los de Chile». Almagro quedó prisionero de su mortal enemigo, que le abrió pro ceso y procuró acabarlo cuanto antes porque temía que, si llegaba su her mano, don Francisco, haría otra vez las paces con el viejo socio. La senten cia de muerte por garrote fue ejecuta
da el 8 de julio. Pizarro que, al cono cer la victoria de Salinas, había em prendido viaje a Cuzco, supo la mala nueva en Abancay, y lloró por la muerte del amigo y compañero de penas y fatigas. Aunque no aprobó lo hecho, débil siempre con sus hermanos, no desau torizó a Hernando, asumiendo así su parte de responsabilidad en esta eje cución. Durante la estancia en Cuzco recibe el título de marqués, con un espacio en blanco, donde ha de escribirse el nombre de la tierra en que asentará su marquesado. De momento, no piensa en ello; sigue preocupado por hacer nuevas fundaciones de villas y ciuda des, y por acabar la guerra con Man co Inca, que se resiste a prestar vasa llaje al rey de Castilla. Hernando Pizarro volverá a España con más oro para el emperador. Fran cisco subirá al lago Titicaca y recorre rá sus orillas, donde viven indios collas, que se dedican a la agricultura. En el lago, sobre islas flotantes, están los uro, que son pescadores y los más antiguos habitantes de la región. Ve también las ruinas de Tiahuanaco, ciudad mucho más antigua que las de los incas, y recorre de punta a cabo el territorio de los charcas. Sabe ya que viene de camino un juez que el emperador envía para investigar sobre la muerte de Alma gro; y le han dicho también que los partidarios de éste, capitaneados por su hijo, pretenden matarlo.
luí victoria pizarrista J e Salinas trajo como consecuencia la ejecución J e Almagro (derecha). Pizarro, que lloró su muerte, moriría a su vez en manos J e un grupo Je almagristas, que lo asesinaron en su propia casa J e l ima el 26 J e junio J e 1541 (doble página siguiente). 118
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Tiene hecho su testamento desde el 15 de julio de 1537; en él, como creyente, se ocupa primero de su alma y luego de su entierro, que dispone en la catedral de Lima. Manda construir una iglesia en Trujillo y ordena varias limosnas. Después se ocupa de los hijos: a Gonzalo le instituye mayoraz go y a Francisca le deja capital sufi ciente para su sustento. Se siente tran quilo y no se preocupa de los manejos de sus enemigos. Vuelto a Lima, re parte encomiendas de indios atendien do antes a los primeros conquistado res de Perú, los que habían sido sus compañeros en las fatigas, y prosigue la tarea fundadora. Ha dado vida a una veintena de ciudades, las últimas, las de León de Huanaco y Arequipa. Todavía habrá en su vida otro amor: la india Angelina, hermana de Inés, que le dará un Francisco Pizarro Tupanqui, su tercer hijo. Por último, nació Juan, que contaba siete meses cuando murió su padre. Al comienzo del verano de 1541, en el amanecer del 26 de junio, llovizna ba débilmente. Francisco Pizarro ha pasado mala noche y no piensa salir a la iglesia; oirá misa en su palacio. Desde hace días corren rumores, a los que no quiere dar crédito, de que se prepara un plan para matarlo. Los conjurados son doce hombres, parti darios de Diego de Almagro, que por ello han visto confiscados sus bienes y se hallan en la miseria. Tan pobres son que sólo tienen una capa para todos, y la usan por turno. Alguien los llamó «los caballeros de la capa» y el mote ha corrido de boca en boca por la Ciudad de los Reyes. Ellos han decidido matar al con quistador de Perú. A mediodía se 122
dirigen a palacio sin que nadie les cierre el paso, aunque muchos saben lo que se proponen. El grito de «¡Viva el rey y mueran los tiranos!» llega hasta e¡ interior de la mansión. Un paje aterrorizado entra donde está el marqués, gritando que «los de Chile» quieren matarlo. Pizarro va en busca de sus armas. Huyen todos menos Hurtado, un servidor que intenta cor tar el paso a los asesinos, y paga la lealtad con la vida. Francisco Chaves el pizarrista — hay otro del mismo nombre en el bando opuesto— trata de dialogar con ellos en la escalera, y recibe una estocada mortal. Suben los rebeldes en busca de Pizarro, con quien tan sólo están dos hombres: su hermano Martín de Alcántara y Ortiz de Zárate; ambos, espada en mano, dispues tos a defender la habitación donde el marqués se quita a toda prisa el lujoso ropaje que lleva y se pone una coraza. Pronto sale armado, y se une a sus dos leales. El combate es desigual, pero, a pesar de la inferioridad numé rica, pasa el tiempo y los enemigos no logran su objetivo. Al fin, uno de ellos, empujado por los otros, queda ensartado en la espada de Pizarro; utilizando el cuerpo como escudo, otro clava la suya en la garganta del gobernador, que da un paso atrás; los asesinos acribillan a sus dos compañe ros. Todavía el marqués se tiene de pie unos momentos, manejando el acero ya casi sin aliento. A! fin, recibe otro golpe más y cae en tierra dicien do «¡Jesús!». Con su propia sangre traza en el suelo una cruz y la besa con fe, antes de exhalar el último suspiro. El con quistador del Perú ha muerto. Sus
Casa de Pizarro en l ima. El conquistador de Perú dejó en herencia a sus hijos, nacidos todos ellos en América, una pingüe fortuna y un estatuto de nobleza, testimonio último de su triunfo sobre el misero porquerizo sin padre que se crió solo en los campos de Extremadura. asesinos, después de saquear la casa, quieren sacar el cadáver para cortarle la cabeza y ponerla en la picota. Pero alguien los disuadió. La noticia corre ya por la ciudad, entre el estupor y el pánico; sus ami gos de antes le dejan solo, y es feme nina la única voz que se atreve a llamarlos traidores. Esa mujer se lla ma Inés Muñoz, la esposa de Martín de Alcántara. El cuerpo de Pizarro seguirá en el suelo hasta el anochecer, en que unas manos piadosas lo envuelven en una
sábana y lo llevan al patio de los naranjos de la catedral. Allí, Inés Muñoz y sus criadas lo lavan y visten el hábito de Santiago, sin espuelas de oro, porque los asesinos se las lleva ron. En el mismo patio abrieron una fosa para darle sepultura. Así terminó sus días el hombre «que de descubrir reinos e conquistar provincias nunca se cansó». Pero ha logrado sus deseos: ha conquistado también su propio nombre, como lo soñaba allá en La Zarza, el porqueri zo que no tenía padre. 123
Cronología 1476 (?) N acim iento de Pizarra en la ciu dad de Trujillo. 1502 Em barca en la flota de N icolás de O vando, rumbo a la isla Española. 1509 Va con Alonso de O jeda a Tierra Firme. 1513 Acompaña a Vasco Núñez de B al boa en el descubrimiento de la M ar del Sur (océano Pacífico). 1519 F.s uno de los vecinos fundadores de la ciudad de Panamá. 1522 Expedición de Pascual de Andagoya, que lleva a Panamá noticias del fabu loso país del oro (Perú). 1524 Pizarra, A lm agra y Luque forman su «compañía». Primer viaje de Pizarra hacia Perú. 1526 Segundo viaje de Pizarro. Episodio de «los trece de la fama» en la isla del Gallo. 1528 Francisco Pizarra llega a España. 1529 Se firma la capitulación para la conquista de Perú. Pizarra va a Trujillo. 1530 Sale la expedición de Sanlúcar de Barram eda, rumbo a Nombre de Dios. Allí esperan Almagro y Luque. 1531 Zarpa de Panamá uno de los dos barcos que van a intentar la conquista del imperio de los incas. 1532 Llegan a T ú m b e/, primer lugar del continente en que se establecen. En agosto funda Pizarra la villa de San M iguel; en septiembre inicia la penetración hacia el interior. En noviem bre, entrada en Cajamarca y prisión de Atahualpa. 1533 Llega Diego de Almagro con re fuerzos. Reparto de botín y viaje de H er nando Pizarra a España para entregar al rey el «quinto» que le corresponde. En abril de este año, juicio y ejecución de Atahualpa. En noviembre entra Pizarro con su gente en la ciudad de Cuzco, capital de los incas. 1534 Fundación del Cuzco español, en marzo. Pizarro, Alm agro y Pedro del Alvarado se reúnen en Pachacamac.
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1535 Fundación de la Ciudad de los Reyes (Lim a), en el mes de enero. M anco Inca se subleva en Cuzco y pone cerco a la ciudad. Pizarro funda Trujillo. Regresa de España Hernando Pizarra. 1536 Sale para Chile la expedición de Diego de Almagro. Los indios sublevados llegan a sitiar Lim a, pero no consiguen tomarla.
1537 Regresa Almagro de Chile, se apo dera de Cuzco y coge preso a Hernando Pizarro: com ienzo de la guerra civil. 1538 D errota de los alm agristas en la Batalla de las Salinas. Hernando Pizarra emprende la exploración de la hoya am a zónica, en busca de la canela. 1541 Los partidarios de Almagro asesi nan en Lima al conquistador deí Perú, el domingo 26 de junio.
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ir ó
Bernardino de (seudónimo de José López Jiménez). Pizarro. Madrid, Gran Capitán, 1946.
PANTORBA,
125
índice
introducción........................................................................................................... í
5
De Extremadura a Panamá 1. Un niño nace en T ru jillo ...................................................................... 2. La primera aventura indiana................................................................ 3. Con Ojeda y B a lb o a .............................................................................. 4. A las órdenes de otro jefe......................................................................
8 14 17 22
Los comienzos de una gran aventura 1. Tras las huellas de Pascual de Andagoya........................................ 2. Primer contacto con el imperio de los incas................................... 3. Dificultades en Panamá. Los «trece de la fam a»........................... 4. El último intento......................................................................................
28 34 39 42
Preparativos de la empresa 1. Francisco Pizarro vuelve a España...................................................... 2. La capitulación......................................................................................... 3. La vuelta a T ru jillo ................................................................................. 4. Otra vez a las Ind ias........................ 5. El Tahuantinsuyu...................................................................................
48 55 58 60 62
La conquista del Incario 1. Comienza la av en tu ra........................................................................... 2. Camino de C ajam arca........................................................................... 3. Prisión de Atahualpa..............................................................................
70 81 87
Del cénit al ocaso 1. Proceso y muerte de Atahualpa..................................................... 2. El cénit de una vida................................................................................. 3. La estrella de Pizarro empieza adeclinar.......................................... 4. Luchas fratricidas. Fin deP iz a rro ........................................................
98 106 112 116
Cronología.................................................................................................................
124
Bibliografía..............................................................................................................
125
II
III
IV
V
126
Títulos publicados 1.
11. C ub a
L o s in c a s
El reino del Sol 12. 2.
El infierno verde 3.
4.
13.
C o lo m b ia I
El medio
_y la
14.
C o lo m b ia I I
M é xic o I
El medio y la historia
La revolución mexicana 5.
L a c o lo n iza c ió n
La huella de España en América
historia
V illa y Za p a ta
L o s R e y e s C a tó lic o s
Los reyes que sufragaron la mayor quimera de la historia
E l A m a zo n a s
15.
P a rq u e s N a c io n a le s E sp a ñ o le s
Recursos y regiones 16. 6.
M é x ic o 11
Recursos y regiones
L a cerám ica p re c o lo m b in a
El barro que los indios hicieron arte 17. 7.
D e sc u b rim ie n to de A m é ric a
P r e h is t o ria de E sp a ñ a
Los orígenes
Novus mundus 18. C ris t ó b a l C o ló n
8.
L o s m a ya s
Almirante de la Mar Océano
El pueblo de los sacerdotes sabios 19. M o te c u h zo m a y C ua uhté m o c 9.
10.
E l O rin o c o y L o s L la n o s L a Ind e p e nd e nc ia de A m é ric a
La lucha por ¡a libertad de los pueblos
Los últimos em peradores aztecas 2 0 . F o rm a c ió n de la s na ciones ib e ro a m e ric a n a s ( s ig lo X I X )