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¿Una ‘primavera vaticana’? La Iglesia necesita un Papa abierto a la modernidad y que defienda la libertad. Un grupo de cardenales valientes debe enfrentarse a los sectores más inflexibles de la jerarquía y exigir un candidato con ese perfil
Hans Küng 1 MAR 2013 - 00:01 CET
La primavera árabe sacudió toda una serie de regímenes autoritarios. Ahora que ha dimitido el papa Benedicto XVI, ¿será posible que ocurra algo similar en la Iglesia católica, una primavera vaticana? Por supuesto, el sistema de la Iglesia católica, más que a Túnez o Egipto, se parece a una monarquía absoluta como Arabia Saudí. En ambos casos, no se han hecho auténticas reformas, sino concesiones sin importancia. En ambos casos, se invoca la tradición para oponerse a la reforma. En Arabia Saudí, la tradición solo se remonta a 200 años atrás; en el caso del papado, a 20 siglos. Ahora bien, ¿es cierta esa tradición? En realidad, la Iglesia vivió durante un milenio sin un papado de tipo monárquico absolutista como el que conocemos. Fue a partir del siglo XI cuando una “revolución desde arriba”, la “reforma gregoriana” iniciada por el papa Gregorio VII, nos legó las tres características históricas del sistema de Roma: un papado centralista y absolutista, un clericalismo forzoso y la obligación del celibato para los sacerdotes y otros otr os clérigos seglares. Los esfuerzos de los concilios reformistas del siglo XV, los reformadores del siglo XVI, la Ilustración francesa en los siglos XVII y XVIII y el liberalismo del siglo XIX tuvieron éxito solo en parte. Incluso el Concilio Vaticano II, de 1962 a 1965, a pesar de abordar muchas preocupaciones de los reformadores y los críticos modernos, se vio obstaculizado por la curia, el órgano rector de la Iglesia, y no logró poner en práctica más que parte de los cambios exigidos. Hoy, la curia, que también es un producto del siglo XI, sigue siendo el principal obstáculo para cualquier reforma de fondo de la Iglesia católica, cualquier acuerdo ecuménico con las demás iglesias cristianas y religiones mundiales y cualquier actitud crítica y constructiva frente al mundo moderno.
No podemos engañarnos con las grandes masas. Detrás de la fachada, la casa está viniéndose abajo Con los dos últimos papas, Juan Pablo II y Benedicto XVI, se ha producido un fatal regreso a los viejos hábitos monárquicos de la Iglesia. En 2005, en una de sus escasas muestras de audacia, Benedicto mantuvo una amigable conversación de cuatro horas conmigo en su residencia de verano, en Castelgandolfo, cerca de Roma. Yo había sido colega suyo en la Universidad de Tubinga y también su crítico más feroz. Durante 22 años, después de que criticara la infalibilidad del Papa y me retirasen la autorización eclesiástica para dar clase, no habíamos tenido el menor contacto privado.
Antes del encuentro, decidimos dejar de lado nuestras diferencias y hablar de temas sobre los que podíamos estar de acuerdo: la relación positiva entre la fe cristiana y la ciencia, el diálogo entre religiones y civilizaciones y el consenso ético entre fes e ideologías. Para mí, y para todo el mundo católico, la entrevista fue una señal de esperanza. Pero, por desgracia, el pontificado de Benedicto estuvo marcado por crisis y malas decisiones. Logró irritar a las iglesias protestantes, los judíos, los musulmanes, los indios de Latinoamérica, las mujeres, los teólogos reformistas y todos los católicos partidarios de las reformas. Los mayores escándalos de su papado son conocidos: para empezar, el hecho de que Benedicto reconociera a la archiconservadora Sociedad de San Pío X del arzobispo Marcel Lefebvre, que se opone de manera rotunda al Concilio Vaticano II, y a un personaje que niega el Holocausto, el obispo Richard Williamson. Luego estuvo la inmensa ola de abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes, que el Papa ayudó en gran parte a encubrir cuando era el cardenal Joseph Ratzinger. Y después el caso Vatileaks, que reveló un espantoso número de intrigas, luchas de poder, corrupción y deslices sexuales en la curia, y que parece ser una de las principales razones por las que Benedicto ha decidido abandonar. Esta primera dimisión de un papa en casi 700 años deja al descubierto la crisis fundamental que se cierne sobre una Iglesia anquilosada. Y ahora, todo el mundo se pregunta: ¿Será posible que el próximo Papa, a pesar de todo, inaugure una nueva primavera para la Iglesia católica? No se pueden ignorar las desesperadas necesidades de la Iglesia. Existe una desastrosa escasez de sacerdotes, en Europa, Latinoamérica y África. Son muchísimas las personas que han dejado la Iglesia o han emprendido una “emigración interna”, sobre todo en los países industrializados. Ha habido una inequívoca pérdida de respeto hacia obispos y sacerdotes, el distanciamiento, en particular, de las mujeres jóvenes, y la incapacidad de incorporar a los jóvenes a la Iglesia. No debemos dejarnos engañar por el poder mediático de los grandes acontecimientos papales de masas ni por los aplausos enloquecidos de los grupos juveniles católicos. Detrás de la fachada, la casa está viniéndose abajo.
Una encuesta muestra que el 85% de los católicos son partidarios de dejar que los curas se casen En esta dramática situación, la Iglesia necesita un Papa que no viva desde el punto de vista intelectual en la Edad Media, que no defienda ningún tipo de teología, liturgia ni constitución eclesiástica propias de la época medieval. Necesita un Papa abierto a las preocupaciones de la reforma, a la modernidad. Un Papa que defienda la libertad de la Iglesia en el mundo no solo mediante sermones sino luchando con hechos y palabras por la libertad y los derechos humanos dentro de la Iglesia, por los teólogos, por las mujeres, por todos los católicos que desean decir la verdad abiertamente. Un Papa que no siga obligando a los obispos a obedecer una línea oficial reaccionaria, que ponga en práctica una democracia apropiada dentro de la Iglesia, construida según el modelo del cristianismo primitivo. Un Papa que no se deje influir por n ingún otro “Papa en la sombra” del Vaticano como Benedicto y sus leales seguidores. La procedencia del nuevo Papa no debería ser un factor crucial. El Colegio Cardenalicio debe elegir al mejor, sin más. Por desgracia, desde la época del papa Juan Pablo II, se emplea un cuestionario para hacer que todos los obispos sigan la doctrina oficial de
Roma en los asuntos polémicos, un proceso sellado por el voto de obediencia incondicional al Papa. Por eso, hasta ahora, no ha habido disidentes públicos entre los obispos. Sin embargo, la jerarquía católica ha recibido advertencias sobre la brecha existente entre ella y los seglares en asuntos importantes relacionados con posibles reformas. Una encuesta reciente en Alemania muestra que el 85% de los católicos son partidarios de dejar que los curas se casen, el 79%, de que los divorciados puedan volver a casarse por la Iglesia, y el 75%, de que las mujeres puedan ordenarse. Probablemente, las cifras serían similares en muchos otros países. ¿Será posible que tengamos un cardenal o un obispo que no esté dispuesto a seguir por la misma senda trillada de siempre? ¿Alguien que sepa lo profunda que es la crisis de la Iglesia y conozca vías para salir de ella? Estas preguntas deben discutirse abiertamente, antes del cónclave y durante él, sin que nadie amordace a los cardenales, como se hizo en 2005 para que se atuvieran a las directrices. Soy el último teólogo en activo de los que participó en el Concilio Vaticano II (junto con Benedicto) y, como tal, me pregunto si no será posible que haya al comienzo del cónclave, igual que hubo al comienzo del Concilio, un grupo de cardenales valientes que se enfrenten a los miembros más inflexibles de la jerarquía católica y exijan un candidato dispuesto a aventurarse en nuevas direcciones. ¿Tal vez a través de un nuevo concilio reformista o, mejor aún, una asamblea representativa de obispos, sacerdotes y seglares? Si el próximo cónclave elige a un Papa que vuelva a lo de siempre, la Iglesia nunca experimentará una nueva primavera, sino que caerá en una edad de hielo y correrá el peligro de encogerse hasta convertirse en una secta cada vez más irrelevante. Hans Küng es catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga y autor del libro de próxima publicación ¿Puede salvarse la Iglesia? Traducción del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia. ©2013 The New York Times. Distribuido por The New York Times Syndicate.
¿Es el papa Francisco una paradoja? Jorge Bergoglio ha despertado la esperanza de que otra Iglesia católica es posible. Su estilo al asumir el pontificado, su lenguaje y su decisión de hacerse llamar Francisco remiten a la pobreza, humildad y sencillez que predicaba Francisco de Asís.
Hans Kung 10 MAY 2013 - 18:30 CET
¿Quién lo iba a pensar? Cuando tomé la pronta decisión de renunciar a mis cargos honoríficos en mi 85º cumpleaños, supuse que el sueño que llevaba albergando durante décadas de volver a presenciar un cambio profundo en nuestra Iglesia como con Juan XXIII nunca llegaría a cumplirse en lo que me quedaba de vida. Y, mira por dónde, he visto cómo mi antiguo compañero teológico Joseph Ratzinger — ambos tenemos ahora 85 años — dimitía de pronto de su cargo papal, y precisamente el 19 de marzo de 2013, el día de su santo y mi cumpleaños, pasó a ocupar su puesto un nuevo Papa con el sorprendente nombre de Francisco.
¿Habrá reflexionado Jorge Mario Bergoglio acerca de por qué ningún papa se había atrevido hasta ahora a elegir el nombre de Francisco? En cualquier caso, el argentino era consciente de que con el nombre de Francisco se estaba vinculando con Francisco de Asís, el universalmente conocido disidente del siglo XIII, el otrora vivaracho y mundano vástago de un rico comerciante textil de Asís que, a la edad de 24 años, renunció a su familia, a la riqueza y a su carrera e incluso devolvió a su padre sus lujosos ropajes. Resulta sorprendente que el papa Francisco haya optado por un nuevo estilo desde el momento en el que asumió el cargo: a diferencia de su predecesor, no quiso ni la mitra con oro y piedras preciosas, ni la muceta púrpura orlada con armiño, ni los zapatos y el sombrero rojos a medida ni el pomposo trono con la tiara. Igual de sorprendente resulta que el nuevo Papa rehúya conscientemente los gestos patéticos y la retórica pretenciosa y que hable en la lengua del pueblo, tal y como pueden practicar su profesión los predicadores laicos, prohibidos por los papas tanto por aquel entonces como actualmente. Y, por último, resulta sorprendente que el nuevo Papa haga hincapié en su humanidad: solicita el ruego del pueblo antes de que él mismo lo bendiga; paga la cuenta de su hotel como cualquier persona; confraterniza con los cardenales en el autobús, en la residencia común, en su despedida oficial; y lava los pies a jóvenes reclusos (también a mujeres, e incluso a una musulmana). Es un Papa que demuestra que, como ser humano, tiene los pies en la tierra.
El pontífice no quiso ni la mitra con oro, ni los zapatos, ni el pomposo trono con la tiara Todo eso habría alegrado a Francisco de Asís y es lo contrario de lo que representaba en su época el papa Inocencio III (1198-1216). En 1209, Francisco fue a visitar al papa a Roma junto con 11 hermanos menores (fratres minores) para presentarle sus escuetas normas compuestas únicamente de citas de la Biblia y recibir la aprobación papal de su modo de vida “de acuerdo con el sagrado Evangelio”, basado en la pobreza real y en la predicación laica. Inocencio III, conde de Segni, nombrado papa a la edad de 37 años, era un soberano nato: teólogo educado en París, sagaz jurista, diestro orador, inteligente administrador y refinado diplomático. Nunca antes ni después tuvo un papa tanto poder como él. La revolución desde arriba (Reforma gregoriana) iniciada por Gregorio VII en el siglo XI alcanzó su objetivo con él. En lugar del título de “vicario de Pedro”, él prefería para cada obispo o sacerdote el título utilizado hasta el siglo XII de “vicario de Cristo” (Inocencio IV lo convirtió incluso en “vicario de Dios”). A diferencia del siglo I y sin lograr nunca el reconocimiento de la Iglesia apostólica oriental, el papa se comportó desde ese momento como un monarca, legislador y juez absoluto de la cristiandad... hasta ahora. Pero el triunfal pontificado de Inocencio III no solo terminó siendo una culminación, sino también un punto de inflexión. Ya en su época se manifestaron los primeros síntomas de decadencia que, en parte, han llegado hasta nuestros días como las señas de identidad del sistema de la curia romana: el nepotismo, la avidez extrema, la corrupción y los negocios financieros dudosos. Pero ya en los años setenta y ochenta del siglo XII surgieron poderosos movimientos inconformistas de penitencia y pobreza (los cátaros o los valdenses). Pero los papas y obispos cargaron libremente contra estas amenazadoras corrientes prohibiendo la predicación laica y condenando a los “herejes” mediante la Inquisición e incluso con cruzadas contra ellos. Pero fue precisamente Inocencio III el que, a pesar de toda su política centrada en exterminar a los obstinados “herejes” (los cátaros), trató de integrar en la Iglesia a los movimientos evangélico-apostólicos de pobreza. Incluso Inocencio era consciente de la
urgente necesidad de reformar la Iglesia, para la cual terminó convocando el fastuoso IV Concilio de Letrán. De esta forma, tras muchas exhortaciones, acabó concediéndole a Francisco de Asís la autorización de realizar sermones penitenciales. Por encima del ideal de la absoluta pobreza que se solía exigir, podía por fin explorar la voluntad de Dios en la oración. A causa de una aparición en la que un religioso bajito y modesto evitaba el derrumbamiento de la Basílica Papal de San Juan de Letrán — o eso es lo que cuentan — , el Papa decidió finalmente aprobar la norma de Francisco de Asís. La promulgó ante los cardenales en el consistorio, pero no permitió que se pusiera por escrito. Francisco de Asís representaba y representa de facto la alternativa al sistema romano. ¿Qué habría pasado si Inocencio y los suyos hubieran vuelto a ser fieles al Evangelio? Entendidas desde un punto de vista espiritual, si bien no literal, sus exigencias evangélicas implicaban e implican un cuestionamiento enorme del sistema romano, esa estructura de poder centralizada, juridificada, politizada y clericalizada que se había apoderado de Cristo en Roma desde el siglo XI.
Con Inocencio III se manifestaron los primeros síntomas de nepotismo y corrupción del Vaticano Puede que Inocencio III haya sido el único papa que, a causa de las extraordinarias cualidades y poderes que tenía la Iglesia, podría haber determinado otro camino totalmente distinto; eso habría podido ahorrarle el cisma y el exilio al papado de los siglos XIV y XV y la Reforma protestante a la Iglesia del siglo XVI. No cabe duda de que, ya en el siglo XII, eso habría tenido como consecuencia un cambio de paradigma dentro de la Iglesia católica que no habría escindido la Iglesia, sino que más bien la habría renovado y, al mismo tiempo, habría reconciliado a las Iglesias occidental y oriental. De esta manera, las preocupaciones centrales de Francisco de Asís, propias del cristianismo primitivo, han seguido siendo hasta hoy cuestiones planteadas a la Iglesia católica y, ahora, a un papa que, en el aspecto programático, se denomina Francisco: paupertas (pobreza), humilitas (humildad) y simplicitas (sencillez). Puede que eso explique por qué hasta ahora ningún papa se había atrevido a adoptar el nombre de Francisco: porque las pretensiones parecen demasiado elevadas. Pero eso nos lleva a la segunda pregunta: ¿qué significa hoy día para un papa que haya aceptado valientemente el nombre de Francisco? Es evidente que tampoco se debe idealizar la figura de Francisco de Asís, que también tenía sus prejuicios, sus exaltaciones y sus flaquezas. No es ninguna norma absoluta. Pero sus preocupaciones, propias del cristianismo primitivo, se deben tomar en serio, aunque no se puedan poner en práctica literalmente, sino que deberían ser adaptadas por el Papa y la Iglesia a la época actual. 1. ¿Paupertas, pobreza? En el espíritu de Inocencio III, la Iglesia es una Iglesia de la riqueza, del advenedizo y de la pompa, de la avidez extrema y de los escándalos financieros. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia de la política financiera transparente y de la vida sencilla, una Iglesia que se preocupa principalmente por los pobres, los débiles y los desfavorecidos, que no acumula riquezas ni capital, sino que lucha activamente contra la pobreza y ofrece condiciones laborales ejemplares para sus trabajadores. 2. ¿Humilitas, humildad? En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia del dominio, de la burocracia y de la discriminación, de la represión y de la Inquisición. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia del altruismo, del diálogo, de la fraternidad, de la hospitalidad incluso para los inconformistas, del servicio nada
pretencioso a los superiores y de la comunidad social solidaria que no excluye de la Iglesia nuevas fuerzas e ideas religiosas, sino que les otorga un carácter fructífero. 3. ¿Simplicitas, sencillez? En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia de la inmutabilidad dogmática, de la censura moral y del régimen jurídico, una Iglesia del miedo, del derecho canónico que todo lo regula y de la escolástica que todo lo sabe. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia del mensaje alegre y del regocijo, de una teología basada en el mero Evangelio, que escucha a las personas en lugar de adoctrinarlas desde arriba, que no solo enseña, sino que también está constantemente aprendiendo. De esta forma, se pueden formular asimismo hoy día, en vista de las preocupaciones y las apreciaciones de Francisco de Asís, las opciones generales de una Iglesia católica cuya fachada brilla a base de magnificentes manifestaciones romanas, pero cuya estructura interna en el día a día de las comunidades en muchos países se revela podrida y quebradiza, por lo que muchas personas se han despedido de ella tanto interna como externamente.
Es poco probable que los soberanos vaticanos permitan que se les quite el poder acumulado No obstante, ningún ser racional esperará que una única persona lleve a cabo todas las reformas de la noche a la mañana. Aun así, en cinco años sería posible un cambio de paradigma: eso lo demostró en el siglo XI el papa León IX de Lorena (1049-1054), que allanó el terreno para la reforma de Gregorio VII. Y también quedó demostrado en el siglo XX por el italiano Juan XXIII (1958-1963), que convocó el Concilio Vaticano II. Hoy debería volver a estar clara la senda que se ha de tomar: no una involución restaurativa hacia épocas preconciliares como en el caso de los papas polaco y alemán, sino pasos reformistas bien pensados, planificados y correctamente transmitidos en consonancia con el Concilio Vaticano II. Hay una tercera pregunta que se planteaba por aquel entonces al igual que ahora: ¿no se topará una reforma de la Iglesia con una resistencia considerable? No cabe duda de que, de este modo, se provocarían unas potentes fuerzas de reacción, sobre todo en la fábrica de poder de la curia romana, a las que habría que plantar cara. Es poco probable que los soberanos vaticanos permitan de buen grado que se les arrebate el poder que han ido acumulando desde la Edad Media. El poder de la presión de la curia es algo que también tuvo que experimentar Francisco de Asís. Él, que pretendía desprenderse de todo a través de la pobreza, fue buscando cada vez más el amparo de la “santa madre Iglesia”. Él no quería vivir enfrentado a la jerarquía, sino de conformidad con Jesús obedeciendo al papa y a la curia: en pobreza real y con predicación laica. De hecho, dejó que los subieran de rango a él y a sus acólitos por medio de la tonsura dentro del estatus de los clérigos. Eso facilitaba la actividad de predicar, pero fomentaba la clericalización de la comunidad joven, que cada vez englobaba a más sacerdotes. Por eso no resulta sorprendente que la comunidad franciscana se fuera integrando cada vez más dentro del sistema romano. Los últimos años de Francisco quedaron ensombrecidos por la tensión entre el ideal original de imitar a Jesucristo y la acomodación de su comunidad al tipo de vida monacal seguido hasta la fecha. En honor a Francisco, cabe mencionar que falleció el 3 de octubre de 1226 tan pobre como vivió, con tan solo 44 años. Diez años antes, un año después del IV Concilio de Letrán, había fallecido de forma totalmente inesperada el papa Inocencio III a la edad de 56 años. El 16 de junio de 1216 se encontraron en la catedral de Perugia el cadáver de la persona cuyo poder, patrimonio y riqueza en el trono sagrado nadie había sabido
incrementar como él, abandonado por todo el mundo y totalmente desnudo, saqueado por sus propios criados. Un fanal para la transformación del dominio en desfallecimiento papal: al principio del siglo XIII, el glorioso mandatario Inocencio III; a finales de siglo, el megalómano Bonifacio VIII (1294-1303), que fue apresado de forma deplorable; seguido de los cerca de 70 años que duró el exilio de Aviñón y el cisma de Occidente con dos y, finalmente, tres papas. Menos de dos décadas después de la muerte de Francisco, el movimiento franciscano que tan rápidamente se había extendido pareció quedar prácticamente domesticado por la Iglesia católica, de forma que empezó a servir a la política papal como una orden más e incluso se dejó involucrar en la Inquisición. Al igual que fue posible domesticar finalmente a Francisco de Asís y a sus acólitos dentro del sistema romano, está claro que no se puede excluir que el papa Francisco termine quedando atrapado en el sistema romano que debería reformar. ¿Es el papa Francisco una paradoja? ¿Se podrán reconciliar alguna vez la figura del papa y Francisco, que son claros antónimos? Solo será posible con un papa que apueste por las reformas en el sentido evangélico. No deberíamos renunciar demasiado pronto a nuestra esperanza en un pastor angelicus como él. Por último, una cuarta pregunta: ¿qué se puede hacer si nos arrebatan desde arriba la esperanza en la reforma? Sea como sea, ya se ha acabado la época en la que el papa y los obispos podían contar con la obediencia incondicional de los fieles. Así, a través de la Reforma gregoriana del siglo XI se introdujo una determinada mística de la obediencia en la Iglesia católica: obedecer a Dios implica obedecer a la Iglesia y eso, a su vez, implica obedecer al papa, y viceversa. Desde esa época, la obediencia de todos los cristianos al papa se impuso como una virtud clave; obligar a seguir órdenes y a obedecer (con los métodos que fueran necesarios) era el estilo romano. Pero la ecuación medieval de “obediencia a Dios = obediencia a la Iglesia = obediencia al papa” encierra ya en sí misma una contradicción con las palabras de los apóstoles ante el Gran Sanedrín de Jerusalén: “Hay que obedecer a Dios más que a las personas”. Por tanto, no hay que caer en la resignación, sino que, a falta de impulsos reformistas “desde arriba”, desde la jerarquía, se han de acometer con decisión reformas “desde abajo”, desde el pueblo. Si el papa Francisco adopta el enfoque de las reformas, contará con el amplio apoyo del pueblo más allá de la Iglesia católica. Pero si al final optase por continuar como hasta ahora y no solucionar la necesidad de reformas, el grito de “¡indignaos! indignez-vous!” resonará cada vez más incluso dentro de la Iglesia católica y provocará reformas desde abajo que se materializarán incluso sin la aprobación de la jerarquía y, en muchas ocasiones, a pesar de sus intentos de dar al traste con ellas. En el peor de los casos — y esto es algo que escribí antes de que saliera elegido el actual Papa — , la Iglesia católica vivirá una nueva era glacial en lugar de una primavera y correrá el riesgo de quedarse reducida a una secta grande de poca monta. Traducción de News Clips / Paloma Cebrián.
La prueba decisiva de Francisco El Papa ya ha mostrado su sensibilidad con las necesidades de las personas. El equilibrio que pide ahora entre los asuntos morales y la frescura del evangelio depende de que se realicen las reformas aplazadas
Hans Küng 26 SEP 2013 - 00:01 CET
El papa Francisco muestra valentía civil. No solo al presentarse sin temor en las favelas de Río de Janeiro. También al abordar un diálogo abierto con críticos no creyentes. Así, recientemente ha escrito una carta abierta en la que responde a uno de los principales intelectuales italianos, Eugenio Scalfari, fundador y durante muchos años director de La Repubblica, el gran periódico romano de izquierda liberal. Y su respuesta no es un sermón doctrinario papal, sino un amistoso intercambio de argumentos entre interlocutores que se tratan al mismo nivel. Recientemente, en su periódico, Scalfari planteó al Papa 12 preguntas, la cuarta de las cuales me parece muy relevante para saber a dónde se dirige una Iglesia que se abre a las reformas. Jesús dijo: “Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”. Sin embargo, la Iglesia católica ha sucumbido demasiadas veces a la tentación del poder temporal y, frente a la secularidad, ha reprimido su propia dimensión espiritual. La pregunta de Scalfari era esta: “¿Representa por fin el papa Fra ncisco la primacía de una Iglesia pobre y pastoral sobre una Iglesia institucional y secularizada?”. Atengámonos a los hechos: — Desde el principio, Francisco ha renunciado a la pompa papal y ha buscado el contacto espontáneo con el pueblo. — En sus palabras y gestos no se ha presentado como señor espiritual de señores, sino como el “servidor de los servidores de Dios” (Gregorio Magno). — Frente a los escándalos financieros y la codicia de los eclesiásticos, ha iniciado reformas decididas del banco vaticano y el Estado papal y ha impulsado una política financiera transparente.
Los que se casan tras un divorcio deberían ser readmitidos a los sacramentos si lo desean — Ha subrayado la necesidad de reformar la curia y el colegio eclesiástico mediante la convocatoria de una comisión de ocho cardenales procedentes de diversos continentes. Sin embargo, aún tiene por delante la prueba decisiva de la reforma papal. Es comprensible, y alentador, que para un obispo latinoamericano los pobres de los suburbios de las grandes metrópolis estén en un primer plano. Pero un papa no puede perder de vista la totalidad de la Iglesia, el hecho de que en otros países grupos distintos de personas, que padecen otras formas de pobreza, también anhelen una mejora. Y estamos hablando aquí sobre todo de seres humanos a los que el Papa puede ayudar de forma incluso más directa que a los habitantes de las favelas, sobre quienes tienen responsabilidad en primer término los órganos del Estado y la sociedad en su conjunto. Ya en los evangelios sinópticos puede reconocerse una extensión del concepto de pobre. En el evangelio de Lucas, por ejemplo, la bienaventuranza de los pobres se refiere evidentemente a las personas realmente pobres, a quienes lo son en sentido material. Sin embargo, en el evangelio de Mateo la bienaventuranza se extiende a los “pobres de espíritu”, a los pobres en un sentido espiritual, a los que, como mendicantes ante Dios, son conscientes de su pobreza espiritual. Por tanto, se refiere, de acuerdo con el sentido del resto de las bienaventuranzas, no solo a los pobres y a los hambrientos, sino también a los que lloran, a los perdedores, a los marginados, a quienes se quedan atrás, a los expulsados, explotados y desesperados. Es decir, tanto a quienes padecen miseria y están perdidos, a quienes se encuentran en extrema necesidad (Lucas) como a los que sufren angustia interior. Es decir, Jesús llama a sí a todos los afligidos y abrumados, también a quienes han sido abrumados con la culpa. De este modo se multiplica por mucho el número de los pobres a quienes hay que ayudar. Una ayuda que puede venir precisamente del Papa, que por razón de su ministerio está en mejores condiciones de ayudar que otros. Esa ayuda suya, en tanto
que representante de la institución de la Iglesia y de la tradición eclesiástica, supone más que meras palabras de consuelo y aliento: quiere decir hechos de piedad y amor. De forma espontánea se me ocurren tres grandes grupos de personas que, dentro de la Iglesia católica, son pobres. En primer lugar, los divorciados: en muchos países se cuentan por millones, y entre ellos son numerosos los que, al volver a casarse, quedan excluidos para el resto de su vida de los sacramentos de la Iglesia. La mayor movilidad, flexibilidad y liberalidad de las sociedades actuales, así como la esperanza de vida plantean a los miembros de la pareja exigencias más altas en una unión de por vida. Sin duda, el Papa defenderá con énfasis, incluso en estas circunstancias más difíciles, la indisolubilidad del matrimonio. Pero este mandamiento no se puede entender como una condena apodíctica de aquellos que fracasan y a los que no les cabe esperar perdón. También aquí se trata de un mandamiento teleológico, que demanda fidelidad vitalicia, y como tal la viven muchas parejas, pero no puede ser garantizada sin más. Esa piedad que pide el papa Francisco permitiría que quienes se han vuelto a casar tras un divorcio puedan ser readmitidos a los sacramentos cuando los desean de corazón. En segundo lugar, las mujeres, que debido a la posición eclesiástica respecto a los anticonceptivos, la fecundación artificial y también el aborto son despreciadas por la Iglesia y en no raras ocasiones padecen miseria de espíritu. También hay millones de ellas en esta situación en todo el mundo. Solo una ínfima minoría de católicas secunda la prohibición papal de los métodos anticonceptivos artificiales, y muchas de ellas recurren en buena conciencia a la fecundación artificial. Obviamente, el aborto no puede banalizarse ni implantarse como método de control de natalidad. Pero las mujeres que se deciden a practicarlo por razones serias, muchas veces con grandes conflictos de conciencia, merecen comprensión y piedad.
Las mujeres que abortan por razones serias merecen comprensión y piedad en la Iglesia En tercer lugar, los sacerdotes apartados de su ministerio por razón de su matrimonio: su número, en los distintos continentes, asciende a decenas de miles. Y muchos jóvenes aptos renuncian al sacerdocio a causa de la ley del celibato. No cabe duda de que un celibato libremente elegido por los sacerdotes seguirá teniendo su lugar en la Iglesia católica. Pero una soltería prescrita por el derecho canónico contradice la libertad que otorga el Nuevo Testamento, la tradición eclesiástica ecuménica del primer milenio y los derechos humanos modernos. La derogación del celibato obligatorio sería la medida más eficaz contra la catastrófica carencia de sacerdotes perceptible en todas partes y el colapso de la actividad pastoral que conlleva. Si se mantiene el celibato obligatorio, tampoco puede pensarse en la deseable ordenación sacerdotal de las mujeres. Todas estas reformas son urgentes y deben ser tratadas en primer término en la comisión cardenalicia. El papa Francisco se enfrenta aquí a decisiones difíciles. Hasta ahora ha demostrado ya una gran sensibilidad y empatía por las necesidades de los seres humanos y manifestado de diversas formas un notable coraje civil. Esas cualidades le facultan para adoptar decisiones necesarias y que marcarán el futuro respecto a estos problemas, en parte pendientes desde hace siglos. En la extensa entrevista publicada el 20 de septiembre en la revista jesuita La Civiltà Cattolica, el papa Francisco reconoce la importancia de cuestiones como la anticoncepción, la homosexualidad y el aborto. Pero se opone a que tales temas ocupen un lugar demasiado central. Con razón exige un “nuevo equilibrio” entre estas cuestiones morales y los impulsos esenciales del propio evangelio. Pero este equilibrio solo podrá alcanzarse en la medida en que se realicen las reformas una y otra vez
aplazadas, para evitar que cuestiones morales que en el fondo son de segundo nivel priven de “frescura y atractivo” al anuncio del evangelio. Esa podría ser la gran prueba decisiva del papa Francisco. Hans Küng, ciudadano suizo, es profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga. Es presidente de honor de la fundación Weltethos (www.weltethos.org) y autor, entre otros, del libro ¿Tiene salvación la Iglesia? (Trotta, 2013). Traducción de Jesús Alborés Rey
Por qué sigo siendo católico
Por qué sigo siendo católico
Hans Kung 20 ENE 1980
Yo sigo siendo católico. ¿Por qué? No es fácil responder a esta pregunta en medio de una agobiante polémica en la que se diría que ya no hay lugar para escribir. Tras un proceso injusto y poco limpio, las altas instancias de la Iglesia me han retirado por decreto el título de «teólogo católico». Tras veinte años de docencia intentan expulsarme de mi facultad de Teología Católica y desplazarme a la periferia de mi Iglesia católica, con unos medios poco elegantes y precisamente cuando acabo de celebrar mis bodas de plata sacerdotales. Es posible en tales condiciones de vejación y amenaza formular declaraciones de lealtad y hacer profesiones de fe?¿Por qué sigo siendo católico en semejante situación? En realidad, no soy yo solo quien se hace tal pregunta. Por millares de cartas, telegramas y conferencias telefónicas sé que también se la hacen incontables católicos del mundo entero, invadidos por la tristeza, la ira y la desesperanza. Muchos se preguntan si será que, en la Iglesia católica, la rueda de la historia va a retroceder a los tiempos anteriores a Juan XXIII y al Concilio. ¿Será posible que sucumban al triunfalismo reprobado por el Concilio la nueva apertura y disposición para el diálogo al nuevo talante humano y cristiano? ¿Llegarán las instancias romanas a suprimir de nuevo la libertad de la teología y atemorizar a los teólogos críticos e imponerles su disciplina recurriendo a la violencia espiritual? ¿Se limitarán los obispos a recibir las órdenes de arriba y a imponer a la base las directrices romanas? ¿Es posible que, pese a las bellas palabras y gestos ecuménicos, ciertos actos y actitudes contrarias al ecumenismo vuelvan a hacer de la Iglesia en la sociedad moderna una «fortaleza» (cardenal Ottaviani) hostil, inhóspita y estéril? La verdad es que, a raíz de los últimos acontecimientos, algunos han abandonado ya formalmente la Iglesia y muchos otros han optado definitivamente por una emigración interna. Y lo más lamentable en toda esta política eclesiástica es que muchas personas, con resignado silencio, seguirán abandonando la Iglesia. Por otra parte, los que, en su condición de párrocos, vicarios o profesores de religión, tienen que hacer digerir a la base lo que les impone la jerarquía, es decir, los que buscan a tientas argumentos para hacer inteligibles las decisiones de Roma a unos hombres que preguntan con agudo sentido crítico, ésos precisamente son los que querrían saber cómo se responde a la pregunta: ¿Por qué seguir siendo católico? Una pregunta personal
Debo decir de entrada que lo que me mueve a formular esta pregunta no es el gusto por los problemas teóricos, sino la necesidad de defenderme. En efecto, la duda sobre mi catolicidad no es mía, sino de ciertas instancias y ciertos jerarcas. ¿Por qué, pues, sigo siendo católico? La respuesta, tanto para mí como para muchos otros, es que no quiero dejarme arrebatar algo que forma parte de mi vida. Nací en el seno de la Iglesia católica:
incorporado por el bautismo a la inmensa comunidad de todos los que creen en Jesucristo, vinculado por nacimiento a una familia católica que amo entrañablemente, a una comunidad católica de Suiza a la que vuelvo con placer en cualquier oportunidad; en una palabra, nací en un solar católico que no me gustaría perder ni abandonar, y esto como teólogo. Desde muy joven conozco Roma y el papado más a fondo que muchos teólogos católicos, y no albergo -pese a lo que se ha dicho en contra- ningún «afecto antirromano» (H. U. Von Balthasar). ¡Cuántas veces habré de decir y escribir todavía que no estoy contra el papado ni contra el papa actual, sino que he defendido siempre, ante los de dentro y frente a los de fuera, un ministerio de Pedro -purificado de rasgos absolutistas- acorde con los datos bíblicos. Siempre me he pronunciado en favor de un auténtico primado pastoral en el sentido de responsabilidad espiritual, dirección interna y solicitud activa por el bien de la Iglesia universal, un primado que pueda ser para todos los cristianos una prestigiosa instancia de mediación y arbitraje. Un primado no de dominio, sino de servicio abnegado, ejercido responsablemente ante el Señor de la Iglesia y vivido con humildad fraternal. Un primado no inspirado en el espíritu de un seudorreligioso imperialismo romano, como el que conocí de cerca en mis siete anos de estudios durante el pontificado de Pío XII, sino en el espíritu de Jesucristo, como el que representan para mí las figuras de Gregorio Magno o Juan XXIII, a quien tuve ocasión de observar muy de cerca en mi condición de teólogo conciliar: papas que no esperaban sumisión servil, devoción acrítica o adoración sentimental, sino colaboración leal, crítica constructiva y oración constante; colaboradores de nuestra alegría y no señores de nuestra fe, para decirlo con palabras del Apóstol. Desde muy joven viví la universalidad de la Iglesia católica y en ella pude aprender y recibir muchas cosas de innumerables hombres y amigos de todo el mundo. Desde entonces me resulta más claro que la Iglesia católica no se identifica sin más con la jerarquía ni con la burocracia romana. Luego me esperaba Tubinga, la protestante Tubinga con su facultad católica. Aquí soy profesor desde 1960, y me he integrado cada vez más en esta facultad, que desde su fundación cuenta con una resonante historia no sólo de éxitos, sino también de conflictos. Numerosos teólogos católicos de esta universidad, incluso algunos que todavía viven y enseñan, han sido amonestados, incluidos en el índice y sometidos a procesos disciplinares. ¡Nada es nuevo bajo el sol de Tubinga! En esta facultad católica, envuelta en la libre atmósfera de Tubinga, han ido naciendo mis libros y los de mis colegas, los cuales sin ella tal vez no habrían visto la luz o tendrían un rostro distinto. En diálogo constante con profesores y alumnos ha surgido aquí una teología católica que, a diferencia de la vieja teología polémica, es de verdad ecuménica y se propone aunar dos cosas: Fidelidad a la herencia católica y apertura a la cristiandad y al mundo entero. El diálogo con los colegas protestantes ha tenido una importancia decisiva para los teólogos católicos, no para menospreciar lo católico ni menos para tirarlo por la borda, sino para contemplarlo con ojos nuevos y profundizarlo con espíritu ecuménico sobre la base del Evangelio. Fiel a esta tarea, en 1963 pasé a ocupar, dentro de la facultad de Teología Católica, la recién fundada cátedra de Teología Dogmática y Ecuménica. A esta cátedra iba unida la dirección de un instituto de Estudios Ecuménicos que ha trabajado sistemáticamente por la convergencia de las teologías, sin soslayar los problemas teológicos más espinosos. En tales circunstancias, ¿se puede reprochar a un teólogo que se defienda con todos los medios legítimos del intento de expulsarlo de su facultad?
¿Por qué, pues, sigo siendo católico? No sólo por razón de mis raíces católicas, sino también por razón de esa tarea, que para mí es la gran oportunidad de mi vida y que sólo puedo realizar plenamente siendo teólogo católico en el marco de mi facultad teológica. Pero esto nos lleva a otra pregunta: ¿Qué significa propiamente lo católico, eso que me impulsa a seguir siendo teólogo católico? Según la etimología del término y la antigua tradición, es teólogo católico quien, al hacer teología, se sabe vinculado a la Iglesia «católica», es decir, universal, total. Y esto en dos dimensiones: temporal y espacial. 1. Catolicidad en el tiempo. Es católico el teólogo que se sabe unido a la Iglesia total, es decir, a la Iglesia de todos los tiempos. Teólogo católico, por tanto, es el que no dice a priori que este o aquel siglo no es «cristiano» o «evangélico», sino que está convencido de que en todos los siglos ha habido una comunidad de creyentes que escuchaba el Evangelio de Jesucristo y cuyo propósito era vivir de acuerdo con él en la medida en que lo permiten la fragilidad y la falibilidad del hombre. En cambio, el radicalismo protestante (que no debe confundirse con la radicalidad evangélica) corre el peligro de ignorar la historia y comenzar desde cero, para saltar de Jesús a Pablo, y de Pablo a Agustín, para llegar, pasando por alto la Edad Media, a Lutero y Calvino y, desde ellos -con frecuencia olvidando su propia «ortodoxia»- a los actuales padres de la Iglesia o, mejor dicho, a los actuales jefes de fila. El teólogo católico, por el contrario, da siempre por supuesto que el Evangelio ha sido atestiguado en todo tiempo, y procura aprender de la Iglesia de tiempos pasados. Aunque considera que la crítica es necesaria, jamás prescinde de las líneas divisorias y las señales de peligro que la Iglesia de tiempos pasados, en su preocupación y lucha por la única fe verdadera, puso con sus fórmulas de fe y sus definiciones para distinguir entre verdaderas y falsas interpretaciones del mensaje, a menudo en períodos de especial dificultad. El teólogo católico nunca descuida las experiencias positivas o negativas de sus padres y hermanos en la teología, de aquellos maestros que son sus compañeros mayores y más experimentados en la escuela de la escritura. Ese teólogo busca en su crítica la continuidad de la fe cristiana por encima de todas las rupturas. 2. Catolicidad en el espacio. Es católico el teólogo que se sabe unido a la Iglesia de todas las naciones y continentes y no se centra sólo en la Iglesia de su país, ni se aisla de la Iglesia universal. Ese teólogo está convencido de que en todas las naciones y continentes hay una comunidad de fieles que, en definitiva, pretende lo mismo que su propia Iglesia, que se inspira como ésta en el Evangelio y puede aportar algo a su Iglesia y a su teología. En cambio, el particularismo protestante (que no debe confundirse con la insistencia evangélica en la comunidad local) tiende siempre a centrarse en la fe y la vida de una Iglesia limitada en el espacio, y a contentarse con un provincianismo teológico, en ocasiones de gran altura intelectual. El teólogo católico, por el contrario, da siempre por supuesto que el Evangelio ha sido anunciado a todos los pueblos, clases y razas, y procura aprender de las otras iglesias. De ahí que su teología, pese a su enraizamiento en una determinada Iglesia local nunca esté vinculada a una nación, cultura, raza, clase, forma de sociedad, ideología o escuela. Sin olvidar su lugar específico, el teólogo católico se interesa por esa universalidad de la fe cristiana que abarca a todos los grupos. En este doble sentido quiero seguir siendo teólogo católico y exponer la verdad de la fe católica con una hondura y apertura igualmente católica. En este sentido, pueden ser también católicos ciertos teólogos que se llaman protestantes o evangélicos, cosa que
sucede de hecho, y particularmente en Tubinga. Esto debería constituir un motivo de gozo para la Iglesia oficial. ¿Significa esta aceptación de la catoliciad en el tiempo y en el espacio, en la profundidad y la apertura, que es preciso aprobar todo lo que las instancias oficiales enseñaron, prescribieron u observaron a lo largo del siglo XX? Cuando la Congregación de la Fe y la Conferencia Episcopal Alemana hablan de la verdad de la fe católica en su «plenitud», «totalidad» e «integridad», ¿le refieren a una identificación total de esa naturaleza? No; no es posible que se refieran a una concepción tan totalitaria de la verdad. Ni la misma Iglesia oficial podrá negar hoy que en la historia de la doctrina y la praxis católica se ha incurrido, con ayuda de la teología, en errores de graves consecuencias; errores que en parte han sido rectificados por los papas (a menudo, sin decirlo): la excomunión del patriarca de Constantinopla y de la Iglesia griega; la prohibición de las lenguas vulgares en la liturgia; la condenación de Galileo y de la moderna concepción científica del mundo; la prohibición de ciertos ritos y nombres divinos de China y la India; el mantenimiento. hasta el Vaticano I, de algo tan medieval como el poder temporal del papa, recurriendo a todos los medios materiales y espirituales, incluida la excomunión; la condenación de los derechos humanos y, en particular, la libertad de conciencia y de religión; por último, ya en nuestro siglo, las numerosas condenas de la nueva exégesis crítica (a propósito de los autores de los libros sagrados, el estudio de las fuentes, la historicidad y los géneros literarios) y otras condenas en el campo dogmático, sobre todo en relación con el «modernismo» (teoría de la evolución, interpretación del desarrollo de los dogmas) y, en los últimos tiempos, las purgas de Pío XII, justificadas también con razones dogmáticas, medidas que afectaron a los más importantes teólogos del período preconciliar -Chenu, Congar, De Lubac, Teilhard de Chardin, etcétera-, la mayoría de los cuales llegaron a ser teólogos del Concilio durante el pontificado de Juan XXIII. Es indiscutible que el amor a lo verdaderamente católico nos obliga a distinguir. ¡No todo lo que se ha enseñado y practicado oficialmente en la Iglesia católica éra de hecho católico! Y ni que decir tiene que la catolicidad se convertía en un «catolicismo» anquilosado si nos limitáramos a aceptar la «realidad fáctica de lo católico» (J. Ratzinger), en vez de someterla a un criterio. Y para los católicos, tal criterio no puede ser otro que el mensaje cristiano, el Evangelio, y, más concretamente, el propio Jesucristo, que es para la Iglesia, y para mí -pese a lo que se ha dicho en contra-, el hijo y la palabra de Dios. El es y seguirá siendo la norma con que es preciso juzgar -no atacar- a toda autoridad eclesiástica, norma a la que, evidentemente, también el teólogo tiene que someterse y dar cuenta en una constante actitud de sincera humildad y autocrítica. De todo lo cual se desprende que ser católico no puede significar aceptar y soportar todo sumisamente con una falsa humildad en aras de una supuesta «plenitud », « totalidad» e «integridad». Eso constituiría un mal complexio oppositorum, una trágica amalgama de contradicciones, de verdad y error. En ocasiones se ha acusado al protestantismo de efectuar una mutilación, de optar unilateralmente por una parte del todo. Pero, por su parte, el catolicismo no escapa a menudo al reproche de,pretender armonizar demasiadas cosas, de acumular sincretísticamente elementos heterogéneos sospechosos y, a veces, no cristianos, paganos. ¿Qué es peor: pecar por defecto o pecar por exceso? En todo caso, la catolicidad debe entenderse siempre con un sentido crítico fundado en el Evangelio. Siempre que se pronuncia el «y» católico hay que tener también presente la necesaria «protesta» del «sólo», la cual confiere al «y» su sentido pleno. Es preciso dejar abierta
la posibilidad de reformas, tanto en la doctrina como en la praxis. Lo cual significa que el teólogo auténticamente católico debe tener una actitud evangélica, del mismo modo que el teólogo verdaderamente evangélico ha de tener una actitud católica. Esto hace las delimitaciones teológicas mucho más difíciles de lo que quieren hacer creer los documentos doctrinales oficiales, a menudo tremendamente simplistas, documentos que reflejan muchas veces poca profundidad y apertura católica. ¿Por qué, pues, sigo siendo católico? Porque puedo profesar una «catolicidad evangélica» centrada y estructurada a la luz del Evangelio, la cual no es otra cosa que la auténtica ecumenicidad. Ser católico significa, pues, ser plenamente ecuménico. ¿Qué cabe decir, por último, sobre lo «romano»? La expresión «romano-católico» es tardía y equívoca. Repito, una vez más, que no tengo nada contra Roma. Pero precisamente por ser teólogo católico no puedo someter sin más mi fe católica y mi teología católica al absolutismo romano, (Pasa a página 12)
Tribuna:BALANCE DEL PONTIFICADO DE JUAN PABLO II | EL FIN DE UN PAPADO | L a opinión de los expertos
Las contradicciones del Papa Hans Kung 5 ABR 2005
En apariencia, el papa Juan Pablo II, que ha luchado activamente para acabar con la guerra y la represión, es un símbolo de esperanza para quienes anhelan la libertad. En realidad, su mandato antirreformista ha sumido a la Iglesia católica en una crisis de credibilidad histórica. La Iglesia católica está en una situación desesperada. El Papa ha muerto y merece toda la simpatía del mundo. Pero la Iglesia tiene que seguir adelante y, ante la perspectiva de la elección de un nuevo Papa, necesita un diagnóstico, un análisis sin adornos y desde dentro. De la terapia ya se hablará más adelante. Muchos se asombraron ante la resistencia del jefe de la Iglesia católica, este hombre tan frágil, parcialmente paralizado, que, a pesar de toda la medicación, casi no podía hablar. Le trataron con una veneración que nunca dedicarían a un presidente de EE UU o un canciller alemán en situación similar. Otros, en cambio, se sintieron engañados por un hombre del que pensaron que se aferró tercamente a su puesto y que, en vez de aceptar la vía cristiana hacia la eternidad, utilizó todos los medios a su disposición para mantenerse en el poder en un sistema fundamentalmente antidemocrático. Incluso para muchos católicos, este Papa que, en el límite de su fuerza física, se negó a abandonar el poder, es el símbolo de una Iglesia fraudulenta que se ha calcificado y se ha vuelto senil detrás de su fachada relumbrante.
El nuevo papa debe optar por un cambio e inspirar a la Iglesia hacia nuevos caminos Para la Iglesia, este pontificado ha sido una gran desilusión y un desastre
El espíritu alegre que predominó durante el Concilio Vaticano II (de 1962 a 1965) ha desaparecido. Su perspectiva de renovación, entendimiento ecuménico y apertura general al mundo hoy parece haberse nublado, y el futuro no es nada halagüeño. Muchos se han resignado o incluso se han apartado, por la frustración que les provoca una jerarquía encerrada en sí misma. Como consecuencia, numerosas personas se enfrentan a una alternativa imposible: seguir las reglas o dejar la Iglesia. Sólo podrá empezar a haber nuevas esperanzas cuando las autoridades eclesiásticas de Roma y el episcopado cambien de rumbo y se dejen guiar por la brújula del evangelio. Uno de los escasos atisbos de esperanza ha sido la postura del Papa contra la guerra de Irak y la guerra en general. Asimismo se destaca, y con razón, el papel que desempeñó el Papa polaco en la caída del imperio soviético. Pero también es cierto que los propagandistas papales exageran enormemente su contribución. Al fin y al cabo, el régimen soviético no se derrumbó gracias a él (hasta la llegada de Gorbachov, el Papa había logrado tan poca cosa como ahora en China), sino que se vino abajo por las contradicciones sociales y económicas inherentes al sistema. En mi opinión, Karol Wojtyla no es el mejor Papa del siglo XX, pero sí el más contradictorio, desde luego. Un Papa con muchas cualidades y que ha tomado muchas decisiones erróneas. Para resumir su mandato y reducirlo a un denominador común: su "política exterior" exige a los demás la conversión, la reforma y el diálogo, pero eso contrasta enormemente con su "política interior", dedicada a restaurar la situación anterior al concilio, obstruir las reformas, negar el diálogo dentro de la Iglesia y establecer el dominio absoluto de Roma. Esta misma contradicción se ve en muchos ámbitos. Sin dejar de reconocer expresamente los aspectos positivos de su pontificado, en los que, por cierto, se ha hecho hincapié de sobra desde las instancias oficiales, me gustaría centrarme en las nueve contradicciones más llamativas: Derechos humanos. De puertas hacia fuera, Juan Pablo II ha defendido los derechos humanos, pero dentro se los niega a obispos, teólogos y, sobre todo, las mujeres. El Vaticano -en otro tiempo enemigo resuelto de los derechos humanos pero, hoy en día, de lo más dispuesto a intervenir en la política europea- no ha firmado aún la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa. Antes tendría que enmendar demasiados cánones del derecho eclesiástico, una ley absolutista y medieval. El concepto de la separación de poderes, la base de toda la práctica legal moderna, no existe en la Iglesia católica. El debido proceso es una entidad desconocida. En las disputas, un mismo órgano vaticano sirve de abogado, fiscal y juez. Consecuencia. Un episcopado servil y unas condiciones legales intolerables. El pastor, teólogo o seglar que se ve envuelto en una querella legal con los altos tribunales eclesiásticos no tiene prácticamente ninguna posibilidad de ganar. El papel de las mujeres. El gran adorador de la Virgen María predica un noble concepto de feminidad y, al mismo tiempo, prohíbe a las mujeres que utilicen métodos anticonceptivos y les impide ordenarse. Consecuencia. La discrepancia entre el conformismo externo y la autonomía de la conciencia, que hace que los obispos se inclinen hacia la postura de Roma y se distancien de las mujeres, como ocurrió con la disputa sobre el tema de la orientación en casos de aborto (en 1999, el Papa ordenó a los obispos alemanes que cerraran los centros de orientación en los que se daba a las mujeres certificados que luego podían utilizarse para abortar). A su vez, esto provoca un éxodo cada vez mayor de las mujeres que, hasta ahora, permanecían fieles a la Iglesia. Moral sexual. Este Papa, que tanto ha predicado contra la pobreza y el sufrimiento en el mundo, es en parte responsable de ese sufrimiento debido a sus actitudes respecto al control de natalidad y el explosivo crecimiento de la población.
Durante sus numerosos viajes, Juan Pablo II ha proclamado siempre su oposición a la píldora y los preservativos, que manifestó en un discurso pronunciado en 1994 ante la Conferencia sobre Población y Desarrollo de Naciones Unidas en El Cairo. Por consiguiente, se puede decir que el Papa, más que ningún otro estadista, tiene cierta responsabilidad por el crecimiento de población descontrolado en algunos países y la extensión del sida en África. Consecuencia. Hasta en países tradicionalmente católicos como Irlanda, España y Portugal, la estricta moral sexual del Papa y la Iglesia católica se encuentra con un rechazo tácito o explícito. Celibato de los sacerdotes. Al propagar la imagen tradicional del cura varón y soltero, Karol Wojtyla es el principal responsable de la catastrófica escasez de sacerdotes, el derrumbe del bienestar espiritual en muchos países y los numerosos escándalos de pedofilia que la Iglesia ya no puede ocultar. A los hombres que han decidido dedicar su vida al sacerdocio se les sigue prohibiendo casarse. Ése no es más que un ejemplo de que este Papa, como otros anteriores, ha ignorado las enseñanzas de la Biblia y la gran tradición católica del primer milenio, que no exigía ningún celibato a los sacerdotes. Si alguien se ve obligado a vivir sin esposa ni hijos debido a su trabajo, corre gran riesgo de no poder asumir de forma saludable su sexualidad, lo cual puede desembocar en actos de pedofilia, por ejemplo. Consecuencia. El número de vocaciones ha decrecido y falta sangre nueva en la Iglesia. Dentro de poco, casi dos tercios de las parroquias, tanto en los países de habla alemana como en otros, no tendrán párroco ordenado ni celebraciones habituales de la eucaristía. Es un problema que no pueden ya subsanar ni la afluencia -cada vez menor- de sacerdotes de otros países (en Alemania hay 1.400 sacerdotes procedentes de Polonia, India y África), ni el agrupamiento de parroquias en "unidades de bienestar espiritual", una tendencia muy impopular entre los fieles. El número de sacerdotes ordenados en Alemania ha descendido de 366 en 1990 a 161 en 2003, y la edad media de los curas hoy en activo es superior a los 60 años. Movimiento ecuménico. Al Papa le gustaba que le considerasen el representante del movimiento ecuménico. Sin embargo, ha intervenido mucho en las relaciones del Vaticano con las iglesias ortodoxas y reformadas, y se ha negado a reconocer ni a sus cargos eclesiásticos ni sus servicios. El Papa habría podido hacer caso de los consejos de varias comisiones ecuménicas de estudio y haber seguido la costumbre de muchos párrocos locales, que reconocen los cargos y los servicios de las iglesias no católicas y permiten la hospitalidad eucarística. También habría podido moderar el empeño del Vaticano en conservar un poder excesivo y medieval sobre las iglesias orientales y reformadas, tanto en cuestión de doctrina como en la dirección de la Iglesia, y habría podido acabar con la política vaticana de enviar obispos católicos a regiones en las que predomina la Iglesia ortodoxa rusa. El Papa habría podido hacer todo eso, pero Juan Pablo II no ha querido. Al contrario, ha querido conservar e incluso extender el aparato de poder de Roma. Por eso ha recurrido a una duplicidad llena de hipocresía: la política de poder y prestigio de Roma se oculta tras unos discursos pretendidamente ecuménicos y unos gestos vacíos. Consecuencia. El entendimiento ecuménico topó con una barrera después del concilio, y las relaciones con la Iglesia ortodoxa y las iglesias protestantes han sufrido una asfixia espantosa. El papado, como pasó en los siglos XI y XVI, ha demostrado ser el mayor obstáculo para la unidad entre las iglesias cristianas dentro de la libertad y la diversidad. Política de personal. Cuando era obispo sufragáneo, y luego como arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla participó en el Concilio Vaticano II. Sin embargo, una vez
Papa, ha despreciado el carácter colegiado de la institución que allí se había acordado y ha realzado su papado a costa de los obispos. Con sus "políticas internas", este Papa traicionó con frecuencia al concilio. En vez de usar palabras programáticas y conciliadoras como aggiornamento, diálogo, carácter colegiado, ecuménico, lo que importa ahora en la doctrina y la práctica son términos como restauración, enseñanza magistral, obediencia y vuelta a Roma. El criterio para designar obispos no es el espíritu del evangelio ni la actitud abierta en temas pastorales, sino la absoluta lealtad a la línea oficial de Roma. Antes de ser nombrado, su fidelidad tiene que pasar la prueba de una serie de preguntas de la curia, y luego queda sellada mediante un compromiso personal e ilimitado de obediencia al Papa que es una especie de juramento de fidelidad al führer. Entre los obispos germano parlantes amigos del Papa están el cardenal de Colonia, Joachim Meisner; el obispo de Fulda, Johannes Dyba, que murió en 2000; Hans Hermann Groer, que dimitió de su puesto como cardenal de Viena en 1995 -tras varias acusaciones de que, años antes, había abusado sexualmente de unos alumnos-, y el obispo de St. Poeltin, Kurt Krenn, que acaba de perder su cargo después de que estallara un escándalo sexual en su seminario. Estos no son sino los errores más espectaculares de unas políticas de personal desoladoras, que han permitido que el nivel moral, intelectual y pastoral del episcopado cayera peligrosamente. Consecuencia. Un episcopado en general mediocre, ultraconservador y servil que constituye seguramente la mayor carga de este pontificado tan largo. Las masas enfervorizadas de católicos en los grandes montajes escénicos del Papa no deben engañarnos: durante su mandato, millones de personas han abandonado la Iglesia o se han apartado de la vida religiosa en señal de rechazo. Clericalismo. El Papa polaco fue un representante profundamente religioso de la Europa cristiana, pero sus apariciones triunfantes y sus políticas reaccionarias fomentan, sin pretenderlo, la hostilidad hacia la Iglesia e incluso la aversión al cristianismo. En la campaña evangelizadora del Papa, centrada en una moral sexual totalmente alejada de nuestro tiempo, se menosprecia especialmente a las mujeres, que no comparten la postura del Vaticano sobre temas tan polémicos como el control de natalidad, el aborto, el divorcio y la inseminación artificial, y están consideradas como promotoras de una "cultura de la muerte". Con sus intervenciones -por ejemplo en Alemania, donde intentó influir sobre políticos y obispos a propósito de la orientación sobre el aborto-, la curia romana da la impresión de tener poco respeto por la separación legal de Iglesia y Estado. Es más, el Vaticano, a través del Partido Popular Europeo, está intentando presionar al Parlamento Europeo para que designe a expertos -por ejemplo, en todo lo relativo a la legislación sobre el aborto- que sean especialmente fieles a Roma. En vez de sumarse a la mayoría de la sociedad y apoyar soluciones razonables, la curia romana, con sus proclamaciones y su agitación bajo cuerda (a través de las nunciaturas, las conferencias episcopales y los "amigos"), está alimentando la polarización entre los movimientos pro vida y en defensa de la libertad de abortar, entre moralistas y libertinos. Consecuencia. La política clerical de Roma sirve para fortalecer la postura de los anticlericales dogmáticos y los ateos fundamentalistas. Y además suscita entre los creyentes la sospecha de que pueda estar utilizándose la religión con fines políticos. Sangre nueva en la Iglesia. Como comunicador carismático y estrella mediática, este Papa triunfó especialmente con los jóvenes, incluso a medida que ha ido envejeciendo. Pero lo consigue, en gran parte, a base de recurrir a los "nuevos movimientos" conservadores de origen italiano, el Opus Dei, nacido en España, y un público poco
exigente y leal al Papa. Todo esto es sintomático de su forma de tratar a los seglares y su incapacidad de dialogar con sus detractores. Las grandes concentraciones juveniles de ámbito regional e internacional patrocinadas por los nuevos movimientos (Focolare, Comunión y Liberación, St. Egidio, Regnum Christi) y supervisadas por la jerarquía eclesiástica atraen a cientos de miles de jóvenes, muchos llenos de buenas intenciones pero, en demasiados casos, sin ningún sentido crítico. En una época en la que faltan figuras convincentes que les sirvan de guía, esos jóvenes se rinden a la emoción de un "acto" compartido. El magnetismo personal de "Juan Pablo Superstar" suele ser más importante que el contenido de sus discursos, y sus repercusiones en la vida cotidiana de las parroquias son mínimas. Tal como corresponde a su ideal de una Iglesia uniforme y obediente, el Papa considera que el futuro de la Iglesia reside de forma casi exclusiva en estos movimientos seglares, conservadores y fáciles de controlar. A ello le acompaña el distanciamiento entre el Vaticano y la orden jesuita, que está más cerca de los principios del concilio. Los jesuitas, favoritos de otros Papas anteriores por sus dotes intelectuales, su teología crítica y su liberalismo teológico, se han convertido en estorbos dentro de los mecanismos de la política papal de restauración. En cambio, Karol Wojtyla, ya cuando era arzobispo de Cracovia, depositó toda su confianza en el Opus Dei, un movimiento económicamente poderoso e influyente pero antidemocrático y hermético, vinculado a regímenes fascistas en el pasado y que hoy ejerce su influencia, sobre todo, en las finanzas, la política y el periodismo. El Papa llegó a conceder al Opus Dei un estatuto legal especial y, con ello, liberó a la organización de la supervisión de los obispos. Consecuencia. Los jóvenes de los grupos parroquiales y las congregaciones (con la excepción de los monaguillos) y, sobre todo, los "católicos corrientes" no organizados suelen permanecer al margen de las grandes concentraciones. Las organizaciones juveniles católicas que discrepan del Vaticano sufren castigos y penurias cuando los obispos locales, a instancias de Roma, les retiran las subvenciones. El papel cada vez mayor de un movimiento archiconservador y falto de transparencia como el Opus Dei en muchas instituciones ha creado un clima de incertidumbre y sospecha. Obispos que antes criticaban al Opus ahora se esfuerzan en llevarse bien con él, mientras que muchos seglares que antes participaban activamente en la Iglesia han retrocedido resignados. Los pecados del pasado. A pesar de que, en 2000, Juan Pablo II se vio obligado a confesar públicamente las transgresiones históricas de la Iglesia, dicha confesión no ha tenido consecuencias prácticas. El elaborado y grandilocuente reconocimiento de los pecados de la Iglesia, realizado en compañía de cardenales y en la catedral de San Pedro, fue vago, difuso y ambiguo. El Papa sólo pidió perdón por las transgresiones de "los hijos y las hijas" de la Iglesia, pero no por los de "los Santos Padres", los de la propia Iglesia, ni los de las jerarquías presentes en el acto. El Papa nunca habló sobre la relación de la curia con la Mafia; de hecho, ayudó más a encubrir que a descubrir escándalos y actos criminales. El Vaticano también ha reaccionado con mucha lentitud a la hora de perseguir los escándalos de pedofilia en los que se ven envueltos miembros del clero católico. Consecuencia. La confesión papal, hecha con escaso entusiasmo, no tuvo repercusiones, no sirvió para corregir ni para hacer nada, fueron sólo palabras. Para la Iglesia católica, este pontificado, a pesar de sus aspectos positivos, ha sido una gran desilusión y, a fin de cuentas, un desastre. Con sus contradicciones, el Papa ha conseguido polarizar a la Iglesia, distanciarla de muchísimas personas y sumirla en una
crisis histórica, una crisis estructural que ahora, tras un cuarto de siglo, está revelando carencias fatales en materia de desarrollo y una enorme necesidad de reforma. En contra de las intenciones del Concilio Vaticano II, se ha restaurado el sistema medieval de Roma, un aparato de poder con rasgos totalitarios, gracias a unas políticas intelectuales y de personal astutas e implacables. Se metió a los obispos en cintura, se sobrecargó a los párrocos, se calló a los teólogos, se privó a los seglares de sus derechos, se discriminó a las mujeres, se ignoraron las peticiones de los sínodos nacionales y los fieles, y a ello hay que añadir los escándalos sexuales, la prohibición del debate, la explicación simplificada de la liturgia, la prohibición de los sermones de teólogos laicos, la incitación a la denuncia, la denegación de la Sagrada Comunión... ¡No se puede culpar al "mundo" de todo eso! El resultado es que la Iglesia católica ha perdido por completo la gran credibilidad de la que gozó durante el papado de Juan XXIII y tras el Concilio Vaticano II. Si el próximo Papa continúa la política de este pontificado, no hará más que reforzar una enorme acumulación de problemas y convertir la crisis estructural de la Iglesia católica en una situación sin salida. El nuevo Papa tiene que optar por un cambio de rumbo e inspirar a la Iglesia para que emprenda nuevos caminos, en el mismo espíritu que Juan XXIII y de acuerdo con el impulso de reforma surgido del Concilio Vaticano II. Hans Küng es uno de los principales teólogos católicos. Küng es suizo y vive en la ciudad alemana de Tubinga, y lleva décadas de disputas con las autoridades eclesiásticas. Debido a sus críticas, el Vaticano le retiró la autorización de la Iglesia para enseñar en 1979. Sin embargo, Küng, de 75 años, sigue siendo sacerdote y, hasta su jubilación en 1995, enseñaba Teología en la Universidad de Tubinga. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.