"La construcción social de las emociones en el espacio escolar. Desafíos teóricos y aportes de investigación" Dra. Carina V. Kaplan CONICET/UBA/UNLP
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Los individuos y grupos se definen por las propiedades objetivas que los caracterizan y, también constitutivamente, por la fabricación cultural y subjetiva de emociones y sentimientos ligados a la valía social. En este escrito me referiré a dos de las dimensiones entrelazadas de la emotividad en la vida escolar que surgen del proceso de investigación llevado a cabo por nuestro equipo: A) Los sentimientos de exclusión y B) Los sentimientos de muerte.
Los sentimientos grupales de exclusión atraviesan al tipo de experiencias sociales que experimentamos los sujetos en la vida social y los alumnos en la vida escolar. El análisis de la sociabilidad permite comprender la complejidad y conflictividad que deviene de vivir junto a otros diferentes y las tensiones entre la personalidad individual y la personalidad colectiva (Simmel, 2003).
Norbert Elias (1983) observa cómo las emociones y los sentimientos, en particular los sentimientos de miedo y vergüenza, juegan un papel significativo en la internalización de pautas culturales que se trasformarán en formas de autocoacción y autorregulación de los sujetos. Goudsblom (2008) y Wouters (2008) posicionan lo social como fuente central de nuestros miedos contemporáneos: temor a los otros que amenazan nuestra existencia, nuestros bienes, nuestra salud o integridad física, o bien, que nos advierten sobre la posibilidad de la exclusión. La amenaza de ser eliminados se presenta a partir de las dos fases constitutivas de de la exclusión: la material-objetiva y la simbólicosubjetiva. Estar objetivamente excluido y, a la par, sentirse o imaginarse frente a la posibilidad simbólica de estar excluido.
Richard Sennett (2010) señala que lo que caracteriza a los vínculos interpersonales a partir de las experiencias corporales es la falta de contacto o “temor al roce” ante la visión de un extraño. Más explícitamente señala que: “Las imágenes paradigmáticas de “el cuerpo” tienden a reprimir la conciencia mutua y sensata, especialmente entre 1
aquellos cuyos cuerpos son diferentes. Cuando una sociedad (…) habla de manera genérica acerca de “el cuerpo”, puede negar las necesidades de los cuerpos que no encajan en el plan maestro” (Sennett, 2010, p.26). Al respecto, Sennett retoma las ideas de Ronald Barthes quien afirma que en el encuentro con extraños, los individuos intentan situarlos inmediatamente con una serie de imágenes que pertenecen a categorías basadas en estereotipos sociales.
David Le Breton (2010) en sus estudios sobre los significados del cuerpo humano para las diversas culturas entiende al cuerpo como portador de sentidos sociales, tácitamente acordados. No es posible entender al hombre aisladamente del cuerpo. El cuerpo en tanto relación social se presenta como espejo de lo social: se trata de signos diseminados de la apariencia que fácilmente pueden convertirse en índices dispuestos para orientar la mirada del otro o para ser clasificado, sin que uno lo quiera, es decir operando desde una matriz inconsciente, en términos sociológicos, bajo determinada marca moral o social. Lo que estoy queriendo enfatizar es que necesitamos reconocer que el cuerpo y sus expresiones, como la de los miedos, que tiene sus razones sociales; las que desconocemos en la habitualidad de la vida cotidiana.
Los cuerpos están marcados socialmente. La “emoción corporal” (vergüenza, timidez, ansiedad, culpabilidad) “se revela en manifestaciones visibles como el sonrojo, la turbación verbal, la torpeza, el temblor…, otras tantas maneras de someterse, incluso a pesar de uno mismo y contra lo que le pide el cuerpo” (Bourdieu, 1999. pág. 224). En referencia a las dimensiones sociales que atraviesan al cuerpo, sobre todo en su relación con la conflictividad social, Scribano sostiene que el cuerpo es el locus de la conflictividad y el orden. Es el lugar y topos de la conflictividad por donde pasan (buena parte de) las lógicas de los antagonismos contemporáneos. Es en el cuerpo donde se tejen y transitan múltiples subjetividades que, por principio, es lo social hecho cuerpo (Scribano y Fígari, 2009).
Lo cierto es que existe un tratamiento social del cuerpo o, lo que equivale a decir, que lo social se encarna en el cuerpo. Digamos que las marcas del cuerpo operan como metáforas sociales que simbolizan o cristalizan los procesos de inclusión y exclusión.
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Bourdieu sostiene que “(…) los juicios que pretenden aplicarse a toda la persona tienen en cuenta no sólo la apariencia física propiamente dicha, que siempre está socialmente marcada (…), sino también el cuerpo tratado socialmente (…), que es percibido a través de las taxonomías socialmente constituidas, que son percibidas como signo de la calidad y el valor de la persona. (…). El „hexis‟ corporal constituye el soporte principal de un juicio de clase que se ignora como tal: todo sucede como si la intuición concreta de las propiedades del cuerpo, captadas y designadas como propiedades de la persona, estuvieran en el principio de una compresión y de una apreciación global de las cualidades intelectuales y morales.” (Bourdieu & Saint Martín, 1998, pág. 8)
El hexis corporal expresa el sentido que se da a otros así como el que tiene del propio valor social en la dinámica del espacio social (Bourdieu, 1991). El habitus constituye un sistema de disposiciones estructurantes que opera desde el interior de los agentes sin ser estrictamente individual ni tampoco enteramente determinante de la conducta. “…Siendo el producto de una determinada clase de regularidades objetivas, el habitus tiende a engendrar todas las conductas "razonables", de "sentido común",'' que son posibles en los límites de esas regularidades y únicamente ésas, y que tienen todas las probabilidades de ser positivamente sancionadas porque se ajustan objetivamente a la lógica característica de un campo determinado, cuyo porvenir objetivo anticipan; al mismo tiempo tiende a excluir "sin violencia, sin arte, sin argumento", todas las "locuras" ("eso no es para nosotros"), es decir todas las conductas condenadas a ser sancionadas negativamente por incompatibles con las condiciones objetivas.” (Bourdieu, 2010, págs. 90-91). En términos de Elias, se trata del
abanico de
posibilidades de acción de los individuos dentro de un determinado contexto funcional.
En la clásica investigación socioeducativa sobre “Las categorías del juicio profesoral” se afirma que: “Los juicios que pretendan aplicarse a toda persona, tienen en cuenta, no solo la apariencia física propiamente dicha, que siempre esta socialmente marcada (a través de los indicios tales como la corpulencia, el color, la forma de la cara), sino también el cuerpo tratado socialmente (con la ropa, el adorno, el cosmético y sobre todo los modales y el porte), que es percibido a través de las taxonomía socialmente constituidas, que son percibidas como signo de la calidad y del valor de la persona (…)” (Bourdieu y Saint Martin, 1998, p.4).
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Erving Goffman analiza como las marcas corporales operan desacreditando a personas y grupos en un proceso de estigmatización que tiene consecuencias subjetivas sobre los individuos y sus formas de relacionarse. El estigma es una categoría que hace referencia a un atributo profundamente desacreditador, que cobra significado en un lenguaje de relaciones (Goffman, 2008).
Precisamente, en nuestro proceso de investigación damos cuenta de las relaciones entre los juicios o formas de nominación escolares y la socio-dinámica de la estigmatización (Kaplan, 2008). Según nuestra perspectiva, las etiquetas o pre-juicios (juicios previos, tácitos) se asocian al proceso de estigmatización y funcionan allí como metáforas sociales que simbolizan lo marginal. Las categorías de etiquetamiento no pueden ser consideradas como intrínsecas de ciertos sujetos” o grupos (ni si quiera la atribución de rasgos físicos) sino que son cualidades percibidas socialmente donde se establece el juego entre grupos superiores e inferiores, entre el sentimiento de mayor y menor valía social, entre auto-imágenes diferenciadas.
A) Los sentimientos de exclusión
Elias, en su clásico Ensayo acerca de las relaciones entre establecidos y forasteros (2003), describe la dinámica de poder entre dos grupos de la comunidad Winston Parva que comparten clase, nacionalidad y etnia. La socio-dinámica de la estigmatización permite advertir como el grupo establecido tiende a erigirse a sí mismo como un grupo humano de orden superior con respecto a los forasteros/excluidos, y a su vez, estos últimos, llegan a sentirse como grupo de menor valor e inferior posición. Pero, ¿por qué medios un grupo llega a considerarse superior al otro? Uno de los recursos utilizados por los establecidos es la asignación de etiquetas al otro grupo; como afirma Elias: “en todas las sociedades los individuos disponen de un abanico de términos para estigmatizar a otros grupos. Estos términos resultan significativos únicamente en el contexto de unas relaciones específicas entre establecidos y forasteros. En el mundo anglosajón, «negro» (nigger), «judío» (yid), «italiano» (wop), «tortillera» (dike) o «papista» (papist) son tan sólo algunos ejemplos.” (Elias, 2003, p.228).
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El estudio realizado por Elias en una pequeña comunidad ha inspirado gran parte de nuestro proceso de investigación al permitirnos adentrarnos en la sociodinámica del poder entre los grupos al interior del ámbito escolar y en los sentimientos y creencias grupales; precisamente porque Elias da cuenta de la figuración entre un grupo “establecido” y grupo “marginado” basada en distribuciones diferenciales de poder que tenían su origen en los distintos grados de organización entre los individuos. A través de ciertos mecanismos de poder y control social el grupo de los establecidos logra crear una mística de superioridad a su alrededor y excluye y estigmatiza al grupo de los marginados.
El grupo establecido forja un modo de vida y un conjunto de normas compartidas, de las cuales se sienten orgullosos y que deben respetar a raja tabla para diferenciarse de los otros (marginados). La participación en el grupo establecido “ha de ser pagada individualmente por cada uno de sus miembros mediante la sujeción de su conducta a pautas específicas de control de afectos” (Elias, 2003, pág. 227). En cambio en el grupo forastero “la anomia es probablemente el reproche más frecuentemente vertido contra ellos; [siendo considerados] por parte del grupo establecido como poco fiables, indisciplinados y descontrolados” (Elias, 2003, pág. 228).
Los establecidos buscan conservar su prestigio social e identidad grupal mediante dos mecanismos: la opinión del grupo y el cierre de sus filas. La opinión interna del grupo funciona como instrumento de disciplinamiento que regula los sentimientos y conductas de sus miembros. Según el autor “La aprobación de la opinión del grupo (…) requiere la conformidad con las normas grupales. La sanción por la desviación grupal, en ocasiones incluso por la sospecha de desviación, es la pérdida de poder y la erosión del estatus personal.” (Elias, 2003, pág. 241). De esta forma, se torna peligroso para los establecidos vincularse con el grupo de los marginados. Ante esta eventual situación el grupo cierra filas impidiendo el acceso a los marginados. Esta figuración esbozada por Elias, basada en el desequilibrio de poder en las formas de relacionarse de dos grupos, expresa una socio-dinámica de la estigmatización dentro de la cual el grupo establecido se declara superior y hace valer su poder a través de la inferiorización del grupo forastero. 5
La barrera emocional autoimpuesta por los establecidos a menudo explica sus miedos de entrar en contacto con los extraños, del temor al roce, incluso al contagio. A su vez, los excluidos generan sentimientos de resistencia, por caso, rechazando a los que “se creen superiores”, juntándose con “los propios”. Las estructuras sociales y las formas de clasificación sobre los otros y sobre nosotros mismos en tanto individuos y grupos de pertenencia se inscriben, bajo mecanismos inconscientes, en los cuerpos; aunque, digámoslo, siempre bajo la condición del ejercicio de formas de resistencia. Se perfila así una dinámica relacional de rivalidad en ambos grupos entre un “nosotros” (mis semejantes) y un “ellos” (no afines). Esta tendencia a evitar al otro por considerarlo amenazante es una construcción cultural que opera en la separación entre los grupos en la vida escolar: “no me junto con ellos”, “no son como nosotros”, “tenemos otra junta1”. Esta tendencia a la evitación, incluso a la eliminación del otro, quiero señalar, es una disposición adquirida, producto de un aprendizaje, donde la sociabilidad entre pares juega un papel central; pero que se asume como natural. Y donde la mirada se constituye en un elemento central.
La mirada sobre y hacia el otro (como categoría social y como signo del rostro en interacción) representa una construcción histórica-cultural; es siempre del orden de lo simbólico. Incluso, los intercambios de miradas de los rostros en interacciones cotidianas no son captados solo a través del órgano sensible de la visión sino que están imbricados en una trama simbólica. (Le Breton, 2010)
Los jóvenes van captando el significado de las miradas como aprendizaje en y para la sociabilidad. Para poner un caso paradigmático, mencionemos que cuando los jóvenes estudiantes en nuestras investigaciones justifican sus comportamientos violentos con respecto a otros que los “miran mal”, es decir, que ellos interpretan que los subestiman o intimidan, nos están indicando que la mirada es solidaria con un tratamiento mutuo, con una manera de ser y sentir ante los otros. Se juega en esta dinámica de desciframiento de la mirada unas imágenes y auto-imágenes donde se tensiona el par 1
Cuando los jóvenes se refieren a la “junta” aluden a con quiénes se agrupan, se reúnen, tienen relación interpersonal cotidiana.
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superioridad/inferioridad. La evitación de la mirada, el tornarse invisible, según los testimonios de los jóvenes entrevistados, resulta ser, en ocasiones, un modo de resguardo, de seguridad; formándose unos códigos de comunicación y unas reglas de juego tácitas que van interiorizando los jóvenes en los lazos de sociabilidad que se generan en la vida escolar y barrial. Reglas de juego que deben su génesis y lógica de estructuración a los modos de distinción más generales que operan en nuestras sociedades. Asimismo, la estigmatización que se hace de los barrios y bloques habitacionales donde viven los jóvenes condicionados por la pobreza y marginalidad produce a su vez una mirada racista en el sentido de que funda vínculos sociales y fabrica sentimientos de exlusión y auto-exclusión . El racismo siempre es una violencia, en nuestro caso de tipo simbólica, en la medida en que consiste en el desprecio al otro y afecta a la integridad moral de una persona o grupo (Wieviorka, 2009)
De los testimonios de los jóvenes escolarizados que hemos recogido observamos que el lugar de residencia y la localización de la escuela -las villas de emergencia o los barrios más acomodados- constituyen indicios fuertes en la percepción y clasificación del otro. Algo así como el refrán o dicho popular de: “dime donde vives (de dónde provienes) y te diré quién eres”… Se trata de un territorio físico a la vez que un lugar simbólico que asocia las características materiales de habitabilidad con la identidad intrínseca de los sujetos.
El lugar donde viven los jóvenes opera como un muro simbólico que divide entre un nosotros -incluidos, establecidos, enaltecidos- y un ellos -excluidos, forasteros, disminuidos- anticipatorios de prácticas y comportamientos sociales. Los modos de comportamiento y cualquier cualidad del individuo o de un grupo no son distinciones innatas sino que representan una diferencia, una separación, una división, un rasgo distintivo, siempre como propiedades relacionales. Mencionemos que el valor social que se asigna a los individuos y grupos está en íntima relación con la estructura de las posiciones y oportunidades sociales. La producción de la autoestima social, el sentimiento de identidad y la auto-valía de individuos y grupos son unas de las funciones simbólicas con mayor efecto social.
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Hemos observado, también, de qué modo ciertos jóvenes estudiantes expuestos a condiciones materiales similares, de miseria social, distinguen entre los que tienen “cara de pobre” de quienes no lo parecen. Ser y aparecer se entrecruzan pero no son percibidos ni valorados por los jóvenes del mismo modo. Más aún, robar o parecer un ladrón no es idéntico en su campo perceptual y valorativo. La sola apariencia de pertenecer a “los otros”, a “los violentos” es un indicio fuerte y justificación de la exclusión como modo de (auto) preservarse.
¿Cómo se aprecian, adjetivan y valoran entre sí los jóvenes en la vida escolar? ¿Cómo operan las categorías de interiorización del estigma corporal? ¿Cómo es el proceso por el cual el cuerpo se transforma en un operador práctico de diferenciación? En nuestra investigación empírica, el cuerpo socializado, esto es, la vestimenta y el color de la piel son dos formas de auto-presentación que operan como indicios de diferenciación social y anticipación de comportamientos y prácticas de sociabilidad. Asimismo, nos advertía un alumno que “si tenés un defecto, es con lo que mas te cargan2”. El estigma es una categoría que hace referencia a un atributo profundamente desacreditador, que cobra significado en un sistema de relaciones sociales y lingüísticas.
La burla, el insulto, la humillación, la evitación, la desacreditación del otro, funcionan como refuerzo de lo marginal.
Respecto de la tez, como indicio perceptual sobre la identidad del otro, un joven entrevistado sentenciaba que: “Negro es sinónimo de villero3”. Villero suele ser un adjetivo peyorativo aún para estos jóvenes que habitan en barrios atravesados por condiciones de indigencia. Los perciben los otros como villeros y ellos mismos se insultan bajo este término.
B) Los sentimientos de muerte
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Cargarse es burlarse. Villero es un modo de denominación despectiva a quienes viven en favelas/barrios marginales.
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A los jóvenes se les teme como emoción corporal. Se los percibe como amenazantes. Lo cierto es que los jóvenes históricamente han sido atravesados por su condición de subalternidad. Se los ha inferiorizado, minimizado, estigmatizado y excluido. Son blancos de una mirada social estigmatizante. El discurso de sentido común, en particular el que intenta imponer como natural los medios de comunicación hegemónicos, crea y recrea una forma de sensibilidad específica frente a, por ejemplo, la problemática de la violencia donde los jóvenes se muestran como peligrosos y la escuela resulta bajo un manto de sospecha. La operación discursiva reduccionista asocia mecánicamente a la violencia con el delito y, una vez más, hace blanco de la responsabilidad a los jóvenes quienes, escolarizados o no, son nominados como sujetos amenazantes. El miedo a los jóvenes es uno de los efectos simbólicos de esta adjetivación como sujetos peligrosos.
En los procesos de asignación y auto-asignación de etiquetas y tipificaciones, en el caso de nuestras investigaciones hemos explorado la nominación de “violento”, en el contexto de fenómenos de criminalización y judicialización de la miseria y la juventud, hemos observado que se pone en juego una dinámica de poder entre la atribución a un supuesto ser de unas determinadas cualidades vinculadas a las apariencias. La apariencia de pobre (el hábito corpóreo como indicio de clase o, lo que es equivalente, el cuerpo tratado socialmente), por ejemplo, está asociada a la del ser violento y a la incivilidad en general, generando una suerte de discurso racista sobre los jóvenes surcados por la condición de marginalidad y subalternidad. Un comportamiento social de cierta cualidad –violento- pasa, de este modo, a ser tratado como un dato esencial de un tipo de individuo o de cierto grupo. Este control de la apariencia puede ser más brutal cuando se ejerce el poder estatal sobre los individuos y grupos subordinados. La historia moderna de Occidente ha venido relacionando la peligrosidad social a los jóvenes y desarrollando diversos instrumentos de contención de esas fuerzas rebeldes juveniles. Occidente inventa la adolescencia a través de una tutela simbólica sobre una franja de edad considerada como turbulenta e insumisa a los ojos del poder establecido. Les tenemos miedo precisamente a ellos que se perciben y sienten minimizados. Transformamos en amenaza a quienes se sienten depreciados en su valía social. Tal vez, ese sentimiento de inferioridad esté en la génesis de comportamientos sociales que
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condenamos luego, responsabilizando a los mismos jóvenes que hemos negado y excluido. La atribución del joven como “violento”, “temible”, “sospechoso”, “amenazante” fabrica una barrera social o límite simbólico producto del proceso de estigmatización de los jóvenes Estamos en condiciones de afirmar que a la exclusión económica y social se le agrega la exclusión simbólica que se verifica, entre otras dimensiones, en la mirada negativizada sobre los jóvenes; y que ellos suelen hacer suya.
Y en todo caso, la propensión a la violencia de los jóvenes no es más que es uno de los efectos más trágicos que engendra la exposición precoz y continua de los jóvenes a un mundo habituado a ella.
Resulta importante detenerse en las reflexiones que propone Bourdieu en el sentido de que existe una “ley de conservación de la violencia, y las investigaciones médicas, sociológicas y psicológicas ponen de manifiesto que el hecho de estar sometidos a malos tratos en la infancia (en especial a las palizas de los padres) se haya significativamente vinculado a unas posibilidades mayores de ejercer a su vez la violencia sobre los demás (y, a menudo, sobre los propios compañeros de infortunio) mediante crímenes, robos, violaciones, incluso atentados, y también sobre sí mismo, en particular, mediante el alcoholismo y la toxicomanía. Por ello, si de veras se pretende reducir esas formas de violencia visible y visiblemente reprensible, no hay más camino que reducir la cantidad global de violencia (…)”. (Bourdieu, 1999, pág. 308).
Los efectos de la violencia simbólica que se ejerce de modo cotidiano en las familias, las fábricas, los bancos, las cárceles, los hospitales, incluso en las escuelas, es fruto de la primera violencia inerte de las estructuras económicas y los mecanismos sociales, esto es, representa la fuente de la violencia activa de los hombres.
Por supuesto que estas consideraciones no permiten llegar a la conclusión general de que no puede romperse el círculo de las expectativas subjetivas y las tendencias objetivas. Hay que contar en los análisis con la autonomía relativa del orden simbólico. Como todo orden es construido y, por ende, puede ser subvertido o atenuado en su eficacia simbólica.
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Un modo de abrir un espacio de libertad a través de las posibilidades simbólicas, y escuchando las vivencias de los jóvenes que entrevistamos, parece estar ligado a la producción o previsión de una utopía, un proyecto, de un programa a futuro. Precisamente, la posibilidad o imposibilidad de representarse un futuro que de sentido a la propia existencia individual y colectiva de los jóvenes es una vía para interpretar ciertos comportamientos sociales asociados a la violencia, que tienden a condenarse sin más, desconociendo su génesis social.
A su vez, los jóvenes portan miedos muy profundos que hablan de nosotros como sociedad. Los jóvenes escolarizados que entrevistamos4 tienen miedos existenciales: “tenemos miedo a fracasar” “miedo a no avanzar”, “miedo a no tener un trabajo que me guste”, “miedo a embarazarme”.
Pero hay un miedo particular que han expresado los estudiantes entrevistados sobre el que me voy a detener aquí: el “miedo a que me maten”. El miedo a ser víctima de muerte joven es social no es evolutivo y parece estar muy arraigado como signo generacional de nuestra época. Elias (1987) reflexiona profundamente sobre la muerte y sobre el acto de morir, muchas veces estigmatizados como tabúes en las sociedades occidentales avanzadas, vistos en perspectiva de larga duración. El hecho de morir ha ido mutando en sus sentidos en cada sociedad y para cada grupo. Para Elias la muerte es fundamentalmente un problema de los vivos. En relación a los procesos civilizatorios hay que destacar una contradicción básica de nuestra época: la
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Estas reflexiones y resultados se enmarcan en las siguientes investigaciones de equipos bajo mi dirección: A) Proyecto de investigación 20020100100616: Los sentidos de la escuela para los jóvenes. Relaciones entre desigualdad, violencia y subjetividad, Programación Científica UBACyT 2011/2014. Resolución (CS) Nº 2657/11; B) Proyecto de Investigación Plurianual 11220100100159 (PIP – CONICET): “La sensibilidad por la violencia y los sentidos de la existencia social de los jóvenes. Un estudio de las percepciones de los estudiantes de educación secundaria de zonas urbanas periféricas”, Período 2011-2014. Ambos forman parte del Programa de Investigación sobre Transformaciones Sociales, Subjetividad y Procesos Educativos dirigido por Carina Kaplan y con sede en el Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.
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distancia emocional entre las personas se ha tornado mayor, aunque la necesidad del otro y de su afecto permanezca intensa e imperiosa. La idea de la muerte se vincula a la de la convivencia. La función básica del vivir junto con otros es protegerse del aniquilamiento, de la eliminación. Tal vez aquí está una llave para poder comprender ese “miedo a la muerte” que quedó expresado a través de los testimonios de los estudiantes entrevistados. Al igual que frente al sentimiento de exclusión, el temor a que la muerte los atrape tempranamente, se vincula a un sinsentido profundo de su existencia individual y colectiva. Conocer o prever el propio final es un conocimiento que en general se auto-percibe como indeseable, queriéndose evitar. Sin embargo, varios jóvenes parecen no poder siquiera fantasear con otro sentido a sus vidas por el acecho de la muerte joven. A mi entender, este miedo tiene historia. De hecho, se puede reconstruir la historia de la juventud como una historia de la violencia: “gatillo fácil”, rastrillaje policial, accidentes en la vía pública, matanzas en protestas estudiantiles, violencia barrial. Una reflexión con final abierto Si tenemos en cuenta que los jóvenes de hoy condensan una cadena de generaciones que han estado expuestas a procesos de exclusión, es legítimo preguntarse sobre qué soportes o amarras subjetivas y formas de lazo social constituyen subjetividad. El interrogante que nos cabe es acerca de cómo se construye una experiencia emocional de auto-valía social y escolar en sociedades donde los jóvenes son estigmatizados, y se auto-estigmatizan.
Ser, tener, pertenecer, identificarse, imaginar(se) parecen ser elementos estructurantes de la construcción de la subjetividad.
De escuchar a los jóvenes de nuestros estudios, surge el hecho de que el sentimiento de vacío existencial, la desesperanza en torno de la perspectiva de futuro, constituyen una fuente de violencia a la vez que, para quienes tenemos la misión de pensarla y abordarla, un espacio potencial de intervención socioeducativa. La escuela, bajo ciertas condiciones institucionales y micropolíticas, permite autoafirmarse como “alguien” en esta vida.
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Ese sentimiento de no ser junto con el deseo profundo de ser permite interpretar los comportamientos de los jóvenes y estudiantes a la vez que pensar y revalorizar la función simbólica de la escuela.
En todo caso, el que los propios jóvenes subalternos se estigmaticen entre ellos puede ser explicado, en parte, como consecuencia de la energía simbólica de las formas estructurantes y profundas de la división social. La eficacia consiste en atribuirse la negativización a sí mismos y/o su propio grupo, género, etnia y clase. Los jóvenes parece internalizar en su biografía social y en el encuentro con los otros categorías estigmatizantes y asignarse dicha cualidad y un sentimiento de vergüenza y de autohumillación. Es importante, entonces, advertir los sentimientos y vivencias de inferioridad en la postura corporal o en el efecto de vergüenza que resulta de la violencia simbólica de los mecanismos y relaciones sociales de dominación, sea dentro o fuera de la escuela.
Bibliografía Bourdieu, P. (2010). El sentido práctico. Buenos Aires: Siglo XXI editores. Bourdieu, P. (1999): Meditaciones pascalianas, Barcelona: Anagrama. Bourdieu, P. (1991) La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus. Bourdieu, P. y Saint Martin, M. (1998) “Las categorías del juicio profesoral”. Propuesta Educativa, número 19. Año 9, 4-18, Buenos Aires. Elias, N. (2003): “Ensayo acerca de las relaciones entre establecidos y forasteros”, Reis, Nº 104, 219-255. Elias, N. (1990). La sociedad de los individuos. Península: Barcelona. Elias, N. (1987). La soledad de los moribundos. Fondo de Cultura Económica: México. Elias, N. (1983): El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, España, Fondo de Cultura Económica. Goudsblom, J.: “La vergüenza como dolor social”. En: Kaplan, Carina (2008) (coord.): La civilización en cuestión. Escritos inspirados en la obra de Norbert Elias, Buenos Aires, Miño y Dávila editores. Kaplan, Carina V. (2008): Talentos, dones e inteligencias. El fracaso escolar no es un destino, Buenos Aires, Colihue.
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Le Breton, D. (2010) Antropología del cuerpo y modernidad. Buenos Aires. Nueva Visión. Scribano, A. y Figari, C. (2009) (comps.) Cuerpo(s), subjetividad(es) y conflicto(os). Hacia una sociología de los cuerpos y las emociones desde Latinoamérica. Buenos aires. CLACSO Ediciones, CICCUS Ediciones. Simmel, Georg (2003) Cuestiones fundamentales de sociología. Gedisa, Barcelona. Sennett, R. (2010) Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid. Alianza editorial. Wieviorka, M. (2009): El racismo: una introducción, Gedisa, Barcelona. Wouters, C. (2008) “La civilización de las emociones: formalización e informalización”. En Kaplan, C. V. (Coord.) La civilización en cuestión. Escritos inspirados en la obra de Norbert Elias. Buenos Aires, Miño y Dávila.
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