1
Tobias Wolff inco cuento
46
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN
[email protected]
2
Cinco cuentos T obi bia as Wo Wolf lff, f, Estados Unidos Edición Digital Gratuita distribuida por Internet Editor: Aquiles Julián, Julián, República Dominicana. Email:
[email protected]
MEXICO Fe rnand nando o Ruiz Ruiz Gra Gra nad nados os José Solórzano José Eugenio Sánchez ARGENTINA Ma rio Albe Albe rto Ma nu nuee l Vásquez Vásquez Fra ncis nciscc o A. C hir hiroleu oleu Pa tr tricia icia de d e l Carmen Carme n Oroño Oroño Fernando Sorrentino Ángel Balzarino Claudia Martín Trazar ESTADOS UNIDOS José Acosta Aníba l Ros Rosaa ri rio o Joséé Aleja ndro Pe Jos Pe ña César Sánchez Beras ESPAÑA Henriette Wiese Giulia De Sarlo Ma ría Ca ba ball llero ero Elena Guichot Teresa Sánchez Carmona Losu Moracho Roc ocío ío Pa Pa ra da EL SALVADOR Manuel Sigarán
Coeditores: HONDURAS Dardo Da rdo Ju Jusstino Rod Rodrí rígue gue z VENEZUELA M ililaa gros Hernánde z Chilibe Chilibe rti Tony Rivera Rivera Chá ve vezz REPÚBLICA DOMINICANA Ernesto Franco Gómez Edua duarrdo Ga ut utrrea u de Wi Windt ndt Félix Villalona Ángela Yanet Ferreira Cándida Figuereo Enrique Eus usee b io Julio Enrique Ledenborg Vaugn González Efraím Castillo Oscar Holguín-Veras Tabar Edgar Omar Ramírez Carmen Rosa Estrada Robe rto Ada Ada me s Valentí Va lentín n Ama ro Alexis Mé ndez Juan Freddy Armando Sélvido Candelaria
NICARAGUA Rad hamé s Re Re ye yess- Vá Vássquez CHILE Claudio Vidal Eliana Segura Vega Astrid Fugellie Gezan URUGUAY Ma rta de Ar Aréva éva lo APLA Uruguay PERU Luis Daniel Gutiérrez Nicolás Hidrogo Navarro Juan C. Paredes Azañero COLOMBIA Ernesto Franco Gómez Julio Cuervo Escobar SUIZA Ulisse s Vars Uli Va rsov ovia ia HOLANDA Pa blo Ga rrido Bra vo PUERTO RICO Mairym Cruz-Bernal ECUADOR Anace Blum COSTA RICA Ramón Me na Moya
Primera edición: Julio 2010 Santo Domingo, República Dominicana
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN es una colección digital gratuita que se difunde por la Internet y se dedica a promocionar la obra narrativa de los grandes creadores, amplificándola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de permitirnos reproducir estos textos para promover e interesar a un mayor número de lectores en la riqueza de la obra del autor al que homenajeamos en la edición.
Este e-libro es cortesía de:
Libros de Re al o EDITORA DIGITAL GRATUITA Escríbenos al email:
[email protected]
3
ndice Tobias Wo lff y el realism realism o sucio / Aquiles Julián
4
Bala en el cerebro La casa de al lado A la espera de nuevas órdenes Aquella habitación En el jardín de los mártires norteamericanos
6 12
Sueño con escribir el cuento c uento perfecto / Roberto Careaga El coraje de Wolff / Wolff / Andrea Aguilar El cuento es un arte experimental / Pedro B. Rey No se puede predecir quién va a ser un gran escritor / Paula Varsavsky Ser amable hace muy difícil convertirse en escritor / Daniel G. López
49 54 59 77 82
Tobias Wo lff /
37
biografía
46
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN
[email protected]
19
4
To b ias W ol olff ff y el rea r ealis lismo mo su cio Por Aquiles
Julián
A Jerome D. Salinger, recientemente fallecido, autor au tor de una obra de culto: El guardián en el centeno, centeno , se le reputa como uno de los inspiradores del esa escuela de la narrativa norteamericana que se conoce como dirty realism, el realismo sucio. Con nombres tan relevantes como Raymond Carver, John Cheever (Bi bl bliot iotec eca a Digi Digi tal 21), Chuck Palahniuk, Richard Ford, Tobias Wolff, Charles Bukowski, y John Fante, el realismo sucio es sin dudas la escuela narrativa de mayor vigor y relevancia en las letras norteamericanas contemporáneas. Sus autores, sobre todo los ya nombrados: Carver, Cheever, Ford, Palahniuk Palahniuk y Wolff son indudables maestros, maestros, autores de cuentos y novelas capitales, de una maestría singular, sin gular, capaces de diseccionar vidas agobiadas por la rutina enajenantes, consumidas en actividades sin sentido, estandarizadas y programadas, que no saben cómo escapar esc apar al conformismo y a la mediocridad. Son los cronistas de esa es a capa social: la clase media norteamericana, estancada en ritos y valores caducos en un mundo que se les desploma a ojos vista, sin que sepan qué hacer, cómo sobrevivir al naufragio. Idiotizada por el alcohol, por ese trago en que se refugia para aturdirse y sobrellevar el resto del día, embaucada en rituales urbanos u rbanos vacíos, ven cómo las expectativas y fantasías de la juventud terminan por colapsar en un mundo en que el guión manoseado y resabido es el mismo: cconformarse onformarse con una posición, resignarse a la medianía, medianí a, soñar con una pensión y con c on que, algún día, amparado en el cheque ch eque de retiro, se podrá hacer aquello tan valioso e importante, aquello para lo que se ha nacido. Pero muchos no llegan al cheque c heque de retiro. Y otros arriban tan achacosos, tan enfermos, en fermos, tan desconsoladamente impotentes, que añoran la vieja rutina, rutin a, los viejos horarios, la antigua ruta. Se sienten descartados, repentinamente inútiles, innecesarios. inn ecesarios. Ven que perdieron sus vidas en nada. n ada. Sólo la muerte les liberará de su carga. c arga. Registrar implacablemente esa tragedia individual, retratar esa inanidad, ese vacío, ese vivir que se sabe ajeno a uno, es la tarea que autores autores como Tobias Wolff acometieron. acometieron. A nivel estilístico, el realismo sucio su cio de Tobias Wolf y demás (recordemos que Wolff fue fu e amigo cercanísimo de Raymond Carver, uno de los íconos de dicha corriente) es minimalista. Es parco en adjetivos y adverbios. Busca revelar por la acción y la descripción sobria el carácter y la trama.
5
Los autores emblemáticos de esta esta escuela exploran el el lenguaje de la calle; el tono desconsolado, escéptico, resignado, de los individuos; la procacidad, las las imprecaciones, las descaradas blasfemias, ese hervor ácido y agresivo que bulle en las palabras, que transmite la violencia interior, las fuertes emociones emoci ones destructivas que subyacen bajo la aparentemente tranquila fisonomía exterior, bajo los comportamientos educados y formales, aunque pintorescas, escandalosas, no constituyen cons tituyen la esencia de esa escuela. Autores como Bukowski, con su predilección por temas y lenguaje de contenido altamente sexualizado, casi un echarnos en cara, c ara, desafiarnos, nos pueden escandalizar hasta el rechazo. Pero Bukowski es un provocador y por ello no el modelo de esta escuela. Los cuatro autores fundamentales del realismo sucio su cio son Raymond Carver, John Cheever, Richard Ford y Tobias Wolff, aún más que el mismo Bukowski. Los personajes de los cuentos de Wolff, al igual que los personajes personajes de Ford, Cheever Cheever y Carver son anodinos, seres comunes y corrientes que realizan mecánicamente los ritos cotidianos, perdedores consuetudinarios: van a sus empleos, se s e desempeñan con mediana eficacia en sus tareas, ajustan sus vidas y expectativas a sus salarios y, al final fin al del día, la cerveza, la televisión, el juego o el cotilleo cotilleo les completan el día. Las vidas grises de dichos personajes, sus minúsculas tragedias y dramas, los acontecimientos normales que, sin embargo, introducen pequeñas epifanías del absurdo vital en aquellos seres condenados c ondenados a la nada, son escrupulosamente expuestas por los autores de esta escuela literaria en cuentos cu entos y novelas obligados, por la pobreza de los acontecimientos, a fundar la amenidad, el interés y el embrujo no en la anécdota o la trama, sino en la penetración psicológica y en la meticulosa elucidación del infierno en que aquellas almas, sin saber, ya viven. Aplastados por la desesperanza, condenados a la insulsez vital, en los cuentos y novelas de Wolff, Carver, Cheever, Ford y Bukowski no hay h ay héroes; podrían, como Kafka, nombrar a sus personajes p ersonajes con una inicial: han perdido identidad e individualidad, son simples piezas de un engranaje social que les excede y controla. La economía verbal, la renuncia implícita a recursos intensamente empleados en la narración, la explicitación de la tragedia que subyace en la cotidianidad, c otidianidad, en esas vidas vacías y carentes de sentido sen tido que llevan personas que renunciaron renun ciaron a ser con tal de asegurarse un u n puesto de trabajo, un salario y una un a pensión futura a la que muchos no llegan: el cáncer, el infarto, el accidente cerebro-vascular llegan antes, todo nos muestra un mundo insoportable en su “normalidad”, un infierno secreto. Disfrutemos a Tobias Wolff, maestro del cuento norteamericano contemporáneo: cronista del naufragio de seres que qu e soñaron ser distintos a estos atribulados personajes que deambulan, sufrientes, por sus páginas.
6
Bala en el cerebr ce rebr o Anders llegó al banco poco poc o antes de la hora de cierre, así que qu e por supuesto la cola era interminable y quedó ubicado detrás de dos mujeres que, qu e, con su estridente y estúpida conversación, lo pusieron de un humor hu mor asesino. De cualquier manera nunca estaba del mejor humor, Anders—un crítico literario conocido por el cansado y elegante salvajismo con el que despachaba casi todo lo que reseñaba. Aunque la cola serpenteaba siguiendo la cuerda, una u na de las cajeras puso un cartel de “caja cerrada” en su ventanilla, caminó hacia la parte de atrás del banco, se apoyó contra un escritorio y empezó a hacer tiempo con c on un hombre que ordenaba papeles. Las mujeres delante de Anders interrumpieron su conversación y observaron a la cajera con odio. “Ah, qué bien”, dijo una un a de ellas. Se volvió hacia Anders y agregó, confiada en su complicidad, “Uno de esos toquecitos humanos que nos hacen volver por más.” Anders había acumulado ya su propio odio contra la cajera, pero inmediatamente lo desvió hacia la quejosa presumida que tenía delante. “Es tan injusto”, in justo”, dijo. “Trágico, realmente. Si no están amputando la pierna equivocada o bombardeando un pueblo ancestral, están cerrando una ventanilla.” Ella defendió su posición. “No “ No dije que fuera trágico”, dijo. “Sólo creo que es una u na pésima manera de tratar a los clientes.” —Imperdonable—dijo Anders.—El cielo tomará nota. Ella aspiró y ahuecó sus mejillas, miró más allá de él y no dijo nada. Anders vio que la otra mujer, su amiga, miraba en la misma mis ma dirección. Y entonces los cajeros c ajeros dejaron de hacer lo que hacían y los clientes giraron lentamente y un silencio silenc io invadió el banco. Dos hombres con pasamontañas negros y trajes azules estaban parados al lado de la puerta. Uno de ellos apretaba una pistola contra con tra el cuello del guardia. Los ojos del guardia estaban cerrados y sus labios se movían. El otro hombre tenía una escopeta esc opeta recortada. recortada.
7 “¡Todos callados la boca!”, dijo d ijo el hombre con la pistola, aunque nadie n adie había dicho una sola palabra. “Si alguno de los cajeros acciona la alarma son todos boleta. ¿Entendieron?” Los cajeros asintieron. —Bravo—dijo Anders.—Boleta —. Giró hacia la mujer que qu e tenía delante.—Excelente guión, eh. La inexorable y aguerrida poesía de las clases peligrosas. Ella lo miró con los ojos húmedos. El hombre de la escopeta empujó al guardia gu ardia hasta hacerlo arrodillar. Le dio la escopeta a su compañero, tomó con firmeza las muñecas del guardia y le esposó las manos en la espalda. Lo derribó al piso con una un a patada entre los omóplatos. Luego tomó la escopeta otra vez y fue hacia la puerta de seguridad ubicada al final de la hilera de cajas. c ajas. Era petiso y pesado y se movía con una u na peculiar lentitud, casi con apatía. “Ábranle”, dijo su compañero. El hombre con la escopeta abrió la puerta pu erta y avanzó despacio por detrás de los cajeros, entregando a cada uno un o una bolsa de plástico. Cuando encontró la ventanilla vacía miró al hombre de la pistola, pis tola, que dijo, “¿De quién es esta caja?” Anders miró a la cajera. Ella puso una mano en su garganta y giró hacia el hombre con el que hablaba. El hombre asintió. “Mía”, dijo ella. —Entonces mové ese culo feo y llená esta bolsa. —Ahí tiene—le dijo Anders a la mujer que tenía delante.—Se hace justicia. —¡Vos, genio! ¿Te di permiso p ermiso para que hables? —No—dijo Anders. —Entonces cerrá el pico. —¿Escucharon eso? —dijo Anders.—Genio. Parece sacado de Los asesinos. asesinos.
8 —Por favor, cállese—dijo la mujer. —¿Sos sordo?—El hombre con la pistola fue hasta donde estaba Anders. Le clavó la punta de la pistola en el estómago.—¿Te pensás que estoy jugando? —No—dijo Anders. Pero el caño le hizo cosquillas como un dedo rígido y tuvo que esforzarse para no reír. Para aguantarse agu antarse se forzó a mirar al hombre a los ojos, ojos , que eran claramente visibles detrás del pasamontañas de la máscara: celestes, c elestes, y con los bordes rojizos. El párpado del ojo izquierdo izqui erdo temblaba. El hombre suspiró y exhaló un penetrante olor a amoníaco que sacudió a Anders A nders más que todo lo que había sucedido hasta ese momento, e hizo que comenzara c omenzara a desarrollar un sentimiento de incomodidad cuando de pronto el hombre lo aguijoneó agui joneó otra vez con la pistola. —¿Te gusto, genio? —dijo.—¿Querés chuparme la pija? —No—dijo Anders. —Entonces dejá de mirarme. Anders fijó sus ojos en los mocasines del hombre. —No ahí abajo, acá arriba—. Metió la pistola bajo la pera de Anders A nders y la empujó hacia arriba hasta que lo dejó mirando el techo. Anders nunca había prestado mucha atención a esa parte del banco, un u n viejo edificio pomposo con pisos, pilares y mostradores de mármol y arabescos dorados sobre las ventanillas de las cajas. La cúpula cú pula en el techo estaba decorada con figuras mitológicas envueltas en togas a cuya fealdad regordeta Anders An ders apenas había echado una mirada hacía muchos años y luego había declinado prestar atención. Ahora no tenía más opción que estudiar el trabajo del pintor. Era peor de lo que recordaba, y todo había sido ejecutado con la mayor seriedad. El artista tenía unos pocos trucos en la manga y los usaba una y otra vez: cierto tono rosado en la parte inferior de las nubes, nu bes, una tímida mirada hacia atrás en las caras de los cupidos y los faunos. faunos . El techo estaba atiborrado con variados dramas, pero el que captó el ojo de Anders era el de Zeus Zeu s y Europa—
9 retratados, en esta versión, como un toro clavando la mirada en una vaca desde detrás d etrás de un montón de heno. h eno. Para hacer sexy a la vaca el pintor le había h abía torcido las caderas sugestivamente y la había dotado de unas largas pestañas lánguidas a través de las cuales observaba al toro en una sensual bienvenida. El toro esgrimía una sonrisa afectada y sus cejas estaban arqueadas. De haber existido un globo de historieta h istorieta saliendo de su boca habría dicho “Cuchi “ Cuchi cuchi”. —¿De qué te reís, genio? —De nada. —¿Te parezco gracioso? ¿Te pensás que soy un payaso? —No. —¿Te pensás que podés joder conmigo? —No. —Seguí jodiendo y sos boleta. ¿Capische? Anders estalló en una un a carcajada. Tapó su boca con ambas manos y dijo “Lo siento, lo siento”, y luego resopló por la nariz a través de sus dedos y dijo “Capische, oh dios, capische“, y en ese momento el hombre de la pistola levantó la pistola y le disparó dis paró a Anders en la cabeza. La bala impactó en el cráneo de Anders An ders y atravesó su cerebro y salió detrás de su oreja derecha, dispersando astillas de hueso hacia la corteza cerebral, el c uerpo calloso, y más atrás, hacia los ganglios basales y hacia h acia abajo en el tálamo. Pero antes de que todo esto ocurriera, la primera aparición de la bala en el cerebro desencadenó una cadena c adena chisporroteante de reacciones iónicas y neuro-transmisiones. El peculiar pecu liar origen de estas reacciones les imprimió un patrón peculiar, pecu liar, reviviendo azarosamente una tarde de verano de hacía cuarenta años, y que hacía mucho tiempo había sido olvidada. Luego de impactar el cráneo, la bala se movía a 300 metros por segundo, una marcha
10 patéticamente lenta y glacial comparada con los relámpagos sinápticos sin ápticos que estallaban a su alrededor. Una vez en el cerebro c erebro la bala cayó bajo el control c ontrol del tiempo cerebral, lo que le dio a Anders tiempo suficiente para contemplar la escena que, en una u na frase que Anders hubiera aborrecido, “se representó frente a sus ojos”. Vale la pena notar lo que Anders no recordó, dado lo que sí recordó. No recordó a su primera amante, Sherry, o lo que más había amado locamente en ella, antes an tes de que comenzara a irritarlo: su desvergonzada des vergonzada carnalidad, y especialmente la forma cordial que tenía de dirigirse a su miembro, que ella llamaba Mister Mole, como en “Oh, parece que Mister Mole quiere jugar” o “¡Juguemos a la escondida con Mister Mole!” Anders no recordó a su esposa, a quien también había amado hasta que lo cansó con su rutina, o a su hija, ahora una malhumorada profesora de economía en Dartmouth. No recordó estar parado frente a la puerta de la habitación de su hija mientras ella retaba a su oso os o de peluche diciéndole que se había portado mal y describía los escalofriantes castigos que le esperaban a Garras a menos que cambiara su comportamiento. No recordó una sola línea de los cientos ci entos de poemas que había memorizado en su juventud para poder erizarse la piel a voluntad: ni “Silencioso, en la cima de una montaña en Darien”, ni “Oh dios, hoy escuché”, ni “¿Todas las bellas? ¿Dijiste todas? ¡Oh Dios! ¿Todas?” Ninguno de estos versos recordó; ni uno. Anders no recordó a su madre moribunda diciendo de su padre “debería haberlo apuñalado mientras dormía”. No recordó al profesor Josephs contándole a la clase cómo los prisioneros atenienses en Sicilia podrían haber sido liberados si recitaban Esquilo ni cuando el mismo Josephs recitó Esquilo, a continuación, en griego. Anders no recordó cómo sus ojos habían ardido con esos sonidos. No recordó la sorpresa de ver el nombre de un compañero de universidad en la solapa de una u na novela no mucho tiempo después de la graduación, o el respeto que sintió después de leer el libro. lib ro. No recordó el placer de respetar. Tampoco recordó Anders ver haber h aber visto a una mujer arrojarse a su muerte desde un un edificio enfrente del suyo días después del nacimiento de su hija. No recordó haber gritado “¡Dios, ten piedad!”. No recordó haber chocado ch ocado el auto de su padre a propósito contra un árbol, o las patadas en las costillas de tres policías en una marcha contra la
11 guerra, o despertarse riendo. No recordó cuando cu ando comenzó a mirar los libros apilados en su escritorio con recelo y desdén, o cuando empezó a detestar a los escritores por escribirlos. No recordó cuándo todo empezó a recordarle otra cosa. Esto es lo que recordó. Calor. Un campo de béisbol. Pasto amarillo, el mundo mu ndo de los insectos, él mismo reclinado contra un árbol mientras los chicos del barrio se reunen para armar un partido. Él observa mientras los demás discuten el talento relativo de Mantle y de Mays. Han estado preocupados por este tema todo el veran o y se ha vuelto tedioso para Anders: una opresión, como el calor. Entonces llegan los últimos dos muchachos, Coyle y un primo de él de Mississippi. Anders nunca ha visto al primo de Coyle antes y nunca lo volverá ver. Anders dice hola con los otros y no le presta más atención hasta que han elegido equipo y alguien le pregunta al primo en qué puesto pu esto quiere jugar. “Parador en corto”, dice el muchacho. much acho. “Parador en corto es la mejor posición que es”. Anders gira y se queda mirándolo. Quiere escuchar al primo de Coyle repetir lo que q ue acaba de decir, pero sabe que no n o debe preguntar. Los otros pensarán que es un creído, burlándose del chico por su gramática. Pero no es eso, no n o es eso para nada: es que Anders está extrañamente exaltado, iluminado por esas dos palabras finales, su sorpresa y su música. Entra al campo en un trance, repitiendo esas palabras para sí. La bala ya está en el cerebro; no n o será demorada por siempre, su avance no n o se detendrá. Al final hará su trabajo y dejará el cráneo agujereado, arrastrando una cola c ola de cometa de memoria y esperanza y talento y amor hacia el mármol del salón. Y eso no podrá p odrá evitarse. Pero por ahora Anders todavía puede hacer tiempo. Tiempo para que las sombras que se alarguen en el pasto, tiempo para que el perro le ladre a la pelota p elota que vuela, tiempo para que el muchacho en el sector izquierdo del campo golpetee su guante gu ante negro de transpiración y suavemente su avemente entone, Que es, que es, que es .
12
La casa de al lado l ado Me despierto asustado. Mi mujer está sentada en el borde de la cama, sacudiéndome. –Ya están otra vez –dice. Voy a la ventana. Todas sus luces están encendidas, en el piso de arriba y el de abajo, como si tuvieran dinero de sobra. Él se desgañita, ella le contesta algo a gritos, el perro ladra. Hay un breve silencio, silenc io, luego llora el bebé, pobrecito. –Será mejor que no te quedes ahí –dice mi mujer–. Te podrían ver. –Voy a llamar a la policía –le informo, i nformo, sabiendo que ella no me dejará. –No llames –dice. Tiene miedo de que envenenen a nuestro gato si nos quejamos. En la casa de al lado el hombre todavía vocifera, pero no entiendo lo qu e dice por encima del perro y el bebé. La mujer mu jer se ríe, pero no lo hace h ace de verdad –“¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!”–, y de pronto suelta un grito breve y agudo. Todo queda en silencio. –Le ha pegado –dice mi mujer–. He tenido una sensación sen sación como si me hubiera pegado a mí. En la casa de al lado el bebé suelta un largo gemido y el perro empieza otra vez. El hombre sale al camino de entrada en trada y cierra la puerta de un portazo. –Ten cuidado –dice mi mujer. Vuelve a meterse en la cama y se tapa hasta el cuello.
13 El hombre farfulla para sí mismo y tira de la cremallera de su bragueta. Por fin consigue abrirla y se dirige a nuestra nu estra cerca. Es una cerca c erca blanca, más decorativa que otra cosa. No puede impedir que entre alguien. La puse yo mismo y planté madreselvas y buganvillas a lo largo. Mi mujer pregunta: –¿Qué está haciendo? –Chss –hago yo. El hombre se apoya en la cerca con una mano y con la otra usa las flores como cuarto cu arto de baño. Recorre toda nuestra cerca haciendo eso, sin perdonar ninguna. Cuando termina se sacude la Florida, luego lu ego se sube la cremallera y vuelve vu elve al camino de entrada. Casi resbala en la grava pero se recupera, recu pera, suelta un taco y entra en la casa, volviendo volvien do a cerrar de un portazo. Cuando me vuelvo mi mujer está es tá echada hacia delante, mirándome. Alza las cejas. –¿Otra vez? Asiento con la cabeza. –Entre él y el perro es asombroso que consigas que crezca algo ahí. Prefiero hablar de otra cosa. Me deprime pensar en las flores. La mujer de la casa de al lado está gritando. –Escucha eso –digo. –Antes me daba pena –dice mi mujer–. mu jer–. Pero ya no. No después de lo del mes pasado.
14 –Lo mismo que a mí –digo, tratando de acordarme de lo que ocurrió el mes pasado. Tampoco me da pena, pero nunca me la ha dado. Le chilla al bebé y, lo siento, pero no no estoy dispuesto a sentir lástima por alguien que trata así a un niño. Grita cosas como: “¡Creí que te había dicho que te quedaras en tu dormitorio!”, y el bebé ni siquiera sabe hablar todavía. En cuanto a su físico, fís ico, supongo que se podría decir que es guapa. Pero no le durará. No tiene una buena estructura ósea. Hay algo blando en su aspecto, como si nunca nunc a hubiera comido más que donuts y batidos. Tiene una un a piel blanca. El bebé se parece a ella; no es que se esperara que se pareciera a él, moreno y peludo. Incluso con la camisa c amisa puesta se puede asegurar que tiene pelo por toda la espalda y en los hombros, espeso y mullido como el de un airedale. Ahora todos arman ruido a la vez, y además tienen puesto el estéreo a pleno volumen. Una de esas bandas. –Es por el bebé por el que qu e siento pena –digo. Mi mujer se lleva las manos a los oídos. –No lo aguanto ni un minuto más –dice. Se quita las manos–. A lo mejor hay h ay algo en la tele –se sienta–. Vamos a ver quién sale en el programa de Johnny Carson. Enciendo el televisor. Solía tenerlo en el cuarto de estar de abajo pero lo subí su bí aquí hace unos años cuando mi mujer se puso enferma. Yo mismo la cuidé; cu idé; preparando las comidas y todo. Llegué a conseguir cambiarle c ambiarle las sábanas sin que ella tuviera que dejar la cama. Siempre tuve intención de volver a llevar el televisor abajo cuando mi mujer se repuso de la enfermedad, pero al final nunca n unca lo hice. Está puesta entre nuestras nu estras camas encima de una mesita que hice yo. Johnny Carson le está diciendo algo a Sammy Davis Jr., y Ed McMahon se está partiendo de risa. Siempre es muy alegre. Si uno u no fuera a
15 hacer un viaje por mar largo de verdad no le vendría mal llevar a Ed McMahon con él. Mi mujer quiere saber qué otra cosa ponen. –El Dorado –leo–. “Dinámica historia his toria de aventuras sobre un grupo de ciudadanos en busca de la legendaria ciudad ciu dad de oro”. Tiene dos estrellas y media. –¿Ciudadanos de dónde? –No lo dice. Al final vemos la película. p elícula. Un ciego llega a una un a pequeña ciudad. Dice que ha estado en El Dorado y que dirigirá una expedición allí y repartirá las ganancias. No ve, pero les indicará los puntos de referencia uno por uno mientras cabalgan. Al principio la gente se burla de él, aunque finalmente fin almente todos los ciudadanos importantes se reúnen y deciden intentarlo. Inmediatamente los atacan los apaches y algunos quieren dar la vuelta, pero todas las veces que están decididos d ecididos a hacerlo el hombre les señala otro punto pun to de referencia, así que siguen cabalgando. En la casa de al lado la mujer está enloquecida. Le dice cosas al hombre que ninguna persona debería decirle a otra. Aquello inquieta in quieta a mi mujer. Me mira. –¿Puedo pasarme ahí? –pregunta–. Sólo para hacerte una visita. Levanto la ropa y ella se mete dentro. La cama sólo es cómoda para uno, por lo que qu e dos estamos muy estrechos. Nos tumbamos de lado conmigo conmi go detrás. No lo pretendía pero al poco la vieja Florida se me empieza a poner tiesa. Abrazo a mi mujer. mu jer. Subo las manos hasta las Montañas Rocosas, luego bajo las llanuras en dirección sur. –Oye –dice ella–. Nada de geografía. Esta noche, no. –Lo siento –me disculpo.
16
–¿No puede ser sólo una visita? –Olvídalo. Ya te he dicho que lo siento. Los ciudadanos están cruzando un desierto. desi erto. Acaban de quedarse sin agua y tienen los labios agrietados. Pese a las advertencias del ciego, alguien algu ien bebe de un pozo envenenado y muere de modo espantoso. Aquella noche, n oche, alrededor de la hoguera, los otros empiezan a pelearse. La mayoría de ellos quiere qui ere volver a casa. “Éste no es país para blancos –dice –dic e uno–, y en mi opinión, nadie ha estado nunca aquí”. Pero el viejo describe un trozo de oro tan grande y tan puro que quema los ojos si lo miras directamente. “Lo sé muy bien”, añade. Cuando termina, los ciudadanos se quedan en silencio: uno a uno se apartan y se tumban en sus mantas. Ponen las manos detrás de la cabeza y miran mi ran las estrellas. Aúlla un coyote. Al oír al coyote, recuerdo por qué qu é a mi mujer dejó de darle pena la mujer de la casa de al lado. Era un lunes por la tarde, hará como un mes, justo jus to después de que yo volviera a casa del trabajo. El hombre de la casa de al a l lado empezó a pegar al perro, per ro, y no me refiero a que le diera un golpe o dos. Le estaba dando una paliza y siguió pegándole hasta que el perro ya no podía ni quejarse; se oía la voz quebrada de la pobre criatura. Finalmente paró. Luego, unos minutos después, oí que mi mujer decía “¡Oh!” y fui a la cocina para enterarme de qué pasaba. Mi mujer estaba junto a la ventana que qu e da a la cocina de la casa de al lado. El hombre tenía a su s u mujer acorralada contra el frigorífico. Había metido la rodilla entre sus piernas y ella tenía la suya entre las piernas de él, y se estaban besando con mucha fuerza. Después de aquello mi mujer apenas pudo hablar durante un par de horas. Más tarde dijo dij o que nunca volvería a desperdiciar su compasión con aquella mujer. Ahora ahí enfrente hay silencio. Mi mujer se s e ha dormido, y lo mismo mi brazo, que está debajo de su cabeza. Lo retiro con cuidado cu idado y abro y cierro los dedos, pensando en despertarla. Me gusta dormir en mi propia cama y no hay sitio suficiente para los dos. dos . Al final decido que no va a pasar nada por cambiar de sitio por una noche.
17
Me levanto y cuido las plantas un rato, regándolas y sacando algunas a la ventana y retirando otras. Podo el cóleo, cuyos tallos empiezan a estar muy largos, y pongo los esquejes en un vaso de agua en el alféizar. Están apagadas todas las luces lu ces de la casa de al lado excepto la del dormitorio. Pienso en la vida que llevan, y en cómo se prolonga, hasta que parece la vida que querían vivir. Todo el mu ndo dice siempre que es estupendo que los seres humanos sean tan adaptables, pero no sé. En Estambul un amigo mío vio a un hombre h ombre andando por la calle con un piano de cola sobre la espalda. Todos se limitaban a evitarle y seguían segu ían su marcha. Es horrible a lo que nos n os acostumbramos. Apago la televisión y me meto en la cama de mi mujer. Su olor, dulce e intenso, se desprende de las sábanas. Me marea un poco pero me gusta. Me recuerda a las gardenias. El motivo por el que no veo el resto de la película pelícu la es que ya sé cómo va a terminar. Los ciudadanos se matarán unos a otros, probablemente a unos tres metros de la legendaria ciudad del oro, y el ciego dará traspiés tras piés sin saber que ha h a conseguido regresar a El Dorado. Yo podría escribir una película mejor que ésa. és a. Mi película sería sobre un grupo de exploradores, hombres y mujeres, que dejan atrás sus hogares, h ogares, sus trabajos y sus familias... todo lo que conocen desde siempre. Cruzan el mar y naufragan en la costa de un país que no aparece en los mapas. Uno de ellos se ahoga. A otro lo ataca un animal salvaje y se lo come. Pero P ero los demás quieren seguir adelante. Vadean ríos y atraviesan un enorme glaciar en trineos tirados por perros. Les lleva meses. En el glaciar se quedan sin comida y durante du rante un tiempo parece que se van a volver unos un os contra otros, pero no lo hacen. Finalmente resuelven su problema comiéndose comiéndos e a los perros. Ésa es la parte triste de la película. Al final vemos a los exploradores durmiendo en un prado lleno de flores blancas. Los capullos están húmedos de rocío y se les pegan al cuerpo; pétalos de aguileñas, agui leñas,
18 clemátides, liatris, gipsófilas, espuelas de caballero, iris y rudas los cubren por completo, volviéndolos tan blancos que no se puede distinguir a unos de otros, a hombres de mujeres, a mujeres de hombres. Sale el sol. s ol. Se levantan y alzan los brazos, como árboles blancos en un país donde no ha estado nunca nadie.
19
A la espera de n uevas ór denes El sargento Morse estaba de guardia aquella noche en la oficina de la compañía cuando llamó una mujer; preguntaba por Billy Hart. él le contó que al soldado especialista Hart lo habían mandado a Irak una semana s emana antes. La mujer dijo: -¿Billy Hart? ¿Está seguro? Nunca dijo nada sobre que lo mandarían fuera. -Estoy seguro. -Bien. Dios santo. Eso sí que es nuevo. -¿Y quién es usted? Si no le importa que se lo pregunte. -Soy su hermana. -Puedo darle su email. No cuelgue, se lo conseguiré. -Está bien. Pero hay gente esperando para hablar. Gente que no tiene nada mejor que hacer que acogotar a los demás. -No llevará más de un minuto. -Da igual. Se ha ido, ¿no? -Vuelva a llamar cuando quiera. A lo mejor la puedo ayudar. -Ja -dijo ella, y colgó. El sargento Morse volvió a ocuparse de los papeles, pero la llamada le había inquietado. Se levantó y fue a la máquina del agua fría, se sirvió un vaso y se quedó junto a la puerta. La noche era amenazadoramente cálida y silenciosa: ya eran más de las once, el cuartel estaba en silencio, sólo unas u nas pocas ventanas brillaban en la bruma. Una gruesa mariposa gris tamborileaba contra la puerta de tela metálica.
20 Morse no conocía bien a Billy Hart, pero se había fijado en él. Hart era de los montes cercanos a Asheville y le gustaba jugar a hacerse el cateto porque eso le protegía. Siempre estaba haciendo chanchullos, vagueando en alguna parte cuando había trabajo que hacer, aunque siempre dispuesto a desplumar a los novatos al póquer o cobrándoles por llevarlos a la ciudad en su Mustang descapotable. Se decía que traficaba con droga, pero no le habían cogido. Pensaba que todos los demás eran idiotas; podía verse que pensaba eso en aquella sonrisita tensa. Algún día tendría un tropiezo, pero por ahora le iba bien. Para los tipos como c omo Billy Hart, allí había muchas oportunidades. Un soldado con buena facha, sin embargo. Con algo de indio en aquellos pómulos altos, los ojos negros hundidos; guapo, de verdad, y con aquellos gestos lentos como de gato, frío, distante, casi desdeñoso en la languidez y ligereza de sus movimientos. Morse había notado que le atraía a pesar de sí mismo; era consciente de que Hart supondría problemas, por lo que siempre estaba tenso en presencia suya, luchando contra la obstinada tendencia de su mirada a dirigirse hacia la cara de Hart, hacia aquella expresión de que sabía algo secreto que le asomaba a los labios. Hart resultaba accesible, Morse lo notaba con seguridad, y estaba abierto a cualquier cosa que le ofreciera interés y ventajas. Con todo, Morse había mantenido las distancias. No hacía avances, y no podía correr el riesgo de un enredo estúpido; en cualquier caso, ahora no. Había pasado veinte de sus treinta y nueve años en el ejército. No era de los que aseguraban que lo amaban, pero pertenecía a él como a una tribu, ligado a los que le rodeaban por los lazos de una obligación irrenunciable, y el amor a fin de cuentas no venía al caso. Era soldado, ya no se podía imaginar de paisano; la informalidad de esa vida, las interminables elecciones insignificantes insi gnificantes que había que tomar. Morse sabía que era de donde estaba, y sin embargo se arriesgaba a provocar un escándalo y a que lo licenciaran por mantener relaciones peligrosas. Justo antes de su destino en Irak había sido el camarero cubano, que resultó estar casado y ser un mentiroso compulsivo -mentiroso por deporte-, y al final, cuando Morse rompió con él, un chantajista. Morse no dejó que lo chantajease. Escribió el nombre y número de teléfono del oficial a cuyas órdenes estaba.
21 -Toma -dijo-, venga, llámale. Y aunque no creyó que el hombre fuera a llamar de verdad, pasó las semanas siguientes encogido por dentro por si llegaba a recibir un golpe. Luego lo mandaron a Irak y pronto volvió a vivir, listo para la siguiente emoción. ésta tomó la forma de un joven teniente al que destinaron a la unidad de Morse la misma semana en que llegó. Pasaron el cursillo de orientación juntos, y Morse estaba seguro de que el teniente sentía atracción por él, aunque parecía indeciso con respecto a su propia disposición, hasta cuando se rindió a ella, lo que hizo con una prisa sólo incrementada por la casi imposibilidad de encontrar tiempo y espacio íntimos. En realidad acababa de descubrir lo que era, y en el proceso de descubrirlo tuvo accesos de asco de sí mismo tan despiadados y oscuros que Morse tuvo miedo de que se hiciera daño o volviera su rabia hacia el exterior, puede que contra el propio Morse, o los llevara a los dos a la ruina por confesárselo berreando a un coronel paternal en algún bar de oficiales. La cosa no llegó a tanto. El teniente había adoptado a un gato sarnoso con una sola oreja mientras estaban de patrulla; el gato le arañó el tobillo y el arañazo se infectó, y en lugar de ponerse en tratamiento se hizo el loco y trató de aguantarlo y, joder, casi se queda sin pie. Lo mandaron a casa con muletas a los cinco meses de haberlo destinado. Para entonces Morse estaba tan harto que no n o sintió la menor pena; sólo alivio. No tenía motivos para sentir alivio. No mucho después de volver a Estados Unidos, le llamaron al cuartel general del regimiento para una entrevista con dos hombres pulcros, amistosos, vestidos de paisano que aseguraron ser ayudantes del congresista del distrito del teniente. Dijeron que existía una cuestión delicada por la que habían recurrido al congresista que requería un examen detallado del destino en Irak del teniente; su comportamiento en acción, sus relaciones con los demás oficiales y con la tropa que estaba a su mando. Sus preguntas surgían durante la conversación, casi con desgana, pero insistían una y otra vez sobre sus propias relaciones con el teniente. Morse no soltó prenda, aunque se esforzó por parecer sincero, sin recelos. Imaginó que aquellos hombres eran agentes de estupefacientes del ejército, aunque dijeran otra cosa. Dejaron
22 pasar varias semanas antes de reclamarle para otro interrogatorio, que cancelaron sin aviso; Morse apareció, pero ellos no. Todavía estaba esperando la próxima ci tación. Muchas veces había deseado que sus deseos se cumplieran mejor, pero supuso que eso era lo normal; en realidad era un hombre de suerte cuyos deseos se cumplían lo suficiente. Con todo tenía esperanzas. Durante los últimos meses había mantenido relaciones con un sargento mayor de la división de Inteligencia; un hombre tranquilo, culto, cinco años mayor que él. Aunque Morse no conseguía considerarse "pareja" de nadie, poco a poco fue abandonando su habitación en el cuartel de estado mayor para pasar noches y fines de semana en la casa de Dixon de fuera del puesto. La vivienda estaba atestada de armas antiguas, máscaras y juegos de ajedrez que Dixon había coleccionado durante sus destinos en varias partes del mundo, y al principio Morse había sentido una especie de sobrecogimiento nervioso, como si estuviera en un u n museo, pero ya se le había h abía pasado. Ahora le gustaba tener aquellas cosas cos as alrededor. Allí estaba en casa. Sin embargo, Dixon iba a ser destinado al otro lado del mundo en breve y el propio Morse recibiría órdenes pronto; entonces, lo sabía, todo se complicaría. Tendrían que plantearse ciertas consideraciones sobre cada uno de ellos y sobre sí mismos. Tendrían que decidir cuánto iban a prometer. Adónde los llevaría aquello, Morse no lo sabía. Pero todo esto aún aú n tenía que llegar. La hermana de Billy Hart volvió a llamar una medianoche, justo cuando Morse estaba cambiando su puesto en el despacho de la compañía con otro sargento. Cuando descolgó y oyó la voz, señaló la puerta pu erta y el otro hombre sonrió y salió fuera. -Entonces, ¿quiere la dirección? -preguntó Morse. -Eso supongo. Para lo que me va a servir. Morse ya le había echado una ojeada. Se la leyó. -Gracias -dijo ella-. Yo no tengo ordenador, pero Sal sí. -¿Sal?
23 -¡Sally Cronin! Mi prima. -Podría ir usted a un cibercafé. -Bueno, supongo que sí -dijo ella con c on escepticismo-. Oiga... ¿no dijo usted que a lo mejor podría ayudarme? -No lo sé con exactitud -dijo Morse. -Lo dijo, sin embargo. -Sí, y usted se rió. -Eso no fue una risa de verdad. -Ah, no fue una risa. -Más bien algo así como... no sé. Morse esperó. -Lo siento -dijo ella-. Mire, no le estoy pidiendo ayuda, ¿vale? Pero ¿por qué lo dijo? Sólo por curiosidad. -Por nada. No pensé en ello. -¿Es usted amigo de Billy? -Me cae bien. -Bien, eso fue agradable. ¿Sabe? Una cosa agradable de oír. Una vez Morse terminó el servicio fue en coche a la cafetería desde la que había llamado ella. Según acordaron, estaría esperándole junto a la caja registradora, y cuando él cruzó la puerta vestido de faena vio que la mujer le miraba con intensidad y cierta prevención. Se enderezó; una mujer alta, casi tanto como el propio Morse, con lacio pelo castaño y una cara larga con aspecto de cansada, muchas pecas debajo de los ojos. Tenía los ojos
24 oscuros, pero por lo demás no se parecía nada a Hart, y Morse se sintió desconcertado por la súbita decepción y su impulso de largarse. La mujer dio un paso hacia él, con la cabeza ladeada, como si tratara de adivinar si era él. Llevaba una blusa roja sin mangas y se abrazaba los pecosos brazos para defenderse del frío del aire acondicionado. -Bien, ¿debería llamarle sargento? -preguntó. -Randall. -Sargento Randall. -Sólo Randall. -Sólo Randall -repitió ella, y le tendió la mano. La tenía seca y áspera-. Julianne. Vamos al rincón. rin cón. Le condujo a una mesa junto a la gran ventana que daba al aparcamiento. Un niño con la cara gorda, puede que de unos siete u ocho años, ya estaba sentado dibujando en la parte de atrás de un mantel individual entre los restos casi solidificados de huevos, pan de molde y salchichas. Mientras sujetaba el lápiz de colores como un pincho, levantó la cabeza cuando Morse se sentó en el banco de frente al suyo. Tenía las mismas cejas que la mujer, muy marcadas, y clavó la vista en Morse sin pestañear; luego se mordió el labio inferior y volvió a su tarea. -Di hola, Charlie. El chico siguió dibujando. Por fin dijo: -Qué pasa. -No quiere decir "hola". Ahora dice "qué pasa". No sé de dónde lo habrá sacado. -No importa. ¿Qué pasa contigo, Charlie? -Pareces una rana -dijo el chico. Dejó el lápiz y agarró otro de la abarrotada mesa.
25 -¡Charlie! -exclamó ella-. Sé educado -añadió más calmada, haciendo un gesto a la camarera que servía café en la mesa de al lado. -Da lo mismo -dijo Morse. Imaginó que pasaría aquello. No porque él pareciera una rana (aunque era plenamente consciente de su enorme boca), sino porque le había seguido la corriente al chico. chic o. ¡"Qué pasa contigo"! -¿Qué hace esa mujer? -dijo Julianne, cuando la camarera paseó cansinamente la mirada por el local. Entonces atrajo su atención, y la mujer se acercó muy despacio a la mesa y le rellenó la taza. -¿Estás haciendo un dibujo? -preguntó la camarera-. c amarera-. ¿Qué es? -el niño la ignoró-. Pues tiene usted ahí a un pequeño artista -le dijo a Morse, y luego se alejó pensando en otra cosa. Julianne se echó mucho azúcar en el café. -¿Charlie es hijo suyo? Ella se giró y miró interrogante al niño. -No. -Tú no eres mi madre -murmuró el niño. -¿No acabo de decirlo? -ella acarició la redonda mejilla del niño con el dorso de la mano. Haz ese dibujo, metomentodo. ¿Niños? -preguntó a Morse. -Todavía no -observó que el niño trazaba rayajos en el mantelito, agarrando el lápiz como si realizara un trabajo duro. -No se ha perdido usted nada. n ada. -Bueno, creo que probablemente sí. -Nada salvo malas contestaciones y complicaciones-dijo ella-.
26 Charlie es de Billy. De Billy y Dina. Morse nunca lo habría supuesto al mirar al niño. -No sabía que Hart tuviera un hijo -dijo, y esperó que ella no hubiera apreciado la nota de queja, para él demasiado evidente y extraña. -Tampoco él, por cómo se porta. él y Dina, los dos. Dina, explicó, estaba fuera haciendo una segunda cura de rehabilitación en Raleigh. Julianne y Belle (la madre de Julianne, dedujo Morse) habían estado cuidando de Charlie, pero no les iba bien, y después de la última riña Belle se había largado a Florida con un novio, dejando a Julianne empantanada. Conducía un autobús escolar durante el curso y por los veranos trabajaba de cocinera en un campamento para chicas, pero con Charlie a su cargo y sin dinero para que cuidaran del niño había renunciado al trabajo en el campamento. De modo que había venido hasta aquí en coche para tratar de obtener ayuda de Billy; la suficiente para ir tirando hasta que empezasen las clases o Belle decidiera volver y hacer lo que qu e le correspondía, algo muy poco probable. Morse hizo un gesto con la cabeza hacia el chico. No le gustaba que oyera todo aquello, si es que algo conseguía romper aquella concentración, pero Julianne continuó como si no le hubiera visto. Tenía una voz grave, casi masculina, con un tono nasal como el que puede hacer una hoja de sierra. Carecía de aquella perezosa musicalidad característica de Hart, y su aspecto se correspondía más con el propio de las hondonadas y granjas de su tierra natal. Hablaba de la gente de allí como si Morse también debiera conocerla, como si ella no tuviera una idea de cómo funcionaba el mundo exterior al suyo. Al principio Morse supuso que ella quería cargarle con el mochuelo, pero no lo hizo. No entendía qué quería de él, ni por qué, sin venir a cuento, se había ofrecido a ir allí aquella noche. -De modo que se ha ido -dijo Julianne-. Está usted seguro. -Me temo que sí.
27 -Bien. Pues ya sé la suerte que tengo. No podría ser peor -se reclinó y cerró los ojos. -¿Por qué no llamó antes? -¿Qué? ¿Que él supiera que yo venía? Usted no conoce a nuestro Billy. Entonces Julianne pareció quedar en trance, y Morse pronto la siguió, adormecido por el tintineo de la vajilla y las voces de los de alrededor, el lápiz de colores rascando suavemente. No supo cuánto estuvo sentado en ese plan. Lo despertó el repiqueteo de gotas de lluvia contra la ventana, unas cuantas gotas gruesas que dejaban líneas grasientas al deslizarse cristal abajo. Dejó de llover. Luego volvió a hacerlo con fuerza, chisporroteando sobre el asfalto y haciendo brillar los coches del aparcamiento; algo agradable de ver después del largo día húmedo. -Llueve -dijo Morse. Julianne no se molestó en mirar. De no haber asentido con la cabeza, podría haber estado dormida. Morse reconoció a dos hombres de su compañía en una mesa al otro lado del local. Los miró hasta que le lanzaron una ojeada, entonces saludó con la cabeza y ellos le devolvieron el saludo. Cien por cien seguro; confirmado al ver al sargento Morse con una mujer y un niño. Una familia. Le molestaba pensar algo tan vulgar y duro, y lamentó lo que le llevó a pensar en ello. Con todo, ¿cómo los iban a ver si no, a los tres, en una cafetería a aquella hora? Y no sólo era que pareciesen una familia. No, había un ambiente familiar en el propio silencio de la mesa: Julianne con los ojos cerrados, el niño ocupado con su dibujo, d ibujo, el propio Morse con pinta de marido y padre. -Está cansada -dijo. La ternura de su propia voz le sorprendió, y los ojos de Julianne parpadearon al abrirse como si también ella estuviera sorprendida. Le miró con gratitud; y a Morse se le ocurrió que aquella noche le había vuelto a llamar por el motivo que le dio: porque porqu e había hablado con ella amablemente.
28 -Estoy cansada -dijo ella-. Así es como estoy. -Mire, Julianne. ¿Qué necesita nec esita para mantenerse a flote? -Nada. Olvide todo eso... Sólo me estaba desahogando. -No me refiero a un acto de caridad, ¿vale? Sólo un préstamo, eso es todo. -Me las arreglaré. -No hay nadie haciendo cola para que le preste nada -dijo él, y era verdad. El padre y el hermano mayor de Morse, al fin se daba cuenta, mantenían frías relaciones con él desde hacía años. Estuvo cerca de su madre, pero ella murió justo después de que él regresara de Irak. En su nuevo testamento Morse nombraba única heredera a la residencia donde su madre pasó sus últimas semanas. Nombrar a Dixon parecía demasiado precipitado y estaría lleno de significado, así que podría atraer una atención nada deseada; y en cualquier caso, Dixon había hecho unas inversiones inversion es acertadas y estaba bien cubierto. -No puedo aceptarlo, así de fácil -dijo Julianne-. Pero es realmente encantador. -Mi padre es soldado -dijo el niño, con la cabeza todavía inclinada sobre el mantelito. -Ya lo sé -dijo Morse-. Y buen bu en soldado. Deberías estar orgulloso. Julianne le sonrió, sonrió de verdad, por primera vez aquella noche. Había estado apartando la vista, siempre con una expresión tensa en la boca; cuando sonreía parecía otra persona. Morse vio que no carecía de encanto, y que estar cómoda con él lo había hecho aflorar. Se sentía avergonzado. Tuvo la sensación de que era un hipócrita, pero se libró de ella inmediatamente, incluso con indignación. -No puedo obligarla -dijo-. Haga lo que quiera. La sonrisa desapareció. -Lo haré -dijo ella, en el mismo tono que había utilizado él; más duro de lo que pretendía-. Pero de todos modos se lo agradezco. Charlie -se dirigió al niño-, es hora de irse. Recoge todo eso.
29 -No he terminado. -Lo terminarás mañana. Morse esperó mientras ella enrollaba el mantel de papel y ayudaba al niño a que recogiera sus lápices de colores. c olores. Se fijó en la cuenta cu enta sujeta debajo del salero y la agarró. -Yo me ocuparé de eso -dijo ella, estirando la mano de un modo que no admitía negativa. Morse se quedó de pie, incómodo, mientras Julianne pagaba en la caja, luego salió con ella y el niño. Se quedaron parados debajo de la marquesina, mirando la tormenta que azotaba el aparcamiento. Destellos de lluvia caían oblicuamente entre el resplandor de las luces de arriba. Los árboles cercanos se sacudían con violencia, y el viento producía ondulaciones brillantes en el asfalto. Julianne apartó un mechón de pelo de la frente del chico. -Yo estoy preparada. ¿Y tú? -No. -Bueno, pues no va a dejar de llover por Charles Drew Hart -bostezó con ganas y se sacudió la cabeza-Encantada de haber hablado con usted -le dijo a Morse. -¿Dónde se van a alojar? -En la furgoneta. -¿Una furgoneta? ¿Van a dormir en una camioneta de ésas? -No puedo conducir como está ahora -y en la mirada que le lanzó, expectante y burlona, Morse vio que ella sabía que le ofrecería la habitación de un motel, y que ella ya estaba disfrutando con la satisfacción de rechazarla. rech azarla. Pero eso no impidió que él lo intentara. -Orgullo de campesinos -comentó Dixon por la mañana cuando Morse le contó la historia-. Deberías haberla invitado a que se quedara aquí. La gente así, la que vive en el monte, acepta la hospitalidad aunque no acepte dinero. Son como los árabes. La hospitalidad tiene algo de sagrado.
30 Uno no se niega a ofrecerla, y no se niega a aceptarla. -No se me ocurrió -dijo Morse, aunque la verdad es que había tenido la misma intuición cuando estaba de pie delante del restaurante con los otros dos, la cartera en la mano. Hasta cuando trató de decirle a Julianne que aceptara el dinero para una habitación, invocando la furia de la tormenta y la necesidad de resguardar al niño en un sitio seguro y seco, tuvo la sensación de que si se hubiera limitado a invitarla a ir a su casa, ella habría dicho que sí. Y entonces, ¿qué? Despertar y molestar a Dixon para que llevara toallas limpias a la habitación de invitados, preparara café, bromeara con el niño; y mirara a Morse de aquel modo suyo. Su significado a Julianne le resultaría claro. ¿Y de qué le serviría saberlo? A causa de la sorpresa y el desagrado, incluso de la sensación de que habían traicionado sus sentimientos, ella podría echar a perder lo suyo. Morse había pensado en eso pero de verdad no tenía miedo. Y Julianne le caía bien, y no pensaba que obrara con malicia. A lo que tenía miedo, lo que no podía permitir, era que ella viese cómo le miraba Dixon, y que luego ellos vieran que él no podía responder a la mirada que había recibido. Entre ellos esas cosas estaban desequilibradas, y él mismo no era nada cariñoso. Así que aunque le ofreciera refugio a Julianne, se sentiría falso, melifluo, como si estuviese tratando de comprarla. Y lo injusto que era sentir culpabilidad mientras le ofrecía un dinero que era rechazado le demostraba demasiadas cosas. Por fin le dijo que se fuera a dormir a la maldita maldi ta camioneta si era eso lo que qu e quería. -Yo no quiero dormir en la camioneta -dijo el niño. -Verás lo que pasa como no lo hagas -dijo Julianne-. Y ahora vamos... ¿Preparado o no? -No intente volver en coche a su casa -aconsejó Morse. Ella puso la mano en el hombro del chico y tiró de él hacia h acia el aparcamiento. -Está demasiado cansada -le gritó Morse, pero si ella respondió no pudo oírlo por el repiqueteo de la lluvia en la marquesina metálica. Atravesaron el asfalto. El viento venía en rachas, haciendo la lluvia tan fuerte que Morse tuvo que dar un salto atrás. Julianne
31 recibía la lluvia en plena cara y nunca volvió la cabeza. Tampoco el niño, Charlie. Ella le cuidaría, estuviera preparado o no, mientras andaban bajo la lluvia como si no estuviera lloviendo.
32
Aque Aq ue ll llaa habitación ha bitación El verano que siguió a mi primer curso en el instituto, me dio un ramalazo de independencia y me puse a recorrer a dedo las granjas, valle arriba y abajo, para trabajar de jornalero recogiendo fresas y limpiando establos. Luego encontré un sitio donde el dueño de la granja me pagaba diez centavos la hora por encima del d el salario mínimo, y su rolliza mujer, sin hijos, me daba de almorzar y se desvivía por mí mientras comía, conque me quedé allí hasta que empezaron las clases. Mientras paleaba estiércol o arrancaba malas hierbas de d e una acequia de drenaje, a veces me paraba a mirar hacia los campos lejanos, donde "las manos", como las llamaba el granjero, estaban cargando fardos de heno en una carreta, amontonándolos hasta alturas que los hacían tambalearse. De vez en cuando me llegaba un estallido de risas, la coletilla de una conversación. El granjero no me dejaba trabajar en el heno hen o porque yo era demasiado pequeño, pero durante el invierno pegué pegu é un estirón, y al verano siguiente si guiente dejó que me uniera a la cuadrilla. Por tanto yo era una mano. ¡Una mano! Enloquecí un poco con c on esa palabra, con el placer de atribuírmela a mí mismo. Tener un trabajo así lo cambió todo. Te ponía fuera del alcance de tus padres, de los comentarios mordaces de tus amigos. Te dejaba libre entre desconocidos del inquietante mundo, una situación situ ación en la que podías pretender que eras otro hasta que eras otro. Hacía que anduvieras con dinero en el bolsillo y te permitía creer que tu otra vida -la vida vi da insignificante, entre paréntesis, de casa y el instituto- sólo era una engañifa en gañifa para los que eran lo bastante crédulos para p ara imaginar que todavía los necesitabas. Conmigo en el campo había otros tres trabajando: el tímido y destinado a ser musculoso sobrino del granjero, Clemson, que iba i ba a mi curso del instituto, ins tituto, pero al que yo infravaloraba porque sólo era un chaval sin si n experiencia; y dos hermanos mexicanos, Miguel y Eduardo. Miguel, bajo, imperturbable y solitario, sabía poco inglés, pero el desenvuelto Eduardo hablaba por los dos. Mientras los demás d emás hacíamos el trabajo duro,
33 Eduardo daba consejos sobre las chicas y contaba historias en las que él aparecía como un infatigable espadachín marrullero y diestro. Lo hacía para que nos riéramos, pero en los mismos elementos de sus historias -las salas de baile y los bares, los torpes agentes de frontera, los paletos granjeros y sus insaciables mujeres, los corruptos policías, las putas que se enamoraban de él- yo apreciaba la realidad de u na vida de la que no sabía nada aunque por algún motivo imaginaba que quería para mí: una un a vida auténtica en un mundo auténtico. Mientras Eduardo hablaba, Miguel trabajaba en silencio con nosotros, n osotros, protestando de vez en cuando por el peso pes o de un fardo de heno, h eno, con la cara marcada por el acné enrojecida a causa del calor, los ojos estrechos incluso más cerrados para defenderse del sol. Clemson y yo íbamos a toda velocidad y nos deteníamos, riéndonos con c on las historias de Eduardo, azuzándole con preguntas. Miguel nunca nun ca haraganeaba y nunca se reía. En ocasiones miraba a su hermano con c on lo que parecía cierta curiosidad; eso era todo. El granjero, que era dueño de una gran extensión con un u n montón de heno que recoger, debería haber contratado más manos. Sólo nos tenía a nosotros n osotros cuatro, y siempre había amenaza de lluvia. Era un hombre h ombre tranquilo, amable, pero según avanzaba la estación se ponía más nervioso y empezaba a estar más encima de nosotros y a hacer que trabajáramos más tiempo. Durante la semana anterior yo había pasado las noches con la familia de Clemson, carretera adelante, de modo que pudiera estar en la granja con los demás a la salida del sol y trabajar hasta el ocaso. Cuando empezábamos a recogerlos, los fardos resultaban pesados debido al rocío. El aire del henar se espesaba esp esaba por la fermentación, y Eduardo advirtió al granjero que el heno podría incendiarse, pero éste no nos daba respiro. Cojeando, quemado por el sol, lleno l leno de arañazos, por la mañana yo casi no me podía p odía levantar de la cama. Pero aunque protestaba delante de Clemson y Eduardo, en secreto me alegraba ocupar mi lugar a su s u lado, y trabajar como si no tuviera elección. El coche de Eduardo se averió cerca del fin de semana, y Clemson empezó a traerlos y llevarlos a él y a Miguel Migu el desde el decrépito motel donde vivían viví an con otros trabajadores temporales. A veces, al detenernos en su puerta, todos nos quedábamos sentados sin
34 decir nada. Estábamos muy cansados. Entonces, una un a noche Eduardo nos propuso que entrásemos a tomar un trago. Clemson, que era buen chico, intentó escabullirse, pero yo me bajé con Miguel y Eduardo, sabiendo que él no me dejaría solo. -Venga, Clem -dije-, no seas nena. Él se limitó a mirarme, luego lu ego apagó el motor. Aquella habitación. Dios. Los hermanos se habían esforzado al máximo, haciendo las camas y guardando la ropa pulcramente pu lcramente doblada dentro de maletas abiertas, pero uno quedaba atufado por el olor a humedad desde el mismo momento en que ponía el pie dentro. El suelo estaba como mojado y con restos de un linóleo gris; el techo medio hundido y lleno de manchas. La luz de arriba apenas llegaba a los rincones. Por debajo del olor a humedad, había otro, inquietante. Clemson era un u n chico remilgado y puso cara de asco cuando yo monté el número de que estaba muy cómodo. Echamos whisky de centeno en nuestros estómagos es tómagos vacíos y escuchamos a Eduardo, y no pasó mucho antes de que todos estuviéramos borrachos. Apareció uno en la puerta y le habló en español, y Eduardo salió fuera y no volvió. Miguel y yo seguimos bebiendo. Clemson estaba medio dormido, con la barbilla cayéndole poco a poco sobre el pecho pech o y volviendo a enderezarse. Entonces Miguel me miró. Entrecerró los ojos y me miró con dureza, sin pestañear, y empezó a protestar por una un a injusticia que le había hecho nuestro patrón, o puede que otro patrón. Yo apenas entendía su inglés, y él no dejaba de recurrir al español, que yo no entendía nada. Pero estaba enfadado; eso llegaba a entenderlo. En determinado momento fue al otro lado de la habitación, h abitación, volvió y puso una pistola encima de la mesa, justo delante de él. Un revólver, de cañón largo, con la mayor parte del niquelado descascarillado. Miguel me clavó la mirada por encima de la pistola pi stola y reanudó sus quejas, todas en español. esp añol. Me miraba, pero yo me daba cuenta de que estaba viendo a otra persona. Antes apenas lo había oído hablar. Ahora las palabras surgían con un tono de enfado, y comprendí que su voz en cierto modo lo estaba es taba excitando, que el mismo sonido de su indignación demostraba que se habían portado mal con él, lo que
35 incrementaba su rabia, haciéndole aborrecer al que pensaba que era yo, fuera quien fuese. Me daba miedo hablar. Lo único que podía hacer era sonreír. Aquella habitación; una vez que entras, en realidad nunca sales de ella. Puedes olvidar que estuviste dentro, puedes seguir como si empuñaras las riendas, como si el curso de tu vida, sí, incluso su extensión, reflejara la fuerza de tu carácter y lo sabio de tus opiniones. Y entonces te encuentras con una un a mancha de hielo en una curva un soleado día de marzo y el volante no te responde y no eres más que qu e un espectador de tu propio deslizarte como en sueños su eños hacia el arcén; y entonces recuerdas dónde estás. O metido en un autobús con otros treinta chicos. Es temprano, justo antes del amanecer. Es entonces cuando salen siempre los autobuses, con las luces cortas, para no llamar la atención de los cuáqueros cu áqueros del otro lado de la salida, pero la cosa no n o funciona y están esperando, sujetan en silencio sus pancartas, mirándote con reproche pero con tristeza y simpatía cuando el autobús pasa por delante de ellos camino camin o del aeropuerto y el avión que te llevará a donde no querrías ir; y en ese momento sabes el valor exacto de tus deseos, y de tus planes p lanes y de toda la fuerza de tu cuerpo y voluntad. Entonces sabes dónde estás, como sabes dónde estás es tás cuando los que quieres mueren antes de tiempo -el tiempo que habían planeado para ellos, para ti mismo con ellos-; y cuando tu cuota diaria de palabras y sueños se termina; y cuando tu hija dirige el coche directamente contra un árbol. Y si ella sale de eso sin un rasguño, todavía puedes notar aquel techo oscuro cerca de la cabeza, y saber dónde estás. ¿Y qué puedes hacer sino s ino lo que hiciste en aquella horrible habitación, con Miguel odiándote sin motivo y una pistola preparada a mano? Sonreír y esperar que cambie de tema. Pasó eso, aquella vez. Clemson salió s alió disparado de su silla, se dobló hacia delante y vomitó todo por encima de la mesa. Miguel Migu el dejó de hablar. Miró a Clemson como si no lo hubiera visto nunca, y cuando Clemson volvió a tener arcadas, Miguel se levantó de un salto, lo agarró por la camisa c amisa y lo empujó hacia la puerta. pu erta. Me hice cargo de Clemson y le ayudé a salir mientras mien tras Miguel seguía mirando y gritaba de asco. ¡Asco! ¡As co! Ahora el remilgado era él. La repugnancia se s e había impuesto a la rabia, se había impuesto incluso al odio. ¡Con cuánto cuidado atendí a Clemson aquella noche! Creía que me había
36 salvado la vida. Y puede que lo hiciera. El granero del dueño dueñ o de la granja ardió de arriba abajo aquel invierno. in vierno. Cuando me enteré, solté: -¿No se lo dije? Claro que sí, le dije a aquel estúpido cabrón que no metiera el heno húmedo.
37
En el jardín de los m ár ti tires res norteamericanos Cuando era joven, Mary vio a un u n hombre brillante y original quedarse sin trabajo porque había expresado ideas que les resultaron ofensivas a los administradores de la universidad donde enseñaban los dos. Ella compartía esas opiniones pero no firmó la carta de protesta. Después de todo, a ella misma la estaban ju zgando; como profesora, como mujer, como intérprete de la historia. Mary se andaba con cuidado. Antes An tes de dar una clase la escribía entera, utilizando u tilizando argumentos y muchas veces palabras de otros, autores aceptados, no fuera a ser que por casualidad dijera algo escandaloso. Sus propias ideas se s e las guardaba para sí, y las palabras con que las expresaba se fueron debilitando según pasaba el tiempo; s in desaparecer del todo se encogieron hasta ser puntos remotos, nerviosos, como pájaros que se alejan volando. Cuando el departamento se convirtió en un avispero de camarillas, Mary se dedicó a sus asuntos e hizo como que no se enteraba de los odios que había entre ellos. Para evitar parecer anodina se volvió excéntrica en cuestiones inofensivas. Empezó a jugar a los bolos, de los que terminó por disfrutar mucho, y fundó la sección de la Universidad Brandon de una sociedad dedicada a devolver el buen bu en nombre a Ricardo III. Aprendía de memoria frases cómicas a partir de discos dis cos y bromas de libros; la gente refunfuñaba refunfuñ aba cuando las soltaba, pero ella no dejaba que eso la interrumpiera, y después de un tiempo los refunfuños se convirtieron en la gracia de los chistes. Eran una especie de homenaje a la decisión de Mary de ponerse en evidencia. En realidad en la universidad uni versidad ninguna persona estaba más segura que Mary, pues se estaba convirtiendo en algo institucional, como una costumbre c ostumbre o una mascota; en parte de la idea que la universidad un iversidad tenía de sí misma. De vez en cuando cu ando se preguntaba si no había sido demasiado cautelosa. Las cosas que decía y escribía le parecían planas, secas, s ecas, como si otro les hubiera exprimido el jugo. Y una vez, mientras hablaba con un profesor p rofesor ilustre, Mary se vio reflejada en una ventana:
38 estaba inclinada hacia él y tenía la cabeza c abeza doblada de modo que su oreja quedaba justo delante de la boca en movimiento de él. La imagen le desagradó. Años después, cuando tuvo que ponerse pon erse un audífono, Mary sospechó que su sordera era consecuencia de que siempre había tratado de enterarse de lo que decía todo el mundo. En la segunda mitad del decimoquinto curso de Mary en Brandon, el rector convocó una reunión de todos los profesores y alumnos para anunciar que la universidad uni versidad estaba en quiebra y no volvería a abrir sus su s puertas. Él estaba tan sorprendido como ellos; el informe de los administradores había llegado a su mesa aquella misma mañana. Al parecer el director financiero de Brandon había h abía especulado con cierto tipo de acciones, perdiéndolo todo. El rector quiso comunicarles la noticia notici a en persona antes de que saliera en los periódicos. Lloró abiertamente y lo mismo hicieron alumnos y profesores, con sólo unas pocas excepciones; algunos cínicos de clase alta que aseguraban despreciar la educación que habían recibido. Mary no podía quitarse de la cabeza la palabra «especular». Significaba «suponer», y en términos de dinero «jugar». ¿Cómo podía un hombre h ombre jugarse una universidad? ¿Porqué querría hacer eso, y cómo podía p odía ser que nadie se lo impidiese? Aquello parecía pertenecer a otra época; Mary pensó en el dueño de una plantación, borracho, jugándose a sus esclavos. Solicitó varios puestos y recibió una oferta de una nueva nu eva universidad experimental de Oregón. Fue la única oferta que tuvo, tu vo, conque la aceptó. La universidad en un único ú nico edificio. Sonaban timbres todo el tiempo, había taquillas a los lados de d e los pasillos, y una fuente de agua que emitía un zumbido en cada rincón. La revista de los estudiantes salía dos veces al mes en un papel mimeografiado que resultaba húmedo al tacto. La biblioteca, que estaba junto a la sala de la banda de música, mús ica, no tenía bibliotecario y contaba con pocos libros. —Somos una obra en marcha —estaba orgulloso de decir d ecir el director, animadamente. El paisaje era hermoso, sin embargo, y Mary podría haber disfrutado de él si la lluvia no le hubiera ocasionado tantos problemas. Algo iba mal en sus s us pulmones que los médicos no conseguían curar y sobre lo que no se ponían de acuerdo; fuera lo que fuese, la humedad lo empeoraba. Los días lluviosos se formaba una condensación condens ación en el audífono de Mary y lo cortocircuitaba. Empezó a darle miedo hablar con la gente, pues nunca sabía cuándo tendría que sacar la caja de control c ontrol y darle un golpe contra la pierna.
39 Llovía casi todos los días. Cuando no n o estaba lloviendo estaba a punto de llover o despejándose. La tierra brillaba bajo la hierba, y la luz tenía un tono amarillo que se recrudecía durante las tormentas. En el sótano de Mary había h abía agua. Las paredes rezumaban, y encontró hongos detrás del frigorífico. Tenía la sensación de que se estaba oxidando, lo mismo que uno de aquellos coches viejos que la gente de por allí tenía en sus jardines delanteros encima de tacos de madera. Mary sabía que todo el mundo se s e estaba muriendo, pero le pareció que ella se estaba muriendo más deprisa que la mayoría. Continuó buscando otro trabajo, sin éxito. Luego, en el otoño de su tercer curso en Oregón, recibió una carta de una un a mujer que se llamaba Louise y que en otro tiempo había dado clases en Brandon. Louise se s e había apuntado un gran éxito con un libro sobre Benedict Arnold y ahora formaba parte del profesorado de una u na famosa universidad del norte del estado de Nueva Nu eva York. Decía que uno de sus compañeros c ompañeros se iba a jubilar a final de año y le preguntaba si le interesaría el puesto. pu esto. La carta sorprendió a Mary. Louise se s e consideraba a sí misma una gran historiadora y a casi todos los demás unos un os inútiles; Mary no sabía que pensara algo distinto de d e ella. Además, el entusiasmo por las causas ajenas no era algo que sintiera con facilidad Louise, la cual tenía cierto ci erto modo de contener el aliento cuando se mencionaban nombres conocidos, como si supiera supi era cosas que la amistad evitaba que revelase. Mary no esperaba nada, pero mandó un currículo y un ejemplar de su libro. Poco después Louise llamó para decir que el comité de selección, que ella presidía, había decidido concederle a Mary una entrevista a primeros de noviembre. —No te hagas demasiadas ilusiones —dijo Louise. —Oh, no —contestó Mary, pero pensó: «¿Por qué no me las voy a hacer?». No se iban i ban a molestar ni a pagar los gastos de su s u viaje a la universidad uni versidad si no fueran en serio. Y estaba segura de que la entrevista iría bien. Conseguiría Con seguiría gustarles, o al menos no dar motivo para desagradarles. Leyó sobre la zona con una un a extraña sensación de familiaridad, como si ya conociera esa región y su historia. Y cuando cu ando su avión dejó Portland y se elevó hasta las nubes en dirección este, Mary tuvo la impresión de que iba a casa. La sensación le duró, y se hizo más fuerte cuando aterrizaron.
40 Trató de describírsela a Louise cuando cu ando salieron del aeropuertode Syracuse y se dirigieron a la universidad, como a unahora en coche. —Es como un déjà vu —dijo. —El déjà vu es una patraña —dijo Louise—. Sólo es un desequilibrio químico de algún tipo. —Puede —contestó Mary—, pero todavía tengo esa sensación. —No te pongas seria conmigo —dijo Louise—. No es propio p ropio de ti. Limítate a ser tan graciosa y bromista como antes. Y ahora cuéntame, con franqueza, ¿cómo me encuentras? Era de noche, estaba demasiado oscuro para verle bien la cara ca ra a Louise, pero en el aeropuerto le había parecido demacrada, pálida e intensa. A Mary le recordó u na descripción de un libro que había leído sobre cómo los guerreros iroqueses se provocaban visiones por medio del ayuno. Tenía un aspecto de ese tipo. Pero no le gustaría oírlo. —Estás estupenda —dijo Mary. —Hay un motivo —explicó Louise—. Tengo un amante. Mi concentración ha mejorado, mi nivel de energía está alto, y he perdido cinco kilos. También tengo algo de color en las mejillas, aunque eso podría ser por el clima. Recomiendo vivamente la experiencia. Pero es probable que tú la desapruebes. Mary no supo qué decir. Aseguró As eguró que estaba segura de que Louise sabía lo que hacía, pero eso no parecía suficiente. —El matrimonio es una gran institución —añadió—, pero ¿quién quiere vivir en una institución? Louise refunfuñó. —Te conozco —dijo—, y sé en lo que estás pensando ahora mismo: «¿Qué pasa con Ted? ¿Y con los niños?». Mary, lo cierto es que no n o se lo tomaron nada bien. Ted no deja de darme la lata —le pasó su bolso a Mary—. Sé buena y enciéndeme un pitillo, ¿quieres? Sé que te conté c onté que lo había dejado, pero todo este asunto me ha resultado resu ltado muy duro, muy duro, y me temo que he empezado otra vez. Ahora estaban en los montes, mon tes, dirigiéndose al norte por una carretera estrecha. Altos árboles formaban una bóveda encima de ellas. Cuando Cu ando coronaron una cuesta Mary vio el
41 bosque todo alrededor, de un negro intenso in tenso bajo el cielo color ciruela. Había unas cuantas luces y éstas sólo s ólo hacían que la oscuridad pareciera mayor. —Ted ha conseguido poner a los niños n iños completamente en contra de mí —iba diciendo dici endo Louise—. No hay modo de razonar con ninguno n inguno de ellos. De hecho, se niegan n iegan por completo a discutir el asunto, asun to, lo que es muy irónico porque durante años he intentado in tentado inculcarles una buena disposición para que qu e vieran las cosas desde el punto de vista de otra persona. Si pudieran conocer a Jonathan Jon athan sé que pensarían de otra forma. Pero no quieren oír hablar de ello. Jonathan —dijo— es mi amante. —Comprendo —asintió Mary. Al tomar una curva los faros iluminaron a dos ciervos. Mary pudo verlos tensos cuando cu ando pasaba el coche. —Ciervos —dijo. —No sé —siguió Louise—, no sé s é qué hacer. Hago lo que puedo y nunca parece p arece que sea suficiente. Pero ya basta de mí... hablemos de ti. ¿Qué ¿Qu é opinas de mi último libro? li bro? —soltó un chillido y golpeó el volante con las palmas de las manos—. En serio, vamos a ver, ¿cómo te va? Debió de ser una auténtica sorpresa cuando cerró el viejo Brandon. —Fue duro. Las cosas no n o han ido bien, pero estarán mucho mejor si consigo este puesto. —Por lo menos tienes trabajo —dijo Louise—. Debes ver las cosas desde el lado positivo. —Lo intento. —Pareces muy pesimista. Espero que no estés preocupada por la entrevista, o por la clase. Preocuparte no te servirá de nada. Considera esto como unas vacaciones. —¿Clase? ¿Qué clase? —La clase que vas a dar mañana, después de la entrevista. ¿No te lo dije? Mea culpa, querida, mea maxim ma xima a culpa culpa . Últimamente he estado olvidadiza, nada normal. —Pero ¿qué tendré que hacer? —No te agobies —dijo Louise—. Limítate a elegir un tema y te lanzas. —¿Me lanzo? —Ya sabes, abres la boca y a ver qué qu é sale. Improvisa. —Pero yo siempre trabajo a partir de un texto preparado. —Muy bien. Te diré cómo. El año pasado escribí un artículo sobre el Plan Marshall del que me aburrí y nunca nunc a publiqué. Puedes leer eso.
42 Repetir como una cotorra lo que había h abía escrito Louise le pareció mal a Mary, al principio; luego se le ocurrió que qu e llevaba muchos años repitiendo cosas de otros, y que aquél no era el momento de tener escrúpulos. —Ya hemos llegado —dijo Louise, y entró por un camino circular con varias cabañas c abañas alrededor. En dos de las cabañas estaba encendida la luz; salía humo de las chimeneas . La universidad está a otros tres kilómetros siguiendo siguien do por ahí —Louise señaló la carretera—. Te invitaría a quedarte en mi casa, pero paso la noche n oche con Jonathan y Ted no es una un a buena compañía estos días. Apenas le reconocerías. Sacó las bolsas de Mary del maletero y cargó con ellas por los escalones de una cabaña a oscuras. —Mira —dijo—, te han preparado el fuego. No tienes más que encenderlo —se quedó de pie en mitad de la habitación h abitación con los brazos cruzados, observando a Mary mientras acercaba una cerilla para encender el fuego—. fu ego—. Ya está —dijo—. Te encontrarás en la gloria dentro de muy poco. Me encantaría enc antaría quedarme a charlar pero la verdad es que no no puedo. Esta noche tienes que dormir bien, te veré por la mañana. Mary se quedó de pie en la puerta y movió la mano cuando Louise se alejó por el camino levantando grava. Se llenó los pulmones, pulmon es, para saborear el aire; era áspero y limpio. Veía las estrellas con sus su s constelaciones, y los vagos raudales de luz lu z que corrían entre ellas. Aún se sentía inquieta por lo de leer un trabajo de Louise como propio. Sería su primer plagio total. Aquello seguro que la cambiaría. La haría de menos... cuánto cu ánto de menos, no lo sabía. Pero ¿qué otra cosa podía podí a hacer? Era indudable que no podría «lanzarse». Podrían faltarle las palabras, y entonces, ¿qué? Mary tenía miedo al silencio. Cuando pensaba en el silencio pensaba que se ahogaba, como si el silencio fuera una clase c lase de agua en la que no sabía nadar. —Quiero este trabajo —dijo, y se envolvió en su abrigo. Era de cachemira y Mary no se lo había puesto desde el traslado a Oregón, porque la gente de allí pensaba que eras pretencioso si te ponías algo que no n o fuese una camisa Pendleton o, claro, un impermeable. Frotó la mejilla contra el cuello levantado y pensó en una luna lun a de plata que brillaba entre unas ramas desnudas, negras, una casa blanca con persianas verdes, v erdes, hojas rojas que caían ante un cielo c ielo azul intenso.
43 Louise la despertó unas cuantas horas después. despu és. Estaba sentada en el borde de la cama, sacudiendo a Mary por el hombro y respirando respi rando ruidosamente. Cuando ella le preguntó qué pasaba, dijo: —Quiero tu opinión sobre algo. Es muy importante. ¿Crees que soy femenina? Mary se sentó. —Louise, ¿no puedes esperar? —No. —¿Femenina? Louise asintió con la cabeza. —Eres muy guapa —dijo Mary—, y sabes sacarte partido. Louise se levantó y paseó por la habitación. h abitación. —Ese hijoputa —dijo. Se volvió a acercar y se quedó qu edó de pie junto a Mary—. Supongamos que alguien dijera que yo no tengo sentido del humor. ¿Estarías de acuerdo o no? —Para algunas cosas lo tienes. Me refiero a que sí, tienes bastante sentido del humor. —¿Qué quieres decir con «para algunas cosas»? ¿Qué clase de cosas? —Bueno, si oyeras que alguien había muerto de un u n modo poco frecuente, como por la explosión de un puro de broma, te parecería gracioso. Louise se rió. —A eso me refería —añadió Mary. Louise se siguió riendo. —Oh, Señor —dijo—. Ahora me toca decir algo sobre ti —se —s e sentó al lado de Mary. —Por favor, no —dijo ésta. —Sólo una cosa —insistió Louise. Mary esperó. —Estás temblando —dijo Louise—. Sólo iba a decir... oh, olvídalo. Escucha, ¿te importa que duerma en el sofá? Estoy E stoy agotada. —Adelante. —¿Seguro que no te importa? Mañana es un u n gran día para ti —se dejó caer en el sofá y se quitó los zapatos de una patada—. Sólo iba a decir qu e deberías pintarte algo las cejas. Es como si no n o se vieran, y el efecto resulta desconcertante. descon certante.
44 Ninguna de ellas durmió. du rmió. Louise fumó sin parar y Mary observó cómo se iban apagando las brasas. Cuando hubo luz suficiente su ficiente para poder verse, Louise se levantó. —Mandaré a un estudiante a por ti —dijo—. —di jo—. Buena suerte. La universidad tenía el aspecto que debe tener una universidad. un iversidad. Roger, el estudiante encargado de enseñársela, explicó que era una u na copia exacta de un colegio universitario inglés, hasta las gárgolas y las ventanas con cristales emplomados. Se parecía tanto que a veces los directores de ccine ine la usaban como decorado. Andy Andy Hardy va a la universidad la habían rodado allí, y todos los otoños celebraban el Día Andy Hardy Va a
la Universidad, con abrigos de mapache y concursos donde se tragaban peces de colores. Encima de la puerta del Edificio del Fundador había una frase en latín que, traducida apresuradamente, significaba: «Dios ayuda a quienes se ayudan». Mientras Roger recitaba los nombres de ilustres ilus tres antiguos alumnos, a ella le sorprendió hasta qué punto se habían tomado a pecho aquel precepto. Se habían hecho con ferrocarriles, minas, ejércitos y estados; con imperios financieros que qu e contaban con sucursales en todo el mundo. Roger llevó a Mary a la capilla y le enseñó una placa con los nombres de todos los alumnos que habían muerto en combate, remontándose a la guerra gu erra de Secesión. No había muchos nombres. Al parecer también en eso los licenciados se habían andado con cuidado. —Ah, sí —dijo Roger cuando cu ando se iban—. Olvidaba contárselo. El comulgatorio procede de una iglesia de Europa a la que qu e solía ir Carlomagno. Fueron al gimnasio, y a las dos pistas de hockey, y a la biblioteca, donde Mary inspeccionó el fichero como si fuera a rechazar aquel trabajo si no tenían los libros adecuados. —Contamos con un poco más de tiempo —dijo Roger cuando salían—. ¿Le gustaría ver la central eléctrica? Mary quería seguir ocupada hasta el último momento, así que estuvo de acuerdo. Roger la condujo a las profundidades del edificio de servicios, explicando cosas sobre el aparato que iban a ver, sin duda dud a el más avanzado del país. —La gente cree que esta universidad es anticuada de verdad —dijo—, pero no lo es. Ahora admiten chicas, y hay algunas mujeres entre los profesores. De hecho, hay un estatuto que dice que tienen que entrevistar al menos a una mujer
45 por cada vacante. Ahí está. Estaban de pie sobre una pasarela de hierro encima enc ima del aparato más grande que Mary había visto nunca. Roger, que se estaba especializando en Ciencias de la Tierra, dijo que había sido construido a partir de un diseño inventado por un profesor de su departamento. Aunque antes había sido parlanchín, ahora se mostraba reverente. Estaba claro que para él aquel aparato era el alma de la universidad, que de hecho el objetivo de ésta era proporcionar utilidad a la máquina. Se apoyaron juntos en la barandilla y lo miraron zumbar. Mary llegó a la sala de ju ntas a la hora exacta de la entrevista, pero estaba vacía. Su libro se encontraba encima de la mesa, junto jun to a una jarra de agua y varios vasos. La encuadernación crujió al abrirlo. Las páginas estaban suaves, su aves, limpias, sin leer. Mary fue al primer capítulo, que empezaba: «Generalmente se cree que...». «Qué aburrido», pensó. Casi veinte minutos después entró Louise con varios hombres. —Perdona que lleguemos tarde —dijo—. No tenemos mucho tiempo así que será mejor que empecemos —presentó a Mary a los del comité, pero con una excepción los nombres no quedaron asociados a las caras. La excepción era el doctor Howells, el jefe del departamento, que tenía una nariz porosa y muy mala dentadura. Un hombre de cara lustrosa situado a la derecha del doctor Howells fue el que primero habló. —Bien —dijo—, tengo entendido que usted enseñó en la Universidad Brandon. —Fue una pena que la Brandon tuviera que cerrar —dijo un hombre joven con una un a pipa en la boca—. Hay sitio para instituciones in stituciones como la Brandon —mientras hablaba la pipa subía y bajaba. —Ahora está en Oregón —intervino el doctor Howells—. Nunca he estado allí. ¿Le gusta? gu sta? —No mucho —respondió Mary. —¿Es eso cierto? —el doctor Howells se inclinó hacia ella—. Creí que a todo el mundo le gustaba Oregón. He oído decir que es muy verde. —Eso es verdad —dijo Mary. —Supongo que llueve mucho —añadió él.
46 —Casi todos los días. —Eso no me gustaría gus taría —dijo, meneando la cabeza—. Me gustan los sitios secos. Claro que aquí nieva, y llueve de vez en cuando, pero es una lluvia seca . ¿Ha estado alguna vez en Utah? Ése sí es el estado que le conviene. c onviene. El cañón Bryce. El coro del Tabernáculo Mormón. —El doctor Howells se crió en Utah —dijo el joven de la pipa. —En aquellos tiempos era un sitio completamente distinto —explicó el doctor Howells . La señora Howells y yo siempre s iempre hemos hablado de volver cuando me jubile, pero ahora no estoy tan seguro. —Andamos cortos de tiempo —intervino Louise. —Y yo aquí hablando sin parar —dijo el doctor Howells—. Antes A ntes de terminar, ¿quiere decirnos algo? —Sí. Creo que deberían darme el puesto pues to —Mary se rió cuando dijo eso, pero nadie n adie respondió a su risa; ni siquiera la miraron. Todos apartaron la vista. Entonces Mary comprendió que no la estaban considerando en serio s erio para el puesto. La habían traído aquí para atenerse a una norma. No tenía esperanzas. Los hombres recogieron sus papeles, estrecharon la mano a Mary y le dijeron que estaban deseando asistir a su clase. —Nunca me canso del Plan Marshall —dijo el doctor Howells. —Lo lamento —se disculpó Louise cuando estuvieron solas—. No creí que fuera a ser tan desagradable. Ha sido una auténtica putada. —Dime una cosa —pidió Mary—. Ya sabías que no me iban a contratar, ¿verdad? Louise asintió con la cabeza. —Entonces ¿por qué me hiciste venir? Cuando Louise se puso a hablar sobre los estatutos, Mary la interrumpió. —Todo eso lo sé. Pero ¿por ¿ por qué yo? ¿Por qué me elegiste a mí? Louise anduvo hasta la ventana y habló de espaldas es paldas a Mary. —Las cosas no le han ido muy bien a la vieja Louise —dijo—. He sido s ido desgraciada, y pensé que tú podrías animarme. Solías ser divertida, y estaba segura de que qu e disfrutarías del viaje... no te costó nada, y esto es muy bonito en esta época del año, con las hojas y todo eso. es o. Mary, no sabes las
47 cosas que me hicieron mis padres. Y Ted tampoco me hace reír mucho. Ni Jonathan, el hijoputa. Merezco algo de amor y amistad, pero no tengo nada n ada —se volvió y miró su reloj—. Ya es casi la hora h ora de tu clase. Será mejor que vayamos. —Preferiría no darla. A fin de cuentas no tiene mucho sentido, ¿no crees? —Pero tienes que darla. Es parte de la entrevista —Louise le tendió una carpeta—. Lo único que debes hacer h acer es leer esto. No es mucho, teniendo en cuenta todo el dinero din ero que nos hemos gastado para traerte aquí. Mary siguió a Louise por el vestíbulo v estíbulo hasta el aula. Los profesores estaban sentados en la primera fila con las piernas cruzadas. Sonrieron y saludaron a Mary con la cabeza. Detrás de ellos el aula estaba llena llen a de estudiantes, algunos incluso ocupaban los pasillos. Uno de los profesores ajustó ajus tó el micrófono a la altura de Mary, agachándose cuando subió y se bajó del estrado como si prefiriera que no le viesen. Louise pidió silencio, luego presentó a Mary y dijo de qué trataría la lección magistral. Pero Mary había decidido lanzarse, después de todo. Subió a la tarima insegura de lo que diría; segura únicamente de que prefería morir a leer el artículo de Louise. El sol entraba a raudales por la vidriera de colores y caía sobre los que la rodeaban, pintando pin tando sus caras. Densas volutas de humo se alzaban de la pipa del joven profesor, cruzando un círculo de luz roja que había a los pies de Mary, volviéndose carmesí y retorciéndose como c omo llamas. —Me pregunto cuántos de ustedes saben s aben —empezó— que estamos en la Casa Larga, el antiguo dominio de las Cinco Naciones de los iroqueses. Dos profesores se miraron. —Los iroqueses no tenían piedad —dijo Mary—. Daban caza a la gente con palos, p alos, flechas, lanzas y redes, y con c on cerbatanas hechas con cañas de saúco. Torturaban a los prisioneros, prisi oneros, sin perdonar a ninguno, ni siquiera a los niños pequeños. Arrancaban las cabelleras y practicaban el canibalismo y la esclavitud. Como no tenían piedad, se hicieron poderosos, tan poderosos que ninguna otra tribu se atrevía a oponérseles. Hacían que las demás d emás tribus les pagaran tributos, y cuando ya no tenían más que pagar, los iroqueses les atacaban.
48 Varios de los profesores empezaron a murmurar. mu rmurar. El doctor Howells le estaba diciendo algo a Louise, que negaba n egaba con la cabeza. —En una de sus correrías c orrerías —siguió Mary—, capturaron a dos sacerdotes jesuitas, Jean de Brébeuf y Gabriel Lalement. Untaron a Lalement con brea y le prendieron pren dieron fuego delante de Brébeuf. Cuando Brébeuf les increpó le cortaron los labios y le metieron un hierro hi erro candente por la garganta. Le colgaron un collar de hachas pequeñas al rojo vivo alrededor del cuello y le echaron agua hirviendo por encima de la cabeza. Como él continuaba predicándoles le cortaron tiras de carne del cuerpo cu erpo y se las comieron ante sus ojos. Mientras todavía estaba vivo le arrancaron la cabellera y le abrieron el pecho y bebieron su sangre. Después, su jefe arrancó el corazón de Brébeuf y se lo comió, pero justo antes an tes de que hiciera eso, Brébeuf le habló por última vez. Dijo... —¡Basta! —gritó el doctor Howells, levantándose de un salto. Louise dejó de menear la cabeza. Tenía los ojos perfectamente redondos. Mary había llegado al final de sus datos. No sabía qué había dicho Brébeuf. El silencio se alzó a su alrededor; justo cuando cu ando pensaba que iba a hundirse y a perderse en el silencio, oyó que alguien silbaba en el pasillo p asillo de fuera, gorjeando las notas como un pájaro, como muchos pájaros. —Enderezad vuestras vidas —dijo Mary—. Os habéis engañado por el orgullo de vuestros corazones y la fuerza de vuestros vu estros brazos. Aunque alcéis el vuelo tanto como el águila, aunque hagáis vuestro nido entre las estrellas, os haré caer desde allí, dijo el Señor. Abandonad el poder por el amor. Sed buenos. bu enos. Haced justicia. Caminad con humildad. Louise estaba agitando los brazos. —¡Mary! —gritó. Pero Mary tenía más que decir, deci r, mucho más. Contestó a Louise con un movimiento de brazo y luego desconectó su audífono para que no n o la volvieran a distraer.
49
Tobi as W olf Tobias olff: f: "Sueñ o con escribi escribirr e l cuento per fect fecto" o" Por Rober oberto to Car Careaga eaga Son las 8.30 de la mañana en Palo Alto, California, cuando Tobias Wolff (1945) contesta el teléfono. Lleva un rato despierto. Mientras esperaba la llamada desde Chile, trabajaba en una novela de la cual cu al no habla por "pura superstición". El tono bajo y cálido de su voz va bien con esa pose calmada en la que suele ser fotografiado, pero no siempre podría ser la de sus solitarios personajes. No. Al teléfono, Wolff no parece un hombre en problemas o a punto de vivir una experiencia reveladora. Tuvo una infancia complicada, peleó en la Guerra de Vietnam, pero hoy ríe sin mucha provocación, cuenta anécdotas y, dado el momento, da rienda suelta a una un a sabiduría literaria forjada por una vida dedicada al oficio. Wolff es un trabajador. Hace años está buscando el cuento perfecto. Si en alguna parte están esos relatos perfectos es en Aquí empieza nuestra historia. Desde ya, un volumen ineludible in eludible en la bibliografía de Wolff y en la reciente recien te literatura de EEUU. El libro cubre 30 años de trabajo: a 21 cuentos ya publicados, se suman 10 inéditos. "Son los mejores cuentos que he escrito", esc rito", dice a La Tercera. No es sólo una selección: Wolff revisó cada texto, palabra por palabra, y quitó todo lo que sobraba. s obraba. Compañero de generación y amigo de Richard Ford y Raymond Carver (el trío perfecto del "realismo sucio"), desde mediados de los 70 Wolff viene abriéndose paso en la noble tradición americana de Cheever, Fitzgerald, Hemingway y otros. Profesor de la Universidad de Standford, su vida está en sus su s libros: su nómade y compleja niñez niñ ez con su madre está en La vida de este chico chic o (1989), sus años en Vietnan en En el ejército del faraón (1994) y, En Vieja escuela escu ela (2003), relató sus últimos años escolares y el descubrimiento de la literatura. Siempre exploró vidas de americanos an ónimos, que no por ser anónimos carecen c arecen de épica. O drama.
50 Ahí están los amigos que se confiesan en el cuento "Cazadores en la nieve", ni eve", el cabo perdedor que sueña con Vietnam en "La alegría del soldado", s oldado", esa profesora que cree poder redimir una vida sin riesgos en un discurso en "En el jardín de los mártires americanos" y el adolescente mitómano de "El mentiroso". Hay más en Aquí empieza nuestra historia. Mucho más. ¿Qué cambios hizo en los viej viejos os cuentos? Si veía una palabra que no era la correcta, buscaba la correcta. Siempre me ha interesado ver hasta dónde puedo llevar lo implícito. Hemingway dijo que un cuento debía ser como un iceberg, con el 90% bajo el agua. Esa imagen me ha h a inspirado mucho. Si como lector puedo entender algo sin que me lo digan, lo corto del texto. No cambio los finales de los cuentos, tampoco la narrativa o los nombres de los personajes, busco que el lenguaje sea lo más expresivo posible. ¿Quedó satisfecho? Bueno, ese es el problema. Estos cuentos cu entos han sido reescritos muchas veces a lo largo de los años. No puedo parar, es una locura. No puedo poner un punto final. Pero los los he leído públicamente y no he visto mucho que cambiar. Quizás estoy viejo. ¿Busca el cuento perfecto? Sí. Es muy difícil escribir la novela perfecta, pero con los cuentos uno piensa que quizás sí puede hacerlo. Es un sueño. su eño. Quizás sí puedo hacer algo perfecto en este mundo. Es muy difícil hacerlo con todo lo demás: con la familia, con tu trabajo... Es un poco poc o iluso, pero es un gran sueño. Despué s de leer sus r elatos, ¿dio con algo que le hiciera decir: este es un cuento de Tobias Wolff?
51 Un escritor no está consciente consc iente del agua en que está nadando. Si empezara a pensar en mí como cierto tipo de escritor esc ritor (Tobias Wolff escribe así y así) sería mi ruina. Quiero Qu iero tener una sensación de libertad li bertad cuando escribo. Se lo dejo a mis lectores. Muchos person aje ajess son so li litarios tarios y están están en problemas, pero sufren en silencio. ¿Qué le atrae de ellos? Pareciera que describes a todos los que conozco. La mayoría luchamos y pasamos nuestras penas en silencio porque no queremos ser una carga para el resto. Hay pocas personas con quienes nos sentimos cómodos compartiendo nuestra vida interior. Todos tenemos vidas solitarias. Pero no estoy totalmente de acuerdo acu erdo con esa descripción. Quizás es correcta, pero nunca he pensado en escribir cuentos sobre personajes solitarios que sufren en silencio ¿Cómo recuerda a Raymond Carver? Lo conocí hace 35 años. Todavía bebía y no n o estaba en muy buena forma. Con Richard (Ford) lo echamos mucho de menos. menos . Ray era maravilloso. Muy amable, cálido, divertido, excéntrico. Si ibas a su casa c asa después de las ocho siempre estaba en pijama. Le encantaba el chocolate, se convirtió en su nueva droga. No le gustaba compartirla. Era muy divertido. ¿Le hizo sentido el término "r ealismo sucio"? Ese fue un término que la revista Granta inventó casi como una broma. Estaba Richard Ford, yo, por supuesto Ray... Todos, cuando lo vimos, nos reímos. "Oh, ahora somos realistas sucios"... También he sido llamado minimalista, neo realista... ¿Le mo lestan las etiquetas? etiquetas?
52 A ningún escritor esc ritor le gusta escribir bajo una bandera o sobre una u na específica ideología o estética. Chéjov alguna vez dijo: "Soy un artista libre y nada más". Es lo que todos queremos. Ahora, si realmente lo somos es otra pregunta. pregu nta. No somos tan libres como creemos. Pero la ambición está ahí: operar de forma independiente independ iente y no pertenecer a ninguna escuela. Pero creo que u sted es parte de una tradición de cuentistas en EEUU. EE UU. Probablemente. Hace como 20 años, desde Latinoamérica vino un impulso para los escritores para intentar algo parecido a García Márquez, Julio Cortázar, una narrativa parecida al realismo mágico. Luego vino el posmodernismo, posmodernis mo, la idea de que la narración era simplemente una convención que debía ser quebrada y que la verdadera literatura debía tratar sobre la literatura misma. Que la literatura estaba agotada. Ahí estaban autores como Donald Barthelme. Yo pertenezco a otra tradición. No creo que los cuentos estén agotados. Creo en el poder de los cuentos. c uentos. La literatura puede decirnos cosas muy profundas y elocuentes sobre nuestras vidas. ¿A quiénes nom braría en esa tradición? ¿Cheever, ¿C heever, Hemingway? Absolutamente. Fitzgerald, Sherwood Anderson, Flannery O'Connor, Katherine Ann e Porter, Melville... Es una un a larga tradición. ¿Realismo? Sí, pero no un realismo plano. Si lees un cuento de Melville o de O'Connor, O'Con nor, hay elementos grotescos, de exageración y fantasía que también son parte de la vid a. No quiero usarlo en un sentido s entido limitado: alguien se despierta en un departamento pequeño, va a un trabajo que odia, vuelve a casa y ve televisión toda la noche. No es lo qu e tengo en mente. ¿Por qué escribió sobre su niñez en La vi vida da de un chico?
53 Había estado escribiendo algo así como ficción autobiográfica. Como lo hace Roberto Bolaño, él usa historias de su vida, pero también inventa. Empecé a escribir algunas cosas sobre mi vida, porque mi memoria podía fallar. Pero no quería publicarlo. Tenía una fobia ante la posibilidad de que la gente supiera supi era que el protagonista de mis libros era yo: prefería la máscara de la ficción. ficción . Intenté convertirlo en una novela, pero no resultaba. Finalmente, me me di por vencido. Lo pasé muy muy bien. Generalmente, uno siente al escribir que está empujando una roca hacia haci a la cima de un cerro, pero a veces es como dejarse llevar por las olas. Nunca pensé que lo haría de nuevo. Lo hizo. Escribió En el ejército del faraón faraón . Sí, lo hice. Había escrito un cuento cu ento ambientado en Vietnam, pese a que me había prometido no escribir nunca sobre Vietman. ¿Cuál era la razón de esa decisión? Había tantos clichés sobre la guerra. Por 20 años a ños todos hablaban de la guerra. Pero a veces tienes que dejar salir las cosas. cos as. Me gustaba el cuento sobre Vietnam que había h abía escrito, pero no estaba contando toda la historia. De nuevo pasó p asó lo mismo. La fuerza de la historia recaía en contar hechos verdaderos, en vez de d e recubrir de ficción algo autobiográfico. Ahí apareció En el ejército del faraón. ¿Tuvo beneficios personales escr ibir libros libros autobiográficos? Todo lo que te dé una un a clara visión de lo que has sido es probablemente beneficioso. Pero no escribí esos libros por razones terapéuticas. Lo hice porque soy un escritor.
54
El cor coraje aje de Wolff W olff Por Andrea Aguilar
Le interesa la mentira. Los personajes que pueblan pu eblan las historias de Tobias Wolff (Alabama, 1945) a menudo construyen una realidad alternativa. No se trata de dementes incapaces de distinguir entre realidad y ficción, ficc ión, sino de fabuladores natos; embusteros prestos a manipular una verdad que no les convence. En la mentira encuentran una vía de salida. Así, el adolescente del d el relato 'El mentiroso', a raíz de la muerte mu erte de su padre, inventa que sus familiares padecen terribles enfermedades. El autoestopista que recogen un hermano triunfador y otro echado ech ado a perder en 'El hermano rico' habla del delirante descubrimiento de unas minas de d e oro. En 'Mortales', un gris recaudador recaud ador de impuestos miente sobre su propia muerte para que le escriban un obituario. En Aquí empieza nuestra historia (Alfaguara) este maestro del género ha reunido 30 de sus mejores cuentos. Colaborador habitual de la revistas The New Yorker y Atlantic, Atlantic, en sus páginas publicó gran parte de estos relatos. Casi dos tercios de las historias his torias del nuevo libro fueron recopiladas en colecciones anteriores, pero Wolff ha añadido 11 nuevos cuentos. Con esta antología el escritor ha añadido el Story Award que recibió el mes pasado a su larga lista de galardones, entre los que figuran el PEN / Malamud y el Premio de la Academia de Letras y las Artes de América. Dice el escritor estadounidense que una de las claves de su oficio es "la experiencia de primera mano". En más de una un a ocasión se ha referido a su padre como un mentiroso compulsivo. Al separarse sus padres, su hermano mayor, el también novelista Geoffrey Wolff, se marchó con él. Ambos han escrito sobre la querencia de su progenitor a tergiversar la realidad. Tobias peregrinó con su madre por varias ciudades de Estados Unidos. En Concrete, Washington, ella volvió a casarse. Wolff falsificó las cartas de recomendación y su historial y consiguió que le aceptasen en un u n prestigioso internado, el Hill School de Pensilvania. "Era la única manera en que podía entrar. Fue un acto de desesperación. Suspendí matemáticas y me expulsaron. Me lo tenía merecido", asegura. Tras la
55 expulsión se alistó al Ejército y luchó en Vietnam antes de licenciarse en Literatura en la Universidad Oxford. En su autobiografía Vida de este chico desveló su mentira adolescente. En En el ejército del faraón hizo un memorable recuento de la incertidumbre, el terror y el absurdo absu rdo de su experiencia en la guerra. Decepción y traición. Miseria moral teñida con un u n humor seco y feroz. Wolff tantea este escabroso terreno sin caer en sentimentalismos, ni decoros. No hay piedad, ni disimulo. En su trabajo late lo crudo, crud o, lo banal y lo real. Sin alardes aparentes habla de la tentación y la caída, de la absurda conciencia. Quizá por todo esto a Wolff se le encasilló como uno de los autores del llamado realismo sucio. Aquello fue a principios de los ochenta cuando Raymond Carver y Richard Ford -sus amigos y compañeros de generacióndiseccionaban con su afilada prosa las miserias mi serias cotidianas. "Conocí a Carver cuando yo estaba becado en la Universidad de Stanford en un programa de literatura", recuerda. "Tenía unas largas patillas. Nos presentó una colega que ya había triunfado. Él todavía no había publicado su primer libro. Apenas hablamos. h ablamos. Unos años después coincidimos en la Universidad de Siracusa dando clase. Vivimos en la misma mi sma casa y nos pasábamos las noches en vela hablando". Una fría mañana de invierno invi erno Wolff posa paciente para las fotos en una esquina es quina desangelada de Central Park. La fina cazadora de cuero y las redondas gafas de sol de de aire retro dejan claro que a este residente resi dente del Estado de California las gélidas temperaturas le han pillado por sorpresa. En 1997, Wolff regresó regres ó a la Universidad de Stanford en Palo Alto donde imparte i mparte clases de literatura y un taller de escritura. Una Un a gorra de lana le cubre la cabeza; el espeso bigote blanco, la irónica sonrisa. En vista del frío, el escritor acelera el paso camino de la casa de un amigo en el Upper East Side donde él y su esposa se están alojando. En la amplia cocina, coc ina, todos en pijama, comentan el periódico y bromean sobre la actualidad actu alidad política. El ambiente en esta town lu gar tranquilo donde hablar. Un house es distendido y familiar. Wolff busca un lugar ascensor de los años veinte forrado en papel de rayas le lleva hasta la segunda planta y allí, en un amplio salón bajo un ventilador de techo imposible i mposible de parar, habla acerca de su colección de cuentos. En los cuentos escritos es critos hace décadas aparecen veteranos y soldados, en alguno de los más recientes Irak suena de fondo. "Es parte de la misma historia, pero la comparación
56 entre las dos guerras es demasiado fácil. Es la misma retórica en contra de rendirse. La idea de que porque ya han caído tantos tenemos que seguir allí, que fácilmente confunde al público", asegura. ¿Se olvidaron las lecciones lecc iones aprendidas? "Tuvimos cuidado durante un tiempo pero la victoria es una u na industria sensacional. Hemos heredado una determinada tremenda falta de honestidad que está instalada en nuestras vi das". El nuevo libro arranca con una confesión en el prólogo: Wolff ha retocado sus viejos relatos, y lo ha hecho porque como autor considera con sidera que ese material sigue vivo. Fue Fu e otro Wolff quien los escribió, admite, pero el de ahora ah ora se siente con pleno p leno derecho a meter mano, en beneficio del lector. "No he cambiado el argumento. La mayor parte de los cambios han sido de lenguaje, de precisión, p recisión, de depuración. Si puedes prescindir de algo, ¿por qué no quitarlo? Los cambios cosméticos son importantes. A veces estás dentro den tro y no lo ves. Ése ha sido el problema que he tenido cuando cuand o he escrito algunas historias", dice sentado en el sofá. Sus argumentos resultan convincentes. Wolff sabe cómo persuadir a sus interlocutores con sus razones sensatas. Inspira confianza con su aire tranquilo y cercano. Evita cualquier demostración banal de ego. "Estoy en un u n constante estado de revisión y edición. Y las historias nunca llegan a un punto en el que están cerradas, nunca llega un momento en que esto para. Porque vamos cambiando", c ambiando", aclara. En los más de treinta años que abarca este libro, ¿qué ha cambiado en su escritura? "Un lector tendría más que decir que yo sobre eso. Pero cuanto más tiempo llevas escribiendo más preguntas te haces. Ahora sé que si empleo el suficiente sufic iente tiempo puedo conseguir algo. He ganado seguridad, pero los retos también son mayores. Te conviertes en prisionero de ti mismo mis mo y no quieres hacer algo que te disminuya. dis minuya. Te esfuerzas por mantenerte inquieto". En el prólogo de Aquí empieza nuestra historia, Wolff insiste en su afán por descubrir complicados procesos morales o mecánicos que pasan inadvertidos a primera vista, y comparte con los lectores el filtro previo a la publicación de un cuento. cu ento. "Piensen que antes de que salga publicado en una un a revista un editor lo ha leído lápiz en mano y que al menos algunas de sus sugerencias han sobrevivido a las negociaciones, no porque me hayan forzado sino porque yo he creído que mejoraban la historia. Luego otro editor lo
57 ha leído antes de publicarlo en una u na colección de cuentos y sin s in duda tenía algo valioso que decir. Y si la historia ha sido elegida para una antología, como todos o casi cas i todas de las que están aquí reunidas lo han sido, yo le habré dado otro repaso, y lo he h e vuelto a hacer de nuevo antes de que salga la edición en bolsillo", escribe. El controvertido caso de su amigo Raymond Carver y el mítico editor Gordon Lish -que con su afilado lápiz tachó sin compasión secciones enteras de sus cuentos- es paradigmático de este proceso. "Sí, yo sabía que Lish tiene mano dura", du ra", dice Wolff. La publicación póstuma de la versión completa c ompleta de los relatos de Carver impulsada por su viuda ha reabierto la polémica. "Creo que eso es una cuestión para estudiosos o académicos. Al final Carver eligió las historias que quiso incluir en su última antología. Regresó a los originales en unos casos y en otros decidió quedarse con la versión editada. Lo que ha ocurrido ahora embarra de alguna manera su legado". Wolff ha tomado precauciones. "Ya he dejado dicho que cuando muera, por favor, que no me toquen los papeles. No quiero qui ero que la gente sepa. Entiendo que no es una actitud generosa hacia escritores futuros pero los borradores son asunto mío", añade con una sonrisa. Para evitar tentaciones futuras a sus deudos, dice que ya ha comenzado a destruirlos. ¿Con cuántos trabaja? Desde que escribe en ordenador le cuesta seguir la pista, pero muchos de los cuentos de Aquí empieza nuestra historia los tecleó a máquina. Hacía unas doce versiones. "Cuando empiezo a escribir sé s é adónde quiero llegar, pero pienso mientras avanzo y mi idea original cambia. Me pregunto cosas cos as como qué es lo que realmente le preocupa a un personaje. ¿Cuál es en realidad la relación de poder? Moralmente, ¿qué está pasando?". Admirador del trabajo de Flannery O'Connor y de Faulkner -"les encantaba hacer parodia"-, Wolff pasó su infancia enganchado a los relatos de O. Henry, uno de los padres del cuento americano que inició inic ió su carrera literaria para mantener a su hija mientras él cumplía condena en una u na cárcel por estafa. "Me encantaban sus finales con truco, con sorpresa como en 'Regalo de Reyes'. Con él descubrí el sentido de la estructura", recuerda. En Jack London y Hemingway encontró historias que al principio no entendía pero eran vivas y afiladas. En aquellas lecturas descubrió que "a la gente le encanta quererse a sí misma". Confiesa que también pasó mucho tiempo "haciendo el tonto", en busca tan sólo de variedad. A los 14 años decidió que quería ser escritor.
58 Su pasión por el relato se ha mantenido mantenid o intacta. "Tiene una densidad especial, encapsulada, algo que sólo empiezas a apreciar con el paso del tiempo. Es como c omo un poema", explica. ¿La clave del cuento perfecto? "Bueno, pues que sientas que está en armonía con tu sentido de la vida, que capture algo". Los de Carver -"declarativos, aparentemente rectos pero en los que algo se vuelve v uelve extraño de forma muy rápida"- y los de Turguénev -"sus historias no son s on concluyentes, forman un collar"- se cuentan cu entan entre sus favoritos. En uno de sus nuevos relatos, 'La estudiante madura', resuena el eco de otro gran escritor: el checo Milan Kundera. La alumna Teresa entabla una conversación con su profesora de Historia del Arte, inmigrante de Checoslovaquia Ch ecoslovaquia que acaba confesando sus delaciones como confidente de la policía secreta en Praga en los años setenta. "Es curioso pensar que alguien toma parte en eso y continúa con su vida. Es difícil vivir con eso encima", reflexiona. Wolff cuenta que al escuchar las acusaciones contra Kundera, que le señalaban como delator, d elator, se quedó helado. "Si fuese verdad me quedaría devastado. Cuando lees su trabajo te entra en las venas". La mentira, la impostura y la ficción fic ción comparten un terreno común. Pero Wolff reivindica reivindic a la verdad. Habrá que creerle. La literatura, sostiene, es un gesto de honestidad. "Yo no igualo el arte a la mentira. Los novelistas inventan la verdad, eso es algo distinto. di stinto. Cuando los escritores serios escriben van a lugares que son dolorosos. No se escapan", explica. Al final, dice, se trata de crear algo convincente, real, sincero. sinc ero. "La mentira es por naturaleza negación. La industria absurda de las memorias autocomplacientes. Eso suena muy falso". Wolff piensa que los escritores esc ritores deben usar sus propias debilidades, su lado oscuro. "Fitzgerald era un trepa social y fue un niño mimado. Cuando escribía usaba todo esto y hablaba de ello sin tapujos. Entendía perfectamente de qué iba el personaje de El niño rico con sólo mirar su propio carácter". ¿Cómo hizo él frente a sus mentiras? "Por un lado, está la decepción deliberada del otro, y luego l uego están las mentiras como invención para encontrar alguna manera de traspasar las ambigüedades de la vida, para alcanzar algunas verdades. Se necesita coraje para exponerte".
59
"El cuento es un a rte experim ental ental"" Por Pedro B. Rey En Remembering Ray , un libro colectivo en homenaje a Raymond Carver, Tobias Wolff (Alabama, 1950) cuenta una anécdota imperdible sobre el autor de Catedral . Durante una conversación en que los dos intercambiaban historias personales, Wolff se sintió obligado a estar a la altura del difícil di fícil pasado de su amigo. Casi sin darse cuenta, se descubrió improvisando una vieja y superada adicción a la heroína. Mientras el otro lo interrogaba con interés, recordó hasta qué punto Carver era famoso por sus su s indiscreciones y le pidió que todo quedara entre los dos. Cuando unos días después, culposo, lo llamó para confesarle el engaño, se encontró con un silencio de piedra. Carver ya había propalado la noticia (entre unos pocos que, según él, no la repetirían) y, como si fuera el protagonista de una u na de sus historias, durante años Wolff tuvo que tolerar estoicamente que conocidos y desconocidos le transmitieran piadosas palabras de aliento. "Raymond era una persona muy jovial -recuerda hoy el escritor desde su casa en California, antes de partir raudamente a la Universidad Universi dad de Stanford, donde enseña Escritura creativa- y fuimos muy buenos amigos. Fue Fu e una persona decisiva en mi vida, pero lo central es que su obra no deja de crecer con el paso p aso del tiempo. No quedan dudas de que la suya es una u na de las voces indiscutibles de la literatura li teratura norteamericana." La reivindicación puede parecer redundante. No lo es si se piensa en algunas de las críticas que recibió el minimalismo durante su eclosión en los años ochenta, cuando los imitadores genéricos de Carver, Wolff y Richard Ford se s e desperdigaban como una mancha de petróleo por cada rincón de d e la literatura estadounidense. Algunos (Paul West, por ejemplo) los acusaban de empobrecer el vocabulario y ser la contraparte literaria de la televisión. Mientras tanto, en Inglaterra, Bill Bu ford acuñaba en la influyente revista Granta un término descriptivo, "realismo sucio", que los supuestos
60 cultores del estilo no tardaron en execrar. Más de dos décadas después, aquietadas las aguas de aquel revival cuentístico, Wolff que prefiere la conversación telefónica a la respuesta escrita "porque tipea con un solo dedo"- reniega de cualquier fórmula. "Para empezar nunca existió una escuela literaria llamada ´minimalismo´ o ´realismo sucio´. suc io´. Yo comencé a escribir de esta es ta manera cuando era joven y de buscar bus car antecedentes puedo remontarme a un libro tan lejano como En nuestro tiempo , de Hemingway. H emingway. Algo similar le pasó a John Joh n Barth, William Gaddis, Robert Coover, y hasta cierto punto Pynchon, escritores muy distintos entre sí, a los que siempre se agrupa en una inexistente escuela posmoderna." Wolff tiene motivos para trazar diferencias. Aunque sus libros compartan evidentes rasgos temáticos y estilísticos -ambientes de ciudades pequeñas y degradadas, personajes no siempre recomendables, el uso extensivo de la elipsis, las resoluciones epifánicas-, la reciente publicación en la Argentina A rgentina de Aquí empieza nuestra historia , una amplia antología que reúne una veintena vein tena de relatos conocidos más diez inéditos, revela hasta qué punto la suya es una u na obra personal. Al escritor le gusta hablar de honestidad en relación con sus personajes. Aunque la clave de bóveda de su oficio parece residir residi r en la resta y no la suma de palabras, sus relatos están lejos de la parquedad. La mayoría ronda las quince páginas y la anécdota que en teoría los guía suele tomar desvíos inesperados, como si la narración consistiera consi stiera en saber esperar el momento en que se activa la deriva. Wolff es un escritor renuente renu ente a las exigencias de periodicidad que reclama el mercado: en más de tres décadas ha publicado cuatro libros de cuentos, tres novelas (la última, Vieja escuela ) y dos notables n otables memorias novelizadas: Vida de este chico (1989), sobre la errática vida con su madre tras la separación s eparación familiar, y En el ejército del faraón (1994), sobre sus experiencias como soldado s oldado en Vietnam. Su narrativa, sin embargo, se apoya principalmente en las formas breves, que ha practicado de manera infatigable durante las últimas tres décadas. "El cu ento -explica
61 Wolff cuando se le pregunta pregun ta por esa predilección- es más exigente, cada palabra debe estar en su lugar, lu gar, obliga a pensar más y estar más atento, a diferencia de la novela, que necesita un marco de tranquilidad. Hay pocas novelas perfectas, pero sí muchos cuentos perfectos. Lo que encuentro interesante en un relato es que permite al lector olvidarse por momentos de que está leyendo una un a historia. Y eso me permite como escritor la posibilidad de ensayar muchas más variantes. El cuento cuen to es un arte mucho más experimental." Uno de los temas que su narrativa visita una y otra vez es la mentira. Sus personajes suelen ser fabuladores de diverso grado (uno de sus cuentos más logrados, que narra las peripecias de un adolescente compulsivo, se llama justamente jus tamente "El mentiroso"). Podría creerse que escribir es una forma de exorcismo, el modo de confinar las imposturas al terreno de lo escrito. "Siempre hay algo de experiencia personal en lo que se escribe, pero hay algo profundo en la mentira. Es la manera como la gente, y los personajes, p ersonajes, lidian con el mundo mun do que tienen enfrente. Al mentir, de pronto se advierte que uno no es siempre el mismo, que se está cambiando permanentemente y que al final de la vida vid a se ha terminado siendo muchas personas." En Aquí comienza nuestra historia , la proximidad proxim idad de antiguos y nuevos cuentos cu entos produce una impresión de continuidad. Se diría que, qu e, un poco a la manera de Walt Whitman, que iba engrosando periódicamente sus Hojas de hierba, Wolff estuviera escribiendoun único volumen destinado a capturar vidas mínimas. "Me halaga que pueda leerse así. Originalmente sólo iban a publicarse los cuentos nuevos, pero me dio curiosidad ver qué tipo de parábola trazaban al ponerlos lado a lado." La literatura estadounidense ha vivido obsesionada por la "gran novela americana", pero encontró en el cuento cuen to una tradición que no se desarrolló de la misma mis ma manera en otras latitudes. ¿Es el relato corto el género por excelencia del país del norte, su marca de "excepción", como el béisbol o el fútbol fú tbol americano lo son para el deporte? "Yo no n o le vería desde ese punto de vista. En realidad pueden rastrearse influencias muy diversas en los cuentos que se escriben aquí -dice -dic e Wolff-. Es claro el influjo influj o de cierta narrativa irlandesa, por ejemplo, y también, de la narrativa rusa. ru sa. Baste pensar en la importancia
62 que tuvo Chejov para Carver. Y también, más cerca en el tiempo, el influjo que tuvo en muchos otros escritores un autor como Borges. Yo diría que toda literatura es un tejido de influencias mutuas." No es fácil explicar esa tradición idiosincrática, que comienza en Poe y llega hasta la actualidad. "Hace cincuenta años -razona Wolff- había un gran mercado para los relatos cortos y eso fomentó el género. Todas las revistas querían publicar cuentos, que eran una buena fuente de ingresos, como c omo ejemplifica el caso de (Francis Scott) Fitzgerald." El escritor no añora sin embargo aquella época, cuando se la invoca como una suerte de paraíso perdido. "No todo lo que salía en esas publicaciones valía la pena. Los cuentos de Fitzgerald que resisten mejor, ´Babilonia revisitada´ o ´El diamante grande como el Ritz´, son los textos que publicó en Esquire , una revista que qu e en aquellos tiempos era bastante literaria. Muchos otros son muy poco interesantes." En los raros caminos camin os que propone el destino, Wolff tiene un cómplice c ómplice impensado: Geoffrey, su hermano ocho años mayor, también escritor. La historia es singular: cuando los padres se separaron, s epararon, Tobias quedó a cargo de la madre, que se mudó al noroeste de los Estados Unidos, donde dond e tuvo una vida conflictiva (los detalles d etalles se cuentan en Vida de este chico , de 1989). Geoffrey, por su parte, permaneció con su padre, un estafador consuetudinario obsesionado por la alta sociedad y el lu jo (en su libro Duke of Deception , de 1979, se encargó de narrar n arrar esa historia). Ambos libros pueden leerse como el magnífico díptico sobre una un a familia partida en dos, para siempre. "Es curioso -dice Tobias cuando se s e le pregunta por su hermano mayor, al que qu e recién reencontró cuando él mismo ya era joven- porque nadie diría que es mi hermano. Al criarnos cada uno por su lado, venimos de culturas distintas, incluso, me animaría a decir, de una clase social s ocial distinta." De esos memorables malentendidos está hecha buena parte de la obra de Wolff y en "El hermano rico", uno de d e sus cuentos, puede intuirse cómo la realidad se transmutó en ficción hasta volverse apenas reconocible. reconocible.
63
Invi tación a Tobias W olff Invitación olff:: la l a vida com o una novela novel a Por Ricardo Pita
Al comienzo de “Diarios”, el libro de Arcadi Espada que disecciona algunos de los vicios del trabajo periodístico actual, el autor lanza sus dardos más afilados contra lo que
64 denomina “novelización de los hechos”, h echos”, una “infección literaria” que, a partir de “ A sangre fría”, el célebre reportaje novelado de Truman Capote, ha hecho, dice, mucho daño al periodismo. Espada reivindica una nítida n ítida distinción entre lo real y lo ficticio, una delimitación que considera nuclear en los periódicos pero que, y esto es lo que qu e nos interesa ahora, reclama asimismo en el género memorialístico y en cierto tipo de historias semiliterarias. Según afirma tomando pie en “ Soldados Soldados de Salamina” Sa lamina” , de Javier Cercas, y en “ Vivir Vivir para contarla” contarla” , las memorias de García Márquez, «es muy importante distinguir entre lo que es real y lo que no. ¿Cuándo sabemos qué ocurrió y qué no, dónde está la línea divisoria? Quiero que me digan dónde empiezan los hechos y dónde las ficciones». El lector, parece decirnos, debe saber exactamente si hay h ay una voluntad en el escritor de atenerse a la verdad comprobable, o si está haciendo hacien do literatura y por tanto goza de la libertad de fabular. Lo que no es de recibo, y la mención a García Márquez lo subraya – dejemos de lado ya el periodismo, periodis mo, donde el asunto debería estar siempre muy claro—, c laro—, es adornar o recrear nuestra vida, buscar el efecto dramático o inventar el dato que redondee lo contado, que le confiera un orden y un sentido que la vida real, la vida que nos toca vivir, en su inacabamiento, en su carácter informe, no posee. Estas cuestiones exigirían muchas más líneas, lín eas, ya que remiten a problemas filosóficos de enorme complejidad (por ejemplo, el del concepto de verdad, que en Arcadi Espada me parece un tanto ingenuamente “realista”, o la influencia de la subjetividad en la construcción del conocimiento, o la relación entre percepción y realidad, o el propio concepto de realidad, o la forma en que qu e la memoria y el olvido trabajan activa y muchas veces inevitablemente para acomodarse a nuestros deseos y sueños). su eños). Pero las he recordado al hilo de la lectura de los libros de memorias del escritor esc ritor americano Tobias Wolff. Wolff tiene ahora sesenta años, y el resumen resu men de su biografía suena como el de otros muchos escritores americanos. Divorcio de sus padres, errancia desde niño con su madre por muchos estados y ciudades, adolescencia complicada c omplicada e infeliz, expulsión de un colegio privado de élite, trabajos modestos de lo más variopinto, cuatro años en el
65 ejército, uno de ellos en Vietnam y, por fin, encauzamiento en el estudio (Wolff obtuvo su licenciatura en la inglesa Oxford) y la escritura. Hoy Wolff es un escritor admirado, que además imparte clases de escritura creativa en la Universidad Un iversidad de Stanford. Wolff ha publicado cuentos de altísima calidad, incluidos en todas las antologías de los mejores cuentistas estadounidenses –y ya sabemos que el género ha tenido allí excepcionales cultivadores en los dos últimos ú ltimos siglos—, pero también, y es lo que ahora nos interesa, es autor de un relato de su vida en el tránsito de la infancia a la adolescencia (“ Vida de este chico” chico”), de otro sobre su paso por el ejército y la guerra del Vietnam (“En el ejército del faraón”), y de una novela, “ Vieja escuela”. En lo que sigue nos centraremos en los dos primeros. Wolff no se ha cansado de d e repetir que en esos libros quiso ceñirse fielmente a sus s us recuerdos, sin maquillarlos, exagerarlos o insuflarles perfiles “novelescos” que no poseían, mientras que en “ Vieja escuela”, que es su último libro, se ha permitido aprovechar episodios de su paso por el elitista colegio, pero ins ertándolos en un conjunto que posee muchos elementos de ficción o ajenos a su propia experiencia. Sin embargo, su empeño por marcar con claridad las normas del juego deja, diríamos que por fuerza, algunos cabos sueltos. su eltos. Así, ya en los agradecimientos con que arranca “ Vida al gunos puntos que de este chico” admite su resistencia a modificar en el texto final algunos otras personas recordaban de modo diferente, «porque éste es un libro de memorias, y la memoria tiene su propia historia que contar», con tar», con lo cual abre una puerta a las deformaciones del recuerdo o, quién sabe, a la irrupción de elementos ficticios. Más explícita es la tentación en su libro sobre Vietnam, “En el ejército del faraón”, en el que Tobias Wolff revisa su año como joven teniente del ejército americano. Hay un fragmento en que escribe sobre su relación con un tal Pete, un seductor seduc tor exquisito, culto, políglota, poderoso, perteneciente al servicio diplomático. Cuando a Wolff le qu eda un mes para regresar a Estados Unidos, Un idos, Pete se obstina en que el torpe teniente abandone el puesto que ocupa, de relativa comodidad, y se desplace desp lace a otra unidad, que participa en la guerra abierta, y en la que qu e por tanto el riesgo de perder la vida vi da se eleva exponencialmente. Pete arregla incluso, sin conocimiento ni permiso de Wolff, el
66 traslado de éste. Wolff, furioso por la maniobra man iobra del diplomático, consigue eludir el destino letal, pero además se permite una pequeña p equeña venganza: destroza con su pie un valioso tazón que un anciano vietnamita ha regalado a Pete. Acto seguido escribe: «Y ahora en serio. ¿Es verdad eso del tazón? ¿Hice yo eso? No. Nunca. Yo jamás le habría arrebatado a un hombre algo precioso –el orgullo orgu llo de su colección, digamos, o su propio orgullo— para ponerle el pie encima y apretar hasta romperlo. No. Ni siquiera por su bien.» Estas líneas introducen una ligera inflexión, una sombra de duda en un libro que se anuncia, o al menos ese es el acuerdo que Wolff ofrece, como “rigurosamente “rigu rosamente autobiográfico”. La duda que abre su juego imaginativo parece despejada de inmediato con el gesto de honradez narrativa, de restablecimiento de la “verdad”. Pero la licencia del escritor, la tentación que no ha podido evitar, aunque luego se haya arrepentido, muestra hasta qué punto es frágil el empeño de contar la verdad de una vida, en qué medida el escritor se ve en ocasiones seducido por una lógica narrativa n arrativa que regale brillo, orden o un final efectista a episodios vitales que no gozaron de tales cualidades. Pero dejemos de lado este temor al engaño y aceptemos el pacto de verdad. Aun así, así , nos encontramos con un memorialista que construye sus libros como novelas. “ Vida de este chico” y “En el ejército del faraón” son “relatos reales”, pero su estructura, la manera en
que Wolff los compone tiene el sabor y la forma de las buenas novelas. Tanto que, igual que en éstas, donde todo está rigurosamente rigu rosamente trazado, y pesa tanto lo que se dice como lo que se calla, podemos sospechar que Wolff ha omitido en sus libros autobiográficos los fragmentos de su pasado que podían dispararlos en demasiadas direcciones, y por ello mismo restarles intensidad y sentido. Hablando de “ Vieja escuela”, por ejemplo, reconocía el escritor en una reciente entrevista que de sus recuerdos del colegio preuniversitario no quiso aprovechar en absoluto «toda la cuestión de la sexu alidad (...) porque le confería un carácter amorfo a la novela y me obligaba a llevarla por otros derroteros.» Esa misma omisión es casi radical en los dos libros que nos ocupan, y seguro que ha habido otras. Cabe colegir que son ausencias exigidas tal vez por el pudor (es delicadísima, y admirable desde el punto pun to de vista narrativo, la manera elusiva de contar algunos episodios erótico-sentimentales muy frustrantes de su madre), pero
67 también, y es lo que más nos interesa ahora, por imperativos de lógica compositiva. No olvidemos que Wolff escribe sus libros en la cuarentena avanzada, que su mirada no es nada inocente, ni vital ni literariamente, y que, junto a (y dentro de) una sustancia su stancia narrativa –Wolff tiene el temple de los narradores eficaces y directos, en la mejor tradición americana—, hay una honda recapitulación acerca del sentido de lo que le tocó vivir y de su propia acción. Insisto: no podemos estar seguros de si todo sucedió como se nos cuenta. cu enta. Sí sabemos que, en el fondo, en este caso al menos en que se nos cuentan vidas privadas, no nos importa. Sea “verdad” o “mentira” lo que qu e leemos, o sea o no “toda la verdad”, sabemos que encierra verdades profundas, y que entender lo que qu e sucede a sus “personajes” “person ajes” empezando por él mismo, el eje de las historias- ayuda a comprender mejor nuestro propio devenir. “Vi da de este este chico” ,
o el sueño de l explora explora dor
Desde luego, la infancia y primera adolescencia de Wolff no fueron un camino de rosas. Su remembranza de esos años arranca cuando Toby tiene diez y va camino c amino de Utah con su madre en un coche que puede quemar el motor en cualquier momento, huyendo de un novio de Florida celoso c eloso y violento. Es una madre animosa, plena de optimismo, pero muy sola, y que no ha tenido ni tendrá demasiado tino en la elección de parejas. En Salt Lake City (Utah) Tobias decide adoptar otro nombre: se llamará Jack, por Jack London («creía que tener su nombre me transmitiría algo de la fuerza y la eficacia inherentes a la idea que yo tenía de él»), aunque eso no le librará de estar muy solo («la mayoría de las tardes yo vagaba por las calles en ese trance que induce la soledad habitual. (...) Hablaba con cualquiera que estuviera dispuesto a contestarme»). Hasta que madre e hijo se ven forzados a escapar de nuevo, al reaparecer el novio de Florida. En el nuevo destino, Seattle, vivirán en una pensión («la clase de habitación en la que se despiertan los detectives de las películas de serie B, maniatados y amordazados, después de que les hayan echado una droga d roga en la copa») y en una un a casa casi en ruinas. JackTobias conoce en el colegio a dos chicos con los que cometerá varios robos y destrozos, en un desesperado intento de “parecer superiores”. sup eriores”. Pero, sentencia con desaliento,
68 «como el ajedrez o la música, músi ca, la superioridad reclamaba a los suyos por un misterioso impulso de reconocimiento. La inferioridad hacía lo mismo. A nosotros nos había reclamado la inferioridad». En ese momento de sus vidas apareció Dwigth, un mecánico que vivía en Chinook, un pueblo de doscientos habitantes en las montañas, a tres horas de Seattle, viudo o divorciado (no lo sabemos) con tres hijos adolescentes. Al principio Jack no le concede ninguna posibilidad de conquistar a su madre. Pero animados por otras personas y sobre todo empujados por su propia soledad y pobreza, madre e hijo hij o acabarán en Chinook. «Había aceptado trasladarme a Chinook en parte porque pensaba que no tenía elección. Pero había algo más que eso. A diferencia de mi madre, yo era rabiosamente convencional. Me tentaba la idea de pertenecer a una un a familia convencional, de vivir en una casa y tener un hermano h ermano mayor y dos hermanas (...). En el fondo fon do de mi corazón despreciaba la vida que llevaba en Seattle. Estaba harto de ella y no n o tenía ni idea de cómo cambiar. Pensaba que en Chinook (...), lejos de la gente que se había formado una opinión de mí, podría ser diferente. Podría presentarme como u n chico estudioso y atlético, un chico digno y responsable y, no teniendo ninguna razón para dudar de mí, la gente creería que yo era así y de ese modo me permitirían serlo. No reconocía reconoc ía otro obstáculo para un cambio milagroso que no fuera la incredulidad de los demás. Ésta era una idea que tardó en desaparecer, si es que realmente llegó a desaparecer». Su madre, tras mucho tiempo de dudas, acaba casándose casándos e con Dwigth. El matrimonio es un desastre nada más comenzar. c omenzar. Ella pasa una temporada hundida, hasta que saca fuerzas para intentar una buena vida en Chinook. «Llenó la casa de plantas, hizo de madre de Pearl e insistió en que todos pasáramos algún tiempo juntos como una familia de verdad. Y así lo hicimos. hi cimos. Pero estábamos condenados al fracaso, porque la familia de verdad que nos proponíamos imitar no existe en la naturaleza; a una familia de verdad que tuviera tantos problemas como la nuestra nues tra nunca se le ocurriría pasar mucho tiempo juntos».
69 Dwigt es violento con los débiles (más de una vez amenaza con armas a su mujer, y cuando al fin ella le abandona casi consigue estrangularla), borrachín, borrachín , vago, fanfarrón, inconstante, lleno de ideas absurdas que luego quedan en nada o que conducen c onducen a chapuzas (pintar un árbol de navidad totalmente de blanco y así destrozarlo, u obligar a Toby a pelar castañas durante meses para luego lu ego olvidarse de ellas), amante sólo de las peleas, del boxeo y de la narración de hazañas bélicas. Un resentido al que humilla hu milla y solivianta, por ejemplo, que su mujer sea s ea mejor tiradora. Las broncas, dado que la madre de Jack-Tobias no se resigna, son frecuentes («a veces cogía el Winchester cuando oía a Dwigth empezar a insultar insu ltar a mi madre, pero sus ataques eran más aburridos que peligrosos. Que ella no le respetaba, que le despreciaba, que a él le iba bien hasta que aparecimos nosotros. ¿Quién se creía que era?»). La relación entre Dwigth y Tobias fue siempre de mutua e implacable aversión. Su padrastro, escribe Wolff, «pensaba que la mayor parte de esos problemas eran culpa mía. Y muchos de ellos lo eran. Me metía en líos constantemente, incluso cuando tenía intención de hacer las cosas cos as bien». Y es que Jack-Tobias ha forjado una personalidad, frente a la dureza de su entorno, en la cual la mentira, la simulación, la cobardía, el escaqueo y el robo en pequeña escala esc ala son el pan de cada día dí a («Mi idea era robar lo suficiente para huir. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con c on tal de escapar de Dwigth».) Y acaba uniéndose en Concrete —el pueblo al qu e tiene que desplazarse para estudiar en un instituto ins tituto de bajo nivel en el que muy pocos piensan en estudios superiores— a una cuadrilla de vagos tan distintos d istintos a él que en realidad la camaradería es epidérmica y forzada (“Me he pasado la vida malgastando el cariño en personas que nunca me quisieron. Yo sólo s ólo deseaba ser del grupo”, ha escrito el poeta José Luis Piquero). Va a clase lo menos posible, falsifica las notas, no estudia es tudia casi nunca. De hecho, cuando decide, estimulado por su hermano, al que hace muchos años que no ve pero a quien admira, intentar que le admitan en uno de los selectos colegios privados que preparan para las grandes universidades, univ ersidades, Jack se verá obligado a falsificar todas sus notas, a urdir elogiosos informes supuestamente su puestamente redactados por los profesores, a crear, en suma, una imagen totalmente falsa de su trayectoria estudiantil en Concrete.
70 Ese expediente amañado le permitirá ingresar en el colegio privado, aunque los años añ os anteriores le pasan factura («Mi ignorancia era tan profunda que a veces transcurrían clases enteras sin que yo entendiera nada de lo que se decía»). Wolff no conseguirá graduarse, ya que en el último año, y pese a la paciencia que el colegio muestra con su decepcionante trayectoria, sus resultados en las matemáticas provocan su expulsión. (Este lance de la expulsión expu lsión lo ha suplantado Wolff en “ Vieja escuela” por otro mucho más “literario”: el protagonista plagia un cuento y es descubierto, lo que decide su salida del centro. Esas son las trampas de la ficción, si bien la invención da lugar en la novela a una soberbia historia en la que qu e se ponen sobre la mesa cuestiones cu estiones como la impostura, el secreto o la culpa). Sólo varios años después, cuando Wolff liquide su etapa miliar, se encontrará con las fuerzas y el equilibrio preciso para reanudar sus estudios. En todos los años de Chinook, los más duros, Jack-Tobias no se siente culpable de sus frecuentes (si bien modestas) transgresiones, lo cual achaca al influjo de su padrastro. «Todas las quejas de Dwigth contra mí tenían el propósito de darme una definición de mí mismo. Lo consiguieron, pero no de la forma que él quería. Me definí por oposición a él. En el pasado siempre había h abía estado dispuesto, incluso cuando era inocente, a creer cualquier maldad de mí mismo. Ahora que qu e tenía motivos para sentirme culpable ya no era capaz de hacerlo.» La peripecia de Chinook y el padrastro sólo tiene una un a rendija de ilusión para Tobias, un resquicio que merece cierto detenimiento: su actividad como explorador, como boyscout. «Me gustaba ser explorador. Me conmovían las elevadas palabras con las que jurábamos nuestra lealtad a las castas y caballerescas c aballerescas fantasías de Lord Baden-Powell. (...) Lo que más me gustaba gus taba del Manual (del Explorador) era su voz, el lenguaje entusiasta y campechano por medio del cual trataba de conseguir consegu ir que ser un buen chico pareciese algo aventurero y hasta romántico. Me rendía fácilmente a este tono de camaradería, olvidando al hacerlo que yo no era el chico que se daba por supuesto que era. “ Vida de chico” , la revista oficial de los exploradores e xploradores (...) la leía en trance, aceptando sin dudar su narcótica invitación a creer que en realidad yo no era diferente de esos chicos cuyo empuje y valor alababa. (...) Leer acerca de estos chicos me ponía inquieto, febril, lleno de planes».
71 Claro que su realidad es muy mu y otra. La revista “ Vida de chico” glorifica un modelo de aventura, nobleza y heroísmo. La vida de este chico, Tobias, en cambio, camina por senderos muy diferentes. Quiere Tobias ser muy distinto al que es, y quiere que los demás lo vean como otro. Pero su padrastro lo aborrece y sus compañeros no n o le aprecian gran cosa. De modo que ssólo ólo cabe soñar, forjarse una un a imagen que contrarreste el triste presente. Con su único amigo, Arthur, un marginado también, pero por homosexual, Toby llena su tiempo escuchando «historias de nobleza usurpada que se hacían más disparatadamente intrincadas cada vez que las contábamos. Pero no nos n os parecía que nada de lo que decíamos fuese mentira. Los dos creíamos que la verdadera mentira eran nuestras actuales circunstancias indignas». El recorrido que hemos efectuado por el libro no hace justicia ni de lejos a su riqueza. Es verdad que su esqueleto es arquetípico, y que las experiencias del autor las hemos visitado en infinidad de libros y películas. Lo que otorga su particular valor a la obra es que Wolff tiene el nervio del gran narrador, y su travesía personal está contada con un estilo terso y despojado, pero también con un detalle d etalle y una sutileza reflexiva que nos atrapan y conmueven. Como ha escrito Antonio Muñoz Molina “en Vida ‘Vida de este chico' se reconstruyen con una precisión de arqueología melancólica los lugares donde vivían vivía n los nortea nortea mericanos pobres pobres en los años cincuent cincuenta, a, las ropas r opas que vestían, las cosas cosas bara tas y degra degra dadas que usaban” usaban” . Wolff construye su memoria como una
buena novela, nunca como un informe, y muchos de los episodios que selecciona parecen, por la manera precisa y circunstanciada en que los desarrolla, estupendos relatos autónomos en los cuales, a la mejor manera americana, no hay ningún ni ngún énfasis, ningún recreamiento sentimentaloide, ningún discurso hinchado. El escritor ha señalado en muchas entrevistas que lo que le atrae del relato es la concisión, la economía expresiva. Y en eso es él un maestro. De ahí que resulte especialmente brillante en el libro, como ya hemos dicho, el uso de la elipsis, la contraposición entre lo que se dice d ice y lo que se calla pero genera g enera expectativas y resonancias, el modo oblicuo, lateral pero intenso intens o en que algunos episodios son narrados. Modo que, y volvemos al arranque de este artículo, además resulta una exigencia de su voluntad de verdad. Wolff recuerda recu erda el pasado en forma de historias, pero
72 no inventa diálogos o escenas escen as de las que no fue testigo, y lo que supone, lo que infiere de algunas palabras o gestos, no le deja aventurarse más lejos y fabular sobre lo que no sabe. En el ejército del faraón En su segundo libro memorialístico Wolff recurre en el título a la historia bíblica de la huida del pueblo judío, guiado por Moisés, a través del Mar Rojo. Un periplo que qu e recuerda, según el escritor, esc ritor, la aventura americana en Vietnam. «Vietnam no fue sólo una empresa absurda e innecesaria, innec esaria, sino predestinada al fracaso, como cuando el faraón lanzó su ejército para perseguir a los judíos y fue tragado por el mar». Wolff reconstruye el año que pasó en ese país del sureste asiático asi ático (“El año que vivimos peligrosamente”, diríamos, recordando una magnífica película de Peter Weir), si bien explicar sus sentimientos y actuaciones en esos doce meses le obliga a volver en ocasiones la vista hacia atrás, y el final de su vida militar le pide un epílogo que nos ayuda a los lectores a entender cómo logró log ró salir del hastío, el dolor y la confusión provocados por la guerra. Y eso que Wolff no había h abía ingresado tres años antes en el ejército sólo s ólo por falta de otras perspectivas. Como afirma rotundo, «el ejército no era una u na idea nueva. Siempre había sabido que vestiría uniforme. Era esencial para mi noción n oción de legitimidad. Los hombres que más respetaba en mis años de formación habían servido en el ejército, y lo mismo la mayoría de los escritores que admiraba: Norman Mailer, Irwin Shaw, James Jones, Erich Maria Remarque y por supuesto Hemingway, H emingway, en quien buscaba guía para todo. El servicio militar no era una parte incidental de sus historias; eran inconcebibles inconc ebibles sin él. Yo quería ser escritor, y como tal me había h abía descrito a quien se prestara a escucharme escu charme desde los dieciséis años». Y es que, según Wolff, el ejército le va a proporcionar experiencia, algo que él necesita para cumplir cu mplir sus deseos. «La convertí en fetiche, la coleccionaba, c oleccionaba, llevaba un inventario estricto. Me parecía la fuente radical de los escritores a quienes quien es quería unirme, pese a que ellos defendían tímidamente a las feas hermanastras sinceridad, conocimiento, comprensión humana, conciencia histórica y, la más fea de
73 todas, esfuerzo. Lo hacían por amabilidad. La experiencia era el badajo de la c ampana, el dinero en el banco, y la que más intereses i ntereses rendía era el servicio militar.» Experiencia, y también —marcado a fuego el futuro escritor es critor por la semidelictiva y vergonzosa trayectoria de su padre—, anhelo de convertirse en alguien respetable, en un hombre de honor. Al comienzo todo va bien. El extenuante ejercicio al que se ven v en sometidos los reclutas le revela su fuerza y resistencia, y Wolff pasa sin problemas por diferentes unidades y pruebas hasta que en las Fuerzas Fu erzas Especiales se topa con sus límites, provocados no por la incompetencia, inc ompetencia, la torpeza física o la estupidez, sino por el virus de la lucidez lu cidez y la distancia crítica. «Simplemente dejé de habitar mi personaje. Me situaba a distancia, mirando cómo aquel falsario escandaloso hacía de emboscador invisible, de experto en cuchillos, de asesino tiznado que atisba un resquicio para estrangular a un absoluto desconocido con una cuerda de piano. Y en la creciente distancia entre la actuación y la observación de lo actuado se abrieron paso, primero con sutileza, luego entrometiéndose, el descreímiento y la ironía corrosiva.» c orrosiva.» A partir de tal fisura, la trayectoria militar de Wolff contiene una buena dosis de simulación. Él sabe que nunca será un buen militar, que nunca pondrá entusiasmo en la acción, que deberá esforzarse para ocultar sus limitaciones, limi taciones, miedos y reservas. Aun así, consigue mantenerse tres años como soldado en formación y maniobras, hasta que llega la orden de ir a Vietnam. Entonces le inunda el pánico y fantasea con cualquier suceso que impida ese viaje. Incluso sueña su eña con que una banda de secuestradores asalte el autocar en que se dirigen al avión que les llevará al sureste asiático. Secuestradores Secu estradores del autobús que serán, como en un cuento... sus padres. El fragmento culmina cuando Wolff reconoce que la fantasía es «una locura. locu ra. Aunque no tan grande como la locura locu ra que hicieron realmente: dejarnos marchar.» En Vietnam Wolff no estuvo en primera línea, lo cual le permitió ocultar con discreción su escepticismo y su incompetencia como mando (el sargento que le acompañaba, mucho más bregado y astuto, respetó la ficción de la superioridad del teniente Wolff). Incluso hubo en ese año, por ello mismo, muchos momentos tediosos, rutinarios, en los cuales mercadeó con objetos valiosos para vietnamitas y americanos que le permitieron
74 alcanzar aceptables niveles de confort. Pero el sentimiento predominante fue el miedo a morir en cualquier momento. «Cada día que qu e atravesaba vivo tendía a considerarlo como un milagro. Sabía que en cualquier cu alquier momento podían matarme, de un sinfín de maneras, por azar en el caos general o por p or deseo particular del Vietcong que qu e nos rodeaba. (...) Yo me sentía pendiente de un hilo hi lo en la mente de un jefe j efe guerrillero, sujeto al vaivén de su humor, sus insomnios, su desesperación por que otras guerrillas lo tomaran en serio.» s erio.» La amalgama de sensaciones y sentimientos que le inundaba no se atrevía a contársela ni a su novia. novi a. «Si, como había pedido ella, le hubiese escrito sinceramente sinc eramente sobre mi vida interior, habría hablado de aburrimiento, pavor, en ocasiones simple miedo y la estela de hambre sexual que el miedo dejaba d ejaba a su paso.» Miedo y tedio, pero también desinformación sobre los objetivos y la marcha de la guerra, y confusión y profundo profund o recelo respecto a los vietnamitas aliados, aquellos a quienes supuestamente se trataba de salvar de las garras del comu nismo. El joven teniente comprende que todo es absurdo, que sólo se s e trata de sobrevivir, matando si hace falta. «Lo cierto es que en nuestro mundo casi todo se había vuelto relativo, subjetivo. Nos mentían, y lo sabíamos. s abíamos. (...) No podíamos confiar en nuestra inteligencia, en ningún sentido de la palabra. (...) Rumores, mentiras, aprensión, información lejana, ilusiones: a través de tales lentes mirábamos aquella a quella terra infirma y su gente enloquecedoramente serena, desagradecida, a la cual necesariamente temíamos y por lo tanto odiábamos y no comprenderíamos nunca. ¿Dónde estábamos en realidad? ¿ Quién era quién, qué era qué?». El miedo desencadena fricciones constantes, c onstantes, y a veces brutalidad, maniobras en las cuales no sólo fueron atacados y eliminados muchos guerrilleros comunistas del Vietcong, sino también los amigos de los americanos, las gentes del entonces llamado Vietnam del Sur. Sobrecogedor resulta el relato que qu e Wolff hace de la ofensiva de Tet, el 31 de enero de 1968, preparada minuciosamente minu ciosamente por miles de guerrilleros norvietnamitas que se habían ido infiltrando poco a poco en las aldeas y ciudades del Sur. Ese día Wolff salvó la vida por azar. Pero tras la agresión sufrida, s ufrida, los americanos arrasaron todos los lugares y viviendas donde había guerrilleros. Mataron a muchos,
75 pero también a miles de “aliados”, “aliados” , en un festival de fuego y muerte mu erte en el que participó, claro es, Wolff como uno más. Pero éste, cuando escribe muchos años después, comprende el sentido de la acción: «Como proyecto militar la ofensiva de Tet fracasó; como lección fue un éxito. El Vietcong había ido a My Tho (donde Wolff estaba destinado) y a las demás ciudades c iudades sabiendo qué sucedería. Sabían que en cuanto se mezclaran con la gente nosotros abandonaríamos la pretensión de distinguir entre ellos y los demás. Para cazar a uno solo los mataríamos a todos. Así le enseñarían al pueblo que no lo queríamos ni íbamos a protegerlo, (...) que desconfiábamos de ellos, y que mataríamos hasta el último con tal de salvar la piel. (...) Le dieron esa lección al pueblo y también a nosotros. Al menos me la dieron a mí.» La magnitud de la reacción americana a la ofensiva de Tet hace brotar en el Wolff escritor una reflexión sobre cómo contar c ontar algo tan terrible. «En cuanto uno abre la boca se encuentra con problemas: problemas de memoria, problemas de tono, problemas p roblemas éticos. ¿Cómo puede uno juzgar al hombre que fue fu e cuando ya ha escapado de sus circunstancias, sus miedos y sus deseos, cuando apenas recuerda quién era? ¿Y cómo, honradamente, puede evitar juzgarlo? ¿Acaso no hay h ay en el acto mismo de la confesión c onfesión una obscena autofelicitación por la virtud requerida para p ara ver la propia falta y asumirla? ¿Y no es típico del chico americano querer que los demás admiren la pena que le causó destrozar casas ajenas?». Wolff no contempló en ningún momento, pasado el año forzoso en la guerra (en la cual, conviene recordarlo, murieron unos 60.000 americanos y cerca de un millón de vietnamitas), la posibilidad de reengancharse. « Me licenciaron al día siguiente de bajar del avión. El oficial de personal me preguntó si no consideraría la posibilidad de firmar por otro servicio. “Podría regresar con el grado de capitán”, dijo.”¿Capitán?, dije yo. “¿Capitán de qué?» Vietnam no aniquiló a Wolff, como tampoco lo había logrado su horroroso tránsito de la infancia a la adolescencia. Son muchos los libros americanos que relatan procesos de autodestrucción de excombatientes en el sureste asiático, personas que sobrevivieron a la guerra pero no pudieron pud ieron recuperar ya el equilibrio o la fuerza o la ilu sión que poseían
76 antes de marchar a ella. Sin ir más lejos, la última novela n ovela de Javier Cercas, “La reconstru ir con intensidad velocidad de la luz” , se apoya en la mejor bibliografía para reconstruir (es lo más valioso del libro, sin duda) el tormento y final de un soldado que participó en acciones criminales de “castigo” “cas tigo” y venganza. Wolff, en cambio, a su vuelta vu elta a Estados Unidos pasó un tiempo de indecisión, in decisión, se reencontró con su padre, bebió demasiado y liquidó alguna historia sentimental. Al cabo de un tiempo viajó a Inglaterra, donde vivió varios años y halló al fin, fin , en el estudio y la escritura literaria, un firme asidero vital. En ese sentido, el aliento que se extrae de sus libros no es desesperanzado. Casi podríamos afirmar que la literatura, esa vocación que él pregonaba ya en la adolescencia a todo el mundo, dio un sentido sen tido y una energía a su existencia. Y es que «escribir es trabajar por un resultado que uno no verá hasta años más tarde, y que no está seguro de ver alguna vez. Demanda resistencia, autodominio y fe. Exige esas cosas, c osas, y luego las devuelve devu elve con un pequeño añadido, una sorpresa para mantenerlo a uno un o en marcha. Yo sentía que estaba ocurriendo eso. Con cada palabra escrita me estaba salvando la vida, y lo sabía.» Gracias a ese esfuerzo tenaz, Tobias Wolff ha podido p odido reconstruir para nosotros, con la sabiduría vital y lingüística precisa, esa experiencia que tanto nos enseña. Hay que leerle, por favor.
77
"No se puede predecir quién va a ser un gran escritor escrit or " Por Paula Varsavsky Tobias Wolff (Alabama, 1945) es, hoy en día, uno de los exponentes más importantes de la fuerte tradición cuentística de Estados Unidos, que comenzó en el siglo XIX y a la cual pertenecen Edgar Allan Poe, Flannery O'Connor, John Cheever y Raymond Carver, entre otros. Saltó a la fama con su libro de memorias La vida de ese chico , el que fue comparado con Mi vida como hombre, de Philip Roth, y La historia propia de ese chico, de Edmund White, y cuya adaptación cinematográfica (1993) tuvo como protagonistas a Leonardo Di Caprio y Robert de Niro. Asimismo, publicó cinco libros de cuentos y varias novelas. En sus cuentos suele tratar dilemas morales y destaca en ellos el detalle aparentemente insignificante. Wolff ha recibido diversos premios, como el Pen Faulkner y el O´Henry (en tres oportunidades). Padre de tres hijos, de 30, 29 y 21 años, actualmente reside en California y desde 1997 dicta una cátedra de honor en la Universidad de Stanford. Su último libro publicado en castellano es la colección de cuentos Aquí empieza nuestra historia (Alfaguara), una serie de treinta y un relatos escritos a lo largo de varias décadas y complementados con diez inéditos. -¿Cómo escribe sus cuentos? ¿Los tiene ti ene pensados de antemano o em pieza con un a idea y luego la desarrolla a medida que va escribiendo? -Por lo general, cuando comienzo a escribir un cuento ya tengo una idea bastante formada acerca de cómo se va a desarrollar. Sin embargo, muchas veces, durante el transcurso de la escritura, mi idea inicial se modifica, tacho bastante, corrijo, hago varios borradores. En realidad, recién cuando uno se sienta a escribir llega el momento en que aparece el tono narrativo. Por supuesto que una vez que me encuentro en el segundo borrador, ya tengo una idea bastante clara de cómo será el relato.
78 -Sus cuentos tienden tienden a ser cor tos, en com paración con los de algunos de sus compatriotas. -Bueno, trato de escribir lo que realmente merece ser contado. También me agrada escribir textos más extensos, como novelas o libros de memorias. Si el relato lo requiere, puedo extenderme más. -¿En qué está trabajando ahor a? -Tengo una novela entre manos. Pero soy supersticioso y prefiero no contar de qué se trata mientras la estoy desarrollando. Siento miedo de hablar acerca de mi trabajo, creo que lo puedo arruinar. Aunque sé que muchos escritores se explayan públicamente acerca de lo que se encuentran elaborando. ¿Sobre qué tratan sus cur sos de literatura literatura en la Universidad de Stanford? -El otoño pasado dicté un curso para estudiantes de primer año. Son clases teóricas con alrededor de cien estudiantes. Les di para leer El extranjero, de Albert Camus; cuentos de Isak Dinesen; de Flannery O'Connor; una novela de D.H. Lawrence; cuentos de James Joyce; una novela de James Baldwin. Incluí en la bibliografía un texto chino de hace dos mil quinientos años que se titula Lao-Tze . Otras veces dicto cursos más específicos como "La nouvelle norteamericana" o "El cuento norteamericano". Trato de cambiar, así me mantengo interesado. -¿Cómo evalúa la producción de los alumnos en los talleres de escritura dentro de la universidad? -Hay algunos que traen textos interesantes para trabajar. Y de vez en cuando, un ex estudiante se convierte en un escritor conocido. Por supuesto que sucede en escasas oportunidades y que, probablemente, de todas formas lo hubiera sido. Algo que sí tengo que admitir es que no se puede predecir a quién le va a ir bien en su carrera y a quién no. Tiene bastante que ver con cuán duro trabajan. Sabemos que es una carrera muy complicada de llevar adelante. Cada uno está librado a su suerte. A lo largo del tiempo, he visto que algunos estudiantes que tuve cuando eran muy jóvenes terminaron siendo exitosos escritores, pero no hubiera podido predecirlo en aquel momento. Ni siquiera se
79 destacaban frente a los demás. Otros, que parecían estar llenos de entusiasmo, quedaron por el camino. -¿Qué opina del estado del relato breve en Estados Unidos en la actualidad? -No es un género fuerte hoy en día. Los escritores jóvenes continúan escribiendo cuentos; sin embargo, no hay demasiados lugares donde publicarlos. Y con todas las distracciones de los medios, como la televisión, las películas e internet, cada vez se pierden más lectores. La gente pasa horas online onlin e . -¿Le parece que el cuento es un género que se adapta a ser publicado en internet? -Puede ser, aunque si eso fuera cierto, muchísima gente leería cuentos. En cambio, la realidad es que son pocos quienes los leen. Hay algunas revistas online que publican cuentos. Recomiendo una muy buena que se llama Narrative. Simplemente, la cantidad de lectores ha disminuido mucho. En este país llegó a haber más de tres mil revistas que publicaban cuentos; por supuesto que muchas de ellas eran solamente de género: románticas, épicas, de detectives o de aventuras, pero había unas pocas dedicadas realmente a la buena literatura. Esas publicaciones fueron el semillero de la mejor literatura que se escribió durante décadas. Incluso el semanario The New Yorker, en el que suelo colaborar, publicaba dos cuentos en cada número nú mero y ahora bajaron a uno. -Dada la compleja situación económica y social de Estados Unidos, ¿cómo ve la educación?, ¿cóm ¿cóm o se encuentran las univer sidades? -Depende de cuáles sean las universidades de las que hablemos. Las que son muy adineradas, como Harvard, Yale o Stanford, siguen funcionando bien. Pero las estatales tienen enormes problemas; cada estado del país se encuentra, actualmente, con un déficit presupuestario. Llevan a cabo recortes con el propósito de reducir sus deudas; así es como disminuyen la cantidad de profesores, el número de becas, los fondos destinados a la investigación e, inclusive, las fotocopias, entre otras tantas cosas. En definitiva, la calidad de la educación está sufriendo a causa de todo este descalabro. Y la brecha entre los ricos y los pobres cada vez se agudiza más.
80 -¿Quiénes son su s escritores pre dilectos? -Me gusta mucho David Foster Wallace, quien, lamentablemente, tuvo una temprana muerte hace un año y medio. Él también residía en California, a unas cuatrocientas millas de aquí; nos encontramos algunas veces. Lo conocí cuando era joven en el norte del estado de Nueva York, en un encuentro literario. También me gusta un novelista que se llama Padgett Powell (dirige el Departamento de Escritura Creativa de la Universidad de Florida); además George Saunders, y leo las novelas de Richard (Ford) con gran interés. Suelo leer bastante no ficción. En este momento estoy disfrutando de un libro de historia sobre la Guerra Civil de Estados Unidos. También estoy leyendo el manuscrito de la novela de un amigo y colega, Adam Johnson. Se trata de una extraña historia que sucede en Corea del Norte. Hay una u na gran cantidad de buenos escritores aquí hoy en día. -¿Encontró algo que no supiera previamente sobre la Guerra Civil de Estados Unidos en el libro que está leyendo? -Bueno, en principio diría que fue una guerra por demás sangrienta, tanto peor de lo que, en general, se suele relatar. Murieron más de un millón de personas y una enorme cantidad terminó con heridas irreparables y psicológicamente dañados de por vida. Gran parte del problema de drogadicción que hay en este país es probable que haya comenzado en ese momento. A los soldados les suministraban heroína, porque creían que les hacía bien; así es como, en poco tiempo, terminaban convirtiéndolos en adictos. La enfermedad de la adicción a la heroína se denominaba "el mal de los soldados". Desde entonces, en distintos sentidos, sen tidos, se ha convertido en parte de nuestra cultura. -¿De dónde pr oviene su interés por la historia? -Bueno, diría que siempre lo he tenido. No sólo por la de Estados Unidos, también me atrae la historia mundial. En realidad, en la universidad estudié historia además de literatura. Hay mucho para saber, yo siempre continúo leyendo sobre el tema. -¿Util ¿Utiliza iza algo del material que lee sobre h istoria para sus o bras de ficción?
81 -Quizá algún día lo lleve a cabo de manera directa. Hasta ahora no. Me sirve para mantener la mente activa y, en ese sentido, ayuda. Quizá me brinda una mejor mirada interior que se refleja en lo que escribo, por más que no utilice los datos concretos. -Entonces no es cribiría una n ovela histórica... histórica... -Supongo que no, no tengo esa vena. Más bien leo sobre nuestro pasado porque me gusta aprender acerca del ser humano, hu mano, sobre la vida.
82
«Ser am able hace m uy difíci dif ícill convertirse converti rse en escrit escritor or » Por Daniel G. López
Tobias Wolff es uno de los más importantes narradores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Aunque Au nque ha frecuentado más el cuento y la novela corta c orta («De regreso al mundo», «La noche en cuestión», «Cazadores en la nieve» y «Ladrones de cuarteles»), sus tres novelas de aliento, las ya citadas y «En el ejército del faraón», son autobiográficas. En «Vida de este chico» recuerda la vida viajera que qu e tuvo con su madre en la infancia; «En el ejército...» recupera sus vivencias en Vietnam; y ahora aborda, oblicuamente, el proceso que lleva a un u n joven a decidirse a ser s er escritor. «Sí que hay elementos autobiográficos en esta novela -precisa Wolff-, pero el colegio de «Vieja escuela» (Alfaguara) es muy distinto distin to al que yo asistí. Se trata de una novela, no de un libro de memorias». -Su protagonista y nar rado r afirma que «ser escritor libera de problema s de sangre (no recon oce su ascenden cia judía) y de clase (es un estudiante becado en u n colegio de clase alta). ¿Cree en e so? -No, claro, y la novela demuestra demues tra que él está equivocado al pensarlo, y se ve obligado a enfrentarse, precisamente, a tales problemas. La confusión y el conflicto que le crean son lo que le empujan a convertirse en escritor. -Tres escr itores m uy contradictorios en tre sí visitan visitan su «Vieja escuela»: el poeta Rober t Frost y los novelistas novelistas Ayn Rand y Ernest Hem ingway. ¿Fueron sus modelos? -Sí, todos ellos lo fueron en algún momento de mi vida. Una de las razones por las que
83 los elegí es que ejercieron una influencia muy grande sobre mi generación. Además, me parecen que son emblemáticos, sobre todo, porque eran muy conscientes de sus personajes públicos. Y, como escritor, me interesó cómo c ómo los construyeron, lo que además me permitió ciertas libertades, porque si ellos se s e trataban a sí mismos como «personajes», yo también podía hacerlo. -Varios de los com pañeros del narr ador también aspiran a ser escritores: Geor ge, que dirige la revista del colegio; colegio; su gran am igo Purcell y Bill, su rival. ¿Por qué ninguno de ellos termina por ser lo? -El narrador nunca se rindió ni cejó en su empeño y es lo fundamental. Los demás, sí. Purcell quizá tenía demasiado dinero y eso anestesia; George, porque se hizo profesor... -¿No porque fuer a tan amable? -¡Claro y ser amable hace muy difícil convertirse en escritor! (Se ríe) En cuanto a Bill, no sabría decir por qué. Contaré una anécdota. anécd ota. George es uno de los personajes person ajes que no he inventado y se parece mucho a un chico del colegio. Hace cinco o seis años, cuando empecé a redactar «Vieja escuela», me invitaron a leer en una universidad y quise poner pon er a prueba el material que llevaba escrito. Así que leí la parte de la novela en la que lo presento; después, el profesor que me había invitado, me dijo: «Me gustaría que conociera al director de nuestro Departamento, porque creo que qu e fueron al mismo colegio. ¡Era George y había estado sentado allí escuchándome! es cuchándome! En fin, se portó muy bien... y no protestó por lo que había escuchado. -Susan , a la que el narr ador plagia un cuen to, tam tam poco llega a ser escritora, pese a su talento. talento. ¿Por qué no desarr oll ollóó m ás su personaje? -No se puede saber más de ella que el narrador. No era plausible plaus ible que esta joven más madura que él pudiera estar más tiempo con el protagonista. Susan podría haberlo sido, pero piensa que la vida de escritor no es lo suficientemente buena para ella. A ese es e conflicto se enfrenta todo autor.
84
-Usted da clases en la Universidad. ¿Qué com parte con el decan o, el profesor Makepeace? -Hay mucho de mí en el joven narrador y también en este es te personaje del que todo el mundo cree que ha sido gran amigo de Hemingway y no lo es. Soy muy consciente de que cuando uno ocupa una posición de prestigio de cara a los jóvenes, te mitifican e idealizan. Hay que tener mucho cuidado con ello. También lo que Makepeace piensa sobre la enseñanza se acerca mucho a lo que yo pienso. -Tobias Wolff fue gran am igo de Raymond Car ver y lo es de Richar Richar d Ford, pero sus obras no se parecen n ada.. ada.... -A lo mejor, si hubieran sido más parecidas, no hubiéramos sido tan amigos. ¡También soy muy distinto a mi mujer! muj er! En fin, sus obras han gustado y siguen gustando mucho a la gente. Hace poco hablaba con el traductor de Carver al hebreo y me dijo que, qu e, mientras trabajaba en ello, se estaba divorciando y que no se s e sentía tan solo cuando lo leía. Ése sí que es un gran halago h alago para un escritor.
85
Tobias W olff / biogra fí fíaa Tobias Jonathan Ansell Wolff (Birmingham, Wolff (Birmingham, Alabama, EE. UU., 19 de junio de 1945), escritor estadounidense de ficción y memorias, especialista en el relato breve, aunque aunqu e autor también de novelas. Se halla adscrito a la corriente del llamado realismo sucio. Se graduó en las Universidades Un iversidades de Oxford y en Stanford. Enseñó en la Universidad de Syracuse, en New York. Desde 1997 es profesor de literatura en la Universidad de Stanford. Ha conseguido varios premios por sus narraciones, como el "O'Henry", el más importante de aquel país. Tuvo Tu vo amistad con el cuentista Raymond Carver (1938-1988), el más importante representante del realism rea lismo o sucio. Ambos se hallan inscritos, por tanto, en la larga tradición cuentística norteamericana. Wolf huye siempre de los personajes muy marcados y grandilocuentes, y sus mayores virtudes narrativas son la atención rigurosa al detalle mínimo aunque significativo, en la tradición de Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, Hemin gway, la moderación y afinación estilísticas y un peculiar sentido sen tido del humor. Un tema muy frecuente en su narrativa es el dilema moral de difícil resolución. Su libro de memorias "Vida de ese chico" (1989) ha sido adaptado al cine en la cinta This Boy's Life de 1993, protagonizada por Leonardo Di Caprio y Robert De Niro. Tobias Wolff está casado y tiene tres hijos.
Feos rumores (1975), novela. En el jardín de los mártires estadounidenses (1981), cuentos. Cazadores Caza dores en en la nieve (1981), cuentos. De regreso regr eso al mundo (1985), cuentos. Vida de ese chico (1989), memorias. Los mejores cuentos americanos (1994), como editor.
vi da como soldado en VietNam. En el ejército del faraón (1994), memorias de su vida La noche en cuestión cuestión (1997), cuentos. Aquí empieza nuestra historia (2009), relatos.
86
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris oris Pasternak 2. Corazón de perro / Mijaíl Mijaíl Bulgákov Bulgákov 3. Antología del cuento chino / chino / varios varios autores autores 4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / cuentos / Virginia Woolf 5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Ismail Kadaré Kadaré 6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata 7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas homas Mann 8. Dublineses / James Joyce 9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas 10. Caballería Roja / Isaak Babel 11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buz Buzzzati 12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia 13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Reynaldo Disla 14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov 15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Anderson Imbert Im bert 16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos 17. El siglo de las luces / Alejo Carpenti Carpentier er 18. El principito principi to / Antoine de Saint Saint--Exupéry 19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino ino Novás Calvo 20. Over / Ra Ramón món Marrero Marrero Aristy 21. Una visión del mundo y otros otr os cuentos / John Cheever 22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson 23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza 25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado 26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias 27. Seis cuentos para leer l eer en yola / Aquiles Juli Julián án 28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá 29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch 30. El libro l ibro de la imaginación im aginación / Edmundo dmundo Valadés 31. Cuatro relatos / Joseph Roth 32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Aquiles Julián Julián 33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Aquiles Julián Julián 34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa 35. Tres relatos relat os / José Bianco 36. Adán, Eva y los moluscos / Efraím Castillo 37. La mosca y otros cuentos / Slawomir lawomi r Mrozek Mrozek 38.Vidrios rotos y otros cuentos / Osvaldo Soriano ori ano 39. La amortajada amortaj ada y otras otras historias / María Luisa Bombal 40. El amuleto y otras historias / Ciro Alegría 41. Cosas de vieja. Y otros 19 cuentos / Fernando ernando Sorrentino 42. Cuatro cuentos / Ro Rosario sario Castellanos astel lanos 43. El rostro sin lumbre y otros cuentos / Oscar Cerruto Cerrut o 44. La fama de Clodomiro / Ángel Ángel Balza Balzarino rino 45. Cinco cuentos / Ro Robert bert Musil Musil 46. Cinco cuentos / Tobias Wolff Wolff