DESPUÉS DE LA MUERTE Voces del Limbo y el Infierno en territorio andino.
Luis Millones
Este libro está dedicado a la memoria de mis profesores Onorio Ferrero Rolando Mellafe Richard P. Schaedel Que me enseñaron a estudiar
A mis colegas Alfredo López Austin Félix Báez-Jorge Que me enseñaron a compartir
A Cornelio Heredia Que me enseñó a ganar todo, siempre
Este libro está dedicado a la memoria de mis profesores Onorio Ferrero Rolando Mellafe Richard P. Schaedel Que me enseñaron a estudiar
A mis colegas Alfredo López Austin Félix Báez-Jorge Que me enseñaron a compartir
A Cornelio Heredia Que me enseñó a ganar todo, siempre
INDICE Introducción general Capítulo 1 1. Los espacios intermedios. 2. ¿Donde van las las almas de los niños muertos sin bautizar? 3. El lugar de los suspiros. 4. El Limbo europeo. 5. El Limbo en el universo colonial andino. 6. Los angelitos. 7. La cara oscura de la infancia maldita. 8. Plumas y colores de los niños muertos. 9. Alimentando el más allá. Capítulo 2 1. ¿Donde está el Infierno? 2. Morrop significa iguana. 3. El Infierno de las alturas. 4. Al Infierno en mototaxi. 5. El cuerpo y las almas. 6. El Demonio también es peruano. 7. Las dunas de Casagrande. 8. Conversando con el Enemigo. 9. Las huríes de Satanás. 10. Nuevos tiempos, nuevos dioses.
INTRODUCCIÓN GENERAL Las páginas que siguen son el resultado de cinco años de trabajo de campo y de archivos interrumpido apenas por las pocas veces que dicté algún curso o asistí a determinado evento. La investigación tuvo dos centros de interés: los departamentos de Lambayeque y Piura en la costa Norte, y Ayacucho en el centro de la cordillera andina. Otras regiones vecinas en La Libertad y Cuzco también proporcionaron información y sobre todo el consejo de sus conocedores. El libro tiene como antecedentes una importante estadía en Eten (Lambayeque), durante las primeras semanas de noviembre, que ahora es parte del libro Dioses Familiares (Lima, 1999). También recoge el texto completo de Todos los niños se van al cielo (Lima, 2007), aunque debió ser actualizado por los dos años de investigación que siguieron a su primera redacción. Convertido ahora en un primer capítulo, se le suman las páginas que resultan del estudio sobre el Infierno que acabamos de concluir. La presencia de Ángeles y Demonios y universos de ultratumba en América Latina es e s una u na constante. c onstante. Son paisajes y personajes p ersonajes imprescindibles en las versiones urbanas como consecuencia de la educación católica, y en las localidades rurales como resultado de la interpretación que hicieron las sociedades indígenas de la evangelización cristiana. Repitiendo una experiencia conocida desde siglos atrás, la Iglesia Católica demonizó a todo el universo sobrenatural pre-europeo, e inició la persecución de los creyentes, oficiales, imágenes y tradiciones que escapasen de lo prescrito, por lo que empezó a ser
el dogma oficial. La tarea fue y sigue siendo imposible. La masa poblacional americana y el número de sacerdotes nos dicen a simple vista que las cifras de conversiones que salieron a la luz a fines del siglo XVI y las que se usan en el XXI son más bien el recuento de buenas intenciones. Pero ése era el menor de los problemas, España misma, en el siglo del Descubrimiento, estaba en proceso de evangelización, pero no solo por la presencia de moriscos y judíos, en realidad las zonas rurales (y eso vale también para los otros países europeos cristianos) asentaban su fe en tradiciones que sin contradecir a la Iglesia, escapaban en muchos sentidos de la palabra oficial. Los migrantes de las Américas no fueron gente que venía con educación refinada, el sueño de El Dorado tenía mejores reflejos en quienes viajaron en las oleadas que siguieron a los conquistadores, en la búsqueda de mejores opciones que las que se le ofrecían a un campesino empobrecido, a un artesano sin clientes, a un aspirante a burócrata sin posiciones a la vista, o a un tahúr ya conocido por los gendarmes. Fueron ellos quienes poblaron las ciudades del Nuevo Mundo, o se colocaron en sus fronteras, para sacar ventaja de su capacidad para manejar las nuevas autoridades y sus leyes en América. En su trato con los indígenas, le transmitieron su propio bagaje cultural de ángeles, brujas, fantasmas y aparecidos, que se sumaron a la prédica eclesial con igual o mayor fuerza que las palabras del sacerdote, o del entorno mismo del templo, que en su mayoría era indígena o mestizo (campanero, sacristán, empleados de limpieza, etc.). Estos tres canales de información debieron fundirse con los sistemas de creencias de origen prehispánico, en proceso de fragmentación por
las persecuciones, pero con una matriz interpretativa que tenía la solidez de haber estado vigente por muchos siglos. Todas las sociedades del mundo han reflexionado sobre lo que sucede después de la muerte. Las que poblaron los Andes han debido tener una enorme riqueza imaginativa, cuyos testimonios iconográficos nos abruman. También ponen en evidencia lo poco que sabemos acerca de ellas, dado que no hemos podido descubrir los instrumentos de comunicación no verbal. Nuestra información sobre su cultura religiosa proviene íntegramente de quienes se encargaron de destruirlo, o bien, tardíamente de
mestizos o indígenas
conversos (Juan Santa Cruz Pachacuti, Felipe Guaman Poma de Ayala, Garcilaso de la Vega o el misterioso autor del manuscrito de Huarochirí). No descartamos las interpretaciones que puedan hacerse de los materiales monumentales, o lo que pueda rescatarse de las poblaciones modernas, pero estamos varios pasos atrás de lo que se ha logrado en Mesoamérica. Aunque la población mayor de cincuenta años empieza a tener un númer o apreciable, en general se puede decir que América Andina es un subcontinente de jóvenes, tanto más si las políticas de control de la natalidad han fracasado. Situación que aumenta nuestro pesar por las cifras de mortalidad infantil que se mantienen en porcentajes inaceptables. No es extraño entonces, que el universo sobrenatural tenga un espacio reservado para los niños que mueren a corta edad. Esta situación coincidió con la voluntad católica de bautizarlos, requisito indispensable para ser miembros de la fe católica y por tanto dignos del Paraíso.
La pregunta que se desprende de esta coincidencia es obvia ¿que sucede con los niños que mueren sin bautizar? De eso trata nuestro primer capítulo. De los límites del Averno descrito por Dante, bajamos a los dominios del Ángel Caído y como en el caso anterior, tratamos de rescatar la percepción andina de estos destinos después de la muerte. Que como es fácil de concluir, tiene mucho que ver con la vida misma. Los Infiernos del desierto norteño y de las alturas de Ayacucho reflejan las vivencias de pueblos que luchan con valor por una supervivencia digna y que han encontrado en el más allá la esperanza del milagro compensatorio que castiguen a quienes los afligen u olvidan en esta vida. Ninguno de ellos se ve a si mismo en el Infierno, que está reservado para los hacendados que los explotaron años atrás, a los que causaron o sacaron ventaja de la guerra interna (1980-1993), o quienes ahora aprovechan del narcotráfico. También es el lugar al que pueden caer los que desprecian las tradiciones ancestrales, ignorando las prohibiciones de profanar las tumbas precolombinas o los restos de los antepasados. Como concluimos al estudiar las celebraciones dedicadas a los difuntos en Eten, todos los peruanos nos sabemos finalmente destinados al Cielo. El Limbo y el Purgatorio con o sin la aprobación de las disposiciones papales, son estadías provisionales, que nos aseguran un viaje celestial en un plazo no muy largo. Lo mismo se puede decir del Infierno andino. Como lo leerán más adelante, quienes están allí es porque no han sabido aplicar las fórmulas conocidas para evitarlo. Aun después de muerto, cada uno de los condenados
podría hacerlo. En otras palabras el Infierno está poblado por aquellos que no hacen nada por evitarlo. La importancia de los temas, produjo materiales históricos y antropológicos de volumen oceánico, reducir este mar de información a un volumen legible ha demandado el apoyo de diversas instituciones y muchísimas consultas a quienes coinciden con nuestro interés, desde otras perspectivas. Para llegar a las páginas que siguen, usamos como telón de fondo los estudios de religión mesoamericana, donde la información es más completa y la metodología ha sido explorada con detalle. Desde México, Alfredo López Austin y Félix Báez-Jorge, estuvieron siempre atentos a mis consultas. Desde España, José Jesús Hernández Palomo y Carlos García Gual respondieron con paciencia mis pedidos de documentos y de apoyo conceptual. Mis consultas lingüísticas fueron absueltas por Víctor Cárdenas, Ladislao Landa, Ricardo Valderrama, Carmen Escalante, William Hurtado de Mendoza y Alina Cavero de Galdo. Esta última tuvo la amabilidad de preparar un informe con su esposo que me apoyó a lo largo del trabajo. Consulté, también, con respecto al pensamiento de la Iglesia con dos distinguidos estudiosos: Armando Nieto Vélez y Vicente Santuc, que absolvieron mis dudas con todo interés. La redacción de una primera parte de este trabajo se hizo en el marco de la beca Andrés Bello en la Universidad de New York. Con todas las facilidades imaginables se redactaron las primeras páginas, que siguen siendo el corazón del libro. Diana Taylor y el Instituto Rey Juan Carlos I hicieron mi vida fácil en los primeros meses del año 2006. Una beca de investigación concedida por el
Instituto Riva Agüero hizo posible una última salida de trabajo de campo. Su directora, Margarita Guerra, fue un soporte anímico de especial importancia. Pero todo hubiese sido insuficiente si en los viajes y en los archivos no hubiese encontrado el cariño de los pueblos visitados. Sarhua, Huamanga, Huanta y Carhuahurán en Ayacucho; Chulucanas, Yapatera y La Arena en Piura; y Mórrope, Eten y Túcume en Lambayeque, nos recibieron con la familiaridad que se dispensa a
vecinos antiguos. No quiero olvidar a quienes nos
acompañaron en esta larga aventura: Takahiro Kato, Walter Pariona y Jefrey Gamarra fueron muy importantes para mi trabajo en Ayacucho; Orlando Velazquez, Juan Castañeda, María Fe Córdoba, Julio César Fernández y mis hijos Mateo y Mario en el Norte del Perú. Desde el Cuzco, aparte de mi propio trabajo de campo en San Sebastián (Lima, 2001), recibí información de primera mano de Inge Bollin y de Carmen Escalante, y pude contar, como siempre, con el apoyo de Hiroyasu Tomoeda, que pasó muchas temporadas en la capital incaica y que ha sido el interlocultor indispensable en todos estos años. Su colección de fotografías que abarca casi medio siglo de investigación, estuvo abierta para mi consulta. Las ilustraciones fotográficas que se tomaron para apoyar la investigación las debo a la Revista Bienvenida, Jorge Esquiroz, Alex Kornhuber, Mario y Mateo Millones. A todos ellos mi agradecimiento más sincero. Ahora le toca al libro caminar solo.
CAPÍTULO 1
1. Los espacios intermedios. Yuriq puede traducirse como “el que nace” y su salida al mundo es uno de los momentos críticos del ciclo vital andino. A su llegada, al niño lo acechan los males de la precariedad en que viven las áreas rurales del Perú. A eso hay que sumar los seres sobrenaturales cuya existencia explica a los padres las enfermedades o accidentes a que están expuestos. Los cuidados que incorporan cautelas contra todo mal empiezan desde el corte del cordón umbilical. En las alturas de la sierra peruana hay que evitar las tijeras para tal operación, porque se marcaría el destino del niño que de adulto sería un ladrón, o peor si se usa un cuchillo porque terminaría siendo un asesino, las opciones se acaban si el cordón se corta con el filo de una teja del techo, lo que podría hacerlo tonto o lerdo. Es mejor si se usan los dientes, la madre o quien la ayuda se sienten más seguras al hacerlo de esta manera, a veces, en otras regiones, también de altura, el uso del cuchillo asegura que el niño sea despierto y agudo, como el filo del instrumento (Bolin 2006: 163; versión también recogida en Sarhua, 2006). Todas estas precauciones no bastan para detener la alarmante cifra de mortalidad infantil andina. La muerte de los niños, como se verá más adelante, no es un evento ajeno a la experiencia familiar. Las madres al ser interrogadas sobre el número de hijos, suelen incluir aquellos que han fallecido, situación que solo es develada si se insiste en descubrir cuántos de los niños sobreviven al presente. Este
primer capítulo explora el universo espiritual que rodea la muerte de los infantes. Es un viejo tema al que nos acercamos años atrás, en la sierra de Casma, donde la presencia de los duendes o ichiq orqo (olqo en el quechua de Ancash) nos fue narrada muchas veces por los migrantes de las punas y puquios de la Cordillera Blanca, que bajaban a la costa del Pacífico. En la década del sesenta, la riqueza pesquera del Perú hizo renacer las caletas y puertos que veinte años atrás dormitaban al ritmo de la decadencia de las haciendas. Chimbote, se convirtió en el pueblo emblemático de esta nueva era, en la que floreció una vía de dinero fácil, incluso para quienes nunca antes habían visto el mar. Junto con los hombres viajaron sus fantasmas y sus duendes. En Yaután, el pueblo donde residimos, el ichiq orqo ya era un relato de dominio público. No es un nombre fácil de traducir literalmente, (macho que monta según A. Galdo y V. Cárdenas; L. Landa prefiere traducir ichiq como errante o vagabundo). A pesar de los desacuerdos, y dejando este tema incompleto, es interesante reflexionar sobre la traducción conceptual que han aplicado los andinos al asumir al duende europeo, como la expresión del pequeño peludo, que rapta a los niños para llevarlos a vivir con ellos, a los manantiales de las alturas. La connotación sexual a la que alude una de las posibles traducciones podría reflejar la voracidad libidinosa del duende, como se verá a continuación en el relato que recogimos. Puede tomar la forma de ser masculino o femenino para seducir al niño. Tampoco resulta fuera de lugar la propuesta del profesor Landa, el duende es un espíritu maligno errante producto de un aborto (generalmente
provocado por relaciones incestuosas, adúlteras o violaciones) que busca vengarse en los niños vivientes la falta de cariño de sus progenitores. “Donde hay sauces viejos, ahí para el duende, una vez a mi hija también, estuvo en Yaután, tenía una casa en Yaután junto al platanal, y mi hijo el mayor se fue a lavar la ropa, corría una acequita del puquio, el perro dijo:iiiii!, (mi hijo) levantó la cabeza y vio una criatura que salía con los pelos largos, calatito, mujer, a los hombres se les presenta mujer, y vio que se le venía con el pelo largo en el agua, su pelito bien colorado, corrió asustado a la casa, ¡mamá, una chiquita se ha presentado con su pelo largo! Yo fui y no había nada, dejó la ropa botada. Al día siguiente, mis dos hijas, cocinando apuradas, serían las diez y vieron un chiquitito varoncito, con su pelo largo, también calatito, hombre, que les enseñaba bastantes jueguitos y las llamaba. Allá corrieron a avisarme asustadas, yo salía a ver y no había nada” (Millones 1975: 18). Los ancashinos que viajaban a Casma o Chimbote, habían descubierto en el curso de los arroyos o en los canales de regadío las señales, (generalmente materias fecales de color distintivo), de que los duendes también habían descendido de las montañas a la caza de niños, que luego de convivir con ellos, se sumarían a la caterva endemoniada, como la hubiese llamado siglos atrás, algún inquisidor. Pero en las páginas siguientes también encontraremos que ese destino ominoso puede ser evitado, más aun se espera que el niño que fallece vaya directamente al Cielo. O bien, si debe detenerse algún tiempo en el Limbo,
bastará que alcance su cordón umbilical al Señor Jesucristo, para que abandone ese recinto oscuro y se integre al coro angelical que rodea a los personajes sagrados del Olimpo cristiano. Por eso hacen mal los padres en llorar su muerte, como dice una canción popular, podrían mojar las recientes alas del muertito y demorar el viaje al Paraíso. Pragmatismo y superstición pueden ir de la mano en los estratos empobrecidos de la sociedad latinoamericana. Chicos como el de este relato, veinte años después, serán capaces de manejar los mismos instrumentos mentales para sobrevivir inventándose trabajos en países donde el empleo es una esperanza remota, situación que hace crecer las ciudades capitales por una irrefrenable migración interna. Más tarde descubrirán que su trashumancia no ha concluido, hasta que huyen de su país de origen. Pero la relación con el lugar con que nacieron es más fuerte que los desengaños, sin instituciones que den fuerza a sus sentimientos, su calor por el terruño se aferra en cambio al sistema de valores y creencias que envolvieron su crecimiento, en lo que le llegaba a través de otros niños de su edad o ligeramente mayores, en las calles de su barrio, en lo visto y sufrido en sus hogares. En su mente están más presentes los colores de la bandera que como la explicación siempre difícil de lo que es la patria. También están presentes el temor y desprecio que inspiran las autoridades formales (políticos, militares, maestros escolares , etc.), y la vaguedad de conceptos como derechos y deberes ciudadanos, etc. Hay más confianza en el auxilio de las Ánimas
Benditas del Purgatorio, en el Niño Compadrito, o en Sarita Colonia, que en lo que se diga en las iglesias católicas o en los templos protestantes. No hay que pensar mucho para descubrir que las explicaciones posibles para que esto sea así hay que buscarlas especialmente en el universo de los niños. Las edades formativas en los países del Tercer Mundo son todavía espacios oscuros de los que, en el mejor de los casos, sólo tenemos terribles datos estadísticos. Un tercio de la población peruana infantil muere antes de los cinco años.
De los que sobreviven, hasta un 39 por ciento padece de
desnutrición, y vive en ambientes contaminados, dado que, de acuerdo con el censo del 2005, tenemos 9‘836,621 personas, en 2`322,692 viviendas sin red pública de agua. A esa realidad corresponden sesudos razonamientos económicos y políticos que concluyen siendo excusas. Pero esa misma realidad, para los que la sufren y ven morir a sus hijos a poco de haber nacido o los abortan o abandonan, o los matan, para no mantenerlos, no sirven tales explicaciones. Es necesario construir otro nivel de entendimiento que haga posible convivir con la muerte para quienes empiezan la vida. Hay que construir universos menos dramáticos a partir del cristianismo popular o de herencias culturales más lejanas, en los que se oscurece el dolor y la realidad toma otras luces que la hagan comprensibles, aunque los actores no siempre sean humanos. Si los niños muertos pueden ser ángeles, duendes o picaflores, tales transformaciones evocan reglas de premios y castigos vinculados a la moral de una sociedad que reacciona frente al lugar que ocupa en el contexto nacional,
cada vez más afectado por la influencia exterior. Nadie huye de la realidad al aceptar este imaginario, la acepta tal como es, pero la hace posible de soportar. El libro que sigue a estas páginas reconstruye el mundo de los pueblos citados a través de muchas voces. Quienes bailan en Sarhua en el entierro de sus hijos, quienes aprenden fórmulas mágicas en Quispicanchis para no ser afectados por los duendes, quienes alimentan a sus muertitos a través de otros niños en La Arena, etc., etc. Estos y otros pueblos no viven perdidos en universos de ensoñación mítica, esperando antropólogos o folcloristas. Son, por el contrario, esforzados trabajadores que transforman en recursos la pobreza de su suelo, o luchan contra la contaminación de la costa, pescando mar adentro, o bien caminan mucho más, buscando áreas en que el bosque tropical no esté erosionado. Su universo sobrenatural responde mejor a sus esperanzas y posibilidades que la educación religiosa que se imparte en las capitales de los departamentos o en la capital del país. Los muchos años de evangelización no equivalen en tiempo a la conversión organizada y completa que se esperaba, por razones que se verán a continuación. Es evidente, por ejemplo, que elementos básicos del dogma, como el pecado original no han llegado al entendimiento de los creyentes, lo mismo se puede decir de la transubstanciación, o muchos otros puntos de la doctrina. Aceptamos que toda religión tiene áreas de misterio, que se sostienen en la fe, pero su explicación es tan necesaria, que surgirá de todas maneras, aunque para ello, la religión ya no sea calco ni siquiera remota reminiscencia de la doctrina original. Su interpretación rebasará el original y los fieles harán caso omiso de las prédicas
para reconstruir su versión de lo sobrenatural. En Yapatera, Piura, tierra tropical de música y poesía, poco les importa que el niño difunto, cargue consigo el pecado original, podría no existir el edificio de la iglesia, alguna forma de rito, con o sin sacerdote debió imponérsele después de su fallecimiento, pero, como dice uno de su bardos: Cuando un negrito se muere Todos se echan a llorar No saben que Dios los quiere Para la orquesta celestial. El tema ha despertado interés en todos los ámbitos de la cultura. Borges nos recuerda que: “A los cuatrocientos años de la Cruz, el monje inglés Pelagio incurrió en el escándalo de pensar que los inocentes que mueren sin el bautismo alcanzan la gloria. Agustín, obispo de Hipona, lo refutó con una indignación que sus editores aclaman” (2002: I, 361). Pelagio en su interpretación había tenido el atrevimiento de invocar a la justicia como base de su afirmación. Agustín replicó que según una correcta aplicación de tal justicia, todos los hombres merecemos el fuego sin perdón, pero que Dios ha determinado salvar algunos, según su inescrutable arbitrio. Sus seguidores negaron la existencia del Limbo en una polémica que fue desestimada por las poblaciones de América Hispana. El Limbo sigue existiendo en el pensamiento de sus descendientes y no hay señales de que desaparezca. No siempre las religiones insisten tanto en la condenación de los hombres sin que se expliquen las razones de tan severo castigo. Pero la fe no necesita
raciocinio, lo que precisa es creyentes, y a pesar de que los cristianos posteriores a la Reforma cuestionaron el dogma del pecado original, la Iglesia Católica mantiene su poder formal, en especial en los países de habla hispana. Esta convicción dio fuerzas a los evangelizadores del siglo XVI y XVII, que bautizaron frenéticamente a los indígenas americanos. Hablando del “reyno de Choco”, en lo que fue más tarde el virreinato de Nueva Granada, Fray Laureano de la Cruz nos cuenta con orgullo que “habiendo entrado en él, sólo cinco [sacerdotes en el año 1649] cuando llegó el año de 1650 tenían convertidos y reducidos a diferentes pueblos [e] infinito número de indios, con cinco iglesias que habían edificado. Tienen también conversiones en las provincias de Santa Marta y Santa Cruz, y de sólo un religioso se afirma haber convertido y bautizado en ellas más de 200,000 indios” (1999: 200). ¡Vaya una cifra! Apenas si el buen reverendo habría tenido tiempo para respirar. Pero no son los únicos números exagerados, no estamos tomando en cuenta a los muchos milagros que narran las crónicas conventuales. Desde la perspectiva de la nunca negada voluntad misional, la urgencia del bautismo precedía a las otras obligaciones, el neófito tenía que iniciarse como creyente a través de este sacramento y había que impartirlo. En algún momento la propia Iglesia cuestionó la manera en que se había bautizado, y en el virreinato peruano se iniciaron las visitas eclesiásticas que se conocen como “extirpación de idolatrías”, pero esto no aminoró la premura de los evangelizadores que fueron y siguen siendo pocos ante los volúmenes de población americana.
A lo largo de las páginas que siguen veremos el efecto de esta ansiedad en la población peruana, que ha internalizado la necesidad de que el bautismo católico conduzca a sus hijos al Cielo. Pero para que esto suceda, se han evitado los tropiezos o reparos que solía poner la propia doctrina. Los recién nacidos, vivos o muertos, reciben una fórmula bautismal, bastante heterodoxa, de los padrinos elegidos por los padres. En segundo lugar, la propuesta sobre natural, por lo menos de las altas culturas americanas, difiere notablemente del Paraíso celestial cristiano. Esto nos revela que en el pensamiento precolombino existieron universos especiales para los niños muertos en edad temprana. Lo que se explica por la mortalidad infantil, que debió ser elevada, aunque las cifras coloniales o las de nuestros días no dejan de ser aterradoras. En todo caso, como parte del complejo de reflexiones sobre la muerte, la de los niños que aun “todavía no comían maíz”, como dicen las crónicas mexicanas, fue de intensa preocupación para los pensadores de época pre- europea. Si todas las religiones reservan un capítulo extenso sobre lo que sucede cuando se extingue la vitalidad del cuerpo, en el encuentro entre europeos y americanos, esta preocupación hizo visibles las incompatibilidades entre ambas reflexiones. Para los cristianos la muerte del cuerpo no interrumpe la verdadera vida, que consiste esencialmente en la unión con Dios. En el evangelio de San Mateo esta percepción se expresa claramente “Y no temáis a los que matan al cuerpo, pero no pueden matar al alma, temed más bien a aquél que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena” (Mateo. 10: 28). Lo que equivale al
Infierno (Marcos. 9: 43), y al Demonio tentador, quien puede arrastrar las almas a la mencionada perdición. La fragilidad de esta vida, propuesta como “valle de lágrimas”, hizo que la presencia del universo sobrenatural fuera el necesario tema de diálogo de la Iglesia con sus fieles, lo que incluía los sacramentos indispensables para expiar las culpas o pecados y evitar el fuego eterno. En esta línea, el bautismo tenía el doble efecto de propiciar el ingreso a la vida cristiana y de borrar los pecados, el original y los cometidos antes de recibir el sacramento. Al no ser bautizados los nativos de América (y de otros continentes en proceso de evangelización) estaban en las garras del Demonio. Como veremos más adelante, el caso de los infantes de muerte prematura, abortos, o partos fallidos, fue siempre material de debate y la Iglesia discutió incluso al interior, con sus propios teólogos, las soluciones posibles a este caso, que arrojaba dudas sobre la voluntad de Cristo de acercarse a los niños (Marcos. 10: 14-15), si es que se optaba por declararlos culpables del pecado original, y por tanto, condenados sin remedio. Desde la perspectiva de las religiones amerindias, pasadas o presentes, nada de eso tenía (tampoco ahora) mucho sentido. No es posible imaginar los pecados de un niño pequeño, pero si se puede estar de acuerdo con el castigo de las faltas cometidas por los mayores (abuelos, padres, tíos o padrinos) en el cumplimiento de un ritual establecido. Y también es comprensible que todos los miembros de la familia, incluso los niños, sufran por ello. Igual sentido tienen las faltas que comprometan las normas comunales de moralidad, establecidas
desde tiempos inmemoriales, que pueden o no haber sido recreadas o modificadas con la influencia de la evangelización cristiana. En las investigaciones modernas, si bien la muerte fue un tema rescatado de manera intermitente, los niños no se asociaron a ella salvo en muy contadas excepciones, motivadas por los escritos en que se mencionaba la ceremonia de la Capac Cocha. Curiosamente, los folcloristas ya habían notado que los duelos y entierros de infantes, escapaban a la fórmula prescrita por la Iglesia, a pesar que en general se asemejaban al anticuado esquema hispánico que el clero moderno prefería no recordar. En el fondo este olvido tenía y tiene razones más profundas, al lado de fórmulas arcaicas, a las que Foster ha llamado (1960: 227234) “cristalizadas”, estaban presentes tradiciones no europeas que hacían del muertito no sólo el ángel reconocido desde España por los fieles de la Iglesia, sino que introducían a duendes monstruosos como el Muki (Salazar 2006:132133), diferentes a los europeos y a los delicados, pero agresivos picaflores que rompían las reglas de la doctrina. Aun si se lograse encontrar en la Península Ibérica actores similares al panteón amerindio, buscar correspondencias sería inútil, porque las divinidades todas, en especial las que llegaron de España, al ser reinterpretadas en América, han adquirido las valencias que las hacen parte de otro universo religioso.
2. ¿Dónde van las almas de los niños muertos sin bautizar? John Milton lo llamó Paraíso de los Necios. Pero su puritanismo nunca afectó a los países católicos que siguieron creyendo en la existencia del Limbo. El espacio reservado a quienes, luego de vivir una vida santa, esperaron el descendimiento de Cristo, fue una realidad para los fieles, antes y después de la Reforma Protestante, a pesar de que sus pensadores, como el autor de El Paraíso Perdido hicieran lo posible por burlarse de los católicos . La discusión era bastante más antigua y tenía que hacer con la existencia y destino de las almas luego de la muerte del cuerpo. No mucho después de Cristo, Tertuliano (circa 160-220 d.C.) escribía en su tratado Acerca del alma, que el cuerpo muere si lo abandona el alma, y que va “en un primer momento al infierno (entendido como región inferior) hasta que tras celebrarse el juicio divino (las almas) queden liberadas” (2001:55). El tema siguió en debate y tomó nuevos ímpetus cuando la atención se posó en los niños que morían sin bautizar, y mucho más en la era de los descubrimientos. Los continentes que llegaban a los ojos de los europeos traían consigo multitudes, cuya existencia había precedido, en los siglos anteriores, a la llegada de naves portuguesas o españolas al África, Filipinas o América. O mucho antes, cuando Marco Polo abrió el camino hacia el continente asiático. ¿Dónde habrían ido esas almas? Si es que realmente las tenían los habitantes de esas latitudes. La respuesta fácil era presuponer que el territorio
estaba gobernado por Lucifer, el Ángel Caído, en perpetua contienda con el Creador, por lo tanto, antes del arribo de la cruz de los conquistadores, todas esas almas habían sido condenadas. La prueba física de tal presupuesto era la imagen horrorosa de sus dioses. Si nos circunscribimos a las Américas, la impresión de los conquistadores no deja dudas acerca de su juicio con respecto a las religiones amerindias. Así por ejemplo, al subir Hernán Cortés al templo donde lo esperaba Moctezuma, se encontró con la figura de “Tezcatepuca [Texcatlipoca que] era el dios de los infiernos, y tenía a cargo de las ánimas de los mexicanos, y tenía ceñidas una figuras como diablillos chicos, y las colas dellos como sierpes, y tenía en las paredes tantas costras de sangre y el suelo bañado dello, que en los mataderos de Castilla no había tanto hedor; y allí le tenían presentado cinco corazones de aquel día sacrificados...”(Díaz del Castillo 1992:260). Este concierto de escenas repugnantes acentuó la concepción de que a los americanos les estaba reservado el Infierno, aun si en otras partes del continente, la presencia de los sacrificios humanos no fuese tan evidente. Tal es el caso de los Andes, donde por un tiempo se argumentó que no existía nada parecido al caso mesoamericano, lo que, sin embargo, no eludió que se pensase que las almas de sus habitantes estuvieran condenadas por la ausencia del bautismo. Hay que decir, que más de un cronista argumentó que existió una predicación cristiana que antecedió a Pizarro. Santo Tomás o San Bartolomé habrían dejado rastros de esta evangelización primitiva e incluso los primeros
Incas podrían haber sido cristianos gracias a un misterioso Tunupa, nombre indígena de alguno de estos remotos predicadores. En lo que respecta a la presencia de los niños en el Limbo, Dante ya había abierto una brecha para ellos en este espacio, en el que figuraban personajes como Galeno y Saladino, al lado de los infantes sin bautizar (Chiavacci 2007: Vol. I, 128-129). El tema no se cerró en la Edad Media, como se mencionó páginas atrás, fue uno de los ejes del debate entre San Agustín y Pelagio. Pero no fue ésta la posición única de la Iglesia Católica. Santo Tomás de Aquino llegó a afirmar que el Limbo era eterno “como el Cielo y el Infierno, ya que estos niños no pueden hacer nada por si mismos para salvarse ni pueden conseguir la gracia después de la muerte” (Peña 2003:92). En adelante la discusión no tuvo definición certera. Formalmente, para la Iglesia, el asunto ocupaba un lugar menor en la jerarquía de las verdades teológicas: la existencia del Limbo era una “doctrina probable, o una opinión teológica”, lejos de ser dogma de fe (Armando Nieto Vélez: 2006:1-4). Declaraciones recientes del Papa hacen posible creer que el Limbo saldrá definitivamente de los catecismos, pero aun está en etapa de estudio La tarea de la evangelización cristiana del Nuevo Mundo estaba destinada a ser incompleta, no tan superficial como se suele suponer desde la antropología, ni tan avasalladora como se ve desde ciertos rincones de la historia. En el sistema de creencias contemporáneo es fácil percibir elementos rituales cristianos, incluso en aquellas ceremonias que por su contenido son
ajenas a la religión católica, pero es mucho más difícil rastrear estos fragmentos del culto europeo cuando se indaga sobre los universos que siguen a la muerte. Esto no quiere decir que la religión andina contemporánea tenga espacios donde no ha llegado la prédica de cinco siglos. En cambio podemos afirmar, que la reinterpretación indígena de la evangelización trastocó los elementos proporcionados por la doctrina en aquellas instancias en que el discurso cristiano se hacía incompatible con sus valores. En este sentido, el tema no se puede resolver en la vaguedad de términos como mestizaje religioso o aculturación, conviene establecer aquellos núcleos de pensamiento indígena que modificaron el dogma católico para darle cabida dentro de una nueva concepción religiosa que se fue plasmando durante el período colonial y que es la vigente. En un espacio tan grande como es el área andina, es muy difícil generalizar sobre las reacciones de los distintos grupos étnicos que la habitaban, especialmente porque la conquista y la colonización no fueron procesos uniformes y las áreas invadidas era sólo una parte del continente. Sin embargo, hay razones para creer que existió una cierta base común en el pensamiento andino, que en algunos casos compartió sus principios con otras regiones americanas. Temas globales como los de la creación y destrucción de los universos habitados por los hombres o seres semejantes, o la secuencia de las responsabilidades en el ciclo vital, o el rol de las montañas en el paisaje sagrado, hace que las civilizaciones precolombinas sean menos diferentes de lo que parecen (Millones 2005: 163-194). A pesar de que cada gobierno
transregional, como los incas o los mexicas, intentó darle un toque personal a las bases ideológicas de los pueblos bajo sus esferas de dominio. Si nos circunscribimos al Tahuantinsuyu, descubriremos muy pronto que las noticias sobre su mundo sobrenatural, son mucho más pobres que las que ofrecen los cronistas que escribieron sobre Nueva España. No hay estudiosos comparables a Bernardino de Sahagún, ni con una percepción de la historia como la que nos ofrece Bernal Díaz del Castillo. Tampoco tenemos un volumen documental publicado que haga menos complicado reconstruir el pasado inmediato a la llegada de la hueste de Pizarro. Es por eso que todo recuento del pasado deba remitirse a los cronistas conocidos, cuya percepción del fenómeno religioso salvo excepciones, es tangencial a sus intereses. El apoyo de la antropología es débil, dado que el estudio de valores y creencias de los pueblos de ascendencia indígena no ha sido una preocupación prioritaria. Pero sobre todo porque la disciplina en su totalidad tiene una producción entrecortada, en parte por los avatares políticos que hicieron difícil el trabajo de campo durante varios años, y en parte porque la investigación académica carece de fondos nacionales y no existe interés en las instituciones privadas, salvo pocas excepciones. Con todas estas deficiencias, es necesario trazar un esquema general en donde se inserte el tema del más allá. La versión más divulgada nos lleva a los pueblos quechua hablantes que identifican al mundo de los muertos con el nombre de uku pacha, lo que podría traducirse de manera más o menos precisa como “mundo de adentro”. Esto no puede sorprendernos, porque las crónicas y
los reportes etnográficos son consistentes al mencionar que los pueblos andinos señalan que su lugar de origen o “pacarina” es el interior de la tierra, de la que brotan sus primeros padres siguiendo la voluntad de los dioses. Es también el lugar a donde van los muertos y donde germinan las plantas, como si el futuro y el pasado fueran un solo tiempo, opuesto al presente, al que habitamos los humanos y que se suele llamar kay pacha o “este mundo”. El tema no es ajeno al universo ideológico mesoamericano, “en las Estelas 11 y 14 de Piedras Negras, Guatemala... se representan escenas de sacrificios, en los dos monumentos se advierte que del cuerpo de la víctima, de su vientre abierto, emergen vegetales que rematan en seis hojas (Báez- Jorge 2000:101). La interpretación de estas imágenes puede variar, pero la relación entre cadáveres y plantas que brotan sigue siendo una constante. Mucho antes de los incas, entre el 200 y el 700 d. C. florecieron determinadas sociedades, a las que los arqueólogos ubican en un período que llaman Intermedio Temprano. Entre ellas, la denominada Nazca, cuya cerámica muestra repetidamente la imagen de cráneos de los que surgen plantas, como indicando el inicio y fin de un proceso que se funde en una sola entidad ideológica. Los relatos de las crónicas señalan como dioses mayores al Sol (Inti), Viracocha e Illapa. Salvo Inti, la identificación moderna de tales deidades ha hecho padecer a los estudiosos desde el siglo XVI. Viracocha fue interpretado como dios creador y (e) Illapa se le vio como el que gobernaba los rayos, truenos y relámpagos. Cualquiera que sea la verdad, esto los ubica en un tercer
universo sobrenatural al que se le conoce como hanan pacha o mundo de arriba. Como en muchas otras sociedades son los astros los que proveen de imágenes sagradas al panteón andino, no es extraño entonces que las cumbres de los cerros hayan sido uno de los lugares preferidos para depositar ofrendas de importancia, lo que incluye a los sacrificios humanos. Dado que la información mayor sobre estos dioses proviene de las crónicas, y ha sido atribuida a los incas, estamos hablando de uno o dos siglos anteriores a la conquista española. La vigencia de las deidades en fechas anteriores es una incógnita, si bien se suele pensar que la imagen de la Puerta del Sol en Tiwanaku, que presumiblemente se repite en las vasijas de los waris en Ayacucho, pudo haber sido el Viracocha de los incas. Los tres universos mencionados (ukupacha, kaypacha y hanan pacha) no parecen haber sido aislados. Como sucede en otras religiones, los seres celestiales, los seres de la oscuridad y nosotros, somos todos partes de un sistema de relaciones que se nutre de intercambios, bajo normas de compromisos, o mañay (concepto desarrollado en Millones 1987: 137-135), que se deben cumplir so pena de castigos. Y al igual que en otras religiones les toca a los humanos, ciudadanos del kay pacha, ser la contraparte vulnerable de estos intercambios. Sobreviven innumerables testimonios de estas reglas y el deseo de cumplirlas, desde los relatos de las crónicas sobre la ceremonia de la Capacocha, con la matanza de niños y niñas, hasta las momias halladas en El Plomo en la provincia de Santiago (Chile) o la que se suele llamar “Juanita”, en
Arequipa, o la que estudió Juan Schobinger (1966: 195-207) en el cerro El Toro, en la cordillera de San Juan (Argentina). Pero dado que el sistema de creencias contemporáneo mantiene vigente al menos parte de este compromiso, no es raro que la tradición popular también lo refleje. Es así como se siguen dejando ofrendas en las apachetas o puntos del camino en las montañas, donde es conveniente depositar hojas de coca o piedras recogidas en el recorrido, para asegurarse el fin de la jornada o el retorno sin problemas. Hay la tentación de creer que los universos mencionados reflejan tan sólo los espacios cristianos (mundo, cielo e infierno) pero la superposición sin fisuras de los dos complejos ideológicos (andino-europeo) no es posible, dado que sus matrices originales son completamente diferentes. Es indudable que tras quinientos años de convivir se ha llegado a intercambios y mestizajes en muchos aspectos, pero son igualmente sólidos los desencuentros. No es difícil imaginar la sorpresa de quienes, con ojos asombrados, vieron por primera vez al Tahuantinsuyu. Habiendo expulsado a los moriscos y a los judíos de la España católica del siglo XVI, los europeos vieron con horror los sacrificios humanos en honor de Huitzilopochtli en México y con iguales sentimientos a las imágenes del Sol, Viracocha e Illapa, que se apresuraron a destruir o fundir si es que estaban esculpidas en oro. Al menos, eso debió suceder con la de Punchao o el “Sol del amanecer”, que arrancaron del Coricancha, y que tenía la forma de niño. Como aconteció en los primeros siglos después de Cristo con los dioses greco-romanos,
los
de
América
Indígena
fueron
calificados
como
representaciones satánicas. Es por eso que Fray Bernardino de Sahagún concluye un recuento de divinidades mexicanas con una frase de “la Sagrada Escritura... [que] quiere decir todos los dioses gentiles son demonios” (2000: 117) consecuentemente, el uku pacha se trasformó en la palabra necesaria para traducir el infierno católico. El Infierno y su personaje por excelencia, el Demonio, se integraron al imaginario americano al ser presentados de manera constante en sermones, cuadros, murales, estampas o representaciones dramáticas. La cotidianeidad fue invadida por el temor de ser castigados en términos temporales incomprensibles (“la eternidad”) y que se presentaban con expresiones de tormento (“llamas de fuego”) a un público que no podía entender las razones de su presunta culpabilidad. La vida después de la muerte se abría con un juicio inapelable que separaba a los miembros de una familia, entre quienes merecerían las penas de ese lugar de horrores y aquellos que siguiendo los mandatos de la Iglesia pudiesen alcanzar la Gloria. El interior de la tierra se transformaba de matriz regeneradora de la naturaleza en el pozo de sufrimientos, del que no había posibilidad de redención. La posibilidad de ser condenado al Infierno, es una certeza que la doctrina católica declara para los no bautizados. El sacramento se impone al recién nacido, bajo el presupuesto que llega al mundo con el pecado original: “En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, creado en estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente “divinizado” por Dios en la gloria.
Por la seducción del Diablo quiso “ser como Dios” (Génesis. 3,5), pero sin Dios, antes que Dios y no según Dios”... Con el pecado original: “La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad” (Estepa Llaurens 1992: 94). La gravedad de la falta cometida por la pareja mítica en el Paraíso hace indispensable el bautismo. Esta posición del catolicismo no es nueva. A principios del siglo XVIII, don Agustín Vazquez Cisneros y Bermejo, teólogo del Arzobispado de Sevilla, explicaba que hay una parte de la naturaleza humana corrupta y con inclinación a la lujuria “después del pecado de Adán”... “que ella misma está pululando quasi avisos de esso, y con pocas señas de ello, que arrojan los padres con sus llanezas maridales, despiertan a los niños no poco rescoldo de ello” (Vazquez 1719: 70). La necesidad de alejar a las personas (niños o adultos) de la sexualidad manifiesta (“llanezas maridales”) se hace indispensable. Al fin y al cabo, nos dice el teólogo, los descendientes de Cam (el hijo de Noé) son “Etíopes, negros y feos, como el carbón (Vazquez 1719:74) porque Cam “fue tan sinvergüenza y tan atrevido lascivo... que se mezcló libidinosamente con su mujer en uno de los aposentos del Arca” (Ibid 73-74). Esta debilidad de la carne se suma a las razones que hacen urgente que se bauticen los niños lo antes posible. El teólogo sevillano nos da cuenta que San Patricio había conversado con los fetos de los irlandeses, que le decían: “¡O Patricio! rogámoste ahincadamente, vengas acá, a librarnos de los peligros de perecer eternamente, en que nos hallamos en los vientres de nuestras madres” (Vazquez 1719:13). Lo que seguramente precipitó el segundo viaje del santo a
Irlanda, luego de ser educado en Auxerre, bajo la guía de San Germán, si es que son ciertas las tradiciones de tan lejana fecha (Patricio murió en el año 461). Si volvemos al siglo XVIII (1745) veremos que el tema se acercó aún más a la imaginación de San Patricio. El doctor en Teología (“e l’altra Legge”) Francesco Emanuello Cangiamila publicó su “Embriología Sacra o vero dell’uffizio de sacerdoti, medici, e superiori, dedicada al Conde Guiseppe Emanuello Ventimiglia, príncipe de Belmonte y pretor de Palermo. Cangiamila al revés de Vazquez, no duda de la existencia del Limbo, pero no lo considera un lugar deseable para los infantes. En primer lugar, reflexiona sobre el carácter indefenso de los niños que aun están en el vientre de su madre. “Son pobres no sólo de la gracia de Dios, si no también del juicio, del mismo uso de los sentidos, por no decir nada acerca de otros bienes de la fortuna” (1743:2). Pero su mayor atención está dedicada al aborto y al destino de quienes lo sufren, y en especial a quienes (la madre, los médicos, los que venden abortivos, los párrocos) de alguna manera debieron preveer tamaño desatino. El autor se ha documentado con cuidado y describe las técnicas con que se induce el aborto, de manera muy detallada, para concluir que no existe razón alguna para provocar la muerte de un feto, aunque abre la discusión sobre si la salud de la madre obliga o no a extraer uno que ya está muerto. El otro gran tema de su libro es averiguar el momento en que el embrión recibe el alma. Para Cangiamila es claro que los plazos de cuarenta días para que el niño en formación reciba el alma y la niña, ochenta o noventa no pasan de ser una tontería (“balordàggine”), piensa, por el contrario, que es mucho más probable que el feto tenga alma desde el primer
día (1745: 16-17), pero reconoce que “el tiempo de la animación es todavía oscuro”. Más adelante el hilo de su libro se desvía hacia la controversia si cada alma es creada de la nada o todas venían desde Adán, y temas afines, pero luego retoma su interés principal y opta por decisiones menos drásticas sobre la culpa de los implicados en el aborto. Pero se asegura de que se bautice a los abortos en el primer día, al menos sub-conditione, es decir tomando la medida de mayor precaución para evitar la mancha del pecado original. Su obra tiene un epílogo práctico se trata de un “sermón o ilustración para que lo lean los párrocos y luego lo expliquen al pueblo en la Fiesta de los Santos Inocentes” (1745: 273-280), donde resume sus ideas. Allí no vacila en ofrecer medidas extremas como poner a la criatura (el feto), si está viva, en un vaso de agua para cumplir con el sacramento. En todo caso, sermones o textos como el anterior, han debido reafirmar la convicción de los misioneros en las Indias. En 1668, Alonso de la Peña Montenegro, obispo de Quito, instruía a los párrocos sobre el particular, diciendo en su largo capítulo sobre el bautismo “que es la única puerta para entrar en el cielo”. Sus recomendaciones ponen especial énfasis en los neófitos adultos, dada la naturaleza de la audiencia que enfrentaban los evangelizadores: “El efecto de este sacramento es imprimir en el alma del que le recibe un carácter y señal espiritual... y perdonar juntamente el pecado original, así a los párvulos como a los adultos, con esta diferencia: que a los párvulos sólo perdona el
original, pero a los adultos el original y los pecados actuales” (Peña Montenegro 1996: II, 31-32). La amplitud del dogma en este aspecto hace que el obispo emplee muchas páginas para explicar las precauciones que hay que tomar, para lidiar con “los indios [que] las más veces mienten, con pretexto de que están enfermos los niños, bautizarlos luego, para disponer despacio [de espacio para] sus fiestas para cuando les ponen óleo y crisma, ya que todas sus alegrías las manifiestan con borracheras” (Ibid: II, 33). Pero la necesidad del sacramento se impone. El punto de vista de la Iglesia finalmente establece que en caso de duda sobre si el sujeto que lo solicita (o lo hacen por él sus padres) ya hubiera sido bautizado, se proceda a rebautizarlo (Ibid: II, 35). Todavía hoy se mantiene que la fragilidad de quien no ha recibido las aguas bautismales se manifiesta en el poder adquirido por el demonio, a raíz del pecado original: “Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social... y de las costumbres (Estepa Laurens 1992: 96). Más allá del debate teológico sobre el efecto del bautismo, en España e Hispanoamérica se tomaron medidas específicas para castigar a los padres que no cumplían con cristianizar sus hijos. En primer lugar, estaba prohibido que a estos niños se les enterrase en el interior de la iglesia o en el cementerio. “Todavía en 1804 una circular de Carlos IV ordenaba que para que conforme al espíritu de la Iglesia no se confundan con los demás los cadáveres de los
párvulos, se destinarán sepulturas privativas, o unos pequeños recintos separados unos de otros” (Martínez Gil 1993: 596). La preocupación, más que por la salud del niño, iba por que no muriese sin el bautismo, por lo que se ordenó que se cumpliese el sacramento en las primeras dos semanas de nacido, como máximo plazo (Ibid. 591). Lo que era necesario incluso con los abortos, “al no saberse muy bien si ya Dios le había infundido alma” (Ibid. 592; Vazquez 1719: 179). Fue esta duda la que también atormentó al teólogo sevillano, que luego de razonar si el “ánima racional” alcanza “el vientre de la madre” al primer o segundo día, decide adoptar la posición que atribuye a Aristóteles, según el cual recién a los cuarenta días al niño se le ha provisto de alma, las niñas permanecen desalmadas cuarenta días más (Vazquez 1719: 180). Ser bautizado no era una tarea difícil, bastaban y bastan las palabras rituales: “NN... Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Estepa Llaurens 1992: 289). Se puede hacer de manera significativa con una triple inmersión del candidato en el agua bautismal, aunque generalmente se derrama el líquido tres veces sobre su cabeza. El sacramento no tiene que ser conferido por un sacerdote, ni siquiera es necesario que lo haga un miembro de la Iglesia Católica, la buena voluntad de un no cristiano le da validez al rito (Estepa Llaurens 1992: 292). Por lejano que sea el Limbo de los castigos del Infierno es necesario hacer todo lo posible para evitarlo, Vazquez (1719:146) nos dice que la vida de los niños que están allí es “el padecer la desdicha desdichadísima... por no
gozar de Dios en la Gloria ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el universo mundo (sic) si padece detrimento su alma? Más aun, los niños que están en el Limbo “tienen generalmente mayor pena de daño, en cuanto el mal de privación de la Gloria”; Vazquez llega a afirmar que son esclavos del Demonio (1719: 136138). Esta posición se venía arrastrando en constante debate desde siglos atrás y se resumía en lo que se llamó la pena de daño (los niños o fetos no iban al cielo) o pena de castigo (iban al Infierno), y que constituye el enfrentamiento entre las escuelas de San Agustín y Santo Tomás. El Limbo se convierte entonces en el lugar para las víctimas de la pena del daño, o espacio que no es el Cielo ni el Infierno. Pero el Limbo no figura en el Catecismo de la Iglesia Católica publicado por la Asociación de Editores del Catecismo, producto del trabajo de un equipo presidido por Estepa Llaurens (1992). Todavía estaba presente en el Catecismo de Pío X en 1905, pero no desparece en el cristianismo popular y todo parece asegurarle una larga vida.
3. El lugar de los suspiros. Como dijimos arriba, la propia doctrina proporcionaba opciones intermedias a las almas que no iban al Cielo o al Infierno, tales como el Purgatorio, donde se expiaban los pecados veniales, y el Limbo, espacio sobrenatural reservado para los niños que no habían alcanzado la gracia del
bautismo, primer sacramento que era el paso inicial para el ingreso a la vida cristiana. La crecida mortalidad infantil en Europa pre-moderna hacía necesaria esta instancia, que Dante había llamado “lugar de los suspiros”, y al que agregó los personajes notables que habían muerto sin conocer a Cristo. Entre ellos, el propio Virgilio, que fue su primer guía en su viaje al más allá. Europa Occidental no es el único lugar donde los hombres se preocupan por el destino de los niños muertos a temprana edad. En realidad este deceso es una contradicción difícil de expresar, cualquiera que sea la expectativa de vida de una sociedad dada, el embarazo y el nacimiento se entienden como preludio de muchos años de existencia. Morir en el vientre de la madre o poco después de nacer es una paradoja que exige explicaciones que han debido tener mucha antigüedad. Sobre todo porque la propia muerte era la la entrada a otro universo con duración, fines y razones inciertas. Nacer y morir, o nacer muerto, quebraba el orden con el que se regían los seres humanos. En América Precolombina, las culturas más refinadas resolvieron esta situación de conflicto, elaborando destinos especiales para estas existencias frustradas. Por lo pronto conocemos la propuesta de los nahuas, quienes nos explican que los niños que han muerto antes de dejar de mamar o antes de comer maíz volverán al mundo de los seres vivientes, resucitarán. Mientras tanto, se ubican en un lugar llamado Chichihualcuauhco o Tonacacuauhtitlan donde los lactantes continúan nutriéndose de un árbol con mamas, a manera de frutas, que destila leche leche que alimenta a estos niños. Su viaje a este universo no es inmediato, transcurrirán algunos días (cuatro) hasta que se consuman los
ritos de entierro y se asegure su partida. Durante ese período la madre no lactaba a otro niño y se colocaba recipientes con leche en la tumba del muertito, más tarde el árbol milagroso supliría a los pechos maternos (López Austin 1980: I, 358-359, 363, 365, 385). La información aquí reseñada fue recogida alrededor de 1577 por Fray Bernardino de Sahagún, cuyo texto, escrito con belleza, convierte a los mamones en colibríes o picaflores: “Oye otra manera de gente, que son bienaventurados y son amados, y los llevan los dioses para sí, y son los niños que mueren en su tierna niñez. Son como unas piedras preciosas. Éstos no van a los lugares de espanto del Infierno, sino van a la casa de dios que se llama Tonacatecuhtli, que vive en vergeles que se llaman Tonacacuauhtitlan, donde hay
todas maneras de
árboles y flores y frutas, y anda allí como zinzones, que son avecitas pequeñas de diversos colores que andan chupando las flores de los árboles. Y estos niños y niñas, cuando mueren, no sin razón los entierran junto a las troxes donde se guarda el maíz y los otros mantenimientos, porque esto quiere decir que están sus ánimas en lugar lugar
muy deleitoso y de muchos mantenimientos, porque
murieron en estado de limpieza y simplicidad, como piedras preciosas y muy finos zafiros. También tendrás entendido que los niños muy bonicos y muy hermosos y amables, cuando están en su simplicidad y en su inocencia son preciosos como piedras preciosas, turquesas y zafiros” (Sahagún 2000: libro VI, cap. XXI, pp. 572-573).
La tradición de México central también se encuentra en la población maya contemporánea: “El ánima de una criatura muerta vive en un árbol y se nutre con sus siempre pletóricos senos... A una criatura muerta al nacer no se le invita [a comer o beber como los difuntos mayores] ni se le enciende una vela, porque habrá retornado a la la tierra en otro cuerpo” (Guiteras Holmes Holmes 1965: 131.133). La tradición tzotzil en el siglo XX muestra, sin embargo, la presencia del catolicismo, uno de los informantes de Guiteras Holmes introduce la diferencia que hace el bautismo en los muertitos: “ Un niño chiquito si ha sido bautizado va al Cielo. Si no está bautizado no camina bien, no tiene camino y regresará aquí” (Ibidem 143). El pensamiento precolombino ya está racionalizado como castigo, a partir de la prédica cristiana. A pesar de eso, el mismo informante, más adelante, hace reaparecer la versión preeuropea: “ El alma del niño [muerto en el vientre de su madre también fallecida] va a un árbol llamado ch’ulte o shuj te [árbol santo o el árbol de los pechos]”. En el mismo mismo diálogo, vuelve a mencionar el castigo de los no-bautizados: no son hijos de Dios (Ibidem 146), por tanto irá con Pukuj uno de los seres en pugna con la deidad cristiana, que en el universo tzotzil no es superior a sus enemigos, si no que tiene poderes equivalentes, como la docena de seres sobrenaturales a los que conviene respetar (Guiteras Holmes 1965: 238). Una versión, también producto de la interacción de religiones mesoamericanas y cristianas, es la que recogió William Madsen en San Francisco Tecospa (México). Los tecospanos mantienen la costumbre azteca de hacer una fogata en el cuarto de la parturienta cuando empieza a dar a luz. En
las llamas de este fuego, Dios y el Diablo compiten por las “almas” (en la cultura nahua se admite la existencia de varias entidades anímicas) del nuevo niño. Una de ellas, el llamado “espíritu”, es el que da la vida e irá al Cielo o al Infierno a la muerte de la persona en cuestión. Si Dios gana en esta disputa el bebe nacerá con “sombra buena”, lo que le traerá éxito en la vida y le garantiza un lugar en el Cielo. Pero si gana el Demonio, el niño nacerá con “sombra pesada” arruinando su vida y arrastrándolo al Infierno (Madsen 1969:78-79). En cierta forma el Dios y el Demonio cristianos parecen reemplazar a deidades precolombinas, cuya presencia en el destino de las personas le da un giro muy diferente a la libre determinación que predican los católicos. No es bueno llegar al mundo con “sombra pesada”, le puede suceder a quienes nacen los martes o los viernes, que son días aciagos en el calendario ritual de los nahuas. Los que tienen esta desventura están condenados a ver a los “pingos, seres demoníacos que transitan del Infierno a este mundo con el fin de tentar a las personas, para que vendan su alma a cambio de riqueza. No es de extrañar que concentren su interés en la gente pobre y aparezcan en forma de charros, para mostrar su opulencia. Los “pingos” viven en cuevas de las montañas y pueden tomar la apariencia de perros negros, pero sus acciones llevan el mismo propósito. Los pactos con ellos, tras un período de prosperidad, siempre acarrean la condena de quien cedió a la seducción del “pingo” (Madsen 1969: 133). En el complejo mestizaje religioso de Tecospa, existe también el Limbo, donde van los niños que mueren sin bautizar. Es este un lugar frío y oscuro, en
donde los infantes rezan para que muera toda la gente de este mundo. Cuando eso suceda ellos se convertirán en ángeles y volverán a la luz. Los niños muertos tienen un lugar especial en el “día de los angelitos” (1° de noviembre). Las madres les preparan su desayuno y encienden una vela en el altar familiar. Sus difuntos, niños o adultos se alimentarán con el olor de la comida. No hay que llorar por los niños muertos, si se han seguido los rituales correspondientes, ellos están bajo el cuidado de la Virgen de Guadalupe, que los criará como si fueran sus propios hijos. Si los familiares se muestran muy afligidos, la Virgen enviará al niño de regreso con sus padres, pero como está muerto no podrá reunirse con ellos, y le costará mucho trabajo volver al Cielo. Por eso los padres (o hermanos) deben dejar de llorar, sus lágrimas alejan al muertito del seno de la Virgen (Madsen 1969: 217-218). A lo largo de este capítulo se estudian las versiones andinas de este universo y sus habitantes, los niños que murieron con o sin las debidas precauciones rituales de los padres o padrinos.
Las condiciones en que se
mueven las poblaciones de origen indígena hacen de este espacio sobrenatural uno de los temas más relevantes del imaginario andino.
4. El Limbo europeo.Indagando en Mórrope ( provincia de Chiclayo, departamento de Lambayeque) sobre el destino de los niños sin bautizar (2 de noviembre, 2005), el párroco definió al Limbo como “un invento de curas ociosos”. Me gustó el
atrevimiento sincero y la fortaleza del sacerdote, que era seguidor de la Teología de la Liberación, pero estoy seguro que a los Padres de la Iglesia, como San Buenaventura no les hubiese hecho gracia.
En uno de sus sermones
dominicales, pronunciados entre el 9 de abril y el 28 de mayo de 1273, el Doctor Seráfico describe al Limbo como el espacio donde se encontraban los Santos Padres muertos antes de la venida de Cristo, desde Abel hijo de Adán, hasta la crucifixión de Jesús. Buenaventura afirma que luego de su descenso al Limbo, el Señor los condujo a la gloria eterna dado que la efusión de su sangre había permitido su redención (Bonaventura 1992: Vol. 10, p. 69). El texto se apoya en el libro de Baruc, al que se supone discípulo y secretario del profeta Jeremías, haciendo un paralelo entre la liberación de los hijos de Israel, prisioneros de Babilonia y las almas sujetas en el Limbo a la espera de Jesucristo. Pero en el sermón de Buenaventura no figuran los niños. La idea de que ocupen un lugar inmediato al infierno, viene de mucho tiempo atrás, la podemos encontrar en Virgilio, cuando su héroe, Eneas visitó el Averno acompañado de Sibila que adormeció a Cancerbero para que ella y el troyano pudieran ingresar al reino de Hades: “Al punto escuchan voces, un inmenso tierno vagido: almas de niños lloran. En el umbral primero de la vida, sin probar la dulzura, un día aciago los segó de los pechos de sus madres, y los hundió en acerba desventura” (Virgilio. Libro VI. 1960: 443 - 444). Obviamente no se trata de niños sin bautizar porque ello no podía preocupar al poeta, que murió en el año
19 a.C., pero el espacio para quienes fallecen de manera prematura, acababa de ser creado para Occidente. Cuando Dante escribe el Infierno, alrededor de 1308-1309, aprovecha los versos de la Eneida para ubicar “una turba numerosa de infantes, mujeres y varones”. Antes que el poeta pregunte, su guía le explica la razón de los suspiros – no hay llanto-, se trata de quienes murieron sin el bautismo (Dante. Cantiga I, Canto IV. 2007: Vol. I, 110-111). Lo que el florentino propone en la Comedia es una novedad teológica, el Limbo en su tiempo era concebido por la teología católica como el lugar ocupado por los patriarcas hebreos (“Limbus Patrum”) que murieron antes de la venida de Cristo, tal como lo resume en su sermón Buenaventura. Pero además el Limbo dantesco aceptaba ser también el espacio ocupado por los niños fallecidos sin bautizar (“Limbus puerorum”) y por tanto manchados por el pecado original (Chiavacci 2007: 103). Dante introduce en un espacio privilegiado dentro del Limbo (“un noble castillo”), a los adultos notables del mundo pagano: Homero, Horacio, Ovidio y Lucano entre los literatos; Julio César, Lucio Giunio Bruto (el primer cónsul romano), y hasta el caudillo árabe Saladino, entre los líderes políticos, y Aristóteles, Sócrates y Platón entre los filósofos (Dante. Cantiga I, Canto IV. 1997: Vol. I, 124-126). La idea de este espacio privado de la visión divina, pero sin las torturas del infierno toma cuerpo en España y ya es un saber establecido en los momentos en que se descubre América.
La formulación precisa puede
encontrarse en el diccionario de Sebastián de Covarrubias Orozco, que en la primera mitad del siglo XVII lo describe así: “Limbo, lugar subterráneo, do no
llegan los rayos del sol... Pero en significación particular, acerca de nuestra fe católica, llamamos limbo aquella parte del infierno que retuvo en sí los santos padres antes de la redención del linaje humano. Y llamamos también limbo, o sea éste o sea otro el lugar do están las almas de los niños que mueren sin bautismo. Llámase también infierno, y así confesamos de Cristo nuestro Señor que descendió a los infiernos... Y puédese haber dicho limbo de la palabra latina limbus, que vale extremidad de la vestidura en redondo, porque, respeto del lugar de los dañados, el limbo está más cercano a la superficie de la tierra y apartado del centro, como parece darlo a entender la palabra de Abraham y el rico avariento” (Covarrubias 1995: 76). El autor del Tesoro de la Lengua... se refiere a la frase que el evangelista Lucas pone en boca del patriarca: “entre nosotros y ustedes hay un abismo tremendo” (Lucas 16:26). Este es el Limbo de la prédica en América, que tendrá una fortaleza especial en el imaginario andino, que rechazó desde un inicio la idea de hundirse en el infierno. Igual vigencia puede encontrarse en el otro universo intermedio: el Purgatorio, aceptado como espacio de transición donde se reúnen los miembros de una familia.
En el Norte del Perú (Eten, por ejemplo), el
cementerio es identificado como el Purgatorio, al que también llaman “la casa de todos”, lugar de visita obligado de los familiares en los “cumpleaños” del muerto, y el día de los difuntos (2 de noviembre). Es el espacio sagrado donde “viven” los familiares fallecidos, a quienes se les puede consultar en caso de cualquier crisis o duda familiar. Sus tumbas, limpias y con flores o alimentos son testimonios de que el culto a los muertos es una constante en la sociedad
andina. Su identificación con el Purgatorio es una interpretación del dogma católico, que lo modifica de tal forma que hace irreconocible la doctrina original (Millones 1999: 237-248). En realidad, el concepto de Purgatorio (del latín ignis purgatorius) no es explícito en la Biblia. La referencia con que se le identifica es I Corintios 3: 15, pero la idea, tal como la conocemos ahora, nace en el Concilio de Lyon (1245) y se reafirma en Trento (1563), y en documentos mucho más modernos, que los definen como “la purificación preliminar a la visión de Dios, diferente de aquella de los condenados” ( Giorgi 2005: 51). Finalmente se le reconoce como lugar o estado de penitencia y purificación después de la muerte, en el que los difuntos pagan en sufrimiento los pecados que cometieron en vida. Muy poco de lo dicho por los etenanos parece acercarse a la definición formal. Si nos remontamos al pasado tampoco se aproxima al Memorial (1683) preparado por el obispo de las islas Canarias, en el que se toma la voz de las almas para hablar en primera persona de los sufrimientos que padecen: “Nosotros desconsoladísimas Almas del Purgatorio, representamos a la Católica piedad de los Españoles, como estando lejos de nuestra propia, y amada Patria, que es el Paraíso, en una lacrimosa peregrinación; y habiéndose olvidado nuestros Parientes, y Amigos de hacernos los debidos socorros de piedad nos hallamos escasos de todo bien, y privadas, de todas maneras, para solevarnos de las propias miserias, y poder seguir con presteza nuestro fatigoso viajes, antes con débito de gruesas partidas, que hemos de pagar a fuerza de fuego a la Divina Justicia “ (Lomnitz 2006: 223).
Para este autor, el Memorial se suma a la construcción de una identidad más de la población indígena mexicana de la Colonia, que se les reconoce como miserables: “Ello se debió a que el purgatorio alentaba a los vínculos recíprocos de largo plazo entre los patronos y clientes. Consecuentemente, el compromiso profundo con la idea de purgatorio echó raíces lentamente entre las clases populares a medida que las relaciones de dominación se consolidaban y hacían rutinarias” (Lomnitz 2006: 214). Si esto fue así, el proceso no parece haber sido muy diferente en el Perú, hay que agregar que tal condición miserable, crea lazos de solidaridad interna, que son los que se aprecian en Eten. Incluso los “condenados”, seres que han infringido las reglas de la comunidad y vagan por sus alrededores después de muertos, pueden ser “salvados”.En los relatos recogidos en varias ocasiones, por ejemplo en los cuentos de Juan Oso, compilados por J. M. Arguedas (1961: 142-216), los “condenados” al ser derrotados se convierten en palomas blancas que suben a los cielos. Los terratenientes de fines del siglo XIX ó principios del siglo XX, famosos por su crueldad, una vez muertos, tienen la opción de salvarse sin hacen la “restitución”, es decir si devuelven las tierras o herramientas de trabajo usurpadas a los campesinos. Su “infierno” se le conoce en Huanta (Ayacucho) con los nombres de Tawa Ñawi (cuatro ojos) o Supay Wasi (casa del diablo). Los naturales del lugar lo ubican en una caverna que se halla al borde de un riachuelo cerca del caserío de Carhuahurán (distrito de Ayacucho, provincia de Huanta). Quienes oprimen a los campesinos y atentan contra la moral pública:
hacendados, funcionarios venales, “brujos maleros” (que hacen el mal), quienes conviven con sus compadres (lo que se considera como falta grave en la comunidad), etc., son arrancados de su tumba al quinto día y conducidos al Tawa Ñawi, cuya entrada está custodiada por perros de cuatro ojos (tawa ñawi) de talla descomunal.
Adentro, las almas sufren el castigo merecido al ser
arrastrados por olas de fuego y castigados con azotes con alambres de púas o sumergidos en calderos de plomo hirviente.
Policías infernales que llevan
horcones de metal de triple rama, que despiden babas fétidas, los vigilan día y noche. El Supay Wasi tiene el aspecto de una ciudad colonial serrana, elegante pero sombría, e inalcanzable para los seres vivos. Sin embargo, hay el constante relato de que los condenados pueden escapar por corto tiempo, para tratar de compensar a quienes hicieron daño durante su existencia. Si eso sucede, su alma abandonará el lugar de tormentos (Millones y Coronel 1981). Si nos ajustamos a las definiciones formales, aun para los seres que eran el prototipo de la maldad para los andinos del siglo XIX y principios del XX, existía un infierno temporal, que viene a ser, en buena cuenta, el Purgatorio, lugar de donde es posible redimirse. El tema será desarrollado con amplitud en el segundo capítulo.
5. El Limbo en el universo andino colonial.La percepción de la muerte es uno de los temas más interesantes de la historia cultural, no sólo porque cada sociedad puede reaccionar frente al deceso
de sus miembros de manera distinta, si no por que incluso al interior de cada grupo humano se perfilan actitudes distintas, si el difunto se ubica en las diferentes etapas del ciclo vital. Para los europeos la visión de las ceremonias mortuorias de los Andes fue materia de horror. La idea de las momias interactuando con los hombres (Millones 2006: 341-356) despertó el desprecio y la ira de los conquistadores. Más adelante, cuando los indígenas desenterraban los cadáveres de los terrenos de la iglesia para celebrar los rituales prohibidos y volverlos a enterrar o conservar de manera visible en otros lugares, la reacción del clero español y su entorno cristiano no fue menos violento. El empeño de la población sojuzgada no tuvo mejor ejemplo que la decisión de Atahualpa, quien decidió bautizarse para evitar ser incinerado. Su cuerpo, días después, fue rescatado por uno de sus hermanos, “el señor Cuxi Yupangue [que] sacó el cuerpo de Atagualpa de la sepultura do estaba y púsolo en una andas, en las cuales le llevó al Quito” (Betanzos 2004:326). Si el Inca hubiera persistido en su negativa, su mallki o momia habría desaparecido en el fuego, y habría perdido la oportunidad de alcanzar el otro nivel de vida al que estaban destinados los nobles del Cuzco. La reacción fue incluso de mayor asombro cuando se comprobó el sacrificio de los niños de corta edad. Estos rituales fueron observados con detalle en el siglo XVII, durante las campañas contra las religiones neo-andinas, que tomaron forma luego de asimilar las creencias cristianas. Algunas de estas muertes estaban relacionadas con la manera en que se percibía al recién nacido. Si se le consideraba “hijo del rayo” (Illapa o Santiago) por ser uno o dos
de los mellizos, o haber nacido “de pies”, el sacerdote indígena (laiqa) que los europeos calificaban de hechicero, no vacilaba en decretar su muerte (Polia 1999: 234; Duviols 2003: 251). O bien se dieron casos en que se optó por sacrificarlo para evitar su bautizo cristiano (Polia 1999: 242). Y aunque esta forma de tributo a los dioses no tuvo la visibilidad ni el número de los que observara la hueste de Cortés, su vigencia no fue de escasa importancia en los Andes, donde el sacrificio de los niños ha sido una característica bastante extendida. Así lo prueban los restos hallados en las cumbres de la cordillera andina que mencionamos páginas atrás (Mostny 1957: 113- 115; Reinhard 2005: 27-55). Los hallazgos arqueológicos confirman lo que figura en algunas de las crónicas, tal es el caso de Cieza de León que menciona los sacrificios humanos en las cimas de Guanacaure en el Cuzco y de los cerros Aconcagua y Coropuna en Chile y Arequipa respectivamente (1985: 83-85). Las cumbres de los cerros también fueron un centro sacrificial para las altas culturas de Norteamérica. “ A este diablo que ellos llamaban Tláloc o Tlaloque Tlacamazqui...hacían gran fiesta el primero día del año, cada un año, que era segundo día del hebrero, en el cual mataban innumerables niños sobre todos los montes inminentes.
Esta horrenda crueldad hacían vuestros
antepasados engañados por los diablos, enemigos del género humano, y habiéndose persuadido que ellos los daban las pluvias” (Sahagún 2000: I, 120; Baéz- Jorge 2000: 107). Para resumir este tema podemos decir con Broda que “los sacrificios de los niños se concebían como un contrato entre los dioses de la lluvia y los hombres: por medio de él los mexicas obtenían la lluvia necesaria
para el crecimiento del maíz. Por eso se llamaban nextlahualli, la deuda pagada” (2001:299). Félix Báez, usando testimonios etnográficos, no duda que esta forma de homenaje al dios de la lluvia y patrono de los campesinos continuó en áreas rurales. Tláloc era el señor de Tlalocan, uno de los mundos sobrenaturales que se encontraba situado al Oriente y a donde iban las almas de los que habían muerto ahogados o por enfermedades relacionadas con el agua (González Torres 1995: 174) El sacrificio de niños ha debido tener un significado especial en la historia de la humanidad, no en vano los seres del mas allá lo exigen como tributo deseado. Jehová pidió a Abraham la inmolación de Isaac, y el fantasma de Aquiles reclamó la muerte de Polixema. Estos requerimientos sugieren una especial relación de los niños con lo sobrenatural, quizá porque su partida hacia el mundo que comparten con nosotros (desde que nacen) es reciente, y no están cargados con las angustias, faltas y penas que rodean al adulto. Así lo entendieron los antiguos peruanos desde épocas muy remotas. En la aldea de pescadores de Ancón al Norte de Lima, se descubrieron restos atribuidos al Período Inicial (600- 2000 a.C), entre los que destaca el cuerpo de un niño de 2 a 5 años de edad. Sus ojos han sido removidos y se les ha reemplazado con hojas de mica, su estómago por una calabaza y su corazón por una roca de cristal de cuarzo. Su presencia ha sido interpretada como una ofrenda para favorecer las actividades al interior del edificio de piedra, en el que estaba enterrado (Burger 1992: 74). La matanza de niños con razonamientos
similares es una constante en el pasado precolombino, en la Huaca de la Luna (a poca distancia de Trujillo) se ha encontrado niños sacrificados asociados con silbatos, lo que parece reafirmarse con la iconografía de la cultura moche (200700 d. C.), a la que pertenece la sociedad que victimó a los infantes. Bourget sugiere que el acto de silbar está asociado al momento crucial en el que ritualmente se sacrifica al niño (2001: 113). Es difícil inferir mayores detalles de los restos monumentales, tenemos que ir al momento del contacto (1532) para extraer de los cronistas lo que alcanzaron a conocer
sobre estos sacrificios a través de sus confidentes
nativos. No tenemos el relato de ninguno de estos sacrificios como información de primera mano. Ni conquistadores, ni evangelizadores, pudieron ver en el Perú las ceremonias que contenían tan sangriento homenaje a sus divinidades. Eso no quiere decir que no fueran abundantes. Al menos una vez al año, los incas celebraban la Capacocha, fiesta de revitalización del Hijo del Sol como llamaban al Inca gobernante. A parte de ese evento mayor, del que tenemos noticias precisas (si bien de fuentes tardías), hubieron otras ocasiones en las que también se sacrificaron infantes. El cronista Bartolomé Cobo señala los momentos y razones para tales ofrendas: “Cuando conquistaban y sujetaban alguna nación, escogían cantidad de los [niños] más hermosos que había entre ellos y los traían al Cuzco, a donde los sacrificaban al Sol por la victoria que decían haber alcanzado.
Mas este
sacrificio no era tan ordinario, por no serlo la ocasión en que se ofrecía. En los que más frecuentemente hacían de hombres, sacrificaban los niños que por vía
de tributo recogía el Inca de todo su reino, y otros que voluntariamente mataban sus mismos padres, por graves necesidades que se les ofrecían” (1964: II, 200201). Aunque Cobo no lo dice, es posible que este “tributo” en sangre de niños se refiera a la fiesta de la Capacocha que mencionamos arriba. A continuación este cronista nos detalla que los varones eran menores de diez años y que las niñas podían ser mayores (“quince o dieciséis años”), a ellas las recogían con anterioridad en los acllahuasi o recintos de mujeres servidoras del estado. Las edades provistas por Cobo apoyan los hallazgos de Reinhard y otros arqueólogos de las montañas de Aconcagua, Llullaillaco y El Plomo, en el caso de los niños; y coinciden también con las edades deducidas de los restos de las víctimas femeninas, halladas en las cimas de Llullaillaco, y Sara Sara (Reinhard y Ceruti en prensa). Como es de esperar, las ofrendas humanas se elegían con cuidado “no habían de tener mancha ni lunar en todo el cuerpo”(Cobo 1964: II,201). Situación también visible en otras sociedades y que en el caso andino se repetía en el sacrificio de los animales, especialmente de las llamas, en el Cuzco debían ser blancas como nos dice Cieza (1985: 81), que eran las víctimas más comunes a lo largo del Tahuantinsuyu. La frecuencia con que se les sacrificaba quizá explique el menor número de ofrendas humanas. Es interesante el carácter festivo que el Inca quería imponer en las ceremonias sangrientas: “Dábanles bien de comer y beber antes de quitarles la vida, y a los chiquitos que no tenían edad para comer, les daban sus madres el
pecho, diciendo que no llegasen con hambre ni descontentos a donde estaba el hacedor.
A los de mayor edad comúnmente procuraban emborracharlos
primero” (Cobo 1964:II, 201). El camino al sacrificio tenía las características de una actividad gozosa: “iban caminando a trechos, alzaban una vocería y gritería, la cual empezaba un indio que, para ello diputado, iba enseñado para ese efecto; y empezando éste, todos le iban siguiendo con las dichas voces. Pedían en ellas al hacedor, [que] el Inca fuese siempre vencedor y no vencido;[que] viviese siempre en paz y salvo; llevaban por delante en hombros los sacrificios, y los bultos de oro y plata, carneros y otras cosas que se habían de sacrificar; las criaturas que podían ir a pie, por su pie; las que no, las llevaban sus madres; y el Inca, carneros y corderos [llamas] iban por el camino real” (Molina 1943: 76). La fiesta con su despliegue de ornamentos, desfiles y sacrificios se realizaba en varios santuarios del imperio, Cieza de León nos da una lista de los más renombrados que coinciden en gran parte con las elevaciones consideradas como puntos cargados de energía religiosa. El obvio centro era el Coricancha, que tenían incluso espacios donde se ubicaban las futuras víctimas animales y seres humanos (1985: 81). Luego del templo del Sol o Coricancha, era el cerro Guanacaure (otros serían Vilcanota, Coropuna, etc.) el lugar propicio para estas ceremonias, donde concurrían “los que habían de ser sacrificados... muy galanos y ataviados con sus ropas de lana fina y llautus de oro y patenas y brazaletes y sus ojotas con sus correas de oro.
Y después de oído el
parlamento que los mentirosos de los sacerdotes les hacían, les daban de beber mucha de su chicha con grandes vasos de oro y solemnizaban con cantares el
sacrifico, publicando en ellos que, por servir a sus dioses, ofrecían sus vidas de tal suerte, que, teniendo por alegre recibir en su lugar la muerte. Y habiendo endechado estas cosas, eran ahogados por los ministros y puestos en hombros sus quipes de oro y un jarrillo de lo mismo, los enterraban a la redonda del oráculo”(Cieza 1985: 84). El relato de Cieza está referido a los “hombres”, sin que se especifique la edad. A continuación da cuenta del sacrificio de las mujeres en el que también se repite el lujo de las vestiduras y su ejecución, siguiendo el mismo procedimiento. Otros cronistas, como Betanzos, nos refieren que los niños y niñas “de cinco a seis años” serían los desafortunados en concluir su vida de esa manera, por los menos, en la Capacocha. El cronista organiza la fiesta en un circuito que llevaba las ofrendas humanas al Cuzco, cumplían con el ritual, y los que no eran sacrificados, regresaban a sus pueblos de origen “ o donde hubiese estado asentado el Inca”, donde se consumaba su muerte, enterrándolos vivos o arrojándolos al mar (Betanzos 2004:122-123). El documento más completo sobre esta ceremonia es tardío, lo escribió el sacerdote Hernández Príncipe en 1622 en el pueblo de Ocros, recogiendo testimonios de la fiesta desde la periferia del Cuzco, muy al Norte de la capital imperial, que habían sido guardados en la tradición oral de los ayllus locales. De acuerdo con él, la Capacocha se celebraba poco después de la fiesta del Inti Raimi, la mayor de las festividades en honor al Sol.
Las delegaciones
provinciales llegaban con sus jefes (curacas) portando las imágenes sagradas de cada una de sus localidades: “Entraban por la plaza estando el Inca... sentado en su dúo [lo que equivale a trono] de oro: por su orden las estatuas del
Sol, Rayo, Trueno y los incas embalsamados con los sacerdotes que les manifestaban [es decir que hablaban por las momias]; daban dos vueltas por la plaza principal haciendo venia a las estatuas y al Inca, el cual con semblante alegre, les saludaba... Brindaba el Inca al Sol con chicha de muchos años, hecha para esta ocasión... El Inca se refregaba todo el cuerpo con estos muchachos por participar de su deidad; el sacerdote mayor degollaba un cordero blanco, con cuya sangre asperjaba la masa de harina de maíz blanco, que llaman sancu y comulgaba el Inca y todo su consejo... [luego] repartía reliquias de la carne de aquel carnero [llama], que había sacrificado al sol; convidaba el Inca a los electos [elegidos]; duraba días esta fiesta, en que se degollaban cien mil llamas”. “Concluido con la fiesta, se llevaban las capacochas [o sea las víctimas] que cabía al Cuzco, a la huaca Guanacaure o a la casa del Sol y adormeciéndola la bajaban a una cisterna sin agua, y abajo en un lado hecho un depósito [tumba en forma de bota, con un respiradero, nos parece interpretar], la emparedaban viva, adormecida, para descuidarla. Las demás [los niños y niñas sobrantes] mandaba el Inca que se llevasen a sus tierras y hiciesen los mismo déstas, privilegiando a sus padres y haciéndoles gobernadores; y que hubiesen sacerdotes que las ministrasen para la adoración que la hacían cada año, sirviendo esta capacocha de guarda y custodia de toda la provincia”(Hernández Príncipe 1923:61). La tradición era suficientemente fuerte para que este evangelizador recogiera el siguiente relato: “siete u ocho años atrás vino a este lugar, con los hechiceros Villca Rique y Machuay Caque, el curaca don Alonso Xullca Rique”...
trayendo consigo una hija suya hasta [de]cuatro o cinco años, viniendo la madre de la muchacha y [la] madre del cacique con chicha y cuyes y las demás ofrendas y tomando el beneplácito de su tataragüelo cacique Poma, le puso el nombre a la dicha muchacha, el que le había buscado por suerte de algunas arañas, diciendo que los dichos sus padres la habían concebido por virtud del Rayo, cuyo nombre le pusieron... borrando el nombre que ellos tenían de cristianos recibidos en el bautismo, permitiéndoles llamarse con el dicho nombre gentílico “ (Hernández Príncipe 1923: 53). La momia del respetado Caque Poma asistió al acto “sentado en su dúo [con] camiseta de cumbi finísima con chapería de plata” . En época previa a la llegada de los europeos, Caque Poma había sacrificado a su única hija “que el Inca puso nombre Tanta Carhua”, acto por el cual él y su descendencia se aseguraron el gobierno de la comunidad. La Capacocha confería el dolor y la alegría que significaba el intercambio con el Cuzco. Los incas no han sido la única sociedad que transformaba el dolor de la pérdida a partir del convencimiento de que lo sucedido era parte de un ordenamiento mayor, que beneficiaba a todos. Si los muertos se concebían como gérmenes del futuro, el tránsito al más allá era un paso necesario para que el ciclo se repita. Si nos restringimos a noticias más recientes, cabe recordar la mirada de Charles Wiener, que a fines del siglo XIX fue testigo de los rituales que acompañaron a la muerte de un niño en el Norte del Perú: “Inmediatamente luego de que expira, se amarra el cuerpo sobre una silla, se colocan sobre su
espalda dos alas de papel armadas, a veces sobre alas de lechuza, se le pone una corona de flores sobre la cabeza, y se le instala encima de una mesa, en torno a la cual se baila y se canta... Al día siguiente se conduce en procesión el pequeño cadáver a casa de los parientes cercanos, después a las de los amigos y en cada una recomienzan las mismas escenas de orgía” (Wiener 1993: 102103). Lo interesante de esta descripción es que su autor vio tal comportamiento entre poblaciones de origen africano, que ya habían internalizado tradiciones andinas cuya raigambre pudo ser hispana. Foster cita testimonios de los inicios del siglo XX y poco antes, donde “el baile de los angelitos” fue un rasgo cultural bastante común. La fiesta que rodeaba al entierro del niño o niña, de menos de siete años, se hacía con música acompañando el féretro y con un baile general en casa del difunto. Para Foster, la zona de mayor popularidad de la festividad era el SE de España (1960: 147, 231). Este fenómeno de préstamos culturales es muy frecuente. La falta de investigación ha hecho posible que en más de una ocasión se hayan atribuido orígenes africanos a más de uno de los patrones culturales contemporáneos, que provienen de la población indígena, o llegaron desde España. La observación de Wiener acerca del cadáver sentado, no sólo nos remite al dato arqueológico de la posición del cuerpo, nos recuerda también que se mantenía, durante el período ceremonial, la sensación de que el difunto participaba de la algarabía. Lo mismo sucede en Sarhua, donde la posición del
niño es la misma, atado a la silla con el cinturón del padre (chumpi) o si es niña, con el de la madre, y desde allí “interviene” de las celebraciones. Dado que estamos hablando de ceremonias que son contemporáneas, debemos convenir que las prohibiciones del estado español o del republicano fueron ignoradas. Esto no quiere decir que la ideología andina o de origen español, no hubiese sido alterada, la “alegría” que seguía al deceso del infante tiene ahora otras explicaciones basadas no tanto en el dogma católico, que hoy oscurece la existencia del Limbo. Lo más probable es que las características de este espacio sobrenatural llegaron con el sistema de creencias vigente en España entre los viajeros no ilustrados, que eran la inmensa mayoría. La gente que inspiró las trapacerías de la Celestina o el Buscón llamado Pablos, o el Diablo Cojuelo, o los refranes de Sancho, han sido quienes transmitieron en su andar los patrones culturales del pueblo español a las Indias. Para estos europeos y para los indígenas americanos, el Limbo y el Purgatorio eran más reales y asequibles que el Cielo y el Infierno.
Allí
esperaban (y esperan) llegar porque equivale al lugar de la sociedad al que pueden acceder en la realidad que les ha tocado vivir. El Cielo está más allá de sus posibilidades, al menos en una primera instancia, antes hay dos espacios sobrenaturales a los que pueden llegar, y el Infierno es inconcebible. Si se revisan los catecismos y confesionarios de la época colonial y la prédica de los evangelizadores, es notorio que se hace hincapié en los extremos de bienaventuranza o de castigo a los que podían llegar los nuevos cristianos. Situaciones intermedias como el Purgatorio, tienen mención escasa y
referencias al Limbo casi no existen. Esto no quiere decir que desaparecieran del ámbito sancionado por la fe oficial, todavía estaban presentes en el catecismo promulgado por el Papa Pío X en 1905, pero no hay mención del Limbo en los documentos más recientes, véase por ejemplo las publicaciones desde 1992 (Giorgi 2005: 46). Pero estas insistencias o ausencias en la voz de la Iglesia no hicieron efecto en la población andina, que ya había consolidado su percepción del más allá. La versión moderna del destino de los niños muertos, bautizados o no, sigue siendo el Cielo. El festival de la comunidad que acompaña a los padres en el entierro, coincide de distinta manera con el aire festivo que se forzaba en algunas regiones de España y en la Capacocha, y el razonamiento sobre lo que le espera al alma del difunto, si bien está teñido por las enseñanzas del catecismo, le da un sesgo especial que revive y fortalece la existencia del Limbo por razones ajenas al mundo europeo. Así lo vemos en la información recogida en Cuzco, Ayacucho y la costa Norte, que pasamos a compartir. Antes, vale la pena fijar la mirada en las estadísticas de la mortalidad infantil en el Perú, que unidas al aborto provocado o al homicidio del recién nacido ofrecen un panorama desolador incluso con respecto a las posibilidades de reducirlas. Sobrevivir a esta situación traumática, que va desde el descuido al infanticidio, implica la construcción de una ideología que asegura un futuro imaginario que puede ser feliz para el alma del niño muerto y llevadero para los padres. En el quinquenio 2000-2005 la mortalidad infantil fue del 24.2 por ciento en las áreas urbanas y de 49.2 en las rurales. A ello hay que sumar que en el año 2000 la
edad de las madres de menos de 20 años fue del 52 por ciento, de acuerdo al Instituto Nacional de Estadísticas e Informática, que toma como base los casos reportados. El baile y la demostración formal de alegría en el entierro de los infantes es algo muy presente en la sierra sur-central del Perú. En el pueblo de Sarhua (Víctor Fajardo, Ayacucho) la fiesta es uno de los motivos seleccionados para ilustrar sus pinturas que ellos llaman “tablas” (Millones 2005: 163-191). Una de ellas, presenta el festival denominado “wawapampay”; el pintor, Juan Quispe Michue, ahora radicado en Lima, explica la ceremonia de la siguiente manera “cuando el niño recién nacido, o tenga [hasta] un año algo así, no hay pena, no hay llanto. Los padrinos, con una alegría llevan al cementerio con toda la familia, con música. Puede ser arpa, guitarra, rondín, lo que sea, pero que sea música. Antes llevaban disco, con tocadisco y bailan en el cementerio, mientras van haciendo hueco para enterrar”. Los sarhuinos explican el comportamiento con una lógica aplastante, así lo hizo Pompeyo Berrocal Evanan, pintor y cantante de Sarhua, cuando lo visitamos en su casa-taller: “La gente se alegra si el niño ha muerto, porque dicen que el niño que muere no molesta a nadie, no los va a molestar, incluso algunos abuelitos insultan a la gente [diciendo] “mi hijo, mi nieto se va porque no te va a molestar” [Pregunta de LM ¿en qué sentido?] Cuando crezcan, se casan y cuando se casan piden una casa, una chacra”. Porfirio Ramos Yanamé, también pintor en el pueblo de Sarhua, redondeó la explicación: “Cuando muere chiquito, recién nacido con alegría llevan a enterrar. Cuando son adultos como
nosotros, la pasan mal con su señora, las cosas[van] mal o [tienen] malas experiencias, son rateros, todo mal, pues hasta a sus padrinos los meten [en líos]”. La dureza de las circunstancias en que viven las poblaciones rurales explica hoy el carácter festivo del entierro de los infantes. Otro artista sarhuino, Marcial Berrocal Evanan completó el argumento: “ Enterrar a un bebé es lo bueno, sin sufrir tanto se ha ido a la Gloria. Es un bebé inocente. Un bebé no creo que vaya al Infierno”. De regreso a Lima, Juan Quispe respondió a otra de nuestras preguntas: “[Si el chico ha sido bautizado] se hace lo mismo, todo igual. [Si no] así muertito le echan agua de socorro. Le echa el padrino [que ha sido elegido aun antes de que nazca]”. La urgencia del bautismo es notoria, si el niño está en peligro de muerte o acaba de fallecer, sobre todo en lugares donde el sacerdote es inaccesible (el párroco sólo visita Sarhua tres o cuatro veces al año), la ceremonia la realiza cualquier laico, o de preferencia quien ha sido elegido padrino. Si muere, a pesar de todo, sin dicho sacramento, o se trata de un aborto o de un niño enterrado clandestinamente, hay el peligro en que se transforme en un ser sobrenatural dispuesto a agredir a quien pasa cerca de su tumba. Así sucede a quienes corren tal riesgo en el pueblo de Túcume (Chiclayo, Lambayeque), especialmente cerca del asentamiento colonial, hoy abandonado y convertido en cementerio ilegal (Millones 1996:280-281). Una variante poética del destino de estos niños sin bautismo los coloca en un ámbito de sombra perpetua, pero como en el caso de los condenados, aun
ellos tienen la esperanza de redención. En Quyllurky (Cotabambas, Apurimac) el duende o “tuente” es el “ánimo” de los bebes abortados. Luego de su muerte, residen en la oscuridad total, pero queriendo salvarse tratan de alcanzar el cordón de su ombligo a Dios. Si eso sucede, él puede salvarlos jalando el cordón de su ombligo (Ricardo Valderrama y Carmen Escalante. Comunicación personal. Cuzco.2006). Así, también lo ha descrito Gregorio Condori en su autobiografía: “el limbo está en el uku pacha, es noche oscura, totalmente negra. Aquí van las almas de las huahuas [infantes] que han muerto sin bautizarse. Estas almitas, dentro de esta oscuridad total, están gateando para arriba y para abajo, leguas íntegras, buscando el huato [soga] del badajo de la campana. Cuando en esta búsqueda, una huahua o un grupo de huahuas dan con el huato, hacen sonar la campana, entra un rayo de luz en dirección a las huahuas, con lo que le crecen las alas y por este rayo de luz salen como por un camino, convertidas en palomas. Así se salvan estas almitas del limbo, como palomas, para irse de jardineros al hanan pacha [Cielo u Gloria]” (Valderrama y Escalante 1977: 64-65). La asociación de los niños muertos con los ángeles es visible desde las ropas o aditamentos que visten al fallecido y que se pueden documentar desde antes de la fotografía. Incluso el dibujo de Wiener y su descripción nos lo dicen de manera explícita. Esta percepción de los infantes muertos que hoy puede recogerse en cualquier región de los Andes, tiene como inmediata referencia una de las misiones atribuidas a los ángeles, que es la de mediador o revelador. La que corresponde a su remoto origen en las regiones de Egipto o Babilonia, o
quizá más precisamente en la que propagara Zoroastro (Giorgi 1005: 280). La voz actual proviene del griego “angelos” que significa mensajero. Para nuestros informantes de la costa norteña (Mórrope), al igual que para Condori, los niños fallecidos a temprana edad, serán angelitos que intercederán por sus parientes pecadores, cuando a sus almas les toque enfrentar el juicio divino.
6.- Los angelitos.La evangelización cristiana hizo posible que la primera identificación de los recién convertidos en América Latina hiciera ángeles de los niños muertos. A los indígenas de las sociedades colonizadas de los Andes y Mesoamérica les fue fácil ver en la iconografía renacentista y barroca a sus hijos muertos en las caras y cuerpos alados que flotaban entre las nubes. Los catecismos y los sermones apoyaron este destino final, una vez que fueron interpretados por el entorno indígena o mestizo de las parroquias, que en general aceptaba los reparos del clero de la llegada inmediata al Paraíso de los nuevos cristianos, pero que podía admitir que los niños bautizados podían alcanzar la Gloria sin demasiadas barreras, tal es incluso la versión popular del cristianismo contemporáneo. De todas maneras el Infierno está fuera de cuestión para las almas de los pequeños, o en general para los creyentes andinos. Desde esta perspectiva, los mundos intermedios como el Limbo y el Purgatorio han sido el refugio casi obligado de todas las almas, antes de su ascenso al Cielo. El niño muerto, en esta versión, se convierte en el mensajero de quienes todavía permanecen en la Tierra, recobrando el sentido primigenio del concepto
ángel (del latín “ángelus” o del griego “angelos”). Son, a partir de su deceso, “hijos de Dios”, como en cierta ocasión los llama la Biblia (Job 1,6:21), o más bien de la Virgen María, si preferimos usar algunas versiones de México y Guatemala. Esta percepción abandonó las áreas de concentración indígena y en el siglo XX ya era popular a lo largo de Hispanoamérica. Los versos cantados por Violeta Parra en Chile lo explican de manera preciosa: Ya se va por los cielos ese querido angelito, a rogar por sus abuelos, por sus padres y hermanitos. Cuando se muere la carne el alma busca su sitio adentro de la amapola o dentro de un pajarito. Los versos de la artista chilena tienen su contraparte en composiciones cantadas o recitadas con igual sentimiento en el resto del continente.
En
Yapatera (Piura, Perú) el poeta Fernando Barranzuela suele recitar la “cumanana”, forma en verso que se conoce con ese nombre, que transcribimos y que remarca la condición afroperuana de su pueblo. Murió su niño compadre Por que Dios así lo ha querido Hoy duerma con mi comadre Que reemplace al que se ha ido Cuando un negrito muere Se va al cielo derechito Por que Diosito así lo quiere Para hacerle un angelito Yo no canto por borracho
Ni tampoco hago alboroto Mi compadre está muchacho Y puede remacharte otro Que tanto llora comadre Ya su hijo perdió la vida Hoy duerma con mi compadre Y mañana ya se olvida Aquel que murió, murió Ya nunca va a regresar Pues hagan lo que hice yo Que lo supe reemplazar. Ya murió el mellicito Ya nunca va a regresar Déle al compadre el chiquito También déle de mamar Por que comió caramelo Se atoró su paladar Por eso se ha ido al cielo Y ahora esta en el altar. San Pedro con gran cariño Le dijo donde es tu tierra Luego le responde el niño Señor soy de Yapatera. Como eres Yapatero Pues a ti no te vacuno Porque esos negros son sanos Nacen negritos de uno Cuando un negrito se muere Todos se echan a llorar No saben que Dios los quiere Para la orquesta celestial Comadre murió su hijito Y yo he venido a cantarles Hágalo por el chiquito Denle gusto a mi compadre Si esto le causa dolor
Pues ya no lo vuelvo hacer Que cuando existe el amor No hay gusto sin padecer. Ya me voy, adió comadre Por que estoy sintiendo frío Vaya, acaricie al compadre Y reemplace al que se ha ido En Trujillo nació Dios Pero al ver la carretera Quería comer arroz Y hoy vive aquí en Yapatera. La versión angelical fue reforzada por la propia percepción europea, que le dio imágenes en las pinturas, esculturas, estampas, y posteriormente en las fotografías. En una moda que llegó desde Europa y que se repetía sobre todo en las clases medias urbanas de América, el niño muerto era fotografiado con sus padres o sin ellos, pero vestido de blanco, con ropas similares a la representación de los ángeles, y en muchas ocasiones con alas y coronas que indicaban de manera rotunda el pensamiento de su familia. Fotografiar al fallecido se convirtió en una actividad necesaria que acompañó el ritual mortuorio desde la invención de dicho arte hasta la mitad del siglo XX. Pero al costado de esta percepción existió una zona liminar, marcada por la consagración o ausencia del Bautismo que separaba la inmediata gloria del muertito de otros mundos menos luminosos. Naturalmente, no siempre se alcanzaba a bautizar al niño antes de que muriera, pero la misma doctrina católica había provisto de fórmulas para suplir la ausencia del sacerdote, haciendo posible que casi cualquier persona del entorno familiar o vecinal pudiese cumplir con el sacramento. Situación que ha sido llevada al extremo en
la sociedad andina, donde no es raro que el compadre bautice al niño aun después de muerto. Si nos circunscribimos a poblaciones de origen indígena del área andina, es probable que en el ciclo vital se registrase una serie de ceremonias que marcaban (y todavía marcan) el paso de una etapa a otra en el proceso de crecimiento de hombres y mujeres. Esta división de la vida parece estar determinada por las responsabilidades a ser asumidas en cada uno de los períodos en que se divide la evolución de la vida humana. Estos pasos o etapas no son nuevos, cuando Felipe Guaman Poma de Ayala escribe y dibuja su Nueva Corónica... nos da cuenta del ciclo vital que le era conocido, y que empieza en términos cronológicos con lo que llama la “décima calle” compuesta por los “uaua quiraupi cac”,[niños que están en la cuna] (1980:188-189). A la que sigue los “llullo llocac uambracona, [niño tierno tratando de incorporarse] (1980:186-187). Por su parte, las niñas tienen una clasificación paralela, Guaman Poma las llama “llullo uaua,uarmi quiraupi cac uaua, [niñas que están en la cuna] (1980:206-209). De esta edad Guaman Poma pasa a describir las tareas que deben cumplir las que tienen más de cinco años. Lo que puede sacarse en claro es que esos primeros cinco primeros años corresponden a un período en que los infantes dependen de sus familiares cercanos y están indefensos frente a todo peligro. Esta percepción de una línea de supervivencia que se cruza aproximadamente a esa edad, está reforzada por la etnografía contemporánea. Raquel Ackerman nos informa que en Cachora, Apurimac, hasta los siete años
(varón o mujer), son “wawaraqmi”, es decir que todavía son niños y por tanto carecen de discernimiento (1985:53). Mucho antes, trabajando en Chuquito, Puno, Tschopik ha registrado que los “niños, por no tener el alma bien desarrollada, no la tienen firmemente ligada a sus cuerpos, como los adultos, por eso son particularmente susceptibles a los ataques de los demonios, y desde que nacen hasta la adolescencia deben ser resguardados y protegidos cuidadosamente (1968:136). En el Cuzco de nuestros días el ciclo vital comienza con el recién nacido o qullo wawa, denominación que alude al fruto verde, y que dura hasta casi doce meses o hasta que le salgan los dientes. El estadio siguiente recibe ahora el nombre españolizado de chikucha ( de chico o niño pequeño) que va desde la etapa anterior hasta los cuatro o cinco años. Recién después se le considera un qari warma o muchacho capaz de hacer tareas que responden a la carga familiar o warmi warma si es muchacha. Así se les llama hasta los doce años, en adelante el varón joven se le conocerá como maqta, y sipas a la mujer joven, capaces desde entonces de hacer tareas comunales. Esta percepción de edades y responsabilidades es común en Cuzco, Apurimac y Ayacucho, por lo menos. . Mucho antes, el feto (sullu) durante el embarazo (al que generalmente se llama wiksayuq) ya es una fuente de peligro, no en vano su presencia en el vientre es considerada equivalente a una enfermedad. En el lenguaje coloquial, estar esperando un bebe se dice unqukuy, y unquy o embarazo es el mismo término que se usa para expresar enfermedad (Hurtado de Mendoza: Comunicación personal 2006; Galdo, 2006: 3). A partir del cuarto mes del
embarazo, la wiksayuc acude donde la partera, el yatiri o comadrona para hacerse “arreglar” o acomodar el feto y ponerlo en buena posición; para ello bañan el vientre de la gestante con timolina, agua florida, cañazo o alcohol, y lo friccionan con un poco de grasa (vaselina, aceite o grasa de llama), masajeando luego a la gestante con pequeños sacudones, mientras ella permanece echada y con las rodillas flexionadas. Si con esto no logra acomodar al feto, utilizan una manta doblada en triángulo donde echan a la gestante y la sacuden un poco(“suysuy”). Este tipo de “arreglos” o acomodos debe ser realizado por lo menos tres veces hasta el momento del parto, para asegurar el nacimiento exitoso de la criatura (Galdo 2006: 3). El tema del parto o wachakuy ha sido objeto de numerosos estudios, la descripción del mismo no forma parte de este trabajo (véase por ejemplo Bolin 2006:20-21 para el caso cuzqueño). Nos interesa en cambio las connotaciones de contenido sobrenatural de este proceso. Dejando de lado las precauciones que se suelen tomar en lugares como Ayacucho: abstención de ají en las comidas, consumo de calabaza, granadilla
y ollucos, buscados por su
viscosidad que facilitaría el parto, nos concentramos en la placenta (phatmin o envoltura del niño en Cuzco, paris en Ayacucho). De acuerdo con Alina y Virgilio Galdo (2006:4) una vez expulsada, se la entierra dentro del fogón de la cocina, porque de lo contrario podría ser devorada por las hormigas y otras alimañas, lo que causaría en la parturienta malestar y dolores uterinos. Tampoco se le debe sepultar en sitios húmedos porque al pudrirse se repetirían los males señalados.
Antes de quemarla hay que lavarla, lo que se recomienda apenas emerge o como máximo al día siguiente, de lo contrario, la madre sufrirá los síntomas conocidos y el niño se tornara de color oscuro. Luego de quemar la la placenta, sus cenizas se arrojarán sobre los animales domésticos, lo que se considera como un signo de buena suerte dado que aumentará su capacidad de reproducción (Bolin 2006: 164). En cierta forma, la placenta al separarse del niño, mantiene una vida propia que hay que extinguir, ya que su relación con la madre y el niño ha sido interrumpida y “quiere” reanudarla, y en ese intento podría incluso matar a la madre (Roca 2006: 258). De la misma misma forma, el niño antes de nacer tiene una relación ambivalente con los dos espacios vivientes que lo contienen: la placenta y la madre, su salida constituye el fin de la enfermedad y del peligro latente que amenazaba a quien lo llevaba en su vientre. Los pechos de la madre, plenos de alimento para el niño, son también un peligro para ella. En Q’uspiñata (Paucartambo, Cuzco) se cree que atraerán a la serpiente mítica o amaru, amaru, que querrá mamar de ellos. ellos. Si el niño muere al nacer o poco después, él mismo, convertido en amaru tratará de seguir lactando de su madre, si vive la criatura, serán otros amarus, los que intentarán compartir su leche (Hurtado de Mendoza: Comunicación personal 2006). O bien, se integrará a la multitud de duendes, personaje que pasamos a describir.
7. La cara oscura de la infancia maldita.Nada más desconcertante que la maldad en una cara inocente. Así lo redescubrió la cinematografía moderna y ahora es un lugar común contemplar en la pantalla los seres demoníacos escondidos en el cuerpo de un niño. Pero siglos e incluso miles de años atrás, la visión contradictoria de la infancia (al menos la pequeñez de los cuerpos) y la perversidad debió aterrar a los seres humanos. Un camino para que esta asociación tomase forma fue la muerte a temprana edad. La paradoja entre iniciar una vida, que se espera larga, y su destrucción casi inmediata, ha debido ser tan ingrata como frecuente, como lo sigue siendo en los países del Tercer Mundo. La corrupción de los cuerpos infantiles en momentos en que sus hermanos y niños vecinos permanecían con vida y se preparaban a crecer, estableció las diferencias, cuya negación hizo que se elaborasen futuros alternativos al de la simple desaparición de quien había fallecido. Las tradiciones europeas que llegaron con la hueste española han debido incluir los duendes, trasgos, silfos, etc., dado que el imperio de Carlos V, comprendía lo que hoy son al menos partes de siete naciones contemporáneas. La referencia obligada del folclore europeo es el trabajo de Jacob Ludwig Carl y Wilhem Carl Grimm, que se publicó en Berlín entre 1812 y 1815. Aunque para los hermanos Grimm “se trataba de descubrir los fragmentos de una antigua religión de la raza [germánica],cuyo custodio era el pueblo”(Calvino 1998:29), en Kinder-und Hausmärchen también se menciona a los duendes.
Estos personajes venían siendo protagonistas de la tradición europea desde varios siglos atrás, en un territorio que pasa las fronteras de lo que se considera Occidente. Los duendes de los Grimm tienen algunas similitudes con los que circularon en España y incluso, pero en menor grado, con los que llegaron a América en el siglo XVI. Pueden hacer mucho daño u ofrecer beneficios a los humanos con quienes interactúan, pero su relación con los niños o con personas muy jóvenes no suele ser muy grata. Hay relatos en los que roban niños de sus cunas, pero dado que la recopilación se hizo en países protestantes, la mención del pecado original y del bautismo de los infantes no aparece. De todas maneras el duende ya era parte de la cultura ibérica antes de la época de los descubrimientos, y llega a las colonias marcado con la militancia católica de los conquistadores (Grimm y Grimm 1812-1815). Como en otros casos, la sociedad andina sumó a su caudal ideológico el fragmentario aporte de la cultura europea que llegó por el esfuerzo de la Iglesia, y sobre todo lo que se filtró a través del trato diario con el total de los colonizadores. No hay duda, que las migraciones posteriores a la Conquista, muy ligada al mundo de la picaresca, de diablos cojuelos, brujas, solimanes y ánimas del Purgatorio, etc., es el que tuvo mayor acceso en la audiencia americana. Si el niño al nacer estaba rodeado de un espacio sobrenatural compuesto de peligros, y de conjuros para evitarlos, si nacía muerto o moría al poco tiempo del parto, se ponía en movimiento todo el complejo de creencias que justificaban los temores que acompañaban al embarazo y al recién nacido. Y que duraba
hasta que el niño cruzaba la barrera de la edad de la razón, o del desarrollo del alma, o de cualquiera de las otras formas en que se explicaba el haber sobrevivido a los primeros años. Además del impacto de la cristianización y de la importancia que sus enseñanzas dieron al Bautismo, estamos seguros que la propia sociedad indígena había elaborado futuros posibles para los niños fallecidos en edad temprana. La presión de los misioneros sobre este sacramento (recuérdese que la cristianización justificaba el dominio de España sobre el Nuevo Mundo) debió oscurecer otros rituales de iniciación correspondientes a los comienzos del ciclo vital andino. Con ellos se pretendía evitar la muerte de los infantes o asegurar que su paso al más allá fuese de tal forma que se evitase retornos atemorizantes para quienes quedaban con vida. Esta relación con sus antepasados de los recién nacidos y niños de edad temprana es parte de la percepción de los gérmenes o semillas ligados a los difuntos. No en vano el concepto que se expresa con la palabra mallki designaba a las momias de los antepasados (Arriaga 1968: 199-200, 203; Avendaño 1649:44) así como también a “la planta tierna para plantar” (González Holguín 1989: 224). Dicha relación se reforzaba cuando se cortaba por primera vez su cabello, la ceremonia ha sido recogida por los documentos de Cristóbal de Albornoz con el nombre de rutuchikuy, y “era entonces cuando les ponen el nombre de sus pasados” (Duviols 1967: 24). Hoy día mantiene ese apelativo o se conoce como chukta rutuy o cortar el pelo, y no implica la imposición del nombre del niño.
Es difícil saber si las otras ceremonias que acompañan al niño pequeño derivan también de la voluntad de compeler a los indígenas a bautizarse. Es fácil atribuir el acto de santiguar tres veces al recién nacido al proceso de evangelización (Roca 2005: 257); podría decirse lo mismo del unu chakuy, de las alturas del Cuzco: la madrina moja sus dedos en agua bendita y traza una cruz en la cabeza del niño, en la primera semana de su nacimiento (Bolin 2006:28). No es tan simple explicar la presencia de los duendes en torno al recién nacido, y en los primeros años de su infancia. En primer lugar el duende andino no es sino uno de los muchos espíritus que rodean el hogar. El wawiri o uiwiri (en la versión de Tschopik) es una especie de ser doméstico que se le supone guardián de la casa, al que se le suele dar el nombre descriptivo que corresponde a la ubicación del hogar donde reside: “Así, al guardián de la casa del informante 66, cuya vivienda se encuentra cerca de la iglesia más baja del pueblo se le llama Santo Domingo uiwiri, mientras que el informante 8, con una casa vecina a las ruinas de Inka Uyu es conocido como inka uyu uiwiri” (1968:112). Los informantes de Tschopik no se pusieron de acuerdo en que parte de la casa se escondían los tales wawiris, pero los suponían pequeños, “más pequeños que un gato” y que “vivían bajo tierra”, o bien entre los cabrios del techo, donde los habían escuchado hablar, trepar o arañar. Allí donde los sarhuinos de Ayacucho colocan sus “tablas” o vigas tradicionales con todos los miembros de la familia que construye el hogar para la nueva pareja o renueva el techo para los compadres. Los abuelos, padres, hermanos de los recientes
dueños de casa aparecían dibujados en las “tablas”, cuya cara pintada miraba al interior del hogar. Una información más abundante, que proviene del Cuzco (Chillihuani, Quispicanchis) nos remite a antecedentes precristianos. Los pastores de esta comunidad de altura están convencido que los niños que mueren sin ser bautizado son llevados por el rayo (Illapa o Chuqeilla). Si se les entierra sin bautizar el lugar será asolado por rayos, relámpagos y granizadas ( Bolin 2006: comunicación personal). Illapa tuvo una presencia preponderante en el panteón incaico, y con seguridad su posición fue de igual solidez antes del predominio de los gobernantes cuzqueños. De los tres dioses mayores, parece ser el único con importante número de seguidores en el Norte del Perú, en contraste con la representatividad menos visible de Viracocha y del Sol, más bien restringida a la sierra Sur- Central. Queda siempre la duda acerca de si Libiac ( como se le llamaba en la sierra de Cajatambo y Ancash) equivalía exactamente al Illapa del panteón imperial, pero no tenemos pruebas para pensar lo contrario, dado que más de un cronista los identifica, llamándolo indistintamente por
ambos
nombres (Millones 1980A: 229- 274). Sus seguidores lo imaginaban como “un hombre que está en el cielo con una honda que al sacudirla da el estallido y trueno, y tiene una maza o porra y que está en su mano el llover, granizar o tronar y todo lo demás pertenece a la región del aire donde nacen los nublados “ (Calancha 1976: Libro III, 840).
Como a Tláloc, en México, Illapa también reclamaba el sacrificio de niños, para rendirle pleitesía. En especial, si una pareja tenía mellizos, uno de ellos debería morir en ceremonia especial porque Illapa así lo quería. Varios de estos cuerpo momificados fueron encontrados en Recuay, en hileras, junto a “Illahuaci casa de piedras besares...ofrecida al Rayo para el aumento de carneros [llamas] sobre la tierra” (Hernández Príncipe 1923: 27). Es interesante observar que los niños que mueren sin bautizar reciben el mismo tratamiento ceremonial que los mellizos o chuchus, si bien ahora no tenemos registro de que se les sacrifique. El mismo dios, Illapa gobierna su destino, que ya los ha señalado desde su nacimiento.
Otros niños de
características poco comunes como los que nacen de pie o los que tienen el pelo crespo, son considerados como marcados por los dioses (Landa 2007: 5990). Illapa es el único de los dioses mayores del Tahuantinsuyo que conserva su vigencia en la actualidad, con las obvias diferencias que le daba la primacía de los incas. Reducido a determinadas regiones de refugio, el dios del rayo, trueno y relámpago, es todavía el ser que determina quienes serán los maestros curanderos ( o hechiceros o brujos en las creencias populares), marcándolos con el fuego del cielo, pero dejándolos vivir para su servicio. Pero, además de estos poderes iniciáticos, el dios, como hemos visto, señalaba su tributo en sangre, de lo cual tenemos noticia a lo largo de la Colonia y quizá se mantenga en las zonas más apartadas de los Andes. El comportamiento doméstico de los duendes que busca de simpatizar con los niños y esconderse de los mayores, es una constante en muchas partes
de los Andes. En la propia ciudad del Cuzco, de acuerdo con Carmen Escalante (comunicación personal), en la actual casona del Hotel Novo “salían los duendes a jugar con los niños [de una escuela primaria] y se confundían con ellos”. No lo hacían si los adultos se hallaban presentes. “Los duendes tenían el porte de niños de cinco o seis años de edad, pero tenían el rostro de ancianos, usaban algún atuendo rojo, sea chompa o gorro; [si] alguna alumnita sobre todo de cinco años moría al año, a causa de bronquitis o pulmonía...no se descartaba que fuera un mal causado por los duendes”. Los propios profesores advertían a los niños de los peligros de quedarse solos en ese patio, especialmente al mediodía o al atardecer, dado que en esa época hasta la década del sesenta , en muchas escuelas se mantenía un horario partido, interrumpiéndose las clases para almorzar y se reanudaban entre dos y tres de la tarde. Sin personas mayores, el patio era el lugar propicio para la salida de duendes. A estos espíritus hay que sumar otros que Tschopik describe como espíritus de lugar, dominadores de un espacio más amplio en el que puede comprenderse uno o más edificios (1968: 117-118). Lo que significa que las personas o los seres que viven o transitan por áreas construidas o zonas despobladas, siempre deben tener en consideración a dichos “guardianes del lugar”. También, este poder está expresado a través de la montaña dominante. En los relatos recogidos en el valle del Colca (Arequipa) se confirma la relación estrecha entre el paisaje y la humanidad que lo ocupa. “Cada hombre que vive aquí tiene por padrino a un cerro” dijeron los lugareños a Carmen Escalante. Incluso se puede precisar el sexo de las montañas, ése u otro
informante concluyó diciendo “Cada cerro tiene su nombre. Estos son cerros que hay que respetar bien, hay que darles ofrenda... A mí también mi madre me dijo que mi padrino podría ser el Mismi, y Chungara podría ser mi madrina. Chungara es mujer y el Mismi hombre, así es” (Escalante y Valderrama 1997: 136). La capacidad de precisar los centros de poder no disminuye en lugares ubicados en medio de montañas. La ubicación del cerro más poderoso es muy importante para la vida ceremonial de un pueblo, tal es el caso de Sarhua, donde Mariano Borao es la deidad dominante. Cuando sus pintores lo dibujan, le colocan una corona en la cabeza y lo hacen presidir el banquete, en el que participan los otros cerros visibles desde Sarhua. Como todas las deidades, cerros o guardianes del lugar, son seres celosos de sus privilegios, y los niños pequeños suele ser los más vulnerables a sus poderes. Mancharisqa o susto, la más común de las enfermedades de los niños, exige que se recurra al Apu o cerro dominante del lugar como una de las formas de curación. El susto se interpreta como la pérdida del alma que por varias y diferentes razones puede huir del cuerpo del niño, en especial cuando la fontanela no se ha cerrado, ésa sería la puerta de escape del “ánimo” o alma de la criatura. Queda pendiente averiguar si la presencia del uiwiri, wawiri o wawawiri (la interpretación lingüística es de Hurtado de Mendoza) o deidad hogareña andina reinterpreta la presencia de los duendes europeos. Al fin y al cabo la palabra significó antiguamente “dueño de la casa... y es contracción de duen de casa... locución cuya palabra es forma apocopada de dueño” (Corominas 1980:222).
Tampoco es improbable que ambas sociedades hayan coincidido en categorías similares de ciertos seres sobrenaturales. Como veremos a continuación, las formas desarrolladas tras la evangelización que ahora conocemos, tomaron caminos muy diferentes a los del dogma católico o el cristianismo popular europeo del siglo XVI o XVII. A lo largo de Hispanoamérica la identificación de los niños muertos con los ángeles es tan extendida como la que relaciona aquellos que fallecieron sin bautizar con los duendes. Para usar las palabras de uno de nuestros informantes de Mala (Cañete, Lima): “son almas que pueden hacer daño a los niños... han sido bebes que han nacido a mal nacer, son abortos que han sido enterrados en tierras vírgenes donde no hay cementerio” (Bravo 2006). Naturalmente hay una variada serie de fórmulas para evitar que el muertito derive en duende, que se superponen unas a otras: al bautismo laico o agua del socorro, la fiesta previa al entierro (muy bien documentada en la región andina), la sepultura de sus restos después del ocaso para evitar que vuelva su alma (Ackerman 1985:51), etc. Efraín Morote nos informa de un ritual muy elaborado para conjurar este peligro. En Sallaq (Cuzco) Faustina Qespe dio a luz una niña muerta, la gente de la comunidad se negó de enterrarla ya que la tumba atraería rayos y granizo. Se encargó de hacerlo a un conocedor de la ceremonia, para ello tomó el cuerpecito envuelto en una jergón azul de bayeta y un pedazo de cuero despojado de lana e introdujo todo en una olla usada. Roció el contenido con agua bendita (del templo de Urcos) espolvoreó
un
puñado de sal, tapó el recipiente con una piedra pizarra (de grano fino) redonda
y recubrió la boca con arcilla, para evitar que saliera el más leve indicio del “aliento” que podría enfermar al celebrante . A la noche siguiente se llevó la olla a la cumbre de una colina y se cocinó
el contenido hasta que la leña
consumiese el cuerpo de la niña, mientras pausadamente se rezaba en quechua el Padre Nuestro y el Ave María. “Algunos informantes nos hicieron saber que para quemar al Duende había que agregarle un ají amarillo, un diente de ajo y semillas de chachacomo [Escalonia resinosa]”, los restos carbonizados, una vez fríos son un remedio múltiple y poderoso (Morote 1956: 78). Hay versiones coloniales que nos ofrecen antecedentes para esta ceremonia: “Cuando nace alguna criatura de pies, que llaman chacpas, tienen también las mismas abusiones [penitencia de los padres], y lo que es peor es que cuando pueden escondello no las bautizan, y si mueren chiquitos, asi los chacpas como los chuchus [mellizos], los guardan en sus casas en unas ollas...” (Arriaga 1968:215). Sobre la fiesta hemos tratado en publicaciones anteriores (Millones 2007 A), con testimonios recogidos en Piura , Ayacucho, por el momento basta decir que existen muchos recuentos de tal celebración, todos vinculados al presupuesto de que el niño irá al cielo y que los padres y allegados deben mostrar alegría por ello. Llorar es, en la versión que se reelabora en Santiago del Estero (Argentina), correr el riesgo de mojar las alas del angelito e impedir que llegue a la presencia de Dios (Coluccio 1953: 149-150). El duende aparece vinculado a la nostalgia o resentimiento por la infancia perdida. Es interesante anotar que en Apurímac la misma muerte del niño es
achacada de alguna manera a la madre, a quien se le canta en la puerta del cementerio una tonada que la acusa de haber matado a su hijo, y por tanto debería cumplir como castigo dos tareas imposibles: recoger arena muy fina e hilar pelo de vizcacha (Ackerman 1985:53). Es evidente que todo el ceremonial, acusaciones,
rituales previos y
posteriores al deceso nos dice que la comunidad teme la presencia del niño convertido en duende. Su nueva apariencia masculina o a veces femenina, cuando logra verse (en el Norte del Perú en algunas ocasiones sólo los niños pueden verlos), es la de un ser pequeño con sombrero grande, generalmente rojo o verde (Narváez 2001: 274), cubierto con una pelambre que cubre casi todo su cuerpo, a veces se los imagina caucásicos: “gringos es, gringuitos son” (Millones 1975: 45-49). O también de piel oscura: “son personas muy pequeñas del color negro que tienen testículos muy grandes que los hacen sonar muy fuerte como tambor” (Bravo 2006). Las informaciones coinciden en el carácter pecaminoso de su origen: el descuido de los padres o de los parientes cercanos al no cumplir con el mínimo del ceremonial prescrito ( o sea agua del socorro o el unuchakuy o bautizo laico) lo que sólo puede explicarse por lo clandestino de las relaciones que precedieron el embarazo y por tanto al aborto, filicidio y ocultamiento de su sepultura, fuera del campo santo. En cierta manera funciona como una fórmula de control social para que tales uniones no se lleven a cabo. Al Sur del antiguo Tahuantinsuyu, en el Alto Loa (Chile) la percepción del duende se repite, especialmente en relación con las sanciones morales de la
comunidad: “A otros [niños] a los que botan, a los que abortan, por que hay mujeres que botan a las guaguas que están a punto de nacer, ésos ya entran con espíritu, cuando está a punto de nacer la guagua ya está con espíritu. Y ése va creciendo, pero es moro, no es bautizado, y donde va creciendo moro es como un maligno, un maligno, [sic] la criatura que está es como un maligno, no un cristiano bautizado. Y ése anda haciendo maldad” (Mercado, Rodríguez y Miranda 1997:Cap. En tierra de todos, s/n). Dos temas resaltan en esta percepción sureña. En primer lugar la información toca un punto de largo debate teológico, se trata del momento en que el alma es infundida en el cuerpo, lo que dicho de otra manera viene a ser si es zigote es o no humano, discusión que sigue viva hasta nuestros días. Para la gente del Alto Loa “ el espíritu le entra [a la “guagua”] antes de nacer, nace con espíritu. Uno se muere y el espíritu sale del cuerpo. Se va pasando...creo que tiene que traspasarle de uno a otro...el espíritu se mete en otros [cuerpos, seres] nuevos, que nacen”(Ibidem 1997 s/n) La otra reflexión que inspira el texto tiene que ver con las sanciones que aplica la comunidad a través de la existencia del duende, vinculadas en general con lo ilícito de las relaciones que le dieron esta forma de vida. A lo largo del capítulo mencionado, se dan ejemplos de situaciones que hacen explícito el castigo a que se exponen quienes desafían el código de la comunidad:”Una vez una mujer botó su guagua todavía no nacida, la botó en el corral de los corderos, pero ése no estaba completo todavía y lo enterró. Dicen que después ése se cría, ya estaba con espíritu y se va criando, igual que un cordero chico el espíritu
del niño sigue creciendo, pero dicen que uno no lo ve. Después choca con la mamá y la enferma, la vuelve loca”(Ibidem 1997:s/n). Como hemos visto, el duende no sólo ataca a quienes lo arrojaron a esa existencia sombría, puede enfermar a cualquiera, empezando con los niños, pero su agresividad no disminuye frente a personas mayores. No siempre los duendes permanecen cerca del lugar en que nacieron o abortaron como humanos. Como los niños de áreas rurales, son también una sociedad gregaria, y se les suele imaginar concentrados en lugares precisos. Despojados de la capacidad de integrarse al universo de los humanos, los duendes revierten su actividad a la naturaleza no domada, de zonas boscosas y manantiales, donde se les ubica de acuerdo con las informaciones recogidas a lo largo de la sierra peruana. En la costa se les asocia con mayor frecuencia con árboles, de donde molesta a quienes pasan por los alrededores, arrojándoles piedras. O bien asustan a quien trata de ayudarlos cuando asumen la forma de niño abandonado en zonas deshabitadas (Narváez 2001: 274-280). De manera menos macabra se les puede ver, saltando y bañándose en los manantiales o ligados a algún matorral o arboleda, cuya frondosidad los protege. Pero no permanecen aislados, al menor descuido de los padres se acercarán a los niños y niñas del pueblo para incitar a seguirlos y huir con ellos, lo que inevitablemente los convertirá también en nuevos duendes. A estos seres no los detiene que la futura víctima sea bautizada, siempre tratarán de fraternizar con ellos y aunque no los toquen pueden hacerles daño.
Por ejemplo, orinando en los pañales que se dejan tendidos para que se sequen al aire libre, si eso sucede, el infante que los usa enfermará de inmediato defecando de color verde y perdiendo el apetito hasta consumirse. Será necesario recurrir al maestro curandero para sanarlo. De igual manera, en su ausencia o cuando está dormido los duendes pueden irrumpir en su cuarto y usar sus juguetes o cargar al niño y ponerlo bajo la cama, etc., etc., para decirlo con las palabras de una partera de Mala: “ellos son como niños que no han podido vivir para desarrollar una vida normal de niño. Su cuerpo ha muerto, pero su alma todavía está entre nosotros “ (Bravo 2006). El
niño
afectado
por
la
presencia
de
los
duendes
llorará
inconteniblemente y hay que bañarlos con agua de ruda, ajos, agua florida y ají, para cortar el mal o prevenirlo. En la sierra se suele zahumar al niño quemando pelo de cabra y plumas de gallina, o llamar al especialista o curandero. Hay también curas específicas, en Mala, una gramínea (Eragrostis ciliaris o Eragrostis ciliaensis) a la que se le llama “hierba del duende” se usa para bañar o beber a quienes han sido afectados por dicho personaje También pueden raptar a los más pequeños y huir con ellos hacia los puquios o manantiales, arroyos , acequias y ríos. El agua suele ser su hábitat preferido, como evocando el líquido amniótico. En los Andes podría explicarse porque los manantiales y lagunas son las ventanas que unen a este mundo con el mundo interior, habitado por gérmenes y antepasados, a los que se unirán los duendes, cuya capacidad de alternar con los humanos llevaría el peligro de lo imprevisible que resulta el comportamiento de lo sobrenatural.
A veces las niñas raptadas son algo mayores y no es extraño que regresen preñadas por el duende: “Inquieta a las criaturas, mi abuelita contaba, dice que a mujercita inquietaba, vamos a jugar, allá en el monte ha llevado diciendo, ha inquietado, ha llevado y como a los nueve días ha aparecido la criatura, pero embarazada... hinchada nomás, dice que han operado y agua nomás ha botado” (Millones 1975: 47).
Esta versión recogida en Yaután
(Ancash), tiene su contraparte en la sierra sur (Cusipata, Cuzco) donde el relato refleja el contexto social del sistema de haciendas de la región, vigente hasta la segunda mitad del siglo XX: “Se dice que antes, cuando los hacendados abusaban de las jóvenes, y cuando daban a luz, sus criaturas recién nacidas eran arrojadas a los ríos o dejados a la intemperie durante la noche para que mueran y evitar la vergüenza. Lo mismo se dice de los sacerdotes que han preñado a jóvenes de su parroquia o a monjas de las ciudades. Estas almitas se reunían en las noches de luna a la orilla del río y maldiciendo a sus padres:
bailaban en rondas
¡Mamay ñaka ñaka, papay ñaka ñaka”! Fierro
muqutanchis mananman, willma muqutanchis munanman”
(Bolin:
Comunicación personal,2006). La frase es un juego de palabras muy interesante que tiene varias posibilidades de interpretación, sin que se modifique el sentido final. Se trata de una maldición lanzada por los duendes:”Mi madre maldita miserable. Mi padre maldito
desgraciado.
Probablemente
desean
tener
rodillas
de
fierro.
Probablemente desean tener rodilleras de lana” El texto alude a que los padres están maldecidos por haber matado a los niños que se convirtieron en duendes,
lo que ocasiona un terrible sufrimiento. Ñakay ñakay es vida maldita, vida desgraciada. Por eso, quien la recibe pasará todo el tiempo de rodillas y con el dolor consiguiente. La alusión a este castigo, probablemente refleja el dolor de los propios duendes, que al igual que los bebes, todavía no han aprendido a caminar. El castigo con que fulminan a sus padres es equivalente, que en la otra vida arrastren su cuerpo sobre las rodillas (La interpretación ha sido sugerida por Ricardo Valderrama. Comunicación personal. Cuzco,2007). En Apurímac (Quyllurki, Cotabambas), la versión recogida por Carmen Escalante es mucho más agresiva: los fetos de los abortos, que generalmente se arrojan al río, caminan por las orillas llorando como niños y persiguen a los viajeros. Si son mujeres pueden penetrar a su cuerpo por el sexo y producir un falso embarazo que puede matar a la persona. En Cusipata (Quispicanchis, Cuzco), el peligro es para personas de ambos sexos, hay que evitar que aprovechando de su tamaño, pase por entre las piernas, si eso sucede, morirá quien no haya podido esquivarlo o huir a tiempo. Para evitar su presencia, apenas se escucha ese llanto nocturno, hay que gritar: ¿dónde está tu pañal? ¿dónde está tu chumpi? (chumpi es la faja con que se envuelve a los bebes). El duende huirá entonces, porque esas palabras actúan como fórmula de protección, quizá evocando la crianza perdida. Como las sirenas andinas (Tomoeda 2005: 155-162), los duendes están asociados a la música, tocan instrumentos de percusión: bombo o tambor y su sonido es armonioso y atrayente, y forma parte de sus maneras de seducir. Así
como su capacidad de bailar y su aspecto risueño con el que atraen a los niños y adolescentes, cualidades que los hacen doblemente peligrosos. La migración desatada en el Perú en los años sesenta ha llevado este personaje desde las alturas de la sierra peruana a las ciudades de la costa. Con los migrantes llegaron los duendes y desde esa fecha, sus rastros más seguros, los excrementos de color claro, se hallan también en los bordes de los canales de riego, que en los valles costeros van reemplazando a los puquios como residencia de los duendes.
También aquí reaparece la amenaza de sus
acciones.
8. Plumas y colores de los niños muertos.Una nota final acerca de los niños muertos. Aunque sin la cantidad de testimonios de las otras versiones, es conocida la relación que existe con un ave de muchas significaciones en el mundo andino: el picaflor. La percepción de esta familia (Trochilidae) y sus muchos
géneros en las Américas, siempre
estuvo vinculada con el universo sobrenatural. Lo que está incitado por las especiales características del ave (es la única que puede volar hacia atrás y que alcanza dimensiones diminutas), y por la sorpresa que causó a los europeos por tales cualidades, a las que se suman la velocidad del batir de sus alas y la vistosidad y brillo de los muchos colores de sus plumas. Además, su hábitat va desde la costa del continente hasta la zona de glaciares andinos, por encima de los cinco mil metros sobre el nivel del mar. Es un ave muy celosa de su territorio y capaz de atacar a otras de mucho mayor tamaño, por lo que las culturas
americanas la relacionaron sin vacilar con características guerreras. Benson (1966) agrega que su pico largo y puntiagudo se asemeja a un arma o un instrumento para realizar sacrificios, incluso su propio vuelo nos recuerda el lanzamiento de una flecha. En el panteón mexica, la deidad suprema se llamó Huitzilopochtli, lo que puede traducirse como “colibrí de la izquierda o colibrí zurdo “ la interpretación comúnmente aceptada es que el dios solar tiene un vuelo casi detenido, como los colibríes, y que, por cursar el cielo que se ve desde el hemisferio norte, la mayor parte de los días del año vuela por su izquierda o sea por el sur” (López Austin, comunicación personal,2006). Su casco o yelmo de batalla tenía forma de la cabeza de colibrí y en varios mitos mayas, el Sol se transformaba en colibrí para enamorar a la Luna. En los Andes aparece con características muy similares en la sociedad Mochica (200- 600 d. C), donde son parte de la iconografía guerrera: suelen estar intercalados entre escenas de combates y toma de prisioneros (Hocquenghem 1987: 193). Siglos más tarde, los Incas le otorgan un carácter de poder misterioso a cierto “pájaro indi” que Manco Capac traía consigo en una petaca o caja de paja que fue heredada por sus sucesores, pero que ninguno de ellos se atrevió a abrir la dicha petaca hasta el cuarto Inca, Mayta Capac, que conversó con el ave que le sirvió de oráculo (Sarmiento 1943: 53, 61, 67). ¿Cuál ave sería la que los incas identificaron como pájaro indi? En algún momento, la crónica dice “como halcón”, pero la palabra indi podría ser la castellanización de q’enti que significa picaflor o colibrí, sin distinción de género o variedad de ave.
En el siglo XVIII, cuando el Obispo Baltasar Martínez Compañón recorrió su diócesis, hizo que sus acuarelistas dibujasen nueve picaflores y los llamó “quinde” (1990: 41-49). Hay además una relación mítica entre ambos animales, en determinado momento, para premiar a los halcones, el dios Cuniraya le dice “tu has de ser muy feliz, almorzarás picaflores y luego comerás pájaros de todas clases” (Avila 2007: 19). Esta precedencia en el sacrificio nos indica también el valor del colibrí en la sociedad andina. Tampoco es extraña la presencia de los picaflores en el universo religioso de la selva amazónica.
Los shiwilu que se ubican en el distrito de Jeberos
(también en Laguna y Santa Cruz, Alto Amazonas, Loreto) creen que los muertos acceden a Kekilutek, mundo de los espíritus y las estrellas, controlados en su entrada por Wahan, el guardián. Los espíritus de los fallecidos están obligados a “recoger sus pasos”, es decir a volver a recorrer los lugares que conocieron cuando vivían. Una vez cumplido este requisito, serán juzgados por sus actos y si han sido malos, serán arrojados dentro de una olla de barro donde se quemarán eternamente. Si se les encuentra sin faltas, los espíritus irán a la presencia del ser supremo que sostiene el mundo: Yus, allí vivirán para siempre alimentándose del néctar de las flores como picaflores. Así son visualizados los ángeles “porque tienen las alitas largas, las plumas brillantes, no se alimentan de frutas ni insectos y visitan a los shiwilu en su hogar para anunciarles algo” (Careajano y Lomas 2000: 227). Mesoamericanos y sudamericanos desarrollaron un arte de plumería diminuta al usar a los picaflores como proveedores de vestidos y adornos de
diversa naturaleza, pero aprovechando el brillo y los tonos desconcertantes de su cuerpo. Los españoles se sorprendieron que en su tamaño albergase “mucha pluma, con la cual de la punta del pico a la cola, tienen de largo el anchor de cuatro dedos, y extendidas las alillas, tiene de punta a punta seis dedos atravesados. El pico es tan largo como la mitad de su cuerpecillos, muy delgado y negro, las piernecillas muy delgadas y tan cortas, que apenas tienen donde echar mano, y las uñitas negras” (Cobo 1964: I, 323) En realidad la familia Trochilidae alberga picaflores de muchos tamaños, formas y colores, son por los menos 51 géneros y más de 80 especies. Hay pequeños como el Myrtus f. fanny y tan grandes como el Patagona gigas peruviana; de colores como el Oreotrochilus estella stolzmanni, y completamente negros como el Metallura phoebe (Koepcke 1970: 79-84; Kempff 1985: 71-74). Lo más seguro es que mexicas e incas se proveyesen de varias de las especies para practicar su arte.
Como mencionamos en otra ocasión, en varias
oportunidades los conquistadores encontraron almacenadas las plumas para confeccionar vestidos de los miembros de las familias reales (Millones y Schaedel 1980 b: 61-79). Pero nada causó mayor impresión a los europeos que su presencia y reaparición en las épocas de floración, interpretando como muerte y resurrección su capacidad de invernar. Cobo lo describe así: “...residiendo yo en la ciudad de México e inquiriendo yo si hallaba testigo de vista, vine a saber de cierto que en el pueblo de Tepozotlán, cinco leguas de México, que es doctrina de la Compañía de Jesús, trujo una vez un indio a uno de nuestros padres un ramo
de árbol en que estaba clavado del pico y muerto o dormido un pajarillo déstos; el cual guardó el padre en su aposento y vio que, en siendo tiempo, revivió, y desasiéndose de la rama, se fue volando. El cual suceso tomó el padre por argumento para predicar a los indios el misterio de la Resurrección”(Cobo 1964: I, 323). Esta asociación con la muerte no permaneció en el
ámbito de la
evangelización, en las sucesivas reinterpretaciones que parten desde el siglo XVI, el picaflor ha sido identificado como el mensajero ideal para los niños muertos y finalmente como la forma que toma el alma del niño para visitar el mundo de los vivos, en especial la casa de sus padres. No es una visita apreciada, ya que si abandona el jardín o las inmediaciones con vegetación y se acerca o posa en las ventanas o al interior del hogar, está anunciando la muerte de alguno de sus ocupantes.
Así nos lo hacen saber en las provincias
cuzqueñas de Calca, Acomayo, Espinar y Paucartambo (Hurtado de Mendoza. Comunicación personal,2006), aunque su vinculación con los infantes fallecidos es materia conocida a lo largo de la sierra peruana. Tal como lo registra Quijada en un huayno huancavelicano: Picaflor que vuelas por las alturas lindo pájaro de pico de flores préstame tu piquito para escribirle a mi hijo.
Picaflor que vuelas por las alturas
lindo pájaro de alas de oro préstame tus alitas para volar donde mi hijo
Manzanita, amada planta de sombra verde sombreándote en otros brazos has olvidado a tu madrecita (1944:155) La figura del picaflor como forma que toma el niño que llega al Cielo no tendría que extrañarnos, dado que el Paraíso fue expresado como huerto o jardín por los propios evangelizadores (Gisbert 1999: 152), en el que existe abundancia de flores y pájaros de colores. Así lo muestran las pinturas piadosas e incluso los keros coloniales donde Flores Ochoa ha identificado al Patagona Gigas y otros picaflores (1998: 86). Pero aun en el papel angelical, el niño muerto con figura de pájaro, menudo y colorido, tiene la nostalgia de los duendes y regresa a casa para anunciar (en cierta forma llevarse) a uno de los miembros de la familia. Se trata de un giro propio de la cultura andina, que hace del angelito una figura ambigua, con la cara obscura de la muerte, aun cuando se vista de matices brillantes y circule entre flores.
9. Alimentando el más allá.Hacia el año 2500 o 2800 antes de Cristo, se escribió en tabletas de arcilla la primera epopeya de la que tenemos noticia. Hoy se le conoce con el
nombre de su héroe, Gilgamesh, y su relato es una de las lecturas necesarias para entender las primeras reflexiones sobre la muerte que se formuló en una sociedad civilizada. Hay varias versiones en akadio y sumerio que no siempre coinciden, y que penosamente van completando el texto de la obra. Al final de una de ellas, escrita en sumerio, Gilgamesh pregunta al espíritu de su amigo Enkidu, cómo es el mundo del interior, qué cosas ha visto, y va sumando una serie de interrogantes, cada vez más específicas, sobre los seres que conoció en vida y que ahora están en ultratumba. Una de estas preguntas podría haber sido hecha por nosotros. “¿Viste a mis hijos que nacieron muertos, aquellos que nunca conocieron la vida?” El compañero del héroe responde: “Ellos juegan en una mesa de oro y plata cargada de mantequilla y miel” (Dalley 1991: 135). La epopeya de Gilgamesh precede a los poemas homéricos y al Antiguo Testamento, y en su texto pueden encontrarse personajes y situaciones que luego se convierten en elementos clásicos de la cultura occidental.
Es
interesante observar que, sin la carga del pecado original, otras sociedades, no cristianas, no pueden si no imaginar un universo de felicidad para quienes no alcanzaron a vivir plenamente su paso por la Tierra. No es extraño, entonces, que en “culturas de conquista” o sociedades de evangelización forzada, la propuesta del Infierno para el niño que muere pequeño, sin bautizar, resulta excesiva, y no pueda incorporarse al sistema de creencias y valores que regulan su vida, sobretodo en tiempos postcoloniales. En la percepción del niño muerto en el Viejo Continente, que precede a la llegada de los primeros europeos a América, no son extrañas las visiones
en que se revela su destino a los
parientes del muertito. En ellas aparece convertido en ángel. El caso debió multiplicarse exacerbado por las plagas que golpearon a la Europa desde la Peste Negra (1348-49), y que
otras epidemias continuaron con menor
intensidad, pero que siguieron ofreciendo la imagen de una infancia vulnerable y consecuentemente, los padres tenían el alivio de saber que sus hijos habían alcanzado la Gloria. Los casos recogidos por Christian (1981: 181-183) nos hablan de convicciones muy sólidas en la España del siglo XVI con respecto a los “angelitos”. El baile que continuaba luego del entierro era común en el litoral del Mediterráneo desde Castellón a Murcia, también en Extremadura y en las Islas Canarias (Foster 1960:147), el mismo autor lo registró entre los Popoluca de México, en 1941 (Ibidem: 157). Pero si bien estos nuevos ejemplos podrían sumarse simplemente a nuestro capítulo sobre los ángeles, los traemos a colación por una variante especial de este pensamiento que tiene su expresión más difundida en el Norte del Perú, en el departamento de Piura, y con seguridad en otras partes de los Andes y la Amazonía. Los testimonios recogidos por nuestro equipo en La Arena, Chulucanas y Yapatera, permiten dar un giro especial a nuestras interpretaciones. En primer lugar digamos que a despecho de la doctrina, éstas y otras localidades han consagrado el 1º de Noviembre como “día de los angelitos”, separando esta fecha como celebración especial dedicada a los niños difuntos. Es un evento antiguo, el cementerio tiene nichos de color blanco donde se entierran niños y ese día se consume pastelitos de colores, más bien pequeños ( de 5 a 10 cm. de
longitud por 3 cm. de ancho) que se suman a un pan especial, a manera de cuerda trenzada que toma forma redonda al unir sus extremos (“roscas”). El espectáculo comienza en la mañana, las familias con niños, los llevan a la plaza central del pueblo, o al mercado, vestidos con sus ropas limpias o nuevas, si es posible, y arreglados como para la ocasión. Generalmente es la madre la que prepara y saca a pasear los niños, pero no es raro que sea la pareja, la que muestre orgullosa a sus hijos más pequeños (habitualmente sale con aquellos que son menores de doce años). Otro grupo de damas, vestidas con preferencia con ropas negras, evidenciando su luto, esperan este desfile de niños y niñas, provistas de los dulces que se denominan “angelitos” y vasijas con miel de chancaca (miel de caña de azúcar). Son madres que han perdido hijos de edad similar a los niños que ahora se muestran en sus mejores galas. Con cuidado, y sin apresurarse miran a las parejas o madres que dan vueltas entre los puestos de venta del mercado o bien por el centro de la plaza de armas del pueblo. Su observación no es gratuita, están buscando a aquellos niños que se parecen a su difunto, a los hijos o hermanos que murieron cuando aun eran niños. Una vez ubicada la criatura de edad similar, lo llaman o se acercan a él para ofrecerle un pedazo de rosca o pan o “angelito” untados con miel. Lo hacen todos los años en esta fecha, más de una de nuestros informantes, recordó haber venido a cumplir con el ritual desde hacía veinte años. Nos interesó la explicación que nos dieron. “ Estamos alimentando a nuestros hijos, a través de la boca de estos niños”, repitieron invariablemente. El elegido en el mercado o en la plaza, era el vehículo de una función más
trascendente: la madre seguía alimentando al hijo difunto. No tuvimos que pensar mucho para asimilar la miel de las vasijas al néctar de las flores, otra vez los picaflores reaparecían para recibir el tributo ceremonial que aseguraba su buena voluntad para con sus parientes. Así no habrían visitas intimidantes, ni sueños que presagian desgracias. Bien alimentados, los seres de ultratumba se quedarán en los espacios que les corresponden. No serán como las huacas hambrientas que atormentaban a los indígenas recién convertidos, y que obligaban a renegar de la doctrina e interrumpir los ritos católicos. El alimento de los seres del más allá es el recuerdo ritualizado que hacen las madres vivientes , pero esta nostalgia tiene sus reglas que se expresan en ceremoniales muy concretos. Si los niños muertos en la otra vida son picaflores, hay que alimentarlos con la dulzura de las plantas, que las avecillas recogen de las flores. La miel de caña nutrirá a esos niños que aguardarán, como sus padres, el día de su celebración. No fue un reclamo que sólo apareció en los Andes o en Mesoamérica, miles de años atrás, cuando Gilgamesh le preguntó a Enquidu sobre los espíritus a los que nadie les rinde culto, su amigo le respondió: “ Los he visto, comen los restos de las ollas y las sobras de los platos que echan a la calle “ (Dalley 1991: 125).
Ningún andino podría permitir este extremo, el amor de las madres
dolientes va más allá de la muerte.
CAPÍTULO 2
1.
¿Donde está el infierno?
“Maestro, quai son quelle genti che, seppellite de quell’arche, sin fan sentir coi sospiri dolenti ? » E quelli a me « Qui son li eresiarche con lor seguaci, d’ogne setta, e molto più che non credi son le tombe carche. Simile qui con simile è sepolto e i monimenti son più e men caldi”. Si Dante Alighieri tiene razón, en el noveno círculo del Infierno van a estar la mayoría de nuestros informantes, los maestros curanderos de Mórrope. Para la Inquisición, siglos después de que se escribiera la Commedia, y para los Visitadores eclesiásticos de las colonias hispanoamericanas, todos ellos son miembros de sectas, que en última instancia dirige el Demonio. Todavía hoy, varias iglesias protestantes piensan lo mismo. La elección de estos especialistas no fue casual, tiene que hacer con el origen del proyecto. Años atrás, trabajando en Túcume (Lambayeque, Perú), consulté a un maestro curandero sobre si existía o no los llamados “maleros”. Me refería a los maestros que en lugar de curar se dedican a preparar hechizos y pócimas para hacer daño, y que son contratados por quienes necesitan estos medios sobrenaturales para enfermar o matar a quienes consideran enemigos. Mi pregunta no era ingenua, lo que yo quería confirmar es que en realidad todos
estos especialistas son “maleros”, dado que en defensa de sus clientes deben agredir con pociones o con acciones mágicas a quienes (real o imaginariamente) les han causado males.
El anciano al que interrogaba, me respondió
socarronamente que desde ese punto de vista mi acusación era cierta, en defensa de sus pacientes (rechazó el nombre de clientes) estaban dispuestos a dar la batalla a la Oscuridad. Al fin y al cabo, ser maestro curandero es un don de Dios y hay que combatir al Demonio, al que no se le puede dar tregua porque atacaría al propio curandero. Pero, yo estaba equivocado. De acuerdo con él existen los maleros, pero sólo en una parte del Perú, en un remoto caserío de Mórrope, llamado Casagrande, allí estaba el “encanto” que era la Casa del Demonio. Allí vivían sus seguidores, que eran todos servidores del Maligno. No debería ir. Corría el riesgo de quedarme encerrado para siempre. Él no lo sabía, pero acababa de decidir mi próxima aventura académica.
2. Morrop significa iguana. Una iguana motivó que los habitantes de la región cambiasen el primer asentamiento y se mudasen al que ahora ocupa la ciudad de Mórrope. La iguana guió a tres niños para que pudiesen encontrar un manantial que contrastaba con la escasez de agua de Casagrande. Este lugar que quedó encantado y se ubica donde las dunas de arena esconden ahora una “huaca” (hierofanía, manifestación de lo sagrado), que atraía y devoraba a la gente y animales. Al hacerlo pasaban a ser ciudadanos de sus entrañas, donde los esperaba el Demonio. Cuando sus primitivos pobladores abandonaron
Casagrande, aumentaron la voracidad de la huaca, y el sitio quedó maldito. Es mejor evitarlo, en especial al caer el ocaso. En las noches, aun a distancia prudente, pueden verse las luces y escuchar los ruidos de la ciudad encantada, poblada ahora por los demonios y sus cautivos. Esta primera tradición nos fue repetida hasta la saciedad por los vecinos de Mórrope y los maestros informantes, con minúsculas variantes. No podíamos dejar de visitar el espacio encantado. Conviene aclarar que la voz de “huaca” se usa, de manera coloquial en el Perú, para referirse a cualquier resto arqueológico que sobresalga de la superficie del terreno. Con tantos años de ocupación precolombina, no hay lugar en el territorio del país que no cuente con huacas, aunque la urbanización ha arrasado con muchas de ellas. Las huacas gozan del prestigio (o maldición) de ser lugares donde se han escondido tesoros, ilusión que se confirma cuando el profanador o “huaquero” tiene la fortuna de encontrar la tumba de algún personaje de jerarquía. Antes de la llegada de los europeos es seguro que las guerras entre sociedades indígenas tuvieran como parte del botín la irrupción y despojo de los cementerios de los vencidos. Además, los profanadores de tumbas son tan antiguos como la propia humanidad. Pero la búsqueda de tesoros, en el sentido moderno, la inauguraron los miembros de la hueste conquistadora, Cieza de León nos recuerda que Juan de la Torre, capitán de Gonzalo Pizarro “halló una de estas sepulturas que afirman que valió lo que dentro della sacó más de cincuenta mil pesos” (Cieza 1984: 193). Más adelante, se formaron verdaderas
empresas empeñadas en la búsqueda de tesoros, a costa de derribar los restos monumentales y saquear, sin ningún cuidado, cualquier vestigio de arquitectura precolombina. Las autoridades coloniales intentaron reglamentar esta frenética profanación con los pasos siguientes: 1) Denuncia del empresario del sitio por excavar ante las Cajas Reales más cercanas; 2) Registro del denuncio; 3) Licencia para excavar; 4) Nombramiento de un Veedor para vigilar la saca (Zevallos Quiñones 1994: 10). La búsqueda, ahora penada por la ley, se ha incrementado por el precio que se obtiene en el tráfico clandestino de las piezas artísticas. Por otra parte, no son pocos los arqueólogos que se guían de los “huaqueros” para realizar sus excavaciones. Su conocimiento de la región y el hecho de haber depredado los edificios precolombinos les da, por las malas razones, una experiencia nada despreciable. Lo mismo puede decirse de los curanderos, por respeto a las tradiciones, o porque comparten sus creencias, muchos arqueólogos les piden que realicen rituales de purificación para que las “huacas” les permitan hacer descubrimientos importantes. El uso de este concepto no es moderno: “Las Guacas son entierros donde los Gentiles se enterraban con toda su riqueza de plata y oro, y cosas preciosas que tenían como se usaban en tiempo de David y Salomón. Las Guacas y entierros son como unos castillos, hechos de adobes que son ladrillos por cocer, y con grandes almenas, cada Guaca tiene mucha obra, hay cantidad de ellas en esta población [se refiere al Norte del Perú] que fue del Rey Chimocapoc” (Vázquez de Espinosa 1948: 366).
La explicación del autor, a inicios del siglo XVII, sigue siendo válida en quienes viven en los alrededores de estos monumentos. Para la población de origen indígena, los “gentiles” aun mantienen una cierta forma de existencia, que es peligrosa para los que no les piden permiso para entrar en sus dominios. Casagrande, nos fue descrito como “huaca”, aunque en nuestros recorridos no avistamos restos arqueológicos ni en el sitio, ni en su vecindad. San Pedro de Mórrope es un distrito de Lambayeque, bastante extenso, son 1,057.66 kilómetros cuadrados en el que viven 39,972 habitantes, según el censo del 2005. De ellos, alrededor de 37,000 están dispersos en 85 pequeños conjuntos habitacionales que suelen clasificarse en: centros poblados menores, caseríos o anexos, aunque la diferencia entre unos y otros sea mínima. El 76% de la población se dedica a la agricultura, según el censo, aunque la mayor extensión del terreno es eriaza y el agua de regadío no está planificada por lo que la escasez es permanente. Pero no hay que despreciar la potencialidad de sus tierras, que se cubren de verdor cuando la corriente de El Niño inunda el lugar. El río Motupe, un tributario del río La Leche, es el curso de agua más importante, aunque también hay otros más, con flujos bastante irregulares y que cambian de nombre al pasar por localidades incluso bastante cercanas (Mórrope, Hondo, etc.). Cieza de León decía de estos ríos, en el siglo XVI, que “no abajan [al mar] antes se esconden y sumen en los arenales” (Cieza 1984: 204), lo que sigue siendo cierto. El centro urbano de Mórrope cuenta con agua sólo en determinadas horas del día, no hay desagües en funcionamiento regular, y la luz sufre cortes y
caídas de intensidad con frecuencia. Aunque los servicios han mejorado los últimos años. El distrito de Mórrope, forma parte de la provincia de Lambayeque (departamento de Lambayeque), muy cerca de Chiclayo, el centro urbano más importante del Norte del Perú. La mención de estos datos tiene que hacer con el hecho de que Mórrope, como distrito, es considerado como de extrema pobreza, en la larga lista de miserias nacionales. Tiene un Centro de Salud, dirigido por el médico Marco Antonio Asaz Santa María, de 33 años, que comparte sus agotadoras labores con una obstetriz y una enfermera, desde hace cinco años. A pesar de su juventud, Marco Antonio es un profesional con experiencia en áreas de igual condición, antes trabajó en Cotahuasi, pueblo vecino de Mórrope, también en Lambayeque. Allí manejó de cerca su relación con los curanderos, que a su criterio, saben muy bien cuando los males de su clientela son “enfermedades de médico” y se los envían para asegurar su tratamiento. Como región costeña, al borde del mar, en Mórrope las enfermedades recurrentes son: 1.respiratorias (neumonía, faringitis, etc.) y 2. las diarreicas agudas especialmente en verano. Hay incidencia de tuberculosis y cada cierto tiempo se desatan epidemias. El Centro de Salud nos recordó la peste bubónica de 1994, transmitida por la pulga que se aloja en ratas y cuyes, animales ambos en continua relación con humanos. En realidad, la bubónica de esta fecha fue el resultado de la brusca expansión de focos infecciosos muy antiguos, probablemente de 1973, localizados en Piura, que debieron viajar al Sur siguiendo el curso del río La
Leche. A fines de los años 80, la compra de arroz procedente del S.E. de Asia, dejó sin mercado a los agricultores que lo sembraban en el Norte y que se negaron a vender a precios inferiores a los de costumbre. En consecuencia, dejaron el arroz sin pilar (proceso por el que se le despoja la cáscara a los granos para que ingrese al mercado) abandonado, lo que permitió la multiplicación de las ratas. El uso de venenos no adecuados para combatirlas empeoró la situación, ya que este animal moría a la intemperie y los carnívoros que los comían (gatos, perros, gallinazos o búhos) también perecían e infectaban aun más el ambiente. Las medidas de emergencia que tardaron en llegar, se encontraron, además, con el recuerdo casi mítico de una epidemia de principios de siglo (1910) que desató, en aquel entonces, medidas drásticas: se llevaban a los enfermos a orillas del río, en realidad para que mueran fuera del poblado y se quemaban sus precarias viviendas. No es extraño, entonces, que la gente se negase a cooperar. Sin embargo, con apoyo del ejército, se compraron los cuyes a precio del mercado de Chiclayo y el arroz para ser pilado, al que también se le dio un precio equivalente, para evitar que el asunto trascendiese en un estallido de pánico. Se cambió el veneno usado por el Biorat que permite que las ratas vivan lo suficiente para que mueran en sus madrigueras, y se incineró a los cuyes comprados. Al tomar estas medidas, se evitó las trágicas consecuencias del pánico suscitado en 1991 por la epidemia del cólera, en la misma región norteña, aunque esa vez se dispersó especialmente a lo largo de la costa.
El tema de la mortalidad infantil se suma a las catastróficas cifras nacionales (un tercio de los niños peruanos muere antes de los cinco años), lo que nos lleva al fallido programa de control de la natalidad en esta región, donde los embarazos empiezan en las niñas de trece años. Nos dice el médico, que no es raro ver mujeres de veinte años con cuatro o cinco hijos. Cuando nuestro equipo visitó el lugar ( a lo largo del 2008), se iba inaugurar un plan dedicado a cuidar las personas de tercera edad, lo que nos habla más de la voluntad de los profesionales, que del apoyo estatal que reciben. Existen otros puestos de salud, diecisiete en total, dispersos en caseríos y centros poblados menores, aparte del ya mencionado. Sus recursos son, por supuesto, muy limitados. Mórrope limita con el Océano Pacífico al Oeste, pero la costa no está en una ruta de acceso continuo, aunque el alcalde actual facilita el viaje semanal de sus conciudadanos en la temporada veraniega, para que puedan gozar de sus playas. La pesca artesanal es pobre, pero los pescados llegan al mercado de Mórrope todos los días, desde los distritos vecinos de Santa Rosa y Pimentel, ambos de sólida tradición pesquera, ubicados sobre la costa, al Sur de Mórrope. Tal como dijimos, la población que nos interesa se considera a sí misma agricultora y artesanal, aunque podría sentirse minera. En el escudo de armas de la ciudad aparecen costales de yeso y ollas de arcilla de gran tamaño, lo que revela cierta identidad con respecto a su producción. Hay que aclarar, sin embargo, que si bien las ollas son todavía una tradición en las manos de los artesanos, las minas de yeso (sulfato de calcio hidratado) pertenecen a la
Comunidad Campesina de Mórrope que fue reconocida como tal el 15 de marzo de 1952 y, que cuenta con 16, 878 comuneros y un total de 48, 039 hectáreas. Los comuneros pagan por el derecho de ser miembros y reciben en arriendo parcelas que van de 5 a 10 hectáreas. La dirigencia de la Comunidad es uno de los entes de poder de Mórrope, con lazos visibles con la mayoría de los organismos locales (Gobernador, Municipalidad, Dirección del Colegio Inca Garcilaso de la Vega, Junta de Regantes, tres Juzgados de Paz), todos ellos que constituyen una élite conciente de su influencia en los asuntos de su región. Hay, también, minas de sal, (salinas de Cañac Mac y de Cabo Verde). Las salinas de Cañac Mac tiene su producción semiparalizada dado el litigio existente entre la comunidad de Mórrope y la empresa Química Pacífico S. A. Caminar sobre este mar sólido y a ratos transparente, crea una sensación de soledad y zozobra, sobre todo porque sus espacios tienen como brumoso límite el horizonte. Pero eso no empañó la visión comercial de los morropanos que han sabido sacar ventaja de sus riquezas. A poco de haberse iniciado el período republicano, la Comunidad Indígena de Mórrope empleó sus salares como recurso legal, para incrementar sus arcas y expandir sus límites: “En el pueblo de San Pedro de Mórrope a los veinte y seis días del mes de marzo de 1862, siendo las dos de la tarde, reunidos en el lugar de costumbre los señores Celedonio Chapoñan, síndico procurador; Benigno Chapoñán, agente municipal; Manuel Santamaría Alano, primer juez de paz; Toribio Bances, segundo juez de paz; Brígido Tejada, gobernador; Bartolomé Bances, primer suplente municipal,
Manuel Inoñán, segundo suplente municipal, y vecinos notables del pueblo como son... [sigue 120 firmas] y la más parte de la Comunidad con el objeto de tratar la compra de la hacienda de Sasape, dijeron todos unánimemente que se haría dicha compra hipotecando las minas de sal, obligándose todos [a] trasladar dichas sales de las minas al pueblo para entregárselas al monopolista según el contrato que se haga no permitiéndose salir una sola carga del pueblo bajo la pena de que al que se encuentra vendiendo en otro punto se le embargara y [tuviera que] pagar veinte y cinco pesos de multa y para que cumpla se han nombrado cuatro comisionados que son Bartolomé Bances, Buenaventura Tejada, Natividad Cajusoli y Antonio de la Cruz, quienes cuidarán con sus auxilios que se cumpla lo arriba indicado y para que llegue noticia a algunos que no se encuentran presentes se publica por bando con lo que se concluye esta acta que firman los que hemos intervenido” (ADL. Hacienda. Comunidades. Legajo 37. Documento #1). No sabemos como concluyó este acuerdo, pero la situación descrita por los morropanos en el presente, da evidencias de un conflicto no resuelto, que sin embargo no impide una parcial explotación de las minas de sal de parte de la Comunidad. Mórrope fue territorio mochica, sociedad que se desarrolló en la costa norteña del Perú desde el 200 d. C. hasta el 800 d. C. si admitimos que la sociedad Wari de la sierra central los avasalló en esa fecha. Otra interpretación nos habla de que los mochicas desarrollaron dos centros de influencia: uno en el Sur cuyo centro fue el valle de Moche y otro en el Norte, cuyo eje habría sido
Túcume.
El poder de los waris sólo pudo haber alcanzado un nivel de
intercambio comercial e interacciones técnicas y de culto.
Mórrope habría
estado bajo un dominio relativo de su vecino Túcume, que se acentuó al ser conquistado por los guerreros de Chimú (los descendientes de los mochicas sureños) y posteriormente por los Incas. No hay excavaciones arqueológicas de gran escala en la región, de nuestro trabajo de campo, donde pueden divisarse algunos restos precolombinos en: Huaca de Barro,
Cucufán, la Campana,
Huaca Cucurripe, entre otros. De todos ellos, sólo se ha excavado la Huaca de Barro, que está asociado a la cultura Lambayeque (o Sipán, mochicas del Norte) en su período Medio (900 d. C.- 1100 d. C.). En la plaza de armas de Mórrope se han realizado trabajos de restauración en la Capilla de San Pedro, edificio colonial situado al costado de la iglesia de Mórrope y que fue el centro de evangelización primitivo, construida muy poco tiempo después del arribo de Pizarro en 1536. Subsistió hasta que se inauguró la iglesia actual. Hay la presunción de que algunos cuerpos enterrados en la Capilla de San Pedro han recibido cierto tratamiento post mortem que recuerda los rituales mochicas, lo que podría revelar cierto nivel de supervivencia religiosa.
El tema está en estudio, pero las áreas rurales
aledañas, como Casagrande, siguen sin investigación arqueológica al momento de escribir este reporte (Klaus, Tam y Maguiña 2005: 8). La iglesia moderna tiene expresiones artísticas que no pueden dejar de considerarse en razón del tema general del presente estudio. Hay un reporte que menciona una desaparecida escultura de San Miguel en lucha con el
Demonio, su pérdida, deterioro o robo debió ocurrir a mediados de la década del 90 (Rocca Torres 1997: 4). El tema se repite en una pintura, donde el Demonio, de color oscuro y con alas de murciélago, aparece vencido. También el retablo central del templo vuelve sobre el tema del Demonio. En su parte inferior derecha (son cuatro las imágenes representadas) reaparece Satanás en toda su gloria: sentado en su trono, rodeado de sus servidores y de las almas condenadas. Por encima de la necesidad de evangelizar que hizo posible estas figuras, no deja de ser interesante la múltiple presencia del Enemigo, en un pueblo que acepta que el Infierno está a pocos kilómetros. Como se dijo líneas arriba, inmediatamente antes de la Conquista, Mórrope habría sido parte del señorío de Túcume, que en tiempos coloniales se convirtió en el curacazgo que comprendía a Túcume, Mórrope y Mochumí (Zevallos Quiñones 1989: 4-5), cuyo curaca Conoçique fue encomendado por Francisco Pizarro a Juan Roldán (Ramírez 1986: 36). Cuando se funda el primer cabildo de Trujillo, Roldán pasa a ser uno de
sus regidores, al igual que otros tres
encomenderos de Lambayeque, lo que ensancha su poder y el de su familia, a la que pertenecieron hasta siete encomenderos de Lambayeque y La Libertad. La explotación de los indios encomendados debió ser sin contemplaciones, tanto que para calmar su conciencia, Roldán les dejó al morir 1, 575 pesos, en lo que legalmente se llamaba “en vía de restitución” (Ramírez 1986: 51 y 75).
El
encomendero no hacía nada extraño a la tradición española: “Un caballero vuelve del otro mundo a restituir la honra que con sus murmuraciones había quitado a su obispo en La Orotava, de Tenerife, en 1630, después de haber asistido al juicio en
que el demonio quería llevárselo” (Caro Baroja 1985: 88). El concepto aun tiene validez en varias partes del Perú, como la forma en que los condenados al Infierno pueden escapar de los tormentos: les es permitido salir por corto tiempo y “restituir” los daños que han causado. Lo escuché por primera vez en 1981. Como se desprende de la narración que sigue, “restituir” ya tiene este tono legal que le llega de España.
Era,
entonces, profesor de antropología de la Universidad de Huamanga (Ayacucho, Perú), y con algunos de mis colegas estábamos preocupados por participar en el próximo Congreso del Hombre y la Cultura Andina, evento que se realizaba periódicamente, teniendo como sede las universidades. Queríamos llevar una ponencia novedosa que mostrase las calidades etnográficas de la región. Fue entonces cuando José Coronel, uno de los docentes más jóvenes, natural de Huanta, me relató la tradición que circulaba desde décadas atrás en los escritos de los folkloristas locales y en la boca de los huantinos de las alturas. Huanta es una provincia del departamento de Ayacucho de la sierra surcentral del Perú, está muy cerca de la capital del departamento (cincuenta kilómetros) y se le considera la segunda ciudad más importante de él. Dado que constituye uno de los extremos del mismo, limita con los otros departamentos: Al Norte con Junín, al Oeste con Huancavelica y al Este con Cuzco. La ciudad de Huanta está ubicada en un valle cálido, pero las comunidades que componen la provincia se extienden hasta las alturas de la cordillera, con climas muy duros. Nos interesa Carhuahurán, ubicada en la vertiente oriental, a unos 3500 metros de altura, “en camino a la selva”, como suelen decir los comuneros, aludiendo a la
carretera que pasa por un costado del poblado y permite que los postes de alumbrado arrojen algo de luz artificial a la comunidad. En realidad, hay cierta razón en la frase, ya que para ir a Huanta necesitarían un día completo de caminar por las cumbres de los Andes, hacia el Este, en cambio, en una seis horas se llega al pueblo de San Francisco en las orillas del río Apurímac, un puente bastante largo les permitirá cruzarlo e ir a Quimbiri, poblaciones a las que se les vincula con el narcotráfico. La gente de Carhuahurán dice que en ambas orillas es posible conseguir el ansiado trabajo estacional, en la cosecha de los cocales. No es una región fácil de visitar. A lo largo de este año (2008) se han registrado conflictos con las autoridades, especialmente por la actividad del narcotráfico que se supone que usa Huanta como vía de salida de sus productos. Incluso en el año pasado se reportó el asalto a un grupo de policías que patrullaban la zona y detuvieron una camioneta que presumiblemente conducía pasta básica de cocaína. Dos de los patrulleros murieron acribillados y un tercero salvó su vida arrojándose, herido por un barranco, y pudo narrar lo sucedido. La situación se ha repetido en varias ocasiones, no siempre reportadas por los diarios. Al momento de corregir estas páginas (17 de noviembre del 2008), otros policías han muerto en una nuevo y trágico encuentro. Pero el tráfico de estupefacientes no es sino el más reciente de los capítulos de violencia en la historia de Huanta. Si nos remontamos al siglo XIX nos basta para trazar un cuadro que tiñe de sangre el pasado huantino. Si bien más débil que otras partes de los Andes, el proceso de expansión de las
haciendas y por tanto la apropiación ilícita de las tierras de las comunidades indígenas, o bien las disputas entre las mismas fue la causa recurrente para interminables demandas y contra demandas judiciales, o bien, para que las partes afectadas decidiesen pasar al terreno de las invasiones y por tanto a contiendas sangrientas. Esta historia de violencias está lejos de haber completado sus investigaciones pero tenemos alguna evidencia segura desde el proceso de la Emancipación. Habría que empezar diciendo que la aridez del terreno encontró una fórmula de compensación en el cultivo de la coca, especialmente en la banda oriental de los Andes, cuyo atractivo antes del siglo XX estaba alejado del consumo de alcaloides. La hoja de coca, en su uso tradicional (chakchar coca) es parte importante de las reglas de cortesía andina. Se brinda de manera cuidadosa a las personas de mayor jerarquía o como signo de consideración, en numero de tres hojas, puestas una encima de otra, con la mano derecha. En general el ofrecimiento y el mascar de las hojas es recíproco y una vez conformado el bolo (hojas húmedas y agolpadas en uno de los carrillos), se distribuye la llipta o cenizas, que con la saliva dan lugar al desprendimiento de los jugos del vegetal (Allen: 128). Para las sociedades precolombinas, consumir ceremonialmente coca y chicha de maíz era el medio por el que se establecía las relaciones interpersonales y acuerdos comunales que permitían una convivencia estable. Durante el virreinato, se descubrió, muy pronto, que además de su carácter simbólico, la coca era un energizante que podía alargar las horas de
labor de los servidores indígenas, incluso a costa de proporcionar una alimentación deficiente. Esto convirtió a los cocales en un producto de gran demanda y por tanto en parte importante del mercado colonial que perduró en la República. En la región que nos interesa, desde apenas dos años después de la batalla de Ayacucho, hay quejas de que los indígenas habían interrumpido el pago de los diezmos (impuesto que estaba arrendado a Tomás López Geri): "...desde el instante en que firmé mi contrato [“de la planta cosechada en la montaña”], no he percibido ni una arroba ni el menor fruto de los pueblos de Carhuahurán y de las punas porque la revolución de los indios ha tomado tan rápido tal amplitud que prohíbe toda comunicación con la región de las montañas. Dos batallones de infantería y dos escuadrones de caballería efectuaron una expedición en las zonas rebeldes, pero a pesar de su larga estadía el año pasado, los indios, aunque están ahora tranquilos, se niegan de todas maneras a pagar el diezmo, se han adueñado de él, e incluso han, de su propia autoridad confiscado algunas haciendas” (Husson 1992: 24). Las hostilidades escalaron y se habló de la amenaza de que “los indios” asaltasen la ciudad de Huanta. El trágico resultado fue que el general Andrés de Santa Cruz, futuro gobernante de la confederación Perú-Bolivia, tomase represalias contra los pueblos de San Pedro de Iquicha, Carhuahurán y Huayllas, incendiando sus viviendas, fusilando a los sospechosos de dirigir las acciones contra Huanta y apresando al resto de la población que no pudo huir hacia las alturas.
Es interesante observar que en las varias represiones, las tropas rivales utilizaron como soldados a las gentes de los pueblos vecinos que en muchos casos tenían rivalidad y disputas antiguas: morochuchos de Cangallo, Socos, Huambalpa, Vilcashuamán, Pujas, Colca, Chuschi, Chiara, entre otros. Incluso, se reclutaron tropas de lugares lejanos como Andahuaylas, Lucanas y Parinacochas, para destruir la resistencia, y volver a abrir el tráfico comercial de la coca y, por supuesto, los impuestos estatales que provenían de ese producto. La historia de violencia de la región ha sido señalada como un movimiento anacrónico que los libros de historia han caracterizado a Huanta como “realista”, aludiendo al título de “la fiel e invencible ciudad de Huanta” que le fue otorgado por el tardío Virrey La Serna en 1821. La contraparte que no puede sorprendernos, es el título de “Ciudad Heroica” que recibió en 1822 la ciudad de Cangallo, de manos del gobierno republicano (Husson 1992: 69). La guerra que siguió concluyó de la misma forma que las siguientes y los huantinos fueron obligados a pagar el costo del ejército que los reprimió. La Intendencia de Huanta de aquella época (1825) señaló de manera precisa que habiéndose interrumpido el tráfico de coca, se carecían de fondos para cubrir la deuda asignada por el gobierno. Pero dada la importancia del producto, a la crisis huantina se sumó la apertura de un centro productor y de comercialización de la coca, en Huánuco, que cubrió el mercado abandonado por los ayacuchanos. La presencia de nuestra área de estudio en este conflicto también está documentada, “las punas de Huanta y Luricocha”, pertenecían a la parroquia de Carhuahurán. También algunos de los líderes que participaron en
la contienda como Tadeo Choque y Francisco Lanchi, fueron naturales de dicho caserío, y como era de esperar el R. P. Navarro de esta parroquia, fue acusado de proteger al español Juan Fernández, quien finalmente fue condenado a muerte. A fines del siglo, en 1896, otra guerra va a ensangrentar las alturas de Huanta. Esta vez la causa visible fue el impuesto a la sal. El gobierno (ley de 7 de enero) había decidido asumir el monopolio de su compra y venta. La revuelta estalló en setiembre de ese año, conviene recordar que Carhuahurán es poseedor de minas de ese recurso. Por esa fecha aparece el nombre de Marcelo Condoray que se proclama “Gobernador y Comandante General de Carhuahurán” y el 26 de setiembre sus tropas atacaron Huanta. La respuesta del gobierno no se hizo esperar, y el Coronel Domingo J. Parra llegó un mes después a Ayacucho con 800 soldados de infantería, soldados de caballería y dos piezas de artillería (Husson 1992: 138). Lo que constituye un despliegue desusado para las escasas posibilidades de los sublevados. Lo desmesurado de esta respuesta hay que entenderla en el contexto de la rivalidad entre Andrés Avelino Cáceres y Nicolás de Piérola, quien luego de una corta pero sangrienta guerra civil logró tomar el poder en 1895. El prestigio de Cáceres, cuyo centro de apoyo era el departamento de Ayacucho, se sostenía en su carácter de hacendado de la región, y en el papel desempeñado durante la Guerra del Pacífico, pero decayó lo suficiente para que los partidos políticos y la opinión urbana llevaran al poder a Piérola. En adelante, la cacería de los aliados de Cáceres en todo el país, tuvo especial virulencia en Huanta, familias como los
Lazón, Cavero, y Gil pagaron las consecuencias de sus preferencias políticas. Hay que aclarar, que el Perú vivía el período de un segundo militarismo, fruto de la invasión chilena y la fragmentación del país en intereses particulares que no lograron unificarse antes del conflicto, y que se hicieron más evidentes después de él. De regreso a Huanta, vale la pena resaltar, que en las comunicaciones de Parra se destaca la fiereza con que se defendió la población agredida, con especial énfasis en las mujeres “ que se mostraron tan feroces como sus maridos”. Quienes encabezaron la resistencia fueron fusilados de inmediato, en la lista figuran: Matías Huanaco, primer comandante de Carhuahurán, y Pablo Bautista, segundo comandante de Carhuahurán, entre los trece líderes condenados sumariamente (Cavero Bendezú 2006: II 81). El mismo autor hace un sentido homenaje a sus comprovincianos al concluir el texto de la represión sufrida por Parra: “...con los brazos levantados hacia Dios clamaban sanción para sus verdugos, de cuyos labios trémulos y macilentos brotaban alaridos de esta tremenda maldición: ¡Taitallay! ¡Taitallayco! ¿Manacho pacha quicharicuspa soncccompe milpuncca llapa sua nacacc maldicionta? ¡Padre mío! ¡Padre nuestro! ¿No se abrirá la tierra para tragarlos en sus entrañas a todos esos ladrones y carniceros malditos?” (Cavero Bandezú 2006: II, 99; Luz. Huertas 2007: 81).
3. El Infierno de las alturas. La versión del Infierno que llegó a mis oídos por primera vez había sido recogida en el caserío de Huanccallacc en las comunidades de Cuñi y Parisa, ubicados en la provincia de Acobamba, departamento de Huancavelica, no muy lejos de la frontera con Huanta. En ella se menciona que “el campesino Dionisio García” llegó casualmente al lugar conocido como Tawa Ñawi, cuando se dirigía a Huarcatán a comprar ganado, “en el fondo de una quebrada divisó una planicie donde apacentaban muchos vacunos, pero cuando llegó al sitio se dio con la sorpresa que se había desvanecido y por el contrario se encontraba frente a una laguna de cuyo centro brotaban grandes llamaradas. Allí vio a muchas almas atadas al borde del fuego encendido. En medio de su confusión, una voz se sumó a la escena llamándolo por su nombre: “Dionisio, aquí yo me encuentro por haber convivido con mi sobrina”. El asustado viajero reconoció de inmediato a su paisano Celayarán, el miedo lo paralizó por un momento, pero luego pudo huir y contar su experiencia (Millones y Coronel 1981: 13). Quien se consumía en las llamas no estaba solo, otros notables de la región, que habían vivido en los tiempos de turbulencia militar, aunque resguardados por su dinero, recibían el castigo que merecían. En el relato se menciona a Mariano Montano (1800-1870) “propietario de la hacienda de Urubamba, conocido entre la generación pasada por sus crueldades contra los campesinos”. Consciente de sus pecados, Montano “encargó antes de morir, que una vez que hubiese expirado taparan con yeso sus fosas nasales y la boca, para luego
proceder a enterrarlo a seis varas de profundidad, en su capilla [de su hacienda] como en efecto hicieron”. Una posible explicación de las disposiciones del difunto puede reposar en la idea de que el alma (o una de las almas en la concepción andina) reside en la cabeza. Al taponar los orificios naturales de la misma (aunque ignoró los oídos) pudo razonar que evitaba el castigo en el más allá. El relato sigue ubicando las acciones tres meses más tarde, “cuando el molinero de la hacienda se dirigía rutinariamente a la toma de agua [de donde se corta la acequia, arrollo o río para distribuirla en los campos de cultivo] descubrió con sorpresa al mismo don Mariano, con la barba crecida, sentado en la orilla...” El encargado del molino lo reconoció, pero no dijo nada, pero pensó “sería por eso que pidió que se le enterrase a seis varas de profundidad [una vara equivale a 835 milímetros y 9 décimas]. El molinero retornó a la hacienda e informó a la viuda Marcelina González de lo sucedido, quien le ordenó guardar silencio”. El muerto insistió en reaparecer. Otra persona tropezó con la quebrada [otras versiones nos dicen cueva] del Tawa Ñawi, pero esta vez el difunto Mariano tomó la iniciativa y entregó al espantado mensajero una carta firmada con sangre, dirigida a su viuda, exigiendo que restituya los bienes robados a los indígenas para lograr su salvación. “Ante esa evidencia, la hacendada caviló y luego de considerar que sería una vergüenza devolver las herramientas [y otros bienes] a tantos indios, optó por entregar la hacienda al cura del lugar apellidado Gálvez, a condición de que celebrarse misas gregorianas, durante un año a la memoria de Mariano Montero... sólo así se salvó [su alma]”. Otros relatos,
recogidos en las mismas comunidades, nos dicen que el mensajero no pudo llegar a la hacienda en un primer intento, pero cuando lo logró, la descripción que hizo del condenando “con sus mejillas con huellas como acequias, de tanto llorar”, conmovió a la viuda, que devolvió lo robado a la comunidad y vendió la hacienda para alejarse del lugar” (Millones y Coronel 1981: 12-13). Dos temas llamaron mi atención en este primer relato y los que siguieron: la ubicación del Infierno serrano en Carhuahurán (a veces escrito Ccarhuahurán o Carhuaurán) en la banda oriental de los Andes ayacuchanos; y la idea de restitución, sobre la que ya hemos tratado, aquí toma vida a través de personas concretas. Salvado de una u otra forma, don Mariano alcanza el Cielo porque devuelve lo robado. La profesora Dora Muñoz (1964), en un texto mimeografiado, establece la relación entre los actores del segundo militarismo peruano, las guerras del siglo XIX y las ideas sobre el Infierno. En ese lago de llamas, ella ubica a los hacendados Feliciano Urbina y Miguel Lazón, que fueron protagonistas en la expedición de Parra y los enfrentamientos por el poder, que causaron tanto dolor a los comuneros, a menudo entre dos fuegos de una sucesión de guerras ajenas a sus intereses. “Los naturales de Ccechcca y Allpachaca afirman la existencia de cuatro cerros solitarios y escarpados, dispuestos en semicírculo, cuyo conjunto lo llaman Tawa Ñawi. Estos cerros están situados muy cerca del lugar denominado Tircos [una de las doce comunidades de Carhuahurán], que está a ocho o nueve leguas de la ciudad de Huanta. Cuentan que en las faldas de uno
de estos cerros, existe una pequeña laguna, cuyas aguas son de aspecto rojizo, por lo que la llaman Yawarccocha (laguna de sangre). Sostienen que desde tiempo atrás, a orillas de esta laguna, que tiene el poder de “encantar”, están encadenados los hombres que en vida trataron mal a sus semejantes, mencionan entre ellos al Dr. Feliciano Urbina, Julio Vega, Miguel Lazón, Coronel Parra y otros que cometieron mil ultrajes en las sublevaciones indígenas de 1827-1896. Todos ellos están custodiados por un guardián estricto y cruel. Lo describen como un gringo alto, gordo, de ojos grandes, vestido de militar, con un enorme látigo de fierro candente en la mano y que sin descansar va recorriendo los cuatro cerros. Cuando la temperatura aumenta a su mayor grado, las aguas de la laguna se embravecen y las olas acarician los labios secos y yertos de los cautivos, que cuando están por sorber con avidez, como por encanto se alejan las olas o inmediatamente la laguna se pone tranquila. Los cautivos desesperados lloran y maldicen su destino. Cuando ven algún viajero cruzar el camino, lo llaman a gritos, indicando sus nombres y rogando que los desencadenen para liberarse del cautiverio. [También] al ver que [alguien] se aproxima, comienzan a hacer encargos para sus descendientes, para que hagan la restitución y así salvarse de la condena. Al oír estas voces los transeúntes huyen a toda velocidad” (Muñoz 1964: 21). El infierno ayacuchano en esta recreación histórica también fue descrito por los intelectuales de fines del siglo XIX y principios del XX. Nos interesa el detalle que se pinta el espacio de castigo: “[quienes están allí] han sido conducidos el quinto día (piccha) de la muerte a Tahua Ñahue [sic] encadenados y
amordazados con canillas de muertos por cuatro gigantescos galgos con ojos de candela. Los condenados van arrastrando sus pesadas cadenas de acero sujetas al cuello haciendo resonar lúgubremente sus ojotas de fierro... Según ellos existen en las entrañas [del Infierno] capillas decoradas con columnas, arcos y estatuas como en la Iglesia Matriz de Huanta y en la Catedral de Ayacucho, faroles de vidrio de distintos colores que cuelgan de sus bóvedas, corredores sostenidos por pilares de piedras labradas donde se pasean parejas de diablos policías llevando en lugar de rifles, horcones de metal triple rama [que tienen el aspecto de] monstruos que destilan babas fétidas y escupen sapos y culebras; porteros gigantes de ojos incandescentes con garras y colmillos que resguardan las tres puertas de fierro... las olas encrespadas de fuego devoran a las almas, [hay] instrumentos de suplicio desde azotes de alambres con púas, hasta calderos de plomo hirviendo que despiden vapores sulfurosos...” (Cavero Bendezú 2006: II, 182). Don Luis Cavero Bendezú (1884-1966), coloca en su Tahua Ñahue a “gobernadores injustos, ladrones y explotadores de pobres, jueces de paz venales y libidinosos, hacendados inhumanos” entre otros pecadores, resaltando el carácter reivindicionista del castigo, en el que la sociedad indígena encuentra la contraparte de lo que sucede en la Tierra y que despertó la indignación del autor. Los ecos de las guerras sufridas por los huantinos no eran historia antigua para Cavero, al recoger la memoria popular, daba forma literaria a lo que era un conocimiento divulgado y aceptado como respuesta de la justicia divina a tan turbulento pasado.
Carhuahurán es un centro poblado que se dispersa entre 3200 y 3500 metros de altura, cubre la ladera montañosa que trepa a partir de la vía que conecta Huanta con San Francisco. Las autoridades nos informan que hay un total de 80 “jefes de casa”, o 120 si sumamos las viviendas más alejadas, lo que hace un total aproximado de 600 pobladores si tomamos las cifras más altas. Carhuahurán es un caserío de Huanta, con aspiraciones “legítimas” de distrito, nos proclama Narciso Rafael Chávez (37años), el Teniente Gobernador, opinión a la que se suma el Alcalde en funciones Teodoro Cayetano Mendoza de 39 años. Fermín Romero, juez de paz (a.i) algo mayor que los anteriores y doña Victoria Huaman Choque, matrona de 50 años, en quien las autoridades confían para el recuento de sus tradiciones. Las ambiciones de Narciso se apoyan en el privilegio de Carhuahurán, como localidad que cuenta con el centro escolar (8 profesores que imparten Primaria completa), y el centro de salud, al que deben acercarse las doce comunidades que lo rodean: Carhuahurán (que se extiende en las alturas, más allá del Centro), Pera, Bramadero, Cercán, Choccehuichoca, Carhua Pucara, Mama, Coanccayllo, Macabamba, Huaynacancha, Canrao y Tircos. Otros centros poblados con escuelas de primaria incompleta y algunas facilidades son: Huayguas, Pampalca, Iquicha y Uchuraccay. Si el sueño distrital se hiciese realidad, los cinco centros poblados serían los componentes básicos de esa nueva jurisdicción de Huanta. Como se puede ver, estamos en el corazón de las guerras de hace algo más de cien años y bordeando el abismo infernal.
Ni los centros poblados ni las comunidades son de fácil acceso, se puede llegar en cuatro horas caminando a las que tienen vías transitables, las más lejanas obligan a una jornada de no menos de seis horas. No es la primera vez que andaba por estas punas, en 1983, fui parte de la Comisión Presidencial, dirigida por Mario Vargas Llosa, creada para investigar la muerte de los periodistas en Uchuraccay. En esa ocasión, los campesinos alterados por la presencia de Sendero, rememoraban las épocas en que un nutrido calendario de ferias hacían posible el intercambio económico, social y ritual de los pueblos mencionados (Millones 1983: 86-87). En el año 2007, Carhuahurán apenas si tenía luz, en especial si le sumamos los postes que iluminan la precaria carretera que hace una curva por su parte baja. El agua se obtiene de la toma de agua (Yakutuma) que la saca de un manantial (pukio) y llega a unos cuantos pilones sin ningún tratamiento. No hay desagües. Apenas un par de silos que se suman al baño de la escuela. Las casas, al recostarse sobre la ladera de la montaña, no hacen posible que sus maderas encajen con la pared de soporte, el frío y la lluvia son implacables. La población luce desnutrida por la ausencia de alimentos que compensen los carbohidratos. Salvo los cultivos de cebada y un escaso ganado caprino y lanar, las papas, habas, oca, olluco y mashua dominan la pobre cocina de Carhuahurán. No es extraño, entonces, que la posta médica, con el pomposo nombre de Centro de Salud, sea un lugar muy ocupado. Nos recibió en la posta Fredy Antonio Cortez Ricra, médico de 25 años. Estaba en su práctica final de SERUM (Servicio Rural Urbano Marginal). Tarea
obligatoria antes de ejercer profesionalmente. Lo acompañaba Ramiro Buleje Heredia, de 26 años, que dijo ser “técnico de medicina”, natural de Sivia (distrito de Huanta). Fredy había nacido en los cálidos valles del departamento de Ica y por tanto no conocía el quechua, y contaba los días que le faltaban para cumplir con el SERUM. Con Ramiro tenían que atender desde resfriados hasta partos, lo que resulta ser una tarea titánica. La región comparte con otros pueblos del Perú las cifras más altas de mortalidad infantil: un tercio de la población muere antes de los cinco años y hasta un 39% padece de desnutrición y vive en ambientes contaminados, de acuerdo al censo de 2005. En Carhuahurán, de acuerdo a los archivos de la posta, los infantes y mayores mueren generalmente de enfermedades gástricas que se inician con obstrucciones intestinales o más frecuentemente de neumonías, lo que tiene que hacer con la alimentación, dureza del clima y precariedad de las habitaciones. La única forma de mejorar la dieta es obtener algún dinero trabajando en los pueblos del borde amazónico: de 20 a 30 soles se le paga a cada grupo familiar de eventuales, luego de la temporada de cosecha. Con ese dinero se puede comprar algunos de los pocos productos que llegan a las “ferias de los viernes”, muy temprano por la mañana. Aunque la venta mayor suele ser de alcohol de caña, lo que no colabora en la salud de las comunidades. No hay templo católico en Carhuahurán. Durante el período de la guerra interna que las autoridades comunales sitúan entre 1983 y 1989, las Fuerzas Armadas concentraron a la población en la localidad de Cangrao durante dos meses. A su regreso la iglesia había sido destruida y no se reconstruyó.
Ninguno de los entrevistados era católico, pertenecían a distintas denominaciones protestantes (Iglesia Pentecostal Peruana, Asamblea Reunida, Asamblea de Dios, etc.), que tienen sus sedes regionales en Huanta. El clero católico no visita el lugar desde la época de violencia. Hasta ese abandono, el pueblo tenía como patrona a la Virgen del Rosario. Este giro religioso no ha alterado la fe en los Apus o cerros tutelares de Carhuahurán: Marcaray, Compañía, Wamaní y Machay, que consideran “el más bravo”, es decir el que exige mayor ceremonial o “pagapu”, ritual con que se rinde homenaje. La militancia protestante no parece estorbar este reconocimiento de la existencia de los cultos tradicionales, aunque los entrevistados niegan participar en ellos. Sin embargo, conocen a los qayaqkuna o curanderos locales (qayaq = el que llama). A diferencia de los maestros curanderos costeños, el qayaq (pongo se le llama en Cuzco) invoca al Wamani, ser poderoso que vive en la montaña, que es su expresión física, aunque asiste a las sesiones en forma de cóndor o halcón. Este Dios es el que atiende las súplicas de quienes le consultan: males de salud, amor, o bienes perdidos o robados (el abigeato tiene siglos de existencia en la zona), son las cuitas más frecuentes. Como es notorio, no se puede decir que los miembros de las confesiones protestantes son muy observantes, incluso, quien hace de pastor, el teniente gobernador, nos dijo muy suelto de huesos, que para hacer una fiestecita (con baile y licor) bastaba con que él diese permiso a su congregación, y así procedían los otros responsables. En este contexto, la existencia de Tawa Ñawi, todavía ocupa un lugar sólido, pero como creencia de “los antiguos”. La versión proporcionada por doña
Victoria se ajusta a las anteriores pero al mismo tiempo resulta novedosa: “Antiguamente existían brujos (laiqa, palabra que tiene connotaciones de maldad) que conseguían y enterraban en cenizas los huevos de patos, que luego de un tiempo se convertían en sapos y hablaban (como personas) y preguntaban: ¿Quiénes son aquellos que tenemos que matar? Y el brujo les decía quienes, y bastaba la saliva del sapo para que las víctimas del hechizo se enfermasen y muriesen. O también [los laiqakuna] recogían mojones de perro y hacían rituales invocando el nombre de quienes querían dañar y la gente embrujada moría. Entonces, el Diablo venía en forma de perro o de gato y los muertos eran levantados [sacados de su tumba] y conducidos por el Diablo a la cueva llamada Tawa Ñawi. Allí están todas las personas que han sido perversas. Cuando alguien se acerca, las aves que viven adentro [nocturnas] hacen una bulla atroz y el ruido ya parece el Infierno. Mucha gente ha pasado cerca, sobre todo cazadores, y por curiosidad han querido asomarse, pero les ha dado miedo. Sobre todo porque se escuchan voces de personas que gritan y los llaman”. La señora Huamán Choqe fue muy segura al responder acerca de la naturaleza de los demonios: “Los trajeron los españoles. Son los ángeles malos que el Señor Jesucristo ha botado del Cielo. Cayeron a los lagos, a las rocas, a las cuevas, y en la caída se volvieron negros y así son ellos. No hay que ir al Tawa Ñawi, si vamos por allí, nos llevarían adentro. Hay también otros sitios peligrosos, Llama michiq (pastor de llamas) que atrae a la gente y a los animales
como imán”... “Antes fue, seguro, una mina de plata”, confirmaron en voz alta el teniente gobernador y el juez de paz. “Antes creíamos eso” continuaron a coro, “pero ahora no”, se reafirmó don Narciso. “Pero es mejor no acercarse donde hay huesos de gentiles [restos arqueológicos], uno de mis vecinos cuando los encontraba los tiraba lejos, pero le dio una parálisis y lo han tenido que curar [el qayaq]”. Las sesiones de salud no son baratas “cuando uno se enferma de pacha [tierra] puede costarte cinco soles o mucho más”. “ Mi padre creía en Wamanis”, nos confiesa Narciso, “pero sus pagapus eran para que haya abundancia”. Los años de la guerra interna cambiaron de manera muy especial la percepción del mundo sobrenatural. El retroceso de la evangelización católica y el ingreso de otras iglesias son parte del proceso de asimilación del trauma que sufrió Carhuahurán, que todavía no concluye. Las tradicionales disputas de linderos entre comunidades y con propietarios radicados en las capitales de provincias, dejaron de ser el foco de atención. El Archivo Departamental guarda pilas de documentos en este sentido, se puede citar un ejemplo: en 1951 la comunidad de Ccecca “propietaria de las tierras nominadas Ccecca, ubicadas en el anexo de Carhuahurán de este distrito [Huanta] entabla demanda de deslinde con otras diez comunidades y dos propietarios de fundos colindantes”, que seguía en todo su furor en 1959 (ADA, sección Juzgado de Tierras, Legajo 42). Todo eso fue alterado por la reubicación de los espacios comunales, centros poblados y le reincorporación de los refugiados en Lima u otras ciudades. El conflicto dejó heridas aun abiertas, las autoridades de Carhuahurán lamentan
todavía la ejecución de Mario Quispe Coro, Presidente de la Comunidad y acusan al oficial que comandaba la tropa de la Marina de Guerra por haber ordenado su fusilamiento en represalia por su protesta en contra de los abusos cometidos. Otros directivos fueron encarcelados por las mismas razones, en concreto por la violación de sus mujeres. Nuestros informantes negaron que la comunidad hubiese prestado ayuda a los subversivos. La historia de Ayacucho bajo Sendero y las Fuerzas Armadas está por escribir, y con seguridad, quien la haga debe empezar su trabajo con una fecha anterior a 1980. Hasta ahora se piensa que el asalto a las ánforas de las elecciones nacionales, perpetrado en el distrito de Chuschi (muy al Sur de Carhuahurán, sobre el río Pampas) es el punto de partida de las acciones de Sendero Luminoso. En realidad, este ataque culminaba varios años de labor con militantes que ya tenían convicciones definidas, “... según múltiples testimonios de comuneros [de Carhuahurán], las columnas de senderistas que llegaron a las alturas poco antes de las acciones armadas, estaban conformadas por jóvenes “colegiales” entre 16 y 20 años de edad” (Figueroa 1998:23; Martínez Vivanco s/f 51). Como en otros lugares, los enfrentamientos legales o incluso sangrientos entre comunidades, por cuestiones de límites de tierras, habían creado un ámbito de conflicto que amainaba en las ferias y fiestas patronales. Entre Chuschi y Quispillacta, por ejemplo, en los años 1959 y 1960 se dieron refriegas con un buen número de bajas, a raíz de tales disputas (Sánchez 2007: 69-70).
Aunque con desconfianza, la presencia senderista en Carhuahurán fue tolerada por la preocupación que mostraron en perseguir a los abigeos y sancionar (azotes, corte de cabellos, vergüenza pública por confesión de delitos, etc.) los actos de moral (incesto, adulterio, etc.) que se escapaban a la severidad o permisividad de las autoridades tradicionales. “Pero a partir del segundo semestre de 1982 [Sendero] desconoció a las autoridades tradiciones de las comunidades. En las punas de Huanta, esto significaba desconocer la organización jerárquica y ritual izada de estas comunidades” (Martínez Vivanco op.cit. 51). Cabe agregar que quienes llegaban a esta condición de mando tenían que haber pasado todos los cargos, es decir, se trataba de personas mayores, guardianes de una línea de conducta comunal que se asumía como la única posible. Sendero, por el contrario, presionó para que sus cuadros, generalmente jóvenes, y no necesariamente locales, asumieran el control de la comunidad. Para conseguir sus objetivos, en su primer acercamiento trataron de lograr que las luchas por tierras cesasen para establecer un período de calma para lanzar su campaña ideológica. Es posible que haya contribuido a un cese de hostilidades entre Chuschi y Quispillacta (Sánchez 2007:75) y en otras comunidades de altura, pero la violencia que desplegaron al tratar de instalar sus militantes como autoridades comunales les restó el respeto. En 1982, el Centro Poblacional de Carhuahurán empezó a dar forma a la resistencia y comenzaron a circular los oficios enviados a las comunidades de Mama, Tircos, Incaraccay, Pampalca, Huaychao y Cunya, para organizar un operativo, en la convocatoria se incluye a los hijos de Carhuahurán, residentes en Lima (Figueroa 1998: 24-
25). En 1983 se pide formalmente el apoyo de las Fuerzas Armadas, luego de sufrir un revés de manos de los senderistas. Ese año, en agosto se instala una base de Infantería de Marina, que permanecerá hasta 1985. En adelante se forman los Comités de Defensa Civil, dirigidos por militares, que dan preferencia a los hombres jóvenes con capacidad de lucha, con lo que se debilitan aun más las autoridades tradicionales, desacreditadas por la campaña senderista. La elección de Carhuahurán por las Fuerzas Armadas no era casual. Para Sendero Luminoso fue la “base social natural que apoyaría la revolución. Empero fueron los primeros en enfrentarlos a fines de 1982” (IPAZ 1998 A: 4). La reacción fue provocada probablemente por la prohibición de Sendero de que las comunidades participen en la Feria de Lirio (Millones 1983: 86, Hosoya 2003: 23), en el afán bastante equivocado, de pretender que se autoabastecieran cortando sus lazos con los centros de intercambio. El saldo de la violencia política, no se obtiene solo con el conteo de las víctimas o desaparecidos. Aun así, es bueno consignar una cifra probable: un informe posterior nos señala 67 muertos, aparte de la pérdida de los bienes (IPAZ 1998 B: 17), lo que parece una mal menor si el mismo documento declara que “Carhuahurán no migró, decidiendo permanecer en la zona y enfrentar a Sendero Luminoso” (op. cit. 16). Pero por lo que nos dicen las autoridades actuales, las pérdidas fueron mayores y tampoco las Fuerzas Armadas dejaron un recuerdo glorioso. Como es de esperar, Sendero Luminoso hizo también impacto en el sistema de valores y creencias de Carhuahurán. Es así como los militantes aparecen
como protegidos por el Wamani: “el pago [pagapu] de los tucos [terrucos] le gusta al Wamani: rezan y tiene protección [los] cuida [y] no les pasa nada”... El Wamani se abre, es como un túnel, dentro se esconden los senderistas no se enferman, no mueren, el Wamani cuida a todos”...”los tucos pagan con todo cigarro, galletas, caramelos, coca, trago” (Figueroa s/f 66-70). Esta terrible alianza fue documentada en la historia oral de Carhuahurán y se afirma en la prédica cristiana desde siglos atrás: “El Wamani tiene mucha plata, tiene un palacio con muchas riquezas en el interior de los cerros, dice que este señor es el mismo Diablo, ya que tiene animales dentro de los cerros para el regalo, pero estos regalos no sirven [sic] recibir de noche porque se transforman en sapos y otras bestias durante el día” (op. cit. 55). Si esto es así, la consecuencia lógica es que “Esos tucos se convierten en diablos por eso están caminando en la oscuridad de noche y por eso es el viento [que] viene junto con el viento bastante vienen [sic]... vamos a escapar al monte dejando todo... (op.cit. 39). A lo largo de este libro se estudia el comportamiento atribuido al Demonio en tiempos coloniales, un ejemplo analizado es el de Juana Ycha que confiesa haber convivido con Apu Parato, nombre que toma el Enemigo. En sus primeras invocaciones, un fuerte viento anuncia su presencia y es la característica que asegura que está escuchando y vendrá al encuentro de su querida. Esta relación, viento-ser sobrenatural, se actualiza bajo la presión de la amenaza senderista. Finalmente, la misma fuente, nos refiere que: “Los tucos tienen castigo de Dios, por eso tienen piojos [y] andan de noche”... “A los tuta puriq [caminantes
nocturnos] les decimos piojosos, apestosos, no se cambian de ropa [están] totalmente llenos de piojos”...”Cuando matan se ponen su ropa de muerto y allí dejan sus piojos con su ropa sucia” (Figueroa s/f 58-59). Tuta puriq es un calificativo que se usaba anteriormente para designar a los abigeos o ladrones que operan de noche, la aplicación a los senderistas cae por su propio peso. El piojo, es un hemíptero del orden anoplura, (usa en quechua) y es un personaje con ciertas resonancias míticas, ya que los dioses suelen agredirse, arrojándolos a la cara de quien pretenden ofender. Y aunque se les confunde con las pulgas en las versiones coloniales, en el contexto de quechua hablantes tiene connotaciones ventajosas: soñar con piojos o despiojar se interpreta como el anuncio de la llegada de dinero (usachay = despiojar). Desde esta perspectiva, calificar de caminantes nocturnos piojosos a los senderistas tiene varias resonancias, una está referida a su desplazamiento y ataque nocturnos, ajenos a los enfrentamientos entre comunidades que solía ser en medio de gran vocerío, a plena luz del día con desafíos previos. Otra connotación negativa proviene del uso de la ropa de los muertos violando una serie de prohibiciones culturales, sobre todo si se trata de gente asesinada por los mismos senderistas. Su accionar, que tiene la lógica de un grupo perseguido, que trata de mimetizarse con el medio para hacer crecer el número de víctimas inocentes en manos de la represión, no escapa de la percepción andina. Frente a los campesinos, ellos fueron fáciles de distinguir, son seres nocturnos, (qanra, sucio; usapa, piojoso) con todas las valencias negativas de quienes viven bajo la
tierra, en oscuro pacto con el Wamani, identificado esta vez como el Demonio cristiano. Es comprensible, entonces que el Tawa Ñawi del siglo pasado sea ahora un relato “de los mayores”, luego del período crítico, la construcción ideológica basada en hechos del pasado carecía de vigencia. Cuando preguntamos en Carhuahurán ¿dónde está el Infierno? Se miraron dubitativos, hasta lograr un fácil consenso. “Debe estar abajo, en los cocales, allí debe ser”, nos dijeron. Esta segunda reubicación es fácil de explicar. Tiene que hacer con la actual coyuntura económica del país en la que el tráfico de la cocaína se ha convertido en un factor difícil de esconder. En el año 2000 ya se sabía que de las 35, 379 hectáreas en las que se cultiva coca, 27,515 están dedicadas al procesamiento de la hoja para el narcotráfico. Esto da trabajo a unas 850 familias, entre las que hay que incluir a los comuneros de Carhuahurán. Bajar hacia el valle del río Apurímac y del Ene (VRAE en el lenguaje oficial) es la búsqueda de dinero más accesible a las comunidades de la banda oriental de los Andes. La otra zona comprometida es la del valle del Alto Huallaga, pero no tocaremos ese tema. Para el año 2006 el cultivo de la coca se extendió a 51, 400 hectáreas lo que arrojó una producción de 280 toneladas de cocaína (el 28% de la oferta mundial). En este rubro, el Perú va en segundo lugar, solo detrás de Colombia, de acuerdo al Sistema de Monitoreo Nacional, apoyado por la Oficina de las Naciones Unidas para Drogas y Delitos. El uso tradicional de la coca se cubre con apenas el 8% de la producción y la incautación anual es mísera: 14,749 kilos anuales, lo que nos obliga a sospechar una red de corrupción muy bien
organizada. El destino de la droga ha variado de dirección, el 60% va hacia Europa, y en el Perú se suele comentar que el poder de los carteles mexicanos a sobrepasado al de los colombianos. Eso no cambia los niveles de explotación del campesinado peruano que baja de las alturas para recoger estacionalmente las hojas de coca. En Carhuahurán comentaban que podían cobrar entre 20 y 30 soles, las familias que hacían ese recorrido, algo menos de 10 dólares en el mejor de los casos. Las enfermedades (“fiebres”) contraídas en esa labor eran parte cotidiana de los males conocidos por el puesto de salud. No resulta difícil encontrar el Infierno en los cocales, aunque allí deberían estar ardiendo quienes los explotan o los funcionarios del Estado, que los han abandonado.
4. Al Infierno en mototaxi. El departamento de Lambayeque debe tener la mayor proporción de mototaxis de la Costa Norte del Perú. No son vehículos caros. Los que se puede obtener de segunda mano, sin mucho uso, se consiguen por 3,500 soles. Esta curiosa forma de transporte que tiene dos asientos provistos de ruedas que pueden llevar a los pasajeros que se atreven a ser arrastrados por una motocicleta. También se puede ser exigente y aspirar a un vehículo nuevo si se paga 6,200 soles. E incluso se le puede comprar a plazos, 3,000 soles como cuota inicial y 420 soles mensuales, en diez cuotas (2.8 soles por dólar aproximadamente).
El tema nos interesa porque la única manera de llegar al Infierno, desde Mórrope, es en mototaxi, salvo que se prefiera montar un caballo o un burro. Cualquier servicio motorizado al interior de la ciudad cuesta un sol, pero convencer a los conductores a ir de ida y vuelta a las dunas de Casagrande exige toda la capacidad de persuasión posible. No es lejos, pero el perímetro urbano (el término urbano ya es una exageración) es muy corto y al abandonarlo entramos en un campo de trochas para animales de carga. El terreno es plano, cubierto de matas espinosas y abrumadoramente seco, de cuando en cuando aparecen parcelas cultivadas de pequeña extensión. En otras direcciones (no en el camino a Casagrande) los campos de cultivo mejoran un poco, y se nota que el fréjol, llamado zarandaja o chileno (Lablab purpureus), el maíz blanco (Zea mayz), y el algodón nativo, color lila (Gossypium barbadense), tienen la preferencia de los agricultores, en especial, éste último que incluso es producto de exportación. La comida tradicional incluye el arroz, pero la escasez de agua hace necesario que se provea desde Chiclayo. El árbol prototípico de la costa norteña es el algarrobo (Prosopis pallida, de la familia de las mimosas), de usos múltiples: su madera que es muy dura, se usa para la construcción de viviendas, para producir utensilios de cocina, y para carbón. Las hojas caídas se denominan puño, son un excelente abono; sus flores producen miel, jalea, polen y cera. Finalmente, su fruto es una baya larga con pulpa dulce y carnosa, que sirve para preparar la algarrobina, un saborizante de alto contenido proteico. Suele crecer entre ocho y veinte metros de altura, su tronco es grueso y las ramas retorcidas. Es un árbol costeño, no se encuentra
arriba de los 1500 metros de altura. Sus raíces pueden ser muy profundas, para usar el agua subterránea, por lo que no depende de la lluvia o del riego. Cuando el terreno es muy árido se reduce su tamaño y tiene la apariencia de un arbusto. Nada de eso es visible en dirección de Casagrande, donde las parcelas cultivadas apenas asoman en los ocho kilómetros que separan el caserío fantasma de la Carretera Panamericana, que pueden ser recorridos en 45 minutos en mototaxi por un camino auxiliar que la comunica con Mórrope.
Ningún
automovilista quiso siquiera pensar en ser parte de la aventura. “No hay camino” o “Si llegamos a las dunas, no hay manera de sacar el carro, es arena muy frágil y se hundirá”: Mi primera sorpresa fue que hablasen de dunas de arena, cuando el terreno visible desde la orilla de la Panamericana solo mostraba tierras sin trabajar, cubiertas de maleza espinosa. La solución no era otra que alquilar uno o dos mototaxis para llegar a las misteriosas dunas. Esto no significa que el viaje será sin incidentes. En muchos tramos habrá que cargar el vehículo, y si el ENSO (El Niño Southern Oscillation) ha estado presente y el camino está inundado, simplemente no se podrá llegar a los caseríos apartados como Casagrande. Esta región tiene el testimonio documental de Niños sufridos como catástrofes por los menos en una docena de ocasiones. El primero de esta magnitud que se reconoce en los archivos es de 1578, que pudo ser el que destruyó el antiguo asentamiento de Túcume, y un siglo y medio más tarde, en 1720, otro Niño tiró abajo la próspera Saña (Huertas 2001: 16-53) La contra corriente El Niño y su temida aparición en el Norte peruano, tiene consecuencias ideológicas todavía sin un estudio suficiente: en la laguna que se
forma al pie del cerro La Raya o Purgatorio (en Túcume) suele aparecer el Demonio en forma del animal marino raya, que conversa e instruye a los curanderos que tienen relación con él.
5. El cuerpo y las almas. El primer misterio insoluble del hombre primitivo fue su propia muerte. Un cuerpo móvil, una mirada que descubría alrededores y oteaba el horizonte, unas piernas que corrían, saltaban o caminaban, y unas manos que podían asir objetos, todo ello podía convertirse en flacidez y podredumbre. El dolor de la pérdida solo podía ser superado por el miedo que eso también sucediera a quienes eran próximos al fallecido, Pero el muerto volvía. En los sueños o las visiones, alentadas o no por alucinógenos, o en la nostalgia de quienes lo querían, aparecía su rostro o de cuerpo entero, respondiendo pendientes.
o ahondando las preguntas que quedaron
Muchas veces se creía descubrir su rastro en los lugares que
frecuentaba, o bien sus objetos familiares parecían haber sido tocados o movidos como solía hacerlo el ahora difunto. No era una presencia deseada.
Colocado más allá de la vida, el
desaparecido pertenecía a otro universo de reglas desconocidas y amenazantes para los que aun vivían. Enterrado, cremado, arrojado a las aguas o momificado, el antiguo conocido nacía para un tipo de existencia a la que se guardaba un considerable respeto. O bien, podía ser que en vida hubiese sido un enemigo, y
entonces, partes elegidas de su cuerpo o de sus huesos, podían guardarse o llevarse consigo, para que ciertas formas de poder, en lugar de perderse, pertenecieran a su victorioso portador. Nada de lo mencionado falta en los Andes. Aun a cinco siglos de la invasión europea, las comunidades de origen indígena han reorganizado su sistema religioso para incorporar la prédica cristiana y construir lo que se conoce como religión popular. En sus inicios, el rechazo a la propuesta católica fue total, el desentierro de los cadáveres de los cementerios vecinos o al interior de las iglesias fue una actividad que se repitió hasta hacerse incontrolable, empezando con el cuerpo del propio Atahualpa que fue extraído de su tumba por uno de sus hermanos, y no sería raro que su momia aun esté esperando el homenaje de sus súbditos, en alguna de las montañas que van del Norte del Perú al antiguo “Reino”de Quito. Momificar el cadáver de sus gobernantes es un ejercicio que fue parte de varias civilizaciones. Para los europeos constituyó un sacrilegio que solo se explicaba por la presencia del Demonio. En abril de 1535, cuando se cosechaba maíz en el valle del Cuzco, los españoles tuvieron una de las pocas oportunidades de observar una ceremonia tradicional con la participación de los mallquis (momias o también del quechua mallkiy o mallkiyay: arborecer, hacerse árbol, Lira 1945: 616). “Sacaban en un llano, que es a la salida del Cuzco, hacia donde sale el Sol en amaneciendo, todos los bultos [momias] de los adoratorios del Cuzco, y los de más autoridad ponían debajo de los toldos de pluma muy ricos y bien obrados... Y es de saber que aquellos bultos de ídolos, que tenían en aquellos
toldos, eran de los Incas pasados que habían señoreado el Cuzco; cada uno tenía allí gran servicio de hombres que todo el día les estaban mosqueando con unos aventadores de plumas de cisnes de espejuelos y sus mamaconas [literalmente “madres” o en este caso, señoras de alto rango], que son como beatas; en cada toldo había como doce o quince...” (Molina [“el almagrista”] 1868: 82). Más de medio siglo más tarde se recoge la información acerca de las ceremonias que acompañaban a los funerales de los nobles y nos dice que “al difunto le llamaron yllapa que todos los demás difuntos le llamaban aya y les enterraban con mucha vajilla de oro y plata” (Guaman Poma 1980: 263). Según el autor, la momia embalsamada tenía tres meses de homenajes y lamentos oficiales y luego se le enterraba. Del texto hay que rescatar el nombre yllapa (o illpa), que también pertenecía a una de las deidades mayores del Tahuantinsuyu (López Austin y Millones 2008: 199-216), los Incas, vivos o muertos gozaban de condición divina, las demás personas se les llamaba aya que quiere decir difunto, dando a entender que habían cumplido su ciclo vital. Eso no hacía desaparecer el respeto debido a la condición del fallecido. A mediados del período colonial, el R.P. Avendaño se quejaba de la población indígena, que adoraba las sepulturas de sus antepasados “inclinando la cabeza, alzando las manos” y hablando al Sol y al trueno, que era una de las manifestaciones del dios Illapa (Avendaño 1649: II, 29). El mismo autor pone en evidencia los desentierros clandestinos, y la decisión de los indígenas de colocar el cadáver de sus familiares o allegados en cementerios precolombinos. “También [los hechiceros] hacen que deshonréis vuestros muertos de la Iglesia, y que los sepultéis con huacas [en este caso
edificios o sus restos, construidos antes de la Conquista], y que le pongáis comida, y bebida (op.cit 1649: II, 34). Esto último nos da ya el atisbo de que la persona fallecida, incluso en el nivel social de simple comunero o runa [persona], recibía y recibe un ceremonial complejo que indica una vida futura más allá del umbral de la muerte. Esta percepción, con la obligada condena del sacerdote, también se descubre en la otra civilización americana: “Bien pensaban estos mejicanos que las ánimas eran inmortales y que penaban o gozaban según vivieron, y toda su religión a esto se encaminaba; pero en donde más claramente lo mostraban, era en los mortuorios. Tenían que había nueve lugares en la tierra donde iban a morar los difuntos: uno junto al sol, y que los hombres buenos, los muertos en batalla y sacrificados iban a la casa del sol, y que los malos se quedaban acá en la tierra, y repartíanse de esta manera: los niños y mal paridos iban a un lugar, los que morían de vejez o enfermedad iban a otro, los que morían súbita y arrebatadamente iban a otro, los ahogados a otro, los justiciados por delitos, como hurto y adulterio, a otro; los que mataban a sus padres, hijos y mujeres, tenían casa por sí. También estaban por su cabo los que mataban al señor y a sacerdote alguno. La gente menuda comúnmente se enterraba. Los señores y ricos hombres se quemaban, y quemados, los sepultaban” (López de Gómara 1946: 436). Hay otras descripciones tempranas del mundo sobrenatural, adonde se dirigen los muertos. Una síntesis esclarecedora ha sido formulada a partir del submundo Tlalocan que “en su completa extensión se encuentra debajo de toda la superficie de la tierra; tiene su corazón en el centro del mundo y se yergue como postes en
cada uno de los cuatro rincones del plano” (López Austin 1994: 190). Dado que la meseta de Anahuac tiene características climáticas similares a la sierra peruana, es interesante observar que las estaciones de lluvias y la ausencia de las mismas se pueden relacionar con los tiempos en que se establecía la comunicación con el mas allá. En Mesoamérica “era la estación de lluvias la época oscura del año relacionada con la noche, la luna, con Venus y las estrellas (incluyendo las Pléyades, así como los muertos y el inframundo. Esta era la época del Sol nocturno, símbolo de Tlaloc (Broda 2004:55-56). A continuación veremos las percepciones del mundo de la Muerte en el ceremonial andino. El ritual contemporáneo que acompaña al fallecido tiene normas muy conocidas a las que tuve repetido acceso durante los años que viví en Ayacucho, en especial en los días 1º y 2 de Noviembre, que constituyen uno de los festivales más importantes, que han sido fotografiados y filmados muchas veces.
Otros períodos de observación en la costa del Norte, aportaron
información etnográfica sobre Túcume, Otuzco y Monsefú, cuyo registro aparece en la bibliografía. En términos generales, los rituales siguen reglas muy simples: una vez enterrado el cuerpo, la ropa del muerto se lava cuidadosamente y se deja secar para que después de los días de duelo se pueda repartir entre los familiares, luego de que, en algunas zonas, se desplieguen las prendas en el suelo, respetando la manera en que se ha usado, como si vistieran a un imaginario maniquí. El lavado y secado (y si ocurriese, también la exposición) de las ropas concluye a los cinco días en Ayacucho (a los ocho en Cuzco, a los nueve en Cajamarca). En ese período concluye el duelo formal, en muchos casos con un
banquete, que incluso puede convertirse en una fiesta, con la que se despide al fallecido. La idea básica detrás de estas ceremonias es que siendo paralelos los universos de los vivos y de los muertos (y gérmenes o personas por nacer) permanecen separados y al mismo tiempo en contacto, por un compromiso (mañay) por el que ni uno ni otro debe cruzar sus límites. Para que esto suceda, a la persona que fallece debe hacérsele saber que su cuerpo no responde a la vitalidad que tenía, y que su alma o sus varias almas deben buscar su nuevo destino. Hoy día en las regiones quechua hablantes, para nombrar estas entidades se usa la palabra española alma, también se suele escuchar ánima o ánimo, e incluso espíritu. Hay la palabra quechua nuna, que se emplea mucho menos, y que suele indicar a una entidad que reside en la cabeza.
Un cuidadoso
observador, como fue el Padre Lira le da una definición múltiple: “alma, ánima, espíritu, parte o substancia que vivifica al hombre y a otros seres. Conciencia” (Lira 1945: 693). En diccionarios más antiguos aparece entre los varios intentos de traducción apropiada: “Alma, por la qual vivimos. Camaquenc, o songo, çamaynin” (Santo Tomás 1951: 35). La mirada moderna de un quechua hablante leería sonqo samynin = aliento del corazón, pensando en los muchos sentidos de la palabra samay: salud, descansar, aliento (Víctor Cárdenas, comunicación personal). El esfuerzo del R.P. Domingo de Santo Tomás suena muy parecido a la versión del Génesis 2:8. quizá en su intento de ligar el concepto de alma cristiana a la sociedad americana.
Otro acercamiento al tema, desde una
perspectiva diferente, traduce “cámac” como “/Kamaq/, entidad sagrada que transmite la fuerza vital a personas u objetos para que realicen la función que les corresponde” (Taylor 2001: 19). El tema, por su complejidad, llenaría una biblioteca entera con los intentos de ser explicado. Pero no es el nuna lo que preocupa a los parientes del muerto, otra entidad, el llanthu que puede traducirse literalmente como sombra, es la que tiene que ser convencida que su rol ha terminado. En la región norteña, la gramática de la lengua “yunga” nos proporciona la palabra moix como traducción de alma (Carrera 1939: 69, 103,104), el autor del documento no abunda en otros significados, pero usa ese término con absoluta firmeza. Otras culturas americanas visualizaban estas entidades anímicas como fluidos vitales de centros distribuidos en el organismo, pero concentrados en la cabeza (tonalli), en el corazón (yolía, toyolía, o teyolía) y el hígado (ihíyotl), (López Austin, 1980: I, 262). Siendo el tonalli el que puede equivaler en cierta forma a la sombra de los andinos, ya que puede abandonar y regresar temporalmente al cuerpo. Como veremos, ésta es el alma que se teme que pueda ser apresada por el “encanto” y que necesita ser protegida o restituida al cuerpo por las acciones del maestro curandero. Una vez convencida el alma o llanthu que debe alejarse, tomará las ofrendas depositadas en el ataúd: ropas y calzado nuevo o de poco uso, en consideración de la jornada que se le avecina. Durante los días de duelo se presume que ha disfrutado del perfume de las flores que acompañaron el velatorio, y ha recogido el olor de las comidas o bien el humo de aquellas viandas que todavía en algunos
lugares se queman en su honor. Con el cuerpo se apaga también el nuna, aunque su desaparición no es absoluta, los cráneos conservados guardan cierta vitalidad y sirven (aunque eso entraña cierto peligro) a quienes los guardan en sus casas. No es raro encontrar familias que los han recogido del cementerio, con la idea de que se conviertan en protectores de su hogar. Es interesante observar la insistencia de la degollación como técnica guerrera y de sacrificio en las sociedades andinas, y con notables representaciones entre los mochicas y nazcas. Cuando los europeos recogen las palabras para los primeros diccionarios, relacionan el concepto de alma con el corazón (González Holguín 1989: 408, Santo Tomás 1951: 35), pero al lado de muchos otros: camay, camaquén, etc.; también aparece nuna (González Holguín 1989: 263). En el siglo XVII, el cronista Calancha mencionó a “Upamarca o tierra muda” (1974: 11, 859) como el destino final de la travesía de las sombras o almas, pero esta caracterización no es vigente en nuestros días. No es un viaje cómodo.
Necesita de un perro negro, en especial de
aquellos que tienen manchas blancas sobre los párpados, a los que se llaman tawa ñawi (cuatro ojos), nombre con que también se conoce al Infierno ubicado en la puna de Huanta. El perro lo guiará por el camino correcto y le dará el equilibrio necesario para cruzar un puente que puede ser de hilos o cabellos trenzados. La imagen del puente pudo ser una coincidencia entre las tradiciones religiosas del Viejo y del Nuevo Mundo. También la usó Gregorio Magno para dar cuenta del transito al más allá (Le Goff 1986: 35). O bien fue consecuencia de la
evangelización. Volviendo a los Andes, durante esta azarosa travesía, las almas tienen problemas cuando deben cruzar ríos o arroyos, los informantes vacilan en decidirse sobre si son capaces de nadar o caminar sobre las aguas. Lo que les espera ha sido descrito muchas veces en el caso de las comunidades serranas y no hay información suficiente sobre las gentes del borde del Pacífico. Aun así, el testimonio iconográfico se suma a lo que acabamos de escribir, una tableta de cerámica encontrada por el equipo de Julio C. Tello en la Colección Benavides (que dio como probable origen una quebrada del río Ingenio al N.O. de Nazca) muestra un conjunto de pequeñas figuras en lo que se aprecia un desfile mortuorio. El personaje importante, acompañado de servidores y dos mujeres, es precedido por dos perros que tiene las características arriba señaladas (Millones 1997: 21-28). En todo caso, los interesados en el ritual de muerte contemporáneo de la sierra centro sur andina, pueden consultar los trabajos de: Valderrama, y Escalante (1980), Harris (1982), Ackerman (1985) y Gose (1994), entre otros. Es claro, sin embargo, que al final de este viaje fantasmal, el lugar de llegada no tiene las connotaciones de premio o castigo infinitos que le asigna el cristianismo. Las ofrendas, sacrificios de personas o animales y objetos funerarios en general, que son parte de las tumbas precolombinas (en especial de su gente noble), sugieren un nutrido universo de acciones, que harían de esa otra vida, un transcurrir tan complejo como el nuestro.
Lo mismo puede decirse de la
decoración de los vasos ceremoniales o las figuras que adornan los murales, tal como puede verse en las sociedades de la costa norteña. En esta zona, que es
el espacio de Mórrope, el tumi (lobo de mar en muchik) es quien lleva en su lomo las almas de los fallecidos, a través de las aguas marinas, hacia las islas que se aprecian desde la orilla. Allí reside el Dios Huamancantac o Huamancanfac, señor del guano, el poderoso fertilizante que aseguraba las cosechas en terreno desértico. En vida, los habitantes de esta región le rendían tributo durante cuatro días, al salir en sus embarcaciones en busca de las deposiciones de las aves marinas. Dos días antes en ayuno y dos después, con un festival, desde el borde del océano. Una vez muertos, las islas tomaban otra dimensión espiritual, y hacia allí navegaban, en busca de su nueva morada (Arriaga 1968: 214; Calancha 1974: III, 847, 859). Es poco lo que se puede agregar pensando en los antecedentes históricos o prehistóricos de nuestra información actual. La pobreza de nuestra incipiente etnografía y la carencia documental antes de 1532, nos obliga a ser prudentes en las interpretaciones de los numerosos restos arqueológicos de las sociedades costeñas.
6. El Demonio también es peruano. Elaine Pagels ha postulado que la versión maligna de Satán nace en los grupos fundamentalistas judíos que calificaron con ese término a quienes acomodaron su situación al ritmo de las invasiones y control de los invasores (persas, romanos, etc.). El Satán, mensajero de Dios, pasó a ser la manera denigratoria de denominar a los israelitas helenizados, acusados de ser traidores de su Dios y de Israel (Pagels 1995: 38-46). Tampoco se puede decir que había
unidad de criterio entre los judíos. Los saduceos pensaban que las almas mueren con el cuerpo, son los fariseos quienes sostenían que las almas de los malvados sufren tormentos que duran eternamente (Minois 1994: 88). Aunque esta calificación perteneció también a grupos como los esenios, la compartieron también los cristianos, que de cierta manera venían a ser otro sector de judíos radicalizados, cuya principal herejía venía a ser la convicción de que Jesús era el Mesías prometido.
Y aunque Satanás apenas figura en las
Recomendaciones de la Epístola a los Romanos, San Pablo convierte este importantísimo texto en el muro que separa la religión cristiana de la Ley judía. En este nuevo discurso salvacionista, el Demonio tendrá un papel tan duradero como la propia historia del cristianismo, y su existencia es parte inseparable del dogma (Johnson 1976: 39). Así lo ratificó en este año el Papa Benedicto XVI: “El infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno” (El País 08/02/ 2008). Lo que podría entenderse como una posición contradictoria con Juan Pablo II “quien había rechazado su existencia”, al menos como lugar (El País 08/02/2008). Aunque esto último pudiera ser una exageración periodística. El Demonio que llega a América tiene una larga historia europea. Para algunos autores su imagen como encarnación del mal es poco precisa antes del año mil, su percepción se suma a las tradiciones variadas que podrían ser calificadas como supersticiones. “El Concilio de Toledo en el año 447, lo describe como un ser grande y negro que despide un olor sulfuroso, con cuernos y garras, orejas de asno, ojos centelleantes, dientes rechinantes y dotado de un gran falo” (Muchembled 2000: 30). No fue raro, entonces que el Enemigo surgiese como
parte de los sueños y visiones medievales. El monje Weti (murió en el año 824) que vivía al Sur de Alemania, sintió su presencia cuando descansaba “con ojos cerrados, pero no dormido”. Fue aterrorizado por Satán, que se apareció vestido como un sacerdote, pero con una faz espantosa, de color negro cuyos globos oculares, parecían absorbidos por la piel, portando instrumentos de tortura mientras que otros demonios se preparaban para encerrarlo en una cámara de torturas (Le Goff 1986:116). Otra serie de imágenes igualmente monstruosas, con alas de murciélago y cuernos, encuentran espacio a raíz del pasaje bíblico de la tentación de Cristo en el desierto (Mateo 4: 3-10). El tema se aplicó a la vida de muchos santos y permitió que los artistas imaginaran y plasmaran la figura del demonio. Así por ejemplo entre 1125 y 1140 se puede ver en Francia la escena mencionada sobre los capiteles de las columnas, tal es el caso de “las tentaciones de San Benedicto” (Vézeley, Sante Madeline). La difusión de este motivo alcanza el siglo XVI (Zuffi 2005:74). Esta visión terrorífica se sumaba a las otras muchas creencias, pero que no llegaban a construir un ser que compitiese con el Dios cristiano, por el contrario, el Demonio era mirado como una divinidad menor, a la cual podía manipularse. “Esto producía un sentimiento común de superioridad del hombre sagaz y valiente sobre el supuesto Maligno” (Muchembled 2000:31). A juicio de este autor, el discurso sobre Satanás cambia cuando surgen teorías nuevas sobre la soberanía política centralizada, a partir del siglo XIV. Es entonces cuando la amenaza del Infierno sirve como medio de control social. Si esto es cierto, el “Inferno” de Dante es también parte de este proceso, en el que Lucifer ocupa el noveno círculo, tiene una talla gigantesca y tres caras, dominando el
espacio, que es su lugar de castigo al mismo tiempo. El poeta y su guía fantasmal, Virgilio, pudieron ver sus tres fauces devorando a Judas, Casio y Bruto, como símbolo del castigo que merecen las traiciones. Dante comenzó a escribir su obra cumbre en 1306 o 1307, en medio de las luchas de poder de la Italia feudal, donde justamente las alianzas y las deslealtades eran materia de todos los días. Esta versión de Lucifer (nombre que usa el poeta), devorando a los condenados, tiene una larguísima duración en la iconografía cristiana, y llegó a América a través de las artes plásticas, en especial por las copias de las pinturas y las ilustraciones de los textos de la evangelización. En el Perú se les puede apreciar en muchos lugares, por ejemplo, en las paredes de la iglesia de Huaro, en el Cuzco, pintadas por Tadeo Escalante, en el siglo XVIII, o bien en los dibujos de Guaman Poma de Ayala, diseñados mucho antes, alrededor de 1613. A lo largo de la Edad Media, el enfrentamiento de cristianos y musulmanes hizo que cada bando ubicara en el Infierno a sus rivales, y desde la Canción de Rolando hasta los Sueños de Quevedo, en broma y en serio, los castigos adjudicados a Mahoma eran más bien fruto de la militancia, que del cuidadoso recuento de los pecados. Los ejemplos literarios nos podrían servir también para entender la complejidad de las formas cristianas que viajarán desde Europa a otros continentes. Resulta engañoso pensar que el dogma transmitido por los catecismos, los sermones, las instrucciones para sacerdotes, etc., constituyen la versión que se dispersa por los mundos coloniales. No es así. Incluso en los medios cultos, la severidad de la Contrarreforma fue mitigada, desde antes de iniciarse, por un proceso de trivialización del Infierno, que ya venía gestándose a
fines de la Edad Media. La monstruosidad del Averno y de sus ocupantes se percibe como perteneciente a las clases altas que lo predican y no actúan en función de los miedos que debieran provocar. Otros demonios más cercanos, domésticos, familiares, y por tanto capaces de ser burlados, forman parte de los inmensos sectores populares, que en el siglo XVI, se aprestan a viajar a América o las Filipinas, llevando en lugar del Lucifer de Dante al Diablo Cojuelo de Luis Vélez de Guevara. El Demonio llegó a los indígenas de América a través de muchas otras fuentes, en especial de la tradición oral, que dio vida a las imágenes. Esta oralidad, portada por todo aquel que llegaba de Europa, se escapaba de las reglas del dogma, sobre todo por que la Iglesia no contaba con el número de sacerdotes que pudiese cubrir tan vasto territorio. Situación que no es totalmente ajena a nuestros días. A lo que hay que sumar la formidable resistencia de las religiones de origen precolombino. En realidad, el clero debió dejar una parte muy importante de su prédica en manos de los conversos de la primera y segunda generación, para expandir la palabra del evangelio. Lo que presupone que los predicadores, españoles, mestizos o indígenas ya conocían el idioma de su audiencia, lo que en el Perú tardó mucho más que en México, debido al largo período de guerras civiles entre los propios conquistadores y al mismo tiempo contra los representantes de la Corona. Es difícil extraer de los vocabularios de lengua muchik, idioma precolombino de la costa norteña, las palabras que usaron los doctrineros para traducir los
conceptos de Demonio e Infierno. En el documento más antiguo (1644) que se conoce, el autor mantiene la palabra española “Infierno” en medio de un discurso o frase muchik, escrita con el alfabeto español (Carrera 1939: 103 y 109). En 1892, E. W. Middendorf publicó una gramática en la que figura la frase “fierney iñin”, traducida como “hijo del Diablo” (Altieri 1939: XVI), aunque esta información es tardía, en esa fecha todavía se hablaba muchik en las áreas visitadas por el viajero alemán. Lo que no evita que pudiera ser un préstamo de otra lengua, pero que en cualquier caso se trataba de una distorsión semántica, como ocurrió en el quechua de los doctrineros del siglo XVI. Al no encontrar el equivalente cultural del Demonio en el lenguaje americano, los autores de diccionarios y gramáticas utilizaron la palabra “çupay”, pero no pudieron evitar que al traducirla tenga todavía la carga de su significado primitivo: “ángel bueno o malo”, y a continuación: “Demonio o trasgo de la casa” (Santo Tomás 1951:279). Lo que se ajusta mucho mejor a las descripciones etnográficas de uno de los muchos seres sobrenaturales del hogar andino. Tal es el caso del uiwiri señalado por Tschopik (1968: 111-112), sus informantes lo llamaron también uta achachila afirmando que cada casa cuenta con uno de estos seres. Muchas veces llevan el nombre del domicilio para ser identificados. Por ejemplo, el que reside en la iglesia del pueblo, se llama “Santo Domingo uiwiri”. En el quechua contemporáneo de Ayacucho, la palabra supay (escrita çupay en los diccionarios coloniales) sugiere talla o volumen exagerado, grande o inmenso (Víctor Cárdenas, comunicación personal) incluso “tremendo o desproporcionado” a decir de nuestro colaborador Ladislao Landa. De haber sido
vigentes estas connotaciones en el quechua colonial, pudieron apoyar la decisión de resignificar su sentido primitivo, para que sirva como traducción al Demonio cristiano. En los festivales que se celebran en nuestros días es infaltable la presencia de danzantes en ropas y máscaras de demonios, conformando grupos identificados con ese atuendo y determinados comportamientos. En Cuzco y regiones aledañas se les llama saqras (çacra en el diccionario de González Holguín 1989: 75; 524, 692), término que también se traduce como “demonio, satán, cachafaz, de mal genio... como adjetivo, travieso” (Lira 1945: 869). En Ayacucho se enfatiza su carácter burlón, pero se le agrega la connotación de averiado, con fallas; algo de eso se trasluce en el mencionado repertorio de González Holguín: “ cosa tosca, vil o baladí, o mal hecha, o basta o sucia” (1989: 75).
Esta doble mirada nos acercaría a las versiones más extremas de la
percepción de Satán que llega a América: la caracterización del mal en todo su poder que llega con la Iglesia, y el ser sobrenatural, peligroso pero también disminuido y risible, que al caer del cielo luego de su derrota quedó baldado, en muchos sentidos, por el resto de su existencia. Los danzantes mencionados derivan con certeza del proceso de evangelización americana y su presencia cubre todo el espacio que fuera regido por las autoridades portuguesas y españolas. Sus disfraces y máscaras varían de una región a otra, son notables los que visten los danzantes de las orillas del lago Titicaca, y los de Túcume, en el Norte del Perú, que ya aparecen dibujados por los
acuarelistas del obispo Baltazar Jaime Martínez Compañón en el siglo XVIII (1985: II, 145) La situación no nos sorprende. En otras civilizaciones de América al momento de ser colonizadas, en México por ejemplo, los evangelizadores tuvieron que elegir, entre la multitud de seres sobrenaturales nahuas, aquel que les parecía adecuado para forzar su significado y convertirlo en el Diablo católico. En los tiempos iniciales de la Colonia, se incorporaron al Infierno “las divinidades mesoamericanas vinculadas a la oscuridad y el Inframundo. Tal es el caso de Mictlantecuhtli (Señor de Mictlan)... y particularmente, el de Tezcatlipoca (espejo humeante)... La identificación de Satanás y Tezcatlipoca se facilitaría a partir de una serie de significativas analogías formales, referidas a sus múltiples nombres, su forma y color, sus atributos de metamorfosis... su asociación con el aire, la oscuridad, la lujuria y la muerte” (Báez Jorge 2002: 63). También se le tradujo como Tlacatecolotl (en español: hombre-búho), hoy día se usa Acualli (el Malo), que se ajusta mejor a la doctrina cristiana (Alfredo López Austin: comunicación personal). En un documento del Archivo Parroquial de Chicontepec, el Vicario explicó de manera transparente esta adecuación (1565): “en estos naturales no hay propiamente la palabra demonio [en náhuatl], tan listo es Lucifer que escondió su nombre y como un pájaro que es tecolotl [búho] y este pájaro es propiamente el demonio. Le gusta la noche y tiene cosa [sic] de Lucifer con pequeñas crestas. Este demonio cuando hace sus fechorías y pide tantos mitotes [bailes populares] y comidas, animales y sabandijas dice que se convierte en hombre y que se llama
propiamente Tlacatecolotl, que quiere decir señor búho, o también hombre – tecolotl, este es Lucifer” (Báez Jorge 2003: 302-303). Transformar los pretendidos Demonios mesoamericanos o andinos a la versión cristiana implicaba que el ser sobrenatural precolombino adquiriese de manera unidimensional la carga del mal. Como se puede ver en las vacilaciones del Lexicon que acabamos de citar, el çupay andino debió ser como todos los dioses: más poderoso que los seres humanos, ni bueno ni malo, pero respondería con beneficios o castigos al ritual que le ofrecían o dejaban de hacerle. Pero esto no encajaba con la propuesta cristiana, es así como en México el franciscano Sahagún elige a los tzitzimites como sujetos apropiados para ser demonizados. Cuando el R. P. Bernardino recogió las oraciones en nahuatl para evitar la sequía se encontró con estos seres: "caiga sobre nos el Cielo y desciendan los demonios del aire llamados tzitzimites, los cuales han de venir a destruir la tierra con todos los que en ella habitan, y para que siempre sean tinieblas y oscuridad en todo el mundo, y en ninguna parte haya habitación de gente” (Sahagún 2000: 507,711,725). La adaptación cobraba sentido por que tales deidades eran consideradas como la consumación de una catástrofe que en el mundo nahua ocurría de manera cíclica. Ahuitzotl, uno de los reyes mexicas (etnía que dominaba la Triple Alianza) antes de Cortés, fue testigo de un eclipse de sol, y se temió que dichos seres cumplieran con lo que estaban destinados a llevar a cabo. Naturalmente todas estas características no tienen mucho que ver con el Satán cristiano, pero para los ojos del franciscano la semejanza era suficiente. Al fin y al cabo, el Infierno católico tiene un arsenal de
demonios vasto y variado, alguno de ellos podría encajar con los tzitzimites o con el andino çupay.
7. Las dunas de Casagrande. Pacora está al NE de Mórrope, sobre la Carretera Panamericana, la documentación colonial nos dice que fueron indios de este “pueblo real” quienes poblaron Mórrope. Habían llegado en busca de yeso y de cenizas de la hierba lito (también litho) de la familia de las aizoáceas (Sesuvium portulacastrum) para hacer lejía (hipoclorito de sodio), que se usa para la confección de jabón, o bien, preparada de otra forma, directamente para la limpieza. Esa circunstancia debió ser suficiente para que quedase bajo la jurisdicción eclesiástica del párroco de Pacora . Sus inicios fueron modestos, la escasez de agua era crónica, y el yeso fue por mucho tiempo (y sigue siendo) su producto estrella. Los naturales o asentados en Mórrope, también se ganaban la vida acarreando el mineral o bien haciendo de guías para cruzar el desierto de Sechura (Susan Ramírez, comunicación personal). El desierto de Sechura presenta las características de los “llanos“ costeños ya descritas por Cieza de León en el siglo XVI: “los naturales todos viven de riego y no labran más tierra de la que los ríos pueden regar por que toda la más (por parte de su esterilidad) no se cría hierba sino todo es arenales y pedregales sequísimos y lo que en ellos nace son árboles de poca hoja y sin fruto ninguno. También nacen mucho género de cardones y espinas, y aparte ninguna cosa de éstas, sino arena solamente”(Cieza 1984: 188).
Un siglo más tarde también se necesitaban guías, conocedores de la región, para sobrevivir en ella: ”Por aquí se camina con indios, y ellos saben las dormidas y donde hay hierba y alguna agua salobre para las bestias”. El lugar ha sido descrito como “despoblado y sin agua ni cosa de sustento” (Anónimo 1958:22). Mórrope está en el borde del desierto de Sechura. La urgencia de riego hizo difíciles las relaciones entre las comunidades que compartían el acceso al río La Leche, el litigio entre Mochumí y Túcume contra Mórrope tiene siglos de demandas y contra demandas. Cada una de las partes quería abrir acequias que saliendo del cauce derivase hasta sus cultivos. Los documentos mencionan de manera específica los lugares donde se cortaban las orillas y se taponaban para medir la cantidad de agua que se necesitaba. Al hacerlo disminuían el caudal y podían dejar sin posibilidad de riego a las comunidades asentadas río abajo. Tal sucedió, por ejemplo en 1762, cuando se enfrentaron Calixto Cusquen, procurador de los naturales de Túcume y Mochumí, contra Fernando Facho, gobernador de Mórrope. En esa ocasión, luego de que las autoridades recorrieron la orilla del río, fallaron en favor de los morropanos (ART, Corregimientos, leg. 264, exp. 3018). Los problemas por el agua fueron constantes y se documentan de manera fácil por la vía judicial.
En 1867, en su ansiedad por regar sus tierras los
morropanos acuerdan con la gente de Pacora un trato desventajoso, pero inevitable sobre las aguas del tío Motupe: “ El pueblo de Mórrope quedaría obligado a concurrir cada año al trabajo de la limpia de la acequia de Pacora, con
igual número de hombres que pongan este [esta comunidad], que unidos comenzarán sus trabajos desde el cañón que sale del río de La Magdalena [sic] y entra esta acequia hasta la toma de la comunidad [¿de Mórrope?] avisándoles quince días antes para que concurran”. Vale la pena recordar que los ríos cambian de denominación de acuerdo a la tradición del pueblo de las orillas, o bien cuando el ramal desprendido de la corriente principal adquiere nombre propio, gracias a la continuidad de su uso. Los documentos que citamos tienen como encabezamiento “Acuerdo entre morropanos y pacoranos sobre el derecho a las aguas por el zanjón, al río Motupe”. A lo largo de sus páginas el tema en debate continúa: “El pueblo de Mórrope no tiene derecho a hacer reclamaciones de ninguna especie al pueblo de Pacora sobre aguas, sino a esperar en silencio el sobrante que se les deje buenamente, y esto se extenderá en todo el pueblo de Pacora; por tener éste un derecho perfecto en el cauce y en las aguas. El derecho del pueblo de Mórrope queda limitado a recibir las aguas sobrantes en el río Motupe, para adelante y conducirlas por el referido río según convenga por ser dueños de ellas, en virtud del trabajo que empleen en la limpia en el cauce de la acequia” (ARL., Haciendas y comunidades, leg. 7, 1867). Un año más tarde el pueblo redoblaba sus demandas con mayor energía, Bartolomé Bances, síndico procurador del pueblo de Mórrope, se quejaba ante el Juez de Primera Instancia, que a pesar de haber cumplido con las tareas impuestas “los vecinos y autoridades de dicho pueblo de Pacora, desconociendo los derechos de regadío de Mórrope y abusando de la condición de débil de la
clase indígena de que se compone el común que represento se niega [...] a dejar pasar las aguas...” Los reclamos y rechazos continuaron, pero nada indica que Mórrope logró acceder al caudal necesario para sus sembríos. (ARL., Haciendas y comunidades, leg.14, 1868). Estas circunstancias, de tan antigua fecha,
hicieron que desde muy
temprano los morropanos se dedicasen a otra clase de producción. Alrededor de 1615 el cronista y viajero Antonio Vázquez de Espinosa debió haber pasado por Mórrope, o muy cerca, ya que describe con minuciosidad Lambayeque y sus pueblos vecinos: “ Cógense en todos estos valles gran cantidad de algodón y en particular en éste donde se beneficia mucho, y se hace gran cantidad de mantas y pabilo que vienen los españoles tratantes a sacarlos para otras partes, hácese en este lugar y valle mucha cantidad de jabón, que se saca para Lima, y otras partes; y esteras de junco muy curiosas y sombreros de palma que de todo hacen mucho dinero, hay en este valle como en el de Saña mucho ganado y en particular de cabras que se sustentan con Guaranga [sic] que es la hoja y fruta del árbol así llamado, que los españoles le llaman algarrobo, la fruta es blanca, y de la hechura y casi el sabor de las algarrobas [sic] de España”(Vázquez de Espinosa 1948: 370). Mórrope sacó provecho, a lo largo de la Colonia, de la producción del jabón y de lejía en continuo conflicto con Sechura. Las materias primas para hacer el jabón eran el sebo del ganado caprino, como lo hicieron los fenicios, griegos y romanos, y la hierba lito, muy abundante en ambas provincias, aunque también se usaba grasa de vacunos de la sierra. Piura y Lambayeque desarrollaron lo que se
llamó “casas-tinas”, una primitiva pero eficaz industria, cuya producción llegó a ser exportada a Quito y a Lima, donde el jabón lambayecano llegó a tener renombre. A los morropanos, los acusaban sus rivales de Sechura, de usar otras hierbas menos apropiadas que el lito, por ejemplo, la llamada cheque o gallinazo, adulterando el producto para lograr un mayor beneficio. Había, además, el provecho adicional del uso de las pieles de cabra para fabricar cordobanes, (el nombre proviene de la fama de Córdoba, España, por su pericia en el curtido de pieles de cabra) que también se convirtió en un producto de exportación, aparte de que los cueros con el nombre de “panzas” servían de zurrones para trasladar el jabón, o bien se llevaban petacas de totora, lo que Vázquez de Espinosa llamó junco, planta de usos múltiples como el ganado cabrío (Aldana s/f: 19-45). El surgimiento de estas actividades respondía al abandono de tierras que siguió a la Conquista debido a la caída demográfica que debió alcanzar su punto más alto en la primera mitad del siglo XVII. Puestas en rigor las ordenanzas con respecto a las reducciones, y dado que las epidemias de post-contacto afectaron de inmediato a la costa norteña, el crecimiento espontáneo del ganado gracias a los pastos naturales fue explosivo, en especial el caprino. Hay que tener en cuenta que al “reducir”, es decir a reubicar, a los indígenas en lugares convenientes para el sistema tributario y para su evangelización, muchas etnías perdieron tierra y ganados al ser asentados por la fuerza en lugares distantes de su ubicación prehispánica. Al dejar sin control los sembríos y animales, estos últimos volvían a su condición silvestre y tomaban los pastos sin las limitaciones que señalaban sus antiguos dueños. Esta situación tiene un ejemplo concreto en
1636: en Sechura, el curaca de Punta de Aguja don Martín Nonura declaraba en su testamento que “en cerro de Abiypi jurisdicción de la Punta de la Auja tengo una manada de ganado cabrío que alzaron y se hicieron cimarrones por habernos reducido al pueblo de San Martín de Sechura...” (Huertas 1995: 271). En el siglo XVIII, el repunte del jabón fue notorio sobre el fluctuante interés local sobre el azúcar.
Esto no hizo cesar el nivel de agresividad legal y física entre los
sechuranos y morropanos. Hay correspondencia del siglo XIX que nos informa sobre las tirantes relaciones entre residentes de una y otra jurisdicción.
Un
ejemplo notorio es la queja de los pescadores de Sechura, en 1869, sobre el impuesto que Mórrope quería cobrar por el solo hecho de transitar sobre el espacio de su distrito (ADL. Hacienda y Comunidades. Legajo 37. Documento #9) En el siglo XIX, el algodón tomará la posta como producto de interés comercial, pero el pobre acceso al agua hará que los beneficios se escapen de los pobladores de Mórrope. En 1925, cuando Miranda Romero terminó su monumental monografía sobre el departamento de Lambayeque, daba cuenta que los morropanos “emigraban a las haciendas cañaveleras y arroceras del mismo departamento donde se sabe que su trabajo es apreciado” (Miranda Romero 1959: s/n).
8. Conversando con el Enemigo. La actividad de los maestros curanderos ingresó con dificultades al campo de las ciencias de la salud y de las ciencias sociales en las primeras décadas del siglo XX. Pero su avance ha sido explosivo en los últimos treinta años. El interés
sobre su actividad ha girado casi siempre con respecto a la capacidad curativa de los materiales que usan y las técnicas empleadas, asumiendo, en general, que se trata de prácticas ligadas de alguna forma al quehacer precolombino. No hay duda que la capacidad de aliviar el dolor y combatir las enfermedades, o en todo caso de soportarlas con paciencia, fue una tarea especializada, y que probablemente llegó a América con los primeros cazadores y recolectores. En el Norte del Perú se han encontrado suficientes evidencias arqueológicas e iconográficas como para dar cuerpo a la hipótesis de la vigencia prehistórica de estas prácticas, ligadas principalmente al uso de alucinógenos. Es muy interesante reconocer en los restos encontrados en el Morro de Eten (Lambayeque) la figura de un personaje de alrededor de 1.80 de estatura, que portaba una sonaja de hueso, en una área cicatrizada de su fémur derecho. Los materiales que acompañaban a este “shamán” (así lo califica el arqueólogo Carlos Elera) configuran parte de la parafernalia habitual de lo que pudo ser un maestro curandero: espejo de antracita, espátulas de hueso de cérvido, valvas de choro modificadas y caracoles de mar usados como recipientes para “signar” (aspirar por la nariz). Elera propone la posibilidad de que el curandero, que caminó por las orillas del océano en el período que los arqueólogos llaman Cupisnique Tardío (500- 200 d.C.), debió impresionar a sus seguidores, por su talla desusada en la región, y por el sonar de la sonaja (implemento que todavía se usa en las sesiones de nuestros días) que extraía de su propio cuerpo (Elera 1994: 22-51). No es el momento de analizar el proceso de evangelización de manera global, pero hay que resaltar que la Iglesia española en momentos específicos,
cambió las estrategias de cristianizar con la esperanza de mejores resultados. El Concilio de Trento (1545-1563) alcanzó a repercutir en el Virreinato del Perú a través del Tercer Concilio Limense (1582-83), aunque puede decirse que su interés en reordenar su metodología tiene antecedentes más tempranos, “en las juntas y asambleas sinodales que la joven Iglesia de América celebró en México y Perú” (Bartra 1982: 20). Nos interesa más las propias reacciones de la población indígena, que pasado el momento de las reducciones impulsadas por el Virrey Toledo, y bajo la presión de vivir en lugares asignados, fuera de sus espacios tradicionales, tenía que asistir forzosamente a la doctrina. Allí los sacramentos cristianos fueron impuestos de manera más visible, en especial aquellos como el Bautismo (que en los años iniciales fue masivo y por tanto de escaso efecto personal), y la Confesión que se convirtió en una confrontación inexplicable. Es fácil adivinar el desconcierto de los indígenas al tratar de descubrir, en su vida cotidiana, acciones o pensamientos que gente de otra cultura los consideraban faltas (pecados) y les prohibían volver a
hacerlos.
Todo ello sin mencionar el problema de la
traducción. En otra ocasión tratamos las versiones andinas del Bautismo y del Limbo (Millones 2007 A), habría que agregar, que al igual que otros rituales católicos, en los momentos de su mayor rechazo dieron origen a gestos o conductas que al imitarlos querían deshacer o resignificar el acto que los hacía cristianos. Nos centramos ahora en la Confesión. Los cuestionarios preparados para instruir a los sacerdotes son vastos y muy completos, en lo que debió ser una tortura para
quienes acudían al sacramento (Peña Montenegro 1995: Vol. II, 113-171). Conviene, entonces, revisar lo que podría calificarse como la reacción frente a las presiones de esta línea de la cristianización. Hay que empezar diciendo que toda sociedad dominante fuerza los modelos de comportamiento que considera indispensables a la naturaleza humana, en quienes ahora ocupan la posición subordinada. La situación genera el rechazo, pero por lo menos, durante cierto tiempo, la conducta propuesta se procesa de tal manera que se incorpora como arma de resistencia. Una de estas reacciones debió ser la aparición de confesores indígenas, en abierto desafío al dogma católico. A no muchos años del arribo de Pizarro, en 1565, la Iglesia se puso en alerta por la aparición del movimiento mesiánico conocido por los nombres de Ayras o Taki Onqoy. Sus líderes que proclamaban la derrota de Cristo y por tanto le debilidad de los españoles, exigían que sus seguidores se mantuvieran alejados de los templos cristianos, pero sobre todo, que no se confesase. De esa manera privaron a los colonizadores, la posibilidad de descubrir la nueva religión, que cuando fue puesta en evidencia ya había alcanzado una difusión considerable, que le permitió llegar desde Ayacucho (Perú) a Oruro (Bolivia), de donde se tienen noticias recién en 1588 (Millones 2007 B: 15-63). Los documentos coloniales dan noticia específica de la existencia de confesores nativos a partir de la segunda mitad del siglo XVI, insinuando que tales acciones pudieron ser prehispánicas. “ Y para [confesar] en otras partes tienen diversas ceremonias. En unas, en llegando el indio al confesor [también indígena],
dice: “Oídme los cerros de alrededor, las llanedas [¿llanos? ¿llamas?], los cóndores que voláis, los buhos y lechuzas, que quiero confesar mis pecados. Y todo esto dice teniendo una cuentecilla de mullu [ de conchas marinas] metida en una espina con dos dedos de la mano derecha; levantando la espina hacia arriba, dice sus pecados, y en acabando la da al confesor, y él la toma, e hincando la espina en la manta, la aprieta hasta que se quiebre la cuenta, y mira en cuantas partes se quebró y si se quebró en tres ha sido buena la confesión, y si se quiebra en dos, no ha sido buena la confesión, y dice que tiene que [volver] a confesar sus pecados” (Arriaga 1968: 212). Hay también otra modalidad de confesión indígena, que era hacerlo “junto a un río, y el confesor cogía con la mano un gran manojo de heno o esparto y lo tenía en la mano derecha, y en la izquierda una piedra pequeña, dura, atada a un cordel o encajada en el hueco [hecho] de algún palo manual, y sentado, llamaba al penitente, el cual venía temblando y se postraba ante él de pechos y el confesor le mandaba levantarse y sentarse; exhortábale a que dijese la verdad y no escondiese nada, porque él mismo como adivino ya sabía poco más o menos lo que podía haber hecho (Anónimo 1968: 164). Los confesores se llamaban “ychuris”, quizá en razón del ichu (Stipa ichu) pasto de las alturas, que se usaban para limpiar los pecados del creyente: “Los Ychuris o confesores averiguan o por suertes o mirando la asadura de algún animal si les encubren [descubren] algún pecado y castíganlo con darles en las espaldas cantidad de golpes con cierta piedra hasta que lo dice todo y le dan penitencia y hacen el sacrificio” (Polo de Ondegardo 1916: 13). Otro cronista
sostiene que el nombre ichuri se empleaba en Cuzco, pero menciona la denominación Aucachic como la usada en otras partes (Calancha: 1976: III, 856). De acuerdo con nuestras fuentes, incluso el Inca reinante debía confesarse, especialmente en época de crisis generales (sequías, terremotos, etc. ) o bien cuando enfermaba. Aunque “el Ynga no confesaba sus pecados a ningún hombre si no sólo al Sol, para que él lo dijese al Viracocha y le perdonase” (Polo de Ondegardo 1916: 13). Salvo en este caso, los documentos del XVI y XVII dan versiones contradictorias sobre el carácter abierto o reservado de estas confesiones indígenas. En cambio, coinciden en señalar que los “pecados” se refieren a hechos concretos, resaltando que no se trata de faltas “internas”, las que no habían sido objeto
de esta ceremonia indígena, en contradicción con el
sacramento católico, donde los pensamientos son también objeto de escrutinio. Si comparamos las confesiones indígenas coloniales con las sesiones de consulta a los curanderos actuales, resultan siendo mucho más cercanas. Lo que el maestro de nuestros días pide son hechos concretos: robo, asaltos, etc.; o tendencias manifiestas: amor no correspondido, rechazo de una de las partes, etc. A continuación, mediante el ritual, el oficiante alcanza a conocer la verdad detrás de las palabras del necesitado, y prescribe la cura que puede contener restricciones o ayunos del propio paciente. El acto es privado en un principio: la reunión del solicitante con el curandero o sus asistentes, pero se convierte en público durante la sesión, cuando, al igual que los otros pacientes, confronta al
maestro y es obligado a revelar la naturaleza de sus males a viva voz, convirtiendo la sesión, en lo que nos recuerda a una terapia de grupo. La confesión prehispánica o colonial ha sido objeto de mucho interés por los estudiosos (Petazzoni 1926: 277-288; 1929: 119-169; Mills 1997: 40-41; Estenssoro 2003: 206 - 217) y se suele pensar que es parte de la asimilación y reacción frente a los sacramentos cristianos. Si tal confesión fue precolombina, habría que suponer que pudieron haber ceremonias andinas capaces de albergar en sus espacios algunas de las novedades cristianas, con las que había similitud. Más adelante, con todas las modificaciones necesarias, se fue construyendo la confesión indígena que tanto preocupó a la Iglesia Colonial. En consecuencia, se puede decir que la actividad de los maestros curanderos fue conocida desde el siglo XVI y está registrada hasta nuestros días. Incluso si nos circunscribimos a los años que van de 1752 a 1924, podemos consultar los materiales del Archivo Arzobispal de Trujillo que corresponden a los juicios de idolatrías. Su editora, Laura Larco, además de publicarlos, establece en su
introducción
las
correlaciones
entre
los
rituales
coloniales
y
los
contemporáneos (Larco 2008: 15-17). Así mismo, otro cuerpo documental nos informa que los que ejercían en el Norte migraban con frecuencia a la capital, en busca de una clientela más amplia y con mejores recursos. Un ejemplo notable es Juan Vazquez, en el siglo XVIII, que desde Cajamarca llegó a Lima, visitando en su recorrido los pueblos costeros, en etapas que pudieron ser largas, pero que finalmente le dieron el prestigio de ejercer su arte en la capital del virreinato. Sus aventuras lidiando con la Iglesia no
son más que una muestra de los azares que debieron vivir los curanderos históricos y que se repitieron hasta fecha muy reciente (Millones 2002). No son ésos los temas que nos preocupan en esta oportunidad. Aunque hemos indagado sobre lo que mencionamos líneas arriba (Millones y Lemlij, 1994; Tomoeda, Fujii y Millones 2004,), ahora recurrimos a estos informantes como una parte del enorme repertorio oral que se encuentra en Mórrope, donde la narración es un arte que se practica a todas las voces, y donde cada caserío encierra una mina inacabable de relatos sobre la memoria del pueblo y sobre el más allá. Es posible que lo mismo pueda decirse de otros pueblos de la costa, con variantes, como los “decimistas” o poetas de Yapatera en Piura, o los de Saña en Lambayeque. Pero en Mórrope, no hubo persona que no nos entregase alguna versión de lo que escribimos en estas páginas. Más que informantes, tuvimos coros de aedos norteños, que competían entre ellos para ofrecernos su saber. Sobre el Infierno y Casagrande tuvimos muchísimas horas de grabación, aprovechando la vinculación que se supone existir y ser vital entre Demonio y el quehacer de los maestros. Ellos mismos y sus pacientes se explayaron sin límites sobre el tema. Son muchos más de cien en Mórrope, y todos los habitantes solicitaron en algún momento sus servicios.
El fluir de la conversación nos
condujo a reflexiones que brotaron mucho más allá de cualquier cuestionario y la experiencia vivida años atrás en Ayacucho, Cuzco y en la costa norteña (Ascope, Moche, Íllimo, Mochumí y Túcume) permitió una comunicación fácil y la posibilidad que los morropanos reflexionasen sobre sus propias ideas, pero en voz alta y sin restricciones, alentados por nuestro interés.
Aunque el uso de los jugos del cactus San Pedro es importante en el desarrollo de las sesiones, por su carácter alucinógeno, eso no significa que todos los curanderos dependan de la planta. De hecho, de los consultados en la región (hombres y mujeres), podemos decir que un apreciable porcentaje de ellos no consume ni deja que sus pacientes o ayudantes lo hagan.
Tienen en su
farmacopea una apreciable cantidad de hierbas curativas, pero se apoyan en la música, oraciones, conjuros, y en cierta medida del tabaco (fumado, aspirado en forma líquida) para lograr el nivel de concentración o éxtasis requerido. En la sierra centro y sur del Perú, y en Bolivia, se ingiere bebidas alcohólicas como parte del rito, pero eso casi no sucede en la costa norteña.
No es la única
diferencia entre ambos rituales. El maestro serrano se define como servidor de los Apus o cerros, que son la imagen viviente de las deidades de la comunidad en que viven. El curandero de la costa se sabe poseedor de una capacidad que Dios (el dios cristiano)le entregó, del que se siente representante. Los alucinógenos solo facilitan la comunicación, por más que los califiquen de seres vivientes, y no de meras plantas. José Chapoñán Acosta es curandero, tiene 56 años y ejerce su profesión desde muy joven porque es “nacido”. Es decir tenía las señales divinas que lo destinaban para la profesión. Nos dijo con énfasis que Casagrande era la “huaca” más poderosa, era “encanto”, es decir terreno con vida propia, ser sobrenatural, que devoraba personas y animales. Rómulo Fernando Casós Bances, que se define como pintor y folklorista, es hijo de uno de los sabios lugareños, ya fallecido. Al momento regenta una tienda de “video-juegos”, y nos recita el saber
que le transmitió su padre: “Antes la huaca devoraba a la gente y su boca se orientaba hacia Mórrope, pero un día, catorce curanderos [otros informantes dicen que fueron 7] decidieron combatirla y cerrar esa puerta del Infierno. Para hacerlo hicieron sus “mesas” [altares, compuestos de objetos y plantas mágicas] y trabajando [haciendo el ritual necesario] juntos hicieron que la huaca torciese su mirada al mar. Desde entonces ya se puede ir a Casagrande. Pero no es bueno pasar por allí de noche”. El antecedente más antiguo de este relato es del siglo XVIII. La Revista Histórica publicó en 1936 el escrito de Justo Modesto Rubiños y Andrade que en 1782 fue el cura de Mórrope. Sus noticias combinan tradición oral e información histórica de manera desorganizada, en lo que pretende ser un recuento cronológico que comienza en 1125, fecha en que el “cacique Culloc-Capac”, siguiendo las órdenes de Manco Capac, fue desde el Cuzco a poblar Mórrope, en una primitiva ubicación conocida como Félam. Ofrece algunas cifras tempranas, pero de poca credibilidad, por más que reclama haber consultado los papeles de su parroquia y las vecinas. En todo caso, resulta claro que Mórrope dependía de la doctrina de Pacora, queda por averiguar si el cacique de tal lugar ejercía su poder sobre los morropanos. Para los fines de este trabajo importa la presencia temprana de curanderos, el propio Rubiños cuenta que le fue narrada la historia de Lucas Tornelo “conocido por Umu, que es decir hechicero mayor o solemne brujo”,
que desde su tumba reclamó que le hicieran misas para salir del
Purgatorio (Rubiños 1936: 301). Más adelante afirma que el Conde del Villar Don Pardo, séptimo virrey del Perú (1585-1590) decretó “perpetuo destierro a todos los
serranos que eran maestros [curanderos] incorregibles de tales supersticiones y brujerías; remedióse mucho con esto” (Rubiños 1936: 303). La nueva fantasía del autor se suma al supuesto desplazamiento de la diosa Luna en favor de un ídolo de barro que tenía forma de iguana, a raíz del descubrimiento del pozo que originó el cambio del asentamiento poblacional, relato que, como hemos visto, es todavía vigente. El Félam de Rubiños ha sido reemplazado por Casagrande en el imaginario popular, en su honor se habrían sacrificado los tres “cholitos” que siguieron a la iguana milagrosa (Rubiños 1936: 292-293). Pero el eje del relato sigue incólume. La mudanza de una fundación primigenia a una nueva localidad habría originado el pueblo fantasma. Quienes quedaron allí, vivos y muertos, serían el germen del “encanto”. El esfuerzo de los curanderos morropanos fue suficiente para evitar que Félam o Casagrande siguiese devorando a su gente o sus animales domésticos, pero el lugar sigue siendo “encanto”. La propuesta interpretativa tradicional no es nueva.
Túcume Viejo, la
antigua ciudad colonial, cuyos muros aún resisten en pie, es también un lugar peligroso, y los tucumanos ubicados ahora a poca distancia, en una ciudad moderna, se resisten a cruzar la antigua localidad cuando oscurece. Es también un cementerio clandestino, lo que aumenta la carga de su peligrosidad (Millones 1996: 219-315; Millones 1998 A: 35-50; Millones 1998 B: 26-27;). Usamos este ejemplo por la similitud y cercanía con Mórrope, pero esta ligazón mágica entre los primitivos asentamientos y los modernos tiene otros muchos ejemplos a lo largo
del territorio andino. Lo que hace peculiar al caso morropano es la forma de que este “encanto” es también el ingreso al Infierno. Don Ángel Santiesteban Damián, se define a sí mismo como agricultor, tiene 68 años y desde joven alterna sus sembríos con el oficio de curandero, al que estaba destinado, porque es también un “nacido”, es decir elegido por Dios para aliviar los males de la gente. Fue él quien nos explicó de mejor manera la relación entre el “encanto” de Casagrande (ya nos habían dicho que era el mayor de todos) y el Infierno. A su juicio todos los entrevistados, los”encantos” tienen un comportamiento similar, tratan de robar el alma (también usó la palabra “sombra”, como sinónimo), cuando alguien pisa su territorio. Por eso no se debe caminar sobre las “huacas” o restos precolombinos o coloniales que han sido abandonados. Si el “encanto” se enamora o decide hacer “daño” (en ambos casos) toma la sangre de quien inadvertidamente cruzó sus dominios. Las consecuencias son inmediatas, el alma va al Infierno y la persona cae enferma, sin que pueda descubrirse su causa, haciendo inútiles las consultas a la medicina formal. La única manera de salvar a la víctima del “encanto” es acudir a un curandero. Durante la sesión (viernes o martes, de 10 de la noche a seis de la mañana del día siguiente) el maestro llamará a la sombra y la persuadirá de regresar al cuerpo del afectado, huyendo de la ciudad infernal. La tarea no es fácil. Hay curanderos que deben entablar un combate, armados de espadas o varas que los acompañan en su mesa “ganadera” (de ganar) con la que enfrentan a los poderes oscuros. Su otra mesa (la curandera) o
la mitad derecha de una única mesa (algunos usan dos mesas, otros maestros dividen su mesa en dos partes) es la que restaña las heridas espirituales de quien ha sido presa del “encanto”. Además, se prescribe porciones de yerbas curativas durante un período variable, hasta que el paciente y su alma vuelvan a encontrar la armonía perdida. La asociación de los indígenas con el Demonio y el Infierno no tuvo dudas desde el descubrimiento de América. Y si bien el debate sobre si tenían alma logró ser superado, se dio por sentado que los años previos a la catequización habían conformado una sociedad débil frente a las incitaciones del Enemigo. Se atribuyó tal minusvalía a la misma naturaleza física del medio americano “cálido y húmedo..., que hace que los hombres que nacen y se crían en las Indias son de vida más corta... e incluso los españoles que acá nacen son de más breve vida que los nacidos en España” (Cárdenas 1945: 172, 175). Pero la prueba que el Demonio reinaba en las Indias era visible a través de las innumerables representaciones de sus dioses, que no solamente se consideraban falsos, sino que además constituían evidentes manifestaciones diabólicas.
Un segundo
parámetro que indicaba la fragilidad de los nuevos cristianos y de las muchedumbres por convertir, era su promiscuidad.
El desorden sexual
visualizado desde 1400 (o poco antes) en los aquelarres de las brujas europeas, se redescubría en los rituales y festivales americanos, y en los serrallos de los tlatoanis aztecas, incas andinos y en cualquier tipo de poligamia detectada en los jefes indígenas del Nuevo Mundo.
A fines del siglo XVI, se forma la primera generación de historiadores de Indias, que utilizan el testimonio de los cronistas de la hueste conquistadora. Son ellos quienes trataron de organizar los criterios para entender la enorme empresa que acometieron medio siglo atrás. Escribiendo sobre el tema que nos preocupa, los jesuitas, que fueron una oleada tardía en la evangelización, tienen una de sus mejores expresiones en la obra de José de Acosta, que ejemplifica lo dicho: “ No se contentó el demonio con hacer a los ciegos indios, que adorasen al sol, y a la luna y estrellas y tierra, y mar y cosas generales de la naturaleza; pero pasó adelante a dalles por dioses y sujetarlos a cosas menudas y muchas de ellos muy soeces... en los indios, especialmente del Perú, es cosa que saca de juicio la rotura y perdición que hubo en esto [la idolatría]; porque adoran los ríos, las fuentes, las quebradas, las peñas o piedras grandes, los cerros, las cumbres de los montes que ellos llaman Apachitas, y lo tienen por cosa de gran devoción, finalmente cualquier cosa de la naturaleza que les parezca notable y diferente de las demás, la adoran como reconociendo allí alguna particular deidad” (Acosta 1962: 223-224). Luego de un largo período de destrucción de las imágenes los dioses andinos, es posible que la sacralización del paisaje se revalorase en proporciones mayores a las que existió en tiempos pre-europeos. Pero para los sacerdotes como Acosta, aun apreciando en otra parte de su libro, la habilidad de los indígenas, la presencia del Demonio había sido capaz de banalizar su idea de religión, de tal forma que el total del paisaje resultaba absurdamente divino.
La capacidad intelectual del jesuita, probada por el recuento naturalista de su obra, no modifica los estereotipos ni prejuicios que dominan la sociedad española del XVI, en los que encuentran fácil cabida los personajes demoníacos. Una de las ideas presentes en la mentalidad de la época es que “la naturaleza y complexión de las mujeres es muy flaca y débil, lo que las predispone a creer que son revelaciones las sugestiones e imaginaciones naturales o diabólicas”. Para probar este aserto, basta citar el caso de Magdalena de la Cruz, vecina de Córdoba (España) a la que, siendo niña, el demonio se le apareció “en figura de negro, consiguiendo con zalamerías y caricias que no se asustara de él hasta el punto de fraguar estrecha amistad. El demonio comenzó a enseñarle cosas que no eran de su edad, con lo que logró que se admirasen los vecinos. Entonces el demonio le hizo el ofrecimiento que sería tomada por santa e que incluso de que haría milagros, si se casaba con él, cosa a la que consintió”. Magdalena, luego de gozar de estos infernales privilegios, se arrepintió “pidiendo a Dios misericordia y a los ministros de su Iglesia”, volvió a la fe de Cristo en 1546 (Flores Arroyuelo 1985: 225). El traslado del mundo sobrenatural europeo a las Indias se veía favorecido por la descalificación de los americanos por desconocer el cristianismo. Desde esta perspectiva, toda fórmula demoníaca ya estaba asentada en el Nuevo Mundo y bastaba con reconocer sus características. Los incubos y súcubus de El Malleus Maleficarum (1971: 21-28) fueron avistados en las confesiones de los creyentes y no fue raro encontrar que tenían trato frecuente con los indígenas de uno y otro sexo. Más aun, en 1650, Juana Ycha, “yndia natural del pueblo de San Juan de
Guallao” (Canta, Lima), reconoció que había tenido relaciones con el Demonio, que se aparecía bajo la forma de otro indígena que le pedía alimentos en lugar de dárselos, como ella hubiese querido. Juana confesó que el coito con Apo Parato (nombre que tomaba el Diablo) era igual al que había tenido con su difunto esposo, con la única salvedad que el semen de su nueva pareja era “como agua amarilla fría” (AAL, Leg. III, Exp. I, folio 18).
Este tipo de relaciones está
documentado desde la Colonia hasta los relatos etnográficos de nuestros días. Tomando la apariencia masculina o femenina, el Demonio asume el rol de gran tentador que reduce a la sociedad indígena a un nivel de esclavitud de los sentidos, lo que refuerza los estereotipos manejados desde la Conquista. El desarrollo de las acusaciones contra Ycha, hasta donde llega la documentación, puede darnos sorpresas. Su devaluado Diablo, había llegado a decir que los “bultos” de la iglesia no eran Dios (folio 30), lo que nos alerta sobre una contraofensiva andina, con respecto a la destrucción de sus imágenes. Juana se ganaba la vida como curandera, fue arrestada por la acusación de pacientes
insatisfechos y de rivales envidiosos, que la llamaron bruja y
despertaron el interés de las autoridades eclesiásticas. El juicio, con detalles tan explícitos en la naturaleza de sus relaciones con el Enemigo, la hicieron un caso célebre cuatro siglos después, ya que se trata de un documento citado muchas veces. No es la única documentación sobre sexo sobrenatural, también está descrito, con igual crudeza en la versión que sigue, recogida en la sierra central. Se trata del testimonio recogido por los jesuitas en 1613, al interrogar a una india sobre sus tratos con el demonio dijo: ”que se le aparecía de buen talle, y
después muy feo y de malísimo olor; la india sentía mucho trabajo, y una vez la aporreó, diciéndole que porqué hacía tantos melindres. Díjole al demonio que porqué venía tan abominable y de mal olor: díjola que era él de suyo muy hermoso, pero que venía así para probar su amor y fidelidad. Díjole más, que le daba pena verle tan frío. Respondió el demonio: Calla que en mi tierra bien caliente estoy y por recrearme vengo acá donde hace frío... Del vestido este demonio dijo que era de varios colores, entre verde y negro, y que cuando se acostaban, luego se hallaba desnudo sin desnudarse, y que siempre le halló frío, y de mal olor, pero que la carne la tenía blanca como los demás, y en todo trataba como con su marido y le vino a cobrar tanto amor que cuando se fue lloró ella porque le hablaba con tan melosas y dulces palabras que a todo la satisfacía. A esta india y a otras dos personas convidó que fuesen con él al infierno, donde había mucho que comer y beber; y decía que era mentira lo que decían los padres [sacerdotes] del infierno y de los tormentos” (Romero 1919: 192-193). Esta presencia demoníaca no estaba restringida a las zonas rurales ni a la población nativa. El Santo Oficio persiguió no pocos casos en los que estuvieron involucradas las capitales de los virreinatos y personas de origen hispano o mestizos de cualquier antecedente social y genético. Un caso notable es el de María Pizarro que fue detenida en Lima, en diciembre de 1572, a la edad de 22 años. Era hija de Martín Pizarro, que fue pariente del conquistador y había tenido participación en los hechos de Cajamarca de 1532 y por tanto en el botín recogido en este primer encuentro.
María había recibido la visita del demonio “bajo una higuera en la apariencia de un joven que ella quería bien, finalmente había hecho pacto con él, en virtud del cual se convertía en su servidor y ella le entregaba su alma. El pacto se habría sellado dándole la joven unas gotas de sangre sacadas de su dedo corazón, cabellos y un anillo de azabache. El demonio, a su vez la habría dado de comer “una pera de Castilla, una ensalada y un vaso de un brevaje que le pasó una india” (Millar 2007: 384). La posesión llamó la atención pública en 1568 y fue causa suficiente para que se convocase primero a sacerdotes de la orden de los jesuitas, luego dominicos y llegase hasta el Provincial de la Compañía, e incluso al Arzobispo Loayza. Las sesiones de exorcismo se llevaron en su casa primero y luego incluso en la iglesia de los jesuitas, sin resultado alguno, con sesiones que se prolongaron por días enteros. Al ingresar a tomar parte el Santo Oficio, fueron detectados y castigados los sacerdotes que habiéndose excedido en sus funciones habían terminado siendo creyentes de las visiones de la posesa. Parte del entorno fue castigado con severidad como los padres Alonso Gasco (que se autodenuncia a raíz de la complejidad de las revelaciones de María), Pedro del Toro que murió poco después de salir de la prisión inquisitorial y Luis López, que fue desterrado a España y se le prohibió confesar mujeres (fue acusado de haber embarazado a la acusada) y tampoco pudo predicar por diez años. Otro de sus confesores fue el famoso visionario Francisco de La Cruz, condenado a muerte y ejecutado el 13 de abril de 1578 (Millar 2007: 413-417; Huerga 1986: 162-165; Redden 2008: 40-45) .
La familiaridad con el Demonio toma características notorias en uno de los más sonados casos inquisitoriales del siglo siguiente. Se trata del proceso que se le siguió a Ángela Carranza, que vestía el hábito de beata agustina, usaba el nombre religioso de Madre Ángela de Dios y frecuentaba los templos de Lima. Tenía 46 años al momento de ser detenida en 1688. Ángela había nacido en Córdoba del Tucumán (Argentina) y era hija del español Alonso de Carranza y Mudarra y de Petronila de Luna y Cárdenas, natural de Santiago del Estero. La Madre Ángela de Dios era parte de un número considerable de mujeres que se refugiaba en los hábitos religiosos, sin hacer los votos, pero que encontraba en la Iglesia el sentido de comunidad que no les ofrecía otra institución virreinal. Para las parroquias o conventos donde asistían, constituían una audiencia fiel y que se hacía eco de sus necesidades y preocupaciones. Eran el público que mediaba entre el claustro y la calle, la presencia leal en sermones, misas y rosarios. En ocasiones, constituían círculos más o menos cerrados de oración en el que también integraban a laicos o sacerdotes de ambos sexos, que las guiaban o en ciertos casos, tenían como seres privilegiados. Santa Rosa de Lima era también concurrente de uno de estos grupos, así como su protector Don Gonzalo de la Maza (Iwasaki 1993: 71-110). En las reuniones, tales beatas no eran raras las que tocadas por su devoción y en competencia por mostrarla, cayesen en éxtasis y reclamasen haber sido testigos de revelaciones, visiones o milagros. Fray Bartolomé de Ulloa, anciano confesor de Ángela Carranza, convencido de la certeza con que su pupila narraba sus visiones, la instó a escribirlas. Fue
así como la Inquisición pudo revisar 7500 folios de letra cursiva muy apretada y pequeña, con declaraciones sorprendentes (Castañeda y Hernández 1995: 291300). El volumen de sus visiones se complementó con objetos que Carranza decía haber traído del cielo y bendecido por Dios o los santos y santas que formaban la corte celestial: rosarios, detentes, pañuelos, etc., fueron además preciosos amuletos que comerciaban con una vasta audiencia que incluía la nobleza criolla de Lima. Todo ello, pero en especial sus escritos, en los que muestra una imaginación desenfrenada, la pusieron sin remedio bajo la mirada del Santo Oficio, que no tardó en examinar y refutar sus escritos, condenándola a la reclusión en el recogimiento de beatas de Nuestra Señora de la Merced en 1694. Tuvo suerte, ya que pudo ser castigada de manera más drástica (Castañeda y Hernández 1995: 300). Con total desenfado reclamaba haber visitado muchas veces el Paraíso, Purgatorio y el Infierno y sostenido conversaciones, disputas, dado órdenes, consejos, etc., a personajes celestiales y diabólicos, que trataban familiarmente con ella: “Dice que bajó al ynfierno y que le preguntó al demonio dos preguntas acerca de mi Señora Santa Ana y que él le satisfizo... Dice que le dijo al demonio: disputemos del misterio de la Santísima Trinidad y que disputó con él... Dice que un demonio le dixo sácame un pique [nigua, insecto díptero, parecido a la pulga pero más pequeño, las hembras fecundadas depositan sus crías bajo la piel, en los pies de seres humanos o patas de animales] y te declararé los misterios de mi
Señora Santa Ana y de la Virgen y que ella se lo prometió...” ( BNM., manuscrito 4381, folio 144). Ángela también decía alternar con los seres celestiales, en sus cuadernos relata que “San Pablo le dio un palo para que diese a todos los doctos en la cabeza hasta que confesasen que la Virgen fue concebida en gracia y gloria... la dijo San Agustín que el hacer cantar a los demonios alabanzas a María Santísima era favor que a otro Santo que a ella lo había concedido el Señor” (id, folios 137 y 137v). Su afán de notoriedad le ganó adeptos y extendió su fama hasta llevarla a su perdición. Para los intereses de este trabajo conviene resaltar el carácter doméstico y casi festivo con que el Demonio se incorpora al imaginario, en este caso urbano, del siglo XVII. Si la comparamos con su contemporánea indígena Juana Ycha, veremos que la audiencia limeña resultaba mucho más crédula, si bien los respectivos seres del Infierno presentan un equivalente aspecto disminuido. Como dijimos en otra parte del libro, el Demonio llega a América, cuestionado por la doble imagen de encarnación del mal (como se explica en los catecismos) y la versión oral que diseminan las sucesivas olas de migrantes. A lo que hay que sumar las interpretaciones de los diferentes grupos étnicos americanos. En nuestros días, tal personaje sigue interactuando bajo esas contradicciones, si bien las iglesias cristianas (católica y protestantes) tienen bien definido su rol, también en determinados sectores populares se ha logrado
articular una reflexión precisa sobre el Infierno y el Demonio, tal es el caso de los maestros curanderos. Una mirada a su quehacer actual, a su pensamiento y a los prejuicios en contra, no refleja distancias considerables, a pesar de las condiciones de represión que se vivían durante la Colonia. Hay que recordar que hasta los años setenta del siglo XX, su actividad era considerada “delincuencial”, a juicio del Colegio Médico del Perú, y recién en el primer gobierno del Alan García, el Dr. Fernando Cabieses logró un espacio oficial en la administración pública, para el reconocimiento y estudio del curanderismo peruano. Bastante más tarde que en otros países latinoamericanos.
9. Las huríes de Satanás. Si bien el Demonio, como personaje que despierta pavor o invita a la familiaridad como ser doméstico y manipulable, está presente en el imaginario andino desde la Colonia, son muchas menos las ocasiones en que podemos echar una mirada al Infierno. Los documentos nos dan algunas luces tempranas (Romero 1919: 180-197), pero por ahora es la etnografía, la que nos presenta versiones sólidas sobre la percepción de este espacio sobrenatural. El Infierno nos ha sido descrito en Mórrope como una gran ciudad que vive una noche eterna, pero que está siempre bien iluminada y con los ruidos de una fiesta o actividad interminable. En sus calles se puede ver gente numerosa que circula
por ellas, las casas y edificios públicos son los usuales de una urbe peruana, lo que incluye también a una iglesia. Hay, sin embargo, un conjunto de rasgos (estilo arquitectónico, sonidos de las campanas, carruajes, etc.) que le dan un claro sabor de antigüedad. Es una ciudad vieja. En la versión morropana no son visibles los castigos infernales tan notorios en Ayacucho, que recita el dogma católico en la versión más cruel. Pero la creencia generalizada de la costa norteña, es que el Demonio convierte a los condenados en sus amantes. Hombres y mujeres son presos de su apetito sexual, en el que Satanás se convierte en el gran macho por excelencia. Sus “mujeres” no podrán huir de este forzado serrallo. Las almas condenadas son esclavos sexuales del Demonio. Don Víctor Sandoval Barrios tiene 69 años, vive en el caserío de Cruz de Médano.
Desde los 22 años comenzó a ejercer “el arte” de ser curandero.
Reclama también el ser “nacido”, pero recibió su instrucción de don Pancho Guarnizo, un legendario maestro de las Huaringas, localidad famosa por sus lagunas encantadas. Como muchos otros, no es curandero a tiempo completo, en realidad se dedica a su chacra y a un impreciso ganado. Nos mostró su cariño por sus sembríos: “maíz, chilenito, y camotito” y un cuidadoso conocimiento de las curaciones que realizaba. Al ser consultado sobre nuestro interés comenzó a ver el tema desde un ángulo diferente al de Santiesteban: “Los gentiles no son personas, nos odian porque somos bautizados. Cuando llegaron los españoles se enterraban con sus cosas, están en las huacas. En la Huaca de Barro empuñan a la gente y la llevan a la gente[a las almas de la gente]. Entonces se ponen granujientos, tiñosos. No hay que ir a las huacas, o si tiene que pasar por allí, hay
que llevar agua bendita, que los mata, o saber las oraciones para rezarles [y ahuyentarlos], o hay que conocer los días [martes y viernes] que se puede ir por esos sitios. En especial el viernes de Semana Santa.” No es posible desligar esta descripción de una de las llamadas “tablas” o pinturas de la comunidad ayacuchana de Sarhua, en la que se observa la destrucción de una de las humanidades que precedió a la nuestra, en el imaginario andino. Allí se ve a los antepasados (también llamados gentiles) huyendo del calor de dos soles, para ello se refugian en el interior de la tierra, donde esconden sus tesoros (Millones 2005: 163-194). El temor de encontrarse con ellos es también compartido con el pueblo de Mórrope. A Sandoval se le preguntó ¿Cuál es el “encanto” más fuerte? Su respuesta contundente fue: “El Enemigo”. Se presenta de cualquier forma, continuó, “como animal o como persona. Como animal puede ser burro, caballo, zorro, zorrillo, etc., pero mocho, es decir que le falta la cabeza. Si lo ves te enfrías y te mueres, y si te llevan al cementerio, no llega tu cuerpo, el Demonio, ya te ha llevado al encanto”. Cuando quisimos averiguar en que clase de persona se aparecía, don Víctor nos afirmó que lo veríamos como alguien muy elegante, “bien caballero, a la corbata, al terno”. La imagen propuesta era la de un notable de la ciudad o alguno de la capital del departamento. En otras partes del Perú, se especifica que el Enemigo toma las ropas y maneras de un hacendado de la primera mitad del siglo XX. Su propósito sigue siendo el mismo, aunque su estrategia es diferente, tratará de seducir o enamorar a la víctima, ofreciéndole buena remuneración por
trabajos extraños a los hombres, o un matrimonio o convivencia feliz a las mujeres. Si aceptan serán conducidos al interior del Infierno. No siempre el Demonio finge una apariencia agradable.
Don Segundo
Valdera, de 48 años, bisnieto, nieto e hijo de curanderos, y maestro de prestigio en Mórrope, nos narra la aterradora experiencia de haber presenciado al Enemigo, en su propia cama, tomando posesión de su esposa. “No podía hacer nada, me adormecía” nos cuenta con horror.
Estaba desnudo y se le veía como es
“normal”. Su padre, al ser informado acudió a su ayuda, “me dijo que le hablara”, y que con agua bendita huiría. “Es moro”, nos dijo, no quiere ser bautizado. Para Valdera ese espantoso episodio (“le chupaba las tetas”) tiene que hacer con su propio pasado. Durante siete años fue “hechicero” (“malero”, que es contratado para hacer daño). Ganaba mucho dinero: “cuatro mil, cinco mil soles”, pero vivía embriagado, “tomaba alcohol todos los días”, hasta que los ruegos de su madre lo apartaron de la bebida y “decidió curar (ser maestro curandero) y hacer el bien”. También se refirió a Casagrande con respeto y temor “es moro vivo”... dueño de las minas de sal y yeso... que ha encantado a las compañías extranjeras que venían a explotarlas”. Aun así para hacer el bien es indispensable invocar a la huaca: “Casagrande es Mórrope y Mórrope es Casagrande”. Si la información de esta presencia demoníaca hubiese sido recogida en el siglo XVI o XVII no podría ser muy diferente. A la recreación de los sentimientos de culpa y los castigos que acarrea el convencimiento de vivir en falta, hay que agregar que don Segundo, y por extensión, los morropanos, saben que viven muy cerca del Infierno.
A lo largo de América Andina el demonio se mantiene multiforme en el imaginario popular. Nos basta con mostrar dos ejemplos. En la Rioja (Argentina) se muestra como un bebé abandonado que despierta compasión hasta que se descubre que tiene “colmillos de jabalí” (Coluccio y Coluccio 2000: 78). En la provincia de Cañar (Ecuador), toma la forma de un mestizo, envuelto en un poncho grande, montado sobre una mula. En contraste con Dios que se presenta como un hombre ”muy guapo y rubio montado en un caballo blanco” (Howard Malverde 1981: 53-55). Otros seres fantasmales también asoman cerca del territorio de los gentiles. El maestro Ilario Sandoval Damián, de Mórrope, nos habló del temido Pancho Hueso, que “te va a comer” si te cruzas en su camino. Casagrande es una huaca de poder inmenso, en palabras de los curanderos entrevistados. Se hizo notoria cuando robó los caballos importados de Argentina para el Ejército Peruano, que antes “tuvo un cuartel en un lugar cercano a Mórrope”. Entraron a Casagrande y no volvieron a salir. Los soldados corrieron a buscarlos pero regresaron asustados. Aquella tropilla de equinos fue un regalo desusado para Casagrande, que en general se contentaba con alimentarse (o más bien poblar su espacio) con los caprinos y lanares que tomaba de los campesinos, también podría agregar a los propios pobladores, que se acercaban demasiado a sus dominios. El maestro Valdera nos confirmó la versión de Santiesteban: “[El Infierno] es un “pueblazo” con todo alumbrado, con chacras de algodón, caña... con muchas casas, [se] necesita encantar a la gente para que trabaje allí, en sus molinos de arroz. Hay mercados, venden de todo. Tienen su Príncipe que reina [gobierna] a
todos, que le sirven para todo. Antes jalaba a mucha gente, después de que siete curanderos voltearon la puerta que estaba hacia el Este y ahora la tiene al lado del mar, se ha tranquilizado. Pero a los siete maestros se los llevó. Allí están en Casagrande, a veces se los ve, pero ya es solo es espíritu, pero no se puede hacer nada por ellos, son espíritus, se les ve como en una película”. Los curanderos no siempre coinciden en los puntos cardinales: José Chapoñán Acosta de 56 años, dirá que “las puertas del encanto daban al Norte y se las voltearon y ahora dan al Sur. Pero está de acuerdo en el ambiente urbano y de fiesta que se descubre al penetrar al encanto. Con cantos de gallo, chicha, panaderos, todo...” Cuando le mencionamos las penas del Infierno cristiano, la reacción de Sandoval Barrios fue instantánea: “Ese es el de los fariseos, están en tinieblas y hay ríos de fuego, pero es distinto el Infierno de los Gentiles”. Las resonancias de las iglesias de origen protestante no dejan de ser parte de la ideología morropana. Nuestro informante no abundó en detalles sobre este infierno diferente, pero no se apenó por los condenados, con tantos maestros en el pueblo de Mórrope, sólo podía ser encantado “el que no quería curarse”. Esta situación mereció el desprecio de los maestros, que culparon siempre el descuido de los afectados o de sus familiares, por no acudir a ellos en busca de remedio. A su vez, la acusación frecuente entre los propios curanderos, a la que nos hemos referido líneas arriba, es de ser maleros. También ellos pueden acabar en ese Infierno. Quienes deciden adquirir la capacidad de hacer daño han tenido que realizar un pacto con el Demonio, por lo que se les llama
“compactados”. El destino final de quienes firmaron tal acuerdo es el mismo castigo ya descrito. El eco del súcubo e íncubo coloniales, aun resuena en la religión popular peruana. Para el maestro Orlando Vera Chozo de Túcume, acabar de esta manera era doblemente humillante, ya que el Diablo “es un pobre animal, así me dijo mi padre. No resistía una buena mesa. No es rival si no para el que se deja”. Su padre, el famoso Santos Vera, fue el maestro más reconocido del Norte del Perú, en las décadas del 60 y 70. A nadie sorprendió que fuese nombrado alcalde de Túcume por el gobierno de la Junta Militar que dirigía el general Juan Velasco Alvarado, cargo que también desempeñó su hijo, luego de una victoriosa elección, bajo el gobierno de Alberto Fujimori.
Mórrope también ha tenido sus maestros
paradigmáticos, el ya mencionado don Manuel Vidaurre Chapoñan, es el que acude a la boca de los vecinos de Mórrope. Desgraciadamente, no encontró un seguidor en su familia, a pesar de que más de uno reclama haberlo heredado, pero a juicio de nuestros informantes su saber murió con él. El Infierno de Mórrope es una construcción ideológica que ha dado un paso más allá de las creencias generalizadas con el nombre de ciudades encantadas, al interior de un cerro o al fondo de las lagunas. El Infierno de Carhuahurán era la creación de un castigo compensatorio, que hiciera justicia a un pasado histórico indeseable. Los caudillos militares que ahora arden en la cueva de Huanta, se hicieron merecedores de estas penas por la maldad de sus acciones. Sólo ellos padecen en el Infierno. El “encanto” de Casagrande puede afectar a cualquiera, para evitarlo hay que seguir las reglas conocidas desde tiempos coloniales o quizá
incluso anteriores. Pero, si aun así, por descuido o ignorancia, un alma es aprisionada, hay suficientes curanderos para que pueda ser rescatada y evitar que el “encanto” consuma la sangre de su cuerpo y la mantenga retenida por la eternidad. Luego de la estrepitosa caída demográfica del siglo XVI, las etnías norteñas deben recomponer sus cuadros sobrenaturales en una cosmovisión que integre la presencia de europeos, africanos y las muchas formas de mestizaje que empezaron el mismo día del desembarco de la hueste española. En este proceso debió ingresar este mundo infernal al que sólo se llega por faltas rituales, o infracciones de reglas establecida mucho antes de la presencia europea. Pero este Infierno es diferente al cristiano. La idea de castigo eterno no parece haber tomado cuerpo en la región andina, sobre todo porque es imposible pensar que los miembros de una familia puedan ser divididos entre réprobos y quienes gozan de la visión divina. No muy lejos de Mórrope, en Eten, al cementerio se le considera como la expresión del Purgatorio, donde los familiares muertos aguardan a los que aun viven, para ascender todos al Cielo (Millones 1999: 224267). Incluso los condenados al Infierno tienen la oportunidad de redimirse, así sucede en Carhuahurán y en muchas versiones que se repiten en la sierra peruana: un “condenado” que perseguía a un viajero, nos relata Arguedas, fue capturado y arrojado al horno. “Allí lo cocieron. Ya cocido, el condenado se convirtió en alma humana, y salió de entre el fuego. Paloma al cielo se voló.” (Arguedas 1960-1961: 169).
En la primera parte de este trabajo, hemos comprobado la sólida convicción popular que los niños sin bautizar van al Cielo, situación ahora admitida por el Papa a despecho de San Agustín, pero que era y es una verdad absoluta en territorio peruano. Pero si bien los niños tienen el Paraíso asegurado, el castigo de los adultos perversos también es una verdad que hace soportable la idea de seguir viviendo en el universo de injusticias que compartimos la mayoría de los seres humanos. Además, lejos de la eternidad cristiana, aun las personas malvadas tienen, después de muertos, la capacidad de ser perdonados, si restituyen los bienes robados o compensan sus faltas. Paralelo a este infierno, que tiene rasgos de la doctrina católica, hay otro donde el acento está colocado en faltas rituales que se concentran en el descuido de las normas de respeto para los antepasados, ignoradas o denigrados inmediatamente después de la Conquista.
No son
espacios de diferencias radicales, ambos comparten el mismo paisaje subterráneo y su relación estrecha con el Demonio, percibido como un ser sobrenatural poderoso pero no invencible. De ambos Infiernos es posible librarse, si se acude a los expertos (maestros curanderos) que por su conocimiento e invocaciones a otros seres sobrenaturales (Wamanis o santos católico), pueden prevenir, evitar o interrumpir lo que sería un penoso sufrimiento corporal o, peor aun la pérdida y dolor en el alma o las almas de los afectados. Es interesante anotar que en Carhuahurán, la actividad de Sendero Luminoso precipitó la huída de los sacerdotes católicos y la destrucción del templo. Esto explica el ingreso de confesiones protestantes, aunque la observación de sus
reglas sea bastante peculiar.
En Mórrope, donde también hay presencia
evangélica (nombre con que se conoce las confesiones cristianas no católicas), la cercanía del Infierno (a sólo ocho kilómetros) pudo haber propiciado el surgimiento de cultos novísimos, que partiendo del catolicismo popular, han construido su devoción sobre bases de milagros de naturaleza muy local, pero que pueden extender su influencia a distancias considerables.
El inicio de su culto,
generalmente ligado a una imagen de aparición milagrosa se da en contextos comunales barriales o pueblerinos muy precisos, al ser así, es posible acercarse al objeto de culto (pintura, escultura, huesos, etc.) por la familiaridad que respira el creyente, ajena a los intrincados caminos del dogma oficial. En Sudamérica el fenómeno es muy común: la reverencia que inspiran el Niño Compadrito (Kato 1996: 31-48; Valencia 2007: 197-265), San La Muerte o la Difunta Correa (Graziano 2007: 77-111; 167-190), son unos pocos ejemplos de una multitud de “santos” que median entre el ciudadano de las capas empobrecidas de la sociedad y la divinidad. Su acceso a estas representaciones sobrenaturales le permite llegar al milagro necesitado desde un ambiente que conoce, sin los caminos solemnes de la Iglesia o del clero.
10. Nuevos tiempos, nuevos dioses. Pañalá no queda cerca de Mórrope, salvo que se tome en cuenta el impreciso mapa del Instituto Geográfico Nacional pensando que la línea recta es la menor distancia entre dos puntos. Este postulado, inaplicable en terreno físico, nos habla de cuarenta kilómetros. El caserío, desde la perspectiva de los morropanos,
pertenece tanto al distrito de Olmos como al de Mórrope, además la zona urbanizada más cercana es Íllimo, que por un tiempo disputó el derecho de poseer la cruz. La trocha que nos llevó a su santuario está formada por el paso de camiones que transportan troncos de algarrobo para ser usados como carbón en los restaurantes de Chiclayo (sobre todo en las “pollerías”). Es una práctica penada por la ley, pero imposible de ser detenida.
El terreno tiene las
características anteriormente descritas para este desierto espinoso que se alza sobre arena menuda en la que pululan hormigas y alacranes. Los árboles son raquíticos, a los guarangos o algarrobos se suman otras especies parecidas como sapote, palo verde, hualtaco, y arbustos de talla pequeña: chaquira o chaquirón y shicas, entre otros, la mayoría mide alrededor de 50 centímetros, y están provistos de espinas (Fernández 2007: 16-18).
En nuestras visitas nos cruzamos con
zorros, que felizmente corrieron hacia el lado derecho del camino (la tradición local asegura que si van en sentido contrario es señal de desgracia) y vimos los curiosos nidos del chilalo que pendían de las ramas de los árboles. También asomaron un par de putillas, que nos mostraron su cabeza roja, lo que nos puso a salvo de la mentada maldición: anuncian desgracia si solo se ven las plumas oscuras de su cola. Se dice que los curanderos usan su corazón como parte de sus preparados mágicos (Puig 1995: 184). Pañalá es también un caserío fantasmal. Chozas de construcción precaria (barro y cañas) se encuentran muy dispersas, pero que tienen como eje a una habitación amplia cerrada, que debe ser un parvulario, no muy lejos está el cuarto de adobes con ventanas y puerta reforzadas por barras de metal, donde se
encuentra la “Santísima Cruz de Pañalá”, nombre oficial del madero de árbol, cuyas dos ramas semejan los brazos de una cruz en cuyo centro se ha esculpido el rostro de Cristo. El culto tiene una historia oficial, impresa en los lujosos folletos que ha mandado imprimir el “Comité Central de Feria” que se distribuye durante sus festividades: el 10 de mayo que conmemora la fecha del hallazgo, y el 10 de noviembre, que recuerda el día en que se llevó la cruz a Mórrope para ser reconocida como milagrosa por las autoridades civiles y religiosas. Como la gran mayoría de festejos religiosos andinos, son dos las fechas anuales que se dedican a las imágenes sagradas. En este caso, la de mayo es la más importante, y realmente no basta un día, la fiesta se extiende del 9 al 12 de ese mes. Mórrope la ha asumido como parte de su calendario festivo oficial del distrito, que detallamos a continuación: 1. Feria del Niño Dios de Reyes (6 de enero). 2. Aniversario del distrito (12 de enero) 3. San José Patriarca (15 de marzo). 4. Cruz de Pañalá (10 de mayo). 5. Todos los Santos (1º de noviembre) 6. Cruz de Pañalá (10 de noviembre). Hay que sumar las fiestas nacionales (28 de julio, Navidad, etc., etc.) y mencionar que sobre el aniversario del distrito hay un desacuerdo con la fecha oficial que maneja el Archivo del Congreso Nacional (2 de enero de 1857). Pero no es extraño que fuera de la capital peruana se alteren las fechas oficiales, favoreciendo las conveniencias de la comunidad o distrito. En Túcume,
no lejos de Chiclayo, la fiesta en honor a la Purísima Concepción de María se celebra en Febrero, lejos del 8 de diciembre que ha sido consagrada por la Iglesia. La razón es simple, si todos los pueblos hacen la festividad el mismo día la feria (que también es un evento de intercambio económico) sería un fracaso. Sin ir muy lejos, en el año 2006, la fiesta de la Cruz de Pañalá se celebró el 15 de octubre, donde se anunció que el Obispo de Chiclayo había “oficializado la imagen”. Volvamos al caserío. El 10 de mayo de 1961, el comunero Encarnación Ynoñán Cajusol, dedicado a la crianza de ganado caprino, alrededor de las 9 de la mañana, vio sobresalir entre las ramas de un Vichayo (arbusto de frutos comestibles, se usa también para “refregar el afrecho de maíz” (Puig 1995: 228) un tronco de guarango en forma de cruz, cuyos brazos se abrían en puntas a manera de los dedos de una mano. Don Encarnación estaba a unos dos kilómetros de su precario hogar, había salido muy temprano preocupado por una de sus cabras a la que no veía desde el día anterior y temía su pérdida. Una búsqueda de este tipo es una tarea ingrata, significa alejarse del pozo de agua comunal, cercano a su casa, en un terreno donde, en pocas horas más tarde, el sol es implacable. El comunero tomó el guarango y lo llevó consigo y lo dejó al lado de la noria, y siguió adelante con
sus tareas.
Ocho días más tarde,
reparando de nuevo en el tronco decidió perfeccionar su forma, cortando una de las ramas (también en forma de cruz) que sobresalía de lo que podría interpretarse como “el hombro” derecho de la cruz. Al hacerlo brotó un líquido de color rojizo, que Encarnación lo vio como si fuera sangre, sin que llegase a
asustarlo. Unos días más tarde el mal presagio se cumplió, el agua de la noria tomó mal sabor y se hizo imposible de beber. La situación afectó a todo el caserío, que debió caminar en busca de otros pozos de agua para subsistir.
Al
arrepentimiento del comunero se sumó el de sus vecinos que pidieron perdón a la cruz por su indiferencia, lo que motivó que el agua recobrarse su frescor y pudiera alimentar a Pañalá. El 26 de mayo del mismo año, Encarnación solicitó una reunión con las autoridades morropanas para narrarles el milagro y comprometerse a llevar la cruz a la iglesia de San Pedro de Mórrope para que sea bendecida por el párroco R.P. Mariano Rabanal. Le ceremonia se llevó a cabo con el beneplácito de las autoridades, y se creó la primera Mayordomía presidida por el propio Encarnación y la ahora “Santísima Cruz de Pañalá” volvió a su caserío, de donde regresa cada año para ser vista y festejada por todos los morropanos. Esta versión que se conoce en Mórrope ha sido difundida por el Comité Central de Feria (2007) y se enseña en las escuelas como si se tratase de hechos históricos comprobados. La que consignamos está publicada en los folletos que se imprimen en las fechas señaladas y nos fue confirmada por don Carlos Farro Vilches, encargado de la Oficina de Relaciones Públicas de la Comunidad de San Pedro de Mórrope, que en 2006 era quien tenía que pasar “el cargo” de la Cruz de Pañalá, es decir era el responsable de las festividades. En ese año fue posible filmar la fiesta y ver de cerca la imagen, hoy recargada de exvotos y rodeada de cirios y flores durante sus festejos. En la unión de los brazos de la cruz se ha esculpido el rostro de Cristo de manera algo burda, por un tallador de Íllimo, la zona está ennegrecida por el uso de barniz que
cubre toda la imagen, que no alcanza la talla humana (1.50 m. aproximadamente). Su forma de cruz milagrosa no es extraña en un departamento como Lambayeque donde son celebradas varias cruces (Chongoyape, Jayanca, Motupe, también conocida como Chalpón, etc.,etc.). El tema de la veneración a las imágenes se repite en los países hispanoamericanos de manera infinita y de muchas formas. No es extraño, entonces que el Señor de Quinuapata en Ayacucho sea también el cuerpo crucificado de Cristo que apareció atado a un molle. La tradición ha dado fecha a este milagro que se supone haber acontecido en 1855. Como suele suceder en la mitología andina, este Cristo apareció en una primera época, como un hombre muy pobre, sentado sobre unas piedras, en el lugar donde después se halló la imagen crucificada. Otros seres divinos a lo largo de la historia cultural de los Andes han tomado forma humana con ropas andrajosas y en actitud mendicante, para luego mostrar su poder. Cuniraya Viracocha lo hizo así luego de embarazar a Cavillaca (Avila 2007: 17) y Huatiacuri antes de competir con su concuñado (Avila 2007: 29-31). La situación se repite incansablemente en el folklore andino. La imagen fue instalada en la iglesia de Santa Teresa, donde se halla el convento del mismo nombre, conocido por las misas en quechua a horas muy tempranas (4 AM), pero de notable concurrencia. Un segundo milagro fue la huída del Cristo de los altares de Santa Teresa, reencontrado en Quinuapata, en el lugar donde apareció por primera vez, lo que fue interpretado como el deseo de la imagen de permanecer en lo que entonces era una planicie desabitada. Se inició entonces la construcción de una modesta capilla por trabajo comunal (minka), y en 1940 se
alzó el primer templo, pequeño, de una sola nave, que en 1956 fue refaccionado y se le construyó una nueva fachada, en 1970 se empiezan a pasar “cargos”, es decir se establece la periodicidad de la fiesta.
Pero Quinuapata ya había
cambiado y poco después se le asume como un barrio más de la ciudad de Ayacucho. Se le celebra todos los años el 14 de setiembre (día de la Exaltación del Señor) y en Carnavales, en la llamada Fiesta de los Compadres. Además recibe peregrinos todos los primeros viernes de cada mes. Una semana antes de su fiesta principal (noviembre) se corta chamizo en Sacsamarca y se le lleva para ser quemado la víspera (González, Urrutia y Lévano 1997: 317). EL día central hay misas durante toda la mañana, procesión lujosos fuegos artificiales (costo aproximado 22 mil soles), y corrida de toros. La capilla muestra los exvotos, ropas y joyas que dejan los creyentes a quienes el Señor de Quinuapata ha otorgado sus milagros. La imagen permanece en el templo, el sacerdote lleva la custodia y recorre con ella acompañado por los fieles varias cuadras en torno a la iglesia. Desde los años ochenta, la opulencia de su festival y las ofrendas (se le adorna también con multitud de flores y cirios) ha crecido de manera notable, convirtiendo el lugar en una feria multitudinaria. Este despliegue da sostén al rumor de la preferencia de quienes en nuestros días comercian la coca, “nachos” en el lenguaje coloquial de Ayacucho, palabra derivada de la frase narco-cholos. Esta preferencia se puede interpretar como el tránsito de una devoción anterior de los transportistas o comerciantes de largo trayecto, que solían detenerse en Quinuapata (planicie donde se siembra quinua) de donde partían. Como rezago
ceremonial de esa actividad, hoy día se bendicen los camiones que han reemplazado a las recuas de mulas coloniales. Ni el guarango de Pañalá, ni el molle de Quinuapata son los únicos nuevos cultos en sus respectivas regiones. Pero son innegables síntomas de la vitalidad en el sistema de valores y creencias que no se incomoda con la cercanía física de sus Infiernos, tan ajenos al dogma como las cruces. Unos y otros son también productos de las circunstancias reales en las que viven los creyentes: senderistas y narcotraficantes acompañan desde hace décadas la cotidianeidad de los ayacuchanos; guerras fratricidas entre comunidades y ansiedad por el agua, son inseparables de los habitantes del desierto costeño. En estas condiciones no es extraño que la voluntad por construir un universo sobrenatural, que incluya todas las fuerzas ingobernables, prevalezca sobre cualquier doctrina. Es indispensable que Demonios y Dioses reciban el respeto que desean, no hay tiempo ni espacio para establecer diferencias, sólo así se tendrá la paz suficiente para seguir viviendo.
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