EL ESPEJO DEL AMOR Incluso antes de llegar a tierra firme hubo un tiempo en que las cosas se amaron libremente, ignorando su género. El deseo ciego transformó el limo en peces, a los peces en simios por medio del sexo: glorioso motor de la vida batiéndose en el légamo. Los animales no olvidan: los delfines aún alternan sus emparejam emparejamientos ientos con su propio sexo y con el opuesto, el eco de sus éxtasis se escucha en la distancia. Ya en la tierra, las primeras sociedades sociedades,, grandes manadas de hembras, criaban juntas a sus camadas, sin machos, pues su papel en la reproducción era desconocido. Las mujeres se lamían y se acicalaban entre ellas, mientras los hombres las miraban, dando vueltas y vueltas a su alrededor…
En el principio, por tanto, hubo tres millones de años de maternidad. El Verbo vino después, y el verbo fue poder, fue patriarcado:
los hijos primogénitos se retorcieron en los altares de un dios padre. El verbo se hizo ley: en Sumeria a las mujeres que se burlaban de los hombres les rompían los dientes con ladrillos quemados. La ley, una vez concebida, se aplicó a todo. El Levítico condenó casi toda práctica sexual por abominable, incluyendo aquella entre dos hombres. Se concibió así para relegar a los cananeos cuyos sacerdotes practicaban la sodomía. Si en vez de esto hubieran sido caníbales, qué distintas serían las cosas. Jadeamos sobre las playas del Devónico, nos arropamos bajo estrellas neolíticas. Escupimos sangre entre dientes machacados manchándonos mutuamente al besarnos. Siempre hemos amado. ¿Cómo no iba a ser, si te pareces tanto a mí cariño mío, y sin embargo eres diferente?
Amamos mientras las grandes culturas mediterráneas florecían sin inquietase en absoluto por sus impulsos homoeróticos. Considerando civilizado el amor entre hombre y efebo, griegos y romanos lo convirtieron en sello de clase y rango dentro de su esmerada estructura de poder. El ejército espartano quiso ir más lejos, impuso el amor entre hombres, para producir soldados que defendieran en la vanguardia a sus amantes hasta la muerte. Exigiendo crías más fuertes, entregaban los infantes de vuelta a la naturaleza: sobre todo a las niñas. Quizá por esto, cuando Roma los invadió tan solo quedaban dieciséis espartanos. Dejando a un lado a las tropas travestidas de Corinto, esta costumbre era única. Fuimos creadores. Homero anheló en verso abrazar la sombra de Aquiles mientras que en su isla,
la exquisita Safo, evocó la mirra vertida sobre la cabeza de su amante, y a muchachas sobre suaves lechos con todo lo que más deseaban a su lado. Mas esta tolerancia no pudo resistir el avance de la cristiandad, que ignorando el amor de Cristo por los desheredados, optó en su lugar por la severidad moral. Definiendo el sexo como algo vil, un obstáculo contra la fe, San Pablo llamó por vez primera al amor hacia el sexo idéntico, pecado. Ah, pecado. ¿Fue ese el nombre de un beso robado tras los escudos de guerra que se entrelazan? ¿Fue el pecado lo que hizo a Safo llorar y escribir: “no he tenido ni una palabra de ella”?
Con las manos manchadas de sangre de recién nacidos vieron nuestro amor y lo llamaron pecado. Santo Tomás de Aquino, allá por el siglo trece, puso en orden los grados del vicio,
incluyendo la copulación con el sexo indebido. Puesto que en la Edad Oscura pronunciamientos como esos eran rutinariamente convertidos en ley, hubo hogueras, decapitaciones, cuerpos retorciéndose lentamente en la brisa. Aunque ahorcar a alguien solo por sodomía era infrecuente, cargos así añadían lastre a las venganzas. Los Caballeros Templarios acusados de sodomía, habían presionado a Felipe de Francia por deudas que no podía pagar. El Papa, a su vez deudor de Felipe, ordenó la persecución de los Templarios. Entonces, como ahora, nuestro amor fue convenientemente usado como calumnia. Al florecer el Renacimiento, las ciudades resurgieron gradualmente, y en sus callejones brotó nuestra subcultura, como un pálido capullo que sólo se abre de noche. A pesar del salvajismo eclesiástico, un clima social mejor convocó una vez más
a nuestra Musa. Así, Miguel Ángel miró a lo alto de un repleto cielo sixtino y le dijo a su querido Tomasso que aunque la ignorante y malvada turba fuera ajena al que siente, no hay voluntad que pueda plantar coto a nuestro amor, a nuestra fe, a nuestro honesto goce. ¿Cómo pudo saber allí con su paleta creando el cielo desde un infierno restringido e incómodo, con su cincel temblando a punto de liberar de la fría piedra el hombro de David? ¿Cómo pudo saber qué infortunios guardaba el futuro cuán repugnante su voluntad? Mi amor, la ignorante y malvada turba está con nosotros, con nosotros aún. El siglo dieciséis favoreció que los hombres se travistieran en papeles de mujer, forjando un vínculo entre nuestra cultura y el teatro que perdura hasta hoy en día.
El dramaturgo más grande de aquella era, en sonetos dedicados a su benefactor, el señor W.H., proclamó su amor con mayor repique que el que usó para anunciar la ruina de dinastías. Con el tiempo, una “amistad” así,
apasionadamente expresada, se hizo costumbre, y la sociedad, sin tener gran deseo de castigar lo que era entonces algo común e inofensivo sin tener una palabra para definir la homosexualidad, pudo correr velos platónicos sobre nuestro amor y mirar hacia otro lado. Nunca fue más evidente que con las Damas de Llangollen, dos mujeres que vivieron juntas sin ocultarse, en excéntrico aislamiento, objeto de sospecha, pero también de fascinación. Divertidas en sus iras, y amantes de lo pintoresco, esparcían capullos de rosa alrededor de su alquería, prohibiendo la entrada a Wordsworth cuando las menospreció en verso. Sin ellas, Se empequeñece la historia. Crecimos, pero en la oscuridad. Emily Dickinson describió
el pecho de su amante como perfecto para las perlas, nadie leyó sus palabras nadie escuchó su voz hasta que estuvo muerta. Entre sus muchachos bronceados por el polvo, Walt Whitman soñó una nueva Ciudad de los Amigos, construida con miradas tiernas en el tumulto de los jornaleros. . Y así Shakespeare mojó una pluma en su alma afligida, mientras Eleanor y Sarah despedían a sus sirvientes y clavaban poemas en los árboles. Sobre el corazón puro de Emily, el peso de su amante una noc he… ¿A quién le importará, amor mío? ¿Quién cuidará de gemas tan frágiles como éstas? Solo en las culturas ilustradas pudimos respirar: El salón de Natalie Barney entretuvo y escandalizó: Gertrude Stein tomaba el té Y Mata Hari, desnuda montaba sementales enjoyados. Insolente Natalie, que espoleada por Reneé Vivien, se despachó en un ataúd forrado de satén, a la puerta de la poetisa, mientras París sonreía. En otro lugar, Leipzig, 1869, un tal K. M. Benkert hizo por vez primera
alusión a la “homosexualidad”.
La opinión de la Inglaterra industrial de que todo debía ser explicable por la ciencia indujo a los doctores a declararnos mentalmente enfermos, ni amigos ni pecadores después de todo. Las tabernas, donde se daban encuentro los invertidos, quedaron sacudidas por el viento. El clima había cambiado, como descubrió Oscar Wilde a su pesar; demasiado propenso a los mozos proletarios y a irse de cena con panteras. El padre de su amado, un marqués, lo denunció por sodomita. Querellándose imprudente por calumnias, Wilde fue puesto en evidencia, condenado a la cárcel de Reading, para exiliarse después en su desgracia. La era terminó y los noventa malva de Wilde encanecieron, aunque contuvieron las semillas de algo digno y humano: Desde Alemania, antes del fin del siglo, llegaron las primeras protestas contra las leyes de sodomía. La emancipación había comenzado. Qué tiempos aquellos nacidos con los cañones de Tchaikovsky,
que no pudieron ahogar los susurros de su corazón. Qué tiempos aquelos, que se clausuraron con nuestros primeros, titubeantes pasos hacia la libertad…
Y marchè como amè, querido mìo, contigo, siempre contigo. La dignidad marchò de la mano de la vergüenza. Descalificados para amar libremente nos citábamos en medio de la inmundicia: era lo único que se nos permitìa. Nuestra cultura, que adoptò a Colette, quien escribía tan perfecto el nombre de Missy en la pulsera de su tobillo, también llegó a conocer pasillos oscuros: apestosos urinarios, que nos recordaban a pesar de nuestra ternura, nuestra equivalencia con la mierda. Irónicamente, la Primera Guerra Mundial, permitió una nueva forma de intimidad: los jóvenes vivieron y murieron juntos en el barro extranjero. Allí, Wilfred Owen le dio a su amado un soneto y una chapa de identidad, y le pidió a su corazón que la besara
con sus latidos, día y noche, hasta que el nombre se desgastase y desapareciera. Por desgracia, la guerra trajo no solo camaradería, y en la derrotada Alemania la mutiladora deuda fue el humus del que flores fascistas brotaron con horror. Hacia 1933, ya éramos objetivos para el Reich pero no podíamos sospechar todavía lo bajo que estábamos por caer. En mataderos, etiquetados con triángulos rosa, morimos a millares. Dicen que las duchas contenían cuerpos amontonados como si los más fuertes y abatidos hubieran trepado a las espaldas de sus amantes para escapar del gas, traicionando así, en el último momento, nuestro amor, la única cosa que creímos que no nos podrían quitar. ¿Puedes imaginártelo? ¿Puedes? No llores, cariño mío. Fue tan sólo un sueño una pesadilla engrendrada en el ceño del siglo, y si regresa de nuevo te abrazaré hasta el amanecer lo mejor que sepa. Mientras amanecía en Europa las tropas regresaron,
trayendo consigo algunas formas nuevas de vivir, para asentarse en Barbary Coast, en Portsmouth o en Nueva York. Nuevos mundos parecieron posibles, y Ginsberg aulló contra un estado que nos llamaba comunistas, no satisfecho con marcarnos, como si fuéramos ganado con la palabra “enfermos”.
La Sociedad Mattachine el primer grupo gay de Norteamérica se formó en 1950, seguido por la comunidad femenina de las Hijas de Bilitis. A su vez, Inglaterra fue testigo de campañas a favor de los derechos de los homosexuales, mientras Orton escribía sobre muchachos oscuros con una nueva y peligrosa moral. En 1967, Gran Bretaña legalizó el acto sexual consentido entre varones adultos, mientras que gradualmente a lo largo de Norteamérica, los estados comenzaron a modificar
sus leyes. Aunque todavía acosados nos sentimos jubilosos, el primer peldaño de nuestro ascenso, alcanzado. Nos zambullimos en las piscinas de Hockney y bailamos con la banda de Brian Epstein. El viernes, 27 de junio de 1969, una redada policial rutinaria en el bar Stonewall Inn en Greenwich Village fue el detonante de las revueltas de las que surgió el Movimiento de Liberación Gay. ¿Fue la muerte de Judy Garland o tal vez cinco mil años de historia la que nos lanzó a las calles para incendiar la noche con nuestra rabia? ¿te acuerdas de cómo corríamos en medio de bidones de basura en llamas, cogidos de la mano, riéndonos aún más alto que las sirenas, sintiéndonos puros y sin miedo a nada? Sabíamos que la libertad podía lograrse, que nada podía evitarlo. Estábamos seguros, mi amor. Estábamos tan seguros.
Eso fue antes del virus. El SIDA lo cambió todo. Aunque al principio afectó a los heterosexuales, que eran nueve de cada diez contagiados en todo el mundo, la Iglesia y la prensa hablaron de una “peste gay”.
Y a nosotros, que tan cerca estábamos de ser reconocidos como plenamente humanos nos convirtieron, en cambio, en el hombre del saco. Una tragedia humana dio licencia para el fanatismo, hubo policías que afirmaron hablar en nombre de Dios,, al describir a personas que tenían el SIDA como culpables de revolcarse en su propia mierda, mientras el Consejero Brownhill, un conservador, recordó una anterior solución final y propuso “gasear a los maricones”.
Y Margaret Thatcher elogió su actitud. Permitió que una propuesta se aprobara como ley, que su ministro del gobierno local describió como destinada a borrar todo rastro de la homosexualidad:
el mismísimo acto, todas las relaciones gays, hasta el concepto abstracto desaparecería, una palabra arrancada del diccionario. ¿Seremos chivos expiatorios como hicieron de los templarios, cananeos y judíos, u obligará el SIDA a abandonar todo prejuicio, todo silencio furtivo sobre el sexo, para salvar sus propias vidas? ¿Cuándo nos aproximemos al futuro divisaremos en el horizonte las torres de Utopía, a las chimeneas de los campos de exterminio? Mi amor, ojalá lo supiera. mientras duren nuestras vidas, nos amaremos, y después, si lo que dicen es cierto, que se me niegue un cielo repleto de papas, policías y fundamentalistas, que yo en cambio arderé, muy feliz, con Safo, Miguel Ángel y contigo, mi amor. Arderé la eternidad entera contigo.