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RAÚL RODRÍGUEZ FREIRE El nomos de la literatura: notas sobre "literatura latinoamericana contemporánea" Sociedad Hoy, núm. 18, 2010, pp. 41-53, Universidad de Concepción Chile Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=90223045004
Sociedad Hoy, ISSN (Versión impresa): 0717-3512
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Sociedad Hoy 18: 41-53, 1er Sem. 2010 ISSN 0717-3512
El nomos de la literatura: notas sobre “literatura latinoamericana contemporánea” Nomos of literature: notes on “contemporary Latin American literature” RAÚL RODRÍGUEZ FREIRE1
Resumen El presente ensayo reconsidera (y presenta una salida a) las prácticas escriturales que conformaron lo que Roberto González Echevarría denominó el archivo de la literatura latinoamericana. Para ello se señala en primer lugar que dicho archivo desconsideró el nomos (poder), la toma, regulación y distribución histórica de la tierra (América Latina en este caso), y apeló exóticamente a la literatura nacional y continental, permitiendo y sosteniendo que una relación geohistórica haya devenido una relación esencialista. No obstante, este particular archivo entró en crisis a partir de 1973, en tanto año de ruptura provocante del “extravío de las categorías articulantes de la historia moderna”. Frente a ello, cierta producción literaria da cuenta de cómo tanto lo local como lo nacional (y continental) se encuentran agotados literariamente. Hoy, cierta literatura se produce “sin casa” y “sin centro”, y se pregunta por los límites más que por orígenes culturales. Palabras clave: Archivo, González Echevarría, nomos, Roberto Bolaño, literatura sin casa. Abstract This essay reconsiders (and shows an exit to) the practices of writings that constitute what Roberto Gonzalez Echevarría named the archive of the Latin-American literature. First I indicate that archive does not consider the nomos (power), seize, regulation and historical distribution of the land (Latin America in this case), and it appealed exotically to the national and continental literature, allowing and supporting that a relation geo-historical should have developed an essentialist relation. Nevertheless, this particular archive entered on crisis from 1973, while year of break that caused the “deviation of the categories questioners of the modern history”. Opposite to it, certain literary production realizes of how both the local thing and the national thing (and continental) are exhausted literary. Today, certain literature is produced “homeless” and “without center”, and wonders for the limits more than for cultural origins. Keywords: Archive, González Echevarría, nomos, Roberto Bolaño, homeless literature. Recibido: 14.05.2010. Aceptado: 07.07.2010.
1 Becario Conicyt, Doctorado en Literatura, Universidad de Chile. Santiago, Chile. E-mail:
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Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara. J. L. Borges, en “El escritor argentino y la tradición”. el Humanismo burgués no fue otra cosa que la procuración de imponer los clásicos a la juventud y de afirmar la validez universal de las lecturas nacionales. Peter Sloterdijk, en “Normas para el parque humano”.
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a búsqueda de la autonomía literaria, en un comienzo, y la emergencia de su crítica después, llegaron a conformar algo así como lo que el crítico Roberto González Echevarría (1990) denominó hace ya un par de años el mito y el archivo de la literatura latinoamericana, archivo que se basaba, y continúa basándose, lamentablemente, “[en las] narrativas que siguen buscando la clave de la cultura y la identidad latinoamericana” (2000: 238), es decir, narrativas que se preocupan por ideas o nociones tales como “identidad”, “origen” o “autoctonía”, entre otras. Se trata además de una búsqueda que ha estado mediada por el discurso antropológico y humanista: “el archivo es un mito de mitos” (2000: 239), señaló González Echevarría, con lo cual nos quiere hacer notar que las referencias a este archivo se enfrentan a un problema enorme: su crítica forma parte de él, es decir, el archivo nos envuelve, nos atrapa, y lo hace principalmente mediante su aparato conceptual, pues para develarlo estamos obligados a usar sus categorías. Por tanto, la tarea a la que tenemos que abocarnos es a la de su deconstrucción, tenemos que leerlo contra sí mismo, mostrar sus puntos ciegos, sus incoherencias, pero sobre todo debemos mostrar la imposibilidad de llegar a un pensamiento radical a partir de él. Este archivo, para decirlo de otra manera, consiste en lo que foucaultianamente se podría llamar una formación discursiva preocupada temática y semióticamente por el origen. Esto implica que mi idea de archivo va más allá que la del crítico cubano, pues si para él el archivo inicia en el carácter fundador que tienen Los pasos perdidos de Carpentier, para mí el archivo, siguiendo de cerca a Foucault, “es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho [sobre el origen de la cultura de América Latina], el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (Foucault, 1992: 219), enunciados que se arrastran o concatenan fuertemente por lo menos desde Andrés Bello y “La agricultura de la zona tórrida” en adelante, pues ahí ya vemos enmadejadas las ideas de tierra y escritura. Este archivo ha operado mediante apelaciones a la identidad y a la nación, a la literatura nacional, al latinoamericanismo (escrito fundamentalmente desde, pero
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también sobre, América Latina) y a la literatura latinoamericana, esencializando una localización, en términos de una frontera (trazada imperialmente, no lo olvidemos) inscrita en un espacio, en una territorialidad, y provocando que una relación geohistórica haya sido transformada en una relación esencialista con la tierra, con esto que llamamos “Latinoamérica”. Quizá a ello se deba el hecho de que la emergencia del archivo, de cualquier archivo en realidad, necesite no sólo de una ley que lo nombre, sino también de un domicilio que la sostenga. Se trata, usando la terminología de Jacques Derrida (1997), de una topo-nomología (lugar y nombre unidos) que consigna un corpus determinado, dando origen a un discurso tan potente que incluso escritores que dicen romper con el llamado boom por su marcado exotismo no se inhiben a la hora de señalar que “nuestra” literatura es diferente a otras, inigualables. Veamos un ejemplo: [La literatura Latinoamericana] sigue teniendo un sello único, indeleble e intransferible que le permite su reconocimiento con leer unas cuantas frases; pocas literaturas en el mundo conservan la fuerza y la vitalidad de la literatura latinoamericana, y esta virtud se da simplemente porque seguimos contando nuestro continente (Franco, 2004: 46).
Esta cita es de Jorge Franco, escritor nacido en Colombia. De ella podemos ver claramente que el mundo del cual se habla es pequeño, pues no somos los únicos en el mundo que contamos lo nuestro, como tampoco somos pocos los portadores de fuerza narrativa o de vitalidad... Es posible encontrar ejemplos similares de escritores de “África”, “Asia”, e incluso de “Europa”. Por todo esto, y porque no puede haber archivo sin nombre, sin título ni principio de legitimación, llamaremos a este archivo (no sin ironía) terrícola2, pues las novelas de la tierra no son el único momento de esta inquietud. También lo fue el boom, y más tarde el testimonio centroamericano, para no nombrar la ensayística y la crítica preocupadas por la salvaguarda del archivo terrícola (Rodó el más grande), pues también lo fueron los ensayos escritor a lo largo del siglo XIX, desde Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, y el canon que les sigue. Por otra parte, si bien hay críticos que señalan la muerte del boom (y, por tanto, también del archivo,) con el advenimiento del golpe de estado en Chile, en el año 1973, creo que su fantasma aún ronda, si bien con menos fuerza (Para Idelber Avelar, cito, “la caída de Salvador Allende emblematiza, alegóricamente, la muerte del boom, porque la vocación histórica del boom, es decir, la tensa reconcialización entre modernización e identidad, pasó a ser irrealizable. Después de los militares 2 Ver Raúl Rodríguez Freire, “Ríndanse terrícolas, Latinoamericana no existe”, ponencia presentada en las VIII Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana (JALLA). Santiago de Chile, 11-15 de agosto de 2008.
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ya no hay modernización que no implique integración en el mercado global capitalista”3). En este sentido es que no está demás preguntarse por cuánto ha variado en los últimos treinta o veinte años el conjunto de autores que integran (o son integrados) en aquello que se llama “Literatura Latinoamericana contemporánea”. Sin embargo, a pesar de dicho acontecimiento, a pesar de la caída de Allende, el archivo terrícola continuó su camino, y lo hizo incluso a través de la narrativa testimonial, supuesto lugar de resistencia a las formas de escritura dominantes, ya que durante los años ochenta cierta crítica la designó prácticamente como una “modalidad literaria ‘auténticamente’ latinoamericana” (Sklodowska, 1992: 1). Toni Morrison ha llamado la atención sobre escrituras producidas durante la esclavitud en Estados Unidos, con la que podemos encontrar más de una similitud con el testimonio. Se trata de (auto)biografías que pretenden señalar fundamentalmente dos cosas. La primera, en palabras de Henry Bibb, uno de los esclavos que devino escritor, es que “esta es mi vida histórica –mi ejemplo personal y especial que es personal, pero que también representa la raza”– y en segundo lugar, que Bibb escribe “este texto para persuadir a otras personas –a ti, el lector, que probablemente no eres negro– de que somos seres humanos dignos de la gracias de Dios y el abandono inmediato de la esclavitud” (citado en Morrison, 1999: 302). Para la escritora de Beloved, Toni Morrison, los esclavos que escribieron narrativas autobiográficas sabían que la literatura era poder, un poder que les podía otorgar de alguna manera la humanidad que la Constitución les negaba. Pero no les fue fácil tampoco publicar, pues “como un esclavo literato suponía una contradicción en los términos”, necesitaban la introducción o el prefacio de algún blanco, pues éste era quien les otorgaba “autenticidad” a las autobiografías. No está demás señalar que este tipo de narrativas lograron record de ventas al momento de su publicación. No obstante las similitudes, existe una diferencia importante. Los esclavos omitían describir las torturas a que fueron sometidos, para no ser tratados de “poco objetivos”, cosa que, por ejemplo, Rigoberta Menchú no hace. Pero a pesar de esta diferencia, podemos apreciar que aquí tampoco guardamos exclusividad “latinoamericana”, pues este tipo de narrativas surgen no a partir de una esencia, sino allí donde la dominación intenta abolir toda posibilidad de resistencia. II En este punto es necesario realizar una aclaración. Así como “el genealogista necesita la historia para conjurar la quimera del origen” (Foucault, 1992: 12), nosotros 3 Idelber Avelar, siguiendo, en parte, a John Beverley, ha señalado que el boom se acaba definitivamente el 11 de septiembre de 1973. Citado en Avelar, 2000: 55.
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necesitamos de la filosofía, de cierta filosofía en realidad, para conjurar la quimera de la identidad. Y aquí recurro a un ya no tan nuevo trabajo de Alberto Moreiras, donde éste señala que “la vinculación entre ontologocentrismo e historicidad dominante permite pues releer a contrapelo de una tradición crítica que todavía hoy permanece atrapada en ideologemas de identidad/imitación sin aparentemente percibir que identidad/imitación son ya una función del ontologocentrismo como historicidad dominante” (Moreiras, 1999: 26). Citado este pasaje, no faltarán los “latinoamericanistas latinoamericanos ortodoxos”, que señalen: “¿cómo es posible pensar la literatura y la crítica latinoamericanas apelando a nociones metropolitanas?” (Morerias no es latinoamericano, se quejan algunos). En realidad, esto es muy irrisorio… pues nada más basta decir que la misma noción de crítica o identidad no son “locales” para desarmar esas enunciaciones. Creo, por el contrario, que este tipo de comentarios tiene que ver con diferencias ideológicas, políticas, pues por lo general se critica las lecturas latinoamericanas o latinoamericanistas de Heidegger, Derrida, Foucault, Spivak, Butler (y tantas y tantos otros), pero se cita sin problemas a Habermas, Arendt, Bourdieu, Giddens (y tantas y tantos otros). En realidad, esto no debiera preocuparnos, pues, por un lado, como señaló Borges, “nuestro patrimonio es el universo” y, por otro, “la calidad transaccional de las fuentes metropolitanas, conflictivas entre sí, elude con frecuencia al intelectual (post)colonial” (Spivak, 2008: 41). Esta cuestión de lo “nuestro” y lo “ajeno” no nos ha dejado pensar debidamente los concretos problemas de la crítica y la política que afectan a las letras de esto que llamamos “Latinoamérica”. Es como si el mal (similar al trabajado por Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas) que surge por estar alejados de la modernidad, o del centro productor de la modernidad más bien, no pudiera sanar aún, obligándonos, aunque cada vez menos, a estar siempre pensando en términos de identidades, y, lo peor de todo, de identidades periféricas que habitan la inanidad. Se nos piensa como un espectro, un mal espectro, que se resiste a vivir, pero también a morir. Vale la pena citar aquí un viejo ensayo, y lamentablemente aún no debidamente conocido, por lo menos no en español, del crítico Silviano Santiago, quien en “O entre-lugar do discurso latinoamericano”, deja entrever una crítica no sólo al tradicional y dominante sistema literario –aquel preocupado de las fuentes y las influencias–, sino también a la dictadura, a la izquierda autoritaria y al imperialismo estadounidense. Santiago lee en reversa nuestra supuesta inferioridad cultural, y encara el asalto a las metrópolis, al señalar que “la mayor contribución de América Latina a la cultura occidental proviene de la destrucción de los conceptos de unidad y pureza” (Santiago, 1978: 25). Aquí Santiago desvía la atención desde la supuesta pasividad del margen hacia el trabajo “que activa y destructivamente desvía la norma, un movimiento que resignifica los elementos preestablecidos e inmutables que los europeos exportaban al nuevo mundo” (Santiago, 1978: 25). Se trata de rebasar creativa y políticamente los muros de la supuesta identidad/inferioridad
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latinoamericana, y hacer de la transgresión una forma de expresión que se niega a la pasividad. III Lo anterior nos lleva a señalar, ahora más explícitamente, qué se entiende en esta presentación por “archivo”, y acá, antes de referirme al trabajo de Roberto González Echevarría, de quien de alguna manera este escrito es deudor, prefiero comenzar por señalar que el archivo trata del espacio depositario de la memoria y/o historia “oficial”, oficialidad que refiere la búsqueda de un origen cultural (léase identidad), por más que este origen sea a veces sólo vestigio, como muestra Carpentier en Los pasos perdidos, o, como señala otro buscador (“metropolitano”) de orígenes, Martin Heidegger, un misterio (45). Se trata, además, de una memoria y una historia construidas, por muy pocas personas. Recordemos a Pedro Henríquez Ureña: “La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó” (Henríquez Ureña, 1998: 248). Le seguirán Reyes, Cándido, Rama, Fernández Retamar, Schwarz, y algunos más. Una historia, como se ve, muy restringida y masculina, hasta el día de hoy. Por ello se hace aquí imperioso señalar que el mayor humanismo posible, la mayor carga de metafísica occidental, se encuentra en esta estela, pues si como dice un alemán no muy bien considerado, Peter Sloterdijk, “el Humanismo… [es] una telecomunicación creadora de amistad en el medio de la escritura”, “el Humanismo burgués no fue otra cosa que la procuración de imponer los clásicos a la juventud y de afirmar la validez universal de las lecturas nacionales” (10), y continentales, podría agregarse aquí. De ahí que el Ariel de Rodó, dedicado a la juventud de América, se transforme en la culminación del manual prototípico de la domesticación de la juventud latinoamericana, manual (y estela) que los “neoarielistas” no harán sino reproducir hasta nuestros días (y quién sabe si también más allá de nuestro presente). El humanismo, visto así, es reproducido mediante la obligatoriedad de determinadas lecturas, y de la consecuente emergencia de un canon. Lo interesante de todo esto es que los humanistas latinoamericanos, defensores, aunque siempre explícitamente, de la modernidad europea, no tienen un ápice de vergüenza cuando dicen defender al subcontinente apelando a la metafísica occidental. Si la barbarie es nuestro problema, la humanidad de Sarmiento decide ponerle coto desalvajizando las tierras indómitas, para que luego sus seguidores decidan que su Facundo es uno de los cánones de lo nuestro, pasando a ser este libro una de esas lecturas correctas que domestican a la juventud, incluso hoy en día, pues su fuerza radica en la pertenencia al canon amigable que une a toda la tradición crítica latinoamericana dominante. De manera que no leerlo, entonces, sería lo bárbaro, digno de un salvaje post.
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En este sentido, Jacques Derrida nos recordó que el archivo corresponde al lugar en el que los arcontes guardan, pero también interpretan, los documentos oficiales, “en virtud de una topología privilegiada”. Topología de documentos, que los arcontes-críticos tendrán la labor de unificar, identificar, clasificar y, por último, interpretar. Se trata de una labor que Derrida llamó “poder de consignación”, un poder que finalmente articulará todos los elementos en una perfecta “unidad”: he ahí el archivo terrícola. Pero esta articulación se constituye a partir de una violencia, una violencia archivadora que designa, mediante definiciones, qué incluir y qué excluir. Por ello vale la pena volver a Javoleno, y hacernos eco de su desconfianza. El jurista romano señaló que “toda definición (o regla) en el ius civile [ley civil] es peligrosa”. Y agrega: “porque [no es raro] que pueda ser alterada” (citado en Di Pietro, 1998: 39). Es esta alternación la que debemos realizar, pues el archivo debe ser reconstruido, no con tal de negar a quienes han formado parte de él (valoro enormemente a los y a las críticas latinoamericanas, aunque sean terrícolas ortodoxos), sino de leerlo de otra manera, dejando la diacronía suspendida, para posibilitar otras miradas, que vayan más allá de la ley oficial, pues las definiciones que regulan qué forma parte o no de él pueden ser perturbadas, modificadas… y además, para citar a Derrida una vez más, “la democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación” (1997: 12). IV Lo anterior me lleva a creer que hay algo que no ha sido tematizado cuando se habla del archivo terrícola, aunque algo deja entrever González Echevarría cuando menciona, de paso, que “la escritura está vinculada con la fundación de ciudades y el castigo” (2000: 25). Habiendo enunciado la problemática, y los inconvenientes ideológicos que se nos presentan, es hora de referir al tampoco no muy reputado Carl Schmitt, y señalar en qué consiste este nomos de la literatura, el cual –ya habrán imaginado– no es otro que el nomos del archivo aquí referido, el nomos que se refunda con Los pasos perdidos, y se eleva a todo el subcontinente con Cien años de soledad (García Márquez, 2002: 27). Y digo un nomos que se refunda, pues lo que hacen estas novelas es repetir el poder de consignación de Colón cuando pisó aquello que vendría a ser llamado América: Recordemos su carta a Carta a Luis Santángel: Señor, Porque sé que avréis plazer de la grand vitoria que nuestro Señor me ha dado en mi viaje vos escrivo ésta, por la qual sabreys cómo en veinte dias pasé a las Indias con la armada que los illustrísimos Rey e Reyna, nuestros señores, me dieron, donde yo fallé muy muchas islas pobladas con gente sin número, y d’ellas todas he tomado posesión por Sus Altezas con pregón y uandera rreal estendida, y non me fue contradicho.
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A la primera que yo fallé puse nonbre San Salvador, a comemoración de su Alta Magestat, el qual maravillosamente todo esto an dado; los indios la llaman Guanahani. A la segunda puse nonbre la isla de Santa María de Concepción, a la tercera, Ferrandina; a la quarta, la Islabella, a la quinta, la isla Juana, e así a cada una nonbre nuevo (Colón, 2003: 10).
Con estas palabras, Colón inscribe en el suelo de Guanahani la política imperial de apoderamiento o de apropiación de la tierra. Luego vendrán las particiones y el apacentamiento, es decir, la instauración del nomos, de la ley que hace suya esta porción. Este acontecimiento, claro está, es una de las mayores demostraciones de poder, que actúa cada vez que se toma un territorio. Lo relevante aquí es cómo Carpentier y García Márquez ocultan dicho evento, obliterar su violencia fundadora, resaltando, a su vez, lo mágico y lo maravilloso de nuestro continente. Recordemos ahora la fundación de Macondo: José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea (García Márquez, 2002, 34-35, énfasis agregado).
Ninguno de los que fundaron Macondo era mayor de treinta años, pero José Arcadio Buendía tenía el “mérito” suficiente para tomar decisiones, él era “quien ponía orden en el pueblo”. Con el tiempo, nos dice el narrador de Cien años de soledad, el fundador “adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él quien dirigiera la repartición de la tierra” (García Márquez, 2002: 50). Algo similar sucede con Santa Mónica de los Venados, donde el Adelantado es quien “traza el contorno de la Plaza Mayor. Levanta la Casa de Gobierno” (Carpentier, 2008: 371), es decir, él es quien rige. Después de esto, vuelvo a la idea señalada más arriba, según la cual la escritura está vinculada a la fundación de ciudades, pero no de una manera mágica u onírica, como parecen mostrarnos García Márquez y Carpentier, sino violenta. En El nomos de la tierra, Schmitt señala lo siguiente: La historia de todo pueblo que se ha hecho sedentario, de toda comunidad y de todo imperio se inicia, pues, en cualquier forma en el acto constitutivo de una toma de la tierra. Ello también es válido en cuanto al comienzo de cualquier época histórica. La ocupación de la tierra precede no sólo lógicamente, sino también
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históricamente a la ordenación concreta posterior y de todo derecho ulterior. La toma de la tierra es el arraigar en el mundo material de la historia (Schmitt , 2002: 11).
El nomos es, entonces, el primer acto que se realiza cuando se toma un espacio, su ordenamiento, su división: se trata, en suma, “de la coincidencia, estructuralmente determinante, de la ordenación y asentamiento en la convivencia de los pueblos”, y cualquier modificación posterior, dependerá de este acto primitivo. Lo que el jurista alemán nos está señalando aquí es que lejos de cualquier sublimación por el origen, lo único que hay no es misterio, como cree el Heidegger que se preocupó por el habitar y el construir, sino poder; primero el poder que toma un espacio, y luego el que rige sobre él: “Sencillamente, en el origen está la toma de tierra, la ocupación, el Nehmen, y ese es el título originario” (Villacañas, 2008: 266). La fundación de ciudades por parte de los maestros del archivo es una violencia que, creo, ha sido desconsiderada por la crítica. Para Schmitt “el espacio es la imagen de nuestro poder” (cit. en Villacañas, 2008: 267), un poder, que ha sido ocultado en pos de la búsqueda del origen. Esto nos lleva a señalar que no solo el Facundo lleva la violencia fundadora a cuestas, sino todo el archivo terrícola, pues en él es que se relaciona de una manera indisoluble espacio y ley, es decir, espacio y escritura y toma dicha articulación del mismísimo Cristóbal Colón. No obstante, Sarmiento no ocultó ni se avergonzó de insistir en la necesidad de la violencia que conllevaba la conquista de la barbarie. Por ello el boom, expresado en García Márquez (2002) principalmente, resulta aún más peligro, al ocultar dicha violencia. Y esto significa además la continuación del humanismo mediante la sustitución de ese origen por la presencia del hombre, llámese a éste José Arcadio Buendía o el Adelantado. El misterio ha sido resuelto. Queda por ver, no aquí sino en futuros trabajos, el devenir de ese nomos. Solo quería tomar la noción trabajada y más complejizada por Schmitt con el fin de mostrar que el realismo mágico muy bien puede ser un realismo bélico, pues aunque Ángel Rama señaló tempranamente la cuestión de la violencia como un rasgo de la novelística de García Márquez, lo hizo para vincularla con la opresión política estatal y la corrupción y no con la violencia fundadora. Lo curioso es que Rama justifica el paso hacia lo mágico (incluso hacia lo surrealista) de este autor en su afán por buscar una solución a la situación de las personas reales, “por eso se desplaza del realismo a la fantasmagoría, a la búsqueda de una verdad última” (Rama, 1969: 109), y es en la búsqueda de esta verdad que Rama aprueba dicho paso, pues, concretamente, tiene por objetivo “traducir en la literatura lo peculiar y lo architípico de la vida colombiana (latinoamericana), sentirlo de nuevo, en un modo tan real como la realidad misma” (Rama, 1969: 122). He citado estas palabras de Rama, pues, como veremos en el próximo punto, es justamente de esa architipicidad que una gran parte de las prácticas escriturales contemporáneas quiere escaparse. Pero antes, quisiera mencionar una última
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cuestión. Si bien dudo que García Márquez haya leído Carta sobre el humanismo, de Martin Heidegger, es interesante resaltar la figura del claro en la fundación de Macondo, pues “en el claro del bosque se alzan las casas de los hombres”, señala Sloterdijk (2006: 57). José Arcadio Buendía les ordenó a sus acompañantes echar abajo los árboles “para hacer un claro junto al río” y ahí fundar la aldea (García Márquez, 2002: 32). (Entre paréntesis, nomos también refiere hogar, comarca, campo de pastoreo, etc.). Sloterdijk nos recuerda que la historia del claro no solo se puede relacionar con la casa del habla, como pensaba Heidegger, sino también con las casas construidas, es decir, con aquellas casas-habitación-del-hombre, pero esto implica que “caen ellos en el campo de fuerza de las maneras sedentarias del ser” (Sloterdijk, 2006: 81), es decir, caen ellos en la domesticación. Por tanto, la casa es nuestra perdición, y de ella tenemos que apartarnos. V Hacia el final de Mito y archivo, González Echevarría se pregunta si hay narrativa más allá del archivo. Bueno, si consideramos a Isabel Allende o Marcela Serrano, claramente no. En el “Prólogo a la edición mexicana”, fechado en 1998, este crítico cubano señala que, a ocho años de publicado su libro, no ve novedad en las letras del subcontinente: “no ha surgido todavía”, arguye, “una obra que cautive la atención como lo hicieron las ficciones del archivo” (14). No está demás señalar que son muchos quienes piensan lo mismo que este crítico, que no hay nada nuevo bajo el sol, sin considerar que las condiciones de posibilidad de lo literario han cambiado radicalmente. Baste señalar la tan referida sentencia que diagnostica la muerte de la literatura (o incluso del arte), pero podemos leer en reversa esta sentencia, y señalar que la muerte de la literatura por fin podría significar su liberación. Piglia lo señala muy bien, cuando en Crítica y ficción refiere al agotamiento de la figura del intelectual público, en este caso del escritor, pues, y a aquí lo cito, “quizá ahora que la literatura en este sentido ha muerto se pueda, por fin, escribir” (Piglia, 2006: 173). Retomando, ese mismo año ’98 se publicó Los detectives salvajes. De acuerdo a Ignacio Echevarría, la escritura de Bolaño se caracteriza por su extraterritorialidad, concepto que el crítico español toma de George Steiner, quien en 1968 lo aplicara principalmente a Borges, Beckett y Nabokov, con tal de dar cuenta, a partir de la idea de exilio, de la “historia de los cambios en la percepción del lenguaje”, donde “la conciencia local y nacional en que floreció la literatura desde el renacimiento hasta, digamos, la década del cincuenta, se encuentran actualmente bajo presión”. Para Steiner, “Faulkner y Dylan Thomas posiblemente serán considerados los últimos escritores ‘con casa’” (citado en Echevarría, 2007: 48-49) (a todo esto, para Rama, la constante preocupación de García Márquez por el mismo pueblo –o la
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misma casa– lo aproxima a Faulkner). Esta literatura “tiene que ver… con la perdida de centro”. Pero Echevarría va un poco más allá, y señala que bajo nuestras actuales condiciones de globalización, “la noción de extraterritorialidad subvierte la ya anticuada y más complaciente de cosmopolitismo para sugerir aquellos aspectos de la literatura moderna en que ésta se perfila, en palabras del propio Steiner, como ‘una estrategia de exilio permanente’” (Echevarría, 2007: 51). Pero Bolaño no es el único de esta escritura sin centro, y que también podemos llamar a-nómica, pues Echevarría identifica un conjunto de escritores cuya afinidad se encuentra en “la resistencia a asumir el exotismo [tan desarrollado por el Boom] como condición” (2007: 13) de la narrativa latinoamericana. Se trata de obras mutantes y viajantes, como las de Villoro o Rey Rosa, quienes se mueven junto a sus escrituras, a la manera de Los detectives salvajes (Se trata, en definitiva, de una literatura en movimiento). Esto se puede ver en la mayoría de los textos que integran Palabra de América. Para Jorge Volpi, por ejemplo, “el desafío de los escritores latinoamericanos nacidos a partir de los sesenta… ha tenido como consecuencia el fin de la narrativa latinoamericana como noción académica” (2004: 220), es decir, exótica, identitaria. Por otra parte, Rodrigo Fresán busca apartarse del triple estigma que lo persigue, por su condición etárea, de nacimiento y vocación, es decir, la de “joven escritor latinoamericano” (2004: 49). Para él, uno de los rasgos comunes de cierto conjunto de escrituras, entre las que incluye Respiración artificial, La virgen de los sicarios, La invención de Morel, entre otras, es “su condición de máquina autónoma, independiente de todo credo o etnia” (2004: 58). De esta manera, la escritura extraterritorial, al optar por vivir a la deriva, opta por no hacerse cargo del nomos que fundó el archivo terrícola, por liberarse de la pesada casa que le ha tocado, a veces gratuitamente, cargar, alejándose así del humanismo disfrazado de cordero que pretende inocentemente estar tras la búsqueda de “nuestros” orígenes, como si eso fuera una actividad libre de violencia. A los nacidos en los cincuenta y sesenta les tocó esta pesada batalla, la cual, un tiempo antes, también tuvo que dar Saer, quien lamentablemente no fue lo suficientemente escuchado. A los narradores más jóvenes, a los del setenta y ochenta, ya les es más fácil deshacerse de los estigmas que aprobleman a Fresán o menos difícil cargar con ellos, pues no tienen ni la necesidad ni la obligación de romper con la herencia del realismo mágico y el boom, ni “con otros traumas literarios desechables” (Yehya, 2008). VI Entonces, si tenemos una literatura en movimiento, sin casa, sin centro… también necesitamos una crítica en movimiento, y mutante, y sin centro... una crítica extraterritorial. Tres años antes de fallecer, Bolaño escribió de Rey Rosa lo siguiente:
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Leerlo es aprender a escribir y también es una invitación al puro placer de dejarse arrastrar por historias siniestras o fantásticas. Hasta hace poco vivía en Guatemala y no tenía residencia fija: un día se alojaba con su madre, otro día con su hermana, el resto del tiempo en casa de amigos. Una noche hablamos por teléfono durante casi dos horas: acababa de llegar de Mali. Ahora está en la India, escribiendo un libro que no sabe si terminará o no. Me gusta imaginarlo así: sin domicilio fijo, sin miedo (Bolaño, 2000: 10).
Pareciera ser que la extraterritorialidad también se vive. La pregunta que surge entonces es si la crítica “latinoamericana” estará a la altura de esta literatura, si tendrá el valor de dejar la complacencia, las garantías de vivir en casa, en “su” casa. Latinoamérica es una táctica, un devenir… y estratégicamente tenemos, “que latinoamericanizar las culturas centrales” o, como diría Roberto Schwarz, tenemos que “latinoamericanizar a las culturas metropolitanas”, aunque el centro de ellas también esté en movimiento. Latinoamérica no obedece a un territorio, no es un territorio. Si lo fuera, seríamos cómplices, como dijo Aimé Césaire, de las cancillerías. Y aquí me hago eco del poeta de la negritude: “el mapa del mundo hecho para mi uso, no pintado con los arbitrarios colores de los sabios”. Latinoamérica está incluso en África, Asia, Oceanía, y sobre todo en Estados Unidos. Latinoamérica es nuestra resistencia, una resistencia que no tiene territorio, que no sólo puede habitar un espacio sino que también puede subvertirlo, donde quiera que éste se encuentre, y donde quiera que ella se encuentre. Recordemos una vez más a Los detectives salvajes: “la gran novela mexicana, escrita por un chileno que vivía en España” (citado en la contratapa). VII Corolario: en fin, como dijo Bolaño: “Hay que releer a Borges otra vez”. Referencias Avelar, I. (2000). Alegorías de la derrota. Santiago: Lom. Bello, A. (1985). “La agricultura de la zona tórrida”. En: Obra literaria. Caracas: Ayacucho. Bolaño, R. (1998). Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama. _____ (2000, septiembre 17). “El estilete de Rodrigo Rey Rosa”. En: Las Últimas Noticias, Santiago. Carpentier, A. (2008). Los pasos perdidos. México DF: Lectorum [1953]. Colón, C. (2003). “Carta a Luis Santángel (15 de febrero de 1493)”. En Cristóbal Colón. Textos y documentos completos, Consuelo Varela, ed. Madrid: Alianza.
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