EL PELAGIANISMO MODERNO (O NEOPELAGIANISMO) EN LA PERSPECTIVA DEL SACERDOTE ARGENTINO JULIO MENVIELLE Publicado por apologeticus
(En la foto el Sacerdote Argentino Julio Menvielle) NOTA INTRODUCTORIA: En esta ocasion colocamos una reflexion que hace el Padre Julio Menvielle en su interesante libro "La Iglesia y el mundo moderno" donde nos explica la forma en que la herejia Pelagiana ha penetrado en el mundo de hoy hasta formar parte ya de la vida cotidiana de esta epoca. El libro fue escrito casi al final del Concilio Vaticano II, a proposito del tema que fue tratado en dicha asamblea Conciliar.
Este punto es sumamente importante, ya que hoy es olvidado, si no negado implícitamente, por los teólogos más escuchados de la hora actual. Cuando hablamos del "mundo", así a secas, hablamos también y sobre todo del hombre, porque el cosmos encierra al hombre como a su ser más noble, a cuyo servicio se ordenan los otros seres inferiores. El mundo es bueno o malo si el hombre es bueno o malo. Ahora bien, por lo que tiene de sí, el hombre, aún después de la redención de Cristo, aún provisto de los medios de santificación y de gracia que el Espíritu Santo le proporciona, conserva como pena un desorden que le inclina al mal. Es el desorden de "la carne", en cada hombre individual; es el desorden "del mundo" en las colectividades humanas, desorden uno y otro que son agudizados por la presencia e instigación del diablo, que tiene poder de dañar a aquellos que se ponen a su alcance. Por esto, San Pedro exhorta a los primeros cristianos que se encontraban con todos los recursos de la gracia y con el fervor del primer tiempo: "Estad alertas y velad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar"37. Este desorden de "la carne", que afecta también al "mundo", es consecuencia del pecado original de nuestros primeros padres. Este pecado nos transmite una naturaleza humana "privada del don de la justicia original y del don de la integridad". La justicia original ponía orden en el hombre con respecto a Dios. El hombre era entonces un ser en armonía. En armonía con respecto a Dios, su Creador; en armonía consigo mismo, pues las fuerzas interiores que le mueven a buscar el bien sensible se sujetaban a las fuerzas superiores de la razón, que le mueven a buscar el bien racional, o sea lo bueno. El hombre viene hoy a este mundo con una naturaleza enferma. Una naturaleza enferma, que si no está totalmente corrompida, ya que puede hacer muchas obras particulares buenas, está "debilitada", "mal inclinada", "más inclinada al mal que al bien". Por ello, el mundo, compuesto de hombres es más bien malo que bueno. Pelagio, un monje hereje del siglo V, negaba precisamente que el hombre viniera a este mundo afectado por el pecado original y con inclinación al mal. El hombre, decía, viene bueno a este mundo, con su libre albedrío o libertad, por la cual puede hacer el bien o hacer el mal. "La libertad de albedrío, decían los pelagianos, por la cual el hombre se emancipa de Dios, consiste en la posibilidad de admitir el pecado o de abstenerse del pecado"38. "El hombre fue hecho animal racional, capaz de la virtud y del vicio, de donde podía, por la posibilidad que le fue concedida, o bien guardar los mandamientos de Dios o transgredirlos, y así tenía voluntad libre de querer una u otra cosa en lo cual consiste el pecado o la justicia"39. "La libertad de arbitrio es entonces la posibilidad de hacer o de rechazar el pecado, que tiene cada uno en su poder para seguir lo áspero y duro de las virtudes o lo cenagoso de los placeres"40. Los hombres, en consecuencia, están igualmente inclinados al bien o al mal, porque de sí mismos y sin ayuda de Dios, pueden hacer el bien o el mal. Contra Pelagio y los pelagianos se levantó como un gigante San Agustín, sosteniendo que el hombre viene a este mundo en estado de caída por efecto de la culpa original, y que no puede por consiguiente conocer todas las verdades del orden natural, al menos el común de los hombres, con facilidad, con certeza y sin errores; y, que no puede cumplir todos y los más difíciles preceptos de la ley natural. De aquí que el hombre tenga necesidad de una gracia externa para conocer fácilmente,
con certeza y sin errores la verdad de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma, y de una gracia interna para practicar y cumplir en su totalidad la ley moral, y aún algunos de los más difíciles de sus preceptos. La imposibilidad se hace sobre todo sentir, en este segundo aspecto del orden práctico, por cuanto es la voluntad la facultad más directa y profundamente viciada. Sabido es que Sto. Tomás llama "heridas de la naturaleza" al estado en que el hombre ha quedado, a consecuencia del pecado original. Al perderse aquella armonía que la justicia original establecía entre la razón humana y Dios, y entre las fuerzas inferiores de la sensibilidad y la misma razón humana, el hombre quedó afectado de cuatro heridas, la una en la prudencia y es la ignorancia, otra en la voluntad y es la malicia, una tercera en el apetito irascible y es la debilidad, y la última que afecta al concupiscible y, es la concupiscencia o el amor desordenado al placer41. Así herido, el hombre no puede cumplir el bien moral. Puede hacer ciertos bienes particulares "como edificar casas, plantar viñas, y otras semejanzas"; "amar a la esposa, a los hijos, a los hermanos, a los parientes, a los amigos"42; "obsequiar a los padres, ayudar al necesitado, no oprimir a los vecinos, no robar lo ajeno"43; "hacer aquellas cosas que hacen honesta la vida mortal"44; "que se refieren a la equidad de la sociedad humana"45, pero no puede guardar toda la ley moral, "así como un enfermo enseña Santo Tomás46, puede por sí mismo efectuar algún movimiento, pero no puede moverse perfectamente con movimiento de hombre sano si no es sanado con la medicina". Los teólogos hacen la demostración teológica de estas enseñanzas, comentando lo de San Pablo a los Romanos, Cap. I a VII, en que el Apóstol recrimina a los paganos y a los judíos por los crímenes abominables que cometían, y que demuestra la debilidad en que viene al mundo toda la generación pecadora de Adán, y que sólo tiene remedio con la gracia de Jesucristo. Remedio, si se aplica eficazmente esta gracia, lo cual no se verifica en el común de los cristianos, que viven una vida tibia, llena de caídas y flaquezas, pero que muestra su poder de curación en los santos heroicos, de los que la Iglesia puede exhibir en todo lugar y época ejemplos extraordinarios. La razón intrínseca de esta imposibilidad de observar la totalidad de la ley natural la ubican los teólogos en el hecho de que para observarla debía el hombre afirmarse en el fin de la ley, que es el amor de Dios sobre todas las cosas. Pero amar a Dios, a quien no vemos, nos resulta prácticamente imposible, sobre todo amarlo en tal forma efectiva que podamos resistir las tentaciones que nos asedian con fuerza, tentaciones de movimientos de placer, de amor del éxito mundano y de todos los otros atractivos de la vida, cuya renuncia sólo puede hacerse precisamente si tenemos un fuerte amor de Dios. El hombre tiene una voluntad enferma, inestable, ciega por los atractivos de la concupiscencia, más ávido de gloria que de virtud, de suerte que es prácticamente imposible que no incurra en claudicaciones. La experiencia propia y la historia de todos los pueblos lo confirma abundantemente. La herejía pelagiana hoy ha entrado de modo inconsciente en el cristiano moderno. No se tiene idea del estado enfermo y caído en que viene el hombre a este mundo. De allí que la exaltación de la persona humana y del Humanismo estén en boca de las gentes. Como si el hombre, por sus propias fuerzas pudiera cumplir la ley moral. Como si no estuviera profundamente debilitado. Y como si no
lo estuviera mucho más, a consecuencia del naturalismo, que ha penetrado en la sociedad, destruyendo la concepción cristiana sobre la necesidad de la ayuda sobrenatural para la rehabilitación del orden humano, aún en el aspecto puramente natural.
El Mundo, creado por Dios, desordenado por el pecado y rescatado por Jesucristo, aún continúa siendo preferentemente malo. Porque el hombre, aunque bautizado, pero destituido del don de la integridad, se deja arrastrar por el desorden de sus concupiscencias. Esto vale para cualquier mundo; y también para un mundo cristiano. Llamamos "mundo cristiano" a aquel que hace profesión pública de aceptación de la ley moral cristiana. Que quiere conformar sus instituciones y su vida pública al Mensaje cristiano. Que acepta en medida más o menos real, más o menos profunda, la influencia purificadora e iluminadora del Evangelio. Y decimos que este mundo, a pesar de su profesión pública de "cristianismo", ha de ofrecer una preponderancia del mal que lo hace contagioso y peligroso. O sea, que el mundo, el mundo concreto de los hombres tal como se presenta hoy, aún en las mejores condiciones, debe decirse "malo" y, no "bueno", porque en él, su protagonista principal, aún después del rescate de Cristo, se halla inclinado al mal y va a llevar de hecho una vida perversa. En este mundo, así caracterizado, podrá haber almas santas que ejerzan influencias bienhechoras y, saludables, pero éstas nunca lograrán una publicidad tan fuerte que alcance a neutralizar los poderes de la concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida. De aquí, que para el cristiano, aún en la época de esplendor cristiano, tengan vigencia aquellas palabras del Señor: "No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como no soy del mundo yo"47. Pero el mundo puede encerrar una "especial malicia" que puede provenir de circunstancias históricas determinadas. Vale decir que un pueblo, o aún una civilización, puede conocer un desarrollo tal de las fuerzas del mal que le adjudique una especial significación de perversidad. Tal es la condición de lo que se llama "mundo moderno", "civilización moderna", "cultura moderna", "filosofía moderna" en los que "lo moderno" no encierra una connotación puramente cronológica sino valorativa, y que se refiere a un proceso determinado que tiene lugar en esa civilización. La civilización que se desarrolla en la historia hoy, y que ha comenzado hace aproximadamente cinco siglos, no guarda una continuidad homogénea con la civilización anterior. Hay sí una continuidad cronológica, pero no valorativa. La civilización anterior se proponía, en lo fundamental, la creación del hombre cristiano, es decir, de un hombre para el cual los valores referentes a la vida eterna, cuyo depósito se encuentra en la Iglesia, eran lo supremo. La civilización se ocupaba de los bienes terrestres del hombre, pero en forma tal que reconocía públicamente el orden de valores de los bienes eternos, de cuyo cuidado directo se ocupaba la Iglesia. Por ella, esa civilización, en su
política, en su economía, en su filosofía, en su cultura, en su arte, favorecía la creación de un hombre "cristiano". Era una civilización mundana —con todo lo ambiguo de este vocablo, y, aún con la pendiente al mal que la caracteriza y que señalamos anteriormente—, pero una civilización mundana que reconocía públicamente otros valores trascendentales superiores, a cuyo servicio debía de alguna manera colocarse. Una civilización orientada hacia lo divino, y lo eterno del hombre, donde por consiguiente, la Iglesia, cuya razón de ser es precisamente este aspecto del hombre, era reconocida como valor supremo de todos los valores. En los albores del mundo moderno, la civilización deja de mirar a lo eterno, lo divino, lo sobrenatural, del hombre, para concentrarse en lo puramente humano. Ya no pone el acento en lo "sobrenatural", sino en lo "natural", en lo "humano". Y toda la vida, en la filosofía, en las artes, en la política en la economía, desciende de un a escala de valores que se orientaba hacia lo sobrenatural, a una escala de valores orientada a lo puramente natural. Aparece el Humanismo; despunta el l aicismo de la política y de la vida; se quiebra en la vida pública de las naciones el reconocimiento de la Iglesia como sociedad pública sobrenatural. Y esta quiebra del orden público que deja de rendir a la Iglesia el homenaje que le corresponde como Sacramento de Salud del hombre ha de significar al mismo tiempo la erección de otra civilización orientada hacia el humanismo, racionalismo, naturalismo, en que sólo se tengan en cuenta los valores naturales del hombre. La civilización moderna ha de entenderse como una toma de posición histórica frente a la civilización cristiana, a la que intenta suplantar. Representa otra concepción del hombre, con otra escala de valores. Pero esta escala de valores significa, a su vez, un valor más bajo que aquel que es suplantado. Lo divino es, reemplazado por lo humano. Hay, pues, una degradación. Pero una degradación sumamente peligrosa. Porque precisamente la teología de la gracia enseña que el hombre no puede guardar la ley moral natural en su integridad y de manera conveniente sino con el auxilio de lo sobrenatural. Una civilización que niega o simplemente ignora la gracia, no puede mantenerse por mucho tiempo en el plano humano, y ha de ir descendiendo hacia condiciones infrahumanas. Es el caso de la civilización moderna, que del naturalismo, o racionalismo, o humanismo en que se desarrolla durante los siglos XVI, XVII y XVIII ya bajando a un economismo, o animalismo, propio del siglo XIX. El hombre ya no busca la dignidad humana que procuran la política, la filosofía o la cultura de las letras, sino la abundancia de las riquezas. La preocupación "económica" viene a orientar la vida del hombre como si éste fuese sólo un animal confortable. Y el ideal humano no, es ya, no digamos el santo, pero ni siquiera el héroe; ahora lo es el burgués. El capitalismo rige la vida de las naciones. Pero aquí tampoco puede el hombre mantenerse. La degradación ha de continuar. Al burgués lo ha de reemplazar el proletario. El burgués buscaba la riqueza, el bienestar puramente material, lo económico. Al proletario le da sentido, no el bienestar, sino "el trabajo". El comunismo centra toda la civilización alrededor del trabajo. El hombre está hecho para trabajar. Es un instrumento productivo. No ya un animal, en lo que pretendía convertirle, el capitalismo, sino algo más bajo, un puro instrumento de producción.
El hombre hoy, después de un proceso de degradación que lleva cinco siglos, se halla en estado de impotencia frente a la "vida pública" que le presiona por todas partes y le empuja a situaciones cada vez más degradantes. Hablamos del empuje de la "vida pública" sobre el hombre individual. La "vida pública", con su "ideario irreligioso", con, su "filosofía de la contradicción", con su política de mentiras con su economía agobiadora, con su publicidad y reclame de reflejos condicionados; una "vida pública" que persigue con su poderoso aparato tecnocrático a cada individuo, que ha sido quebrado anteriormente en sus estructuras morales y psíquicas. El mundo que actúa sobre el hombre, lejos de ser el mundo de la creación, del pecado y la redención, de que habláramos antes, es un mundo-máquina que se presenta ante el individuo como un poderoso aparato triturador. El hombre es presa de un engranaje que se apodera de él, lo envuelve en sus mallas y le hace circular en sus bobinas. Después de la etapa de degradación que se prolonga durante cinco siglos, se inicia, con este residuo degradado que es el hombre moderno, otra etapa de domesticación tecnocrática, en la que se quiere usar al hombre para la construcción de una enorme y poderosa Babel. El hombre, privado del goce de Dios, del goce de la reflexión humana, del goce del placer animal y convertido en simple pieza para la Construcción de una poderosa Babel. (TOMADO DEL LIBRO "LA IGLESIA Y EL MUNDO MODERNO" DEL P.JULIO MENVIELLE, CAP. III PAGS: 51-58)