Año 0, número 10, noviembre, 2010
El teatro como institución moral Por Friedrich Schiller
Friedrich Schiller, el poeta de la libertad, era dramaturgo
residente
de
la
ciudad
Mannheim donde se hizo miembro de la Real Sociedad continuación
Alemana. el
Publicamos
discurso
que
a
Schiller
pronunció ante esa institución el 26 de junio de 1784; posteriormente fue publicado en una colección de obras en prosa de Schiller. La traducción del alemán al inglés, en la que se basa esta de Luz María Quiroga, es de John Chambless.
El teatro nació de una inclinación general, irresistible, hacia lo nuevo y lo extraordinario; el deseo de sentirse en una situación emocionante, apasionada, para usar la expresión de Sulzer.1 Agotado por los grandes esfuerzos de la mente, desgastado por el monótono, a menudo opresivo trabajo cotidiano, y harto de lo sensual, el hombre necesariamente siente un vació que se contrapone a su vocación ilimite por la actividad. Nuestra naturaleza, tan incapaz de persistir por siempre en una condición bestial como de realizar constantemente el
trabajo refinado de la mente, requiere una condición intermedia que reúna estos dos extremos contradictorios, que se convierta la áspera tensión en una suave armonía y que facilite la transición recíproca de un estado a otro. El Sentido Estético, o Sentido de la Belleza, nos brinda esta ventaja. Sin embargo, dado que la consideración más importante de un legislador sabio debe ser seleccionar el mejor de dos posibles cursos de acción, no le satisfará simplemente neutralizar los apetitos de la población, sino que utilizará esos apetitos, en la medida de lo posible, como medio para lograr objetivos superiores, y se esforzará por transformarlos en fuentes de felicidad, y para eso escoge el teatro por sobre todos los otros medios, puesto que abre n campo infinito para el espíritu sediento de acción, provee alimento a todos las facultades de la mente, sin exagerar ninguna, y une a la educación de la mente y del corazón el más noble entretenimiento. Quienquiera que haya observado primero que la religión es el pilar más firme del Estado, que sin ella la ley misma pierde su
poder, tal vez aportó, sin saberlo ni quererlo, la defensa del aspecto más elevado del teatro. La mismísima insuficiencia e inestabilidad de la ley política que hace indispensable la religión para el Estado, determina asimismo toda la influencia del teatro. La ley se propuso decir, se basa en deberes negativos; la religión extiende sus demandas a los asuntos de la vida real. La ley coarta únicamente los actos que debilitan la cohesión de la sociedad; la religión conmina a asimilar internamente esa cohesión. La ley abarca solamente las expresiones públicas de la voluntad, y sólo se ocupa de hechos; la jurisdicción de la religión abarca los rincones más recónditos del corazón, y persigue al pensamiento hasta sus más profundas raíces. Las leyes son dúctiles y maleables, tan variables como el humor y la pasión; la religión ata rigurosa y eternamente. Ahora suponiendo —que bajo ninguna circunstancia es el caso — que tan sólo la religión tiene este tremendo poder sobre el corazón humano, ¿puede ella sola proporcionar toda la educación? La religión (aquí distingo entre su aspecto político y el divino) tiene su mayor efecto en la parte sensitiva de la población; de hecho, únicamente mediante los sentidos puede surtir infaliblemente su efecto. El poder de la religión se disipa si se le quita este aspecto. ¿Y de qué medios se vale el teatro para lograr sus efectos? La religión se nulifica para la mayor parte de la humanidad si erradicamos sus imágenes y problemas, si destruimos sus retratos del cielo y el infierno, todas esas imágenes puramente fantásticas, misterios sin solución, cuadros de horror y fascinación distante. Cómo se fortalecerían la ley y la religión si estuviesen aliadas al teatro, donde existe una presencia
visible y viva, donde la virtud y el vicio, la felicidad y la miseria, la necedad y la sabiduría pasan de largo en cientos de imágenes que son comprensibles y veraces para la humanidad; donde la Providencia disuelve sus misterios, desenreda sus nudos ante los ojos del auditorio; donde el corazón humano confiesa sus sentimientos más delicados, torturado en el potro de la pasión; donde todas las máscaras caen, donde se desvanece todo artificio y la verdad se mantiene tan incorruptible como el juicio de Radamanto. El dominio del teatro empieza donde termina la esfera de la ley secular. Cuando la justicia es deslumbrada por el oro y se revuelca en la paga de los viciosos, donde los crímenes del poderoso ridiculizan la impotencia de la justicia maniatada por el temor humano, el teatro toma la espada y la balanza y arrastra al vicioso ante el terrible tribunal de la retribución. Toda la fantasía y la historia, pasada y futura, están bajo su mando. La voz todopoderosa del arte creativo convoca a los arrogantes criminales, descompuestos ya en polvo tiempo ha, y ellos reescenifican sus vidas torcidas, para escalofriante educación del presente. Impotentes, como figuras distorsionadas ante un espejo, los horrores de su siglo pasan ante nuestros ojos, y con terror sensual maldecimos su memoria. Si la moralidad ya no se enseñara, y la religión no encontrara creyentes, si no existieran leyes, Medea todavía horrorizaría, tropezando por las escaleras de palacio tras asesinar a sus hijos. Un saludable terror sobrecogería a la humanidad, y silenciosamente cada quien evaluaría su propia conciencia cuando Lady Macbeth, esa terrible sonámbula, se lava las manos y pide todo el perfume de Arabia para
extirpar ese repugnante hedor a muerte. ¿Quién entre vosotros no se estremecería: quien no sentiría el fervor de la virtud y un ardiente odio hacia el vicio, mientras Franz von Moor,2 despertando de sus sueños de eternidad, rodeado por las fuerzas del inminente juicio, se levanta y con arrogantes blasfemias intenta ahogar el trueno de su conciencia, negando el lugar de Dios en la Creación, dando rienda suelta a su estrecha mente, inaccesible ya a la oración? No es exageración asegurar que estas imágenes presentadas en el escenario finalmente se unen con la moralidad del hombre común, y, en casos individuales, determinan su sensibilidad. Yo mismo he visto en más de una ocasión cuando alguien resume toda su repugnancia por algún acto indecente con el reproche: “ese hombre es un Franz Moor”. Estas impresiones son inextinguibles, y con el más leve roce surge en el corazón de los hombres la horripilante figura, como si viniese de una tumba. Así como las representaciones visuales tienen un efecto más poderoso que la mera prosa y la fría narración, así el efecto del teatro es más profundo y duradero que el de la moralidad y la ley. Sin embargo, aquí el teatro simplemente apoya a la justicia secular; todavía queda abierto un campo más amplio. Miles de vicios que la justicia secular tolera impunemente el teatro la castiga; miles de virtudes sobre las que la justicia secular guarda silencio, el teatro las exalta. Aquí el teatro está acompañado de la sabiduría y la religión, y a partir de estas fuentes sencillas crea sus lecciones y ejemplos vistiendo el estricto deber con ropaje encantador y fascinante. ¡Con gloriosos sentimientos,
resolución y pasión engrandece nuestras almas; qué divinas ideas muestra para provocar nuestra imitación! Cuando el benévolo Augusto, tan noble como sus dioses, extiende su mano al traidor Cinna, 3 quien ya había leído la sentencia de muerte en los labios de Augusto, y dice: “seamos amigos, Cinna”, ¿quién en el auditorio, en ese mismo momento, no hiciera lo mismo por su peor enemigo, para llegar a ser como el noble romano? Cuando Franz von Schickengen,4 al ir a castigar a un príncipe y a luchar por los derechos de los otros, voltea accidentalmente la cabeza y ve en llamas el castillo donde quedaron indefensos su esposa e hijos, y él ¡sigue adelante! ¡para cumplir con su palabra! ¡Qué grande es el hombre para mí en ese momento, y qué pequeño y desdeñable es el terrible e inconquistable destino! En el terrible espejo del teatro, el vicio se muestra tan repugnante como hermosa la virtud. Cuando el indefenso e infantil Lear llega de noche a tocar en vano a la puerta de su hija, arrancándose los blancos cabellos en la tempestad, y revela a los enfurecidos elementos qué antinatural ha sido Regan, cuando estalla en él su dolor furioso, con las terribles palabras “Te di todo”,5 cuán repulsiva vemos la ingratitud; cuan gustosamente reverenciamos el amor infantil. Todavía no llega a nuestro escenario un gran triunfo, cuya importancia se verá por sus resultados. Hasta donde yo sé, el Timón de Atenas, de Shakespeare, aún no ha aparecido en ningún escenario alemán, y con la misma certeza con que busco al hombre en Shakespeare, por encima de cualquiera, así sé que no hay otra obra de Shakespeare
en la que se me presente con tanta veracidad el hombre, en la que hable más pura y elocuentemente a mi corazón, en donde haya aprendido más de la sabiduría de la vida que en Timón de Atenas. Será verdaderamente un servicio al arte excavar esta peculiar veta de oro. 6 Pero la esfera de la actividad del teatro va mucho más allá. Incluso en las áreas del sentimiento humano que la religión y la ley ven como indignas de su rango, el teatro continúa trabajando por nuestra formación. Tanto perturba la felicidad de la sociedad la necedad como el crimen y el vicio. La experiencia, tan vieja como el mundo, nos enseña que en la trama de la vida humana a menudo los asuntos de la mayor importancia dependen de los hilos más pequeños y delicados, y cuando averiguamos el origen de las acciones, sonreímos diez veces antes de horrorizarnos una sola. A medida que envejezco, cada día se hace más corto mi catálogo de villanos, y cada día más larga y completa mi lista de necios. Si toda la culpa moral de uno de los sexos brota de una y la misma fuente, y si todos los horribles extremos del vicio con que se le ha etiquetado son simplemente formas diferentes, simplemente grados más extremos de una propiedad a la que todos sonreímos y amamos, ¿por qué no ha tomado el mismo rumbo la naturaleza en el otro sexo? Solo conozco un secreto para mantener al hombre alejado de la corrupción: defender su corazón contra la debilidad. Una gran parte de esta labor puede esperarse del teatro. Es el teatro el que sostiene un espejo para el gran género de los necios, y humilla con un saludable ridículo a
la mil formas de insensatez. Lo que en cualquier otro lugar logra por piedad y terror aquí se hace —tal vez más rápida e infaliblemente— mediante la broma y la sátira. Si emprendiéramos una evaluación de la comedia y la tragedia según los resultados reales obtenidos, entonces tal vez la experiencia premiaría a la primera. El ridículo y el desprecio aguijonean más eficazmente el orgullo del hombre que cuanto puede torturar su conciencia el odio. Ante lo horrible, la cobardía se escabulle, pero esa misma cobardía nos entrega al aguijón de la sátira. Las leyes y la conciencia nos preparan frecuentemente contra el crimen y el vicio; los absurdos exigen un sentido más sutil, que en ninguna parte puede ejercitarse mejor que ante el escenario. Tal vez le permitamos a un amigo la libertad de atacar nuestra moralidad y nuestros sentimientos, pero es difícil olvidar incluso una sola carcajada a nuestras costillas. Nuestras faltas toleran jueces y observadores, pero nuestros vicios difícilmente un testigo. Sólo el teatro puede reírse efectivamente de nuestras debilidades, porque no nos hiere los sentimientos y no revela quien es realmente el necio culpable; vemos, sin vergüenza, como caen nuestras máscaras en el espejo del teatro, y agradecemos en secreto su suave amonestación. Pero ni siquiera nos acercamos a agotar la extensión total de la esfera de actividad del teatro. Más que ninguna otra institución pública del Estado, el teatro es una escuela de la sabiduría práctica, un faro que nos guía por la vida civil, una llave infalible a las puertas secretas del alma humana. Reconozco que el amor propio y la insensibilidad de la conciencia niegan los mejores resultados del teatro, que miles de
vicios continúan imponiéndose insolentemente ante el espejo del teatro, y que miles de sentimientos decentes rebotarán infructuosamente contra los fríos corazones del público. Yo mismo soy de la opinión de que tal vez el Harpagón de Moliére todavía no mejora a un solo usurero, que el suicidio de Beverley7 ha alejado de su obsesión repulsiva a muy pocos de sus compañeros de juego, que la infeliz historia de Karl Moor difícilmente barrerá el crimen de las calles. Pero aunque reduzcamos esos grandes méritos del teatro —incluso aunque fuésemos tan injustos como para abolirlos del todo— ¡cuán infinita influencia del teatro quedaría aún! Aunque esta influencia no extinguiera ni mermara el total de todos los vicios, ¿acaso no nos ha hecho conscientes de ellos? Nos vemos obligados a vivir con los necios y los viciosos; podemos evitarlos o enfrentarlos, superarlos o subordinarnos a ellos. Pero ya no pueden sorprendernos. Estamos preparados para sus ataques. El teatro ha descubierto su secreto, exponiéndolos y haciéndolos inofensivos. Arranca la artificial máscara de hipocresía, y nos revela la red que la artimaña y la intriga tenían en torno nuestro. De un tirón arranca de sus retorcidos laberintos a la superchería y la falsedad, y expone sus repugnantes caras a la luz del día. Pudiese ser que la moribunda Sara8 no horrorice a ningún lujurioso; que todas las imágenes de seducción castigada no calmen su lujuria, y que la actriz misma, astuta, se guarde bien de lograr precisamente tal efecto. Basta que los inocentes conozcan las trampas del seductor, que el escenario les enseñe a desconfiar de sus promesas, y su devoción les haga temblar.
El teatro dirige nuestra atención no sólo hacia la humanidad y el carácter humano, sino también al Destino, y nos enseña también el gran arte de soportarlo. Lo accidental y lo deliberado juegan un papel igualmente grande en la trama de nuestras vidas; este último nosotros lo creamos, pero al primero debemos rendirnos ciegamente. Constituye en sí una gran ventaja ya que el que los desastres inevitables nos cojan totalmente desprevenidos, si antes hemos ejercitado el coraje y la inteligencia en circunstancias similares, endureciendo el corazón a los golpes. El teatro presenta a nuestros ojos múltiples escenas de sufrimiento humano; ingeniosamente nos arrastra al padecimiento de otros, y recompensa nuestro momentáneo sufrimiento con sensibles lágrimas y un tremendo crecimiento de nuestro valor y experiencia. Seguimos por el escenario de Ariadna,9 abandonada en la resonante Naxos; ascendemos a la torre de hambre de Ugolino,10 llegamos al terrible lugar de la ejecución, y presenciamos ahí la solemne hora de la muerte. Escuchamos aquí lo que sintió como premonición nuestra alma, y la naturaleza, perturbada, confirma enfática e incontrovertiblemente. En los corredores palaciegos pierde sus favores, engañado, el favorito de la reina.11 Ahora que va a morir, el asustado Moor pierde su sagacidad pérfida y sofista. La eternidad devuelve a un hombre muerto, para revelar secretos que nadie puede conocer en vida, y al villano confinado se le priva de su última trampa horrenda, porque hasta las tumbas revelan los secretos. El teatro no sólo nos hace conscientes del destino de la humanidad, sino que nos enseña también a ser más justos con los
miserables, a juzgarlos con más caridad. Porque sólo si somos capaces de medir las profundidades de su sufrimiento nos es dado juzgarlos. Ningún crimen es tan vergonzoso como el del ladrón, ¿pero acaso no agregamos todos a nuestra condena una lágrima de piedad cuando nos absorbe la terrible compulsión que llevó a Eduard Ruhberg12 en su acto? En todas partes es aborrecido el suicidio como un crimen y, sin embargo, cuando Marianne,13 atacada por las amenazas de su padre violento, asaltada por el amor, por la perspectiva de las terribles paredes del claustro, bebe el veneno, ¿quién entre nosotros sería el primero en enjuiciar a esta pobre víctima de una causa perversa? La benevolencia y la tolerancia empiezan a convertirse en el espíritu reinante de nuestra era; sus rayos iluminan ya los pasillos de la justicia y, un más, han entrado en el corazón de nuestros príncipes. ¿Qué porción de esta obra divina es resultado del teatro? ¿No es el teatro el que lleva a la humanidad al conocimiento de sí misma, y descubre la fuente secreta de la acción humana? Un género notable de hombres tiene todavía más razón que cualquier otro para estarle agradecido al teatro. Porque sólo aquí escuchan los grandes del mundo lo que pocas veces o nunca oyen —la verdad— y ven lo que rara o ninguna vez ven: seres humanos. Así de grande y múltiple es, pues, el servicio del mejor teatro para nuestra educación moral, y no menos contribuye a la iluminación completa de la mente; es justamente aquí, en este reino superior, donde la gran mente, el fogoso patriota, sabe cómo usarla más eficazmente; escudriña a la humanidad, comparando las gentes y los siglos, y encuentra cuán
servilmente yace encadenada la mayoría de la gente al prejuicio y la opinión, que obran eternamente contra su verdadera felicidad. Encuentra cómo los rayos puros de la verdad sólo iluminan a unas pocas mentes individuales, que pagan quizás por sus pequeños triunfos el precio de toda una vida. ¿Cómo puede el legislador sabio llevar a toda su nación a compartir esta iluminación? El teatro es el canal social en que la luz de la sabiduría fluye en la porción pensante superior de la población, y difunde desde ahí su suave radiancia por todo el Estado. Los conceptos más veraces, los principios más refinados y los sentimientos más puros fluyen de aquí a las arterias de la nación. Desaparecen la bruma de la barbarie y la más negra superstición; la noche cede ante la luz conquistadora. De los muchos gloriosos frutos del mejor teatro, deseo aquí distinguir sólo dos. ¿Cuánto se ha difundido la tolerancia de la religión durante los últimos años? Incluso antes de que Natán el judío y Saladino el musulmán14 nos movieran a vergüenza y predicaran la divina doctrina de que la devoción a Dios no está del todo separada de nuestras ilusiones con respecto a Dios, e incluso antes de que José II 15 combatiera a la temible hidra del odio piadoso, el teatro sembró benevolencia y la gentileza en nuestros corazones, y las odiosas imágenes de la pagana cólera de los clérigos nos enseñó a evitar el odio religioso: en este terrible espejo, el cristianismo lavó sus manchas. El teatro con resultados igualmente felices, pudiera emplearse para combatir los errores de la educación; aún está por verse la obra
en que se trate este notable tema. Ninguna preocupación del Estado es tan importante, por sus efectos, como ésta, más ninguna materia se ha abandonado, entregado tan irreservadamente a las ilusiones y la frivolidad del ciudadano como esta. Sólo el teatro puede presentarle a éste, en retratos vivos y conmovedores, a las víctimas de una educación desquiciada. Aquí pudieran nuestros padres renunciar a sus máximas egoístas, y las madres pudieran aprender el amor razonable. Los falsos conceptos pierden al educador por muy buenas intenciones que tenga, más aún si alberga pretensiones sobre método. Sistemáticamente arruinan, así, a los delicados niños en sus conservatorios e instituciones educativas filantrópicas. 16 La herejía que hoy prevalece, de jugar con las criaturas de Dios, la célebre locura de producir seres humanos mecánicamente, actuando como lo hizo Deucalión (con la diferencia, claro, de que ahora convierten a los hombres en piedras, mientras que él convertía en hombres a las piedras); ésta merece más que ninguna otra aberración de la razón sentir el fuete de la sátira. Entendieran esto los guardianes y jefes del Estado, pudiera lograrse entonces nada menos que una correcta formación de la opinión nacional sobre el gobierno y sus líderes. El poder legislativo del Estado pudiera dirigirse a sus súbditos en formas desacostumbradas, respondiendo a sus reclamos aun antes de que fuesen exclamados, minando su escepticismo antes de que se manifieste. Hasta la industria y el espíritu de encuesta pudieran prender, y prendieran fuego desde el escenario si los poetas se tomaran el trabajo de ser
patriotas, y el Estado estuviera dispuesto a escuchar. Es imposible que yo repase la gran influencia que tendría en el ánimo nacional un teatro bien establecido. “Ánimo nacional del pueblo” llamo yo a la concordancia y similitud de perspectivas y disposición frente a situación ante las que otra nación pudiese pensar —y reaccionar— en forma diferente. Únicamente a través del teatro es posible lograr en alto grado de tal concordancia, porque únicamente el teatro recorre todo el ámbito del conocimiento humano, asimila todas las situaciones de la vida, y lleva luz hacia todos los rincones del corazón humano, porque el teatro recoge en sí mismo a todas las clases y rangos, y tiene el acceso más directo al corazón y la mente humana. Si existiera un solo tema dominante en todas nuestras obras; si nuestros poetas se unieran entre si y formaran un fuerte gremio con este propósito; si guiara sus obras una estricta selección; si sus plumas estuvieran dedicadas sólo a cuestiones que conciernen a la población; en resumen, si tuviéramos un teatro nacional , entonces nos convertiríamos en una nación. ¿Qué unió tan firmemente a Grecia? ¿Qué atrajo tan irresistiblemente a la gente a su teatro? Ninguna otra cosa que el contenido patriótico de sus obras; el espíritu griego; el abrumador interés del Estado; lo mejor de la humanidad que ahí respiraba. El teatro tiene un mérito adicional que me place traer a consideración, ya que, según parece, su causa ha prevalecido ya contra sus acusadores. Lo que he intentado destacar hasta este punto, que el teatro es esencial en sus efectos sobre la moralidad y la ilustración, es controvertible. Pero que el
teatro es el principal de todos los artificios agradables y de las instituciones de placer social, lo reconocen hasta sus enemigos. Sin embargo, lo que aquí se muestra es de mayor importancia de lo que normalmente se cree. La naturaleza humana no soporta estar sometida continuamente, sin alivio, al quebranto del trabajo, y la atracción de los sentidos muere al satisfacerlos. El ser humano, embrutecido por los placeres bestiales, agotado por largos esfuerzos, atormentado por el eterno afán de la acción, clama por un gozo mejor, más excelente, o si no cae sin dirección en una distracción salvaje que acelera su derrumbe y destruye la paz de la sociedad. Los gozos bacanales, la diversión depravada, las mil locuras que engendra el ocio, son inevitables si el legislador no logra controlar esta pasión de la población. El hombre de negocios corre el peligro de caer en una vida de resentimiento fatal por su generoso sacrificio al Estado; el académico, de degenerar en pedante estúpido; el hombre común, de degradarse a la condición de bestia. El teatro es la institución en que la recreación se conjuga con la instrucción. La lid con la paz, la diversión con la educación; donde ninguna fuerza del espíritu se exagera en detrimento de otra; ningún placer se disfruta a expensas de la totalidad. Si las penas nos remuerden el corazón, si los malos ánimos envenenan nuestras horas de soledad, si el mundo y los negocios nos hastían, si mil pesares nos oprimen el alma y el trabajo y la carrera amenazan con sofocar nuestra sensibilidad, ahí está el teatro; en este mundo de artificio el presente se va en sueño, nos reponemos, despierta nuestra
sensibilidad, nuestra naturaleza adormecida se sacude con emociones sanas que hacen fluir la sangre con fresca emoción. Aquí los infelices truecan sus pesares por los de otros, los felices devienen temperados, y los confiados aprenden prudencia. El lánguido y deliberado adquiere temple y virilidad, y la bestia grosera comienza ahora a sentir por primera vez. Y, finalmente —y quáe triunfo de la naturaleza, esa naturaleza tantas veces pisoteada, tantas veces vuelta a levantar— cuando los humanos de todas las condiciones, clases y posiciones, arrojando de si todas las cadenas de moda y artificio, liberados de toda presión del destino, se reúnen en hermandad universal y se mezclan nuevamente en una sola especie, y se olvidan de sí mismo y del mundo, aproximándose a su fuente celestial. Cada individuo disfruta de los deleites de aquello que, reflejado en cientos de miradas, regresa a cada quien fortalecido y más hermoso, y en cada pecho sólo hay lugar para una sola emoción: ¡la de ser seres humanos!
Notas: 1. Johann Georg Sulzer, filósofo y matemático. 2. La referencia es de Los bandidos, del propio Schiller. 3. Corneille, Cima 4. Franz von Schickengen, de autor desconocido
5. Shakespeare, El Rey Lear , acto II, escenas 2y 3. 6. Este párrafo fue omitido en ediciones posteriores del ensayo. 7. Friedrich, Schroeder, Beverley or The English Gambler.
8. Lessing, Miss Sara Sampson. 9. Johann Christian Brandes, Ariadna en Naros.
10. 11. 12. 13. 14. 15.
Gestenberg, Ugolino. Corneille, El conde de Essex. Iffland, Arruinado por la ambición. F.W. Gotter, Marianne Lessing, Natán el Sabio. El emperador José II (1741-1750), quien introdujo al imperio de la tolerancia religiosa. 16. Esta es una referencia a la institución docente establecida por el duque Karl Eugen de Wüttenberg, donde se educó el propio Schiller. El párrafo que sigue fue eliminado en ediciones posteriores.