Así, no garantizo teza alguna si m a t a conocer hasta qué punto lieg < ?stös momentos I ento que tengo, Que no se fijen {ue tes doy. Que vean, por lo qiu ■con qué realzar mi tema. Pues hçÆ dieari puedo decir tan bien, ya sea por l por la pobreza de mi juicio. No cuentM ^l.^^M rm ^É^iM /^W io.W si hubiera querido hacer valer el número, habría cargado con el doble, lodos son, o casi todos, de nombres tan fam osos y antiguos que no necesitan presentación. De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para sujetar las riendas a la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lan: suerte de escritos, espécialmente sobre los jóvene de autores aún vivos y en lengua vulgar ,; que perm i\ todo el inundo y parece.. acu Uiión e ¡mención. Quiero
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quiero decir con ch Wmicio Wiedimme la simple distinción de la fuerza y la bM eA aË m -.s id A. Ρ^Λνο. que por fa lta de memoria no puedo | p i s ^ ^ l a s , c g j^ ^ n ie n to natural, me ís de aue m. modo ricas ha me engaño y de si hay vanidad y vicio en mis juicios que yo no sienta o que no sea capaz de sentir al ponérmelo ante los ojos. Pues a menudo se les escapan las faltos a nuestros ojos, mas la enfermaedad del entendimiento consiste en río poder verlas cuando otro nos las descubre. Pueden la ciencia y la verdad alojarse en nosotros faltando y puede·,- ttsmiisn#), estar presente el juicio sin ellas; sí, y el reconocer la ignQrançia es una de las más herniosas y seguras pruebas de juicio que. pueda encontrar. No tengo más sargento de banda para ordenar mis piézas que e ^k a r. Amontono mis fantasías "-idida que hacen acto de preseu^m; ora se apelotonan en masa, vienen en fila. Quiero q u e s J B a m i andar natural y ordinario, desgarbado que sea. Ù éjcÆ t llevar tal y como estoy; por ello lay aquí materia que- no/cjJf n u m itido ' ivnorar o hablar de de form a casual y temeraria. Mucho me agradaría tener un ¿cimiento más p etft$ ¡f£ ¿ ^[y^¡¿ £ ¿ ^p a s no quiero comprarlo
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Florence Dupont es profesora en la Uni versidad de Nancy II y miembro del Centro Louis Gemet en París.
Los griegos y los romanos de la Antigüedad: ¿Leían por el gusto de leer? ¿Cuál era su actitud durante la recitación de un poema? ¿Cómo entendían el acto literario? ¿Inventaron ellos la Literatura? Este libro se centra en contarnos cuáles y cómo eran las relaciones de los antiguos griegos y romanos con esos textos que hoy llamamos Literatura. Integrando la antropología histórica y el análisis lingüístico, se propone reconstruir la cul tura viva — «la cultura caliente»— de los antiguos, la de la «fiesta» y el «banquete», normalmente oculta por la cultura monumental y académica — «la cultura fría»— , la de las bibliotecas y escuelas. Tendiendo puentes entre la Antigüedad y el tiempo contemporáneo, relacionando, por ejemplo, el symposium con el flamenco, también nos obliga a recordar que prácticas culturales populares y minoritarias hoy en Europa, sean tradicionales o no, son las herederas, quizá más cabales que nuestra cultura literaria, de aquellas culturas griegas y romanas «vivas».
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LA , INVENCION DE LA LITERATURA
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FLORENCE DUPONT LA INVENCIÓN DE LA LITERATURA
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Primera edición: abril 2001
Versión castellana de JUAN ANTONIO MATESANZ Revisión de la traducción de RODRIGO VILLARROEL
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidas la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella, mediante alquiler o préstamo público.
Título original: L’i nvention de la littérature © Éditions La Découverte, 1994, 1998 9 bis rue Abel - Hovelacque, 75013 Paris © De la traducción, Juan Antonio Matesanz, 2001 © Florence Dupont, 1994 © De la presente edición, Editorial Debate, S. A., 2001 O’Donnell, 19, 28009 Madrid Publicado con la colaboración del Ministerio de Cultura de Francia I.S.B.N.: 84-8306-397-2 Depósito legal: B. 10.649-2001 Diseño de la cubierta, J. M. García Costoso Compuesto en Versal A. G., S. L., Juan de Arólas, 3, Madrid Impreso en A & M Gráfic, S. L„ Santa Perepétua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España (Printed in Spain)
Para Emmanuelle, Pierre, Raphaelle, Thierry, Catherine, Arnaud, Sandrine, Stéphane, Romain, Estelle, Emmanuel, Françoise, Franck, M arie-Donny, Marc, Florence, Michéle, N athalie, Damien, Sophie, Éric, Claire, Claire-Akiko y los otros «seminaristas» de los martes y luego de los miércoles. G racias por vuestra paciencia y vuestras objeciones. G racias por vuestros trabajos sobre la lectura, las epísto las, la creación del poeta, el am or masculino, e l teatro, la peste, los jardines, la memoria o el exilio, que me han sido ú ti les en innumerables ocasiones a l escribir este libro.
In t r o d u c c ió n
POR UN USO DIFERENTE DE LA ANTIGÜEDAD: LA ALTERIDAD FUNDADORA
Invitación a l v ia je En este fin de siglo los viajes geográficos raramente nos lle van m uy lejos. Dentro de poco, sólo nos quedarán los viajes en el tiempo para comprobar que Yo soy Otro. N uestra historia occi dental es rica en exotismos; los m edievalistas, en particular, sobresalen en este redescubrimiento de la pluralidad de mundos sumergidos en nuestro pasado. Resucitar la hum anidad de esos ancestros que tan poco se nos parecen es como descubrir que esta mos emparentados con otras civilizaciones que creíamos total mente ajenas, desde las profundidades de África hasta las orillas del Pacífico. Hoy en día, Grecia, y sobre todo Roma, vuelven a estar de moda entre los editores; pero esta moda es engañosa cuando exal ta sin m edida la pretendida modernidad de los antiguos Es de temer que, al exaltar sus orígenes griegos y romanos, nuestra época trate de aliviar un presente harto incierto: al presentar a la Antigüedad como inventora de la literatura, la filosofía y la his toria, del humanismo, de los derechos del hombre y de la demo cracia, se la está conminando a ser el testigo de los siglos ante 7
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nosotros, los europeos d e . hoy, certificando que nuestra civ ili zación no puede ser mortal, puesto que es la civilización. Según esto, Sófocles y Sócrates, Séneca y Cicerón serían nuestros con temporáneos y su eternidad sería la nuestra. Pero cabe otro uso de la A ntigüedad, más extrañador. Este libro quisiera invitar a descubrir la ajenidad de los antiguos y, de este modo, reencontrarnos a nosotros mismos en nuestra diversi dad inhibida. Un viaje por el Mediterráneo de hace dos m il años nos ayudaría a descubrir otras realidades humanas en esos griegos y en esos romanos de los que nos consideramos herederos. Nos sería bastante difícil reconocernos en aquellos hombres cuya vida cotidiana está tejida por la ritualidad, en la que la religión no es una fe sino la acumulación de animales sacrificados, la m anipu lación de entrañas sanguinolentas m ediante las que se comunican con los dioses; antiguos para quienes creer en una vida ulterior en un mundo después de la muerte constituye una superstición digna de galos bárbaros, una fábula que sus sacerdotes difunden entre los espíritus ingenuos para que los guerreros no teman a la muerte. ¿Qué podríamos comprender nosotros de esa gente sin interioridad, cuya identidad pasa para cada uno por la m irada de los otros, el único espejo que se les ofrece para cobrar conciencia de sí mismos, precisamente nosotros que hacemos de la intros pección una práctica casi nátural? ¿Qué podríamos compren der nosotros de esta ciudad romana en la que la identidad de un hombre está compuesta exclusivamente de relaciones interperso nales, incluidas las de su identidad cívica? Roma no fue un Esta do de derecho en el sentido en el que nosotros lo entendemos; en ella, el individuo no se definía sólo ante la ley. ¿Qué podemos pensar de los nobles atenienses, para quienes la droga y la pede rastía son formas superiores de la cultura y de la herencia de la elite? ¿Qué pensar de los romanos, que consideran un defecto la esperanza y para quienes el verdadero valor en un naufragio no estriba en colgarse para sobrevivir sino en dejarse hundir lo más deprisa posible? Si quisiéram os enum erar las curiosidades de los antiguos, no acabaríamos nunca. Este libro lim itará su exploración a los
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modos no menos curiosos de em plear la oralidad y la escritura por parte de los griegos y los romanos, continuando así un libro precedente dedicado al banquete homérico y al canto del aedo 1.
Escritura u oralida d: razón u tilita ria y razón sim bólica Así pues, vimos que el redescubrimiento de la Grecia arcaica representó la oportunidad de criticar una historia de la escritura basada en la razón u tilitaria2 y que convertía la escritura en una téc nica cuyo descubrimiento revolucionó supuestamente la cultura de quienes tuvieron acceso a ella, y cuyos progresos, paso del ideogra ma al silabario y, a continuación, del silabario al alfabeto, acompa ñaron en principio los avances de la civilización3. Gracias a la escri tura, los hombres habrían tenido acceso a la democracia, la historia, la literatura y la filosofía, en una palabra, a la razón. De este modo, la escritura habría arrancado a Grecia, y después a Roma, del mito, lo irracional, la religión, la sumisión, la barbarie, la Edad Media (sic). Los monumentos de ese milagro en los orígenes de la civilización serían la lita d a y la Odisea, las tragedias de Sófocles, las Odas de Horacio, las Bucólicas de Virgilio y las comedias de Terencio. Desde hace algún tiempo, esta concepción ya ha sido puesta en tela de juicio por los historiadores y los lingüistas: la historia de los signos gráficos no es la de una técnica, sino la de los diferen tes papeles que cada civilización ha podido decidir confiar a una memoria objetivada en inscripciones de naturalezas d istin tas4. 1H omère et Dallas. Introduction à u n e critiq ue anthropologique. Hachette, Paris, 1991. 2 Este término fue propuesto por el grupo Mauss, y la noción fue desarrollada por Alain CAILLÉ en C ritique d e la raison utilitaire, La Découverte, Paris, 1989. 3 Éric A. HAVELOCK, Aux origines d e la civilisation écrite en O ccidente, Maspéro-La Découverte, Paris, 1981. A pesar del innegable interés de este libro, el autor sigue viendo en la escritura alfabética una técnica de memorización que ha reem plazado a la memoria oral. 4 Véase en Écritures II (Anne-Marie Christin, ed.), las contribuciones de
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Por ejemplo, las tablillas descubiertas en Creta o en Pilos, archi vos de los almaceneros reales, no son los ancestros balbucientes de las leyes o de los poemas de Solón, habida cuenta que los grie gos habían «olvidado» la escritura al cabo de decenios de inva siones (¿) y de regresión cultural (?), la famosa «Edad M edia griega» donde se sitúa también la epopeya homérica. Como si una colectividad humana que u tiliza una forma de escritura para un campo de actividad hubiera de em plearla automáticam ente para todos los terrenos en que nosotros, gentes del siglo X X , la u ti lizamos. Conviene pasar de una concepción u tilitaria de la escri tura a una concepción sim bólica5. En Homère et D allas pretendimos mostrar que la epopeya homérica quedaba enteramente en el ámbito de la oralidad, en el sentido en que un canto de aedo fue siempre una recomposición improvisada en el propio sentido del banquete. La epopeya homérica, que es sin duda la palabra gu ía de la cultura griega arcaica, no puede conservarse bajo la forma de un enunciado único, fijo y definitivo, es decir, bajo la forma de un texto, sin que pierda su razón de ser6. Porque la epopeya griega arcaica pone a los hombres en relación con Mnemósine, la Memoria divina del mundo, en el marco ritual del banquete sa crificial, por interm e diación del aedo, cantor de epopeya, tañedor de cítara y sacerdo te de las Musas. Ese saber divino al que acceden de este modo no es un saber humano, un saber de la m ism a naturaleza que una lista de mercancías establecida por un alm acenista de Pilos, des contando instrumentos aratorios y jarras colmadas de cereales o de aceite. Es un saber efímero y m usical, sólo accesible a los hom bres en un banquete ritual, y no puede atesorarse como mera mercancía. La escritura es una lengua diferente de la palabra. El hecho de que la cultura homérica sea exclusivamente oral, y sólo eso, no se debe a una carencia de escritura, sino al papel que se Dominique C h a r p in , Jean-Marie DURAN y Pascal VERNUS; cf. igualmente Mar cel DETIENNE (ed.), Les Savoirs d e l ’é critu re en Grèce ancienne, Presses Universitai res de Lille, Lille, 1988, «Introduction» de Marcel DETIENNE. 5Jack GODOY, La Raison graphique, Ed. De Minuit, Paris, 1979. 6 Gregory N agy , Le M eilleur des Achéens, trad, francesa, Le Seuil, Paris, 1994. 10
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confirió entonces a la escritura, un papel profano y económico — a diferencia de los jeroglíficos egipcios, que son una lengua sagrada— ; de ahí que, en Grecia, la relación con los dioses pase a través de la palabra. Pero la elección de los poemas homéricos, y más concretamente de la Odisea, acaso no sea la mejor para refle xionar sobre la oralidad y la escritura en la Grecia antigua. Pues el texto que poseemos no es la transcripción de un resultado real, sino un montaje de varios resultados aédicos, destinado a pro porcionar un texto escrito para las recitaciones solemnes. Así, la llía d a y la Odisea que poseemos ya habían sido transformadas en monumentos del helenismo por un tirano ateniense, aunque ese montaje no parece que haya afectado a las técnicas de composi ción del poema, cuya fabricación es deudora de la enunciación épica tradicional. Así pues, cuando hablamos de epopeya homé rica se trata de la epopeya tal como se la practica en los poemas homéricos y no de la Odisea y de la llía d a como ahora las posee mos. Por tanto, el texto de Homero es al mismo tiempo dem a siado oral y demasiado escrito como para ser el mejor punto de partida de esta reflexión. Demasiado oral, puesto que el canto aédico es resultado de una oralidad tradicional que nada debe a la escritura, lo que en la ciudad griega clásica e incluso arcaica ha desaparecido; demasiado escrito, ya que los enunciados épicos que poseemos no son las huellas de una enunciación épica real. Nos proponemos, pues, renunciar a esta ruptura engañosa entre una Grecia pre o protohistórica sin escritura y una Grecia histórica provista de escritura, pasando de la tradición oral, pro pia de los pueblos prim itivos, a una memoria escrita, caracterís tica de los pueblos civilizados. Los griegos y los romanos, como nosotros mismos, siempre utilizaron, si bien de manera diferen te, lo oral y lo escrito sim ultáneam ente, aunque en proporciones y con usos diversos según las épocas. De todas maneras, no con viene em itir juicios globales, ya que cada tipo de palabras ha modificado su relación con la escritura a lo largo del tiempo y en fechas distintas. Si tomamos el ejemplo de la epopeya, la falla no se produce entre una cultura arcaica y oral y una cultura evolucionada y 11
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escrita, resultado de una mutación histórica (el «m ilagro grie go »), una que recita y otra que lee al mismo Homero, sino entre una cultura que opta por confiar en cantores inspirados por su memoria activa, que diviniza, sin dejar por otra parte de utilizar la escritura, y esta m ism a cultura que toma sus distancias res pecto de esa tradición, y fija determinadas palabras de esos sacer dotes cantores, empleando el mismo sistema gráfico que el que le sirve para publicar sus leyes. Desde luego, ese tránsito no se ha podido realizar sin cierta conmoción tanto en el terreno de lo oral como en el de lo escrito, ya que semejante mutación de la memo ria épica supone también un cambio en el uso de la escritura, que, después de haber servido en un principio para las inscrip ciones, se utiliza para las transcripciones. El canto homérico de los banquetes griegos no está registrado en la lita d a o en la Odi sea y conservado después merced a los papiros de los gramáticos de Alejandría; se trata de tres realidades diferentes: un canto ritual de posesión, inasequible por medio de la escritura, la reci tación solemne en Atenas de dos textos fijados por la escritura y un libro guardado en el fondo del palacio de los Tolomeos. De manera global, la cultura griega poshomérica es tan oral como la de la Grecia homérica, y, al propio tiempo, escrita, aun que ambas lo sean de forma distinta. H ay que ir mirando caso por caso, dado que hay escrituras y oralidades, m ultiplicidad que se corresponde con funciones simbólicas distintas. Baste un ejem plo: no podríamos confundir la escritura-transcripción, que sirve para hacer hablar a las cosas mudas, a los objetos, a los muertos, al pueblo, con la escritura-inscripción, que sirve para registrar palabras vivas y conservarlas.
O ralidad, escritura-lectura y cultura griega A sí pues, este libro se propone descubrir una doble tradición en el origen de nuestra cultura europea. Por un lado, una tradi ción de escritura, más reciente, sin duda más lim itada de lo que se ha pretendido; por otro lado, una tradición de poesía (oral), 12
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una poesía ritual que se inscribe en la relación que mantienen los hombres con los dioses y que, como el sacrificio, define su iden tidad de hombres civilizados, griegos o romanos. En el seno de esta doble tradición, veremos que la prioridad sim bólica se dio siempre a lo oral, mientras que la escritura aparece a menudo como su auxiliar. Esta cultura poética no es solamente oral en el sentido técnico, apela a todo el cuerpo de los cantores y de los auditores — que suelen ser los mismos— movilizando sus senti dos, y crea un vínculo social, a veces efímero, entre todos los par ticipantes. ¿Hasta dónde se extendía la oralidad griega? Mucho más allá de la poesía. Se halla en el corazón del «m ilagro griego ». La filo sofía era una enseñanza oral. Pitágoras rechazaba cualquier forma de escritura. Sócrates hablaba pero no escribía — conocemos el famoso pasaje del Pedro sobre este p unto7; además, esta enseñan za filosófica se hacía dentro de un espacio ritual e im plicaba prác ticas religiosas8. El propio Aristóteles, al fundar el Liceo, creó una asociación cultural. Los peripatéticos tienen un santuario, cele bran banquetes sa crificiales y constituyen un colegio religioso — un tbyas— . Ciertamente, la enseñanza de Aristóteles es doble, exotérica y escrita para los profanos, pero sus libros no son sino saber clasificado, esotérico y oral para los iniciados — lo que nosotros poseemos de ellos son tan sólo notas tomadas por su auditorio— . De lo cual se deduce que la escritura ha de servir exclusivamente para archivar un saber de almacenista y no para transm itir un discurso problemático que edifica un conocimiento. La m ism a democracia griega se fundó sobre una palabra polí tica esencialmente o ral9, y la escritura servía únicam ente para las 7 P la t ó n , Phèdre, 275 y ss., y su comentario en Jacques D e r r id a , La D isém ination, Seuil, París, 1972: «La pharmacie de Platon», págs. 71-197. [Existe versión española de ambas obras: Fedón. Fedro, Madrid, Alianza Editorial, 1997. Traduc ción de Luis Gil Fernández. La disem inación, Madrid, Editorial Fundamentos, 1975. Traducción de José Martín Arancibia.] 8 P. M. F r a se r , P tolem aic Alexandria, 3 vols., Oxford, 1972, I, pág. 314. ’ C la u d e CALAME, Le R écit en G rèce ancienne, K in ck sieck , Paris, 1986, y E. A. H avelo ck , op. cit., p ág. 13.
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cartas de los embajadores, para los testimonios en los procesos y para la publicación de las leyes. También en este caso la célebre divergencia entre leyes escritas y humanas, y leyes orales y d i vinas, es una bonita fábula que conviene devolver al país de los sueños10. En general, la Grecia clásica desconfía de la escritura cuando pretende transcribir y conservar la palabra de los vivos, y recela asimismo de la lectura que somete al lector a la voluntad del escritor, ya que la función más antigua de la escritura griega no fue la de registrar las palabras de los hombres sino hacer hablar a las cosas mudas, copas o estelas funerarias, merced a una oralización de la inscripción por el le cto r11. Recelo justificado, puesto que la escritura aparece en la época de Alejandro como un ins trumento de poder y de dominación, un medio de conquistar el mundo, y la promoción del libro, soporte y vehículo de la cultu ra griega, es indisoluble del fin de la libertad: el im perialism o macedonio triunfa en la biblioteca de Alejandría. También aquí, cuidado con ver en la m ultiplicación de los libros a través del Mediterráneo, Alejandría, Pérgamo o Roma — esta lo cu ra12 denunciada por Séneca bajo el Imperio romano— una m ultiplicación de los lectores, y cuidado con hacer comenzar la literatura a partir del reinado de Alejandro, pues habría que pro bar todavía que esos lectores potenciales fueron lectores «lite rarios». Conocemos muchos ejemplos de esas «literaturas sin lector». Por ejemplo, en la biblioteca de Asurbanipal se descubrió un cor pu s de textos que, a ojos contemporáneos, hubieran podido pasar por «literarios», hasta el día en que se demostró que se trataba de textos profilácticos, destinados a ser recitados ritualmente en deter 10 Marcel DETIENNE, Les Savoirs d e l ’é critu re en Grèce ancienne, op. cit., págs. «L’espace de la publicité», y Giorgio C a m a s s a , ibid., págs. 1 3 0 -1 5 5 . " Sobre la representación de la lectura en la Grecia antigua, cf. el libro funda mental de Jesper SVENBRO, Phrasikléia. A nthropologie d e la lecture en Grèce an cien ne, La Découverte, Paris, 1988. 12 SÉNECA, D e breuitate uitae, XIII, 3. [Existe version española: De la brevedad d e la vida, Madrid, Mediterráneo, 1985.]
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minadas ocasiones. «Podemos leer un relato sobre peste como un relato, pero no era ése su destino sino que tenía una función de conjuro» 13. Escribir es un prim er acto cuya finalidad sólo se reve la por el segundo que im plica generalm ente, leer, y hay muchos tipos de lectura. Un texto profiláctico no se puede leer como una obra literaria, si no es ocultando su verdad histórica. Un ejemplo más: si el libro XIII de los Epigramas de M arcial se vendía bien en las librerías de Roma, era porque se trataba de una colección de cortos poemas que acompañaban a los regalos, los xenia; los romanos compraban el libro de M arcial no con idea de leerlo sino para extraer de él dedicatorias poéticas destinadas a sus envíos, ya copiaran sin más los versos de M arcial o hicieran alguna im ita ción de circunstancias. A sí pues, la cuestión de la cultura escrita y de la cultura oral en la Grecia antigua, como en cualquier sitio, no es una cuestión de datación — este libro nunca anunciará de manera teatral: «H e aquí el día en que comenzó la literatu ra»— si se tienen en cuen ta únicamente los actos de escritura, puesto que la escritura supo ne una lectura y existe gran variedad de aquéllos. Un estudio que se instale de manera resuelta en la distancia histórica debe reconstruir las prácticas de lectura de los antiguos para tratar de averiguar si verdaderamente, en uno u otro momento, leer un libro o una inscripción dio a un griego o a un romano el placer total que le ofrecían las prácticas culturales «orales» asociando a las palabras la música y otros placeres del cuerpo.
La invención de la litera tu ra Desconfiemos, pues, de esas «literaturas sin lectores», de esos escritos que no estaban destinados a un público literario. Esto nos lleva a definir sim ultáneam ente la literatura desde el punto de vista de su producción y desde el punto de vista de su recep 13 Dominique C h a r pin , «L’Appropriation de l’oral», Cahiers Textuels, Univer sité de París-VII, pág. 58. 15
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ción, una recepción inscrita y prevista en una escritura que se da como tal y propone una lectura organizada de antemano. La exis tencia de la literatura supone una secuencia abierta por una escri tura específica, y cerrada por una lectura no menos específica. En otras palabras, sólo hay literatura donde existe, dentro de un horizonte de expectativas, una institución literaria. Es una de las propuestas de M ichel Charles en La R hétorique de la lecture 14. En ella critica la idea adm itida generalm ente de que en todo texto escrito, cualquiera que sea, la literatura «ya está ahí» n. Precisa que «la literatura forma parte del texto, se halla inscrita en é l» , no podemos imponerla desde el exterior si no se encuentra ya en él. No todo texto es legible. «En la lectura, por la lectura, un texto equis se constituye en literario; poder exorbi tante, pero compensado porque el texto “ordena” “su lectura”» y «si lo que convierte a un texto en texto literario es la lectura que hacemos de él, esta lectura está plasm ada de modo colateral en el texto y como tal es reconocible» l6. Por consiguiente, ninguna lectura transformará una palabra registrada en la escritura en un texto literario, «ya que un texto legible im plica procedimientos textuales que posibilitan su lectura». Por tanto, tam bién leer a Homero o a Plauto como textos literarios depende estrictam ente de la invención, es una fantasía pura, una desviación, aunque siempre sea posible reivindicarla como tal y que esa desviación tenga efectos creativos en los lectores, como cualquier procedi miento im aginario. La institución literaria establece un contrato social entre el escriptor ausente y su lector, contrato que es el único que da acce so al texto Ese contrato se inscribe en el texto y perm ite que el texto leído no sea el mensaje de nadie a cualquiera. Ciertamente, la retórica de un texto literario impone un tipo de enunciado m uy particular que pre-existe gracias a la institución literaria y que será la única que dé vida al enunciado. El texto va a convenMMichel CHARLES, La R hétorique d e la lecture, Le Seuil, París, 1977. 15 Ibid., pág. 79. 16 Michel C h a r le s , La R hétorique d e la lecture, op. cit., págs. 9 y 61. 16
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cer al lector de que pertenece a la literatura, que merece conser varse una vez leído para que pueda ser releído. «El modelo de lec tura de un texto literario debe re-actualizar constantemente el proceso de transformación (que es la lectura), darse no sólo a leer sino a releer» 17. Y es que el texto literario se presenta en aparien cia inacabado, es una palabra privada de «su padre», por em plear la expresión de Platón, o, como diríamos nosotros, un enun ciado sin sujeto de enunciación. Pero, en vez de que esta ausen cia sea una carencia, la desaparición del sujeto del enunciado, que deja entonces de decir la ausencia del sujeto de la enunciación, perm ite la instalación de otro sujeto y de otra enunciación, la lec tura y el lector. El lector se apropia del enunciado según las reglas que le indica la retórica del texto, aquí y ahora. De este modo, la literatura se instala entre insignificancia y polifonía, el doble des tino de toda palabra registrada, que por sí m ism a no dice nada y a la que el lector puede hacerle decir todo lo que él quiera. Efec tivamente, la escritura literaria indica al lector los caminos de su hermenéutica, ya que sólo él fabrica el discurso significante a partir del enunciado escrito, pero esos caminos todavía son m úl tiples — corresponde al lector elegir el suyo— , a diferencia de la escritura epistolar, que es monológica, gracias a la definición de los dos actores de la enunciación, que perm ite instaurar entre ambos una situación de comunicación socialmente definida. Así pues, la literatura instaura una situación de enuncia ción que deberá renovarse constantemente, re-encontrando el tiempo de la repetición propia de la oralidad. Con ello, no obs tante, habrá sustituido los cuerpos m utuam ente presentes, y su respectiva evidencia, por la búsqueda infinita del sentido, la frus tración perpetua del lector. «El efecto literario es a la vez susten to del deseo de leer y su satisfacción. Hay que estim ular la lectu ra, hay que defraudar a la lectura» 18. La invención de la literatura, en el sentido histórico del tér
17 Ibid., pág. 61. 18 Michel CHARLES, La R hétorique d e la lecture, op. cit., pág. 62 17
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mino «invención», es precisamente esto: escribir textos que no sólo exigen ser leídos — pues todas las inscripciones destinadas a hacer hablar a las cosas mudas contienen la m ism a exigencia— sino que ponen al lector en situación de ser el sujeto de la enun ciación, y no el instrumento de una oralización. Al convertirse el lector en el padre del escrito leído es capaz de defenderlo y comentarlo, domina la lengua que lo produce y, por consiguien te, su sentido. Se comprende que cualquier otro modelo de lec tura carezca de este efecto literario, y este trabajo nos llevará a comprobarlo: los antiguos conocieron muchas maneras de leer un libro, pero, por lo visto, nunca esta lectura literaria, sino bajo la forma de una re-escritura, lo que denominamos un remake. Escri bir la Eneida era, seguramente, para V irgilio la única lectura lite raria posible de Homero, el único modo para él de situarse como sujeto de enunciación.
Una duda sistem ática ¿Por qué me he lanzado a esta indagación? ¿Por qué haber dudado de la existencia de las literaturas antiguas? A fuerza de frecuentar los textos antiguos, griegos y latinos, y de enseñarlos; a fuerza de querer reconstituir su realidad histórica, me sobrevi no una inquietud que fue creciendo con los años. Todos esos tex tos manifestaban una excesiva plasticidad; con un poco de cos tumbre y otro poco de habilidad era posible hacerles decir abso lutam ente todo lo que se quisiera, como a las profecías de Nos tradamus. Cuanto más se prestaban a una exégesis histórica, más parecía que su lectura literaria se mostraba como puro artificio. Con lo que se nos impuso una duda: puede que las literaturas griega y romana no sean sino una invención moderna. ¿No habríamos desviado, en beneficio de una historia litera ria puramente fantasmal, jirones de palabras cuyo destino hubo de ser bien distinto? A fin de cuentas, la institución literaria es relativam ente reciente dentro de nuestra propia historia y nada perm ite afirmar a p riori que existiese tam bién en la época de 18
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Tucídides o de Mecenas. Nada perm ite afirmar a p riori que la lec tura fuese en Grecia y Roma el modo privilegiado de la transm i sión de valores y de saberes comunes. Y aun en el caso de que existiesen libros y bibliotecas, habría que ver cuál era el uso que se hacía de ello, tendríamos que re-descubrir lo que los antiguos confiaban a sus libros y lo que buscaban en ellos. Esa duda sistem ática chocará con algunas convicciones. Des de hace algunos años, la noción de autor se ha visto fuertemente sacudida, lo que facilita la ruptura con la idea de una literaturaconfidencia, de una literatura-m ensaje, pero en cambio no hay tanta facilidad para desembarazarse de la noción de escritura. Nuestra época ha perdido la lectura biográfica de la literatura, pero ha recibido en compensación una panoplia de lecturas tex tuales: las obras habrían dejado de ser la expansión de almas excepcionales para convertirse en máquinas que trabajan sign ifi cancias. De ahí que nuestros contemporáneos sean bastante reti centes a aceptar al mismo tiempo la pérdida del autor y la in sig nificancia de la escritura, m uy reticentes a renunciar a una semió tica del texto, y todavía más reticentes a revisar la propia noción de textualidad. En una palabra, raramente se muestran dispues tos a utilizar las categorías de la oralidad cuando se trata de monumentos de la cultura occidental cuidadosamente conserva dos en sus bibliotecas. Y sin embargo es ahí a donde nos condu cirá este estudio: a descubrir personajes de la A ntigüedad a q uie nes repugnaba hallarse en la posición del lector, y unas escrituras griega y romana que llevarán por siempre el luto de la oralidad.
Cuestiones de método Nuestra investigación parte del examen de tres textos ejem plares, cuyos «autores» son considerados como héroes fundadores de la literatura occidental: una oda de Anacreonte, un poema de Catulo y una novela de Apuleyo. Tres enunciados en prim era per sona donde los modernos han querido ver tres textos dirigidos por sus autores a la hum anidad y por ende a sí mismos, a través 19
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de los siglos, gracias a la escritura y a la lectura. A sí pues, la cues tión previa era la siguiente: esos escritos, ¿son legibles al día de hoy?, ¿permiten una recepción literaria, una lectura merced a la cual el lector cree para sí belleza y significación, recuperando de ese modo una lectura idéntica a la de los antiguos? ¿Podemos tra tarlos como un poema de Ronsard, de La Fontaine o de Verlaine, una novela de Voltaire o de Stendhal? Este libro se propone mostrar que esos tres textos son, en tér minos literarios, ilegibles. La demostración arranca de una reconstitución de lo que era la enunciación de cada uno dentro de su contexto histórico y que lleva a la constatación de que ningu no estaba destinado a una lectura literaria tal como la practica mos nosotros: — la oda de Anacreonte ha conservado las palabras de una canción ritual que sólo tuvo realidad en el marco de un sympósion aristocrático; — el poema de Catulo afirm a que la ebriedad poética está en otra parte, en la oralidad, y que la escritura poética sólo puede ser el atestado de una enunciación oral que se le escapa, sólo puede dar testimonio del cuerpo ausente; — El asno de oro, de Apuleyo, se tiene también por un enun ciado escrito: el prefacio presenta un papiro cubierto de caracte res latinos, como una m áquina de producir cuentos, destinada probablemente no tanto a lectores-consumidores como a un lec tor-contador que los recompondrá, compondrá otros a partir del original con el fin de decirlos en el marco donde se dicen los cuentos. Este libro, que de forma abusiva los modernos han deno minado novela, parece haber sido con toda certeza un interm e diario entre dos oralidades. Para apoyar esas tres demostraciones y prolongarlas — ya que esos tres ejemplos no tienen nada de excepcional— , este libro asocia a cada una algunas prácticas griegas o romanas, haciendo intervenir la escritura, la lectura y la oralidad. Junto a la oda de Anacreonte hemos colocado la biblioteca de A lejandría; junto al poema de Catulo, las compilaciones helenísticas y romanas; junto a los cuentos de Apuleyo, las lecturas públicas bajo el Imperio. 20
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El método seguido es el utilizado en Homère et D allas: intro dujim os entonces determinadas categorías de análisis que nos habían servido para reflexionar sobre las prácticas de oralidad; las recordaremos ahora con algunas más tomadas un poco de aquí y de a l l í 19. Decíamos del canto del aedo homérico que se trata de una actuación única y singular, un acontecimiento, cuya realización depende tan sólo de la competencia del cantor. Este acontecimiento está organizado en torno a un acto de palabra, una enunciación que constituye el tiempo de vida del enunciado. Este enunciado no es textualidad, es decir, aislado de su enunciación por la escritura ni transformado en monumento. En la cultura oral, en efecto, cada enunciación es una recomposición o una dicción·, por consiguiente, los resultados orales no son susceptibles de intertextualidad: el enun ciado no resulta fabricado a partir de otros enunciados. Enunciación y enunciados tienen significaciones diferentes, ya que es conve niente distinguir la significación pragm ática obtenida mediante la reconstitución del acontecimiento, la enunciación, y la significación semántica, obtenida por el análisis del enunciado, tratado como un texto. Un ejemplo sencillo tomado de la conversación corriente es la fórmula de cortesía «¿Cómo está usted?», cuyo sentido semán
19 Nuestras referencias conceptuales esenciales son Jesper SvENBRO, Phrasikléia. A nthropologie d e la lecture en G rèce ancienne, op. cit.-, Gregory N agy , Le M ei lleu r des Achéens, op. cit., y P in da r’s Homer, John Hopkins University Press, Baltimore y Londres, 1990; Paul ZUMTHOR, Introduction à la poésie orale, París, 1983, y La Poésie d e la voix dans la civilisation m édiévale, Paris, 1984; Domini que M a in g u e n e a u , Pragm atique p o u r le discours littéraire, Bordas, Paris, 1990; François R e can ati , Les Énoncés perform atifi, Ed. de Minuit, Paris, 1981; Claude CALAME, Le R écit en Grèce ancienne, op. cit.; Bernard C e r q u i GLINI, Éloge d e la variante, Le Seuil, Paris, 1989; Jack GOODY, La logique d e l ’é criture. Aux origines des sociétés humaines, Armand Colin, Paris, 1986 [existe version española: La lógi ca d e la escritura y la organización d e la sociedad, Madrid, Alianza Editorial, 1990. Traducción de Inmaculada Álvarez Puente]; John SCHEID y Jesper SvENBRO, Le M étier d e Zeus. M ythe du tissu et du tissage dans le m onde gréco-rom ain , La Décou verte, Paris, 1994; a los que hay que añadir las interminables discusiones con JeanLouis Durand, helenista y africanista, adepto de la oralidad practicada. 21
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tico es una pregunta dirigida a un interlocutor acerca del buen fun cionamiento de sus intestinos, y cuyo sentido pragmático es la puesta en evidencia de una situación de comunicación, que indica que las dos personas se conocen, al menos de una manera señalada (esta forma de saludo sigue a veces inmediatamente a una presen tación). La pregunta no es tal y sobre todo no requiere una res puesta auténtica, que pondría a quien pregunta en situación emba razosa. El sentido pragmático siempre es socializado y presupone una situación de enunciación precisa, definida en el tiempo y en el espacio. Dicho de otro modo, la oralidad impone un uso contextualizado de la lengua, y la escritura permite la apropiación de un saber descontextualizado. Eso no im plica que la escritura sea siempre descontextualizada — no es el caso en el intercambio epistolar— ; no im plica tampoco que la oralidad no pueda descontextualizarse en otras civilizaciones — sí es el caso del registro sonoro o la cita— . En suma, si bien la escritura descontextualiza, la lectura recontextualiza necesariamente el escrito. La escritura sólo per m ite desglosar una prim era enunciación im plicada por la pro ducción y una segunda enunciación im plicada por la recepción. La escritura y la lectura de un texto sólo tienen en común el enunciado escrito-leído. La secuencia escritura-lectura puede ser regulada por una institución social, como la epistolaridad en Roma o la literatura en nuestra cultura contemporánea. Podría decirse que un texto literario que se da a leer como tal es un enunciado en busca de enunciación, con el fin de que su sentido semántico sea investido de un sentido pragm ático me diante su imbricación en una relación entre escritor y lector, defi nida socialmente en el tiempo y en el espacio. Sólo hay textualización, es decir, puesta en práctica de una hermenéutica que per m ita construir un sentido discursivo m ediante la elim inación de las ambigüedades y los dialoguism os, cuando se realiza a través de esta lectura-enunciación. El texto no está producido por la escri tura; ésta propone un enunciado a lecturas que constituirán un texto. Dado que cada lectura nueva — en la m edida en que es una nueva enunciación para el mismo enunciado, puesto que el suje to y las condiciones cambian— propone un nuevo sentido prag 22
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mático, puede que sea preciso todavía que esta lectura literaria se adecúe a este enunciado. Incluso, puede que no dependa de otra enunciación que le confiera ya un sentido pragm ático — co mo ocurre, por ejemplo, con respecto de los textos de teatro— , puede tratarse también de un texto «inacabado», como diría M ichel Charles, y no el atestado de un acontecimiento real o fic ticio. La lectura de un enunciado que es la huella de un aconte cimiento sólo puede ser la conmemoración de ese acontecimiento, una cita; en ningún caso puede ser una lectura literaria. La cita no es más que la oralización del enunciado; actualiza el significante sin interesarse por el significado; es un monumento oral. Por otra parte, el modelo de escritura que sirve para registrar actos de palabra es bastante conocido y se utilizó en la A ntigüe dad para fabricar enunciados a partir de enunciaciones ficticia s. La enunciación rea l que preside su recepción es por tanto una forma de lectura que carece sistem áticam ente del sentido pragmático implicado por la enunciación ficticia. Es el caso, por ejemplo, de las epopeyas homéricas en la m edida en que no existe para ellas ningún contexto enunciativo, ninguna práctica del canto épico. Dependen del pretexto falso en lo relativo a su producción, de la cita en lo que afecta a su recepción. Conviene destacar que la noción de enunciación ficticia aleja la hipótesis de una im itación interpretada necesariamente en términos de intertextualidad. Por lo demás, ¿cuándo podemos hablar de intertextualidad respecto de los textos antiguos? Pues la intertextualidad no es sólo un pro cedimiento de escritura, sino tam bién de lectura. Cuando un poeta griego o latino re-escribe un enunciado precedente, aplica los principios antiguos de la im itación, pero para que exis ta intertextualidad es preciso además que el lector construya su interpretación del nuevo texto de referencia, que escuche la Enei da a partir de la Odisea y de la lita d a , por ejem plo20. Ahora bien, eso está por probarse, ya que pudiera suceder que las referencias virgilianas a Homero no tengan el valor de cita, con el objetivo 20 Pietro PUCCI, Odysseus Polutropos. Intertextual R eading in the Odyssey an d the Illiad, Cornell University Press, Ithaca, 1987. 23
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de afirmar una im itación técnica sin ningún efecto semántico interno en el texto. Estas contraposiciones entre oralidad y escritura-lectura, acon tecim iento y monumento, enunciación y enunciado, acto de pa labra y texto, recomposición y cita, sentido pragm ático y sentido semántico, que se perfilan sin solaparse, configuran una nebulo sa organizada a partir de dos polos asintóticos que hemos deno minado la cu ltu ra caliente y la cu ltu ra fr ía . La cultura caliente, como el vino y los besos que queman a los bebedores romanos de la comissatio, como la ebriedad que embarga a los bailarines del cornos y a los cantantes del sympósion, como el placer consensual del pú blico romano en el teatro. Caliente como una fiesta flam enca. Una cultura fría como la losa funeraria, el libro-monumento don de se inscribe el nombre del poeta, como una reunión de am i gos que asisten a la lectura pública del panegírico de Trajano, como un tratado de historia natural. Fría como la soledad del lector.
La exploración m ítica En fin, el estudio de Homero nos ha llevado, en Homère et D allas, a proponer la noción de exploración m ítica. El aedo homé rico dice la verdad de un mundo ordenado bajo la garantía d iv i na, el cosmos, donde cada uno, hombre, bestia o dios, tiene su sitio justo y recibe su justa parte. Decir el orden del mundo, este orden invulnerable en el tiempo y que depende del Ser, no con siste en enunciar leyes, en definir partes ni en enumerar elementos, la epopeya no es una física. La verdad del mundo sólo es accesi ble a los hombres desde el interior de su realidad humana, a tra vés de las contingencias de tiem po, lugares y personas. Nada existe ni acá ni acullá del accidente. El aedo revela, pues, a los hombres las conexiones invisibles que, en el acontecimiento, organizan la cultura de los hombres. Y es que el hombre de la epopeya sólo tiene acceso a lo que los físicos presocráticos llam a ron la N aturaleza a través de su cultura, que constituye su única 24
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manera de percibir el cosmos, en la m edida en que aquélla defi ne totalm ente su estatuto de hombre, es decir, su estar-en-elmundo. Mas, como las conexiones ocultas cantadas por el aedo no son inteligibles a través de la experiencia humana, en otras pala bras, desde el interior de la cultura, el aedo, para hacerlas apare cer, arrastra el im aginario del auditorio fuera de su experiencia cultural, inventa situaciones imposibles, acontecimientos ficti cios, como el encuentro de un marino y de un cíclope. El aedo cuenta historias inverosímiles porque tiene necesidad de crear ficciones, y todo el auditorio acepta reconocerlas como tales. Los viajes de U lises, la cólera de A quiles, una guerra de diez años al pie de las m urallas de Troya y las genealogías de los dio ses son construcciones narrativas destinadas a explorar el mundo fuera de la experiencia humana. Pero cada decir del aedo sólo puede cristalizarse en una secuencia de dichos, o sea, en saberes discursivos que los hombres capitalizarán, un canto épico que completará al precedente, el viaje de Jasón se añadirá al viaje de Ulises para construir un saber del viaje. Por el contrario, cada decir borra al precedente, cada canto épico es el primero. Este olvido del dicho no es el efecto de una insuficiencia de memoria, de la falta de una técnica para registrar esos dichos, como es la escritura; lo que pasa es que la escritura, que es archi vo, no registra más que el vacío, es incom patible con un saber circunstancial que no puede construirse por acumulación en una acronía y una atopía. Cada verdad nueva, cantada esa noche por un aedo, es heterogénea respecto de las demás. La que ha canta do ayer, la que cantará mañana y la que canten los otros aedos. Porque cada una se dirige a un público particular, en una cir cunstancia particular, y por lo tanto cada una es un recorrido den tro del Ser, único y siempre renovado. La ficció n exploratoria como principio de n a rra tivid a d aproxi ma los mitos griegos a la cultura caliente, en la m edida en que son prácticas narrativas y no relatos modelizados, enunciaciones y no enunciados. De este modo, los mitos escapan a la narratología como producciones significantes. La significación de un m ito no depende de la historia contada, ésta carece de toda significación 25
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por sí m ism a; su significación dependerá del campo cultural, par cial, donde se aplica esta historia, y en esta ocasión precisa. La historia puede ser repetida, exactamente igual, por ejemplo la his toria del homicidio de Electra cuando asesina a su madre con su hermano Orestes, pero cada actualización m ítica produce una significación nueva: Las Coéforas, de Esquilo, Electra, de Sófocles, E lectra, de Eurípides, una sola historia y tres mitos distintos. La noción de exploración m ítica ofrece un modelo de inter pretación de todos los relatos que se ofrecen como ficciones, in cluso al margen de la epopeya, ya se trate de una tragedia o de un cuento. Pero sólo es utilizab le si se tiene en cuenta la recepción del relato, puesto que únicamente el destinatario puede d istin g u ir lo verdadero de lo no verdadero en función de un saber com partido con el narrador. Por consiguiente, conviene estudiar una exploración m ítica sólo después de haber reconstituido la enun ciación.
P ara reconciliarnos con el fu tu ro: la a lterid a d fu n d a d ora Al final del siglo X X , nuestra civilización tiene necesidad de redescubrir sus orígenes para evitar sucum bir al canto de las sire nas de la decadencia. Es importante darse cuenta, cuando se acen túa la desafección de la literatura y de todo lo que depende de la cultura de las obras maestras en beneficio de músicas mestizas y de mutaciones permanentes, que ese movimiento puede vivirse como una vuelta a nuestros orígenes griegos y romanos. Después del siglo X IX , nuestro siglo X X estaba en la creencia de que la institución literaria, que no es más que una forma efí mera y como cualquier otra de cultura, representaba para nuestra civilización y la civilización en general un logro irreversible del progreso humano y una forma de su realización. Esta convicción es tan fuerte que se inscribe en nuestro lenguaje ordinario. Cuan do hablamos de poesía sin más precisión, se supone que se trata de textos en verso conservados por escrito. Si es necesario, habla remos de poesía oral o de poesía cantada y acompañada de m úsi26
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ca. Pero Gregory N agy recuerda oportunamente, al comienzo de P in d ar’s Homer, que la poesía oral no es una poesía sin escritura; m uy al contrario, si nos situamos en la historia de la humanidad donde la excepción es la escritura, la poesía escrita es una poesía sin voz, como la poesía dicha es una poesía sin música; la caren cia, si hubiera tal, no vendría del lado de la oralidad ni de las poe sías tradicionales, sino más bien del de la escritura y la poesía libresca. De hecho, lo que se nos ha presentado como una cultura m ilenaria, que se inició con Grecia y Roma, la cultura literaria, apenas data de hace dos siglos y no es más que una invención del siglo X IX , ya que es éste el que ha generalizado esta religión del texto e instalado definitivam ente la noción de autor, que había emergido en el siglo x v i21. Como lo expresa aquí de manera sin tética Bernard C erquiglini, la noción de literatura es ideológica y se halla históricamente datada: «Ese privilegio del autor sobre el que vemos fundamentada la filología positiva será, después de M allarm é, revertida globalm ente sobre la escritura y el texto mismos, preparando así la epifanía textual final que constituyen para nosotros las teorías literarias desde el New C riticism .» Hoy en día vivimos un retorno de la oralidad y de lo efímero que no es anuncio del fin del mundo. Por lo demás, ¿acaso no es cierto que esta oralidad ha frecuentado siempre como una nostal gia nuestra cultura aplastada bajo el peso de sus escritos? Y la propia institución literaria, tal como la definió M ichel Charles, ¿no era ya un intento de re-introducir el acontecimiento en una cultura monumentalizada y recuperar la oralidad perdida? Y, por últim o, ¿es que la práctica del comentario que está en el corazón de nuestros estudios literarios no es una manera de recordar que Dios está ausente de las Escrituras? ¿Y si nuestros historiadores de la cultura realizasen una revo lución copernicana pensando de ahora en adelante nuestra cultu-
21 CERQUIGLINI (1989), págs. 19 y 91. (Las referencias entre paréntesis remi ten a la nota 19, pág. 19.)
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ra del registro a partir de la oralidad y no a la inversa, como lo hacían antes considerando por ejemplo la poesía (oral) como una pre-literatura? Al re-encontrarnos con nuestros orígenes orales, podremos proyectarnos hacia el futuro sin romper con nuestro pasado y enlazar con la cultura mundial, reconociendo así una a lterid a d fu n d a d o ra 22 que nos perm itirá también columbrar una rela ción diferente con la escritura.
u L a fó rm u la se en c u e n tra en C erquiG LIN I (1 9 8 9 ), p ág. 3 3 .
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I L a c u l t u r a d e l a e b r ie d a d :
CANTAR PARA NO DECIR N AD A
Riberas griega s A sí pues, vamos a explorar, como arqueólogos, palabras pro nunciadas otrora en las riberas del mar Jónico, en los tiempos de las más antiguas ciudades griegas. Ese regreso a las fuentes tiene por finalidad preguntarse sobre lo que, en definitiva, nos parece una de las grandes ilusiones de la historia literaria: la poesía lírica griega. Esta expresión designa un corpus de textos en verso, reunidos por los propios antiguos, y considerados legibles por nuestros contemporáneos. Legibles literariam ente hablando, es decir, susceptibles de transm itir un sentido a los lectores y a los m anipuladores de libros. Esos textos que se expresan siem pre en prim era persona son, pues, leídos hoy como mensajes enviados por sus autores a los hombres de siem pre y de cualquier parte, para comunicarles experiencias vividas, expre sarles su yo íntim o. Bajo los nombres de Anacreonte, Safo y algunos otros, se han conservado canciones en las que un Yo habla de amor, de vino y de poesía y que la historia de la literatura presenta como obras «rom ánticas», los primeros monumentos de la efusión sentimen tal y de la confesión conmovedora, y que se remontan al siglo VI a.C. Una vez traducidos, se entregan tal como están a los con temporáneos ansiosos. ¡Pensad! ¡Tienen cita con sus propios sen tim ientos, experimentados hace m iles de años por efebos con faldita! «¡Anacreonte sufría y amaba ya como nosotros! ¡Leed y comprobadlo!» 1 Desde luego, hay que hacer un poco de trampa, 1 Un ejemplo reciente de interpretación «romántica» de la poesía de Ana creonte donde el autor escribe que canta por frustración amorosa, y transforma sus fracasos de amante valetudinario en obras de arte donde expone su «visión per 31
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cambiar a veces el sexo de los amores de Anacreonte o de Safo para hacerlos más ortodoxos; olvidar que Eros, Dionisos, Afrodi ta o las Musas, presentes en esos cantos, eran exactamente dioses y no alegorías académicas; fingir ignorar que la poesía lírica, como su nombre indica, se cantaba acompañada con música de lira. ¿Quién, hoy en día, al leer el libreto de Don J u a n , pretende ría tener acceso a la ópera de Mozart? Esta percepción literaria de la lírica griega por Occidente es una de esas famosas «apropiaciones de lo o ra l» 2 por lo escrito que constituye uno de los grandes crímenes culturales de nuestra civilización. Crimen contra un pasado que olvidamos al en mascararlo, crim en contra nosotros mismos, ya que si buscamos nuestras raíces en la antigüedad griega, y por qué no, devolvamos al menos a esta cultura griega antigua su autenticidad. Este es nuestro proyecto. Para ello, no leeremos un texto que estaba desti nado a una cultura literaria, sino que trataremos de reconstruir el acontecimiento lírico cuya huella representa, con el fin de reen contrar su significación pragm ática. Y ese proyecto va a llevarnos a mostrar, a partir de una can ción de Anacreonte, que esos textos editados hoy bajo la rúbri ca «Poesía lírica griega» son de hecho ilegibles. Dicho de otro modo, el proceso de lectura al que les someten nuestros contem poráneos al considerarlos como obras literarias sólo puede produ cir vacío. Si el lector extrae de ello cualquier significación, será la que haya puesto él por su cuenta.
sonal del amor»: Patricia ROSENMAYER, The Poetics o fjm ita tio n . Anacreon an d the A nacreontic Tradition, Cambridge University Press, Cambridge-Nueva York, 1992, pág. 44. 2 La expresión sirve de título a una mesa redonda del centro Beaubourg (22 de abril de 1986) cuyas actas fueron publicadas por la universidad París-VII bajo la dirección de Danielle H ëBRARD y Annie P r a s SOLOFF en Cahiers Textuels, en 1990. 32
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El symposion Una ciudad griega. El sol se pone sobre el mar vacío y negro. Es invierno. Unos hombres están reunidos en una casa particular. Recostados por parejas sobre lechos dispuestos en círculo, lava dos, perfumados, apenas vestidos con una faja y adornados con una corona de violetas. Celebran un sympósion, un banquete en el que no se come — han cenado ya— , sino que se bebe en «com pañía» 3. En el centro de la estancia hay un gran vaso, la crátera. En ese vaso se ha mezclado vino con agua. El dios Dionisos está presente bajo esta forma en los sym pósia. Poseerá a quienes lo beban, con una ebriedad divina y peligrosa. El sympósion es un ritual colectivo de posesión en el cual el vino mezclado con agua sirve de droga. El sympósion, espacio de comunión y de m estizaje, acoge también a otros actores, a los tocadores de flauta y a las danzantes que algunos bebedores harán venir a su lecho, intro duciendo otros dos placeres, la música y el amor, pero siempre bajo la forma de una posesión ritual. Sym-pósion: «beber juntos»: el syn — conjunto— es esencial. En el banquete de Dionisos todo se hace conjuntam ente y esta conjunción es la salvaguarda de los bebedores porque perm ite un control colectivo de la ebriedad. Beber solo es beber como el cíclope de Eurípides, sucum bir en seguida a una ebriedad bestial, perder la posesión divina y hundirse en la inconsciencia. Duran te el sympósion el bebedor nunca está solo ni con su vino ni con su canto ni con sus amores. Su ebriedad, su deseo y su canto son compartidos por todos, y si se hunde, todo el banquete se hunde con él. Por eso, el bebedor del sympósion no vive jamás una aven
3 El mejor libro en francés sobre el sym pósion es el de François LlSSARRAGUE, Un fl o t d ’images. Une esthétique du banquet grec, Adam Biró, Paris, 1987 (en ade lante: L isarra g u e [1987]). Todo este capítulo ha salido de ahí. Para una perspec tiva histórica, nos referiremos a Pauline SCHMITT-P ANTEL, La C ité au banquet, CEFR, 51, Roma-Paris, 1992 (en adelante: S c h MITT-Pa n t e l [1992]). Consúlte se también la obra colectiva dirigida por O. MURRAY, Sympósion on the sympósion, Clarendon Press, Oxford, 1990. 33
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tura solitaria y personal, busca por el contrario una comunidad de gestos, de placeres y de em ociones:4 Bebe conmigo, juega conmigo, ama conmigo, lleva conmi go una corona, conmigo cuando e s t o y loco, sé loco, y sabio con migo cuando y o lo s e a . La circulación de la copa que pasa de uno a otro, llena por el copero, un muchacho, el país, sirve de modelo a los demás reco rridos de espacio en el banquete. El amor circula como el vino y el canto, es el mismo para todos. Aunque cada cual lo sienta en su propio cuerpo, cuerpo de viejo o de joven, de Sileno obeso y calvo o de hermoso atleta ensortijado, por un efebo o por una intérprete de la música, se trata del mismo dios amor, idéntico amor griego que lo posee y se dice con las m ismas palabras pasan do de uno a otro. La individualidad se borra con las preocupacio nes de la vida exterior, gracias al vino del olvido. El sympósion, m uy lejos de ser la ocasión de una expresión personal, perm ite «la eclosión del principio de identificación», según la fórmula de Nietzsche. Dionisos está presente real y físicamente en el cuerpo de los bebedores; en este caso, la ebriedad es una posesión divina. No hay que ver en ello una manera distinta de llam ar a la patología de la ebriedad, ya que los griegos conocen bien esta patología y no la confunden con la posesión dionisíaca; en Grecia beber vino no siempre es una aventura sagrada; en general, los griegos beben un «vaso de vino», como nosotros, por la sed y por el placer, y algunos, que han bebido algo más de la cuenta, se encuentran por ello demasiado alegres, agresivos o em brutecidos5. Dionisos no está autom áticam ente donde hay vino, es necesario el ritual del sympósion para hacerlo acudir al cuerpo de los bebedores.
* Canto de banquete ateniense, anónimo, conservado por ATENEO, XV, 695 d. núm. 19 y traducido por L issa rrag u e (1987), pág. 11. 5 Valeria A n d o , «Vin et m ania», en B. FOURNIER y S. D ’O n o f r io (dirs.), Le F erm ent divin. Casa de las Ciencias del Hombre, París, 1991, págs. 167-179. 34
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El dios-vino no es el único en ser convocado ritualm ente al banquete. Están presentes otras divinidades, susceptibles tam bién de poseer a los bebedores. El sympósion, como cualquier prác tica cultural, se hace en Grecia bajo la garantía de varias d iv in i dades, concernidas por esta práctica y que constituyen un micropanteón coyuntural6. Tienen en común su modo de presencia: se instalan en el cuerpo de los bebedores. Flanqueando a Dionisos encontramos con frecuencia a Eros y a las Musas. Como Dionisos es el dios-vino, Eros es el dios-de seo que penetra en el cuerpo de los jóvenes bebedores1. También Eros, al igual que Dionisos, es un poder brutal y sobrehumano que el hombre no puede afrontar en solitario y fuera de un ritual. Las Musas, divinidades de la m úsica, están presentes m ediante la lira y la flauta que tocan los bebedores y las concertistas profe sionales — que también son profesionales del amor— contratadas para la ocasión; por lo demás, son las únicas mujeres presentes en un sympósion. Las Musas son las diosas-canto, pues la música de los instrumentos, al poseer al cantor, le hacen componer una can ción llena de cháris, es decir, de belleza y de seducción, que en canta lo mismo a los hombres que a los dioses. A diferencia del aedo, que canta la epopeya, el bebedor de sympósion no es un pro fesional de la Memoria, su palabra no es inspirada, está vacía de todo saber superior, de ahí que sólo hable del banquete y de sus divinidades. La canción del bebedor jamás es m ítica, en general se lim ita a expresar el placer que se da participando en el sym pó sion, bebiendo, amando y cantando8:
6J.-P. VERNANT, «La société des dieux» en M ythe et société en Grèce ancienne, La Découverte, Paris, 1974, págs. 103-120. [Existe version española: M ito y sociedad en la Grecia antigua, Madrid, Siglo XXI, 1994. Traducción de Cristina Gázquez.] 7 Eros es el dios que propicia la erección a los adolescentes; el phallos derecho y turgente es una de las epifanías del dios, cf. Marcel DETIENNE, D ionysos à ciel ouvert, Hachette, Paris, 1986, págs. 89 y ss. [Existe version española: Dionisos a cielo abierto, Barcelona, Gedisa, 1986. Traducción de Margarita Mizraji.] f 8 SOLÓN, frag. 20 de la ed. Diehl, citado por PLUTARCO, El banquete d e los siete sabios. 55
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Ahora me complazco en las obras de la diosa nacida en Chi pre (Afrodita), de Dionisos y de las Musas. Con frecuencia, los cantos de banquete tienen ese carácter cir cular, el sympósion se encierra en sí mismo, lim itándose a celebrar su existencia. No obstante, si bien un sympósion es ritualm ente siempre el mismo sympósion, también es un acontecimiento distinto en cada ocasión. Las embriagueces que deben afrontar los bebedores son pruebas, siempre nuevas y siempre peligrosas. Varían en cada banquete según las circunstancias, la personalidad de los convi dados reunidos, la cantidad de vino bebido y su poder de mezcla, preparado según las instrucciones de quien ha sido designado «rey del banquete». El panteón de cada banquete varía en conse cuencia, y las tres divinidades del banquete no han de estar pre sentes, necesariamente, de la m ism a manera. Pueden añadirse otras, o reemplazar a algunas de ellas, como Afrodita, diosa del amor en pareja, o las Ninfas, divinidades de las aguas; sólo Dio nisos está siempre presente. Así pues, cada banquete es un acontecimiento y una aventu ra para cada uno de los bebedores. Cada canción va a fluir en una situación diferente, será un resultado singular, correspondiente con el modo en que, ese día, se ha realizado el ritual. Los actores de esta enunciación son los bebedores, los negociadores entre las reglas del ritual y la singularidad del acontecimiento. Sólo la sig nificación pragm ática de la canción es siempre la m ism a, puesto que es la que dice y realiza el ritual simpático; su significación sem ántica es variable, ya que registra la singularidad del ban quete; se trata de una variante contextual.
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1 La canción de Cleobulo
Un interm ediario dudoso ¿Existió alguna vez Anacreonte? ¿Fue un poeta? ¿O fue más bien una manera jonia de cantar y de experimentar placer hace dos m il quinientos años? Como exploradores que se remontan en el tiempo, hallamos en antiguos libros mágicos algunas cancio nes reunidas bajo el nombre de Anacreonte. Tomemos un fragmento cualquiera1, las palabras de una ora ción a Dionisos, citadas por Dión Crisóstomo2, que lo presenta así: «Por eso [...] un rey no debe dirigirse a los dioses en sus plegarias (euchomenon) como lo hace el poeta (potetes) jonio Anacreonte: ΎΩναξ, ω δάμαλησ ’’Ερως
¡O h Soberano!, con quien Eros vencedor
καί Ννμφαι κνανώπιδες
Y las N infas de ojos sombríos
πορφυρή t ’Αφροδίτη
Y A frodita la deslumbrante
σ υ μ π α ίζ ο υ σ ιν επιστρέφω S
Ju eg a n como niños
νψ ήλω ν όρέω ν κορυφάς
Tú que recorres las cim as de las altas montañas
γαυνονμαί σε, σ ν δ ευμενής
Yo te suplico que me hagas el fa vo r
ελθοις μ ο ι κεχαρισμεω ης t
De venir a l oír
ευχωλής έπακοι>ων.
M i oración, que te agrada
' Frag. 2. 2 II, T l. Dión Crisóstomo es un retórico de finales del siglo I. 37
Florence Dupont Aconseja bien a Cleobulo
Κλευβούλφ δ άγαθοσ γενευ σ ύμβουλος τον εμόν y ερωτοί
ώ Δεύνυσε, δέχεσθαι.
Dio·
D ile que mi am or >f. tiene el deber de acogerlo
Plegaria vulgar, para el gusto de Dión Crisóstomo, que des honraría a quien la pronunciase, como esas canciones de taberna y esos refranes de beodo que se vociferaban en las borracheras ate nienses, esos poemas groseros apenas buenos, según él, para cam pesinos de juerga y los banquetes anuales de los clubes sólo para hombres. Pero ¿qué sabemos de Anacreonte y del Dionisos de los ban quetes en el siglo i de nuestra era? Nuestro retórico ha leído el texto que cita, para él ese canto ya no es más una pieza de museo, un objeto de estudio. Dión vive en un mundo en el que la ciudad griega del siglo vi a.C. pertenece ya al im aginario de los oríge nes. Un intelectual del Imperio romano no es culturalm ente con temporáneo de las canciones de Anacreonte, tampoco es el bar quero inocente que nos trajera, como a su pesar, desde las pro fundidades del tiempo, una palabra intacta. Es uno de los muchos actores de la cadena que ha metamorfoseado una palabraacontecimiento en un texto-monumento. Uno de los que acredi taron la figura anacrónica de un Anacreonte poeta, es decir, en griego, un «fabricante». Para la argumentación del discurso en el que inserta su cita, Dión Crisóstomo necesitaba que Anacreonte fuese el inventor de esas palabras, con el fin de poder estigm atizar al autor de una im piedad. Le hacía falta un hombre que, por propia iniciativa, se hubiera dirigido a Dionisos por medio de esa oración dudosa, y, lo que es peor, le hacía falta que ese hombre hubiese dado a su plegaria la forma de una obra de arte y considerase ese canto como una obra maestra memorable, un monumento de la poesía griega. En resumen, para su demostración, Dión necesitaba que el sujeto del enunciado, el Yo del canto, fuese el único responsa ble de su palabra. Ya que si ésta había sido la palabra efímera de 3Trad, (francesa) de la autora. 38
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un cantor que brindara a Dionisos según el ritual común a todos los banquetes de su tiempo, Dión tendría que haber renunciado a su cita, so pena de condenar globalm ente a toda la religión dionisíaca de la Grecia de entonces. Y habría sucedido lo mismo si Anacreonte hubiese sido un maestro, el creador de modelos en el seno de una tradición. En fin, el punto de vista de Dión aúna la pura subjetividad de la palabra del poeta con su pretensión de convertir aquélla en un objeto artístico. Eso era inconcebible en la A ntigüedad, y contiene ya su condena en sí mismo; ya que ele var a los dioses una oración que se inscribe en el marco de un ritual constituye una falta religiosa y cultural. Dión hace un flaco favor a Anacreonte. ¿M ala fe del retórico, tal vez? En absoluto: para Dión como para nosotros, esas palabras eran ya letra(s) muerta(s). Letra(s) en los dos sentidos de la expresión: inscripciones mudas sobre un soporte sin vida, recibidas como un mensaje dirigido a nosotros por un mundo enterrado. En el siglo i, esas palabras ya no son más que un texto para que el retórico analice, como lo haría hoy un estilista, en términos de comunicación, lo que introduce de entrada un contrasentido. Cree reconocer aquí un tipo de palabra que serviría a los hombres para dialogar personalmente con los dioses. Por lo tanto, según él, Anacreonte, al dirigirse a Dioni sos, debería respetar la jerarquía y emplear la cortesía humana exigida en tales circunstancias. En la continuación del texto, le opondrá la buena utilización de los héroes homéricos. El comentario de Dión ¿hace reír? No es más ridículo que un comentario literario contemporáneo al extasiarse ante la belleza poética de los versos de Anacreonte o la sutileza de su escritura. Una crítica m uy reciente, que responde a Dión a través de los siglos, afirma así, respecto de ese fragmento, que la forma de la oración oculta una solicitación erótica 4: «El texto m anipula al lector, ciertamente, produciendo un efecto humorístico más que una irreverencia o una inconveniencia respecto de Dionisos, pero el desenfado es innegable.» 4 P. ROSENMAYER, The Poetics o f Im itation, op. cit., pág. 43. 39
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Dión y nuestro helenista contemporáneo tienen en común leer esta canción y creen poder hacerlo con toda legitim idad. Uno reconoce en ella el diálogo de un poeta y de un dios cuyo enun ciado se bastaría por sí solo para que pudiésemos juzgarlo, y el otro la ve como una obra literaria destinada al placer de sus lec tores; ambos ignoran o pretenden ignorar la función ritual de esas palabras en el contexto en que están enunciadas, el banque te dionisíaco.
Un tiesto lin güístico Por nuestra parte, trataremos esas palabras griegas como un documento arqueológico conservado en la escritura, la huella dejada indirectam ente por bebedores jonios hace dos m il q u i nientos años, la impronta fragm entaria de palabras pronunciadas en un sympósion. Y es que el contexto religioso im plicado por ese manojo de versos evidencia que se trata de un banquete de bebe dores: Dionisos asociado a Eros no puede ser otro que el dios-vino de los griegos reunidos para «beber juntos». La forma m usical, la oda, y la atribución a Anacreonte, el cantor del banquete por excelencia en la tradición antigua, confirman esta interpretación religiosa. Por lo demás, todos los comentaristas están de acuerdo sobre este punto. El Yo de la canción es un bebedor de sympósion. Nuestro «tiesto lingüístico» es, pues, lo único que queda de un acto de habla inserto en un banquete y perdido en lo esencial. Palabra cantada cuya música está definitivam ente olvidada, aun que hayamos conservado la huella de esta m úsica gracias a la dis posición de las palabras en estrofas. Según una convención de escritura muy posterior al siglo VI a.C., esta disposición señala, en efecto, que nuestro casco era una «oda», es decir, en griego, «un canto ejecutado con una música de lira». Pero esta oda no perm ite, en el estado actual de nuestros conocimientos, restituir esta música. A sí pues, llamaremos a este texto, identificándolo a partir del único patronímico que en él se descifra, «la canción de Cleobulo». 40
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Éste es el origen de nuestro fragmento groseramente bosque jado. Pero la indagación no hace más que empezar. Como cada sympósion es un acontecimiento ritual, tratemos de reconstituir este acontecimiento. Desde luego, no insertándolo en una bio grafía de Cleobulo o de Anacreonte, lo que carecería enteramen te de sentido, sino en el desarrollo ritual de un sympósion, recupe rando su singularidad. Esta singularidad define las condiciones de enunciación de la canción de Cleobulo. Para hacerlo, seguiremos el método de los iconólogos, que trabajan con los vasos del banquete. Reconstruyen las series y resitúan el vaso estudiado en una serie en función del decorado5. Actuemos con este «tiesto lingüístico» como el iconólogo con su fragmento de copa pintada, resituando, antes de cualquier inter pretación, esta canción en el ritual del sympósion, y veamos si podemos ponerla en relación con una serie de actos de habla, de banquetes, del mismo tipo.
La apertura ritu a l: el prim er acto de com partir Entre las canciones de banquete que poseemos, existe una serie de odas asociadas a un gesto ritual bien conocido que sirve para abrir el sympósion: ese gesto se designa en griego con el nom bre de próposis, que viene del verbo propínein. El verbo signifi ca literalm ente «beber el primero, beber ofreciendo la m itad de la propia copa» 6. Los antiguos aportaron diversos comentarios
5 LlSSARRAGUE (1987), págs. 27 y 37. Si se trata, por ejemplo, de un fragmen to de copa para beber en la que podemos reconocer el perfil de un sátiro, el ico nólogo lo compara con otros decorados de sátiros. Centra su trabajo en la serie de los «vasos con sátiros» y define un semantismo del sátiro en el sympósion, a partir del cual puede luego interpretar cualquier imagen nueva donde figure un sátiro. Este método es el que siguen los iconólogos del centro Louis-Gernet (J.-L. Durand, F. Frontisi-Ducroux, F. Lissarrague y A. Schnapp). 6 La próposis ha sido estudiada por Giuseppe G ia n g ra n d e , «Sympotic Litera ture», en É pigrame grecque, Entrevistas de la Fundación Hardt, 1967, tomo XIV, págs. 121 y 147 y ss.
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más o menos concordantes al respecto7. Se trata de ofrecer una copa de vino al vecino de la derecha, interpelándole por su nom bre, para que la comparta. Preludio de los otros gestos mediante los cuales los bebedores hacen circular la copa a lo largo del ban quete y se invitan m utuam ente a beber8, la propósis se distingue de aquéllos porque es el prim er acto de compartir. El gesto de la próposis inaugura el sympósion: el prim er bebedor bebe, posion, y comparte, sym, tomando la iniciativa de introducir a Dionisos en el espacio colectivo sin correr el riesgo, cultural y religiosam ente inim aginable, de beber solo: ¡Vamos!, tráenos, muchacho, Una copa para que de un gran trago Abra yo el banquete (propio)9. La importancia de dar y com partir es tan grande en ese gesto, tan esencial, que el verbo propínein sirve para designar los demás dones que se hacen en el marco de la próposis, aunque no se trate de vino. Esos otros dones, puesto que pertenecen al universo del banquete, sólo pueden ser de canto o de amor: ¡Oh! Teodoro, recibe esta canción para beber (propinomenen poiésin) Sacada de mis poemas, te la mando pasar a la derecha A ti el primero tras mezclar en la copa de las Gracias, Las gracias del amor Y tú, tras aceptar este don, da por tu parte canciones Adornando el banquete...10 La canción, como la copa, es introducida en el círculo de los
498, y Escolio a las Olímpicas d e Píndaro, VII, 5. (1987), pág. 58 y fig. 41. ’ A n a c r e o n t e , frag. 76. 10 D io n is o s C a l h o s , citado por A t e n e o . XV, 669e. 7 ATENEO, XI,
8 L is s a r r a g u e
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convidados; es ofrecida primero a uno de ellos, a fin de que circule seguidam ente entre todos. Dentro del modelo del vino compartido, el poema se ofrece como «bebida» y su seducción musical, cháris, se «mezcla» con la seducción del amor, como el agua con el vino. El que lo recibe rem ite a otro canto, como el bebe dor pasa la copa, una vez que ha bebido. El don de la próposis puede también ser erótico, como vemos en un fragmento de Anacreonte : .... pero invítanos a beber (propine), amigo, tus muslos esbeltos11. Pero el gesto de la próposis tiene ya, en sí mismo, potencial mente, una significación «afrodítica»: puede sellar una relación amorosa entre el que ofrece la copa y el que la recibe. En el vino se mezcla el nombre del amado, como agua, con las propias pala bras del que pronuncia los términos de la próposis. El mismo, al beber en esta copa después de haberla ofrecido, bebe el nombre del amado 12, y de esta manera se colma de este héroe que va a unirles. «Bebiendo el am or», dice un cantor, y otro: «Ofrece (pro pin e) una am able copa de palabras» 13. Esta copa de palabras mez cla el amor y el nombre del amado, el uno endulza al otro, como el vino y el a g u a 14. Ese vínculo erótico que puede crear la próposis se explica por que ésta instaura siempre una proximidad entre los dos primeros bebedores. Sin embargo, ésta no se puede lim itar a una relación de hospitalidad, a una alianza entre dos fam ilias. En este sentido, la próposis servía para concertar esponsales en el marco de un ban quete. Empero, la copa no es compartida entre los prometidos,
pág. 78. A ntología palatina, V, 1137. 13 Anacreónticas, frags. 450 y 60, 32-33. 14Más adelante veremos cómo la palabra articulada en el canto es como el agua en el vino, lo domestica, pero, reducida a sí misma, es como el agua que se bebe sin ebriedad; cf. infra, págs. 242 y ss. " A n acreonte, 12 M e l e a g r o ,
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sino entre el joven y su futuro suegro. Un pasaje de Píndaro m uestra esos fastos nupciales donde un cáliz de oro brilla en medio de un banquete en las gruesas manos de un opulento prín cipe, que lo tiende al joven hijo de fam ilia, pleno de vigor y de am bición15: Como un hombre opulento con una copa en la mano, reple ta del rocío de la viña, para obsequiarla al joven prometido, bebiendo (propinen) en nombre de su casa, a su salud, una copa de oro macizo, joya de sus tesoros. La próposis establece autom áticam ente una proxim idad mayor entre los dos primeros bebedores. Dado que el banquete debe inaugurarse compartiendo el vino, significándose así que ningún bebedor bebe solo, este acto de com partir vincula de manera p rivilegiada a esos dos primeros bebedores, que no deben seguir siendo uno más uno, sino constituir, al menos durante el tiempo del ritu al, una «p areja», como prim icia de la solidaridad de los otros co-bebedores del sym pósion. Esta solida ridad se verá fortalecida con la creación de parejas a lo largo del banquete, parejas amorosas o no. Todos los gestos se hacen por parejas16, como vemos en las pinturas de los vasos de banquete. Por eso, un invitado, cuando canta, se dirige siem pre a uno de los co-bebedores, apostrofándole. Si esas canciones, que las his torias de la literatura griega registrarán bajo la etiqueta de «poe sía lírica» — es decir, un género literario con la rémora perpetua del manido comentario sobre el «lirism o personal»— , utilizan el Yo y el Tú, se debe a que este uso corresponde al funciona miento social del sym pósion. Se trata de una colectividad consti tuida por parejas, donde cada uno es el igual de los otros convi dados: la disposición en círculo significa esta igualdad. Yo y Tú, el uno y el otro, se definen sólo por su presencia en el banquete
15 P ín d a r o ,
Olímpicas, V II,
1 -1 0.
16 S c h m it t -P a n tel (1 9 9 2 ), p ág. 2 3 .
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y su posición en el sistem a de circulación de la palabra. A dife rencia del aedo de la d a is homérica, que está situado en el cen tro del comedor y que, así, distribuye su palabra a todos por igu al, en tanto que aedo conocido, designado por su nombre de profesional, el cantante de sym pósion es un aficionado, que per manece en el círculo y dialoga con su compañero de lecho, pues él no ofrece directam ente su canto a la colectividad de los banqueteadores. A sí pues, conviene no hablar de «poesía en prim e ra persona», como si se tratara de la expresión de una experien cia íntim a y singular. M uy al contrario, el Yo del enunciado sirve para empezar a perorar sobre una situación ritual circuns crita en el tiem po y en el espacio, el sympósion, arrancando así al sujeto de toda interferencia biográfica, no es más que el Yo de la enunciación, el bebedor aq u í y ahora. La próposis es, pues, la apertura ritual del sympósion; se verifica a base de compartir la prim era copa del banquete entre los dos primeros bebedores. A este com partir el vino está asociado un don (o varios dones suplementarios) que también adopta la forma de un com partir y que refuerza el vínculo entre los dos bebedo res, don erótico m uy a menudo. Ese prim er acto de compartir sirve de preludio al com partir generalizado que caracteriza al sympósion. Unas palabras acompañan el gesto ritual; concreta mente, el que ofrece la copa pronuncia en voz alta el nombre del otro co-bebedor que participa en la próposis.
Instalación de un panteón ¿Cabe incorporar nuestra oda a las canciones de próposis? Des de luego, el cantor no pronuncia el verbo propino, pero la canción a Cleobulo refiere y participa de este gesto de apertura ritual. En resumen, ¿qué dice efectivamente? Se ofrece vino al tiempo que el amor a un tal Cleobulo; éste, al recibir del cantor este doble don, acogerá a Eros, a Dionisos, a Afrodita y a las Ninfas, y de este modo los instalará en el banquete en el que participa junto al cantor. Podemos deducir de esos efectos religiosos de la can 45
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ción, y del doble don de que se trata, que aquélla acompaña, sin nombrarlo explícitam ente, a un gesto de próposis. Esos efectos religiosos, es decir, la significación pragm ática de la enunciación, merecen ser examinados con detalle. En pri mer lugar, la canción se canta necesariamente al comienzo del sympósion. Puesto que convoca a Dionisos y a su cortejo de d iv i nidades, e introduce a los dioses del banquete, está claro que éstos todavía no se hallaban presentes en el espacio del sympósion, que, por lo tanto, estaba todavía ritualm ente abierto. El Yo del enunciado les invita a venir, precisando, por lo demás, que llega Dionisos: «Te suplico que vengas, por favor... Tú que recorres las cimas de las altas m o n tañ as...» Dionisos está en la montaña, es decir, para los griegos, en un espacio culturalm ente diferente del espacio donde se celebran los banquetes y que es del más extre mado refinamiento. De manera general, Dionisos nunca está pre sente durante mucho tiempo en un área civilizada, siempre es preciso ir a buscarlo en el mundo silvestre; así es como los ate nienses hacen venir su estatua desde los confines del A tica en medio de trágicos concursos. A sí pues, ese canto está ubicado en el momento de la apertu ra ritual de un sympósion, en el momento en que un prim er bebe dor instala a Dionisos y a los demás dioses que lo acompañan: «Con quien Eros vencedor y las Ninfas de ojos sombríos y Afro d ita la deslum brante juegan como niños...» El panteón instalado por la canción de Cleobulo va a dar su dimensión singular al acontecimiento: Dionisos surge acompa ñado de Eros y de Afrodita. Si Eros es el dios del deseo emergente de los jóvenes, sin un destinatario preciso, Afrodita, por su parte, es la diosa de las parejas, de los amores socializados, es decir, de los únicos amores humanos posibles: el deseo puro, como el vino puro, vuelve locos a los hombres, los transforma en bestias. Afrodita confiere un objetivo al deseo de los muchachos, lo transforma en amor, desde luego, con frecuencia efímero, para alguna de las mujeres o algu no de los hombres de ese banquete. Desean en pareja, al igual que beben en pareja. 46
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Las Ninfas, que completan en este caso el coro de los dioses, son divinidades asociadas a las fuentes, como indica el epíteto que las caracteriza: kyampieles, «de ojos sombríos». Son el agua que se mezcla con el vino en la crátera, pero presiden también los amores salvajes y novicios. Y es que, si bien Afrodita es la don cella en el momento del m atrimonio, la nymphe es la joven de la luna de m ie l17. Pero conserva algo del salvajismo del puro deseo. Las Ninfas en los bosques son el erotismo salvaje en lo femenino. Penetran en los jóvenes y los vuelven locos — nymphid significa «d elirar»— . Conocemos la historia de Narciso. La presencia de esas Ninfas da al agua del banquete un inquietante poder; cier tamente, mezclada con el vino atenúa el fuego y modera la ebrie dad de los bebedores, pero aviva también su ardor amoroso por las jóvenes del banquete. Un panteón griego siempre es una estructura, los dominios de los dioses se definen en él cada uno con relación a los otros. La escritura sofisticada de los primeros versos de la canción perfila esta estructura. Por ejemplo, la oposición de los epítetos atrib u i dos a Afrodita y a las Ninfas construye la complementariedad de las divinidades en el sympósion de Cleobulo: Las Ninfas de ojos sombríos (kyandpides) versus Afrodita la deslumbrante (porphyre). Que esas diosas nos protejan de los desvarios «literarios» acerca de la belleza contrastada entre los ojos azules de las N in fas y la tez rosa (sic)18 de Afrodita, y nos recuerden que la poesía
17Marcel DETIENNE, en D ictionnaire des m ythologies, Flammarion, Paris, 1981, tomo II, págs. 65 y 70. 18Así, el editor de la colección Loeb tradujo p o rp h y récomo rosy («rosado»), al igual que el gran helenista británico C. M. Bowra. Sobre esos desvarios literarios, cf. el anexo «Documentos curiosos». Como es sabido, el griego no tiene verdade ramente términos de color, señala tan sólo el brillo: kyanos designa lo que esta en sombra o gris como la muerte, los abismos marinos por ejemplo; porphyré, lo que relumbra al sol, como la nieve, el mar o la purpura. 47
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griega no es un arte de la ornamentación y lo bonito. En efecto, ese fragmento panteónico se refiere sim ultáneam ente a dos estructuras, cosmogónica y cultural, y proyecta la oposición cós m ica entre las aguas profundas que brotan en la oscuridad de los bosques y el estallido centelleante del mar, en dos imágenes eró ticas y opuestas de la joven, la Afrodita urbana y las Ninfas sal vajes. Ese m ini-panteón se reúne para el sympósion adoptando sus categorías sociales. Las divinidades «juegan juntas» o más bien «se comportan juntas como niños». Los comentaristas han insis tido mucho sobre el sentido erótico del verbo 19; sin rechazarlo, nosotros insistirem os más bien en el «conjunto», syn, que asocia esos dioses a la etiqueta ritual del acto de compartir, y sobre «el n m o » , país, que es también el que escancia el vino en las copas, y lo hace por prim era vez en la velada.
El vino y el am or ofrecidos a Cleobulo Por lo demás, la canción de Cleobulo alude claram ente a los gestos y a los dones de la próposis. El Yo cantor interpela, in d i rectamente, a otro invitado para establecer con él, por la inter mediación de Dionisos, relaciones amorosas. En efecto, el cantor le pide a Dionisos ser un buen consejero para Cleobulo — literalm ente, symboulos, «querer con»— para que él acoja su deseo-amor, tön emón érota. Ahora bien, ese D ioni sos, destinado a aconsejar a Cleobulo, al cual se dirige el cantor, debe estar presente religiosam ente, y sólo puede estarlo en el marco del banquete por el vino que se va a beber. De esta mane ra, Dionisos estará presente en Cleobulo. El cantor ofrece, pues, en el mismo gesto, al presentar la copa a su vecino de la derecha, el vino-Dionisos y el deseo-Eros, con el fin de que los compartan.
ls Cf. Simon G o l d h il l , «The dance of the Veils; reading five fragments of Anacreon», Eranos, 1987, pág. 14. 48
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Reconocemos el gesto religioso de una próposis. Cleobulo reci biendo la copa, y cum pliendo el prim er acto de compartir del sympósion, establece un vínculo amoroso con el cantor e inaugura el banquete. Por consiguiente, la canción de Cleobulo ocupa un lugar en la serie de las «odas de próposis». Acompaña y consuma el ritual de apertura del banquete. Con anterioridad, sirve para invocar a cuatro divinidades del sympósion en el momento en que son intro ducidas en el banquete, y justo a continuación establece el vínculo amoroso que unirá al cantor y a su vecino, Cleobulo, cuando el joven va a recibir la copa y a bebería. Las palabras pronunciadas acompañan a un don del vino y a un don de amor, y nombran al destinatario de la prim era copa, Cleobulo, introduciendo el pri mer acto de compartir, creando la prim era pareja. Tenemos, pues, nuestra canción devuelta a su lu gar ritu al, huyendo al tiem po de lo biográfico y de lo anecdótico. Porque, de este modo, los dos protagonistas ya no están definidos por una aventura com ún, exterior al banquete, el amor que les una será únicam ente el efecto de sus lugares respectivos en el ritu al, en la m edida en que constituyen la pareja actora de la próposis.
La bella canción ofrecida a D ionisos Hemos reconstituido el contexto en el que se cantaba «la can ción de Cleobulo», la próposis, para entender las palabras del can tor que acompañan al gesto que ofrece la prim era copa. Pero sola mente hemos escuchado palabras, no hemos entrevisto nada de la propia canción. La música forma parte del banquete dionisíaco en la m ism a m edida que el vino y el amor, si bien, en nuestra canción, las divinidades afectadas, las Musas, no son convocadas a la vez que las otras. La lira y la flauta, al igual que la crátera, la copa o el bello muchacho, definen culturalm ente un sympósion. En el momento de la próposis se puede ofrecer un canto, además, para <9
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que seguidam ente los cantos circulen de izquierda a derecha, como el vino. La canción de Cleobulo es la prim era del sympósion. Pertene ce, como la prim era copa y el prim er deseo compartidos, al ritual del banquete. Lo que no será extensivo necesariamente a los otros cantos que le harán eco. Efectivamente, sabemos que, aparte de la epopeya y la guerra, los bebedores podían cantar a cualquier cosa en un banquete cuando les llegaba el turno, incluso a las leyes de la ciudad 20. El sympósion acoge palabras heterogéneas, incluso es un lugar de c ita 21. En los banquetes atenienses, ser capaz de cantar poemas conocidos, de Estesícoro o de cualquier otro, es una prueba indispensable de cultura. Se trata en este caso de un género de canto totalm ente distinto: la canción de Cleo bulo no es una cita que se entrometa en el transcurso del ban quete. Se sitúa en la próposis y no se puede deslindar de ésta. Esta canción, por lo tanto, tiene una función religiosa; ésta se cumple no sólo por el contenido de sus palabras, como hemos visto anteriormente, sino también porque es una bella canción, porque tiene una «escritura» — o una poética— diferente y una música, lo que le confiere su cháris, su seducción. El cantor está en posición litúrgica. Le dice a Dionisos «yo te suplico» y afirma que el dios acude a su llam ada porque esta lla mada es una oración, euchôlè, ritualm ente correcta (eso es lo que im plica el adjetivo eumen'es, «que me hace el favor»). Esta oración está cualificada además como canto y bella palabra, en la medida en que ejerce una seducción, kecharismenés, sobre Dionisos. El tér mino cháris asocia los valores de don y de placer: la cháris es la seducción del regalo, el placer que experimentamos al recibir un objeto bello y que nos colma de reconocimiento hacia el que nos lo ha ofrecido. Así pues, nuestra canción se da como un canto religioso d iri gido a un dios del banquete, una ofrenda a Dionisos, que la acep-
20 L is s a r r a g u e (1987), págs. 120 y 128-130, y A t e n e o , XV, 694a-696a. 21 Cf. infra, págs. 112 y ss.
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ta a causa de su encanto, inseparable de su perfección ritual. La canción de Cleobulo tiene la condición de una ofrenda sacrificial22. Es compartida entre los dioses y los hombres; pero en lugar de que los consumidores divinos y humanos estén separados, como durante un sacrificio, en el tiempo y en el espacio — los dioses en lo alto, aspirando el olor de las viandas asadas, sobre el altar; los hombres debajo, banqueteando después de los dioses, en un comedor— , aq uí hombres y dioses saborean al mismo tiempo y en el mismo lugar los mismos placeres musicales. La belleza de esta canción se ofrece con la próposis, es el tercer don a Cleobulo, con el fin de que a la seducción del canto, cháris, se mezcle, como el agua con el vino, el nombre del amado. La canción debe moderar los fuegos del deseo, fijándolo en el cantor, creando así una pareja «afrodítica». La palabra es a la música lo que el agua es al vino y Afrodita a Eros, los tres perm iten el dominio de las tres embriagueces del banquete. El análisis religioso de la canción de Cleobulo podría repre sentarse así: Don de la canción a Dionisos Dioses invocados
Dones de la p róp osis
Dioses invocados M
=
f
en la copa + nombre de Cleobulo
Eros-----------= en el cuerpo
------ Afrodita
= en la canción
Vemos el triple funcionamiento del canto que sirve para introducir a los dioses en el sympósion (columnas 1 y 3), cum plir los dones de la próposis (columna 2), y que él mismo es una ofren da sacrificial (línea 1).
22 Sobre el canto como ofrenda sacrificial, cf. PtNDARO, Olímpicas, 1-6, donde el poeta ofrece su oda a la diosa Camarina. 51
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Esta canción, en alguna medida, es un bello objeto funcional. La belleza del canto y su aceptación están aseguradas por su per fección ritual, su exacta adecuación al momento y a los gestos del sympósion y su conformidad al modo musical de composición que le viene dado por la lira, mostrando al mismo tiempo una cons trucción poética compleja. Podría decirse de ese canto que es una bella imagen musical de la próposis, como lo sería una bella copa pintada. Está compuesto de la m ism a manera. Una im agen grie ga no representa, en efecto, un momento ritual, presenta elemen tos de ese ritual del que exhibe ciertas significaciones. Por ejem p lo 23, vemos en una copa, trazadas en rojo, a dos mujeres frente a frente, recostadas en cojines: una tiende una copa con la mano derecha, sosteniendo otro recipiente en la mano izquierda; la otra toca la flauta y entre ambas, de derecha a izquierda, la inscripción «bebe tú tam bién», p in e kai su. Está claro que no se trata de una escena de banquete, sino de un montaje que muestra la circu lación, pareja por pareja, del vino, de la palabra y de la música en el sympósion. La canción de Cleobulo funciona como esta imagen de vaso, asocia dioses del sympósion, el destinatario de la próposis, y dos dones ofrecidos en el marco de la próposis: don del amor y don del canto. Dentro del propio ritual, conjuga dos tipos de actos de habla, la oración a los dioses para hacerles venir al banquete, y el ofrecimiento de la prim era copa a un invitado. Así pues, estamos claramente ante un montaje del mismo tipo que los presentes en los vasos. Ese montaje es la escritura del poema, enriquece su belleza, como la imagen embellece el vaso.
La doble actuación d el cantor y la tram pa amorosos Nuestro análisis no puede detenerse aquí. Hemos de volver, una vez más, sobre el desarrollo del sympósion, entonces, para comprender cómo se realizan sim ultánea y conjuntamente, a lo 23 Por ejemplo, LlSSARRAGUE (1987), fig. 41, pág. 58, comentario pág. 59. Segui mos aquí las conclusiones metodológicas de los iconólogos del centro Louis-Gernet. 52
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largo del ritual, la próposis y la invocación a los dioses, cómo ese montaje poético no es gratuitam ente estético, sino que tiene una eficacia ritual particular. Los dos actos no están adicionados, sino condicionados entre sí. Volvamos a las palabras que acompañan al ritual de la p ri mera copa y al verbo propino. Es el término técnico que puede pronunciar sim plem ente el prim er bebedor mientras ofrece la copa al segundo, preguntándole su nombre. Basta con inaugurar la circulación del vino en el sympósion. Propino, pronunciado en presente y en prim era persona, es por lo tanto un enunciado per formativo: acompaña al gesto ritual — el acto de compartir la p ri mera copa del sympósion— describiendo y cum pliendo la acción descrita por é l24. Mas aquí el poeta no dice propino, porque la enun ciación de la canción tiene el mismo efecto, forma una «secuen cia performativa» equivalente25. Esta canción es performativa porque quien la canta tiene el poder ritual de hacerlo. Condición necesaria y suficiente: ser el Yo de la situación. Ahora bien, el Yo de nuestra canción explici ta precisamente su Yo de celebrante, es al mismo tiempo el Yo suplicante — dicho de otro modo, el poeta de la bella canción— de Dionisos y el Yo enamorado de Cleobulo, destinatario de la copa. Esta conjunción de los dos Yo es la que perm ite a los dos actos rituales im bricarse el uno en el otro. La oración a Dionisos El único enunciado performativo explícito de la canción, y que le otorga su estatuto lingüístico de oración, es el verbo «yo
24 «Se llama performativo a todo enunciado que cumple dos condiciones al mismo tiempo: 1) interpretado literalmente, describe una acción presente de su locutor; 2) su enunciación tiene como función específica realizar esa acción», Oswald D u c r o t , D ire et n e pas dire, Hermann, 1 9 7 2 , pág. 6 9 . [Existe version española: D ecir y no decir. Principios d e sem ántica lingüística, Barcelona, Anagra ma, 1 9 8 2 . Traducción de Walter Minetto y Amparo Hurtado.] 25 F. R ecan ati (1 9 8 1 ) , p ág. 8 7 .
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te suplico». Yo no tiene ni nombre ni historia, no es ni sacerdo te ni poeta, pero le basta con decir a Dionisos: gounoúm ai se, «yo te suplico», y se convierte en su suplicante, porque él dice quién es y porque el verbo que lo dice lo convierte en tal, a condición no obstante de que haga el gesto requerido. En efecto, el verbo gou noúm ai es performativo y su enunciación en prim era persona ins taura una relación particular entre el que habla y aquel a quien se dirige: si le coge por las rodillas (o el mentón) — literalm ente, gounüm ai se significa «yo te cojo las rodillas»— , la relación es de súplica. En este sentido, la legitim idad de ese gounoúm ai se refie re únicam ente a la postura ritual del cantor en la próposis cuando alza la copa en su mano derecha. A sí pues, al dirigirse a Dioni sos, el cantor toma no el altar de la divinidad, como se hace habi tualm ente cuando se súplica a un dios, sino lo que, en ese ban quete, hace las veces de altar para Dionisos, la copa de vino 26. Pero ese gesto de la súplica es en el mismo momento el del bebedor que ofrece la copa a Cleobulo. Los dos gestos rituales coinciden: tomar la copa para darla y com partirla, e invocar a Dionisos bajo la forma de una súplica, son, por efecto de ese canto, una sola y m ism a acción. A buen seguro, ese montaje u ti liza una metáfora, puesto que presta una rodilla a la copa; pero esta metáfora no tiene nada de extraña, pues es frecuente que se utilicen términos de la anatom ía humana para hablar de las par tes de un vaso27; hasta vemos imágenes de copas cuyo pie, por
26 El altar es el lugar-instrumento del sacrificio, es el punto de encuentro de hombres y de dioses cuando este encuentro se hace sobre el modo del sacrificio, cf. M. DETIENNE yJ.-P- VERNANT (eds.), La C uisine du sacrifice en pays grec, Galli mard, Paris, 1979; en adelante: D e tien n e -V e rn a n t (1979). Cuando la relación hombre-dios se hace sobre el modo de la posesión, no hay altar y, por consi guiente, el receptáculo del dios, en este caso la copa, hace las veces de lugar. 27 Podemos preguntarnos si la utilización del verbo gounoúm ai, en lugar del usual iketeuó, no es empleada en el texto para explicitât el gesto del suplicante. Además, el término gonu, la rodilla, es quizá uno de esos términos de la anatomía humana utilizados para designar las partes de un vaso; cf. LlSSARRAGUE (1987), pág. 56 y fig. 38, pág. 57. 54
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ejemplo, tiene forma de ph allos. Una manera de ilustrar el senti do erótico del don de la próposis: el que recibe la copa acepta el vino y el deseo del donador. El interés del montaje poético realizado por la canción de Cleo bulo estriba en que esta súplica a Dionisos sólo puede pronun ciarla un invitado sosteniendo la copa, al principio del banquete, es decir, durante el ritual de la próposis. Por lo demás, esta oración, que hace del cantor un suplicante, transforma el vino en dios o más bien actualiza al dios en el vino. Dirigiéndose con la copa al comienzo del canto, e interpelando al Dionisos lejano de los espa cios salvajes bajo una perífrasis, «¡O h Soberano...!, tú que recorres las cimas de las altas montañas», para decirle que venga a poseer a Cleobulo, el cantor se dirige en seguida al dios por su nombre, en el últim o verso, «Dionisos». En adelante, el Dionisos de los banquetes está presente, es el vino que va a beber Cleobulo. Nuestra canción se compone de una sola frase, organizada en torno a un solo verbo, el performativo lingüístico gounoum ai «Yo te suplico abrazándome a tus rodillas». Las dos partes de la can ción, la que precede al verbo principal, gounoumai, y la que le sigue, corresponden exactamente a las dos partes de una oración griega: la primera define la o las divinidades invocadas, en situación, es decir, recordando cómo intervienen en el espacio cultural en el que son invocadas, aquí el banquete dionisíaco; la segunda señala el objeto de la oración d irigida por los hombres a los dioses. Pero, pronunciadas en otro contexto, esas palabras carecerían de efecto y a la vez de significación. La eficacia religiosa es la única signifi cación de esas palabras. La canción de Cleobulo, por tanto, es una verdadera oración a Dionisos — y no la representación de una ora ción a Dionisos— , aunque sea una oración m uy particular cuyo efecto es hacer venir inm ediatamente al dios-vino2". Es indisociable del contexto ritual en el que se ha pronunciado, la próposis. 28 J. M. EDMONDS presenta la hipótesis en la edición de las Lyrica Graeca, col. Loeb, vol. 2, pág. 139, nota 2, que habla de una posible «carta a Cleobulo». Para bastantes comentaristas, la oración a Dionisos sería una figura poética, una mani pulación del lector (sic), un juego galante, una forma de dirigirse indirectamente al muchacho. 55
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U n a o rac ió n p e r fo r m a tiv a
Pero esta oración no es una petición en suspenso, de la que los hombres hayan de esperar la respuesta divina; esta oración es per formativa, es decir, realiza lo que pide en el momento en que parece pedirlo. Porque es una canción, una bella canción, ofreci da en la próposis. En efecto, que la oración no nos haga olvidar la canción y su belleza seductora. La conjunción de la seducción del canto ofre cido y de la súplica a Dionisos-vino convierte a nuestra canción en una oración performativa. Ciertam ente, el cantor enuncia una petición, «ven... sé buen consejero», pero esta petición es un regalo seductor al que el dios no es capaz de resistirse. «Escu chando» la canción, se m uestra inm ediatam ente «benévolo» por agradecim iento de este don que le satisface, lo que im plica que «escucha» la petición del cantor. La fusión de los dos sentidos de epakoúo — oír— , uno que indica la percepción, y otro, la aquies cencia, expresa esta inm ediatez de la oración. Por otra parte, el fracaso de esta oración es inim aginable, ya que ello supondría el fracaso de la canción, carecería de esta charts musical que ha de introducir en el banquete, en cuanto don de la próposis. De este modo, basta con que el cantor cante la canción de Cleobulo, mientras le tiende la copa, para que al final, en el momento en que Cleobulo coge la copa, Dionisos esté allí. Esta perform atividad, que también podemos llam ar m agia, o encanto, viene de la conjunción del gesto de la próposis y de la oración a los dioses del banquete, conjunción que se realiza gracias a una poé tica del enunciado que es la huella lingüística de su eficacia ritual, y constituye la enunciación. A su vez, esta poética es indisociable de la belleza m usical del canto, siendo la m úsica la forma concreta de la presencia de las Musas en el banquete. Los otros dioses El mismo proceso actualiza a Eros en el deseo del cantor 56
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— tön emón érôta— , a las Ninfas en el agua mezclada con el vino, a Afrodita en el acto de com partir que está realizando entre Cleo bulo y el cantor. Por eso el cantor, al suplicar a Eros por mediación de D ioni sos, puede introducir al dios en el banquete únicamente porque puede acogerlo en su cuerpo, como el vino de la copa actualiza a Dionisos en ese banquete; así el sexo deseoso del cantor actualiza a Eros. A sí pues, para que la canción del cantor sea performativa, éste no sólo debe alzar la prim era copa, sino tam bién desear físi camente a Cleobulo. Por consiguiente, su amor no es la expresión de un Yo biográfico, un sentim iento anecdótico que interviene por añadidura, y, en cuanto tal, objeto de un relato en prim era persona. Ese deseo es ritualm ente necesario, como el vino de la crátera. Es indiferente qué enamorado de Cleobulo, o de cual quier otro joven presente en el banquete, se ocupe del asunto. Y es que ese deseo por Cleobulo asocia m aterialm ente, en la perso na del cantor-bebedor, el vino y el deseo. Cuando ese Yo del canto haya dado la copa a Cleobulo, su papel ritual habrá terminado y desaparecerá. Ha introducido el vino y el deseo en el sympósion y los ha compartido; de ahora en adelante, Eros y Dionisos quedan instalados entre los participan tes en el banquete. La asociación de los dos dioses introducidos en el sympósion viene expresada según la categoría del banquete por el verbo sym paízousin: «Juegan, se comportan como niños — literalmente, “hacen de muchachos”— juntos.» No se trata de una metáfora «poética», sino de la presencia perceptible de los dioses en la liber tad jubilosa de los paides, muchachos del banquete, ebrios de vino y de deseo compartidos — syn— y el primero de ellos es Cleobulo. La oración sitúa, pues, de manera inmediata, el mini-panteón del banquete. No es preciso postular ninguna desviación entre la palabra y su realización. El cantor, al pedirles que acudan, instala de forma inmediata a las divinidades que nombra, a partir del vino, del agua y del deseo ya presentes. Hace pasar ese deseo, ese vino, esa agua, de un espacio profano a un espacio sagrado, el sympósion inaugurado en el instante por la música, el gesto y la palabra. 57
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La canción cantada es un operador ritual que sacraliza alg u nos elementos esenciales del sympósion: el vino, el deseo, el agua, la pareja y la música. La próposis En fin, la canción de Cleobulo es un enunciado performativo amoroso, la segunda parte de la canción-oración-ofrenda realiza la unión del cantor y de Cleobulo. La fórmula im perativa que se dirige a Dionisos-vino, «Aconseja bien a C leobulo...», no debe interpretarse como una fórmula de petición — que es su sign ifi cación semántica— (por otra parte, ése es el imperativo con que tropieza Dión Crisóstomo, encontrándolo poco respetuoso con la divinidad), esa fórmula pertenece al registro de los imperativos de entronización, del tipo «Sed marido y m u jer...», que son enunciados performativos que crean una relación o una situación nueva — que es su significación pragm ática— . Se trata, aquí, de crear el vínculo afrodítico que va a unir al cantor y a Cleobulo al final de la secuencia ritual, cuando el muchacho va a recibir la copa y a Dionisos de las manos del cantor, momento que coinci de con la útim a palabra de la canción, déchesthai, «recibir, acep tar». El cantor dice «recibir m i am or», Cleobulo recibe la copa. Lo que, ritualm ente, es equivalente. También en este caso, la fór m ula es performativa. La próposis es un todo. Cleobulo recibe a la vez el vino, el amor y el canto. Cleobulo no tenía elección. Colocado al lado del que ofrece el banquete (¿el anfitrión?), sin duda en el mismo lecho, debe coger la copa y compartir el vino, so pena de que ese rechazo provoque un escándalo, lo que sería una grosería, una im piedad, y el ban quete no se celebraría. Al mismo tiempo, ese gesto de compartir el vino ante los bebedores reunidos, que cierra la secuencia ritual de la apertura, hace de Cleobulo «oficialm ente» — al menos el tiempo que dura el banquete— «el am ado», erómenos, del cantor. Socialmente, no hay escapatoria posible. Rehusar el don del can tor equivale a significar que Dionisos no le ha «escuchado», y hacer fracasar a la vez la venida de los dioses y el intercam bio de 58
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la prim era copa. Supondría ofender a los demás convidados, ofen der al cantor, ofender al dueño de la casa. Mas no se trata sólo de respetar las normas sociales de urba nidad (como no se niega uno hoy en día a probar una especiali dad de la dueña de la casa). El amor de Cleobulo es «sincero», es el efecto inm ediato de la ebriedad. Al beber la copa de vino, se colma de Dionisos — la sacralización del vino se ha realizado por el canto— , acompañado de Eros y de Afrodita. Inflamado de amor por Eros «el invencible», incitado por Afrodita a compar tir ese deseo, va realmente a «querer», boulos, el amor del cantor. Si ese consentimiento del muchacho, espontáneo y cortés, no res pondiese a la canción, el sympósion no se abriría: eso significaría, en efecto, que los dioses del amor no acompañan al vino ofreci do, que Dionisos no ha aceptado la canción de Cleobulo. Fracaso religioso, amoroso y estético.
Una canción ilegib le Finalmente, todo lo que en esa canción depende de la «escri tu ra», que también podemos llam ar «poética», es decir, de un juego con las potencialidades de la lengua, sirve para realizar un montaje ritual que tiene por efecto final dar a la próposis una im plicación erótica insoslayable. Rechazar la dimensión amorosa del don del cantor sería para Cleobulo asum ir la responsabilidad, impensable, de hacer fracasar religiosam ente el sympósion. De ahí que esta canción no sea recuperable en cuanto poema por la literatura. El enunciado está vacío de todo contenido semántico aislable del contexto, sólo habla del montaje ritual y de nada más. No es un testimonio de los sentimientos del cantor, ni de una distancia irónica respecto de los dioses, ni tampoco de una manipulación hum orística del público; no hay desviación de la forma del himno religioso para enunciar una «oración perso nal» 29, ni oposición entre una palabra social y una palabra in d i 29Se trata de las interpretaciones propuestas en general; cf. P. R.OSENMEYER, loe. 59
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vidual, ya que aquí las dos están presentes y no se puede d istin g u ir una de otra. A quí el amor verdadero es una conducta social, un gesto de cortesía y un acto religioso. Seguidam ente, ese montaje ritual, que se confunde con la poética del texto, constituye la singularidad, el carácter único de la canción. Lo que no quiere decir que ese mismo montaje sea irrepetible, veremos otros ejemplos de él, pero no se realizará en los mismos términos, ni con los mismos dioses, ni tampoco por el mismo Cleobulo. La canción no se re-utilizará palabra por palabra. No constituye un enunciado aislable de su enunciación particular. Al insistir en la dicotom ía agua versus vino, esa mez cla realizada en la crátera, que es el centro del banquete, que se proyecta en la canción, otra mezcla, bajo la forma palabra versus m úsica, se podría decir también que la significación semántica tiene la insipidez y la tranquilidad del agua. Ahora bien, es ella, y sólo ella, lo que la lectura hace aparecer, y por eso vuelve insí pida la canción de Anacreonte. En otras palabras, leer la poesía de sympósion es reconstituir un sympósion sin vino. He aquí dos razones suficientes para arrancar la canción de Anacreonte a los conservatorios literarios de nuestros contempo ráneos. Ya que el carácter poético del enunciado, el único que ha conservado la escritura, su belleza, su cháris m usical se reducen totalmente al acontecimiento, puesto que extraen su fuerza del deseo compartido del cantor y de Cleobulo. Hoy no podemos tener de ella, sin artificio, una percepción estética, puesto que sólo podemos leerla. Pero la canción de Cleobulo es ilegible, por que el acontecimiento, es decir, la enunciación, no se ha conser vado en el enunciado y el lector sólo tiene acceso al enunciado. Una tercera razón aún para hacer de la canción de banquete una práctica exclusivamente oral es la expresión de una elección cultural. En efecto, la escritura tam bién está presente en el sym pósion. En los vasos del banquete encontramos determ inadas inscit.; David MULROY, Early Greek Lyric Poetry, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1992; Giuseppe G ia n g ran d e , «Symptodc Literatur», art. cit., pág. 114; Simon GOLDHILL, «The Dance of the Veils...», art. cit., págs. 11 y ss. 60
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cripciones. Algunas dan la palabra al objeto, según una costum bre griega m uy conocida30. Una copa proclama: «M e ha hecho Taleides», modo, para el alfarero o el pintor, de firm ar su obra. Otra ensalza la belleza de un muchacho: «Calías es hermoso.» El vaso puede dirigirse también al bebedor: «Bébeme y alégrate.» En esos ejemplos podemos ver que la escritura no sirve para reco ger y restituir luego m ediante la lectura una actuación oral, sino para hacer hablar a lo que está mudo. En consecuencia, en el sym pósion la escritura no puede servir de memoria alternativa, y reemplazar una transmisión oral; la escritura es una no-oralidad, sirve para decir la ausencia de cuerpo y de voz e, incluso, puede ser la im agen de esta ausencia en un vaso. En efecto, uno de los usos de la escritura es representar gráficam ente el acto de habla. En algunos vasos31 vemos secuencias de letras, que forman — o no— palabras inteligibles — o no— que salen de la boca de un personaje. Cuando esos signos son comprensibles, el sentido suele ser redundante respecto a la imagen. Un cantor dice «Yo canto...» o cualquier otra declaración igual de in ú til para la interpretación de su personaje. Esas series de letras, ininteligibles o redundan tes, sirven, de hecho, para señalar que hay palabra o canto, «sono rizan» la im agen haciendo visible la p alabra32 sin por ello hacer la hablar como un tebeo. En el banquete, im agen y canto son equivalentes, como dice el bueno de Simónides: «La pintura es una poesía silenciosa; la pintura, una poesía que habla.» Pero tengamos cuidado con el sentido griego de esta fórmula citada con frecuencia, pero mal entendida. La poesía silenciosa es la que no es sonora, no la que no dice nada. En esta dicotomía no hay sitio para una poesía sin música, ni para una pintura sin im agen, es decir, para la escritu ra literaria. Unas letras trazadas que dibujan las palabras de un
30 L issa rrag ue (1987), págs. 59 y ss. S o b re los o b jeto s q u e h ab lan : S v en bro (1988), págs. 33 y ss. 31 F. LISSARRAGUE, «Paroles d’images», en A-M. CHRISTIN (bajo la dirección de), Écritures II, Le Sycomore, París, 1985, pág. 71-89. 32Ibid., pág. 85.
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poema sólo encuentran su sitio entre las artes del banquete en la im agen pintada para representar sonido y no sentido. «Cuando hacen ver el canto de los convidados, los pintores integran la dimensión sonora en el espacio visual y dan valor a toda la parte verbal y musical del sym pósion» 33. La poesía lírica no se lee porque, en el banquete, los ojos están absorbidos por otros espectáculos: m iran las imágenes y encuen tran en ellas la m isma felicidad que los oídos al escuchar las can ciones. Leer, incluso en voz alta, no da más placer a los ojos del que proporciona a los oídos.
Sympósion y flam enco: las culturas de la ebriedad El canto del sympósion encarna en el grado más alto lo que hemos propuesto denominar la cultura caliente. Por eso resulta tan difícil dar cuenta de ello con una palabra discursiva, que ade más está escrita. La ebriedad es inaprensible en el silencio de las letras muertas. Para volver al sympósion de hace dos m il años y más, lo mejor es ir a Andalucía, dejarse llevar a las fiestas de flamenco, lejos del folklore embalsamado de los espectáculos de m u sic-ha ll y de g ita nas con faralaes exhibiéndose en escena, al margen de los festiva les y de los concursos34. Ese recorrido por el sur de España nos permitirá conocer mejor la realidad de los cantos de sympósion, cómo se vivían, se transm i tían y también cómo, un día, pudieron escribirse y ser atribuidos a autores concretos. En el flamenco tradicional encontramos el vino, el canto, la guitarra y el baile. A fam ilias de un barrio que se reúnen una noche. Entre ellos no hay profesionales, aunque algunos gocen de (1987), p ág. 129. 34 Mientras llega el viaje, puede leerse, para la fenomenología del flamenco, Frédéric D eval , Le Flamenco et ses valeurs, Aubier, Arles, 1989; para una historia del flamenco con una antología de letras de canciones, Danielle DUMAS, Coplas flam encas, Aubier-Montaigne, París, 1973. 33 L issa rrag ue
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mucho prestigio y se les considere grandes artistas. Son campesi nos, herreros, canasteros, madres de fam ilia o desempleados. Sen tados en sus sillas, esperan. Después de uno o dos vasos de vino, uno empieza, los otros le animan, le estim ulan, como quien sopla sobre una chispa para que el fuego prenda, es el ja leo, algo indis pensable. Al principio, se trata de un ritmo que se consigue tocando palmas, ese ritmo define un género de cantos, hay unos cuarenta. El ritm o puede bastar para bailar, o cantar. Sale de den tro del cuerpo, y anim a al bailaor antes incluso de que se le oiga. A partir de este ritm o, la guitarra flamenca improvisa una m úsi ca, variación nueva, pero conocida, como cualquier improvisa ción musical dentro de lo que llamamos tradición oral. Igual mente, el grito que brota de pronto entre el público: « ¡A y ...! ¡A y ...! ¡y ...!» , que una m ujer o un hombre van a modular, dominar, modelar en palabras y cantos, es siempre el mismo y siempre distinto. En general, el cantaor permanece sentado con los brazos semiextendidos y las manos abiertas hacia el audito rio. Sus palabras hablan a menudo de amores dramáticos, de la pasión, del amor, del exilio, de la prisión, el rostro del cantaor parece expresar sentimientos intensos, mientras la bailaora esta lla en paroxismos y actitudes provocadoras. Después, uno y otra volverán a sentarse, ajenos a lo que han expresado pero contentos de su resultado. Esa voz que surgía de lo más profundo de ellos mismos, irrumpiendo a través de una boca desencajada, no era la expresión de pasiones reprim idas, ni una desgracia clamando por siglos de sufrimientos, una vida demasiado dura. No tiene nada que ver con el individuo; él o ella no son más que el soporte de un arte que les viene de lejos y en el que no se expresan perso nalmente. Todos los aficionados coinciden en que las palabras, la letra, tienen poca im portancia, «el cantaor está más preocupado por la manera de cantar, es decir, por el ritm o y la forma que va a dar a su canto, que por el contenido, el sentido del canto mismo: el mensaje entre el can taor y el auditorio pasa no por su sentido semántico sino por su soporte rítm ico y m eló dico »35. 35 Frédéric D e v a l, Le Flamenco..., op. cit., pág. 62.
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Ellos nunca han aprendido el flamenco; lo dicen todos: les viene de fam ilia y los mejores reinstauran largas genealogías que explican su transmisión, saltándose a veces una generación. No saben m úsica, y, en ocasiones, ni leer ni escribir. Pero los niños están ahí, presentes, en las fiestas, desde la más temprana edad, inmersos en el flamenco; no saben andar todavía, pero ya tocan palmas, como los bebés de la m úsica sufí. Y en las calles de Jerez juegan a bailar. El arte transm itido y practicado así es fluctuante, cada co marca de Andalucía y cada barrio pobre de Sevilla reivindican un estilo. Las maneras nacen y mueren según la prosperidad de un grupo, las ocasiones y la irrupción de un nuevo músico que inventa, deja su impronta y desaparece. Unas fam ilias reinan por un tiempo. Y, como todo arte popular, el flamenco lleva consigo una nostalgia infinita. Pues su plasticidad evanescente, el pálido recuerdo de las fiestas de otrora, produce el sentimiento de pér didas irreparables, que no es otra cosa que la conciencia del tiem po y que lleva a los hijos a superar a los padres, para probarse a sí mismos y a los demás que el presente existe. Por un lado la tensión entre el recuerdo y el machaqueo de los antiguos, y por otro el deseo de los jóvenes de brillar también ellos, dinam izan esta cultura caliente y dan fuerza a su fragilidad. Un arte popular y una tradición oral que están enteramente socializados. No hay flamenco sin fam ilias numerosas que per m iten transmisiones complejas, de tíos a sobrinos, de abuelos a nietos. De este modo, las innovaciones de una tercera o una cuar ta generación son a menudo una vuelta a una tradición más pura, o que pretende serlo, reencontrada en un abuelo. La sociedad es reguladora de un arte popular, es su vida y su m uerte, es su memoria viva. Que el Estado se inm iscuya y lo integre en la his toria, significa su muerte. «El flamenco no es ni un entretenim iento ni un espectáculo ni un a r te » 36; por eso un flamenco escrito, un flamenco fijado,
36 Frédéric D eval, Le Flamenco..., op.cit., pág. 9. 64
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registrado, organizado por reglas, enseñado en las escuelas, teori zado por profesores, instalado en el teatro y objeto de concurso, no es flamenco. N i para los que lo cantan y bailan, ni para los que escuchan. El flamenco en el teatro hace pensar en todos esos «b ai les populares» de la antigua URSS, en que los súbditos del Impe rio ruso, los caucasianos o los tártaros, arrancados de sus culturas y transformados en «koljosianos», en héroes del trabajo soviéti cos, iban disfrazados con cotonadas multicolores y brincaban con ritmos endiablados: todos parecidos, encarnando la idea que Moscú se hacía del arte popular, más deportivo que refinado, con músicas pasadas por el rodillo de la orquestación. La fijeza, la rigidez, el encerramiento no vienen causados por la tradición, sino, al contrario, por el registro y la transcripción. Ésta nos introduce en otra época, la de los estancamientos y las rupturas. La conservación en los conservatorios no asume el ries go de la vida y del olvido. R em ite a especialistas el dominio de un arte cuyas reglas son ignoradas por los espectadores. Un arte tradicional como el flamenco, en cambio, no estable ce una drástica distinción entre los artistas y su público; cada uno practica más o menos, aunque se conozca a los mejores y aunque algunos, en cambio, no sepan. Los cantaores y los bailaores no están en un escenario; cantan desde una de las sillas del círculo, o apo yados en una puerta; una vieja empieza a bailar sentada, quizá ni siquiera vaya al centro de la pista. Todo dependerá de su humor, de la animación de los demás, y de un vaso de vino de más o de menos. No se bebe mucho en el flamenco — en fin, no hasta el punto de que el vino domine— , pero se bebe con regularidad, por la sed, por la fiesta y por la energía. Están, no obstante, los mejores, esos cuya nombradla rebasa su barrio y su vecindad. Se les requiere en las fiestas; sin que sean verdaderamente profesionales acaban por pasar más tiem po en los tablaos que en el trabajo. Los grandes centros del flamenco orga nizan también veladas. No falta nadie de los mejores para así tener un público más am plio y compuesto de finos conocedores. Acuden a llí por la gloria, por la de su fam ilia. El ritual no cam bia. El círculo de sillas adquiere la dimensión de una plaza, o de 65
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un gran patio. Se sabe que sólo cantarán y bailarán los mejores. Al final de una actuación se aplaude. La victoria no está formaliza da. Pero cada uno marcha con el recuerdo de que ha habido uno que ha sido el mejor. Podemos im aginarnos el desarrollo de un sympósion a partir de esas fiestas de flamenco. Una voz se alza de la m ism a manera del círculo de bebedores y, como en el caso de los cantaores de fla menco, esta voz surje de otra parte, canto de circunstancias, canto de la tradición, esa voz no es en modo alguno la expresión del sujeto. Ese canto primero que se eleva im pulsa la fiesta, otros le responderán. «Santa M aría, libéram e de mis dolores... Cuando tú no estás, mi vida no es vida, prefiero la m u erte...», canta, con la boca torcida, la voz desgarrada, un padre de fam ilia rollizo, com pletam ente al abrigo de las penas del corazón. «Dionisos, haz que Cleobulo acepte m i am or...» La oración del bebedor griego es tan convencional como la del cantaor gitano. También aquí las pala bras carecen de importancia, pues lo esencial de la fiesta está en otra parte. El paralelism o entre el sympósion y la fiesta flamenca no es un punto de vista teórico, sino que perm ite solamente, veinte siglos más tarde, im aginar con detalle cómo se desarrollaba esa realidad de la cultura griega que hemos reconstruido intelectualm ente bajo el término genérico de sympósion. Lo que nos ofrece el flamenco es una humanidad diferente, a condición de estar atentos a pequeñeces que son una especie de tejido intersticial de una cultura. De esta manera, el flamenco nos perm ite reconstituir en vivo lo que pudiera haber sido la sociabilidad del sympósion, y cómo se creaba en él una memoria común. Frédéric Deval cuenta que quienes han participado en una fiesta tienen un recuerdo asom brosamente preciso del acontecimiento; muchos años después, no han olvidado quién estaba allí, lo que bebió o comió, dijo o hizo cada c u a l37. Hablarán de ello con uno u otro, y esta memoria
37 Frédéric DEVAL, Le Flamenco..., op. cit., pág. 14. 66
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común crea una proxim idad única. O lvidar es no haber amado, no haber estado de verdad, haberse aburrido. Pues lo importante es haber estado allí, con todos. Esta cultura del casi-nada da una gran intensidad a los detalles cotidianos, los m agnifica al trocar los en memoria afectiva. De ahí que el flamenco esté enraizado en lo general, sin que se produzca una ruptura entre la técnica subli me del más grande cantaor y los objetos de lo cotidiano; la silla de enea y el vaso de m anzanilla son solidarios de la m ism a cultu ra. Del mismo modo, las imágenes del sympósion griego asocian las sandalias de un invitado, el cántaro de vino y el inspirado canto del bebedor. Se comprende tam bién, a partir de la fiesta flamenca, que sea imposible asistir sin participar; estar escuchando sin más, con una cortesía fría, es la peor de las ofensas que pueden hacerse a los demás; en cada uno existe un deber de sinceridad,s. Quien, estan do presente, no toca las palmas para llevar el compás, quien no jalea los cantos con un ¡O lé! o un Eso es se m argina de la fiesta, agraviando a sus amigos. Está fuera de sitio, es incapaz de sentir el flamenco, vivirlo por dentro, seguirlo como si él mismo im pro visara, dejarse llevar por la alegría o la tristeza, la nostalgia o el duelo según la forma del canto que se eleve. Reconocemos aquí la moral del bebedor en el sympósion que debe integrarse en el flujo del ritual, dejarse invadir por el amor o por el vino, seguir a sus compañeros en el ritual de la ebriedad. La presencia del jaleo, una manera peculiar de em pujar al cantaor en su improvisa ción hacia un virtuosismo mayor todavía, de sostenerlo y de guiarlo, da un contenido concreto a eso que llamamos creación colectiva. Nunca, solo y fuera de la fiesta, el cantaor acometería un canto semejante. De lo cual se deduce que las nociones lin güísticas de enunciación y de contexto enunciativo constituyen realidades m uy claras. En fin, la fiesta flamenca nos perm ite captar lo que sería el entusiasmo que embargaba a los bebedores del sympósion, un en-
38 Frédéric D e v a l, Le Flamenco..., op.cit., pág. 16. 67
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tusiasmo que les hacía cantar de manera divina ofreciendo a los comensales el sentimiento de lo sagrado. El entusiasmo en el sympósion no era esa posesión ritual que dominaban los aedos homéricos como sacerdotes de las Musas, ni siquiera la que dom i naba a las bacantes o a los coros de d itiram b o 59, presa de autén ticas visiones de tipo chamánico. N i los bebedores de sympósion ni los cantaores de flamenco son hechiceros vudús ni visionarios proféticos. Sin embargo, algo pasa, a veces, que tiene que ver con lo sagrado. Los gitanos lo llaman duende, «espíritu, divinidad, genio». El duende no se define, se cuenta40. Cada recital de cante es una expectativa, ¿se producirá el m ilagro? ¿Creará el ritual ese «olvi do del tiempo, olvido del lugar..., ese instante memorable en el que inm ediatam ente se reconoce una comunidad humana? El respeto, casi el santo temor que nos domina en cada ocasión, en cada momento de verdadero cante, es una señal tangible de que algo pasa o de que algo pudiera pasar.... ¿algo que no pasa siem pre? Todo está preparado, dispuesto, ordenado para que... Mas el flamenco no es un arte consecutivo: nada en él sigue a nada, el escalofrío no se desencadena por una programación perfecta y el duende no es deducible... Las prescripciones no faltan; incluso seguidas, no bastan Y a veces, insuficientem ente respetadas, per m iten no obstante que algo pase...» El entusiasmo viene o no viene, no se busca por sí mismo: se puede cantar agradablem en te sin duende, se puede beber sin ebriedad y sin Dionisos, pero «no se trata verdaderamente de eso». Y cuando sobreviene el entusiasmo, cada uno «m archa de la fiesta con la impresión de habérsele revelado algo de su verdadera naturaleza». Frédéric Deval describe una fiesta en Labriga en la que se per dió el duende. Empieza la fiesta, hay a llí un gran cantaor, El Funi, no sucede nada, «se bebe, se habla, se aguarda, se come, se cuen tan chistes, reina la diversión, se vuelve a cantar, se vuelve a bai lar un poco...», sigue sin pas^r nada. El narrador se queda dor
39 Cf. infra, págs. 102-103. 40 Frédéric D eval , Le Flamenco..., op.cit., págs. 30 y ss. 68
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mido en un diván. Al día siguiente, a mediodía, se despierta y se entera de que «a las siete de la mañana, ante todo el Labriga gitano, El Funi, de pronto y durante inolvidables y largos mo mentos, estuvo realmente conmovedor y, rodeado de gitanos que lo querían y a quienes quería, representó verdaderamente a Labri ga en su alm a colectiva». Del acontecimiento no queda nada ni tiene nada que quedar — el duende no se graba en cintas m agné ticas, como no se transcribe en papel— , sino sólo los recuerdos de quienes lo han escuchado y animado, y que no lo olvidarán nunca. Eso quiere decir que los cantaores presentes no volverán a cantar exactamente igual y que los demás habrán añadido un color a su vida. La historia literaria no dice nada de ese canto de El Funi, un día en Labriga, y, de la misma manera, no tenemos nada que decir de los poemas de Anacreonte, escritos en papel. El sympósion griego no tiene literatura que transmitirnos, al igual que la lectura de las coplas flamencas sólo suscita un interés meramente documental. Además, los cantes no son susceptibles de un análisis prosódico; vol viendo a las categorías de Nagy, el cante flamenco precede a la etapa de disyunción entre música (escrita) y poesía (escrita), etapa que vemos realizada en Lorca respecto de la poesía y en Manuel de Falla respecto de la música. Los textos, aislados artificialmente de su marco propio por una transcripción al papel, no son analizables según una prosodia; el flamenco no tiene poética, pues no se trata de poesía escrita. Aunque los textos estén transcritos en verso, a veces con una asonancia — una copla contiene uno, dos, lo más fre cuente es que sean tres o cuatro versos— , el canto no tiene en cuen ta este reparto y las copas que miden la dramatización del breve relato de cada copla, en cuatro fases o tercios, por modulaciones, g ri tos, repeticiones de palabras o de sílabas, coinciden raramente con los finales de verso " O sea, que la transcripción en verso es una simple convención de escritura. «El flamenco no se puede explicar ni describir, se siente, se
41 Danielle DUMAS, Coplas flam encas, op. cit., págs. 62 y ss. 69
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goza, se aprecia, seduce... o ab u rre»42. La fórmula podría aplicar se al sympósion griego si no hubiese desaparecido de nuestras cos tumbres desde hace siglos. En ese caso, y puesto que no podemos gozar ya de él, ni sentirlo, ¿qué puede ofrecernos el sympósion griego ocupando un lugar en nuestra historia im aginaria del mundo occidental? Podría reanimar en nosotros la afición por las culturas móviles y vivas, en las que la creación permanente per tenece a todos; en las que ser culto no es haber leído todos los libros, sino ser capaz de tener tu propio sitio en una fiesta tradi cional. Podría renovarnos con la m agnificencia de lo cotidiano transfigurado por rituales colectivos. Deseamos que el redescu brim iento del sympósion nos lleve a revalorizar la cultura popular y a reflexionar acerca de los usos de la droga a partir de esta cul tura griega de la ebriedad colectiva, que lig a a los hombres tanto en el espacio como en el tiempo, que les arranca de sí mismos y de sus pequeñas historias para darles, m ientras dura la fiesta, otro cuerpo, un cuerpo divino. Este encuentro entre el canto de sympósion y el flamenco nos hace entrever que una cultura oral no quedaría encerrada en una definición lingüística que la opusiera sin más a una cultura escri ta: la cultura de sympósion es una cultura del cuerpo, de la socia bilidad y del placer, y, en ella, los tres son inseparables. Esta cul tura del banquete no es sentido, es acción. Por consiguiente, nin guna escritura-lectura podría conservar ni transm itir la cultura a la que pertenece.
42 Ibid., pág. 195. 70
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La invención de Anacreonte
Los arqueólogos de la palabra no tienen la suerte de los ar queólogos del objeto: no tienen que justificar, en general, la su pervivencia de un trozo de cerámica descubierto acá o allá. Las guerras, los incendios o los éxodos suelen dejar en los lugares objetos dentro de las casas en ruinas o en las tumbas abandona das; sepultados bajo los escombros y después bajo el polvo de los siglos, reaparecen por accidente en el surco de una rodada, en la zanja de una autopista o en las canteras de unas excavaciones. La palabra oral, por el contrarío, nunca escapa al olvido por azar. Los romanos petrificados en sus gestas cotidianas por las lavas del Vesubio son testimonios mudos de Pompeya en el siglo i. A sí pues, los arqueólogos de la palabra han de dar cuenta de la huella escrita dejada por sus objetos sonoros. Ya que ha sido nece saria la intervención de los antiguos, que hayan tenido la volun tad de transcribir algunas de esas canciones de banquete, esos resultados únicos y efímeros abocados normalmente a la desapa rición. Ha sido necesario que alguien los memorizase, que el mismo o cualquier otro, un buen día, los escribiera, para que otro día Dión Crisóstomo recopiara, en uno de sus discursos, la can ción de Cleobulo, convirtiéndose así en su transmisor, su barque ro para cruzar diecisiete siglos. ¿Cómo ha sido posible que ese texto literariam ente ilegib le haya sido escrito? ¿A qué otro tipo de lectura estaba prometido? En fin, y éste es nuestro enigm a 71
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principal, ¿cómo es posible que esta improvisación de un bebe dor haya sido conservada como la obra de un poeta ilustre, espe cialista, por no decir profesional, de los cantos de banquete? ¿Quién inventó a Anacreonte, inventor de los cantos anacreónti cos, e inventor del género anacreóntico?
C ultura de ciu d a d y cu ltu ra panhelénica La cuestión suscitada por la conservación de las canciones de banquete se plantea de la m ism a manera en toda la poesía griega arcaica, lo mismo da que se trate de la epopeya, los cantos cora les o los monodios líricos. Responder a esto supone también explicar por qué ha sobrevivido una parte tan pequeña de esta poesía y por qué la mayor parte de la producción vocal griega ha desaparecido. Porque ni esta pérdida ni esta conservación son fruto de la casualidad. Esta es al menos la opinión del gran helenista estadouniden se Nagy, opinión que se apoya en una sutil reconstrucción de los acontecimientos que preludiaron la invención moderna de la literatura g r ie g a 1. Veamos cómo debieron producirse las cosas. A partir del siglo v m , y hasta el IV a.C., Grecia, en el marco de las culturas comunitarias, los Juegos Olímpicos o las Panateneas por ejemplo, procede sistem áticam ente a una selección de los resultados orales de la cultura tradicional; los cantores acuden de todas partes a competir por modalidades. Los jueces escuchan epopeyas, himnos y peanes que alaban a Apolo, ditiram bos en honor de Dionisos, cantos corales, canciones de banquete, etc. Los poetas ganadores obtienen la gloria para sí mismos y para su
1 Gregory N a g y , Pindar's Homer. The Lyric Possession o f on Epic Past, John Hopkins University Press, Baltimore y Londres, 1990. Todo el capítulo está escri to a partir de ese libro, del que recoge la información histórica y esencial de los análisis, prolongándolos a veces según nuestro criterio. Las referencias de páginas hubieran sido tan abundantes que hemos preferido citarlas aquí, de una sola vez, en testimonio de nuestra deuda. 72
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ciudad, como los atletas, y sus actuaciones se graban en la memo ria (lo que no significa que vayan a escribirse, ni siquiera que sean memorizados textualm ente). Acaban siendo ejemplares para todos los griegos, y realizan ese año, al menos, lo mejor que cabe hacer en el género. Asistim os, pues, a una política de modelización. El canto se desarraiga, arrancado del acontecimiento que debe producirlo normalmente, y se transforma, durante el con curso, en objeto de una percepción teórica. Una canción de ban quete presentada en un concurso no se escucha en el curso de un sympósion ni la canta un bebedor. No se la percibe por su perform atividad; es una idea de canción. En términos técnicos, el canto de festival es descontextualizado del banquete y después recontextualizado en el concurso. Cabe decir asimismo que el banquete representa para la canción en concurso una enunciación ficticia, el propio concurso es el lugar de su enunciación real. La prim era formulación supone una sim etría entre el banquete y el concurso, y una textualización del enunciado — es el punto de vista de la escritura— . La segunda formulación introduce una disim etría, sin textualización del enunciado — es el punto de vista de la oralidad— . Sólo la enun ciación ficticia es adecuada al enunciado, mientras que la enun ciación real debe definirse institucionalm ente, a fin de proponer una recepción de este enunciado en situación inadecuada. Para nosotros, la ruptura histórica está entre enunciado y enunciación, y no entre oralidad y escritura. La reconstitución histórica de Gregory N agy tiene mayor verosim ilitud, si cabe, en cuanto prefigura, sin inspirarse en ella, la historia de la degeneración del flamenco, primero en el siglo XIX y sobre todo hoy, a finales del siglo x x . En efecto, lo que amenaza al canto gitano-andaluz es su transformación en espec táculo y su universalización. Creado en el seno de una minoría rechazada y encerrada en las gitanerías, el flamenco, m ientras fue una forma de arte ignorada por la mayoría, conservó su fuerza de improvisación; el cantaor no trataba de agradar, m antenía relacio nes de reconocimiento recíproco con su público, es decir, de amor y de com plicidad dentro de una pequeña unidad social: la fam i 73
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lia o el barrio. Cuando los gitanos obtuvieron los mismos dere chos que los demás hombres, en el siglo xvm , y los españoles des cubrieron sus cantos y su baile, se produjo el entusiasmo popu lista, el «flam enquism o». El flamenco, fuera de la fiesta gitana, recuperado por las buenas gentes y convertido en una forma de teatro, pierde el entusiasmo, el duende; un recital ya no es una fiesta aleatoria, sino que se reduce a mera ejecución técnica de formas fijas, de ritmos y de palabras. Los cantaores se exhiben en festivales o concursos. Los teóricos se inm iscuyen, hacen la histo ria del flamenco, reconstituyen una poética de las coplas, recopi lan los textos para evitar que se pierdan y constituyen antologías discográficas. La conservación monum ental sustituye a la trans misión oral, m ata una segunda vez, después de los festivales y los concursos, las capacidades de improvisación de los cantaores, puesto que esta improvisación estaba en el corazón de su memoria. Reduce el número de modelos a los utilizados con más frecuencia e impide cualquier creación nueva. Los oyentes, sentados en hile ras, frente al escenario, como estaban los espectadores griegos en Delfos o en O lim pia, asisten y no participan en un espectáculo preparado de antemano. El acontecimiento no se producirá. Las desgracias del flamenco en el siglo x x nos hacen com prender mejor lo que pudo suceder a los cantores tradicionales de la cultura griega, no después del paso de lo oral a lo escrito, sino por el paso de una cultura de creaciones improvisadas a una cul tura de modelización
Los cantores d el movimiento El aedo homérico no es ni un poeta ni un músico, es un can tor inspirado por las Musas: realiza actos de palabra rituales gra cias a la música de la cítara que le posee. Fuera de ese contexto no es capaz de nada. Y la cultura que canaliza rechaza cualquier otra forma de m úsica o de poesía que no pudiera sino arrastrar a los hombres a su perdición. Eso es lo que dice el m ito de las Sire nas. Todo marino que pase a la altura de su isla para escuchar sus 74
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cantos sucumbirá, irremisiblemente seducido por su belleza — cha n s — , y olvidará sus deberes de marino poniendo vela hacia los arrecifes. Sus huesos acabarán blanqueándose en la playa junto a los de otros melómanos imprudentes. El navegante naufragado en la costa de las Sirenas, atraído por las voces de esos pájaros con cabeza de m ujer que nadie ha visto nunca ni verá jamás, como nadie ha oído ni oirá nunca sus cantos, es la figura m ítica inver tida del feliz banqueteador del banquete que escucha al aedo. Ésta es la razón de que ningún aedo ni ningún bebedor de sympósion canten nunca fuera del banquete, donde las Musas o Dionisos ya no inspiran al poeta. El aedo no es el autor de su canto, sólo su soporte, y lo que se expresa a través de él es la voz de la Musa, y el bebedor del ban quete canta solamente porque está ebrio o enamorado, poseído por Eros y por Dionisos, que le da durante algunos instantes capacidades nuevas y efímeras. La gloria de un aedo se une a su persona y no a la huella de sus resultados. Se espera de él que cree el acontecimiento. Por lo demás, el éxito de una actuación no depende sólo de él, exige tam bién que el público tenga talento. Su canto se construye en una interacción entre él y su auditorio: cada obra es circunstancial. Desde luego, cada aedo tiene temas preferentes, propone, en interm inables catálogos de nombres propios que conserva en la memoria — nombres de héroes, de ciu dades, de dioses, divinas o humanas genealogías— , un nombre y, adscrito a ese nombre, un módulo narrativo, como «el regreso de U lises», «el regreso de A gam enón», o «la hazaña de Dolón», «la cólera de A quiles», «la m uerte de Patroclo» o «la m uerte de H éctor». El público preferirá el relato que cuestiona a un dios de la región, un santuario próximo, una dinastía de los alrede dores... Así, cada resultado tiene en cuenta particularism os loca les; en toda Grecia se canta la guerra de Troya, pero cada palacio real escucha del aedo una versión diferente, cada reyezuelo en su trozo de isla quiere que le digan que uno de sus ancestros fue el verdadero vencedor de Troya: en el norte de Grecia se ensalza a Aquiles, que mató a Héctor; por parte de Itaca y de Córcira se habla sobre todo de Ulises y de su caballo; en Esparta, el héroe es 75
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el rubio Menelao; en Argos, es Agamenón, el rey de reyes. N in gún episodio creado para un lugar es utilizable para otro. De ahí la m ultiplicación de versiones, y cada una saca partido de las par ticularidades de su auditorio: hay cantos centrados en la astucia inteligente, destinados a públicos de marinos — hemos conserva do los viajes de Ulises— , otros tratan de la seducción amorosa, otros más del duelo, de la hospitalidad o de la técnica de los arqueros, o bien de la guerra nocturna, o del arte de los cons tructores de barcos, que dará el episodio del caballo de Troya. Los aedos eran los depositarios de la memoria de toda la cultura g rie ga, en todos sus aspectos. Pero, hoy, nosotros sólo podemos im a ginar esa abundancia de relatos y de cantos, abarcando todos los colores de Grecia, pues lo esencial ha desaparecido. Esta cultura de los aedos procede de una sociedad que se re m ite totalm ente a la memoria de los cantores, a su competencia transm itida en los santuarios de las Musas, al margen de cual quier institución política. El cantor, al igual que el profeta y el héroe, está protegido por los dioses y al abrigo de la violencia de los poderosos. Como maestro de verdad, el aedo comunica con la madre de las Musas, la diosa Mnemósine, cuyo nombre la con vierte en la Memoria del mundo. Su canto, aquí y ahora, em ite una verdad siempre parcial, siempre pasajera, ya que no existe otra para los hombres. Sus palabras valen únicamente en el ins tante y no tienen vocación de ser conservadas. El saber no se cons tituye capitalizando verdades parciales, el hombre entrevé por ilum inación accediendo, en el tiempo de un canto, a la M emoria divina. La infinita diversidad de los cantos épicos en esta remota Grecia correspondía a la infinita diversidad de las unidades so ciales en que se agrupaban los hombres, y de las formas cultura les que organizaban su vida. Precisamente, en esta doble diversi dad es donde la ciudad y el panhelenismo vinieron a poner orden.
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El orden político-poético
H acia el siglo vm , la sociedad griega se organiza según un modelo nuevo: la ciudad-Estado, polis. Cada ciudad aspira a ser totalmente autónoma de sus vecinas; se define por un territorio cuya explotación prohíbe a los demás, un centro urbano, así como santuarios y dioses propios, las divinidades que denominan poliades. Hera en Argos, Atenea en Atenas o Afrodita en Corinto. Además, cada ciudad tiene un dialecto específico que se relacio na con una de las grandes fam ilias dialectales del griego, como el dorio o el jonio. En una palabra, los ciudadanos de una ciudad se sienten orgullosos de tener costumbres distintas de las de sus vecinos y reafirman su especificidad. En este sentido, vemos en Aristófanes la alegre caricatura de esos griegos cultivando cada uno su diferencia: el espartano es pederasta y siniestro; el tebano, estúpido y glotón, y el ateniense, mentiroso y parlanchín. La infinita variedad de antaño — cuando cada grupúsculo social se distinguía de los otros por sutiles diferencias, en perm a nente cambio, «maneras de decir», «maneras de hacer» de acá y de allá, movedizas en el tiempo y en el espacio, plásticas con los acontecimientos, que no fijan ninguna regla ni institución— la sustituyen o, con más frecuencia, se le superponen distinciones tajantes basadas para empezar en un régim en político y en leyes, pero que se prolongan seguidam ente en instituciones culturales colectivas, como por ejemplo, en Atenas, los espectáculos de tea tro. La cultura de ciudad reemplaza a la cultura de proximidad. Cada ciudad, al atribuirse una identidad común, rechaza las diferencias que caracterizan a las aldeas, tribus y clanes, que la hubieron constituido, negándoles incluso el derecho a conservar sus tradiciones. A falta de una ley, la opinión pública ejerce una censura im placable para imponer una norma. Sabemos, por ejem plo, que los aristócratas atenienses habían mantenido la costum bre jonia de llevar el pelo largo recogido en moño y sujeto con una cinta de oro. El pueblo llano de Atenas se explayaba en sar casmos sobre esos caballeros en los que resultaba difícil reconocer a sus camaradas de lucha. El hoplita de Maratón, el remero del 77
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Píreo llevaban el pelo corto. Esos hombres de pelo largo parecen extranjeros, tal vez predispuestos a la traición. En cambio, una cos tumbre peculiar de un grupo o de algún lugar puede extenderse a toda la comunidad: ése es el caso del sympósion dionisíaco en Atenas; después de haber sido un elemento distintivo de la aristocracia jonia, fue adoptado por los atenienses como práctica identitaria2. Cada ciudad es el teatro de conflictos más o menos violentos entre las diversidades sociales y la unificación estatal. A partir de ahora, la cultura poética queda escindida en dos. M ientras que subsisten las prácticas de cantos tradicionales en los banquetes y en las fiestas locales, la ciudad promueve formas sintéticas, ofre cidas al conjunto del pueblo con ocasión de ceremonias oficiales: de nuevo, el ejemplo más conocido es el teatro ateniense3. Ha nacido la cultura de Estado, separada de la cultura popular. Esta cultura de Estado postula la existencia de un destinatario unifi cado, socialmente sin existencia, y que es una creación política: el pueblo como público.
Una G recia teórica De forma paralela a esta fragmentación centrífuga de Grecia donde cada ciudad exhibe su identidad particular, un m ovim ien to centrípeto crea una comunidad helénica a partir de institucio nes comunes a todos los griegos: los más antiguos son los orácu los de Delfos, los Juegos Olímpicos y los poemas homéricos. Los historiadores llaman a ese movimiento «panhelenismo». Los orácu los de Delfos fijan geográficamente el lugar de una Memoria profética común a todos los griegos; los poemas homéricos serán la epopeya común, la M emoria poética conservadora de la cu ltu ra y m anual de aprendizaje único para todos los niños; en fin, los
2 S c h m it t -P a n t e l (1 9 9 2 ), págs. 6 4 y ss.
’ J.-P. VERNANT, P. V id a l- N a q u e t , M ythe et tragédie en G rèce ancienne, Maspéro, Paris, 1 9 7 2 , págs. 1 3 -1 7 . [Existe version española: M ito y tragedia en la Gre cia antigua, Madrid, Taurus, 1989- Traducción de Ana Iriarte.] 78
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Juegos Olímpicos no solamente crean una peregrinación cada cinco años para todos los griegos, sino que además introducen un tiempo común, puesto que son la única manera de datar fuera del tiempo político de cada ciudad; en Atenas, por ejem plo, un año se designa con el nombre de uno de los arcontes, el arconte epónimo. Seguidam ente, a partir de este modelo, veremos la crea ción de otros santuarios panhelénicos, como Epidauro, de otros concursos, en Delfos o en Corinto, en una palabra, quedarán determinadas todas las obras canónicas de la poesía griega. Por su amor a la libertad, Grecia no se dota de instituciones políticas comunes, sino que crea una cultura unificada. Como hemos visto a escala de la ciudad, el panhelenismo fabrica una cultura griega identitaria, elim inando las diferencias como si se tratara de des viaciones respecto de una norma, para elaborar un modelo único y sintético. Esto es particularm ente visible en la manera en que pasan por una criba los mitos relativos a un mismo héroe, un mismo dios, y que cuentan la misma historia. Desde este momen to, se piensa que para cada uno de ellos existe la verdadera, la buena versión, y que las otras son errores, fábulas y cuentos. Una tarea de los poetas consiste en recuperar esta versión ideal y única. A sí pues, de esta cultura panhelénica va a surgir una Grecia teórica, monumental y abstracta, una especie de gran denom ina dor común de todos los pueblos griegos. Los festivales y los concursos tienen por función operar la selección y la síntesis de las formas culturales consideradas cons titutivas del helenismo, con ocasión de actuaciones en las que se enfrentan los representantes de las ciudades. Esto es tan válido para la poesía y el canto como para la carrera y el pugilato. El espectáculo que se ofrece es un enfrentamiento delante de los jue ces — kritai— , y su juicio — krisis— , distingue la actuación capaz de crear el consenso más am plio entre todos los pueblos de Gre cia. Ciertamente, el carácter periódico de los concursos im plica que los griegos no quieren todavía constituir un canon de obras ejemplares. La actuación victoriosa se erige en acontecimiento, es esta actuación la que obtiene la corona y no el texto recitado. 79
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Éste no se conservará como modelo; puede ocurrir, sin embargo, que el poeta lo escriba en una estela o un bronce y lo ofrende, como exvoto de su victoria, a un dios de su ciudad, al igu al que le ofrendaría un disco en el caso de haber ganado el concurso del discóbolo. El texto no tendrá valor por sí mismo, sino como im a gen de su actuación victoriosa4. Sucede, no obstante, que en ciertas ciudades incluso los con cursos de poesía desaparecen cuando un texto, fijado definitiva mente, se transforma en objeto de una recitación solemne, o incluso de una lectura. Se convierten en concursos de dicción. No nos puede extrañar que un tirano, Hiparco de Atenas, haya sido el primero en cometer esta confiscación estatal de la epopeya, haciendo escribir y recitar durante la fiesta de las Panateneas, cada año, y de cabo a rabo, a «poetas» que se relevaban, la lita d a y la Odisea consignadas por escrito.
La cu ltu ra d e festiva les Desde este momento, coexisten en Grecia dos culturas poéti cas, una tradicional y movediza, en la que es em blem ática la cul tura de banquetes; otra, moderna e institucional, la cultura de festivales. Ésta caracteriza tanto a las ciudades como a la Grecia panhelénica. Esta cultura de festivales es una cultura de la fiesta y del acontecimiento, aunque no llegue a ser una cultura de la ebriedad, m usical o dionisíaca. Representa además una etapa decisiva en el proceso de fijación de textos canónicos y de inven ción de los autores. Por consiguiente, así fue como, a través de la cultura de festivales, se conservó la canción de Cleobulo bajo el nombre de un tal Anacreonte.
4
Sobre la escritura como representación de la palabra, cf. supra, págs. 60-61, (1987), pág. 129.
y L issa r r a g u e
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El autor como garante cultural Las actuaciones en un concurso de poesía o de canto no tienen nada que ver con los placeres del banquete. Las Musas están ausentes y, con ellas, la seducción irresistible de su chdris. Cuan do en un concurso de poesía el público escucha un poema épico, una canción de banquete, no lo recibe como un banqueteador de Itaca o un camarada de libación de Cleobulo. Su atención tiene la distancia del juicio. Aunque experim ente placer, ese placer no es el mismo. Falta la ebriedad. En vez de ser la ocasión de salir de sí mismo y realizar la experiencia de la alteridad, el espectador de los concursos, al escuchar la canción de Cleobulo, se construye una identidad de ateniense o de griego, o de ambas a la vez. Pero ¿quién será garante de la belleza y de la eficacia del poema — de su ch d ris?— . Ese será el autor. La elaboración de los modelos poéticos se construye sobre la descomposición de las actuaciones tradicionales de la cultura popular griega. El fenómeno es fácil de encontrar cuando se siguen los avatares de la epopeya. El antiguo cantor de banque te, que nosotros conocemos como el aedo homérico, se disloca literalm ente. El sacerdote de las Musas que era «autor-composi tor-intérprete», que realizaba su triple función en el instante mismo de su canto, en medio del banquete, va a ceder su sitio a varios técnicos de la palabra y de la música. Unos serán meros ejecutantes que intervienen en el momento de la actuación: los rapsodas; otros producirán, antes de la actuación, en el momento de la preparación, separadamente, un texto y una música: son los poetas y los músicos. (En los géneros líricos, el rapsoda es susti tuido por el tañedor de cítara o el auloda, que cantan tocando el caram illo, aulos, o un instrum ento de cuerda, lira, cítara o barbi to n 5.)
5 El barbitón es una lira que se utiliza sobre todo en los banquetes dionisíacos; cf. Annie B eliS, «Les instruments de la Grèce antique», Dossiers d ’A rchéologie, 142, 1 9 8 9 , págs. 4 1 -4 7 . 81
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En fin, todos los actores de esas nuevas actuaciones que tie nen lugar en concursos se separan del canto o del poema que pre sentan, y pretenden ser simples ejecutantes. Se ocultan detrás del que hubiera sido el prim er actor del proceso y que retrotraen a los primeros tiempos de la ciudad, mientras que el héroe inven tor no se reconoce personalmente ninguna competencia poética ni m usical. Les llegaría un canto para el texto de un autor m íti co, el inventor del género poético correspondiente, como Home ro, Arquíloco o Anacreonte. Este «autor» m ítico garantiza con su autoridad las actuaciones de sus discípulos. En consecuencia, el autor, es decir, aquel a quien se atribuye un poema, no es el poeta. Ocurre igual con la música: el compo sitor se oculta detrás de un músico m ítico como Terpandro u Olimpos, inventor de la flauta o de la lira de siete cuerdas. La manera de presentar la epopeya en esos concursos es par ticularm ente reveladora de esta transformación que im plica la invención de un autor. La epopeya ya no se canta, sino que se recita. A los que la dicen se les llam a rapsodas, es decir, «cosedores de cantos». Al menos, eso es lo que pretenden ser los intér pretes de poemas que ellos no han compuesto, aunque hayan rea lizado recomposiciones, sino que son obra de un poeta divino e intocable. Los homéridas, por ejem plo, aseguran todos que dicen poemas atribuidos al ancestro fundador, un tal Homero. De este modo, el poema se convierte en el centro de la actuación y no ya el hombre que lo dice y forma un todo inseparable con el poema mismo. Por lo tanto, el garante de la actuación ha dejado de ser el cantor para pasar a serlo el que nosotros llam aríam os «el autor»; dicho de otro modo, el que tiene la autoridad para defender el canto sin ser su autor en el sentido moderno del tér mino, es decir, el creador de una palabra nueva que sería su pro longación. Homero es, por definición, el gran ausente. Con carácter general, se llam e Homero o Anacreonte, este autor siempre ausente es un griego teórico que debe identificar se con sus poemas y sus poemas identificarse con el helenismo. De ahí que las obras propuestas en los concursos panhelénicos tiendan a elim inar, un poco más en cada actuación, todo lo que 82
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puede enraizarías en un tiempo o un lugar, hasta en la lengua, que llega a convertirse a veces en un increíble patchw ork dialec tal. Cada ciudad griega desea así ganarse el derecho, por sus vic torias, a representar lo mejor que se hace en un género determ i nado. Por tanto, sus poetas van a censurarse a sí mismos para ofrecer a todos los griegos obras que puedan adoptar, y establecer de esta forma su monopolio. Gracias a los esfuerzos de los homéridas, la epopeya homéri ca de las gentes de Quíos se impone sobre las demás y se con vierte en la única en la que todos los griegos van a reconocerse. Algunas escuelas de rapsodas se resisten durante largo tiempo a este im perialism o, vinculando su destino al de una ciudad. Por ejemplo, los creofilenses de Samos dan la única versión oficial reconocida en Esparta de la epopeya troyana. M ientras que los rapsodas de Beocia fabrican para Grecia una teogonia panhelénica, o sea una epopeya teológica, a nombre de Hesíodo, en la que ninguna ciudad hallaría su m itología particular, pero que todas pueden suscribir. Así se construye esta Grecia im aginaria, ideal y abstracta, con sus autores míticos, que sirve de im agen colectiva a la Hélade y en la que cada ciudad, cada aldea o cada fam ilia puede considerar que es su realización particular, una variante contextual, su tra ducción local. Esta Grecia aparente es la que los historiadores nos hacen conocer, esta ficción cultural construida por los propios griegos. Digamos en su descargo que les sería difícil actuar de otro modo. Ya que lo esencial de los documentos «literarios» conservados son modelos teóricos, aunque en ocasiones quepa colocar cuerpos reales y diversificados en lugar de esos modelos abstractos, gracias al análisis de las huellas arqueológicas y de las inscripciones epigráficas. Eso no quiere decir que los atenienses, los espartanos, los rebaños o los milesios que asistieran a festivales poéticos en Delfos o en O lim pia no se consideraran griegos. Vivían efectivamen te esos festivales como fiestas consensúales y se identificaban con la im agen que se les proponía, convencidos de que con eso demostraban su cultura. Creían en Homero, en Hesíodo o en 83
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Anacreonte, del mismo modo que creían en sus dioses, pues unos y otros eran garantes de su cultura. Enunciación real, enunciación ficticia Hay que im aginar a un público pasivo que no interviene ni en la elección ni en la duración de los poemas recitados. Ese público es el espectáculo, asiste y no hace otra cosa: no come, no bebe, no corteja a su vecino o a su vecina. En Atenas permanece sentado, en la m ism a posición del ciudadano en la Asamblea. Los lugares de espectáculo reproducen la forma sim bólica del círculo que rige la igualdad política. Todos los ciudadanos están a igual distancia del centro donde se presenta la palabra sobre la que deben em itir un juicio, la ley en la vida política, el poema o el canto en los concursos. Por eso los odeones tienen una forma redonda, como los teatros. El poema o el canto que escuchan pré existe a su ejecución pública, ya que el concurso no es un lugar de inspiración sino una especie de banco de pruebas para obras teóricas. Hay una disyunción entre el enunciado y la enunciación. La enunciación real — el concurso— acoge un enunciado, produ cido previamente fuera de ese contexto enunciativo; este enun ciado lleva, en efecto, las marcas de otra enunciación, ficticia, el banquete homérico, por ejemplo, para una epopeya. Esta enun ciación es doblemente ficticia: el público de los concursos debe im aginarla y, por otra parte, el enunciado, aunque haya nacido en un verdadero banquete, ha sido trabajado y vuelto a trabajar en el intervalo por varios poetas, con el fin de acceder al grado de neutralidad suficiente, perdiendo las huellas del acontecimiento que lo había producido. Desde ese punto de vista, los poetas fabrican enunciados ficticios como los textos que poseemos de la lita d a y de la Odisea. Enunciación real, enunciación ficticia: a partir de ahora, esta pareja no va a dejar de habitar las culturas antiguas. Para noso tros, esa dicotomía es la que va a trazar el lím ite entre cultura caliente y cultura fría, entre cultura popular y cultura institucio nal. En definitiva, ese paso de la enunciación real a la enunciación 84
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ficticia como lugar de producción del enunciado es lo que, más que la escritura, podría servir de origen histórico a la literatura, si es que hay que buscarle uno que se arraigue en la recepción. A sí pues, esta dislocación del proceso enunciativo, definida desde el punto de vista de la recepción, no se puede separar de cierto tipo de producción. La separación entre la producción del enunciado im plica, en efecto, una disyunción entre poesía y m ú sica, y la elaboración de una técnica de la composición poética que sirva a los poetas, aunque se consideren rapsodas, para recomponer el texto de los cantos memorizados. Necesita im itar el acto creador del aedo, ante la ausencia de las Musas, hacer poe sía in vitro y no in vivo. Por eso, elaboran poéticas que cortan los cantos en partes y perm iten trabajarlos aisladam ente. De esta forma, vemos aparecer la métrica. En el horizonte de ese proceso se perfila la Poética de Aristóteles. Al mismo tiempo, se desarro lla el arte de la composición m usical. Ciertam ente, aunque los primeros rapsodas se lim itan a recitar la epopeya, m uy pronto la tendencia general será poner la música en los textos re-compues tos. El arte m usical, poco conocido hoy, parece haber sido de m u cha mayor com plejidad que la poética6. Transcripción e inscripción, m ovilidad y variabilidad La selección de los concursos sucesivos activa el proceso reduccionista puesto en marcha por la cultura de festivales y acaba por determ inar en cada género a l poeta m ítico fundador, es decir, las obras ejemplares que se consideran suyas, mejoradas sin duda cada año por los competidores. Poeta y poema se confun den. De este modo, Homero se convierte en la epopeya oficial de Grecia, merced a los homéridas, los rapsodas especialistas en Homero, a pesar del combate encarnizado de sus rivales, que can tan a Arctinos de M ileto o a Creófilo de Samos. Sin duda, en la isla de Quíos Homero fue en prim er lugar el héroe cultural de un
6 R em ítase sobre este p u n to a los d iferen tes trab ajo s de A n n ie B e lis .
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colegio de sacerdotes de las Musas, con el nombre emblemático de «el que reúne», doblete semántico de un epíteto de las Musas, artiepeiai: «quienes reúnen las palabras». Seguidam ente, los homéridas, es decir, una escuela de rapsodas, convirtieron a este Home ros en su ancestro m ítico, el inventor de la epopeya «hom érica» que cantaba la guerra de Troya y el regreso de los aqueos vence dores. Homero, en fin, se convirtió en el autor de la lita d a y de la O disea, y se empezó a decir «Hom ero» para designar ambos poemas. Finalmente, la escritura fijó esos poemas por la inter vención de un tirano de Atenas, que se convertía así en propieta rio de Homero. ¿Cómo comprender el sentido de esta fijación de la poesía mediante la escritura en la cultura griega arcaica? Con carácter más general, en la época histórica comprobamos la existencia de santuarios consagrados a héroes míticos de la poe sía oral, como el Arquiloqueión en Paros7, donde, desde el siglo vi a.C., los habitantes de Paros rinden culto al poeta Arquíloco. Este culto im plica lecturas rituales de las obras del poeta escritas en su monumento funerario8. Esas obras son inscripciones, leídas palabra por palabra por el lector. Es una manera de devolver la vida al poeta, mediante la reanimación de sus palabras, de la m ism a forma que las libaciones tradicionales devuelven algunas fuerzas a los pobres muertos de sed. Pero, como se repite en la fábula de Esopo o en los epigramas de la A ntología p a la tin a , los caracteres de la escritura «m atan» la voz, el poema escrito es la tum ba del poeta. El hombre que canta es olvidado, sus palabras cantadas son memorizadas, se erige una estatua a un muerto. La función de la escritura en las piedras es siempre una manera de hacer hablar a un m aterial mudo o incluso a un ausente; en este caso, sirve para hacer revivir el pasado, para repetir palabras extinguidas y guardadas como un cadáver momificado dentro de
7 Introducción a la edición de ARQUÍLOCO por A. BONNARD y F. L a sse r r e , Belles Lettres, París, 1 9 5 8 , págs. LX II y ss.; cf. P. M . F r a se r , P tolem aic Alexandria, pág. 3 1 3 . 8 Jesper SVENBRO, «La cigarra y las hormigas. Voz y escritura en una alegoría griega», Opuscula Romana, VII, 1 9 7 0 , págs. 7 -2 1 . 86
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la escritura. A quí, leer es conmemorar. Sin embargo, esas cancio nes escritas serán leídas, y no cantadas, serán repetidas, pero sin el acontecimiento que las suscitó. Perdida la m úsica y perdido el cuerpo, la tum ba y los versos que están escritos en ella no hablan sino de la ausencia y la m uerte, aunque hablen de la gloria del difunto. Recitar o leer los versos escritos en la piedra es una forma de prolongar el kléos del poeta, que su nombre y sus pala bras resuenen todavía entre los hom bres9, y no un modo de dar a conocer una obra. La transcripción en libros es m uy diferente de la inscripción en una lápida sepulcral o en los muros de un santuario. Y es que las actuaciones de festival son en sí mismas acontecimientos. Las palabras escritas son recontextualizadas y seguramente se produ cen algunas variaciones. Podemos dudar, desde luego, de que esos poemas escritos hayan constituido un texto único; por el contra rio, es m uy posible, vistas todas las variantes que hemos hereda do en los manuscritos, que, para los antiguos, un poema fijado no haya sido una actuación registrada, sino una potencialidad de actuaciones, consideradas equivalentes10. El uso de la escritura no im plica automáticamente una textualización en el sentido moderno del término, es decir, una fijación término arriba tér mino abajo. En este caso, la actuación registrada propondría lec turas m últiples, dado que cada «lectura» en contexto hace moverse ligeram ente el enunciado. Sin embargo, la hipótesis de la variabilidad sólo puede concernir a los escritos-transcripciones, ya que se ajusta mal a los escritos-inscripciones, los poem as-tum bas. La lectura de una inscripción impone al lector su significan te, debe decir las palabras grabadas por el muerto; el lector de la transcripción pronuncia un significante diferente, se ha apropia do de las palabras del muerto y las ha hecho suyas modificándo las llegado el caso.
(1988), págs. 18-20. (1989) ha señalado que los poemas medievales eran «variacio nes», que las variantes de un manuscrito a otro no eran el resultado de un error de copista ni de una alteración efectuada por un cantor. 9 S v e n bro
10 C e r q u ig lin i
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Transcripción, inscripción, la diferencia es im portante, por que cada una im plica una lectura diferente: la lectura del poema inscrito, al respetar escrupulosamente los términos del enuncia do, convierte al muerto en sujeto de la enunciación, utilizando al lector para perpetuar su gloria haciendo resonar su voz y su nombre. H ay textualización del significante, aunque el sentido im porte poco; esos poemas dichos y vueltos a decir son como la exhibición del disco de un discóbolo vencedor, visto y vuelto a ver por los transeúntes; no repiten la hazaña, la ensalzan. La trans cripción que da lugar a lecturas variables no hace de las palabras un texto escrito que impone su discurso al lector, ya que las variantes que éste introducirá cambiarán su significación semán tica, con el fin de obtener la m ism a significación pragm ática. La epopeya tradicional era movediza, en cuanto presa plena de la oralidad, y cada actuación era una recomposición; la cultura de festivales, al introducir una modelización con sus garantes, los autores m íticos, introdujo a la vez otra forma de memorización que perm ite el uso de la escritura y hace pasar de una poesía de la m ovilidad a una poesía de la variabilidad. El teorema de Cleobulo La historia de la poesía lírica es un poco distinta de la de la epopeya, pues en cierto modo parece despegada respecto de aqué lla. Como todos los géneros tradicionales, la monodia lírica eró tica se vio afectada, pero más tarde que las otras hazañas poéticas, por el panhelenismo y la cultura de festivales. Quizá en la m edi da en que — a diferencia de la epopeya y de los cantos corales— no perm itía proponer una m itología común, dado que el sym pó sion prohíbe la epopeya y la glorificación de los héroes comba tientes. Acaso también porque ensalza a un Dionisos de la ebrie dad ausente de muchas ciudades dorias. Fue necesario que el sympósion dionisíaco se convirtiese para la m ayoría de los griegos en una práctica cultural identitaria. Entonces, la poesía que se cantaba en él comenzó a exhibirse en los concursos panhelénicos o cívicos. Pero la canción de banque88
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te sigue siendo también cosa de todos, y su transmisión se reali za en el banquete m ediante la participación directa en el ritual, al menos en las ciudades aristocráticas. No hay poesía separada del canto, de ciencia de la m étrica lírica: ésta llegará mucho más tarde, en la época helenística. Ciertam ente, la lírica de festivales es canto in vitro. Citaristas y aulodas ejecutan monodias líricas ante el público y los jueces. Pero, a diferencia de las actuaciones de los rapsodas, cuya ejecución sería del todo improbable en un banquete, debido a su longitud y a la ausencia de m úsica, las can ciones líricas seleccionadas para los festivales son actuaciones potenciales y no recomposiciones, aunque sean actuaciones frías. Su enunciación es ficticia, pero no sus enunciados. Las ciudades de Asia que eligieron la lírica erótica para darse una identidad en el seno del panhelenismo reivindicaron enton ces la paternidad de esos cantos y propusieron canciones modelo con el nombre de tres poetas m íticos, Alceo y Safo de Lesbos y Anacreonte de Teos. Si hoy en día disponemos de la canción de Cleobulo, es gracias sobre todo al panhelenismo y a la cultura de Estado. La canción de Cleobulo no es por eso un modelo abstrac to, una idea de canción. Y es que en el texto que poseemos nada traiciona la recomposición, a diferencia de las epopeyas homéri cas. Ignoramos si todavía quedaban aedos en la época de Pisis trato, cuando los rapsodas fijaron un texto homérico; en cambio, el sympósion está perfectamente vivo en los años en los que los jonios inventaron a Anacreonte y sus obras. Los espectadores de festivales tam bién son bebedores dionisíacos. Quizá nunca oye ron cantar a un aedo, pero saben lo que es un cantor lírico y cono cen el ritual que regula el sympósion. A sí pues, han reconocido un canto de sympósion posible en la canción de Cleobulo. La canción de Cleobulo se ha conservado gracias a que se la consideró como una canción modelo de próposis, susceptible por tanto de servir, con algunas variantes contextúales, de punto de partida para otras canciones de otros Cleobulos. Al mismo tiem po, se convierte en un monumento de la gloria anacreóntica y tal vez fue, bajo una u otra forma, grabada en la tum ba del poeta m ítico en Teos. 89
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Aunque teórica, no deja de ser una canción, una especie de teorema de Cleobulo. Pues está enteramente presa en la enun ciación ficticia de un sympósion auténtico. Como todas las cancio nes componen, Anacreonte. De ahí que, por lo demás, se le repre sente banqueteando eternamente.
La novela de un bebedor «Yo soy un bebedor de vino» ", proclama uno de los muchos epigram as funerarios de Anacreonte, fabricados por los alejandri nos. Su vida im agin aria12 le presenta como a un griego jonio, pro fesional del sympósion y huésped de sucesivos tiranos. Esta exis tencia que se le atribuye, de hecho, es la interpretación biográfi ca de los textos canónicos de cantos de banquete conservados bajo su nombre. Si bebe, ama o canta es porque el Yo de sus cancio nes no hace otra cosa y porque el autor se confunde con el sujeto del enunciado, la huella lingüística del sujeto de la enunciación del canto, es decir, el banqueteador en situación. «Su vida se consa gró al amor y al canto», dice un anónimo an tig u o 13. Si se le muestra yendo de un tirano al otro, es porque la tiranía es con temporánea de la elaboración cívica de los modelos poéticos; por donde pase, la canción de banquete obtendrá sus títulos de nobleza, pasará a ser una forma superior de cultura. En definiti va, si Anacreonte es un jonio de Asia es porque Jo nia reivindica la paternidad de la lírica de banquete: su contribución a una cul tura griega común e ideal. Jonia, donde Anacreonte se forma, donde forma a otros jonios, a los que abandona después para des perdigarse por otros pagos. A sí pues, Anacreonte debió de nacer en Teos, Jonia, en 570
" Antología palatina, VII, 28. 12Todos los textos antiguos griegos y latinos sobre la vida de Anacreonte están reunidos en la edición Loeb, Lyrica Graeca, vol. II, por J. M. EDMONDS, Harvard University Press, Londres, 1979, págs. 121-136. 13 La Souda, s.v. Anacreonte.
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a.C. La amenaza persa — Ciro se adueña de Lidia y toma Sardes a Creso en 546— justifica su marcha hacia 540. Ya era conocido como cantor en su ciudad, y fue invitado por el tirano Polícrates de Samos, que de este modo le evitó el exilio. En Samos se desa rrolla la prim era parte de la novela biográfica. Antes de su llega da, los samios ignorarían los encantos del sympósion. Su presencia suaviza la dureza de la tiranía, «m ezclando» en e lla 14 — el térm i no griego kerasas es el de la mezcla, en la crátera, de vino y agua— la dulzura del amor, es decir, «los rizos de Cleobulo y de Smerdíes, la belleza de Batilo y el canto jonio». Banqueteando con el tirano, se enamora de muchachos y de muchachas a quie nes seduce no por su belleza — ya no es tan joven— sino por su arte, pues él los ensalza en sus cantos. A veces es el rival del tira no, pero sabe echarse a un lado cuando conviene. El «dulce» Ana creonte no es ni un revolucionario ni un enamorado romántico. Cuando, celoso, Polícrates ordena rapar la cabeza del joven Smer díes, con el fin de desalentar el amor de Anacreonte — para los antiguos, una cabeza rapada es siempre fea, carece de cháris, la seducción erótica está localizada en el pelo largo de los m ucha chos y de las muchachas— , el poeta finge creer que ha sido el joven quien ha tomado la in ic iativ a15. Durante los largos años pasados en Samos, enseña al hijo de Polícrates la poesía lírica y hace del joven un modelo de virtud y de cultura, demostrando con ello que la lírica erótica forma parte de la educación liberal, lo que los griegos denominan la pa ideia . Otra manera de integrar la canción de banquete en la cultura panhelénica. A la muerte de Polícrates, víctim a de los persas en 522, Ana creonte va a Atenas, gobernada por otro tirano, Hiparco, el p ri mogénito de Pisistrato. Este tirano es una figura em blem ática de la cultura de ciudad, según Platón 16: «El mayor y el más pru dente de los hijos de Pisistrato introdujo las epopeyas homéricas en su país y ordenó que las recitaran íntegram ente rapsodas en las 14 MA x im o d e T ir o , 3 7 , 5. 15 E l ia n o ,
IX, 5.
16 P l a t ó n , H ip a r co , 2 2 8 b .
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Panateneas envió una galera de cincuenta remeros para traer a Anacreonte de Teos y atrajo a Simónides de Ceos, cubriéndole de oro y de regalos. Hizo esto con la finalidad de educar a sus conciudadanos (paideuein) para hacerlos más leales a él, pues esta ba convencido, como verdadero hombre de bien, de que la sabi duría no suscita la envidia ni el odio.» Proporciona a su ciudad una dimensión panhelénica, al importar formas de poesía extra ñas a las tradiciones atenienses; a su juicio, esa dimensión panhe lénica deberá fortalecer el espíritu cívico y la identidad política de los atenienses. Suponía olvidar con cierta rapidez las tradicio nes peculiares de la aristocracia ática y su inclinación a la liber tad. Hiparco fue asesinado por dos jóvenes y bellos libertadores, Harmodio y Aristogitón; por lo visto, H ipias, el joven hermano de Hiparco, quiso abusar de su poder tiránico para imponer su amor a uno de aquellos jóvenes. Según ciertos biógrafos, a la caída de Hipias, en 510, Anacreon te partió para Tesalia. Los atenienses pretenden que volvió en segui da con ellos. Ese regreso era indispensable para la imagen que quie re dar de sí la democracia ateniense, pues desea conservar el sympó sion como práctica expresiva de su identidad, en relación con los orí genes jonios de su aristocracia. En realidad, un joven atraía a este eterno enamorado, próximo ya a cumplir los sesenta años, el bello Critias, el ancestro del alumno de Sócrates. La novela biográfica de Anacreonte le hace vivir bastante más tiempo para asistir a las pri meras tragedias de Esquilo, de las que apreciaría sobre todo las par tes líricas17. Es la manera ateniense de afirmar que los coros trágicos tienen la dignidad cultural de las canciones dionisíacas de sympósion. A pesar de su pelo cano, Anacreonte sigue persiguiendo a las jovencitas, que escapan burlándose de él, y muere al fin a la edad de ochenta y cinco años. Tiene un final digno de un bebedor: ahogado por un grano de uva mientras bebe una ú ltim a copa. Atenas le erigió una estatua en la Acrópolis 18, que le representa bebiendo y cantando. 17 E scolio a P ro m eteo en cad e n ad o , 128. 18 P a u sa n ia s ,
I, 25, 1. 92
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Sobre este esquema brográfico, cada cual ha añadido su parte. La vida de Anacreonte se transforma en un folletín sentim ental. Los modernos prestan con entusiasmo una profundidad psicoló gica al viejo enamorado, sobre-interpretando algunas canciones. Los antiguos prefieren las anécdotas ejemplares que convierten la vida de Anacreonte en un d estin ol9: Durante el festival de todos los atenienses en Micala (en honor de Poseidon), una nodriza que llevaba a un bebé cruzaba el ágora. Anacreonte, ebrio, con una corona en la cabeza, lan zando los gritos rituales del cornos, tropezó accidentalmente con la mujer y su carga, y dejó escapar algunas maldiciones. Como respuesta, la nodriza se contentó con expresar un deseo: «¡Que el crápula que acababa de maldecir y ofender al niño viva lo sufi ciente para componer su elogio, con mayor fuerza todavía!» Lo que acabó produciéndose. Pues el dios escuchó la oración y el niño creció hasta convertirse en el adorable Cleobulo. Anacreon te expió algunas palabras de maldición cubriendo a Cleobulo de elogios. Hete aquí al autor Anacreonte inventado, sirviendo para cerrar sus poemas sobre sí mismos m ediante la creación de un referen te im aginario. Sus canciones son él y él es sus canciones. Queda encarnado el sujeto del enunciado. En adelante, el enunciado es autosuficiente, ya que es independiente del tiempo y del espacio de una enunciación. La canción de Cleobulo corre el grave p eli gro de ir a morir a un libro.
h a s Anacreónticas Eso sería lo que hubiera sucedido si Anacreonte hubiese sido reducido a una estatua antropomorfa y embalsamada en las letras.
19 M A x im o d e T ir o , 2 1 , 7.
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Pero sigue vivo en otra parte si se puede decir, escapando a ese destino de poeta y bajo la forma que siempre fue suya. En efecto, Anacreonte da su nombre a dos ebriedades dionisíacas: gesticula en cerámicas atenienses y canta en nuevos banquetes hasta las riberas de Alejandría. Se le ha querido enclaustrar en el corpus cerrado de los poemas anacreónticos, pero renace en enunciacio nes anacreónticas. Los vasos anacreónticos Una serie de vasos an tigu o s20 rigurosamente datados, entre 510 y 460, están decorados con imágenes pintadas donde vemos a hombres bailando alrededor de una crátera, ebrios de Dionisos y tocando el barbitón, arrastrados por una música de flauta. Se dedican a lo que los griegos denominan un cornos: una procesión desordenada de bebedores que unas veces antecede y otras sigue al sympósion. El cornos, a diferencia del sympósion, no es un lugar afroditiano, ya que los comastes danzan cada uno para sí, sin que se constituyan parejas. Además, esos hombres están disfrazados de m ujeres, sin que por ello sean travestis. Exhiben sim ultánea mente marcas de virilidad y un atuendo femenino. Son barbudos y van vestidos con largas túnicas, se peinan con mirtos y llevan sombrillas. En algunos de esos vasos se lee o se reconstruye la inscripción A n a c r e o n t e . Seguramente, el pintor no hizo el retrato del poeta indicando su nombre; para él se trata de designar así una mane ra denominada «anacreóntica» de ser poseído en una forma par ticular de cornos dionisíaco donde la m úsica está presente. Ese cornos anacreóntico podría corresponder probablemente a un esta dio de ebriedad más peligrosa que la del sympósion, diferente en todo caso. Porque el cornos une la ebriedad del vino con la de la
20 François F r o n t isi y François LlSSARRAGUE, «De l’ambiguïté à l’ambivalen ce: un parcours dionysiaque», Aioti, 1983, págs. 11-32; en adelante: FRONTISI, LlSSARRAGUE (1983). Resumimos el análisis de los dos iconólogos. 94
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danza, el dionisismo de los hombres con el de las mujeres. Los hombres del cornos escapan así a una estricta definición sexuada; para ellos, la distinción sexual queda neutralizada; sólo para ellos, porque las flautistas que les hacen bailar siguen siendo perfecta mente femeninas. De este modo, se aproximan todo lo posible a Dionisos, sumergiéndose sim ultáneam ente en el canto, el vino, la m úsica y la danza. Lo que les perm ite «avanzar un poco en su dirección, pero nunca hasta él, nunca hasta su divinidad m ism a, nunca hasta el vino puro, nunca tampoco hasta la m ujer o hasta el bár baro. Salvo sufrir entonces una transformación, correr el riesgo de convertirse en sátiro, medio-humano, m edio-bestia, y perderse a sí m ism o »21. El padrinazgo de Anacreonte legitim a culturalm en te la experiencia de la droga. No debemos extrañarnos de que esos vasos daten de los años en que, más tarde, los griegos situa ron la llegada de Anacreonte a Atenas. Los pintores imagineros lo presentan como el héroe cultural de los cantos del cornos y por lo tanto de su ebriedad particular, dándole una dignidad panhelénica. El cornos se reconoce como contexto enunciativo de la lírica jonia. Un ápice de canto anacreóntico confirma la hipótesis22: H ace el cornos com o D ionisos,
así como un epigram a alejandrino23: A nacreonte, am ado de las M usas [ ...] m aestro del cornos [...]
Las canciones anacreónticas Hoy no encontraremos a un helenista que no distinga las obras del verdadero Anacreonte de las canciones llam adas «ana creónticas». Se trata de un artículo de fe de la historia literaria. 21 Ibid., pág. 32. frag. 124. 23 A ntología palatina, VII, 3 1 ,2 .
22 A n a c r e o n t e ,
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Cuestión de puntos de vista. Si nos atenemos a una cronología estricta, es exacto que el estilo de las canciones anacreónticas se resiente a menudo de un contexto estético diferente. La A lejan dría de los Tolomeos no es la Atenas de Pisistrato ni la de A ris tófanes. Pero si olvidamos la historia literaria clásica, con su culto del «hombre y de la obra», y adoptamos una perspectiva religio sa, la cuestión ya no es la del autor de las canciones, sino la del contexto de su enunciación. Dado que el sympósion dionisíaco continúa celebrándose, sigue siendo el lugar de una experiencia de ebriedad del vino, del amor y del canto, el anacreontismo no tiene ninguna razón para desaparecer. Tal era el punto de vista de los antiguos. Ellos no distinguían entre lo falso y lo verdadero cuando reunieron bajo el nombre general de Anacreonte una masa de canciones de banquete que un buen día cayó en manos de Henri Estienne. Las publicó tal como las encontró, en 1554. Ronsard se quedó maravillado: Voy a beber a Henri Estienne Que de los Infiernos nos ha traído Del viejo Anacreonte perdido La dulce lira de Teos. Otros en la m ism a época discuten la autenticidad de los tex tos ; según ellos, el conjunto de la selección sería algo falso fabri cado por el editor. Los eruditos discuten. Desde el siglo XIX, la filología, que es una ciencia exacta, ha separado la buena hierba de la cizaña: a la derecha, el verdadero Anacreonte y sus esplen dores arcaicos; a la izquierda, los preciosismos alejandrinos que delatan una pálida im itación. No vamos a pelearnos con los filó logos; siempre tienen razón, en su terreno. Pero el análisis es dis cutible cuando hablan de im itación, es decir, de un procedi miento técnico de re-escritura; un enunciado que se produce a partir de otro enunciado. En cambio, podría tratarse fácilm ente de una serie de cantos de banquete de tipo anacreóntico que datan de la época alejan drina y cuya conservación no tiene -ningún misterio. Como vere96
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m os24, los alejandrinos tendían a archivarlo todo. Por lo tanto, pasando del enunciado a la enunciación, abandonamos cualquier observación sobre el estilo, el tono y la lengua, cualquier bús queda de paternidad literaria, para observar el funcionamiento de los textos en el sympósion, en relación con lo que sabemos de la ebriedad anacreóntica. Nuestro punto de vista no habría extrañado a un romano del siglo II ni a sus maestros griego s25. Para ellos no cabía la duda. En un recital de cantos líricos griegos, celebrado al final de un banquete en los alrededores de Roma, unos jóvenes esclavos vinieron a cantar Anakreonteia, Sapphica y otros poemas eróticos. El narrador añade que va a citar por puro gusto algunos versos del viejo Anacreonte — A nacreontis senis: 7o Vάργυρον τορ εύ σα σ
Trabaja la plata
"Ηφαιστέ, μ οι ποίησοω
He/esto y hazme
Η ανοπλίαν μεν ούχι,
No una arm adura completa
Τι yàp μ ά χ α ισ ι κάμοί;
¿Q ué tengo yo que ver con los combates?
Π οτήριον δε κοιλον,
Hazme una copa profunda
"Οσον δννη, βάθυνον.
Tan profunda como puedas
Kai μη ηοίει K at αυτό
Hazme encima
Μη i ά σ τρ α μη θ' Αμάξασ,
Ni las estrellas de los dos carros
Τί Πλειάδων μέλει μοι,
Ni el brumoso Orion
Τί δ ’ άστέρος Βοώτεω:
¿ Qué tengo yo que ver con las Pléyades
Π οίησον άμ π έλο υσ μ οι
Y las estrellas d el Boyero?
Και Β ότρυας κ ατ’ cru των,
Hazme pies de viña
Kai χ ρνσέους πατοϋοπας
Y racimos que pendan
Ομοϋ καλω Δυαίω
E incrustados en oro y danzantes
"Epona καί Βάθνλλον.
Con e l bello Dionisos Eros y Batilo.
A diferencia de los antiguos, que, en ese caso, clasifican los
24 Cf. infra, págs. 126 y ss. 25 A u l o G e lio , XIX, 9. 97
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cantos según su tipo de enunciación atribuyéndolos a Anacreon te, los modernos sólo ven el enunciado, situando esta canción entre las obras anacreónticas, afirmando así que Anacreonte no es su autor. Los antiguos llevan razón, ya que, desde un punto de vista religioso, esta canción puede interpretarse según el modelo de « la canción de C leobulo». Por eso la llamaremos « la can ción de B atilo», puesto que el joven nombrado al final es, como Cleobulo, el destinatario de una próposis. Esta próposis está tam bién, como en la canción de Cleobulo y en otras canciones de la m ism a serie, ligada ritualm ente a la introducción de los dioses del sympósion. El dios invocado en prim er lugar no es Dionisos sino Hefesto, que viene con un cortejo de divinidades esperadas, Eros y Layos (Dionisos). Llevan a Batilo consigo. No debe extrañarnos la pre sencia de Hefesto, está a llí como dios orfebre, que fabrica la v aji lla de metales preciosos utilizada en el banquete. Es él el q u e ha presidido el trabajo de la copa en la que van a beber los convida dos y que se ofrecerá primero a Batilo. Por su decoración, va a servir para introducir a Eros y Dionisos en el banquete, decora ción que repite la significación del gesto de la próposis, prim er acto de compartir el vino vertido y el deseo. Los bebedores con templan a Eros y Dionisos en la copa de la misma m anera que escuchan sus nombres pronunciados por el poeta; la im agen en oro del vaso alzado por el cantor a la luz y mostrada a todos es una copia del canto. Se trata de dos maneras análogas de invocar a los dioses y de introducirles en el sympósion. Paralelam ente, Batilo acompaña a los dioses en la copa, del mismo modo que el cantor pronuncia su nombre. Sus tres siluetas brillan en oro sobre la copa de plata, más visibles y más divinas. Lo que m uestra la im agen del vaso es el efecto de la próposis; los dioses se presentan entre los hombres, y los hacen semejantes a ellos; los dioses se civilizan en las técnicas humanas, puesto que la danza de la s tres siluetas im ita a vendimiadores pisando la uva —p a tou n tes— . Dionisos está en el vino, Eros en el deseo del poeta y B atilo es Batilo, el niño deseado que acepta la copa. Vemos aquí la equivalencia funcional de la imagen en la copa 98
La invención de la literatura
y de la canción del poeta, una y otra son montajes de elementos ritu ales26. El juego cultural se inscribe dentro de una tradición poético-religiosa im plícita en la que el banquete excluye la gu e rra y la epopeya. Por eso la m itad del poema es una denegación de un Hefesto guerrero, fabricante de armas y que adorna los escudos con figuras que pertenecen a la epopeya, como las cons telaciones. La denegación es casi cita de un pasaje de H om ero27 en el que vemos a Hefesto forjar las armas de Aquiles. Aprovecha la conocida metáfora que convierte la copa de la bebida en «el rizo de Dionisos». El cantor distingue así dos Hefestos, uno excluido del banquete, el dios de las armas, de los combates, de la epopeya, y el Hefesto del banquete, el dios de las copas de vino y de la orfebrería. La canción se ha conservado bajo diversas formas en la Anto logía p a latin a , y los filólogos se agotan inútilm ente tratando de reconstruir el «verdadero» texto, buscando la verdad de esta can ción en su enunciado, cuando en realidad se halla en su enun ciación28. Algunas versiones suprimen la denegación épica y, en este caso, el poema comienza inm ediatam ente por «Hazm e los pies de viñ a...». A quí, el desarrollo puede variar; encontramos al lado de los «pies de viñ a», «Ménades vendim iadoras», «Sátiros reidores», un «lag ar»; pero esos elementos quedan cincelados en la plata. Sólo los dioses están en oro. Pero también varían. Dio nisos puede encontrarse solo o aparecer asociado a Afrodita. Esta mos aquí ante un fenómeno de m ovilidad que supone una prác tica de la recomposición. Esas canciones anacreónticas utilizan el mismo montaje ritual que analizamos antes en la canción de Cleobulo, que consiste en ligar la invocación de los dioses y la próposis. El nombre de Ana creonte designa aqu í una elección enunciativa, una variante ritual del acceso a la ebriedad conjunta de Dionisos y de Eros.
(1990). 27 La Iliada, XVIII, 485. 28 B ergk , Fragments lyriques, Teubner, Leipzig. 1882, to m o III, pág. 298, núm. 3, y Greek Lyrics, col. Loeb, to m o II. 26 L issa rrag u e
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(Ese nombre no es exclusivo de esa elección, dado que puede introducir también a la ebriedad am bivalente del cornos.) A con tinuación, las disparidades se designan en función de que el dios invocado tenga un valor carismático, merced al montaje ritual. La copa «encargada» a Dionisos ya está en manos del cantor, pero la invocación al dios reactiva la parte del dios en la copa y actua liza su divinidad por el brillo del decorado metálico. Hefesto, presente en el oro resplandeciente, hace ver a los invitados des lumbrados los dioses del sym pósion, que refulgen de pronto a la luz de una lámpara. La «risa de los racimos» y la «risa de Afro d ita» son el brillo del m etal trabajado, y son también las risas de los bebedores felices. Reformulaciones y no reescrituras, estas canciones anacreón ticas son composiciones contextúales. El bebedor no es un escri tor que se instale en una genealogía de textos; la actuación más reciente es tan buena como la más antigua y no se escucha en comparación con ella. El canto no pertenece a una memoria de la palabra. Cantar a Anacreonte no es cantar poemas de Anacreon te, citar y hacer teatro textual, como los rapsodas o los citaristas, o como los jóvenes esclavos de un banquete rom ano29. Los bebe dores escuchan un canto que es pragm áticam ente siempre el mismo, aunque semánticamente sea diferente, puesto que repre senta el mismo papel en ese momento del banquete y equivale a hacer la m ism a elección contextual. Saben a qué atenerse, tal vez al reconocer sencillam ente el arranque de un himno, la música anacreóntica. Cuando, en la época helenística, la canción de Cleobulo está ya encerrada en un libro, habrá en lo sucesivo dos Anacreontes, el vivo y el muerto. Uno, el único que quieren conocer los historia dores de la literatura, es una invención del panhelenismo, el otro es una manera de beber, de amar y de cantar.
29 Sobre ese banquete romano, cf. infra, págs. 138 y ss. 100
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D ichas y desdichas de D ionisos en Atenas Mientras que las formas tradicionales de la cultura griega oral — la epopeya y la canción de banquete— eran unificadas y con fiscadas por las ciudades y después por el panhelenismo, y acaba rían, más tarde, embalsamadas en la biblioteca de Alejandría, nacían otras formas, creadas por la cultura de ciudad, que man tenían relaciones nuevas con la-escritura y la oralidad. Entre esas formas nuevas, la que conocemos mejor es el teatro ateniense. Este va a escapar, desde luego sólo por unas décadas, a la alterna tiva entre la oralidad tradicional, movediza, singular, que estalla en m il particularism os locales — con su prolongación, la variabi lidad— y el encierro en los libros, para constituir monumentos ejemplares y definitivos. El teatro ateniense, aunque pura creación de una cultura de ciudad, tiene de destacable el hecho de que es un aconteci m iento, porque ha tenido lu gar en un festival. Cada represen tación teatral es una actuación única y oral, y, sin embargo, el texto pronunciado por los actores ha sido escrito previam ente y después aprendido de m em oria, es decir, en alguna m edida «leíd o », pero leído una sola vez. Ya que una tragedia en Atenas se suele representar una sola vez. Es lo que d istin gu e, por ejem plo, los festivales de teatro de los concursos de rapsodas duran te las Panateneas. Con el teatro ateniense volvemos a encontrar a Dionisos y a las Musas, puesto que la tragedia se representa en el marco ritual de una fiesta de Dionisos y porque los relatos trágicos provienen de la tradición épica. Pero, en este caso, ni las Musas ni Dionisos poseen el poema trágico, ni tampoco los actores ni el público. El teatro marca una ruptura con la cultura tradicional de los dos banquetes, pues es un arte de festival. Los orígenes tiránicos del teatro La creación del teatro en Grecia se debe, en todo el territorio, a los tiranos, ya sea en Atenas o en Sición, y no precede a la ins 101
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tauración de los festivales30 Sin entrar en una discusión erudita sobre fuentes y sobre sus interpretaciones31, veamos brevemente cómo se creó la tragedia en Atenas, bajo los Pisistrátidas. Todo comenzó con la m udabilidad de las Dionisíacas, fiestas de Dionisos, celebradas tradicionalm ente en el campo. Pisistrato las instala en la ciudad y esas Dionisíacas urbanas acaban convir tiéndose en las Grandes Dionisíacas. En esas fiestas tiene lugar un festival de ditiram bo, canto coral en honor de Dionisos. Así pues, se trata de un modo de canto religioso tradicional, que se transforma para convertirse en una forma poética oficial. El «in vento» de este ditiram bo se atribuye a Laso de Hermión, oriun do del Peloponeso y maestro de Píndaro. De esta manera pues, el ditiram bo es presentado, ficticiam ente, como una forma de poe sía doria. Pero otro patrocinio hace de ella una forma jonia, pues su inventor sería Arión de Lesbos, venido a Corinto bajo el rei nado de Periandro. Cuando los atenienses atribuyen un origen extranjero a una u otra forma poética, objeto de concurso, es una manera de decir que concierne tam bién a los griegos llegados de otras ciudades dorias o jonias, y que puede aspirar a una d ig n i dad panhelénica. M ultip licar los orígenes supone agrandar los públicos potenciales. Después, las Grandes Dionisíacas acogen un concurso trág i co. La tragedia, sin que haya salido verdaderamente del d itiram bo, pues éste sigue siendo cantado en festivales cada año, lo absorbe, con la presentación de coros y añadiéndole un diálogo recitado sobre el modelo de la epopeya de los rapsodas. Además, el poeta trágico inspira sus temas en la tradición épica. Según algunos relatos, Arión el Jonio, después de haber instalado el ditiram bo en Corinto, habría ido a Atenas para organizar el pri-
30 N ag y (1 9 9 0 ), págs. 3 8 3 y ss. 31 Para eso hay que remitirse a N agy (1990), ibid., y a J.-P. VERNANT y P. V id al -N a q u e t , M ythe et tragédie en G rèce ancienne, op. cit., págs. 11-40, y a Henri JEANMARIE, Dionysos, H istoire du cu lte d e Bacchus, Payot, París, 1991 (5.a ed., Ia ed. 1951), págs. 36 y ss.
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mer concurso trágico bajo el reinado de Pisistrato, en 534 a.C., concurso ganado por Tespis. Por lo tanto, la tragedia ateniense es un puro producto de este helenismo abstracto promovido para unificar la ciudad. Tiempos, lugares y textos, todo se realiza para crear una forma de arte identitario del helenismo destinada al conjunto de los griegos. Las Grandes Dionisíacas, situadas al final del mes de marzo, cuando el invierno term ina y el mar vuelve a ser navegable, están abier tas a todos los griegos. Es decir, para el público. Por lo demás, la tragedia es un montaje panhelénico, un patchw ork poético que irá complejizándose. Absorberá poco a poco a las demás formas de cantos, incluidas las canciones de beber y los lamentos fúnebres. Cada espectador encontrará en ellas con qué recordar a su ciudad, con independencia de que sea jonio de las islas, dorio de Sicilia, de Creta o del Peloponeso, beocio o chipriota. Himnos, peanes y ditiram bos, pantomimas u odas, Atenas reúne en la tragedia todas las formas de cantos practicadas en las ciudades. La antigua tragedia no tarda en dividirse (en 486) en tres formas nuevas: la tragedia propiamente dicha, el drama satírico y la comedia. De este modo, el teatro va a ejercer sobre la cultura de la ciudad de Atenas un verdadero im perialism o y Platón denunciará esta «teatrocracia» que es una confiscación por el Estado de la cultura de los atenienses, aunque sea para la mayor gloria de Atenas. En efecto, los atenienses proponen a los demás griegos su teatro como una síntesis de las poesías griegas y convierten así su teatro trágico en el mejor del mundo. Desde luego, no sin algunos sacrificios por parte del dionisismo tradicional. La máscara y la escritura ¿Qué eran las fiestas de Dionisos en Atenas antes de Pisistra to? ¿Cómo se cantaba el ditiram bo? Con lo que sabemos basta para probar que la ruptura se consuma culturalm ente entre la fría institución teatral y el trance dionisíaco. En Grecia existían dos aspectos rituales de Dionisos: uno, exclusivamente masculino, que es el vino que proporciona la ebriedad; el otro, propio de las 103
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mujeres, pero presente también en el rnmos y el ditiram bo, el Dionisos de la posesión por la danza. Este segundo Dionisos es el que, en Atenas, se convierte en el Dionisos del teatro, después de haber sido civilizado y despojado de sus poderes mágicos. Esta manipulación cultural del Dionisos de las mujeres que se con vierte en el Dionisos del teatro se expresa en forma de m ito en la tragedia de Eurípides Bacantes. Repartidos por casi toda Grecia, los testimonios nos indican que en la época histórica, y hasta el Bajo Imperio romano, algu nas mujeres se reunían en pleno invierno, semidesnudas, bajo el patrocinio de Dionisos para ir a correr a las montañas. Son presas de una posesión colectiva — synenthousiazein— , creen ver correr m anantiales de m iel y ríos de lech e32. Este ritual también sirve a veces de ritual de ingreso de las jóvenes doncellas en la categoría de las mujeres casadas. Las mujeres «entusiastas» recorren un paraíso silvestre que sólo existe para ellas, y donde no son ni mujeres civilizadas ni hembras bestiales. Dionisos hace de ellas mujeres «asilvestradas», criaturas que sólo existen en el dionisismo. Para ellas, la leche y la m iel, alimentos civilizados, si es que los hay, obtenidos mediante esas dos técnicas civilizadas que constituyen la cabaña y la apicultura, son producidas naturalm ente por el mundo sil vestre. Y, a la inversa, esas mujeres alim entan en su seno a peque ños lobos y cervatillos. M ientras danzan en la montaña, realizan una experiencia de alteridad, semejante a la de los hombres en el sympósion y en el cornos. Pero la alteridad que descubren las m uje res no es la de los hombres. Aquéllas, desfasadas con respecto a la avanzada civilización de los hombres, se convierten en Ménades, compañeras de D ionisos33. Los dominios de las mujeres entusias32 E. R. DODDS, Les Grecs et l ’irrationnel, trad, francesa, Aubier-Montaigne, París, 1965 (Berkeley, 1999). [Existe versión española: Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza Editorial, 1999. Traducción de María Araújo.] 33 J.-P. V e r n a n t , «L e D io n yso s m asq u é des Bacchantes d ’E u rip id e », L 'Homme, 93, 1985, p ágs. 39-42, y F ran ço ise F ro n t isi -D u c r o u x , Le D ieu Masqué. Une fig u re d e Dionysos d ’A thènes, L a D éco u verte-E F R , P arís, 1991, págs. 225 y ss. (m ás a d e lan te , F r o n t isi -D u c r o u x [1991]). 104
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tas son el mundo silvestre natural y paradisíaco, sin amor ni can tos, mientras que los dominios de los hombres entusiastas son el amor, la canción, la música y la neutralización sexual. Ahora bien, la tragedia de las Bacantes convierte al teatro en el equivalente cultural de ese ritual de posesión femenina. En resumidas cuentas, la obra tiene como tema el enfrentamiento con Dionisos, llegado para instaurar su culto entre las mujeres de Tebas, y con el rey Penteo, que no quiere dejar marchar al monte a las mujeres, entre las que está su madre, Agave. Dionisos no es visible, pero se m uestra a través de las máscaras de teatro y prue ba su poder provocando visiones engañosas que arrastrarán a Pen teo a su perdición. Ágave en el monte, al confundir a su hijo con un cachorro de fiera, lo m ata y lo descuartiza con sus propias manos. El Dionisos de las Bacantes es el dios de las mujeres en trance, el dios de la máscara y el dios de la ilusión; es el dios de la tragedia ateniense. Con una diferencia esencial entre el Dionisos del teatro y el del dionisismo bajo sus diferentes formas: la tragedia no es el lugar del entusiasmo ni de la ilusión visionaria. Lo que en B acan tes era una experiencia de posesión femenina se transforma en convención teatral accesible tanto a los hombres como a las m uje res. Verdaderamente, las Bacantes ven otro mundo, los especta dores ven convencionalmente a Penteo, el rey m ítico de Tebas, cuando miran al actor portador de una máscara. El teatro ate niense se representa en el santuario de Dionisos, durante sus fies tas, porque es el dios-m áscara34. El actor — hypocrites (cuyo senti do original es «intérprete»)— se crea sobre el modelo del rapso da, recitando un poema épico atribuido a otro cualquiera. Para que el espectador olvide que quien habla es un artista m uy cono cido o su vecino de barrio, el actor lleva una máscara dionisíaca. De ahí que el teatro griego se llam e theatron, que significa «lu gar de la m irada»; el espectador ha de ver el rostro del personaje-
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(1991) revela que Dionisos, dios-máscara, es una in
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máscara con el fin de que el papel que él oye pronunciar al actor pase a la máscara, que las marcas de persona, de tiempo y de lugar rem itan a un territorio invisible, el mundo de la epopeya, convencionalmente presente en la tragedia ateniense. La másca ra, que en griego se dice «rostro», prosopon, sólo existe si es obje to de una mirada, la del público; es la imagen virtual de los héroes y de los dioses. Dios de la máscara, el Dionisos del teatro es también el Dio nisos del d itiram bo35, con la m ism a distancia entre ritual y tea tro, en este caso entre una verdadera posesión y una técnica que im ita los efectos musicales de esta posesión. El ditiram bo tradi cionalmente es un canto de posesión orgiástica, cuyas formas varían de una ciudad a otra. Veamos cómo se puede reconstituir su esquema ritual: el exarchdn, el cantor que dirige la celebración, entona un prólogo improvisado bajo el efecto de una posesión dionisíaca, creada al principio por la ebriedad del vino y una música de flauta; el coro lo apoya m ediante aclamaciones ritu a les, después los coristas se ven arrastrados a su vez a la danza y el canto, que reanudan después del exarchdn formando un círculo alrededor del altar de Dionisos (es lo que se denomina un coro cíclico). Al acelerarse la danza y la música, los coreutas entran en trance, poseídos por el dios. En los concursos de ditiram bo el ritual de posesión desapare ce, el canto es compuesto previamente por un poeta, como Pin daro o Simónides, luego enseñado a base de ensayos a unos coris tas para ser presentado en un festival, en Atenas o en otra parte. A continuación, el poeta trágico rescatará, en las mismas condi ciones de enunciación, la poética del ditiram bo con el fin de componer los coros de la tragedia. A sí pues, el teatro ateniense es la conjunción de diversos rituales de canto y de danza, surgidos de la cultura caliente de los griegos y enfriados al convertirse en técnicas de escritura, de
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H e n ri J e a n - M a r ie , D ionysos. H istoire d u cu lte d e B acchus, op. cit., págs.
220-249. 106
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composición m usical y de juego teatral. El teatro, además, sepa ra en dos a los participantes del espectáculo: por un lado, los actores y el poeta; por el otro, el público; separación que nos rem ite al hecho de que los espectadores no comulgan con los actores en un entusiasmo sagrado, sino que los juzgan al final del concurso. La escritura del texto teatral y su recitación en escena, en el teatro ateniense, resultan de la técnica de la inscripción, ya que ésta somete al actor a un texto que él debe repetir palabra por palabra, y puesto que el tema de la enunciación es el personaje, el gran mudo al que el actor presta su voz. No hay teatro ate niense posible sin escritura-inscripción. El m ito trágico Sin embargo, el teatro ateniense parece haber sido capaz, aun que provenga de la poesía para festival, de dar acceso a la alteri dad, de hacer ver lo invisible, de continuar esa exploración m íti ca que había sido la peculiaridad de la epopeya viva. ¿Cómo es posible? Las Musas son despedidas del teatro; el poeta dramático elabora de antemano los versos de la tragedia o de la comedia, un músico compone la m úsica para los coros, los actores ensayan, como los coreutas, que son siempre aficionados36. Ya no queda nada del entusiasmo dionisíaco. De entrada, el éxito popular del teatro en Atenas lo convier te en arte consensual, como era el caso del canto del aedo. Segui dam ente, y más importante, cada tragedia es tam bién, como ocu rría con cada actuación del cantor de epopeya, siempre única, siempre igual, siempre prim era. En Esquilo, en Sófocles y en Eurípides, Electra empuja a su hermano Orestes a matar a su madre Clitem nestra, con Egisto, su amante, para vengar a su padre
36 Charles SEGAL, «Vérité, tragédie et écriture», en Marcel DETIENNE (dir.), Les Savoirs d e l ’é critu re en G rèce a n cien n e, Presses Universitaires de Lille, Lille, 1988, págs. 330-358, y Diego LANZA, «Le comédien face à l’écrit», ibid., págs. 359-386. 107
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Agamenón, asesinado por la pareja a su regreso de la guerra de T roya37. La historia es la m ism a, pero las tres tragedias son un mito diferente. En Esquilo, Orestes, manchado por el peor de los crímenes, el sacrificio humano, es perseguido por las Erinias, a las que ha abrevado con la sangre de su madre; en Sófocles, Orestes y su hermana se quedan en el palacio de Argos, donde el hijo va a suceder a su padre sin dificultad, pues ha ejercido su ven ganza en el espacio cerrado del duelo, donde los m uertos-vivien tes se m atan entre sí sin manchar a los vivos; en Eurípides, Orestes y su hermana habrán de abandonar Argos para fundar cada uno una fam ilia en otro lugar, pues el asesinato de su madre, que, en su condición de ama de la casa fam iliar — oikos— , garantiza, al acarrear el agua extraída de las fuentes de las Ninfas, un víncu lo genealógico con la tierra, les ha arrancado del territorio de la ciudad. Por consiguiente, volvemos a encontrar, con la trage dia, aquella exploración m ítica que, como vimos, caracterizó la epopeya a n tig u a 38: exploración, en Esquilo, de la libación, en Sófocles del duelo y en Eurípides de la m ujer en el oikos. Esta dimensión m ítica fuerza la entrada de la actuación trágica en el mundo de la oralidad. Ciertam ente, el teatro ateniense tiene muchas connivencias con la escritura, pues el texto es compues to fríamente por un poeta al margen de su enunciación, pero no es la transcripción de una enunciación ficticia, en la m edida en que procede de la escritura-inscripción. Además, perm ite con comodidad una producción m ítica, viva, la prueba está en que ha producido un m ito que él mismo explora: Bacantes, de Eurípides. Un ejemplo de entropía cultural ¿Cómo compone el poeta trágico? ¿Cómo se realiza la trans misión de las formas poéticas sintetizadas en la tragedia? La solu ción hay que buscarla sin duda en la frecuentación de los festiva les y la escucha de otras tragedias, sin que sea necesario suponer 37 E s q u ilo , Las coéforas; S ó f o c l e s , E lectra; E u rip id e s , Electra.
38 Cf. introducción, págs. 24-26. 108
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la existencia de una poética formulada y enseñada. N inguno de los grandes poetas trágicos es profesional del lenguaje; no perte necen a escuelas de rapsodas o citaristas. Se trata de simples ciu dadanos que han cantado en los coros y visto teatro. Estamos en un sistema de transmisión por inmersión que conviene perfecta mente a la ideología democrática, pero que corresponde asim is mo a una cultura caliente. En esto, el teatro ateniense es dionisíaco, y el poeta no es más que un espectador más, un aficionado de los que rebosa la ciudad. El mismo es el punto de encuentro de formas poéticas cuya síntesis será la tragedia. Realiza personal mente esta cultura ateniense panhelénica que su ciudad quiere ofrecer como modelo al resto de los griegos. Una tragedia ha sido, pues, al principio de su existencia, una actuación única cuyo texto escrito está normalmente destinado a desaparecer una vez consumado el acontecimiento, si bien el im perialism o ateniense conferirá m uy pronto el carácter de mo delos a las obras de algunos y las fijará. Esto será el fin de un tea tro popular. El paso de la cultura-acontecim iento a la culturamonumento. Cuando se comience a volver a representar a los «clásicos», la tragedia ateniense se habrá convertido, como el texto homérico, en una momia. La historia del teatro ateniense, tanto de la tragedia como del ditiram bo, es la de una degradación cultural políticam ente d iri gida: para integrarse en la cultura de la ciudad, el trance dionisíaco, que se realizaba bajo formas rituales variables para los hom bres y para las mujeres y de una ciudad a otra, se anula en bene ficio de la ilusión teatral, que no es más que una convención social. Sin duda, el público ve lo invisible, pero no experimenta en su persona la presencia del dios, no asume el riesgo de perderse en los confines de su hum anidad. El Dionisos del teatro atenien se es insulso y domesticado, el dionisismo ha perdido su poten cia orgiástica cuando la ilusión dionisíaca ha dejado de ser el efec to del entusiasmo para convertirse en el resultado de un espec táculo controlado. Sin embargo, el teatro ateniense sigue siendo una cultura del acontecimiento, una celebración de Dionisosmáscara. Si la frontera pasa entre enunciación ficticia y enun 109
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ciación real, el teatro está del lado de la cultura caliente, puesto que el enunciado teatral sólo tiene efecto y sentido durante su enunciación en el teatro, aunque ésta no sea el contexto de su creación. No obstante, el teatro es un acontecimiento que no visi tan los dioses del canto y de la ebriedad, ni tampoco inspiran la composición del poeta dramático, que es uno de esos nuevos des tajistas de la escritura, artesanos de la cultura panhelénica y de las culturas de ciudad. Cabe preguntarse después de Atenas por el teatro de hoy. Su incontestable renacimiento, mientras el cine se ve arrastrado por la debacle audiovisual, está ligado sin duda a su carácter de acon tecim iento. Cada representación teatral es una actuación, donde el encuentro entre el público y los actores siempre corre el p eli gro de fracasar. Por supuesto, el teatro contemporáneo pierde mucho de su fuerza de acontecimiento al m ultiplicar las repre sentaciones de una m ism a obra, al representarse todos los días para todo el mundo — basta con comprar un billete— . Por su parte, el público trata de recuperar el acontecimiento, de ahí los éxitos de esos espectáculos maratonianos ofrecidos en los festiva les, como en Aviñón, donde El zapato de raso se presentó íntegro, de la noche a la mañana. No es malo que sucumba la atención un instante por agotam iento, que el brillo de la escena se apague y vuelva a encenderse en las alucinaciones del cansancio, y que los actores y el público lleguen hasta el extremo de sus fuerzas. La cultura se enciende cuando cesa de vivir en la economía; cuando deja de ser un divertim iento razonable o un espectáculo educa tivo. En nuestra cultura, que ha perdido el uso adecuado de las drogas colectivas y que tiene miedo de todas las fiestas excesivas, con razón porque se sabe incapaz de controlarlas, sólo el teatro puede todavía suscitar grandes desplazamientos de masas. En las peregrinaciones anuales, el teatro ya no es un placer más, sino el objetivo mismo del viaje. Y los esfuerzos impuestos a los espec tadores, el frío, la noche, la duración del espectáculo, etc., son una manera de captarlos físicam ente; nuestra cultura no acepta otras ebriedades que las de la fatiga y el esfuerzo. 110
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Por desgracia, el teatro sufre la amenaza de un reflujo litera rio, etapa siguiente al enfriamiento cultural inducido por su crea ción. H ay en la actualidad demasiados realizadores que en vez de crear un acontecimiento espectacular, de ofrecer al público imágenes nuevas, de hacerle ver lo invisible, es decir, lo que no es visible fuera del teatro, se transforman en «lectores» y preten den autoanularse modestamente tras el texto, como si éste exis tiera de manera autónoma, como si fuese a adueñarse de los acto res para encarnarse él mismo en espectáculo. El resultado es un poderoso aburrim iento y un teatro inexistente. Esos realizadores pertenecen al partido de la cultura monum ental, de la visita a las tumbas. Por el contrario, los que crean espectáculos a partir de un texto son como los cantores de sym pósion o de flamenco, y ese texto más o menos conocido del público perm ite a éste reen contrarse a sí mismo en el espectáculo, al tiempo que sirve de marco a una improvisación, a una actuación única. Los especta dores reconocen La tem pestad o La Orestíada, pero lo que han visto, el acontecimiento en el que han participado, es La tempes ta d de Peter Brook o La O restíada de Ariane Mnouchkine. Los realizadores recontextualizan las palabras escritas y les dan su sig nificación pragm ática en esa ocasión. Esta historia del teatro en Atenas nos servirá de ejem plo para introducir la noción de entropía cultural; se tratará sólo de una sugerencia destinada a excitar la im aginación y no a proponer un método de análisis, elaborado a partir de la term odinám ica39. Si adm itim os que toda tendencia a la homogeneidad y a la seme janza es una forma de entropía, es decir, de degradación del sis tema social por la introducción del desorden y la tendencia a la inm ovilidad, entonces la cultura, cuando reintroduce la comple jidad, la disim etría y la distinción en la sociedad considerada como un sistema abierto, lucha contra la entropía social, es negentrópica. Por eso es gran consumidora de energía exterior y sólo es eficaz en el despilfarro económico. Por consiguiente, la 35 Ampliaremos la hipótesis en la conclusión generalizándola. Se encontrarán en ella las referencias bibliográficas necesarias. 111
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cultura oral, por su dependencia y la di versificación permanente que realiza, tiene una negentropía superior a la del teatro. Toda cultura que se generaliza, se inm oviliza, cada vez es menos apta para luchar contra la entropía social, es decir, para reafirmar el orden de la sociedad en la que opera.
El banquete contra el teatro: A nacreonte en la escuela El sympósion dionisíaco parece haber sido en Atenas un lugar de resistencia aristocrática a la teocracia, por desgracia, con el efecto paradójico y perverso de inclinarlo del lado de la escritura socavando la cultura de la ebriedad40, y con el banquete-libro que florecerá en Roma como avatar final. Pero la Atenas del siglo V todavía no está ahí. El canto del banquete es, en efecto, una de las raras prácticas culturales m inoritarias que sobrevivirán al maremoto de la poe sía cívica y al centralismo ateniense. Pero se destaca, no obstan te, un fenómeno curioso y propio de los banquetes de Atenas: se considera normal cum plir con el deber de cantor citando a los grandes autores. Este modo de hacer se da un patrón ilustre, el músico Terpandro, y tiene por nombre skolion o escolio. La figu ra de Terpandro, a la que se atribuye el desarrollo de las técnicas m usicales, una vez que se ha separado la m úsica del texto, prue ba que se trata de una forma m usical, y no de un tipo de texto. De hecho, bajo el nombre de escolio, cuando éste sirve para reu nir textos, encontramos de todo. Lo mismo da que se trate de citas de obras de grandes maestros de la lírica del banquete, Alceo, Arquíloco o Anacreonte, como que se trate de la lírica coral, Píndaro o Estesícoro, o incluso de los coros trágicos; o se trate, en fin, de textos de lo más variopinto y origen desconoci do, que poseemos bajo el nombre genérico de «escolios ático s»41. 40 N agy (1990), pág. 107 y págs. 384-413: sobre la resistencia aristocrática a la teatrocracia y sus consecuencias. 41 A t e n e o , XV, 694a-696a.
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Encontramos en desorden la celebración patriótica de los dos ase sinos de H iparco42: Por siem pre, su g lo ria sobrevivirá en la tierra Q ueridos H arm odio y A risto g ito n Porque ellos m ataron al tirano E instauraron la lib ertad en A tenas,
una invocación a Atenea, patrona de la ciudad: P alas, n acid a de T ritó n , A ten ea reina G u ía nuestra ciud ad y a sus ciudadanos Líbranos de sufrim ien to s y gu erras civiles Y de las m uertes p rem aturas, tú y tu padre.
Encontramos incluso un elogio fúnebre de los soldados m uer tos defendiendo el fuerte de Leipsidrion en el Parnaso, contra las tropas del tirano Hipias: ¡L ástim a, L eip sid rio n , en tregaste a los am igo s! ¡Q ué hom bres m urieron por tu causa! M agn ífico s en el com bate, hom bres bien nacidos D em ostraron ese d ía quiénes eran sus padres,
briznas de epopeya homérica: H ijo de Telam ón, poderoso A yax, dicen que T ú eras con A q u iles el m ejor de los g riego s que p artiero n para Troya.
H ay también una verdadera canción de banquete: Bebe co n m igo , ven co nm igo, am a co n m igo ...
42 Ibid., 13, 1, 24, 16, 19. 113
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Como sabemos, esta práctica de la cita en música forma parte de la educación de los niños bien criados y de buena fam ilia. Se da por supuesto que un hombre cultivado es capaz de cantar a Estesícoro o a Anacreonte en un banquete 4}. Lo que, por lo demás, no es óbice para que, en el mismo banquete, otros bebe dores se entreguen a la improvisación dionisíaca; ambos coexis ten, pues, en el sympósion ateniense. ¿Cómo interpretar esta cos tumbre ^ n u e v a en relación a la tradición jonia— de la cita en el banquete, que tuvo como consecuencia últim a, entre otras, fijar a través de la escritura las obras modelo de Anacreonte, con una finalidad pedagógica? G. N agy propone la siguiente interpretación: contra la teatrocracia y la cultura de Estado, la aristocracia griega organizó una resistencia poética, defendiendo las formas tradicionales, m uy diversas, de la lírica. El sympósion, lugar de la sociabilidad de los nobles griegos en la mayor parte de las ciudades, se u tiliza como un espacio de enunciación competidor de los festivales cívi cos, con el fin de escuchar y conservar en ellos esas formas poéti cas en peligro de desaparición. Pero eso no se realiza sin manipulación: el uso del escolio per m ite sin duda acoger todas las formas líricas, pero al mismo tiempo la especificidad m usical de cada género desaparece; los coros se transforman en m elodía y se canta la epopeya con una música de lira. Como ocurre m uy a menudo, la voluntad de con servar una forma cultural a base de fijarla se expone a desnatura lizarla. En este caso, la defensa de la lírica provoca el desmem bramiento del canto. La enunciación m usical en el banquete no es congruente con la m ayoría de los enunciados líricos citados por los bebedores. Se produce aquí un fenómeno análogo al que observábamos en los festivales: una disyunción entre enunciados y enunciación, así como una disociación entre m úsica y poesía. La transmisión de esta poesía de banquete que no está constituida por cantos de banquete ya no puede hacerse en el sympósion; los
43 L i s s a r r a g u e
(1987), págs. 129 y ss. 114
L a in v e n c ió n d e la l i t e r a t u r a
jóvenes han de ir a aprender a otra parte, es decir, a la escuela, los textos de poesía y la música de la lira. Por consiguiente, los nobles atenienses confían a sus hijos a escuelas privadas para que aprendan a ocupar su puesto en el sym pósion; de esta manera, luchan contra la enseñanza oral que reci ben todos los jóvenes atenienses al participar en las fiestas cívicas y al cantar en los coros trágicos, los ditiram bos y otros conciertos de festival. Vemos así en copas áticas del siglo v a muchachos que reciben una educación m usical y poética cuyo objetivo es clara mente capacitarles para cantar en el sym pósion^ . Esta educación separa la enseñanza de poemas m ediante la lectura, y la enseñan za, puramente instrum ental, de la lira. En una copa un m ucha cho aprende un texto escrito de canto coral; en otra copa se trata, siempre escrito, de un texto épico que recuerda a Hesíodo o a Homero. En ambos casos hay un contraste m uy acusado entre un texto de canto que invoca a las Musas, y plantea por tanto una enunciación épica tradicional, y la escritura de esos textos con una finalidad de aprendizaje. La cultura del banquete está en proceso de enfriamiento. Sin duda, el dionisismo no está muerto ni tampoco la ebriedad poéti ca, pero está a punto de abrirse una falla entre dos culturas: la can ción de banquete va a transformarse en una práctica trivial, se des plegará por ejemplo en las canciones anacreónticas y el conoci miento escolar prevalecerá sobre la improvisación entusiasta y gozará en exclusiva del prestigio de la cultura. Ya no se volverá a otorgar confianza al bebedor recién llegado. Ya no se contará con él para asegurar la perennidad de la cultura griega, sino con los libros de los pedagogos. En adelante, Anacreonte es un autor que entra en el programa. Es verdad que los jóvenes aristócratas ate nienses siguen practicando una cultura de la variabilidad, ya que en cada ocasión recontextualizan las citas, siquiera sea m usical mente, pero ya no es sólo la transmisión de hombre a hombre, sino la escritura, lo que constituye, aunque sea parcialm ente, el depósito de la memoria. 44 L issa rra g u e (1 9 8 7 ), figs. 105 y 1 0 6 , p ág. 131. 115
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Volviendo a nuestro paralelismo con el flamenco, cabe seña lar que, en los dos casos, la voluntad de preservar una cultura m inoritaria fijándola y enseñándola se traduce en su m uerte y su momificación. El movimiento iniciado por Antonio M airena para dar su pureza al flamenco lo ha encorsetado en reglas, lo ha encerrado en modelos fijos que le privan de cualquier evolución, o sea, de toda transmisión oral, flexible y capaz de asum ir los riesgos de la improvisación. Le ha cortado la vida y ha demonizado la modernidad; ha hecho de él un arte de conservatorio45. Ese flamenco está separado de sus raíces populares y florece esen cialm ente en los concursos y en los festivales. Donde el flamenco sigue viviendo, en los pueblos o en las fam ilias, lo hace sin rela ción con ese movimiento de intelectuales puristas. Porque una cultura popular ni se decreta ni se reglam enta; vive o muere en función de la vida del grupo del que es expresión. Entre ella y él hay una relación de tipo ecológico: están en simbiosis, y basta con que un elemento aparezca o desaparezca en el nicho cultural del grupo para que sea arrasada una forma de cultura. El desm antelam iento de una barriada de gitanos y la disem inación del grupo dentro de otra estructura urbana; que una excesiva m iseria desmoralice a un clan o que la prosperidad económica moderna disloque las solidaridades fam iliares, o que los transistores em brutezcan con música de rock a las nuevas generaciones... El gueto y la marginación no son necesariamente los peores males. Puede sorprender que relacionemos con tanta insistencia el flamenco de los gitanos harapientos de los suburbios de Sevilla y las canciones dionisíacas de los aristócratas atenienses; se trata en ambos casos de una cultura m inoritaria que se perpetúa al m ar gen de la historia y del Estado, y que sirve a sus miembros de cim iento social. Esta cultura está amenazada de muerte en cuan to sale de su gueto y es recuperada por la mayoría. M odelizada,
45 Frédéric D eval , Le Flamenco..., op.cit., págs. 18 y ss.; Antonio MAIRENA, M undo y form a s d e l can te fla m en co, Granada, 1 9 7 9 ; y Danielle D u m a s , Coplas fl a mencas, op. cit., p ág. 199. 116
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teorizada, historificada, aspirante a la universalidad, pierde su sabor y su alm a, y jamás podrá comunicar ya la ebriedad.
Las teorías de una cultura-m onum ento Ese paso de una memoria humana a una memoria por el obje to ha sido teorizado por los dos grandes adversarios de la cultura democrática, Sócrates y Aristóteles, de manera contradictoria. Sócrates es un adversario im placable de la transcripción, de una escritura que pretende quitarle el sitio a la oralidad, de una pala bra descontextualizada. Aristóteles, por el contrario, propone una técnica para fabricar una palabra descontextualizada, elabora una doctrina de la escritura sin lectura, al margen de todo protocolo enunciativo. Ion, o la m aterialidad del texto Encontramos en Platón, en su diálogo titulado Ion, una extra ña teoría que centra la poesía en torno al texto, en vez del poetacantor, a partir de la práctica de los rapsodas. Es difícil saber si Sócrates, el protagonista del diálogo, elabora esta teoría con el fin de promover o de denunciar la nueva cultura ateniense. En cual quier caso, evidencia claramente el cambio de punto de vista, al afirmar que la transmisión de la poesía ya no es la de una com petencia que se hiciera de poeta a poeta, sino que pasa única mente por el texto y su recitación. Ion, el personaje que da nombre al diálogo, es un jonio de Efeso, rapsoda de su Estado y especialista de Homero. Acude a Atenas para las Panateneas, procedente de Epidauro, donde ha participado en las fiestas de Asclepio, que cada cuatro años orga niza concursos «m usicales», es decir de diferentes géneros poéti cos. Ion ha obtenido el premio por la epopeya. Sócrates va a m anipularle, poniéndole en dificultad con el fin de hacerle con fesar que no posee ningún saber sobre los poemas homéricos, que no es un hombre divino, una especie de «sacerdote de Homero», 117
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poseído por su m aestro46. Le propone de entrada una teoría de la palabra poética, a la que Ion se adhiere sin saber adonde va a lle varle. Sócrates parte de una opinión com partida por todos los griegos: los poetas no son artesanos de la poesía; cantan sin poseer técnica de composición, inspirados por las Musas. (Notemos antes que nada que Sócrates identifica poesía y canto, «olvidan do» así que el aedo, ciertam ente, no tiene una técnica de la com posición poética, pero debe haber sido iniciado en el arte m usi cal. El aedo no es un bebedor de banquete, sino un sacerdote de las Musas.) Sócrates señala después que cada poeta es competente sólo en un género particular, y según la voluntad de las Musas. Sin expli carse sobre el origen del im pulso m usical que va a mover al poeta, añade que una vez que éste «ha entrado en la armonía y el ritm o »47, dos términos que sirven para describir la poesía lírica y no épica, el canto le surge espontáneamente. No es su voz lo que escuchamos, sino la de la Musa. También los hombres más mediocres pueden producir los cantos más bellos. Ofrece el ejem plo de un tal Tínico de Calcis, por lo demás una nulidad, que un día compuso el más bello peán. Sócrates continúa: «un peán que hoy todo el mundo canta». La actuación de Tínico se ha memorizado de una manera u otra, sin que haya sido fijada necesaria mente palabra por palabra, es decir, considerada como modelo. Sócrates, por su parte, objetiva la actuación: en adelante, el peán existe m aterialm ente, con independencia de Tínico, y el objeto que constituye posee en sí la potencia m usical y sagrada que ha presidido su creación. La inspiración ha abandonado a Tínico, pero se ha cristalizado en su canto. Todo el que lo cante, la resucitará. Sócrates ha contaminado el modelo del aedo con el del cantor de banquete, del poeta lírico sin competencia particu lar y al que nada prepara para la elección que la M usa hará de él.
Ion, 534a-534d. (1990) sobre el sentido preciso de esos dos términos, pág. 51 y págs.
46 P l a t ó n , 47 N a g y
91-101. 118
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Volviendo al rapsoda, Sócrates explica, pues, que, al recitar los poemas de Homero — obsérvese que la m úsica ha desapareci do— , Ion se siente arrastrado por el entusiasmo, y a su vez es poseído por el propio texto, del que se hace portavoz, como el aedo lo fuera de la Musa. Este entusiasmo va a comunicarlo seguidam ente a quienes lo escuchen, tanto en las ceremonias reli giosas que exigen su participación, cual es el caso de ciertos sacri ficios, como durante los concursos que consagran a decenas de m iles de oyentes. Estos lloran, se espantan o se apasionan, como si asistiesen verdaderamente a las escenas terroríficas o conmove doras que relata el rapsoda, la m uerte de Héctor, el duelo de A quiles por la muerte de Patroclo, la despedida de Andrómaca o las amenazas del Cíclope. Sócrates compara este entusiasmo que se transm ite de la Musa de Homero al espectador de las Panateneas, contemporáneo de Sócrates, cuando escucha recitar a Ion, con la potencia del imán que atrae a un prim er anillo de hierro, y al que se engan charán otros anillos, dándose el caso de que cada anillo imantado tiene el poder de atraer a uno nuevo. Pero las comparaciones son odiosas, y sería fácil invertir la im agen: un anillo se desim anta en cuanto desaparece el im án; en ausencia de la Musa, fuera del tiempo de la actuación, el entusiasmo comunicado también habrá desaparecido. Pero resulta vano polem izar con un hombre muerto hace dos m il años. Notemos tan sólo que los tres entu siasmos, el del poeta, el del rapsoda y el del espectador, no son de la m ism a naturaleza. El primero es un arrebato sim ilar a la pose sión de las Bacantes48: Los poetas líricos no obran con sensatez cuando componen esos hermosos versos que conocemos, sino cuando penetran en la armonía y el ritmo víctimas del delirio báquico y poseídos al igual que las Bacantes poseídas sacan miel y leche de los ríos cuando están fuera de toda sensatez... Y es que los propios poe
48 Ion, 534 a-ab. 119
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tas nos lo dicen: liban como las abejas, revoloteando como ellas, los cantos que nos ofrecen de las fuentes de miel de los jardines y los vallejos de las Musas; mientras que el entusiasmo del rapsoda y de los espectadores es sim plem ente afectivo. Son presa de emociones im itativas que experim entarían ante la m ism a escena si ésta ocurriera realm en te. El enunciado actúa sobre el rapsoda y sobre sus oyentes por un efecto de reconocimiento. Lloran por la m uerte de Patroclo como si se tratase de la de un allegado o la de un íntim o am igo m uy querido. De este modo, Platón sustituye una ética de la posesión por una estética de la im itación de lo real. En lugar de ser una forma de exploración de la cultura y de sus lím ites por la ficción y la alteridad, la poesía queda reducida a una representación identitaria, un espejo ofrecido a los hombres por poetas que se les parecen. El único vínculo que subsiste entre los hombres y las Musas son textos erráticos, monumentos dejados a los hombres por los poetas m íticos y que ya sólo pueden ser machaconamente repeti dos. Los grandes inventores se convierten en las nuevas Musas inspiradoras, los nuevos poetas son rapsodas. Homero o Hesíodo, o cualquier otro, ofrecerán a los hombres de hoy el espectáculo de un mundo perdido, el de los dioses y de los héroes, suscitando en ellos la visión ilusoria de ese mundo épico. En ese diálogo encon tramos en germen la teoría de la mimesis, que en Platón sirve para desterrar a los poetas de la ciudad, y en Aristóteles para justificar la renovación del trabajo poético. El poeta que fabrica nuevos poemas, una nueva epopeya, privado de inspiración ya que el contexto enunciativo de esta inspiración ha desaparecido, de la cultura oficial — el banquete homérico, lugar de inspiración del aedo— , sólo los textos, es decir Homero, pueden «inspirar» a los fabricantes de epopeya. El poeta iniciador va a redoblar la mim e sis. Imagen de im agen, de im agen..., la im itación actúa como la cadena im antada de Sócrates. Con esta diferencia más o menos: Sócrates hablaba de un mundo donde se recitaba todavía a Ho mero, Aristóteles legislará para un universo de libros donde la 120
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cultura viva no va a interesarse por las epopeyas im itativas que fabricarán los nuevos poetas, ya sean alejandrinos, como Apolonio, o romanos, como V irgilio. La mimesis ha engendrado un monstruo de dos cabezas: la m aterialidad del texto con, por un lado, la herm enéutica y, por otro, la papirología. En efecto, como concluye Sócrates en el Ion, el rapsoda no comprende nada de lo que recita y por lo demás nadie comprende en absoluto a Homero, salvo que se dedique a la investigación sem iológica e interpretativa49. El rapsoda no es más que un lector de Homero, de ahí que haya de ser su comen tador, dicho de otro modo, hablar su lengua, o, si se quiere tam bién, tener su competencia: en una palabra, ser Homero. Los griegos chocan con esta evidencia, un puro enunciado jamás quiere decir nada o, por el contrario, todo lo que se quiera. Fue en tiempos de Sócrates cuando florecieron las lecturas alegóricas de la epopeya. Todas las contorsiones contemporáneas, textología, narratología o sem iología, cuya finalidad es hacer confesar bajo tortura a todos los textos reunidos en los campos de la litera tura, no tienen otro origen. Pero nunca se ha conseguido hacer confesar a un cadáver. La significación no surge más que en la enunciación, pero entonces se impone con nitidez. El otro efecto de la m aterialización del texto es un culto faná tico por lo literal. Los filólogos alejandrinos serán los primeros adeptos del aparato crítico. Corrigiendo, cortando y restituyen do, buscarán en los manuscritos la verdadera versión, a fin de leer al auténtico, al original, al verdadero Homero. ¿Por qué? Porque de todos modos van a leer lo que les parezca; y porque, devuelto a su enunciación original, el texto de Homero libera a los filólo gos de sus tormentos, pues recobra su incertidum bre prim igenia, sus variaciones vivas, únicas capaces de producir un sentido que, evidente para los oyentes del aedo, no puede ser captado en su funcionamiento por simples lectores.
49 Sobre Ion y el rapsoda como lector, cf. Michel CHARLES, La R éthorique d e la lecture, op. cit., págs. 74 y ss. 121
Florence D u p o n t
Imitación y memoria: la P oética de Aristóteles Al contrario que el Sócrates del Ion que denuncia la descontextualización de la epopeya en los concursos de rapsodas, Aristóte les finge creer que la separación del enunciado y de la enunciación está en la naturaleza de las cosas poéticas. Ignora voluntariam en te toda forma de composición oral; presupone que la poesía siem pre está escrita previam ente y piensa que la lectura es una recep ción suficiente para valorar cualquier forma de palabra pública, poética o retórica. ¿Aristóteles inventó la literatura? Las primeras páginas de la Poética ofrecen un pasaje curioso50, en el que el autor se sorprende de que el griego no posea un tér mino genérico para designar el arte que usa solamente el lenguaje en prosa o los versos... Nosotros no tenemos un término común para designar a la vez los mimos de Sofrón y de Xenarco y los diálogos socráticos, ni tampoco para todas las representaciones que pueden hacerse empleando los trímetros, los metros elegiacos u otros metros de ese género. A sí pues, Aristóteles va a introducir una expresión nueva, el «arte poética», pero que sólo va concernir a las representaciones en verso, es decir, en metros, y no a las que se realizan en prosa: por lo tanto, el arte poética es una subdivisión de ese arte gene ral de la palabra que, al parecer, permanece innominable. Ahora bien, sin nombrarlo, Aristóteles da una definición de él: es el arte de la representación m ediante la palabra, e integra este arte den
50 ARISTÓTELES, Poética, 144a 8-47b28. Todas nuestras citas y su traducción están tomadas de la edición de Jean L a ll ó T y Roselyne DUPONT-ROC, Aristote. La Poétique, textos, traducciones y notas, Le Seuil, París, 1980. Ellos traducen m im ésis por «representación», elección que preferimos a la de «imitación», porque, efec tivamente, la concepción aristotélica de la m im esis está precisamente en el origen de la ideología de la representación. [Existe versión española: Poética, Barcelona, Icaria, 1994. Traducción de José Alsina Clota.]
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tro de una concepción «m im ética» general de todas las artes51. La m úsica se representa por la m elodía y el ritmo. La pintura se representa por el color y el dibujo, y la danza se representa por el ritm o, etcétera. Al introducir esta categoría de la representación — mimesis— , Aristóteles ignora la palabra como acto y se interesa únicamente por la producción de enunciados. En efecto, hace de esta repre sentación la causa final de la actividad poética y no el cum pli miento de un ritual religioso o social, como una ofrenda sacrifi cial o un espectáculo dramático. En consecuencia, Aristóteles ignora sistem áticam ente la significación pragm ática de la trage dia, de la epopeya o de los cantos líricos. De ahí que Aristóteles haga, por ejem plo, de una tragedia un texto que se basta a sí mismo y que idealm ente no necesita ser puesto en escena, ya que el espectáculo es un suplemento de placer, pero que no debe tenerse en cuenta en la evaluación del valor de una obra de teatro52: En cuanto al espectáculo (opsis) que ejerce la mayor seduc ción, es totalmente ajeno al arte y no tiene nada que ver con la poética, ya que la tragedia realiza su finalidad aun sin concurso y sin actores. Además, para la ejecución técnica del espectáculo, el arte del fabricante de accesorios es más decisivo que el de los poetas. Como dicen alegremente nuestros editores de Aristóteles, «és te no acaba de saldar sus cuentas con la puesta en escena», que le molesta terriblemente. Pero, de hecho, el problema es el mismo para la poesía lírica y para la epopeya, aunque en ambos casos el tratado aristotélico no hable de ello. Aristóteles llega, pues, a esta afirmación paradójica: el teatro, que etim ológicam ente es el «lu gar de la m irada», no necesita del
51 Nuestra lectura de Aristóteles debe mucho al gran libro de Jacqueline La C ouleur éloquente, Flamarion, París, 1989, en particular págs. 55-82. 52 1450b 15. Idéntica afirmación en 1453b 1-7.
L ic h t e n st e in ,
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espectáculo — opsis, otro térm ino vinculado etim ológicam ente con la vista— para realizarse. Más aún, para Aristóteles, todo lo que depende del espectáculo de los cuerpos, cuando no se trata de una representación para la danza, es «v u lgar» , phortikon™, y basta con leer una tragedia para saborear todos sus efectos54: Para producir su propio efecto, la tragedia puede prescindir de movimiento, como la epopeya: la lectura (día toû anaginoskein) revela su cualidad. Teatro de palabras, pero también teatro de relato, pues A ris tóteles rechaza la música del verso ” : De todo esto resulta claramente que el poeta debe ser poeta [fabricante] de historias {muthón} antes que de metros, ya que es poeta en razón de la representación, y lo que representa son acciones. Estamos ante una concepción radicalm ente realista de la len gua y de sus usos: las palabras son una representación de las cosas — mimesis— y equivalen a ellas en su acción sobre un público. Es la historia de Edipo lo que suscita «terror y piedad» — pues tal es el fin propio del género trágico según Aristóteles— sobre el público, y no la tragedia como modo de enunciación. La prueba de ello sigue siendo que no sabe qué hacer del coro, que en ori gen no pertenece a la historia sino al espectáculo trágico, y lo reduce a ser un personaje como los dem ás56. De la m ism a mane ra que la retórica ideal no combate por las palabras sino «por las cosas m ism as» 57, el ideal del teatro estriba en representar accio-
53 I462a4 y ss. 54 I462al2. 55 l451b27-33. 56 1456a25-6. 57 ARISTÓTELES, Retórica, III, 1,1-3 [Existe versión española: Retórica, Madrid, Gredos, 2000. Traducción de Quintín Racionero.]
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nes. Una buena historia hará una buena tragedia, mezclando lo verosímil y lo maravilloso, y suscitando así «el terror y la pie dad». Para resituar esta teoría aristoteliana de las poesías épica y trágica, en relación con nuestras propuestas sobre lo que hemos denominado la «exploración m ítica», constatemos que Aristóte les, de la actuación m ítica que eran la tragedia ateniense o el canto del aedo, sólo conserva la ficción m ítica; de ahí la noción de una mezcla de verosim ilitud y de maravilloso que es una manera distinta de decir que la ficción m ítica se creó a partir de la cultura común — lo verosímil aristotélico— (por ejemplo, la guerra), donde se introduce un elemento culturalm ente im posi ble — lo maravilloso aristotélico— (una guerra de diez años). Pero Aristóteles, al elim inar la enunciación y la actuación, hace desaparecer al mismo tiempo cualquier posibilidad de una sig n i ficación pragm ática, es decir, de una tragedia, o de una epopeya, exploratoria y m ítica. Ahora bien, las ficciones m íticas son for mas vacías con independencia de las actuaciones m íticas que per m iten realizar, aisladas artificialm ente dependen de la lengua y no del habla; en Aristóteles, tragedias y epopeyas pueden con vertirse en relatos extemporáneos, enunciados transcritos, puesto que carecen de toda significación referencial. Se adivina que en esta aventura la poesía lírica corre peligro de extinción; como la m úsica, en la clasificación aristotélica, está separada del habla, un género poético no puede definirse por un instrumento m usical, se clasifica según su metro y el objeto de su representación. Así, Aristóteles define a los poetas satíricos como poetas yámbicos, precisando que su objeto es un hombre en par ticular, blanco de sus invectivas; junto a ellos, menciona muy brevemente a los elegiacos. ¿Qué podía hacer él con los cantos del banquete? Sin duda, las canciones de Anacreonte difícilm ente habrían hallado sitio en la clasificación de Aristóteles, que sólo se intere sa por los enunciados legibles; en todo caso, su teoría de la repre sentación reduce necesariamente esas canciones a relatos en pri mera persona interpretados en términos biográficos. 125
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La poética aristotélica no se ha desarrollado en el vacío; no ha brotado de la im aginación perversa del profesor de Alejandro; lo que vemos constituirse aq u í es la depuración teorizada de una cultura griega identitaria, el cum plim iento del panhelenismo bosquejado en la cultura de festivales. La Poética de Aristóteles es, ante todo, un m anifiesto político, un programa de unificación cultural de Grecia bajo la monarquía macedónica, la partida de defunción de la libertad de las ciudades. La desaparición de todos los particularismos realizada por la desaparición de las condiciones de enunciación se hace, como cabía esperar, por medio de la escritura-lectura. Al mismo tiem po, la teoría aristotélica se vertebra únicamente sobre el objeto fabricado y no sobre su recepción, y nos damos cuenta de que es in ú til para su teoría que las obras se entiendan, vistas o leídas: lo esencial es que existan, aunque permanezcan en el fondo de un armario, bajo espesas capas de polvo. En adelante, su uso será esencialmente escolar y, además, sólo para algunas: en efecto, las obras canónicas de esta cultura griega unificada que llamamos helenística se conservan para ser balbuceadas y recitadas por unos escolares amenazados con la vara si les falla la memoria. Todos los niños de los pueblos conquistados por Alejandro sabrán de este modo lo que deben pensar de las lágrim as de Aquiles por la muerte de Patroclo, de la ira de Atreo o del orgullo de Edipo. No, Aristóteles no inventó la literatura, pero atribuyó a los maes tros de escuela la transmisión de las formas poéticas y, por lo demás, elaboró una teoría prem onitoria del realismo. Efectivamente, cuando muere una cultura cotidiana y, con ella, los elementos que la cantan, es frecuente que se desarrolle entonces una estética realista. Así, en el siglo XIX, después en el siglo XX en Francia, el desarrollo de la novela responde a la angustia creada por la muerte de las sociedades rurales tradicio nales. Al mismo tiempo que los folkloristas recogen fragmentos de una memoria agonizante y que George Sand relata con dete nim iento las costumbres de un Berry de cuyo galopante olvido de sí tiene conciencia, Balzac trata de representar la modernidad y Zola toma su relevo. Cuando no dominamos nuestra propia cul 126
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tura ya no o todavía no, porque hemos nacido demasiado tarde o demasiado pronto, en un mundo demasiado viejo o demasiado joven, la ficción exploratoria se hace imposible. La epopeya hele nística conoció también este frenesí por archivar, que significaba una angustia semejante, síntom a de la pérdida de una memoria viva que se transm itía por la vida social y sus rituales ordinarios. Demasiados museos y demasiadas bibliotecas delatan una cu ltu ra enferma de su cotidianeidad. Pero el remedio es peor que la enfermedad, sabemos que son los peores lugares de la memoria; al no poder conservar una competencia cultural, la sociedad dele ga en esos lugares el cuidado de conservar las obras maestras del pasado; como los fetiches de los hechiceros muertos en los m u seos etnográficos, que no son más que plum as empolvadas, alg u nas máscaras con la pintura descolorida, desde que los hombres olvidaron cómo convocaban a los dioses sus ancestros. Los «artis tas» que los copiaron no transm itirán más que la enfermedad de la m uerte, la peste del olvido.
A nacreonte en « la ja u la de las M usas» Cuando Alejandro reúne a las ciudades griegas bajo su auto ridad y las victorias macedonias extienden el helenismo hasta los confines del mundo habitado, va pues a consumarse definitiva mente la ruptura apuntada por el helenismo entre la culturamonumento y la cultura-acontecim iento, la cultura oficial y la cultura popular, la cultura identitaria y la cultura exploradora. El símbolo y el instrum ento de esta mutación es la biblioteca de A lejandría asociada al Museo. Desde entonces, la cultura griega va a confundirse con un saber enciclopédico plasmado en la escri tura y en la capacidad de im itar las obras canónicas, conservadas asimismo en libros. La época helenística inventó la cultura del libro, lo que no quiere decir que haya inventado la cultura literaria. Porque las bibliotecas, que van a m ultiplicarse-a im itación de la de A lejan dría, nunca tendrán muchos lectores, y la mayoría de ellos no 127
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buscarán en ellas más que un saber utilizable inm ediatam ente o un modelo estilístico con el fin de convertirse también en auto res. El Museo y sus estanterías de libros son el santuario de una memoria muerta. El Museo es una de las instituciones creadas por los reyes macedonios de Egipto para convertir a Alejandría en la capital del helenismo 58. El Museo — en griego M useion— designa un templo de las Musas. Si nos atenemos a su nombre, sólo habría que ver en él uno de los muchos santuarios consagrados a las Musas que hallamos en las ciudades griegas, como hemos visto con anterioridad, asociados por lo general a un héroe-poeta local: a Homero, en Quíos; a Hesíodo, en Tespis; a Arquíloco, en Paros; a M imnermo, en Esmirna, etc. Esos museos desempeñaron su papel en la elaboración de los modelos poéticos del panhelenismo, al fijar en la escritura los cantos atribuidos a los héroes e inventar su biografía; sin embargo, van a dejar el sitio a una empresa mucho más considerable, pues lo que el Museo va a reu nir, como un botín de guerra, va a ser todo el saber del mundo, todos los cantos, todas las obras filosóficas y todos los trabajos científicos. Así pues, el Museo de A lejandría es creado por Tolomeo Sïïtër, el prim er soberano macedonio de Egipto, siguiendo los consejos de Demetrio de Falera, que le había pedido asilo después de haber sido expulsado por los atenienses 59. Este discípulo de Aristóteles hace de la filosofía peripatética la doctrina oficial del reino. El Museo se inspira en el modelo del Liceo, pero con dimensiones nuevas. Está ubicado dentro del palacio real y com
58 Sobre el Museo y la Biblioteca de Alejandría, cf. P. M. FRASER, P tolem aic Ale xandria, 3 vols., Clarendon Press, Oxford, 1 9 7 2 ; Luciano C a n f o r a , La Véritable H istoire d e la B ibliothèque d ’A lexandrie, Desjonquières, Paris, 1 9 8 6 ; Autrement, serie «Memorias», núm. 19, noviembre, 1 9 9 2 : «Alexandrie, IIIe siècle av. J.C.» y Autrement, serie «Mutaciones», núm. 12 1 , abril, 1 9 9 1 : «La Bibliothèque»; Marc BARATIN y Christian J a c o b (eds.), Alexandrie ou la m ém oire du savoir, Bibliothè que de France (en prensa). 59 Fue tirano de Atenas de 3 1 7 a 3 0 7 a.C. 128
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puesto, además del templo de las Musas, de construcciones des tinadas a acoger a intelectuales retribuidos por el príncipe; en contramos en él habitaciones, un peristilo, un pórtico, salas de banquete... Pero, sobre todo, aneja a él está una inmensa biblio teca. Y precisamente es ésa la única memoria que se festeja en el santuario de las Musas de A lejandría, la memoria de los libros, sin que ni siquiera sean éstos las herramientas de recitaciones rituales destinadas a hacer revivir a un héroe. El proyecto que presidió la fundación de esta biblioteca está a la altura de las conquistas de Alejandro, es un proyecto im pe rialista y universal: reunir en un solo lugar y en forma de libros todos los saberes del mundo y de todos los tiempos. Los Tolomeos ordenan la adquisición de todos los libros que existen en griego, en Atenas, en Rodas o en cualquier otra parte. Bajo Tolomeo Evergetes, todos los barcos que hagan escala en el puerto de A le jandría serán registrados y se copiarán todos los rollos que se encuentren en ellos: las copias se rem itirán a los propietarios y los originales se conservarán en la biblioteca. Los libros escritos en lenguas extranjeras son transcritos al griego: así se redactó la tra ducción de la llam ada B iblia «de los Setenta», y también los dos millones de versos atribuidos a Zoroastro. Una biblioteca de esa envergadura, para ser u tilizab le, re quería un sistem a de clasificación: los bibliotecarios se lanzan a la redacción de catálogos y elaboran un saber bibliográfico. Las obras se agrupan por «géneros» y se atribuyen a un autor. Los autores forman listas cronológicas donde se suceden en una espe cie de genealogías de maestro a alum no; a cada uno se le atrib u ye una biografía. Cada obra ha de consistir en un texto único, lo que lleva a una intensa actividad de edición para unificar las diferentes versiones: se corta, se corrige, se desplaza; cada obra ha de obedecer tam bién a ciertas reglas que definan su textualidad: debe ser coherente y no debe repetirse. De modo paralelo, los filólogos escriben infinidad de comentarios en forma de pre guntas y respuestas. Juzgan acerca del valor de cada uno, d istin guen a los mejores, como Calimaco al establecer los C atálogos de los autores que brillaron en cada disciplina. Están divididos entre 129
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dos deseos contradictorios: conservarlo todo, o guardar sólo lo mejor. A Anacreonte lo editó Aristófanes de Bizancio. El es el que clasifica las líricas en función de los géneros (odas de banquetes, epinicios...) e im agina la presentación de las odas por líneas; su sucesor, Aristarco, introducirá otra clasificación por géneros musicales (dorio, frigio, lidio...). La Biblioteca de A lejandría y su culto a los libros como tales es el ejem plo por antonomasia de una cultura fría que sólo con cierne a algunos intelectuales encerrados en el palacio real y que se destripa por algunos versos de Homero. Timón el filósofo los llam a «plum íferos librescos que intercam bian eternam ente picotazos en la jaula de las M usas». D esgraciadam ente, esta cultura alejandrina ha confiscado el helenism o, y los que se con sideran sus herederos, es decir, los romanos, habrán de gestio nar una cantidad monstruosa de libros, conservarla, am p liarla y reproducirla. Desde ahora, el saber es cosa de acumulación y la cultura poé tica cosa de citas, y ambas necesitan los libros. Pero ¿podemos decir por ello que comienza la era de la literatura? Como vere mos, para los antiguos los libros seguirán siendo letras muertas; la escritura hablará siempre del cuerpo ausente y sólo encontrará vida y calor alumbrando una nueva oralidad. Sin embargo, todavía estamos lejos de nuestras propias b i bliotecas, lugares de transmisión de la cultura por medio de la lectura literaria. En efecto, esos libros alejandrinos asumen exclu sivamente los tres papeles siguientes: de entrada, son los archivos del saber, diríamos que son «bancos de datos», y en eso la escri tura que se practica en ellos es semejante en su concepción a la de los almacenistas de Cnosos, es transparente con su objeto: leer es comprender. Esos libros pasan a ser seguidam ente los monumen tos funerarios de los grandes hombres de la cultura griega, leer los no es comunicar con los difuntos, sino celebrar su gloria haciendo resonar en el aire las palabras que escribieron. Sólo aquí es válido el significante: leer es citar. Efectivamente, el últim o avatar de esta celebración es la cita, acto de reconocimiento 130
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mutuo entre los «cultivados» de la antigüedad greco-romana, que intercambian recuerdos escolares. En fin, algunos letrados im itarán esos libros, al dar de ellos en alguna m edida una versión actualizada, con el fin de mostrar que hoy también «un hijo de A lejandro »60 puede escribir una epopeya o una tragedia. Escritu ra sin otro destinatario que algunos eruditos que, en el horizon te de su percepción, unirán o no esta im itación con una enun ciación ficticia, que define las reglas de composición según el espíritu de Aristóteles. Leer es escribir. No asistimos aquí al nacimiento de la literatura, sino al de la ideología de la cultura literaria, es decir, de una cultura por las letras. Y es que, en lo sucesivo, en el área helenística, un hombre cultivado, aunque todavía se le designe en griego con la expre sión mousikos aner, un «hombre m usical», en realidad es un hom bre que tiene letras, litteratus, dicen los romanos, un «letrado». Este calificativo, derivado de la voz litterae, im plica no sólo saber leer y escribir, estar alfabetizado, sino también conocer los monu mentos de la cultura, escritos en las lenguas griega y latina y que ilustran esas dos lenguas. La diversidad de usos del término litte rae en Cicerón es elocuente: esa m ism a palabra puede significar una «m isiv a», «registros oficiales», «docum entos» utilizados para testimonios en los procesos; litterae et monumenta son los monumentos literarios de una ciudad; habla tam bién de las litte rae de un hombre para designar su cultura, sus conocimientos o la educación que ha recibido. Así pues, de ahora en adelante, en las ciudades que reconocen o quieren pertenecer a la cultura hele nística, se fabrican sistem áticam ente libros para que sirvan de memoria a la ciudad, y esta cultura libresca se convierte en el fundamento de la educación de los niños. C ultura hecha de com pilaciones de un saber acum ulable y de obras maestras fijadas palabra por palabra, que por consiguiente es insoslayable citar. Esta «literatu ra», empero, no tiene nada que ver con nuestra 60 Sobre la cultura griega helenística, y su difusión en el mundo griego y roma no por la educación, cf. Jean SiRINELLI, Les Enfants d ’A lexandrie, Fayard, París, 1993. 131
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literatura contemporánea, ya que im plica una lectura que separa la forma del fondo, una lectura que no produce ni el placer ni el olvido. Esta literatura alejandrina se dirige exclusivamente a pro fesionales del libro, a hombres que son al mismo tiempo comen taristas, filólogos, profesores, poetas, bibliotecarios y editores. Estos son los gestores oficiales de una memoria griega al margen de las prácticas sociales colectivas.
A nacreonte en A utun: las letras greco-rom anas El descubrimiento relativam ente reciente, en el año 1965, de un mosaico romano en Autun, la antigua Augustodunum , en la G alia lyonesa, mosaico que los arqueólogos datan en el siglo n, quizá a finales de ese siglo, nos perm ite ver cómo, en esa época, Anacreonte se convirtió en un monumento de las letras: desde entonces ya no es una manera de beber o de cantar incluso; Ana creonte se ha transformado en una manera de escribir o, más seca mente si cabe, en algunas formas líricas61. El mosaico nos muestra al poeta sentado en el borde de una silla con respaldo, como V irgilio en el famoso mosaico de Susa del siglo i. Esta representación de los poetas convertidos en figu ras em blemáticas de un género literario fijado en una obra monum entalizada, ornato de las bibliotecas donde sirven para identifi car las estanterías, se remonta a la época alejandrina. La más anti gua es el Píndaro del Serapeion de Menfis, que data del siglo III a.C.; conocemos asimismo una estatua de Arquíloco del mismo género en la G liptoteca del siglo II a.C. Esta postura de escritor im puesta a Anacreonte contrasta con sus representaciones como cantor ebrio, como su estatua en la Acrópolis, im agen que sigue transm itiendo la tradición ana creóntica en la Antología palatina. En el mosaico de Autun Anacreon-
61 Michèle y Alain BLANCHARD, «La mosaïque d’Anacréon à Autun», REA LXXV, 1973, págs. 269-279. 132
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te ya no es ni siquiera el tema de un enunciado novelesco y menos todavía el héroe cultural de una ebriedad ritual; es uno de los grandes maestros de una cultura de maestro de escuela, converti da en su propia finalidad. Representa un capítulo de la historia lite raria, la poesía lírica definida por dos estructuras métricas. Ana creonte se identifica con los metros anacreónticos. En efecto, su nombre no está inscrito en el mosaico, pero se citan dos frag mentos del poema, fácilm ente identificables por nosotros, y que se encuentran entre dos ejemplos utilizados por los profesores antiguos para definir los dos metros propiamente anacreónticos. Ahora bien, como acabamos de decir, la m étrica es una inven ción de los filólogos alejandrinos con objeto de clasificar la poe sía reducida a un texto, a falta de música. Anacreonte, sin vino, sin lira y sin amor, se convierte en una categoría aristotélica, en una secuencia im puesta de breves y de largas que nadie entiende: alcanza el nivel supremo de la abstracción escolar y de la cultura fría. Los arqueólogos se preguntan con insistencia acerca de la natu raleza del edificio donde se descubrió el mosaico, y han buscado una identidad probable para su propietario. Es muy fuerte la tentación de establecer una aproximación entre esos descubrimientos y el dis curso de Eumenes Por la restauración de las escuelas de Autun (298), ya que sabemos por él que Autun era entonces un centro universitario de la Galia lyonesa adonde se hacía venir a profesores griegos de Gre cia. Aunque parece excluido por razones topográficas que nuestro edificio haya sido una de esas escuelas, en cambio sí es posible que sirviera de residencia a alguno de esos profesores, cuyo atrio estaría decorado con el mosaico de Anacreonte. Efectivamente, se sabe que los romanos que carecían de ancestros gloriosos gustaban de colocar en sus casas bustos o retratos de las grandes figuras de la cultura ofi cial, poetas o filósofos, con mayor razón, cuanto más dedicados esta ban a las letras. De ese modo, se dotan de una familia espiritual, se enraízan en una lengua, en general el griego, al no poder enraizarse en las familias y en la memoria del lugar. Podemos imaginarnos a un profesor especialista en los dimetros jonios anaclásticos o los dimetros yámbicos catalécticos, puesto que Anacreonte ya no es más que eso. 133
II L a c u l t u r a d e l b eso :
HABLAR PARA NO DECIR N AD A
Tierras romanas Los griegos confiaron a la escritura algunas canciones — es decir, algunos acontecimientos cantados— y los convirtieron en monumentos porque creían en el valor poético, o sea ejemplar, de esos cantos, y al mismo tiempo porque habían perdido confianza en la perennidad de su cultura viva. Crearon una m itología de grandes poetas, de grandes inventores, y ensalzaron a figuras heroicas e im aginarias como Homero o Anacreonte, confundidos con esos acontecimientos monumentalizados. Roma no conoció ni esta valoración de sí misma ni este temor por el futuro. En general, separó sus prácticas vivas y su política monumental. No graba las actuaciones orales en el marco del ban quete sino que confía a la escritura una poesía artificial cuyo único fin es construir monumentos sin haber participado nunca en acon tecimientos. Así pues, por un lado, juegos de banquete, que en lo esencial se conservaron siempre; por el otro, obras escritas, como la Eneida de Virgilio o las Odas de Horacio, destinadas a asegurar una continuidad entre Roma y Grecia, a la manera alejandrina, a partir del modelo genealógico: los textos griegos se reproducen en forma de textos latinos que se les parecen y que se alinean a su lado en las bibliotecas, trabajos de clérigos para clérigos. Los hombres del Renacimiento harán suya esa actitud que ancla una época en una cultura que le llega de fuera, con el fin de ganar la eternidad arran cando a la historia el nacimiento de su sociedad y haciéndola coin cidir con los comienzos de lo que ellos llaman la civilización. Podemos adherirnos a ese proyecto prometeico que construye un hombre eterno, universal y abstracto, autor destinatario de las obras conservadas en los museos y en las bibliotecas, proyecto que no es otro que el «hum anism o». Hay aquí una ascesis histó 137
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rica y social que, para algunos, es el único remedio a la desespe ración generada por los estragos del tiempo y de la historia. Pero podemos preferir también otro tipo de aventura hum a na, la que atrae a los antropólogos. Michel Serres recordaba en una fórmula lapidaria la opción fundamental que preside toda actitud cultural: hay que elegir el arraigo en la tierra o el arraigo en los libros. Si se elige la tierra, es decir, lo cotidiano y lo particu lar, la cultura viva, vulnerable y móvil de un grupo de hombres, aquí y ahora, cambiamos literatura por exploración, partimos en busca de otros actos de habla, de otras costumbres. En Roma, elegir la tierra es una expedición necesaria pero difícil. Y en lo que respecta al habla de banquete, hasta se podría considerar una empresa desesperada, pues los juegos de banque te romanos escapaban por su propia naturaleza a la monumenta lización. Pero podemos sorprender a algunos romanos en sus lechos de banquete, y veremos que la rareza de sus juegos, aun siendo diferente, no es menor que la de los bebedores griegos poseídos por Eros, Dionisos y las Musas; Roma desarrolló otras embriagueces que no se consideran rituales religiosos y crecieron en los márgenes de la convivialidad tradicional.
Los peligros d el M editerráneo A algunos les gustaría leer aquí, gracias a la arqueología, una historia del banquete mediterráneo, en el supuesto de que ese banquete único y original no sea el artefacto de una teoría histó rica, hoy controvertida. Ahora bien, si nos colocamos en la pers pectiva de una civilización m editerránea común, que se hubiese diversificado seguidam ente, las vasijas descubiertas en las tum bas, los frescos funerarios, los emplazamientos de los lechos reconstituidos con ocasión de excavaciones en casas particulares, todo ello nos llevaría a creer que en el siglo VIH los pueblos de Italia, de Grecia y de Oriente M edio banqueteaban de la misma manera. La dais homérica perm itiría incluso bosquejar su mode lo general: hombres libres y del mismo rango social elevado, reu 138
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nidos en la casa de uno de ellos, compartiendo pan, carne sacrifi cada y vino. Ese banquete mediterráneo es un lugar de hospitali dad y un acto de prestigio, la oportunidad de probar la propia riqueza y la propia generosidad, de establecer alianzas '. El arqueólogo podría añadir incluso que la postura reclinada, desco nocida en los banquetes homéricos, aparece en Grecia en esta época, que en Italia está documentada en la segunda m itad del siglo vil a.C., y que parece haber sido m uy antigua en Oriente. Una de las grandes tentaciones de la historia es la de las seme janzas y las filiaciones. Y para el historiador de la A ntigüedad, se añade la presencia de otro diablo tentador, la filología compara da. Pero ésta también puede servirnos de parapeto. Las reflexio nes sobre la etim ología de la palabra «vino », por ejemplo, pue den ser motivo de interés2. A sí, el vino latino, uinum, tiene exac tamente la m ism a raíz que el griego oinos y el micénico wono, pero no puede derivar de él porque volvemos a encontrar este uinum bajo formas diversas en todas las lenguas itálicas desde el siglo vil, el falisco, el úmbrico, el sículo e incluso el etrusco. En O rien te está presente en el h itita y en el armenio. El término, como es sabido, no es indoeuropeo; se hubiera podido pensar en un origen sem ítico, pero no hallamos esta raíz en algunas grandes lenguas semíticas antiguas para designar el vino: presente en el hebreo y en el árabe, está ausente del acadio y del fenicio. Tampoco encon tramos su rastro en el sumerio ni en el egipcio, del que hubiera podido proceder; en esos pueblos existe una palabra para desig nar el vino, pero formada a partir de una etim ología distinta. Por últim o, esos brincos filológicos nos enseñan la prudencia históri ca y sólo pueden desembocar en esta conclusión, negativa: es imposible afirmar a partir de su denominación que la práctica del
1Armelle R a h e , «Le banquet homérique en Italie centrale à la période orientalisante», en Oswyn MURRAY, Sympotica. A Symposion on the symposion, págs. 279 y ss. 2 Pierre F lo b e r t , «Le témoignage de la langue latine et le vin dans l’Italie anti que», en Actes du XII' Congres d e l'A ssociation G uillaum e Budé, Burdeos, 1988, Belles Lettres, París, págs. 447-449. 139
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vino se haya extendido por el Mediterráneo a partir de un origen único, y con mayor motivo no se puede decir del banquete. Por lo tanto, es im posible postular un banquete mediterráneo común. De todas maneras, esta historia im aginaria del banquete de los orígenes, aunque fuese legítim a, no haría sino plantear los marcos de una convivialidad común y se detendría donde comienza la historia verdadera, la que nos interesa, es decir, cómo en cada lugar y en cada época los banquetes han desarrollado real mente experiencias diferentes a partir de los efectos del vino, de la proxim idad física de los bebedores, de los placeres de la boca. La cultura de lo cotidiano siempre es la revancha de la diversidad. La belleza de las culturas tradicionales reside en reconocer y cu l tivar esta diversidad3, io que era el caso de las ciudades griegas libres todavía. Y es que en cuanto entramos en contacto con las épocas his tóricas advertimos una diversidad de prácticas, tal vez proceden tes de ese banquete prim ordial teórico, pero sobre las que éste, una vez reconstituido, no nos enseñaría nada. Con anterioridad, hemos visto a los aristócratas de algunas ciudades griegas desa rrollar esta cultura del sympósion, es decir, de un banquete dedi cado únicamente a «beber juntos», en el que los hombres com parten solamente el vino, sin alim ento, para convertirlo en un placer identitario. Lo importante aquí, por no decir lo esencial, es que esté presente un dios de la posesión, Dionisos, y que el sympósion se convierte de pronto en una experiencia sagrada de la droga que sirve de acceso a la palabra-canto donde se realiza el acontecimiento. De ahí que sea más peligroso que útil establecer un origen común para los banquetes mediterráneos; desde luego, ese origen nos perm itiría vincular a Roma y Grecia, merced a una protohistoria cuasi igual, en la que los jefes de clan, griegos, etruscos, campanios o latinos banquetean sim ultáneam ente, reclina dos en lechos sim ilares y bebiendo en copas importadas de Gre3 Michel de C erteau , L’I nvention du quotidien, 1. Ars d e fa ire, Paris, 1980, nueva edición Gallimard, Folio, París, 1990. 140
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cia, pintadas con idénticos motivos orientalizantes, el mismo vino que transportan los navios a todos los rincones del mar. Pero aquí empieza el peligro, la tentación de atribuir a unos lo que sabemos de los otros: afirm ar por ejemplo que en todas partes cantaban aedos celebrando las hazañas de los invitados, o que en todas partes los banqueteadores ebrios entonaban canciones para beber. Tenemos el ejemplo griego para abandonar esta idea. En Grecia, con el banquete, ocurre como con los dioses: las ciudades desarrollan prácticas conviviales diferentes; así pues, sería como mínim o temerario pretender que todas estas prácticas dim anen de una forma ú n ica4. Por ejemplo, la dais, o banquete sacrificial, no desaparece porque en otro lugar se celebran symposia, y en Esparta, donde el vino está prohibido, los hombres libres organi zan comidas comunes, los syssitia, en los espacios públicos. Por nuestra parte, rechazaremos este hilo conductor que lle varía demasiado directam ente de Anacreonte a H oracio5; Roma perdería aquí su alm a, esa alm a que precisamente queremos reen contrar.
Comer o beber: los dos banquetes romanos ¿Quiere decirse que nada sería comparable en las riberas del Mediterráneo? Resultaría tan vano pretender oponer sistem ática mente a Roma y Grecia como dos alteridades irreductibles, el negro frente al blanco, como confundirlas. La dificultad radica precisamente en mantener la separación justa entre los tres pro tagonistas: Roma, Grecia y nosotros mismos.
4 Para la discusión, cf. S c h m i t t -P a n t e l (1992). En esta obra prudente y rigu rosa el autor señala el peligro de generalizar toda forma de banquete (pág. 37, «tantas citas: tantos banquetes») en Grecia, y en particular combate la tesis de O. Murray, para quien el sym pósion constituía el modelo común, recordando, y el argumento es irrefutable, que no existe sympósion sin Dionisos. 5 Sigue siendo el punto de vista de O. MURRAY, «Symposion and Genre in the Poetry of Horace», JRS, 1985, págs. 39-50. 141
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Nada hay más perturbador que el banquete romano visto desde Grecia. Todo empieza por un extraño y engañoso senti miento de fam iliaridad en la cena romana, cuyo nombre es, por así decirlo, la traducción del griego d a is 6', los invitados compar ten las carnes sacrificadas y otros deliciosos alimentos. La cena es un espacio de convivialidad, es decir, de acogida y placer, donde se come reclinado bebiendo vino. Este vino, como en Homero, no tiene nada que ver con Dionisos o con cualquier técnica de la ebriedad. Pero para recordar verdaderamente al banquete homé rico, en la cena romana falta un elemento esencial: ser un lugar donde se ensalza la Memoria, donde se afirma una cultura común compartiendo relatos y cantos sagrados cuyas patronas serían una o varias divinidades, como las M usas7. Por otra parte, en la civilización romana la cena tiene una im portancia singular; este consumo compartido de alimentos deliciosos — carnes, pescados, mariscos, vinos, pasteles, frutas, etc.— se halla en el corazón mismo de la red sim bólica de las prestaciones que organizan y labran la escala social. Amistades, hospitalidad, clientela y deberes sociales — officia — , todas estas relaciones, de lo más alto a lo más bajo de la jerarquía, pasan por la cena. En Roma ésta es la base de una suntuosa cultura gastro nómica — de recetas y de productos— , así como de una cortesía de banquete, una reglam entación de las maneras a la mesa, basa das en una antropología del placer gustativo y más en general del cuerpo en reposo. Los romanos no se cansan de hablar del buen o el m al invitado. Y es que la cena no sólo im plica que «se olviden» las preocupaciones de hombre público, lo que en la Antigüedad no deja de ser una banalidad desde Homero, sino que el cuerpo y
6 No hay nada que decir, desde luego, aunque en efecto la expresión proviene de la raíz que significa cortar, compartir, que volvemos a encontrar en caro, cam is, «la tajada de carne»: cf. John SCHEID, «Los romanos en el reparto», Studi storici, IV, 1985, págs. 945 y ss. 7 Para un análisis más preciso de la presencia del aedo y de las Musas en la dais homérica, nos remitimos a Florence D u p o n t , H omere et Dallas, Hachette, París, 1992. 142
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el alm a se relajen, caigan en la m olicie, se abran a los otros. Esta «apertura» del banqueteador romano reviste m últiples formas: es generoso, al abrir su bolsa para comprar, sin hacer cuentas en el mercado, los manjares destinados a sus invitados; a la mesa, su rostro relajado se abre en una sonrisa permanente, su buen humor, la hilaritas, es inalterable, engulle con satisfacción lo que se le presenta, escucha las charlas de cada cual, siempre dispues to a reír por una farsa, o por un juego, llegando en ocasiones, si es joven, hasta a bailar o cantar por dar gusto a los demás. Esta complacencia cómplice, la benignitas, la comitas, entre compañeros de juerga no significa ni sacrificio ni afecto mutuos, se trata sim plemente de una inercia moral, la elección de la facilidad. El gran pecado consistiría en desagradar, ser un m al invitado, un mal anfitrión. El único lím ite a esta licencia temporal es el respeto de sí mismo y de los demás, que otorgan a cada uno su sitio en la jerar quía social y el sentido de lo conveniente. Estamos m uy lejos de los reyes homéricos sentados en sus tronos incrustados de plata, escuchando al aedo en el gran megaron de Ulises. Los romanos sólo practican la cena, aunque ésta ocupe el lugar principal. En Roma vemos perfilarse un banquete distinto, al que se da un nombre griego, comissatio, del griego com azein: «ir de jarana». Como suele suceder con estas prácticas romanas que ostentan un nombre griego, sería un error creer que se trataba de una fiesta griega im portada en Roma y que se habría mantenido sin cambios. Puede que la com issatio sea de origen griego, pero en cualquier caso es una práctica totalm ente romana y que no tiene nada que ver con el cornos dionisíaco, esa partida de juerguistas que recorrían ebrios las calles de Atenas e irrum pían en los ban quetes, como se ve en El banquete de Platón. La com issatio romana es un banquete en el que se participa reclinado, que sigue o precede a un cena y que, en todo caso, nunca ocupó un lugar estratégico en la sim bología de los place res romanos, pues, a diferencia de la cena, está m uy lejos de ser practicada por todo el mundo. Dicho de otro modo, si en Roma la glotonería y la gu la fueron vicios capitales que amenazaban la 143
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salud moral y física de la colectividad, nada parecido se le repro chó a la embriaguez. Por eso la com issatio no es objeto de discur sos normativos, escapa a la reprobación pública, nuestra mejor informadora. Acaso la com issatio sólo fuese practicada por los jóvenes nobles de la Ciudad, quizá fuera una de las formas de la vida a la griega que cultivaba como señas de identidad cierta aristocracia romana. No sólo la nobleza romana es bilingüe, desde siempre, sino que ese bilingüism o se extiende corrientemente a la vida cotidiana y llega hasta la plebe urbana sino que, además, la cultura griega es de manera global, para los romanos, la consumación de todos los refinamientos urbanos. La elite es, necesariamente, como suele decirse, «filohelénica». Por eso, todo lo que es sofisticado, dife rente, oriental, sensual, es a p riori griego. Los documentos sobre la com issatio no son tan abundantes como para que podamos establecer un modelo de ella, en con traste con la cena, por lo que la mejor presentación habrá que hacerla m ediante un ejem plo8. Bajo el Imperio, en el siglo II, un joven, noble, puesto que pertenece a una fam ilia de caballeros, invita a sus amigos con motivo de su cumpleaños y les ofrece una cena en una casita de campo, cerca de Roma. Una vez concluida la hora del alim ento: ubi eduliis fin is, llega la fase del vino y las palabras: poculis mox sermonibusque — los términos latinos evocan la circulación de las copas y los cambios de impresiones— . La com issatio no es un sympósion romano ni consigue el prestigio lite rario y filosófico del sympósion griego. Henos pues en Roma en curiosa situación, en comparación con las costumbres griegas; nos vemos con dos banquetes, la cena y la comissatio, donde, como en Grecia, uno está dedicado al vino, el otro a la comida, pero cuyos pesos simbólicos respectivos son inversos.
8 A u lo G e li o ,
Noches áticas, XIX, 9. 144
La invención de la literatura La sangre de la tierra El vino romano no es el vino griego, no es una droga que nos abra el camino a una ebriedad m ística. El dionisismo' y el trance dionisíaco nunca se aclimataron a Roma. Pero el vino romano no es tampoco un alim ento ni una bebida como cualquier otra. Para descubrir la naturaleza propia de un alim ento romano, y reinsertarlo en la cultura romana, suele ser ú til d irig ir una m irada a los rituales en que interviene y contrastar los resultados con las téc nicas de los agrónomos9. El vino puro, temetum, en ciertas condi ciones, se ofrece en libación a los dioses durante los sacrificios. Es preciso que ese vino se haya producido empleando uvas reco lectadas en viñas podadas y no en viñas silvestres10. Es necesario asimismo que no haya sido adulterado. Ese vino puro está reser vado a los dioses y a los hombres y prohibido a las m ujeres, que, en compensación, pueden beber los vinos que los dioses re chazan u. Esas minuciosas recomendaciones religiosas perm iten recons titu ir un vino romano que, cuando es puro, es en alguna m edida una antivianda, un contraveneno frente a la muerte y la vejez, una bebida siempre joven. Este vino, espontáneamente «ccaliente», se concentra con el tiempo en virtud de una especie de autococción, e incluso puede espesarse hasta alcanzar la consistencia de la m ie l12. De este modo, en lugar de pudrirse como las viandas muertas, o corromperse como los otros alim entos que contienen agua o están preparados con agua, es decir, en vez de disolverse en un líquido frío y m aloliente, rejuvenece, se hace paulatina mente más compacto, y la m iel, hacia la que tiende, es el tipo mismo del producto estable e inalterable. Por eso el vino puro es
9 Es el método de Georges DUMÉZIL, en Fêtes rom aines d ’é té et autom ne, Galli mard, Paris, 1 9 7 5 ; sobre el vino y Jupiter, cf. págs. 1 0 3 -1 0 8 . 10 P lin io el V ie jo , Historia natural, X IV, 8 8 y 119. 11 Esta última prohibición suscitó muchas interpretaciones; aquí presentamos el punto de vista de Olivier de C az a n o v e , RHR, núm. 8 , 1 9 8 8 , págs. 4 1 3 y ss. y «Exesto, l’incapacité sacrificielle des femmes», Phénix, 4 1 , 1 9 8 7 , págs. 15 9 y ss.
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el licor de Júpiter, el único dios que siente horror a la muerte y a la putridez cadavérica; de ahí tam bién que sea la bebida de los hombres civilizados, porque está, por así decir, naturalmente «coci do». El vino posee en sí mismo un vigor que lo hace «b u llir» en las cubas, y este vigor es lo que lo mantiene vivo, pero también a lo que ha de enfrentarse el hombre que lo bebe. La adición de agua, la cocción por el fuego, el enfriamiento, todos estos medios se utilizan también para « romper » ,fra n gea re, las fuerzas del vino y hacer una bebida menos fuerte, y cuando el mosto, mustum, obtenido por la presión de la uva no es de la mejor calidad, se corrompe como cualquier alim ento, uitiatum , y se transforma en vinagre, acetum . Para evitar este accidente, los romanos tienen infinidad de métodos que posibilitan la conser vación del vino, y de ellos el que se u tiliza con más frecuencia es la adición de vino cocido. Plinio el Viejo, contraponiendo el vino a la cicuta, bebida letal que paraliza al bebedor, dice que el vino es la sangre de la tierra, evocando al parecer una expresión g r ie g a 13: Vinum poturus, rex, memento vivere te sanguinem terrae. Recuerda, rey, que ese vino que vas a beber es la sangre de la tierra. Ese término latino, sanguis, designa no la sangre vertida, eruor, sino la sangre que anima el cuerpo vivo de un hombre, está ligada a la vida y la vitalidad, es la sede del anima, el «soplo vital», es lo más cálido y lo más ligero que anida en los hombres. La sangre designa asimismo la transmisión agnaticia (padre e hijo son de la misma sangre) en latín, en francés o en castellano. Así pues, está del lado de la vida; no tiene jamás vínculo con la muerte. El vino romano anim a, pues, al bebedor, le comunica su calor
R. R., 75; P lin io el V ie jo , Historia natural, XIV, 55 y XXIII, 40. 13 Ibid., XIV, 58. Se trata de una palabra dirigida a Alejandro.
12 V a r r ó n ,
146
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y su vida, lo asocia a Jupiter, dios de la fiesta y de los juegos, ludi. La com issatio, ocio «a la g rie g a», explota las potencialidades roma nas del vino, separándose netamente de la cena, lugar de lo «po drido», de la vejez y de la muerte, para ser el lugar de lo «cocido», de la juventud y de la inm ortalidad.
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3 Los juegos de Catulo
Dos encantadores m uchachos: las palabras de la comissatio Veamos cómo se habla al final de la República de los placeres secretos de la com issatio1. Hesterno, Licini, die otiosi Multum lusimus in meis tabellis Ut conuenerat esse delicatos Scribens uersiculos uterque nostrum Ludebat numero modo hoc modo illoc Reddens mutua per iocum atque vinum. A yer, L icinio, a la hora del descanso Ju g am o s largo rato en m is ta b lilla s U n juego de encantadores m uchachos
1 CATULO, 50. Este poema ha dado lugar a una plétora de comentarios tan gran de como la canción de Cleobulo; citaremos solamente a Charles SEGAL, «Catullian otiosi; The Lover and the Poet», Greece a n d Rome, 17, 1970, págs. 25-31; y a Lucia no L an d o lfi , «II lusus simposiale di Catullo e Calvo o dell’improwisazione convi viale neoterica», Q uadem i Urbinati d i Cultura Classica, 53, 1986, págs. 77-89.
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escribiéndonos uno y otro versos galantes Jugando tan pronto con un ritmo como con otro Remitiéndonos nuestras comunes palabras entre el vino y las bromas «A yer», Catulo cuenta. Recuerda a su compañero de juego, Licinio, cómo bebieron juntos y jugaron con las palabras. «A la hora del descanso», estaban en el otium, ese tiempo romano tan particular que es un paréntesis en la vida cívica, la vida «norm al» en la que quedan en suspenso las preocupaciones públicas y p ri vadas, «olvidadas» desde el m ediodía hasta la medianoche, por así decirlo. Los cuerpos se relajan, con sus elementos constituti vos, los rostros se distienden, es la hora de los banquetes. Tum bados hasta la astenia, los hombres se abandonan a placeres re probados el resto de la jornada, a la pereza y a la pasividad, in er tia y m ollitia. Y es que la civilización romana cultiva en general una moral del esfuerzo y de la acción, de la superación, del autocontrol, de la resistencia al frío, al hambre y a la sed, al dolor físico y moral — lo que resume el término labor— , pero reserva a sus héroes espacios de relajamiento, el otium, donde se restablecen y descan san. En esos momentos de descanso, los placeres contribuyen a reconfortar al hombre, siempre son placeres pasivos, tendentes a reequilibrar las tensiones del labor. En el otium el romano per m ite que le invadan sensaciones dulces, absorbe alim entos blan dos, vinos suaves, respira perfumes, se deja mecer por voces arrulladoras y músicas «sedantes» de flauta. Esos dos polos contradictorios de la cultura romana son solida rios a fuer de complementarios. Cada cual debe saber equilibrar la parte de la vida que dedica al uno con la que dedica al otro. Con seguir esta armonía en función del propio carácter es tarea de los sabios y de los grandes hombres: Escipión, Sila, César... El rumor público denuncia a quienes caen en uno u otro exceso: Catón, demasiado duro y severo; Lúculo o Mecenas, demasiado blandos y voluptuosos. 150
La invención de la literatura
Volviendo a Catulo y a su amigo el poeta Licinio, se entrega ron a los placeres de una tarde de otium, como refinados mundanos que saben jugar con el vino y las palabras. Han decidido, ut conuenerat, ser en esos momentos, Licinio y é l2, «encantadores mucha chos», delicati, virtuosos de los placeres de la comissatio. Unidos en el juego, están separados en la vida social: uno es noble, el otro, no. Catulo, a diferencia de Licinio, no pertenece a la clase política. Calvo es un notable, un orador que se permite algunas escapadas al otium) Catulo, por su parte, es un profesional, uno de esos anima dores a los que se invita a los banquetes de la gente importante únicamente para que la distraiga. Catulo está modelado por los valores del otium, tan pronto bufón como trovador, posee el domi nio de una palabra cuyo alcance se lim ita al placer que proporcio na. Es la antítesis de Licinio, el orador, maestro asimismo de la palabra, pero de una palabra que trata de conmover para conven cer, una palabra seria y cargada de realidades concretas: la guerra, la hambruna, la justicia...3 Sin embargo, tienen en común el gusto por las palabras y la experiencia del poder del verbo. Catulo hace profesión de las bromas y de los juegos verbales; Licinio los usa para descansar de su labor de orador, al igual que el soldado relaja sus músculos en las dulzuras del banquete4. Catulo y Licinio, al desempeñar el papel de «encantadores muchachos», delicati, entran voluntariam ente en esta área del placer, por la utilización sistem ática del vino y de los juegos de palabras —p er uinum et iocum— , distendidos, perfumados. Se trata de un mundo diferente con su propio lenguaje, en el que los sentidos se llam an el uno al otro, del mismo modo que se enca2 De ese Cayo Licinio Macer Calvo sabemos que pertenecía, como su nombre indica, a una antigua familia romana y que era un orador distinguido. Escribió un elogio sobre la muerte de su mujer Quintilla —epigrama funerario (?)— (PROPERCIO, II, 34, 89-90) y en esta ocasión Catulo le dedicó un poema de consola ción (C a t u l o , 96). 3 Sobre el poeta de banquete y el orador, cf. el epigrama de Catulo dedicado a Cicerón: CATULO, 49. 4Sobre ese reposo de los oradores por la poesía ligera, cf., por ejemplo, PLINIO el J o v e n , Epistolas, VII, 9, 112. 151
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denan los placeres. El juego, lusus, que es el término clave de los encantadores muchachos, rem ite al mismo tiempo a la alegría de actividades no serias y a la máscara de la im itación: juegos de palabras, juegos de papeles y juegos eróticos son indisociables. El ludismo de la com issatio es genuinam ente romano, pues los juegos romanos, ludi, ya sean colectivos en el teatro o en el circo, o p ri vados, o incluso íntimos en el marco de los banquetes, pertene cen de pleno derecho al otium, cuyos valores de placer, gratuidad y fantasía hipertrofian. Sobre todo, el ludism o se am plía en una burla sin m alicia, en la que todas las actividades serias pueden ser susceptibles de im itación para sustraerles su gravedad. El lud is mo se regocija con el formalismo, el gesto puro, la danza5.
Un erotismo fu sio n a l Pero ¿en qué consistían los juegos de Catulo y de Licinio y a qué debían su poder erótico? Uno y otro escriben en tablillas ver sos amorosos, u ersicoli6. Las tablillas pasan de uno a otro, y cada uno responde a su vez a los versos que se le dirigen. Ambos son sucesivamente destinatario y receptor sin que se produzca la menor diferencia entre los dos. Este juego es también una justa al modo de los cantos amebeos, en los que uno lanza un ritm o, numerus, y el otro le responde utilizando el mismo ritmo antes de lanzar uno nuevo a su vez, etc. Dando por supuesto que ese «ritm o» no es un metro — no es el sentido ordinario de nume-
5Sobre este universo lúdico de la poesía improvisada y los múltiples valores del lusus poético, cf. C a t u l o , L y n !, 17 y 156; LXI, 132, 210, 211 y 232; P l in io e l
Epístolas, VII, 9, 9-10, definió los carm ina que aliviaban las preocupacio nes, los lusus. En cuanto al delicatus, lo definió de esta manera: «quasi lusui dica tus», F e s t u s (Paul), Ed Lindsay, 61, 12. Estos juegos de palabras adoptan la forma de uersiculi, versos cortos y ligeros. Este léxico es circular: juegos, placeres, amores y versos galantes se implican unos a otros. 6 Parece q u e este m o d o de im p ro v isa r uersiculi en u n b an q u e te escrib ién d o lo s
Jo v en ,
en u n a ta b lilla , p ara leerlos a c o n tin u a c ió n al resto d e los co m en sales, fu e co rrie n te en R o m a; cf. PETRONIO,
El Satiricón, 5 5 . 152
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rus— sino una organización sintáctica y semántica. Podemos hacernos una idea de esta técnica recorriendo las B ucólicas de Vir g ilio 7. Dos «pastores» se enfrentan en una justa poética: Damoetas Triste lupus stabulis maturis frugibus imbres Arboribus uenti nobis Amaryllidis irae Menalcas Dulce satis umor, depulsis arbutus haedis Lenta salix feto pecori, mihi solus Amyntas. Dameto EI lobo es funesto para los establos, la lluvia, para los trigos maduros Los vientos, para los árboles; para nosotros, las iras de Amarilis. Menalco El agua es dulce para los sembrados, El madroño, para las cabras destetadas, El sauce llorón, para la oveja preñada; para mí, sólo Amintas. El ritm o, numerus, lanzado por Dameto, se construye sobre cuatro secuencias semejantes, constituidas cada una por un suje to y por un complemento de atribución, unidos por el sintagm a «cópula + un adjetivo que significa bueno o m alo», que funcio
7 V i r g i l i o , Bucólicas, III, 80-89. Sabemos que las Bucólicas son puras ficcio nes escritas para intelectuales romanos y fabricadas según el modelo de las B ucóli cas de Teócrito, otro sabio. Los personajes son pastores de opereta y el espectácu lo de su pretendida virtud no tiene el menor interés, puesto que normalmente la justa es una prueba de improvisación, mientras que en las B ucólicas el texto está escrito con antelación. La única razón de ser de las B ucólicas es ofrecer ejemplos de invenciones en el marco de los cantos amebeos, y ser finalmente un manual téc nico. Sobre las B ucólicas en el teatro, cf., infra, pág. 319.
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na como factor común. Además, las tres primeras secuencias se refieren a la economía rural, y mezclan la ganadería y la agricul tura; la cuarta secuencia se refiere al amor del sujeto por uno o una cuyo nombre se oye cerca. Vemos que el ritmo da al mismo tiempo un cuadro sintáctico, retórico y semántico. El prim er dís tico lo lanza Dameto, que impone el esquema rítm ico, a partir del cual Menalco construye su respuesta sobre la marcha. U tili zará como operaciones algunas figuras simples de retórica. Parte de una antítesis: lo que era funesto se vuelve dulce; después, u ti liza un quiasmo, los sembrados (agricultura) sustituyen a los establos, invirtiendo el orden precedente, puesto que a continua ción vuelven las cabritillas al lugar de los trigos maduros. Cabri tillas y establos, trigos maduros y sembrados están en relación de metonim ia, en el sentido lato. En el segundo verso hay inversión entre la naturaleza del sujeto y la del objeto: los árboles, que eran víctim as del viento, se tornan benéficos para las ovejas preñadas; en fin, a las iras de A m arilis, cuyo nombre identifica a una muchacha, responde el amor del joven Amintas. El últim o verso de Dameto estaba enteramente en plural, el de Menalco total mente en singular. No es difícil advertir que el juego consiste tan sólo en aplicar reglas de transformación retórica que conserva el numerus cambiando el texto. Cuanto más se aleja el resultado, desde el punto de vista semántico, del texto inicial, más conten to se m uestra el auditorio, y en particular, el mejor efecto es con seguir un cambio de tono. Esos versos amebeos no tienen por sí mismos efectos eróticos, pese a su sujeto. Es el juego mismo el que va a inflamar a ambos jóvenes. ¿Quién lee las tablillas una vez escritas? ¿El que las reci be o el que las ha escrito? La prim era solución es sin duda la mejor. El texto la sugiere, al menos si, como piensan algunos comentaristas, el participio reddens tiene, también en este caso, el sentido de «leer» 8. Ya que entonces uterque nostrum... reddens m utua significa exactamente «leyéndonos cada uno de los dos al
8 L. L a n d o l f i ,
«II lusus...», art. cit., pág. 86. 154
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otro palabras que se convierten en nuestro común bien». El inte rés de esta interpretación reside en que el juego de las tablillas contribuye a esta fusion de los dos amigos que sugiere el texto, al elim inar cualquier indicio de diferenciación entre el uno y el otro. Puesto que el Yo de las palabras escritas por el uno se con vierte en el Yo de las palabras leídas por el otro, que de este modo no son sino uno. Escribir... leer, las dos enunciaciones sucesivas tienen el mismo enunciado, esos uersiculi que pasan de mano en mano, como una copa de vino compartido. Curiosamente, el texto precisa, respecto de estas tablillas, que éstas son propiedad de Catulo, sin duda el anfitrión, que proporciona tanto el m ate rial de escritura como las copas para beber, el vino y los lechos. Esta precisión indica que los dos bebedores utilizan las mismas tablillas que van del uno al otro, de forma sucesiva, escritas, leí das, borradas y reescritas. En Roma eso es más fácil, porque esas tablillas están recubiertas de una capa de cera: basta un buril para trazar las letras, que un gesto del pulgar puede hacer desaparecer a continuación. En este caso, el m aterial de escritura se hace m ediante palabras trazadas en el instante y destinadas al olvido en el mismo instante. En fin, en Roma el efecto de una palabra es más fuerte sobre quien la pronuncia que sobre el que la es cucha9. A sí pues, en ese juego cada uno se someterá al texto del otro que le constriñe a decir sus palabras y después, a su vez, le repli cará con una constricción y con un texto semejantes. Nos halla mos en la ideología de la inscripción en la cual las palabras escritas someten al lector a su significante. Les une una fusión erótica, siendo cada uno la palabra amorosa del otro, que lo posee a tra vés de la lectura. A l mismo tiem po, no es más que un juego en el que cada cual interpreta el papel cuyo director es el otro, y la risa, locus, viene a recordar la distancia que es conveniente que mantenga cada uno en esta aventura amorosa pasajera, risa que sus cita la destreza del otro para replicar en el mismo marco, cons triñendo al interlocutor a posturas lingüísticas inesperadas. Se 5 C i c e r ó n , D e o r a to r e , II, 1 9 1. 155
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comprende que esas palabras no estén destinadas a la posteridad: valen sólo para el instante, y no se pueden aislar del guión im a ginario que las une una a otra en la improvisación de la ebriedad. En este juego, donde normalmente no hay vencedor ni venci do, ningún juez otorga la palm a a uno o a otro, y es que cada uno es el único juez de una palabra destinada exclusivamente a él. Y, sin embargo, ese día un incidente vino a perturbar el buen desen lace de la comissatio', Catulo ha sido seducido por Licinio más allá de los lím ites del juego y ha perdido la distancia de la risa que le hubiera perm itido salir indemne de la fiesta.
El pecado de C atulo Atque illinc abiei tuo lepore Incensus, Licini, facet usque Vt nec me miserum cibes iuvaret Nec somnus tegeret quiete ocellos Sed toto indomitus furore lecto Versarer cupiens uidere lucem Vt tecum loquerer simulque ut essem. Después abandoné este lugar, Licinio, inflamado por tu encanto y tus invenciones gozosas; heme aquí desdichado sin placer cenando sin encontrar el reposo en el sueño, incapaz de cerrar los ojos. Loco furioso, me revolvía sin parar en el lecho. Acechando la luz del día para volver a encontrarme contigo, hablar contigo. La seducción de Licinio no era sino la del papel que había asumido, comensal encantador — lepos— e ingenioso —facetiis— . Esta seducción social desarrolla la actitud de los comensales en todos los banquetes romanos que evocábamos con anterioridad, una disponibilidad total con respecto a los demás comensales y 156
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mayor si cabe respecto a su vecino 10. La com issatio hipertrofia la sociabilidad abierta de la cena hasta un erotismo de circunstan cias. Este ardor que aproxima a Catulo y a Licinio no está desti nado a durar, es un accidente controlado de los juegos de palabras y vino, de los papeles que ambos han tomado prestados. Y esos papeles no les comprometen más allá del momento del banque te, una vez que ha decaído la efervescencia de la fiesta11. Por des gracia, las «brom as», fa cetiis, de Licinio han creado un mundo im aginario y festivo en el cual Catulo se ha dejado aprisionar. De este modo, cuando debe volver al mundo ordinario, recuperar su identidad cívica, le es imposible hacerlo. La comissatio, este banquete de vino y palabras, debería cerrar se aquí, y cada cual ir seguidam ente a gozar a otro lugar, a una cena, con buenas viandas, pasar a placeres diferentes. Pero Catulo no logra entrar en esta otra convivialidad que no debe nada a lo im aginario. Queda bloqueado en el tiempo precedente de la com issatio y se m uestra incapaz de reintegrar la sucesión de los tiempos sociales. Preso en el placer de las palabras amorosas, su boca no está disponible para los goces del gaznate, gu la . Seguidamente, el sueño habrá de hacerle pasar del momento del otium a la mañana del día siguiente, momento de los asuntos serios, del negotium y de los labores. Catulo, empero, ya no consigue dor mirse, como antes no logró comer, está atrapado en el tiempo de la
10 La sociedad imaginaria de la comedia romana atribuye ese «encanto» a los adolescentes como característica de su clase de edad, pues sólo piensan en los pla ceres del banquete y del amor. Los que quieren integrarse en su grupo deben hacerse lepidi, incluso los viejos, como puede verse por ejemplo con el personaje de Periplectómenes, en el M iles gloriosus de PLAUTO. 11 Estamos en una civilización en la que el erotismo entre hombres no ha de interpretarse en términos sexuales sino en términos jurídicos: todo le está permi tido a un hombre libre a condición de que lo haga con un cuerpo esclavo. En cam bio, los cuerpos de las personas libres, adolescentes, muchachas, hombres, muje res al margen de la esposa, están protegidos por leyes muy severas. Así pues, no hay una censura, como la conocemos hoy en día, del deseo homosexual, sino una censura sobre su realización: lo que permite todo tipo de coqueteo y de ternezas, sentimentales o físicas, entre hombres libres. 157
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víspera. Espera el orto del sol no para comenzar un nuevo día, sino para repetir el precedente. Se ha vuelto loco, furore, lo que en Roma significa que está ausente de sí mismo, desposeído de un juicio y de una voluntad propias. En el furor, Yo es Otro. No ha recuperado su autonomía, permanece confundido con Licinio y no es más que el dolor de un Nosotros privado de su mitad. Este otro que le falta no es el ciudadano Cayo Licinio Macer Calvo, sino el encantador compañero de la comissatio, que jugaba tan deliciosamente con las palabras. Catulo no está loco de amor por ese serio orador casado: el deseo que le atorm enta se lim ita a repetir los placeres de la víspera, «hablar contigo, estar contigo». Jugaron con las palabras intercambiando sus tablillas, inspirán dose m utuam ente versos amorosos, y este amor de palabras y de inspiración se bastaba a sí mismo. Mas este amor, por m uy verbal que fuese, exigía la presencia física del otro, placeres orales que no se escriben.
La carta a L icinio La escritura va a hablar de la ausencia del cuerpo del otro. El paso de la oralidad a la escritura supone la pérdida de las palabras de amor porque supone la pérdida del cuerpo amoroso que habla. La carta que expresa por su m ism a existencia la distancia sólo interviene aquí porque hay dolor y separación: At defessa labore membra postquam Semimortua lectulo iacebant Hoc, iucunde, tibi poema feci Ex quo perspiceres meum dolorem. Pero el cuerpo agotado por la pena Yacía yo medio muerto en mi pequeño lecho Cuando, precioso mío, te escribí estos versos Para que vieras mi sufrimiento.
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El texto que leemos se ofrece aquí como una carta, dando cuenta así de su naturaleza escrita, con lo que justifica al mismo tiempo su existencia. El tiempo del pasado, que es el tiempo de la escritura: feci, oponiéndose al presente del objeto confecciona do, boc, ahora en las manos del lector, es característico del estilo epistolar romano. Y es que el tiempo de la enunciación de la carta no es el de la oralidad encerrada en la escritura y restituida por la lectura, sino una escritura prim era destinada a una sola oralización, la de la lectura; desde este punto de vista, la carta no es un diálogo diferido. Por esta razón, Catulo escribe «para que tú vie ras», ex quo perspiceres, esta visión no es una metáfora banal, sino que rem ite explícitam ente a la lectura de la carta, con el interés suplem entario de que no es el contenido de la carta lo que habla del dolor de Catulo, sino su m ism a existencia. La carta significa el diálogo ausente, la ausencia de esos can tos amebeos del banquete que la comunicación epistolar no puede reproducir. Pero la carta también cura, por cuanto separa: Licinio deja de ser la m itad ausente de este otro doble y fusional que sólo la com issatio puede realizar, para convertirse en el desti natario lejano de las palabras escritas, el Nosotros se deshace, Yo y Tú se disocian, en el espacio, en el tiempo, gracias a los pape les asumidos por cada uno en el uso de las tablillas. «Ayer, yo escribí allí; hoy, tú lees aq u í.» Catulo ha restablecido el espacio organizado de la vida ordinaria y la sucesión de los días. Las tab li llas que, en la comissatio, sirvieron para juegos fusiónales se vuel ven a utilizar de manera diferente para realizar la separación y el retorno a la normalidad. La secuencia escritura-lectura se sitúa en el contexto de la epistolaridad. Una carta es un mensaje inter pretable sin polisem ia por su destinatario, ya que la situación de enunciación viene definida por el tipo de relación que existe entre los dos actores del diálogo diferido que significa una carta para los romanos. La carta proviene del sermo, de la lengua de comunicación sin función poética.
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Un objeto fa b rica d o: el trofeo de una derrota. La carta y e l vaso «Yo te escribí este poem a»: la forma de la carta no era más que un paso, pues lo que Catulo envía a Licinio es un objeto fabricado, poema, cuyo sentido etim ológico recuerda en griego por su traducción latina fe c i — en griego, epoiése— . El término poiem a significa, en prim er lugar, «objeto fabricado» antes de sig nificar «poem a», en Aristóteles. Además, fijada a un objeto, la mención epoiése sirve para designar una obra, por ejemplo, un vaso pintado, y para señalar al dedicatario. El iucunde, «precioso m ío», aparece como la transcripción de un calificativo que sirve para designar al bello efebo dedicatario de un presente erótico en Gre cia, llamado con frecuencia k a los'2. Así pues, ese poema dedicado recuerda, en cierto sentido, a esas copas pintadas con una ins cripción, siguiendo el modelo de las copas utilizadas en los sym posia. El objeto habla para indicar el nombre del artista: «X me hizo», y ensalza la belleza de un efebo amado: «Y es bello.» Las palabras escritas en las tablillas de la carta que reproducen las tablillas del juego hablan del autor del poema y de la seducción de un joven. Ya no se trata, pues, de una auténtica carta, y de hecho una carta no está en verso, una carta no se publica en un libro. Una carta no está destinada a convertirse en un monumento ni a salir de la intim idad de los dos actores de la comunicación que ins taura. En fin, la palabra de la carta, sermo, no está «fabricada», el gesto basta para constituirla en don. En este caso, la carta-poema de Catulo es un bello objeto dedicado a Licinio, un regalo que le es enviado por Catulo. Ese poema ofrecido a Licinio es un home naje del vencido al vencedor en lo que al cabo se transforma en una justa poética; ensalza la victoria de Licinio con un epigram a en forma de trofeo.
12 François L issa rra g u e , «Paroles d’images», en Anne-Marie CHRISTIN (ed.), Écritures II, op. cit., págs. 71-89. 160
La invención de la literatura La estética d el graffito: el epigram a La escritura epigramática, que es una inscripción pública, jus tifica la publicación del poema, puesto que se trata ante todo de un gra ffito pintado en los muros de la ciudad y destinado a la colecti vidad vecina. Este epigram a situado entre ellos establece una disi m etría en la distancia que el uso de la carta ya había insinuado y que halla su sitio en su desigualdad social. El lector ya no es Lici nio sino los transeúntes; Licinio, por su parte, es objeto del discur so, pertenece al enunciado y ha dejado de ser el actor de la enun ciación. Es exhibido en una relación social, que le liga a Catulo, sometida a la mirada normativa del grupo. La camaradería ig u ali taria de la comissatio es sustituida por la jerarquía que organiza una clientela, lo que los romanos denominan la am istad, am icitia. La carta epigrama termina precisamente en el marco de esta am icitia: Nunc audax caue sis precesque nostras Oramus caue despuas ocelle Ne poenas Nemesis reposcat a te Est uehemens dea laedere hanc caueto. Procura, ahora, no ser demasiado atrevido. Las oraciones que te dirigimos No las pises por favor, niña de mis ojos Para que Némesis no te castigue. Es una diosa terrible, procura no herirla. El epigram a se torna en g ra ffito vengativo13 con el que C atu lo convoca a la diosa griega de la venganza, Némesis. Catulo
13 Sobre la lectura de los epigramas, cf. Jesper SVENBRO (1988), págs. 33-52; sobre los gra ffiti vengativos en Roma, cf. Paul V eyne , La S ociété rom aine, Le Seuil, París, 1991, capítulo 2 (1983), págs. 57-86 [existe versión española: La sociedad romana, Barcelona, Grijalbo, 1991. Traducción de Pilar González Rodríguez]; • sobre la estética del epigrama, Pierre LAURENS, L’A beille dans l ’o mbre, Belles Let tres, París, 1989. 161
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recuerda a Licinio las leyes que protegen al vencido de los exce sos del vencedor y lo hace en términos griegos, dentro de la tra dición helenística de la poesía erótica. Némesis vengará a Catulo hiriendo a Licinio a su vez, restableciendo de esta manera el equi librio y la justicia. Esta herida no puede ser más que amorosa, y Licinio sucum birá a la seducción de otro «encantador m ucha cho». ¿Cuáles son esas oraciones que le dirige Catulo y que debe satisfacer? Sin ninguna duda, debe otorgarle otras sesiones de juegos, lusus. En latín, inuidia, livor, no son tanto los celos de los dioses como la Némesis griega, cuanto los celos secretos de sus ciudadanos, que se centran en un hombre demasiado feliz y que hace un m al uso de su suerte, y se expresan m ediante el insulto epigráfico. Justo lo que Catulo está a punto de hacer. Si Calvo m altrata a Catulo, desencadenará la in u idia pública. Es posible que el apostrofe «niña de mis ojos», ocelle, sea el bosquejo de un insulto sexual, y, en este caso como en tantos otros, Calvo sea acu sado de m ollitia. De este modo, el epigram a se convierte en una súplica d irigid a a un «am ante» infiel. El final del texto establece una disyunción m áxim a entre Catulo y Licinio, por el empleo de un Nosotros que sirve para designar únicamente a Catulo: nostras preces, oramus, al cual se opone el Tú del destinatario del epigram a, llamado irónicamen te «niña de mis ojos». Ese Nosotros, interpretado a menudo co mo un Nos mayestático, sirve de hecho para fortalecer al indivi duo asociándole a un grupo que sería parte esencial de la situa ción; por lo tanto es un Nosotros social y colectivo, constituido por Catulo y otros romanos, frente al pobre Calvo, solo y objeto de sarcasmos. Ese Nosotros final se opone al Nosotros dual del comienzo del texto, al Nosotros de la pareja fusional. Al emplear la forma del epigram a, del g ra ffito escrito en un muro exterior, Catulo u tiliza una técnica tradicional de la civ ili zación romana. El gra ffito vengativo, al igual que el epigram a funerario, se ofrece a la lectura de los transeúntes. Los destinata rios de los epigram as, sus víctim as, pertenecen a la comunidad que habita el lugar; como los transeúntes-lectores, propaladores de rumores, actores de la opinión pública, que se harán eco de las 162
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palabras de censura a llí inscritas, y las am plificarán con mayor placer cuanto más hayan reído con ellas o más les hayan sorpren dido. De ahí que el epigram a, que m oviliza a favor o en contra de un hombre a la opinión pública, siempre invoca la norma, denuncia el vicio oculto o la excentricidad. El uso del epigram a es revelador de esta vía bajo la m irada de los demás que caracte riza a la ciudad antigua, de la función reguladora de la com uni dad sobre los comportamientos individuales: los g r a ffiti toman como testigos de una injusticia o de un escándalo a los otros ciu dadanos. Por ejemplo, a propósito de un puente mal conservado, Catulo interpela a los habitantes de Verona, haciéndose su por tavoz 14: Colonia, bien te gustaría estar de juerga por todo el puente Y estás dispuesta a lanzarte a bailar Pero, cuidado, los pilares del puente no aguantan Los arcos están construidos con materiales de desecho Fácilmente podrías caer patas arriba... O bien ataca al gobernador de la G alia cisalpina, Pisón, y a sus consejeros15: Porcio y Socratito, las dos manos izquierdas De Pisón, la peste y el cólera de la tierra, Os ha preferido a vosotros en vez de a mi pequeño Veranio y a Fábulo El, ¡ese Príapo circunciso!
'4 CATULO, 17, 1-3. El texto la tin o no es seguro. 15 Id., 4 7 , 4 . El dios Príapo está representado con un sexo enorme que lo con vierte en un monstruo de fealdad para los antiguos; en este caso, dicha fealdad viene reforzada por la circuncisión, que, en Roma, es una mutilación que impide toda relación amorosa. 16 Id., 3 7 , 10. Podremos leer algunos ejemplos de gra ffiti descubiertos en Pompeya en Philippe M o r e a u , Sur les m urs d e Pompéi. Choix d ’i nscriptions ¡atines, Le Promeneur, París, 1 9 9 3 .
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El poeta de los g r a ffiti llega al extremo de escribir sus pala bras vengativas en la fachada de la casa del objeto de su am o rl6. Es decir que las amenazas de un hacedor de epigram as son real mente tem ibles; si está inspirado, bastarán algunas palabras pin tadas en negro o en rojo en una pared, y toda la ciudad reirá al día siguiente a expensas de una gran dama o un político. El con tenido de los ataques apenas varía, suelen ser de una sexualidad brutal. Pero, como hemos visto, el texto no es sólo la transcripción de un epigram a, éste viene únicamente a cerrar el poema y darle su estatuto en la vida cotidiana de los romanos, antes de reapare cer en un libro. Con anterioridad, fue una carta, y esta misma carta sólo estaba a llí para significar la ausencia de los juegos poé ticos y eróticos de una com issatio terminada. Es largo el paso de la oralidad a la escritura, a través del duelo y de la violencia social, desde el juego de las tablillas borradas de inm ediato al papiro vendido por el librero. Los placeres del ban quete romano están demasiado lejos del libro que escribe el poeta. De esta cultura alegre y dinám ica que se explayaba en los juegos y el vino, el poema que nos ha llegado sólo conserva el recuerdo del acontecimiento reducido a su más sim ple expresión: el olvido.
C atulo y A nacreonte: la cu ltu ra d el instante y el olvido Hablar, cantar para no decir nada; Catulo y Anacreonte ofre cen dos ejemplos comparables: los de una cultura poética que no puede pasar a la escritura sin extinguirse, pues es una cultura de lo efímero, de lo cotidiano, del presente que no tiene nada que decir ni transm itir. La poesía se agota en el instante; el enuncia do, en la enunciación. Lo que se dice no es más que lo que es y seguirá siendo mañana, un saber compartido que organiza im p lí citam ente las vidas de cada cual. El libro o el banquete, la alternativa es insoslayable. La escri tura no tiene nada que ver con los placeres de la palabra vividos 164
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en el banquete; el monumento no memoriza el acontecimiento, lo aniquila. Volvemos a encontrar en acción esta concepción de la escritura-tum ba presente en la alegoría de la cigarra y la horm i ga 17. El poeta Arquias, contemporáneo de Catulo, am igo y clien te de Cicerón, escribía en aquel tiempo un epigram a funerario, lo que entonces se llamó una «tu m b a», de la cigarra víctim a de las horm igas18. Apenas posada sobre los verdes brotes del pino lujuriante o del pino piñonero de espesa sombra tú cantabas, golpeándote los flancos de tus patas, una canción sonora, cigarra, más agradable que la lira para los pastores solitarios. Pero ahora las hormigas procesionarias te han matado y estás presa en los laberintos del Hades que, de improviso, se han apoderado de ti. Eres digna de perdón por haber perecido, puesto que el Meónida, el príncipe de la poesía, ha perecido en los enigmáticos hilos de los pescadores. Como muestra con detenim iento y rigor Jesper Svenbro, la cigarra m atada por las hormigas procesionarias es Homero (el Meónida), matado por los caracteres alineados de la escritura que transcriben su voz, los enigm as de los pescadores. El poeta Arquias, también oriundo de Asia Menor, se puede llam ar a sí mismo meónida, es decir, lidio por m etonim ia. También él, al escribir monumentos para sus nuevos amos, los romanos, m ata su canto para envolverlo en el sudario de las palabras enigm áticas, dicho de otro modo, de las figuras crípticas del epigrama. Así, el duelo de los lusus conjuga la pérdida de los placeres del amor — por la forma epistolar— y los de la voz del poeta — en el sentido de los epigramas helenísticos— , pero la «tum ba» de Catulo, epigram a funerario, se transforma en epigram a vengati17Cf. supra, págs. 74-7518 El texto es c ita d o y c o m en tad o en SVENBRO (1 9 9 0 ); está e d itad o en
gía palatina, VII, 213. 165
Antolo
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vo escrito en las paredes de Roma por un deslizam iento de una escritura griega a una escritura romana, una especie de traduc ción cultural de un tipo de publicidad a otro distinto. El cuadro de la página siguiente nos servirá para mostrar cómo se produce la destrucción de uno por otro, m ediante la sus titución de una escritura por otra en el caso de Catulo. Los filólogos de Alejandría, que sucedieron así a los sacerdo tes de los santuarios de los poetas elevados a la condición de hé roes, pasan, pues, directam ente de la columna 1 a la columna 4, del acontecimiento al monumento, por un sencillo registro del enunciado que se convierte en texto. El enunciado no queda modificado por el cambio de enunciación, al pasar del canto del banquete a la lectura del libro, a diferencia de lo que sucedía en los textos para festival. Estos se inscriben en una ideología de la cita donde el significante se ha conservado palabra por palabra. Por el contrario, los contemporáneos de Catulo esperan, en gene ral, de un libro que éste se presente como tal y pase por la ficción de una o de varias prácticas escriturarias reales, la carta y el epigra ma, en este caso; en otras ocasiones, encontramos el exvoto, la tarje ta de invitación a cenar, la palabra prendida en un regalo, etcétera. Esta es la razón de que las palabras del banquete se hayan conservado en el poema de Anacreonte y hayan desaparecido del texto de Catulo: en él, la enunciación escrita ha hecho desapare cer el enunciado oral. Es la única diferencia entre los dos poemas, pues uno y otro tienen un contenido semánticamente vacío, son dos monumentos de acontecimientos no memorables de los que no hay nada que decir salvo que han tenido lugar y que las actua ciones poéticas realizadas entonces han perm itido que todo fuera bien, es decir, como era normal que ocurriera todo. Aun en el caso de que el acontecimiento fuese, por su calidad, excepcional, nada cabe conservar de esta calidad. Volver a cantar, volver a decir las mismas palabras, en instantes diferentes, con otros hom bres, otros humores, otras estrellas, no hubiera tenido en absolu to el mismo efecto. Vemos, pues, por la confrontación de estos dos poemas, que la conservación escrita de cantos de banquete sólo sirve a los anti166
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C atulo Acontecimiento Estilo Soporte M arco social Tiempo
Comissatio
Epigrama Muro
Correspondencia Rumor
Tiempo de la comunicación epistolar Dolor Sentimiento Amor Ausencia Personas Presencia del otro: del otro confusión entre discurso destinatario y remitente Sentidos
Presente del banquete
Lectura Escriptor
Oír y ver al otro Oralización Tú y yo
Lector
Tú y yo
Objeto 2
Objeto 1
Juegos poéticos Carta y eróticos Voz y tablilla Tablilla
Resultado presente de la acción pasada: objeto fabricado Odio El otro es objeto del discurso destinado a los transeúntes que le conocen Ver el papiro Inscripción Anónimo
Ver la inscripción Epistolaridad Signatario de la carta Tú, destinatario Ellos de la carta (los transeúntes)
Objeto 3 Libromonumento Rollo de papiro Literatura Eternidad futura
Nada El otro es objeto de un enunciado sin referente
Cita Autor del libro Ellos (los lectores)
A nacreonte Acontecimiento Estilo Soporte M arco social Tiempo Sentimiento Personajes
Juegos eróticos y poéticos Cantos y copas Banquete dionisíaco Momento en que transcurre el ritual Amor Presencia del otro: destinatario del gesto ritual
Oír y ver al otro Sentidos Sujeto de la enunciación Un bebedor Un bebedor Receptor 167
Monumento Libro Rollo de papiro Lectura íntim a Eternidad futura Nada El otro es objeto del discurso destinado a un lector anónimo que no le conoce Ver Autor del libro Ellos (los lectores)
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guos para transm itir la cultura de banquete. Esos cantos reduci dos al estado de palabras escritas sólo existen todavía en tanto que cantos, e incluso como textos, carecen de existencia; no dicen nada porque jamás dijeron nada, nunca tuvieron un contenido informativo. En consecuencia, su único significante se conserva por las palabras. Ese significante puede ser el objeto de cita. Pero también puede ser leído fuera de contexto, en cuyo caso la sign i ficación sem ántica se convierte en la razón de ser del texto: como hemos visto, un poema de Anacreonte se metamorfosea en docu mento biográfico sobre los amores del poeta; veremos que son posi bles otras lecturas, haciendo de los poemas eróticos una forma de literatura pornográfica. El poema que poseemos y leemos aquí está destinado desd'e el principio a ser conservado en un libro, editado con el nombre de Catulo, y el libro expresa cabalmente lo que es: libellus, y con mayor precisión todavía, un rollo de papiro cuyas dos extrem ida des han sido pulidas con piedra pómez antes de ser puesto a la v e n ta19. Este objeto será adquirido a manos llenas por los lecto res y leído en la in tim id ad 20. Estos habrán comprado, o el autor les habrá ofrecido, una recopilación de textos heteróclitos. Ciertamente, algunos de ellos son epigram as, es decir, ins cripciones vengativas destinadas a los muros de la ciudad. Llega mos aquí al punto extremo en el que el libro se acercaría al m áxi mo a una práctica de escritura tradicional, puesto que en ambos casos el escrito está destinado a divulgar entre el mayor número posible cualquier infam ia sobre éste o aquél. Cuando el libro es un libelo tiene la m ism a publicidad que un gra ffito. Pero uno y otro no pueden ser más que efímeros. Una vez olvidada la infa m ia de la víctim a, una vez que el acontecimiento es solapado por otro nuevo, el g ra ffito se borra de las paredes y el libro pierde su actualidad y su sentido.
19 C a t u l o , 1, 1, y 8 , 2.
20 Id, 14b. El libro tendrá lectores, es decir, como ha señalado E. V ale tte C ag NAC, La Lecture à Rome, tesis del EPHE (5.a sección), París, 1994, será leído no en lectura pública, sino por un lector para sí mismo como único destinatario. 168
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De ahí que el libro de Catulo no pueda asim ilarse desde el punto de vista de la recepción a las inscripciones de los muros o de las tumbas; y por eso también contiene muchas otras formas de texto. De hecho, no está destinado a ser leído como los ep igra mas, lectura que supone que lectores e inscripciones sean con temporáneos en un tiempo m uy corto y pertenezcan a una colec tividad, a su vez restringida como los habitantes de Verona, los íntimos de las grandes fam ilias romanas. El libro de Catulo es una compilación al estilo alejandrino que debe servir de testim o nio, entre otras cosas, de la productividad epigram ática de los romanos, nada más. Es un objeto de museo. Tal es su recepción im plícita.
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4 Besos a la griega y cocina romana
Lo que la escritura viene a aniquilar, quitando toda razón de ser a aquellos juegos romanos del banquete — bien en una carta 0 bien en un epigram a— entregados a una lectura descontextua1 izada, no es tanto la m úsica de la voz, que no se contempla en la comissatio, cuanto la presencia del cuerpo que habla del otro y la relación física que esta presencia perm ite construir en el momen to de los lusus. De hecho, los juegos poéticos de la com issatio cobran todo su sentido si son reintegrados a ese sistem a complejo que en Roma constituyen los placeres del banquete, y más particularm ente el erotismo entre banqueteadores. El beso tiene aquí un lugar cen tral. Ese beso es un aliento amoroso que va del uno al otro y abra sa los cuerpos, y sobre el que podemos preguntarnos si acaso no es el modelo del juego de las tablillas de Catulo y de Calvo, como el don y la circulación del vino eran el modelo del amor y del canto en el sympósion.
Platón, maestro d e los besos En Roma, el amor de la com issatio no podía tener otros «p a dres» que los atenienses. El más célebre de ellos fue el maestro oficial del amor griego, Platón. Merced a su patrocinio, el beso se convierte en una práctica de la vida refinada, una forma de ele171
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gancia a la griega. Los romanos cultos gustaban de citar esos dos versos sobre el beso dado a un muchacho y atribuidos a la juven tud del discípulo de Sócrates Al abrazar a Agatón, tenía el alma en los labios. La desdichada estaba a punto de partir. La puesta en escena con la que rodea estos versos el erud i to del Im perio que nos los ha conservado es particularm ente reveladora de la percepción m uy romana que tiene de Platón y de sus juegos amorosos. Para que unos besos romanos puedan reivindicar ese patrocinio griego , es preciso que Platón fuera ya, en la Atenas del siglo IV a.C ., una especie de adulescens de comissatio, un adolescente ocioso y de buena fam ilia, entregado a las bellas letras, litterae, m ientras espera entrar en la carrera. A sí pues, joven todavía y antes de convertirse en el serio filó sofo que conocemos, se d iv irtió componiendo poesía erótica en la m ism a época en que escribía tragedias. El texto latino para designar esta actividad juvenil y poco seria, a los ojos de un romano, u tiliz a dos veces el verbo ludere. Platón estaría todavía en el período de los juegos y los aprendizajes: escribe para el teatro, ludi scaenici, y se entrega a lusus amorosos. Los romanos no dudaban un instante que esos versos2 fueran uersiculi semejantes a los de los banquetes romanos. Tenían las cualidades requeridas: Aulo Gelio les encuentra «encanto y ero tismo en su brevedad» — lepidissimae et uenustissimae breuetatis— .
' A u l o G e lio , Noches áticas, XIX, II. Atribución discutida (cf. K. J. D o v e r , H omosexualidad griega, trad, francesa. La Pensée Sauvage, París, 1982, pág. 78, nota 39), que prueba que esos versos eran emblemáticos del amor pederástico «platónico». Vemos también en A pu le y o , A pohgía, 10-12, cómo Platón es el patrón oficial, en el siglo II, del amor de los adolescentes que se expresa a través de los juegos de la comissatio. 2 No nos lanzaremos a la interpretación griega de ese dístico que con toda seguridad puede tener un sentido filosófico en la doctrina platónica a la vez que un valor antropológico. Nos atendremos a sus exégesis romanas.
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Henos aq uí sumergidos de nuevo en las delicias de la com issatio con los términos convenidos, el encanto, lepos, y venus, la seduc ción. Sostiene Aulo Gelio que si los hombres han conservado en la memoria ese dístico es porque proporciona un buen ejemplo de breuitas; de fortalecimiento del sentido en los sonidos, cualidad que es particularm ente perseguida entre los poetas. Esos dos ver sos atribuidos a Platón vienen a ser, pues, el paradigm a griego de los juegos de la com issatio. Y Platón, el gran hombre, sirve de referencia a los bebedores amorosos que reutilizarán sin fin esos versos «traduciéndolos». Aulo Gelio cita una de esas traduccio nes sin dar el nombre del autor, lo que prueba que se trata de una de esas numerosas reutilizaciones del dístico y no la expresión de una voluntad de hacer obra poética: por lo demás, esta traducción rompe con la breuitas del original. De este modo, el texto griego hubo de ser el punto de partida de infinidad de traducciones improvisadas por escrito en com issationes romanas, leídas después en voz alta por su autor en el banquete3.
El beso, e l aliento y el vino Así pues, un am igo de Aulo Gelio, un joven romano, tam bién él un adulescens, como el Platón poeta, había traducido uno de esos versos griegos en un poema de banquete, ligero y eróti co. Este joven es un erudito, un doctus, pero aq u í se muestra, ade más, como un «encantador m uchacho», delicatus. A lia el conoci miento de los libros griegos con la cultura refinada de la com issa tio. Aulo Gelio encuentra ese remake latino mejor que los dos ver sos de Platón. A su juicio, son «m ás libres» y «menos conven cionales». En otras palabras, están más de acuerdo con la idea que tiene Aulo Gelio, como los demás romanos, de los uersiculi, lo que es normal; si no, ¿por qué hacer de ellos una interpretación roma
3 Sobre esta cuestión hay traducciones romanas de los escritos griegos que sir ven de referencia a una práctica cultural; cf. también infra, págs. 290 y ss. 173
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na? Efectivamente, la estética del remake consiste en privilegiar la enunciación y en no juzgar nunca un enunciado aislado. Así, los uersiculi de su joven am igo están mejor adaptados a una com issatio que el dístico de Platón. Dum semihiulco sauio Meum puellum sauior Dulcem florem spiritus Duco ex aperto tramite. Cuando beso a mi amiguito con un beso medio entreabierto aspiro la dulce flor de su aliento en su boca abierta. Ese comienzo de texto puede parecemos extraño; con ese beso entreabierto y esa boca — el texto latino dice «paso»— abierta, parece insistir machaconamente en el aspecto pneumático de la operación. Descartamos una torpeza del autor. Transcribe senci llam ente la manera romana de vivir y de representarse el amor del banquete, como la comunicación entre dos cuerpos para el intercambio de sus alientos vitales. El modelo es el vino vertido en la boca. En efecto, esta interpretación romana de los versos de Platón opera sobre palabras latinas que pueden referirse tanto a la bebida como al beso. Así, el verbo s(u)auior, «besar», y el sus tantivo s(u )au iu s derivan del adjetivo suauis, que significa «dulce, agradable, delicioso», y que se em plea esencialmente para cali ficar un perfume o un vin o4. El beso erotizado5 proporciona un placer que no es el de la carne contra la carne, es el discurrir de un fluido ligero, animado, cuyos principios activos se llam an «flor»: flor del vino, flor de un perfume o flor de un alien-
* Sobre los términos latinos que designan el beso, cf. Philippe MOREAU, «Osculum, basium, sauium», en Revue d e P h ihlogie, 52, 1978, págs. 87-97. 5 Con bastante frecuencia no lo es cuando significa relaciones familiares, amis tosas, o cuando concluye una paz. 174
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to. Quien se im pregna de ella, la aspira — duco— 6, la hace venir a él. Ese vino que se bebe como un aliento, ese aliento que se degusta como un vino dibujan placeres diferentes y que, evi dentemente, no tienen nada que ver con el beber y comer de la cena. La com issatio pertenece al ám bito de los placeres perfumados, al mundo de las plantas aromáticass, de lo que se cuece y se d ig ie re, lejos de lo crudo y lo podrido. La boca del amante se posa sobre la del niño, chico-chica, p u el lum, cuyo aliento vital, spiritus, es perfumado y embriagador; como vino puro, exhala una «flor»,/?os, que es su aroma y q uin taesencia. El muchacho está «boquiabierto», está franco un paso, trames, por donde su aliento se escapa. Esta doble apertura, seme jante a la embocaura de un odre o un ánfora de la que se escan ciara el vino puro en una copa o una crátera, eso es el beso ro mano: Animula a e g r a et saucia Cucurrit a d labias mihi Rictumque in oris peruium Et labra pueri mollia Rimata itineri transitus Vi transiliret nititur. Mi pequeña alma enferma y herida Se ha precipitado a mis labios Hacia el paso franco de mi sonrisa. Para lanzarse sobre los dulces labios del muchacho
6 El empleo del verbo du co para decir «absorber» está limitado al aire y al vino preciosos. C f. C ic e r ó n , D e natura deorum , II, 18 y 136, y H o r a c io , I, 17, 22, y IV, 12,14. 175 -
Florence Dupont Busca un camino para pasar Querría saltar.
Los alientos de los dos amigos se diluyen el uno en el otro. Ese beso es una unión fusional, sim étrica y asexuada. De modo más general, en Roma, en el beso ordinario, que conocemos sobre todo por los enamorados de comedia, los labios tienen un sexo, pues el latín opone los pequeños labios, delicados, de las mujeres o de los niños, labella, a la boca de los hombres, labra, la b ia 7. A quí el mismo térm ino, no marcado, designa los labios de uno y otro. La dulzura de este beso no depende de la delicadeza de las bocas sino del aliento que intercam bian, spiritus, anim a, y que es la vida m ism a, animando a ambos. Este aliento en el beso tiene la m ism a naturaleza ardiente que el vino rom ano8, es la quintaesencia de la sangre que lo trans porta a todas las partes del cuerpo y que él abandona en el momen to de la m uerte, precipitando de este modo los músculos y las vis ceras, m ediante su marcha, en la humedad, el enfriamiento y la podredumbre. Ese aliento vital, que no tiene nada que ver con un alm a divina o un principio de inm ortalidad, es más agitado y está más dispuesto cuanto más encendido está el propio hombre por el vino y el amor. Pues el vino puro, como el amor, hace subir a los labios lo que entraña el corazón; la ebriedad, uis caloris, hierve en el cuerpo, como el vino en un tonel, y se transforma en vapores que pugnan por escapar 9. Hay por tanto un sistema coherente que reúne el amor, el beso y el vino en el erotismo de la comissatio, y que se advierte claramen te que no debe nada al dionisismo griego. Se inscribe en esta sim bólica romana en que la comissatio se opone a la cena como el vino puro a las ostras, hubiera dicho un romano, como las plantas aro máticas a lo podrido, diría un discípulo de Lévi-Strauss. Los place
7 Labia, labra y el diminutivo labella están formados sobre la misma raíz que el verbo lam bo: «lamer, beber». 8 Cf. supra, págs. 145 y ss. 5 S é n e c a , Epistolas, X, 83,16. 176
La invención de la literatura
res de la cena son los de la gula, y consisten esencialmente en el con sumo de carnes, es decir, de carroñas, que no alimentan sino que se pudren en el cuerpo sin ser digeridas. El vino adulterado o mezcla do con agua que se bebe en la cena contribuye también a esta putre facción interna cuyos efectos malolientes se hacen sentir al día siguiente a través de lo que los romanos llaman la crapula, olor féti do idéntico al de las cloacas o al de las sentinas de un navio. A ese cuerpo blando y frío de la cena que se vacía por arriba y por abajo, en líquidos inmundos, se opone el cuerpo evanescente del enamo rado, ebrio de vino y del aliento de su amigo, dispuesto a desma yarse. Por eso el beso del banquete es un juego peligroso: Tum s i m orae q u id p lu scu la e F u isset in coetu oscu li A m oris ig n i p ercita T ransisset et m e lin q u eret Et m ira p rorsu m res fo r e t Vt fie r e m a d m e m ortuus A d p u eru lu m in tu s uiuerem . Entonces, si hubiera durado un instante más Ese beso que nos unía Mi vida abrasada por el amor Habría pasado a él abandonándome Y se habría producido un milagro, seguramente, Yo estaría muerto en mi cuerpo Para vivir en el cuerpo del zagal.
¿Qué sentido hay que dar a ese vagabundo del alma, ese trans porte del aliento vital de un cuerpo a otro? Volvemos a encontrar nos aquí con la famosa concepción que los antiguos se hacían del sentimiento amoroso vivido como una servidumbre y representado a menudo como la cautividad de un alma en un cuerpo extraño10: 10 Poema de Quinto Lutacio Catulo, citado por XIX, 11. 177
AULO G e l i o ,
Noches áticas,
Florence Dupont
A u fu g it m i an im u s, cred o u t solet, a d T heotim um D euenit. S ic est p e rfu g iu m illu d H abet Q u id si non interdix em n e illu n c fu g itiu u m M itteret a d se in tro s e d m a gis eiieretP Ibim u s q uaesitum . Verum ne ip si ten ea m u r F orm ido. Q u id eg o ? D a Venus consiliu m . Mi alma se ha escapado; como de costumbre, pienso Que se ha ido con Teótimo, es su refugio Como si yo no le hubiese prohibido. a esta fugitiva, dar cobijo en su seno, ¡él debía echarla! Iremos a buscarla, pero ¿y si nos quedáramos allí Prisioneros? Tengo miedo. Venus, ¡aconséjame!
El alm a del poeta — el término poeta se emplea aquí como un papel en el tiempo de la enunciación, no como una identidad o una función social— ha pasado al cuerpo de un tal Teótimo amado por él; la referencia final a Venus aleja cualquier am bi güedad sobre el carácter erótico de los versos. Probablemente, el contexto es el siguiente: durante una comissatio, un prim er beso ha dejado al poeta «enam orado», es decir, sediento de besos que no apagarán su sed. En efecto, el beso, lejos de aplacar el deseo, reclama otros besos. Como el vino, que es a la vez fuego y agua, 178
La invención de la literatura
una bebida que produce más sed, el beso es un placer-deseo. Vaciado de su alm a, el poeta aspira a reencontrarla a través de otro beso, pero corre el riesgo de abismarse por entero, es decir, de volverse definitivam ente dependiente de este amor-deseoplacer. El texto utiliza en este punto el término animus, «voluntad», y no anim a, «aliento v ital», jugando con su proximidad fonética. El enamorado que pierde su aliento vital pierde, pues, su volun tad y se convierte en esclavo de Teótimo. Al pasar del «aliento» a la «voluntad», los versos de Catulo dan en cierta m edida una interpretación de la fuerza alienante del beso.
Beso, vino y poesía El beso romano provoca y esquiva una m uerte social em pla zada en los márgenes del banquete, como parapeto, la del senti miento que aprisiona. Al final del beso excesivamente largo, demasiado abierto, la vida puede fluctuar y la sensualidad, pro longada en sentimiento, desbordar el tiempo de la comissatio, como leemos en Catulo. El beso romano exige un dominio de sí mismo en el abandono, para evitar que el aliento del otro se transforme en una droga indispensable para la vida. Los peligros del beso son aquí los mismos que los que encon trara Catulo con ocasión de los juegos poéticos con Licinio. El placer suscitado por la lectura de las tablillas es de la m ism a naturaleza que el intercambio de alientos en el beso. Cada uno se llena del aliento que le viene de la pronunciación de las palabras del otro, el escriptor, que de esta manera está presente en el cuer po del lector y lo abrasa, lo inspira y lo hace poeta y escriptor a su vez. En el juego de las tablillas se encuentra la m ism a fusión, la m ism a sim etría erótica que en el beso. Sólo la escritura-luegola-lectura perm ite, en Roma, ese erotismo de las palabras que, en Grecia, pasaba por el canto y el dionisismo. Pero la escritura tiene como función exclusiva producir una oralidad que será la única que dé existencia a las palabras escritas en la tab lilla, la 179
Florence Dupont
escritura interviene en una estrategia del aliento y no en un pro ceso de creación poética. Cabría aproximar este uso erótico de la escritura — el amante hace leer lo que ha escrito al que ama o la que ama para poseerlo o poseerla m ediante sus palabras— , de su representación griega, que muestra al lector psíquicamente poseí do por el escriptor11. Pero, a diferencia de Grecia, donde se trata de una sumisión brutal, de una sodomización sin fiorituras, hum illante para quien la sufre, este erotismo romano de la escri tura es, como el beso, simétrico, asexuado y juguetón. El beso amoroso en Roma, en el marco del banquete, abre a una experiencia de los lím ites de uno mismo que no deja de estar en relación con los efectos de la ebriedad dionisíaca: pérdida del yo en el otro, muerte a uno mismo por la fusión en un coetus que no se parece en nada a la unión sexuada y sexual entre un hom bre y una mujer, un hombre y un muchacho o dos hombres, corre el riesgo de ir a parar a un más acá de la hum anidad, liberación de las referencias psicológicas y sociales. Sin duda, en Roma esta experiencia no es ni sagrada ni ritualizada; sin embargo, sólo una técnica de placeres perm ite que éstos se construyan sim ultánea mente sin catástrofe. En el dionisismo de banquete, el ritual del sympósion evita normalmente los «naufragios» a los bebedores. En Roma el control de los lusus supone una ascesis personal que con siste en tomarse en serio el juego amoroso, en ejercer un control lúcido sobre su cuerpo y sus embriagueces; hay que saber parar se a tiempo. Y
nunca se sacia uno de besar a un muchacho; cuanto más
bebemos de él, más sed de besar tenemos y nunca retiramos la boca hasta el momento en que, en el goce, rechazamos los besos12. (1988), págs. 207 y ss. Leucippe et Clitophon, II, 37. Trad, francesa de P. Grimai, Les Romans grecs et latins, Gallimard, La Pléiade, Paris, 1963. Esta novela, escrita en griego en el siglo II por un alejandrino, presenta aquí el discurso de un defen sor del eros pederasta, después de haber dado la palabra a un defensor del eros femenino. [Existe versión española: AQUILES TACIO, D afnis y Cloe; Leucipo y Clitofonte, Tres Cantos, Akal, 1999. Traducción de María Luz Prieto.] 11 S v e n bro
12 A q u ile s T a c i O,
180
La invención de Ja literatura
Sabemos la importancia que conceden los romanos, en gene ral, al tiempo adecuado dedicado a cada ocupación de la vida de un hombre: conviene no empezar una cena antes de la m itad de la tarde, acabarla antes de la caída del día, dorm ir por la noche y no por el día, etc. Esta disciplina del tiempo está en el corazón de la moralidad de cada individuo, y perm ite mantener una relación libre con uno mismo, entregarse a los placeres sin ser su esclavo. Roma reserva su sitio a las embriagueces peligrosas; hay playas libres en la cotidianeidad donde la aristocracia construye sus p la ceres sofisticados del beso y de los juegos en torno a la palabra. El vino que les acompaña suspende el juicio de los demás sobre uno mismo. En esta civilización de la vergüenza, pero que igno ra el sentimiento de culpabilidad, sólo la m irada de los otros hombres libres ejerce una censura y un control sobre los actos de cada cual — fuera de esa m irada, todo está perm itido— . Por eso, la ebriedad aísla temporalmente a una sociedad lib erad a13: Omne uiltium ebrietas et incendit et detegit. Obstantem malis co natibus uerecundiam remouet; plures enim pudore peccandi quam bona uoluntate prohibitis abstinent. Non fa cit uitia ebrietas sed protrahit: tunc libidinosus ne cubicu lum quidem expectat sed cupiditatibus suis quantum petiuerunt sine dilatione permitit. La ebriedad excita y desvela los vicios. Hace saltar la barre ra que servía de obstáculo a las malas inclinaciones: el temor al juicio de los demás, pues abundan más los hombres dispuestos a respetar las prohibiciones por vergüenza ante la falta que por voluntad moral. La ebriedad no crea los vicios, los muestra: vemos entonces al erotómano que ya no se espera a llegar a su cámara, sino que se entrega en público a todos sus deseos.
13 S é n e c a ,
Epístolas, X , 1 1 6 , 1 9 -2 0 . 181
Florence Dupont
No deberíamos detenernos en el tono moralizante de este texto de Séneca, que censura ciertamente la ebriedad romana, pero que revela también su fundamento simbólico. El arqueólo go de las costumbres romanas debe pasar con mucha frecuencia por este tipo de documento, pues el dominio cultural de la vida cotidiana romana es mucho más difícil de redescubrir para el his toriador de Roma que para el de Grecia: no tiene como este ú lti mo a su disposición una profusión de mitos que perm iten reco rrer el sistema de categorías de la c u ltu ra 14. Sin embargo, esta cultura de lo cotidiano es tan central, tan condicionante en la vida de un griego como en la de un romano y de su identidad de hombre civilizado, aunque se exprese a menudo en normas mora les; pero en Roma rrjoral y cultura tradicional no son separables: los mores son los usos y costumbres.
Un p la cer sin vergüenza y sin esfuerzo La comissatio no inventó el beso, pero convierte en un fin lo que para amores más banales no es más que un preliminar, como puede verse por ejemplo en la comedia romana. Una escena de El Satiricon muestra con claridad cómo los m il besos, en lugar de ser un fin en sí mism os15, a veces son mero preámbulo. Veamos qué pasa entre un joven y una mujer aún más joven16: In hoc gramine pariter compositi, mille osculis lusimus quaerentes voluptatem robustam. 14 Por ejemplo, Marcel DETIENNE, Les Jardins d'Adonis. La m ythologie des aro m ates en Grèce, Gallimard, Paris, 1 9 7 2 . [Existe version española: Los ja rdin es d e Adonis, Tres Cantos, Akal, 1 9 8 3 . Traducción de José Bermejo Barrera.] 15 CATULO, 5: «Da m i basia m ille...», y 7. 16 PETRONIO, El Satiricon, 1 2 7. La expresión, por lo demás, no es clara: si robur es el corazón duro del roble, uoluptatem robustam debe significar «el corazón del placer». Remitimos a la traducción francesa de P. Grimai, que es incontestable mente la mejor, Les Romans grecs et latins, La Pléiade, Gallimard, Paris, 19 5 8 . 182
La invención de la literatura
Sobre este césped, entrelazándonos mutuamente, hemos jugado a darnos m il besos tratando de alcanzar el corazón del placer.
El drama de este muchacho — se trata de Encolpio, el narra dor de El Satiricon— es precisamente que no puede rebasar el esta dio de los preámbulos, porque Príapo, el dios que reina sobre la erección v iril, le ha condenado a la impotencia, nunca alcanza «el corazón de los placeres». Estos prelim inares amorosos que esca pan a la autoridad de Príapo, esos besos intercambiados con la arrebatadora Circe, son análogos a los placeres de la comissatio. Los dos amantes están entrelazados sin que nada les distinga al uno del otro, p a riter compositi, y sus besos son juegos, lusimus. En relación con los placeres priápicos, esos besos tienen algo de púdico y contenido, como dice irónicamente Circe al desdi chado Encolpio17: Si libidinosa essem, quererer decepta; nunc, etiam languori tuo gra tias ago, in umbra uoluptati diutius lusi. Si yo fuese una m ujer de placer, te habría echado en cara mi decepción; pero, en realidad, te agradezco tu molicie, pues he jugado más tiempo a la sombra del placer.
El sarcasmo de la joven no es más que una chanza. En la medida en que el beso erótico es un juego, un ludus, carece de gravedad, no tiene consecuencias morales o psicológicas: no da ni hijo ni infamia. En Roma el juego, ludus, es una manera de actuar irrealm ente, im itando la realidad. A sí pues, los besos son una imitación de la unión amorosa de los cuerpos sexuados, de la que no son más que la sombra: unión de las alm as-alientos que «ju ega», representa la unión de los vientres. Por eso no tiene su gravedad inmoral; por eso también, los besos no pueden saciar. 17 Ibid., 129. 183
Florence Dupont
Por consiguiente, hay quienes se entregan a los besos de ban quete y a sus placeres infinitos, pero que no colman nunca a los amantes; y hay quienes buscan la saciedad en placeres más só lidos. El protagonista de El Satiricon está preso entre estos dos ero tismos. Si algunos personajes, y la sociedad en general, exigen de él hazañas priápicas, él, en cambio, no parece estar m uy interesa do en ellas; el verdadero placer está en la fusión de los alientos, lo demás es un deber. Este es el único placer que celebra en su relación con Gitón, a veces utilizando uersiculi de comissatio, como en este caso18: Q u alis nox f u i t illa , d i d ea eq u e Q uant m ollis to m u s ! H aesim us ca len tes Et tra n sfu n d im u s h in c et h in c la b ellis E rrantes a n im a s Valete cu ra e M o rta les! Ego s ic p erire coepi. ¡Qué noche fue aquélla, dioses y diosas! ¡Qué suave el lecho! Entrelazándonos uno al otro, ardíamos de excitación Y de nuestros labios fluían e intercambiábamos Nuestras almas errantes. ¡Adiós cuitas de los hombres mortales! Y, por eso, casi muero.
Noche de m ollitia, es decir, de esos «dulces» placeres que son los únicos verdaderos placeres en Roma. Ambos amantes se funden uno en otro enlazándose lo más estrecham ente posible, haesim us. Sus alientos, anim as, están en alguna m edida «trans vasados» del uno al otro — el verbo latino tran sfu n dere significa
18 P e t r o n io ,
El Satiricón, op. cit.,
79. 184
La invención de la literatura
exactam ente «verter un líquid o de un recipiente a otro»— por sus besos sim étricos, h ic et hinc, en los labios igualm ente d eli cados, la b ellis. En estos abrazos, el protagonista roza la m uerte. Así, los placeres que liberan a los hombres de su hum anidad, haciéndoles olvidar esas «cu itas» que los hacen mortales y d is tinguen a los hombres de los dioses, pueden tam bién llevarles a la m uerte. En esto, el beso de banquete es una experiencia que llega al lím ite. Afortunadamente, el vino que inflam a al enamorado también lo adorm ila, salvando al am ante de esos placeres fusiónales y mortales, separándolo del cuerpo del otro: C um so lu tu s m ero rem isissem eb ria s m anus... Como, embotado por el vino puro, solté mis manos ebrias...
Así pues, Encolpio hace de esos besos la realización de su de seo infinito de Gitón y no dice nada más de las noches que cele b ra 19, aunque ese «m ás» siempre sea posible: ... oscu lisq u e ta n d em bona f i d e ex a ctis a llig o a rtissim is com plex i bus p u eru m fr u o r q u e u otis u sq u e a d in u id ia m fe licib u s . N ec a d h u c q u i dem om n ia era n t fa cta , cum ... ... con besos sinceros enlazo por fin al joven estrechándole con fuerza y realizo mis deseos hasta despertar la envidia de los más dichosos. A decir verdad, todo no estaba todavía consuma do cuando...
Con otro muchacho, Endimión, se entrega a idénticas efusio nes. El texto es más explícito todavía, pues hace de la fusión de
19 P e t r o n io ,
El Satiricon, op. cit., 11. 185
Florence Dupont
los dos alientos el objetivo del placer, y los demás gestos no son sino instrumentos para llegar a e llo 20: lam pluribus osculis labra crepitabant, iam implicitae manus omne genus amoris inuenerant, tam alligata mutuo ambitu corpora anima rum quoque mixturam fecerant.
Ya los labios crepitaban de besos, ya las manos enlazadas habían inventado toda clase de placeres amorosos, ya los cuerpos estrechados en un mutuo abrazo habían realizado también la mezcla de los alientos. El Satiricon puede leerse como la historia de un muchacho, Encolpio, que no desea otra cosa que los besos de Gitón, y se atendría con gusto a amores delicatus, pero que es víctim a de Pría po, quien, como todo dios desdeñado, exige su parte y se venga. Por ello, Encolpio se vuelve im potente, y esta impotencia, que le m argina de una sociedad en la que Príapo es el dios indiscutible, lo obsesiona. Y es que la existencia de Príapo se ve amenazada por los enamorados del mero beso. Un fragmento de texto atribuido a Petronio explica con cla ridad la oposición de los dos placeres amorosos, el beso y la copu lación ordinariam 21 — se ve por dónde van las preferencias del poeta: Foeda est in coitu breuis uoluptas Et taedet Veneris statim peractae Non ergo ut pecudes libidinosae 22 Caeci protinus irruamus illuc Nam languescit amor peritque flamma
20 Ibid., 132. frag. 54. La cuestión de la atribución importa poco para nuestro objetivo. 22 Es el calificativo que utilizaba Circe con anterioridad para hablar de las que desean copular intensamente. 21 PETRONIO,
186
La invención de la literatura S ed sic, s ic sin e f i n e fe r ia t i Et tecu m iaceam u s oscu la n tes H ic n u llu s la b or est ru borq u e n u llu s H oc iu u it, iu u a t et d iu iu u a b it H oc non d e fic it in cip it q u e semper. El placer que se experimenta al copular es breve y feo Después del amor apresurado sólo se siente asco No nos arrojemos irreflexivamente como el ganado en celo a ese género de placer En que el deseo decae y la llama se extingue sino que, tal como hacemos, en una fiesta sin fin Tú yo permanezcamos acostados besándonos Placer sin esfuerzo y placer sin vergüenza Goce pasado, presente y futuro. Que nunca disminuya y siempre se reanude.
Este breve poema de com issatio habla de amantes tumbados dándose besos. Uno de ellos celebra ese placer oponiéndolo a la sexualidad ordinaria. Según él, el beso tendría todas las virtudes de la civilización; la copulación, todas las fealdades de la anim a lidad. En efecto, el hombre debe saber dominar su deseo anim al y abstenerse de una unión breve, deshonrosa y que separa a quie nes se aman, ya que el deseo satisfecho de este modo provoca un taedium : «una saciedad y un asco» (taedium pertenece al registro de los placeres gustativos). En cambio, el beso, al prolongar un deseo nunca satisfecho y siempre renaciente, une a los amantes para siempre y en una fiesta al margen del tiempo. Veamos en fin otras razones m uy romanas para preferir los besos: en prim er lugar, no exigen ningún labor, «ningún esfuerzo físico» — el pla187
Florence Dupont
cer ideal en Roma es siempre mollis, pasivo, se reduce a la copu lación para el hombre y a menudo ya no para la m ujer— 23; ade más, los besos no deshonran a los amantes, pues no im plican la sumisión de ninguno de los dos. Petronio, o algún otro, elabora así la teoría de los amores de El Satiricon, y opone claramente beso y copulación priápica, uno es bello y la otra es fea. Para terminar el bosquejo de la red sim bólica que sitúa el beso de com issatio en la civilización romana como el ideal común del placer amoroso, tenemos un últim o y curioso texto. Se trata de la descripción del coito amoroso entre un hombre y una mujer, inserto en una invocación en pro del matrimonio y del amor heterosexual. Destaca un argum ento importante: la mujer, según el orador, durante el acto sexual es capaz de besos m uy superio res a los de los muchachos24: En el momento supremo de Afrodita, ella se desenfrena bajo la acción del placer, su boca se abre para el beso, no se contie ne... Llegada al momento en que culmina Afrodita, la mujer res pira con dificultad, pues el placer la abrasa, y su respiración, en el aliento del amor, sube hasta sus labios y se mezcla con ese beso errante que trata de penetrar hasta el fondo del amado. Ese aliento, remitido por la respiración, se une al beso y golpea el corazón. Y éste, conturbado por el beso, se estremece. Y si no estuviera unido a las entrañas, se vería arrastrado y se dejaría ele var hasta lo alto por esos besos. Estas especulaciones pneumáticas tienen todas las posibilida des de ser paródicas y de caricaturizar el discurso, ya manido, de los paladines del amor de las mujeres cuando son opuestos a los paladines del amor de los muchachos. El interés para nosotros
23 Encontramos, sobre todo en El Satiricon, escenas divertidas en las que los personajes tratan desesperadamente de triunfar: cf., por ejemplo, los capítulos 23 o 140. 24 A q u iles T a c io , L eucipoy Clitofonte, II, 37. 188
La invención de la literatura
reside en que las opiniones sostenidas utilizan una representación del beso que siempre es la misma: el beso, mezcla y transvase de alientos, es el placer supremo, propio del amor humano. Para valorar la copulación heterosexual, hay que demostrar que apor ta los mismos placeres que los besos de los muchachos, o incluso placeres superiores. Así pues, el texto devuelve un sexo a los besos y atribuye a las mujeres durante la copulación placeres más inten sos que los de los prelim inares, porque su aliento, más ardiente por el placer, penetra en el hombre y se derrama poderosamente en él hasta el corazón, amenazando con arrancárselo. En los amores ordinarios, el lugar habitual del beso se lim ita por tanto a los prelim inares, tiene la función de atizar el deseo y dar a los placeres amorosos su dimensión cultivada, im pedir que se reduzcan a una copulación bestial que asquearía a la mayoría de los hombres. Seguidam ente, los efectos del beso serán anula dos por los de la copulación, el deseo perfumado se extingue en el asco hediondo. El deseo los ataba uno al otro en un abrazo que buscaba desesperadamente la fusión, el asco los aparta a uno del otro, quedan liberados. Cuando el beso deja de ser un medio para convertirse en un fin, los amantes quedan ligados en abrazos sin fin que ni el asco ni la lasitud pueden deshacer. Si la voluntad no pone un término a ello, el vino lo hará. Y vemos aquí su doble función, en la com is satio, de acuerdo con su doble naturaleza25: excitar o embrutecer hasta el adormecimiento. El beso es al mismo tiempo un juego, la sombra de la volup tuosidad y la culm inación de esta voluptuosidad. Como en Roma el juego es la actividad cultivada por excelencia y una de las más deliciosas, dependiendo tan sólo de la estética, el beso da al amor humano su dimensión cultivada. Esos juegos, ludí, son una acti vidad peligrosa, porque nunca se sacia uno de ellos, basta ver a los espectadores en el circo: devoran con los ojos, sin cansarse jamás, las carreras de carros que se suceden siempre semejantes
25 Cf., supra, «La sangre de la tierra», pág. 145. 189
Florence Dupont
sobre la pista del hipódromo y que, sin embargo, quieren que sean cada vez más numerosas.
El beso hediondo, o la porn ogra fía a l rescate d el erotismo En los juegos prelim inares, el beso que ha de encender el deseo de los amantes puede tener el efecto contrario si es hedion do. En lugar de pertenecer al universo perfumado de la comissatio, ese beso reintroduce al amante en el mundo innoble de los humo res corporales en el que sólo hubiera debido caer después de la copulación. Es así como Circe, hum illada por la frigidez priápica de Encolpio, le dice irónicam ente26: N u m q u id te osculum m eum o ffe n d it? N u m q u id sp iritu s ieiu n io m a rcet? N u m q u id a la ru m n egligen s su d o r? ¿Acaso te repugna mi beso? ¿Tiene acaso mi aliento el olor fétido de quien ayuna? ¿Sube acaso de mis axilas un tufo de sudor mal lavado?
La parte superior del cuerpo, que interviene en el beso, la boca que se abre y los brazos que enlazan y, por tanto, se separan del busto, está obligada a ser perfectamente civilizada: la cultura del cuerpo se advierte por su buen olor, que antes que nada es ausencia de hediondez27. Esos malos olores son bien los de un cuerpo inculto, «natural», como el olor a sudor, o bien los de un cuer po mal alim entado, es decir, privado de nutrición civilizada. En Roma estos dos malos olores se encuentran juntos en el estado de luto, en el que los hombres y las mujeres se apartan temporal mente de la cultura del cuerpo. Se vuelven físicamente insopor tables para sus conciudadanos, son sordidi, «repugnantes». En
El Satiricon, 128. también CATULO, 69.
“ P e t r o n io , 27 C f.
190
La invención de la literatura
una palabra, no nos extrañemos de que los cuerpos incultos sean incapaces de dar besos. Si la parte superior del cuerpo puede acceder a los encantos perfumados de la cultura, la parte inferior en cambio queda per manentemente excluida de ellos. Es irrem ediablem ente fea y m aloliente, «vergonzosa», en particular el sexo. Por eso el colmo de la infam ia es confundir y reunir la boca y el sexo en besos malolientes. Infamia por el acto en sí mismo, y también porque supone una sumisión que em puja a actuar pese al propio asco. La cultura y la servidumbre son incompatibles. El esclavo hue le mal. Esos besos hediondos se encuentran constantemente en los epigramas satíricos; no hay peor insulto que comparar el olor de la boca del enem igo de uno con el de su cu lo 28: Non ita me di ament quicquam réferre putaui Vtrum os an culum olfacerem Aemilio Nilo mundius hoc, nihiloque immundius Verum etiam culus mundior et melior Nam sine dentibus est dentis os sesquipedalis Guingivas uero ploxeni habet Veteris praeterea rictum qualem diffissus in aestu Metentis mulae cunnus habere solet.
A mi parecer, y dios me guarde, / no habría podido distin guir / por el olor el culo de Emilio / de su boca.
28 C a t u l o , 9 7 .
Florence Dupont El uno no está más limpio, la otra / es igual de sucia. Creo, no obstante, que prefiero el culo; / está más limpio. Lo peor es que no tiene dientes, su boca / tiene dientes de pie y medio, / y encías como el viejo cofre / de un carrua je. / Su risa es el coño abierto / al ardor del sol / de una muía meando.
Esas bocas inmundas de un cuerpo totalm ente hundido en la anim alidad son en principio las de las prostitutas de saliva repug nante: el líquido, ausente del beso perfumado que no era más que el aliento, reaparece, asociado a lo innoble. Un muchacho besado por Catulo le hace la afrenta de enjuagarse la boca, significando de este modo su asco, su no deseo29: N am s im u l fa ctu m est, m u ltis d ilu ta la b ella G u ttis a b stersi om nibus a r ticu lis N e q u icq u a m nostro con tra ctu m ex ore m a n eret T am quam com m icta e sp u rca sa liu a lupae. Apenas lo hice, te enjugaste en los labios las numerosas gotas que los empapaban con todos tus dedos, para que nada quedara de lo que dejó mi boca como si fuera el escupitajo que una puta te hubiera meado encima.
La saliva de esta puta es como la orina. A la inversa, el culo de un invertido es tan voraz como una boca: una manera de situar la sodomía pasiva entre las complacencias repugnantes30. La ignom inia moral se confunde con la barbarie de las cos-
29 C a t u l o ,
99, 7-10.
30 Id., 3 3 .
192
La invención de la literatura
tumbres; por ejemplo, los españoles van a Roma para blanquear se los dientes con la o rin a31: N u n c C eltib er es C eltib eria in terra Q u od q u isq u e m in x it h o c sib i solet m ane D entem a tq u e ru ssam d efrica re g in g iu a m U t quo iste u ester ex p olitior dens H oc te a m p liu s bibisse p ra d ed icet loti. Pues tú eres celtíbero y en Celtiberia es costumbre frotarse cada mañana, con la orina de la noche, los dientes, y las encías para tenerlas rojas, de manera que, entre vosotros, cuanto más blancos tengas los dientes, más claro es que habrás bebido orines.
El paso de la mera fricción al hecho de beber orina pone de manifiesto cómo se construye la ignom inia de una boca: ésta entra en contacto con lo que sólo tiene que ver con los bajos del cuerpo y, además, absorbe lo que debiera repugnarle más. El horror de la felación procede de la misma representación, y Gelio, por la mañana, tiene los labios blancos32, bañados en una espuma repugnante, por haber «devorado las partes pudendas de un hombre adulto» durante toda la noche. Todas esas prácticas son justo lo contrario del beso perfuma do y púdico de la comissatio, y al mismo tiempo el que besa dem a siado es sospechoso de ser su campeón vergonzante; ya que tanto los besos hediondos como los besos perfumados pertenecen a la esfera de la m ollitia, de los placeres que no exigen ningún esfuer zo, ningún labor priápico. Por eso nadie puede, socialmente, lim itarse a los besos perfu-
31 Id., 39. Los habitantes de Hispania, provincia romana, son los celtíberos. 32 Id., 80. 193
Florence Dupont
mados: tiene que probar de forma regular su «v irilid ad ». En colpio es intim ado por las mujeres e incluso por los jovencitos a mostrarse a la altura, lo que la ira del dios Príapo le veda. Por su parte, Catulo, en coplas obscenas, amenaza con su sexo a quienes se burlan de sus u ersicu li33: Vos quei milia multa basiorum Legistis, male me marem putatis? Pedicabo uso et irrumabo.
Vosotros que habéis leído en mis libros besos a miles, ¿pensáis que me falta virilidad? Os daré por culo y os follaré por la boca. Éstos, Aurelio y Furio, son dos hombres a los que Catulo cali fica — insultos griegos— de cinaedus, «b ailarín », y pathicus, «invertido». Serán las víctim as de la virilidad agresiva de Catu lo, que demostrará así que no es el hombre de los besos hedion dos. Desde luego, dice Catulo, sus uersiculi son m olliculi, sus «ver sos galantes son lánguidos», y luego se lanza a una breve defensa de la poesía erótica, justificándola, con guasa, m ediante un uso pornográfico34: ....................................... {uersiculi} Qui tum denique habent salem ac leporem Si sunt molliculi ac parum pudici Et quod pruriat incitare possunt Non dico pueris sed his pilosis Qui duros nequeunt mouere lumbos.
33 CATULO, 16. La fórmula está tomada de las inscripciones priápicas que ame nazan a los ladrones de jardines. Príapo es lo opuesto a Eros en el campo del sexo, es el dios sin gozo. 34 Concepción que volvemos a encontrar en Marcial, Ovidio y Plinio el Joven.
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La invención de la literatura [los versos} tienen, para decirlo todo, ingenio y encanto si son lánguidos y carecen un tanto de contención, y pueden sus citar el principio de un deseo, no digo a los muchachos, entre nuestros velludos, que ya no pueden mover los riñones, dema siado tiesos.
La argumentación es instructiva: el erotismo de besar entron ca con su función de prelim inares, los uersiculi encienden como un aliento amoroso, la languidez que comunican es, sí, un reblandecimiento, pero ese reblandecim iento es indispensable para los duros de pelar a quienes un exceso de labores ha vuelto ineptos para el deseo. Su d u ritia es incom patible con el amor más elem ental, pues les falta el impulso inicial indispensable: el deseo. Los u ersiculi se lo comunicarán. Así pues, las prácticas amorosas romanas forman un sistema triangular: cocido cultura refinada besos de la comissatio pareja asexuada (vino puro, ebriedad)
cru d o /
' p o d rid o
rusticidad copulación genital
barbarie (griega o celta) -------------------------------- sodomía y felación pasividad infamante
virilidad priápica
que puede equipararse al famoso triángulo culinario de C. LéviStrauss 35. Este cuadro puede recorrerse de muchísimas maneras: vemos en él, por ejemplo, que el beso «cocido» está en relación, por un
35 C. L é v i- S t r a u s s , «L e tria n g le c u lin a ire » , L’Arc, «L év i-S trau ss», págs. 19-59. 195
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lado, con la virilidad «cruda», como prelim inar, y, por otro lado, con la pasividad «podrida», de la que extrae la m ollitia, la dulzu ra elástica y femenina. Esta pasividad «podrida», por su parte, tiene en común con la virilidad «cruda» el asco ligado a la parte inferior del cuerpo a la que interesa.
C ultura, beso y am or griego Esta cultura del beso y del aliento nos perm ite hacer algunas proposiciones sobre la eterna cuestión de la pretendida homose xualidad romana, convertida recientemente en bisexualidad36. Por supuesto, como pone de manifiesto Paul Veyne, lo que importa en Roma no es el sexo del compañero, sino, remitiéndonos a los términos de M ichel Foucault, la relación de uno consigo mismo, bajo la m irada del otro, de los otros. Sin embargo, esos autores se aventuran por un camino peligroso, al sustituir la antigua oposi ción entre homosexualidad y heterosexualidad por otra oposición tan históricam ente inadecuada entre una sexualidad activa y una sexualidad pasiva. Tanto más inadecuada cuanto que reposa en la
36 Los análisis más recientes son de Paul VEYNE, «La famille et l’amour sous le Haut-Empire romain», Annales ESC, 35, 1978, y ss.; «L’homosexualité romaine», Sexualités occidentales. C om m unication, 35, 1982; Michel FOUCAULT, H istoire d e la sexualité, III. Le souci d e soi, Gallimard, Paris, 1984 [existe version española: His toria d e la sexualidad, Madrid, Siglo XXI, 1979. Traducción de Ulises Guifiazù], y Eva C a n tare lla , Selon la nature, l ’usage et la loi: la bisexualité dans le m onde antique, La Découverte, París, 1991 [existe version española: Según natura. La bisexualidad en e l m undo antiguo, Tres Cantos, Akal, 1991. Traducción de M .a del Mar Linares]. Desde luego, estos autores muestran perfectamente que las catego rías «homosexual» y «heterosexual» son inadecuadas para pensar en los hombres de la Antigüedad, si bien sustituirlas por las categorías de activo y pasivo no hace avanzar la cuestión. Unicamente el capítulo de Aline ROUSSELLE, en L’H istoire d e la fa m ille, tomo I (bajo la dirección de Martine SÉGALEN, Armand Colin, París, 1986), aporta un punto de vista antropológico e histórico sobre la cuestión, al reconstruir el erotismo cotidiano de una casa romana. [Existe versión española: A ntropología histórica d e la fa m ilia , Madrid, Taurus, 1997. Traducción de Jesús Contreras.] 196
La invención de la literatura
afirmación, nunca demostrada, de que el término im pudicitia sig nificaría en Roma «homosexualidad pasiva»: ese sentido de impu d icitia, que jamás fue explicitado por los antiguos, sería un «eufe mismo» 37, pero el argumento no vale nada en una sociedad en la que no existe censura del lenguaje sexual: basta con leer a M ar cial o a Catulo. Desde luego, los romanos, libres y ciudadanos, tienen la obli gación de probar su capacidad priápica de cuando en cuando, pero su sexualidad no se organiza a partir de aquí. La cuestión fundamental, olvidada con dem asiada frecuencia por los historia dores modernos, es la del placer y el deseo. Y, en Roma, la acti vidad, labor, sea sexual o de otra naturaleza, nunca es fuente de placeres ni en un hombre ni en una mujer. La agresividad sexual es de orden simbólico y no erótico. Cuando un hombre amenaza a otro, como Catulo, pedicabo, «quiero darte por culo », el insulto no im plica una bisexualidad (un gesto que tiene el mismo senti do es frecuente hoy entre los autom ovilistas...). El valor sim bóli co es más fuerte en una sociedad en la que la sodomización es un castigo posible para las adúlteras, a menudo con un rábano o un m ú jo l,8. Por consiguiente, cuanto se trata solamente de amor o de deseo, los antiguos consideran que la naturaleza provee de mane ra m uy insuficiente al hombre. De ahí que, en Roma, el placer y el deseo amorosos pasen, entre los voluptuosos, por la cultura, es decir el vino, el beso y la poesía39: Dicta sales, lusus, sermonis gratia, risus Vincunt naturae candidioris opus.
37 V eyne ,
«La famille et l’amour sous le Haut-Empire romain», op. cit., pág.
51. 38 C a t u l o , 15. 39 P e t r o n io ,
frag. 53. 197
Florence Dupont Las buenas palabras, las bromas, los juegos, el encanto de la conversación, las risas, prevalecen sobre la obra de la sencilla Naturaleza.
No obstante, en Roma pasa con los placeres amorosos como los otros, son siempre algo sospechosos, ya que los placeres se relacionan entre sí y ablandan a los que se entregan a ellos, sin dejar de ser, como las delicias de la mesa, indispensables para los ciudadanos cansados por la guerra o la política. Por eso existen reglas para lim itar sus efectos corruptores. El lím ite que no hay que franquear no es el que separa a los hombres de las mujeres, ni la pasividad de la actividad, sino el que divide la sociedad entre los hombres, las mujeres y los hijos libres, nacidos de padres libres, los «ingenuos», y todos los de más, esclavos o libertos, sin distinción de sexo ni de edad. Con los primeros no está autorizada ninguna relación fuera del m atri monio; con los segundos no existe ninguna prohibición. El cuerpo de los hombres y de las mujeres libres es sagrado, el atentado al pudor, stuprum, es un crimen que les hace perder el pudor, el honor40: D um te a b stin ea s n u p ta u id u a u ir g in e iu v en tu te a c p u eris lib eris a m a q u id lib et. Con tal de que respetes a las esposas, las viudas, las vírgenes, los jóvenes y los adolescentes libres, ama a quien quieras.
A la inversa, los esclavos y los libertos no pueden hurtarse al deseo de un amo, según la famosa fórm ula41:
40 P l a u t o , G orgojo, 3 7 -3 8 . 41 SÉNECA EL RETÓRICO, C ontroversias, 4 , p refacio , 10.
198
La invención de la literatura Im p u d icitia in in gen u o crim en est, in seru o necessitas, in lib erto officiu m . La sumisión sexual en el caso de un hombre libre puede dar lugar a un proceso; en el caso de un esclavo, es una de las lim i taciones de la servidumbre; en el caso de un liberto, se trata de un servicio que debe a su patrón.
Por tanto, el deshonor no es una cuestión de pasividad o de actividad en las gestas del amor, sino de sumisión al deseo del otro. Que la sumisión sea consentida o no, poco importa, el resul tado es el mismo. Por eso los jueces son particularm ente severos respecto de los oficiales que usan su autoridad para abusar de los jóvenes reclutas en la leva de los campos42. Pero si el oficial puede probar que el soldado era un g ig o ló notorio, que ya había perdido su honor, será absuelto. U na situación pareja autoriza a los ingenuos, en cuanto salen de la infancia, hacia los catorce años, cuando abandonan la toga pretexta, todos los goces sexuales con los esclavos y los libertos de la casa, como han visto hacer a su abuelo, a su padre, a sus tíos y a sus hermanos mayores. El joven romano apenas tiene inhibiciones respecto de los cuerpos femeninos y m asculinos, e incluso de los cuerpos infantiles. Desear a un adolescente o a un hombre no es ni una falta social ni una falta moral, a condición, naturalm ente, de que se trate de un escla vo o de un liberto. Es preciso, pues, im agin ar a Rom a como una civilización en la que el deseo de los hombres por los cuerpos m asculinos no está reprim ido, no es objeto de una prohibición in terioriza da desde la infancia, como ocurre en nuestra sociedad. Un muchacho ve cómo su padre m antiene largas relaciones con bellos y dotados esclavos, a los que lib erta y a los que convier te en secretario particular, intendente y bibliotecario. Este vínculo
42 V alerio MA x im o ,
VI, 1,7 . 199
Florence Dupont
basado en el erotism o que lig a al liberto con su amo es una de las formas de la fid e s romana, fortalecida por la g ratitu d y la ley, ya que todo liberto debe lealtad a su antiguo amo. Con mucha frecuencia, el liberto-am ante se m uestra de una fid eli dad total, llegando hasta la m uerte, y el vínculo entre los dos hombres no se rompe jam ás. Es conocida la historia de Cicerón con su secretario Tirón. Además, la sociedad romana, aunque no encierre a las m ujeres en un gineceo, las excluye de todas las activididades públicas o exteriores, que son lo esencial de la vida de los hom bres. Los lazos de am istad que establecen entre ellos en esos espacios públicos, a partir de la adolescencia, son mucho más fuertes y mucho más duraderos que la m ayor parte de las his torias de amor que puedan conocer con muchachas jóvenes, generalm ente libertas. M uchas traiciones políticas son vividas como dramas afectivos entre cuñados, yernos y suegro, pues la am istad se concreta a menudo en una alianza m atrim o nial, o incluso en un intercam bio de m ujer. Conocemos la historia del noble H ortensio, que pidió a su am igo Catón que le prestara a su esposa — divorciándose tem poralm ente— con el fin de tener hijos con ella, con la idea de que sus hijos fueran herm a nos 43. En fin, ninguna prohibición pesa sobre la proximidad física de los hombres entre sí. Pueden expresar su afecto y su ternura con abrazos y contactos corporales que no chocan a nadie. Lo que podríamos llam ar una camaradería amorosa es tan natural, está tan extendido, que nadie es reprobado por ello. A menos que malvados rumores asocien a ella el tabú de los tabúes: la sum i sión sexual de uno u otro, ya que ella significa la pérdida del honor. Verdaderamente, esta tradición romana no cambió nunca en el transcurso del tiempo, ni siquiera en la época en que algunos pretenden ver el nacimiento de un amor conyugal exclusivo: Pli-
43 P l u t a r c o ,
Catón e l Joven, 25. 200
La invención de la literatura
nio el Jo v en 44, a quien éstos convierten en el modelo de los nue vos maridos, excitado por un epigram a de Cicerón sobre Tirón, referido a besos, suauia, negados en la intim idad, aunque prome tidos en un banquete, escribe algunos versos a su corresponsal para decir que él también conocía esos procedimientos que emplean los jóvenes libertos para avivar el amor de su amo. Se puede adm itir, desde luego, que en esta época la relación con la esposa tiende a reemplazar la relación con los am igos, en la m edi da en que la vida política, y por lo tanto pública, acapara menos a los nobles romanos. Pero en lo realtivo a los goces domésticos serviles, nada cambia. Si la camaradería amorosa en Roma no debe nada a los mode los griegos, en cambio el erotismo de la comissatio, que es una de las formas del «ocio a la g rie g a», se ha instalado en Roma como m uy tarde desde finales del siglo III a.C. La aristocracia urbana cultiva entonces los refinamientos de ese otro banquete, apelan do a Grecia, pero a la vez inventando este erotismo del beso, del vino y del juego que parece totalm ente romano y que no repro duce ni los excesos del cornos ni los complejos rituales del sym posion. Ciertamente, este amor por los muchachos, que se lim ita a los besos, apela al Platón de las L eyes45, pero los besos griegos no son los besos romanos. En la A ntología p a la tin a encontramos besos que se beben como vino46, besos que circulan con la copa de vino: la próposis extrae, en ese caso, su potencia amorosa del hecho de compartir un vino con el que se han mojado los labios de la destin ataria47: Si quieres embriagarme prueba tú primero y dame la copa de vino. Yo la acepto (dekhomai) porque si tú la has rozado con tus labios mantenerme sobrio
(1984), p ágs. 188-189. P l in io e l J o v e n , Cartas, Vil, 4, 6. Leyes, 836 y ss. 46 Antología palatina, XII, 133.
44 F o u c a u l t 45 P l a t ó n ,
201
Florence Dupont no me es ya posible ni escapar al dulce escanciador pues la copa transmite de ti a mí ese beso y me anuncia la gracia (kharin) que ha recibido de ti,
pero el beso griego no es ese intercambio de alientos, esa ebriedad aérea que todo líquido, que todo contacto vuelve inmundo. Esto queda claro en este catálogo de los mejores besos de Pablo el Silenciario48: Largos son los besos de Galatea; sonoros y dulces, los de Demos, Doris muerde. ¿Cuál es el más excitante? Un beso no puede juzgarse por los oídos... ... Yo he conocido los dulces besos de Demos
Y la dulce miel de su húmeda boca. Quedémonos aquí...
Catulo promete a Lesbia y se promete a sí mismo una eterni dad de besos, y esos placeres eternos se inscriben en el tiempo efí mero y cultural de un banquete griego. Una vez más, los roma nos han inventado una manera romana de actuar, en este caso de banquetear, «a la griega» — more graeco— . Grecia les sirve de coartada y de referencia como a toda conducta descarriada en el campo de los placeres cultivados del otium. Amores de Gitón y de Endimión, amores de Lesbia. Amores griegos de los romanos. Por eso todos esos textos tienden a hacer del beso una prácti ca m ayoritariam ente pederástica. En ellos se besa más a mucha chos que a muchachas. Pero, de hecho, los besos de la com issatio son asexuados; los textos contraponen dos tipos de prácticas eróti cas — el beso y la copulación— y no dos tipos de parejas. El beso perm ite goces eróticos y una palabra amorosa; prácticas que en otro caso estarían prohibidas o serían deshonrosas. Sin embargo,
47 A ntología palatina, V, 261. 48 Ibid., V, 244. 202
La invención de la literatura
esos juegos no son los sucedáneos de un placer más sólido pero censurado. Y es que los placeres de la com issatio son incompara bles con los del lupanar o del lecho «conyugal», aunque este lecho fuese compartido con una concubina o incluso con un joven esclavo. Durante el Imperio, los intercambios y las mezclas entre ban quetes griegos y romanos se hicieron tan importantes que cabe la posibilidad de que, por un efecto de ida y vuelta, los juegos romanos practicados en la com issatio hayan influido en el propio cornos griego. Cuando en el siglo II el griego Filóstrato debe dar una definición del cornos, dice lo que sig u e49: «El cornos perm ite a la m ujer hacer de hombre y al hombre vestir una indum entaria de m ujer y andar como un hombre.» Se advertirá que en esta definición el cornos concierne en adelante a los hombres y a las mujeres, que da cabida a un reparto de papeles en los cuales la neutralización sexual, en lugar de realizarse en una sola persona, el hombre, se hace m ediante el intercambio de papeles en una asamblea m ixta. Ahora bien, en los amores reducidos a los besos, cada uno de los miembros de la pareja puede asum ir el papel sexual que le convenga, adoptar el Yo enunciado de su elección. Placeres refinados, placeres cultivados, placeres de la elite urbana, tal vez más extendidos de lo que imaginam os en todas las provincias del Imperio. Un arlesiano, Favorino, que vivió en la época de Adriano y fue am igo de Plutarco, festeja, en griego, los besos de com issatio50: ... Un bello joven es incluso bueno al gusto. Y ¿qué hacen sino «gustarse» los que rozan sus bocas? Ponen sus almas en contacto. ¡Ah! Si el alma pudiera franquear la barrera... Parece llamar a la puerta, insistir en entrar.
Images, I, 2, 298, citado, traducido y comentado por F r o n t i (1983), pág. 28, que se sorprenden de esta definición que no corresponde a los bailarines anacreónticos de los vasos áticos. 50 Citado por S t o b e o , Florilèges, 64-65, trad, francesa de F. Buffiére, en Éros adolescent, Belles Lettres, París, 1980. 49 FILÓSTRATO,
SI-LlSSARRAGUE
203
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El amor de los jóvenes es una prueba de cultura, como todos los refinamientos de la vida, a condición de que no se trate de un deseo vulgar y hum illante para el joven sometido a lo que no sería entonces sino un mero servicio sexual, un stuprum. Con carácter más general, el amor de los jóvenes libres y de las m atro nas — es decir, mujeres casadas de la buena sociedad romana, que pueden no tener los dieciséis años— es una práctica em inente mente cultural que, en Roma, se desarrolla en este universo apar te en el tiempo y en el espacio social que es la comissatio. En Rom a este amor es precisamente el amor griego. Es un universo aparte, pero no m arginal. Por el contrario, exige de sus participantes una perfecta integración en la cultura social. Los m arginales están excluidos de él, como Trim alción, que sólo practica la cena y la consumación priápica o, por aportar un ejemplo histórico, el emperador Claudio. Parece ser que este emperador fue el único de los príncipes Julio-C laudios al que sólo le gustaron las mujeres — en él esa afición constituye una verdadera bulim ia— y que no conoció nunca amores m asculi nos51. Los historiadores que refieren el hecho no ven en él nada particularm ente honorable. Es probable que esta ignorancia del deseo de muchachos que se advierte en Claudio haya que poner la en relación con la extraña educación que le dio un palafrenero bárbaro, y que lo volvió «id io ta». Claudio es socialmente in cu l to. Aunque lograra con su solo esfuerzo una gran erudición g rie ga y latina devorando libros, fue siempre incapaz de comportar se correctamente en público, cualesquiera que fuesen las ceremo nias religiosas o los banquetes; se pega un atracón, bebe y luego se duerme. Claudio tampoco tiene amigos, sólo frecuenta a m uje res o a libertas que le dominan psicológicamente. Claudio es un salvaje, un bulím ico de cena, un borracho incapaz de las sutilezas de la convivialidad. A sí pues, esos amores de comissatio, indisociables del vino y de
51 S u e t o n io ,
Claudio, 3 3 . 204
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un reparto de papeles que supone una invención verbal codifica da, perm iten una exploración de los lím ites del placer con los m últiples peligros que im plican esas experiencias. Como sucede con frecuencia en la A ntigüedad, se dan a la vez un desborda miento sistemático de las sensaciones — los romanos hablaban de una disolución del cuerpo— y un control de esta disolución por el individuo que la vive. En el corazón de esas exploraciones se halla el juego — ludus, lusus— romano que perm ite formalizar todo, salir del mundo del juicio para entrar en el de la pura per cepción, y acceder de este modo a una sensualidad sin prohibi ción interiorizada.
El banquete-espectáculo: la cita identitaria En Roma encontramos tam bién una com issatio del mismo t i po que la de Catulo, pero que da cabida a otra poética. El sym pó sion era tanto el lugar del placer como donde cada uno probaba su cultura. Roma recoge esta tradición, pero de forma distinta, pues la com issatio también ensalza, citándolos, los monumentos de la cultura oficial, y pone en escena, para los comensales, textos conservados por la escritura. La com issatio es el lugar donde se rea liza una lírica m uerta, en cuanto escrita; esta puesta en escena m usical de los grandes líricos griegos no significa en absoluto una vuelta a la oralidad, sino, por el contrario, una celebración del escrito, puesto que las canciones líricas han sido descontextualizadas y porque su enunciación está desprovista de su base. Un banquete rom ano52. En el siglo II, una v illa en los alrede dores de Roma. El anfitrión es un hombre extremadamente joven, recién salido de la adolescencia. Es oriundo de la provin cia de Asia — es decir, de Oriente Medio— de fam ilia noble en aquella época, puesto que es caballero y bastante rico como para poseer esta finca en los alrededores de la ciudad. El muchacho
52 A u lo G e lio ,
Noches áticas, XIX, 9 , cf. supra, p ág. 1 4 4. 205
Florence D upont
ofrece una cena por su cumpleaños. Ha invitado a amigos y a sus maestros, sus antiguos profesores que le enseñaron gram ática y retórica. Es un aficionado a la buena vida, laetae indolis, y natu ralm ente ama la «cosa m usical», a d rem musicam fa c ili ingenio a c libenti; en cuanto a esa «cosa m usical», no se trata, por supuesto, de música en el sentido contemporáneo, sino de una educación literaria: ese joven fue un buen alumno. Lo prepararon para el dominio de la lengua m ediante la lectura comentada de los gran des textos, que a él le tocó volver a copiar; ha acum ulado saber retórico, histórico y filosófico; es un hombre de museo, y no un «amado de las M usas». Entre los invitados se halla Aulo Gelio, que narra el banque te. Su personalidad no es indiferente al relato. Aulo Gelio es un erudito aficionado, funcionario im perial y coleccionista de an ti güedades romanas, que está m uy de moda durante los reinados de Adriano y de Antonino. Como Adriano, por lo demás, afirma que prefiere a Emio antes que a V irgilio, y a Catón antes que a Cicerón. Detengámonos un instante en lo que significa semejante pre ferencia. Nos remite a una afición personal del lector; Aulo Gelio designa al que, según él, es el orador faro o el poeta épico emblemá tico de la civilización romana, el Demóstenes o el Homero latinos, y toma posición en un debate contemporáneo entre los clásicos y los «antiguos», más de moda entonces. Esa elección del arcaísmo que practica el siglo de Adriano tiende a rechazar el momento en que la civilización romana alcanzara su expansión en la época de las guerras púnicas, en vez de situarla, como hacen los clásicos, en el momento en que la República deja el sitio al Imperio, es decir, la época augustea. Después de la cena, el festín en el que todos han comido, el joven oriental, cuyo nombre nunca conoceremos, ha previsto una com issatio. Los sirvientes retiran las mesas en las que se habían ser vido los platos, y traen las copas. Ha llegado el momento del vino y de las conversaciones, poculis mox sermonibusque tempus fu it. Esta com issatio no se parece a la de los juegos de Catulo, no deja el menor resquicio a la ebriedad del vino, del amor o del canto. El 206
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sermo, la palabra que va a desarrollarse aquí, es la de la conversa ción: tiene un estatuto cultural débil y sus efectos no van más allá de los de una sociabilidad ordinaria. Representa el placer de las asambleas de ancianos, cuyo cuerpo está demasiado frío y es asi mismo demasiado débil como para conocer la ebriedad53. La parte griega del banquete acogerá únicam ente citas. Desde luego, en la tradición del banquete ateniense, pero con estas dos diferencias esenciales: en prim er lugar, los banqueteadores no prueban su cultura «cantando tres de Estesícoro», habrá esclavos profesiona les para hacerlo en su lugar; a continuación, las citas en música no se integran en un ritual del banquete durante el cual el canto, cualquiera que sea, circulará, como la copa, de boca en boca. Los banqueteadores querrán alardear de su cultura, comentando los cantos, pero no ejecutándolos. Exhiben también una competen cia académica y no su capacidad de participar en un ritual de convivialidad. M uy al contrario, la agresividad de un grupo de profesores griegos respecto de un profesor de literatura latina probará la grosería de los personajes, su incultura de banquetea dores. Por lo tanto, aunque se trate de una comissatio, se ofrece un espectáculo a los invitados, según el modelo de los platos servi dos en la cena. No habrá circulación del canto. Un banqueteador ha solicitado al dueño de la casa que tenga a bien hacerle escu char a su famoso conjunto de cantores líricos, y sólo ante esa peti ción el anfitrión hace entrar a una coral de niños, esclavos natu ralmente —p u en puellaeque— , en la que algunos se acompañan de un instrumento de cuerdas, lira o barbitón. El decoro romano exige que un anfitrión no im ponga a sus invitados nada que se aseme je a un escaparate grosero de lujo y de placeres regalados. Los niños dan un recital de cantos de banquete griegos, odas de Anacreonte y de Safo, así como elegías de poetas más recien tes, con temas eróticos. Todas estas obras se cantan en griego y cabe pensar que la música sea nueva, ya que entre los músicos no
53 C i c e r ó n ,
Cato maior,
46. 207
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hay flautista; (las elegías solían ser cantadas acompañadas con una música de flauta). Por más que el texto añade que esta «m úsica», modus, es «agradable», jucundus, el epíteto tiene sin duda un valor técnico preciso, como suele ser el caso respecto de los términos, nombres o adjetivos, que describen un banquete, como lepidus, hilaritas o benignus™. Jucundus, derivado de la raíz del verbo juvare, significa «que da placer», con una idea suple m entaria de consumo. Un modus jucundus es «la m úsica com puesta para dar placer a quienes la escuchan». Para C icerón” , estaríamos en el lím ite de la moralidad. Por tanto, ese modo m usical está de acuerdo con el carácter «dulce y erótico» de los cantos, dulcia et uenusta, y el físico delicado de los cantores. Una canción es particularm ente apreciada por los reunidos, una oda anacreóntica56 que el texto califica de uersiculis lepidissimis. La fór m ula es chocante, pues ambos términos pertenecen al vocabula rio técnico del banquete romano. El lepos es el encanto convivial, caracteriza la atmósfera de todo banquete romano logrado, encanto creado por el humor fácil y la amistosa campechanía de los invitados: se contrapone al humor desasosegado de los bebe dores de vino peleón y a la excitación agresiva de los borrachos. Por otro lado, los uersiculi designan, como es sabido, toda poesía amorosa de banquete, pero sobre todo los lusus de los bebedores. A sí pues, advertimos aquí un deslizam iento del humor de los invitados al espectáculo propuesto, y de la tradición romana a la cita griega, deslizam iento que perm ite a la comissatio acoger can ciones griegas, dado que su jucunditas crea lepos. Pero ¿de dónde procede el encanto de esas citas musicales? Unicam ente de la música. La deliciosa dulzura de la canción de Anacreonte: «Trabaja la plata Hefesto y hazm e...» no cabe en el contenido semántico del poema, puesto que no tiene, ninguna significación fuera de su sentido pragm ático, es decir, su función
54 Cf. supra, pág. 128. 55 C ic e r ó n , Leyes, II, 15. 56 Utilizado y citado, cf. supra, pág. 108. 208
La invención de la literatura
en un symposion, y más concretamente en una próposis. Cabe supo ner que una bella melodía, la dulzura de las voces, el ritm o del texto, las imágenes graciosas que sugiere, el espectáculo agrada ble de los cantores bastaban para mecer a esos invitados. Pero nada más, pues ese banquete sin la ebriedad de las palabras no es una fiesta. Ese encanto de la m úsica ni siquiera crea en los invitados la campechanía convivial que cabría esperar. Por el contrario, justo después del recital, algunos profesores griegos se dedican a hos tigar a uno de sus colegas, un hispano especialista en letras lati nas. En consecuencia, las apreciaciones de Aulo Gelio y de sus compañeros de banquete acerca del lepos y de la jucunditas de los cantos son juicios distanciados, valoraciones eruditas. No sign ifi can que las canciones griegas hayan extendido sobre el banquete una atmósfera de dulzura amistosa y de delicias embriagadoras, sino que han sido o serán susceptibles de realizarse fuera de ese ámbito. Los comensales han reconocido intelectualm ente sus cualidades musicales y poéticas sin disfrutar de sus efectos. Se trata de canciones de banquete potenciales, hechas según las reglas. Ju icio manido, puesto que se trata de los grandes nombres de la lírica griega, Safo, Anacreonte y algunos más. Ese concier to no es otra cosa que un ceremonial identitario. De esta manera, la comissatio encuentra un patrocinio griego prestigioso en ese recital constituido de odas de sympósion, y quizá también de canciones de cornos. Se trata de poemas conocidos, y reconocidos como obras maestras del género, que representan el fin del final del banquete griego para los intelectuales del Im pe rio, sin que se haya realizado ninguno de los valores de ese ban quete. La relación con esos cantos no es de índole voluptuosa y estética, sino tan sólo intelectual y analítica. Los banqueteadores no comulgan en un placer inm ediato, necesitan asegurarse de la aptitud de cada cual para ofrecer el comentario idóneo y ju stifi car sus testimonios de satisfacción. Eso explicaría la agresión de los profesores griegos que van a someter a un examen a su colega hispano, Juliano. Le piden que comente la canción de Anacreon te, que em ita una opinión, una sententia, con la que comprobarán 209
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su competencia en m ateria de letras griegas. No dudan de su competencia lingüística, de su conocimiento de la lengua griega, sino de su capacidad para apreciar cualidades poéticas desconoci das, según ellos, en las letras latinas. Ponen en duda, pues, su posibilidad de reconocer lo que no conoce, de carecer de mode los. N ingún poeta latino, afirman, ha creado en latín canciones eróticas y dulces que susciten el placer. N iegan a Roma la pose sión de un canon lírico, si no es en lengua griega. Y enumeran a todos los que consideran poetas bárbaros, que ignoran el amor y la melodía, Catulo, Calvo, Levio, y otros tantos de los que no poseemos nada. A falta de inventores del canto lírico, las palabras latinas quedarán como una secuencia de gritos ásperos y roncos, facundia rabida jurgiosaque, una especie de ladridos. Lo que niegan los profesores griegos no es la existencia en Roma de una poesía de banquete, sino que esta poesía merezca ser memorizada y que posea algunos monumentos de la cultura dignos de ser conservados y colocados en el casillero «Líricas de banquete» de la Gran Biblioteca Universal. El hispano, tachado de «vocinglero, (de) bárbaro y (de) paleto» — clamator, barbarus, agrestis— , se alza para defender su lengua paterna, lingua patria, contra una gente que le echa en cara haber nacido en tierra ibérica, ortus terra Hispania. El latín es su padre si Hispania es su madre, y defiende su lengua «como si se tratase de altares y de hogares», tamquam pro aris et focis. Juliano está enraiza do en su lengua como se está en el suelo, por los fuegos donde sacri ficamos a los dioses de la ciudad y a los dioses de la casa. Según Juliano, en este debate identitario una civilización debe ser un todo, no hay por un lado una religión en lengua latina, y por otro lado la poesía amorosa en lengua griega; ambas son solidarias. Pero le es preciso citar dos ejemplos, pues la poesía amorosa objeto de este debate no es una práctica; consiste en la existencia reconocida de textos modelos susceptibles de ser celebrados como los de Anacreonte y Safo. Finalm ente, el envite del enfrenta miento es el siguiente: ¿ha creado Roma sus propios monumen tos del otium en lengua latina? O bien ¿tiene que lim itarse en sus ocios eruditos a ensalzar únicam ente palabras griegas? Mas, 210
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entonces, los ocios consagrados a los placeres refinados del amor, del vino y de la poesía constituyen un criterio de civilización. Están los bárbaros que gritan, ebrios de vino o de cerveza, se insultan, luchan o se arrastran a cuatro patas. Están los civiliza dos que degustan el vino, la música y los dulces cantos del amor. Los profesores griegos acusan, pues, a los romanos de haber alcan zado esta forma de civilización sólo gracias a su contacto. Repro che picante en la boca de hombres cuyo único placer convivial parece ser la crítica literaria combinada con el insulto racista. Para responder a esas burlas helénicas, Ju lian o va a recordar arietas olvidadas, canciones romanas de antaño, lusus, de Quinto Catulo, Valerio Aedito y Porcio Licinio. Es él quien canta. Y para escapar de la vergüenza, se cubre la cabeza con un velo. Así es, va a pronunciar según él palabras indecentes, parum pudica oratione. Resulta, por lo tanto, que en el banquete de los profesores no está sometido a las mismas reglas que la comissatio, donde se cantan los lusus. Puede escuchar como espectador crítico las canciones eróti cas de Anacreonte o de Safo, pero no debe cantarlas él mismo. Lo asume haciendo el papel que corresponde a los esclavos, ponién dose al servicio de los demás comensales. De manera general, las palabras del lusus citadas, pronunciadas fuera de la comissatio, son extrañas; en este sentido, con ocasión de un proceso en Cartago, Apuleyo ve cómo sus adversarios le reprochan algunos poemas eróticos, dedicados a los hijos de uno de sus am igos, que pro baban que no es más que un libertino, comissator improbus57. Para defenderse, recuerda que está en la tradición de Anacreonte y de Safo, de Aedito, Porcio y Catulo — los mismos del banquete de Aulo Gelio— y subraya que la obscenidad de sus versos se advierte sobre todo si son m al leídos, dure et rustice, sin dulzura y con vulgaridad, sin trabajar la voz con el fin de hacerse oír de manera agradable por el auditorio. Por lo tanto, Apuleyo hace entonces una lectura pública, recitatio, con voz clara e inteligible,
57 A pu le y o , Apología, 9. Este proceso se sitúa entre 148 y 161 a.C., durante el reinado de Antonino.
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dando el tono. Sus u ersiculi están en la perfecta tradición, pese a más de tres siglos de historia, de los lusus de Catulo. Esos versos acompañan la ofrenda de una corona de flores al joven Critias. El poeta solicita, a cambio de las flores entrelazadas y de sus versos, otros entrelazamientos, y la flor de su boca; si el muchacho le ofrece otro canto, el intercambio será perfecto: ... redde proque rosis oris savia purpurei. Quod si animam inspires donaci58, iam carmina nostra cedent uicta tuo dulciloquo calamo. .. .por las rosas dame los besos de tu boca deslumbrante. Y, si insuflas tu alma en la flauta, nuestros versos serán vencidos por la dulzura de tu canto.
Esta anécdota africana indica que hay al menos dos escuchas posibles de los lusus amorosos, leídos fuera de la com issatio: una hace escuchar la forma poética, lo que corresponde a la recita tio59 y que es la de los profesores en el banquete de Aulo Gelio; la otra hace escuchar el contenido, es una lectio, lectura para uno mismo o desciframiento susurrado que da el sentido de las palabras y no la m usicalidad, numerus, del texto, un texto que el auditor perci be entonces como obsceno. Incluso se podría hablar aquí de lec tura pornográfica60. Aulo Gelio no dice cuál fue la reacción de los profesores g rie gos. Evidentemente, no era ése su propósito; la historia le ha ser-
58 Seguimos la corrección d o n a d de la edición de Paul Valette en Belles Lettres, París, 1960. 59 Sobre la recitatio, «lectura pública» practicada por los autores bajo el Impe rio, cf. infra, págs. 293 y ss. “ Sorprendemos a los romanos leyendo para ellos poesía amorosa, que les pro duce un efecto excitante, como hemos visto con PLINIO EL J o v e n , Cartas, VII, 4 , 6, leyendo un epigrama amoroso de Cicerón. 212
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vido de pretexto para plasm ar por escrito poemas m uy antiguos, más antiguos que los citados por los profesores griegos, y uno de ellos era el del gran general Lutacio Catulo (cónsul en 102 a.C. y vencedor de los cimbros en Verceil). Intenta, introduciéndolos en la enciclopedia que él elabora para su hijo, elevarlos al rango de modelos canónicos. Por eso, en lugar de interesarse por la opinión de los griegos, proporciona él mismo un comentario critico de los tres poemas citados y declara que poseen por entero las cualida des de refinamiento y de urbanidad necesarias: son «pulidos, lim pios y corteses», «dulces», «llenos de seducción y de am or». En efecto, los lectores modernos pueden sorprenderse, al asistir en ese texto a la querella de los profesores, de que Julian o no opon ga a los sarcasmos de sus adversarios las obras del que hoy consi deramos como el gran hombre de la poesía romana de banquete, Horacio. Los profesores se han lim itado a reconocer con la boca pequeña algunas cualidades a Catulo y a su am igo Calvo. Por supuesto, el relato de Aulo Gelio es una invención cuya finalidad es hacer reconocer el mismo valor monumental a los poetas an ti guos a los que cita que a los grandes líricos griegos. Hace un tra bajo de anticuario y trata de destronar a los clásicos. Por eso escri be estos poemas, receptándolos para su hijo en ese compendio que le dedica. Asistimos, muchos siglos después, a un episodio de la invención de la literatura romana. Finalmente, esos antiguos juegos erótico-poéticos de Catulo y de sus am igos, extraídos en la ebriedad de una comissatio, descontextualizados y reducidos al estado de enunciados por la escri tura, tendrán un doble destino, según el tipo de lectura al que sean sometidos: los profesores los apreciarán por su forma, los lec tores lúbricos por la excitación erótica que suscita en ellos su con tenido; cuerpos vergonzosos o cuerpos ausentes, la lectura de los lusus adolecerá de los placeres que constituyeron su enunciación adecuada. El efecto de cita les priva de toda eficacia, y, por ende, de toda significación. Sin embargo, elevados a la categoría de modelos, están siempre de actualidad en la m edida en que sirven de referencia a los juegos eróticos de los romanos refinados, como hemos visto con Apuleyo. Por este conducto son reintroducidos 213
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en la vida. Si hay un placer de la cita, éste reside en la comissatio, se trata de un placer identitario: los comensales celebran su cul tura greco-romana citando las palabras como citan los gestos del sympósion. Por últim o, vemos dibujarse una estructura ternaria, corres pondiente a tres tipos de enunciación de los lusus, una pertinen te, las otras dos desfasadas: los lusus en la com issatio se integran en un erotismo del beso y en una ebriedad ligera del aliento y del vino, son acreedores en un ritual social; pero una vez privados de su contexto enunciativo, tienen un doble destino como enuncia dos descontextualizados y recontextualizados en otra parte: bien convertidos en objeto de estudios formales y transcritos en libros, en cuyo caso caerán del lado de los alim entos, por supuesto inte lectuales, que rum ian los eruditos en banquetes enciclopédicos; o bien, reducidos a su contenido erótico, se convierten en lecturas pornográficas, idóneas para excitar a Príapo. De un modo más general, constatamos que en Roma no hay lectura poética, lectu ra que tenga en cuenta sim ultáneam ente el fondo y la forma. Con mayor motivo, no existe ninguna lectura que haga jugar la forma sobre el fondo, como hace hoy en día la lectura literaria en la que el lector produce a partir del texto una significación nueva y no se lim ita a reencontrar un sentido que se ha depositado en él. En fin, no es posible percibir la forma a través de la lectio; el desci framiento de esta percepción supone una oralización, bien por la cita en música, como vemos en Aulo Gelio, o bien por la decla mación pública o recita tio61. En cambio, basta la lectio, esa farfu lla de desciframiento, para conocer el mensaje inscrito, reducido a puro sermo.
El banquete erudito y e l libro que nutre En el banquete de Aulo Gelio, la rudeza filológica se paliaba con el placer de los cantos. Pero hay otros banquetes más auste 61 Cf. infra, págs. 293 y ss. 214
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ros todavía en los que la com issatio queda olvidada definitivam en te con sus placeres. La cultura romana celebra a su manera la memoria de un joven Platón en el beso, y celebra asimismo al Platón del Banquete, encerrando en signos sin vida las palabras vivas de su maestro Sócrates. Ese diálogo, que va a servir de referencia a lo que la historia literaria llam a ordinariam ente el género «banquete», es una derivación filosófica del sympósion aris tocrático ateniense. En ese banquete su conversación de hombres cultivados es la única diversión que los bebedores se perm iten62. Esta decisión corre parejas con la de despedir a la flautista y no embriagarse de Dionisos. Acusan los excesos de un banquete de la víspera — festejaron la victoria de Agatón en un concurso tea tral— y bebieron vino de manera «inofensiva», sin llegar a la ebriedad. A sí pues, el modelo del banquete filosófico es un banquete sin Dionisos donde van a tener lugar discursos sobre el amor sin que se pronuncie palabra alguna ni, con mayor motivo, ninguna canción de am o r63. Hallamos bosquejada aquí la asociación de beber sin llegar a la ebriedad con los placeres de la conversación, que volveremos a encontrar más tarde en la práctica del cuento64. Palabras y bebidas puramente humanas que desmontan el ritual religioso del sympósion, reduciéndolo a un ritual social. Los bebe dores, en vez de «hacer el am or» entre ellos, hablan de él prosai camente. Esta deriva intelectual del sympósion es fácil de reconsti tuir: la filosofía socrática que m antenía la lucha contra la demo cracia se encuentra con la resistencia aristocrática que organiza el sympósion ateniense. Empero, la palabra filosófica es exclusiva de la palabra dionisíaca, aunque circule en la modalidad de vino, y la irrupción final de un cornos de bebedores ebrios pone fin a las opi niones filosóficas, al banquete y, al mismo tiempo, al relato trans crito por Platón.
62 P la t ó n , Banquete, 176e. 63 Ibid., 214b. “ Cf. infra, págs. 242 y ss.
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Habría mucho que decir acerca de ese banquete sin ebriedad cuyo anfitrión tiene el rostro del sátiro Marsias o de un sileno, y la resistencia al vino de am bos6'. Marsias es un flautista, y Sócra tes, como una flautista de banquete, «posee» a los demás invita dos, pero sólo metafóricamente, a través de su «m úsica», sus opi niones filosóficas, sencillam ente dice, y sin acompañamiento. En cierta medida, Sócrates reemplaza a Dionisos como soberano del sympósion. La conversación filosófica es tan deliciosa, cháris, para quien la ofrece como para quien la recibe66, depende de la dádi va y de la contradádiva, circula entre los hombres que poseen el encanto de la conversación, es decir, el de su contenido única mente. De ahí que las palabras socráticas no necesiten la presen cia física del maestro: «referidas» por otro, hasta por el más inep to, siguen siendo igualm ente eficaces para em briagar a cualquie ra 67. Es la definición por anonomasia de la lectura, la afirmación de la omnipotencia de un enunciado separado de su padre. Im pli ca una confianza absoluta en el realismo de las palabras. La filosofía de Sócrates corre a Atenas como el rumor; G lau co pide a Apolodoro el relato de ese banquete en casa de Agatón después de haber oído hablar de él a Fénix, el hijo de Filipo, pero de forma decepcionante. Apolodoro no estuvo presente, pero Aristodemo se lo contó y le pidió una confirmación de la histo ria a Sócrates. El relato de Apolodoro sirve para distraer a los dos hombres en el camino que sube de Falera a Atenas. Platón, al confiar a la escritura esta versión, más segura que las otras, del famoso sympósion, detiene el flujo del rumor fijándolo, convir tiendo al tiempo a este libro en un monumento de este rumor. El modo en que borra del texto todos los estratos de la información — Platón conoce la historia por Apolodoro, quien, a su vez, se la ha oído a Aristodemo— confirma esta confianza en el realismo de las palabras escritas, aptas para representar perfectamente las cosas, desembarazadas de la subjetividad del narrador. 65 PLATÓN, Banquete, 215b y 220a. “ Ibid., 173c. 67 El texto de Platón dice explícitamente aneu organón psilois logois, 215e y d. 216
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Platon introducía así en los banquetes saber, espacios im agi narios de una cultura fría conservada en libros, reproducidos en Roma. El banquete pasa a ser el lugar y la ocasión de discursos eruditos plasmados en seguida por escrito; el banquete filosófico es, pues, una forma de enunciación ficticia. Algunos banquetes son verdaderos congresos de eruditos, donde cada uno viene con su canasta de conocimientos que va a compartir con sus compañeros de mesa. El modelo reconocido de esos banquetes, en los que se habla en griego o en latín, es la cena romana. Una cena en la que cabe alim entarse física e intelectual mente a la vez. La m ism a metáfora es corriente en R om a68. Esos banquetes del saber se convierten en enciclopedias y sirven de enunciaciones ficticias a infinidad de compilaciones antiguas, como las Saturnales de Macrobio y El banquete de los doctos de A te neo. Fueron numerosos esos libros-banquete, la mayor parte de los cuales ha desaparecido, como ese Sympósion de Mecenas donde el amigo de Augusto ponía frente a frente a Horacio, Virgilio y Mésala. El libro de Macrobio está dedicado a su hijo, al que de esta manera quiere alim entar para el resto de sus días ofreciéndole esta fresquera perpetua en forma de conversaciones ficticias de amigos reunidos en una especie de banquete que habría de durar todo el tiempo de las Saturnales. Piensa que así realiza la síntesis de todo lo que ha leído en su vida con el fin de ahorrarle la lec tura a su h ijo 69, que así podrá acum ular el saber de su padre con su propio saber. Prolonga en el campo de la instrucción la fun ción de nutrición de los hijos, que en Roma corresponde al padre. Plutarco opone esos banquetes del saber — en griego deipna, en latín cenae— al banquete, sympósion, de Platón70. Según él, Pla tón y Jenofonte, en vez de anotar lo que se dijo a la mesa de Calías o de Agatón, y que no era más que «brom a filosófica»,
68 Sobre el saber libresco que se ingiere como alimento, cf. VALETTE-CAGNAC, op. cit., págs. 86 y ss. 69 M a c r o b io , Saturnales, prefacio, 1-6. 217
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hubieran hecho mejor conservando por escrito «los manjares, los platos cocinados y las distracciones», que habían exigido trabajo y dinero. De un modo más general, Plutarco valora lo que ali menta, manjares y opiniones eruditas, en detrim ento de lo que pasa sin alim entar, el vino y la palabrería. Oposición m uy roma na entre cena y comissatio, lo pesado y lo ligero. El D eipnosophistai de Ateneo responde perfectamente al pro yecto de Plutarco. El título instala ya a los sabios, sophistai, en torno a una cena — en griego deipnon— , y el prefacio presenta el banquete de la manera sigu ien te71: Un romano, llamado Larensis, de condición noble, ha invi tado a una cena a los más grandes sabios de su época. Así, A te neo ha podido mencionar en su libro todo lo más hermoso que hay en el mundo: encontramos aquí el uso de los pescados y la explicación de sus complicados nombres; todas las especies de legumbres y animales; a los historiadores, a los poetas y, en general, a los sabios, los instrumentos de música, las bromas a millares y de todos los tipos, y los diferentes vasos para beber... La riqueza de la conversación es proporcional a la abundancia de la comida (deipnon) y las partes del libro se corresponden con los diferentes momentos de la conversación. Tal es... el admirable «almuerzo de palabras» (logodeipnon) de Ateneo.
No se trata ya de recopilar únicam ente citas identitarias, sino de continuar en el banquete, gracias a la abundancia de partici pantes, esta cosecha furiosa, comenzada por los alejandrinos, de todo el saber posible, dando por supuesto que ese saber es, nece sariamente, un saber escrito; y, luego, de reunir de este modo un saber seleccionado previamente, puesto que todo no merece ser conservado, y, por últim o, de resum ir y condensar. El autor de enciclopedias va a cocinar los alimentos que ha ido recogiendo acá y allá, con el fin de convertirlos en un manjar 70 PLUTARCO, C om én ta n os d e m esa, V I, p refacio , 6 8 6 a -c . 71 ATENEO, El b a n q u ete d e los d octos (D eipnosophistai), I, 1 (sig lo III). 218
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sabroso y ya digerido en gran medida. Eso es lo que dice explíci tamente el prefacio de las Saturnales de Macrobio. Las metáforas se acumulan: este libro es ante todo una fresquera, de la que el joven podrá extraer todos los alimentos intelectuales que necesi te; después, el padre dice que ha libado como una abeja para hacer una m iel con un sabor único a partir del jugo de determinadas flores; la reescritura es de entrada como la levadura que hace subir la pasta; a continuación se la compara con la cocina que per m ite asim ilar los alimentos. La finalidad del libro es reemplazar a todos los demás: «Si necesitas el relato de un hecho histórico, generalmente ignorado y oculto entre el cúmulo de libros, o una palabra, o incluso una acción dignas de memoria, será fácil para ti encontrarlos en este libro y guardártelos para ti.» Y es que, por supuesto, todas las enciclopedias rebosan de tablas de m aterias y de índices, con el fin, dicen ingenuam ente sus autores, de que no haga falta leerlo todo. Un ejemplo famoso de este furor de leer exclusivamente a li mentario es el de Plinio el Viejo, cuyo sobrino, Plinio el Joven, describe la actividad febril de lector b ulím ico 72. Leer y reescribir más resumido, así pasa sus ocios, es decir, el tiempo que no dedi ca a los asuntos públicos: manda que un esclavo le lea libros en voz alta, toma notas o dicta. Después del baño, mientras le dan masaje, en su litera en desplazamiento, durante las comidas e incluso en sus baños de sol, no para jamás. Resultado: los treinta y siete libros de su H istoria natural, que se han conservado, y sesenta y cinco libros perdidos, dedicados a temas tan diversos como la gram ática o el lanzamiento de jabalina a caballo — ejer cicio difícil sin estribos, pero el autor fue oficial de caballería en Germania— . Para los romanos, todo eso pertenece a las litterae; no diríamos que se trata de literatura. El libro está presente en Roma, e incluso ocupa un lugar m uy importante, pero no está en el lado del placer de las palabras. Cuando alguien lee para sí, es un alim ento que llena el cuerpo.
72 P l in io e l J o v e n , Cartas, III, 5. 219
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No es vino. La ebriedad de las palabras leídas sólo se realiza en la oralidad, y es más una relación con el cuerpo del otro, con su aliento, con el perfume de su hálito. Leer poesía erótica para sí sólo puede producir una excitación pornográfica, y es a esta lec tura del contenido a lo que se niega Cicerón, pues aplana y pudre. Las metáforas que sirven para ilustrar estas dos lecturas las vinculan al vientre, las convierten en alimentos a partir del modelo de los dos tipos que conocen los romanos, los que nutren y los que deleitan el «gaznate».
Trim alción y la m itología En el banquete de Trimalción, los comensales no son más que vientres; al final de la reunión, no hay esapcio alguno para una com issatio sin alim ento, ese banquete es una cena en la que la eru dición roza la excitación priápica, pero en la que Eros y el amor son totalmente ignorados73. A lo largo de la comida, actores ves tidos de guerreros de la llía d a recitan la epopeya homérica, en lengua griega, en forma de diálogos. Nadie comprende nada de esta lengua arcaica, mientras que Trimalción, buen alumno, sigue una traducción latina que lee canturreando74. Esto no tiene nada de ridículo: el dueño de casa quiere que la vieja cultura grie ga patrocine su banquete dándole un prestigio, una dignidad intelectual que la cena romana no le confiere. Al elegir la intro ducción de un espectáculo-cita, lo hace con la mayor seriedad y, siguiendo en un libreto la historia representada, fa b u la , quiere evitar el reproche que le hicieron los griegos a Juliano de que no comprendía nada. No obstante, la percepción de la forma es inac cesible para Trimalción.
73 PETRONIO, El Satiricon, 28-78. En este episodio es suspendida la rivalidad amorosa entre Encolpio y Ascilto, y Gitón, la apuesta de esta rivalidad, interpreta el papel de un esclavo, cosa que no es en los otros relatos. 74 Ibid., 59.
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Ha mezclado la cultura m usical y la cocina, la com issatio y la cena al introducir a los hom eristas durante un banquete en el que los invitados comen. Por otra parte, se m uestra incapaz de suspender un momento la consum ición de alim entos para liberar un espacio de com issatio; la cena T rim alchionis es una Gran Comilona. Y, sin duda para dar m ayor atractivo a la pre sencia de los guerreros griegos declam antes, u tiliz a a Áyax en una pantom im a en la que el héroe despedaza con una espada un ternero hervido y provisto de un casco, fingiendo, furioso, m atar al pobre anim al. El ejercicio exige un increíble virtuo sismo y es sabido que los romanos eran entusiastas de los cor tes refinados. A sí, los comensales son presa de la adm iración cuando Áyax les reparte con la punta de la espada sus tajadas de ternero. Su segundo pecado estriba en que no puede retener ni seguir el menor relato mitológico. Su manera de resum ir la historia que ve representada por los homeristas, y que se supone ha leído en el libreto, es delirante: «Ahora Homero cuenta cómo los troyanos y los parentinos se hacen la guerra. El ha salido vencedor, naturalmente, y ha entregado a Ifigenia, su hija, a Aquiles. Por eso, Áyax está loco de rabia.» Cada vez que Trimalción toca la m itología, se produce la m ism a catástrofe narrativa. En un her moso vaso que posee estaría representada, según él, «Níobe ence rrada por Dédalo en el caballo de Troya», y en una copa, «Casandra m ata a sus hijos» 75. Se advierte en él una parálisis de la memoria «literaria», puesto que en Roma la cita griega es el signo de reconocimiento de un hombre culto, es decir, de un hombre libre, hijo de padre libre y que ha recibido una educación liberal. También observamos en este caso que la cita poética g rie ga, o latina, es una manera de afirmar la propia identidad cultu ral y social; la libertad, libertas, del ciudadano romano ingenuo, libre y nacido de un padre libre, se reconocía en su educación «lib eral».
75 P e t r o n i o ,
El Satiricon, op. cit., 52 . 221
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Conocemos la historia de otro rom ano76, su contemporáneo, un millonario, Calvinio Sabino. También él de origen servil, padece la m ism a amnesia selectiva que Trimalción. Confunde a Aquiles con Ulises y no recuerda nunca el nombre de Agamenón, cuando los ha tratado asiduamente en la escuela. Compra a pre cio de oro esclavos mejor dotados que él, o que, más bien, no tie nen que demostrar una cultura liberal que no poseen al igual que su amo, sino sencillam ente recitar versos de forma mecánica. Cada uno de estos esclavos tiene su especialidad: uno se sabe a Homero de memoria, el segundo, a Hesíodo; y ha repartido la poesía lírica griega entre los otros nueve. Durante las comidas se acuclillan al pie del lecho y soplan a su amo la cita que desea en el momento oportuno. Tanto en el banquete de Trimalción como en el que relata Aulo Gelio coexisten dos actos de palabra, la cita y la conversa ción, sermo. Una y otra se muestran, en ambos casos, cultural mente pobres. La conversación sólo tendrá alguna eficacia cuan do los libertos digan sus cuentos77, pero la conversación es ya de por sí un acto de habla débil, y por lo que se refiere a la cita, sabe mos lo que suponía: los libertos son capaces de un saber y sus bibliotecas están llenas de libros — Trimalción posee tres— , pero su saber se lim ita a los contenidos, no tienen acceso al dominio de la lengua ni a su percepción estética, que es lo requerido por la cita-celebración.
Todos los banquetes... Las ebriedades del canto, del vino, de la danza o del beso eran el núcleo de la cultura caliente, tanto en Grecia como en Roma. Sólo cabe adivinarlas, tantos son los años y tan diversas las dis tancias que nos separan de ellas: seguramente, ignoramos la m ayoría de las ebriedades antiguas. 76 S é n e c a , Cartas, 27, 5-6. 77 Cf. infra, págs. 262 y ss. 222
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Pero es en Roma, más que en Grecia, donde nos proponemos anclar la noción de cultura caliente: un «calor» que, en latín, expresa el exceso de vitalidad gratuita que inflam a a todos los participantes en la fiesta. En esos momentos viven el mayor ale jamiento posible de la muerte. Coinciden intensamente con lo que hay de más humano en ellos, lo que les separa de los anim a les y les aproxima a los dioses. El vino romano, sangre de la tie rra, licor de la vida, bebida de eternidad, concentra en sí este calor seco que es el aliento vital que se inflam a en el beso. El cuerpo amoroso es más vivo, porque es más ardiente, y su vidaaliento, anim a, se agita, se anima, violentamente. El fuego del amor es un fuego divino, en la m edida en que está del lado de la inm ortalidad, pero una inm ortalidad que sólo es vivida por un instante. Y es que todo el arte del beso consiste en prolongarla el mayor tiempo posible. A sí pues, vemos que la ebriedad puede anim ar en el hombre su dimensión propiamente humana — o divina, es la m ism a cosa— sin im plicar automáticam ente un ritual religioso explícito, una oración o una invocación. De todas maneras, el politeísm o antiguo instala dioses en cada actividad humana. Sin embargo, esta presencia de los dioses adopta formas diferentes. En Grecia la ebriedad puede ser un ritual de posesión; en Roma, no. De ahí el interés en contrastar dos tipos de ebrie dad antiguos, la griega y la romana, una que recurre a un ritual religioso, y la otra, no. Esta cultura de la ebriedad, construida o no por un ritual reli gioso, siempre es compartida, extremada, peligrosa y reducida al acontecimiento. La cultura caliente no puede producir monu mentos, porque un monumento, por definición, sirve para con memorar lo consumado, es decir, la ausencia, se halla en el lado de lo fijado, de lo paralizado, de la m uerte, pertenece a la cu ltu ra fría. La cultura caliente sólo puede vivirse en la fiebre y en el fervor del instante. No puede sino ser lim itada en el tiem po, ya que la intensidad que exige, la energía que quem a, consumirían a sus adeptos hasta la m uerte, si se prolongara en exceso. Tanto si concierne a un grupo m inoritario como o al conjun to de la colectividad, introduce en experiencias de la alteridad, 223
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como la indiferenciación sexual. En consecuencia, la cultura caliente no puede servir para crear modelos normativos de hum a nidad para la civilización en que se la practica, como tampoco modelos transgresores. Pues las experiencias de ebriedad suceden en otra parte. No pertenecen al mundo de todos los días — el bebedor hace en la ebriedad lo que no se hace en la cotidianeidad— . La normalidad está así circunscrita desde el interior por hombres que le pertenecen, pero que rozan sus lím ites exponién dose a rebasarlos y pasar al exterior. Sin embargo, hemos observado que esta cultura caliente acababa siempre por enfriarse. Anacreonte se convierte en un autor de libros, y los recitadores de lusus son adoctrinados para ilustrar la grandeza romana. Como la cultura caliente concentra momentos intensos de vida colectiva, a llí donde el grupo valora esos momentos y los convierte en una de las formas superiores de hum anidad, la d eli cada flor del refinamiento de que es capaz esta sociedad, esta cul tura caliente se convierte fácilm ente en su em blem a identitario, en sus relaciones con el exterior: el flamenco gitano o la lírica del banquete jónico. Y es ahí donde arranca la deriva identitaria. Amenazados de etnocidio o solamente conminados a definirse según normas comunes, las de la Grecia panhelénica entonces, las de la cultura occidental hoy, los gitanos van a definirse a través del flamenco, y los jonios a través de la lírica del banquete. En un instante, unos y otros modelizan sistem áticam ente su arte, lo fijan, lo teorizan, en una palabra, lo objetivan e introducen nor mas en él. Sobre todo, este arte, para ser ofrecido a las miradas o a los oídos de los otros, se hace espectáculo; se desarraiga, arran cado de su enunciación real, su única razón de ser. Los gitanos dan conciertos, los sueños pintados de los aborígenes se reúnen para exposiciones, los jonios cantan en los festivales de O lim pia o de Delfos. Seguidam ente, el flamenco se graba en discos y la lírica jonia se transforma en una subsección del género lírico en los estantes de una biblioteca. Mas esta cultura identitaria que no es sino celebración está siempre en el lím ite del aburrim iento distinguido. Esta cultura 224
La invención de la literatura
fría no cuesta cara, y además está integrada en una economía de acumulación, mientras que la cultura caliente es costosa en ener gía perdida, en tiempo derrochado, en productividad declinante. La cultura viva es ruinosa, impone una cotidianeidad frugal a fin de perm itir gastos incontrolados, como los juegos romanos. Es un fuego que consume y consuma. Hemos seguido lo que denominamos una deriva identitaria, en Grecia y en Roma, con la invención de los poetas m íticos y la fijación de poemas emblemáticos. Después, merced al paso del festival al libro, hemos bosquejado la últim a etapa, en la que los textos, a partir de ahora escritos, memorizados palabra por pala bra, van a circular como fetiches para ser ensalzados en ceremo nias frías, como los concursos de recitación o los recitales para banquetes eruditos, y dados como pasto a los niños de las es cuelas. En este comportamiento de una civilización que practica la pose frente a la eternidad reconocemos lo que más adelante será el culto por la «gran literatura». Nuestros fetiches reunidos en el panteón de las historias literarias son M olière, Corneille, Racine, Voltaire, M ontesquieu, Rousseau, Vigny, Lamartine. Chateau briand, Stendhal, Balzac, Zola, Baudelaire, Verlaine, Rim baud, etc. H ay otras elecciones, por supuesto, cuyos envites son siem pre ideológicos. Resulta divertido recordar hoy cómo hace apenas nada la izquierda se reconocía en Rabelais, M olière, Rousseau, George Sand, Hugo y Zola. La Francia de derechas se identifica ba con Corneille, Bossuet, Chateaubriand, V igny o Claudel. H abría tortas por saber si Balzac o Racine eran progresistas o reaccionarios. Recientem ente, la literatura se ha puesto a la moda de los derechos humanos y el liberalism o. Por un lado, se resalta a Condorcet y a Ju lie n Benda; por el otro, a Tocqueville. Empero, el paso de una cultura caliente a una cultura fría por la celebración de textos fijados o por su digestión, según se trate del fondo o de la forma, no provoca el nacim iento de una in sti tución literaria. Los lectores romanos practican ya la admiración formal, ya la manducación del saber contenido en la escritura, y no dejan el menor resquicio a una lectura interpretativa, a una 225
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hermenéutica estética y polisémica tal como la practicamos hoy en día, que hace funcionar un escrito como texto. Cuando, en una civilización, la cultura identitaria es social mente preeminente, la cultura caliente no desaparece por ello, sino que se m arginaliza, se diversifica y se hunde en la oscuridad de las microsociedades tradicionales78. Vista desde el exterior, la cultura caliente sólo produce ya fiestas vulgares, aberrantes y peligrosas: «Eso siempre acaba m al...», «Todo eso son supersti ciones...» La cultura caliente de la gente ordinaria es un enigm a para la gente bien, que la desprecia o la teme. Sin embargo, esta cultura caliente de los márgenes no sustituye a la que una socie dad en su conjunto puede realizar en grandes fiestas consensúa les. Lo habíamos entrevisto en el B anquete de Platón, en el que la cultura debía renunciar a la ebriedad dionisíaca reemplazada por una ebriedad filosófica, por desgracia metafórica; vamos a verlo con más am plitud al estudiar el cuento antiguo, lo que nos lle vará a desarrollar la noción de entropía cultural.
78
Michel D e C e rteau , L’I nvention du quotidien, op. cit., Introduction,
XXXV y ss.
226
págs.
Ill La c u ltu r a d e l c u e n to :
LIBROS PARA NO LEER
Para dar con las culturas calientes en la A ntigüedad partimos, entonces, del banquete homérico y del canto del aedo. Después de un recorrido por el sympósion griego y la com issatio romana, aquí estamos de nuevo para emprender la marcha por un. nuevo derro tero, el del cuento popular. La palabra m ítica y la palabra del cuento se encuentran juntas en la dais homérica en dos formas narrativas, el canto del aedo y el relato del viajero, que dan a cono cer banquetes y reyes al mundo, donde se definen mutuam ente. Oír a un viajero el relato de su historia en la Odisea es, junto al canto del aedo, uno de los placeres que se ofrecen a quienes comparten el mismo alim ento, ya sean reyes o sirvientes, aunque el placer sea culturalm ente inferior, pues está desprovisto de la seducción, chdris, de las Musas: el cuento no se canta. En la caba ña del porquero, Eumea y U lises, disfrazado de m endigo, impro visan una pobre fiesta contándose m utuam ente la extraordinaria historia de sus vidas. Es el mismo placer del relato convivial que volveremos a encontrar mucho más tarde, en la época del Impe rio romano, con el cuento, que se dice también en el banquete, pero que, asimismo, puede decirse fuera de éste. Y mucho más tarde, ya que los únicos documentos que poseemos datan, los más antiguos, del siglo i, si bien el cuento existiría ya antes. Pero tal como la decubrimos, la práctica del cuento pertenece a una época en la que estalló la cultura consensual, cuando se constituye una cultura oficial, elitista, identitaria y unificada a través de los monumentos de las obras canónicas, y se transm ite m ediante la enseñanza de los retóricos, dejando que se desarrolle a su alrede dor una cultura popular, moviente y oscura, a partir de las formas débiles del acto del habla. Así pues, la cultura oficial romana no siente más que despre cio por los cuentistas, y el nombre que los designa, circulatores, es 229
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un insulto con el que se gratifican mutuamente los intelectuales '. El término evoca al mismo tiempo los circuios de mirones que se forman alrededor de todos los artistas de la ilusión, malabaristas, faquires, im itadores, charlatanes y contadores de historias falsas, y los vagabundeos de los vendedores de historias, gentes sin casa ni hogar, que a duras penas viven de sus cuentos insufribles, que sólo tienen la seducción de quien proviene de un lugar lejano y en el que desaparecerán a continuación, y más bien pronto \ En fin, la naturaleza peyorativa que se atribuye a su nombre provie ne también de que los circulatores cobran, con lo que el cuento cae a la categoría de mercancía, y, más aún, de escaso valor: Prepara una moneditá de un as y escucha a cambio una boni ta historia3.
Junto a los exquisitos refinamientos del vino y del beso, cul tivados por las aristocracias griega y romana, sin duda refina mientos sociológicamente m inoritarios, prestigiosos desde el punto de vista social y constitutivos del modelo dominante, hallamos los testimonios de otra cultura, también ésta m inorita ria, pero menos brillante, que hemos de recoger en las rutas de las caravanas y entre las mujeres en el trabajo. Y, sin embargo, como veremos, aunque el cuento carezca de lo que constituye el corazón de la cultura caliente, los placeres del cuerpo, la ebriedad y el goce musicales — de ahí su hum ildad— , es sin duda el único que prolonga la oralidad épica: los cuentos se encadenan sin ence rrarse nunca en un texto; trenzan alrededor del mundo gu irn al das infinitas de palabras que unen a los contadores y a su púb li co en el seno de una cultura común. Los cuentos son, durante el Imperio, una cultura viva.
Epístolas a Lucilo, 2 5 , 7. circulus: «qui circu m eu n do artem exercet u el q u i h om i nes circum se colligit». 3 P l in io e l J o v e n , Epístolas, II, 2 0 , 1. 1 S é n eca ,
2 E r n o u t - M e illet , s . v.
230
La invención de la literatura E l decir y lo dicho del aedo
Pero antes de ir a escuchar el cuento, necesitamos volver al banquete homérico para reencontrarnos con una palabra de comunicación en la que lo dicho no se abóle del todo en el decir, o sea, en que la significación pragm ática no recubre totalmente la significación semántica. Al dejar la dais por el symposion y la comissatio romana, entramos, desde cierto punto de vista, en el ámbito de la insignificancia; las palabras de ebriedad dirigidas a Cleobulo y a Calvo escapaban a la narratividad: a llí se cantaba y se hablaba para no decir nada. Entre el sujeto de la enunciación y su destinatario contaba solamente el decir y no lo dicho; la información que pasaba de uno a otro era nula. No era ese el caso del aedo homérico. Como el bebedor del sympósion, el aedo canta en un banquete, inspirado por una d iv i nidad, pero esa es la única cosa que tienen en común. En prim er lugar, el aedo no es uno de esos invitados del ban quete, es un profesional. Su prestación m usical, en efecto, es ofre cida a los invitados por el anfitrión, además del vino, la carne cocinada y el pan, generosamente servidos. La palabra del aedo no hace funcionar religiosam ente el banquete, aunque lo haga fun cionar socialmente, mientras que el canto del bebedor sí es un motor del sympósion. Es además repartida a cada uno como la por ción de carne, troceada y ofrecida por el anfitrión, reproduciendo la configuración del don de la hospitalidad; no circula, como la copa del sympósion, de uno a otro. El aedo no es tampoco un poseí do por el vino, la voz de La Musa le penetra directam ente gracias a la música que interpreta, sin la mediación de una droga. El aedo homérico es un profesional iniciado en el arte de la cítara. Por su canto está en relación con la diosa Mnemósine, la madre de las Musas, señora de la M emoria divina — como su nombre indica— , la que conoce «el pasado, el presente y el porvenir», según la fórmula ya célebre '. 4
Sobre Mnemósine, cf. el libro ya antiguo, pero no superado, de Marcel Les M aîtres d e vérité dans la G rèce archaïque, Maspéro-La Découverte,
DETIENNE,
23!
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En fin, el aedo homérico no canta para no decir nada: por la exploración m ítica, revela a sus auditores las conexiones ocultas de la cultura que les es propia5. Para decir esas verdades, el aedo cuenta historias inverosímiles y que todo su auditorio coincide en reconocer como tales. Si su decir, la verdad m ítica, desaparece cuando cesa la enunciación, su dicho, la ficción, que en alguna m edida es la sintaxis de la palabra m ítica, permanece en las memorias, es el dicho del aedo, que sobrevive fuera de su con texto; en otros términos, el relato como estructura.
El Cíclope, Ulises y los sátiros Así, el encuentro de Ulises con el cíclope Polifemo, que quie re comerse crudos a Ulises y sus compañeros, y las astucias de Ulises para salvarse, forman un esquema narrativo del que cono cemos varias utilizaciones m íticas en Grecia; las dos más cono cidas son el canto IX de la Odisea y el dram a satírico de E urípi des, El Cíclope. En los dos casos, el Cíclope es un monstruo antro pófago y extraño a la hum anidad, porque sólo es un pastor, bebe leche, come queso, vive a solas, no es labrador y no ofrece sacri ficios a los dioses; por tanto, no come carne cocinada. El campo cultural explorado, en ambos casos, es bastante próximo, pues se trata de la hospitalidad organizada a partir del banquete, con su reverso, la antropofagia del cíclope, que devora a los viajeros en vez de hacerles banquetear con é l 6: sólo la convivialidad de referencia es diferente. Efectivamente, el banquete de referencia en la Odisea es la dais homérica; el del Cíclope es el sympósion dionisíaco. Sin entrar en
París, 1967, 3.a ed. 1981. [Existe versión española: Los maestros d e L· verdad en la Grecia antigua, Madrid, Taurus, 1986. Traducción de Juan José Herrera.] 5 Cf. Introducción, pág. 24. 6 Sobre el lugar central del sacrificio en la civilización griega, cf. VERNANT y DÉTIENNE (1979), y sobre el episodio del Cíclope en la Odisea, Pierre VlDALN a q u e t , Le Chasseur noir, Maspéro, Paris, 1981, págs. 39-68. 232
La invención de la literatura
una larga comparación entre los dos m itos, subrayemos que si, en los dos casos, Polifemo es víctim a de la ebriedad, en la Odisea su pecado consiste en haber bebido el vino puro; en la tragedia de Eurípides su error es distinto: bebe el vino mezclado con agua, sacado de una crátera, pero solo, sin compañía de los demás cíclo pes, y con los sátiros a los que ha hecho prisioneros. Uno de los dos mitos establece la necesaria correlación entre el vino mezcla do con agua y la hospitalidad; el otro revela el vínculo ig u al mente necesario entre la hospitalidad y la sociabilidad del beber. En Homero la divinidad protectora de Ulises es Atenea, en Eurípides es Dionisos: a la violencia pura, poseidoniana, del monstruo se opone una vez la astucia inteligente, la M etis que patrocina Atenea, y que en Ulises está hipertrofiada; otra vez, son los encantamientos de Dionisos vino los que dominan la violen cia de Polifemo. En Eurípides, Ulises es salvado con y por los sátiros, capaces de resistir indefinidam ente la ebriedad. El héroe ha traído el vino del exterior, los sátiros han organizado el sym po sion engañoso que ha em briagado a Polifemo, al beber con él excesivamente sin sucum bir a las enormes cantidades de vino que trasiegan en su compañía y que tumbarán al C íclope7. La estructura del espacio que resulta es diferente en los dos mitos: en Homero, el mundo de los hombres y el de N inguna Parte, a donde viaja U lises-N adie, están estrictam ente deslinda dos y, salvo el héroe, nadie ha ido ni irá jamás allí. No nos encon tramos con nadie cuando venimos del mundo de los mortales, ni encontramos la huella de semejante paso. En Eurípides esos sáti ros, compañeros de Dionisos, hacen el mismo viaje que Ulises. Partidos en busca del dios raptado por los piratas etruscos, zozo bran con su navio en los arrecifes de la isla de Polifemo. Incomi bles, pues no son hombres, los sátiros, reducidos a la esclavitud por los cíclopes, serán liberados gracias a la arribada de Ulises y
7 Sobre los sátiros, cf. François LiSSARRAGUE, «Le vin des satyres», en Le Vin des historiens, simposio «Vin et Histoire», 1989, Suze-la-Rousse, 1990, págs. 4962, y «La sexualité des satyres», M étis, II, 1987, págs. 63-90. 233
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volverán al mundo luminoso en el que los mortales rinden culto a los Inmortales y donde reencontrarán a Dionisos. Aunque ese dios suele frecuentar los espacios salvajes, las montañas y el mar, no va más allá, se detiene en el dominio de los cíclopes. Pero sus afinidades con los confines del mundo perm iten a sus camaradas de libaciones y de vagabundeos, los sátiros, levar anclas acciden talm ente de los dominios de Polifemo y regresar. Ciertam ente, hacen la travesía de retorno en el barco de Ulises y su desembar co en el territorio de Polifemo es un error de navegación, del mismo modo que Ulises se ha visto arrastrado por una serie de tempestades. La m ism a ficción m arina sacude al rey de Itaca y a los sátiros. A sí pues, estos últim os aparecen como mediadores entre aquí y N inguna Parte, en la m ism a m edida que el héroe de los cantos del aedo. ¿Se trata, tal vez, de una manera de hablar de un dionisismo productor, en el teatro, de ficción m ítica, y el sáti ro representa la figura hipertrofiada del bebedor de sympósion y del danzante de cornos? O acaso ¿es una forma de mostrar cómo, en Atenas, el teatro, instalado en los «m uebles» de Dionisos, también es heredero del m ito homérico?
El mito y la representación La actuación m ítica del aedo, como la canción del bebedor, es expresión de una cultura que se dice por medio de la alteridad. Excluye cualquier forma de representación por la semejanza. Lo otro le sirve de espejo. La epopeya no muestra la civilización g rie ga tal cual es, en ella; la realidad de los auditores aparece siem pre torcida, deformada, para construir la ficción. Ciertam ente, la cultura referencial — la carne que se cocina, los sillones clavetea dos, los navios con sus remeros, las jóvenes que lavan la ropa— está presente, pero dislocada por situaciones humanamente imposibles. Incluso el palacio de Ulises, en Itaca, que tiene un aspecto tan realista, es una casa poco creíble, ya que es una man sión en la que el amo no está ni vivo ni muerto. Una ausencia de más de diez años es una de esas situaciones humana y cultural234
La invención de la literatura
mente imposibles que construye la epopeya — una ficción— . Por lo demás, diez años no es un número preciso, sino un modo de significar un tiempo infinito, un tiempo excesivo, una duración que la espera ya no puede controlar. En realidad, la esposa de U li ses deberá volver a casarse o el dominio caerá en la ruina más completa por los festejos que exigen legítim am ente los preten dientes. O quizá, muerto Telémaco y sus bienes dispersos, Pene lope había regresado a la casa paterna. Ausencia de efectos irre parables, pues U lises, apenas regresado, ha de volver a partir. Los estragos provocados por su retorno, cuando ha pretendido recu perar a su m ujer y su casa, han sido demasiado grandes y la colec tividad de la isla lo rechaza. La actuación m ítica explora una civilización que es un dato no problemático y que no necesita descripción ni representación. Pues podría definirse así: «La civilización griega está donde se canta la epopeya.» La identidad de los griegos no necesita afir marse, es consustancial a su existencia. No son hombres pintados con los colores griegos, una especie del género humano; son, indisociablem ente, los hombres y los griegos.8 Por eso, m ú lti ples, movedizas, estalladas en m il particularism os, las actuacio nes m íticas de los aedos, incom patibles con cualquier forma de unión política, fueron domadas por la cultura de la ciudad y el panhelenismo, para petrificarse en una m itología identitaria. Solamente en ese momento los mitos, fijados en la m itología y habiendo perdido su función exploratoria, van ser utilizados como representaciones; en los mitos se ven reducidos a historias y sólo la ficción subsiste, una vez perdida la significación prag mática. Pero, al mismo tiempo, y habida cuenta que esta ficción se fabrica permanentemente con el fin de crear situaciones impo sibles, esas historias m itológicas aparecerán en adelante como
8 Esta manera de ver es corriente en las sociedades tradicionales, en las que, con harta frecuencia, el nombre de un pueblo significa sencillamente «los hom bres». Nuestro humanismo ha invertido ese punto de vista: en lugar de decir «nosotros somos el género humano», decimos «el género humano es (como) noso tros». No está claro que hayamos ganado con el cambio. 235
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mentiras extravagantes e inmorales. Tan sólo la alegoría, la her m enéutica o cualquier otra lectura semiológica puede hacerlas frecuentables. Nosotros abandonaremos en este estadio la ficción m ítica, que ha perdido su significación pragm ática, para retornar al banquete y volver a partir de él siguiendo las huellas de los via jeros antiguos. Esta pista nos perm itirá sorprender en esos viaje ros del Imperio romano una palabra que, ya autónoma y a falta de mitos exploradores, se ha hecho cuento. Cuentos griegos o latinos, puesto que el tiempo que nos los facilita es el de un Mediterráneo unificado bajo Roma, y decididam ente bicultural.
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Los cuentos de E l asno de oro
C am inar con los oídos En el banquete homérico, el anfitrión ofrecía, con su hospita lidad, la buena comida y el aedo. El extranjero daba su nombre y su historia. Estos dones recíprocos expresaban un reconocimien to mutuo. El anfitrión probaba su pertenencia a la civilización al mostrar que ofrecía sacrificios y escuchaba los cantos de la musa, comunes a todos los hombres civilizados, el extranjero indicaba su identidad dentro de la sociedad de los hombres: su nombre le situaba en una estirpe, el nombre de su ciudad le vinculaba a la tierra. De esta manera creaba una distancia geográfica que llena ba a continuación con sus relatos. Relatos de viajeros y cantos de aedo, el banquete homérico se abría al mundo en su totalidad, mediante la exploración humana y la exploración ficticia. Porque Ulises es un héroe único, porque Ulises (no) es Nadie; en el banquete de los feacios, cuando cuenta sus viajes al país de N inguna Parte, las dos exploraciones se confunden, ya que la voz que sus oyentes, los feacios, oyen, es la de Ulises fabricada por el aedo a partir de sus propias palabras. El canto épico otorga al via jero heroico la m ism a capacidad de exploración que al cantor ins pirado. Porque todo viajero, heroico o no, es un explorador; ya se quede dentro del mundo de los hombres, o se valga de él, como Ulises, aporta como regalo al banquete de hospitalidad la histo237
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ria de sus aventuras. Esto es válido para los poemas homéricos y para toda la Antigüedad griega y romana. El extranjero que viene de lejos habla de su país; el viajero que vuelve a casa habla de los países de allá lejos '. ¿Para qué viajar sino para hablar también de las regiones lejanas a los que nunca irán? Contar y no describir, porque esos países se revelan solamen te a través de las aventuras que el viajero ha vivido allí. El exte rior es necesariamente diferente y extraño, si no ya no sería el exterior, sería aún aquí. En un mundo en el que el espacio geo gráfico está poco representado por mapas, y siempre de manera muy esquem ática2, éste no encuentra su lugar en el im aginario de los hombres a menos que se hable de él, porque no se m ide ni se dibuja. Las distancias se evalúan por la rareza más o menos gran de de los hombres que uno se encuentra. Ir al exterior es afrontar la alteridad en grados diversos, conocer a hombres azules, a hechiceras, fantasmas y vampiros sedientos de sangre. Cuanto más nos alejamos, más dism inuyen las oportunidades de volver. Los confines del mundo son el país del que no volvemos, como en Homero. No es necesario ser devorado por caníbales; si el camino es demasiado largo, el pasar de los años hará perder al hombre su personalidad: su ciudad, su m ujer lo habrán olvidado, y cuando vuelva, pálido, enflaquecido, nadie lo reconocerá. Está socialmente muerto. Como esos personajes de ciencia-ficción que, después de recorrer la galaxia durante años-luz, se encuen tran en el planeta Tierra de los hombres de su edad que son sus propios tataranietos y cuidan con esmero de sus tumbas de cos monautas desaparecidos, héroes de la conquista del espacio. Nada distingue los relatos de los viajeros de los cuentos fan tásticos; nada se parece más a un explorador m aravillado que un astuto fabulador. Piteas el m arsellés, llamado Piteas el M entiro so, salió a navegar lejos, m uy al Norte, demasiado lejos para
1 Sobre el viaje y las leyendas, aperturas de espacio, cf. Michel D e C e r t e a u , L’i n v en tio n d u q u otid ien , op. cit., pág. 160. 2 Christian J a c o b , G éographie e t eth n o gra p h ie en G rèce a n cien n e, Armand
Colin, col. «Cursus», Paris, 1991. 238
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poderse creer lo que contó a la vuelta: había visto agua del mar transformada en «pulm ón m arino». El relato de viaje es, desde Evémero (330-240 a.C.), una figura del discurso filosófico. Hoy se habla de la «novela» de Evémero: éste pretendía haber recopiado a lo largo de un viaje por el mar Rojo una inscripción sagrada en la isla im aginaria de Panquea a la altura de la Arabia Feliz. Se leía que todos los dioses de Grecia habían sido reyes y reinas mortales, divinizados por los hombres después de su m uer te. Los relatos que se referían a ellos en la m itología no eran pues, esto es lo que buscaba hacer creer Evémero, más que aventuras humanas. Este uso alegórico del viaje de exploración por parte de Evé mero evidencia lo que se espera del relato de los viajeros: la expe riencia de lo desconocido. El auditorio del narrador «viaja con sus oídos» 3. No necesita ir m uy lejos, es in ú til arriesgarse en regiones bárbaras para ver cosas increíbles. En la m ism a Grecia, la antigua Tesalia es el país de las hechiceras. «Id y no volveréis.» A menos que pertenezcáis a esos escépticos, esa gente de alto rango que se burla de todo lo que le cam bia un poco su paisaje estrecho y habitual. Si sois de ésos, pasaréis entre espectros y vampiros sin tener que precaveros de ellos. Volveréis sin haber visto nada y proclamando que «esas mujeres que atraen a la Luna y se convierten en lechuzas no son más que p am p linas»4. Hay que saber viajar con los oídos igual que con los pies. Excelente vehículo los oídos, porque la mejor manera de caminar para un viajero es contar historias o escucharlas. H ay que im aginar hoy a esos hombres trotando deprisa, al lado de su asno que lleva el equipaje. En el Imperio los caminos son polvorientos pero más o menos protegidos, y generalm ente se puede viajar
3 A pu le y o , El asno d e oro, I, 20; trad, francesa de P. Grimai, Gallimard, París 1958; reed. Folio, 1975. Utilizaremos siempre esta traducción, la única verdade ramente exacta y legible. [Existe versión española: El asno d e oro, Madrid, Gredos, 1995. Traducción de Lisardo Rubio Fernández.]. 4 Ibid., 2 y 20. 239
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seguro ’ . Habrá algunos bandidos emboscados en las montañas, agazapados en los bosques, como habrá algunos piratas en el mar, pero el rumor exagera mucho el peligro. Entonces las etapas no term inan, sobre todo porque los antiguos no son m uy aficionados a los paisajes pintorescos. Ignoran el placer rousseauniano de la m editación en la naturaleza y las ensoñaciones del paseante soli tario. Porque los griegos y los romanos no hablan solos, ni a Dios ni a sí mismos, lo que viene a ser lo mismo. Son demasiado civi lizados para hacerlo. Lo peor para ellos es viajar sin compañía, es decir, con un esclavo, un hombre que por definición no tiene nada más interesante que contar que el caballo. Por lo tanto, la fatiga aumenta cuanto más se aburren. El extranjero son los otros viajeros, conocidos en el recodo de un camino, en un paisaje va cío 6. ¿Qué hacen esos dos hombres, allí, cuyas siluetas ve agitarse un hombre que cam ina solo junto a su caballo? Uno cuenta una historia que le habría sucedido en Tesalia, el país de las hechice ras. El otro no le cree, ríe estúpidam ente: «¡D eja ya tus historias absurdas! ¡Esas m entiras!» Pero Lucio, el viajero solitario, se acerca. Ese hombre sabe viajar, está dispuesto a creérselo todo, porque si va a Tesalia por negocios, no es sino un pretexto: Lucio quiere conocer la brujería. Y después, «el camino es empinado, las delicias de una historia {fabularu m lepida iucunditas} endulza rán la subida». La pregunta está hecha con toda cordialidad. A cambio del cuento ofrecido, Lucio promete el placer de una cena a la que invitará al narrador, en el albergue, por la noche. D eli cias de una historia, delicias de una comida, placeres parecidos reavivan al viajero fatigado. Aristómenes, es el nombre del narrador, cuenta su aventura, que contiene el relato de otra aventura de otro viajero, su am igo Sócrates. Son dos historias horrorosas y extraordinarias que cam biaron la vida de uno y de otro. Aristómenes jamás regresó a su 5 Jean-Marie ANDRE y Marie-Françoise B a s l EZ, Voyager dans l'Antiquité, Fa yard, París, 1993. 6 Apuleyo, El asno d e oro, I, 2 y 20. 240
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hogar. Antes, era originario de Egina, comerciante de miel y de quesos. Después, se instaló en Etolia, donde volvió a casarse. El final de la historia, nos lo podemos im aginar, coincide con el fin del viaje. El escéptico continúa gruñendo, pero ha escuchado sin embargo todo de principio a fin. Lucio está encantado, ha olvi dado, escuchando los cuentos de Aristómenes, el aburrim iento y la fatiga, labor et taedium, de un camino largo y escarpado. Ha hecho el camino con sus oídos, m e... meis auribus peruecto. Los pla ceres del cuento son como los del buen vino y la buena comida, hacen olvidar las preocupaciones cotidianas y crean un espacio protegido donde los hombres sólo conocen la calm a y el buen humor. Pero el cuento del caravanero, del viajero a pie, tiene la ventaja, a diferencia de la ebriedad, de no m ovilizar todo el cuer po. Las piernas pueden activarse mientras el caminante las olvi da. Sin duda por eso el cuento no se canta, lo que ahogaría al narrador; se dice sim plem ente al ritm o de una conversación, sermo, no exige ninguna cualidad oratoria. El cuento debe paliar también la falta de encanto m usical por el interés de la historia. El valor del cuento se mide por la distancia recorrida sin esfuer zo. Si el narrador hace olvidar su cansancio a los otros viajeros, si éstos no sienten sus músculos doloridos ni sus pies ensangrenta dos, entonces el cuento es una buena historia. Y si el camino es demasiado largo, el narrador enlaza un segundo cuento con el primero, como hizo Aristómenes, inser tando en su propia historia la de su am igo Sócrates. Así, el sus pense nunca se interrum pe. Lo que prueba que el placer de una buena historia depende de la estrategia del relato. Para captar la atención del oyente hay que abrir una secuencia, y su atención permanecerá cautiva hasta su cierre, pero no más allá. El que haya escuchado el cuento lo contará a su vez, si le ha parecido bueno, si le ha ayudado a caminar. La historia se trans m itirá de caravana en caravana, alargada, intercalada o abreviada según la longitud del camino. El cuento no es un texto fijado, cada vez parecido y distinto cada vez, es continuamente recom puesto. La historia se detendrá en los banquetes donde el narra dor la cuente, quizá como suya, para que sus oyentes den crédito 241
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más fácilmente a sus relatos extraordinarios. Como el canto del aedo, el cuento es un decir, por eso no puede inm ovilizarse en un dicho, con la sola diferencia de que los contextos enunciativos de los cuentos son m últiples. El cuento no es sin embargo un texto, una palabra descontextualizada, la prueba está en esos «no cre yentes» cuya existencia muestra que el cuento es una institución social; pero los contextos de su enunciación son variables, y su significación pragm ática menos sobrecogedora que la de las can ciones.
La socia b ilid a d de los cuentos: una pa la b ra de agu a Todas las «novelas» griegas y latinas, que son de hecho entre lazamientos de cuentos, introducen a lo largo del relato princi pal, que es en sí mismo un cuento, otros cuentos intercalados, lo que hace aparecer un destinatario y lo pone en situación, ése al que los narratólogos llam an narratario7. El marco en el que se dice el cuento es a menudo un banque te. El contador, a petición de su anfitrión, como Ulises entre los feacios, cuenta los episodios más curiosos de su v id a 8: ¿Por qu é, querid o huésped, no nos cuentas vu estra h isto ria? M e parece que supone perip ecias nada carentes de in terés, y tales relatos acom pañan m u y bien el vino.
El don convivial del cuento le acerca al canto del aedo, y la figura del contador le acerca al cantor de sympósion. Como el aedo, cuenta una historia y no habla para no decir nada; como la can ción de banquete, el cuento circula de un banqueteador a otro, cada uno va contando cuando le toca. Sin embargo, lo que fun dam entalm ente le falta al cuento es el vino y la ebriedad m usi 7 El término lo emplea en particular Massimo FUSILLO, Naissance du rom an, Le Seuil, París, 1989. 8 A q u ile s T a c io , Leucipo y Clitofonte, VIII, 4. 242
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cal, razón por cual se separa tanto del canto del aedo como de la canción de symposion, cosa que expresa bien la bebida con la que se asocia el cuento. Si el modelo del canto del aedo es la carne compartida, y el de la canción de sympósion la copa que circula, el cuento se asocia naturalm ente con el ag u a9: Nausicles tomó una copa de agua pura y la tendió a Calasiris, diciendo: «Mi querido Calasiris, te ofrezco estas castas N in fas, como a ti te gustan, sin la compañía de Dionisos y en ver dad aún en su pureza. Si tú nos vertieras las palabras que desea mos, nos regalarías la más deliciosa de las bebidas. Para noso tros, el relato de tus viajes sería si quisieras el más dulce de los placeres para acompañar el banquete.»
El cuento es aquí como el agua pura que se echa al vino y que calma la ebriedad, como el nombre del amado en la canción, a diferencia del canto, que aviva los fuegos del vino y del amor. La información es fría, circula con las «castas N infas», el agua mez clada con el vino en las copas. Y el dios del cuento es, cabía im a ginárselo, el dios de los viajes y de la palabra que circula, H er mes 10. Cnemon, otro banqueteador del mismo banquete, d iri giéndose al dueño de la casa, N ausicles, que ha organizado esta fiesta después de un sacrificio a Hermes: Me parece que tienes una admirable competencia en cues tiones de religión, tú que colocas a Hermes al lado de Dionisos y haces que fluyan al tiempo el néctar de las palabras y el del vino. He admirado la suntuosidad de tu sacrificio, pero sería imposible celebrar mejor a Hermes que haciendo participar a cada banqueteador en la alegría general con lo que el dios pre fiere, me refiero a los discursos.
9 HELIODORO, E thiopiques, V,
16, tra d , fran cesa de P. G rim ai.
10 L a u re n c e K a h n , H erm ès passe, ou les a m b ig u ités d e la co m m u n ica tio n ,
1978; so b re la p a la b ra d e H e rm e s y e l in te r c a m b io , c f. p ág s. 119 y ss. y 135 y ss.
M a s p é ro , P aris,
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Los placeres del cuento en el banquete son esencialmente el asombro y la conmiseración para con el que cuenta sus desgra cias. Esta piedad, sym patheia, pasa por una identificación afectiva con el contador: «El dolor ablanda el a lm a ... lo que transforma la conmiseración en am istad» 11. Esta identificación es tanto más fácil cuanto que los comensales intercam bian historias del mismo género. Identificación y reblandecimiento: estos dos efectos del cuen to pertenecen por derecho al universo de la cena y de la buena convivialidad romana. El ablandam iento del cuerpo y del alm a están en el origen de esta benevolencia bonachona, esta benignitas donde se baña la cena, a la que contribuyen el calor del baño que la ha precedido, la dulzura de los blandos alim entos, la posición recostada, el vino rebajado con agua. La identificación con el con tador tiene valor de reconocimiento: la sim ilitud de los senti mientos acerca a quienes los experimentan les asigna un mismo origen social. Policarmo encadenado, trabajando como esclavo, a punto de ser crucificado, es inm ediatam ente salvado y después liberado por su amo M itrídates cuando escucha su historia. A m bos aman a la m ism a Calirroe, y M itrídates lo invita a su mesa. Cualquiera no intercam bia el relato de su vida con cualquie ra. Si el otro no es ya un am igo o un pariente, lleva una señal que le distingue y muestra que pertenece al universo de los cuentos: ¿Y qué has sufrido entonces, mi buen amigo? Porque puedo ver en tu rostro que no estás lejos de ser un devoto del dios Amor. — Despiertas, respondió él, todo un enjambre de histo rias, lo que me ha sucedido parece un cuento. — No vaciles entonces, mi excelente amigo, respondí, en nombre de Zeus y del mismo Amor, y ten la bondad de contármelo, aun cuando parezca pura invención.
11 A q u ile s T a c io ,
Leucipo y Clitofonte, II, 4. 244
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El cuento, aun cuando suele aparecer ligado al banquete, canaliza valores de sociabilidad fuera incluso de la cena. Porque, a diferencia de los juegos de Catulo o de la canción de Cleobulo, su contexto de enunciación no es la ebriedad de los cuerpos; el cuento es como el agua que bebe el viajero sediento y que tem pla el vino del banquete. Cuando dos narradores se encuentran, lejos de todo, el intercambio de las historias crea un lazo nuevo que llega a veces hasta a convertirlos en dos compañeros de aven tura.
La ebriedad d ion u ía ca o el cuento Sin embargo, esta posibilidad para el cuento de ser dicho en m últiples lugares, de conocer una extensión que es prácticam en te la de la conversación — la comunicación— como indica el tér mino que la designa, sermo, va a la par con su inferioridad cultu ral. Sólo encuentra su lugar en el banquete divirtiendo a los comensales; no les encanta, porque no tiene el poder del encan tamiento de los lusus, ni la gracia em briagadora de las canciones dionisíacas. Asombrando a sus oyentes, el narrador capta cierta mente su atención pero no em briaga los cuerpos; se lim ita a los placeres parciales del espíritu. Por eso los viajeros pueden decir y escuchar cuentos mientras caminan y las mujeres contarse otros cuentos m ientras hilan y tejen. El cuento no exige la interrup ción de las tareas sociales ni el relajam iento del cuerpo, deja tanto al que lo dice como al que lo escucha en su contexto cotidiano. Se modela a partir del habla de la comunicación social ordinaria y, en ésta, prolonga la palabra del anfitrión homérico que da su nombre y su origen. El cuento, como tal, se encuentra legítim a mente en el banquete de hospitalidad, pero no basta para con vertirlo en una fiesta. Trabajar y contar o montar una jarana y cantar, esa es la alter nativa que divide a las mujeres de Tebas en la obra de O vidio12. 12 O v id io ,
Las metamorfosis, IV, 4-56. 245
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He aquí la historia. Dionisos, una vez más, va a hacer milagros para imponer su culto a los tebanos. La mayoría de las mujeres celebran con gusto el culto al dios: después de haber suspendido un tiempo el trabajo de la lana que les corresponde, han abando nado sus casas y, cubiertas con una piel de anim al, coronadas de hiedra, los cabellos sueltos, se han embriagado de baile cantando las proezas y la potencia de Dionisos. Pero algunas, las hijas de M inias, se niegan a dejar sus trabajos cotidianos y entrar en el tiempo de la fiesta. Se han quedado dentro de su casa hilando y tejiendo con sus sirvientes. Y en el seno de estas labores cotidia nas estas mujeres van a decir, por turno, un cuento13. Buscan así, dicen, «aligerar su tarea encadenando cuento tras cuento» — U tile opus m anuum uario sermone leuemus— , porque el tiempo les parece largo, como a los viajeros de las carreteras polvorientas que se alargan sin fin — quod tempora lon ga u ideri non sin at— . El trenza do de los cuentos va a coincidir con el tiempo de sus labores, como vimos que coincidía con el tiempo del viaje. La palabra recorre el círculo de las mujeres laboriosas, palabra sin arte, sermo, palabra m urm urada como un rumor, que se escurre de la boca al oído, habla que no utiliza el cuerpo, habla sin actio, sin puesta en escena ni expresividad de la voz o del gesto. Ovidio opone este habla sabia y cotidiana a los cantos de las Bacantes que llenan el espacio con su voz dirigiéndose al dios. Forman lo que los antiguos llamaban un coro, un grupo organi zado que canta y baila en honor de una divinidad. Alaban a Dio nisos dándole sus nombres, después cantan el himno que cuenta seguidam ente sus hazañas y que no es sino el desarrollo de este nombramiento, núcleo primero de la alabanza. Los tebanos cele bran los m ilagros de Dionisos, la muerte de Penteo y la m u tila ción de Licurgo para proclamar el poder del hijo de Sémele. Todo su cuerpo se m oviliza con la m úsica de los cantos y de los instru mentos, esa m úsica que ofrecen al dios y que les posee al mismo tiempo que define un espacio ritual. Su canto cuenta historias 13 El relato de Ovidio recuerda que estos cuentos son dichos sin que se inte rrumpa o ralentice el trabajo: IV, 36, 54, 275. 246
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que todo el mundo conoce — el texto de Ovidio se lim ita a bre ves alusiones— , pero su encanto no está ahí, porque el placer estético de la fiesta viene de la m úsica y de la danza, no del asom bro producido por un relato. La novedad, la admiración naciente de lo desconocido es, por el contrario, lo propio del cuento, que no tiene por otra parte más que este único mérito: et fa ctu m m irabile ceperat auris. EI mejor cuento para las hijas de M inias es el menos conocido, non u u lga ris fa b u la , y la segunda contadora preferirá una historia nueva a los amores demasiado mancillados de Dafne, am ores uulgatos, que quieren captar a sus oyentes por las delicias de una historia aún desconocida, d u lciq ue animos... nouitate ten ebo14. Sin embargo, los encantos del asombro no tienen el poder seductor de la música. Como el cuento es un acto de habla abso lutamente humano, fríamente humano, que no resulta de ninguna gracia divina, provoca fácilm ente la incredulidad. Las historias más m aravillosas, y por lo tanto más cautivadoras, son tam bién las más sospechosas de ser m e n tira l5. El auditorio que consti tuyen las hijas de M inias se divide en crédulas e incrédulas, como los viajeros de Apuleyo que escuchan los relatos de A ris tómenes. La historia de las hilanderas rebanas demasiado afanosas ter m ina mal: Dionisos, irritado, las transforma en m urciélagos16. El grito ligero y agudo de estos anim ales, que sólo viven en las casas, será, parecido a su voz de contadora, susurro sin encanto, pero que, por otra parte, desde entonces es inarticulado y ha per dido en consecuencia hasta la posibilidad de narrar, su única seducción. Las hijas de M inias se cuentan los m ilagros de los otros dio ses y se convierten a su vez en un m ilagro de Dionisos; pero las Bacantes cantan también al dios hacedor de m ilagros; es decir, que la naturaleza de los cuentos no depende de la naturaleza de u O v id io , ibid., 271, 53, 276 y 285. 15 Ibid., 272. 16 Ibid., 389-415. 247
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los relatos que los traman, sino del contexto enunciativo en que el contador ejerce su arte, y de los efectos de su recepción. El cuerpo le falta cruelm ente a la palabra del cuento, en su oralidad misma. El cuento no es una fiesta. De ahí su estatus inferior, su mediocridad cultural. No hay nada en él para Dionisos. En vez de arrastrar al hombre al lado de los dioses, lo encierra en su humanidad ordinaria y sin riesgos de bebedor de agua. Cuando los cuentos hacen suyos relatos que pertenecen al ám bito de los mitos épicos, se puede hablar de un fenómeno de entropía cu ltu ral, porque hay de alguna manera una degradación de energía de una enunciación a otra, desde la ebriedad de un canto que movi liza a toda la persona hasta la palabrería que corre de boca a oído cuando las manos y las piernas están en otra cosa. Esta entropía cultural que caracteriza a los cuentos en com paración con los cantos inspirados y la palabra espectacular expli ca cómo los contadores han reciclado mitos muertos, conservados por la m itología o incluso comedias y mimos. Así, en El asno de oro, Lucio-asno oye contar la historia de Fedra reducida a las dimensiones de un suceso en una ciudad de provincias l7. El narrador señala explícitam ente que la tragedia está en el origen de esta historia: «A partir de ahora, am igo lector, sabe que es una tragedia y ya no una historia lo que lees y que, abandonando el chanclo, nos elevamos al coturno» 18. Sin embargo, el narrador carga las tintas en el horror: por una horrorosa coincidencia, el hijo de la madrastra apasionada bebe un veneno destinado por la seudo-Fedra al seudo-Hipólito. El muere y su madre acusa a su hijastro del crimen. El pueblo, indignado, está a punto de lap i dar al supuesto culpable; sin embargo, va a juicio y está a punto de ser condenado de resultas de un falso testimonio, cuando..., lance imprevisto, la verdad estalla en pleno tribunal gracias a un anciano. Es el médico que vendió el veneno y que revela al mismo
17 A p u le y o , El asno d e oro, X , 2 -1 2 .
18 El coturno es el calzado emblemático de la tragedia; el chanclo, el de la comedia. 248
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tiempo haber sum inistrado, en lugar del veneno m ortal, un potente somnífero. Van al cementerio, desentierran al niño, el chico se despierta y cae en los brazos de su padre. La historia no dice nada de lo que le sucedió a la madrastra. La ficción m ítica de la tragedia, reducida a un relato infor mativo, sufre la m ism a degradación que en la P oética de Aristó teles: en los dos casos, la palabra no es más que un vehículo de representación. Con una diferencia, sin embargo: el cuento de Apu leyo se presenta como una m anipulación de la historia de Fedra, y por lo tanto ofrece al lector-contador un modelo de transfor mación, reinyectando así en la historia potencialidades de recom posición oral, ausentes de la teoría aristotélica.
El erotismo o el cuento Y sin embargo el cuento es olvido. El suspense del relato moviliza totalm ente la atención del oyente. Y este suspense es bastante delicioso para liberar de las preocupaciones. En El asno de oro, una joven m uy bella, noble y tierna es raptada por unos bandidos el día de su boda con el más guapo y noble de los jóve nes de su ciudad 19. M antenida como rehén por la banda, que exige un rescate, no deja de gritar, llorar, gem ir. Y cuando se duerme, es para tener horribles pesadillas. Una anciana, que la vigila, se propone entretenerla con agradables relatos y cuentos de viejas, lepidis narratiniobus anilibusque fa b u lis 20. Es así como se lanza al interm inable pero famoso cuento de Amor y Psique. Sin embargo, el olvido aportado por el cuento no es el de la ebriedad; es, de alguna manera, un sucedáneo del sueño, es el agua que aplaca la sed. Muchos contadores son, como la anciana vigilante de los ban didos de Apuleyo, estrategas del olvido. La contadora de Las m il
19 A q u ile s T a c io ,
Leucipo y C litofonte, IV, 26-27.
20IV, 27, 8. 249
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y una noches es con seguridad la más famosa de ellos. Sahrazad nos servirá de punto de vista alejado, para asombrarnos de modo dife rente con estos cuentos latinos relatados por un asno que habla griego. Todo el mundo conoce en Francia, desde principios del siglo XVIII y la traducción de Antoine G alland, la historia de Sahrazad, que contaba cada noche cuentos al sultán, su esposo, para escapar de la m uerte21. El sultán Sahriyar, decepcionado por la infideli dad de todas las mujeres y de su esposa en particular, decidió casarse con una cada día y m atarla al amanecer, después de la noche de bodas. Es así como Sahrazad, al no lograr el amor de su regio marido por los medios habituales, pues ninguna m ujer puede lograrlo, u tiliza el cuento para conquistarlo. Los relatos de Sahrazad van a reemplazar, en el lecho nupcial, el erotismo al que el sultán es insensible. Porque el amor, para Sahriyar, se reduce a una consumación sexual indiferenciada. Poco importa la compañera. Lo mismo ocurre con todos y todas los que le rodean. La infidelidad de las mujeres se da únicam en te en ausencia de los maridos, porque están condenadas, tempo ralmente, a la abstinencia. El amor es anónimo, cuantitativo. C ualquier m ujer puede sustituir a cualquier otra. En términos griegos, esta gente no conoce a Afrodita, el deseo que se dirige al otro porque es él o ella, el diálogo alternado del deseo que per m iten al hombre y a la m ujer socializarse en la pareja, por el m atrimonio o la am istad. Lo que el erotismo no puede provocar, lo hará el cuento inte rrumpido: unir a Sahriyar con Sahrazad a la espera de la noche siguiente. Porque si todas las mujeres pueden darle la misma satisfacción sexual, sólo Sahrazad le dará la continuación del cuento comenzado una hora antes del alba de la prim era noche. Las m il noches que seguirán no serán más que un cuento en el
21 Les M ille et u n e nuits. Contes arabes, trad, francesa de Antoine Galland pre sentada por Jean Gaulmier, Flammarion, Paris, 1965. Citamos de esta edición. [Existe versión española: Las m il y una noches, Barcelona, Planeta, 1990. Traduc ción, introducción y notas de Juan Vernet.] 250
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que se encadenarán decenas de historias, que aplazan sin fin el desenlace. Hasta el día en el que Sahriyar perdonará a las m uje res y concederá la gracia a Sahrazad, habiendo comprendido que es prisionero de sus historias para siempre. La cultura del cuento reemplaza aquí a una cultura del amor y de la ebriedad que habría unido a los amantes. ¿Por qué la joven y bella Sahrazad, la hija del visir, corre este riesgo volunta riamente? No es ambiciosa ni está enamorada del sultán, sino apasionada del orden y de la paz social: «Tengo el propósito — dice— de parar el curso de esta barbarie que ejerce el sultán sobre las fam ilias de esta ciudad. Quiero disipar el justo temor a perder a sus hijas de una manera tan funesta que tantas madres tienen ».22 A razón de 365 jóvenes por año, la población femeni na en edad nubil está amenazada de exterminio. El sultán es un tirano, una peste que amenaza a la ciudad con la esterilidad y la muerte; el cuento parará la locura asesina del sultán. En la novela de Apuleyo el cuento es también un sustituto del amor, porque el protagonista, al principio de su aventura, está abocado a elegir entre el erotismo y el cuento: la opción de Sahrazad es tam bién la opción de Lucio. Al querer entrar en el mundo extraordinario de la m agia, Lucio va a abandonar el mundo del amor por el del cuento. Porque va a cam biar de cuer po y, metamorfoseado en asno, pasa de la posición de enamora do a la de contador. Testigo invisible bajo su piel de asno, Lucio será ladrón de historias — porque ¿quién haría de un asno el des tinatario de los placeres del relato?— como será ladrón de golo sinas humanas. Pero antes ha tenido que elegir entre dos m uje res, una hechicera y una am ante. La hechicera es la esposa, Pánfila, de su anfitrión M ilón, en H ipata. La am ante es una joven sirvienta de M ilón, Fotis, que le hace com partir momentos de intenso erotismo. Pero él sólo piensa en la hechicera, y su amante va a servirle de interm ediaria. Lucio obtiene entonces de Fotis, la de los cabe-
22Las m il y una noches, op. cit., pág. 35. 251
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líos bonitos, que suspenda una noche sus juegos amorosos y le haga asistir en secreto a las diabluras de su patrona, Pánfila. Lucio, que ve entonces cómo se transforma en pájaro, suplica a Fotis que robe a Pánfila la pomada que ha utilizado. Fotis se con funde de frasco y Lucio, en lugar de transformarse en pájaro, se encuentra en el cuerpo de un asno. Hete aquí definitivam ente fuera del alcance del amor. Porque el asno, para los antiguos, es el anim al más feo que pueda existir, con sus grandes orejas, su piel gruesa y p elu d a23: ... mis pelos se espesan y se convierten en crines; mi piel, tan suave, se endurece y se convierte en cuero; en las extremidades de mis manos ya no sé cuántos dedos tengo, todos se unen en una única pezuña y, en la parte inferior de mi espalda, crece una inmensa cola. Mi rostro ya está deforme. Mi boca se alarga, mis fosas nasales están abiertas de par en par, mis labios cuelgan, y mis orejas, de la misma forma, se agrandan desmesuradamente, se llenan de pelos. Sólo veo un consuelo en mi triste metamor fosis, y es que, aunque desde ahora me sea imposible tomar a Fotis en mis brazos, mi sexo se hace más grande.
El asno, anim al de Príapo24, el dios que conjuga fealdad y sexualidad bestial, es la antítesis del pájaro, compañero tierno de las mujeres jóvenes, compañero inocente de sus besos. Incapaci tado para el amor, rechazado por su madre Afrodita, como por todos a los que quiere cortejar, Príapo es un dios parlanchín por que se ha visto reducido a las palabras; de la m ism a manera, Lucio, degradado a asno, es separado de Fotis, pero se convierte en un anim al de cuentos. No nos ha de extrañar que el remedio para él hubiera sido m asticar rosas, flores de Afrodita. La degradación de Lucio, al pasar del erotismo al cuento, es
23 Apuleyo, El asno d e oro. 24 Sobre Príapo, cf. Maurice ÖLENDER, Priape et Baubâ, Flammarion, Paris, 1994. 252
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del mismo tipo que la que hace pasar de la ebriedad del canto al olvido a través del relato extraordinario; volvemos a encontrarnos con esta entropía cultural que hemos colocado en el origen de la inferioridad cultural del cuento. Esta hum ildad no sabría definir por sí m ism a la posición del cuento en la cultura antigua. A menos que se diga que no sirve más que para crear olvido por el asombro, y que los que deciden «creer» en los cuentos no quie ren apostar más que por este olvido y se satisfacen con la ficción por el placer de la ficción. Salido generalm ente de la ficción m íti ca, ¿no habría guardado el cuento la trama ficticia sin explora ción m ítica? ¿O bien la ficción de los cuentos tiene también, potencialmente aunque de modo diferente, efectos exploratorios?
Lucio y Ulises ¿Adonde llevan a Lucio los viajes bajo su piel de asno? ¿Son comparables a los de Ulises? Dicho de otro modo: el espacio que recorre el asno Lucio, ¿es un lugar exterior al que ningún hom bre, Nadie, puede acceder? Pero antes que nada, ¿en qué se ha convertido exactamente al untarse con la pomada engañosa? La metamorfosis de Lucio no es de las que se leen en la m itología griega. Porque si su cuerpo cambia, guarda una inteligencia humana, sensus hum anus y m ens1''. Percibe lo que le rodea como un hombre, es capaz de hacer ju i cios y proyectos, y por últim o, está dotado de memoria. En otras palabras, Lucio, aunque no hable, es capaz de ser el sujeto de un enunciado. Es un narrador potencial al que sólo le falta la pala bra. Sigue siendo el sujeto de una historia. La metamorfosis m itológica, por el contrario, priva a aquel que la sufre de toda percepción h um ana26. Por otra parte, si el héroe pierde su cuerpo es porque ya ha perdido su alm a y su cora 25 El asno d e oro, II, 25 y IV, 6. 26 Sobre los relatos de metamorfosis, cf. F. DUPONT, «Se reproduire et se méta morphoser», Topique, IX-X, 1973, págs. 23-32. 253
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zón de ser humano. Hécuba, demasiado violentam ente afligida por los duelos sucesivos de sus hijos, de su esposo y de la ciudad, g rita sin fin en medio de las ruinas de Troya. Empeñada en un duelo eterno que ya la ha excluido de la hum anidad, convertida en «loca de dolor», para decirlo rápido, Hécuba, con la boca deformada por sus gritos de plañidera, es ya una perra antes de tomar su apariencia. Una vez metamorfoseada, pierde su identi dad, deja de ser Hécuba, para perderse, anónima, en la raza de los perros. Su inteligencia humana se apagó como la de Licaón con vertido en lobo, o como la de las helíades, convertidas en álamos. La metamorfosis m itológica pone fin a la historia, interrum pe un relato arrancando al héroe a la temporalidad humana. La joven Siringe, perseguida por Pan, a punto de ser atrapada y violada, es convertida en un bosque de cañas. El viento que sopla hace oír, dispersos, fragmentos de voz: es la voz de Siringe esparcida. El dios corta algunas cañas y fabrica la flauta de Pan, para reunir los sonidos dispersos; cuando toca su flauta, reconstruye el canto de la joven. Esa flauta, metamorfosis final de la heroína, llevará el nombre genérico de sirin g a27. Lucio, por el contrario, no es más que un hombre oculto en una piel de asno; incluso sus apetitos continúan siendo humanos: prefiere los pasteles a la cebada cruda de su pesebre, y las bellas damas a las burras. Servidor mudo e invisible, es el testigo ideal de las sociedades humanas. Memorizará todo para contarlo, una vez ' recobrados la voz y el rostro. Anim al doméstico y viajero incansable, va a recorrer Grecia de propietario en propietario. Este asno-Lucio es como Ulises-navegante, un hombre impo sible que viaja adonde ningún mortal puede llegar. Los viajes de Ulises le llevan fuera del mundo: Lucio se queda dentro, pero teniendo acceso a una intim idad normalmente inaccesible. U li ses es un superhombre, tiene una metis, astucia inteligente, sobrehumana; Lucio es un subhombre, tan bruto como un asno, pero la ficción exploratoria es la misma. Los relatos de Lucio son 27 O v id io , Las metam orfosis, X, 570 ss. (Hécuba); I, 233-234 (Licaón); II, 340 ss. (Heliades); I, 705-712 (Siringa).
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los de Ulises entre los feacios. Pero de un anti-U lises que, en lugar de adquirir por su metamorfosis la metis del pájaro de A te nea, tiene la necedad del asno de Príapo. No olvidemos que es en lechuza en lo que se hubiera debido transformar si Fotis no se hubiera confundido de recipiente.
H istorias de bandidos La cueva de los bandidos en la que penetra Lucio, después de su prim er rapto, es tan peligrosa para un hombre como el antro del C íclope28. Ciertamente, los bandidos son hombres, mientras que los cíclopes son los hijos monstruosos de Poseidón. Pero ni unos ni otros dejan escapar vivo a un hombre que se haya aven turado en su territorio. Los cíclopes lo devoran crudo, los bandi dos lo m atan para que no revele el secreto de su escondite. El resultado es el mismo, jamás sabrán los hombres lo que sucede por las noches en las cavernas de los bandidos, a menos que un héroe de ficción vaya a espiarles. La guarida de los ladrones está apartada de toda civilización; es una caverna excavada en «una espantosa montaña, dentro de un bosque tenebroso». N inguna casa humana en las proximidades. Unos setos hacen la entrada invisible. Este lugar no existe más que para los que hablan de él. Lucio-narrador termina así su descripción: «Se hubiera podido decir {dixeris} sin duda, yo me lo hubiera apos tado, que era la morada de unos bandidos {latronium atria). » La fór m ula rompe toda ilusión realista. Lo mismo que los cíclopes no existen más que por y para Ulises en la Odisea, y no tienen otra rea lidad que la de la ficción épica, la cueva de los bandidos no existe más que por y para el relato de Lucio-asno. El antro al que llega está de acuerdo con lo que uno im agina que es una morada de bandidos. La forma dixeris, «tú habrías dicho», ciertamente común para expre sar el impersonal «se habría dicho», no es la única, sino que supo ne la presencia de un interlocutor, destinatario del relato, con quien 28 El asno d e oro, IV, 6 ss. 255
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se toma. ¿Ha reconocido con claridad, en la descripción hecha por el asno, una caverna de bandidos, no como se los ve, porque nadie puede ir donde están, sino como se los imagina? En cuanto a Lucio, que nunca había visto ninguna, y con razón, no se ha equivocado. El relato se construye sobre efectos de reconocimiento basados no en la experiencia sino en la lógica de la cultura: una cueva de ladrones sólo puede ser así. Así que es este agujero en la roca en el que los bandidos des cansan y se alim entan, ahí celebran sus banquetes. Los cíclopes no hacen banquetes, y no es ese su menor defecto, porque es lo que hace de ellos vegetarianos antropófagos. Ignoran el sacrificio, la hospitalidad y el canto de los aedos. Los bandidos siguen sien do hombres. Aunque sean tam bién crueles y bárbaros, no son suficientemente salvajes como para no celebrar banquetes. ¿Cómo será un banquete de bandidos? A hí es indispensable Lucio, es el único que puede hablar de ello. El asno de m irada exploradora cuenta. Estos bandidos, aun que un poco huraños con la vieja que se ocupa de su morada, se comportan como seres civilizados en el momento del banquete. Cansados por su trabajo del día, se quitan la ropa, sudan junto al fuego, se bañan en agua caliente, se dan friegan y se embadurnan con aceite perfumado; después, se sientan a la mesa, recostándo se en lechos, accum bunt. Como reyes homéricos comen pan, con algún guisado para acompañarlo, que riegan con vino. Sin embargo, este banquete es realmente un festín de bandidos por el desorden que reina. Los alim entos están amontonados en las mesas y se lo devoran todo a la vez, sin servir ni compartir. Des pués llega el momento de la comissatio. Como hombres civiliza dos, los bandidos juegan, ludunt, cantan, cantilant, bromean, iocant. Sin embargo, el desorden y la confusión que dominan arruinan la armonía y la sociabilidad creadas en principio por los cantos y los juegos de palabras. Los juegos se pierden en la alga rabía, clamore, la m úsica es apagada por los gritos y el estruendo de la vajilla, strepitu, las bromas se vuelven insultos, convicti i s 29. 29 El asno d e oro, IV, 9. 256
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Los bandidos no son en la mesa compañeros de armas, sino una horda de saqueadores. Su banquete está también amenizado con cuentos. Pero estos cuentos no los dicen para complacerse unos a otros, ni para ofre cérselos a un huésped de paso. Los bandidos no son más hospita larios que los cíclopes, y su banquete no es un lugar de placeres compartidos. Como señala el asno, fino observador, son como centauros en el banquete de los lapitas, que recuerdan el famoso episodio en el que estos monstruos m itad-hombres m itad-caballos, invitados a la boda de Pirítoo, rey de los lapitas, borrachos, quisieron llevarse a la joven esposa, H ipodam ia; el banquete nup cial se convirtió en una batalla campal. Los bandidos, entonces, al dividirse durante la jornada en dos bandos por sus diferentes expediciones, se reencuentran, sentados juntos en el momento del festín, y los miembros de los dos «grupos» se desafían m utua mente, jactándose cada cual de hazañas superiores. Es aq u í donde el asno contará la más bella historia de bandidaje. Para los devo tos de Marte, todo lleva siempre a la guerra. Tres historias se van a suceder, los relatos de tres finales heroi cos. Tres jefes sucumbieron bajo los golpes de los enemigos y su muerte fue bella porque probó su coraje y su fidelidad a sus com pañeros 30. Esta sociabilidad de la que son incapaces en el placer y la convivalidad, la practican en el más alto grado en la solida ridad de las armas. Estos tres jefes, Lamacos, Alcimos y Trasileón, con nombres que suenan terriblem ente épicos, parecen sacados directam ente de la lita d a o de Los Siete contra Tebas. La historia de Lamacos es particularmente admirable. Partida para robar la caja fuerte de un banquero muy avaro y m uy antipá tico, la tropa delega en Lamacos para que les abra directamente la casa. Este se desliza hasta la batiente, introduce lentamente su mano en el agujero grande destinado a la llave con el fin de hacer saltar la barra que cierra la puerta. Chrisero, el pérfido banquero, 50 Sobre la «muerte bella», noción muy estudiada por J.-P. VERNANT, LIn divi du, la mort, l'amour, Gallimard, París, 1989, caps. II y III; y sobre todo Nicole L o r a u x , L’I nvention d ’A thènes, Mouton, París-La Haya, 1981. 257
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que lo ha oído llegar, está al acecho, agazapado tras la puerta. Una vez que Lamacos ha metido la mano entera en el agujero, le clava la mano contra la puerta y alborota a los vecinos. Lamacos es hecho prisionero. Para escapar de sus captores, sus compañeros, de acuer do con él, le cortan el brazo a la altura del codo y lo arrastran, manco, recogiendo la sangre que cae a raudales para no dejar hue llas. Retrasados por el herido, están a punto de ser atrapados. Lamacos les pide que acaben con él con palabras m agnánim as31: Entonces este hom bre con alm a su b lim e, de un a v alen tía sin ig u a l, no cesa de pedirnos y de suplicarnos, invocando el brazo de M arte, el respeto de nuestro juram en to de lib erar a un buen cam arada de com bate, a la vez de sus sufrim ientos y de la am e naza de ser capturado. ¿Por qué un bandido d ig n o de este nom bre ten d ría que sobrevivir sin su m ano, la ú n ica capaz de robar y m atar? E staría contento de sucum bir, por su p ro p ia in ic ia tiv a, bajo los golp es de una m ano am ig a.
Pero sus compañeros se niegan a pesar de sus argumentos, que son los de un soldado romano ejemplar. El dios M arte, que no pasa por proteger a los ladrones, es invocado, porque la retó rica del discurso es la del coraje m ilitar. Incluida la llam ada al juramento que une a los legionarios romanos con su general. Com o no era capaz de decidirnos a n in gun o de nosotros a com eter este p arricid io que tanto deseaba, con la m ano que le quedab a agarró su espada y, después de haberla besado con d ete n im ien to , se la clavó de un g o lp e firm e en m edio del pecho.
M urió como Catón de U tica, insensible al dolor y al miedo, e identificando con su brazo derecho difunto al que sostenía la espada. 31 Et asno d e oro, IV, II. El énfasis del propósito es probablemente humorístico en su exceso, lo que no modifica nuestro análisis; lo importante es que cierto tipo de discurso sea inmediatamente reconocible. 258
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Sin embargo, la fisura es visible en lo sublim e: este brazo sacrificado es el de un bandido y un asesino, la m uerte ejem plar de Lamacos es la de un ladrón de bancos; la de Alcimos, también dolorosa, la de un ladrón de viejas damas. Estos bandidos guar dan su am bigüedad. Civilizados en los actos de guerra, son sal vajes en la paz. En lugar de hacer la guerra en el exterior contra los enemigos, la hacen en el interior, contra sus conciudadanos, y viven donde deberían guerrear. No tienen más Dios que Marte. La manera en que sus camaradas les honran en la muerte expresa toda esta am bigüedad. Leamos cuál fue la tum ba de Lamacos: Entonces nosotros, llenos de respeto por la valentía de nuestro adm irable jefe, envolvimos cuidadosam ente el resto de su cuerpo en una tela de lino y confiamos al m ar el cuidado de disim ularlo. Y ahora nuestro jefe Lamacos tiene por sepultura todo un elemento.
Un héroe glorioso, después de una bella m uerte, dispone nor m alm ente de una tum ba, monumentum, que recuerda a los tran seúntes sus acciones ilustres. Una tumba tal no se le puede levantar a Lamacos, pues sus actos gloriosos son también actos crim inales que no le valdrían más que la execración de los transeúntes y la destrucción del monumento. Su cadáver sería m utilado y arroja do a los animales. En el mejor de los casos, sus compañeros podrían haberlo enterrado de forma anónima. Pues prefieren, antes que esta oscura tum ba, la inmersión en el mar, espacio salvaje que es suyo, como la soledad en la que viven. Darán la m ism a tum ba a Alcimos, caído el mismo día. Los tres jefes muertos, privados de monumento humano, son ensalzados por los relatos de sus compañeros, pero en lugares tan inhumanos como el mar, su postrer morada. No hay más gloria que la socializada, y la suya se hubiera perdido para siempre si un asnoLucio no hubiese asistido al banquete desde el fondo de la gruta. Es decir que la gloria de esos granujas es contradictoria por naturaleza, y neutraliza la alternativa de la censura y de la alabanza. Los relatos han traído el orden entre los comensales, porque 259
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los han convertido en guerreros que celebran el recuerdo de sus jefes caídos en el combate; es asimismo el único momento en que sus palabras y sus gestos están en armonía: A l final del últim o relato ofrecen, en copas de oro, libaciones de vino puro a la m em oria de sus camaradas difuntos; luego, tras can tar unos him nos en honor del dios M arte, se entregan al descanso.
Para terminar, ¿qué cuentan esas historias de bandidos? Al prin cipio del capítulo ya planteamos la cuestión: ¿procede el cuento a una exploración del mismo género que la exploración mítica? La ficción que desarrolla, ¿está al servicio de algo que no sea ella misma? Estas historias de bandidos exploran una sociedad imaginaria, haciendo funcionar en cierta medida a «cíclopes del interior». Estos bandidos de Apuleyo son seres culturalmente imposibles, habitan tes del espacio salvaje, no tienen ninguna técnica de vida sino la guerra, ninguna economía, ni siquiera pastoril, y necesitan, para no vivir como animales, darse al pillaje de la civilización. Sin verdade ra casa, no tienen mujer ni hogar, forman una banda de jóvenes que sólo conocen de la cultura lo que concierne a su clase de edad, la guerra y los banquetes. Cuentan con la mujer estrictamente indis pensable para la preparación de sus banquetes. El robo con violen cia es su única relación con la civilización. Ello les permite acceder a los bienes de consumo necesarios para los hombres, el pan, el vino, los vestidos, la vajilla, la buena comida, y desarrollar virtudes gue rreras como el valor, la obediencia y la solidaridad. Pero al vivir al margen de la ciudad y los campos humanizados, les falta la parte pacífica de la guerra: la gloria socializada. De pronto, hacen una «guerra privada», una «guerra económica», que no respeta ningu no de los valores de la sociedad civil. Estos bandidos recuerdan bas tante a la sociedad de lobos que imaginaban los antiguos, atribu yendo a esas fieras predadoras una disciplina de soldados que com parten igualitariamente el botín después de su caza colectiva 32 Marcel DETIENNE y J esper S v e n b r o , «Les loups au festin, ou la Cité impos sible», en DETIENNE y Jean-Pierre V ern a n t (1979). 26 0
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En el banquete, tales hombres son incapaces de juegos y de cantos; tales placeres les resultan inaccesibles, así como el placer de las viandas y del vino compartidos. Donde impera Marte como único señor, Dionisos, Eros y las Musas están ausentes: los bandidos no se apartan nunca de la guerra; por ende, sus valores son los exclusivos de las tres divinidades graciosas. El festín en la gruta no sería más que una orgía salvaje si no fuese porque el cuento está ahí para traer la calm a y la comunicación entre los banqueteadores. A quí volvemos a encontrarnos con la posibili dad vislum brada ya para el cuento de coexistir con todo género de ocupaciones que excluyen el canto. A sí pues, también halla su sitio en el espacio de la guerra, como en el del viaje o el del tra bajo de la lana. Lo cual es harto significativo de la posición m arginal del cuento con respecto a las otras formas lingüísticas de la cultura del banquete. Aparece donde la epopeya no puede estar y la sus tituye por defecto. El ritual social que representa el banquete, griego o romano, exige para su éxito comensales perfectamente cultivados y civilizados. Incluso es el lugar donde se afirma la pertenencia a la elite de la sociedad, con independencia de que uno sea un héroe de Homero, un aristócrata ateniense, un roma no de la ciudad o un joven caballero del Imperio. De una mane ra u otra, el banquete antiguo se realiza en y por el canto poéti co. Como los bandidos están al margen de la civilización, son incapaces de celebrar correctamente un banquete, por lo que sus festines en la gruta no pueden ser otra cosa que ficción puesto que ese derecho que se reconoce al contador, en virtud del con trato que le lig a con quienes «creen» en él, es el de poder, entre otras cosas, fingir la existencia de realidades inverosím iles, en particular el de contar el desarrollo de un ritual social cuyo con texto debería haber hecho explotar los cam posantos33. En otras palabras, el banquete de los bandidos es un festín de centauros que debería haberse sumido en la violencia, pero que, por la gra33 Ya que cada actuación ritual es una negociación entre una situación y las reglas de su celebración. 261
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cia del narrador, y de los cuentos que en él se dicen, se celebra hasta el final. La lógica cultural revelada por esta ficción muestra que el cuento pertenece a la franja inferior de la cultura de banquete, cabría decir que a su subcultura. Al encontrar su puesto y un fun cionamiento en ese banquete de bandidos, reconoce sus relacio nes ocultas con una sociedad bárbara. Ni los cuentos ni los valo res guerreros necesitan de la ciudad para expandirse, al menos en teoría. Esas historias que nos llegan de los confines del mundo pertenecen también a los confines de la cultura, teniéndose muy en cuenta que esos confines de la cultura sólo son asequibles m ediante la ficción. De ahí que el cuento vuelva a encontrarse en otro banquete imposible de otra sociedad im aginaria, los libertos reunidos en casa de Trimalción, otro lugar de una cultura defi ciente 34.
H istorias de libertos Al igual que la cueva de los bandidos, la casa de Trimalción es una ficción, un lugar demasiado extraño para ser verosímil, con su puerta que sólo se abre a los que entran en la casa, como la de los Infiernos, y con su perro de mosaico, que se echa a ladrar. Asimismo, en casa de Trimalción el banquete no ofrece los pla ceres del amor, ni los de la música, por no hablar de su incapaci dad para celebrar correctamente espectáculos «culturales». Hemos visto que los libertos son refractarios a la poesía griega que sirve de referencia identitaria al otium rom ano35. Como esclavos, pue den ser los auxiliares de los placeres de sus amos; una vez libera dos, no por eso adquieren el dominio de sí mismos. Sin embar go, aunque sean incapaces de resum ir correctamente un episodio
34 Sobre el personaje de Trimalción como fantasma para uso de los romanos libres, cf. Paul V eyne , «Vie de Trimalchion», Annales, 1961, págs. 213-247, reco gido en id., La S ociété rom aine, Le Seuil, Paris, 1991, págs. 13-56. 35 Cf. supra, págs. 218 y ss.
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de la guerra de Troya, los cuentos son su terreno propio. Un liberto, Niceros, cuenta una historia de hombre-lobo, cediendo a la presión insistente de Trim alción36: Te lo ruego, hazm e el favor, cuen ta la h isto ria que sueles contar.
Niceros es un asiduo invitado en casa de Trim alción, de quien se espera que repita la historia extraordinaria que le ha sucedido. Cada cuento es una historia que se repite. ... B ien, divértam onos plenam ente, si bien es cierto que tem o un tanto las b urlas de estos in telectu ales. A llá ello s; os la voy a contar.
Acepta, pues, pese a sus temores, ya que los scolastici presen tes, Encolpio, Ascilto, Gitón y Agamenón, todos ellos estudian tes o profesores, amenazan con reírse de su historia y burlarse de él, como el compañero de Aristómeno en los caminos de Tesalia, que se negaba a creerle. El cuento no pertenece a la cultura ofi cial, a diferencia de los relatos mitológicos. No tiene el prestigio de la epopeya ni la dulzura de la música. El cuento no es más que una historia ficticia. Por eso la gente de bien, la elite cultivada, se burla. El cuento, sin embargo, aporta alegría a los banquetes. Itaque h ila ria mera sint, dice Niceros, «¡Q ue el buen humor sea total, sin m ezcla!» El buen humor, hilaritas, es la atmósfera que reina normalmente en los banquetes, una sencillez gozosa y rela jada, que es la prim era condición de una cena lograda. El cuento contribuye visiblem ente a ello, poniendo de manifiesto así que participa de la cultura de la cena. A sí pues, el cuento de Niceros es una tenebrosa historia de fantasmas. El narrador viaja de noche para encontrarse con su amante, una adorable muchacha que responde al dulce nombre
36 P e t r o n io ,
El Satiricon, 61. 263
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de M elisa. Se hace acompañar por un m ilitar, un coloso. Mientras atraviesan un cementerio, el m ilitar se transforma en lobo. N ice ros llega a la casa de su amante más muerto que vivo. A llí se entera de que un lobo ha devastado el establo y ha desangrado a todos los corderos antes de darse a la fuga. Sin embargo, uno de los esclavos de la granja le ha herido en la garganta de una lan zada. Cuando regresa a la casa, halla al m ilitar acostado, con el cuello ensangrentado mientras un médico se lo está vendando. Y entonces comprende que ese buen mozo es un hombre-lobo. El auditorio permanece mudo de estupor. Y, no obstante, la mayor parte conocía ya esta historia. A l propio Trimalción se le ha puesto carne de gallin a, m ihi p ili inhorruerunt. Va a lucirse con tando otra aventura del mismo género, aun más espantosa, y que le sucedió a él. Los cuentos se siguen unos a otros, y el segundo contador interviene en apoyo del primero, probando con su rela to que tales historias existen. Un cuento basa su fuerza en la m ul tiplicidad de los otros cuentos y en la m ultitud que los propala. Cuantos más hay, más se cree en ellos. El cuento es un asunto de sociedad. El relato de Trimalción es una historia de estriges. Un niño acababa de morir y comienza a oírse el aullido de las estriges, las divinidades que vacían a los bebés por los intestinos37. Un colo so de buen corazón desenvaina su espada y se arroja sobre las estriges, las persigue y m ata a una, en el patio; se la oye gritar de dolor. Todos regresan a la habitación; la criatura ya no es más que un m aniquí relleno de paja; por su parte, el coloso se ha vuelto azul y muere en seguida sin recuperar su color. La historia de Trimalción no hace reír a nadie, y todos, liber tos e intelectuales, le conceden fe. Para conjurar los maleficios, besan la mesa y elevan una plegaria a las diosas de la Noche. Relato de la bella muerte de un bandido, increíbles historias de buenas mujeres: en los dos casos, los cuentos realizan el enten dim iento entre los comensales y los reconcilia, creando de esta
37 G. D u m é z il , Idées romaines, Gallimard, Paris, 1969, págs. 255-256. 264
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manera sociabilidad a llí donde sería imposible lograrla de otro modo.
Los m isterios d el Imperio: el cuento y la exploración m ítica Así pues, para los antiguos el cuento está presente en los bajos fondos de la sociedad, del mismo modo que puede estarlo en los momentos de esfuerzo y de trabajo. La explicación de ello reside en que la cultura del cuento es deficiente, porque no es una cultura del cuerpo: le falta la ebriedad, el placer de la música y del amor, una sociabilidad más civilizada y una ritualidad que se abra a una cultura más refinada. Por lo mismo, esta cultura del cuento halla un puesto im aginario en los márgenes de la sedentariedad civilizada: el cuento del caravanero es el del liberto y el del bandido, y asimismo es el cuento de las viejas borrachas que sirve de consuelo a las jóvenes, es el cuento del asno. Sin cesar, el cuento es repetido con el mismo placer por el oyente y por el narrador; el que lo cuenta por donde quiera que va pretende siempre ser el héroe del relato o haberlo oído de los labios de quien lo vivió. Aunque tenga la debilidad del agua y de la pala bra de la comunicación, el cuento es una ficción que explora la cultura en la que se lo dice, por medios análogos a los de la explo ración m ítica. El asno de oro de Apuleyo podría titularse «Los misterios de Grecia». Nuestro asno no sale de Grecia, pero la Grecia que nos descubre es un mundo extraño e imposible. M ientras los bandi dos rivalizan entre sí en grandeza de alm a, el asno oye hablar de banqueros avaros, astutos y crueles, de viejas sanguinarias, jóve nes maridos enternecedores son víctim as de traiciones abomina bles. En El asno de oro todas las historias de amor acaban siempre mal. Es verdad que los muertos salen de sus tumbas para denun ciar a los crim inales, pero demasiado tarde; las víctim as sólo pue den vengarse de los traidores acumulando horror tras horror. Con sus fantasmas, sus apariciones, sus sueños premonitorios y sus brujas, su sadismo y su pornografía, esos cuentos conllevan el 265
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exceso y la contradicción. Cuando se piensa que los magnánimos bandidos, para castigar a la bella y atractiva desposada que han cogido como rehén, ¡piensan coserla viva a la piel del asno, al que han matado y vaciado de sus entrañas, y exponerla de este modo al sol, con la cabeza sobresaliendo! La joven morirá lentamente, roída por los parásitos, agotada de hambre y de sed, y en medio de un hedor espantoso; cuando las aves de presa quieran devorar el cuerpo del anim al, desgarrarán las entrañas del an im al38. Pero los bandidos no tienen la exclusiva del sadismo. Una mujer, des pués de una compleja intriga, asesina a la hermana de su marido, creyendo que se trata de su amante, clavándole un ascua en los riñones; a continuación envenena a su esposo y a su hija y acaba siendo denunciada por la m ujer del médico que le ha vendido el veneno y a la que ella se niega a pagar. El gobernador la condena a las bestias. Organiza un espectáculo en torno a esta m uerte, cuyo prólogo será la violación de la envenenadora por el asno Lucio. Los hombres que se cuentan historias están unidos por un pacto, la fe en los cuentos. Creer o no creer, éste es el dilem a. U n dilem a que no tiene nada de intelectual ni de religioso: creer en los cuentos es un acto de fe social y cultural. El hombre que cree en los cuentos entra en la cadena de quienes los dicen y los escu chan. De los que «viajan con sus orejas». Los amantes de los cuentos, al no pertenecer a la elite ni conocer otros vínculos c u l turales más fuertes, crean de este modo entre ellos una sociabili dad m ínim a. De ella extrae el cuento su fuerza y su verdad. M as el placer del cuento entraña también sus peligros, y Lucio es un buen ejemplo; a fuerza de oír contar historias de brujería, ha q u e rido partir al país de las brujas y convertirse a su vez en el sujeto de una aventura y su contador directo. De ese viaje al país de los cuentos no se regresa jamás. Ciertamente, el viajero volverá al mundo de los hombres ordinarios para contarles su historia, pero ya no será el mismo, habrá cambiado de identidad. Los narracon-
38 El asno d e oro, VII, 31.
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tadores de Apuleyo son viajeros perdidos, cuando no sucumben a sus aventuras inm ediatam ente después de haberlas contado a otro viajero. Con frecuencia, el contador — como ese Telifrón que en cada banquete en casa de la noble y rica Birrena cuenta la historia de su vida— lleva en su cuerpo las marcas que avalan la veraci dad de sus decires: su nariz carcomida y sus orejas desaparecidas prueban con claridad que ha sido víctim a de brujas; su anfitriona lo trata como m áquina de contar sus mutilaciones. Para poder atribuir una función exploratoria a los cuentos, no basta con señalar que son ficciones, conviene también que cada cuento sea una hazaña entre otras muchas y se inserte en una serie abierta. Ficción exploratoria y textualidad son incompatibles. El texto sólo funciona en una oratoria creadora. Cuando los conta dores de cuentos vuelven a utilizar ficciones tomadas prestadas de la tradición épica o trágica y fijadas por los mitógrafos, las reci clan en el sentido estricto del término, al relanzarlas en el circui to de la recomposición permanente; reducidas al estado de dicho por una memorización formal, vuelven a la vida convirtiéndose en un decir. Empero, ese decir del cuento es culturalm ente más débil que el canto m ítico, o incluso que la tragedia. Existe entro pía cultural. Sería, pues, un error juzgar estas historias inverosímiles pero que sus autores sitúan en Grecia, en Italia o en cualquier otra región civilizada del Imperio romano, con el rasero que se emplea para las novelas del siglo XVIII o del siglo x i x franceses. Dichas historias, no sometidas a la ideología de la representación, no son producto ni del realismo social ni de la utopía filosófica, sino pre cisamente de la exploración de los márgenes culturales — y no sociales— , del mismo modo que otros relatos antiguos exploran los confines geográficos. En los dos casos, la exploración de esos márgenes se practica únicam ente gracias a la ficción y sirve para delim itar el mundo. Los fragmentos de humanidad de que hablan esos relatos siempre son im aginarios y construidos a par tir de una perversión por el exceso o la falta de una distancia fic ticia con respecto a la norma. Lo que trastorna un poco nuestra percepción es que esos márgenes de la civilización no son explo267
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rados por ficciones del exterior, como en los viajes de Ulises, sino del interior: las microsociedades im aginarias' producidas por el cuento, y que por su parte también practican el cuento, están compuestas de bandidos o de libertos, es decir, de grupos socia les que existen realmente, pero que, en esos cuentos, se definen por una cultura deficiente, demasiado deficiente para ser verosí m il. Son representaciones fantasmáticas de la cultura mayoritaria, como si ésta sólo pudiera hablar de los que constituyen sus confines culturales a través de la ficción Decir que el cuento pertenece a la cultura popular es situarlo cultural y no socialmente. El cuento no es una forma mediante la cual se expresen las capas inferiores del pueblo, los libertos, las nodrizas, los mercaderes o los pastores, mientras que la elite se expresaría a través de la retórica o de la poesía. Todo el mundo escucha cuentos, los nobles y los demás, todo el mundo los narra y todo el mundo está de acuerdo en considerarlos una forma de subcultura. Como los seriales de televisión o las novelas de cubiertas abigarradas que compran los marineros en el puerto de Tolón. El banquete de los bandidos y el banquete de los libertos sirven para decir m íticam ente la insuficiencia moral y estética del cuento y la vulgaridad de los placeres que proporciona. Esta inferioridad cultural del cuento, que lo convierte en un elemento equivalente al agua del banquete, puede explicar que fuese utilizado para componer lo que nosotros llamamos las «novelas griegas», libros constituidos por un agregado de cuen tos y de los que ignoramos a qué recepción estaban destinados. Sin embargo, señalemos que el paso a la novela supone una degradación cultural suplem entaria, puesto que la novela pierde un último vínculo con la oralidad; el cuento escrito es entonces un grado cero del placer poético, ya no es más que una «buena his toria», transparente en las palabras que la cuentan, como un libreto de ópera o una cháchara anotada.
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La escritura entre dos voces
Para que esos cuentos griegos y latinos que nosotros leemos hoy hayan acabado en nuestras manos en forma de libro de bol sillo o en ediciones eruditas, hizo falta que un día alguien los escribiera. La cantidad de papiros recuperados prueba que fueron recopiados en m últiples ejemplares. A sí pues, ¿qué hacían con ellos quienes compraban todos esos libros? No hablemos dem a siado deprisa de «literatura popular» o incluso de «invención de la novela» Los papiros tenían un coste elevado, y el libro, aun que en el Bajo Imperio deje de ser un artículo de lu jo 2, sigue sien do caro y no puede constituir una mercancía de gran difusión. Pero sobre todo, al igual que con cualquier objeto arqueológico, conviene reconstruir su uso antiguo. El descubrimiento de un libro romano que nuestra época cataloga en el apartado «novela» asim ilándolo a un género moderno no im plica que los contem poráneos de ese texto le dieran el mismo uso que nosotros, es decir que tuviera un público de lectores, ni que su proyecto fuese dirigirse a él. Con respecto a El asno de oro, por tanto, la cuestión se plantea
1 Catherine SALLES, Écrivain, livre et p u b lic dans le m on de occid en ta l d ’A uguste à l ’a vèn em en t d ’H adrien, tesis, 1981, y Lire à Rome, Belles Lettres, Paris, 1992. 2 Guy ACHARD, La C om m unication à Rome, Belles Lettres, Paris, 1991, págs. 183-198. 269
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así: ¿cómo se puede llegar en Roma a hacer libros con cuentos? ¿En qué tipo de escritura y de lectura vienen a encontrar su sitio esos libros de cuentos? ¿De resultas de qué transformación? Y es que en la oralidad los cuentos se mueven como pez en el agua. La voz les hace vivir, respirar y m ultiplicarse. La palabra que los difunde se esparce en m iles de fragmentos, de banquete en cara vana, de mercader a nodriza. ¿Cómo es posible que vaya a morir y fijarse en la escritura? Por lo demás, hemos de im aginar esos cuentos perfectamente a cubierto de las empresas de la cultura identitaria, gracias al desdén que les prodiga la gente bien. Segu ramente, la colección de cuentos que conocemos como El asno de oro no fue un monumento cultural. El cuento puede vivir tan sólo en la cadena abierta de las actuaciones, y su función exploratoria, que lo vincula a la antigua epopeya, im plica una perpetua recom posición, una m o v ilid a d 3, que excluye la fijación de enunciados modelos.
Un libro-m áquina de in cita r a decir cuentos El prefacio de El asno de oro da una, si no la, solución del en ig ma. En él se dice que ese libro de cuentos no ha sido compuesto a partir de historias primero contadas y luego fijadas por escrito. El prim er capítulo de Apuleyo es m uy claro sobre este punto: el libro se presenta como un texto fabricado por la escritura y que sólo se hará realidad gracias a su lector. Elim ina toda ilusión de un relato registrado por la escritura y restituido tal cual. Este prefacio ofrece al lector un libro del que saldrán cien historias, una m áquina de incitar a decir cuentos4. Prefacio complejo en el que sucesivamente tomarán la palabra tres Yo.
3 Estos dos términos están recogidos por Gregory Nagy (recomposición) y por Paul Zumthor (movilidad), que se sirven de ellos para calificar la poesía oral. 4 La expresión está calcada de la de Michel CHARLES, La R éthorique d e la lec ture, op. cit., págs. 61 y ss.: «una máquina de producir lecturas». Hemos señalado en la introducción la importancia que atribuimos a este libro. 270
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Yo, el libro, empiezo At ego tibi... Las tres primeras palabras de El asno de oro pare cen constituir la toma de palabra de un protagonista-narrador que va a contar su propia historia: At ego..., «por lo que a m í res pecta», dirigiéndose a un interlocutor, destinatario de su relato. La situación de comunicación planteada así se llam a sermo en latín: es la cuarta palabra del texto, sermone. Ese término, tradu cido de modo demasiado estricto por «conversación», sirve, no se olvide, para designar el cuento en latín, y recuerda que no se trata de una canción, canticum , ni de un acto oratorio, oratio, ni tam poco de un juego verbal lusus, uersiculi, sino de una palabra de comunicación \ La expresión sermo indica una palabra sin la menor ambición de estilo, ninguna «escritura», y cuyo destina tario, por lo tanto, no sería una colectividad am plia, un público. El sermo supone un contexto de enunciación extremadamente lim itado, una palabra de hombre a hombre, que sólo puede am pliarse a algunos. El sermo, sea conversación de banquete o diá logo filosófico, carece de la fuerza de actuar más allá. Supone que la comunicación se instala entre interlocutores que se conocen bien, pertenecen al mismo grupo social y ya m antienen relacio nes privilegiadas del orden de la am icitia. Unicam ente una com plicidad entre los locutores puede hacer eficaz el sermo, y, más aún, el sermo escrito. Lo comprobamos en las relaciones persona les que no pueden instaurarse entre personas privadas si no es en el marco de una relación personal preexistente y socialmente definida, como la amicitia·, de otro modo, la carta es im posible6. Ego... Tibi... Dos personas anónimas. Este anonimato presu pone una situación de enunciación im plícita al enunciado. ¿A quiénes afectan este ego y ese tib i? Si tibi es el lector, el que está
5 Sobre sermo, palabra de comunicación, cf. G. A c h a r d , La C om m unication à Rome, op. cit., págs. 113 y ss. 6 Pierre CORDIER, Introduction à u n e approche pragm atiq ue d e l ’é pistolarité des «Lettres à Lucilius», DEA, París, IV, 1990, y «La lettre et \’am icitia», en Paroles rom aines, PUN, Nancy, 1994, cap. 2; cf. supra, págs. 158-159. 271
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descifrando las letras manuscritas en el papiro, como afirm a el texto en la línea siguiente, ya que el modo de enunciación im p li cado por este prefacio es incontestablemente una lectura, ¿quién es ego (1), ese prim er Yo del texto? Ego... T ibí... En Roma, el diálogo m imado sirve para definir la situación de enunciación de la carta, que hemos llamado antes epistolaridad. ¿Entra aquí en acción este modelo? Entonces, ego sería el escriptor y tibí el destinatario del mensaje escrito. En tal caso, el anonimato de los dos actores de la comunicación es anor mal, ya que toda carta supone que sean nombrados por la fór m ula de apertura, adscriptio. Este libro sería la carta de nadie a cualquiera. Una ficción. El tipo de lectura que se propone aquí no puede ser la lectura epistolar. Además, el material utilizado, el papiro, y sobre todo el tiem po empleado, el futuro, son incom patibles con la práctica epistolar. Una carta se escribe en tablillas de maderas cubiertas de cera, y en imperfecto. Porque el tiempo de referencia de la epistolaridad romana es el de la lec tura, no el de la escritura. Ello im plica que, para los romanos, una carta no es oralidad transcrita, sino un acto de escritura destinado a producir una enunciación. No hay una primera enunciación oral, encerrada en la escritura y restituida por la lectura. Si la lec tura permite hacer hablar a un ausente, el sujeto del enunciado, la escritura, por su parte, no es un modo de dirigirse a un ausente, que sería el destinatario. No hay enunciado epistolar escrito, tan sólo enunciados epistolares leídos. La escritura epistolar no es autónoma, no es más que un preámbulo a la enunciación-lectura. En definitiva, cada enunciado epistolar, una vez leído, está desti nado generalmente a desaparecer: eslabón de un diálogo, queda oculto por la réplica siguiente; por eso está inscrito en cera, y lo borrarán pasándole un pulgar. El papiro egipcio, en cambio, es el soporte de escritos destinados a la conservación. Ego habla al futuro: «trenzaré para ti coronas de cuentos» — ego tibi.. uarias fa b u la s conseram ...— . Ese futuro podría ser el signo de que la voz despertada por la lectura es la del escriptor, puesto que el prefacio, al dirigirse al lector en el momento en que éste coge en sus manos el rollo de papiro, convierte el acto de leer los cuen 272
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tos de El asno de oro en un futuro. El presente sería entonces el tiempo de la escritura y el libro no estaría destinado a realizarse sino en el futuro a condición de que un lector le prestase vida. Pero este ego presente también en el momento de la lectura ya no puede ser el escriptor que, por definición, está ausente del libro; es, pues, el libro mismo el que promete al lector darle una serie de cuentos engarzados unos en otros. Eso es lo que significa la im agen del trenzado: no habrá discontinuidad entre un relato y otro, uno no podrá term inar sin que haya empezado ya otro. Es el sistema de Las m il y una noches. Y la puesta en escena del texto, las aventuras de Lucio transformado en asno, es un artificio para reunir esos cuentos en el seno de un solo cuento que sirve de hilo conductor, de hilo más bien flojo, todo hay que decirlo. Ego añade a su promesa dos condiciones, si no tres: auresque tu as beniuolas lepido susurro perm ulceam m odo si papyru m A egyptium a r g u tia N ilotici ca la m i inscripam non spreueris inspicere... Yo encantaré tus benévolos oídos con un acariciador m urm u llo, a condición de que aceptes m irar el papiro egipcio, cubierto con la fina escritura de una caña del N ilo ...
El placer de los cuentos debe pasar por los oídos, y el lector debe leer en alto aunque esta lectura sólo la haga para sí mismo. Además, sus oídos han de ser «benévolos», el lector debe com portarse como Lucio, tener fe en los cuentos, y no mostrarse escéptico ni desdeñoso, aceptar la cultura del cuento. En fin, como últim a condición es preciso que el lector quiera leer de ver dad, que se ponga al servicio de las letras del papiro. En la A n ti güedad leer el texto de otro no es un acto neutro, se trata de pres tarle la propia voz y de someterse a su escritura. Jesper Svenbro ha puesto de manifiesto que en Grecia ese tipo de lectura podía incluso ser percibida a im agen de la sumisión pederástica7, de lo 7
S v e n b r o (1 9 8 8 ), «L e le cte u r e t l’éro m èn e. P arad ig m e p é d é rastiq u e de l’é c ri
tu re », págs. 2 0 7 -2 3 8 . 273
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que también encontramos huellas en Roma, como lo prueba esta inscripción latina: ego q u i lego p ed ico r A mí, el que leo, me dan por cu lo8.
Pero el papiro egipcio, que es un m aterial caro y frágil, y la finura de la escritura han de atraer al lector y suscitar también la lectura dando gusto a la vista. A sí pues, el libro promete lo que no existe todavía pero que surgirá de la lectura si el lector accede a tomarse la m olestia y ponerse al servicio de la escritura: un m urm ullo acariciador, lepi do susurro. El verbo susurrare indica una palabra ahogada y cuchi cheante, pero asimismo el hecho de difundir historias. La oralización del papiro, prevista pero aún no realizada, significa que el lector podía hasta ahora haberse lim itado a recorrer el texto con los ojos; a continuación, deberá producir ese m urm ullo, que es otra forma de lectura para uno m ism o9. Al leer así, reproducirá el modelo sonoro de los contadores y dará a los cuentos potencia les del papiro su realidad enunciativa. Lepido, delicioso, acaricia dor, volvemos a encontrar aquí el lepos del banquete romano, que crea la campechanía amistosa que une a los comensales, esa convivialidad más acá de la ebriedad que parece haber constitui do la cultura m ínim a de la cena romana. El lector va a ser su pro pio contador al oralizar el libro, y el destinatario del cuento, al
8 CIL. XIII, 10017. (1993), págs. 305-306, señala que no conviene oponer solamente la lectura para los otros, es decir, en voz alta, recitatio, y la lectura para uno mismo, lectio, que sería muda. La lectura susurrada, inaudible para los demás, salvo para un destinatario muy próximo, existe también, y da al texto leído un tipo distinto de realidad. Por ejemplo, SÉNECA, Cartas, X, 5: unos hombres que reci tan oraciones que quieren mantener secretas pero sin hacerles perder la fuerza ilocutiva de la oralidad, susurrant. El ruido es bastante fuerte como para que los vian dantes lo oigan pero no puedan entender las palabras pronunciadas, y, con vistas a ello, se acerquen; entonces, los hombres que susurraban se callan. ’ V ale tte -C ag n a c
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escuchar el m urm ullo producido. El acto de lectura consiste, por lo tanto, en hacer funcionar el manuscrito como una m áquina de producir cuentos, a condición de que esté conectada con el apa rato fonatorio de un lector, a través de sus ojos. Para leer El asno d e oro no hay que ser sordo, ni ciego ni mudo. El encanto que promete el libro es, pues, el de las historias que producirá la lectura susurrante, historias que el lector se con tará a sí mismo, historias de cambios de formas y de fortunas: fig u ra s fortu n asq u e hominum in a lia s im agines conuersas et in se ru r sum mutuo nexu refectas. Este vagabundeo en los cuerpos y los des tinos define perfectamente el viaje de los protagonistas de los cuentos. Y el placer que el lector extraerá de estas historias, ut mireris, «para que te maravilles con ellas», es también el placer esperado por el auditorio de los cuentos, tanto por los invitados de T rim alción10 como por el propio Lucio a lo largo de sus viajes, el del asombro. Queda introducida así una prim era situación de enunciación: un libro y un lector que ha de oralizarlo para él, y a quien ese libro interpela en preámbulo. Esta situación recuerda la del lec tor de inscripciones funerarias ". Jesper Svenbro ha descrito de manera penetrante esta enunciación tan particular en la que la piedra habla al que pasa por su lado en prim era persona en el momento en que éste lee la inscripción: El escrito está p resente, el escriptor, ausen te... como prevé su propia ausencia, el escrip to r prevé tam b ién la presencia, ante el lector, de su escritura. C u en ta con el lector y la lectu ra sono ra que éste va a efectuar... La lectu ra sonora form a p arte del texto, está in scrita en él. La escritu ra carece de voz, es silen cio sa, m ud a, y sólo puede provocar una lectu ra, desencadenar la voz del lector... En el m om ento de la lectu ra, la voz lectora no p er tenece al lector, aun que sea éste q u ien em plee su aparato vocal
10 C f. supra, p ág s. 2 6 2 y ss. " E stu d iad a d esd e este p u n to d e vista en G recia p o r SVENBRO (1 9 8 8 ), cap . 1, p ágs. 5 3 y ss., y en R o m a p o r V a l e t t e - C a g n a c , op. cit., págs. 3 4 4 -3 7 8 .
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Florence Dupont para que ten g a lu g a r la lectura. Su voz se transform a en la voz del texto escrito. De este m odo, el «Y o» que d esign a el m o nu m ento funerario no ha sido cam biado en « É l» en el m om ento de la lectu ra, y es que cuando lee, el lector no h ab la en cuanto su je to d el enunciado, se lim ita a prestar su voz.
Se comprende así que cuando las palabras de Lucio, protago nista-narrador de El asno de oro, y sujeto del enunciado, son oralizadas por la lectura, el lector se identifique por la voz con el protagonista-narrador, pasa a ser el contador. Una inscripción pública, en el zócalo de una estatua, interpe la al que pasa como si fuera un eventual lector: Tu quicum que leges, «Tú quienquiera que leas». Volvemos a encontrarnos con la dirección al lector de El asno de oro y su futuro, tan intrigante, así como su anonimato. A cambio del esfuerzo asumido de leer la inscripción, el viajero ve cómo se le prometen todos los bienes imaginables, la felicidad, el éxito, la salud y la fortuna. El libro, por su parte, le promete lo único que tiene: historias. Algunas inscripciones piden a quien se detiene ante ellas que lea en voz alta una parte de su contenido escrito, pero leyéndolo para él, o sea en un susurro. Esos términos que debe oralizar el lector de epitafios son esencialmente el nombre del muerto y determinados votos «para que la tierra le sea leve». Al contrario de lo que ocurre en Grecia, la lectura de epitafios en Roma no es una proclamación frente al mundo, una palabra alta y fuerte que otorga la gloria, el kleós. El lector, hablándose a sí mismo, con tribuye al m urm ullo del rumor, de la fa m a . Observamos una dife rencia de calidad sonora entre la gloria griega y la celebridad romana, que se explica sin duda por la presencia o la ausencia de una tradición de cantos heroicos. La gloria griega se canta y se proclama por instituciones, poéticas y retóricas, las odas de Pin daro o de Simónides, el elogio fúnebre, nacional en Atenas. La celebridad romana circula entre los hombres, a través de rumores y cuchicheos, y se comprende que, asociada a la inscripción fune raria, haya podido servir así de modelo simbólico para la difusión del cuento. 276
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El tercer hombre
El modelo epigráfico perm ite comprender la continuación del texto. Apenas el libro ha dicho «em piezo», exordior, surge una pregunta en estilo directo: «¿Q uién es ése?», Quis ille í La pre gunta brota del lector y se dirige al libro, aunque sea el libro el que se la hace decir; ese tipo de diálogo se encuentra en las ins cripciones funerarias 12. lile en latín es el demostrativo de tercera persona, el equivalente del griego ekeinos, y designa al tercer hom bre en una situación de comunicación entre Yo y Tú. En las ins cripciones funerarias en las que Yo es la inscripción, Tú es el transeúnte, y El es el patrocinador del monumento, en otras pala bras el escriptor, el que ha dictado el texto al marmolista. Cuando se trata de un libro, el lector moderno podría tener la tentación de identificar a ese tercer hombre con el autor, en el caso presente Apuleyo. Tentación a la que sucumbe un editor de El asno de oro, que traduce fríamente: «¿Q uién soy?»; otro, tam poco m uy inspirado, había escrito: «Unas palabras sobre el autor» '3. En realidad, ese tercer hombre, el pretendido escritor, no tiene nada que ver con Apuleyo. Su nombre seguirá siendo desconocido; su historia y sus orígenes lo convierten en el doble y el negativo griego del romano Apuleyo. Efectivamente, según lo que se ha podido reconstruir, Apuleyo nació en Africa — es decir, en la provincia de África— (hacia 125), en M adaura, hoy A rgelia, que en aquel entonces era una próspera colonia romana. Este beréber latinófono procede de una noble y rica fam ilia. Cur sará sus estudios de retórica latina en Cartago, a la sazón capital de la provincia de África. Más tarde va a Atenas para aprender griego y estudiar filosofía; seguidam ente se trasladará a Roma, para volver por fin a África; pero eso poco importa. El tercer hombre, ego (2), tiene el griego como lengua materna, y en su
(1988), págs. 66-71. Paul VALLETTE, Belles Lettres, París, 1940, y Víctor B eto LAUD, Garnier, París, 1870. 12 S v e n bro
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infancia aprendió la pura lengua ática. Después marchó a Roma, para continuar su formación y aprender la «lengua del foru m », el latín. Se presenta como el escriptor de la inscripción, porque es su traductor del griego del libro escrito en latín. ¿Cuál es la verdad de este ego (2)? Una pura ficción, si exa minamos minuciosamente el arranque de su supuesta biografía: El Himeto, el Istmo y el Ténaro, tierras ática, corintia y espartana, arraigadas en la eternidad por sus ricas cosechas de libros, son la cuna de mi raza. Todo es extraño en esta formulación. Un griego no es oriun do a la vez de tres ciudades (esas tres ciudades, designadas de manera figurada, son Atenas, Corinto y Esparta), con una basta y sobra para convertirlo en ciudadano. Heredero por parte de padre de un linaje, no podría ser de todas partes sin ser de alguna en concreto. Además, las tres ciudades con las que se identifica se definen por una característica común modelada según calificati vos tradicionales, pero, en lugar de ser «ricas en cosechas» o «ricas en yeguas», se les dice «ricas en libros». Por lo tanto, ese traductor no es el ciudadano de una ciudad, sino el hijo de su len gua y no el hijo de una tierra, un hombre de ninguna parte que no tiene otra patria que las bibliotecas. Es el griego que se lee y se escribe en los libros. Ese escriptor es una ficción de la inscrip ción, el libro griego oculto en el libro latino. La inscripción le ha dado la palabra, ya que es él quien res ponde, al decir Yo, a la interrogación del lector. Ese deslizamien to también tiene su ejemplo en los epitafios, en los que el dedicatario toma la palabra a partir de la inscripción14. Pero, aquí, se advierte que el escriptor no tiene ninguna realidad social, no es más que el proceso de traducción y de escritura. Es una parte del enunciado, la que dará al texto su sonoridad latina, porque esta rá presente en el momento de la enunciación oral, de la lectura.
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(1988), p ág s. 86-87. 278
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Como si cada lectura suscitase un texto griego traducido en el acto al latín. Como si el papiro necesitara ser oralizado no sólo para existir, como toda inscripción, sino tam bién para que esa traducción tuviera realidad. El tercer hombre es el interm ediario mudo entre una voz griega y una voz latina: Ese cam bio de voz {vocis} tom ado en sí m ism o corresponde al trabajo de escritura ( s tilu s ) que hem os em p rendido ; es un arte acrobático.
La expresión stilus que designa el trabajo m aterial de la escri tura pone en el mismo plano el paso del griego al latín y el de la redacción de la inscripción. El libro, m áquina de hablar, no es un registro de cuentos latinos ya oralizados, es una m áquina de tra ducir. El escriptor im aginario ha pasado de una enunciación oral griega, el cuento, a un enunciado escrito latino, el libro, destina do a producir una enunciación oral latina, el cuento. En otras palabras, hay tan poca diferencia ente el cuento griego y el cuen to latino como entre el enunciado escrito y su enunciación oral; es una sim ple cuestión de sonoridades. El prim er Yo era el libro-inscripción, el segundo Yo es el libro-transcripción; de ahí que el escriptor ficticio se exprese lo mismo en pasado que en futuro, cuando la traducción pide dis culpas por anticipado y en presente por las faltas de latín que haya podido cometer durante la lectura: «Y ahora pedimos per dón si cometo [futuro] alguna falta — si q u id offendero— .» El futuro arrastra definitivam ente a ese Yo lejos de la ficción de un escriptor; se trata precisamente de un elemento presente en la lectura, la traducción. Y el Nosotros utilizado reúne los dos aspectos del texto, el libro de cuentos griego y el texto latino. Este mismo Nosotros vuelve a aparecer al final del párrafo: Fabulam G raecinam incipimus. Lector intende: laetaberis. E m p ezam o s u n c u e n to h e le n iz a n te . L ecto r, a te n to : no te s e n tirá s d e fra u d a d o . 279
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Ese Nosotros, que reúne al Yo del libro y al Yo de la lengua latina, asume a dos voces el exordior, «empiezo», con el que con cluía el prim er párrafo. Cabe asociarlo también al lector. Todo depende del modo como se entienda Lector intende; el verbo inten do, que significa «prestar atención», puede interpretarse por «lee con cuidado» y por «escucha atentamente». El verbo laetaberis, que significa «serás recompensado por tus esfuerzos» o «tus espe ranzas no se verán defraudadas», permite también las dos inter pretaciones. Incluso podemos acumularlas, pues el lector, según el programa diseñado para él por el libro, es a la vez narrador y destinatario del cuento. Se sentirá satisfecho como oyente si se ha leído bien a sí mismo, es decir si ha descifrado correctamente el texto escrito. Es posible, y tentador, pensar que incipimus, «em pezam os», concierne a los tres, por no decir a los cuatro, actores de la enun ciación: el libro griego, la traducción latina y el contador-oyen te. Notemos que esta m ultitud de ego sigue compuesta de anóni mos, y que si este prefacio funciona bien a partir del modelo epi gráfico, éste está alejado de su función conmemorativa: no es la gloria de un hombre, el autor, lo que va a perpetuar el lib ro 15. Yo, Lucio, entonces... El tercer Yo, ego (3), es el del contador-protagonista, del Yo del enunciado que contará hasta el final la historia de Lucio. Comienza sin presentarse, como si ya estuviese allí, en carne y hueso, como si banqueteara con amigos o anduviese por un cam i no. Un hombre a quien todo el mundo ve, al que todos conocen y cuya historia algunos ya han escuchado. Ese Yo seguirá estan do ahí en desenlace, pero habrá cambiado lo suyo para entonces. Y es que el lector se enterará al final de que la historia de Lucio era la de la conversión de uno de los diez grandes sacerdotes del culto a Isis y Osiris en Roma.
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(1988), págs. 63-67. 280
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Así pues, este protagonista-contador es introducido por una enunciación ficticia que reproduce la posición de enunciación del contador tal como podemos captarla a lo largo de El asno de oro. Enunciación ficticia, presentada como tal gracias a la estrategia de los tres Yo del prefacio. Sin enunciación ficticia, sin máquina de tra ducir y provocar sonidos latinos, ¿cómo escuchar a un contador grie go relatar su historia «en la lengua del forum », como dice Apuleyo?
El libro de una sola lectura y un solo lector Pero ¿por qué un rodeo tan largo? Apuleyo es un romano que habla latín, y su protagonista, Lucio, sacerdote de Isis en Roma, se gana la vida como abogado, lo que prueba que también habla per fectamente latín. ¿A quién y para qué sirve el traductor? ¿Para qué y a quién sirve el libro? Ya que él no puede reemplazar al narrador. Y hay tantos narradores por la noche en la plaza, tantos viajeros a quienes invitar a su m esa... ¿Para qué, pues, el cuento sin la convivialidad que crea? ¿Qué placer puede proporcionar esta manera de contarse el cuento a sí mismo? Lo que no se hace ni en un ban quete, donde se comparte todo con quienes están al lado, ni andan do — por lo demás, no resultaría nada cómodo desenrollar un uolumen detrás del asno de uno o encaramado en él— ni tampoco hilando y tejiendo la lana. El libro, en la Antigüedad, no es un compañero de viaje. ¿Dónde está el contador polvoriento con su extenuado caballo cogido por el ronzal? ¿Dónde está el aventurero m utilado por los vampiros, que descubre al final de la historia una faz roída sin nariz y sin orejas? El cuento no se puede decir en cual quier sitio ni a cualquiera. Su verdad extraordinaria sólo suena bien en determinados lugares y en ciertas ocasiones '6. ¿Qué desierto
16 Los etnólogos africanistas han puesto de manifiesto que el paso de lo oral a lo escrito corre parejas con un cambio cualitativo del texto. C f. Graines d e paroles. Puissances du verb e e t traditions orales, Ediciones del CNRS, Paris, 1989, en par ticular el artículo de Maurice HOUIS, «Pour une taxinomie des textes en oralité», págs. 167-183. 281
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pedregoso batido por los vientos, qué vivac en lo profundo de un bosque anatolio permite oír el relato de la heroica muerte de los bandidos, ladrones de bancos de atroz valentía, impregnados de odio y de desesperación? La lectura solitaria siempre es decepcio nante, porque representa la ausencia del cuerpo del otro, de su voz, de su aliento, de ese cuerpo que da fe, marcado de cicatrices, que el relato comenta, o de ese cuerpo que ha cambiado de identidad con esa mirada venida de allende; la lectura solitaria no conoce cielo ni tierra, ni noche ni día. ¿Cómo podría leerse y releerse El asno de oro por el mero pla cer de leer? El lector necesita otro objetivo. El libro tiene el doble defecto de m ovilizar el cuerpo demasiado o no lo bastante: dema siado, porque dificulta los gestos del que lee, cuya cabeza y bra zos le sirven para sostener y mirar el libro (parece además que un lector debiera estar necesariamente sen tad o )17; no lo bastante, puesto que deja vacante el cuerpo del oyente, privado de los pla ceres de la música. Mas si el romano que busca en los libros el saber que le falta acepta someterse a la disciplina austera de la lectura, lo hace de mala gana y no ve con claridad a qué saber podría conducirle la lectura de los cuentos, salvo al de los cuen tos mismos. La alternancia entre contador y oyente supone una situación de circulación social de la palabra en la que el cuerpo esté ocupado en otra cosa, el objeto-libro no encuentra a llí su sitio, es evidente que el contador no lee para los demás. Ahora queda una últim a posibilidad: un lector autónomo que se leyera a sí mismo los cuentos de Apuleyo y encontrara placer en el relato de esas historias extraordinarias que se susurrara a sí mismo. La hipótesis no está excluida, aunque pueda pensarse que, en este caso, la entropía cultural alcanzaría su máximo grado, puesto que, al encerrarse en sí mismo el lector como una mónada, habría desaparecido por completo el efecto de sociabili dad del cuento. Aun en el caso de que el lector interpelado por el prefacio encontrase algún placer en ser su propio contador, ese
17 Cf. P l in io e l J o v e n , Cartas, II, 19 , 2 y ss. 282
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placer nacido del asombro, y sólo del asombro, no podría tener lugar más que una vez. ¿H ay que im aginar el precioso m anuscri to destinado a una única lectura? Y es que un cuento fijado por escrito no podría tener la m ism a vida que un cuento oralizado contado sin cesar, pero siempre de manera diferente. Preferimos creer que esta prim era lectura no es más que el punto de partida de una nueva oralidad, que el libro de Apuleyo es del tipo compendium y proporciona a los contadores m ateriales que reutilizarán. Veamos cómo. El prim er lector de El asno de oro, a través de un prim er susu rro, será el prim er contador latino de las historias contadas por Lucio. No lee por leer ni por el mero placer de oír cómo le dicen un cuento, lee para contar a su vez y lanzar a la voz popular his torias que circulan, una nueva generación de cuentos venidos de otras latitudes. Lee los cuentos de El asno de oro como todos esos romanos que se «nutren» de libros con el fin de encontrar en ellos m ateria para sus propias p alabras18. El libro es una «bode g a » , una «fresquera», un «granero»: el narrador extraerá de él lo que más le guste, para contar tal o cual episodio, al igual que hoy los editores publican, a partir de Las m il y una noches, Los via jes de Simbad, o un cuento aislado, como A ladino y la lám para m aravi llosa, para que los padres puedan leer o contárselos a los hijos. Contar de otro modo, adaptarse al auditorio, recomponer indefi nidamente, significa volver a empezar la oralidad a partir de la escritura. Esa es precisamente la promesa que se hace al lector en el prefacio de El asno de oro. Pero, al mismo tiem po, es cierto que el m urm ullo de la lectura en sí es ya el m urm ullo del cuen to oralizado, y que el lector, al prestar su voz a Lucio, recibe del libro como recibiría de un contador los relatos que recompondrá a su vez. Esto ha sido posible por la naturaleza particular del sermo, por la hum ildad cultural del cuento, palabra casi sin m aterialidad sonora, que no tiene necesidad de ser «actuad a»; y, asim ism o, por la práctica del cuento que, modelado a partir de 18 Sobre el libro-alimento de la palabra, cf. V ale t te - C a g n a c (1993), págs. 86-179: cf., supra, «El banquete erudito y el libro que nutre», págs. 214 y ss.
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los relatos de viajeros, hace que se confundan narrador y prota gonista, dándose por supuesto que cada uno ha de contar su his toria o una historia que le ha contado a él el individuo al que le sucedió. En últim o extremo, un solo lector y una sola lectura bastarían para este papiro precioso y frágil cuya m ateria im pide una m ani pulación frecuente y desordenada; un solo lector cuyos esfuerzos de desciframiento se verán compensados por el placer que expe rim entará cuando, a su vez, tenga que contarlo. La ficción de un relato hecho por un tal Lucio le perm itirá decir el cuento en p ri mera persona. Lo dirá, no lo leerá. Algunos filólogos han lanzado la hipótesis de que lo que denominamos hoy «novelas griegas y latinas» pudieran haber sido objeto de lectura colectiva en vela das nocturnas '9. Su hipótesis descansa en una confusión entre los que uno de ellos denomina doctamente los narratarios in tradiegéticos y los narratarios extradiegéticos; dicho de otro modo, los per sonajes que escuchan los cuentos en el relato y el lector del libro. Para ellos, Lucio detrás de su montura o en el banquete de Birreno sería la im agen del lector de El asno de oro. Lo que equivale a olvidar las situaciones de enunciación, y a confundir el cuento contado y el cuento leído, la lectura para sí, lectio, y la palabra viva. Resulta imposible im aginar para esos cuentos una lectura pública, recitatio, ya que ésta tiene sus reglas, sus condiciones de enunciación, y se leen en ella textos de géneros perfectamente definidos20. La palabra de comunicación, sermo, no cabe en este caso. En fin, y acaso sobre todo, no se comprende bien, si se u ti lizaba ese modo de lectura colectiva, por qué el libro no lo con templa. Puesto que no propone más que dos modelos: el lector solitario o el oyente de un contador en situación, este últim o solo o en el seno de un grupo. Por lo tanto, si nuestra hipótesis es exacta, el libro de Apuleyo sirve de enlace entre dos oralidades, no es un monumentum, una obra maestra de la cultura destinada a inm ortalizar el nombre de 19 M . F u sil lo , Naissance du roman, op. cit., pág. 185. 20 Cf., infra, págs. 291 y ss.
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su autor, puesto que no tiene autor, y ninguno de los tres Yo del prefacio remite a Apuleyo de Madaura. Seguramente Apuleyo no tiene tanta prisa por morirse como para erigirse un mausoleo en vida. Su libro no está dedicado a su gloria personal, sirve única mente para reinyectar en la voz del pueblo una nueva generación de cuentos, m ediante la creación de una prim era vez, sin que esta prim era vez lleve la marca de un inventor. Sólo la escritura puede crear así un relato sin sujeto real, donde los Yo que relatan se encajan los unos en los otros, y en el centro de todo el Yo de un asno, el cual a su vez recuerda que es una ficción del relato 21: H e aq u í cómo a la do n cella cau tiv a, la v ieja chocha, m edio beoda, le h acía cuentos. Y yo, a c ie rta d istan cia, m e desespera ba, por H ércules, por no tener ta b lilla s n i e stilete para tom ar nota de una h isto ria tan b ella.
Para acordarse, el asno Lucio hubiera necesitado escribir el cuento de Amor y de Psique, hipótesis doblemente irrealizable; ya que no tiene el m aterial a su disposición, y ese m aterial no le hubiese resultado de ninguna utilidad, ¿cómo escribir con las pezuñas de asno? Por consiguiente, no cuenta ese cuento de memoria, es una creación del texto, como la caverna de los ban didos n . El asno es escritura. Así pues, el libro de Apuleyo debe llevarnos a modificar algo nuestra perspectiva tradicional sobre las relaciones posibles entre escritura y oralidad: dado que sólo nos im aginam os un movi miento de sentido único, los cuentos, transm itidos primero por la tradición oral, en seguida son fijados, un día, por escrito. A quí, salta a la vista, no hay nada. El libro no sirve para fijar ni para detener una oralidad previa, sino para captarla, transformándola por la escritura y la traducción, y después para relanzar los nue vos cuentos al circuito de la oralidad.
21 El asno d e oro, VI, 25. 22 Cf. supra, págs. 255 y ss. 285
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Lecturas pornográficas Se conoce otro Lucius, la m ism a historia del hombre conver tido en asno, atribuida a un siriaco, Luciano de Samosata (o más bien el Pseudo-Luciano)23. E incluso hay un tercer Lucio-asno — pero el texto se perdió— de un tal Lucio de Patras ¿Posteriores? ¿An teriores a El asno de oro? Poco importa, no estamos en la im itación y la reescritura, sino en la recomposición oral; cada cuento borra a los otros en el momento en que es dicho, no está cogido en una intertextualidad. Cuando se compara el texto del Pseudo-Luciano y el de Apu leyo, su diferencia es la que va de lo sencillo a lo m últiple. La his toria, resumida, es la m ism a, pero el cuento escrito en griego es único, sin albergar otros cuentos intercalados, sin el prefacio y sin el episodio final de la conversión del protagonista a la religión isíaca: Lucio regresa «sano y salvo a sus lares». No hay ni trenza do ni escritura que se dé por tal. El relato comienza por «Yo, Lucio» y no es más que la transcripción de una enunciación fic ticia. Ese Lucio, interesado asimismo por la brujería, no se mues tra en cambio ávido de cuentos; bajo su piel de asno no escucha las historias de los hombres. Veamos, por ejemplo, cómo resume el banquete de los bandidos: Se les sirve un abundante refrigerio, y la conversación de esos bandidos no acaba nunca.
23 Éditions Jean-Claude Lattés, París, 1979. En la actualidad, la edición popu lar hace de él un texto pornográfico. Así pues, encontramos a este Lucius editado con sobrecubierta negra en «Les Classiques interdits». La portada de cubierta reproduce la fotografía, en primer plano, de una combinación de mujer; el rayón negro y brillante, con un poco de encaje, deja ver la blanquísima piel de un seno. Puede leerse en la contraportada: «Del rosa al negro, los múltiples reflejos que ha adquirido, adquiere y adquirirá siempre el amor en la imaginación de los hombres a través de los textos más célebres o los más curiosos. Prohibidos durante mucho tiempo, eran patrimonio exclusivo de unos pocos espíritus libres. Helos aquí al alcance de todos.». 286
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El desenlace del relato, en vez de estar impregnado de aque lla atmósfera m ística aportada por los dos dioses egipcios Isis y después Osiris, que se aparecen al asno, es una farsa obscena. Lucio, que en forma de asno había dado com pleta satisfacción como amante a una dama, transformado de nuevo en un bello joven, se plantea continuar sus relaciones con ella. Pero, al verle desnudo, la dama ordena a sus esclavos que lo echen: «¡P o r J ú p ite r ! — dice e lla — , no era de ti, era d el asno de quien yo estab a enam orada; con él y no co n tigo he yacido ; p en saba que h abrías conservado la b ella y g ran m u estra que d is tin g u ía a m i asno. Pero veo que en lu g a r de ese ú t il y encantador an im al, ya no eres, tras tu m etam orfosis, m ás que un m o n o ...» A l alb a, sin haber podido recuperar m is ropas, corro al barco y cuento riendo m i infortunio a m i herm ano.
Esta dama, devota únicamente de Príapo, sólo considera el amor como una cópula bestial, no ve la belleza de un cuerpo humano — Príapo es el más feo de los dioses— sino exclusiva mente su sexo; para ella, Lucio reducido a dimensiones de antropoide es un mono. El Lucius del Pseudo-Luciano pertenece al género de los cuen tos milesios, de los que conocemos otros ejemplos en Roma, como «La matrona de Efeso» y «El efebo de Pérgamo» en El S ati rico n 24. Esas historias giran siempre en torno a aventuras eróticas en las que las mujeres y los adolescentes invierten los comporta mientos sociales establecidos manifestando sólidos apetitos sexuales. Esos cuentos se dicen en situaciones particulares: así, Eumolpo cuenta la historia de la matrona de Efeso en el curso de un banquete en el barco de Licas. Los comensales, que momentos antes se peleaban entre ellos y que acaban de reconciliarse, per manecen silenciosos y la atmósfera carece de calor convivial. El viejo poeta, renunciando por una vez a declamar, lo que hubiera
24 P e t r o n io ,
El Satiricon, 111 y 8 5 . 287
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supuesto poner a la gente de mal humor, capta la atención de todos prometiéndoles un cuento sobre una m ujer ligera. Tras prometerles que les ahorraría «las tragedias de otrora y las heroí nas conocidas desde hace siglo s», anuncia que va a relatarles «una aventura que aconteció en su época». El efecto de lo que cuenta es radical, los marineros acogen el final de la historia en medio de risas, y los comensales, por su parte, parecen contaminados por la atmósfera de la fábula m ilesia. Las lagunas del manuscrito hacen que ignoremos en qué con texto preciso relata el mismo Eumolpo la otra fábula m ilesia de El Satiricon, el cuento del efebo de Pérgamo. En todo caso, el efec to sobre Encolpio es igualm ente saludable: el joven, que poco antes se sentía abrumado por la traición de su amante Gitón, es revigorizado del todo, acaso sea un eufemismo, por esta historia licenciosa: « Erectus his serm onibus». ,.25. Por lo tanto, cabe la posibilidad de que los diferentes tipos de cuentos correspondieran a situaciones de enunciación distintas, ya que los cuentos milesios estaban destinados a banquetes en los que los invitados esperaban de los sermones que corrían de lecho en lecho una estim ulación erótica. Desde este punto de vista El asno de Luciano es un relato homogéneo, y sería calificado en inglés actual como erotic fiction . Pues cuenta únicamente aventu ras eróticas del joven y después del asno en que se convierte, aventuras amenizadas a menudo con sadomasoquismo: la ficción está lim itada al dominio de Príapo, cuyo anim al em blem ático es el asno. ¿Hubo una razón particular para transcribir este cuento? El furor archivador de los griegos helenísticos no perm ite esta blecer un criterio. Un m anual para uso de los contadores En cualquier caso, los cuentos milesios ya no necesitaban ser introducidos en la latinidad en la época de Apuleyo. Petronio 25 Thierry ÉLOI, «Amoureux des fragments de discours. La parole plurielle du héros romanesque dans le Satiricon», en Paroles romaines, PUN, Nancy, 1994, cap. 10. 288
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indica que ese género ya era productivo en latín en tiempos de Nerón.26 Ciertam ente, en El asno de oro hay cierto número de fábulas m ilesias en las que unas esposas engañan a sus maridos y que podrían titularse «La m ujer del panadero», «La m ujer del jornalero», «La m ujer del decurión»..., pero también hay otros muchos estilos de cuentos, en particular relatos melodramáticos en los que inocentes víctim as y traidores infames sucumben unos después de otros. Esta diversidad fortalece nuestra hipótesis: la historia de Lucio en El asno de oro no es un cuento sino una caja en forma de cuentos donde se almacenan mediante la escritura diferentes tipos de cuentos, destinados a m ultiplicarse gracias a infinidad de contadores, y cada tipo se desarrollará en la situación enunciativa que mejor le corresponda. Es una especie de enciclo pedia del cuento que propone modelos de fabricación a partir de ejemplos reagrupados en series que permiten establecer reglas de composición. El propio libro señala qué uso cabe hacer de estos relatos reunidos en el episodio de la cueva de los bandidos. El novio de la seductora doncella tomada como rehén y guardada en la cueva consigue hacerse pasar por un bandido, Hemo de Tracia, inventando una historia de ladrones cuyo protagonista habría sido él, exactamente según el modelo de los relatos oídos en el banquete. Las dos únicas formas de entrar en la cueva de los ban didos es ser asno o contador, lo que, finalmente, viene a ser la mism a cosa. Por consiguiente, si el lector de El asno de oro acaso encuentra placer en descubrir historias nuevas descifrando por prim era vez el manuscrito de Apuleyo, ese placer no es la finalidad de la lec tura y seguramente no acompañará a sus relecturas. Busca un saber de contador y esta búsqueda justifica el esfuerzo de la lec tura: intende... laetaberis.
26 La primera colección de cuentos milesios en griego por Aristides, en el siglo I a.C., se tradujo en Roma por un contemporáneo de Cicerón, un noble romano llamado Lucio Cornelio Sisena. 2H9
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La lectura-traducción como modo de paso entre dos oralidades H abría mucho que decir sobre la figura de Lucio el barquero, el intérprete explorador ideal bajo su piel de asno de los m iste rios de Grecia; este protagonista narrador que también va de Grecia a Roma geográfica y lingüísticam ente, y de Eros a Isis religiosam ente, pasando por Príapo, es también el que al conver tirse en sacerdote de un culto egipcio abandona la fábula m ilesia, oral y escabrosa, para ser el hombre del papiro y de la escritura sagrada y tras haber conocido de modo sucesivo tres iniciaciones. El carácter extraño de esta figura del narrador, así como el enigm a planteado por el prefacio concuerdan, no obstante, con cierta representación romana de la traducción, y más en general con la manera en que los romanos relatan la transferencia de la cultura griega a la cultura romana27. La traducción se expresa a través de metáforas del tejido escritural. Por ejemplo, cuando Catulo escribe su larga pieza, Las bodas de Tetis y Peleo, el poema se metaforiza en tejido. «Todo se desarrolla como si Catulo emplease una cadena griega — el m aterial tradicional de su poema— para introducir su propia tram a latina. Como si el mejor texto estuviese formado por una cadena griega y una trama de palabras latinas.» Otra forma de traducción se expresa en Roma a través de la m ism a im agen del tejido: esta traducción es la que perm ite inter pretar los Libros sibilinos. Son éstos una colección de textos g rie gos en verso, atribuidos a una sibila. Se consultan cuando se pro ducen prodigios que Roma ha de expiar para restablecer la concordia con los dioses. Los oráculos se interpretan de la mane ra siguiente: los sacerdotes encargados de esta función, los decenviros, eligen al azar una línea en el libro; a continuación, las letras que componen esta línea son dispuestas verticalm ente y forman
27 John SCHEID y Jesper SVENBRO, «Paroles tissées. S u r le tissage langagier à Rome», en Paroles romaines, op cit.
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la inicial del poema latino, que escribirán los sacerdotes y pres cribirá rituales expiatorios romanos. Esta columna vertical de letras procedentes del texto griego forma el orillo, praetextum , de un tejido constituido por el poema latino. A sí pues, el texto es, como su nombre indica, el resultado de un tejido que «significa la unión entre el hexámetro seleccionado, petrificado e inaltera ble, y la secuencia de los versos que van a generarse en previsión de una situación de crisis. Significa el entrelazamiento del enun ciado “duro”, tradicional, y de su exégesis, flexible y atenta al presente» 28, nosotros diríamos que a las condiciones de enun ciación. La lectura de los Libros sibilinos, la interpretatio de los decenviros, es al mismo tiempo una traducción del griego al latín y una oralización de lo escrito, pero asimismo el paso de un enunciado ligado a la cultura griega a un enunciado inserto en la cultura romana: una lectura de este tipo perm ite tomar cierta distancia en relación con el enunciado de origen y reformularlo en función de las circunstancias. Volvemos a encontrar aquí una técnica de recomposición oral a partir de un texto — el lector no es esclavo del escritor, no está sometido a sus palabras— que sería, si se nos ha seguido hasta aquí, la del contador-lector de El asno de oro. La escritura no sirve para fijar una actuación oral con vistas a con servar su enunciado, sino, por el contrario, para recomponer una nueva actuación oral a partir de este enunciado, lo que im plica un nuevo enunciado, jamás oralizado todavía. En este punto, volvemos a encontrar una utilización conjun ta de la escritura y de la composición oral que crea un tipo de memorización m uy particular al reunir memoria escrita y memo ria oral. Hay sin duda creación de monumentos, se conservan y archivan textos que servirán de referencia, pero hay al mismo tiempo una evolución permanente de los textos realmente pro nunciados. El modelo cultural de este uso tan particular de la escritura
28 Ibid., pág. 150. 291
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hay que buscarlo en el corazón mismo de la cultura romana, en la religión y sus rituales. Se trata de lo que E. Valette-Cagnac denomina «una doble enunciación»29 y que volvemos a encontrar con ocasión de la lectura de fórmulas rituales, lectura que reali zan conjunta y solidariam ente un sacerdote — con frecuencia un pontífice— y un magistrado. La fórmula, carmen, la dice una p ri mera vez el sacerdote, la lee en las tablillas, un viejo libro, un uolumen, o la recita de memoria; el magistrado repite la fórmula en voz alta. El primero «sopla» al segundo, praeit, es el auxiliar de la memoria colectiva; el segundo tiene la autoridad política para dar a la pronunciación de la fórmula su valor performativo. Pero ninguno de los dos puede, legalm ente, proceder sin el otro. Ciertamente, esta manera de hacer se explica por la necesi dad m uy romana de la exactitud formal; las fórmulas han de decirse sin titubear, sin farfullar y sin perm utar los términos, palabra por palabra, uerbatim . Pero es preciso subrayar también que entre la prim era lectura y su reproducción puede deslizarse una modificación que la actualización de la fórmula haya hecho necesaria. Así, Escipión Emiliano 30 debía celebrar, como censor, la clausura del lustrum , un período de cinco años durante el cual los censores proceden a elaborar el censo de la población; en esta ocasión ha de pronunciar votos según la fórmula tradicional que un escriba le «sopla», leyéndola en tablillas. Hasta entonces, el censor hace votos por que el Imperio sea cada vez más grande y próspero. El vencedor de Cartago, preocupado por la formidable expansión romana hacia O riente, cam bia la fórmula y solamen te hace el voto de que los dioses conserven a Roma en sus lím i tes actuales. La modificación queda grabada y la fórmula «sopla da» al censor siguiente será la de Escipión, que habrá quedado reflejada en el acta de la ceremonia. Porque todo acto público da lugar a un acta. Es éste un ejemplo extraordinario de la manera en que escri op. cit., págs. 380 y ss. 10; ejemplo citado y comentado en V a le tte -C a GNAC, op. cit., págs. 417-418, y cuyo análisis retomamos. 29 V ale tte - C a g n a c ,
30 VALERIO M á x im o , IV,
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tura y oralidad pueden combinarse para producir una memoria movediza y pública. El argum ento es una ficción, Escipión pro nuncia su fórmula como si fuese la que le «sopla» el escriba, que anota la fórmula de Escipión como si ésta existiera desde siem pre. Del mismo modo, en la tradición oral la nueva fórmula es también la más antigua, puesto que hay una reactualización per manente de la tradición sin que haya nunca ni historia ni evolu ción, sino solamente una negociación contextual. Sin embargo, en Roma, en lugar de ser privativa de sacerdotes de la Memoria, como los aedos homéricos, cuya competencia no está sometida al control de ninguna autoridad política, esta negociación está regi da por el poder político bajo el control de los sacerdotes y con la garantía de una memoria escrita. En este sentido, la más an tigu a religión romana sum inis traba el modelo de lectura a dos voces que libera un espacio entre el descifram iento de un texto y su reinyección oral en la vida social. Por lo tanto, en esta desviación es donde inscrib i mos la reactivación de los cuentos de Apuleyo por contadoreslectores, la recomposición y la traducción de la poesía griega erótica reciclada en los lusus de com issatio, la transferencia del teatro griego a los escenarios romanos. El texto fijado no es sino un momento de mem oria petrificada entre dos palabras vivas. Sólo es reanimado una vez, reemplazado por su sucesor que ten drá idéntico destino. En el mejor de los casos, acabará en los archivos o en una biblioteca, bajo montones de polvo. Se trata de una m emoria que, como técnica de conservación escrita, sólo conoce el acta.
Lectura p a ra algunos: la recitatio En contraste con esta escritura-lectura-recomposición oral que sirve de fundamento a la cultura del cuento, existe otra secuencia que asocia escritura, lectura y oralidad, pero en la cual es la lec tura oral la que sirve de paso entre dos escrituras conservadas en libros. Esta secuencia es el fundamento de la cultura oficial. Defi293
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nida así, se trata de una práctica m uy conocida del Imperio, la recitatio o lectura pública. En las postrimerías de la República se adueña de los romanos de clase alta una fiebre por la escritura b e lla31: Mutauit mentem populus leuis et calet uno scribendi studio... scribimus indocti di etique poemata passim. El pueblo romano es inconstante y ha cambiado de menta lidad, sólo le inflama la pasión de escribir... instruidos o no, todos escribimos poemas.
Consagran sus ocios a redactar, a veces en tiempo-récord, epo peyas, tragedias, poemas eruditos, tratados filosóficos o retóricos y relatos históricos. Quizá esos escritos les aporten una gloria nueva, acaso su nombre se relacione con un libro-monumento, por haber introducido en la latinidad una nueva forma o contri buido al prestigio literario de Roma conforme al espíritu alejan drino, im itando a uno de sus predecesores. Con el Imperio, esta fiebre se torna furor. Pero escribir no basta, es preciso además que el hecho de escribir entre en el dominio público a fin de ilustrar a su autor. Éste será el papel de la recitatio. La ambición de los autores es leer en voz alta sus obras a los amigos, pues un libro no se editará hasta tanto no haya experimen tado la prueba que los romanos llam an recitatio, lectura pública32. En Roma, civilización del libro, del archivo y del escrito33, úni-
31 H o r a c io , Epístolas, II, 1, 108-109, y S éneca el R e t ó r ic o , Controversias, IV, pref. 2. 32 Sobre la recitatio, cf. V ale t te -C a g n a c , op. cit., págs. 443-503, a quien debemos lo esencial de este capítulo; y F. DUPONT, «Une nouvelle parole, entre écriture et oralité, sous l’Empire: la recitatio», actas del coloquio The Roman Cul tural Revolution, Princeton, marzo, 1993. Eckard L efevre , «Die römische Lite ratur zwischen Mündlidchekeit und Schrftlichkeit», en Gregor VOGT-SPIRA (ed.), Strukturen d er M iindilichkeit in d er röm ischen Welt, Tubinga, 1990. 33 G. A c h a r d , La C om m unication à Rome, op. cit., págs. 183-198, habla, acer tadamente, de «despotismo de lo escrito».
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camente la palabra oral es prestigiosa, sólo ella puede probar la capacidad de un hombre de dominar el lenguaje. Incluso tratán dose de «literatu ra», aun cuando la obra creada esté escrita y des tinada a convertirse finalm ente en un libro, no existe, y su autor tampoco, si no se la ha leído públicam ente ante un auditorio selecto de amigos, a su vez autores potenciales, acompañados de sus clientes. Es más, la recitatio no es un preámbulo, la presenta ción del libro a algunos que precede a la lectura de la obra por un público más amplio. Las dos lecturas son dos enunciaciones dife rentes, la prim era se inscribe en un sistem a de don y contra-don, los officia que traman la am istad aristocrática romana. U n ritual identitario de la nobleza romana En efecto, la recitatio obedece a un ritual social que se puso en marcha con rapidez ya en el reinado de Augusto, y que la aristo cracia romana ha convertido en una práctica identitaria, reem plazando en cierta m edida, pero sólo en cierta m edida, a la an ti gua oratio, discurso p ú b lico 34. Bajo la República la palabra pública, oratio, es para el político, es decir, la figura ideal del ciudadano, un medio de actuar y de afir mar su identidad en la jerarquía sociopolítica del populus; dicho de otro modo, su rango. La práctica de la oratio la sitúa, pues, en una cultura de la oralidad, ya que el efecto reflexivo de la oratio sobre el orador, es decir, su eficacia social desde el punto de vista del sujeto, se realiza únicamente con la enunciación. El orador necesita el forum , o la curia, la presencia de otros ciudadanos romanos que le escuchen. El orador, para existir, precisa de este acontecimiento que es el discurso pronunciado, de esta relación única y efímera que se establece entre el orador y su auditorio. El discurso escrito e incluso leído, es decir, no «actuado», sino reducido a un texto, haría imposible el acontecimiento. El sujeto del enunciado no 34
OVIDIO, Tristes,
IV, 10, 45-50 y 57-58; ex ilia d o en tierras d e b árb aro s, O v i
d io se la m e n ta d e n o p o d er d ar u n a recita tio p o r fa lta d e u n a u d ito rio c u ltu r a l m e n te c o m p e te n te , lo q u e eq u iv a le a u n a m u e rte so cial.
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puede sustituir al sujeto de la enunciación, ni el lector desempeñar el papel del orador. Hasta el punto de que una oratio siempre es improvisada; preparar un discurso no supone componerlo de ante mano, sino entrenarse para su actuación. La oratio reducida a su enunciado, registrada mediante la escritura, es una palabra social mente muerta, sin eficacia oratoria. Lo cual es una necesidad, una evidencia social y cultural, puesto que si no a un romano sin naci miento ni honorabilidad le bastaría con ser un buen actor y leer un discurso escrito según las reglas para usurpar el prestigio social, la dignitas, ligada a la figura del orador. Por lo tanto, la recitatio va a recuperar todos los efectos sociales de la antigua oratio, a la vez que pierde sus efectos políticos y enun ciativos. Ya no se tratará de convencer, sino de mostrar que se es capaz de crear el discurso que persuade. No se juzgará al recitator por una actuación real sino por una actuación ficticia en que pon drá de manifiesto su competencia. Usará de este modo una combi nación de escritura y de oralidad, que da a su texto escrito y leído las cualidades de una palabra oral ficticia. El texto es necesariamen te escrito, puesto que la palabra dominada del orador no encuentra ya lugar donde poder crearse al instante. Las palabras dominadas y prestigiosas quedan en lo sucesivo confinadas en la escritura monu mental, la que fabrica para Roma los monumentos identitarios de su cultura a partir de una reescritura de las obras anteriores, inscri biéndose en la larga cadena de las imitaciones que parten de los tex tos canónicos de la Biblioteca de Alejandría. El texto es un enun ciado fabricado a partir de una enunciación ficticia. El recitator va a dar a estas futuras momias unos instantes de vida. Por consiguiente, un escritor — en el sentido estricto del térmi no, scriptor, es decir, un hombre que ha compuesto un texto plasma do por escrito, haya o no trazado él mismo las letras— lee ese texto en alto ante un círculo de amigos. Ese texto es un poema lírico o épico, una obra de teatro, es decir, un poema dramático, un relato histórico o incluso un discurso, un alegato o un fragmento del léxi co de un autor” . Hay que subrayar que están excluidas de las lectu 35 P l in io e l J o v e n ,
Cartas, VII, 17,1-4. 296
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ras públicas las obras que utilizan el sermo, como los diálogos filosó ficos o los cuentos, ya que el sermo para los romanos es el «grado cero» de la escritura, supone un uso únicamente vehicular de la len gua e implica un ideal de transparencia que no permite, en conse cuencia, una recepción que se focalice sobre el estilo, verba, como es el caso — ya lo veremos en la recitatio— , y no sobre el tema, res36. La recitatio tiene la particularidad de constituir una situación de enunciación sin enunciado específico. En ella los enunciados son producidos todos por enunciaciones ficticias. La tragedia está escri ta como si fuera a ser representada, el poema lírico como si fuera a ser cantado; enunciados en la recitatio, sólo pueden dar la impresión de estar inacabados. Además, la mayoría de estas enunciaciones fic ticias no pertenecen a la tradición romana, como la poesía lírica o la epopeya; por lo tanto, se trata más bien de enunciaciones ficticias griegas. Así pues, para desarrollar este género de escritura en Roma, solamente es posible esta enunciación desfasada llamada recitatio. Una identidad fonética de la escritura subyace a este juego entre enunciación ficticia y enunciación desfasada, lo que convierte a ésta en la transcripción de una palabra oral, dando la imagen ilusoria de un registro exacto. Sin duda semejante ideología está ligada a la naturaleza alfabética de las escrituras romana y griega que, según los antiguos, utilizan las letras para «representar» los sonidos37. Esta discordancia entre la enunciación que im plica el género del enunciado, la tragedia, el poema lírico o el alegato y la enun ciación propia de la recitatio despoja al texto leído de su sign ifi cación pragm ática, es decir, de su eficacia. Por ello los oyentes no pueden juzgar directam ente los efectos del texto como enun ciación. Solamente pueden im aginarlos a partir del enunciado, apreciando su escritura, su compositio. Esta recepción de la recita tio recuerda a la del público que asistía a festivales de poesía en la Grecia clásica, pero sin el suspense que provocaba el concurso. De
36 Sobre el serm o como discurso vehicular: C ic e r ó n , D e oratore, 61 y 113. 37 Françoise DESBORDES, Idées rom aines su r l'écriture, Presses Universitaires de Lille, 1990, págs. 78 y ss. [Existe versión española: C oncepciones sobre la escritura en la a n tigü ed ad romana, Gedisa, Barcelona, 1995.] 297
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hecho, los oyentes están en una posición profesoral, es decir, crí tica, frente a este ejercicio de estilo sobre el que solamente expre sarán un juicio técnico. Están en la m ism a situación que los pro fesores invitados al banquete de Aulo G ellio 38. Los oyentes escu chan atentam ente las palabras de la recitatio pero centran su inte rés en su aspecto puram ente formal donde la verdad, res, no está en juego. Así, Plinio el Joven cuenta cómo asistió a la primera recitatio de un jovencito de m uy buena fam ilia, la Calpurnia, que leyó un poema relacionado con la astronom ía39. El público quedó encantado, pero no por los conocimientos científicos del mucha cho, pues seguramente los propios oyentes no tendrían ningún tipo de conocimiento sobre el tema, sino por los excelentes ver sos y la belleza variada de su estilo. Las estrellas eran un simple pretexto para un ejercicio literario. Con la ayuda de este ejercicio escolar el joven demostró que dominaba perfectamente la lengua, es decir, que tenía las capacidades técnicas de un orador. En nin gún momento intentó convencer a los asistentes de la veracidad de sus palabras, sino de su virtuosismo retórico, lo que en otros tiempos le hubiera augurado una estupenda carrera en el foro. La indispensable reciprocidad El recitator necesita siempre de unos oyentes que participen activamente en la lectura. Son ellos los que le reclaman — sola mente da.comienzo a la lectura cuando el público lo pide— , los que le animan a seguir con sus aplausos, y los que al final le pre sentarán sus críticas. La recitatio es tan importante en la vida de un noble romano que asistir a estos actos es considerado un deber del cliente, un deber moral y social40. No se trata, simplemente,
38 Cf. supra, pág. 213. Con la pequeña diferencia de que los comensales de Aulo Gelio no hacían más que celebrar monumentos reconocidos, mientras que en este caso se trata de apreciar obras nuevas. 3’ P lin io el J o v e n , V, 17, 1. 40 Por eje m p lo , P lin io el J o v e n , 1, 8 , 2 y passim ; H o r a c io , Arte poética, 419452; S é n e ca , Epistolas a Lucilio, 122, II; P lin io el J o v e n , VIII, 12, 1.
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de asistir a la lectura de forma pasiva, sino de em itir luego ju i cios sobre la calidad del texto4'. El acontecimiento pone a prue ba las virtudes amistosas de los participantes: el rigor intelectual, la honestidad y la franqueza de cada uno serán valores apreciados por los oyentes, al igual que lo serán la lucidez y la modestia del recitator al aceptar las críticas y corregir debidam ente su texto. Existe una ética de la recita tio: un hombre de bien nunca se nega rá a escuchar a un am igo recitar, incluso si ese deber le quita tiempo, de igual manera que no puede negarse a ayudarle en sus causas y otros asuntos públicos. Más aún, deberá anim arle a dar recitationes y sacudirle la modestia, reprocharle su falta de am bi ción, más o menos fingida, naturalm ente42. De igual manera, se unirá al resto del público para anim arle en su lectura y exigirá que la obra sea leída íntegram ente de principio a fin, incluso si esto im plica que se prolongue dos o tres días. Por últim o, cuan do él escriba una obra que merezca ser oída, no atosigará a sus am igos, como si se tratase de devolver un favor, sino que espera rá que ellos mismos le obliguen a hacerlo con sus insistentes amonestaciones. De forma recíproca, el lector no dejará de proclamar la deuda contraída para con sus amigos, y afirmará que el texto que edite finalmente será una creación colectiva y no su obra personal43. Repetirá que solo no consigue nada, y que un genio reducido a sí mismo es siempre inferior a una reunión de talentos mediocres — nos alejamos mucho de la visión romántica del creador solitario— . Por otra parte, el texto que será leído en la recitatio es siem pre inédito y su lectura es única. Esto le da a la recitatio su esta tus de acontecimiento, aunque el texto se convierta luego en un monumento. Este acontecimiento tiene lugar en la ciudad obli gatoriam ente: se escribe en el campo, en el otium, a llí se lee a los grandes ancestros para enriquecerse, no es más que una lectura
41 PUNIO EL J o v e n , 15, 3: por eso el oyente ha de esforzarse en no ceder al pla cer de la música de las palabras. 42 P lin io el J o v e n , II, 10 y ss.; 19, 1 y ss. 43 M a r c ia l , Epigramas, pref., 12, y P lin io el jo v e n , passim.
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u tilitaria, pero se vuelve a Roma para hacer la lectura de la pro pia obra44. Y es que la recitatio impone la presencia física del autor del texto, ya que éste no se define como el sujeto del enunciado sino como el sujeto de la enunciación. Ha de estar presente hasta cuando no lee él mismo sus obras. Plinio, que dice mal los ver sos, encarga a uno de sus libertos que los lea por él durante una recita tio45, pero se pregunta qué hacer durante la lectura. ¿Dónde va a sentarse? ¿Cómo ha de comportarse? Ipse nescio quid illo legente interim faciam: sedeam defixus et mutus et similis otioso? an ut quidam quae pronuntiabit murmure, oculis, manu, prosequar? Sed puto me non minus saltare quam legere. No sé qué hacer mientras él lea: ¿debo quedarme quieto, sen tado, inm óvil, callado, como abstraído? O bien, como hacen algu nos, ¿debo acompañar el texto con gesticulaciones, miradas expre sivas y un farfulleo ininteligible? Pues me temo que soy tan mal mimo como mal lector.
Este ingenioso pasaje — en el que uno se im agina al autor haciendo un play-back de su texto o sentado al lado del lector con aire abstraído— demuestra que el recitator es, en prim er lugar, una presencia física, un cuerpo vivo. Si con este acto busca reco ger los frutos de su trabajo y el prestigio social ligado al ejercicio del discurso público, es necesario que viva personalmente las angustias de la prueba social, que afronte los juicios de sus igu a les, que acepte la im agen que transmite, que escuche sus conse jos y se corrija consecuentemente. Solamente así conseguirá engrandecer su círculo de amigos, un círculo que estará com puesto de otros escritores-recitatores46. Por lo tanto, las recitationes constituyen una práctica por la 44 H o r a c io , E p ístola s, I, 2 , 1. 45 P lin io
el J o v e n ,
IX, 34, 1-2.
46 P lin io
el J o v e n ,
I, 13.
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que realmente se actualizan los valores de la antigua nobleza republicana, creando una sociabilidad fundada en el don y el con tra-don e im plicando así una reciprocidad. Cada oyente es un lec tor potencial, y viceversa. La práctica de la escritura seguida de una lectura pública es una manera de conservar la unidad de la clase política romana, principalm ente de la clase senatorial, ya que, tras cada recitatio, la colectividad de iguales ofrece un reco nocimiento mutuo a través de la celebración de los valores comu nes, el primero de los cuales es el dominio de la retórica de la lengua. Por consiguiente, las relaciones literarias reproducen el am biente del clientelism o. Que se llam e clientela a un círculo lite rario no ha de llam ar a engaño: aplaudir a un patrón durante un ejercicio de estilo y presentarle las obras propias es un medio de promoción social. A sí es como hizo carrera Suetonio hasta con vertirse en uno de los funcionarios más importantes del palacio de Adriano. Este modesto caballero era el protegido de Plinio el Joven, quien le dispensó del servicio m ilitar, intercedió por él ante el emperador Trajano y le animó a escribir47. A pesar de que esté claramente en situación de deudor, Suetonio es uno de sus compañeros de recita tio48. Tras la m uerte de Plinio, el futuro his toriador es legado como cliente a uno de los más importantes miembros de su antiguo círculo, Cayo Septicio Claro. Este, pre fecto de la corte de Adriano, le nombrará secretario general de palacio. Las Vidas de los doce Césares fueron, sin duda, escritas en este am biente de clientelism o: Suetonio ponía los escritos, Septi cio ponía la atención, con todas las amistades del mismo círculo. Los satiristas se han burlado enormemente de esta situación de dependencia del pobre scriptor incapaz de ganar por sí mismo algo de dinero, relaciones sociales u organizar una recita tio 49. Su patrón le presta un sucio local, le proporciona un público com puesto de libertos para hacer bulto y de clientes acostumbrados a 47 Ibid., Epistolas, V, 10, y Epístolas a Trajano, 94 y 95. 48 Ibid., IX, 34. 49 J u v e n a l , VII, 436-447. 301
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gritar o aplaudir en el momento adecuado. El poeta deberá pagar de su bolsillo el alquiler de las sillas, los andamios y a los m úsi cos que amenicen su lectura. Así, los mismos personajes que P li nio presentaba de forma tan seria y honorable en el mundo de las letras aparecen ahora como una banda de polígrafos que nunca tienen dinero ni respeto y que intentan medrar entre los nobles por medio de sus obras. Juvenal defiende a esos desgraciados, entre los que se encuentra él, más o menos, que un buen día se hartaron de estar siempre del lado de los oyentes. Comienza sus sátiras de esta m anera50. Semper ego auditor tantum? Numquamne reponam Uexatus totiens rauci Theseide Cordi Impune ergo mihi recitauerit ille togatas hic elegos?... Nota magis nulli domus est sua quam mihi lucus Martis et Aeoliis uicinum rupibus antrum Vulcani... Expectes eadem a summo minimoque poeta. ¿Formaré siempre parte del publico? ¿No se las devolveré dobladas, cuando Cordo con su Theseida y su voz ronca ha calenta do cien veces los cascos? Y, ¿me habrá leído uno impunemente sus tragedias latinas, y el otro sus elegías?... Nadie conoce su casa tan bien como yo conozco el bosque de Marte o el antro de Vulcano en algún lugar de las islas Eolias... Ya sea grande o pequeño, un poeta te vendrá siempre con las mismas monsergas.
A falta de poder dar una recitatio, muchos romanos imponen sus obras a todos los que les caen a mano. Horacio, que se lim ita a un público de am igos escogidos y practica, como hacía su patrón Mecenas, el desprecio aristocrático, presenta a autores declamando en el foro o incluso en baños públicos en los que sus voces retumban con potencia51. Infligir a sus huéspedes la lectu50 Ibid., I, 1-18. 51 H o r a c io , Sátiras, I, 4.
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ra en voz alta de sus obras era el vicio favorito de m uchísim o anfi trión, ins/pido e indigesto alim ento para los pobres comensales. Hasta el punto que la mejor invitación a cenar promete al invi tado que no tendrá que escuchar los versos de su anfitrión ” . En Roma todo el mundo quiere escribir; nadie desea escuchar las obras de los demás; la posición del scriptor es socialmente gra tificante, la del auditor, hum illante. Por ello, en la recitatio ambas posiciones son inseparables. Utópicam ente, no existe un au ditor que no sea también recitator. Un rito de paso Bajo el Imperio, la recitatio es un factor tan constituyente de la identidad nobiliaria que la prim era lectura pública de un joven descendiente de una gran fam ilia aristocrática le sirve de rito de paso en el momento de entrar en la clase de los adultos, como antes, bajo la República, el prim er proceso judicial que entabla ba un joven noble contra el enem igo tradicional de su fam ilia5'. Como ya hemos visto, Plinio cuenta que asistió a la lectura p ú b li ca del joven P isón54. El relato que hace de ella no deja de tener sabor y significación social. El lector puede experimentar la angustia y el posterior alivio de la fam ilia al descifrar las reaccio nes del público, y se da cuenta de que su hijo menor saldrá bien parado. Por tanto, el joven seguirá gloriosam ente los pasos de sus ancestros. Plinio, que está entre el público, abraza emocionado al recitator después de su lectura. Se alegra de ver que el futuro y la nobleza de la fam ilia quedan asegurados por mucho tiempo. Como ha dicho en otras ocasiones, le satisface asistir al floreci miento de nuevos recita tores’’'’ . La escritura literaria es únicam en V, 78, 25 y ss. 53 Yan THOMAS, «Se venger au forum: solidarité familial et procès criminal à Rome», en Raymond V e rd ie r y Jean-Pierre P oly (eds.), La Vengeance. Vengeance, pou voirs et idéologies dans quelques civilisations d e l ’A ntiquité, Cujas, Paris, 1984, págs. 65-100. 52 M a r c ia l ,
54 P lin io
el J o v e n ,
V, 1 7 , 1.
55 Ibid., I, 1 3 ,1.
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te una etapa de transmisión de las técnicas retóricas que sola mente pueden revelarse durante las actuaciones orales. Q uintiliano describe extensamente, en su Institución oratoria, la formación específica que sigue el joven romano para obtener este resultado. Dicha formación se basa esencialmente en la lec tura y la escritura como ejercicios preparatorios para la elocuen cia, que, idealm ente, sigue siendo una capacidad de improvisa ción56. Se compara al orador con un atleta que debe enfrentarse a sus adversarios o a situaciones difíciles. Primero deberá «alim en tarse» como un atleta al que se ceba, leyendo para acumular pala bras y hechos, copia uerborum et rerum. Su formación consta luego de tres ejercicios: escribir falsos discursos, improvisar falsos ale gatos — estos dos tipos de ejercicios se hacen a menudo a partir de causas defendidas por grandes oradores del pasado como Cice rón, Demóstenes u otros— . El joven se enfrenta así a modelos a los que debe im itar e incluso superar si es que puede. En latín esto se conoce como la aem ulatio. Finalm ente, improvisará dis cursos reales. El saber que acum ula a través de las lecturas es de dos tipos: deberá am pliar su vocabulario, no aprendiéndose de memoria una lista de sinónimos como hacen algunos, pues ha de memorizarlos en contexto; por otra parte, ha de tener los mayores cono cimientos posibles en todos los ámbitos para poder enriquecer sus discursos. «Lee ú til» ,7: Los conocimientos crecen día a día; para acceder a ellos, cuán tos libros hay que leer. En los libros de los historiadores se encuen tran acontecimientos reales que servirán como ejemplos: en los de los oradores aparecen ejemplos de discursos; en los de los filósofos y los juristas se encuentran ideas. Decide, pues, si quieres leer útil y no leerlo todo, lo que es imposible.
Así, Q uintiliano desarrolla esta noción tan romana de cono 56 Ibid., II, 3 , 1-4 , y Q u i n t i l i a n o , X , I. 57 Q u in t il ia n o , X II, 11 , 1 7 -2 2 .
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cimientos totalmente acumulables. Las generaciones anteriores hicieron descubrimientos que han heredado sus descendientes58: Platón, Aristóteles y todos los además antiguos constituyeron un saber, una scientia que los modernos solamente deben aprender. Para ellos no es cuestión de criticar ni seleccionar lo que les han dejado los grandes del pasado; pueden utilizarlo todo, con tal de que lo hagan de forma oportuna. Aparece aquí lo que podría denominarse la ideología de la jurisprudencia, de un saber ple namente pragm ático, el opuesto exacto de la exploración m ítica.
B usca lector desesperadamente La recitatio no sólo es una práctica identitaria de la nobleza romana: es, para otros, la antesala de la publicación de un libro cuya gloria esperan. Así pues, la creación y el reconocimiento de litterae, monumentos de la cultura romana, se articulan en esta invención de una palabra pública prestigiosa, al margen de la política. Los «manuales de estudio» Toda esta actividad «literaria» de los adolescentes que los romanos denominan studia se prolonga para algunos en la edad adulta, para los que presumen de cultura literaria, cual es el caso de Cicerón en su época y de Plinio bajo el Imperio. Se trata sobre todo de los que utilizan las letras como medio de promoción social, publicando sus ejercicios para convertirlos en obras canó nicas como hacían, en A lejandría, los intelectuales protegidos por los Tolomeos. Llamaremos a sus obras «m anuales de estu d io », en la m edida en que son el puro producto de esos estudios y están indicados para entrar en el circuito pedagógico, una vez reconocido su carácter monumental.
58 Ibid.,X II, 11, 22. 305
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También éstos leen con el único fin de escribir: fue el caso de V irgilio y de Estacio, y tam bién de Horacio, que no hace otra cosa59 cuando busca en la llía d a quid turpe, quid pulchrum, quid utile, quid non e l b ie n y e l m a l , lo ú t i l y lo d a ñ in o .
Si lee y relee la historia de la guerra de Troya es con el fin de encontrar en ella ejemplos e imágenes de los vicios y las virtudes de sus contemporáneos. El escritor Horacio no sólo necesita papel y cálamo, sino tam bién todos sus libros60, calam um et cha r tas et scrinia posco. Cuando se marcha a su tierra, apila en su carro una verdadera biblioteca. Estos autores de «m anuales de estudio» buscan en algunos libros la m ateria; de otros toman la forma. Diríamos, con mayor precisión, que reproducen las formas de la enunciación enuncia da con el fin de im itar una enunciación ficticia. Así pues, en una de sus célebres cartas a Tácito, Plinio afirm a que un discurso escrito — él dice oratio— es el arquetipo, el paradigm a del dis curso oral — él dice actio— 61: Est enim oratio actionis exemplar et quasi άρχέτυπον. Por lo tanto, podemos reconocer en estos discursos nunca pronunciados, sino solamente editados — cita las últim as Verri nas— , expresiones características de un discurso improvisado, fig u ra s extemporales. El lector se encontrará así, una vez más, en plena ficción; por que aunque él es, efectivamente, el único destinatario del libro y de lo que en él está escrito, los propios discursos llevan la marca de una enunciación ficticia cuyos destinatarios serían los jueces. 59 H o r a c io , Epístolas, 1, 21 y ss. 60 Ibid., II, 1, 112.
61 P l in io e l J o v e n , I, 2 0 , 9.
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No podrá, por lo tanto, apreciar sus efectos directam ente, sino que tendrá que reconstruirlos de forma im aginaria. ¿Dónde radi ca el interés de tales libros? En proporcionar alegatos ejemplares, como los que se componen en las escuelas, y cuya eficacia im ag i naria no se debe ni al azar ni a la torpeza del adversario, alegatos escritos según las reglas establecidas. Después de un lector olvidado y de un autor monumentalizado, llegamos a un texto petrificado. Está claro que el libro, en Roma, no es un instrumento de comunicación social. ¿Para qué sirve leer estos alegatos? Para escribir otros, a su vez petrificados, y para garantizar así la perennidad de un tipo de discurso política mente muerto pero que sobrevive en la práctica social de la recita tio. De modo que leer sólo sirve para escribir alegatos imaginarios que serán después leídos en voz alta. El «manual de estudio» es, efectivamente, un instrumento de memoria, pero instrumento de una memoria muerta. A través del juego repetido de escritura-lectura-escritura... se conservan las técnicas de producción de los enunciados oratorios, en ausencia de toda enunciación adecuada. El libro-tum ba y el lector inencontrable Sin embargo, una recitatio desemboca generalm ente en una publicación, y este «m anual de estudio» va a otorgar una am pli tud nueva al discurso del recitator, que se convierte en autor y propie tario de este discurso62. Pero este aumento del público, del que cabría creer que devuelve por fin al autor la gloria propia del orador republicano cuando se d irigía a un auténtico populus, se acompa ña en realidad, una vez más, de una pérdida gradual de la capa cidad enunciativa. Es cierto que la recitatio había desprovisto los enunciados de su adecuado contexto enunciativo, pero había res tablecido al verdadero sujeto de la enunciación, el recitator, y a sus auténticos destinatarios, el público — que sigue siendo designa do con el nombre de populus— , y había creado de este modo una
62 P lin io
el J o v e n ,
II, 10 , 3.
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forma de comunicación social entre uno y otro. Lo que el libro, a su vez, va a echar por tierra es esta comunicación entre el lector, el autor y el oyente, ya que el primero y el últim o serán confun didos, y el autor, ausente en el momento de la enunciación, no será más que un nombre sobre un objeto: el libro. La publicación supone la desaparición del sujeto de la enun ciación, el recitator, que también era el escriptor, y que cede su lugar a otro sujeto de enunciación, el lector. El libro conmemora solamente el acontecimiento que ha sido la recitatio, aconteci miento único, y es, al mismo tiempo, un monumentum de este acontecimiento, erigido a la gloria del recitator. Podemos im ag i nar sin mayor dificultad que el poema astronómico del joven Pisón fue publicado en un número lim itado de ejemplares que fueron distribuidos entre parientes y amigos de la familia, quie nes tuvieron mucho cuidado de no leerlo, aunque lo agradecieran con hipérboles admirativas. La palabra monumentum, cargada de consecuencias, designa a menudo en latín un monumento mortuorio, y el libro publicado tras la recitatio tiene connivencias claras con una tumba. Para con vencer a un amigo de que publicara sus obras, Plinio emplea un lugar común: todos somos mortales, y sólo la gloria, es decir, la memoria de los hombres, nos perm ite escapar de esta dura con dición, una memoria vivificada por un m onum entum 63: Habe ante oculos mortalitatem a qua deserere te hoc monumento potes. Recuerda nuestra mortalidad, de la que sólo puede hacernos escapar este monumento.
Ahora bien, ese monumentum que garantiza la memoria del poeta es un libro publicado.
63 P lin io
el J o v e n ,
4. 308
La invención dc- ia ljteratura Exegi monumentum aere perennius He erigido un monumento más duradero que el bronce,
escribió Horacio al final del libro que voluntariam ente compuso a partir de sus odas64. Y esta gloria que aporta el libro se extien de a las dimensiones del Imperio, puesto que el libro se ofrece a todos los que saben latín, condición suficiente para ser su desti natario, mientras Roma y su cultura sigan vivas65: Non omnis moriar multaque pars mei Vitabit Libitinam usque ego postera Crescam laude recens dum Capitolium Scandet cum tacita virgine pontifex. No moriré del todo, y muchas partes de m í sobrevivirán a mis funerales; mi gloria no dejará de crecer mientras suba al Capitolio el Pontífice acompañado de la vestal callada.
Como también dice Plinio : Sine per ora hominum ferantur isdemque quibus lingua romana spatiis peruagentur. Deja que tus libros vuelen de boca en boca y recorran el mundo con la lengua latina.
Pero ¿quién es ese ego conmemorado por el libro sino el suje to del enunciado del poema o el nombre grabado en la cubierta de un libro? A sí pues, el poeta-escriptor se pone en el lugar del muerto. Porque es el eterno ausente, el libro habla en su nombre, al igual que las inscripciones m ortuorias66. Más aún, eterno
Odas, III, 3 0 . 65 Ibid., y P l in io e l J o v e n , op. cit., 2. “ Cf. supra, pág. 276. 64 H o r a c i o ,
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ausente, el autor del libro sólo existe por su ausencia, está conde nado al mutismo. Se ha petrificado a sí mismo convirtiéndose en una estatua que habla. Y así es, en efecto, como los lectores lo consideran; cuando, llegados de lo más profundo del Imperio, algunos intelectuales entusiastas vienen a visitarlo a Roma, le dirigen la misma m irada que a una estatu a67. Si quis requirit ut semel uidit, transit et contentus est ut si pictu ram aliquam uel statuam uidisset.
Si alguien desea verlo (al poeta), en cuanto lo contempla una sola vez se marcha satisfecho, como si hubiese visto un cuadro o una estatua. Un autor no se comunica con sus contemporáneos, ya está muerto; o bien ha de volver a tomar posesión de su vida de ciu dadano. El «m anual de estudio» no puede, por tanto, servir para esta blecer una relación entre un autor vivo y un público de lectores, el populus, porque sólo existen tres espacios culturales en Roma donde este libro puede encajar: la recitatio, pero entonces queda reducido a mera actuación oral; el monumentum, pero entonces el autor se pasa al bando de los muertos; o, finalm ente, la carta, la epistula. En este caso, el libro es enviado a su destinatario a cam bio de otro libro; se trata entonces de un diálogo simétrico entre dos lectores-escriptores. A este respecto, las cartas en las que Plinio escribe a Tácito para hablarle de sus obras nos proporcionan un buen ejemplo; Plinio se pone no ya en situación de lector pasivo, sino de correc tor, es decir, de oyente de recita tio6S: Librum tuum legi et quam diligentissime potui adnotaui quae com mutanda, quae eximenda arbitrarer.
67 TACITO, D iálogo d e los oradores, 10 , 3. 68 P lin io
el J o v e n ,
V II, 2 0 , 1-2.
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La invención de la literatura He leído tu libro y he anotado, lo más rápido que he podi do, lo que me parecía que debía ser modificado o suprimido,
y espera que Tácito, a quien ha mandado su libro, le correspon da con el mismo favor : Nunc a te librum meum cum adnotationibus tuis exspecto... Ahora espero el libro que te mandé con tus propias anota ciones...
Este intercam bio establece las bases de una am istad de excep ción basada en la reciprocidad y la práctica de los valores tradi cionales de la am istad aristocrática :
0 iucundas, o pulchras uices! Quam me delectat quod si qua pos teris cura nostris usquequaque narrabitur qua concordia, simplicitate, fid e uixerimus! ¡Qué hermosos, qué agradables intercambios! ¡Cómo gozo pensando que si la posteridad se interesa por nosotros, contarán en todas partes nuestra relación, hecha de entendimiento, senci llez y confianza!
De este modo, dos escritores logran, en vida, superar los lím i tes del libro gracias a la escritura epistolar, que perm ite restable cer un diálogo, incluso diferido, y de ahí una sim etría entre el lector y el escriptor. Finalm ente, lo que se cuestiona en la lectura de un libro y la invalida como práctica honorable es que no perm ite esa recipro cidad del intercam bio, base de la relación entre iguales, y que en cambio sí existe en la recitatio. Porque lo que importa ante todo es la relación social reversible entre el lector-autor y el oyente, relación de tipo aristocrático que se instaura en esta ocasión.
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Los tres panegíricos de Trajano
La aventura del P an egírico de Trajano publicado por Plinio ilustra bien esta situación extraña del «m anual de estudio» en Roma. Plinio compuso tres panegíricos, de los cuales pronunció dos y publicó un tercero. Sólo el primero es auténtico, los otros dos — entre ellos el que poseemos— son falsos69. Todo esto ocurrió de la manera siguiente: Plinio, cónsul durante el año 100, debía pronunciar ante el Senado, y según la costumbre, el elogio del Emperador en la toma de posesión de su cargo. Hizo entonces este discurso oficial teniendo en cuenta la situación de enunciación, como él mismo explica, a d rationem et loci et temporis ex more: teniendo en cuenta el lugar y las circuns tancias, conforme a la tradición. La sesión en el Senado hubiera resultado m uy pesada para todo el mundo — lo cual, según P li nio, y dadas las exigencias enunciativas, sucedía siempre durante los panegíricos— . Redacta a continuación otro panegírico desti nado a una recitatio. Este escapa al protocolo de la ceremonia ofi cial: la lectura exige tres días, lo que no significa tres jornadas completas. Pero los amigos de Plinio parecen contentos y él se muestra satisfecho de este falso panegírico del que dice que es el único auténtico, pues ha podido expresarse libremente. Tras esta lectura «ante unos pocos» corrige su texto, como todo buen reci tator, y más tarde lo publica. A hí Plinio cam bia de destinatario. Hasta entonces, el destinatario, real en el Senado, y después fic ticio en la recitatio, era el emperador Trajano; los destinatarios del libro son ahora los futuros emperadores, a los que Plinio quiere formar poniéndoles el ejemplo de Trajano70. El interés de este cambio radica en que son tomadas en consideración la naturaleza postuma del libro — Plinio será, después de su m uerte, el profe sor de los sucesores de Trajano— y la ficción de una transcripción oral. De este modo, el «m anual de estu d io »71 pasa a ser un libro e l J o v e n , Cartas, III, 18. 70 Ibid., 2-3. 71 Ibid., Cartas, op. cit., 8 y 9.
69 P lin io
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que sirve para almacenar información con fines pedagógicos. ¿Pero no se trata nuevamente de una ficción? Y es que no se acaba de entender por qué Plinio ofrece su libro al pueblo del Imperio si está destinado a la formación de los príncipes. Por otra parte, los oyentes de la recitatio sólo han apreciado, como es normal, su estilo, destino esperado de una escritura «de estudio». Tampoco espera nada más de los futuros lectores. Este tercer panegírico comprende dos ficciones que encajan una dentro de la otra: la del panegírico y la del manual político para uso de los príncipes. A sí pues, el falso panegírico publicado sirve sim plem ente pa ra conmemorar las dos caras de la nueva gloria del ciudadano P li nio: la ceremonia en el Senado, que consagra su carrera política con la obtención del consulado, y la lectura pública, que consa gra su competencia como orador político.
Pero ¿q u ién iba a ser capaz de leer El Satiricon? Finalm ente, los únicos libros que son presentados como tales y propuestos únicamente a la lectura del lector, sin pasar por una enunciación ficticia que los vacía de su significado pragm ático, son los que se inscriben en un sistem a de almacenamiento de los conocimientos sin ningún efecto de estilo. La escritura aquí es la m ism a que se u tiliza en los registros comerciales, en los archivos de los almaceneros o de los pontífices; no se enmarca dentro de una ideología alfabética — el texto no pretende transcribir un acontecimiento oral— , sino más bien dentro de una ideología de la transparencia del signo, oral o escrito. Estos libros no tienen ninguna com plicidad con la oralidad pública, su función no con siste en celebrar la maestría poética y retórica de sus autores. Tan sólo utilizan la lengua de comunicación, o sermo. Esta ideología de la transparencia — el significante = el sig nificado; la palabra = la cosa— asemeja más bien la escritura a una serie de pictogram as12. Con frecuencia, las abreviaturas, sin 72 Sobre las nociones de ideograma y de pictograma, cf. Jean-Marie D u r a n d , 313
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mencionar las anotaciones codificadas como son los números, los títulos de los magistrados, los nombres de las monedas y a veces la disposición en listas, no perm iten con una sim ple lectura alfa bética dar paso a una frase in teligib le. El discurso oral debe reconstruirse partiendo de la información dada. Un ejemplo extremo de este fenómeno es la inscripción funeraria romana: su desciframiento requiere una iniciación particular en la epigrafía, sin la cual las tumbas romanas enmudecen. La escritura, cuando es almacenamiento de información, se ve a menudo asociada a una creatividad oral. El discurso producido a partir de este tipo de escritos no resulta de una sim ple oralización de lo escrito. Esto es lo que hemos visto que ocurría en El asno de oro. Nos queda un enigma por resolver en la escritura romana: el de El S ati ricon. La «novela» de Petronio — por utilizar provisionalmente esta palabra que no tiene ni equivalente ni realidad en la A nti güedad— , o, mejor dicho, las partes y trozos que subsisten, plan tea un problema irresoluble al arqueólogo de las palabras: ¿qué tipo de destinatario podemos reconstituir? Los comentaristas han estado obnubilados sobre todo por la cuestión del autor — ¿quién era ese Petronio? ¿Era el cortesano de Nerón, apodado «el árbitro de la elegancia», y al que el Emperador obligó a suicidarse?— , así como por la importancia de los amores masculinos en la trama del relato. H ay algo mucho más inquietante: no se entiende bien, hoy en día, quién podía ser el destinatario de esta horrible mezcla, esta satura, este popurrí hecho de poesías neoclásicas, de relatos eróti cos y fantásticos, de declamaciones convencionales. Cierto es que la trama del relato es del todo «odiseica», y los viajes de Encolpio, como los del asno de Apuleyo, son los de un protagonista de cuento, un hombre im posible porque es un hom bre sin fam ilia, sin casa, sin amo y sin esclavo, un hombre libre pero sin ciudadanía, un romano cuyo nombre griego lo convier te en personaje de ficción. La única relación social que mantiene es ese pacto «fraterno» que lo asocia con Gitón y Ascilto: se 11a«Trois approches de la notion d’idéogramme sumérien», en Écritures, II, op. cit., págs. 25-42. 314
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man fra tres; esta fraternidad im plica entre ellos solidaridad y relaciones amorosas potenciales. Pero este vínculo cum ple sólo una función narrativa y no nos rem ite a ninguna forma de socia bilidad conocida durante el Alto Imperio. No obstante, el texto que conservamos nos priva de lo que podía haber sido la clave del libro: un prefacio o un íncipit, ya que se ha perdido el principio del libro y el relato comienza en plena diatriba contra la nueva retórica y la nueva pintura, diatriba pronunciada por el narrador y protagonista de la historia, Encolpio, que denuncia las influen cias corruptoras de las artes orientales y egipcias. El lector de hoy se ve, pues, lim itado a escrutar el texto lati no con el fin de encontrar en él, como en El asno de oro, un mode lo de destinatario, aunque sea un destinatario ficticio, con el fin de reconstruir la enunciación ficticia que ha regido la confección del enunciado. Sin embargo El Satiricon proporciona varios, incom patibles entre sí, sin por ello introducir la figura de un lector, destinatario de la enunciación real. N adie lee nunca ningún libro para sí en este libro, si excep tuamos por supuesto a Trimalción cuando m asculla sin entender nada una traducción de Homero, durante el espectáculo de los homeristas, y las dos únicas lecturas públicas a las que se hace mención son dos incongruentes recitaciones de poemas épicos, escritos por el poeta Eumolpo. Es éste un vagabundo andrajoso, un fanático de la versificación en frustrada búsqueda de oyentes. En una galería de cuadros donde acaba de encontrarse con el protagonista Encolpio, le inflige sesenta y cinco versos sobre la toma de Troya so pretexto de comentar un cuadro dedicado al te m a73. Los demás visitantes del museo, seriamente im portuna dos por la recitatio, lo echan a pedradas. Encolpio, obligado a esca par con él y escasamente proclive a su producción poética, le pro mete invitarlo a cenar a cambio de su silencio 4. La paradoja es flagrante si pensamos en el cuento de Lucio y Aristómenes, en el que el protagonista prom etía una cena a su compañero a cambio 73 P e t r o n io ,
El Satiricon, LXXXIX.
74 Ibid., XCI. 315
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del cuento. ¿H abría puesto de ese modo el narrador al destinata rio de su relato en la penosa situación por él padecida de escuchar los versos de Eumolpo fuera del marco social adecuado? ¿O quizá estos versos, malos para el gusto de Encolpio y otros aficionados a la pintura, están destinados a un lector a quien parecerían buenos? El texto reincide, pero esta vez se trata de 295 versos de un poema Sobre la guerra civ il citados in extenso. Las circunstancias de esta recitatio salvaje resultan igualmente paradójicas. Los tres prota gonistas, Encolpio, su amigo Gitón y el poeta Eumolpo, se ven atra pados en una tempestad frente a las costas de Crotona. El navio está zozobrando. Eumolpo, encerrado en su camarote, escribe su epope ya en un descomunal pergamino declamando en voz alta. Sus com pañeros han de arrancarlo a la fuerza de sus letras. Salvados por unos pescadores, deciden ir andando hasta la ciudad. Durante el camino, y tras administrarles un curso de escritura poética, Eumolpo les lee el poema que acaba de concluir en medio del oleaje: ¿parodia o no75? Las lagunas del texto hacen que ignoremos si el narrador des cribía los efectos de dicha lectura sobre los otros personajes. En todo caso, de nuevo aquí podemos establecer una comparación con el cuento de Aristómenes: la epopeya termina al tiempo que el cami no, el últim o verso es dicho cuando entran en Crotona76. Por dos veces una epopeya es leída en alto en el lugar propio de un cuento, en situación inadecuada, fuera del marco de la recitatio. Por lo demás, El S atiricon entraña auténticos cuentos conta dos en la situación oportuna. Hemos citado anteriormente las historias de licántropos y estriges que compartían los libertos en el banquete de Trimalción. El propio Eumolpo, el insoportable poeta, es un buen contador. Como también hemos visto anterior mente, destaca en la «fábula m ilesia» — nosotros diríamos el cuento erótico— . En el museo reconforta a Encolpio, que acaba
75 P. G r im a l ha demostrado de manera convincente que no podía tratarse de una parodia: La Guerre civ ile d e P étrone dans ses rapports a v ec la Pharsale, Les Belles Lettres, Paris, 1977. 76 P e t r o n io , El Satiricon, CXXIV, 2. 316
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de ser abandonado por Gitón, narrándole la historia del efebo de Pérgamo. En el barco de Licas, Eumolpo optiene un éxito sim i lar con otro cuento erótico77, «La matrona de Éfeso». Podríamos, pues, desmembrar El Satiricon y clasificar los diferentes discursos que se hallan insertos en él. No sería nuevo si nos atuviéramos a los enunciados. Todos los comentaristas están de acuerdo en adm itir la escritura carnavalesca de El S ati ricon, cuyo texto es una especie de patchw ork confeccionado a base de remiendos y jirones. Se habla de satura, popurrí. La hipótesis común a estos comentaristas, lo expliciten o no, es que el libro sirve a priori de principio unificador. Desde luego, pero ¿con qué finalidad y para quién? ¿Se puede creer que el mismo lector asi m ilaba sucesivamente los licántropos, el efebo de Pérgamo, la guerra civil, la diatriba contra la modernidad en las artes y los numerosos poemas al gusto alejandrino que salpican el texto? Y es que, si se m ira esta menestra desde el punto de vista de la enunciación, los estragos son considerables. Las enunciaciones ficticias son m últiples: se identifican la declamación escolar, el banquete m arginal, el banquete erótico, el intercambio de bio grafías amorosas, la lectura pública. Cada una de esas enun ciaciones se corresponde con un destinatario distinto. La situa ción parece desesperada. ¿No nos saltamos nosotros mismos, al leer El Satiricon, los grandes poemas de Eumolpo? Salvo que nos interese la epopeya... en cuyo caso nos saltaremos todo lo demás. ¿Una explicación? El Satiricon funcionaría como El asno de oro pero con mayor com plejidad, sería una antología de modelos, una m áquina de producir discurso en contextos diferentes, reu nidos por la forma ficticia de un cuento. Cada uno recogerá lo que le apetezca. De ahí el desmembramiento de que ha sido obje to el texto y que explica que sólo lo hayamos conservado en forma de fragmentos sueltos.
77 Ibid., CX-CXIII. 317
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A través de la voz y la escritura, la memoria movediza de Roma: elogio d el remake Donde tal vez pensábamos toparnos con auténticos libros li terarios, con esos cuentos que, escritos y engarzados unos con otros, habrían dado nacimiento a la novela, encontramos una escritura presa de la oralidad o de los manuales de estudio, y nunca un público de lectores. El asno de oro hace pasar de una oralidad griega a una oralidad latina, la escritura es el espacio donde se fabrica una m atriz de cuentos en lengua latina que utilizarán, cada uno a su manera, los lectores-contadores que vengan. La inscripción es el modelo de la traducción78. Traducir es leer en latín un texto griego, hacer a partir de él una interpretatio. La recitatio, por su parte, perm ite que el trabajo de reescritu ra e im itación iniciado por los alejandrinos y reanudado por Roma sea integrado en la vida social, se convierta en un compo nente de la vida de las elites romanas. El ritual en sí consiste en una actuación oral encajada entre dos escrituras: la redacción por el recitador de su texto y, tras la recitatio, la corrección del referi do texto y su publicación. El prim er escrito sirve únicamente para alim entar la actuación oral, el segundo es la conmemoración de dicha actuación. N inguno de tales escritos vale por sí mismo. El gran público jamás leerá estos libros surgidos de una recitatio, escritos siempre en el marco de una enunciación ficticia y cuya lectura sólo puede ser crítica y profesoral. A cambio, estos libros pueden ser a veces reavivados gracias a una oralización teatral. Y es que el auténtico público no es un pueblo de lectores, que no existe, sino el que se congrega en el teatro o el circo para los juegos. Es precisamente en el teatro donde los romanos aplaudían las B ucólicas de V irgilio, no oyendo la lectura de sus versos, sino asistiendo a un espectáculo de dan
78
SCHEID
y S v e n bro (1994): el tejido es la imagen que traman una y otra
prácticas. 318
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zas y cantos elaborados a partir del texto escrito79. Lo que nos lleva a enlazar con la práctica anterior: el trabajo de escritura sirve para im itar lo que precede, traducirlo con vistas a una oralización latina. V irgilio se nos muestra así como el traductor de Teócrito. Las B ucólicas griegas estaban escritas a partir de una enunciación ficticia, los cantos y las justas poéticas de los pasto res sicilianos. Su puesta en escena en el teatro convierte a V irgi lio en el predecesor de Apuleyo, el interm ediario entre una ora lidad griega y una oralidad latina; lo de menos es si la prim era era ficticia o no, pues su papel para el lector romano se reducía a un mero contexto de composición. Por últim o, es el teatro latino el que desde el siglo III a.C. había abierto la vía a esta utilización de la escritura-traducción. Como El asno de oro es un cuento griego que se cuenta en latín, las escenificaciones romanas, llamadas «juegos griegos», lu di gra eci, son comedias y tragedias griegas en latín, y no comedias o tra gedias latinas. El poeta cómico, o trágico, efectúa una transfe rencia, una «interpretación» de la comedia o la tragedia griegas que presenta, sirve de barquero entre las dos culturas. Por eso los prólogos dan el título griego de la obra y, a menudo, el nombre del autor. La escritura-traducción es el paso obligado entre una enunciación griega y una enunciación romana, y es que el teatro de Roma es radicalmente distinto del teatro griego. Es un ritual específico de la religión romana, cuyo dios patrón es Jú p iter Capitolino, que hace que reinen, durante los días de representa ciones, la música y la danza, la no violencia y la gratuidad de los gestos y las palabras. Esta manera romana de traducir-reescribir el teatro u otras formas poéticas griegas es un homenaje rendido a la omnipoten cia de la enunciación. Una traducción lingüística no servía para nada si no im plicaba al mismo tiempo una transferencia de cul tura a cultura. Si no, ¿por qué traducir siempre? Los romanos de
79 S u e t o n io , Vida d e Virgilio, 102-103; S e rvio , Ad Bue., VI, II; T á c it o , D iá logo d e los oradores, 13.
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la Ciudad son bilingues y el publico de Plauto entiende el g rie go, sus bromas son a menudo juegos de palabras griegos. Una sim ple traducción latina no era ni más ni menos representable en Roma que el texto griego original, puesto que ninguno de los dos podía dar lugar a un auténtico espectáculo romano, sino única mente a un espectáculo griego ficticio. Los romanos esperan de los poetas dramáticos que les ofrezcan remakes. Valga esta referencia anacrónica para sugerir a los contempo ráneos otro tipo de reflexión a propósito de esa práctica tan esta dounidense del remake, que exaspera a los puristas. Desde luego, dicha práctica pisotea las nociones románticas de obra y autor, y sirve mayormente a finalidades económicas, pero no por ello es menos síntoma de la em ergencia de una nueva cultura del acon tecim iento. Supone que una película tiene unos destinatarios lim itados en función del tiempo, el lugar y su competencia cinéfila. Tomemos, por ejem plo, El regreso de M artín G uerra 80, esa espléndida historia: el regreso de un soldado que se hace pasar por otro en su pueblo y ante su mujer. Todos adivinan que no es el auténtico M artín, pero, como es muchísimo mejor que el auténtico, nadie denuncia al impostor. Antes que confesar, aca bará colgado por el asesinato que cometió el hombre que él pre tende ser. La película francesa se sitúa en un período de la histo ria de O ccitania que logró estim ular los fantasmas del público a través de las imágenes, precisamente por estar grabado en la memoria colectiva. Pero esta película, m uy apreciada en H olly wood por la profesión, no podía ser ofrecida tal cual a los espec tadores estadounidenses. De ahí el remake estadounidense, que transcurre en el Sur al final de la guerra de secesión. Epoca m íti ca donde las haya de la historia estadounidense y de la tradición hollywoodiense marcada para siempre por Lo que el viento se llevó. Si hacemos aquí el elogio del remake, a través del teatro romano y el cine estadounidense, es para celebrar unas culturas del acon tecim iento que devuelven a la enunciación el sitio del que le ha
80 Del realizador Daniel Vigne.
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bía privado la textualización de los enunciados. No es baladí observar que, en ambos casos, se trata de cultura popular. C ultura del remake, cultura del acontecimiento donde el tea tro recobra su sitio. Y es que hay dos modos de considerar la puesta en escena contemporánea. O es una verdadera creación del director, un acontecimiento para el público, que se acerca a ver un espectáculo en el que un texto antiguo encuentra una necesi dad nueva, o el director, cediendo la prim acía al texto, se lim ita a hacer una lectura, el espectáculo se convierte en una forma de celebración de un monumento. Se trata de saber si el teatro es el lugar de la celebración distanciada de un escritor o el de la crea ción de una oralidad.
La m entira novelesca Roma, civilización del libro, produjo por tanto una literatu ra sin lectores. No quedaba más remedio que aceptarlo: los roma nos no leían novelas, no les gustaba la literatura, a menos que las escribieran ellos mismos. Un profesor de francés, un funcionario de la literatura, exce lente autor por lo demás de novelas policíacas, ha escrito un libro encantador: Como una n ovela 81. Trata de inventar razones y mane ras de enseñar a los niños el placer de leer a los autores del pro gram a y las novelas en general. Con gran inteligencia, en vez de rem itir la lectura diaria al lim bo que le es propio y convertirla en una exigencia previa a la escuela, instala la lectura en su clase: lee en alto los libros que los niños son físicamente incapaces de leer en casa — se duermen al cabo de pocas páginas y se aburren mor talm ente— . Crea un espacio de enunciación socialmente inte grado, un lugar de intercam bio ritualizado. Da a los niños una palabra que ellos mismos son incapaces de producir; ha hecho el 81 Daniel P e n n a c , C om m e un roman, Gallimard, París, 1992. [Existe versión española: Como una novela, Barcelona, Anagrama, 1993. Traducción de Joaquín Jordá.] 321
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trabajo de desciframiento por ellos y les da una música, un ritm o, una carne, convierte la lectura en un modo de comunicación entre él y ellos, como un espectáculo o un concierto. El es el suje to de la lectura-enunciación, lo que el autor no puede ser. No importa el sentido, no im porta si entienden o no. La felicidad del don es la del relato regalado. Una historia se da como una comi da de fiesta; sólo hay una condición para el regalo: ha de ser superfluo. Al obrar así, Daniel Pennac reproduce en clase lo que a su modo de ver constituye el secreto del deseo de leer: la lectura por parte del padre o de la madre, de noche, en un lado de la cama, antes de que el niño pequeño se quede dormido. El contacto del cuerpo, la voz que se dirige sólo a m í, en una intim idad única, tiene la tibia suavidad de la leche. Y antes de leer, el padre o la madre contabr tura sucedió a los cuentos, que la cebaron. Al igual que el profesor hace picar a los alumnos aún demasiado palurdos contándoles el libro que no puede leerles. Más tarde los alumnos, como el niño, intentarán por medio del libro leído recobrar y prolongar la felicidad del cuento por la noche, del libro leído en clase. Pero esto sólo puede ser un sustitutivo frus trante. De hecho el niño ha caído en una trampa: al principio era lo mejor, el cuento dicho al calor de los cuerpos, los brazos que daban libres para abrazar, y la luz, apagada. Después vino el cuento leído en un libro con ilustraciones: el lector tiene los bra zos paralizados por el libro que sostiene y la lám para está encen dida. Más tarde, el niño lee buscando en las palabras un débil sucedáneo del paraíso perdido. Tal es el precio para ser un buen alumno. Un cuento, es decir, un relato sin otra significación que la intrínseca, obtenía su eficacia enunciativa de la situación de comunicación social en que se decía. Desde luego, el cuento es una «buena historia» y toda buena historia proporciona por sí m ism a cierto grado de placer, pero este placer es insuficiente si no encuentra su culminación en un enunciado particular, por más que ese cuento al servicio de una exploración m ítica produzca conocimiento, sirva para vivir el amor entre los padres y los hijos 322
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o sea utilizado, incluso, en una relación narcisista del lector con sigo mismo. Pero, reducido a sí mismo, el cuento, la novela, pasa a ser objeto de comentario y de interpretaciones infinitas que revelan a las claras la frustración del lector. Le hace falta encon trar detrás — ¿o dentro?— de esta buena historia un sentido oculto, profundidades filosóficas, un mensaje político, una lec ción de moral o, incluso, un discurso inconsciente. La búsqueda del sentido es un sucedáneo ante la pérdida del cuerpo del otro y la individuación dentro de la cultura, que con sum a por medio de la escritura una separación respecto al propio cuerpo en su relación con el otro, los otros, gracias a la fiesta, cuando esta unión se m agnifica en la fiesta por medio de la ebrie dad, la música, el amor y el vino. Ciertam ente, cuando la litera tura acaba por dominar esta ausencia que aboca a esos infinitos comentarios, se obtiene entonces esta retórica de la lectura, que construye la obra con sus mediaciones. El libro está restaurado en su verdad, convirtiendo de hecho al lector en el sujeto de una enunciación solitaria que ha de construir por sí mismo y sobre la que podrá debatir con otros. El libro literario puede tan sólo ins cribirse en una cultura del comentario donde la vida recobra sus derechos. Nadie ha hablado mejor que M ichel de Certeau de esta de cepción de la escritura, a propósito del encuentro de Jean de Léry, protestante francés y por tanto hombre del Libro, con los tupís de Brasil, en el siglo XVI: Algo queda allí: el habla tupí. Ella es del otro lo que no es recuperable, un acto perecedero del que la escritura no puede dar cuenta. Así, en el estuche del relato, el habla hace el papel de joya ausente... lo que es agujero en el tiempo es la ausencia de sentido... Nada de ella puede ser transmitido, referido y con servado... La escritura es memoria de una separación olvidada. Ella es la «forma» de la memoria y no su «contenido»: es el reflejo indefinido de la pérdida y de la deuda, pero no conserva ni restaura un contenido inicial, puesto que está perdido (ol vidado) para siem pre... la práctica escrituraria es en sí misma
323
Florence Dupont memoria. Pero todo «contenido» que pretendiera significarle un lugar o una verdad no es por ello más que una producción o un síntoma, una ficción.
Cualquiera pensaría estar leyendo un comentario al poema de Catulo en el que la escritura sólo puede decir la ausencia de un cuerpo, la pérdida de una oralidad. Pero estas pocas líneas dirían tam bién, sobre todo, la inanidad de rebuscar en los textos an ti guos una oralidad cautiva en los términos, una verdad de la pala bra viva. Nada puede llegarnos a través de cada uno de ellos salvo el testimonio de una cierta relación de la Antigüedad con la escritura. En cuanto al resto, es decir, la cultura viva del gesto y la palabra, sólo lo conoceremos m ediante una minuciosa recons trucción a la manera de los arqueólogos y los etnólogos, que tie nen el mismo interés por los montones de basura que por las tumbas, y por los rituales culinarios que por las grandes fiestas solsticiales.
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Conclusion Entropía de los cambios culturales
Nuestro vagabundeo a través de las culturas griega y romana, desde el siglo VI a.C. hasta el Imperio romano, nos ha llevado a una convicción: la ecuación escritura-lectura, constantemente presen te, es siempre insuficiente en sí misma, y no puede acceder a una existencia culturalm ente autónoma. Leer-escribir siempre se hace al servicio de otra institución social, ya sea el teatro, la corres pondencia, la educación de los niños, la palabra política, los rituales religiosos, etc. Esta institución recontextualiza el enun ciado escrito, a menudo integrándolo en una práctica oral. Si nuestra época conoce a «gente que escribe» sin que haya necesi dad de añadir un objeto o un destinatario, ese «¿qué haces? Escri bo» tiene sentido sólo porque ya existe una institución social, culturalm ente autónoma, la literatura, que legitim a la escritura literaria llam ada a la existencia por la lectura literaria. En la A ntigüedad, por el contrario, se escribe algo para alguien, escri bir o leer no constituyen un fin en sí m ism os'. El libro nunca aportó a los antiguos lo que les ofrecían la ebriedad y la fiesta; la lectura, acto solitario, no les proporciona 1 En B ernard SARRAZIN y R o b ert SCTRICK (e d s.), Lire p o u r lire. La lectu re lit téraire, U n iv e rsid a d d e P aris-V II, 1 9 9 0 , se e n co n tra rá n p recioso s an á lisis sob re la lectu ra lite ra ria tal co m o se vive en n uestro s d ías, co m o u n fin en sí m ism a. 325
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ni olvido ni placer. El punto de ruptura entre ellos y nosotros es, seguramente, el estatuto inferior del relato de ficción, que entre nosotros es constitutivo de la obra literaria, que en la A ntigüe dad no es más que un auxiliar de la epopeya, de la tragedia o del cuento. El libro es como el agua que sólo puede restañar la sed del viajero.
La escritura y la muerte El escrito antiguo es un enunciado en busca de enunciación. La lectura en todas sus formas, incluida la de la reescritura, la de ingestión de conocimientos o la de recreación oral, siempre es un medio para crear un simbolismo social, por medio de una sig n i ficación pragmática, frecuentemente distinta de la propia lectura. Esta significación pragm ática, que sólo se realiza en el aconteci miento, suele exigir tam bién la presencia de cuerpos hablantes. A falta de estos cuerpos, es decir, reducida al libro, la escritura repetirá siempre su ausencia. Estamos hablando tanto de textos escritos que se presentan como tales como de los que se solapan detrás de palabras ficti cias y pretendidam ente plasmadas por escrito. La escritura poé tica, es decir, la enunciación poética escrita, al no haber recibi do de la tradición griega o romana ninguna realidad propia, a diferencia de China por ejem plo, ha desviado en su provecho modelos culturales en los que se hizo necesaria la inscripción de letras sobre un objeto por la ausencia de un futuro escriptor, o porque el que hubiera debido enunciar oralmente esas palabras estaba privado de voz. Esos modelos son la ley, cuyo sujeto es el pueblo, la carta, en la que el destinador y el destinatario se han vuelto mudos y sor dos por la distancia, la estela funeraria, cuyo patrocinador es el difunto. La inscripción, gracias a la voz del lector, hablará en el puesto del ausente. La escritura que hace hablar a los objetos, como las copas de banquete, sirve así, por medio de la piedra gra bada, de las tablillas de cera o del papiro pintado, para hacer 326
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hablar al pueblo, a los ausentes y a los muertos, da una voz a los que no la tienen, o a los que han sido privados de e lla 2. La m uerte es la ausencia humana por excelencia, por eso la escritura es el mejor medio para hacer hablar a los muertos. Por eso también el uso de la escritura sanciona la m ortalidad de los hombres; los dioses inmortales no escriben, y Pitágoras, que tuvo la ambición de llegar a ser semejante a los dioses, no escribía si no comía carne, puesto que eran dos prácticas que integraban a los humanos en el tiempo de la muerte. A los escritos les pasa como a los hijos, que perpetúan a su padre ocupando su lugar, por eso su padre les da su nombre. La sucesión de las generaciones inscrita en el tiempo genealógico perm ite que los hombres esca pen del tiempo biológico de los animales; la memoria aproxima a los hombres a los dioses inmortales al abrirles las puertas de la eternidad, pero esta memoria, ya se confíe a los hijos o a la escri tura, se construye sobre la m ortalidad humana. A la memoria le ocurre como al sacrificio prometeico, ya que los hombres comen carne cocinada que comparten con los dioses — lo que les d istin gue de los animales, que comen crudas a sus presas— , pero, al comer esta carne anim al, se destinan a la m ortalidad carnal de los animales. En la estela funeraria, el presente de la inscripción es el del lector, el escriptor, «E l», es la tercera persona y se sitúa en el pasado. Ese El es lo que quedará eternamente del escriptor, incansablemente repetido por los transeúntes m anipulados por la inscripción que los hace hablar. Presente en las palabras leídas, es mantenido a distancia por esta tercera persona: lo que se conme mora es su ausencia; lo que se respeta es su muerte. El escrito aparece, pues, como un resto, cuando la vida y el momento se han esfumado. Al confiar su memoria a la escritura y más en general al registro, al tomar la huella del aconteci miento, como los romanos conservaban en la cera de las máscaras fúnebres la huella del rostro de los muertos importantes, la civi
2 S v e n bro
(1988), págs. 154 y ss. 327
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lización occidental establecía extrañas connivencias con la muer te y el olvido. En el centro de la cultura ha colocado a muertos, libros-máscaras que hablan por el aliento de los vivos.
El libro, la carta y el rumor Hemos visto cómo convergían en Roma el rumor y la con versación, envolviendo a la m ultitud en un m urm ullo que se expandía poco a poco. Pero esta expansión no es infinita, y, en cuanto la distancia se hace demasiado grande, se rompe el hilo del rumor, la comunicación a través de la charla entre vecinos, sermo, se detiene al final del camino y debe ser reemplazada por la carta y el cuento de los viajeros. Pero este vínculo epistolar es demasiado débil: Ovidio muere a orillas del mar Negro por no poder vivir la sociabilidad de una palabra civilizada al no poder dar recitationes. Envía sus obras a Roma en forma de libros, pero los libros no sustituyen a la palabra viva, y su cuerpo, demasiado tiempo mudo, le abandonará. Sin embargo, justam ente a través del libro y de las cartas, la sociedad romana del Imperio trata de controlar el nuevo espacio sobre el que impera la Ciudad. En vez de cotillear simplemente en los comedores del todo-Roma y de hacer bromas que al día siguiente volverán a encontrar embadurnando las paredes, los doctos publican sus ocurrencias en recopilaciones de epigramas o de poemas satíricos, que circularán de A lejandría a Colonia, y de Lyón a Gades. De la m ism a manera, los padres, horrorizados ante la am plitud creciente del saber global, en lugar de confiar en la institución fam iliar tradicional para transm itir a sus hijos la cul tura indispensable para una vida en sociedad, reúnen en libros caóticos todos los conocimientos que pueden atesorar un poco por todas partes. Estos escritos que sustituyen al rumor, que se leen en un m urm ullo y cuyo estilo tiene la transparencia de la conversación, se borrarán como ella; se añadirá un nuevo sabor, un nuevo padre escribirá una nueva compilación y los comadreos no tardarán en 328
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perder su frescura. En seguida, ya nadie sabrá de quién ni de qué se trataba. Todos esos libros que sólo vehiculan información están destinados a no durar. El libro antiguo, rumor o lápida sepulcral, no podrá servir de fundamento a la cultura, y sin embargo el Imperio deposita en los libros, litterae, su confianza para ilustrar y ensalzar a Roma, para transm itir una cultura común a los niños3. Sim ultáneam en te, la cultura viva desaparecía para sobrevivir sin duda en microsistemas, pero esa cultura carecía de prestigio.
C ultura y energía Sólo la A ntigüedad conoció la peculiar historia de una cu ltu ra golpeada hasta la m uerte por el prestigio dominador de lo escrito; en la mayor parte de las culturas tradicionales, desde que los textos otrora compuestos oralmente son fijados por escrito, los cantores dejan de improvisar y las fiestas donde se hacía esta improvisación desaparecen. El fenómeno se observa todavía hoy. Lienzos enteros de la vida cultural se hunden o se m arginan, sobreviviendo un tiempo pese al desprecio general, entre los campesinos avergonzados, entre la «gente del campo». ¿Podemos pasar por alto la observación e interpretar esos cambios culturales a partir de una teoría de la energía? Lo suge ríamos con anterioridad cuando propusimos ver un fenómeno de entropía cu ltu ral4 en la creación del teatro en Atenas y en la sus titución del m ito épico por el m ito trágico. Esta propuesta se apoya en las nociones de cultura caliente y de cultura fría, que desde luego no remiten a grandezas mensurables, sin que adquie ran su sentido en el interior de las culturas griega y romana. Cuando vemos a las muchachas de M inias o a los viajeros de
3 Léase con interés, en las Confesiones, el relato que hace AGUSTÍN de su edu cación escolar. 4 Cf. supra, págs. 108 y ss. 329
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Apuleyo «trabajar» diciendo cuentos, es decir, no consagrar toda su energía a este intercambio de palabras, mientras que los bebe dores del sympósion o los participantes en la comissatio, recostados en sus lechos, movilizan toda su persona para cantar, jugar y amar, está claro que la energía consagrada a la actividad cultural en cada una de estas situaciones es desigual. Además, los griegos y los romanos piensan el amor y la ebriedad como un incendio, un fuego que vuelve el alm a más móvil. Pero, a la vez, el ban quete pertenece al ocio, jamás se ha dicho que sea un trabajo, que canse al bebedor; por el contrario, para los antiguos se trata de una actividad de recreación en la que el hombre se conforta y se repone de sus fatigas de la vida política merced al buen alim en to y a los placeres compartidos. Esto puede parecer contradicto rio. De un modo más general, las actividades culturales en una sociedad exigen siempre que ésta les dedique una parte de su eco nomía, bien por la producción de alim ento suplem entario u obje tos lujosos, tiempo derrochado, el empleo de servidores del pla cer, o la fabricación de productos específicos como el vino. Todos estos gastos no reportan nada, no son ni sementera ni inversión comercial, nada quedará de la fiesta, sólo brasas apagadas; la cul tura caliente es pura dilapidación.
El «dem onio de M axwell» en el banquete En esta perspectiva, podemos sentir la tentación de relacionar la cantidad de energía gastada por la colectividad para hacer la fiesta con la energía que reciben de ella los destinatarios de la fies ta, que, cansados a su llegada, marchan de ella reconfortados. Y puesto que el éxito de una fiesta está en la sociabilidad que con sigue establecer entre los participantes, sugerimos que el salir confortados se debe a la armonía vivida en esa microsociedad de la fiesta. Se habría producido aquí una transformación de energía económica en estructura social gracias al ritual, que funciona como una máquina. Una ritualidad minuciosa rinde su m áxim a eficacia en la fiesta, ya que perm ite a cada uno ser actor del pro 330
La invención de la literatura
ceso cultural y, por ende, tener su sitio exactamente definido en el sistema, existir plenamente, ser irreemplazable. El teatro — que está menos ritualizado que el banquete precisamente por que deja al público en un estado de magma indiferenciado, aunque, como en Atenas, aquél participe colectiva y realmente en cuanto espectador así como por procuración, gracias al coro y a los jue ces del concurso— es por lo tanto un transformador de energía menos bueno que el symposion. Ahora, transpongamos al marco de la termodinámica las observaciones precedentes5. Sabemos que ésta se funda en el prin cipio según el cual los intercambios térmicos se hacen siempre de manera espontánea de la fuente caliente a la fuente fría y no al revés; dicho de otro modo, en un sistema cerrado, es decir, sin intervención exterior, un cuerpo más caliente da naturalm ente su calor a un cuerpo más frío, pero un cuerpo más frío no da su calor a ese cuerpo más caliente. Un universo cerrado, disim étrico como éste, tiende a un estado de equilibrio en el que los cuerpos esta rán a la misma temperatura, y por consiguiente indiferenciados desde ese punto de vista. Se trata de un estado de entropía m áxi ma, de muerte termodinámica, puesto que nada se mueve ya. Para luchar contra esta parálisis, el sistem a puede abrirse, tomar energía del exterior y, m ediante el trabajo — por ejemplo, por medio de una m áquina de vapor— , convertir esta energía en estructura, restablecer distinciones — las llamamos disimetrías— que volverán a dinam izar el sistema. Ese trabajo es el del «dem o nio de M axw ell», el im aginario que separará lo caliente de lo frío en un líquido tibio con el fin de crear una fuente caliente distinta de una fuente fría y suscitar así un flujo de energía de lo caliente a lo frío. Teniendo en cuenta que la cantidad de energía tomada al medio exterior por el sistem a abierto, gastada por el «demonio de M axw ell», siempre es superior a la energía mecánica produci
5 La mejor presentación del segundo principio de Carnot para lectores no informados se halla en P. W. ATKINS, Chaleur et désordre. Le deuxièm e p rin cip e d e la therm odinam ique, Belin, Paris, 1987. 331
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da, y que la diferencia resulta de la disipación de una parte de la energía liberada y no recuperada: vapores y humos, cansancio del m aquinista, recalentamiento de los pistones. Entonces, basta pensar el banquete como un sistem a abier to, con Dionisos en el papel del «demonio de M axw ell»; en otras palabras, la ritualidad del banquete perm ite convertir la energía com unicada por el vino en estructura social por medio de un flujo circular de banqueteador a banqueteador, cons tantem ente relanzado por la m úsica, el vino y el deseo. El ban quete fallido, como el de Trim alción, despilfarra toda la ener g ía sin llegar a convertirla; el desorden, el caos social, la indiferenciación de los comensales, el imposible intercam bio salvo a través del cuento señalan una elevada entropía del sistem a. Sería válida la m ism a observación respecto del banquete de los bandidos en Apuleyo.
Las estructuras disipadoras Estas observaciones desorganizadas bastarán para justificar la apelación al modelo termodinámico para reflexionar sobre algu nos de los hechos de historia cultural que hemos estudiado en este libro. Pues no se trata de proponer con todo rigor un método nuevo, sino de pasar por una noción de la física, recogida ya por la biología, la de entropía, con el fin de agitar algunos lugares comunes, como han hecho antes que nosotros algunos sociólo gos 6. Estos han querido poner en duda una asim ilación dem asia do rápida entre orden social y equilibrio, mostrando, gracias al modelo entrópico, que la estabilidad social m áxim a es la del caos, que corresponde a la entropía m áxim a de la sociedad hacia la que tiende naturalmente toda colectividad humana. Por lo tanto, para mantenerse como un sistem a organizado, una sociedad debe
6
Michel Forse, L’Ordre im probable. Entropie et processus sociaux, PUF, Paris,
19 8 9 .
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luchar contra la entropía m ediante la ley, la coerción, la educa ción y la cultura: «Todo hecho societario es, por definición, negentrópico» 1. La sociología no se ha preocupado todavía de establecer una jerarquía entre las diferentes actividades sociales negentrópicas. Sugerimos aquí que las que se realizan en el marco de los place res y el ocio, es decir, lo que agruparemos bajo la expresión gene ral de negentropía cultural, intervienen de una forma diferente a la de las leyes y a la de las coerciones orientadas a mantener el orden social: introducen en la sociedad una energía de mejor cali dad, pero de una manera circunstancial. Con mayor precisión todavía, pudiera parecer interesante pensar en microsociedades efímeras creadas por actividades cul turales — no sólo los diversos banquetes, sino también la asam blea de la recitatio, un grupo de viajeros, las mujeres hilando, el vecindario alcanzado por un rumor, el público del teatro— como «estructuras disipadoras» creadas temporalmente por flujos de energía y destinadas a desaparecer en cuanto cesen esos flu jo s8. En este caso, el medio exterior es una sociedad desordenada, como la Grecia de antes de Alejandro, en la que las guerras ince santes entre las ciudades, de entropía baja, establecen un eq u ili brio amorfo, que se corresponde con una entropía m áxim a9. La Hélade era entonces un líquido estructurado localmente por flu jos efímeros, pero en absoluto globalm ente. El panhelenismo consistió en introducir estructura global y hacer descender la entropía de la colectividad helena. Las fiestas panhelénicas se mantienen como estructuras disipadoras, en el seno de una colectividad helénica todavía bastante fluida. Pero la política empieza a insinuarse en lo social. Ese paso del orden sociocultural al orden políticosocial se piensa fácilmente bajo la
7 Ibid., pág. 87. 8 Ibid, pág. 105 y ATKINS, C haleur et désordre..., op. cit., pág. 168. 9 Es el caso de las sociedades indias descritas por Pierre C l a st r e s como «socie dades para la guerra» en Remarques d ’a nthropologie politique, Gallimard, París, 1980, págs. 171 y ss. 333
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forma de una cristalización. «La característica de los sólidos cris talizados es su orden a gran distancia; esos sólidos poseen una estructura global» 10. Es evidente que esta cristalización, si es total, es una pesadilla tiránica, pues estaría constituida en exclu siva por muertos, ya que la sociedad es necesariamente movi miento — y su entropía aum enta naturalm ente por la sucesión de las generaciones— y por consiguiente necesita integrar esas ener gías nuevas, lo que realiza m ediante los ritos de paso. Sin embar go, parece claro que todo esfuerzo de estructuración a distancia pretende «em pastar» a la sociedad, hacerla menos fluida y por lo tanto hacer más difíciles las estructuras disipadoras. Así pues, al hacerse más numerosa y más estructurada en su globalidad, ame naza a las culturas vivas; la cristalización de estructuras globales, al paralizar progresivamente las estructuras disipadoras, implica la m uerte de las culturas m inoritarias. El desorden global prote ge el orden local. Luchar contra el empaste cultural que amena zaba su existencia fue el proyecto de los aristócratas atenienses que hacían del sympósion una práctica de distinción, una estruc tura local creada por flujos energéticos m uy poderosos. Esas estructuras disipadoras atañen a todas las minorías que, para sobrevivir culturalm ente, necesitan más que otras de fiestas rituales socialmente cerradas, pero, desde el punto de vista ener gético, abiertas; es el caso del flamenco gitano. Tienen necesidad de un m ínim o de fluidez para realizarse, pero si por desgracia son recuperadas en la estructura global para convertirse en una forma identitaria, necesariamente van a ser encajadas en un sistema más espeso y perder su poder negentrópico. Llegamos así a la cultura de festivales, y a continuación a la cultura de biblioteca y de museo.
De lo ora l a lo escrito: una degradación de la energía La noción de entropía, al introducir disim etría en la descrip 10ATKINS, C haleur et désordre..., op. cit., pág. 167. 334
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ción de los fenómenos culturales, tiene entre otras ventajas la de incitar a reflexionar de manera diferente sobre el paso de lo oral a lo escrito en la m edida en que aparece hoy históricam ente irre versible: comprobamos en todas partes la extensión de los proce sos de fijación de lo oral, su transcripción al papel, a la cera, a película sensible, o a bandas m agnéticas y discos de vídeo, a los bancos infor .áticos de datos; las culturas de tradición oral se ven presas en la alternativa de pasar a la escritura o morir; los cantos tradicionales son transcritos o grabados. «A largo plazo, la escri tura no puede no acabar ganando, nuestra propia experiencia lo prueba, pues está al lado del poder; no el vital y cósmico, libera dor, de la palabra viva, sino el socializado, codificado y dom i nador de una norma im puesta — de una ley— . A m uy largo plazo, desde luego, ese privilegio podría volver a ser puesto en tela de juicio: nuestra experiencia actual invita a pensar así» u . Ese movimiento irresistible no deja de hacer pensar en la entro pía del universo. La escritura que tiene una entropía elevada, o más bien un poder negentrópico casi nulo, arroja naturalm ente la cultura oral a la entropía básica y al poder negentrópico fuerte. La escritura es en alguna m edida la energía potencial alm ace nada en un libro. Pero energía degradada en forma de enuncia dos, energía cautiva como el carbón o el petróleo. En efecto, esta energía es consustancial al lenguaje, por lo tanto a la com unica ción social creada por la palabra intercambiada y a la estructuración que suscita m ediante el establecim iento del diálogo. Mas, para liberar esta energía, no basta la lectura si es una mera oralización de las palabras, porque no creará la situación social que perm ite al enunciado encontrar su sitio en un acontecimiento, integrar el tiempo y ser recogido en una enunciación real. De hecho, la lec tura solitaria de un viajero en el tren o de un niño en el desván carece de efecto estructurador en el plano cultural; por el contra rio, el viajero y el niño utilizan la lectura para escapar, para ais larse de su ambiente. " Paul ZuMTHOR, Introducción a Graines d e paroles. Puissance du verbe et tra ditions orales, op. cit.
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La lectura debe estar integrada en una institución social que actualice el enunciado, dándole una enunciación adecuada, libe rando así su energía potencial. Sin em bargo, esta liberación es por sí m ism a consumidora de energía. En nuestros días esta ins titución social puede ser el teatro, que perm ite reciclar eficaz mente lo escrito, pero sabemos lo que cuesta una puesta en escena.
El fu tu ro está en el reciclaje de lo escrito en la fiesta Hemos tenido ocasión de examinar algunas de esas in stitu ciones sociales en la A ntigüedad: la cita en la comissatio, la recita tio, la p ra itio del sacerdote, la interpretatio o incluso la traducción a través de la lectura. La más rentable a efectos de entropía es la que podríamos llam ar el reciclaje oral de la escritura, como hace el lector de Apuleyo, que se convierte él mismo en contador. Pues reconstituye la estructura disipadora de una composición oral. Devuelve una entropía básica a esta energía degradada que se ha almacenado en la escritura. Ese reciclaje se hace, sin embargo, m ediante una palabra cultural que queda de una entropía eleva da, ya que se trata de una palabra de conversación, sermo, con un débil efecto estructurador. Todavía es más rentable el reciclaje por medio de los lusus, los juegos verbales, de la comissatio, de la poesía griega traducida por escrito y recontextualizada en el ban quete donde se dice. Podemos considerar las huellas escritas de una actuación oral como los residuos del acontecimiento, conservados con la idea de que la energía potencial que ocultan, aunque degradada como la de las brasas de un fuego extinguido, aún puede servir. Estos desechos son el sentido intrínseco o incluso lo que hemos deno minado la significación sem ántica del enunciado; en el caso del m ito, es la ficción narrativa. Esta energía potencial es tanto mayor cuanto más o menos narrativo e informativo sea el texto, lo que corresponde a más o menos energía liberada durante la actuación oral: el cuento es menos negentrópico que la epopeya 336
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homérica, y ésta, a su vez, es menos negentrópica que la canción de banquete. En cambio, la im itación al modo alejandrino de la escritura por la escritura no libera ninguna energía, sino que, por el contrario, con cada reescritura se increm enta la entropía. A la inversa, los enunciados ilegibles (como la canción de Cleobulo y los juegos de Catulo, cuya lectura, sea la que fuere, no libera nin guna energía, ya que han de ser totalm ente recompuestos) in d i can con claridad que, al menos idealm ente, el symposion no deja ningún resto, no deja que se pierda ninguna porción de la ener g ía liberada: toda la energía lin güística invertida en el aconteci miento es transformada en estructura, Dionisos es cabalmente el «demonio de M axw ell». Cuando Paul Zumthor, arriesgándose a la profecía, anuncia que el privilegio del escrito podría m uy bien ser puesto en tela de juicio, no se trata de una ilusión m ilenarista, la esperanza de un retorno al esplendor de los orígenes orales, sino de una obser vación, la de la vuelta de la cultura-acontecim iento. Hemos seña lado con anterioridad la im portancia del remake en el cine esta dounidense, el éxito de los espectáculos-maratones, de los inm en sos conciertos que se celebran una vez, como las actuaciones de Jean-M ichel Jarre. Lo que no im pide que, de forma paralela, nuestra época se entregue a un archivado compulsivo de las hue llas de esos acontecimientos. Lo uno y lo otro traducen la angus tia ante el incremento de la entropía cultural y social, del desor den de la indiferenciación urbana. Seguramente, el futuro está en el reciclaje de lo escrito, en su transformación en energía viva. Al igual que Roma «reciclaba» los monumentos culturales conservados por la cultura alejandri na m ediante el juego de la traducción y del teatro, de la misma manera nuestra cultura posmoderna podría perfectamente reco ger todas las «obras maestras de la literatu ra», como vemos que se hace hoy en el África francófona, para reutilizarlas en la m úsi ca, la danza, el rap...
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Anexo Documentos curiosos Traducciones del fragmento 2 (357)
Presentamos aquí algunas traducciones de la canción de Cleobulo al español y al inglés, representativas de las diversas tenden cias de la historia literaria; excepto la de David Mulroy, ninguna respeta el contexto cultural y religioso griego, y la más curiosa es probablemente la de M arguerite Yourcenar. Subrayamos en cu rsi va las traiciones que nos parecen más flagrantes. Yves B attistini, Lyra erotica, Im prim erie N ationale, París, 19 9 2 , pág. 245. Señor, puesto que contigo Eros el seductor y las Ninfas de ojos de índigo y la Afrodita de púrpura tienen sus retozos, tú que frecuentas también las altas cimas de las montañas, te suplico de rodillas, y tú, ven a mí con alma benevolente para escuchar tu oración y que ésta plazca a tu corazón: de Cleobulo hazte buen consejero, que mi amor ¡oh! Dionisos, sea acogido por él. 339
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Extraño cambio de rodillas: el suplicante griego no se arrodi lla; como el orante cristiano, abraza las rodillas, o el mentón, o incluso el altar, del dios al que suplica. La consecuencia es que la copa ha desaparecido. Hallamos idéntica sustitución en la tra ducción de Mario M eunier (al francés) y de J . M. Edmonds (al inglés). Además, el traductor no escatima con los colores y plan ta en su texto unos brochazos de púrpura y de índigo.
M arguerite Y ourcenar, La corona y la lira, G allim ard, París, 1979.
ORACIÓN A DIONISOS Dios que bailas en la profundidad de los bosques Con las Ninfas de frescos brazos Con Cipris, de corazón tierno, Dios que bebes el mosto a grandes tragos,
Dios seductor, ¡dígnate oírme! M i deseo es de los que un amante puede formular: Haz que mi Cleobulo, por fin, se deje amar.
El original griego está prácticamente reescrito y, sin la re ferencia, cabría preguntarse si se trata exactamente de la canción de Cleobulo. La adición de «por fin» en el últim o verso inscribe esta oración en el tiempo novelesco y narrativo de una historia de amor en la que el joven Cleobulo se habría resistido antes al can tor; esta traducción, por lo mismo, saca al canto del tiempo ritual para situarlo en un tiempo biográfico imaginario. El mosto — ¿pero lo sabe la traductora?— es el zumo de la uva prensada, no fer mentado todavía. ¿Qué haría ese mosto, im bebible para los an ti guos, en un banquete? Cabe preguntarse, por lo demás, por qué la traductora ha sustituido al dios de los montes salvajes por un dios bebedor, arruinando así el significado religioso de la oración. Por lo que se refiere a los frescos brazos de las Ninfas y al cora 340
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zón tierno de Cipris, dejamos al lector que divague librem ente sobre el im aginario erótico de esta señora. La interpretación moralizadora de la «bella canción» que sus tituye a su eficacia ritual es m uy representativa de una tendencia general a recubrir los textos originales con una pátina hum anis ta y moralizante, sentida como más universal.
M ario M eunier, Safo, Anacreonte y Anacreónticas, París, 19 4 1.
¡Oh rey, con quien Eros vencedor— las Ninfas de ojos azules — y la luminosa Afrodita — gustan de jugar! Abandona — las altas cumbres de los montes, — ¡te lo ruego de rodillas! — Séme propicio, ven con nosotros, — y con benevolencia — escucha mi oración. — Sé para Cleobulo — un sabio consejero, — ¡y haz, Dionisos, — que él acepte mi amor! ¡Otra vez unas rodillas cristianas sustituyendo a las rodillas griegas! Las traducciones inglesas son igualm ente fantasiosas:
C. M. B o w ra, Greek Lyric Poetry, O xford U niversity, O xford, 1 9 6 1 , pág. 283.
Master with whom Love the subduer and the blue-eyed Nymphs and rosy Aphrodite play, who hauntest the high paeks of mountains, I beseech thee. Come to us with kindly heart, and let our prayer please thee and hearken to it. Be a good counsellor to Cleobulus and may he, O Dionysus, to receive my love.
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J . M. Edm onds, Lyra Graeca, col. Loeb, Londres, 1979, pág. 138. O Lord with whom played Love the subduer and the dark-eyed Nymphs and rosy Aphrodite as thou wanderest the tops of he lofty hills, to thee I kneel; do thou come unto me kind and lending ear unto a prayer that is acceptable, and give Cleobulus good counsel, O Dionysus, to receive my love.
En cambio, la traducción de David Mulroy, que no traiciona ninguno de los datos culturales im plícitos en el enunciado, es con mucho la mejor: D avid M ulroy, Early Greek Poetry, U n iversity o f Michigan Press, A n n A rb o r, 19 9 2, pág. 128. Lord who revels On mountaintops with conquering Eros dark-eyed Nymphs and blushing Aphrodite I clasp your knee Be kind, hear And accept my prayer: Counsel Cleobulus well; make him welcome my love O Dionysus.
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Indice
In tro d u cció n . P or u n uso d ifere n te d e la A n tig ü ed ad : la a lte rid a d fu n d a d o ra ................................................................... Invitación al v ia je ........................................................................ Escritura u oralidad: razón utilitaria y razón simbólica... O ralidad, escritura-lectura y cultura g rie g a ..................... La invención de la lite ra tu ra .................................................. Una duda sistem ática................................................................. Cuestiones de m étodo................................................................ La exploración m ítica................................................................. Para reconciliarnos con el futuro: la alteridad fundadora................................................................................
7 7 9 12 15 18 19 24 26
I. LA CULTURA DE LA EBRIEDAD: CANTAR PARA NO DECIR N A D A ..................................................................... Riberas g rie g a s............................................................................. El sym posion.....................................................................................
29 31 33
1. La can ció n de C le o b u lo ................................................... Un interm ediario dudoso......................................................... Un tiesto lingü ístico................................................................... La apertura ritual: el prim er acto de co m p artir............. Instalación de un panteón........................................................ El vino y el amor ofrecidos a Cleobulo............................... La bella canción ofrecida a D ionisos....................................
37 37 40 41 45 48 49
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La doble actuación del cantor y la trampa am orosos.................................................................................... La oración a D ionisos.............................................................. Una oración perform at iv a ........................................................ Los otros d io ses............................................................................ La própos is.................................................................................... Una canción ile g ib le .................................................................. Sympósion y flamenco: las culturas de la ebriedad...........
52 53 56 56 58 59 62
2. La in v en ció n de A n acreo n te........................................ Cultura de ciudad y cultura panhelénica........................... Los cantores del m ovim iento................................................. El orden político-poético......................................................... Una Grecia teórica...................................................................... La cultura de festivales.............................................................. El autor como ga ra n te cu ltu ra l.............................................. E nunciación real, enunciación f ic t i c i a ................................... Transcripción e inscripción, m ovilid a d y v a ria b ilid a d ..... El teorema de C leobu lo............................................................. La novela de un bebedor.......................................................... Las A nacreónticas............................................................................ Los vasos an acreón ticos............................................................. Las canciones an acreón ticas..................................................... Dichas y desdichas de Dionisos en Atenas........................ Los orígenes tiránicos d el teatro............................................... La m áscara y la escritu ra ........................................................ El mito trá g ico ............................................................................ Un ejemplo de entropía cu ltu ra l............................................. El banquete contra el teatro: Anacreonte en la escuela Las teorías de una cultura-m onum ento............................. Ion, o la m a teria lid a d d el tex to............................................ Im itación y memoria: la Poética de A ristóteles................. Anacreonte en «la jaula de las M u sas»............................... Anacreonte en Autun: las letras greco-rom anas.............
71 72 74 77 78 80 81 84 85 88 90 93 94 95 101 101 103 107 108 112 117 117 122 127 132
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II. LA CULTURA DEL BESO: HABLAR PARA NO DECIR N A D A ............................... Tierras rom anas............................................................................ Los peligros del M editerráneo................................................ Comer o beber: los dos banquetes rom anos..................... La sangre de la tie r r a ................................................................. 3- Los juego s de C a tu lo ........................................................ Dos encantadores muchachos: las palabras de la com issa tio ......................................................................... Un erotismo fusion al................................................................. El pecado de C atulo.................................................................... La carta a L icin io ......................................................................... Un objeto fabricado: el trofeo de una derrota. La carta y el vaso...................................................................................... La estética del gra ffito: el ep igram a..................................... Catulo y Anacreonte: la cultura del instante y el o lv id o .....................................................................................
135 137 138 141 145 149 149 152 156 158 160 161 164
4. Besos a la g rie g a y co cin a ro m an a............................ Platón, maestro de los besos................................................... El beso, el aliento y el vino .................................................... Beso, vino y p o esía..................................................................... Un placer sin vergüenza y sin esfuerzo............................... El beso hediondo, o la pornografía al rescate del erotismo.............................................................................. Cultura, beso y amor g r ie g o .................................................. El banquete-espectáculo: la cita id en titaria..................... El banquete erudito y el libro que n u tre.......................... Trimalción y la m ito lo g ía........................................................ Todos los banquetes....................................................................
190 196 205 214 220 222
III. LA CULTURA DEL CUENTO: LIBROS PARA NO LEER.................................................... El decir y lo dicho del aedo.....................................................
227 231
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171 171 173 179 182
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El Cíclope, Ulises y los sátiro s.............................................. El m ito y la representación.....................................................
232 234
5. Los cuentos d e E l a s n o d e o r o ..................................... Caminar con los oídos................................................................ La sociabilidad de los cuentos: una palabra de agua .... La ebriedad dionisíaca o el cuento........................................ El erotismo o el cuento............................................................. Lucio y U lises................................................................................ Historias de bandidos................................................................ Historias de lib erto s.................................................................. Los misterios del Imperio: el cuento y la exploración m ític a..........................................................................................
237 237 242 245 249 253 255 262
6. La e sc ritu ra en tre dos v o c e s ........................................ Un libro-m áquina de incitar a decir cuentos................... Yo, el libro, em piezo................................................................... El tercer h om b re......................................................................... Yo, Lucio, entonces..................................................................... El libro de una sola lectura y un solo le cto r.................... Lecturas p orn ográ fica s............................................................... Un m anu al p a ra uso de los contadores................................. La lectura-traducción como modo de paso entre dos or a lid a d e s .............................................................................. Lectura para algunos: la recitatio ........................................ Un ritu a l identitario de la nobleza rom a n a ....................... La indispensable recip rocid a d ................................................. Un rito de p a so .......................................................................... Busca lector desesperadamente............................................... Los «manuales de estu d io »................................................. El libro-tum ba y el lector inencontrable................................ Los tres panegíricos de T rajan o.............................................. Pero ¿quién iba a ser capaz de leer El S a tirico n ? ............ A través de la voz y la escritura, la memoria movediza de Roma: elogio del rem ak e........................... La m entira novelesca.................................................................. 346
265 269 270 271 277 280 281 286 288 290 293 295 298 303 305 305 307 312 313 318 321
La invención de la liceratura
C onclusion. E ntropía de los cam bios culturales ....
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La escritura y la m u erte............................................................ El libro, la carta y el ru m o r.................................................... C ultura y en ergía......................................................................... El «demonio de M axw ell» en el banquete........................ Las estructuras disipadoras...................................................... De lo oral a lo escrito: una degradación de la energía.. El futuro está en el reciclaje de lo escrito en la fiesta...
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A nexo. D ocum entos curiosos. Traducciones del fragm ento 2 (3 57 )................................................
Yves B attistini, Lyra erotica ..................................................... M arguerite Yourcenar, La corona y la l i r a ......................... Mario Meunier, Safo, A nacreonte y A nacreónticas............... C. M. Bowra, Greek L yric P oetry............................................. J . M. Edmonds, Lyra G ra eca .................................................. David Mulroy, E arly Greek P oetry.........................................
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