i//(x)), y Vx(X(x) a «p (x)'> “,V
el segundo por una cadena, de un número indefinido de eslabones, ligados por la relación de dcausar. Estos contraejemplos a la necesidad del analysans previo motivan esta propuesta depurada: (a) c dcausa e (donde ‘c' y V están por acaecimientos concretos) significa lo siguiente: c tiene un correlato empíricamente verificable, #c#, que es de tipo #C#; e tiene un correlato empíricamente verificable, #e#?que es de tipo #E#; #c# precede a #e#; y #C# es una condición NS nómica de #E#, cuyos ejemplares son siempre espaciotemporaimente contiguos como #c# y #e#. (b) c causa e (donde ‘c’ y ‘e' están por acaecimientos concretos) significa lo siguiente: o bien c dcausa e\ o bien c es un “ancestro” de e con respecto a la relación de dcausar.20 Pasemos ahora al remedio de la tercera dificultad, que a diferencia de las dos precedentes tenía que ver con que el analysans de la explicación simplista no ofrece una condición suficiente. Hemos introducido en el presente análisis la idea de que las generalizaciones sean “nómicas”, que ya aparecía en el análisis simplista. La última corrección a este análisis radica en la manera de entender ese concepto. En el análisis simplista, la nomicidad consistía simplemente en que la generalización estricta fuese para nosotros “proyectable”, y en que los casos observados la hubiesen confirmado. Una vez debilitado el análisis como lo hemos hecho, reducir la nomicidad a esto resultaría en una condición patentemente insuficiente. Como ya dije anteriormente, no sólo es fumar una condición NS del cáncer de pulmón, también lo es consumir café. En el caso de la colza, la ingestión de tomates tratados con ciertos fertilizantes era también una condición NS del síndrome tóxico. Y ambas generalizaciones parecen psicológicamente tan proyectables como las genuinamente causales. Lo que se hace de hecho en estos casos es seleccionar la regularidad NS que es teóricamente integrable con otras regularidades teóricamente bien esta blecidas. Se buscan acaecimientos teóricos que constituyan teóricamente a la presunta causa (una descripción química del proceso consistente en introducir en el organismo el aceite o los fertilizantes, en nuestro ejemplo), acaecimientos teóricos que constituyan nómicamente al efecto (una descripción química
22. £1 análisis simp lista ilel concepto de pa rt ic ip ac ió n ofrecido en una nota anterior debería revisarse acor demente. utilizando el concepto de condición NS en lugar de) concepto de generalización estricta. Dicho sea de paso, uno cualquiera de los eslabones en una relación causal puede ser un acaecimiento puramente teórico; en la cadena que lleva de la ingestión por una persona del aceite de colza al desarrollo de ios síntomas del síndrome, muchos de los eslabones serán de esta naturaleza. Naturalmente, no puede haber objeción alguna de principio a incluir, entre los acaecimientos teóricos, acaecimientos causales. Como en el ca so de acaecimientos teóricos simples, cada uno de estos eslabones teóricos, c d- ca us a ¿. debe estar en la relación de constitución con acaecimientos potencialmcnte observa bles. Es decir, debería ser posible diseñar experimentos en que se comprueba que se da una generalización empírica mente determinable, que puede ser lógicamente deducida deJ darse el suceso teórico de que c d- ca us a e a partir de la teoría que caracteriza este hecho teórico.
de los síntomas característicos del síndrome y de su desarrollo), y se intenta establecer experimentalmente vínculos teóricos entre ellos.21 La práctica científica “seria” que la concepción humeana busca caracterizar, pues, aconseja incluir en la idea de nomicidad algo más que los dos elementos en que pensaba Hume (la confirmación en casos pasados, y la apariencia subjetiva de que la generalización es “proyectable” o “simple”). Es preciso añadir la idea de integración con otras regularidades (incluidas regularidades teóricas). Una generalización nómica (sea estricta o NS) es una generalización cuyos casos particulares son acaecimientos observables de los que participan acaecimientos teóricos a su vez causalmente relacionados; en último extremo, por acaecimientos descritos en términos físicos. Expresado de la manera más simple posible, el requisito de unificación o integración quedaría por tanto así: una generalización nómica es una cuyos casos particulares son acaecimientos constituidos por acaecimientos físicos, a su vez causalmente relacionados en virtud de leyes físicas. Así expresado, este requisito que añadimos a la idea de nomicidad es una versión sólo moderadamente exigente de lo que a veces se conoce como fisicismo. Este requisito sería necesario, incluso aunque fuese posible, ignorando las dos objeciones a la necesidad del análisis simplista previamente discutidas, mantener la exigencia humeana original de que toda afirmación causal esté sustentada por generalizaciones empíricas estrictas. Una generalización no “unificable” con el resto de las generalizaciones nómicas aceptadas habría de ser considerada “accidental”, no nómica, por muy estricta que fuese. (De ahí que insistiésemos en que el análisis simplista, incluso tal y como estaba antes de modificarlo para remediar su cíuicter no necesario, tampoco ofrecía una condición suficiente.) Es posible que este análisis más complejo no sea aún enteramente correcto; pero, dado que no está entre nuestros fines ofrecer una explicación com pletamente satisfactoria del concepto de causa, podemos contentamos con él. Lo que importa finalmente es apreciar que la complejidad añadida no modifica en nada lo sustancial: a saber, el carácter antirrealista de la concepción humeana, tanto en la interpretación reductívista como en la proyectivista. El análisis depurado ha sido presentado en el marco de la interpretación reductiva; así entendido, el análisis muestra cómo eliminar las relaciones causales y de participación, en favor de generalizaciones fácticas, ahora NS. Sigue siendo el caso, en esta versión más compleja, que no es legítimo hacer inferencias causales (a menos que conozcamos todos los casos de las generalizaciones pertinentes, en cuyo caso no sería preciso hacer inferencias), y que no es legítimo afirmar contrafácticos basados en afirmaciones causales. La interpretación proyectivista (que el lector puede inferior a partir de la exposición previa de esta interpretación basada en el análisis simplista) no tie
23. Por ejemplo, experimentand o con animales. De manera un lanío confu sa e incierta (com o era de esperar, dado que la adulteración del aceite de colza no consistió en un único proceso químico, ni se sabía muy bien en qué consistió), este criterio estableció que fue el aceite adulterado la causa del síndrome. Véase A. Pestaña (ed.), 1983, Pro¡>reúna d el CS IC p a ra el es tu di o de l sín dro m e tó xi co . Trabajos reunidos y comunicaciones solicitadas.
ne estas consecuencias tan implausibles; sin embargo, en contra del sentido común, hace aún a los asertos nórmeos garantizadamente verificables. Es decir, hay circunstancias cognoscitivamente ideales en que la verdad o falsedad de un aserto causal o de participación habría sido establecida sin error posible. En una versión precisa de la concepción proyectivista (en la que realmente se asimilan las relaciones nómicas a propiedades dependientes de la res puesta), los juicios que establecen qué asertos nómicos son verdaderos y cuáles no pueden ser los de individuos con buenos hábitos de inferencia causal (cualquiera que haya hecho un buen curso de metodología científica), poseedores de toda la información empírica disponible en el momento en que se hace el aserto. Así, si un avezado científico del siglo xx empíricamente omnisciente (es decir, conocedor de todas las regularidades NS empíricamente determinabas confirmadas hasta hoy y de sus relaciones interteóricas) estableciera que c(k) =í>e(rDjo), la verdad de este enunciado habría quedado determinada (por definición) más allá de toda duda concebible. Intuitivamente, sin embargo, ello no es así; no obstante el juicio de este científico avezado, este enunciado (como expliqué anteriormente) podría, intuitivamente, ser falso. Una consecuencia adicional de la interpretación proyectivista —si se presenta, como en esta propuesta, sin recurrir a la maniobra del astrólogo— es que los enunciados nómicos tendrían las características (ii)(iv) de los enunciados sobre propiedades prescriptivas. En. el supuesto de que son los juicios de un científico avezado del siglo xx, conocedor de todas las proposiciones empíricas pertinentes, los que establecen la verdad y la falsedad de las afirmaciones causales, es claro que puede haber enunciados causales (no es preciso pensar en casos altamente “teóricos”: considérese la conjetura de que la causa de que Pau soñase ayer con su abuela fue que una imagen vista por la tarde en un programa de televisión le recordó a su abuela) que no son ni verdaderos ni falsos: quizás toda la información empírica que podamos recopilar no baste para establecer una cosa, ni su contrario. Igualmente, un marciano y un ser humano pueden discrepar sobre una afirmación causal, sin que sea posible eliminar la discrepancia (porque son diferentes las capacidades cognoscitivas por relación a las cuales se define qué es empírico y qué no, así como qué métodos de inferencia causal determinan la nomicidad). Finalmente, incluso sin modificar los cánones de inferencia causal, el paso del tiempo sí puede modificar ía distinción entre lo que es empíricamente constable y lo que no lo es (y de hecho lo hace, en virtud de la invención de nuevos aparatos), y puede hacer así que un caso en que no se daba una relación causal sea uno en que sí se da, o al revés. Los partidarios de la concepción proyectivista suelen tratar de aliviar estas consecuencias —contradichas por nuestras más firmes intuiciones sobre usos perfectamente ciaros de los conceptos en cuestión— mediante el recurso a Ja estrategia del astrólogo. Un recurso socorrido es apelar, para determinar las condiciones de verdad y falsedad de los asertos nómicos, ai juicio de los seres cognoscentes del “límite ideal” hacia el que —en la descripción del filósofo americano del siglo xix Charles S. Peirce— avanza la ciencia. Ya advertí ante
nórmente contra esta estrategia: es dudoso que la propuesta tenga un contenido suficientemente preciso como para que la idea tenga las virtudes que todos quienes, de un modo u otro, simpatizamos con el proyecto de Hume reconocemos en él. El proyecto, no se olvide, es poner coto, si no a lo inteligible, sí a lo que está justificado juzgar, distinguiendo claramente las aseveraciones causales “serias” de las que sólo lo parecen (entre ellas las de las astrólogos). No parece que definir el contenido de las aseveraciones causales por relación a los cánones metodológicos y al conocimiento empírico de individuos sobre cuyos cánones metodológicos y sobre cuyas capacidades sensoriales la definición rehuye ofrecemos la más remota idea sea el camino indicado para ello. 7. Sum ario y consejos pa ra seguir leyendo En este capítulo hemos examinado las nociones metafísicas a las que es necesario recurrir para ofrecer una explicación apropiada de la naturaleza del lenguaje; particularmente, la noción d t explicación causal , que corresponde en el lenguaje común tanto a la relación propiamente causal como a la de constitución (§ 1). Hemos examinado críticamente las tres concepciones filosóficas de las relaciones nómicas (y de las entidades “teóricas” introducidas mediante ellas) conocidas compatibles con el intemismo, dos antirrealistas y una realista: el reductivismo eliminatorio, ei proyectivismo y el realismo fingido. No casualmente, las tres corresponden estrechamente a tres concepciones contra puestas sobre la mente: el realismo fingido parece ser la única posición com patible con el representacionalismo internista de Locke y Descartes (§ 4); el reductivismo eliminatorio y el proyectivismo individualista constituyen los puntos de vista distintivos del fenomenalismo (§ 3); el proyectivismo no individualista es característico del intemismo comunitario. En IV examinamos ya los puntos de vista sobre el lenguaje del representacionalismo. En capítulos sucesivos conoceremos nuevas versiones del representacionalismo (VIVII), la versión del fenomenalismo discemible en el Tractatus de Wittgenstejn (X), y dos versiones del intemismo comunitario, la del segundo Wittgenstein (XI) y la de Quine (XII). Las tres concepciones de las relaciones nómicas son objetables, en cuanto que entran en conflicto con los datos empíricos con los que se deben contrastar las propuestas filosóficas. Podríamos denominar realismo a una pro puesta sobre las relaciones nómicas sin estos defectos.22
22. Por simetría con ‘realismo fingid o’, sería de esperar que utilizásem os algún epíteto para cualificar esta concepción. Sucede, sin embargo, que todos los epítetos apropiados han sido utilizados para etiquetar concepciones que no tienen nada de realistas. (Kant, por ejemplo, utiliza ‘realismo empíri co’ para referirse a lo que no es sino una forma de realismo fingid o, y Putnam ‘realismo inter no’ para una versión astrológicamente im precisa del proy ectivis mo.) La actitud verdaderamente realista carece — com o U lrich, el inolvidable personaje creado por Musil— de “epí tetos" o ‘atributos"; no pretende imponer pre con cep cion es a lo que es.
El realismo considera a las relaciones nómicas relaciones modales objetivamente existentes (“dadas” con independencia de nuestras prácticas cognoscitivas tanto como pueda serlo Venus), que conocemos (mejor o peor) del modo que el humeano explica, es decir, en virtud de nuestro conocimiento inductivo de generalizaciones NS empíricas de carácter nómico, y pueden así constituir la norma por relación a la cual juzgamos el acierto o el desacierto de esas prácticas cognoscitivas a ellas dirigidas. El hecho de que el realismo concuerda con nuestras intuiciones, sin embargo, sólo es un indicio mínimo en su favor. Como venimos defendiendo, la filosofía no difiere metodológicamente de la ciencia. De ningún modo basta mostrar que una teoría concuerda con los datos conocidos para creer que sea verdadera; teorías que concuerdan con los datos conocidos se consiguen tres por el precio de una, introduciéndolas por definición. Lo mínimo que hemos de hacer es mostrar cómo la teoría puede también dar cuenta de los hechos que explican sus rivales. Las concepciones adversas al realismo sobre las relaciones nómicas van de la mano de diversas variantes de ja s concepciones internistas del significado; son consecuencias de intentos de explicar los hechos innegables sobre el significado que explica el representacionalismo: esencialmente, el problema de la intencionalidad (III, § 1). Antes de estar en disposición de aceptar el realismo, deberíamos como mínimo mostrar cómo, supuesto el realismo, podemos sin embargo sortear las dificultades que parecen requerir una concepción internista del significado. Las cuatro concepciones metafísicas sobre las relaciones nómicas aquí expuestas son especies de cuatro tiposde actitud que cabe adoptar en diferentes ámbitos. Así, por ejemplo, el debate tradicional entre nom inalismo, y realismo concierne a la naturaleza de los géneros naturales (IV, § 3). La teoría de los géneros naturales a la que Locke se opone —según la cual los géneros naturales son esencias reales, que conocemos faliblemente conociendo las esencias nominales con ellos asociadas— es una teoría realista en este ámbito, coincidente con el realismo aristotélico tradicional; mientras que la propuesta de Locke es un reductivismo eliminatorio, coincidente con una variedad del nominalismo tradicional, el conceptualismo.23 La clave para la defensa del realismo está en la naturaleza del conocimiento (III, § 3). En este capítulo hemos visto también (§ 2) cómo la correcta elucidación de la distinción entre propiedades primarias y secundarias, tan cara
23. En la literatura analítica. Quine y Goodman han presentado el debate tradicional entre nom inalism o y rea lismo como haciendo referencia a si hay entidades repetibles, tipos, o sólo hay particulares. Así presentado, el deba te carece a mi juicio de interés. Pues, por razones puramente lógicas, no puede no haber tipos; hablar y pensar pre supone proposiciones elementales, articuladas como mínimo con la estructura predicativa S es P. Así, el nominalista tradicional de la variedad conceptualista (el propio Locke) necesita, como mínimo, tipos de sensaciones, además de sensaciones concretas; y el nominalista de la variedad propiamente nominalista (Hobbes) necesita como mínimo tipos de nombres, además de nombres-ejemplar. No es de extrañar que Quine concluya que el nominalismo es falso. Sin embargo. Quine es un nominalista, en el sentido expuesto en el texto.
al representacionalismo, requiere abandonar uno de los dos elementos de la concepción cartesiana, el fundacionalismo. En la base del conocimiento el internista supone estados de consciencia dirigidos a entidades subjetivas, internas; hemos comprobado (§ 2) que el conocimiento privilegiado que tenemos de nuestras propias vivencias es, hasta cierto punto, “holista”: conocer una vivencia y sus características requiere conocer muchos otros hechos sobre vivencias. Esto es también necesario para poder caracterizar inmanentemente los objetos intencionales de nuestros asertos y juicios mediante relaciones de “significación natural”. Más adelante veremos que el otro elemento fundamental de la concepción cartesiana del conocimiento, la idea de que el conocimiento es cierto, es igualmente objetable; el rechazo de esta idea es decisivo para poder hacer teóricamente defendible el realismo sobre las relaciones nómicas junto con una concepción extemista del significado. La comprensión contemporánea de la cuestión del realismo, tal y como aquí ha sido expuesta, se debe a Michael Dummett. Además de la cartografía del problema, Dummett defiende lúcidamente concepciones proyectivistas (particularmente en filosofía de las matemáticas). Un buen lugar en que comenzar es su artículo “What Is a Theory of Meaning? 11”, aunque la versión más elaborada se encuentra por el momento en su The Logical Basis of Metaphysics. El libro de Mackie The Cement o f the Universe contiene una muy profunda discusión de la causalidad. Un clásico sobre las dificultades de la concepción humeana, escrito por uno de sus más fervientes partidarios, es “The New Riddle of Induction” , de Goodman. Por último, The Scientific Image , de Bas van Fraassen, es una excelente discusión del problema del realismo científico, y contiene Ja más lúcida defensa que yo conozco del realismo fingido sobre las entidades teóricas.
C a p í t u l o VI
LA DISTINCIÓN DE FREGE ENTRE SENTIDO Y REFERENCIA
Mediante el examen de las ideas sobre el lenguaje de Locke, hemos introducido ios temas de mayor interés filosófico relativos al lenguaje: la relación entre el lenguaje y el pensamiento; la contraposición entre intemismo y exter nismo en la concepción de las propiedades semánticas, y la cuestión del realismo y el antirrealismo. La concepción del lenguaje de Locke deja mucho que desear en un aspecto. Locke se centra claramente en el significado de las expresiones lingüísticas "con mayor riqueza en contenido: palabras que designan propiedades sensorialmente perceptibles, como ‘rojo’ o ‘cúbico’; palabras que designan géneros, como ‘agua’ o ‘tigre’, y palabras que designan individuos, como ‘esta esfera’. Esto le lleva a proponer una teoría agustiniana depurada, según la cual todas las palabras significan al modo en que lo hacen los nombres*, estando en lugar de sus significados, ideas en la mente de quien las usa. Los significados, dicho de otro modo, se pueden explicar en último extremo mediante actos de ostensión; pero debe tratarse de una ostensión privada, en que aquello a lo que se señala son vivencias —si se señalan objetos externos, ello no es más que un jmodo indirecto de señalar a vivencias— . Esta actitud de Locke es comprensible; nuestras primeras reflexiones sobre el lenguaje se encauzan hacia expresiones como las indicadas, por su relevancia en nuestra vida psíquica. Pero que sea comprensible no implica que sea correcta. Por el camino emprendido por Locke resulta difícil dar cuenta satisfactoriamente de otras partículas menos relevantes al inicio de una reflexión sobre el significado, pero igualmente fundamentales para entender el funcionamiento del lenguaje: términos como ;y \ ‘no’, ‘todo’, ‘algún’, ‘es posible que’, etc., a los que denominaremos, siguiendo a los medievales, sincategoTe máticos. No es que Locke no se ocupase de ellos; la sección 7 del libro ni del Ensayo sobre el entendimiento humano contiene una breve discusión de estas expresiones. Mas lo que Locke tiene que decir es muy poco iluminador (el lector puede confrontar lo que Locke dice a propósito de ‘pero’ en el parágrafo 5 de ía sección mencionada, con la explicación fregeana que ofreceremos más adelante de ‘y’). La dificultad está en el carácter agustiniano de la concepción
del significado de Locke —en la idea de que el paradigma de la relación de significado lo ofrece el vínculo nombrecosa nombrada y, por consiguiente, los términos sincategoremáticos significan nombrando sus significados— que le lleva a buscar objetos fenoménicos nombrados por los términos sincategoremáticos. El estudio de las ideas sobre el lenguaje de Gottiob Frege (publicadas en su mayoría en la última década del pasado siglo) en este capítulo y de las de Wittgenstein en el Tractatus Logico-Philosophicus en el IX nos permitirá corregir este defecto y profundizar así en todos los temas filosóficamente relevantes ya apuntados. Según Frege, el origen último del problema de Locke está en tomar a las palabras como aquello que primariamente tiene significado, cuando lo que primariamente tiene significado son más bien las oraciones. Por lo demás, Frege ofrece (según la interpretación que aquí defenderé) una representación del lenguaje cercana a la de Locke. El estudio de las ideas de Frege, por tanto, nos permitirá profundizar en las cuestiones filosóficamente centrales en la reflexión sobre el lenguaje. 1. Los principios de! contexto y de com posicionalidad Las discusiones tradicionales sobre el significado (las de Aristóteles, Hob bes o Locke) presuponen que la noción básica que requiere j d a ^ del sig n if ic ad o ,^ Una de Tas aportaciones importantes a la concepción contemporánea del lenguaje que se reconocen a Frege es haber producido un cambio permanente en lo que a esto respecta: desde Frege se consi dera_queJla noción básica es la del significado de las o racio n er^en aplicaciór del principio al que Frege denominó ‘Principio del'Contexto*, que formula en sus Fundamentos de la Aritmética así: “No se debe inquirir por el significadc de expresiones separadas, sino que debe investigarse su significado en el contexto de oraciones.” Naturalmente, en un sentido muy importante (expuesto ya anteriormente, v. I, § 2), el significado de las oraciones es derivado o secundario con respecto al de las palabras; a saber, en éste: el significado de las oracionesj¡stá sis temáticamente determinado, en virtud díTré'grá^cóm^ de] significado'H£s i51> artii^ ^ dersignfficado_de las unida desTéxicas o “palabras* jq u e la componen. Esto es, por lo demás, lo que dice otro principio de Frege, eí Principio de Composicionalidad. De otro modo, sería inexplicable que un número infinito de oraciones tenga significado (la ^productividad del significado de las oraciones), así como el que la capacidad lingüística que habilita a un usuario competente del lenguaje para entender un subconjunto propio cualquiera de oraciones del lenguaje (por ejemplo, aquellas que ha oído o producido a lo largo de su vida) le habilite también para entender oraciones que no pertenecen a ese subconjunto (la sistematicidad del significado de las oraciones). En lajried ida .en qu e la presugosjctón Je ^la .prioridad del significado de las palabras sobre el de las oraciones signifique sólo
e_ljig nificado de las oraciones está sistemáticamente determ inado por reglas, a partir del significado de las palabras, por tanto, Frege no contradice la tradición —ni podría contradecirla válidamente. El principio fregeano del contexto es lógicamente compatible con esto. Lo que propone el principio fregeano del contexto es que las palabras, por suporte, no significan aisladamente, sino que su significado escuna contribyción. específica al significado de Tas oraciones en las que pueden aparecer. Una analogía puede ayudar aquí. Una expresión verbal (‘corro’) es una palabra com puesta de una cierta raíz (‘corr’) y una cierta desinencia verbal (‘o’). El significado de una expresión verbal está composicionalmente determinado por ei significado de la raíz y el de la desinencia, en cuanto que un usuario competente que incorporara a su lenguaje una nueva expresión verbal (‘implementé’), habría incorporado ipso facto al acervo de las palabras que comprende y es capaz de usar significativamente no sólo esa expresión verbal, sino muchas otras (‘implementaré’, ‘implementaron’, etc.); y un usuario competente que eliminara de su acervo una cierta expresión verbal (quizás ‘aprehendo’, al advertir que, en contra de lo que él había creído, la raíz carece de uso en su lenguaje), eliminaría ipso facto otras expresiones verbales (‘aprebendaron’, ‘aprebendaré’, etc.). (Estas son, como se recordará, las dos manifestaciones constitutivas de la sistematicidad mencionadas en I, § 2.) El significado de las expresiones verbales está determinado sistemáticamente por reglas generales; mientras que el significado de cada raíz y el de cada desinencia está determinado asistemáticamente: el significado de las raíces y el de las desinencias está determinado por enumeración, caso por caso. Sin embargo, y aunque el significado de las expresiones verbales esté sistemáticamente determinado, ni las raíces ni las desinencias “significan aisladamente"; una raíz sólo tiene significado “en el contexto de una expresión ver bal", es decir, cuando se combina con una desinencia apropiada, y lo mismo ocurre con las desinencias. Esto podríamos explicarlo así: además de su significado específico, las raíces verbales tienen, como raíces, un significado común; a saber, un modo específico de contribuir al significado de las expresiones verbales, distinto del modo en que lo hacen las desinencias verbales. Podríamos elucidar esto ulteriormente, en este caso particular, diciendo que las raíces significan en general un hechotipo, mientras que las desinencias significan elementos temporales y aspectuales del hecho significado por la raíz, ‘corr’ y ‘am’ tienen, semánticamente, algo en común: su pertenencia a la misma categoría de las raíces verbales, indicativa de que son expresiones que significan tipos de acaecimientos. Caracteriza a esta categoría que las unidades léxicas que la constituyen han de ser combinadas necesariamente con alguna unidad léxica de otra categoría distinta (la de las desinencias verbales) para construir algo significativo; pongamos por caso, porque no se ha significado un acaecimiento sólo con decir su tipo, sino que, además, es preciso indicar los elementos temporales, aspectuales, etc., significados por una desinencia. Semánticamente hablando, las raíces y las desinencias funcionan de modo asis temático; es decir, su significado se ha de aprender caso por caso. Pero enten
derlas requiere saber que existen expresiones de la categoría complementaria, y saber cómo una expresión del tipo en cuestión (una raíz, o una desinencia) contribuye a la determinación del significado completo de una expresión ver bal, dada una expresión de la categoría complementaria. El significado de cada raíz y cada desinencia es asistemático (está dado por enumeración) pero con textual (está dado mediante la indicación de la contribución que hacen al significado de una expresión verbal completa, en virtud de pertenecer a una de las dos categorías, cuando se combinan con una expresión de la otra categoría). La contextiiatidad y la sistematicidad son dos manifestaciones del carácter estructura dg ^S LP ;^^ ^0. ^ lenguájeTf pero son dos manifestaciones distintas, que sólo el uso poco cuidadoso de términos como ‘estructura’ o ‘articulación’ nos
pu^J^^.^a.ofunjlir?
~ Trasladando esta analogía a la relación entre el significado de las unidades léxicas y el de las oraciones vemos, pues, cómo no existe verdadero conflicto entre el Principio de Composicionalidad y el del Contexto^ Erpi^eirQ fgqñifíffi qne eísignificado"'denlas"“palabras” (unidades jéxicas^ en verdad), a diferencia dd significado, de^as, oraciones, sea asistemáticp^e s_deck, estable cido caso a caso por enumeración. El segundo requiere que el significado de las unidades léxicas, a diferencia del significado de las oraciones, sea contex tuad esto es, que las reglas de significado para las palabras hagan necesariamente referencia al modo en que, dada una categoría semántica general a la que pertenecen, contribuyen junto con palabras de otras categorías al significado de las oraciones. El Principio del Contexto requiere, en definitiva, que las reglas que determinan el significado de las oraciones a partir del significado de las palabras no tomen en consideración del mismo modo el significado de todas las palabras. Vimos un ejemplo específico de esto antes, en el caso de las expresiones verbales: hay reglas que determinan sistemáticamente el significado de la expresión verbal a partir del significado de la raíz y el de la desinencia; pero esas reglas no tratan por igual a una y otra expresión, sino que advierten que el significado de la raíz es un tipo de acaecimiento, mientras que el significado de la desinencia es una indicación temporal, aspectual, etc. Las categorías ‘raíz’ y ‘desinencia’ tienen también repercusiones semánticas; las raíces tienen en común propiedades semánticas que las diferencian, en general, de las desinencias. En otras palabras, las categorías son también catego rías semánticas.
Aunque el significado de una oración venga sistemáticamente determinado por el significado de las palabras que la componen, una oración no es una mera lista de palabras: un nombre de un objeto seguido de un nombre de una propiedad (‘esta esfera rojez’) sería una enumeración de cosas, no una oración. Si una oración no es una mera lista es porque las palabras pertenecen a distintas categorías semánticas, distinguidas por sus diferentes funciones semánticas en la oración; por consiguiente, una especificación teórica del significado de las palabras debe indicar cuál es su específico tipo de contribución al significado de las oraciones de las que pueden formar parte. El significado de cada oración particular viene determinado sistemáticamente por el signifi-
cado de las palabras (o, mejor, por el de las unidades semánticas , que no tienen por qué coincidir con las palabras) que la componen: esto es el núcleo del Principio de Composicionalidad. Especificar el significado de cada unidad semántica requiere indicar el modo general en que las palabras de su misma categoría semántica contribuyen al significado de las oraciones: éste es el núcleo del Principio del Contexto. El principio fregeano es así una tesis que contradice la concepción agustiniana del lenguaje. El correlato de la concepción agustiniana es la idea de que los significados de las palabras se explican mediante actos de ostensión (que criticamos en I, § 4); el principio fregeano del contexto pone de manifiesto una deficiencia de esta idea, insistiendo en que las palabras no significan todas del mismo modo. Es en parte ésta la razón por la cual no puede bastar un acto de ostensión para entenderlas. Mediante actos de ostensión explicamos, indiferentemente, el significado de palabras cuya categoría semántica es muy diferente: nombres propios como ‘Guadiana’, nombres comunes como ‘tigre’, adjetivos como ‘rojo’. El acto de ostensión, por sí solo, no puede pues bastar para dar cuenta de todos los aspectos del significado de estas expresiones. Un hecho básico sobre el lenguaje es que en su uso la unidad mínima es la oración. Con las expresiones lingüísticas comunicamos información, expresamos deseos, damos órdenes, hacemos preguntas, etc.; todas estas acciones se llevan a cabo mediante oraciones, no con palabras sueltas ni con listas de palabras sueltas, Dado que un usuario competente del lenguaje es capaz de producir coherentemente oraciones nuevas, así como de entender oraciones nuevas, debemos suponer que la propiedad que tienen las oraciones de tener un cierto significado es sistemática (I, § 2): no se comprenden las oraciones como un todo, sino que de algún modo su significado se obtiene del significado de sus partes. Esto es lo que dice el Principio de Composicionalidad, y en este sentido el significado de las oraciones depende del significado de las palabras. Por otro lado, una explicación del significado de una palabra debe consistir en una explicación de cómo esa palabra contribuye a determinar el significado de las oraciones en las que aparece; porque, dado que las oraciones no son meras sartas de palabras, es claro que las palabras deben contri buir de modos distintos aJ significado de las oraciones. Esto es lo que el Principio del Contexto nos pide tomar en cuenta. Ambos principios se complementan así coherentemente. De acuerdo con el Principio del Contexto, una teoría del lenguaje debe especificar el significado de cada palabra, no como si la palabra fuese un signo dotado por sí solo de significado, sino —en el entendimiento de que las palabras sólo tienen una función semántica determinada en el lenguaje cuando aparecen combinadas con otras formando oraciones completas, que no son meras cadenas de palabras— indicando al hacerlo de qué modo específico contribuyen las palabras pertenecientes a una misma categoría al significado de las oraciones. Por otra parte, en la medida en que la especificación del significado de las unidades léxicas se atenga al Principio del Contexto, el significado de cada oración estará completamente determinado por las reglas que especifican el significado de las unidades
semánticas que la componen; y esto es lo que establece el Principio de Com posicionalidad. Por consiguiente, la construcción de una teoría de las reglas composicio nales que permiten determinar el significado de las oraciones a partir del significado de las palabras requiere clasificar las palabras en diferentes categorías o grupos; las palabras en el mismo grupo contribuyen del mismo modo a la determinación del significado de las oraciones en que aparecen, y de modos distintos al modo en que lo hacen las palabras en otros grupos. Estas categorías serán categorías semánticas (o lógicas, en un sentido amplio pero etimológicamente propio de la expresión), por cuanto se trata de categorías necesarias para determinar el significado de las oraciones a partir del significado de las palabras. Cuáles sean en particular las categorías semánticas de las palabras de un lenguaje dado ha de establecerlo, en último extremo, la teoría semántica correcta para ese lenguaje. Nuestras intuiciones lingüísticas (los datos empíricos sobre los que se erigen las teorías del lenguaje) son lo suficientemente ricas, grosso modo , cuando menos para indicar las categorías más genéricas. Conviene a nuestros fines expositivos discernir ahora algunas de ellas. Una categoría sería la de los términos singulares. Se trata de una categoría posiblemente muy general, que habría de ser dividida en otras subcategorías si nuestro objetivo fuese el de elaborar una teoría semántica suficientemente precisa; más adelante ofreceremos razones para distinguir semánticamente, entre los términos singulares, los deícticos, los nombres propios y las descripciones definidas. Frege utiliza el término ‘nombre propio’ para la expresiones en la categoría término singular , pero como los nombres propios en el sentido usual del término (‘George Eliot’) son sólo una parte de los nombres propios en el sentido de Frege, utilizaré ‘término singular5para evitar confusiones. Son términos singulares para Frege las descripciones definidas (‘el primer español en ganar el Tour de Francia’), los nombres propios en sentido estricto (‘César Borgia’) y expresiones deícticas (cuya contribución semántica depende del contexto en que se profieren) como ‘yo’, ‘tú’, ‘ése’, ‘aquí’, ‘allí’, ‘ahora’, etc. Podríamos decir, de un modo burdo pero suficiente para nuestros fines presentes, que la función semántica de*los términos en esta categoría es introducir un individuo particular acerca del cual trata el discurso. Otra sería la de los predicados o términos generales, como ‘es mayor que’, ‘es rojo’, ‘es cúbico’, ‘es agua’, ‘es un tigre’, ‘correr’, ‘engendrar a’, etc. Otra sería la de las conectivas, como ‘y’, ‘o’, etc. Otra sería la de los determinantes, como ‘algún’, ‘todo’, ‘muchos’, etc. El Principio del Contexto nos llama la atención sobre el hecho de que las expresiones en cada una de estas categorías contribuyen al significado de las oraciones de modos específicos, distintos del modo en que lo hacen las expresiones en otras categorías y relativos los modos propios de los unos a los de los otros. El Principio del Contexto tiene, cuando menos, un beneficio terapéutico, sólo en virtud del cual merece ya ser tomado como guía: prevenir las consecuencias, nefastas para la comprensión del lenguaje, de la concepción agustiniana. Si pensamos en el significado de las palabras por sí solas, sin tomar en
consideración su tipo característico de contribución a las oraciones en que aparecen, somos psicológicamente dados a adoptar (como Locke) el modelo nom bre/objeto nombrado como paradigma del significar, y la ostensión como la explicación por excelencia del significado. Un síntoma inmediato de las dificultades que esto conlleva lo encontramos al tratar de dar cuenta del significado de expresiones, como las conectivas y los determinantes, manifiestamente sincategoremáticos : es decir, expresiones cuya contribución semántica es relativa a la de otras expresiones. Mencionamos anteriormente la sección 7 del libro in del Ensayo de Locke como una muestra clara de este tipo de dificultad. Más adelante (§ 6) comprobaremos cómo la aplicación estricta del princi pio fregeano del Contexto nos permite (siguiendo a Frege) dar una explicación mucho más razonable que la ofrecida por Locke de algunas de esas expresiones. Por lo demás, esta justificación meramente pragmática —heurística— de un principio tan importante y de tantas consecuencias puede resultar insatisfactoria. El propio Frege nunca ofreció una defensa conceptualmente más iluminadora; ni, siquiera está claro que la anterior elucidación del contenido del principio sea fiel a sus intenciones originales. (Esto no pretende desmedrar la contribución de Frege como primer proponente del principio. Para dar con una idea original se precisa ingenio; ésta es una cualidad mucho más valiosa y escasa que la industria requerida para elaborar exposiciones claras y justificaciones razonables cuando la propuesta innovadora ya ha sido hecha.) En el capítulo DC expondremos la justificación más importante —que fue ofrecida por Wittgenstein en su Tractatus Logico-philosophicus , de donde procede lo esencial de la exposición aquí ofrecida.1 2. Sentido y referencia de términos singulares El objetivo de una teoría semántica específica para un lenguaje particular es enunciar explícitamente las reglas composicionales en virtud de las cuales cada oración de ese lenguaje tiene el significado que tiene. Los usuarios com petentes del lenguaje conocen tácitamente esas reglas; pero ofrecer una formulación explícita de las mismas es un objetivo teórico razonable y en absoluto baladí (véase I, § 4). La filosofía del lenguaje persigue algo más modesto: clarificar las nociones centrales que empleamos en una teoría semántica cualquiera. La tesis más influyente asociada con la obra de Frege es una tesis filosófica. Venimos hablando de el significado de las expresiones, presuponiendo con ello que las expresiones tienen un único tipo de propiedad semántica. La tesis de Frege contradice este presupuesto tácito: de acuerdo con ella, una teoría semántica debe necesariamente asociar dos propiedades semánticas
1.
Frege sí formula en sus artículos tardíos — particularmente en “Compo sición de pens amie ntos” .(en sus In ve sti ga ci on es ló gi ca s )— ideas muy cercanas a las que se han expuesto. Para entonces, sin e mbargo, s e había entrevistado con el joven Wittgenstein y había mantenido alguna correspondencia con él, de modo que es difícil deter minar la autoría de las ideas tal como aquí han sido expuestas.
distintas con cada expresión: la expresión de un sentido (‘Sinn’, en el alemán de Frege) y la referencia a un referente (‘Bedeutung’).2 (En adelante, reservaré ‘significado’ para lá noción preteórica de pro p ied a d sem án ti ca de una ex presión, en abstracción de si, de acuerdo con la tesis de Frege, debe ser separada en dos componentes distintos o no.) El significado de las expresiones de una categoría dada es su contribución semántica a las oraciones en las que aparecen, según el Principio del Contexto. Entre las oraciones, los enunciados (las oraciones susceptibles de ser evaluadas como verdaderas o falsas, que utilizamos para hacer aseveraciones, I, § 2) ocupan un lugar privilegiado. Una justificación provisional para esto puede encontrarse en la siguiente idea. Las expresiones lingüísticas sirven a ciertos propósitos; algunos de estos propósitos son esenciales, constitutivos de su naturaleza lingüística: algo que no sirviese a esos propósitos no sería una expresión lingüística. Las expresiones lingüísticas se utilizan de ana manera regular; pero si se utilizan de una manera regular, es justamente a consecuencia de que su uso permite satisfacer ciertas necesidades. Entre tales propósitos constitutivos del lenguaje está el de t r a n s m i ti r i n f o r m a c i ó n . Pero esto es lo que se hace típicamente con e n u n c i a d o s , oraciones suscepti bles de ser evaluadas como verdaderas o falsas. Podemos, por consiguiente, restringir el contenido dtl Principio dei Contexto diciendo que ei significado de un término cualquiera es su contribución al significado de los enunciados en los que puede aparecer. Pareciera así que cualquier investigación sobre la naturaleza del significado efectuada bajo la guía del Principio del Contexto debería comenzar con el examen del significado de los enunciados. En su famoso artículo “Sobre sentido y referencia”, sin embargo, Frege comienza justificando para los términos singulares mediante un conocido argumento su tesis de que los significados constan de dos ingredientes conceptualmente distintos (sentidos y referencias), para extenderla después a expresiones de otras categorías (los enunciados entre ellas). No hay ninguna contradicción con el Principio del Contexto en esta estrategia, siempre que se observe la recomendación de “no preguntarse por el significado de las expresiones aisladamente”. Para observarla, sin embargo, debemos contar con una caracterización previa, siquiera que sea puramente intuitiva, de la naturaleza del significado de los enunciados. Desde el punto de
2. Me atendré, a disgustó, a la práctica ya establec ida de traducir ‘Bedeu tung’ al español com o ‘referencia’ . Conviene advertir que, a] así hacerlo, se pierden importantes connotaciones asociadas a la distinción fregeana que no podían haber escapado a su autor, de modo que es más que probable que estuviese en su intención sugerirlas. El corre lato en español capaz de evocar las connotaciones de ‘Bedeutung' en alemán es sig ni fic ad o o sig n ifi ca ci ón y no re fe ren cia . Las connotaciones a que me refiero tienen que ver, en primer lugar, con el elemento de p ro pó si to que hay en la noción; el referente de uu termino singular es aquella entidad que un hablante competente en su manejo se propo ne traer a colación mediante un uso de la misma. El segundo grupo de connotaciones remite a la importancia de lo que Frege llamaba Be deu tu nge n en una caracterización de la naturaleza de un lenguaje. Descritos como “referencias" es más fácil dar en creer que no juegan un papel tan importante como aquel que se les concede descritos como “sig nificaciones". Para Frege, las referencias son tan fundamentales (o quizás incluso más) que los sentidos en la carac terización de un lenguaje.
vista de Frege, tal caracterización previa se recoge en la idea de que el significado de los enunciados consiste (en parte al menos) en sus condiciones de verdad.
Considérese el enunciado ‘los dinosaurios se extinguieron en el período Cretácico’. La intención convencionalmente supuesta a quien profiere un enunciado, como queda dicho, es la de transmitir información , comunicar juicios. Relativamente a este objetivo, los enunciados (como los juicios u opiniones que transmiten) se evalúan como verdaderos o falsos. Que un enunciado sea verdadero o falso depende del mundo, de cómo sea la realidad. Pero la verdad o falsedad del enunciado no depende de un aspecto arbitrario del mundo, sino de uno específicamente indicado por el enunciado; la verdad o falsedad del enunciado anterior no depende, por ejemplo, de cuál sea el número ganador en el sorteo de Navidad de la Lotería Nacional el año 1960. La verdad del enunciado depende específicamente de la existencia de un proceso consistente en que los dinosaurios se extinguieran y de su datación temporal. Como explicamos en II, § 2, estados mentales tales como los juicios o las opiniones tienen como característica fundamental la de ser intencionales: representan (falible e intensionalmente) una entidad objetiva, su objeto intencional. Indirectamente, pues, también lo hacen los enunciados que los expresan; de la existencia, o no, de ese objeto intencional específico del juicio que transmiten, depende que el enunciado sea verdadero o falso. Por otro lado, eso específico aseverado por un enunciado como el anterior, y de cuyo darse o no depende la verdad del juicio expresado y de la aseveración efectuada, es una condición : algo que puede darse o no darse. Un hablante competente del español, en virtud sólo de su conocimiento de la lengua, no puede saber, en general, si los enunciados son verdaderos o no: el conocimiento del español no basta para saber*si ‘los dinosaurios se extinguieron en el período Cretácico’ es verdadero. Sin embargo, la competencia lingüística basta para saber qué condiciones específicas han de darse en el mundo para que ese enunciado sea verdadero. Denominamos a estas condiciones específicas las condiciones de verdad de un enunciado. No debe confundirse condi ciones de verdad con valor de verdad. A primera vista al menos, ‘Venus es una estrella’ y ‘Shakespeare escribió Don Quijote ’ tienen el mismo valor de verdad (son ambos falsos), pero diferentes condiciones de verdad. Si dos enunciados difieren en valor de verdad, difieren también en condiciones de verdad;3 pero ia conversa no es generalmente cierta. El significado de los enunciados se identifica entonces con sus condiciones de verdad, pues éstas parecen agotar el
3. Si, suponiendo que los hechos están determinados, un mismo enunciado puede ser evaluado com o verda dero y como falso, el enunciado es ambiguo y tiene al menos dos conjuntos de condiciones de verdad distintos. ‘Vi a Sergi con unos prismáticos' puede ser evaluado como verdadero y como falso, aun suponiendo que los hechos en cuanto a si Sergi llevaba o no unos prismáticos (no los llevaba), y a si yo lo vi con ayuda de unos prismáticos o no (sí lo hice), han quedado fijados. Ello se debe a que el enunciado es ambiguo, y cabe interpretarlo atribuyéndole dos conjuntos distintos de condiciones de verdad: puede significar que con ayuda de unos prismáticos vi a Sergi, o que vi a Sergi, quien llevaba unos prismáticos.
contenido del juicio expresado convencionalmente por ellos, la información transmitida por los mismos.4 Relativamente a esta comprensión preteórica del significado de los enunciados, expondremos en el resto de esta sección el argumento inicial de Frege para “descomponer” los significados de los términos singulares en sentidos y referencias. Este será, en lo sucesivo, el argumento central de Frege (abreviadamente, ACF). Tal como lo expondré, ACF presenta una paradoja: se enuncian tres proposiciones, aparentemente inconsistentes entre sí, cada una de ellas altamente plausible. Se ofrece entonces la distinción entre sentido y referencia, que posibilita una sutil interpretación de las proposiciones eliminadora de su aparente inconsistencia; y se concluye la necesidad de establecer la distinción como el único modo razonable de sojucionar la paradoja. La primera proposición de ACF es una tesis sobre el significado de los términos singulares. Los términos singulares incluyen, como se dijo, las descripciones definidas (‘el actual presidente del Gobierno de España’), los nombres propios (‘Felipe González’) y deícticos como ‘él’, ‘aquí’, ‘ayer’, ‘yo’ (la enumeración no pretende ser exhaustiva). Para reflexionar sobre el significado de un término singular debemos preguntamos cuál es su contribución a los enunciados en los que el término puede aparecer. Siguiendo a Frege, tomemos como ejemplo la descripción ‘el lucero del alba’. Algunos días del año, en la madrugada, en el horizonte por donde el Sol está a punto de salir, cuando la luz del Sol impide ya que los otros luceros sean visibles, puede verse aún uno; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero del alba’. El término ‘el lucero del alba’ aparece en enunciados como éstos: ‘el lucero del alba es visi ble al am anecer’; ‘el lucero del alba es un planeta’; ‘el diámetro del lucero del alba es inferior al de Mercurio’; ‘hay cráteres y volcanes en la superficie del lucero del alba’; ‘la atmósfera del lucero del alba es respirable por un ser humano’, etc. El significado de una expresión es su contribución semántica al significado de los enunciados en que pueda aparecer; esto es, el significado de un término singular como ‘el lucero del alba’ es su contribución semántica a las condiciones de verdad de enunciados como los precedentes. Examinando nuestras intuiciones sobre estos ejemplos a la luz de esta guía teórica abstracta, ¿podríamos concretar algo más qué es tal significado? Los enunciados que hemos ofrecido como ejemplo, como enunciados que son, son evaluables como verdaderos o falsos: algunos son verdaderos, otros son falsos.5 Que sean verdaderos o falsos depende de los hechos relativos a un
4. En rigor, el significad o de un enunciado no puede identificarse exclusivam ente con sus cond icione s de ver dad. El significado debe incluir también lo que en XIII, § 2 denominaremos fu er za ilo cu tiv a, ‘Venus es una estrella’ y ‘¿Es Venus una estrella?’ tienen las mismas condiciones de verdad, pero diferente fuerza ilocutiva; es obvio que su significado, en el sentido preteórico de la noción, difiere. Concentrándonos en los enunciados, podemos hacer abs tracción por el momento de lo que concierne a la fuerza. 5. Incluyo de modo regular entre los ejemplos que ofrezco enunciados falsos, con el fin de que el lector no olvide que el significado de un término es su contribución al significado de los enunciados en que aparece; esta contri bución se hace independientemente de que los enunciados sean verdaderos o falsos (y es, en verdad, condición pre via a que sean evaluables como verdaderos o fa ls os ).
cierto objeto extralingüístico (y extramental) al que nos dirige el término ‘el lucero del alba’: es en función de si ese objeto es visible al amanecer o no, de cuál es su diámetro, de si tiene cráteres o no, una atmósfera respirable o no, etc., que los enunciados anteriores son verdaderos o falsos. Ese objeto está claramente involucrado en la configuración de las condiciones de verdad de los enunciados. En la terminología desarrollada en DI, § 2, la entidad en cuestión es una de las cosas: una entidad objetiva , un constituyente de acaecimientos. Ateniéndonos a estas intuiciones, podemos precisar algo más la naturaleza de lo que sin duda constituye un elemento fundamental del significado de un término singular. Dado que el objetivo del argumento es mostrar que no hay tal cosa como “el” significado, sino que lo que llamamos así se descompone en dos aspectos, denominemos a este intuitivamente indudable elemento del significado de un término singular con una expresión diferente a ‘significado’, para no prejuzgar la cuestión que está en litigio. Frege denomina a este aspecto fundamental del significado la referencia del término. Esta es la definición inicial: la referencia de un término singular es esa entidad objetiva por rela ción a la cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados en que el tér mino aparece y que contribuye a configurar sus condiciones de verdad.
Con esta caracterización, y con la información de que hoy disponemos, podemos concretar todavía más en casos particulares cuál es la referencia de un término singular; por ejemplo, podemos decir que la referencia de ‘el lucero del alba’ es un planeta del Sistema Solar, Venus. Un conjunto de consideraciones similares servirían para concluir que la referencia de un nombre pro pio como ‘Londres’ es una cierta ciudad, fundada en una cierta fecha, ubicada en cierto lugar, etc.: piénsese en cuál es la entidad por relación a la cual se ha bría de determ inar la verdad o falsedad de ‘los nazis bombardearon Londres durante la II guerra mundial’, ‘la sede la la ONU está en Londres’, ‘Londres tenía menos de cincuenta mil habitantes en la primera mitad del siglo xiv’, etc. Los términos singulares no sólo significan objetos materiales; consideraciones similares a las anteriores nos llevan a atribuir una referencia definida al término ‘9\ a saber, un número. La primera proposición de ACF es una consecuencia de esta caracterización abstracta de lo que sin duda es, cuando menos, un componente del significado de los términos singulares, la referencia de un término singular. Pese a su carácter abstracto, la caracterización implica una identificación precisa de la referencia de algunos términos singulares: la referencia de cel lucero del alba’, por ejemplo, es Venus. La primera premisa de ACF, pues, sostiene que términos singulares como ‘el lucero del alba’ tienen como referencia, en enunciados como los que hemos venido considerando, una entidad objetiva (el plane ta Venus, en este caso): por tanto (bajo el supuesto semántico monista que el argumento de Frege pretende refutará tienen una entidad objetiva como signi ficado. El término ‘objetivo’ tiene aquí el sentido que elaboramos detalladamente en III, § 2. La segunda proposición es la observación de que un enunciado resultante de sustituir en otro un término singular por otro diferente, pero con la misma
¡•¿frrencia. puede tener diferente valor cognoscitivo que el primero pam nn jT^jinrín competente del lenguaje en el que ambos enunciados están formula dos. Para ilustrar esto, sigamos con ei ejemplo de Frege. Algunos días del año, al final del día, en el horizonte por donde el Sol acaba de ponerse, cuando la luz del Sol impide todavía que los otros luceros sean visibles, hayuno que ya es claramente visible; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero ves pertino’. La referencia de ‘el lucero vespertino’ es ese objeto por relación al cual se debe determinar el valor veritativo de enunciados como ‘el lucero vespertino es el objeto más luminoso en el cielo nocturno’, ‘el lucero vespertino es en ocasiones visible hasta tres horas después de la puesta del Sol’, ‘la sonda Mariner 4 tomó en 1965 imágenes del lucero vespertino’, etc. Con la información de que disponemos ahora podemos concretar más ésta caracterización abstracta: la referencia de ‘el lucero vespertino’ es también el planeta Venus. Consideremos ahora los enunciados (1) y (2): (1)
el lucero del alba es visible al amanecer
(2)
el lucero vespertino es visible al amanecer
(1) y (2) sólo difieren en el hecho de que contienen expresiones distintas (‘el lucero del alba’, ‘el lucero vespertino’) que, sin embargo, refieren a lo mismo; (2) es el resultado de sustituir en (!) un término (‘el lucero del alba’) por otro (‘el lucero vespertino’) con la misma referencia. Sin embargo, (1) y (2) pueden tener diferente valor cognoscitivo para un hablante dado. Esto se mani fiesta de diferentes modos, el más importante de los cuales es el siguiente: uno de los enunciados puede no ser informativo para esa persona, mientras que el otro sí lo es; o el segundo tiene la potencialidad de ampliar su conocimiento, mientras que el primero no la tiene. De modo más general, la segunda proposición de ACF asevera que un usuario competente dei lenguaje en que están expresados puede aceptar como verdadero un enunciado y rechazar (o suspender el juicio) respecto de otro que sólo difiere del primero en contener un término singular diferente pero con la misma referencia. Frege ilustra la segunda proposición de su argumento mediante enunciados de identidad; mientras que (3) no es informativo para un hablante compe~ tente en el uso de las expresiones que lo componen, (4) bien puede serlo: (3)
el lucero del alba = el lucero del alba
(4)
el lucero vespertino = el lucero del alba
(3) y (4) ilustran, ciertamente, el mismo hecho que ilustran (1) y (2). Sin embargo, presentar la segunda proposición de ACF considerando exclusivamente enunciados de identidad puede inducir al error de buscar soluciones a la paradoja que sólo valen para este tipo de enunciados, y que resultan inacepta bles una vez que reparamos en la generalidad del problema (error este del que
en § 4 se ofrecerá un ejemplo). Tampoco es esencial a la dificultad el hecho de que (1) y (3) sean cuasianalíticos, es decir, que baste con la información necesaria para entender las palabras para saber que son verdaderos. (5) y (6) ilustran por igual el problema: (5)
la sonda Mariner 10 obtuvo en 1974 importantes datos sobre el lucero del alba
(6)
la sonda Mariner 10 obtuvo en 1974 importantes datos sobre ei lucero vespertino
' Bien puede ocurrir que un usuario competente del lenguaje acepte (5) como verdadero y, sin embargo, no acepte (6); o, dicho de otro modo, bien puede ocurrir que si le dijésemos (5) no le daríamos información que nó tuviera ya, mientras que si le dijésemos (6) — y aceptase nuestras palabras— sí le daríamos información que no tenía previamente. El elemento fundamental de la segunda proposición del argumento de Frege es que, si bien a un individuo que aceptase (1), (3) y (5) pero rechazase (2), (4) y (6) le faltaría información astronómica , a un individuo así no tendría por qué faltarle información lin güística: un individuo así podría por lo demás entender perfectamente los seis enunciados. La tercera y última proposición dei argumento de Frege es que las diferencias en valor cognoscitivo entre enunciados que acabamos de ilustrar sólo p u e d e n se r expli cadas atr ib uyend o a la s expresio nes en que lo s e n u n cia d o s difieren diferencias en sus significados. Naturalmente, bajo el supuesto monis-
ta la inclusión de esta proposición produce, junto a las dos anteriores, una contradicción. Reflexionando sobre la naturaleza del significado de un término singular, hemos identificado un aspecto del mismo con su referencia, y, tras ofrecer una caracterización abstracta del concepto de referencia , hemos encontrado buenas razones para identificar las referencias, y por tanto —por lo dicho hasta aquí— los significados, de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’. La segunda y la tercera premisa, conjuntamente, conllevan sin embargo que los significados de esas expresiones (y, por tanto, las referencias, si los significados son las referencias) son diferentes. De nuevo, sin embargo, cuando se tiene a la vista la justificación para la misma la tercera premisa parece enteramente plausible. La premisa excluye posibles explicaciones de los fenómenos presentados en la segunda, distintas de la explicación consistente en que las palabras en que difieren los enuncia dos en cuestión tengan diferentes significados. Aquí sólo consideraré las dos explicaciones alternativas más inmediatas que se nos podrían ocurrir, para justificar la tercera premisa. La primera que discutiré atribuye las diferencias esta blecidas en la segunda premisa a las obvias diferencias puramente formales en las expresiones utilizadas; la segunda la atribuye más bien a diferencias pragmáticas. Comencemos con la primera. Podría argumentarse que existe una confu
síóíi én la definición que hemos ofrecido anteriormente de ‘referencia’. El supuesto monista de partida que Frege pretende cuestionar es que la referencia és el significado de una expresión; por consiguiente, la referencia es una rela ción entre la expresión y algo otro, porque el significado es una relación entre expresiones y otras cosas. En ese caso, no es razonable considerar la referencia a “aquello por relación a lo cual se evalúa la verdad o falsedad” de los enunciados en que aparece la expresión; podríamos reservar el término ‘referente’ para esto. La referencia debería ser, más bien, el vínculo semántico entre
la expresión y el referente. Pero, en ese caso, las referencias de ‘el lucero del alba’ y de ‘el lucero vespertino’ son diferentes, sencillamente porque la referencia es la relación entre expresión y referente, y las expresiones son aquí diferentes. Parte de lo que la tercera proposición pretende excluir es una explicación de este tipo. Como se verá, la solución final de Frege recoge la idea de que la referencia no se debe identificar con el referente, sino con una relación entre la expresión y el mismo; de modo que podemos conceder la existencia de una distinción significativa entre referencia y referente. Pero de eUo no se sigue que la explicación sugerida sea aceptable. Invocando esta misma distinción entre referencia y referente, la tercera premisa sostiene que las diferencias en valor cognoscitivo antes ilustradas deben ser explicadas en términos de diferencias en los significados de las palabras que son relativas a los referentes, y no a las referencias. Pues el mero hecho de que los pares de enunciados mediante los que hemos ilustrado la segunda proposición difieran en contener expresiones diferentes no explica las diferencias en valor cognoscitivo. Esto es claramente cierto. Por ejemplo, (1) y (1’) también difieren en las expresiones que los for~ man, y, sin embargo, un usuario competente de los mismos no puede aceptar uno y dejar en suspenso el juicio sobre el otro. Dicho de otro modo, cualquier persona que entienda ambos enunciados obtendrá exactamente la misma información a partir de ellos: (1‘)
the moming star is visible in the moming
De manera general, Frege explica en el primer párrafo de “Sobre sentido y referencia” por qué esta explicación no es aceptable. Si fuese correcta, la información que le falta a quien acepta (1) pero no (2) sería únicamente información lingüística: la información de que dos expresiones diferentes significan lo mismo. Pero, claramente, ello no es así; la información de la que un sujeto así carece no es meramente ésa, sino que le falta además, en cualquier caso, información astronómica. Ello se pone particularmente de relieve cuando reparamos en que la dificultad expuesta en la segunda proposición de ACF se puede reproducir sin que exista ninguna diferencia en las expresiones. Imaginemos una comunidad en que, por las razones que sean, se utiliza la misma expresión tipo, ‘Sunev’, por un lado bajo la convención de que designa al lucero del alba (se introduce su uso a nuevos hablantes señalando al punto luminoso prominente al alba), y por otro bajo la convención de que designa al lucero vesper-
tino (se introduce ese “otro” nombre señalando al punto luminoso prominente en el crepúsculo), pese a que los usuarios ignoran que el lucero del alba y el lucero vespertino son una y la misma entidad. (Bien puede sucedemos a nosotros algo similar con alguno de los nombres que usamos: usamos la misma expresióntipo para designar a lo que creemos son dos objetos distintos, pero resulta que son los mismos.) Supongamos ahora que ‘Sunev es visible al amanecer' se ha proferido en un contexto en el que, manifiestamente, se está hablando de Sunev, el lucero dei alba. Un usuario de este lenguaje aceptará sin duda el enunciado. Ese mismo hablante, sin embargo, lo rechazará taxativamente en un contexto en el que se está manifiestamente hablando de Sunev, el lucero vespertino. Pasemos ahora a la otra posible explicación excluida por la tercera proposición que quiero considerar aquí. Lo que excluye a este respecto la proposición es que las diferencias entre (1) y (2), (3) y (4) o (5) y (6) sean explica bles como lo son las diferencias entre (7) y (8): (7)
el escritor que dirige El Mundo dirigió antes Diario 16
(8)
el plumífero que dirige El Mundo dirigió antes Diario 16
Un usuario competente, que entienda cabalmente los términos singulares en que (7) y (8) difieren (‘el escritor que dirige El Mun do' /‘el plumífero que dirige EL Mundo ’), bien puede aceptar (7) y rechazar (8). Sin embargo, si realmente es un usuario competente de las expresiones que aparecen en (7) y (8), su actitud sólo puede explicarse por las diferentes connotaciones evaluativas asociadas a esos términos (neutras en el primer caso, peyorativas en el segundo): quizás el hablante sea amigo del escritor en cuestión, y le desagrade que lo califiquen así. Lo que no puede ocurrir es que, si efectivamente se trata de un usuario que entiende cabalmente los enunciados, acepte el uno y rechace ei otro porque le parezca posible que uno sea verdadero y el otro no; que la información aportada por uno le parezca independiente de la aportada por el otro tanto como para que ios valores veritativos de ambos pudieran diferir. Un hablante competente no puede ignorar que ‘el escritor que dirige El Mun do ’ y ‘el plumífero que dirige El Mundo ’ han de tener idénticos referentes ni, por consiguiente, que las condiciones que habrían de darse para que (7) y (8) fuesen verdaderos son exactamente las mismas. Si entiende las palabras, tiene que saber que las referencias de estos términos —en el sentido teóricamente preciso que hemos dado a ‘referente’— necesariamente han de vincular esas expresiones con una y la misma entidad. Por consiguiente, la situación objetiva que, por así decirlo, tanto (7) como (8) enuncian es una y la misma; un usuario competente no puede ignorar esto, incluso si está dispuesto a aceptar (7) pero no (8). La tercera proposición del argumento de Frege excluye la posibilidad de que algo así explique las diferencias entre (1) y (2), (3) y (4) o (5) y (6). Las diferencias sí conciernen, en esos casos, a las condiciones de verdad\ conciernen, por tanto, a los significados.
El problema que Frege intenta poner de relieve, el que realmente motiva su" distinción teórica entre sentido y referencia, consiste en esto: por un lado, un hablante competente del castellano puede suponer diferentes los referentes de las expresiones en que (1) y (2) difieren, coherentemente con su competencia lingüística. Mientras que, por otro, existen razones intuitivas preteóricas para pensar que los referentes son los significados, y que, por consiguiente, la competencia lingüística consiste en conocer el vínculo lingüístico de jas expresiones con los mismos. En ios casos contemplados en la segunda proposición —dice en resumidas cuentas la tercera—, las diferencias tienen que ver con diferencias en los significados, no meramente con diferencias entre las expresiones (excluyendo así uña explicación simplemente en términos de las diferencias en las expresiones utilizadas); y se trata de diferencias en los significados en el sentido preciso en que conocer el significado es conocer el referente (aquello por relación a lo cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados, su contri bución a las condiciones de verdad), y no meramente de diferencias en las connotaciones asociadas a los términos (excluyendo así una explicación del segundo tipo). En ios casos presentados, un usuario competente del lenguaje puede coherentemente suponer que la situación objetiva de cuyo darse o no depende la verdad de los enunciados es distinta para los enunciados de cada par; en otras palabras, es compatible con su competencia semántica que juzgue diferentes las condiciones de verdad de los enunciados. Las diferencias entre ‘el lucero del alb a’ y ‘el lucero vespertino* que explican que un hablante pueda aceptar (1), (3) y (5) y rechazar (2), (4) y (6) son diferencias semánti cas: no se resuelven simplemente en las innegables diferencias en los signos tipo que ejemplifican (no son sólo diferencias d e forma ), ni consisten tampoco en diferencias en lo que sugieren o connotan (no son tampoco diferencias pragmáticas).
Se ve así por qué resulta apropiado describir el argumento de Frege como una paradoja. La primera proposición enuncia razones de peso para identificar el elemento semántico central de el lucero del alba’ y de ‘el lucero vespertino’ con el referente , a saber, una misma entidad, un planeta del Sistema Solar: Venus; la segunda y la tercera apuntan razones igualmente poderosas en sentido opuesto. El lector debe apreciar que el argumento de Frege —como se ha dicho antes— es completamente general, aplicable a otras expresiones de la categoría término singular. Eí ejemplo particular que —siguiendo a Frege— hemos escogido para ilustrarlo es sólo eso, un ejemplo ilustrativo. Que el argumento sea general significa que ejemplos de este tipo pueden ser reproducidos respecto de cualquier término singular. Si enunciamos explícitamente el principio que permite construir los ejemplos estaremos en disposición de apreciar mejor el modo en que Frege propone disolver la aparente inconsistencia entre las tres proposiciones de ACF. A grandes rasgos, el principio es éste. Con el fin de justificar la primera pro-
posición, introdujimos, de un modo teórico, la noción de referencia de un tér mino singular. Nuestras intuiciones semánticas nos permiten aplicar esa noción teórica en casos particulares, con la consecuencia de que el referente de un término singular es en muchos casos un objeto material, espaciotemporaimente ubicado, como el planeta Venus o la ciudad de Londres. Un usuario competente del lenguaje, por definición, conoce los significados de las palabras de ese lenguaje, y por tanto sus referencias. Si el planeta Venus es el referente de ‘el lucero del alba’, un usuario competente de esa expresión conoce por tanto que se trata del planeta Venus. Ahora bien, ¿qué es conocer, como referente de un térmi no, a un objeto —como el planeta Venus o la ciudad de Londres—? Un objeto es algo diferenciado, distinguible de otros. Conocerlo es saber identificarlo y distinguirlo de los demás. Y saber identificar un objeto y distinguirlo de los demás es conocer características individuativas : características que lo identifican y lo diferencian de los demás objetos. Sucede, sin embargo, que conjuntos diversos de características individuativas permiten identificar a un mismo objeto. Por ejemplo, el ser visible al amanecer ciertos días del año desde la Tierra, más o menos en la región por donde el Sol está por levantarse, cuando ya no se pue den ver otros puntos luminosos en el firmamento es una característica distintiva
de Venus, que lo identifica entre todas las demás cosas: sólo Venus tiene esa característica. Pero también lo es el ser visible al atardecer ciertos días del año desde la Tierra, más o menos en la región por donde el Sol acaba de ponerse, cuando todavía no se pueden ver otros puntos luminosos en el firmamento.
En resumen: un objeto, como Venus o Londres, es conocido (en tanto que referente de un término, o de cualquier otro modo) en la medida en que se dis pone de un modo de identificarlo y distinguirlo. Ahora bien, un mismo objeto puede ser determinadamente identificado y distinguido de las demás cosas mediante diferentes conjuntos de características igualmente individualizadoras; como dice Frege, un mismo objeto puede sernos presentado de diversos modos. Éste no es un rasgo accidental del ejemplo que hemos elegido. Al formular la primera proposición de ACF, hicimos notar que los referentes de los términos singulares son entidades objetivas, empleando el término en el sentido expuesto en III, § 2. Según Frege, esta objetividad de las referencias entraña que ia referencia de un término singular pueda ser individualizada, al menos en principio, a través de un modo de presentación distinto a aquel asociado con el término singular. La objetividad de las referencias entraña por consiguiente, según Frege, que ia relación entre modos de presentación y referentes sea necesariamente de muchos a uno, o noinyectiva.6 6. Quizás este sea un rasgo necesariamente asociado a la noción de ob je to . Tradicionalmente, un objeto — entre los cuales s e encuentran prominentemente lo que en IV. § 3 caracterizamos com o su sta nc ias — es algo que exis te por sí mismo, “independientemente". Ahora bien, ¿en qué consiste esta independencia? Se habla tradicionalmente de “existencia independiente"; pero la existencia de lo que ordinariamente llamamos "objetos" no es independiente, en un sentido claro: la existencia del descendiente depende, pongamos por caso, de la de sus progenitores, o de la existencia de los gametos a partir de los cuales se ha desarrollado. Esta explicación de la “independencia” de los obje tos llevó a algunos filósofos del pasado a recorrer las sendas aventuradas de la teología: ¿acaso sólo Dios sea una “sustancia"? El tipo de actividad que nosotros denominamos ‘filos ofía ’ es ajeno a tales consider acione s. Una alterna tiva razonable es explicar la independencia característica de los objetos como independencia de nuestro pensamiento.
Es éste el principio que permite reproducir ACF respecto de cualquier término singular, por el siguiente procedimiento. Primero, asedamos claramente con un término singular lo que Frege denomina un modo de presentación —un conjunto de características que identifican distintivamente una cosa de entre todas las demás. Considérese esta historia.7Pedro ha aprendido que ‘Londres’ es el nombre de la capital del Reino Unido; aunque nunca ha estado allí, ha visto fotos de la Torre de Londres, del Big Ben, el Palacio de Buckingham y otros lugares pintorescos. (Diferentes cuestiones relativas a la naturaleza de los sentidos de los nombres propios se discuten en el próximo capítulo.) Sobre la base de ese conocimiento, y de otras cosas que infiere, Pedro aceptaría la verdad de (9): (9)
Londres tiene parajes lindos
Segundo, con la seguridad de que el principio asociado a la objetividad de la referencia del término elegido, ‘Londres’, garantiza su existencia, escogemos otro conjunto de características individuativas del mismo referente y lo asociamos a otro término singular. Pedro, que estaba en el paro, ha sido contratado para trabajar en una ciudad de la que nunca había oído hablar, a la que los nativos llaman ‘London’; ha sido trasladado allí, y lleva varios meses en la ciudad, compartiendo trabajo y habitación con gentes que hablan una lengua con la que apenas comienza a familiarizarse. Vive en un barrio más bien sórdido y sucio, y sus excursiones a otros lugares no le haivllevado a formarse una opinión mejor de la ciudad—ni le han invitado a aventurarse más lejos. Los rasgos faciales de la mayoría de sus vecinos y compañeros de trabajo le hacen pensar que se halla en algún lugar de Oriente Medio, quizás Pakistán. Por consiguiente, Pedro rechaza con toda convicción y sinceridad (10): (10)
London tiene parajes lindos
(10), por tanto, sería un enunciado informativo para Pedro; si consiguiésemos convencerle de que lo aceptase, le daríamos un conocimiento que antes no tenía. En otros términos, el valor cognoscitivo de (10) para Pedro no es el mismo que el que para él tiene (9). Mas la información de que Pedro carece no es información lingüística: Pedro es un usuario competente tanto de ‘Londres’ como de ‘London’.
Una manifestación distinta de la independencia respecto de nuestro pensamiento del objeto o, al que identificamos mediante el conjunto de características individuativas O. sería entonces que o sea poten cialmente identificable y distinr guible de modos alternat ivos, a través de un conjunto de características individuati vas diferente de Otra (de la que nos haremos eco más adelante, en lo que respecta a las ideas de Frege) que nuestra creencia de que hay un o al que las características individuativas i) identifican de hecho, por más firme y justificada que sea, puede revelarse inco rrecta. El lector puede apreciar que ambas características son correlatos específicos de las dos características distinti vas de las relaciones intencion ales (III, § I); por consiguiente, resulta por razones prácticas conven iente centrar la dis cusión de las diferentes teorías de la intencionalidad (internistas y extemistas) sobre la discusión de las diferentes teo rías del significado de términos con las dos características que hemos indicado. Así procederemos en lo sucesivo. 7. El ejemplo procede de uno de Saúl Kripke. Véase su “A Puzzle about B el ie f’.
Algún lector podría sentirse tentado a negar esto, a solventar ACF rechazando que Pedro,ss& ¿m usuario competente del lenguaje. Pero ésta es una pro puesta inaceptable; porque es fácil advertir que, si se impone como requisito para ser un usuario competente en el uso de un término singular el que este tipo de situaciones no puedan producirse, ello nos obligaría a concluir que ninguno de nosotros es un usuario competente en el uso de ningún término singular de los que empleamos habitualmente. Sea cual sea el objeto designado por un término singular respecto de cuyo uso nos creemos competentes, basta un poco de imaginación para describir una situación en que aceptaríamos un enunciado incluyendo ese término, y rechazaríamos sin embargo otro que incluyese en su lugar otro término con el mismo referente.8Basta con que cada uno de los dos términos singulares sea asociado con conjuntos distintos de características individuativas o modos de presentación de un objeto, características que de hecho identifican la misma entidad, pero que un usuario por lo demás competente del lenguaje podría asociar coherentemente con objetos distintos. Así, Pedro asocia con ‘Londres’ el modo de presentación capital del Rei no Unido, en la que se hallan la fam osa Torre de Londres, el Big Ben y el Pala cio de Buckingham. Este conjunto de características ciertamente identifican a
Londres entre todas las demás cosas. Pero también lo hace el modo de presentación que Pedro asocia con ‘London’, a saber, ciudad en la que llevo tres meses trabajando, donde habitan mayoritariamente individuos de procedencia pak istaní o hindú y en la que nació mi amigo Mohammed, en cuya calle Casaubon se halla elpub “The Crown’s Arms” junto a la tintotería “My Beautifiil Laundrette”.9 Y Pedro no puede imaginarse que ambos conjuntos de
características identifican uno y el mismo objeto. Una vez identificado el principio que permite reproducir arbitrariamente ejemplos del tipo de los utilizados para justificar la segunda proposición en el argumento de Frege, ¿qué conclusión hemos de extraer entonces del argumento? Es natural sentirse inclinado a concluir que la primera proposición era falsa después de todo, que los términos singulares no significan en realidad cosas tales como planetas o ciudades, sino más bien modos de presentación o características individuativas. Pero esto sería un error, en opinión de F rege.10
8. Inclu so si el término singular es uno que nos designa a nosotros mism os, nuestro nombre propio incluido: las grandes obras literarias suministran una gran cantidad de casos que nos permitirían construir ejemplos asi. comen zando con el de Edipo. 9. Las características aquí asociadas a ‘London’ son ficticias; cualquier coinc iden cia con la realidad es accidental. 10. Es éste uno de los lugares en que convie ne tener presente que ‘signific ación’ sería una mejor traducción ca s tellana para ‘Bedeutung’ que ‘referencia’. Lo que Frege llama Be de ut mg en no son entidades en su opinión prescindibles o relegables en una caracterización semántica completa del funcionamiento del lenguaje: son la significación de los términos singulares, en el sentido de que el propósito convencionálmente supuesto a quien los usa es introducir en el discurso sus Be deut ung en. De hecho, lo único que realmente le importaba a Frege eran precisamente las referencias. Para el desarrollo de sus obje tivos filosófi cos — centrados en tomo al llamado "programa logicista ”— son éstas las relevantes; en la obra que el propio Frege consideraba su principal logro intelectual, los Grtüulgesetze d er Anthmetik, los scnddps son mencionados en las páginas iniciales para desaparecer después por completo. Es posible que, desde el punto de vista de sus principales objetivos intelectuales. Frege introdujese la distinción entre senddo y referencia sólo para justificar sus peculiares puntos de vista sobre los significados de las expresiones que realmente le importaban, a saber, los términos generales.
Las intuiciones que justificaban la primera proposición son totalmente correctas. Sigue siendo el caso que la verdad o falsedad de ‘Londres tiene más de diez siglos de antigüedad’ y ‘London tiene más de diez siglos de antigüedad’, ‘Londres tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados del próximo siglo’ y ‘London tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados del próximo siglo’, etc., (dichos por Pedro) se debe evaluar por relación al objeto individualizado a través del conjunto de características que él asocia, respectivamente, con ‘Londres’ y con ‘London’ (es decir, con la ciudad misma, la misma entidad en ambos casos), y no con los conjuntos de características individuativas en sí mismos. Los enunciados que contienen ‘Londres’ y ‘London’ tratan acerca de la ciudad de Londres, no acerca de los modos de presentación de que Pedro se sirve para identificarla (del mismo modo que los enunciados antes examinados que contenían ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ trataban acerca de Venus y no acerca de diversas manifestaciones o aspectos de Venus). Londres mismo debe intervenir en la especificación de las condiciones de verdad de los enunciados que contienen ‘Londres’. Por esta razón no puede ocurrir que un enunciado que incluya ‘Londres’ sea (tal y como Pedro lo entiende) verdadero, y otro que sólo difiera del primero en contener ‘London’ donde el primero contenía ‘Londres’ sea fa lso — o viceversa. Una segunda consideración que muestra bien a las claras por qué no sería correcto negar la primera proposición es ésta: aunque Pedro cree que Londres no es idéntico a London, él—y nosotros— interpreta los términos de tal modo que tiene cuando menos sentido que él se cuestione si Londres no será, des pués de todo, idéntica a London. Esta posibilidad sería ininteligible si los términos significasen los modos de presentación, y no los objetos presentados a través de ellos. Imagine el lector que es un astrónomo babilonio ignorante de que el lucero del alba es el lucero vespertino; imagine que tiene la profunda convicción de que hay vida inteligente en el lucero del alba. Imagine ahora que conjetura si el lucero del alba es la misma cosa que el lucero vespertino. ¿No conllevaría el que aceptase que lo es, dadas sus otras creencias, que habría de creer eo ipso también que hay vida inteligente en el lucero ves pertino? Pero si lo conllevaría, ha de ser necesariamente porque ‘el lucero del alba’, en el enunciado que expresa su convicción anterior, ‘hay vida inteligente en el lucero del alba’, significa la cosa misma y no el aspecto bajo el que se le presenta. La primera proposición es, pues, inamovible. La segunda la justifica simplemente la posibilidad de historias como las que hemos ofrecido a efectos ilustrativos, y la tercera la hemos justificado anteriormente al defender la competencia semántica de hablantes con dificultades como las de Sergi. ¿Qué opción queda? Formulamos la tercera proposición así: diferencias en valor cognoscitivo como las que ilustran las diferentes actitudes de Sergi res pecto de los enunciados (9) y (10) sólo pueden ser explicadas atribuyendo a las expresiones en que los enunciados difieren diferencias en los significados
relativas a sus referentes. Desde el punto de vista de Frege, la dificultad está
aquí: pues la distinción entre sentido y referencia revela una ambigüedad en la idea que aquí se expresa. Para que las tres proposiciones sean contradictorias es preciso interpretarla así: las diferentes actitudes sólo pueden ser explicadas atribuyendo a las expresiones relaciones de referencia con dife rentes entidades. Dijimos al justificar la tercera proposición que las meras diferencias de forma entre las expresiones ‘Londres’ y ‘Lon don ’ no bastan para dar cuenta de las diferencias en valor cognoscitivo que hemos venido ilustrando; y tampoco se pueden explicar estas diferencias sobre la base de diferencias en las connotaciones evaluativas pragmáticamente asociadas con las palabras. Las diferencias en valor cognoscitivo que hemos ilustrado indican más bien que los hablantes, pese a ser usuarios competentes, y pese a que los enunciados sólo difieren en contener expresiones que significarían lo mismo si el significado fuese el referente, entienden diferentes cosas —pues es coherente con su competencia lingüística la suposición de que la verdad de los enunciados (9) y (10) depende de que se den o no diferentes situaciones objetivas. Hemos supuesto que esto implica que las referencias mismas deben ser distintas, lo que produce una inconsistencia patente con la primera proposición (y nos forzaría a rechazarla, sosteniendo — en contra de las con sideraciones que se acaban de ofrecer— que los referentes de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ son diferentes; por consiguiente, que no puede tratarse de Venus en ninguno de los dos casos, pues si no es Venus el referente de una dejas expresiones no hay razón alguna para pensar que lo sea de la otra). Sin embargo, el principio general que permite construir los ejemplos que ilustran la segunda proposición apunta a una interpretación distinta de la tercera proposición, una de acuerdo con la cual no hay inconsistencia entre las tres —y con ello a una solución, o quizás disolución, del problema. Hemos comprobado cómo los referentes de los términos singulares son entidades objetivas, que sólo pueden, ser conocidas mediante el conocimiento de modos de presentación que las identifican distintivamente; y hemos comprobado también cómo diferentes modos de presentación pueden sin embargo identificar la misma entidad. La conclusión que Frege extrae de ACF se apoya en esto: según Frege, un hablante competente sólo puede conocer la referencia o de un término singular x conociendo un modo de presentación $ que (i) está también semánticamente asociado con x, y (ii) identifica unívocamente a o. Las diferencias en valor cognoscitivo ejemplificadas por los pares (l)(2), etc., se explican entonces porque los distintos términos singulares están asociados lingüísticamente con diferentes modos de presentación que los vinculan con la misma referencia. Podemos aceptar ahora la distinción entre la referencia y el referente que sugería el proponente de la primera de las explicaciones de las diferencias en valor cognoscitivo excluidas por la tercera proposición de ACF; la referencia es el vínculo semántico entre la expresión y el referente. Pero, para obtener una explicación correcta de las diferencias en valor cognoscitivo, hemos de añadir que ese vínculo pasa a través de una relación semántica previa entre la expresión y su sentido. La referencia es el vínculo semántico entre
la expresión y el referente mediado por la relación semántica de la expresión con un sentido.11 Dado que los sentidos (que así llama técnicamente Frege a los modos de presentación o conjuntos de características individuativas asociados a un término singular) son indispensables para “llegar” a las referencias o para determinarlas, esta explicación es compatible con las consideraciones que sustentaban la tercera proposición. Frege sostiene que ningún usuario competente del lenguaje puede conocer “directamente” la referencia de ‘Londres’ o de ‘el lucero del alba’, la contribución de estas expresiones a las condiciones de verdad de los enunciados que las incluyen; se conoce la referencia de estas expresiones a través del conocimiento de ciertos sentidos que “nos dirigen” a ellas (de ahí que constituya una metáfora muy apropiada llamarles sentidos), individualizándolas. Por consiguiente, la “diferencia en las referencias” que esta blece la tercera proposición puede consistir, no en una diferencia en las entidades significadas, sino más bien en una diferencia en la manera en que se accede a ellas. En cierto modo, pues, las diferencias en valor cognoscitivo entre ‘Londres’ y ‘London’, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ son diferencias relativas al referente, como establece la tercera proposición; pero no consisten en que los referentes sean distintos (lo que estaría en contradicción con la primera), sino en que los sentidos vinculados semánticamente con las expresiones y necesarios para acceder a las entidades referidas son distintos. Ésta es también una diferencia relativa a los referentes, pues sin la mediación de los sentidos no habría referencias: no sólo no conoceríamos referencias, sino que no habría referencias para nuestras palabras. Una caracterización completa de la contribución de los términos singulares a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparecen debe hacer mención no sólo de su referencia, sino también del sentido que la especifica. No apreciar la distinción entre sentido y referencia nos impide advertir la ambigüedad de la idea de “diferencias relativas a los referentes”. No hay, pues, inconsistencia entre las proposiciones; la impresión opuesta la producía un cierto monismo semántico que teníamos como supuesto tácito: el supuesto de que las expresiones tienen una única propiedad semán tica. ACF nos fuerza, según el propio Frege, a adoptar una actitud más. pluralista, atribuyendo a los términos singulares dos tipos de propiedades semánticas: un sentido y una referencia. Hacerlo así revela como meramente aparente la inconsistencia; pero —esto es crucial— sólo porque el sentido y la referencia de una expresión no son independientes : sólo así podemos mantener la verdad de la tercera proposición, reinterpretada apropiadamente una vez hacemos la distinción entre sentido y referencia. Las referencias de los términos singulares están determinadas por sus sentidos, en la medida en
11. La re fer en cia de una expresión es, así, su vinculación semántica con una determinada entidad, y no la entidad con la que esta semánticamente vinculada (el ref er en te ). En ocasiones, sin embargo, se evita ana excesiva pro lijidad en la expresión hablando como si la referencia fuese esto último. Tener presente la definición oficial debe bas tar para prevenir confusiones.
que los sentidos son modos de presentación o conjuntos de características que individualizan el referente, y sin la asociación con los cuales las pala* bras no tendrían referencia. La exposición que se ha hecho de la distinción entre sentido y referencia ha dejado varios cabos sueltos —como el examen crítico que efectuaremos en §§ 13 del próximo capítulo mostrará. Hemos tratado de exponer el núcleo mínimo de la concepción fregeana que puede ser aceptado desde perspectivas teóricas muy distintas entre sí, sin cuestionar, por ejemplo, cuál pueda ser la verdadera naturaleza de los sentidos de nombres propios como ‘Londres’ y ‘London’. Esta relativa generalidad nos permitirá exponer en las tres próximas secciones otros aspectos relacionados de las ideas semánticas de Frege, de modo que sean igualmente atractivos desde diferentes perspectivas. 3.
Análisis del discurso indirecto
La referencia fregeana de una expresión, como hemos explicado, consiste en su vínculo semántico con aquella entidad por relación a la cual se evalúa el valor de verdad de cualquier enunciado en que la expresión aparece. El referente de términos como ‘el lucero vespertino’ es un objeto, esa entidad acerca de la cual tratan los enunciados que contienen la expresión: ‘el lucero vespertino es el astro más luminoso después del Sol y la Luna\ 'hay cráteres y volcanes en erupción en el lucero vespertino’, etc.; es decir, el planeta Venus. Dado que la referencia de ‘el lucero del alba1 vincula a esta expresión con el mismo planeta, ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ deben ser intercambiables salva veritate (es decir, preservándose el valor de verdad) en cualquier enunciado en el que aparezcan: si, en un enunciado falso que contenga ‘el lucero vespertino1,sustituimos ese término por cel lucero del alba’, el enunciado resultante ha de ser igualmente falso; si, en un enunciado verdadero que contenga ‘el lucero vespertino’, sustituimos ese término por ‘el lucero del alba’, el enunciado resultante ha de ser igualmente verdadero. Nuestras intuiciones semánticas confirman esta predicción de la teoría fregeana en el caso de enunciados como (11). Sin embargo, esas mismas intuiciones indican que ‘el lucero vespertino’ no es sustituible por ‘el lucero del alba’ salva veritate en (12): (11)
el lucero vespertino es visible al atardecer
(12)
Raúl cree que el lucero vespertino es visible al atardecer.
Raúl puede creer que el lucero vespertino es visible al atardecer, y no creer sin embargo que el lucero del alba sea visible al atardecer. Lo que ocurre aquí con ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ no es específico de estos dos términos; otros pares de términos singulares (nombres propios, descripciones definidas y deícticos) permitirían construir ejemplos análogos, res
pecio de los cuales nuestras intuiciones serían las mismas. (El lector puede comparar los valores de verdad que, dada la historia narrada en la sección anterior, atribuiría, respectivamente, a ‘Pedro juzga que Londres tiene parajes lindos’ y a ‘Pedro juzga que London tiene parajes lindos’.) Esto, desde un punto cíe vista fregeano (quizás desde cualquier punto de vista), es verdaderamente extraño. En rigor, no es sólo extraño, sino aparentemente contradictorio, dada la definición que hemos ofrecido de ‘referencia’: si la referencia de una ex presión es su asociación semántica con una entidad por relación a la cual se evalúa el valor veritativo de los enunciados en los que la expresión aparece, sustituir en un enunciado una expresión por otra con el mismo referente no puede afectar al valor veritativo del mismo. Frege proporciona una explicación razonable de estas intuiciones. La explicación la hace posible el hecho de que su teoría dispone ya de sentidos, introducidos a través de los argumentos presentados en la sección anterior. Por tanto» su explicación transforma lo que a primera vista era una anomalía para su teoría en una virtud de la misma, que a fin de cuentas la refuerza. La explicación fregeana de intuiciones como la que acabamos de ejemplificar consiste en que la referencia de un término varía cuando aparece en lo que llamaremos contextos indirectos (como en (12)) respecto de la referencia que el término tiene en contextos usuales como (11); Frege propone (y justifica) una teoría según la cual la referencia de una misma expresión cambia sistemáticamente, según el contexto lingüístico en que la expresión se encuentre. (No se debe confundir el Principio del Contexto —expuesto en § 1— con la tesis fregeana de que las referencias de las expresiones sufren cambios inducidos por el contexto lingüístico en que aparecen. Que no establecen lo mismo se puede ver en que el Principio del Contexto podría ser correcto incluso si la tesis de la variabilidad sistemática de referencia de las expresiones no lo fuese.) Un contexto indirecto es un contexto lingüístico regido por ‘decir que’, ‘opinar que’, ‘pensar que’, ‘desear que\ etc. Sintácticamente, estas expresiones deben ir seguidas por una oración; es esta oración sintácticamente regida por un verbo como los anteriores lo que constituye, con mayor precisión, un contexto indi recto.
Frege se inspira para su solución en su propio análisis de lo que ocurre en lo que llamaremos contextos directos, como en (13): (13)
Raúl dijo: el lucero vespertino es visible al atardecer
Las palabras que se hallan después de los dos puntos constituyen u n c o n texto directo. La función de las mismas es recoger las palabras de otro, en este caso Raúl. Son contextos directos todas aquellas expresiones que forman parte de una cita literal de un cierto texto (de las palabras de otro, de un escrito, ete.). Es claro que ‘el lucero vespertino’ no es tampoco sustituible salva veri tate por ‘el lucero del alba’ en (13). La solución del problema es aquí inmediata, según Frege, en tanto que ‘el lucero vespertino’ (así como el resto de palabras que forman el contexto directo) no tiene en (13) la misma referencia
que tiene usualmente. Quien profiere (13) no pretende con ‘el lucero vespertino’ mencionar Venus, decir algo sobre ese planeta; lo que pretende es referirse a la expresióntipo ‘el lucero vespertino’ misma, con el fin de decir que Raúl profirió un ejemplar de esa expresión. Los contextos directos constituyen un caso particular de mención de sig nos ; las palabras que los componen están mencionadas y no usadas. Como parte de una más extensa discusión de las citas, presentamos (y discutimos) en II, § 2, la teoría fregeana de las citas. Según esta teoría, las palabras que se encuentran en contextos directos se ¿zií/odésignan. Lo característico de la teoría fregeana de la cita (y lo que es relevante para nuestros fines presentes), que la distingue de la teoría que propusimos y defendimos en el primer capítulo, es que de acuerdo con ella las comillas no tienen más que la función de advertimos de un cambio de referencia en las expresiones entrecomilladas, respecto de la referencia que usualmente tienen. Lo que tiene referencia, según la teoría fregeana, no es la cita completa, la expresión entrecomillada ju nto con las comillas que la flanquean cuando escribimos con propiedad, sino las expresiones que están 'dentro de las comillas : así lo pone claramente de manifiesto el decir —como dice Frege— que en los contextos directos'las palabras se autodesig nan. Pues si lo que designase en el enunciado «‘Sergi’ comienza con ese» fuese la cita (la expresión que comienza y acaba con una comilla), y esta expresión se autodesigna, lo que el enunciado propone sería falso: ninguna cita comienza con una ese, sino que todas comienzan con la comilla inicial. Frege debe pensar^por consiguiente, que lo que designa no es la cita, sino la expresión dentro de las comillas; la función de las comillas, como hemos indicado, debe ser en su concepción meramente la de señalar los límites de un contexto lingüístico (un contexto directo) donde la referencia de las expresiones varía, con respecto a su referencia usual. Así pues, la expresión ‘el lucero vespertino’ tiene un referente (en el sentido técnico fregeano de ‘referente’ que hemos expuesto anteriormente: aque lla entidad, asociada con la expresión , por relación a la cual se evalúa el valor veritativo del enunciado) en (13), al igual que la tiene en (11). (11) constituye lo que llamaremos un contexto usual) en ellos, los términos tienen su referen cia usual. El referente usual de ‘el lucero vespertino’ es, por tanto, el planeta Venus. En (13), la misma palabra que en (11) refiere al planeta Venus, a saber, ‘el lucero vespertino’, tiene una referencia distinta: eso a lo que la expresión refiere en (13) —aquella entidad semánticamente asociada con ‘el lucero ves pertino’ por relación a la cual se debe evaluar el valor veritativo de (13)— no es el planeta Venus, sino la expresióntipo misma ‘el lucero vespertino’. No importa ahora que ésta sea o no una teoría correcta de las citas. Lo importante es entender cabalmente que, de acuerdo con el análisis fregeano, contextos directos como el incluido en (13) ponen claramente de manifiesto cómo las mismas expresiones, en distintos contextos lingüísticos, poseen sistemáticamente distintas referencias. Denominemos referencias directas (por oposición a referencias usuales) a las referencias que tienen las palabras en contextos directos. Examinando estos casos, resulta según Frege patente que
aquello que produce la impresión de la existencia de un conflicto con la definición de ‘referencia’ es el supuesto implícito de que la referencia de una expresión ha de ser siempre la misma. Pero el lenguaje natural no funciona así; es' frecuente, por ejemplo, que los nombres propios tengan más de una referencia. Cuando se elimina la presuposición tácita de la ausencia de equivoci dad, el conflicto desaparece: que ‘el lucero vespertino’ no sea sustituidle sal va veritate por ‘el lucero del alba’ en (13) se explica simplemente porque, en contextos directos, las palabras tienen una referencia distinta de la usual, y esa referencia directa es distinta para ambos términos (pues la referencia directa de una expresión es la expresióntipo que ella ejemplifica, y las expresiones tipo ejemplificadas por ‘el lucero vespertino’ y por ‘el lucero del alba’, res pectivamente, son distintas). Se trata ésta de una ambigüedad distinta a la de ios nombres propios que designan a más de una persona, como ‘Manuel Pérez Rodríguez’: esta última es una ambigüedad accidental, que podría ser eliminada mediante una convención ad hoc , mientras que la ambigüedad que hemos puesto de manifiesto —como se expuso en II, § 3, a propósito de la función del carácter “pictográfico” de las citas— no sería razonable eliminarla así. Pero esto no afecta a la cuestión. Según Frege, algo similar ocurre en (12). Pero ¿en qué sentido cabe decir que en (12) ocurre algo similar? Es claro que ‘el lucero vespertino’ no refiere en (12) a una expresióntipo: el propósito de quien asevera (13) es sin duda hablar de palabras; de ahí que sea razonable decir que la referencia de ‘el lucero matutino’ en (13) no es un planeta, sino una expresión. Pero no ocurre lo mismo con (12), al menos no a primera vista. Lo que necesitaríamos es una entidad, distinta de la expresión, pero también distinta de los referentes usuales de ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ —que son el mismo—, que pueda servir de referencia indirecta de esas expresiones en contextos indirectos y explique así que esos términos no sean intercambiables salva veritate en tales contextos. Ahora bien, la teoría de Frege suministra tales entidades: según la teoría de Frege, cada término singular tiene, además de referencia, sentido. Sí el lenguaje natural incluye contextos en los que las palabrasse refieren a sí mismas (como en (13)), en lugar de significar lo que significan usualmente, no debe resultar extraño —una vez que tenemos a nuestra disposición una teoría que atribuye a las palabras sentidos además de referencias— que el mismo lenguaje natural permita también que en algunos casos las palabras signifiquen sus sentidos usuales , en lugar de significar lo que significan normalmente. Esto es, según Frege, lo que ocurre en contextos indirectos como los representados por (12). En contextos indirectos las palabras, según la explicación fregeana, aunque no se designan a sí mismas, tampoco refieren a sus referentes usuales: designan más bien los sentidos con los que están semánticamente asociadas en contextos usuales. Recuérdese que, según el argumento de Frege expuesto en la sección anterior, una expresión (‘el lucero vespertino’) no puede tener semánticamente asociado su referente usual (el planeta Venus) de un modo directo, sino sólo a través de un modo en que ese referente es presentado, una característica que lo individualiza: este mediador entre la expresión y
su referencia usual es el sentido de la expresión. Si no podemos sustituir sal va veritate ‘eí lucero vespertino’ por ‘el lucero del alba’ en (12) es porque, en un contexto indirecto como aquel del que forma parte en (12), la expresión ‘el lucero vespertino’ no refiere a lo que refiere en contextos usuales (es decir, el planeta Venus), sino que refiere al sentido usual de esa expresión; y, como sabemos, el sentido de ‘el lucero vespertino’ difiere del sentido de ‘el lucero del alba’ —pese a que las referencias usuales de esas expresiones sean una y la misma. La propuesta de Frege se puede justificar de un modo algo más intuitivo. Siguiendo a Frege, estamos denominando ‘contextos indirectos’ tanto a los regidos por ‘decir que’ como a los regidos por ios verbos que en DI, § 1 denominamos verbos de actitud proposicional ; es decir, verbos que se utilizan para atribuir a un sujeto estados con contenido intencional o representacional, ‘creer que’, ‘percibir que’, ‘pretender que’, ‘desear que’, etc. En gramática se utiliza la noción de discurso indirecto de un modo más estricto. El discurso indirecto propiamente así llamado está constituido por oraciones regidas por ‘decir que’, y se contrapone al discurso directo , que (13) ejemplifica. La diferencia entre el discurso directo y el discurso indirecto está en que en el primero hemos de reproducir “al pie de la letra” las palabras utilizadas en el texto que estamos citando, si queremos hablar con verdad. Así, (13) sería falso si Raúl no utilizó, al proferir el texto que se cita en (13), palabras de los tipos ejemplificados por las palabras que constituyen el contexto directo. Por ejem plo, (13) sería falso si lo que Raúl dijo fue en realidad ‘Héspero es visible al atardecer'. (En circunstancias cotidianas, en que no nos tomamos muy en serio lo que decimos y existe una cierta laxitud en cuanto a los criterios de verdad y falsedad, bien podemos aceptar (13) cómo verdadero en un caso así. Pero imagínese que la cuestión sea importante; por ejemplo, que (13) lo profiera un testigo en una corte de justicia, donde conocer las palabras exactas empleadas por Raúl sea pertinente para decidir el caso.) En el discurso indirecto, en cam bio, el criterio de fidelidad al texto citado es más laxo; bajo el supuesto (etimológicamente razonable) de que ‘el lucero vespertino’ y ‘Héspero’ tienen el mismo sentido, y el de que lo que Raúl dijo fue ‘Héspero es visible al atardecer’, (14) —utilizado para citar indirectamente el texto proferido por Raúl— sería verdadero: (14)
Raúl dijo que el lucero vespertino es visible ai atardecer
En el discurso indirecto, por tanto, citamos también a partir de un cierto texto; mas están permitidas licencias con el texto que (al menos hablando estrictamente) no están permitidas en el discurso directo. ¿Cuál es entonces, en el discurso indirecto, el criterio de fidelidad al texto citado? De acuerdo con Frege, en el discurso indirecto tratamos de recoger el sentido de las palabras del texto citado, sin atenemos al pie de la letra a las palabras utilizadas. Obsérvese que no decimos la referencia, sino el sentido. Si lo que Raúl dijo literalmente fue ‘el lucero vespertino es visible al atardecer’ (o ‘Héspero es visible
al atardecer’), y Raúí no sabe que el lucero vespertino y el lucero del alba son uno y el mismo cuerpo celestial —de modo que a Raúl nunca se le ocurriría decir ‘el lucero del alba es visible al atardecer’—, en tal caso, ‘Raúl dijo que el lucero del alba es visible al atardecer’ sería, según Frege, falso. (Como antes, puede que en circunstancias cotidianas seamos más laxos, pero, en contextos en que importa seriamente hablar con exactitud, tal descripción de lo que Raúl dijo sería incorrecta.) Es porque éste es el criterio de fidelidad al texto en el discurso indirecto que las palabras en contextos indirectos no refieren a sus referentes usuales, sino a sus sentidos usuales: con ‘el lucero vespertino\ en (14) no pretendemos referimos a Venus, sino al sentido asociado a esa expresión; es decir, al conjunto de características individuativas de un objeto semánticamente asociado con esa expresión. La función semántica de cel lucero ves pertino’ en (11) es hacer que el enunciado sea acerca de Venus: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en (11) hace que su verdad o falsedad dependa de hechos relativos a Venus. La función semántica de la misma expresión en (13) es hacer que el enunciado sea acerca de la expresióntipo ‘el lucero vespertino’: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en (13) hace que su verdad o falsedad dependa de hechos relativos a esa expresión , no a Venus (a saber, de si Raúl produjo ejemplares de la misma o no). Por último, la función de la misma expresión en (14) es hacer que el enunciado sea acerca de\ sentido normalmente asociado a esa expresión: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en (14) hace que la verdad o falsedad de (14) dependa de hechos relativos a las características individuativas semánticamente asociadas con ‘el lucero vespertino’ (a saber, de si Raúl profirió o no una expresión con ese sentido).12 Del mismo modo que, según la teoría de las citas directas de Frege, en el lenguaje escrito utilizamos a veces comillas para advertir del cambio de referencia en las palabras cuando éstas están mencionadas —y así, escribiendo pro piamente, (13) se debería escribir como (13')— introduciremos la convención de flanquear con el signo ‘#’ las expresiones cuando éstas signifiquen, en lugar de sus referencias usuales, sus sentidos. (14) entonces se expresaría, propiamente hablando, como (14'): (13’)
Raúl dijo: ‘el lucero vespertino es visible al atardecer’.
(14')
Raúl dijo que #ei lucero vespertino es visible al atardecer#.
12. A estas alturas, el lector puede muy bien estarse preguntando lo siguie nte: si la refere ncia de las palabras en contextos indirectos no es la usual, sino que es inás bien el sentido que esas mismas palabras tienen en contextos usuales, ¿qué ocurre con los se nt id os de las palabras en contextos indirectos? ¿Son los mismos que en contextos usua les, o son también otros? Dado el papel teórico de los sentidos, parece que deberían ser otros; pues el sentido deter mina la referencia, y dado que la referencia de las palabras difiere en contextos indirectos respecto de la que tienen en contextos usuales, habría que concluir que los sentidos son también distintos. Por otro lado, dado que un contex to indirecto puede contener incrustado otro contexto indirecto (‘Víctor piensa que Sergi cree que la pelota es roja'), esa decisión parece conllevar la necesidad de asignar un número potencialmente ilimitado de sentidos diferentes aúna misma palabra. Los escritos de Frege no permiten resolver la cuestión; diferentes fregeanos han ofrecido diferentes respuestas a la misma.
(El motivo para elegir esta tipografía es sugerir una analogía entre las ideas de Locke y las de Frege que probablemente ya ha pasado por las mientes al lector; la analogía se discute explícitamente en VII, § 1. Naturalmente, Locke nunca desarrolló una teoría del discurso indirecto; y Frege nunca pensó seriamente en los sentidos de expresiones como ‘rojo’ o ‘línea de aprox. un metro’, ni en la necesidad —ajuicio de alguien con puntos de vista como los de Locke— de incluir vivencias en su caracterización.) Estrictamente hablando, estas convenciones son, según Frege, innecesarias: el contexto ya deja claro que se ha producido un cambio en la referencia de las palabras, y la gramática indica en este caso bastante bien cuáles son los límites del contexto lingüístico en que las palabras mudan sus referencias. Pero atenerse a la convención puede solventar dudas, y evitaría perplejidades como aquella con la que comenzamos esta sección. Como las expresiones flanqueadas por ‘#’ refieren a sus sentidos, y el sentido de ‘el lucero vespertino’ es distinto del sentido de ‘el lucero del alba’, es inmediato que ambas expresiones no pueden ser intercambiadas en (14') —por más que sí puedan serlo en (11). Supuesto que ‘el lucero vespertino’ y ‘Héspero’ tengan el mismo sentido, ambas expresiones sí son intercambiables salva veritate en (14'); como son expresiones distintas, no lo son en (13'). Esta exposición del tratamiento fregeano del discurso indirecto ha tratado del discurso indirecto en el sentido estricto de los gramáticos. No es inmediato que las mismas tesis que valen para (14) hayan de aplicarse a (12) —que no hace alusión, directa ni indirecta, a ningún texto: uno puede tener creencias sin revestirlas de ninguna forma lingüística—■. La conjetura de Frege es que Ja explicación de la no sustituibilidad de expresiones coa la misma referencia usual pero diferente sentido en enunciados como (12) es la misma que la que acabamos de justificar para enunciados del’tipo de (14). Podemos hacer la analogía mucho más inmediata si suponemos, con algunos filósofos medievales y otros contemporáneos, la existencia de un “lenguaje del pensamiento” (no necesariamente un lenguaje natural: quizás un lenguaje cuyos “caracteres” serían análogos a los que manipulan los ordenadores, estadós consistentes en la activación o desactivación de una serie de unidades representabas mediante numerales en notación binaria) en que se formularían todos nuestros estados intencionales.^ Si, además, existieran razones para extender la distinción fregeana entre sentido y referencia a las expresiones de este “lenguaje del pensamiento”, bajo estos supuestos, las palabras que aparecen en contextos indirectos gobernados por verbos de actitud proposicional, en oraciones como (12), tendrían literalmente la misma función que tienen las palabras en contextos indirectos como el de (14): servirían para hacer referencia a las palabras en un cierto texto (escrito en el “lenguaje del pensamiento”), en el entendido de que
13. Véase Jerry Fodor, El len gu aje de l pe ns am ie nt o, así como el apéndice “¿Por qué debe haber aún un len guaje del pensamiento?" a su Ps ic os em án tic a . La idea de un “lenguaje del pensamiento" se justifica también en mis trabajos «El funcionalismo», en el volumen La Me nte Hu man a de la En ci clo pe di a ib er oa m er ic an a de Fi lo so fía , y ‘The Philosophical Import of Connectionism: A Critical Notice of Andy Clark’s A ss oc ia tiv e Eng ines ".
lo que se busca es indicar el sentido de esas palabras y no su “literalidad” formal (que, naturalmente, nadie conoce por ahora). Pero sea lo que fuere de esta analogía, lo cierto es que la propuesta de Frege da cuenta de intuiciones semánticas que cualquier teoría debe explicar; a saber, que ‘el lucero vespertino5es intuitivamente sustituible salva veritate por ‘el lucero del alba’ en enunciados como (11), pero no lo es en enunciados como (12). Es importante no confundir la teoría fregeana del discurso indirecto, presentada en esta sección, con la tesis fregeana de que las expresiones tienen sentido además de referencia, presentada en la anterior. La segunda es independiente de la primera. La distinción entre sentido y referencia se justifica inde pendientemente de la teoría del discurso indirecto, mediante las consideraciones suscitadas por el argumento al que denominamos ‘ACF’, Si cabe, la distinción entre sentido y referencia se ve confirmada por su aplicación a la solución del problema que plantea el discurso indirecto; pues disponer de la distinción nos permite ofrecer una explicación plausible de unos hechos semánticos de los que cualquier teoría semántica debe dar cuenta, que no se nos hubiera ocurrido siquiera de no poseer previamente la distinción. Pero la distinción entre sentido y referencia es una tesis teóricamente independiente de tal solución y lógicamente anterior a ella. 4. El valor cognoscitivo de la identidad Con ayuda de las teorías fregeanas del discurso directo y del discurso indirecto podemos ahora poner de manifiesto la confusión a la que puede dar lugar el presentar ACF, como Frege hace, exclusivamente atendiendo a enunciados de identidad. Como dijimos al exponer ACF en § 2, Frege no presenta el argumento utilizando parejas de enunciados como los pares (1) y (2) o (5) y (6), sino que lo hace considerando enunciados como (3) y (4), que repito a continuación para comodidad del lector: (3)
el lucero del alba = el lucero del alba
(4)
el lucero vespertino = el lucero del alba
Un enunciado de identidad como (4) puede tener un “valor cognoscitivo” que uno como (3) no tiene. (Frege realza esta diferencia en “valor cognoscitivo” indicando que conocemos la verdad de (4) a posteriori , mientras que . (3) es analítico, y por tanto conocido a priori. Sin embargo, como ya dijimos anteriormente, la diferencia que le importa subrayar a Frege no coincide con la distinción entre enunciados conocidos a priori y enunciados conocidos a poste riori, ni tampoco con la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos; porque exactamente la misma diferencia en valor cognoscitivo existe entre, digamos, ‘la raíz cúbica de 1.728 = la raíz cúbica de 1.728’ y ‘12 = la raíz cúbica de 1.728’, pese a que, al menos según el propio Frege, ambos son ana
Uticos, y por tanto a priori .) Sin embargo, si (4) es verdadero, los términos singulares a un lado y otro del signo de identidad tienen la misma referencia (es precisamente porque tienen la misma referencia que (4) es verdadero). Ahora bien, la diferencia en valor cognoscitivo entre (4) y (3) parece tener que ver con las referencias de las palabras; pero si (4) es verdadero, (4) y (3) no difieren en eso: las referencias de las dos expresiones pertinentes son una y la misma. Frege se refiere a este problema como el de “explicar el valor cognoscitivo de la identidad”; pero, una vez expuesto, es claro que el problema no es más que un caso particular del “argumento central de Frege” presentado en § 2. Sin embargo, cuando el problema se presenta exclusivamente respecto de los enunciados de identidad, es posible caer en el error consistente en proponer una incorrecta solución al mismo. La solución —en los términos de la sección precedente— consiste en decir que los enunciados de identidad constituyen, implícitamente, contextos directos. Esto es, los enunciados de identidad constituyen contextos en los que los términos que flanquean el signo de identidad están mencionados y no usados. Las palabras que aparecen en (3) y (4) hacen la misma función 'que las palabras que aparecen después de los dos puntos en (13): en lugar de tener su referencia usual (Venus), están ahí para designarse a sí mismas. Es decir, los enunciados de identidad del lenguaje natural como (3) y (4) son formulaciones encubiertas de enunciados como (3') y (4'): (3')
‘el lucero del alba’ codesigna con ‘el lucero del alba’
(4’)
‘el lucero vespertino’ codesigna con ‘el lucero del alba’
Es esta una teoría metalingüística de Ja identidad, según la cual, en descripción de Frege, la identidad no sería una relación entre los significados usuales de los términos, sino entre los términos mismos. Naturalmente, la teoría mefaJingüísíica no sostiene que cuando aseveramos una identidad estemos aseverando que los términos que utilizamos sean los mismos : esta tesis absurda haría a la mayoría de los enunciados de identidad, en ios que —como en (4)— términos distintos flanquean el signo de identidad, manifiestamente falsos. Como se puede comprobar comparando (3) y (3'), o (4) y (4'), quien sostiene que la identidad no relaciona los significados, sino las palabras, además de entender que, cuando enunciamos la identidad entre dos cosas, mencionamos y no usamos los términos singulares que flanquean el signo de identidad, sostiene también que no estamos aseverando en realidad la identidad, sino una relación distinta —ia de codesignar dos términos. Cuando los signos utilizados son los mismos, como en (3’), el enunciado no es informativo. Cuando son distintos, como en (4'), sí lo es. Esta propuesta metalingüística es intuitivamente plausible, por diversas razones. Una es que es plausible pensar que un enunciado como (3) implica uno como (3'). Esta no es la razón más importante, sin embargo. La razón más importante tiene que ver con una peculiaridad de los enunciados de identidad. Dicho intuitivamente, algo debe haber de distinto entre “dos” cosas, para que
sea útil o procedente decir que “son” la misma. Naturalmente, cuando la cuestión se presenta de este modo, suscita todo tipo de perplejidades. Si son distintas (y si no, ¿por qué hablar en plural?), ¿cómo pueden ser la misma ? ¿No es la ley de Leibniz —el principio de indiscem ibilidad de los idénticos — , a saber, la tesis de que si dos entidades son discernibles en algún respecto, no son la misma cosa , la regla fundamental que gobierna el funcionamiento de la identidad? La lectura metalingüística de los enunciados de identidad alivia esta perplejidad, en cierto modo. Aseverar la identidad es decir, de dos nombres, que designan lo mismo. Quizás por ello, el propio Frege había defendido este punto de vista en su primera obra, Begrijfsschrift, § 8. Sin embargo, una vez que vemos que el problema de los enunciados de identidad no es más que un caso particular de ACF —que puede construirse a propósito de enunciados de cualquier tipo— la plausibilidad de la solución metalingüística se esfuma por completo. Para generalizar esta solución, ha bríamos de decir que también los enunciados (1) y (2), (5) y (6) de la sección segunda constituyen “contextos directos implícitos” en los que las expresiones tipo ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ no significan sus significados usuales, sino que se significan a sí mismas. Pero esto es absurdo. Nos veríamos obligados a concluir así que, siempre que hablamos, hablamos en realidad de Jas palabras que utilizamos para hablar. En el primer párrafo de “Sobre sentido y referencia”, Frege ofrece otra crítica a la teoría metalingüística de los enunciados de identidad (que él mismo había propuesto anteriormente, como dije). El sentido de su crítica no es precisamente transparente; pero la idea (que ya expusimos anteriormente, al clarificar la tercera premisa de ACF) parece ser la siguiente. Leídos metalingüís ticamente, enunciados como (4) dicen que dos expresionestipo distintas designan la misma cosa —como (4') pone de manifiesto explícitamente. Es ésta una información relativa a ciertas convenciones lingüísticas; damos una información del mismo tipo cuando decimos, por ejemplo, que la palabra ‘plumífero’ es en español una mera variante con connotaciones peyorativas de la palabra ‘escritor’. Ahora bien, sostiene Frege, ia información que (4) proporciona no es meramente una información de este tipo. No.es una información sobre prácticas lingüísticas (aunque quizás, secundariamente, pueda verse así); directamente, (4) proporciona información astronómica. En el último párrafo de “Sobre sentido y referencia”, Frege vuelve a la cuestión inicial de la identidad y explica cómo su distinción entre sentido y referencia permite responder la pregunta de partida, a saber, si la identidad es una relación entre los referentes de las palabras o relaciona más bien (en tanto que la relación de codesignación) las palabras mismas. Erróneamente encaminados por la discusión del primer párrafo, algunos lectores maiinterpretan (en mi opinión) el último. De acuerdo con esta interpretación errónea, la nueva solución de Frege al “problema de los enunciados de identidad” sería una teoría simétrica a la teoría metalingüística, en la que los sentidos pasarían ahora a ocupar el papel que en la teoría metalingüística desempeñan las expresiones. Designemos con la expresión ‘presentar’ a la relación existente entre
el sentido de una expresión y la referencia de esa expresión. Según la concepción fregeana del significado , los términos singulares tienen un sentido además de una referencia; y, así como el sentido común reconoce una relación semántica entre el término y el referente (la relación de referencia, o desig nación ), la teoría fregeana postula una relación análoga entre sentidos y referentes. Según la teoría de Frege el signo expresa un sentido (un conjunto de características individuativas), y, a través de éste, refiere a un referente. Es la relación entre sentido y referente —parte propia de la relación entre signo y referente— la que denominaremos con el término técnico ‘presentar’. Como, en el caso de los términos singulares, el sentido de la expresión es un con junto de características individuativas de su significado, diremos que el sentido de una expresión copresenta con el sentido de otra cuando ambos conjuntos de características llevan de hecho al mismo objeto. Pues bien, de acuerdo con esta interpretación —en mi opinión errónea—, la nueva solución de Frege en “Sobre sentido y referencia” sería que (3) y (4) son, tácitamente, abreviaturas de (3") y (4H): (3")
#el lucero del alba# copresenta con #el lucero del alba#
(4")
#el lucero vespertino# copresenta con #el lucero del alba#
Esta solución^ sjn embargo (según la cual la relación de identidad introduciría contextos iñdirectos), no puede ser la de Frege. La razón, una vez más, es que el problema presentado por ACF es uno completamente general; el valor cognoscitivo de la identidad no es más que un caso particular del mismo. La solución de Frege es igualmente general: su conclusión es que todos los términos singulares tienen sentido y referencia, sea cual sea el contexto en el que aparecen. Pero sería absurdo por parte de Frege decir que Jos enunciados (1) y (2), (5) y (6) de § 2 constituyen “contextos indirectos implícitos” en los que ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ no designan a sus referentes usuales, sino que designan sus sentidos. Es absurdo, independientemente de las ideas de Frege, porque ello equivaldría a sostener que siempre que hablamos nuestras palabras tienen la misma función que tienen, según Frege, las palabras en contextos indirectos: es decir, que hablamos en realidad de los sentidos de nuestras palabras. Pero es aún más absurdo para Frege, porque de ese modo Frege se quedaría sin el contraste necesario entre las referencias de las pala bras en contextos usuales y sus referencias indirectas. Como vimos en la sección precedente, la idea de Frege es que en los discursos indirectos las pala bras mudan su referencia: pasan de tener su referencia usual, a referir al sentido asociado en contextos usuales. Esta tesis de la referencia cambiante de las palabras carecería de sentido, si los sentidos mismos fuesen ya referidos en contextos usuales. La verdadera solución de Frege al problema de la identidad es la misma que él ofrece a su paradoja, y fue expuesta en la sección segunda. Compárense los dos enunciados que siguen:
(15)
el lucero del alba es más voluminoso que el lucero del alba
(16)
el lucero vespertino es más voluminoso que el lucero del alba
Una vez más, ambos enunciados tienen diferente valor cognoscitivo. Un usuario competente del lenguaje sabe que (15) no puede ser verdadero, pero que (16) no es verdadero puede resultarle informativo a ese mismo usuario del lenguaje, por más elevada que sea su competencia lingüística. ¿Hemos de concluir de esto que las expresiones ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ en esos enunciados refieren en realidad a sus sentidos usuales —que estamos ante contextos indirectos implícitos— y que, por tanto, la relación de ser un objeto más voluminoso que otro (convertida en una relación apropiada diferente) “relaciona en realidad sentidos”? No, en opinión de Frege: la relación relaciona los referentes, como todos suponemos; pero un hablante sólo puede conocer la referencia de un término a través del conocimiento de su sentido, y este hecho, junto con el hecho de que los sentidos de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ difieren, explica suficientemente bien el diferente valor cognoscitivo de (15) y (16). Exactamente lo mismo ocurre, según Frege, con los enunciados de identidad. La identidad relaciona objetos, justamente a la manera en que la relación de ser más voluminoso relaciona objetos; las diferencias en valor cognoscitivo se explican porque no cabe entender la referencia de un término singular si no es a través del conocimiento de un modo de presentación asociado con el término —junto con el hecho, ya familiar, de que expresiones con la misma referencia pueden sin embargo tener distinto sentido—. Este análisis de los enunciados de identidad, además, nos permite expresar de un modo preciso la intuición que, según expusimos antes, da cierta plausibilidad a la teoría meta lingüísdca (la intuición de que algo debe haber de distinto entre “dos” cosas, para que sea útil o pertinente decir que “son” la misma) sin suscitar ninguna perplejidad. Lo que un fregeano diría es que sólo es útil o pertinente aseverar un enunciado de identidad a = b cuando el término a y el término b tienen diferentes sentidos. Si a y b tienen el mismo sentido, el enunciado de identidad a = b está semánticamente bien construido, y es trivialmente verdadero; pero resulta pragmáticamente inapropiado, por cuanto cualquier usuario competente del lenguaje debe saber que es verdadero. (Véase XIII, § 3, donde se explica la diferencia entre corrección semántica y corrección pragmática a que se apela aquí.) No existe aquí el menor atisbo de conflicto con el principio de indiscemibilidad de los idénticos: que un objeto pueda ser invidualizado en términos de dos conjuntos distintos de características diferentes no debe llevarnos a pensar que no es en realidad uno, sino dúo. Más bien al contrario; una manifestación de la objetividad de una entidad es el que pueda ser identificada a través de características distintas de aquellas a que se recurre inicialmente para pensar en ella, o designarla. Ya que hablamos de do s , el dos es el úni co cociente de 26 y 13 y también el único primo par —y no por eso deja de ser uno.
5. Sentido y referencia para enunciados y otras expresiones Tras introducir la distinción entre sentido y referencia para términos singulares, Frege la extiende a otras expresiones lingüísticas con propiedades semánticas —comenzando con los enunciados mismos. Que los enunciados tengan referencia, en el sentido técnico fregeano, puede resultar a primera vista extraño; por lo visto hasta aquí, la referencia de una expresión es su relación con una entidad extralingüística como el planeta Venus, designada por un término singular. El uso de un término singular tiene intuitivamente como pro pósito introducir en el discurso una entidad: tal es la referencia del término. ¿Pero qué nombran o designan los enunciados? ¿Qué entidad tienen los enunciados como propósito convencional introducir en el discurso? Según Frege, éste es un modo completamente inapropiado de abordar el problema; refleja el modo de afrontar las cuestiones semánticas de quien está bajo el imperio de la concepción agustiniana del lenguaje. El Principio fregeano del Contexto (§ 1) nos invita a.pensar en las funciones semánticas de las expresiones de otro modo, a saber, preguntándonos por su comportamiento en el contexto de las oraciones en las que pueden aparecer: “No se debe inquirir por el significado de expresiones separadas, sino en el contexto de oraciones” La referencia de una expresión es su asociación semántica con la entidad por relación a la cual se evalúa sistemáticamente el valor veritativo de cualquier enunciado en el que la expresión pueda aparecer. Ahora bien, ios enunciados también aparecen en otros enunciados: por ejemplo, ‘el lucero del alba es visible al amanecer’ aparece en enunciados semánticamente complejos como ‘si el lucero del alba es visible al amanecer, entonces el lucero vespertino es visible al amanecer’. En opinión de Frege, ‘el lucero del alba es visible al amanecer’ es también, semánticamente, una parte componente de ‘el lucero del alba no es visible al amanecer’: el valor veritativo de la oración completa depende sistemáticamente de una entidad semánticamente relacionada con la oración ‘el lucero del alba es visible al amanecer’. Todos estos enunciados complejos tienen también un valor veritativo; y tal valor veritativo debe ser evaluado en parte por relación a una entidad semánticamente asociada con los enunciados componentes. De modo que está teóricamente justificado extender la noción de referencia a los enunciados. Frege así lo hace; pero, además, proporciona un argumento para obtener una conclusión sorprendente sobre la naturaleza de las referencias de los enunciados. Su conclusión es que la referencia de un enunciado es su valor veritativo: es decir, que ‘el lucero del alba es una estrella’ se encuentra en la misma relación con la Falsedad en que ‘el lucero del alba’ se encuentra con Venus. Consiguientemente, así como ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ refieren a lo mismo, todos los enunciados verdaderos refieren a lo mismo (la Verdad), y todos los enunciados falsos refieren a lo mismo (la Falsedad). Frege trata de anticiparse a la sensación de perplejidad de sus lectores invocando su distinción entre sentido y referencia: los enunciados también tienen sentido, además de referencia. Así, aunque ‘el lucero del alba es una estrella’ y
‘William Shakespeare escribió Middlem arch ’ refieren según él a lo mismo (la Falsedad), esos enunciados tienen diferente sentido. (Frege denomina pensa miento a los sentidos de los enunciados.) Esta tesis fregeana sobre las referencias de los enunciados implica también sorprendentes conclusiones respecto de la referencia de los términos generales; pues también parece pertinente, con base en las consideraciones del párrafo anterior, asignar una referencia a éstos y distinguir referencia y sentido para los mismos. Consideremos un enunciado simple, formado por un término singular x y un predicado ^(t). El término singular tiene como referente a un objeto particular. El enunciado tiene como referente a un valor veritativo, V o F para abreviar. Una vez descompuestos los significados en sentidos y referencias, Frege sugiere que el Principio de Composicionalidad (§ 1) se aplica por igual a los sentidos y a las referencias. En el caso de las referencias, propone invocar el concepto matemático de función para explicar cómo la referencia del enunciado está determinada composicionalmente a partir de las referencias de las partes. La referencia de un enunciado es, según Frege, un valor veritativo. Así, la referencia del predicado en un enunciado como el anterior seria una función que asignaría, a cada objeto referido por cualquier término que pueda ocupar el lugar de x, la referencia (esto es, el valor veritativo) del enunciado resultante. De acuerdo con esta propuesta, los términos generales que se aplican de hecho a las mismas cosas tienen la misma referencia. Así, ‘animal con corazón' y ‘animal con hígado', términos que se aplican a las mismas entidades (pues todo lo que de hecho tiene corazón tiene hígado, y viceversa), referirían a la misma función de objetos a valores veritativós. La referencia de un predicado es pues una entidad de naturaleza extensional, análoga a lo que contemporáneamente denominamos conjuntos. De nuevo, la distinción entre sentido y referencia pretende aliviar la perplejidad que esto pueda producir: esos dos predicados, pese a tener la misma referencia, la “presentan” de modos distintos. Esto no es ad hoc\ la distinción entre sentido y referencia puede ser aplicada razonablemente a expresionesfuncionales. Considere el lector la siguiente serie: 1: 0; 2: 2; 3: 6; 4:12; 5: 20; 6: 30; 7: 42. El problema es calcular cuál es el número que correspondería al ocho, en la continuación más natural. Lo que se nos pide es que calculemos el número que la función más natural con ese fragmento inicial asigna al ocho; la respuesta inmediata es 56. Ahora bien, se puede llegar a esta conclusión siguiendo procedim ientos muy diferentes entre sí. Puede uno observar, examinando la lista, que, para un n cualquiera, el valor del /isimo número de la serie es el resultado de multiplicar n por su predecesor (esto es, f(n) = n(nl)). O puede haberse observardo que el valor del ttsimo número es el resultado de elevar n al cuadrado y restarle n (f(n) = n2 n); o puede observarse, entre otras muchas posibilidades, que el valor de la función para el rcsimo número se obtiene recursivamente, sumando al valor para el predecesor dos veces el predecesor, dado que el valor para el primer número es 0 (esto es, f(l) = 0 y f(n+l) = f(n)+2n). El lector puede haber calculado el número pedido, el siguiente en la serie, utilizando alguno de estos tres proce-
dimientos, o quizás otro diferente. Es natural, por tanto, decir que las tres expresiones funcionales que acabamos de utilizar refieren a la misma función, aunque la “presentan” a través de sentidos diferentes. Frege propone aplicar la misma idea a los predicados lingüísticos, bajo el supuesto de que sus referencias son funciones que asignan a las referencias de los nombres con los que se componen para formar enunciados los valores veritativos de los enunciados resultantes de la composición. Un lector de “Sobre sentido y referencia” puede apreciar a primera vista que son estas conclusiones sobre las referencias de los enunciados (y las de los términos generales, aunque éstas no aparecen tratadas explícitamente más que en el escrito no publicado “Consideraciones sobre sentido y referencia”), y no las ideas que nosotros hemos discutido por extenso en las tres secciones precedentes, las que de verdad interesan a Frege; pues el grueso del artículo está dedicado a hacerlas aceptables. Esta conjetura resulta corroborada cuando se tienen presentes los objetivos filosóficos de Frege (el desarrollo del llamado “programa logicista”, del que se habló en III, § 4). El argumento de Frege para concluir que la referencia de los enunciados es su valor veritativo, no muy claramente elaborado en “Sobre sentido y referencia”, es muy poco convincente. Por su influencia posterior, expongo una versión precisa, inspirada en lo que Frege dice, debida a Alonzo Church. Considérense los siguientes enunciados: (i)
Sir Walter Scott es el autor de Waverley.
(ii)
Sir Walter Scott es la persona que escribió las 29 novelasWaverley.
(iii)
El número de de novelas Waverley escrito por sirWalter Scott
(iv)
El número de condados en Utah es 29.
es 29.
Church sólo presupone que los enunciados tienen referencia (quizás sobre la base del argumento que hemos ofrecido en el párrafo inicial de esta sección); está todavía indeterminado qué son esas referencias. Su argumento concluye que, sean lo que sean las referencias de los enunciados, (i) y (iv) han de tener la misma. Ahora bien, ¿qué pueden tener esos dos enunciados en común, aparte del valor veritativo (ambos son verdaderos)? Parece que nada; por lo tanto, sólo los valores veritativos pueden ser las referencias de los enunciados. Para concluir que (i) y (iv) deben tener la misma referencia, sean lo que sean las referencias de los enunciados, Church usa dos premisas. La primera es que, si dos enunciados sólo difieren en contener términos singulares que tienen la misma referencia (como (1) y (2), o (3) y (4), o (5) y (6)), entonces los enunciados mismos deben tener ia misma referencia. Éste es un principio que se sigue deí modo en que definimos qué es la referencia de un término singular, al presentar la primera proposición de ACF. Ahora bien, según este princi pio, los pares (i)(ii), (iii)(iv) deben tener la misma referencia. Obsérvese que
su estructura es análoga a la de (3) y (4): son enunciados de identidad, que sólo difieren en que contienen términos singulares con la misma referencia. (Res pectivamente, ‘el autor de Waverley ’ y ‘la persona que escribió las 29 novelas Waverley \ en el primer caso, y ‘el número de novelas Waverley escrito por sir Walter Scott' y ‘el número de condados en Utah\ en el segundo.) La segunda premisa que invoca Church es la siguiente: si dos enunciados son, intuitivamente, “sinónimos” (analíticamente equivalentes), entonces deben tener la misma referencia. De nuevo, esta premisa parece sumamente plausible. En virtud de la misma, (ii)(iii) tienen la misma referencia. De aquí se sigue la conclusión indicada en el párrafo anterior.14 El argumento de Church es objetable sobre la base de que..^e apoya en un ejemplo particular; no tenemos razones para pensar que pueda ser generalizado. Kurt Gódel construyó una versión completamente general, que parte sólo de premisas análogas a las de Church.15 De modo que tenemos aquí un argumento muy poderoso, por su simplicidad, para establecer la conclusión buscada por Frege: las referencias de los enunciados son sus valores veritativós. Lo que esto tiene de sorprendente es que, preteóricamente, hubiésemos esperado que aquello que es a un enunciado (como ‘hay una esfera roja ante mí’) como Venus es a ‘el lucero del alba’ fuese algo como lo que en III, § 2 llamábamos acaecimientos; y es natural pensar que los acaecimientos referidos por enunciados como ‘hay una esfera roja ante mí’ y ‘hay un cubo verde ante mí’ , incluso si ambos enunciados son verdaderos, son distintos. Algo así merecería pro piamente ser considerado la condición para la verdad del enunciado, aquello de cuyo darse o no darse depende la verdad del enunciado. Si, por otro lado, persistimos en considerar a la referencia de un enunciado su “condición de verdad” —aquello que lo hace verdadero— , el argumento FregeChurchGódel nos fuerza a decir que todos los enunciados verdaderos tienen la misma “condición de verdad”, y lo mismo con todos los enunciados falsos. Según esto, hay una única gran condición, un único gran acaecimiento, que de hecho se da y de cuyo darse depende a la vez la verdad de todos los enunciados verdaderos; podemos pensar en este referente único de todos los enunciados —la Verdad— como análogo quizás a lo que Parménides llamó el Ser. Algo similar ocurre con todos los enunciados falsos; su falsedad la determina el no darse de otro gran acaecimiento — digamos, el Noser— . A lo sumo, estas entidades comparten con la idea intuitiva de una condición para la verdad de un enunciado (tal y como ía presentamos al comienzo del capítulo) su carácter contingente. (El Ser podría haber sido otro, imagino, si otros mundos posibles hubiesen sido reales; hay un mundo posible en que el Noser, íntegramente, es, y mundos posibles según los cuales el Ser combina aspectos de lo que en el. mundo real es el Ser y de lo que es el No-ser.) Pero difieren de los acaecimientos, tal y como los pensamos intuitivamente, en su carácter global.
14. 15.
Cf. A. Church, In tro du cti on to M ath em at ic al Lo gic , 25. Cf. Godel, “R ussel l’s Machematical Log ic”.
Si queremos defender que es razonable extender la distinción entre sentido y referencia a los enunciados (por razones como las antes indicadas), pero deseamos decir que la referencia de los enunciados no es algo tan “burdo” (tan poco diferenciado) como lo son las referencias fregeanas, hemos de encontrar alguna razón para impugnar el argumento de FregeChurchGódel. La teona de las descripciones de Russell, que presentamos en VIII, § 2, ofrece la razón más plausible: a saber, que las descripciones definidas no son términos singulares.
6. Semántica de las expresiones lógicas Una cuestión relacionada, sobre la que nos importa decir algo brevemente, es la del tratamiento fregeano de las llamadas “expresiones lógicas”: expresiones como ‘n o \ ‘y’, ‘s i __ entonces ...’, ‘o bien o bien ...\ ‘algo’, ‘todo’. La aplicación del Principio dei Contexto, junto con las tesis sobre la referencia de enunciados y términos generales que acabamos de mencionar, permiten a Frege una explicación muy plausible de cómo funcionan estas expresiones en el lenguaje natural. La sintaxis y la semántica de estas expresiones en el lenguaje natural, sin embargo, es muy compleja. (Piénsese sólo en las posibilidades sintácticas que admite el fenómeno semántico de la negación: ‘Juan no es competente’, ‘No es el caso que Juan sea competente', Juan es incom petente’.) Por ello, para caracterizar el funcionamiento de esas expresiones, estipularemos un lenguaje artificial, mucho más simple que el lenguaje natural, que contenga expresiones análogas en lo esencial a las expresiones lógicas del lenguaje natural. La idea es presentar un modelo abstracto, en que los factores que meramente complicarían la explicación sin afectar (pensamos) .sustancialmente a lo que queremos decir han sido omitidos. Ésta es una técnica útil, y perfectamente en consonancia con la práctica científica usual. La idea es similar a la de describir el comportamiento físico de un objeto en un mundo “sin fricción”: en el mundo real, por supuesto, existe la fricción; y es la física del mundo real la que nos interesa describir. Describir un modelo abstracto no es un modo de olvidamos de nuestro interés en la física del mundo real, sino, por el contrario, un modo de seleccionar los aspectos del mundo real que nos interesan para poder describirlos con la mayor claridad posible. Lo mismo sucede en nuestro caso; el que describamos la semántica de un lenguaje artificial no debe hacemos olvidar que el mismo se propone como un modelo abstracto que preserva y pone de relieve lo sustancial de los aspectos semánticos en que estamos teóricamente interesados del lenguaje cuyo funcionamiento nos interesa comprender, a saber, el lenguaje natural. Las expresiones análogas a ‘no’, ‘y’, ‘si _ entonces ...’, ‘o __ o ‘algo’ y ‘todo’, cuya semántica fregeana describiremos bajo el supuesto que se acaba de indicar, son, respectivamente: ‘V, ‘ ’ , ‘v ’, ‘3 ’, ‘V’.S u sintaxis está bien determinada: la sintaxis de nuestro lenguaje artificial está estipulada de modo que el conjunto de las oraciones gramaticales está bien determinado, _ _
a
y de modo que no hay oraciones sintácticamente ambiguas.16Desde un puntó de vista sintáctico, las expresiones lógicas se distinguen por los dos hechos siguientes: (i) Existe una parte “primitiva” o “básica” del lenguaje, conformada por expresiones que se utilizan para construir enunciados “atómicos”; por ejemplo, enunciados en que se predica algo de un objeto, o se establece una relación entre objetos, etc. (ii) Las expresiones lógicas se utilizan para construir enunciados más complejos, “moleculares” por seguir con la metáfora química, a partir, en último extremo, de enunciados atómicos, siguiendo un proceso de construcción bien definido del que depende su aportación a las condiciones de verdad de estos enunciados complejos. (Un proceso que la estructura sintáctica superficial de los lenguajes naturales generalmente oculta, lo que constituye 1a principal razón para centrarse en un modelo artificialmente construido en el que tal cosa no ocurre.) Aquí limitaré la exposición a los aspectos de la semántica de las expresiones lógicas más relevantes para nuestro estudio. (Aunque la exposición que sigue no coincide en todos los detalles con las propuestas originales de Frege, sí es coincidente en lo esencial.) El hecho fundamental sobre la semántica fregeana de las expresiones lógicas que queremos destacar es este: (iii) La contribución de las expresiones lógicas a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparecen es sensible sólo a lo que Frege considera la referencia de los enunciados atómicos y de las expresiones que aparecen en ellos; es decir, a propiedades semánticas tan poco distintivas como el objeto que un término singular designa, el conjunto de objetos del universo del discurso al que se aplica un predicado o el valor de verdad de un enunciado.17 (El contraste cuando se dice de estas propiedades que son “poco distintivas” lo ofrecen los sentidos fregeanos de las mismas expresiones; pues muchas expresiones que comparten su referencia difieren en sentido, y, por consiguiente, en lo que un usuario competente comprende cuando las entiende.) *—»’ es una conectiva proposicional monádica ; se combina con un enunciado cualquiera o para formar un enunciado más complejo >cr. Su semántica es muy simple; se puede especificar de un modo muy general, haciendo referencia sólo al valor veritativo del enunciado de partida, cr, independientemente de qué sea aquello de lo que trate (es decir, de cuál sea su sentido), mediante la siguiente regla: si eres verdadero, r
16. Las ideas semánticas de Frege forman pane del bagaje de cono cim ientos que conforman ia lógica con temporánea, y, como tal, se encuentran expuestas en cualquier texto introductorio. El tratamiento de las. expresiones de cuantificación en el de Benson Mates, Ló gi ca El em en ta l (Tecnos, Madrid, 1974) se encuentra particularmente pró ximo a los puntos de vista de Frege. 17. Las tres observ aciones preceden tes sobre las expre siones lóg icas (dos sintácticas y una semántica ) se elaboran con mucho más detalle en el capítulo ÍX. § 4, en el marco de (a exposición de las ideas del Tractatus', pues, como se verá, esta obra desarrolla de un modo sumamente interesante las ideas de Frege.
este enunciado lo que diga, el enunciado resultante de negarlo dice que lo que el enunciado de partida decía no se cumple, ‘a ’, >’ y ‘v ’ son conec tivas p ro posicio nale s diá dic as : se combinan con dos enunciados, a y p, para formar un enunciado más complejo, (cr a p), (a —>p) o ( o v p). Pero su semántica es igualmente simple y general, como la del signo para la negación, ( a a p) es verdadero si tanto a como p lo son, y falso en cualquier otro caso, (cr —> p) es verdadero si cr es falso o si p es verdadero, y falso en cualquier otro caso, (a v p) es falso si tanto crcomo p lo son, y verdadero en cualquier otro caso. Se advertirá que las explicaciones precedentes del significado de las conectivas se atienen escrupulosamente al Principio del Contexto: explicamos el significado de esas expresiones indicando cómo contribuyen a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparecen. Es esto lo que hace que esta explicación del funcionamiento de las “partículas” sea mucho más plausible que la sugerida por Locke en la sección séptima del libro tercero del Essay, en términos de actitudes mentales de rechazo, suposición, “reserva mental”, etc. El problema de la explicación de Locke está en que Locke da por supuesto que el significado de las expresiones se puede explicar “separadamente”, indicando algo (una entidad mental) que la expresión “nombra”. Obsérvese también que la idea de que la referencia de los enunciados es su valor veritativo adquiere una cierta entidad cuando se toma en consideración el hecho de que la contribución semántica de expresiones como ‘a ’ y a las condiciones de verdad de enunciados complejos (cr a p) o ic r e s sólo relativa al valor veritativo de cr y p (y no a los aspectos semánticos más específicos de ese enunciado que recoge su sentido). Nos queda, por últim o, explicar el funcionam iento semántico de las expresiones cuantificacionales, ‘3’, ‘V’ —correlatos de ‘algo’ y ‘todo’ en nuestro modelo abstracto del lenguaje natural. A una oración como ‘algo es visible al atardecer’ le corresponderá en nuestro modelo una como 3 x x es visible al atardecer’ (se lee: “hay al menos un x tal que x es visible ál amanecer”), y a una como ‘todos murieron’, una como ‘Vxx murió’ (“para todo x, x murió”). Vemos así que las expresiones cuantificacionales van seguidas de una variable (una letra como ‘x \ ‘y’, ‘z’ en cursiva), y, típicamente, de una expresión con la estructura de un enunciado, salvo que en el lugar que podría ocupar un término singular aparece de nuevo la variable. Este hecho hace más complicada la tarea de explicar su funcionamiento semántico, bajo el supuesto de que se trata de expresiones que se usan para construir enunciados moleculares a partir, en último extremo, de enunciados atómicos; pues no son, en rigor, enunciados lo que está en la base del proceso de construcción de enunciados que incluyen cuan tifica ción, sino, por así decirlo, protoe nu nciados en los que una o varias varia bles ocupan posiciones de término singular. Frege ofrece una idea para mantener el supuesto de que en la base de la construcción siempre hay enunciados atómicos, que hemos incorporado en el artificio al que vamos a recurrir: suponer que podemos ampliar el lenguaje con un número arbi-
trario de nombres facticios, ad hoc. Entenderemos que a(x) indica unalpro tooración en la que aparece la variable V en algún lugar don de, si colóV camos un término singular, se obtiene una verdadera oración. Así, podemos describir la sintaxis de las expresiones cuantificacionales diciendo que a partir de una protooración c(x) forman una oración compleja, 3x o(x):o Vxú(x).
Cuando proferimos un enunciado que contiene expresiones cuantificacio nales, como ‘todos murieron’ (imagínese dicho en el curso de la narración periodística de un accidente), suponemos típicamente un universo o dominio del discurso : no estamos diciendo que toda cosa habida y por haber muriera, sino que la muerte acaeció a todo aquello de lo que estamos hablando. Del mismo modo, si digo ‘en mi cartera falta algo’, no echo en falta simplemente alguna de las cosas que ha habido o habrá en el cosmos; para que lo que digo sea verdad, en mi cartera debe faltar algún objeto de los que componen un cierto universo más restringido. (Típicamente, el universo del discurso no se declara explícitamente, sino que se determina, con mayor o menor vaguedad, en el contexto extralingüístico.) Para especificar el significado de las expresiones de cuantificación siguiendo las ideas de Frege, supondremos que disponemos de un número ilimitado de nombres ad hoc , ‘a /, ‘a2’, etc., distintos de cualquier nombre previamente existente en el lenguaje. Con ^ [ a J x Y nos referiremos a la oración que resulta de sustituir la variable V , en todas sus apariciones en la protooración o(x ), por el pseudonombre ad hoc ‘a,.]. Suponemos que a cada uno de estos pseudonombres introducidos ad hoc les ha sido asignada una referencia específica en el universo o dominio del discurso dado; de modo que el pseudonombre nombra, por así decirlo, “transitoriamente” a este referente. Suponemos, además, que se ha introducido un pseudonombre para cada objeto del universo. Estos pseudonombres no poseen sentido, sólo la referencia que les ha sido asignada. De ahí que sean pseudo- nombres; pues un nom bre genuino lleva necesariamente asociado un modo de presentación de su referencia. Los pseudonombres son sólo un artificio que utilizamos para mostrar cómo también la contribución semántica de las expresiones cuantificacionales a las oraciones moleculares construidas mediante ellas es relativa, en último extremo, al valor veritativo de oraciones atómicas. Por ejemplo,si en el dominio del discurso hay tres objetos, la máquina de escribir, el armario y la máquina de coser, hay tres pseudonombres que podrían ocupar el lugar de la varia ble en la protooración ‘xperteneció a mi abuela’, digamos ‘a /, ‘a^’ y ‘a3’ res pectivamente. Estamos ahora en condiciones de explicar el funcionamiento semántico de las expresiones cuantificacionales de nuestro modelo abstracto. Las reglas semánticas fregeanas para las expresiones de cuantificación son las siguientes. Supuesto un cierto universo del discurso, U, 3x a(x) es verdadero si hay algún pseudonombre ai con referente en U tal que o[a/x] es verdadero; 3x o(x) es falso si no hay un pseudonombre tal. Vx o(x J, por otra parte, es verdadero si no hay ningún pseudonombre ai tal que rfajx] es falso; Vx o(x) es falso si hay un pseudonombre tal.
Los comentarios anteriores sobre la generalidad de la semántica de las conectivas proposicionales se aplican también a las expresiones cuantifica cionales. ‘3 ’ se comporta exactamente igual en ‘3x x perteneció a mi abuela’ que en ‘3x x es par’, aunque ‘x perteneció a mi abuela’ y 4 x es par’ no pueden “tratar” de cosas más distintas. Similarmente, la tesis de Frege según la cual la referencia de los predicados es una entidad extensional, análoga al conjunto de las entidades a las que se aplica, se hace algo más plausible cuando se aprecia que, si la semántica fregeana para las expresiones de cuan tifícación es correcta, su contribución a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparecen es sólo sensible a la extensión de los predicados en el universo del discurso. El expediente de los pseudonombres (cuya única propiedad semántica es la referencia que se les estipula en cada asignación, en ausencia de modos de presentación de la misma) persigue recoger el hecho (defendido por Frege frente a explicaciones tradicionales de la cuanti fícación) de que ía contribución de ‘3 ’ y ‘V’, respectivamente, a las condiciones de verdad de 3x a(x) y Vx o(x) es sólo sensible a la extensión de o(x) en el universo del discurso. Para entender 3x o(x) (para conocer sus condiciones de verdad) no es preciso representarse de ningún modo específico los objetos de los que depende la verdad o falsedad del enunciado: es posible entenderlo (conociendo una regla como la antes descrita), sin tener la capacidad de identificar de ningún modo a los objetos del universo del discurso en cuestión. Por consiguiente, el comportamiento de las expresiones de cuan tiñcación es puramente extensional: si p(x) se aplica exactamente a las mismas cosas que a(x)t el valor de verdad de 3x a(x) y el de 3x p(x) necesariamente coinciden. Las regías anteriores dan significado también a enunciados que incluyen varias expresiones cuantificacionales, como ‘3jc 3y x ocupó el desván cuando también lo ocupaba y \ ‘Vx 3 y x ocupó el desván cuando también lo ocu paba y ’ o ‘3 y Vx x ocupó el desván cuando también lo ocupaba y \ (En una estimación razonable, la mayor aportación de Frege a la teoría lingüística fue la construcción de un modelo abstracto del lenguaje natural —su “Concep tografía”— en que se elucida correctamente el comportamiento lógico semántico de las expresiones de cuantificación en enunciados donde —como en los anteriores— aparece más de una variable. Estos aspectos de la aportación fregeana, sin embargo, quedan demasiado alejados de los problemas en que la presente exposición se centra.) De manera general, las reglas semánticas para las “expresiones lógicas” en nuestro modelo abstracto han sido presentadas de tal modo que las mismas permiten entender también enunciados en que aparecen varias de ellas, como, por ejemplo, ‘3r i x perteneció a mi abuela’ o *3x (x perteneció a mi abuela Vy x ocupó el des ván cuando también lo ocupaba y)’. En el lenguaje natural utilizamos con mayor frecuencia “cuantificadores restringidos”, como ‘algún cuerpo celeste’ en ‘algún cuerpo celeste es visible al atardecer’ o ‘todo cuerpo celeste’ en ‘todo cuerpo celeste es visible al atar rierer\ Es éste uno de los aspectos en que el modelo se revela realmente “abs-
tracto”, apartado de los modos del objeto real del que es una maqueta simplificada. Expresaremos en nuestro modelo abstracto el contenido de enunciados como éstos con la ayuda de conectivas proposicionales, de modo que la traducción del primero sena ‘ 3 x (.x es un cuerpo celeste a jc es visible al atardecer)’ y la del segundo *Vx ( re s un cuerpo celeste x es visible al atardecer)7. De modo general, traduciremos un enunciado cualquiera eren el que aparezca la expresión cuantiñcacional algún tv, o{algún 7T), por 3x (t^x)a o(x))y y traduciremos cátodo 7t) por Vx (tü(x)—>o(xj). (Utilizaremos V siempre que esta variable no aparezca ya en ero 7T, y una variable diferente en otro caso; o(x) indica el resultado de colocar la variable en la posición que ocupaba la expresión cuantiñcacional algún k (o todo it) en cr. El lector debe comprender que estas reglas no producen traducciones apropiadas de un modo mecánico, y que es preciso ejercitarse en su uso para adquirir la habilidad de traducir apropiadamente.)
7. Sumario y consejos para seguir leyendo En este capítulo hemos estudiado lo que bien podríamos considerar un representacionalismo lingüístico. Frege aborda directamente cuestiones lingüísticas, a diferencia de Locke; éste, como vimos, elaboró también propuestas lingüísticas, pero claramente como un corolario a sus reflexiones, más tradicionales, sobre la naturaleza de la representación mental. Las propuestas resultantes son, sin embargo, estructuralmente similares. Una aportación decisiva de Frege está en la superación de la concepción agustiniana del lenguaje. De él aprendemos la primacía de la oración sobre sus partes, que reflejan sus principios de Composicionalidad y del Contexto (§ 1). La relación de significar debe necesariamente ser más compleja que la relación existente entre el nombre y lo nombrado; debe involucrar, cuando menos, una diferencia en el modo de significar relativa a la pertenencia a una u otra de entre varias categorías lógicosemánticas relativamente abstractas en las que las palabras están agrupadas. Apreciando este hecho, podemos ofrecer propuestas sobre el significado de las expresiones sincategoremáticas mucho más razonables que las efectuadas por Locke (§6). Frege, como Locke, cree necesario establecer una distinción entre dos tipos de propiedades semánticas de las expresiones, su sentido y su referencia, correspondientes estructuralmente a la distinción de Locke entre la significación primaria y la significación secundaria. El argumento fundamental de Frege para ello (§ 2) constituye una interesante variante a la mera afirmación de Locke —basada en su concepción representacionalista de la mente y en su creencia en la primacía ontológica del pensamiento respecto del lenguaje— en el sentido ,de que, primariamente, las palabras sólo pueden significar ideas en la mente de quien las usa (IV, § 2). Admitido que las palabras tienen una referencia objetiva (una significación “secundaria”, en los términos de Locke), dice Frege, es preciso asignarles también un sentido; pues un usuario competente del lenguaje puede adoptar diferentes actitudes hacia oraciones que sólo difie-
ren en términos que, por lo demás, tienen una y la misma referencia; y ello en casos que sólo pueden ser explicados si el usuario interpreta diferentemente esas expresiones. Un corolario de este argumento (§ 2) es que los sentidos deben estar estrechamente relacionados con las referencias. Análogamente, en el caso de Locke, las referencias secundarias estaban relacionada con las primarias por la relación de significación natural. Hemos estudiado la interesante propuesta de Frege, sustentada por la existencia de la distinción entre sentido y referencia, para dar cuenta del anómalo funcionamiento semántico de las expresiones en contextos indirectos (§ 3). Según la propuesta de Frege, las palabras mudan su referencia en estos contextos: en lugar de la referencia que tienen en contextos usuales, significan en ellos los sentidos que llevan asociados en esos contextos usuales. Hemos advertido contra habituales errores de interpretación consiguientes a conceder mucha importancia a los ejemplos de enunciados de identidad, por medio de los cuales Frege presenta su distinción. Finalmente, hemos presentado una elaboración, debida a Church, del argumento fregeano para concluir que la referencia de todos los enunciados verdaderos es la misma (la Verdad, o el Ser), y la referencia de todos los enunciados falsos es también la misma (la Falsedad, o el Noser). Los textos originales cuya lectura es necesaria para la reflexión personal sobre los temas discutidos en este capítulo son: Gottlob Frege, “Sobre sentido y referencia”, “Consideraciones sobre sentido y referencia”, “Función y Concepto” y “El pensamiento”. La exposición que he hecho de las ideas de Frege está basada en las excelentes obras de Michael Dummett; principalmente, en su Fre ge: Philosophy o f Language. Por imponente que la obra sea, y, todo sea dicho, por exasperante que resulte su estilo (un vagar distendido aunque fatigoso, sin itinerario definido, donde no existen límites al número de ramales secundarios que uno se concede explorar ni al detenimiento con que uno los explora antes de volver al camino de partida), no tengo una mejor recomendación que hacer al lector que proponerle que aborde pacientemente su estudio. Mis retornos a la obra de Dummett han conllevado siempre la apreciación de nuevos matices, siempre penetrantes y estimulantes, sobre las cuestiones filosóficas más variadas. También la exposición de Evans, en el primer capítulo de The Varieties of Reference , ha tenido alguna influencia; aunque, en mi opinión, Evans no aprecia suficientemente la importancia de consideraciones internistas en Frege. Es preciso tener en cuenta que, si bien Frege hizo enormes aportaciones a nuestra comprensión de cuestiones filosóficas relativas a la lógica y a la matemática — amén de las que hemos examinado en este capítulo— , su conocimiento de la filosofía tradicional parece haber sido bastante escaso. Las cuestiones decisivas para formarse una opinión reflexiva acerca de las relaciones entre el lenguaje y el pensamiento, así como de las relaciones entre el lenguaje y el mundo, son las que introdujimos en el capítulo III, a propósito de la distinción entre hechos y vivencias y de las relaciones que esas entidades guardan entre sí y con expresiones lingüísticas. Los comentarios ocasionales de Frege al respecto (por ejemplo, los que hace en “Sobre sentido y referencia” y en “El pensamiento”) son generalmente ingenuos y desinformados.
FREGE, RUSSELL Y LAS PROPOSICIONES SINGULARES
En capítulos precedentes hemos presentado dos teorías representacionalistas del lenguaje y el pensamiento, hasta cierto punto complementarias. La teoría de Frege, a través de los principios de Composicionalidad y del Contexto, reconoce claramente el fenómeno de la sistematicidad lingüística y ofrece una mayor penetración en la naturaleza del lenguaje; las ideas de Locke están mucho mejor elaboradas en lo que respecta a la naturaleza general de las entidades internas a través de las cuales accedemos al mundo de las referencias objetivas. En las cuatro primeras secciones de este capítulo profundizaremos en la analogía entre Locke y Frege, poniendo de manifiesto cómo, si bien el aparato conceptual de sentidos y referencias fregeano no lo requiere necesariamente, la interpretación que Frege da al mismo hace su concepción d el lenguaje también internista. Examinaremos también diversas dificultades de la concepción fregeana del lenguaje, presentadas a partir de una famosa objeción de Bertrand Russell y de diversas elaboraciones contemporáneas de las. mismas debidas a los teóricos de la “referencia directa”. Ya en IV, § 3 tuvimos la oportunidad de introducir algunas de las ideas de estos teóricos a propósito de ios términos de género natural, contrastándolas con las de Locke. 1. Las nieves del MontBlanc y la naturale za de las proposiciones El siguiente fragmento pertenece a un célebre intercambio epistolar entre Russell y Frege. En una carta fechada el 13 de noviembre de 1904, Frege había dicho a Russell, a modo de ilustración patente de una cierta observación que aquí no nos concierne, que “el MontBlanc, con todas sus nieves, no es parte componente del pensamiento de que el MontBlanc tiene una altura superior a los cuatro mil metros'’.1Russell replica el 12 de diciembre del mismo año así: 1. Gottlob Frege, Wlssenschaftlicher Briefwechsel. Hrsg. v. H. Hermes. F. Kambartel u. F. Kaulbach. Félix Meiner, Hamburgo, 1976, 245.
Yo opino que el MontBlanc mismo, pese a todas sus nieves, es una parte com ponente de lo que aseveramos con la oración ‘el MontBlanc tiene una altura superior a los cuatro mil metros'. No se asevera el pensamiento, pues éste es un asunto psicológico privado; se asevera el objeto del pensamiento, y éste es, para mí, un cierto complejo (se podría decir, un hecho objetivo) del cual es parte componente el MontBlanc mismo. Si tal cosa no se admitiera, obtendríamos la conclusión de que no podemos saber nada en absoluto acerca del MontBlanc mismo. [...] En el caso de un nombre propio, como 'Sócrates', no soy capaz de distinguir sentido de referencia. Sólo veo la idea, que es psicológica, y el objeto. O mejor: sólo admito la idea y la referencia, no el sentido. Sólo contemplo la diferencia entre sentido y referencia en el caso de los complejos cuyo significado es un objeto, como por ejemplo los valores de las funciones ordinarias en matemáticas. (Ibid., 250251.) Lo que está en cuestión en esta discusión, como trataremos de mostrar en esta sección, es si las proposiciones (los pensamientos fregeanos) se pueden identificar'(como piensa Frege) exclusivamente en términos internos , o si en algunos casos al menos (por ejemplo, cuando utilizamos nombres propios para expresarlos) es preciso hacer mención a entidades objetivas (en el sentido de III, § 2). La tesis central del texto de Russell es que, en el caso de los nombres propios (en el uso común de la expresión ‘nombre propio’), la distinción de Frege entre sentido y referencia no tiene aplicación; una consecuencia de esto es que, en estos casos, la proposición pensada o aseverada se identifica esencialmente en términos de la referencia del término singular. Ésta es, en el sentido explicado en IV, § 2, una posición externista. John Stuart Mili parece haber defendido una tesis análoga sobre los nombres propios, al sostener que esas expresiones tienen “denotación” pero no “connotación”. En los términos de Frege, podemos interpretar esta idea como la tesis de que los nombres.propios tienen sólo referencia, no sentido. En el caso de ‘Aristóteles’, el significado se reduce al referente; no hay aquí un sentido que medie en el establecimiento del vínculo semántico entre la expresión y el referente. Contemporáneamente, Saúl Kripke ha defendido vigorosamente esta idea en El nombrar y la necesidad , uno de los trabajos filosóficos más influyentes de los últimos años. En el texto citado, Russell admite la distinción de Frege en el caso de lo que denomina “complejos” —principalmente, las descripciones definidas como ‘la raíz cuadrada de 25’ o ‘la capital del Reino Unido’. Unos meses después, y gracias en parte al descubrimiento de su famosa teoría de las descripciones (que expondremos más adelante), Russell llegaría a convencerse de que la distinción fregeana no tiene aplicación en ningún caso , tam poco en el de las descripciones definidas; pero para entonces Russell iba camino de convertirse en un internista aún más radical que Frege y Locke (uno de la variedad fenomenalista), así que ignoraremos por ahora esta evolución posterior. Russell esgrime como justificación para la tesis central del texto que h distinción freeea:na en el caso de un nombre propio como ‘Mont
Blanc’ o ‘Sócrates* conllevaría “que'no podemos saber nada en; absoluto acerca del MontBlanc mismo”. La razón que da para esto en el texto es que los únicos sentidos que acierta a ver para ios nombres propios son “subjetivos”. En esta sección clarificaremos la naturaleza del debate, que los textos abordan de manera puramente metafórica. La cuestión literalmente debatida es la de si el MontBlanc, con todas sus nieves, es o no “parte componente” de un pensamiento; pero, por supuesto, decir de algo (sea una montaña o una idea) que es “parte” de un pensamiento es sólo una metáfora. Por tanto, debemos tratar de expresar de manera no metafórica lo que Frege y Russell quieren indicar con ‘parte componente de un pensamiento’ o ‘constituyente de un pensam iento’. (Utilizaremos equivalentemente el término fregeano ‘pensamiento’ y el que utiliza Russell, ‘proposición’.) Considérese el siguiente enunciado: (1)
El autor de Madame Bovary nació en Rouen.
Imagínese esta oración proferida en el curso de una conferencia sobre Flaubert, por el conferenciante. La oración completa (1) tiene, como vimos en VI, § 5, una referencia. Esta referencia —un valor de verdad, para Frege— se obtiene composicionalmente, a partir de las referencias de sus partes. Por sim plificar las cosas, supongamos que (1) sólo consta de dos “palabras” , un término singular, ‘el autor de Madame Bovary \ y un predicado, ‘... nació en Rouen'. La referencia del término singular es un objeto, Flaubert; es manifiesto que el propósito del conferenciante al usar ‘el autor de Madame Bovary1 es predicar algo sobre Flaubert: en rigor, si utiliza ese término en lugar de ‘Gus tave Flaubert’ es, podemos suponer, sólo como una variante estilística —el término ‘Flaubert’ ya se ha usado varias veces en el curso de su conferencia—, a que se recurre en la creencia de que todos en la audiencia saben quién escri bió Madame Bo vary . En estas circunstancias, es claro que aquello por relación a lo cual debe determinarse si el aserto del conferenciante es verdadero o falso es Gustave Flaubert. La referencia del predicado, por otra parte, es según Frege (VI, § 5) una función de objetos en valores veritativós (o, simplemente, el conjunto de entidades a que se aplica); una función que asigna, por ejem plo, la Falsedad a Shakespeare, a Balzac y a Clarín, la Verdad a Flaubert y a Comeille. Si denominamos ‘Fhaber nac¡doi» Rouen’ a esta función, podemos representar la referencia de (1) mediante el par ordenado: < Flaubert, Fhaber nacid0 en Rouen >• Dado <1“ la función Fhl^ r na¿id0 en Rouei, asigna la Verdad a Flaubert, este par ordenado representa —desde el punto de vista de Frege— a la Verdad: escribir ‘< Flaubert, Fhaber nacid0en Rouen >’ es un modo alternativo de escribir ‘la Verdad’; sustituir una expresión por otra no puede afectar a la corrección de lo que decimos. (1) no sólo tiene una referencia, sino también un sentido; la referencia de (1) viene determinada por el sentido expresado por (1). Este sentido es un pensamiento, en la terminología de Frege, o una proposición, en la que hemos venido empleando desde el primer capítulo (v. I, § 2, y III, § 1).
Como dijimos en el capítulo anterior (VI, § 5), después de argumentar la necesidad de descomponer los significados en sentidos y referencias, Frege defiende que ios Principios de Composicionalidad y del Contexto (VI, § 1) se aplican a ambas entidades semánticas. También los sentidos de los enunciados están articulados, en cuanto que no están compuestos meramente de listas de sentidos; o, dicho de otro modo: (i) se capta el sentido del enunciado captando el sentido de las partes del enunciado; y (ii) los sentidos de las partes de los enunciados pertenecen también, como sus referencias, a diferentes categorías. Así, también el sentido de (1), el pensamiento que (1) expresa, está composicionalmente determinado por los sentidos de las palabras componentes de (1); por tanto, también el pensamiento expresado por (1) podría ser representado mediante un par ordenado, constituido por esos dos sentidos de diferente categoría. Son estos sentidos los “constituyentes” o “partes componentes” de los pensamientos a que se refieren Frege y Russell. La razón última para descomponer las proposiciones en constituyentes está en la,sistematicidad del lenguaje y del pensamiento, que los principios fregeanos de Composicionalidad y del Contexto recogen. Un pensamiento es necesariamente complejo; pues un pensamiento se expresa mediante una oración, y el sentido de toda oración está necesariamente determinado composi cionalmente a partir de los sentidos de sus expresiones componentes. Además, los sentidos ile las partes pertenecen a diferentes categorías semánticas, pues una proposición no es meramente una enumeración de cosas. Para identificar un pensamiento, pues, hemos de identificar sus partes, así como las categorías de las mismas. En el caso de un pensamiento como el que corresponde a (1), podemos suponer que sus partes son dos, el sentido correspondiente al término singular y el sentido correspondienteal término general. Llamaré ‘intuiciones’ a los sentidos de la primera categoría (modos de presentación de un individuo concreto) y ‘conceptos’ a los sentidos de la segunda categoría (representaciones generales bajo las que, lógicamente al menos, podría caer más de un individuo concreto).2 Dijimos al comienzo de VI, § 2 que un aspecto fundamental del significado de los enunciados, en el sentido intuitivo de significado , son las condiciones de verdad de los mismos. Definimos después las referencias de las expresiones como su contribución a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparecen. Ahora bien, dado que, en virtud del argumento central de Frege, las referencias sólo nos son conocidas a través del conocimiento de ios sentidos que las identifican o determinan, resulta que ios sentidos de los enunciados (el pensamiento o proposición que expresan) determinan —al determinar las partes componentes de los pensamientos, intuiciones y con-
2. Frege denomina 'conceptos' a las referencias de los términos generale s, no a sus sentidos. Su uso, sin embargo, es reconocidamente excéntrico: de acuerdo con este uso, cualesquiera dos predicados coextensionales (‘ani mal con corazón’ y ‘animal con hígado’, ‘es agua’ y ‘es H:0 ’) significarían el m ismo concepto. El uso de ‘intuición’ para significar conceptos de individuos no es infrecuente en la literatura.
ceptos, las referencias de las partes del enunciado— sus condiciones de verdad. Los enunciados, como los pensamientos, poseen la característica a la que Brentano denomina intencionalidad : representan entidades objetivas, que pueden darse o no. Estos objetos intencionales son aquello de lo que depende la verdad o falsedad de los enunciados. La proposición expresada por el enunciado codifica, por así decirlo, cuáles son los objetos intencionales del enunciado, aquello de lo que depende que el enunciado sea verdadero o falso: sus condiciones de verdad. Y lo hace de manera estructurada, composicional y contextualmente.3 Considérese ahora la referencia de ‘el autor de Madame Bovary’ en (1), es decir, Gustave Flaubert. ¿Puede ser tal entidad idéntica a la intuición que es uno de los dos constituyentes del pensamiento expresado por (1)? Al sostener en su polémica con Russell que entidades como el MontBlanc o Flaubert no son “parte componente” de los pensamientos, Frege defiende una respuesta negativa a esta cuestión. La discusión del capítulo precedente nos permite ofrecer una reconstrucción obvia de su justificación para la misma. Los sentidos han sido introducidos teóricamente, para dar cuenta del valor cognoscitivo de las expresiones, en vista del argumento que venimos denominando ‘ACF’. Ahora bien, (1) y (2) pueden muy bien tener diferente valor cognoscitivo para un hablante competente, pese a que las referencias de los términos singulares en ambos son una y la misma, a saber, Flaubert. (El conferenciante de nuestra historia bien podría haber utilizado (2) en lugar de (1), esta vez bajo el supuesto de que las personas en su audiencia saben quién es el amante de Louise Colet.) (2)
El amante de Louise Colet nació en Rouen.
Pensamientos como los expresados por (1) y (2) están necesariamente compuestos por sentidos —una intuición y un concepto. Si identificamos las intuiciones con las referencias usuales de los términos singulares componentes de (1) y (2), habríamos de identificar también los pensamientos expresados por (1) y (2). Mas eso es justamente lo que ACF excluye. ACF entraña, como vimos, que un hablante sólo puede referir su discurso a una entidad objetiva —tal como un individuo concreto— utilizando palabras que estén semánticamente asociadas con un conjunto de características individuativas de ese objeto (un modo de presentación del mismo). Son justamente tales modos de presentación asociados a términos singulares los que conforman sus sentidos. En el texto citado al comienzo, Russell mantiene la opinión milliana de que debemos identificar las intuiciones aportadas por nombres propios a los pensamientos con las referencias de estos términos. Ya antes de examinar su justifi
3. Pese a que, com o sabemos (VI. § 5), el argumento Church-Frege pretende conclu ir que aquello de lo que depende la verdad de todos los enunciados verdaderos es idéntico para todos ellos, y aquello de lo que depende la fal sedad de todos los enunciados falsos es, igualmente, idéntico para todos ellos (y diferente, por supuesto, de lo ante rior). Esta cuestión, sin embargo, no afecta a la discusión de este capítulo.
catión, ACF permite rechazar esta tesis; pues, como se recordará (VI, § 2), ACF puede construirse utilizando exclusivamente nombres propios (recuérdese el ejemplo de Pedro, ‘Londres’ y ‘London’). La posibilidad de un argumento como ACF no depende del tipo de término singular que utilizamos, sino sólo de la objetividad de las referencias. Lo que acabamos de apreciar es que, en el marco específicamente lingüístico que ahora estamos considerando, ACF elabora una de las dos caracte rísticas de las relaciones intencionales, a saber, su intensionalidad (DI, §1). (1) y (2) están relacionados con el mismo objeto intencional; pero son cognoscitivamente diferentes, por lo que su objeto intencional no puede servir, por sí solo, para identificar la proposición que expresan. Más concretamente (dado que las proposiciones estás sistemáticamente construidas a partir de sentidos pertenecientes a diferentes categorías), la “parte” del objeto intencional aportada por el término singular (su referencia) no puede servir para identificar la intuición expresada por esos términos singulares, los sujetos gramaticales de (1) y (2). Aunque los sujetos gramaticales son sustituibles salva veritate , no son sustituibles salva significatione .4 Al sostener que las referencias usuales de las palabras —como el Mont Blanc o Flaubert— no pueden ser una parte componente de los pensamientos, pues, Frege defiende que no se puede identificar la intuición que el sujeto de (1) aporta al pensamiento expresado por esa oración con Flaubert; y ACF muestra por qué. Sin embargo, parece que Frege asevera algo más: él quiere concluir que las referencias no tienen ningún pap el en la especificación de los pensamientos, ni por tanto en la de las intuiciones que forman parte de ellos. ¿Qué puede querer decir esto? ¿Qué significa que las referencias no tengan ningún papel en la identificación de los sentidos? Mi propuesta interpretativa desarrolla la ya avanzada en IV, § 2. Lo que significa es que las referencias, los objetos intencionales de los enunciados, desempeñan un papel accidental en la especificación de los contenidos proposicionales, en el sentido en el que Federico Martín Bahamontes parece desempeñar un papel accidental en la especificación del significado lingüístico de ‘el primer español en ganar el Tour de Francia’. Los sentidos (intuiciones y conceptos) son puramente internos, en cuanto que son especificables sin indicar para hacerlo cosas (ID, § 2), ninguna entidad objetiva constituyente de acaecimientos. Supongamos que dos individuos profieren ‘el primer español en ganar el Tour de Francia nació en Toledo’, el uno en el mundo real, el otro en una circunstancia imaginaria en que Federico Martín Bahamontes sufrió una caída
4.
Técnic amente , se aplica el término ‘intensional' a conte xtos lingüís ticos en los que expres iones que en con textos usuales (VI, § 3) son intercambiables sa lv a ve ri ta te no lo son. Así, son intensionales los contextos indicados por los puntos suspensivos en ‘Víctor cree que ... ’ y en ‘es necesariamente verdadero que ... '. (‘es necesariamente verdadero que el lucero vespertino sea visible al atardecer’ es verdadero, pero 'es necesariamente verdadero que el lucero del alba sea visible al atardecer' es falso.) Mi uso de ‘intensional’ aplicado a las relaciones intencionales no es meramente analógico, sino que puede definirse en términos de este sentido técnico. Estas relaciones son intensiona les porque una expresión lingüística que pretenda identificar su contenido proposicional (como ‘decir que') crea un contexto intensional . en el sentido que acabamos de explicar.
que le impidió ganar el Tour de 1959, de modo que fue en realidad Luis Oca ña el primer español en ganar el Tour. En ese caso, el primero dice la verdad, el segundo dice algo falso. Pero esta diferencia no conlleva, por sí sola, que los dos individuos estén hablando lenguajes diferentes. Por todo lo que hemos dicho, podrían estar utilizando las mismas palabras con los mismos significados.La tesis de Frege, según la presente propuesta interpretativa, es una generalización de esta idea. Basta para que dos individuos que aseveran el mismo enunciado estén hablando el mismo lenguaje que sus enunciados expresen el mismo pensamiento fregeano, que las partes del enunciado expresen los mismos sentidos. Las referencias son lingüísticamente accidentales, en cuanto que dos individuos pueden estar utilizando las mismas palabras con los mismos significados lingüísticos, incluso si (por “habitar” diferentes situaciones, reales o imaginarias, donde los acaecimientos realmente sucedidos difieren) las referencias de sus palabras son diferentes, e incluso si, a consecuencia de ello, los valores veritativos de los enunciados que aseveran difieren. Las referencias no son un componente esencial del significado. Ahora bien, ACF no basta para concluir esto, pues la única conclusión que podemos extraer válidamente del mismo es que no se puede identificar referencias e intuiciones (como Russell pretende, cuando la referencia ha sido aportada al discurso por un nombre propio). Nada en ACF nos obliga a concluir que las referencias de los términos singulares en (1) y (2) no puedan intervenir esencialmente en la individuación de los pensamientos que esos enunciados expresan. ACF sólo requiere que no sean sólo las referencias objetivas las que intervengan en los pensamientos como los constituyentes aportados por los términos singulares. Dicho de otro modo, ACF nos lleva a concluir que las entidades en que piensa Frege como sentidos de los términos singulares son necesarias para determinar la naturaleza de los pensamientos expresados; pues son ellas las que distinguen (1) y (2). Pero ACF, por sí solo, no permite concluir que esas entidades sean suficientes; y es esto lo que Frege pretende concluir, al sostener que las referencias “no pueden ser parte componente” de los pensamientos. Sería consistente con ACF sostener que las referencias de los términos singulares, además de los sentidos fregeanos, intervienen en la especificación de los pensamientos expresados. Digamos que un sentido en general, o, más específicamente, una intuición (el componente de un pensamiento como el expresado por (1) aportado por el término singular) es mixta o russelliana cuando es necesario, para especificar de qué intuición se trata, hacer mención expresa a referentes fregeanos (es decir, entidades “objetivas” en el sentido expuesto en II, § 3). Y digamos que es puramente conceptual o fregeana si no lo es. Si algunas palabras expresan intuiciones mixtas, no basta que dos individuos asocien los mismos sentidos a las mismas expresiones para que estén utilizando el mismo lenguaje: tam bién las refencias deben ser las mismas. Sí bastaría, si los sentidos de todas las palabras fuesen puramente conceptuales. En estos términos, lo que hemos visto es que ACF es compatible con que las intuiciones sean mixtas; mientras que Frege (según la interpretación que estoy proponiendo de la metáfora de
que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos) sostiene que han de ser puramente conceptuales. Frege parece pensar que sólo intuiciones puramente conceptuales podrían satisfacer Jos requisitos exigibles de los sentidos, derivados del papel que la conclusión de ACF les asigna. Pero en lo visto hasta aquí no encontramos ninguna justificación para esta creencia: las intuiciones mixtas podrían, por iodo lo que hasta aquí hemos visto, cumplir ese papel. Tanto si concluimos que los sentidos pueden ser mixtos, como si resultan ser puramente conceptuales, han de tener —en vista deí argumento de Frege que justifica la distinción entre sentido y referencia — ciertas propiedades que conviene enunciar explícitamente Se trata de las siguientes: (i) carácter pre dicativo, (ii) intersubjetividad y (iii) diafanidad cognoscitiva. (i) Carácter predicativo. El sentido de un término singular es un modo de identificar la referencia, de definirla; para ello, debe involucrar una característica, aspecto, o propiedad distintiva de la presunta referencia. Dicho en términos lingüísticos, una expresión capaz de expresar este elemento del sentido de un término singular debe ser, lógicamente, un predicado. Esto puede resultar paradójico, dado que ios sentidos individualizan las referencias; pero un poco de reflexión muestra que no lo es: ‘menor número primo’, o 'satélite de la Tie rra' son predicados, y, sin embargo, permiten individualizar objetos. La necesidad de contemplar entidades con esta primera característica se deriva de la cónsigna, de inspiración fregeana, popularizada por Quine: ninguna entidad sin identidad. No cabe atribuir a un sujeto pensamientos acerca de un objeto determinado, a menos que ese individuo sea capaz de distinguirlo de otros; y, para ello, debe conocer propiedades que identifican a ese objeto. (ii) Intersubjetividad. Frege insiste en que ios pensamientos (y, por consiguiente, los sentidos que los componen) son comunicables: un individuo puede conocer, sin género de dudas, el pensamiento expresado por otro. Una justificación para esto puede derivarse de la discusión sobre el carácter con vencional del lenguaje al final de IV, § 2. Obsérverse que la teoría del discurso indirecto de Frege presupone la intersubjetividad de los sentidos. De acuerdo con esta teoría, cuando atribuyo a otro un pensamiento, o cuando expreso el contenido de sus palabras, con las mías me refiero al sentido de las suyas. ¿Cómo podrían los términos que un sujeto utiliza en contextos indirectos para atribuir actitudes proposicionales a otros sujetos tener una referencia determi nada , si —de acuerdo con la teoría de Frege— esas palabras en esos contextos significan sentidos, pero los sentidos de ías palabras de un individuo no fuesen accesibles a otros? La referencia de una expresión depende de los propósitos comunicativos de quien la profiere, según venimos suponiendo con Frege; mas un sujeto no podría tener las intenciones requeridas por la teoría del discurso indirecto de Frege si ios sentidos no fuesen intersubjetivamente cognoscibles. (iii) Diafanidad cognoscitiva. Los sentidos han sido introducidos por medio de ACF, para dar cuenta deí valor cognoscitivo de las oraciones. Basta que un sujeto capaz de conocimiento pueda razonablemente adoptar acti
tudes epistemicas distintas (juzgarlo verdadero; creerlo probable, etc.)ihaciáel pensamiento p, constituido por la intuición i v y eí concepto %, respectó déí las que adopta hacia el pensamiento q, constituido por la intuición i2 y el concepto para concluir que los pensamientos p y q (y, por tanto, las intuición nes ij y i2) son diferentes. Dicho en términos lingüísticos, basta que un individuo lingüísticamente competente pueda tomar actitudes cognoscitivas diferentes (aceptar uno, no aceptar el otro; recibir información al aceptar uno, no recibirla al aceptar el otro, etc.) hacia dos enunciados que sólo difieren en contener términos singulares x x y x2 diferentes, para concluir que ambos términos singulares expresan diferentes intuiciones. Los sentidos han sido introducidos porque las referencias (que tenemos razones independientes para adscribir a las palabras) no nos son cognoscitivamente manifiestas. Se sigue de esto que los sentidos mismos sí deben ser cognoscitivamente manifiestos: de otro modo, crearían el mismo problema cuya introducción persigue solventar. Los sentidos deben ser, por tanto, epistémicamente transparentes: deben estar manifiestamente asociados con los términos que los expresan para cualquier usuario competente de esos términos, y deben ser ellos mismos manifiestos , en cuanto que debe ser inmediato para un usuario competente del término reconocer las condiciones constitutivas del sentido de un término. Podría pensarse que bastarían consideraciones de simplicidad para com pletar el argumento de Frege en contra de hacer de las referencias “parte” de los sentidos, elementos necesarios de su identidad. Pues, ¿por qué habríamos de incluir también las referencias como elemento necesario para identificar los pensamientos expresados? Las entidades en que piensa Frege (características individuativas asociadas a los términos por sus usuarios competentes) son, como sabemos, necesarias; si no existe ninguna razón en contra, es razonable suponer que también son suficientes para determinar cuándo dos enunciados expresan el mismo pensamiento. Esta consideración de simplicidad muestra que un partidario de las intuiciones mixtas, por tanto, necesita alegar algo positivo en su favor. Es verdad que Frege sólo ha mostrado que los sentidos no pueden identificarse con referencias, pero no que las referencias no puedan serun demento necesario de la naturaleza de los sentidos; es responsabilidad ahora del partidario de las intuiciones mixtas aducir alguna razón en su favor. Una primera razón que podría invocarse, por sí sola inadecuada, es la siguiente. Nótese que el término singular en (2) presenta la referencia a través de una relación con otro objeto, Louise Coiet, al que se hace referencia mediante un nombre propio. Parece por tanto, a primera vista, que en un caso así la intuición aportada al pensamiento por el término singular serta mixta, incluyendo a Louise Colet misma como uno de sus elementos. Pero esta razón no es buena. Pues las consideraciones que conforman ACF se aplican a los términos singulares también cuando éstos aparecen como parte de otros términos singulares , y no directamente como sujetos de la oración. Así, un hablante competente deí español, que entiende cabalmente todos los términos que aparecen en (3) y (4), puede muy bien acep-
tar uno pero no el otro (o recibir información al aceptar uno pero no al aceptar el otro, etc.): (3)
El astro más cercano a Héspero tiene un campo magnético dipolar..
(4)
El astro más cercano a Fósforo tiene un campo magnético dipolar.
Por consiguiente, también cuando aparecen en posiciones como las que ocupan en (3) y (4), ‘Héspero' y ‘Fósforo' aportan necesariamente características individuativas al pensamiento expresado. La cuestión debatida es si la referencia, en contra de lo que Frege pensaba, es un componente esencial del significado; estas consideraciones, como vemos, no permiten decidirla. Estudiar el papel de los términos singulares que aparecen dentro de otros términos singulares sería añadir un elemento de complejidad a la discusión, en sí mismo insuficiente para resolver la cuestión que nos ocupa. Por tanto, omitiremos en lo sucesivo su consideración. Si no en la conclusión que él obtiene (a saber, que la contribución proposicional de un nombre propio es, simplemente, el objeto al que refiere), sí hay en las razones de Russell aspectos acertados, que quitan cualquier fuerza a las consideraciones de simplicidad antes apuntadas y sugieren atribuir un papel importante en 1a teoría del significado a las intuiciones mixtas, de cuya identidad un individuo concreto como Flaubert puede ser un elemento necesario. Esas razones nos fuerzan a buscar una argumentación más poderosa para sostener la idea de Frege de que una referencia no puede ser “parte componente” de un pensamiento. Desarrollamos tales razones en las dos secciones que siguen. Pero no es necesario esperar hasta .entonces para indicar dónde hemos de buscar esa argumentación fregeana más poderosa; seguramente el lector la tiene en mente hace algún tiempo. Hemos puesto de relieve cómo en el presente marco lingüístico la distinción entre sentido y referencia de Frege explica, de una manera similar a como lo hacía Locke, una de las dos características distintivas de las relaciones intencionales, su intensionalidad. De ellas se sigue que las referencias, por sí solas, no bastan para identificar a los pensamientos. La consideración que nos falta para concluir que las referencias no pueden ser necesarias para esa función está, como en el caso de Locke, en la segunda característica: la falibilida d de las relaciones intencionales. Existe una clara analogía, siquiera que sea meramente estructural, entre los puntos de vista de Locke y los de Frege: las significaciones secundarias de las palabras de Locke corresponden bastante bien a las referencias de Frege, y las significaciones prim arias de las palabras corresponden bastante bien a los sen tidos de Frege. Cuando pienso el pensamiento que podría expresar con ‘esta esfera es roja’, la significación secundaria de ‘esta esfera' es el objeto real que causa mis impresiones sensibles; la referencia fregeana es el objeto por relación al cual se debe evaluar como verdadero o falso mi pensamiento (o el enunciado que lo expresa, ‘esta esfera es roja’). Las referencias fregeanas de los términos singulares son entidades objetivas; en la terminología de III, § 2, las
referencias fregeanas son elementos constituyentes de acaecimientos. La niis^ mo ocurre con las significaciones secundarias lockeanas. Por otra partea segiln Locke sólo podemos acceder a significaciones secundarias —al mundo objetír vo que, presumimos, causa nuestras representaciones— a través de ideas;.pues lo que conocemos propiamente son nuestras ideas, y la noción de algo que las causa la obtenemos sólo indirectamente, por inferencia: sería pues absurdo prei tender que nuestras palabras significasen directamente objetos extramentales, Las significaciones primarias lockeanas son ideas (III, § 2), objetos mentales; Según Frege, las palabras sólo pueden tener como referencias objetos tales como la esfera —objetos que son susceptibles de sernos presentados bajo diferentes “aspectos” o modos de presentación, todos los cuales los identifican con igual precisión— si se asocian primero con sentidos o conjuntos de características que los individualizan, de las que no son “parte componente” referencias. Los sentidos fregeanos son también pues, como las significaciones primarias de Locke, entidades más directamente accesibles a nuestro aparato cognoscitivo que las referencias, que nos posibilitan el acceso a éstas. La similitud estructural entre ambas nociones es pues innegable. No desearía que esta similitud estructural, que mi presentación quiere enfatizar, hiciera pasar por alto una diferencia fundamental entre las concepciones filosóficas explícitamente defendidas por Frege y por Locke. Frege insiste en que los modos de presentación son intersubjetivos, accesibles a diferentes individuos; mientras que las ideas que constituyen las referencias primarias de Locke son, como se expuso en IV, § 2, epistémicamente privadas. No pasará por alto au n lector de “Sobre sentido y referencia” o de “El pensamiento” que Frege no hubiese aceptado en ningún caso una identificación de los sentidos con ideas lockeanas. Advertido esto, es preciso indicar acto seguido que no está nada claro (ni Frege nos ayuda al respecto) cómo hayan de ser entendidas las intuiciones puramente conceptuales, cuando se trata de las asociadas a objetos cotidianos como personas, barcos o tigres. Que yo sea capaz de ver, no existe ninguna teoría mínimamente precisa que asigne sentidos que parezcan al menos puramente conceptuales a términos como éstos, sin apelar a las vivencias y a sus constituyentes.5Frege declara su oposición a un representacionalismo como el de Locke. Por otra parte, sin embargo, mantiene a la vez una concepción internista del pensamiento y del lenguaje (como estamos viendo en esta sección) y, sobre la base de ACF, la tesis de que los términos para designar constituyentes de acaecimientos objetivos, sustancias, sus pro
5. Los internistas contem poráneo s (com o JerTy Fodor en “Metho dologica l Solip sism Considered as a Res e arch Strategy in Cognitive Psychology” y en P si co st m án ti ca , o como Hartry Field en "Logic. Meaning and Concep tual Role” y en “Mental Representation”). advertidos de (os poderosos argumentos en contra de la utilidad de las vivencias para construir una teoría internista que examinaremos a partir del capítulo undécimo, hacen propuestas apa rentemente internistas y aparentemente ajenas a las sensaciones. Tales propuestas son, en sí mismas, irremediable mente vagas: dejan sin respuesta casi todas las preguntas que podemos formular. (Véase, a este respecto, los siguien tes trabajos de R. Stainaker: “Narrow Contení" y “How to Do Semantics for the Language of Thought”.) Si produ cen la impresión de comprensión, es, me temo (aquí hablo sólo por experiencia propia), porque en último extremo se tiene en mente una concepción análoga a la de Locke.
que el sentido de un nombre propio está constituido por la información acerca del referente que asociamos con un uso del nombre. Esta idea, sin embargo, presenta diferentes problemas. Un problema inmediato es que, en contra de lo que parece ser el caso, bastaría con que una mínima parte de las opiniones sobre un individuo que asociamos a un nombre suyo sea incorrecta para que el nombre careciera de referencia. Si el autor de la Metafísica , discípulo de Platón, etc., no fue en realidad maestro de Alejandro Magno, ‘Aristóteles’ carecería de referencia cuantas veces se usase con el sentido sugerido por Frege. Seguidores posteriores de Frege (como J. Searie) han defendido que el sentido de un nombre propio estaña más bien constituido por una descripción que exprese varias disyuntivas, cada una de las cuales recogería diferentes aspectos de la información poseída sobre el referente: ‘el maestro de Alejandro, o El objetivo de esta comdiscípulo de Platón, o autor de la Metafísica , o plicación es dejar abierta la posibilidad de que parte de la información sea incorrecta, sin que ello conlleve que el nombre carezca de referencia. Los pro blemas que a continuación se indican afectan igualmente a esta elaboración más compleja de la sugerencia de Frege. El primer problema es que, si el sentido está constituido por la información acerca de un individuo que asociamos con un nombre suyo, diferentes hablantes adscribirán diferentes sentidos al mismo nombre. Esto ocurre ya en eLcaso de nombres de personajes famosos, como ‘Aristóteles’, y mucho más aún en el caso de: la mayoría de los nombres propios que utilizamos en la vida cotidiana; en rigor, la misma persona, en diferentes etapas de su formación, asignará diferentes sentidos a un mismo nombre. Esta dificultad puede corres ponder a lo que Russell tenía en mente, cuando objeta a Frege (en el texto sobre las nieves del MontBlanc): “En el caso de un nombre propio, como ‘Sócrates’ ... sólo veo la idea, que es psicológica, y el objeto.” En El nombrar y la necesidad , Saúl Kripke pone de manifiesto otros pro blemas de la propuesta que estamos considerando. Si el sentido de ‘Aristóteles’ fuese, en los usos que S hace durante cierto período, el de ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’, entonces ‘Aristóteles fue discípulo de Platón’ debería ser, para S al menos, una proposición cuya verdad S conoce meramente en virtud de su conocimiento del lenguaje: una verdad analítica, en uno de los sentidos tradicionales del término. Ahora bien, las verdades analíticas son el paradigma de verdades conocidas a priori ; pero la proposición en cuestión no parece, en absoluto, una que nadie conozca a priori. Las proposiciones analíticas son también el paradigma de las verdades necesarias ; mas tampoco parece la proposición indicada una necesariamente verdadera: Aristóteles podría no haber sido discípulo de Platón, ni maestro de Alejandro; y éstas son posibilidades que S puede contemplar inteligiblemente, incluso si toda la información que asocia con Aristóteles es la expresada por ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La dificultad principal puesta de manifiesto por Kripke, sin embargo, está en que esta primera propuesta no resuelve el problema inicial, que era, como se recordará, la insuficiencia de las intuiciones puramente conceptuales para
determinar las referencias que intuitivamente tienen Las expresiones en cuestión. Pues, si en lugar de pensar en ejemplos de personajes tan conocidos como Aristóteles, tomamos otros igualmente posibles, se reproduce la dificultad observada cuando tomábamos como sentido de los nombres propios el sugerido por la parábola fócida. La información que cualquiera que no sea un aficionado al ciclismo puede asociar con ‘Luis Ocaña’ en un contexto común es quizás ciclista español, ganador de un Tour de Francia\ ciertamente, nada suficiente para individualizar al referente del término. David Kaplan proporciona un delicioso ejemplo que pone crudamente de relieve la dificultad: según informa Kaplan, la entrada para ‘Ramsés VIIT en un cierto diccionario es “uno de entre varios faraones sobre quienes nada se sabe”. Estas dificultades muestran bien a las claras que los sentidos de los nom bres propios no pueden ser los que Frege parece haber contemplado; es decir, que no pueden estar constituidos por información generalmente asociada con el término, del tipo de la información que Frege indica a propósito de ‘Aristóteles’ —ni por disyunciones construidas a partir de esa información. (Información sobre “gestas conspicuas” del objeto significado.) Aquí, probablemente, Frege se dejó extraviar por una característica enteramente peculiar a sus ejem plo típicos, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero verpestino’ (o los sinónimos ‘Fósforo’ y ‘Héspero’); pues estos nombres propios poseen accidentalmente un rasgo que muy pocos otros nombres propios poseen, a saber, que existe información —del tipo “gestas conspicuas” del referente— que, de nfecho, la mayoría de usuarios competentes de los términos asocia con ellos. Los ejemplos de ‘Luis Ocaña’ y ‘Ramsés VIH’ ilustran patentemente que éste no es, en absoluto, un rasgo lingüísticamente necesario de los nombres propios. Frege, quien tenía opiniones muy negativas sobre el valor del lenguaje natural como herramienta para la expresión de pensamientos, argumentaría posiblemente que estos problemas no se tendrían por qué presentar en un supuesto “lenguaje ideal”, diseñado quizás para promover una comunicación perspicua. En un lenguaje así, se introduciría siempre por estipulación un nom bre propio asociado a información suficiente para identificar a su referente. Conviene apreciar, sin embargo, que una razón que Frege proporciona para justificar esta displicencia respecto del lenguaje común no es muy coherente con sus otras propuestas. El propósito de quien utiliza un término singular es introducir en el discurso un cierto individuo: la referencia, como sabemos, del término. Dice Frege que no importa mucho que en el lenguaje común hablante y oyente asignen diferentes sentidos al mismo término singular, en la medida en que la referencia identificada a través de.ellos sea la misma; pues el propósito comunicativo fundamental del hablante quedará en todo caso salvaguardado. ACF pone de manifiesto, desde luego, que no habría verdadera comunicación en un caso así; pues se sigue de ese argumento que no basta conocer la referencia de un término singular para comprender cabalmente un enunciado en el que el término aparece. Lo que es peor, el intemismo fregeano requiere, como vimos en la sección anterior, que las referencias no sean un componente esencial del significado. Pero el objetivo fundamental del hablante quedaría sufi
que han sido de hecho utilizadas (es por eso que son expresiones deícticas o indéxicas).
Algo similar cabe decir respecto de los nombres propios. Una fábula me permitirá sugerir una explicación plausible de su función en el lenguaje om itiendo una discusión teórica —que habría de ser más larga y compleja de lo que es apropiado aquí. A y B son biólogos que tienen a su cargo el seguimiento de una población de focas. Si, cuando desean comunicarse proposiciones acerca de focas determinadas, hubieran de invocar para identificarlas las características que Ies vienen más fácilmente a las mientes, se verían sin duda en graves apuros. Aseveraciones tales como ‘la foca grande con la piel moteada de azabache y el hocico enorme está enferma’ difícilmente permitirían transmitir una proposición acerca de una foca determinada, en contra de las intenciones del hablante. Recurrir a deícticos, por otro lado, no es generalmente posible, porque en las ocasiones en que A y B deben transmitirse información no siem pre resulta suficientemente prominente la foca de la que quieren hablar. Una solución es introducir características tan diáfanas cognoscitivamente para A y B como la^ que inútilmente se invocan en la tentativa anterior (el color, el tamaño, la enormidad del hocico, etc.), que, como ellas, sean poseídas de manera suficientemente estable con independencia del contexto de uso, pero que, a diferencia de ellas, sean realmente individuativas (al menos en la situación en que A y B se comunican). Pueden, por ejemplo, poner una etiqueta con un adjetivo cardinal a cada foca — un adjetivo diferente para cada una— asegurándose de que las etiquetas permanezcan adjuntas a la foca con ellas inicialmente etiquetada. *1.235 está enferma’ sirve ahora sin dificultad para transmitir un pensamiento definido. El término singular ‘1.235’ tiene como referencia en el lenguaje que A y B utilizan una foca determinada; la intuición puramente conceptual asociada con el término es algo así como fo ca etiqueta da con un ejemplar de la expresión-tipo ‘1.2 35’. Si esta parábola recoge los elementos centrales de la función de los nombres propios en el lenguaje natural, cabe concluir (apoyándonos en la lógica de las parábolas) que el sentido fregeano del sujeto de (1”) sería persona “etiquetada” con un ejemplar de la expresión-tipo ‘Gustave Flaubert'.1
Supuesto que una explicación que siga las líneas sugeridas en la parábola
7. “Etiquetar” a una persona es algo mucho más comp licado que etiquetar a una foca; querem os aludir con ese término a prácticas tan complejas y tan diversas como eí bautismo, la inscripción de un nombre en registros eclesiales o jurídicos, la introducción y el uso de motes, apelativos familiares, etc. En el caso de las calles, cines o luga res geográficos, las prácticas a que aludimos con ‘etiquetar’ son más afines a las ilustradas con la parábola, pero inclu yen también la existencia de mapas, guías, etc., en las que reaparecen las “etiquetas". La virtud principal de la pará bola es precisamente la de ahorramos ía difícil tarea de proporcionar una descripción precisa de los aspectos rele vantes de estas prácticas. Lo común a todas ellas (lo esencial de la institución de los nombres propios, si la concep ción aquí sugerida es correcta) es esto: el objetivo de etiquetar es hacer que los objetos a que queremos referimos ad qu ie ra n y ma nte nga n, gracias ai etiquetaje, una propiedad distintiva, intersubjetivamente accesible y cognoscitiva mente diáfana. La propiedad en cuestión es lingüística; la posibilidad de darle este uso peculiar a los signos requiere, por consiguiente. ía existencia independiente de la institución del lenguaje. Si la referencia a particulares es esencial a la institución del lenguaje (como yo creo que es), entonces los nombres propios no pueden ser el único mecanismo para ello, ni tampoco el más básico. (Los deícticos y las descripciones definidas son las expresiones apropiadas para cumplir ese papel, a mi juicio.)
sea correcta, resulta patente que la intuición puramente conceptual convencionalmente asociada a un nombre propio, que sirve de modo de presentación de la referencia, es tan poco capaz de determinarla como lo es la de una expresión deíctica. Así lo muestra esta ampliación de nuestra parábola: sucede que dos comunidades distintas de biólogos han dado con la misma idea para comunicarse información, instrucciones, etc., acerca de las diferentes poblaciones de focas de que, respectivamente, se cuidan. Ignorantes de la existencia de la otra comunidad, cada una ha iniciado su serie de etiquetas a partir del primer numeral.8Cuando se profiere ‘1.235 está enferma’ en una y otra comunidad, la referencia de ‘1.235’ es distinta, pese a ser el mismo el modo de presentación asociado. Es obvio, por otro lado, que este aspecto ulterior de.nuestra parábola se da también, análogamente, en el caso de los nombres propios cotidianos. Personas “etiquetadas” con un ejemplar de ‘Gustave Flaubert’ hay, o puede haber, más de una; por no hablar de ‘John Smith’ o ‘Manuel Pérez García’. Al igual que ocurre con las expresiones deícticas, pues, los modos de presentación que cabe atribuir a los nombres propios, por sí solos, no determinan la referencia; contribuyen, ciertamente, a remitir el discurso a ella, pero sólo en conjunción con elementos contextúales. A lo largo de esta discusión he adoptado dos supuestos: (i) que los modos de presentación de los términos singulares habrían de estar asociados convencionalmente con los mismos; y (ii) que deben determinar un referente definido para las expresiones-tipo con las que están convencionalmente asociados. Éste es el modo más natural de interpretar el segundo de los requisitos fregeanos sobre los sentidos, eí de intersubjetividad. Ahora bien, no es eí único; y la evidencia textual (constituida por una nota a pie de página en “Sobre sentido y referencia”, donde Frege considera el caso de los nombres propios, y por el artículo tardío “El pensamiento”, donde discute los problemas presentados por las expresiones deícticas) sugiere que Frege podría acogerse a una de dos soluciones al problema que hemos presentado. Una (la sugerida por la nota en “Sobre sentido y referencia”) es abandonar el supuesto de que los sentidos están, en el lenguaje común, convencionalmente asociados con las expresiones. Como veremos enseguida, esta idea no es por sí sola muy prometedora. La segunda idea es abandonar el supuesto de que son las expresionestipo las que tienen referencia. Esta segunda idea, como defenderé en la sección § 4, resuelve la dificultad; pero parece conllevar que los sentidos no pueden ser, como Frege quiere, internos. En lo que resta de sección examinaré la primera posibilidad, el recurso más usual de los partidarios de las ideas de Frege. En la nota mencionada, Frege indica que el sentido de ‘Aristóteles’ podría ser el de la descripción ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La idea aquí implícita es
8.
En el caso de los nombres propios más usuales, lo que ocurre más bien es que está ausente la necesidad de evitar ambigüedades (dado que nunca dos miembros de diferentes "comunidades'’ de usuarios de un nombre pro pio precisan hablar de los respectivos referentes), o, simplemente, que se confía a la manifestación contextual de las intenciones del hablante la eliminación de la ambigüedad cuando esa necesidad surge.
piedades y los géneros a que pertenecen tienen un sentido también caracterizable en términos internos. Estas tres proposiciones, por lo que yo soy capaz de ver, son inconsistentes. Precisamente por esa razón, presenté las ideas representacionalistas de Locke antes de exponer las de Frege, con la intención de conjugar mediante i as aportaciones de ambos una versión plausible y suficientemente inteligible de la concepción del lenguaje y de la mente a primera vista más atractiva, el representacionalismo. Esta es mi justificación para forzar del modo en que lo estoy haciendo las propuestas fregeanas. Por otra parte, internistas contemporáneos, como J. Searle, B. Loar o C. McGinn, no pararían mientes en considerar a las características de las vivencias como elementos privilegiados de sentidos fregeanos. A mi juicio, las declaraciones de Frege en contra de una interpretación como la que estoy proponiendo sólo se explican por la ausencia en su obra de una reflexión profunda sobre los sentidos de expresiones no directamente relevantes para su interés principal, el desarrollo del programa logicista. Es cierto que ia intersubjetividad de los sentidos es necesaria para la la teoría fregeana del discurso indirecto; por ello, puede parecer poco consistente identificarlos, en algunos casos, con componentes de vivencias. Pero este problema sólo pone de manifiesto una tensión fundamental en el representacionalismo, a la que ya aludimos en el capítulo sobre Locke (IV, § 2). Una diferencia entre Frege y Locke relacionada con la anterior está en ios argumentos a que uno y otro dan más relevancia. El de Frege, como hemos visto, se apoya en la posibilidad de que enunciados que sólo difieren en expresiones con la misma referencia tengan diferentes valores cognoscitivos para un hablante competente en su uso. El argumento principal de Locke, por otro lado, es el desarrollado a partir de la posibilidad de contemplar coherentemente situaciones escépticas radicales: si las palabras deben significar primariamente ideas es porque no tengo la misma garantía de la existencia de significaciones secundarias que garantía tengo de que mis palabras tienen significado; pues ‘la esfera ante mí es roja' tendría una interpretación precisa —y no distinguible de la que tiene primariamente si mi representación es verídica— incluso si no hubiese esfera real alguna. Sin embargo, hemos comprobado que Frege pretende extraer de su argumento privilegiado, ACF, una conclusión que no se sigue del mismo: a saber, que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos. Es interesante constatar finalmente que la conclusión sí parece seguirse de un argumento distinto de ACF, que hasta aquí hemos reservado pero quizás el lector tuviera presente. Este argumento es análogo al de Locke; Frege lo utiliza como un argumento secundario en favor de la distinción entre sentido y referencia. Este argumento secundario de Frege se apoya en la existencia de enunciados con sentido que incluyen términos carentes de referencia. Una historia ya expuesta antes (V, § 2) sirve de trasfondo a (5), que ilustra el caso. Con el fin de explicar determinadas alteraciones en la órbita de Mercurio —alteraciones con respecto a la trayectoria predicha por la teoría de Newton—, Le Venier postuló la existencia de un planeta hasta entonces desconocido, al que llamó
‘Vulcano’, que, situado entre Mercurio y el Sol, causaba tales alteraciones; Siii embargo, las anomalías que llevaron a conjeturar la existencia de :Vulc¿:Q;;nQ las causaba ningún planeta, sino la incorrección de la teoría newtonianar (5)
Vulcano tiene la más corta órbita entre los planetas del Sistema Solar;
(5) contiene una expresión sin referencia: no existe objeto alguno, asocia; do con ‘VulcanoY por relación al cual podamos evaluar la verdad o falsedad de (5). Por esa razón, según Frege, (5) carece de valor veritativo: no es verdadero ni falso. Sin embargo, (5) no es en absoluto asimilable a esos enunciados —del tipo de los que componen el poemagalimatías ‘Jabberwocky’ en Alicia a través del espejo — que contienen expresiones sin ningún sentido. (5), en opinión de Frege, tiene perfecto sentido. El monismo semántico produciría aquí una paradoja. El pluralismo de Frege le permite disolverla: aunque ‘Vulcano’ no tiene dé hecho referencia, sí tiene sentido. No hay nada extraño, según él, en que un conjunto de características individuativas en realidad no identifique nada. Puede apreciarse la similitud de este argumento secundario con respecto a las consideraciones de Locke basadas en las alucinaciones. Lo interesante de este argumento es que nos permite elaborar razones de las que sí parece seguirse que la identificación de los sentidos no debe depender de las referencias objetivas; es decir, que las referencias no son “parte com ponente” de los pensamientos. Un usuario competente del lenguaje no es capaz de distinguir la proposición que entiende cuando oye (5) de la que entiende cuando oye (1) o (2). Parece, por consiguiente, que “lo” que capta debe tener la misma “naturaleza”. De acuerdo con una teoría que postulase intuiciones mixtas, russellianas, sin embargo, las proposiciones expresadas por (1) y (2) no pueden ser más diferentes a la expresada por (5): las primeras incluyen intuiciones mixtas, y, por consiguiente, la referencia; en el caso de la segunda, no hay referencia alguna que pueda jugar ese papel. (Una teoría russelliana sería análoga a la propuesta extemista que bosquejamos en III, § 3, para estados perceptuales.) La razón última por la que las referencias no pueden ser “parte” de los pensamientos (es decir, según la interpretación que ofrecimos, lá razón por la que las referencias deben desempeñar un papel meramente accidental en la individuación de los sentidos) está en estas consideraciones a partir de [
renda) son un aspecto semántico importante, pero accidental en el sentido preciso que se ha venido exponiendo, tanto en aquella sección como en esta. Los aspectos semánticos esenciales, aquellos que caracterizan plenamente la com prensión que un hablante competente posee, son internos. Una teoría russellia na sería, por contra, una teoría extemista, pues asigna un papel esencial a elementos objetivos. El talón de Aquiles de una teoría extemista así está en el argumento que acabamos de bosquejar con (5) como ilustración. (Y la línea de réplica en defensa del extemismo es la bosquejada al final de IQ, § 3, junto a las consideraciones que siguen.) 2.
Los sentidos de nom bres propios y deícticos
Paso ahora a elaborar (con la ayuda de las consideraciones recientes de los partidarios de la “nueva teoría de la referencia” o “teoría de la referencia directa”, tales como Saúl Kripke, David Kaplan y Hilary Putnam) las posibles con sideraciones'de Russell en favor de su propuesta extemista en el texto citado al comienzo de la sección anterior. Russell sólo menciona el problema de los nombres propios, pero aquí se ilustrará también mediante deícticos, pues estas expresiones presentan problemas similares. El propósito que se atribuye a quien usa el término singular ‘el autor de Madame Bovary ’ en el contexto lingüístico de (1), y en el contexto extralingüístico que se ha descrito antes, es el de “traer a colación” un determinado individuo, en este caso uno concreto —Gustave Flaubert— , con el fin de atribuirle una propiedad. Ésta es la refe rencia del término, aquella entidad por relación a la cual se debe evaluar la verdad o falsedad de la aseveración efectuada mediante (1) por el conferenciante; como hemos venido insistiendo, ‘referencia’ es un término de propósito: la referencia es un elemento del objeto intencional de un enunciado. La misma referencia se habría de atribuir al sujeto de (2), como se indicó antes; y la misma cabría haber atribuido a los términos singulares que ofician de sujetos de (!') y 0") —respectivamente, ‘él' y ‘Flaubert’— si, en el mismo contexto extralingüístico antes descrito, el conferenciante hubiese decidido emplear cualquiera de ellas en lugar de (1). (O
Él nació en Rouen.
(1")
Flaubert nació en Rouen.
Como se enfatizó en VI, § 2, para que la introducción de la distinción entre sentido y referencia permita mantener la verdad de las tres proposiciones de ACF, es preciso que sentidos y referencias estén estrechamente relacionados, pues sólo así conseguimos preservar la intuición que sustenta la tercera proposición del argumento. La relación consiste en que los sentidos determi nan las referencias; la referencia de un término singular es esa única entidad que posee las características especificadas por el sentido del término. Pues bien,
el primer elemento de justificación que podemos reconstruir a partir del;texto de Russell en defensa de su tesis —que, en el caso de los nombres propios; íá distinción entre sentido y referencia no es aceptable— es que, a diferencia, de lo que ocurre en el caso del sujeto en (1), no resulta nada patente que; haya intuiciones puras constitutivas del sentido de los términos singulares sujetos;en (1') y (1M), poseedoras de los tres rasgos antes expuestos (carácter predicativo; intersubjetividad y diafanidad cognoscitiva) y capaces de determinar (junto con los hechos contingentes que constituyen la realidad objetiva) la referencia de esos términos. Las expresiones deícticas como ‘él’, ‘yo’, ‘ahora’, ‘allí’, etc., se utilizan para designar entidades objetivas (personas, tiempos, lugares, etc.); y su uso va asociado convencionalmente a ciertas características generales que ayudan a la audiencia a identificar su referencia. Por ejemplo, ‘yo’ designa a la persona que habla ; ‘él’ a una persona, u otro objeto animado, de género masculino, prominente en el contexto; ‘allí’ a un lugar alejado del lugar en que se habla según parámetros de lejanía prominentes en el contexto , etc. Estas propiedades cumplen los requisitos necesarios para constituir parcialmente los sentidos de los términos: son predicativas, son intersubjetivas (están convencionalmente asociadas a las expresiones, por lo que son conocidas por todos los hablantes) y son diáfanas para una persona normal. Podrían, pues, constituir una intuición puramente conceptual fregeana. Ahora bien, es patente que sólo pueden ayudar a identificar la referencia del término, pero no permiten identifi carla. Pues es claro que las mismas características se asocian a todas las proferencias de la misma oracióntipo ( l 1); pero, en cada proferencia concreta, el término singular ‘él’ podría referir a una persona distinta. El objeto intencional de diferentes proferencias de esa misma oracióntipo bien puede ser dis, tinto; en consecuencia, algunas de ellas pueden ser verdaderas y otras falsas. Las diferencias en valores veritativos, como sabemos, ponen de manifiesto diferencias en las condiciones de verdad, y, por tanto, en los objetos intencionales representados. Pero los sentidos que hemos identificado hasta ahora no recogen esas diferencias. En otras palabras, el conocimiento de las convenciones que rigen el uso de ‘él\ por sí solo, no me permite identificar la referencia del término, en cada uso concreto del mismo. Sé que se trata de un objeto animado, de género masculino, prominente en algún contexto lingüístico; pero, naturalmente, hay en el mundo muchos objetos con esas características. Las características individuativas convencionalmente asociadas con las expresiones deícticas facilitan el conocimiento de su referencia. Mediante consideraciones similares a las que conforman ACF (que se desarrollan después) podríamos establecer que conocerlas es necesario para una cabal comprensión del pensamiento expresado por una proferencia cualquiera que las incluya; pero es claro que no basta conocerlas para identificar la referencia.6 Es preciso conocer también 11contexto en
6.
Cf. i. Perry, “Frege on Demonstratives" y “The Problem of the Essential Indexical”.
que han sido de hecho utilizadas (es por eso que son expresiones deícticas o indéxicas).
Algo similar cabe decir respecto de los nombres propios. Una fábula me permitirá sugerir una explicación plausible de su función en el lenguaje omitiendo una discusión teórica —que habría de ser más larga y compleja de lo que es apropiado aquí. A y B son biólogos que tienen a su cargo el seguimiento de una población de focas. Si, cuando desean comunicarse proposiciones acerca dé focas determinadas, hubieran de invocar para identificarlas las características que les vienen más fácilmente a ías mientes, se verían sin duda en graves apuros. Aseveraciones tales como ‘la foca grande con la piel moteada de azabache y el hocico enorme está enferma’ difícilmente permitirían transmitir una proposición acerca de una foca determinada, en contra de las intenciones del hablante. Recurrir a deícticos, por otro lado, no es generalmente posible, porque en las ocasiones en que A y B deben transmitirse información no siem pre resulta suficientemente prominente la foca de la que quieren hablar. Una solución es introducir características tan diáfanas cognoscitivamente para A y B como las que inútilmente se invocan en la tentativa anterior (el color, el tamaño, la enormidad del hocico, etc.), que, como ellas, sean poseídas de manera suficientemente estable con independencia del contexto de uso, pero que, a diferencia de ellas, sean realmente individuativas (al menos en la situación en que A y B se comunican). Pueden, por ejemplo, poner una etiqueta con un adjetivo cardinal a cada foca —un adjetivo diferente para cada una— asegurándose de qué las etiquetas permanezcan adjuntas a la foca con ellas inicialmente etiquetada. ‘1.235 está enferma’ sirve ahora sin dificultad para transmitir un pensamiento definido. El término singular ‘1.235’ tiene como referencia en el lenguaje que A y B utilizan una foca determinada; la intuición puramente conceptual asociada con el término es algo así como fo ca etiqueta da con un ejemplar de la expresión-tipo ‘1.235’. Si esta parábola recoge los elementos centrales de la función de los nombres propios en el lenguaje natural, cabe concluir (apoyándonos en la lógica de las parábolas) que el sentido fregeano del sujeto de (1") sería persona “etiquetada” con un ejemplar de la expresión-tipo ‘Gustave Flaubert'?
Supuesto que una explicación que siga las líneas sugeridas en la parábola
7. “Etiquetar" a una persona es algo mucho más com plic ado que etiquetar a una foca; quer em os «iludir con ese término a prácticas tan complejas y tan diversas como el bautismo, la inscripción de un nombre en registros eclesiales o jurídicos, la introducción y el uso de motes, apelativos familiares, etc. En el caso de las calles, cines o luga res geogr áficos, las prácticas a que aludimos con ‘etiquetar’ son más afines a las ilustradas con la parábola, pero inclu yen también la existencia de mapas, guías, etc., en las que reaparecen las “etiquetas”. La virtud principal de la pará bola es precisamente la de ahorramos la difícil tarea de proporcionar una descripción precisa de los aspectos rele vantes de estas prácticas. Lo común a todas ellas (lo esencial de la institución de los nombres propios, si la concep ción aquí sugerida es correcta) es esto: el objetivo de etiquetar es hacer que los objetos a que queremos referimos ad qu ie ran y ma nte nga n, gracias al etiquetaje, una propiedad distintiva, intersubjetivamente accesible y cognoscitiva mente diáfana. La propiedad en cuestión es lingüística; la posibilidad de darle este uso peculiar a los signos requiere, por consiguiente, la existencia independiente de la institución del lenguaje. Si la referencia a particulares es esencial a la institución del lenguaje (como yo creo que es), entonces los nombres propios no pueden ser el único mecanismo para ello, ni tampoco el más básico. (Los deícticos y las descripciones definidas son las expresiones apropiadas para cumplir ese papel, a mi juicio.)
sea correcta, resulta patente que la intuición puramente conceptual convencionalmente asociada a un nombre propio, que sirve de modo de presentación de: la referencia, es tan poco capaz de determinarla como lo es la de una expresión deíctica. Así lo muestra esta ampliación de nuestra parábola: sucede que dos comunidades distintas de biólogos han dado con la misma idea para comunicarse información, instrucciones, etc., acerca de las diferentes poblaciones de focas de que, respectivamente, se cuidan. Ignorantes de la existencia de la otra comunidad, cada una ha iniciado su serie de etiquetas a partir del primer numeral.8Cuando se profiere ‘1.235 está enferma* en una y otra comunidad, la referencia de ‘1.235’ es distinta, pese a ser el mismo el modo de presentación asociado. Es obvio, por otro .lado, que este aspecto ulterior de nuestra parábola se da también, análogamente, en el caso de los nombres propios cotidianos. Personas “etiquetadas” con un ejemplar de ‘Gustave Flaubert’ hay, o puede haber, más de una; por no hablar de ‘John Smith’ o ‘Manuel Pérez García’. Al igual que ocurre con las expresiones deícticas, pues, los modos de presentación que cabe atribuir a los nombres propios, por sí solos, no determinan la referencia; contribuyen, ciertamente, a remitir el discurso a ella, pero sólo en conjunción con elementos contextúales. A lo largo de esta discusión he adoptado dos supuestos: (i) que los modos de presentación de los términos singulares habrían de estar asociados convencionalmente con los mismos; y (ii) que deben determinar un referente definido para las expresiones-tipo con las que están convencionalmente asociados. Éste es el modo más natural de interpretar el segundo de ios requisitos fregeanos sobre los sentidos, el de intersubjetividad. Ahora bien, no es el único; y la evidencia textual (constituida por una nota a pie de página en “Sobre sentido y referencia”, donde Frege considera el caso.de los nombres propios, y por el artículo tardío “El pensamiento”, donde discute los problemas presentados por las expresiones deícticas) sugiere que Frege podría acogerse a una de dos soluciones al problema que hemos presentado. Una (la sugerida por la nota en “Sobre sentido y referencia”) es abandonar el supuesto de que los sentidos están, en el lenguaje común, convencionalmente asociados con las expresiones. Como veremos enseguida, esta idea no es por sí sola muy prometedora. La segunda idea es abandonar el supuesto de que son las expresionestipo las que tienen referencia. Esta segunda, idea, como defenderé en la sección § 4, resuelve la dificultad; pero parece conllevar que los sentidos no pueden ser, como Frege quiere, internos. En lo que resta de sección examinaré la primera posibilidad, el recurso más usual de los partidarios de las ideas de Frege. En la nota mencionada, Frege indica que el sentido de ‘Aristóteles* podría ser el de la descripción ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La idea aquí implícita es
8.
En el caso de los nombres propios más usuale s, lo que ocurre más bien es que está ausen te la necesid ad de evitar ambigüedades (dado que nunca dos miembros de diferentes “comunidades" de usuarios de un nombre pro pio precisan hablar de los respectivos referentes), o, simplemente, que se confía a la manifestación contextuai de las intenciones del hablante la eliminación de la ambigüedad cuando esa necesidad surge.
que el sentido de un nombre propio está constituido por la información acerca del referente que asociamos con un uso del nombre. Esta idea, sin embargo, presenta diferentes problemas. Un problema inmediato es que, en contra de lo que parece ser el caso, bastaría con que una mínima parte de las opiniones sobre un individuo que asociamos a un nombre suyo sea incorrecta para que el nombre careciera de referencia. Si el autor de la Metafísica, discípulo de Platón, etc., no fue en.realidad maestro de Alejandro Magno, ‘Aristóteles’ carecería de referencia cuantas veces se usase con el sentido sugerido por Frege. Seguidores posteriores de Frege (como J. Searle) han defendido que el sentido de un nombre .propio estaría más bien constituido p or una descripción que exprese varias disyuntivas, cada una de las cuales recogería diferentes aspectos de la información poseída sobre el referente: lel maestro de Alejandro, o discípulo de Platón, o autor de la Metafísica, o ../. El objetivo de esta com plicación es dejar abierta la posibilidad de que parte de la información sea incorrecta; sin que ello conlleve que el nombre carezca de referencia. Los pro blemas que a continuación se indican: afectan igualmente a esta elaboración más compleja de la sugerencia de Frege. . El primer problema es que, si el sentido está constituido por la información acerca de un individuo que asociamos :con un. nombre suyo, diferentes hablantes adscribirán diferentes sentidos al mismo nombre. .Esto ocurre ya en el caso de nombres de personajes famosos, como. ‘Aristóteles’, y mucho más aún en el caso de la mayoría de los nombres propios que utilizamos en la vida cotidiana; en rigor, la misma persona, en diferentes etapas: de su formación, asignará diferentes sentidos a un mismo nombre. Esta dificultad puede corres ponder a lo que Russell tenía en mente, cuando objeta a Frege (en el texto sobre las nieves del MontBlanc): “En el caso der un nombre propio, como ‘Sócrates’ ... sólo veo la idea, que es psicológicas y el objeto.”. ■ En El nombrar y la necesidad , Saúl Kripke pone de manifiesto otros pro blemas de la propuesta que estamos considerando. Si el sentido de ‘Aristóteles’ fuese, en los usos que S hace durante cierto, período, el de ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’, entonces ‘Aristóteles fue discípulo de Platón’ debería ser, para S al menos, una proposición cu ya verdad S conoce meramente en virtud de su conocimiento del lenguaje: una verdad analítica, tn uno de los sentidos tradicionales del término. Ahora, bien, las verdades analíticas son el paradigma de verdades conocidas a priori; pero la proposición en cuestión no parece, en absoluto, una que nadie conozca a priori. Las proposiciones analíticas son también el paradigma de las verdades necesarias ; mas tampoco parece la proposición indicada una necesariamente verdadera: Aristóteles podría no haber sido discípulo de Platón, ni maestro de Alejandro; y éstas son posibilidades que S puede contemplar inteligiblemente, incluso si toda la información que asocia con Aristóteles es la expresada por ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La dificultad principal puesta de manifiesto por Kripke, sin embargo, está en que esta primera propuesta no resuelve el problema inicial, que era, como se recordará, la insuficiencia de las intuiciones puramente conceptuales para
determinar las referencias que intuitivamente tienen las expresiones en cuestión. Pues, si en lugar de pensar en ejemplos de personajes tan conocidos como Aristóteles, tomamos otros igualmente posibles, se reproduce la dificultad observada cuando tomábamos como sentido de los nombres propios el sugerido por la parábola fócida. La información que cualquiera que no sea un aficionado al ciclismo puede asociar con ‘Luis Ocaña’ en un contexto común es quizás ciclista español, ganador de un Tourde Francia; ciertamente, nada suficiente para individualizar al referente del término. David Kaplan proporciona un delicioso ejemplo que pone crudamente de relieve la dificultad: según informa Kaplan, la entrada para ‘Ramsés VIH’ en un cierto diccionario es “uno de entre varios faraones sobre quienes nada se sabe”. Estas dificultades muestran bien a las claras que los sentidos de los nom bres propios no pueden ser los que Frege parece haber contemplado; es decir, que no pueden estar constituidos por información generalmente asociada con el término, del tipo de la información que Frege indica a propósito de ‘Aristóteles’ —ni por disyunciones construidas a partir de esa información. (Información sobre “gestas conspicuas” del objeto significado.) Aquí, probablemente, Frege se dejó extraviar por una característica enteramente peculiar a sus ejem plo típicos, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero verpestino’ (o los sinónimos ‘Fósforo’ y ‘Héspero’); pues estos nombres propios poseen accidentalmente un rasgo que muy pocos otros nombres propios poseen, a saber, que existe información —del tipo “gestas conspicuas” del referente— que, de hecho, la mayoría de usuarios competentes de los términos asocia con ellos. Los ejemplos de ‘Luis Ocaña’ y ‘Ramsés VHT ilustran patentemente que éste no es, en absoluto, un rasgo lingüísticamente necesario de los nombres propios. Frege, quien tenía opiniones muy negativas sobre el valor del lenguaje natural como herramienta para la expresión de pensamientos, argumentaría posiblemente que estos problemas no se tendrían por qué presentar en un supuesto “lenguaje ideal”, diseñado quizás para promover una comunicación perspicua. En un lenguaje así, se introduciría siempre por estipulación un nom bre propio asociado a información suficiente para identificar a su referente. Conviene apreciar, sin embargo, que una razón que Frege proporciona para justificar esta displicencia respecto del lenguaje común no es muy coherente con sus otras propuestas. El propósito de quien utiliza un término singular es introducir en el discurso un cierto individuo: la referencia, como sabemos, del término. Dice Frege que no importa mucho que en el lenguaje común hablante y oyente asignen diferentes sentidos al mismo término singular, en la medida en que la referencia identificada a través de ellos sea la misma; pues el propósito comunicativo fundamental del hablante quedará en todo caso salvaguardado. ACF pone de manifiesto, desde luego, que no habría verdadera comunicación en un caso así; pues se sigue de ese argumento que no basta conocer la re fe rencia de un término singular para comprender cabalmente un enunciado en el; que el término aparece. Lo que es peor, el intemismo fregeano requiere, cómo vimos en la sección anterior, que las referencias no sean un componen te ésén! cial del significado. Pero el objetivo fundamental del hablante quedaría sufi
cientemente preservado, sostiene Frege, si su audiencia se ve al menos dirigida a captar la referencia que quiere dar a sus palabras. Esta consideración, sin embargo, es incompatible con uno de los aspectos más atractivos de las ideas de Frege, su teoría del discurso indirecto (VI, § 3). Según Frege, hay ocasiones en que la referencia misma de un término es su sentido usual: aquellas en que un término singular aparece en un contexto indirecto. Ahora bien, si A no puede estar seguro de asignar el mismo sentido a x que B, ¿cómo puede entonces proferir significativamente ‘B cree que ... t _ ’? En los casos en que una persona utiliza un término singular dentro de un contexto indirecto,, en un enunciado sobre las actitudes o el discurso de otra per sona, el sentido que el primero asigna al término debería coincidir con el que le asigna el segundo. No parece que tal cosa sea posible, de modo general, si el sentido de un nombre propio es el que Frege sugiere.
3.
Proposiciones singulares fregeanas y russellianas
Podemos'ahora ver con alguna mayor simpatía la objeción de Russell a Frege en el texto sobre las nieves del MontBlanc. La consideración más importante que Russell ofrece es ésta: si su tesis “no se admitiera, obtendríamos la conclusión de que no podemos saber nada en absoluto acerca del MontBlanc mismo’V Esta afirmación de Russell parece, como hemos dicho, injustificada. De: acuerdo con Frege, podemos, naturalmente, tener conocimiento sobre objetos como el MontBlanc. Cualquiera que entienda correctamente (1) adquiere,: a través de esa comprensión, conocimiento sobre Flaubert. Frege únicamente insiste, sobre la poderosa base de ACF, en que no se puede conocer un objeto sino es a través del conocimiento de características que lo identifican. ACF desacredita el millianismo de manera genérica: los nombres, como cualquier término singular con referencia objetiva, deben tener asociados modos de presentación,, a través de los cuales se determina la referencia. Sin embargo, hemos visto en la sección anterior que no parece nada sencillo indicar de manera específica cuáles puedan ser los sentidos predicativos, intersub jetivos y cognoscitivamente diáfanos de los nombres propios y de los indéxi cos cuya existencia hemos concluido de ACF. Debemos ver ahora que la objeción central contenida en la consideración de Russell que se acaba de citar (según la propuesta de Frege, no conocemos los objetos mismos) va más allá de la dificultad expuesta en la sección precedente, aunque está estrechamente relacionada con ella. Una manera de expresar la objeción última de Russell de un modo menos susceptible que el suyo propio de provocar la objeción del párrafo anterior es ésta: admitido que es posible “conocer objetos” al modo fregeano, lo que Frege entiende por conocer un objeto (dada su tesis de que las referencias mismas no forman parte del pensamiento) no hace justicia al conocimiento de un objeto que tiene quien entiende cabalmente enunciados como (T) y (1"). Tampoco —diremos nosotros en contraposición aquí con Russell— hace justicia la con
cepción fregeana de qué es “conocer objetos” al conocimiento que tieríév^ien entiende (1), tal como se usa en el contexto extralingiiístico que hemos desl crito. Debemos clarificar ahora la diferencia entre estos dos modos de conóceí: objetos. A tal fin, considérese el enunciado (6): (6)
Un ciudadano español cuyo D.N.I. tiene un número primo de siete dígi' tos es portador del virus Ebola.
Supongamos que (6) lo ha proferido un individuo con creencias aritmo mánticas, como una conjetura inferida de sus peculiares opiniones sobre el potencial adivinatorio de los números. Es decir, (6) expresa su conjetura de que uno u otro ciudadano español con las características indicadas, cualquiera que sea con tal de que sea uno así relacionado con números, es portador del citado virus. En tai caso, existe una diferencia fundamental entre el pensamiento expresado por este enunciado y los expresados por (1), (1') y (1"). Nos referiremos a esa diferencia diciendo que (6) expresa una proposición con contenido general, mientras que (1), (1') y (1") expresan proposiciones con contenido singular. Existen dos manifestaciones claras que nos servirán de criterios para reconocer la generalidad del contenido de (6). La primera es que alguien que preguntase “¿de qué ciudadano español hablas?” al autor de la proferencia no habría entendido correctamente el pensamiento expresado. (6) no trata de nadie en particular: si varios ciudadanos españoles cuyos D.N.I. tienen números primos de siete dígitos fuesen portadores del virus Ebola , (6) no sería menos verdadero de lo que lo sería si uno sólo lo tuviera; y ninguno de esos ciudadanos estaría más cualificado de lo que lo estaría cualquier otro para que su infección fuese pertinente para evaluar (6) como verdadero. Por un lado, en la determinación de la verdad o falsedad de (6) están involucrados todos los objetos en nuestro universo del discurso; por otro, no lo está ninguno en particular, pues no es preciso conocer características individuativas de ninguno de ellos en particular para entender (6). La segunda manifestación de la generalidad de (6) consiste en que, si ningún ciudadano español resultase tener un D.N.I. con un número primo de siete dígitos, entonces (6) expresaría simplemente un pensamiento falso. Supongamos, sin embargo, que Gustave Flaubert no existió. Un equipo concienzudo de bromistas escribió Madarne Bovary , así como las otras obras atribuidas a Flaubert, y construyó mediante otros bien trabados indicios un elaborado fraude que ha alimentado todas las biografías de Flaubert. Ningún registro eclesial, judicial o gubernamental nos permite identificar a un individuo del siglo pasado “etiquetado” con ‘Gustave Flaubert’; no hay ninguna persona a quien se hubieran dirigido los habitantes de Rouen en el siglo pasado con esa expresión, etc. En ese caso, (1), (T) y (1") no serían simplemente falsos. Quizás encontremos una buena razón para clasificarlos como falsos; pero inicialmente, lo que se nos ocurre es que esos enunciados carecen de valor de verdad. Si en algún lugar llevan un registro exhaustivo y totalmente correcto de los nacidos en el pasado, en él no encontraremos a Flaubert: ni entre los nacidos en Rouen, ni tampoco entre los nacidos en otro lugar.
Estas dos manifestaciones constituyen el argumento de Russell para sostener que, pese a su similar estructura sintáctica, (6), por un lado, y (1), (1') y (1"), por otro, son lógicamente muy distintos entre sí. Los sujetos de (1), (1') y (1") son términos singulares, a los que se supone una referencia: una entidad objetiva, por relación a la cual se deben evaluar como verdaderos o falsos. El sujeto gramatical de (6), por otro lado, ‘un ciudadano español cuyo D.N.I. tiene un número primo de siete dígitos’, no es en absoluto un término singular: no refiere a un individuo particular, por relación al cual se ha de evaluar la verdad o falsedad de (6). La estructura lógica de (6) es, más bien, la de 3x(x es k a a(x))f según la semántica expuesta en VI, § 6; la regla semántica que allí ofrecimos para la expresión de cuantificación ‘3* pone de manifiesto que ninguna entidad particular aparece implicada en las condiciones de verdad de (6). Hasta aquí no hay ninguna diferencia entre Frege y Russell; en rigor, lo expuesto son ideas que Russell (como el resto de nosotros) aprendió de Frege. Ahora bien, Russell va un paso más allá que Frege. Según Russell, desde un punto de vista lógico es preciso clasificar las descripciones definidas ju nto con el sujeto gramatical de (6). Su teoría de las descripciones (formulada algún" tiempo después de la época en que escribió el texto citado al comienzo), que expondremos en el próximo capítulo, le permitió expresar más cabalmente este punto de .vista; pero la idea ya está presente en el texto citado al comienzo de la sección precedente. Es claro que, en ciertos casos al menos, Russell está en lo cierto El primero de los criterios de la generalidad del contenido descritos antes, cuando menos (bajo supuestos razonables, también el segundo), pone de manifiesto: que el sujeto de 'el despacho de cada parlamentaria oscense tiene una lámpara halógena’ no tiene como referencia un objeto particular; y lo mismo ocurre con ‘si, en efecto, una persona y sólo una escribió esa obra, el autor d z Madame Bovary era un pervertido’ y con ‘el autor de Madam e Bovary , quienquiera que sea que escribiera esa obra, es un pervertido’. Tomemos ahora un ejemplo que pueda servimos para hacer una comparación más directa con (1), (1') y ( r ’) Supongamos que las teorías aritmománticas del autor de (6) le permiten concretar más sus creencias: no le llevan sólo a concluir que hay al menos un individuo con ciertas propiedades numéricas que tiene el virus, sino, más específicamente, a que tiene el virus un individuo con características numéricas que exclusivamente una persona puede tener. De modo que ahora profiere (7): (7)
El ciudadano español con D.N.I. 38.411.896 es portador del virus Ebola.
La idea de Russell es que también el pensamiento expresado por (7), como el expresado por (6), y a diferencia de los expresados por (1), (1') y (1"), es general. ‘El ciudadano español con D.N.I. 38.411.896’ no funciona en (7) como un término singular, para entender el cual sea preciso conocer un obje-
to, su supuesta referencia.9 A primera vista, resulta difícil admitir esta tesis dé Russell; mientras que quien usa un k deja abierta la posibilidad de que haya más de un individuo que caiga bajo tc , no ocurre lo mismo con quien usa el m Esto produce la impresión de que ninguno de los dos criterios para la generalidad de un contenido arroja el resultado esperado por Russell en el caso de (7) y, por tanto, que Frege tenía razón al clasificar (7) junto a (1), ( !’) y (I n correctamente expuesto, como veremos, el argumento de Russell no depende en último extremo de esta cuestión. Podemos aceptar que, en cierto sentido, (7) expresa un pensamiento singular, y defender sin embargo que (1), (V) y (1") expresan pensamientos singulares de otro tipo; la objeción de Russell, presentada en términos menos polémicos, es entonces que las ideas de Frege impiden dar cuenta de esta diferencia. Obsérvese que la intuición que constituye el sentido del sujeto de (7) es puramente conceptual , como Frege sostiene que deben ser las intuiciones. Quien emite (7) conoce de la referencia del término singular únicamente una serie de características individuativas: su número de D.N.I., que se trata de un ciudadano español. Es razonable pensar que esas características generales, en este caso, determinan unívocamente la referencia del término. Esas características constituyen también lo único que es preciso saber para entender el enunciado, y por lo tanto para conocer la referencia del término general. Digamos, por tanto, que quien comprende cabalmente (7) comprende una proposición singular en sentido fregeano; y que la capacidad de entender (7) requiere la capacidad de conocer un objeto en sentido fregeano. Las proposiciones singulares así comprendidas son proposiciones singulares fregeanas. Enunciada cautamente, entonces, la crítica de Russell es qué hay otros modos de comprender proposiciones singulares — ilustrado por (1), (T) y (1")— que comprenderlas en sentido fregeano, y otros modos de conocer objetos que conocerlos en sentido fregeano. Es para dar cabida en nuestra teoría semántica a esos otros modos de comprender proposiciones singulares y de conocer objetos que hemos de incorporar proposiciones con intuiciones mixtas, de las que el Mont Blanc, con todas sus nieves, podría bien ser un constituyente. Las intuiciones puramente conceptuales son sólo apropiadas para dar cuenta de lo que conocemos cuando conocemos proposiciones singulares en sentido fregeano. Denominaremos en lo sucesivo proposiciones russellianas a esas proposiciones heterogéneas, que incluyen intuiciones mixtas.
9. Dada su tesis según la cual la distinción entre sentido y referencia se aplica a las descr ipcio nes pero no a los nombres propios, Russell sostendría 1o mismo para (1), y para cualquier enunciado que incluya una descripción; también ( l) expresa una proposición con contenido general. Esta cuestión se discutirá por extenso en el próximo capí tulo. Como allí se verá, nada de lo dicho en el texto se opone, estrictamente, a la opinión de Russell sobre la gene ralidad del contenido de (l). Todo lo que sostenemos es que, proferidos en los contextos extralingüísticos que se han descrito, (I) expresa un pensamiento singular mientras que (7) expresa un pensamiento general. Pero éste puede ser un fenómeno pr ag m át ic o, compatible con la tesis de que se má nt ica m en te, (1), al igual que (7), expresa un pensamiento general. (En rigor, también ( 6) puede usarse, en un contexto distinto de aquel en el que se ha propuesto, para expre sar un pensamiento singular. Un contexto así sería uno en que el fundamento epistémico del hablante que profiere ( 6) sólo puede ser su conocimiento de una persona concreta con el virus Eb ota .)
¿Qué argumento podría ofrecer Russell para defender la existencia de pro posiciones singulares russellianas? A lo largo de la discusión en la sección precedente hemos observado que, bajo el supuesto de que son las expresionestipo las que tienen referencia, parece imposible encontrar características indivi duativas asociadas con los términos singulares de (T) y (1") que basten para hacer de los pensamientos expresados por esos enunciados proposiciones singulares fregeanas. Esta dificultad es la justificación que el texto de Russell nos ofrece para la existencia de proposiciones russellianas. Las referencias, como sabemos, son objetivas. Ésta era, de hecho, la primera proposición de ACR La cuestión a la que las dificultades que hemos puesto de manifiesto apuntan es ésta: ¿cómo, de modo general, podrían bastar las intuiciones puramente conceptuales fregeanas para determinar unívocamente referencias objetivas para nuestros términos? Dado un conjunto cualquiera de características que podrían configurar una intuición puramente conceptual, ¿qué garantía podemos tener de que exclusivamente un objeto las reúne? Existe un principio muy debatido en metafísica que es pertinente mencionar aquí, el Principio de Identidad de los Indiscernibles. El principio se puede formular así: si a y b comparten todas las propiedades, entonces a = b. (Se trata del principio converso al Principio de Sustituibilidad, o Principio de Indiscernibilidad de los Idénticos, con el que de ningún modo se debe confundir: si a - b, entonces a y b comparten todas las propiedades.1Este último principio, lejos de. ser. polémico, es la ley lógica fundamental que rige el uso de la relación de identidad.) Así enunciado, el principio admite diferentes inter pretaciones. Una cuestión central es qué se entienda por ‘propiedad’. Una pro piedad podría ser, simplemente, una entidad de carácter predicativo, en el sen tido expuesto al enunciar en la sección anterior la primera de las tres características de los sentidos fregeanos. En ese caso, el principio es trivialmente verdadero. Porque los predicados ‘ocupar la región espaciotemporal. definida por las coordenadas C’ o, simplemente, ‘ser idéntico a César’, significan propiedades en ese sentido; y no cabe duda de. que si ¿z y b coinciden incluso en ese tipo de propiedades, a = b. Típicamente, sin embargo, quien defiende el principio de identidad de los indiscernibles lo hace con el propósito de defender una tesis reductiva interesante; por ejemplo, la de que los objetos “no son más que” conjuntos de propiedades.10 Para este propósito, propiedades como las indicadas anteriormente no son aceptables; pues ellas mismas ya involucran objetos (las regiones espaciotemporales presentan, presumiblemente, los mismos problemas metafísicos que harían deseable una reducción de los objetos como César a propiedades). El partidario del principio de identidad de los indiscernibles que lo concibe como una tesis reductivista, por consiguiente, se ve impelido a formularlo mediante una noción más estricta de ‘propiedad’. Digamos que una propiedad intrínseca es una propiedad (en el sentido genérico antes expuesto) que podría ser reproducida, copiada o duplicada perfectamente
10.
Leibniz es el filósofo más conoci do partidario de este punto de vista.
en dos objetos diferentes. La versión reductivista del principio de identidad de los indiscernibles se formularía entonces así: si a y b comparten todas las propiedades intrínsecas, entonces a = b. Así entendido, sin embargo, el principio no es nada trivial; de hecho, según las intuiciones de muchos es falso: ¿no podría, por ejemplo, el “eterno retomo” imaginado por Nietzsche y Borges ser una realidad, de modo que cada uno de nosotros tuviera infinitos gemelos, perfectamente coincidentes en todas sus propiedades intrínsecas, mas, naturalmente, distintos? ¿No refuta tal posibilidad la versión reductivista del principio? Presentaremos ahora, por analogía con esta cuestión, las dificultades profundas de la concepción fregeana de las proposiciones singulares. A diferencia del principio reductivo de identidad de los indiscernibles, ésta no es una tesis ontológica, sino semántica y epistemológica; pero sus dificultades son análogas, más patentes aún si cabe. La concepción fregeana de las proposiciones singulares —proposiciones que sólo incluyen intuiciones puramente conceptuales— implica una tesis reductiva en semántica y epistemología análoga al principio reductivo metafísico: a saber, que conocemos objetos conociendo propiedades intrínsecas suyas. Ahora bien, si la versión reductivista del princi pio de identidad de los indiscernibles fuese falsa, existirían objetos que ningún conjunto de propiedades intrínsecas bastaría para individuar. En rigor, las dificultades de la tesis de Frege son mayores que las del principio reduccionista de identidad de los indiscernibles; pues la noción de ‘propiedad’ implicada por la concepción fregeana de las proposiciones es mucho más restrictiva que la utilizada en aquél. Las propiedades intrínsecas a que se apela en el principio reductivo de identidad de los indiscernibles pueden ser las más recónditas.pro piedades, ajenas incluso a las investigación científica más avanzada; mientras que las propiedades intrínsecas que pueden configurar intuiciones puramente conceptuales fregeanas han de ser intersubjetivas , es decir, compartidas por los usuarios competentes del lenguaje, y cognoscitivamente diáfanas, es decir, pro piedades manifiestas para los usuarios de los términos singulares, inmediatamente reconocibles por ellos. Parece claro, pues, que incluso si el principio reductivista de identidad de los indiscernibles fuese verdadero, no existiría tampoco ninguna garantía de que las intuiciones fregeanas basten para individualizar objetos. Si los objetos, las referencias de nuestros términos singulares, son verdaderamente objetivos, ¿cómo podemos esperar individualizarlos mediante modos de presentación fre: geanos? Si hubiéramos de estipular un “lenguaje perfecto” de acuerdo con los designios de Frege, ¿qué características podríamos asociar con el nombre pro pio ‘Flaubert’, que constituyan una intuición puramente conceptual e identifiquen a su referente? ¿Huellas dactilares? Sólo tenemos una garantía práctica de que dos personas distintas no pueden compartir las mismas huellas dactilares. ¿Un código genético? Ocurre exactamente lo mismo. Y éstas no son, en> absoluto, propiedades que quepa contar como cognoscitivamente diáfanas; la cuestión es mucho más problemática si consideramos, en lugar de éstas, pro piedades que los usuarios normales del lenguaje puedan asociar demanera transparente con el nom bre ‘Flaubert’. furíaid
Russell remite a los nombres para poner de manifiesto esta dificultad fundamental de la concepción fregeana de las proposiciones singulares, y nosotros hemos añadido también los deícticos. Pero, si bien se piensa, el problema surge ya con muchas de las descripciones que utilizamos con el propósito patente de traer al discurso una referencia definida, y (1) así lo ilustra. El sujeto de (1) incluye un nombre propio, ‘Madame Bovary’. Imaginemos que damos una caracterización puramente conceptual de la referencia de este término; digamos que el modo de presentación asociado a ese término individualiza su referencia como una serie ordenada de los tipos de las palabras francesas que conforman Madame Bovary. (Se trata de una propuesta totalmente implausible, entre otras cosas porque un usuario competente de ‘Madame Bovary' no conoce la obra bajo ese modo de presentación, pero es lo suficientemente clara como para ilustrar la dificultad, y cualquier otra compatible con las exigencias de Frege produciría los mismos problemas.) En ese caso, no tenemos ninguna garantía de que ‘el autor de Madame Bovary ’ tenga una única referencia; y no porque la historia anteriormente imaginada sobre el fraude a propósito de Flau bert pueda ser correcta, sino porque en algún planeta ignoto, un extraterrestre listo podría haber puesto, una detrás de otra y en el mismo orden, expresiones del mismo tipo que las dispuestas por Flaubert para configurar la versión final de Madam e Bovary. (Quizás se trate de una realización fáctica de la Biblioteca de Babel que soñara Borges.) Que el uso de ‘el autor d e Madame Bovary por el conferenciante en (1) determine efectivamente una referencia, con res pecto a la que evaluar la corrección de su aseveración, estaría expuesto a este avatar. En un revelador pasaje de “Sobré sentido y referencia”, dice Frege: “El sentido de un nombre propio lo comprende *todo aquel que conoce el lenguaje o el conjunto de designaciones al que pertenece, pero con ello la referencia, caso de que exista, queda sólo parcialmente iluminada. Un conocimiento completo de la referencia implicaría que, de cada sentido dado, pudiéramos indicar inmediatamente si le pertenece o no. Esto no lo logramos nunca.” El pasaje muestra bien a las claras cómo, para Frege, conocer un objeto (comprender la proposición expresada por un enunciado con algún término singular) es conocer características individulizadoras “inmediatamente” asociadas por “todo aquel que conoce el lenguaje” con el nombre que lo significa. (La inmediatez corresponde a lo que. venimos denominando ‘diafanidad cognoscitiva’ y la segunda característica a la que; denominamos ‘intersubjetividad’.) Frege admite que, en cierto sentido, este conocimiento no nos da un verdadero conocimiento del objeto; para ello haría falta, per im possibile , conocer todos los conjuntos posibles de características que individualizan a ese objeto. Pero esto no debe confundirse con una aceptación premonitoria de la crítica de Russell, en el sentido de que la concepción fregeana de las proposiciones singulares tendría por resultado que no sabemos nada de los objetos. Por el contrario, la concesión de Frege no es más que una manifestación más del error que Russell critica. Pues el pro blema no está en que no podamos conocer todos los conjuntos posibles de
características individuativas de un objeto; el problema está más bien en que ningún conjunto de características individuativas, en la medida en que ten1: gan las propiedades que Frege les atribuye (es decir, en la medida en que sean puramente conceptuales), tiene por qué bastar para individualizar objetos. La objeción profunda de Russell, de la que las dificultades que hemos1 encontrado en la sección anterior para discernir los sentidos de nombres pro pios y deícticos no son más que un síntoma, consiste en que, si conocer objetos fuese conocer proposiciones singulares fregeanas (al modo ejemplificado por (7)), nunca podríamos dar por cierto que conocemos objetos, por cuanto nunca podríamos garantizar que las intuiciones puramente conceptuales que son parte de esas proposiciones realmente identifican un único objeto. Sin embargo, esto es absurdo. Incluso si existiera el extraterrestre literato contemplado antes, ‘el autor de Madam e Bovary’ en (1) tendría una referencia determinada. Imaginemos— haciendo así explícita la relación entre esta discusión y la desarrollada en IV, § 3 sobre extemismo y realismo en relación con términos de género natural— que el extraterrestre literato autor de una novela configurada exactamente por los mismos tipos de expresiones utilizados por Flaubert habita el planeta lejano al que en esa sección anterior llamamos, siguiendo a Putnam, ‘Bitierra’. Los habitantes de la Bitierra utilizan ‘Madame Bovary’ para referirse a la novela escrita por el extraterrestre, y asocian con ese término la misma intuición puramente conceptual descrita en un párrafo anterior. Es claro que,, incluso si esta fábula fuese una realidad, su expresióntipo ‘Madame Bovary’ y la nuestra tendrían referencias distintas; y ‘el autor de Madame Bovary’, tal como es utilizado por el conferenciante que profiere (1), tiene también una referencia distinta de la que tendría la misma expresióntipo utilizada por un habitante de la Bitierra.11 Elucidamos en VI, § 2 el sentido de ‘el lucero del alba’ en estos términos: ser visible al amanecer ciertos días del año desde la Tierra, más o menos en la región por donde el Sol está por levantarse, cuando ya no se pu ed en ver otros pu ntos luminosos en el firm am en to. Estas características
no configuran una intuición puramente conceptual, porque incluyen una referencia a la Tierra y al Sol. Ahora bien, de cualquier modo que destile mos una intuición puramente conceptual a partir de la misma (manifiestamente asociada para cualquier hablante competente con ‘el lucero del alba’), parece perfectamente posible que los habitantes de la Bitierra asocien justamente las mismas características individuativas con ‘el lucero del alba’ (o ‘Fósforo’, si se prefiere un nombre propio): su sistema planetario puede orbitar en tomo a una estrella con una apariencia muy similar, vista desde su planeta, a la que el Sol ofrece desde la Tierra; puede haber un planeta interior a la Bitierra, que órbita en torno a esa estrella exactamente como Ésta es una versión paralela — para términos singulares— del argumento de Putnam para términos de 11. género natural presentado en IV, § 3. Es también una versión, puesta en los términos de Putnam. del argumento cen tral de El no m br ar y la necesidad, de Kripke.
Venus lo hace en tomo al Sol, presentando una apariencia similar desde la Bitierra, y las configuraciones estelares visibles en el firmamento nocturno de la Bitierra, pese a estar conformadas por estrellas distintas a las visibles desde la Tierra, pueden también presentar una apariencia similar. Si la referencia de nuestros usos de ‘el lucero del alba’ hubiera de estar determinada exclusivamente por modos de presentación fregeanos, el que nuestros usos de ese término tuvieran efectivamente una referencia definida estaría expuesto al avatar de que esta historia fuese verdadera. Pero, de nuevo, eso es absurdo; aunque existiera la Bitierra, nuestros usos de ‘el lucero del alba’ remitirían a Venus —y los suyos a otro planeta. El que las posibilidades que hemos descrito sean más o menos fabulosas no viene al caso; lo relevante es que son posibles, aunque el que se diesen realmente no afectaría en lo más mínimo a la referencia de los términos singulares implicados en nuestros usos de los mismos. Ésta es, en resumen, la crítica contenida en el texto de Russell, que hemos venido elaborando largamente desde la sección precedente. El pensamiento expresado por (7) representa el paradigma fregeano de proposición singular. Empero, cuando tratamos de buscar aspectos individualizadores puramente conceptuales asociados a los sujetos de (T) y (1") (y también al de (1), si nos paramos un poco a pensarlo), que ofrezcan garantías de identificar una referencia, determinada, no somos capaces de encontrarlos. Los que encontramos, enia medida en que poseen las características de los sentidos fregeanos, no ofrecen garantías de individualizar una única referencia. Sin embargo (y ésta es la diferencia crucial de (!'), (1M), y también de (1), tal como se usa en el contexto que venimos suponiendo, con respecto a (7)), los términos singulares usados en esos enunciados tienen una referencia determinada, y el que la tengan no está expuesto a los avatares (al avatar de que los aspectos individualizadores fregeanos que seamos capaces de discernir identifiquen de hecho un único objeto). Ninguna de las siguientes posi bilidades — certidumbres más que “posibilidades” en algunos casos— entraña que los sujetos de (1), (1') y (1") carezcan de una referencia determinada, o que la aseveración efectuada al proferir esos enunciados sea errónea: que haya más de un individuo “etiquetado” con la expresión ‘Flaubert’, o más de uno con los aspectos puramente generales asociados contextualmente con el uso de ese término en el contexto supuesto a (1'’); que haya más de un individuo (hay millones, a buen seguro) que son el objeto animado de género masculino prominente en un contexto u otro, o más de uno con los aspectos puramente generales contextualmente asociados con el uso de ‘él’ en el contexto supuesto a (1‘); que haya más de un autor de una obra configurada por las mismas palabrastipo que Madame Bovary , o con cualesquiera aspectos puramente generales contextualmente asociados con el uso de ‘el autor de Madame Bo vary1 en el contexto supuesto de (1). Si (7) constituye el paradigma fregeano de proposición singular, entonces hay proposiciones singulares que escapan a este paradigma: proposiciones singulares russellianas, como las expresadas por (1), (!') y (1").
4. Una propuesta neo-fregeana sobre los sentidos de nombres propios e indéxicos En las dos secciones precedentes hemos examinado las dificultades fregeanas para dar cuenta de los sentidos de expresiones que refieren a objetos del mundo externo, “sustancias’VIncluso si abandonamos el supuesto de que los sentidos estén convencionalmente asociados con las expresionestipo, no parece posible que sentidos puramente conceptuales sean suficientes para determinar la referencia de términos que, por otra parte, intuitivamente la tienen. Esta conclusión es paradójica; pues, independientemente, AGF nos lleva a concluir que tam bién las expresiones que venimos considerando tienen sentido, además de referencia. En esta sección voy a proponer una explicación de cuáles puedan ser los sentidos que estamos buscando. La explicación mantiene la idea de que los sentidos están convencionalmente asociados a las expresiones lingüísticas, pero abandona el supuesto de que son las expresionestipo las que tienen referencia. Quiero advertir que, en la medida en que la propuesta se puede defender (como yo creo que puede defenderse), es incompatible con el intemismo de Frege. Por tanto, no se trata de ofrecer a Frege una réplica a las objecciones precedentes. Algunas observaciones sobre los deícticos de Frege en “El pensamiento” sugieren esta posibilidad, para el caso .específico de los deícticos.12 La idea ahora es que, en ei caso de las expresiones deícticas, lo que tiene referencia no es una expresióntipo, sino los ejemplares de la misma. ELsentido de ‘yo’, pongamos por caso, está convencionalmente asociado a la expresióntipo; pero este sentido identifica al referente de la expresión sólo relativamente a una ejem plificación de la expresión-tipo : una emisión concreta, gráfica o sonora, de una oración en que aparece un ejemplar de la expresión. La regla podría ser ésta: dada una proferencia %en que aparece, un ejemplar de ‘yo el referente de ese ejemplar es la persona que ha emitido /r. Reglas análogas son fácilmente ima-
ginables para otros deícticos, incluido el tiempo verbal. Según la afortunada descripción de Reichenbach, los deícticos resultan así ser expresiones, si no ¿z¿tforeflexivas, sí espécimen-reflexivas o reflexivas del espécimen (‘token refiexives’): las reglas semánticas con ellas asociadas no las reflejan a ellas mismas, pero sí a sus ejemplares; no remiten a ellas, sino a sus ejemplares. Sólo los especímenes concretos, no el tipo, tienen referencia, y su referencia se determina en virtud de alguna relación con los especímenes mismos. La regla semántica misma, por supuesto, está asociada al tipo; pues se trata de una regla convencional, y las convenciones se asocian a entidades reproducibles. Una consecuencia de esto, interesante para la comprensión del funcionamiento del lenguaje, es la de que no cabe atribuir referencia —ni valor de verdad, ni condiciones de verdad— a los enunciadostipo cuando éstos contienen
12. Exis te una gran controv ersia sobre la interpretación conrecta de las propues tas de Frége sobre JoV-défctfcos. Véase Perry, “Frege on Demonstratives”, Evans, “Understanding Demonstratives”, y KünneV^'Hybrid Proper Ñames”. La que sigue es mi propia versión de lo que parecen ser las ideas de Frege; y la propuesta que se desarrolla después sobre los nombres propios es enteramente mía; nada en los textos de Frege la sugiere. ' •
deícticos (o nombres propios, como se verá enseguida). Pues la referencia del enunciado depende de la de sus partes; pero sólo los ejemplares de las expresiones deícticas (o, como se verá, de los nombres propios) tienen una referencia determinada. Por consiguiente, sólo las proferencias concretas de enunciadostipo tienen referencia, cuando éstos contienen defcticos. Dado que el tiem po del verbo es, generalmente, un elemento deíctico, esta conclusión afecta a la inmensa mayoría de los enunciados del lenguaje natural. Sólo de las “oraciones, eternas” como ‘2 + 2 = 4’ cabe decir que tienen referencia.13 , Esta propuesta puede extenderse a los nombres propios, con la ayuda de las ideas sobre el sentido de estas expresiones bosquejadas en § 2 mediante la parábola fócida. También en el caso de los nombres propios son los ejem plares que aparecen en proferencias concretas los que tienen referencia; y también en este caso determinan los sentidos el referente esencialmente por relación al espécimen mismo. La peculiaridad del sentido de los nombres propios es, como vimos, que constan de elementos metalingüísticos. Por ejemplo, el sentido de ‘1.235’ sería propiamente expresable de este modo: dada una profe rencia K en que aparece un ejem plar de ‘1.23 5’, el referente de ese ejem plar es el objeto cuyo “etiquetado” mediante algún ejemplar de esa expresión-tipo es relevante en el contexto en que se ha emitido K. El lector puede comprobar
por sí mismo cómo esta propuesta sí permite suponer un referente bien determinado para ‘Ramsés VIII’, pese a que no poseamos otra información sobre el referente que la de que se trata de un individuo “etiquetado” mediante ejem plares de la expresión ‘Ramsés VIH’. (O, para ser más precisos, mediante ejemplares de una expresión fonéticamente emparentada a la así representada gráficamente en nuestro alfabeto.) En cada proferencia concreta de un nombre propio, por supuesto, hablantes y oyentes pueden asociar ulterior información identificatoria con un nombre propio. Cuando dos aficionados al cine hablan utilizando el término ‘Pasolini’, asocian a buen seguro una gran cantidad de información compartida con el nombre. Sin embargo, esta asociación no se produce como parte de su conocimiento del lenguaje. Nuestra propuesta busca identificar los modos de presentación del referente que conocemos exclusivamente como parte de nuestro conocimiento lingüístico. El hecho de que, según esta propuesta, tanto los indéxicos como los nom bres propios son espécimenreflexivos no implica que los nombres propios sean, estrictamente, expresiones deícticas. Existe una diferencia importante, que la fábula fócida buscó respetar: mientras que la referencia de una expresión deíctica puede variar con cada contexto particular en que se usa, la referencia de un nombre propio es mucho más estable. Fijada una comunidad de 13. Ni siquiera ‘la nieve es blanca’ es una oración eterna, según mis puntos de vista, aunque el verbo carez ca aquí de un indéxico temporal implícito. Los términos de género natura] del lenguaje común, como ‘nieve’, tienen también un componente indéxico, análogo al de los nombres propios. Un término como ‘tigre’ podría ser utilizado en otro planeta, asociado con los mismos rasgos observacionales vinculados a la expresión en castellano, para designar una especie distinta de la designada por los ejemplares de lá expresión que usamos los hablantes del español. Lo que determina una única especie como referente para nuestro término es el hecho de que asociamos esos rasgos observa cionales a los ejemplares de la expresión-tipo que nosotros mismos usamos. ■
uso, y establecido el pertinente proceso de “etiquetado”, la referencia^ dé los ejemplares del nombre permanece generalmente estable en todas las prófeíén cias que se hacen en esa comunidad. La referencia de los deícticos depende del contexto en el sentido usual de ‘contexto’, uno según el cual los contextos son situaciones pasajeras y de muy breve duración. La referencia de los nombres propios depende del “contexto” en un sentido distinto, uno según el cual los contextos son situaciones más estables. Esta diferencia queda recogida en los diferentes sentidos que hemos asignado a unos y otros. Los sentidos de los indéxicos determinan el referente de sus ejemplares relativamente a características que varían de proferencia a proferencia: el lugar y el tiempo en que se efectúa la proferencia, la persona que la emite, su audiencia, etc. Los sentidos metalingüísticos de los nombres propios determinan el referente de sus especímenes relativamente a características más estables. Los sentidos que esta propuesta asigna a las expresiones espécimenreflexivas —como los nombres propios e indéxicos— poseen las tres características requeridas por ACF (son predicativos, intersubjetivos y cognoscitivamente diáfanos), y son suficientes para determinar el referente de aquello que, tam bién según la propuesta, tiene realmente referencia (las expresionesejemplar). La objeción principal de Kripke a la idea de determinar el sentido de Los nom bres propios y deícticos mediante información del tipo “gestas conspicuas” del referente, no asociada convencionalmente con las expresiones, era que, en muchos casos (el de ‘Ramsés VIII’ es uno exacerbado), los usuarios de los nombres propios no conocen información de este tipo, bastante para determinar el referente. ¿Qué razón hay para pensar que los usuarios dé nombres pro pios e indéxicos conocen los sentidos que les hemos atribuido nosotros? El lector debe tener presente que es esencial a las ideas fregeanas que los sentidos de los términos sean conocidos por los usuarios de los mismos; deben ser, de hecho, mejor conocidos (conocidos más inmediatamente) que las referencias. De otro modo, no podrían desempeñar el papel que les atribuimos en la disolución de la paradoja constituida por ACF. Ahora bien, ¿qué sentido tiene atribuir a los usuarios del lenguaje conocimiento de una propuesta como la precedente — una propuesta que, incluso si es verdadera, es sumamente “teórica”— ? Esta objeción se revela basada en un malentendido ya familiar. Ciertamente, los sentidos deben ser “conocidos” por los usuarios; pero la tesis de que éstos los conocen no puede refutarse meramente haciendo notar que es preci . sa una buena dosis de teoría para reconocer nuestra práctica lingüística en una propuesta como la anterior. Los sentidos están aquí enteramente a la par con las vivencias, en el esbozo de propuesta extemista que hicimos en III, § 3. Nuestra pretensión es ofrecer una caracterización teórica de los sentidos de los términos singulares, que sólo tácitamente conocemos. Anteriormente (III, § 2) resumimos mediante un breve argumento el núcleo verdadero, que toda teoría correcta del pensamiento debería aceptar, de los argumentos representacionalistas en favor de la existencia de las vivencias, y de la mayor inmediatez de nuestro conocimiento de ellas relativamente al de los objetos reales de los que son signos naturales. Ese argumento nos puede ahora servir de modelo para
resumir las análogas razones en favor de la existencia de sentidos como los antes: propuestos para nombres propios e indéxicos, y de que son conocidos por los usuarios competentes de esas expresiones de una manera más “diáfana" a como conocen las referencias. Considérense estos tres casos, (i) Pedro oye una proferencia de ‘él es un genio filosófico’, cuyo contexto no puede identificar por cualesquiera razones, emitida a propósito de Saúl Kripke. (ii) Pedro oye exactamente los mismos sonidos que antes; podemos incluso pensar que consideramos una variante imaginaria del caso anterior, en que la emisión que Pedro oye es no sólo específica, sino numéricamente ia misma. En esta variante contrafáctica, ios sonidos reproducen una grabación, producida al sintetizar en unaúnica varias proferen cias grabadas en diferentes ocasiones, a diferentes individuos, en contextos en los que el referente del indéxico era diferente. Todos hablaban en serio, y de alguien bien definido; pero, por supuesto, el ejemplar de ‘él’ en la proferencia que escucha Pedro carece de referente, (iii) Pedro oye una proferencia de ‘Saúl Kripke es un genio filosófico’, emitida por un filósofo analítico contemporáneo. El argumento compendia convenientemente los hechos sobre la falibilidad y la intensionalidad de la contribución de los términos singulares a la determinación dei objeto intencional de las proferencias en que aparecen, elaborados anteriormente mediante ACF y mediante ejemplos como el de ‘Vulcano’. Es éste: (i) y (iii) comparten algo semánticamente fundamental; a saber, la condición para su verdades la misma, (ii) difiere de ambos en eso que (i) y (iii) comparten. Sin embargo, (i) y (ii) también comparten algo semánticamente fundamental, que les diferencia de (iii). Lo que comparten (i) y (ii), por supuesto, es el pensamiento fregeano; en especial, la intuición que el término singular que hace de sujeto en la proferencia aporta al pensamiento es la misma. Además, una teoría correcta del lenguaje tiene también que recoger ese aspecto, pues está esencialmente involucrado en la determinación de las condiciones de verdad de los enunciados: que la condición para la verdad de (i) sea la que es (y que pueda decirse de (ii) que carece de una condición para su verdad) viene determinado por el sentido de esas proferencias. La teoría de los deícticos que hemos elaborado en las páginas precedentes da cuenta precisamente de ese aspecto común a (i) y (ii), mejor que cualquier teoría rival; y son nuestras intuiciones lingüísticas las que nos fuerzan a reconocerlo así. Por lo tanto, como usuarios competentes de nuestro lenguaje conocemos los sentidos postulados por la teoría de los deícticos según la cual son expresiones espécimen reflexivas, incluso cuando, sin saber nada de esa teoría, comprendemos una proferencia como la de (i) y (ii). Los conocemos en el sentido de que, si nos volvemos reflexivamente sobre la naturaleza de nuestro conocimiento tácito del lenguaje con el fin de elaborar una articulación teórica explícita del mismo, nuestras intuiciones lingüísticas sobre casos claros justifican una propuesta como la anterior. Es fácil construir un caso similar para obtener la conclusión análoga para los nombres propios, invirtiendo las proferencias en (i) y (iii), y reemplazando el caso contrafáctico (ii) por uno como el siguiente. La proferencia correspon-
diente a la de (ii) es ahora una de ‘Saúl Kripke es un genio filosófico’. Pero, en la situación contrafáctica, la etiqueta ‘Saúl Kripke’ no designa. (Al menos, no lo hace en contextos como ei que estamos suponiendo, en que se pretende referir a Kripke, el gran filósofo analítico contemporáneo; pues, naturalmente, puede haber un camarero Saúl Kripke, etc.) Las obras de Kripke las ha producido en realidad, en esa situación imaginaria que estamos suponiendo, un equipo de filósofos de Alfa Centauri, deseosos de revelamos verdades profundas sobre el lenguaje sin herir excesivamente nuestro orgullo. El peculiar “individuo” que, bajo ese nombre, da clases en Princeton y participa en ocasiones en acaloradas discusiones en congresos es, en realidad, una alucinación colectiva creada por los marcianos mediante técnicas muy avanzadas de realidad virtual, etcétera. La presente propuesta explica de una manera natural nuestro conocimiento de proposiciones singulares russellianas. Lo que tiene referencia no es una expresióntipo, sino sus ejemplares en proferencias concretas. El sentido de las expresiones problemáticas determina la referencia de ejemplares de esas expresiones, en función de ciertas relaciones con esos mismos especímenes: quién los ha proferido, dónde, en qué lugar, suponiendo qué “etiquetados”. De acuerdo con esto, el sentido de los sujetos de los enunciados (1), (1') y (1M) es una intuición mixta, compuesta de aspectos individualizadores “puros” o fregeanos (la regla semántica asociada con la expresióntipo, que indica qué tipo de relación con el espécimen determina el referente) y del ejemplar mismo. Mas lo que hace a las intuiciones mixtas no es el que contengan una parte de una proferencia por relación a la cual se presenta al referente. Es más bien que, como explicaremos enseguida, suponemos a las intuiciones teóricamente identificadas por medio del referente en los casos afortunados en que lo hay —los casos (i) en los ejemplos anteriores—, por el papel funcional que desempeñan en la determinación de los mismos. En lugar de pretender reducir el conocimiento de objetos externos a un mítico conocimiento privilegiado de entidades internas, nos suponemos conocedores de objetos externos para, supuesto este conocimiento, explicarlo postulando un acceso sui generis a los modos de presentación mixtos descritos. La tesis atribuida a Russell en esta reconstrucción, que recogemos representando los sentidos de algunos términos singulares mediante intuiciones mixtas, se puede formular sucintamente así: hay un modo de comprender proposiciones singulares, y por tanto de conocer objetos, que es distinto al que Frege tiene en mente. (El propio Russell lo expresaría de una manera más radical: el modo que Frege tiene en mente no es un modo de comprender proposiciones verdaderamente singulares, sino un modo de comprender contenidos generales, lógicamente del mismo tipo que el expresado por (6).) Siguiendo a Russell, denominemos conocimiento por descripción al modo de comprender proposi ciones singulares, y por tanto de conocer objetos, ilustrado por la comprensión cabal de (7) proferido en el contexto antes propuesto. Se conoce un objeto por descripción cuando se entiende una proposición singular fregeana: se conocen ciertos aspectos generales, asociados de modo manifiesto para cualquier usuario competente con el uso del término, y se piensa en el objeto como aquello único que reúne esos aspectos. Si no hay una única cosa que de hecho tiene
esos aspectos, entonces la proposición conocida es falsa, o incorrecta de algún otro modo. Y si, aunque de hecho hay una única entidad con esas características, contemplamos una situación imaginaria en que alguna otra es aquella que las satisface únicamente, entonces este otro objeto es, relativamente a esa situación imaginaria, la referencia del término. En el caso del conocimiento por descripción, atribuir referencia al ejem plar es innecesario. (7) funciona semánticamente de tal modo que es la expre sióntipo que hace de sujeto gramatical en ese enunciado la encargada de determinar un referente. A todos los efectos, (7) es una “oración eterna”, con condiciones de verdad independientes del contexto en que se profiere. El modo alternativo de conocer objetos inspirado por las consideraciones de Russell involucra también el conocimiento de aspectos generales que contribuyen a la identificación de los objetos; en esto radica nuestra discrepancia con Russell. Los aspectos en cuestión, sin embargo, pueden ser compartidos por diferentes objetos, y de hecho lo son en muchos casos; y, sin embargo, la proposición conocida concierne de modo definido a un único objeto, y concerniría a ese único objeto en cualquier situación imaginaria que describamos con ayuda del término. Por tanto, comprender una proposición singular que requiera conocer un objeto de este modo no puede consistir en lo mismo en que consiste com prender una proposición singular fregeana. Siguiendo también a Russell, denominemos fam iliarización o conocimiento por contacto a este modo alternativo de conocer objetos (el término de Russell es ‘knowledge by acquaintance’).14 Es éste el modo de conocimiento involucrado en la comprensión de proposiciones russellianas, de las que ciertos objetos reales (los especímenes de las expresionestipo) son partes componentes; (1), (!') y (l")To ilustran. ¿Cómo se comprenden las proposiciones russellianas? Simplemente, identificando el espécimen relevante, y conociendo la relación con ese espécimen que determina al referente. Cuando alguien emite una proferencia concreta n de ‘yo soy un genio filosófico’, sabemos quién es el referente del sujeto identificando la parte pertinente de n y gracias a que nuestro conocimiento de las convenciones del castellano nos dice que el referente es la persona que ha proferido tc. Podemos no saber mucho de ese individuo; quizás hemos oído n proviniendo de una habitación a oscuras, a cuyos ocupantes no podemos ver. Pero nuestro acceso a k (junt0 con el conocimiento de las convenciones lingüísticas pertinentes) nos permite establecer el oportuno “contacto” con el referente. Si oímos una proferencia de ‘ese árbol es más joven que ese árbol’, identificamos el referente del primer ejemplar de ‘ese árbol’ en virtud de una relación con esa parte específica de la proferencia (por “contacto” con esa parte), y el referente del segundo ejemplar de la misma expresión en virtud de la misma relación con esa otra parte de la proferencia. Estas intuiciones mixtas son diferentes, pues sus partes obje14. ‘Kno wledge by acquaintance ’ se traduce a veces al español com o co no ci m ie nt o di re ct o. Las connotacio nes de esa traducción castellana hubiesen agradado a Russell, en la medida en que sugieren que en el caso del conoci miento por “acquaintance” no hay conocimiento de características generales de lo conocido (es decir, sugieren que el conocimiento por contacto de. o la familiarización con, un objeto no involucra sentidos fregeanos). En esa misma medida, la traducción no resulta aceptable cuando queremos usarlo sin presuponer esa idea.
tivas lo son; así se explica que una proferencia como la indicada no sea tautológica, incluso en un contexto en el que (sin que el hablante lo haya advertido, porque apuntaba en cada caso a una parte distinta de un mismo árbol extraordinariamente grande y retorcido) los dos términos singulares refieren al mismo árbol. Tomemos el enunciado ‘1.235 está enferma’, proferido por A para transmitir cierta información a B en el contexto de la parábola sobre la naturaleza de los nombres propios propuesta en la sección anterior. La intuición puramente conceptual fregeana asociada convencionalmente con el sujeto, ‘1.235’ es objeto cuyo etiquetado con el numeral ‘1.235’ es relevante en el contexto en que se ha emitido el ejemplar de 41.235'. Quizás en el contexto de proferencia existan otros aspectos puramente generales no asociados convencionalmente con el término, pero que también ayudan a. identificar el referente en este uso específico; por ejemplo, que el objeto es una foca, que la foca referida es una foca enferma, con una cierta apariencia, etc. Estos aspectos indivi duativos no identifican al referente; una comunidad encargada del estudio de otra población de focas puede utilizar un sistema similar para referir a las focas, y quizás la etiquetada con un ejemplar del mismo numeral esté también enferma y tenga un aspecto parecido. Incluso si ello fuese así, el término singular ‘1.235’, en el contexto de la proferencia que consideramos, tiene una referencia definida; porque el referente se determina en parte por relación con el ejemplar específico utilizado en la proferencia.15 Si bien se piensa, lo que en todos estos casos determina la referencia —dado que los modos de presentación puramente freganos asociados sólo contribuyen a ello pero no son suficientes— es, pues, el hecho de que el uso del espécimen concreto (de ‘1.235’ o de uu deíctico) que estamos considerando , asociado con los modos de presentación indicados, se ha producido en con tacto causal-explicativo con el referente (y no, pongamos por caso, con la foca de la otra población) y con el propósito de producir efectos que afectan al refe rente (y no a la foca de la otra población). El uso que se hace de ‘1.235’ en la
comunidad que estamos imaginando remite al etiquetado de una foca concreta (una relación de contacto causal), y a la satisfacción de los propósitos de los miembros de esa comunidad relativos a la foca en cuestión —lo que requiere, dicho sea de paso, no sólo el “bautismo” o etiquetado original, sino también, por ejemplo, la preservación en buenas condiciones de las etiquetas.16 Estas complejas relaciones, aquí meramente apuntadas, sí parecen suficientes para determinar un objeto con precisión. 15. Obsérvese que, inclus o si de hecho sólo un objeto reúne las características en cuestión, el término con serva esa referencia definida cuando lo utilizamos para describir situaciones imaginarias en las que son otros los obje tos que las reúnen. Esto resulta patente si consideramos afirmaciones como ésta: “ayer estuve a punto de cambiar las etiquetas, aunque al final no Jo hice; a 1.235 le hubiese correspondido ‘3.42 1’ si lo hubiese h echo com o pensaba" L 9 que identifica al referente es que está etiquetado con ‘1.235’ en el mundo real, incluso cuando hablamos de situacio nes imaginarias en que está etiquetado de otro modo. 16. El artículo de Gareth Evans “The Causal Theory of Ñames" pone en cuestión el carácter casi mágico que algunos lectores de Kripke conceden al “bautismo original’’ del objeto mediante el nombre, y enfatiza la importancia de las prá cti ca s posteriores. Las referencias en el texto a los efectos que se consiguen con el uso del nómbre se hocen atendiendo a los problemas expues tos por Evans. vrví ^ ;i:
Supongamos que, en la presencia destacada de una foca, A dice ‘esa foca está enferma’. De nuevo, ni los modos de presentación fregeanos convencionalmente asociados al deícticotipo ‘esa foca’ (foca contextiialmente promi nente), ni los asociados contextualmente al uso (la apariencia de la foca, por ejemplo) bastan para identificar la referencia; y, sin embargo, ‘esa foca’ tiene una referencia bien precisa. Y, de nuevo, está claro qué la determina: el que ese uso del ejemplar concreto del término, asociado con esos modos de pre sentación, se ha producido en contacto cau sal (perceptual en este caso) con e l objeto significado, y con el propósito de promover ciertos efectos relativos al mismo. (Y no a cualquier otra foca con similar apariencia e igualmente pro-
minente en algún contexto posible de comunicación.) Algo similar cabe decir a propósito de los sujetos gramaticales de (1), (F) y (1"). El uso que se hace de ‘Flaubert’ en este último enunciado, asociado con los modos de presentación fregeanos que el lector puede fácilmente colegir de la analogía anterior, se produce en contacto causal y funcional con un cierto individuo. El “contacto” es mucho más complejo que el ilustrado antes, en la misma medida en que el “etiquetado” de una persona es algo mucho más complicado que el etiquetado de las focas. Pero el mecanismo es similar. Dada la información que el conferenciante asocia manifiestamente con el término ‘Flaubert’ (además de la información de que se trata de un individuo llamado ‘Flaubert’, que en sí mismo, aunque poco, algo dice), su uso de ese ejem plar del término remite quizás al que se hace en una serie de libros y artículos que el conferenciante ha leído, en lecciones que ha escuchado, etc.; esos otros usos remiten a otros similares, etc., así hasta llegar a una cierto personaje del siglo xix, foco común de la gran mayoría de esos usos.17 También son relevantes aquí los efectos relativos a Flaubert que espera producir el conferenciante con su uso de un ejemplar de ‘Flaubert’ en (1"), tales como los estados de información sobre Flaubert que la conferencia tiene la capacidad de producir en la audiencia. En cuanto a (1) y (F), este mismo tipo de factores (el com plejo contacto causal a través de una cadena de comunicación; el papel en los efectos que el hablante se propone producir) son también los pertinentes tanto para dar cuenta de la referencia de ‘él’ en (F) (no son, ciertamente, elementos perceptuales los que juegan un papel en la determinación de la referencia de ese deíctico) como de la descripción ‘el autor de M ada m e B o v a ry ’ en (1). Este modo de entender las proposiciones russellianas es propio de una concepción extemista, enteramente análoga a la bosquejada anteriormente (III, § 3) a propósito de estados perceptuales. Incluso aunque, “desde dentro”, por
17. La idea de que lo dec isivo para determinar la referencia de los nombres propios es una cadena causal de comunicación procede de Kripke; véase El no m br ar y la ne ce sid ad . En general, procede de esta obra la idea de la importancia de la relación causal en los usos de términos singulares que producen proposiciones russellianas. Ideas análogas (defendidas por Kripke y Putnam) pueden utilizarse para justificar la tesis defendida en IV, § 3, según la cual la extensión de los términos de género natural está constituida por los objetos que comparten una cierta esencial real (y no por los que comparten la esencia nominal asociada al término). En una discusión de la semántica de los tér minos generales (que aquí hemos decidido omitir) se reproducirían muchos de los aspectos de la que hemos desarro llado en las dos últimas secciones.
así decirlo, un hablante no puede determinar si una proferencia. de ;él ies iiiri genio filosófico’ (o ‘Saúl Kripke es un genio filosófico’) se ha^producido en una situación del tipo de (i) en el ejemplo anterior, o más bien en una del. tipo (ii), lo expresado es muy distinto en ambos casos. En el primero, se trata.de una proposición que contiene una intuición mixta, de la que el referente mismo es una “parte componente”, un elemento individualizados En la situación de tipo (ii), sin embargo, no puede haberse expresado una proposición así, pues no hay referente. Supuesta una concepción falibilista del conocimiento, el hecho de que no podamos estar ciertos de si hemos expresado (o comprendido) una proposición singular, o estamos más bien ante uno de esos casos frustrados, no nos fuerza a adoptar la visión internista que identifica los contenidos en los casos de tipo .(i)y en los casos de tipo (ii). Desgraciadamente para los que preferirían un argumento sencillo en favor del extemismo, la verdad es que los argumentos que hemos enunciado no son en absoluto concluyentes, al menos no por lo dicho hasta aquí. Recuérdese la típica maniobra del representacionalista, cuando el realismo ingenuo postula acaecimientos reales directamente conocidos: retrotraerse un estadio, y utilizar entidades convenientemente internas (vivencias) para los mismos fines. Donde el realista ingenuo supone que percibimos directamente un acaecimiento —como, por ejemplo, la proferencia de una oracióntipo— , el representacionalista sólo ve el resultado de una inferencia problemática a partir de otras entidades igualmente concretas (concretas porque tienen una ubicación temporal, y suceden a un sujeto determinado: estos dos parámetros bastan para ubicarlas), pero no objetivas, sino subjetivas, y cuya existencia sí es conocida con la necesaria certidumbre: a saber, vivencias de esas (supuestas) proferencias, notadas por un sujeto. Supuesto que la introducción de vivencias, en el marco representacionalista, sea en sí misma razonable, la explicación que acabamos de ofrecer del modo en que se determinan los objetos intencionales de las pro posiciones expresadas por (1), (1*) y (1"), así como del carácter “singular” de estas proposiciones (por oposición al carácter “general” de la proposición expresada por (7)) valdría exactamente igual si, en lugar de incluir en las intuiciones “mixtas” partes de proferencias reales, incluimos más bien partes de las vivencias que las representan. En estos términos, las proposiciones resultantes son, una vez más, convenientemente internas. Sus (presuntos) objetos intencionales son acaecimientos objetivos; pero la identificación de los componentes proposicionales no requiere suponer la existencia de nada objetivo. La única conclusión válida de la discusión precedente, pues, es que las proposiciones fregeanas, en las que los sentidos de los términos singulares son intuiciones puramente conceptuales, no permiten dar cuenta cabal del conocimiento de proposiciones singulares russellianas que los datos revelan. No se puede tener, únicamente “por descripción”, un conocimiento de objetos tan determinado como el que creemos tener; las caracterizaciones a través de las cuales conocemos objetos deben incluir la referencia a algún particular, sin que esta referencia sea eliminable. Sin embargo, esta conclusión es compatible de un modo sutil con un punto de vista esencialmente acorde con las intuiciones
internistas. Se admiten, de acuerdo con la conclusión del argumento, intuiciones que incluyen particulares; pero el único elemento particular no descriptivo incluido en ellas es el “yo” y sus vivencias concretas. De acuerdo con la concepción internista, se supone que el referente externo, si lo hay, no es esencial para individualizar estos modos de presentación; tales intuiciones, pues, no son “mixtas” en el sentido que le damos al término. Según esta propuesta^ si nos limitamos a los aspectos esenciales del significado, las proferencias en los casos (i) y (ii) de los ejemplos anteriores tienen el mismo significado. También en estos casos, por tanto, el objeto extemo (cuando lo hay) se conoce por descripción. Como se dijo, a Frege nunca se le hubiera ocurrido defender en estos términos su tesis de que las referencias (esto es, los constituyentes de acaecimientos objetivos) no pueden ser “parte” de los sentidos. Pero eso sólo cabe achacarlo a sus propias deficiencias filosóficas; a que nunca pensase seriamente los problemas relativos a la percepción y al conocimiento del mundo externo de los acaecimientos objetivos. Ciertamente, un representacionalista como Locke nunca hubiese pensado que se. pudiera determinar de un modo puramente general los objetos intencionales de todos nuestros pensamientos. Un punto de vista análogo aparece sugerido en la obra de filósofos contemporáneos como John Searle y David Lewis.18 Como se verá, el Wittgenstein del Tractatus (de manera más explícita, el de los escritos del “periodo intermedio”) defiende una variante fenomenalista de una concepción internista así. Las consideraciones en esta sección y la precedente no permiten concluir, por sí solas, la falsedad de este intemismo sutil. 5.
Ac titudes proposicionales de dicto y de re
Ofreceremos para concluir un último elemento de prueba en favor de la tesis de que ciertas entidades concretas son “parte componente” de algunas pro posiciones, que hemos defendido — si bien en una reconstrucción liberal— frente a Frege. Expusimos en VI, § 3 el análisis fregeano del discurso indirecto. Tal y como indicamos, este análisis se apoya en ciertas analogías entre el discurso indirecto y el discurso directo, y en un análisis de este último según el cual las expresiones en contextos directos tienen como referencia las expresionestipo que ellas mismas ejemplifican (es decir, en estos contextos se designan a sí mismas, pues lo que designa es la expresióntipo). El dato principal en favor de esta teoría fregeana era, como vimos, que términos singulares que, por tener la misma referencia, son intersustituibles salva veritate en contextos usuales (como ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ son intercambiables salva veritate en (8)), no lo son cuando se encuentran en contextos indirectos (las mismas expresiones no son intercambiables salva veritate en (9)):
18.
Véas e Searl e, In ten ci on al ida d, y Lewis, “Altitudes De Di ct o and De Se".
(8)
El lucero vespertino es visible al atardecer
(9)
Raúl cree que el lucero vespertino es visible al atardecer.
Frege explica este dato empírico, por analogía con lo que ocurre en contextos directos (los mismos términos tampoco son intercambiables salva veri tate en (10)), sosteniendo que en contextos indirectos las palabras modifican su referencia, al igual que lo hacen según él en contextos directos: sólo que, mientras en los segundos pasan a significarse a sí mismas, en contextos indirectos pasan a tener como referencia lo que en contextos usuales es su sentido. (10)
Raúl dijo: el lucero vespertino es visible al atardecer.
Como dijimos en VI, § 3, en la medida en que la teoría del discurso indirecto de Frege explica satisfactoriamente un dato a primera vista esquivo, la explicación corrobora la distinción fregeana entre sentido y referencia. Ahora podemos poner de manifiesto, sin embargo, un dato intuitivo que se opondría a la teoría fregeana del discurso indirecto si los sentidos no incluyesen nunca particulares , como Frege parece pensar. Una vez que admitimos entre los sentidos esas entidades heterogéneas a que hemos denominado ‘intuiciones mixtas’, sin embargo, el dato puede recibir una explicación compatible con la teoría fregeana del discurso indirecto y con la distinción entre sentido y referencia. El dato consiste en que ciertos términos singulares que se encuentran en contextos indirectos no parecen tener como referencia un sentido fregeano, sino la misma que tienen cuando se encuentran en contextos usuales. Mientras que es manifiesto para cualquier persona reflexiva que ‘Héspero’, en ‘Héspero comienza con hache’, no tiene como referencia un planeta, sino una expresión, no es nada manifiesto que esa expresión no tenga como referencia el planeta Venus cuando aparece en ‘Los científicos creen que Héspero puede mantener vida’. Esto no es más que un dato intuitivo; pero hay modos teóricamente más elaborados de presentar la misma idea. Considérese (11): (11)
Raúlj cree qué María loj ama.
El pronombre ‘lo’ es un pronombre anafórico. Un pronom bre anafórico es
un pronombre cuya referencia se obtiene a partir de la referencia de una expresión sintácticamente vinculada con ella, su antecedente. Definir teóricamente esta relación sintáctica resulta ser muy complicado, pero afortunadamente nuestra competencia lingüística basta para reconocer el antecedente en los casos que queremos considerar. Cuando el antecedente es un término singular; la referencia del pronombre anafórico es, simplemente, la referencia del término singular. Por ejemplo, en ‘María estaba en el teatro con el hombre que la acompaña habitualmente’ , la referencia de ‘la’ es simplemente la referencia de su antecedente, ‘María’. De modo que la referencia de ‘lo’ en (11) debe ser
la referencia de su antecedente, ‘RaúP; indicamos mediante subíndices la relación pronominal entre ‘Raúl’ y ‘lo’. Sin embargo, de acuerdo con la teoría fre geana del discurso indirecto, tal cosa no parece posible si los sentidos no incluyen referencias; porque ‘Raúl’, al ocupar un contexto usual, tiene su referencia usual, mientras que ‘lo’, al estar en un contexto indirecto, significa un sentido. La dificultad se hace manifiesta si utilizamos la convención notacional sugerida al final de VI, § 3 (por analogía con las comillas) para indicar los contextos en que las palabras refieren a sus sentidos: (11')
Raúlj cree que #María bj ama#.
W. V. O. Quine propuso en “Cuantificadores y Actitudes Proposicionales” un ejemplo célebre del mismo tipo de dificultad. Un enunciado como ‘Raúl cree que un ciudadano americano es portador del virus Ebo la \ parece tener dos interpretaciones posibles. En la primera interpretación, Raúl tiene una opinión con un contenido puramente general; dada la gran cantidad de americanos, su movilidad, y jos conocimientos de Raúl sobre la distribución del virus, éste ha formado la opinión de que al menos un ciudadano americano es portador del mismo. En la segunda interpretación, Raúl tiene una opinión acerca de un americano concreto; se le atribuye, en este sentido, una creencia con contenido singular. Parafraseando,a Quine, sólo en el segundo sentido resulta Raúl de interés para las autoridades sanitarias. La notación lógica presentada en VI, § 6 nos permite distinguir ambas interpretaciones; la primera correspondería a (12), la segunda a (13): (12)
Raúl cree que #3x(x es ciudadano americano
a
x
es portador del virus
Ebola)#
(13)
B^(.x es ciudadano americano Ebola #)
a
Raúl cree que #x es portador del virus
De nuevo, mientras que (12) no sugiere ningún problema apreciable para la tesis fregeana de que las referencias usuales no son nunca sentidos, (13) presenta la misma dificultad que (11). Una vez más, la notación de “comillas de sentidos” lo hace patente. El problema está en que la misma variable, ‘x \ aparece tanto en un contexto usual como en uno indirecto. Las referencias de los pseudonombres que reemplacen a las variables a la hora de interpretar ios enunciados que incluyen expresiones de cuantificación, según las reglas ofrecidas en VI, § 6, deben estar entre las referencias posibles de términos singulares que ocupen esas posiciones. Ahora bien, un pseudonombre que ocupe la primera aparición de ‘x’ en (13) debe recibir como referencia una usual, es decir, un objeto; uno que ocupe la segunda, sin embargo, debe referir a un sentido: algo que, en la concepción fregeana, difiere enteramente de una referencia usual. Quine introdujo la expresión ‘actitudes proposicionales de re ’ (por oposi-
ción a ‘actitudes proposicionales de dicto') para referirse a las Atribuidas mediante enunciados del tipo que (11) y (13) ilustran. De acuerdo con .la teoría fregeana del discurso indirecto, los enunciados que ocupan contextos indirectos refieren a pensamientos. Si esa teoría es correcta, pareciera que las actitudes de re harían patente que el discurso común contempla pensamientos de los que son “parte componente” referencias usuales, esto es, objetos comunes y corrientes. Se dice que la posición que ocupan los términos singulares en contextos usuales (VI, § 3) es extensional indicando con ello que esas posiciones satisfacen dos criterios. En primer lugar, si dos términos singulares tienen la misma referencia usual, son intersustituibles salva veritate cuando ocupan esas posiciones. Así, ‘Héspero7 es sustituible salva veritate por ‘Fósforo’ en ‘Héspero es visible al atardecer’. En segundo lugar, la inferencia conocida como gene ralización existencial es válida, con respecto a esas posiciones. Así, es válido inferir ‘3x(x es visible al atardecer)’ a partir de ‘Héspero es visible al atardecer’. Las posiciones que ocupan los términos singulares en la mayoría de los contex tos indirectos (VI, § 3) no son extensionales, sino intensionales; por razones que ya conocemos —y que la teoría fregeana del discurso indirecto explica bien—, no se puede sustituir salva veritate ‘Héspero’ por ‘Fósforo’ en ‘Sergi cree que Héspero es visible al atardecer’, ni se puede generalizar existencialmente con validez la posición ocupada por ‘Vulcano’ en el enunciado verdadero ‘Le Verrier creía que Vulcano causa las alteraciones en la órbita de Mercurio’.19 La intensionalidad de las posiciones pertinentes en el enunciado con el que se hace una atribución revela que las actitudes atribuidas son de dicto , es decir, son identificadas por relación a un dictum , una proposición o pensamiento fregeano. La marca característica de las atribuciones de actitudes proposicionales de re es que, a diferencia de estos casos inicialmente contemplados por los fregeanos, las posiciones ocupadas por los términos singulares pertinentes (‘lo’ en (11), la variable ‘x’ dentro del contexto indirecto en (13)), pese a hallarse en contextos indirectos, son extensionales. (14), en su interpretación más natural (en la que no se supone a Julia particularmente tolerante, ni por tanto advertida de la relación entre su marido y su amiga), es otro caso paradigmático de atribución de re: (14)
Julia cree que la amante de su marido es su mejor amiga.
Según la teoría fregeana del discurso indirecto, la referencia de un enunciado que se halla en un contexto así no es su referencia usual, sino un pensamiento (las actitudes son relaciones con dicta). Relativamente a esta tesis, las atribuciones de re constituyen un dato en favor de la idea de Russell, según la cual los objetos reales que son las referencias usuales de los términos singulares son en ocasiones “constituyentes” o “partes componentes” de los pensa
19. Éste es el sentido técnic o de ‘intensionalidad’. cuyas relaciones con el sentido que aquí hemos venido dándole al término se expusieron anteriormente, en la nota 4 de este capítulo.
míentos. Es patente que ‘Ja amante de su marido’ no refiere en (14) —en su interpretación más natural— al sentido a través del cual Julia se representa a esa persona que es su mejor amiga, sino que tiene su referencia usual: refiere a una persona, un objeto real; es, en este caso, un objeto real su contribución a aquello respecto a lo cual ha de evaluarse el valor veritativo de (14). Es por eso que la posición es, en este caso, extensional: podemos sustituir salva veri tate por ese término cualquier otro que designe a la misma persona, y es válido generalizar existencialmente esa posición. Tal y como explicamos en el capitulo anterior (VI, § 3), la intensionalidad de los contextos indirectos es un dato poderoso en favor de la teoría fregeana de las proposiciones, incluida la distinción entre sentido y referencia. La teoría fregeana postula la distinción entre sentido y referencia por razones inde pendientes. Una vez que tenemos a la vista la teoría, reparamos en la anomalía que constituye la intensionalidad de ios contextos indirectos. La anomalía es un dato empírico para la semántica, que toda teoría debe explicar; a primera vista, sin embargo, el dato refuta la teoría de Frege (pues, dada la definición de ‘referencia’, los términos singulares correferenciales deberían ser intercam biables salva veritate en todos los contextos). Sin embargo, gracias a que la teoría ya postula, independientemente, la existencia de sentidos, Frege puede servirse de la analogía con los contextos de cita directa para explicar el dato mediante su teoría de la referencia cambiante. Como la solución apela precisamente a ios sentidos, confirma indirectamente la semántica fregeana. La confirma exactamente del modo en que confirma la existencia de entidades teóricas el uso de esas entidades (independientemente introducidas) para explicar datos empíricos inexplicables sin ellas.20 Vemos ahora, sin embargo, que los datos sobre los contextos indirectos son más complejos de lo que suponen los fregeanos: estos contextos no siem pre son intensionales. En un reverso singular de fortunas, la extensionalidad ocasional de algunas posiciones en esos contextos apoya la propuesta milliana de Russell. El paladín de los millianos contemporáneos, Saúl Kripke, construyó un sutil argumento basado en los datos intuitivos que manifiestan la existencia de atribuciones de re, destinado a establecer una conclusión análoga, aunque menos ambiciosa. Kripke no pretende concluir que las intuiciones lingüísticas que revelan la existencia de atribuciones de re confirmen una posición milliana como la de Russell. Su argumento establece sólo que los fregeanos no están legitimados para utilizar (al modo indicado en el párrafo anterior) los éxitos parciales de su teoría en lo que respecta a la semántica de los contextos indirectos; pues éste es un ámbito en el que nuestras intuiciones lingüísticas son muy poco firmes, bordeando en lo incoherente. Tomemos el caso de Pedro, ‘Londres’ y ‘London’, que introdujimos en VI, 20. Com o dice I. Hacking (Representing and Iniervening), “si puedes rociarlos, existen”. La mejor prueba de (a existencia de entidades teóricas la tenemos cuando las usamos, particularmente para fines insospechados cuando se introdujeron. Que podamos “bombardear" experimentalmente cuerpos con electrones quita sustancia efectiva a las dudas escépticas sobre la existencia de electrones.
§ 2. (El ejemplo es del propio Kripke.) Un principio plausible y básico qúfeiítfc lizamos para atribuir a un sujeto actitudes proposicionales es el siguiente:'Si acepta la verdad de una proposición que él expresa con el enunciado de su leri^ guaje a, si tenemos además las mejores razones disponibles para pensar q ué'ST es sincero, entiende perfectamente bien a , etc., y si el enunciado de nuestro; lenguaje p ofrece una buena traducción del contenido proposicional aceptado por S, entonces la siguiente atribución de actitud proposicional, expresada en nuestro lenguaje, es verdadera: S cree que p. Ahora bien, como se recordará, Pedro acepta (con sinceridad, entendiendo lo que dice, etc.) las proposiciones que él expresaría así: (i) ‘Londres tiene parajes lindos’, y (ii) ‘London no tiene parajes lindos’. La mejor traducción de (i) a nuestro lenguaje la ofrece ese mismo enunciado; y la mejor traducción de (ii) a nuestro lenguaje la ofrece ‘Londres no tiene parajes lindos’ (pues la ciudad a la que Pedro quiere referirse con ‘London’ no es otra que Londres). De modo que, sobre la base del poco discutible principio anterior, parece que hemos de aceptar ía verdad de ‘Pedro cree que Londres tiene parajes lindos’ y también la de ‘Pedro cree que Londres no tiene parajes lindos’. Es decir, hemos de atribuir a Pedro creencias contradictorias. Pero esto parece absurdo; Pedro no parece hallarse en la ininteligible condición de quien cree a la vez que hay vida en Marte y que no la hay. Su tesitura puede muy bien ser la nuestra, a propósito de otros objetos; ¿hemos de creer de nosotros mismos sólo por eso que tenemos opiniones contradictorias? La situación es aún peor. Pues un principio que también utilizamos generalmente es éste: es válido inferir de S [act. prop.] que no a lo siguiente: S no [act. prop.] que cr. Así, si es verdad ‘Sergi cree que no hay vida en Marte’, también lo es ‘Sergi no cree que haya vida en Marte’. Según este principio, ‘Pedro cree que Londres no tiene parajes lindos’ implica ‘Pedro no cree que Londres tenga parajes lindos’. Y ahora somos nosotros, no sólo Pedro, los que nos contradecimos: principios aparentemente razonables nos llevan a mantener a la vez ‘Pedro cree que Londres tiene parajes lindos’ y ‘Pedro no cree ^ue Londres tenga parajes lindos’.21 Este es un argumento serio, y su cauta conclusión debe sin duda ser aceptada. Pisamos un terreno resbaladizo, en el que las intuiciones lingüísticas no tiene una validez apodíctica. Por lo demás, (como ilustramos en el segundo capítulo mediante el examen pormenorizado de las teorías de las citas), ésta debería ser nuestra actitud en general hacia los datos empíricos para las teorías lingüísticas, si las tesis metodológicas que vengo defendiendo desde la introducción sobre la semántica y la filosofía son válidas. Las intuiciones lingüísticas desempeñan exactamente el papel de los datos empíricos en la ciencia; y, como es familiar a estas alturas para todo el mundo, las teorías interesantes no se atienen ciegamente a los datos empíricos, sino que están legitimadas incluso para corregirlos drásticamente. Hemos ofrecido abundantes razones para no aceptar la conclusión millia na; tampoco las intuiciones que manifiestan la existencia de atribuciones de re 21.
Véase Kripke, “A Puzzle about Belief”.
deberían llevamos a abandonar ese resultado. (Como he dicho, Kripke no pretende concluir tal cosa.) Una idea de David Kaplan,22 junto con la propuesta de las dos secciones precedentes sobre la naturaleza de las proposiciones singulares basada en nuestra inteipretación de la distinción russelliana entre conoci miento po r descripción y conocimiento por contacto , ofrece a mi juicio una buena guía para la comprensión teórica de las atribuciones de re. Según la concepción fregeana (VI, § 3), todo término que se encuentre dentro de un contexto indirecto tiene la función de referir, no a lo que el término refiere usúaimente, sino a su sentido usual (con la finalidad de identificar el pensamiento o proposición que se atribuye al sujeto.) Las atribuciones de re (como (11) o (13)) parecen contradecir esta tesis; pero, según Kaplan, las apariencias son engañosas. De acuerdo con la idea de Kaplan, la función dé un término que, en una atribución de re, ocupa una posición extensional pese a hallarse dentro de un contexto indirecto (como ‘la amante de su marido’ en (14)) es la de referir obli cuamente al constituyente proposicional al que, propiamente, un término en esa posición debería referir (esto es, su sentido usual). Si el hablante utiliza este recurso es porgue no está en disposición de utilizar un término que refiera directamente al constituyente proposicional que define con precisión el pensamiento atribuido al sujeto, quizás por desconocimiento —o porque no quiere, por las razones que sean— . El hablante que profiere (14) indica, al convertir en extensional una posición que debería ser intensional, que no está en disposición de utilizar un término que refiera al sentido a que se debería hacer referencia en esa posición; es decir, que no está en disposición de referirse al sentido a través del cual Julia se presenta a esa persona a la que cree su mejor amiga. Este constituyente proposicional ignoto es una intuición mixta, que determina a un objeto externo por contacto con la entidad concreta que es parte de la misma (un ejemplar que forma parte de una proferencia concreta, o quizás de una vivencia). Para hacer referencia de esta manera oblicua a la intuición mixta, el hablante que hace la atribución de re utiliza un término singular que refiere al objeto real determinado (el amante del marido de Julia) con el que la intuición mixta ignota pone al sujeto de la actitud proposicional (Julia) en contacto. Como expusimos anteriormente (VI, § 4), el representacionalismo fregeano presume que existe una relación entre los sentidos y los objetos reales por ellos determinados (análoga a la relación de designación que existe entre las palabras y sus referentes) a la que denominamos ‘presentación’. La relación de referencia que vincula palabras y referentes se compone de la relación que vincula a las palabras y a sus sentidos y de la relación de presentación entre los sentidos y el referente. Según la propuesta de la sección precedente para dar cuenta del “conocimiento por contacto”, esta relación es en parte una relación causal, análoga a la lockeana de significación natural: los sentidos “mixtos” que —según tal propuesta— integran las proposiciones russellianas presentan a sus referentes en virtud de una relación con las entidades concretas que for22.
En “Cuanüficación, creencia y modalidad".
man parte de ellos .(partes de proferencias concretas). Si utilizamos la letra griega mayúscula delta para referimos a la relación de presentación, entre los sentidos y los referentes que determinan, y utilizamos letras griegas como variables que han de ser reemplazadas por pseudonombres que refieren, a sei¿ tidos, podemos representar de una manera lógicamente perspicua —siguiendo a Kaplan— el contenido de una atribución de re como (14) en ios siguientes términos: (15)
3 a (Juliaj cree que # a es su mejor amiga# marido)).
a
A(a, la amante de su¡
Todos los términos que aparecen dentro de las “comillas para mencionar sentidos” refieren ahora a sentidos, como debe ser el caso según la teoría fregeana del discurso indirecto. La presencia de una variable que “varía” sobre sentidos (y debe ser sustituida, al aplicar las reglas semánticas para la cuanti ficación de VI, § 6, por pseudonombres que refieran a sentidos) ligada a un cuantificador existencial pone de manifiesto la relativa ignorancia con que el hablante se representa a sí mismo en cuanto al componente en cuestión del pensamiento de Julia. El término ‘la amante de su marido’ aparece ahora en una posición perfectamente extensional, y la referencia explícita a la relación de “significación natural” entre el sentido indefinido y el objeto real pone de relieve la manera oblicua mediante la que el hablante caracteriza ese sentido: sólo dice de él que es un sentido que, a través del “contacto” con su componente concreto, presenta a Julia a quien de hecho es la amante de su marido. En los mismos términos, el contenido de los otros dos ejemplos que hemos ofrecido en esta sección de atribuciones de re podría ser representado, de manera enteramente compatible con la teoría fregeana del discurso indirecto, en los siguientes términos: (11") (13’)
3 a (Raúlj cree que #María ama a a # A(a, loj)) 3 a 3x(x es ciudadano americano a Raúl cree que #a es portador del virus Ebola # A(a, x)) a
a
Parafrasearé (11") para facilitar la comprensión: Raúl cree, a través de algún modo de presentación “mixto” a que lo representa de hecho a él mismo, un pensamiento cuyos constituyentes son sus modos de presentación para María y para la relación de amar, y a. La paráfrasis de (13') queda para el lector. De acuerdo con la propuesta de Kaplan, todas las actitudes propósiciona les son de dicto , como deben ser según la concepción fregeana; es decir, la actitud misma se identifica haciendo exclusivamente referencia a sentidos, no a las referencias usuales de las palabras determinadas gracias a su asociación con sentidos. Una atribución de re es, simplemente, la atribución de una actitud de dicto , efectuada de un modo hasta cierto punto vago o impreciso (en el sentido en que decir ‘al menos un satélite gira alrededor de Júpiter’ es decir algo más vago o impreciso que decir ‘lo gira alrededor de Júpiter’).
La notación de Kaplan nos permite una comprensión teórica satisfactoria de la paradójica condición de Pedro. Expresadas de la manera semánticamente perspicua propuesta por Kaplan, nuestras atribuciones ‘Pedro cree que Londres tiene parajes lindos’ y ‘Pedro cree que Londres no tiene parajes lindos’ —a las que llegamos, como Kripke muestra, utilizando sólo principios enteramente plausibles— tienen, respectivamente, el aspecto de (16) y (17): (16)
3 a (Pedro cree que # a tiene parajes lindos#
A(a, Londres)).
(17)
3 a (Pedro cree que # a no tiene parajes lindos#
a
a
A(a, Londres)).
Ahora resulta patente que (16) y (17) no atribuyen necesariamente creencias contradictorias a Pedro; pues (suponiendo que son verdaderas, de acuerdo con la historia expuesta en VI, § 2) los protonombres para referir a sentidos que, sustituyendo a ‘a ’ en (16) y (17), establezcan la verdad de esos enunciados, no tienen por qué ser los mismos, ni tener la misma referencia. Dicho de otro modo, las intuiciones mixtas que, poniendo a Pedro en contacto con Londres, identifican los pensamientos que se le atribuyen en (16) y (17), no tienen por qué ser las mismas (de hecho, no lo son, como manifiesta la historia expuesta allí). (16) y (17) implicarían la atribución a Pedro de creencias contradictorias si implicasen (18); pero no implican (18), por la misma razón que ‘alguien bailó con Pau’ y ‘alguien no bailó con Pau’ no implican ‘alguien a la vez bailó con Pau y no bailó con él’. (16) y (17) implican quizás (19). (18)
3 a (Pedro cree que # a tiene parajes lindos dos# a A(a, Londres)).
(19)
3 a 3(3 (Pedro cree que # a tiene parajes lindos lindos# A(a, Londres) A((3, Londres)). a
a
a no tiene parajes lin-
a
(3 no tiene parajes
a
Por otro lado, si bien, en virtud del principio arriba indicado, que permite pasar de “cree que no” a “no cree”, (17) implica (20), (16) y (20) no son en absoluto contradictorios, exactamente por la misma razón que no lo son ‘alguien bailó con Pau’ y ‘alguien no bailó con Pau’: (20)
3 a (Pedro no cree que # a tiene parajes lindos#
a
A(a, Londres)).
Conviene advertir que el propósito de esta elucidación no es descalificar el argumento de Kripke. Como dije, su modesta conclusión es irreprochable: nuestras intuiciones lingüísticas, aquí como en otros casos, no son la última palabra, para millianos o fregeanos.23 La propuesta que hacemos es teórica ,
23. Dudo, sin embargo^ de que la conclu sión pretendida en último extremo por Kripke (en contraste con la explícitamente defendida por él) sea tan modesta. La impresión que uno tiene es que Kripke sí desea defender indi rectamente la concepción milliana.
sólo mediante recursos teóricos cabe formularla. A mi juicio, es intuitivamente muy satisfactoria, pero su justificación no reside meramente en lo que nuestras intuiciones manifiesten. Su justificación depende de la explicaciónque la teoría en la que está inscrita, globalmente, proporcione para los datos empíricos conocidos, en comparación con la proporcionada por otras explicaciones:
6. Sumario y consejos para seguir leyendo En este capítulo hemos comenzado clarificando la naturaleza de la famosa discusión entre Frege y Russell a propósito de si el MontBlanc, con todas sus nieves, puede o no ser “parte componente” de un pensamiento. Hemos interpretado que la discusión concernía a si ios pensamientos pueden o no ser especificados sin compromiso alguno con “el mundo de las referencias”, es decir, sin implicar la existencia de ningún constituyente de acaecimientos objetivos. Frege defiende este punto de vista. Su argumento fundamental se apoya en la existencia de términos que entendemos, aunque carecen de referencia; pues ACF no basta para obtener la conclusión que él pretende (§ 1). Este argumento se aproxima a la consideración principal de Locke en favor de su inter nismo, la inteligibilidad de las situaciones escépticas radicales contempladas en historias como la de los cerebros en una vasija de Putnam o la del Genio Maligno cartesiano (TV, § 2). Frege defiende así una concepción de los sentidos tan internista como era la que Locke tenía de las “significaciones primarias” de las palabras; de acuerdo con ella, las referencias usuales de las pala bras no son un componente esencial de los significados (§1). Russell', por su parte, parece defender en 19031904 una posición millia na sobre los nombres propios, cercana a la que defienden contemporáneamente algunos seguidores de Kripke. A pr io ri , ACF ofrece una muy buena razón contra un punto de vista así. Hemos comprobado las dificultades con que las versiones tradicionales de la concepción fregeana se enfrentan en el caso de los nombres propios y los deícticos, que quizás constituyeron la principal consideración de Russell en favor de sus puntos de vista millianos de esta época (§ 2). La dificultad consiste en que los sentidos adecuados para garantizar la tesis internista no parecen ser suficientes para determinar las referencias objetivas de los términos. Pero hemos encontrado (inspirándonos en sugerencias de Frege para los deícticos) una forma de explicar cuál es el sentido de esas expresiones, que parece compatible con los principales supuestos fregeanos, y de la que incluso cabe dar una versión aparentemente compatible con el intemismo (§ 4). Esta versión permite recoger al menos la letra de la distinción de Russell entre conocimiento puramente general de un objeto (conocimiento por descripción) y conocimiento “por contacto” de un objeto; se tiene conocimiento por contacto de un objeto cuando se conoce al objeto en virtud de las relaciones causales en que está con entidades concretas que son directamente conocidas (§ 3). Hemos puesto también en relación los problemas fregeanos relativos a los
sentidos de nombres propios e indéxicos, con las aparentes excepciones que las atribuciones de re constituyen para la teoría fregeana del funcionamiento semántico de las expresiones en contextos indirectos (VI, § 3). Adoptando una idea de Kaplan, y partiendo de la propuesta que se había efectuado previamente para acomodar los términos singulares en un marco fregeano, hemos indicado cómo podría mantenerse el supuesto fundamental fregeano de que las actitudes son siempre de dicto (§5). Los textos originales cuya lectura es recomendable para la reflexión sobre los temas discutidos en este capítulo son los siguientes. Para la discusión sobre términos genuinamente referenciales en §§ 13: Saúl Kripke, “Identidad y Necesidad”, y El nom brar y la necesidad —seguramente la obra más profunda e influyente sobre los temas de que sé ocupa este libro elaborada des pués de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein—, y John Searle, “Nom bres propios y descripciones”. Para la noción de proposición singular russe lliana (§3): Bertrand Russell, “Conocimiento directo y conocimiento por descripción”. Para contrastar la propuesta de § 4 puede verse “Demonstratives”, de Kaplan, los trabajos de Perry “Frege on Demonstratives” y ‘The Problem of the Essentiál Indexical”, y The Varieties o f Reference, de Gareth Evans. Este último es un libro muy difícil, pues la temprana muerte de su autor le impidió dejarlo preparado para su publicación. Los puntos de vista hacia los que se inclina este trabajo son casi siempre los de Evans. La teoría de los nombres propios bosquejada en §§ 2 y 4 está inspirada en la ofrecida por Evans en el capítulo 11 de esa obra, aunque no coincide enteramente con ella. Sobre el análisis del discurso indirecto (§ 5), los dos clásicos necesarios son “Cuantificadores y Actitudes Proposicionales”, de Quine, y “Cuantifica ción, creencia y modalidad”, de Kaplan.
C a p í t u l o VIII
LA TEORÍA DE LAS DESCRIPCIONES DE RUSSELL
En este capítulo presentaremos la teoría de las descripciones de Russell, que.su creador veía como un instrumento para rechazar la necesidad de la distinción fregeana entre sentido y referencia. Sugeriremos brevemente que el único modo entonces razonable de replicar al argumento central de Frege en defensa de su dualismo semántico, expuesto en el capítulo VI, es adoptar la variante más extrema del intemismo, el fenomenalismo; pero no desarrollaremos más la sugerencia en este capítulo. Una concepción fenomenalista apare ce formulada (o así lo defenderé), de una manera mucho más atractiva que en las obras de Russell, en el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, cuyas aportaciones se estudiarán en los dos próximos capítulos. Las ideas de esa obra, por lo demás, descansan en una buena medida en la teoría de las descripciones de Russell.
1. La teoría de las descripciones: descripciones indefinidas Examinamos en el capítulo precedente la polémica entre Frege y Russell sobre la aplicación a los términos singulares de la distinción fregeana entre sentido y referencia. Como vimos, Russell suscribía la tesis milliana, de acuerdo con la cual algunos términos singulares (los nombres propios, y quizás tam bién los indéxicos) poseen referencia, pero no sentido. Russell, sin embargo, aceptaba en el texto que citamos la distinción fregeana para el caso de las descripciones definidas. Lo mismo había hecho en su obra Principies of Mathematics, publicada en 1903, unos meses antes de escribir ese texto. Las razones de Russell para aceptar la distinción de Frege en el caso de las descripciones definidas, en la época de Principies o f Mathematics y del texto sobre las nieves del MontBlanc, son bien claras. Para entender un enunciado debemos comprender todas las unidades semánticas que lo componen. De acuerdo con la concepción milliana de Russell, para comprender un nombre propio es preciso conocer su referencia; y ello a su vez requiere saber quién o qué es el objeto nombrado, estar familiarizado con ello. Ahora bien, sería com-
pletamente implausible sostener lo mismo en el caso de las descripciones definidas, particularmente en el caso de las descripciones definidas que funcionan como la del ejemplo (7) del capitulo anterior, utilizado como paradigma de “conocimiento fregeano de objetos”. Para entender (1) (1)
el jugador de baloncesto más bajo de la NBA mide más de 1,80
necesito comprender ‘el jugador de baloncesto más bajo de la NBA’; pero parece claro que no necesito conocer a tal individuo para en tender esa expresión. El lector probablemente no sabe quién es ese jugador, pero entiende la descripción. Para entender un nombre propio hace falta poseer conocimiento por contacto del objeto significado; no así, en general, en el caso de las descripciones, cuya comprensión nos proporciona un conocimiento más indirecto de los objetos significados por ellas (al que Russell denomina conocimiento por descripción). Una manifestación ulterior de la diferencia reside en el hecho de que (dada la explicación en términos causales que ofrecimos en VII, § 4 de esa idea) no se puede tener conocimiento por contacto de algo que no existe; de modo que, en una concepción milliana, no se puede comprender un nombre propio que no posee referencia: los nombres propios que no nombran un objeto no tienen significado. Naturalmente, esto parece muy poco plausible, y constituye, como sabemos, una de las razones fregeanas para atribuir sentido también a los nombres propios. Decir que, dado que Ossian nunca existió — fue una fabricación interesada—, el sujeto de ‘Ossian fue un bardo escocés’ carece de significado parece llevar las cosas demasiado lejos. ¿Cómo podríamos decir entonces significativamente ‘Ossian no existió’? • Sea lo que fuere de este problema (después veremos cómo la teoría de las descripciones permite a Russell afrontarlo, sin invocar la distinción entre sentido y referencia), parece absurdo decir lo mismo de las descripciones: el hecho de que no exista el objeto pretendidamente significado por una descripción no la priva de significado. Aunque nunca llegase a existir un ser humano en el siglo xxi, la descripción contenida en ‘el primer ser humano nacido en el siglo xxi será chino’ tiene significado. En los meses posteriores a la redacción del texto citado al comienzo de VII, § 1, Russell llegó al convencimiento de que la teoría de Frege (o, mejor dicho, su propia versión de la misma, en la que sólo las descripciones definidas tienen sentido y referencia) produce dificultades insuperables. Las presuntas dificultades (que, en palabras de Russell, hacen de la teoría fregeana un “enredo inextricable”) conciernen a la posibilidad de que ei sentido de una expresión sea en algunos casos su referencia (posibilidad de la que depende la teoría fregeana del discurso indirecto, y con ello uno de los aspectos más atractivos de la distinción). Russell trató de explicar la naturaleza del “enredo inextricable”, sin ningún éxito, en un pasaje extremadamente oscuro de “Sobre la denotación” (de lo que no cabe duda es de que el pasaje mismo es un “enredo inextricable”), al final del cual concluye que la distinción “ha sido, en su tota
lidad, mal concebida”.1Contribuye esencialmente a la oscuridad del pasaje una variedad de confusiones de uso y mención (I, § 3), muestra de casi to d S Ií gama de confusiones de este tipo. No vamos a embarcamos aquí en la ingrata tarea de reconstruir el argumento de Russell. Más adelante expondremos un argumento suficientemente claro contra el representacionalismo, lockeano o fregeano, que elaboraría Wittgenstein. En todo caso, el oscuro argumento de Russell contra su parcial versión de la teoría de Frege no explica por sí solo la nueva convicción de Russell, a partir de 1905, adversa a la aplicación de la distinción fregeana a cualquier expresión; no basta la insatisfacción con una teoría para abandonarla, si la teoría explica datos innegables y se carece de una explicación alternativa. Un aspecto cuando menos tan importante, pues, fue el hallazgo por Russell de una explicación alternativa para ios dos hechos expuestos más arriba (que las descripciones se comprenden sin contacto con su referente, y que pueden carecer de referente sin que ello afecte a la inteligibilidad de las oraciones en que aparecen), que le habían llevado anteriormente a aceptar la distinción entre sentido y referencia para el caso específico de las descripciones definidas. Esa solución no es otra que su famosa teoría de las descripciones, expuesta inicialmente en “Sobre la denotación”, que fue considerada por Ramsey “un modelo de análisis filosófico”: el paradigma en el que la “filosofía analítica” se ha mirado desde entonces. El núcleo de la teoría de las descripciones es éste: las descripciones definidas no son términos singulares, que refieren a un objeto. Son expresiones de cuantificación, como ‘todos los hombres’ o ‘al menos un hombre’, cuya contribución semántica es más compleja que la de los términos singulares. Incluso en los casos en que parecen funcionar como términos singulares, refiriendo a un objeto, ese funcionamiento referencial es un fenómeno puramente pragmático, un caso de uso noliteral del lenguaje. Es un fenómeno esencialmente análogo al uso que a veces hacemos del lenguaje, presuponiendo las convenciones que lo rigen sólo para violarlas, con el fin de conseguir ciertos efectos (ironía, metáfora, etc.); una teoría semántica razonable debe formular sus pro puestas haciendo caso omiso de tales usos (I, § 2). Siguiendo la estrategia del propio Russell, en la más clara exposición que hace de la teoría en su lúcido Introduction to Mathematical Philosophy (1919), presentaré la teoría de las descripciones definidas de Russell considerando primero, en esta sección, el funcionamiento de las descripciones indefinidas. La razón principal es ésta: también las descripciones indefinidas parecen a veces funcionar como términos singulares que refieren a objetos; pero, en este caso, es más fácil tanto comprender que, de manera general, no funcionan así, como aceptar que cuando parecen hacerlo el fenómeno no es semántico, sino pragmático. Además, la explicación del funcionamiento de las descripciones indefinidas es una buena introducción a la teoría russelliana para las definidas. Unas y otras descripciones se forman a partir de términos clasificatorios. 1.
“Sobre la deno tación ”, pp. 64-6 7.
Los términos clasificatorios son una subcategoría de la categoría de los predicados o términos generales (VI, § 1). Son términos clasificatorios s i m p l e s , por ejemplo, los términos de género (incluidos los términos de masa , cf. IV, § 3), natural o no: ‘tomate’, ‘soriano’; también hay términos clasificatorios comple jos: ‘soriano elegante’, ‘soriano cuyo padre tiene un Rolls’, etc. Los términos clasificatorios se caracterizan lógicosintácticamente porque se articulan sintácticamente con determinantes (VI, § 1) como ‘algún’, ‘un’, ‘todos los’, ‘cada’, ‘este’, etc., para formar términos determinados : ‘algún soriano cuyo padre tiene un.Rolls’, etc. Entre estos últimos están las descripciones; una d e s cripción definida consiste en un artículo definido (‘el’, ‘la’) en construcción con un término clasificatorio: ‘el tomate’, ‘el soriano cuyo padre tiene un Rolls’, etc., o en una expresión que es semánticamente equivalente a una así (como ‘su padre’, que es equivalente a ‘el padre de él o ella’). Una descrip c i ó n i n d e f i n i d a consiste en un artículo indefinido en construcción con un término clasificatorio. Conviene introducir de paso la otra subcategoría de los términos generales que consideraremos en lo sucesivo, la que integran los térmi nos, predica tivos. Son términos predicativos simples, por ejemplo, los verbos . transitivos e intransitivos ( ‘corre’, ‘golpea’), la construcción de un verbo copulativo con; un adjetivo o término clasificatorio (‘es rojo’, ‘es agua’), etc. Tam bién hay términos predicativos complejos: ‘golpea a todos los niños’, etc. Los términos predicativos se caracterizan porque, en construcción con, el número apropiado, dertérminos singulares y/o términos determinados, forman un enunciado. Cuál sea “el número apropiado” lo determina la categoría lógicosemántica del predicado; por ejemplo, un verbo intransitivo como ‘corre’ requiere como:mínimo un término para el agente y otro para el tiempo (este último puede quedar implícito en el tiempo verbal). .Tal como .dijimos antes (VII, § 3), las descripciones indefinidas hacen usualmente aportaciones genéricas a las proposiciones en que aparecen. Con esto queremos contraponer las proposiciones que expresamos y comprendemos mediante enunciados como (2) a las que expresamos mediante enunciados como (3): (2)
Un cliente se ha marchado sin pagar.
(3)
Ese cliente se ha marchado sin pagar.
La diferencia se reconoce mediante dos criterios; para apreciar su fuerza intuitivamente hemos de imaginar los enunciados proferidos en contextos concretos. Imagínese que (2) lo profiere un contable, que por lo demás no se encarga de atender a los clientes ni tiene acceso a ellos, al comparar el dinero de la caja con el inventario de ventas del día. (3) lo profiere en cambio un vendedor, a propósito de una persona que, a él le parece, acaba de abandonar la tienda. Repito aquí, para comodidad del lector, los dos criterios. En primer lugar, no tiene sentido pedir al hablante que sea más específico en cuanto a quién se refiere a propósito de (2), pero sí lo tiene pedirlo a propósito de (3).
Quien preguntase, a propósito de (2), “¿a qué cliente te refieres?”, mostraría no haber entendido el enunciado. En segundo lugar, que no exista un cliente específico de quien quepa decir que es referido por ‘ese cliente’ en el contexto de (3) hace al enunciado impropio; pero nada análogo ocurre con (2). Si el hablante profiere (3) por efecto de un trastorno psíquico o una confusión, y no hay ningún cliente destacado en el contexto de proferencia a quien alguien podría razonablemente estarse refiriendo, (3), desde luego, no puede ser verdadero. Pero tampoco es falso\ en un caso así, el enunciado sería “desafortunado” de una manera diferente a como lo sería si existiera el cliente en cuestión y, simplemente, no se hubiera marchado sin pagar. La falsedad, en el sentido estricto en que el enunciado sería en este segundo caso falso, es un tipo de “infortunio” distinto al provocado por la inexistencia de un referente apro piado para ‘ese cliente’. Por otro lado, que no exista un cliente específico de quien quepa decir que es “referido” por el término determinado ‘un cliente’ en (2) no hace impropia la proferencia; la hace simplemente falsa. Si ningún cliente ha visitado la tienda en el período en cuestión (supongamos que el cálculo del contable se basaba en supuestos erróneos: los objetos que faltan se han tirado por defectuosos, y el dinero en la caja lo ha puesto un empleado), (2) es simplemente falso. Estos son sólo datos sobre diferencias en nuestras intuiciones semánticas. Para expresar de un modo teóricamente satisfactorio aquello a que los datos apuntan debemos ir más allá de ellos. Podemos describir lo que los datos refle jan de este modo: ‘ese cliente’ tiene en (3) como referencia (VI, § 2) un objeto particular. Con esa expresión, un hablante competente pretende “traer al discurso” a un individuo determinado, por relación al cual se debe evaluar la verdad o falsedad de lo que dice. La aportación de ‘ese cliente’ a las condiciones de verdad de la proferencia es, diremos, una aportación singular, en este caso, un individuo, un objeto particular. La aportación de ‘un cliente’ en (2) a las condiciones de verdad es muy distinta. No es que carezca de referencia; pues toda expresión que realiza una contribución específica a las condiciones de verdad de los enunciados en los que aparece tiene una u otra referencia (VI, § 5). Es más bien que su referencia no es un objeto particular. Un recurso conveniente para explicar en qué consiste la aportación del término determinado en una oración como (2) es aquel que utilizamos ya ante; riormente, en VII, § 3. Descansamos para ello en la comprensión previa deüfc semántica del más familiar de los lenguajes artificiales estudiados en la lógica contemporánea, un lenguaje de primer orden (VI, § 6) y en la capacidad de representar oraciones castellanas mediante oraciones de un lenguaje de primer orden. La representación de una oración como (2) tiene la forma Ex (^ es] It A ^ 6(x)); la traducción de (2) sería algo así como: 3x (x es cliente a x . se ha.marchado sin pagar). Dada la semántica de una oración así, podemos ver cómo la. contribución de ‘un cliente’ no es un individuo particular en absoluto. La\tn^ ducción de la expresión ‘un 7c’ se descompone en dos partes, el predicado^ es rt y la expresión cuantificacional ‘3 ’. Ahora bien, dada la sem ít ic a de.ésas dos expresiones (VI, § 6), la oración (2) sólo asevera que, de entre los
dúos del dominio del discurso contemplado (las personas que han podido entrar en la tienda ese día, pongamos por caso), al menos uno es cliente, y se ha marchado sin pagar. En una situación como la que hemos descrito antes (ningún cliente ha visitado la tienda), la oración es simplemente falsa. Por esta razón, diremos que la aportación de ‘un cliente’ a las condiciones de verdad de (2) es una aportación general.1 Consideremos ahora un enunciado como (4), proferido en circunstancias en las que el hablante tiene claramente en mente un individuo específico, acerca del cual quiere comunicar algo; si utiliza la descripción indefinida ‘un cliente’ es, quizás, porque en el contexto no parece razonable suponer que el hablante dispone de los recursos necesarios (un nombre propio, una descripción definida, un deíctico) que le permitirían introducir ese individuo específico a su audiencia: (4)
Un cliente vino esta mañana. Ya cuando entró, vi que pasaba algo raro.
Si atendemos ahora tanto a los dos criterios intuitivos antes propuestos, como a la caracterización teórica que propusimos a partir de ellos, parece que habríamos de concluir que ‘un cliente’ sí hace, en (4), una aportación singular. En cierto sentido, es indudable que la proferencia de (4) que estamos imaginando expresa un contenido singular. Es indudable, también, que éste no es un fenómeno aislado, sino uno que ocurre regularmente en el uso del lengua je: las descripciones indefinidas se utilizan en muchas ocasiones con el propósito de hacer aportaciones singulares. Ahora bien, estos dos hechos no son suficientes para concluir que ‘un cliente’, ateniéndonos exclusivamente al sig nificado convencional , semántico de las palab ras , hace en estos casos una aportación singular. El fenómeno, innegable, podría ser meramente pragmáticos la aportación singular de ‘un cliente’ en casos como el descrito podría ser un caso de significado no-literal (I, § 2; XIII, § 3). Si, efectivamente, el término determinado en (4) estuviese funcionando de modo noliteral, la aportación literal de la expresión podría ser aún una aportación general, tanto como lo es en (2).
2. Esta manera indirecta de introducir la ide a de ap or ta ci ón ge n er al es sólo un recurso conveniente. Es con veniente, porque nos evita presentar un lenguaje artificial mediante el cual caracterizar de un modo más directo, y más realista, las condiciones de verdad de enunciados como ( 2), y definir de una manera precisa qué es, para una expre sión. hacer una aportación general a las condiciones de verdad. El carácter poco realista de la propuesta se pone de manifiesto en que hemos de introducir, en la traducción lógica, conectivas (la conjunción, en el caso de la cuantificación existencia!, y el condicional, en el caso del universal) que no estaban presentes en el enunciado traducido. No resulta inmediato imaginar (y puede mostrarse que 110 es posible) cómo habríamos de traducir enunciados españoles estructuralmente análogos, en los que las expresiones de cuantificación son ‘la mayoría', ‘muchos’, ‘unos pocos', etc. Existen propuestas en la literatura que permitirían formulaciones más directas y precisas. Sin embargo, las ventajas indudables que tendría una caracterización más precisa y realista palidecen ante la dificultad de que la exposición requeriría un buen número de páginas, y obligaría al lector a familiarizarse con una serie de recursos técnicos com plejos. Por lo demás, tal complicación expositiva no parece necesaria para nuestros fines: la familiarización con la téc nica de la representación en primer orden y el conocimiento de la semántica de estos lenguajes bastan para una com prensión suficientemente precisa de lo que queremos exponer. Un lenguaje que permitiría dar una explicación más realista de la semántica de las expresiones de cuantificación y definir de un modo riguroso el concepto de ap or ta ci ón ge ne ra l de una expresión es el que se utiliza para dar cuenta de la cuantificación generalizada. Véase Neale, D e s cr ip ti on s.
Cuando ‘perla’ se usa noliteralmente en un poema, con el propósitodei h'acéí: referencia a los dientes de la amada del poeta y sugerir su perfección;^ íTiantie^ ne su significado convencional; pues es sólo porque ‘perla’ mantiene táiribién su significado literal, que el hablante consigue expresar a su audiencia ése determinado significado noliteral. Análogamente, si el uso referencial deTuü 7C’ fuese noliteral, la expresión mantendría su significado convencional (servir para hacer una determinada aportación general) incluso cuando se usa nolite ralmente para hacer una aportación singular. Consideremos un ejemplo claro de usos noliterales que se dan regularmente. Casi siempre que alguien profiere en cierto tono las palabras ‘el jefe tiene hoy una cita con una mujer’ (o palabras al mismo efecto), con ‘una mujer’ quiere decir una mujer distinta de su madre , su hermana o su esposa. Sin embargo, esto no parece bastante para concluir que, convencionalmente, ‘una mujer’ significa tal cosa en esos casos. La razón básica es que esta conclusión conlleva postular que la expresión ‘una mujer’ es semánticamente ambigua, dado que, claramente, muchas otras veces ‘una mujer’ no significa eso. Pero, como explicaremos en detalle más adelante (XIV, § 3), no toda regularidad es una convención. Educar a los hijos, por ejemplo, es algo que los seres humanos hacen regularmente, pero no es un fenómeno convencional. Una convención es una regularidad que se preserva en virtud de un mecanismo complejo; esencialmente, una regularidad que se mantiene en virtud de la existencia de una serie de expectativas entre los miembros de una comunidad sobre las acciones de los demás. Es bastante razonable creer que existe una convención lingüística que determina el significado usual de ‘una mujer’, según el cual basta para que alguien “tenga una cita con úna mujer” que tenga una cita con una persona de sexo femenino (sea o no su madre, etc.). Si, además, existe un modo de explicar la regularidad en virtud de la cual ‘una mujer’ “significa” en ciertas situaciones una mujer distinta de su madre, su hermana o su esposa , sin que la explicación presuponga la existencia de una convención lingüística específica al efecto, ello es bastante para concluir que la presunta ambigüedad no existe. Similarmente, es seguro que existe una convención lingüística tal que ‘perla’ tiene un significado en virtud del cual no se aplica a los dientes. Si podemos explicar, sin postular para ello la existencia de una regularidad con las características necesarias para constituir una convención lingüística, cómo es que en ocasiones un hablante puede conseguir que se aplique a los dientes, entonces no es razonable postular que ‘perla’ sea semánticamente ambigua en español. Es indudable que las descripciones indefinidas hacen, en muchos casos, aportaciones generales, y que hay en juego en esos casos un recurso convencional. Si, además, existiera un modo de explicar cómo es que, en algunas ocasiones, las descripciones indefinidas son usadas para hacer aportaciones singulares —un modo que no conllevase la existencia de un mecanismo convencional—, ello seria una buena razón para no suscribir la hipótesis de la ambigüedad. Más adelante (XIII, § 3) explicaremos las ideas de Grice (a quien se debe el ejemplo de ‘una mujer’) sobre qué condiciones debe cumplir, en
general, una explicación de ese tipo. Baste ahora indicar que, al describir anteriormente la situación en que se profiere (4), ya hemos sugerido el núcleo de la explicación para este caso específico. Como hemos dicho, se trata de una situación enque el hablante manifiestamente quiere comunicar proposiciones singulares,, pero no es razonable pensar que comparta con su audiencia los recursos necesarios para expresarla a la manera convencional (utilizando, por ejemplo, un deíctico, o un nombre propio). Si, por otro lado, el hablante puede pensar que su audiencia va a apreciar la dificultad en que se encuentra, entonces puede esperar razonablemente que ese receptor o receptores, conociendo el significado convencional que la descripción indefinida tiene también en este caso (a saber, exactamente el mismo que tiene el término determinado ‘un cliente’ en (2), donde claramente hace una aportación general), aprecie que el hablante pretende usarla aquí de modo noliteral: no para expresar contenidos generales, sino como una conveniente herramienta ad hoc para “traer al discurso” al individuo de quien quiere hablar. Y no es descabellado suponer que esas condiciones se cumplen en los casos en que las descripciones definidas se usan para hacer aportaciones singulares. (Naturalmente, no hace falta caer en el absurdo de pensar que los hablantes se dicen explícitamente todo lo anterior; basta suponer que lo saben “implícitamente”, en el sentido de que serían capaces de hacerse explícito este razonamiento si tuviesen el tiempo y la paciencia como para reflexionar sobre ello.) Semánticamente; la contribución de ‘un cliente’ en (2) es tal que el enunciado dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente, y x se ha marchado sin pagar. No hay aquí referencia a un individuo particular: no tiene sentido preguntar al hablante a quién se refería, y, si en el universo del discurso presupuesto, nadie pertenece al género “cliente”, (2) posee el tipo de infortunio de los enunciados lisa y llanamente falsos. Según la presente propuesta, exactamente lo mismo ocurre con el primer enunciado coordinado en (4); semánticamente dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente y x vino esta mañana. Semánticamente hablando, no tiene sentido inquirir ulteriormente por un supuesto referente, y, en las condiciones antes descritas (el género de ,los clientes no cuenta con ningún espécimen en el universo del discurso presu puesto) se ha dicho algo lisa y llanamente falso. Pragmáticamente, las cosas son distintas aquí. Es manifiesto que el hablante desea hablar de un individuo particular; por consiguiente, relativamente a lo que el hablante quiere, de cir (no a lo que las palabras que usa, semánticamente, significan) sí tiene sentido hablar de referencia a un individuo particular. Pero este es un fenómeno pragmático, del que una teoría semántica debe despreocuparse. Este significado específico del hablante , además, se consigue gracias a que las palabras que usa mantienen su significado puramente genérico incluso en este caso. Pues el hablante “espera” (tácitamente) que sus oyentes razonen más o menos así: “Estas palabras significan, convencionalmente, una proposición puramente general: que hay al menos un individuo x tal que x es cliente y x vino esta mañana. Ahora bien, llevar a cabo esta aseveración puramente general no parece muy pertinente en este caso. Yo ya puedo imaginarme por mí mismo que
esta mañana vino al menos un cliente. (A diferencia, obsérvese, de lo que ocurre en el contexto de (2).) Quizás, por tanto, lo que el hablante quiere en realidad es decirme algo sobre un inviduo en particular, que él tiene en mente, y no puede indicarme quién es ese individuo específico.”
2. La teoría de las descripciones: descripciones definidas Con esta discusión como precedente, consideremos ahora las descripciones definidas. En primer lugar, es claro que, en muchas ocasiones, las descripciones definidas no hacen aportaciones singulares, sino generales. Se cuenta que, en cierta ocasión, Germaine de Stáel (conocida adversaria de Napoleón, pero, a la vez, mujer de notoria vanidad, ávida: de obtener expresiones de admiración incluso de sus mayores enemigos de género masculino) preguntó a Napoleón quién era, a su juicio, la mujer, muerta o viva, superior a todas las demás mujeres. La respuesta que obtuvo fue “la que ha engendrado un mayor número de hijos”. Expresada adecuadamente para nuestros fines, la afirmación de Napoleón tendría este aspecto: (5)
La mujer que ha engendrado un mayor número de hijos supera a todas las demás.
Consideraciones sin duda razonables hacen que no sea muy adecuado hablar de verdad o falsedad a propósito de un enunciado como (5); entre ellas está el que los baremos de “superioridad” entre mujeres son aquí excesivamente vagos, y también que el propósito de Napoleón no era producir un enunciado susceptible de verdad o falsedad, sino expresar su disgusto hacia el “avanzado” estilo de vida de Madame de Stáel. Pero podemos dejar al margen estas consideraciones, por mor del ejemplo, para apreciar que, con arreglo a los criterios que hemos ofrecido, la descripción definida en (5) no hace una aportación singular. La función' de 'la mujer qué ha engendrado un mayor número de hijos’ es similar a la de ‘un cliente’ en (2). La teoría de las descripciones de Russell es, fundamentalmente, una pro puesta explicativa sobre cuál es esa función. Mediante el recurso que hemos utilizado antes para las descripciones definidas podemos exponer la propuesta de Russell, para el caso específico de oraciones de la forma de (5), indicando su traducción a un lenguaje de primer orden. Si abreviamos la estructura de los enunciados en cuestión en español así: el n 6 —donde Q representa un térmi x no predicativo— la traducción es la siguiente: 3x (x es k a V y (y es t c = y) a 6(x)). Dicho de otro modo, una afirmación de la forma el n 0 condensa las tres afirmaciones siguientes: (i) Hay al menos un ; (ii) hay a lo sumo un ti, y (iii) (ello) es 0. En el caso específico de (5): hay al menos una mujer que ha engendrado un mayor número de hijos; hay a lo sumo una mujer tal, y ella supera a todas las demás mujeres. Este análisis muestra por qué la función semántica de ‘la mujer que ha te
engendrado un mayor número de hijos* en (5) no es hacer una aportación singular. Es decir, por:qué no tendría sentido preguntar aquí al hablante, “¿de quién hablas?”, y por qué, en el caso de que ‘la mujer que ha engendrado un mayor número de hijos’ no designe en este caso a nadie (en el caso, increíble en este ejemplo particular, de que no haya ningún , en el mucho más creí ble aquí de que haya más de uno), (5) sería, simplemente, falso. Según el análisis, los términos determinados de la forma ‘el son expresiones semánticamente análogas a ‘un/algún n’.y a ‘todo/cada 7C\ . Naturalmente, cada una de estas expresiones funcionan de modo diferente, aunque su funcionamiento sea análogo. Las diferencias entre ellas se manifiestan cuando traducimos ‘todo/cada k 1 por ‘Vx (7t(x) ...), ‘un/algún n ’ por ‘3x (7c(x) ...)’ y ‘el tc' por la construcción más compleja 3c (x es k a .V y (y es K x = y ) ...). Para el caso específico en que las expresiones de cada uno de esos tipos aparecen en la forma sintácticamente más simple —en construcción con un término predicativo simple 0, en la forma determinante '+ térmi no clasificatorio + término predicativo — , las diferencias entre ellas se pueden expresar convenientemente con respecto a tres rasgos distintivos: existencia en la clasificación , unicidad en la clasificación, y generalidad de la predicación , como explicamos a continuación. En el caso de los cuantificadores universales (todo/cada n 0), el término predicativo 0 debe aplicarse con verdad a cada uno de los individuos en el dominio del discurso a los que se aplica el término clasificatorio 7C, para que el enunciado completo sea verdadero: se requiere generalidad de la predica ción. Sin embargo, no se requiere para la verdad del enunciado existencia en la clasificación , en cuanto que no es necesario para ello que existan de hecho en el dominio del discurso individuos a los que se aplique el término clasificatorio. En el caso de la cuantificación existencial (un/algún k 0), es necesario para la verdad del enunciado completo que el dominio del discurso incluya al menos un individuo al que se aplique el término clasificatorio % (sí se requiere por tanto existencia en la clasificación); pero no se requiere unicidad en la clasificación , en tanto que el término clasificatorio puede aplicarse, en el universo del discurso, a más de un individuo; y, además, basta con que el término predicativo 0 se aplique a uno de los individuos a que se aplica el término clasificatorio (no se requiere, por tanto, generalidad en la predicación). Por último, el uso de las descripciones definidas entraña, como en el caso de la cuantificación existencial y a diferencia de la universal, existencia en la cla sificación, pero entraña también (a diferencia de lo que ocurre en el caso de la cuantificación existencial) unicidad en la clasificación , en tanto que el término clasificatorio debe aplicarse, en el dominio del discurso, exclusivamente a un individuo. Se sigue de ello que las descripciones definidas, como los cuantificadores universales, requieren también generalidad de la predicación. Todas estas diferencias, sin embargo, son diferencias dentro de una misma familia semántica de expresiones, que no cabe confundir con la categoría de los términos singulares (la categoría de los términos que verdaderamente hacen aportaciones singulares). Podemos expresar esto con claridad recurriente
o
do al concepto fregeano de referencia. La referencia de una expresión es^sü contribución a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparece: Aquí es preciso ir con cuidado; pues, si la teoría fregeana del discurso directo e indirecto (VT, § 3) es correcta, la descripción “la contribución de un término a ...” en la oración precedente sería impropia: un mismo término tiene difer rentes referencias cuando aparece en contextos directos e indirectos, con res pecto a la que tiene cuando aparece en contextos usuales. Consideremos, pues, sólo los que parecen ser los casos básicos, los contextos usuales, y, de entre ellos, sólo los gramaticalmente simples a que hacíamos referencia en el párrafo anterior. Un usuario competente de un término debe conocer su significado, y, por consiguiente, debe conocer su referencia (dado que ésta es, cuando menos, parte del significado). Para entender un término singular, por tanto, hay que conocer su referencia: hay que saber qué objeto pretende traer al discurso el uso del término. La tesis mínima de Russell es que para entender el sujeto gramatical de (5) no es preciso conocer ningún objeto (como no lo es para entender el sujeto gramatical de (2), o para entender el de ‘cada cliente se ha marchado sin pagar’). Entender las expresiones en cuestión requiere entender la referencia del término clasificatorio correspondiente, y conocer el modo específico de funcionar del determinante de que se trate (‘el’, ‘un’, ‘todo’). Esto último (el modo de significar de los determinantes) lo podemos explicar como hicimos más arriba, relativamente al comportamiento de las expresiones con respecto a los tres rasgos que indicamos (existencia y unicidad en la clasificación, generalidad de la predicación). La referencia de estas expresiones, por consiguiente, no es un objeto particular; pues la referencia es algo que un hablante competente debe conocer para entender el funcionamiento de la expresión en contextos usuales, pero un hablante competente no necesita conocer ningún objeto individual para entender las descripciones definidas. Las expresiones tienen referencia, por supuesto, dado que hacen una contribución específica a las condiciones de verdad de los enunciados (en contextos usuales) en que aparecen (cf. VI, § 5). Pero su referencia no es un objeto. Esta será nuestra inter pretación de la oscura afirmación de Russell de que las descripciones definidas son “expresiones incompletas”: como ‘un Ky o ‘todo tu’ , y a diferencia de los verdaderos términos singulares, las descripciones definidas tienen una referencia compleja, compuesta de la referencia de un término clasificatorio y del significado de una expresión sincategoremática.3 En las secciones 2 y 3 del capítulo anterior examinamos las razones de Russell para afirmar que la distinción de Frege entre sentido y referencia no se
3. Russell, probablemente, estaba presuponiendo la conce pción agustiniana a que el Principio del Contexto fregeano se opone. Una “expresión completa”, seguramente, es una expresión subenunciativa que tiene significado independientemente del contexto oracional: los nombres propios sedan el paradigma de “expresiones completas". La lección de Frege es que no hay expresiones completas, en este sentido. Todas las expresiones subenunciativas a las que cabe asignar significado lo tienen como una contribución específica al significado de los enunciados en que pue den aparecer. No hay, pues, diferencia entre los nombres propios y las expresiones de cuantificación.
aplica a términos singulares como los nombres propios. Después volveremos sobre esto. Vimos también cómo Russell aceptaba la distinción para otros términos singulares, las descripciones definidas. Al comienzo de la sección anterior explicamos las razones por las que se veía obligado a hacerlo. Según Russell, entender un verdadero término singular requiere familiarización con el referente; y tal familiarización no puede existir si no existe el objeto. Pero es obvio que ninguna de esas condiciones son exigibles para comprender un enunciado, como (5), que contenga una descripción definida. Vemos ahora cómo la teoría de las descripciones permite solventar el problema, sin requerir para ello atribuir a las descripciones una distinción entre sentido y referencia. Las descripciones definidas, simplemente, no son términos singulares; son expresiones incompletas —en el sentido antes expuesto— con un funcionamiento semántico análogo al de las descripciones indefinidas. Para explicar su funcionamiento no es preciso suponer el dualismo semántico fregeano, sino que basta tomar en consideración su complejidad. También es posible apreciar con lo visto hasta aquí la relevancia filosófica de la teoría de Russell. Se podría argumentar que, si entendemos un enunciado compuesto de un término singular y un término predicativo, y si el enunciado tiene un valor de verdad (verdadero o falso), entonces el término singular debe designar.algo. Quizás no algo “existente”, en vista de que ‘el actual rey de Francia es calvo’, ‘el cuadrado redondo es inexistente’ y ‘el ser omni potente superior a todos los seres es pensable’ cumplen todos ellos, aparentemente, la condición impuesta, y parece lisa y llanamente increíble que hayamos de concluir de consideraciones meramente lingüísticas que sus sujetos gramaticales designan algo existente. (Bastaría entonces ser un usuario com petente y reflexivo del lenguaje para creer en la existencia de cualquier tipo de divinidad.) Pero sí debe designar, al menos, algo “subsistente”, o poseedor de algún tipo de “entidad”. Ya a primera vista, estos argumentos parecen suponer un procedimiento algo fraudulento para establecer la “entidad” de algo. Pero no es nada fácil decir en dónde radica su carácter falaz. La teoría de Russell señala claramente un posible lugar: las descripciones definidas no son verdaderos términos singulares. (La teoría fregeana, naturalmente, sirve al mismo propósito: no basta que un término tenga sentido, para concluir que tiene refe rencia.) ¿Qué justificación cabe dar de la teoría de las descripciones de Russell? Russell la defiende en “Sobre la denotación” por su capacidad para dar cuenta, satisfactoriamente, de tres “rompecabezas”: (i) la no sustituibilidad de descripciones “correferenciales” en contextos indirectos; (ii) las aparentes excepciones al principio del tercero excluido (dado un enunciado, o bien es verdadero o bien lo es su negación) constituidas por los enunciados que contienen descripciones definidas sin “referente”, como ‘el actual rey de Francia es calvo’; y (iii) el hecho de que los enunciados de existencia negativos, como ‘el actual rey de Francia no existe’, tengan significado. La soluciones ofrecidas por la teoría de las descripciones a estos rompecabezas pueden fácilmente ser inferidas de lo que ya sabemos. Brevemente: (i)
Un enunciado en que se atribuye una actitud proposicional (‘Jorge IV quería saber si Scott era el autor de Waverley’) establece una relación entre :ei sujeto y una proposición. Como las descripciones definidas no son términos singular res, no cabe pensar que al intercambiar dos descripciones que describen, al mismo individuo (o una descripción y un término singular que refiere al único objeto descrito por la descripción) las proposiciones resultante sean idénticas. Por eso no es aceptable sustituir ‘el autor de Waverley’ por ‘Scott’ en la atri bución precedente, para obtener ‘Jorge IV quería saber si Scott era Scott. (ii) Si leemos la negación en ‘el actual rey de Francia no es calvo’ como abarcando a todo el enunciado,4 el enunciado es verdadero, (iii) ‘el actual rey de Francia existe’ es equivalente a: hay al menos un individuo x tal que x es en el presente rey de Francia y sólo hay un individuo x tal.5Esto es, naturalmente, falso. Su negación es expresada en el lenguaje natura 1 mediante ‘el actual rey de Francia no existe’; este enunciado es, por consiguiente, verdadero. El problema de la defensa de Russell está en que depende esencialmente de que no haya una teoría alternativa que explique mejor esos rompecabezas. Pero sí la hay: es precisamente la teoría fregeana, con la que la teoría de Russell rivaliza, según la cual las descripciones son términos singulares con sentido y referencia. La teoría fregeana explica mejor los rompecabezas, porque los tres se producen no sólo a propósito de descripciones definidas, sino también de nombres propios. Como veremos, Russell puede dar cuenta de esto, pero necesita para ello una maniobra que puede parecer ad hoc: postular que los nombres propios usuales son “descripciones encubiertas”. Además, la solución fregeana es más acorde con nuestras intuiciones en lo que respecta al segundo rompecabezas. En ese caso, dado que aparece un término sin referencia, los enunciados carecen de valor veritativo. Russell no considera a la teoría fregeana un rival relevante, porque, como dije antes, cree haberla refutado mostrando que produce un “enredo inextricable”; pero, en vista de que su propio argumento es un enredo inextricado, las consideraciones relativas a los “rom pecabezas” parecen inclinar la disputa más bien en contra de Russell. En mi opinión, existe un buen argumento en defensa de la teoría de Russell, que el propio Russell también sugiere en “Sobre la denotación”. Como he mostrado hasta aquí, es indudable que la teoría da cuenta de muchos usos perfectamente cotidianos de las descripciones, usos que he ejemplificado con (5). Hay muchos otros casos como ése; los más claros conciernen a descripciones que aparecen en oraciones sintácticamente más complicadas que las examinadas hasta aquí, en las que aparecen también otros términos sincategoremáticos. En VII, § 3 ofrecí algunos ejemplos así: ‘el despacho de cada parlamentaria oscense tiene una lámpara halógena’; ‘el alcalde de esta ciudad, fuese cual fue-
4.
Es decir, si damos “intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción respecto del negador. 5. La aplic ació n directa de la teoría de las des crip cio nes a un enun ciad o de la forma ‘el K no existe.’, supo niendo ‘‘intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción, produce ‘no es el caso que haya un único k , y que (ello) exista’. Por otra parte, según Russell, ‘existir’ no es un verdadero predicado, sino que es una forma variante del cuantificador existencial ‘hay al menos u n’; de modo que, en el caso indicado, ‘y que (ello) e xista ’ es redundante.
se su opción política, siempre ha estado sometido a la presión de la especulación del suelo’; ‘si, en efecto, hay una persona y sólo una con tales características, el jugador de la NBA de menor estatura es más alto que yo’. Simplemente echando mano de los dos criterios intuitivos que introdujimos para diferenciar prim a facie a los términos que hacen aportaciones singulares, es claro que los términos subrayados no las hacen. La teoría de Russell explica muy bien cómo funcionan las descripciones en todos estos casos, de un modo perfectamente compatible con los datos constituidos por nuestras intuiciones semánticas.6La primera consideración del argumento en favor de la teoría de Russell es, pues, la existencia de usos que la teoría explica mejor que las teorías alternativas. Frege, claramente, piensa en los casos en que las descripciones definidas se comportan como términos singulares; pero en todos estos casos, las descripciones no son, manifiestamente, términos singulares. Además, estos usos son, a todas luces, perfectamente convencionales; sólo cabría decir que usos de las descripciones como los ilustrados son “noliterales” extendiendo el sentido de ‘significado noliteral’ hasta quitarle todo interés a su aplicación. Un usuario competente del español, sólo en virtud de su conocimiento de las reglas convencionales que constituyen ese lenguaje, es capaz de entender enunciados como los propuestos en las ilustraciones precedentes. Por consiguiente, al menos la siguiente afirmación está bien contrastada: la teoría de Russell es correcta respecto del funcionamiento semántico de algunas descripciones definidas. Por otro lado, es indudable que existen usos de las descripciones definidas en que, juzgando por los dos criterios que venimos considerando, las descripciones hacen aportaciones individuales. Y es igualmente indudable que estos usos son muy frecuentes. Son estos usos los que tienen en mente quienes, como Frege, consideran a las descripciones términos singulares; cuando se tienen en mente estos usos, las explicaciones ofrecidas por Russell sobre sus tres
Una de las limita ciones que hemos asumido al no introducir un lenguaje artificial apropiado media nte el 6. que exponer de un modo técnicamente preciso la teoría de Russeil es la de no poder elaborar ahora ulteriormente esta afirmación. Tampoco podemos explicar con precisión, en consecuencia, la distinción de Russell entre las interven ci on es pr im ar ía s y las intervenciones secm darías de las descripciones. Digamos, brevemente, que se trata de un caso particular de las bien conocidas “ambigüedades de alcance" existentes en el lenguaje natural. Un enunciado como 'todos los filósofos admiran a un lingüista’ tiene dos sentidos posibles, que podemos representar asignándole dos tra ducciones diferentes a un lenguaje de primer orden: una de la forma Vx 3y (xRy), en la que el cuantificador existen cial queda bajo el alcance del universal, y otra de la forma By Vx (xR y), en la que ocurre lo opuesto. En el segundo caso, la verdad del enunciado requiere que haya un mismo lingüista admirado por todos los filósofos; en el primero, no lo requiere. Una descripción tiene “intervención primaria" cuando aparece en un enunciado que contiene otro ope rador poseedor de alcance, y la descripción se interpreta de modo que queda bajo el alcance de éste; tiene “interven ción primaria” cuando ocuríe a la inversa. Dado que ‘no’ es un operador poseedor de alcance, ‘el actual rey de Fran cia no es calvo’ es un enunciado así. Si la descripción tiene intervención primaria, el enunciado dice (según la teoría de Russell) que hay un único rey en Francia ahora, y no es calvo; es, por tanto, falso. Si tiene intervención secunda ria. el enunciado niega que haya ahora un único rey en Francia, y sea calvo. En ei segundo caso, el enunciado es ver dadero, con independencia de la calvicie del rey de Francia, simplemente porque no se cumple la condición de uni ci da d en la clasi ficac ión", sería igualmente verdadero si el predicado fuese ‘tiene una buena cabellera’, en lugar de ‘es calvo’. Esta última sería la lectura que deberíamos darle al enunciado en ‘el actual rey de Francia no es calvo, por* que no hay ningún rey en Francia', para dar cuenta de la intuición de que este enunciado es verdadero. Dado que un enunciado puede contener, además de la descripción, dos o más operadores con alcance, la distinción de Russeil pre* cisa de una formulación convenientemente general: puede haber “intervenciones temarías”, “cuaternarias”, etc.
“rompecabezas” resultan intuitivamente muy implausibles. Siguiendo a Kéith Donnellan (que llamó la atención recientemente sobre estos casos), denomina, remos usos referenciales a estos usos.7 En el capítulo anterior discutimos poí extenso uno de ellos, que aquí repetimos como (6). El contexto deja claro que el hablante utiliza la descripción como una alternativa estilística al uso de: ¡un nombre propio u otro término singular, bajo el supuesto de que su audiencia dispone de la información necesaria para, con ayuda de la descripción, identificar al individuo de quien habla. (6)
El autor de M a d a m e Bovary nació en Rouen.
Casos particularmente patentes de usos referenciales los ofrecen las des cripciones incompletas. Según la teoría de Russell, el uso de la descripción definida conlleva unicidad en la clasificación. Una descripción impropia es una construida a partir de un término clasificatorio que no satisface o bien la exigencia de existencia o bien la exigencia de unicidad; es decir, uno que se aplica a más de un objeto en el universo del discurso, o no se aplica a ningu no. Un enunciado gramaticalmente simple, como los considerados antes, que contenga una descripción impropia es, según la teoría de Russell, simplemente falso. Sin embargo, en muchas ocasiones utilizamos descripciones que ha brían de contar como impropias (por violarse la exigencia de unicidad), sin que nuestras intuiciones apunten a que haya nada impropio en ello. Uno lee en el diario ‘el contable de Ibiza se presenta hoy ante el juez’, sin encontrar en ello nada impropio, pese a que, por supuesto, es de presumir que hay muchos contables en Ibiza. La explicación de Russell es que estas descripciones son tácitamente incompletas; para economizar palabras, omitimos del término clasificatorio material que la audiencia puede colegir por sí misma (‘el contable de Ibiza del que se viene hablando los últimos días en este diario'). Es conveniente decir, en favor de Russell, que esto ocurre también en casos en que la descripción no hace una aportación singular, sino que funciona claramente como la teoría de Russell propone: ‘el alcalde, fuese cual fuese su opción política, siempre ha estado sometido a la presión de la especulación del suelo’. No hay aquí, por tanto, nada filosóficamente interesante, ni, como vemos, nada en principio opuesto a la teoría de Russell; pues hay descripciones incompletas que parecen funcionar a la manera russelliana, y precisamente como Russell explica: parte del término clasificatorio queda tácito. Pero sí es verdad que la mayoría de las descripciones incompletas constituyen ejemplos claros de usos referenciales, y que se trata de casos muy frecuentes: ‘la mesa es de madera’. Ahora bien, la discusión anterior a propósito de las descripciones indefinidas muestra claramente que ni la existencia de usos referenciales, ni su frecuencia, bastan para concluir que las descripciones definidas, semánticamente hablando, funcionen también como términos singulares. Si aceptáramos esto,
7.
Véa se Donnellan, "Reference and Definite Descriptions".
dado que, como hemos visto, hay usos russellianos que sí son convencionales, habríamos de concluir que las descripciones son semánticamente ambiguas. Ésa es, indudablemente, una posibilidad; una, además, que al menos le da parcialmente la razón a Russell. Ahora bien, si pudiéramos explicar los usos refe renciales como un fenómeno meramente pragmático (aunque muy común), es decir, como un ejemplo más de significado noliteral, entonces el hecho innegable de la existencia de usos referenciales no refutaría la corrección completa de la teoría de Russell. Diversos autores, comenzando por Grice, han defendido que éste es el caso.8 Me limito aquí a exponer brevemente la idea de los partidarios de la tesis de que los usos referenciales son casos de significación noliteral. Un contexto como el de (6) es uno en el que la audiencia puede claramente comprender que el hablante desea expresar un aserto con contenido singular, pero no puede (o no quiere) hacerlo mediante los recursos convencionales para ello (deícticos, nombres propios). También en un caso así, la descripción que usa (el término determinado de (6)) tiene, literalmente, la significación que una descripción definida tiene en otros casos, como (5); es decir, su significado literal es tal que el término hace una aportación general. Sin embargo, el contexto deja claro que lo que el hablante pretende con el uso del término es hacer una cierta aportación singular al contenido expresado; esta aportación singular claramente perseguida por el hablante es la significación noliteral del término en este caso. Una evaluación detallada de los pros y los contras de esta explicación está fuera del alcance de este trabajo. Su mayor virtud consiste en que hace la semántica más simple que la propuesta alternativa, al no postular una ambigüedad. Su mayor defecto está en la intuición de que, regularmente, usamos las descripciones (particularmente las incompletas) como términos singulares; pero esto no es decisivo, pues, como mostramos antes, existen ejemplos claros de expresiones que se usan frecuentemente de manera noliteral. Sin una decisiva justificación racional para ello, y por tanto sin mucha convicción, daré por buena la explicación griceana: por todo lo que hasta ahora se ha dicho, la semántica de las descripciones definidas es unívocamente russelliana. La justificación racional para la tesis de que algunos usos perfectamente convencionales de las descripciones son russellianos sí es, a mi juicio, tan decisiva como pueda ser la justificación racional para cualquier propuesta teórica en este ámbito. Y ello basta para darle a la propuesta de Russell aplicaciones filosóficamente interesantes como las mencionadas anteriormente. Russell tenía expectativas filosóficas mucho más ambiciosas para su teoría. Él buscaba sustentar con ella el monismo semántico que ya defendía antes de dar con la teoría, a propósito de los nombres propios, como vimos en las primeras secciones de este capítulo. En cuanto a eso, no hemos encontrado ninguna razón favorable a Russell, sino todo lo contrario. Las razones que moti
8.
Véase , particularmente. Saúl Kripke, “Speake r’s Reference and Semantic Reference”.
van la introducción de la distinción fregeana entre sentido y referencia se:*apK can también a los nombres propios: piénsese en ‘Héspero’ y ‘Fósforo’.^.Las razones principales son ACF (VI, § 2) y la existencia de términos que com: prendemos, incluso aunque carezcan de referencia; particularmente, en oración nes de la forma ‘x no existe’ (VII, § 1). De hecho, la distinción fregeana se. aplica también a expresiones distintas de los términos singulares: a términos clasiñcatorios y a términos predicativos simples (VI, § 5). El que las descripciones funcionen como Russell propone, pues, no parece desmedrar un ápice la vitalidad del dualismo semántico fregeano. ¿Cómo podía Russell esperar lo contrario? La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en un ambicioso programa de análisis que la teoría de las descripciones sugirió a Russell, y que le llevó (probablemente en conjunción con la apreciación de las dificultades que hicimos notar a lo largo de la discusión del texto sobre el MontBlanc y sus nieves) a abandonar los puntos de vista realistas de los primeros años del siglo y a abrazar una de las versiones más extremas del intemismo y el antirrealismo, a saber, el fenomenalismo. Este programa (el del atomismo lógico) está elaborado de una manera a mi juicio más atractiva en el Tractatus de Wittgenstein; en los dos próximos capítulos se expone en detalle la versión wittgensteiniana. Brevemente, la conjetura atomista es que todas las expresiones que sugieren el dualismo semántico fregeano (en particular todos los nombres propios usuales), para las que parece razonable trazar una distinción entre sentido y referencia, son en realidad “descripciones encubiertas”. Si nos parece que ‘Héspero’ tiene, por un lado, una referencia en común con ‘Fósforo’ y, por otro, un sentido que lo distingue de esta última expresión, es porque ambas son, meramente, abreviaturas de dos descripciones definidas diferentes; pongamos por caso, ‘el objeto luminoso visible algunos días del año en el Oeste, cuando el Sol se ha puesto, antes incluso de que otros puntos luminosos sean apreciables en el cielo nocturno’, en el caso de ‘Héspero’, y ‘el objeto luminoso visible algunos días del año en el Este, cuando el Sol está a punto de salir, después incluso de que otros puntos luminosos visibles en el cielo nocturno ya no se aprecien’, en el caso d e ‘Fósforo’. Si las expresiones componentes de estas dos descripciones definidas tienen un único tipo de propiedad semántica, entonces no es preciso aceptar la existencia de la distinción de Frege a partir de ejemplos basados en estos dos términos; pues la teoría de las descripciones de Russell, junto con la hipótesis de que los términos son abreviaturas de descripciones como las indicadas, explica los hechos que hemos venido aduciendo en favor de la distinción de Frege, sin necesidad de postularla. Según la teoría de Russell, ‘el objeto luminoso visible algunos días del año en el Oeste, cuando el Sol se ha puesto, antes incluso de que otros puntos luminosos sean visibles en el cielo nocturno, es un planeta’ y ‘el objeto luminoso visible algunos días del año en el Este, cuando el Sol está a punto de salir, después incluso de que otros puntos luminosos visibles en el cielo nocturno ya no se aprecien, es un planeta’ expresan diferentes proposiciones: sus sujetos gramaticales tienen diferente referencia. La primera premisa de ACF (VI,
§ 2) es, por tanto, falsa. Por otro lado, existe una buena explicación de por qué parece verdadera. ‘Héspero es un planeta’ y ‘Fósforo es un planeta* son, res pectivamente, de la forma ‘el tc 0’ y ‘el ¡¡ 0’. Los términos determinados que ofician de sujetos gramaticales no tienen, como hemos visto, la misma referencia. Ahora bien, en este caso particular, los términos clasificatorios % y se aplican a una misma entidad, el planeta Venus; dada la semántica de ‘el\ que antes hemos explicado, los términos ‘el K ’ y ‘el £’ son intercambiables salva veritate. Una consideración análoga permite rechazar el argumento de Frege, reconstruido por Church, para establecer que la referencia de las oraciones es su valor veri tativo (VI, § 5). Dado que las descripciones definidas tienen diferentes valores semánticos —referencias—, incluso cuando describen al mismo individuo, los pasos de (1) a (2) y de (3) a (4) en el argumento son inaceptables. Cabe plantear, para concluir, una perplejidad. Hemos introducido la teoría de las descripciones contrastando las descripciones indefinidas y definidas con términos que hacen una aportación singular. Como paradigmas de esos términos, pensábamos entonces en nombres propios comunes y corrientes, como ‘Héspero’ o ‘Flaubert’. Pero vemos ahora que, en la concepción última de Russell, estos últimos resultan ser, también, descripciones definidas: términos, por tanto, que no hacen aportaciones individuales, sino generales. Parece, por tanto, que nos estamos quitando la alfombra de debajo de nuestros propios pies: ¿con respecto a qué hemos de entender entonces el contraste que queremos hacer al decir que las descripciones definidas hacen “aportaciones generales”? ¿Qué términos, si alguno, hacen aportaciones singulares? Russell denomina “nombres propios genuinos” a los que verdaderamente hacen aportaciones singulares. El criterio básico para él es que estos términos no pueden dar lugar a la necesidad de distinguir sentido de referencia, ni a partir de consideraciones del tipo de las invocadas en ACF, ni a partir de la inte legibilidad del término cuando aparece en oraciones en las que carece de referencia (particularmente, oraciones de la forma ‘x no existe’). Russell concluye de estos criterios —como no cabía menos que esperar— que los “nombres pro pios genuinos” sólo pueden significar objetos fenoménicos: vivencias, o constituyentes de vivencias {datos sensibles , en su propia terminología), o bien el sujeto de tales vivencias. Sólo ‘yo’ y ‘esto’ —dichos mientras “señalamos” introspectivamente a nuestras vivencias— son “nombres propios genuinos”; sólo de entidades como las indicadas tenemos en verdad, según Russell, “conocimiento por contacto”. Nuestro acceso a todo lo demás es “por descripción”. En estas afirmaciones está contenida una inquietante concepción fenomenalista de las relaciones del lenguaje con la mente y con el mundo, que aún debemos elucidar claramente. 3.
Sum ario y consejos p ar a seguir leyendo
En este capítulo hemos presentado la teoría de las descripciones de Russell. La teoría sostiene que las descripciones definidas no son genuinos térmi
nos singulares, sino expresiones de cuantificación; hay usos referenciales dé las descripciones, pero no son semánticamente relevantes. Hemos presentado la' teoría considerando primero expresiones análogas en ambos respectos (las descripciones indefinidas), para las que una teoría russelliana es más fácilmente aceptable (§ 1), y hemos presentado y defendido después la teoría de Russell (§ 2). La defensa concierne sólo a los aspectos puramente lingüísticos de la teoría. El examen del ambicioso programa filosófico que Russell hizo depender de ella (el atomismo lógico) queda para los dos próximos capítulos. Los textos originales cuya lectura es necesaria para la reflexión personal sobre la teoría de las descripciones son Bertrand Russell, “Descripciones”, en la recopilación de Valdés, y “Sobre el denotar” y Peter Strawson, “Sobre el referir”, en la recopilación de Valdés. (Por razones de espacio hemos omitido el examen de las interesantes críticas de Strawson a la teoría de Russell, así como el concepto de presuposición que Strawson introdujo.) Una monografía excelente es Descriptions , de S. Neale.
LA ICONICIDAD DEL SIGNIFICADO Y LA NATURALEZA DE LA LÓGICA EN EL TRACTATUS DE WITTGENSTEIN
Los dos próximos capítulos están dedicados al examen del Tractatus Logi co-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein (1921). La obra contiene, argumentada con el mayor vigor que yo conozco, la tesis más simple que puede ofrecerse sobre la modalidad (III, § 4). Se trata de la tesis de que, en el fondo, todas las nocione^moHaíes se reducen a una: verdad lógica. Esta*eTuna tesis que muchos filós
mentos. En respuesta a la petición de aclaraciones sobre un aspecto de sus “Notas sobre lógica” que le hace Russell, Wittgenstein replica: “le ruego que piense Vd. mismo sobre esta materia, es i n t o l e r a b l e para mí repetir por escrito una explicación que incluso la primera vez la di con la mayor repugnancia ”. (Carta a Russell, noviembre o diciembre de 1913.) Discrepo, sin embargo, del juicio contenido en la última oración de este texto: “Probablemente deba estudiarse el Tractatusy y no meramente por quienes tienen interés en la historia de la filosofía de este siglo. Sin embargo, opino que su valor no está en lo que dice, sino en ciertas cosas a las que apunta. [...] Digo ‘apunta’ en vez de ‘sugiere’ porque éstos no son sino apuntes: todo el trabajo queda por hacer. Y pienso que alguien que se proponga hacerlo haría mejor empezando por su cuenta en lugar de lanzarse a la caza de iluminación en el Tractatus ”J El Trac tatus contiene ideas muy interesantes sobre la modalidad, y justificaciones plausibles para las mismas. La reflexión sobre las mismas es un punto de partida excelente para el estudio de esas cuestiones. Dadas las dificultades hermenéuticas que presenta el estilo de la obra, me limitaré a exponer lo que considero son sus ideas centrales, sin sustentar mis propuestas interpretativas con el acopio de datos que sería necesario. El texto está salpicado de referencias — en la notación de la obra— a epígrafes del Tractatus, que he introducido cuando lo que se dice debería bastar para clarificar los epígrafes referidos. Limitaciones de espacio hacen imposible ofrecer una exégesis detallada, en que se justifiquen exhaustivamente esas propuestas.
1. El lenguaje natural y el Tractatus: consideraciones metodológicas El Tractatus de Wittgenstein es probablemente la primera obra que aplica consistentemente lo que en la introducción caracterizamos como el método analítico , con el fin de proponer y defender tesis sobre los problemas fundamentales de 1.a filosofía. La prioridad hay que concederla (e.Lpropio Wittgenstein así lo hace, en el prólogo a la obra) a Frege y Russell. Sin embargo, tanto la concepción semántica que Frege elaboró para fundamentar su programa logicista, como la teoría de las descripciones de Russell, reciben en manos de Wittgenstein aplicaciones insospechadamente ricas en implicaciones. Fue pues WUtgenstein quign, eje m p lif^ potencial.del_método;_su.aplicaciones en el Tractantstuyieron sinduda unpap^muygrande en su difusión posterior. La obra incluye (crípticamente reducidas a su mínima expresión) tesis jo b re todas las cuestiones filosóficamente fundamentales:., tesis iiaturaLeza^deLconocimiento, .y. sobre su extensión (incluidas tesis sobre qué parte .delx.onocimiento^es. a.p nbn); tesis ontológicas sobre los constituyentes últimos de la realidad; tesis éticas, sobre los f l o r e s Y ^ o b re la ^ c io n re tc . Estas tesis se derivan en la obra, sinlHñBargo, a partir de una propuesta Iin I.
Judith i. Thomson (196 9): “Professor Stenius on the Tractatus".
güística^ a teoría .figurativa. La teoría figurativa es una teoría general de la repre sentación, particüiarmente delarepresentación mediante los lenguajes naturales; IaTe6na^íimálFjTístiSca_en la obra ejfvirtud de consideraciones lingüisticas. Wiñgensitein comparte plenamente en la época del Tractatus la tesis de Locke, en cuanto a la prioridad ontológica del pensamiento sobre el lenguaje. Si le parece que, no obstante, cabe aplicar el método analítico, es porque no cree que existan diferencias filosóficamente sustantivas entre el lenguaje y el pensamiento: “[...] cualquier proceso fisiológico involucrado en,el pensam iento carece para nosotros de interés. El pensamiento es un proceso simbólico, y pensar es interpretar un plano. Carece de importancia dónde tiene lugar, si en papel o en una pizarra. [...] El lenguaje no es un método indirecto de comunicación, por contraste, digamos, con una lectura “directa” del pensamiento. La lectura del pensamiento sólo podría darse a través de la interpretación de sím bolos, y por consiguiente estaría aí mismo nivel que el lenguaje. No nos libraría del proceso simbólico. La idea de leer pensamientos más directamente se deriva de la id$a de que el pensamiento es un proceso oculto, penetrar el cual es el objetivo del filósofo. Pero no hay modo más directo de leer el pensamiento que a través del lenguaje. El pensamiento no es algo oculto; está abierto de par en par para nosotros” (Wittgenstein ’s Lectures , Cambridge 1930-32 , D. Lee, ed., 2526). Estas reflexiones proceden del “período intermedio” de Wittgenstein, el período en que había abandonado algunas ideas del Tractatus , pero no había elaborado aún las más características de las Investigaciones (período que, a mi juicio, llega hasta la Philosophical Grammar sin incluir esta obra). Sin embargo, no cabe duda de que en este caso corresponden a puntos de vista defendidos en el Tractatus. En VI, § 3, consideramos* la idea de un “lenguaje del pensamiento”, con el fin de justificar la aplicación de la teoría fregeana del discurso indirecto más allá de lo que, estrictamente hablando, llamamos, ‘discurso indirecto’, a todos los enunciados mediante los que atribuimos actitudes proposicionales (‘Sergi juzga que p \ etc.). En una carta dirigida a Russell desde su prisión en Casino, en la que explica a éste algunos aspectos del Tracta tus', Wittgenstein habla de un “lenguaje” así. Al igual que las oraciones lingüísticas, los pensamientos constarían de partes que “no son palabras, sino constituyentes psíquicos que tienen el mismo tipo de relación con la realidad que las palabras. Cuáles sean esos constituyentes no lo sé, ... pero sé que un pensamiento debe tener tales partes constituyentes que correspondan a las palabras del lenguaje. ... Determinar ei tipo de relación que tienen con los elementos de la realidad representada corresponde a la psicología” (carta a Russell desde Cassino, 1881919). Y en el Tractatus se dice, más brevemente, exactamente lo mismo que en las notas tomadas por Lee citadas antes; a saber, que los pensamientos se hacen perceptibles mediante enunciados (3.1), de un modo tal que un pensamiento no es otra cosa que “el signo proposicional aplicado, pensado” (3.5), “la proposición con sentido” (4). En suma, supuesta la prioridad ontológica del pensamiento sobre el lenguaje, lo que predominantemente interesa estudiar a los filósofos son los pen
mjs_ n ^ ji o ji o s interesada manifestación.Ungüist^ PoTesb dice Wittgenstein que, estrictamente hablando, sólo hav un lenguaje que un suieto entiende (5.62): incluso si ese sujeto es capaz de expresa^ su pensamiento en cuatro lengu^érnatuTalés'dístm^ n en tes esta slémpr^ex'pTes ah cío"1o mismojjas diferencias, entre ¡os, cuatro, len guajes son filosóficameme embargo, el pensamiento mismo no es nada oculto, sino que se puede expresar lingüísticamente sin remanente alguno; por consiguiente, si hacemos abstracción de todos los detalles filosóficamente irrelevantes, podemos.estudiar el pensamiento^estudiando .el.lenguaje^. En la introducción a su Individuáis (una de las más importantes contribuciones a la tradición analítica) distingue Peter Strawson la metafísica descrip tiva de la metafísica correctiva (‘revisionary’). Si entendemos que una y otra se guían por el método analítico, la diferencia entre ambas la podemos enunciar así: la metafísica descriptiva pretende caracterizar los aspectos filosóficamente relevantes del lenguaje, tal y como de hecho es. La metafísica correctiva, por contra, pretende caracterizar los aspectos filosóficamente relevantes de un lenguaje ideal, que deberíamos utilizar alternativamente al nuestro para ciertos propósitos. Frege, Russell, Camap y Quine pertenecen al grupo de los metafísicos correctivistas, Wittgenstein (en sus dos épocas) al de los descripti vistas. Es éste uno de los puntos en que Russell malinterpretó el Tractatus. Russell explica, en la introducción que escribió para la obra, que el Tractatus trata de “las condiciones que un lenguaje lógicamente perfecto debe satisfacer ... no es que haya lenguajes lógicamente perfectos, ni que nos creamos capaces, aquí y ahora, de construir un lenguaje lógicamente perfecto; pero la entera función del lenguaje consiste en poseer significado, y sólo satisface esa función en proporción a la medida en que se aproxima al lenguaje ideal que postulamos”. La obra, sin embargo, contradice explícitamente esta interpretación: ‘Todas las proposiciones de nuestro lenguaje común están ya, tal y como están, en perfecto orden lógico. Eso sumamente simple, que hemos de exponer aquí, no es una aproximación a la verdad sino la entera verdad misma. (Nuestros problemas no son abstractos, sino acaso los más concretos que existen.)” (5.5563). Es decir, la. .teoría figurativa no presenta, como algunas teorías científicas, un abstracto “mundo sin fricción” al que la realidad que queremos explicar se aproximaría mejor o peor, sino que trata directamente de que conocemos.más^de cerca, de aquello que nos es más fa m il i^ n ^ samientos cotidianos, tal y como dé hecho son, y tal y como Jos expresanam os lingüístic^me^iter^ Por otra parte, es de justicia para con Russell reconocer que su confusión está aquí más que justificada. Vamos a sostener que el Tractatus defiende la versión más extrema de las tesis que antes denominamos antirrealistas, el solipsismo; y los puntos de vista de este tipo siempre son, en algún grado, correctivos. La actitud prefilósófica.es realista; y e]_ fenomenalismo y el solipsismo^ que atribuiremos ál; Tractatus'constituyen intentos mucho más drásticos de reforma de las creencráTpreteóricas. ¿Cómo puede entonces combinarse cohe
rentemente el antirrealismo con una concepción descriptivista de la metafísica? El antirrealista siempre atribuye algún tipo de error al sentido común. Si practica el método analítico, y (como Russell o Quine) concibe su práctica como correctiva, entonces atribuirá el error al lenguaje común, tal y como de hecho es. En este caso, no hay ninguna dificultad. Por contra, si, como en el caso de Wittgenstein, el antirrealista concibe su práctica más bien como descriptiva, entonces le está vedada, por supuesto, esa posibilidad. Pero existen otras explicaciones posibles para la ilusión que su antirrealismo pretende corregir. En encaso (teJJWjttgensteinjidJfozctato^jyj^ ta de: comprensión^de la semañtica de nu e^ raen__que_se;expresanjos pensamientos en el lenguaje natural.El lenguaje natura^ está en perfecto o rd e n ^ alguna. Pero^eTléngua je disfraza el pensamiento” (4.0Ó2), porqiielii' T u n c ^ c¡aridad^sü pr<^o_armazánJ.ó^ico: semá^ (sino, entre otras, subvenir efi cienteméñte a la comunicación),jiemod^^ imposible extraer <1 ^^ lógica deU^nguaje” Ijb id . ). El énfasis aquí está en~‘inmédilLtámente\ A través de la mediación que la actividad intelectual de la que el Tractatus mismo es una ilustración, sí es desde luego posible colegir “la lógica del lenguaje”. JLajunción deJaJTilosofía es despojar al lenguaje del disfraz_de su. presentación ^aparente (a través, comavérem os, de! análisis Jn s p irado en la teoría de Tas de^jijjcione s) y exponer nítidamente de ese modo su armazón lógico (“escTsumamente simple”),"que "es en definitiva^eí"ar ro pon ÍÓgico~del pensamiento, con_d fin de evitar los ™ le n te n d j^ o ^ ^ ^ (^ n s ti ^ y ^ T a j^ y o ria de lós~~problemas filosóficos (3.3233.325, 4.003, 6.53). Pero..el armazón lógico, en toda su plenitud, ya está (tiene que estar) en el lenguaje natural. Para llevar a cabo esta tarea, la filosofía puede adoptar los métodos de la metafísica correctiva: puede por ejemplo presentar sus tesis sobre la naturaleza del “armazón lógico” presente en todo lenguaje mediante la descripción de un “lenguaje ideal” que exhiba manifiestamente esas propiedades. Después, sin embargo, tiene que mostrar cómo el armazón ya está en el lenguaje natural, al igual que ha de estarlo en cualquier medio que permita expresar los pensamientos. Si alguien pretende sostener racionalm ente que el “lenguaje ideal” que hemos diseñado recoge las características esenciales de cualquier lengua je, debe por consiguiente ofrecer como justificación consideraciones relativas a hechos conocidos sobre el lenguaje natural. Como vamos a ver, Wittgenstein ofrece, ciertamente, consideraciones de este tipo en favor de su teoría figurativa; y las consideraciones que ofrece en modo alguno carecen de fuerza. 2. Signos proposicionales ¡cónicos Comenzaremos, pues, exponiendo la naturaleza de un lenguaje ideal, tal y como lo concibe la teoría figurativa (un lenguaje figurativo ideal, LFI para
abreviar); después examinaremos las razones de Wittgenstein para creer qué cualquier lenguaje natural es, de hecho, un lenguaje así, y las dificultadespara aceptar esta tesis. Como el nombre indica, un lenguaje figurativo se caracteriza esencialmente por poseer rasgos icónicos. Introduciré los conceptos fundamentales necesarios para caracterizar LFI (particularmente la naturaleza de los: elementos icónicos) ilustrándolos mediante tres ejemplos suficientemente sim ples. Los ejemplos son análogos a los que proporciona el propio Wittgenstein al mismo efecto. (1) Con el fin de indicar al pintor el color con que ha de pintar la habitación, se le entrega una cartulina uniformemente coloreada con el color deseado. (2) Con el fin de informar a alguien sobre qué cine es más grande, el Alexandra o el Euterpe, escribimos ‘A, E’. (3) Con el fin, de hacer una propuesta sobre el orden en que se han de llevar a cabo dos actos que forman parte de una ceremonia, se proyectan imágenes de actos análogos, una y des pués la otra (o simultáneamente, si ésa es la propuesta), en el orden propuesto. En los tres ejemplos, tenemos tres signos relativamente simples. Pese a su simplicidad, sin embargo, tienen varias propiedades interesantes. En primer lugar, entender estos tres signos requiere apreciar que podrían ser verdaderos, pero también podrían ser falsosí los signos representan algo quizás real, pero contingente , o quizás algo irreal, pero al menos posible. Es decir, representan algo que podría darse o no realmente. Por rudimentarios que sean, estos signos presentan uno de los rasgos que caracterizan a las relaciones intencionales (IH, § 1), la falibilidad. He de advertir que utilizo aquí ‘verdad’ y ‘falsedad’ de un modo relativamente abstracto. En el uso común, sólo del signo utilizado en (2) decimos que es “verdadero” o “falso”; ello se debe a su especial fuer za ilocutiva (XIH, § 2), a que se trata de un signo ofrecido con el propósito de informar. Pero con un signo como el de (1), ofrecido con el propósito de hacer una petición, ocurre algo análogo: puede ser, si no estrictamente “verdadero” o “falso”, sí al menos “cumplido” o “incumplido”. Algo similar ocurre con uno utilizado con el fin de hacer una propuesta , como el de (3): puede “ser llevada a efecto”, o no serlo. Supondremos, por tanto, que todos estos términos, ‘verdad’ y ‘falsedad’ en el sentido usual, ‘cumplidq’ e ‘incum plido’, ‘aceptado’ e ‘inaceptado’, ‘llevada a efecto’*y ‘no llevada a efecto’, hacen referencia a una misma relación que los signos en (l)(3) pueden mantener o no con la realidad; si la relación se da, diremos de todos ellos que son ‘verdaderos’, en este nuevo sentido más genérico que estamos estipulando; si no se da, el signo es ‘falso’, igualmente en el sentido genérico. Llamaremos signos proposicionales a todos aquellos que tienen esta pro piedad: quien los entiende cabalmente sabe que pueden ser verdaderos, y pueden ser falsos. Los signos proposicionales, por diferente que sea el propósito con el que se utilizan (pedir, informar, proponer, etc.), mantienen, o no, una cierta relación con la realidad. En el primer caso son verdaderos, en el segundo, falsos. Esta relación se da, por tanto, si se cumplen ciertas condiciones, y no se da si esas condiciones no se cumplen. Las condiciones de verdad de un signo proposicional son las condiciones que, si se dieran, harían que el signo fuese verdadero (interpretando ‘verdad’ en el sentido que acabamos de estipu-
lar). Quien entiende signos proposicionales como los de (l)(3) conoce cuáles son esas condiciones, y sabe de su carácter condicional, sabe que podrían no darse. Una segunda propiedad interesante de los signos utilizados en los ejem plos, que también conoce quien los entiende correctamente (aunque posea sólo tácitamente este conocimiento, aunque sólo gracias a la reflexión repare en ello), es que los signos utilizados pertenecen a sistemas de sig nos pr oposicio nales similares entre sí. Podríamos decir que los signos de nuestros ejemplos se han construido en virtud de reglas de construcción implícitas, que permitirían haber formado, alternativamente, otros signos emparentados. El parentesco a que me refiero es, en los ejemplos, bastante obvio. En el primer caso, se trata de un parentesco cromático, en tanto que el hablante y su audiencia saben que el signo utilizado pertenece a una gama de otros signos que podrían haber sido utilizados alternativamente, para dar instrucciones diferentes, consistentes todos ellos en cartulinas coloreadas con diversos colores. En el segundo, se trata de un parentesco espacial :; mediante las mismas reglas de construcción que han llevado al hablante a escribir lA, E \ podría haber escrito alternativamente ‘A, E’ o ‘A, E’ (dando, de hacerlo de uno de estos otros modos alternativos, informaciones diferentes). Por último, las reglas de construcción son en el tercer caso temporales; en un signo alternativo, las imágenes habrían sido proyectadas en el orden inverso, o simultáneamente (haciéndose con ello, por supuesto, sugerencias diferentes). •En virtud de su pertenencia a sistemas de signos emparentados, los signos proposicionales mismos (y no sólo lo que representan) son contingentes ; es decir, existen reglas específicas con arreglo a las cuales han sido construidos; cabe decir significativamente, presumidas esas reglas, que en lugar de esos signos específicos se podría haber formado otros. La existencia de las reglas es esencial, para que los signos sean, en el sentido que estamos dando a la noción, contingentes. La contingencia de que habíamos es la que se da sobre, un fondo regulado, nómico; no la que se da donde no existe regla alguna. En esta acepción, sería incorrecto (por vacuo) decir, con respecto a un conjunto de entidades dispuestas de un modo completamente aleatorio, que podrían no haber sido dispuestas así. Hay algo más que podemos observar sobre las reglas de construcción utilizadas tácitamente en los ejemplos; a saber, que pueden ser enunciadas sin hacer referencia al significado de los signos. Diremos, para referimos a este hecho, que las reglas de construcción son form ales. Esta fo rm alidad consiste en que podríamos describir cada uno de los conjuntos de signos a los que pertenecen los utilizados en los ejemplos, sin hacer referencia en absoluto a los significados que pensamos darles. Tomemos por caso la segunda ilustración. Podemos describircompletamente los aspectos esenciales de su sintaxis diciendo que el lenguaje consta de tres signos proposicionales, consistentes cada uno en una ‘a’ y una ‘e \ respectivamente, la primera más grande que la segunda, la segunda más grande que la primera, o ambas del mismo tamaño. (Nótese que, al enunciar explícitamente las reglas de construcción, hacemos manifies
to algo que también puede verse fácilmente en los ejemplos; a saber, que'no'* todos los rasgos de los signos son pertinentes para su función sígnica. "Por ejemplo, en este caso el orden en que escribimos las letras es irrelevante. No es que podamos prescindir de este rasgo. El medio que utilizamos como signo nos impone ciertas limitaciones, y, posiblemente, cualquier medio nos impon; ga limitaciones: en este caso, no podemos escribir las letras sin ponerlas en un' orden u otro. Es sólo que este rasgo inevitable es irrelevante para la función lingüística del signo.) En el primer ejemplo, podemos decir que el conjunto de signos proposicionales que conforma el lenguaje consta de cartulinas uniformemente coloreadas; podemos ser todo lo precisos que sea necesario, enumerando expresamente los colores posibles mediante un muestrario. (En este caso, son lingüísticamente irrelevantes características tales como la forma de las cartulinas, su textura, la manera en que los colores se han producido —quizás, con arreglo a una técnica de impresión usual, todos los colores se forman combinando en diversas proporciones minúsculas manchas de uno de tres colores básicos— etc.) Describimos la sintaxis del lenguaje en la tercera ilustración diciendo que hay tres signos proposicionales, consistentes en dos secuencias proyectadas, respectivamente, la primera antes que la segunda, la segunda antes que la primera, o simultáneamente. Por último, es manifiesto que los signos de los ejemplos tienen un carácter icónico. Un icono es un signo que significa, en parte al menos, en virtud de algún parecido , algún rasgo que comparte con su significado. Pero ¿cuál es el parecido en estos casos? La cartulina coloreada significa la habitación, pero no se parece a ella; las letras ‘a* y ‘e’ significan, respectivamente, a cada uno de los cines, pero no se parecen a ellos; las dos secuencias proyectadas significan actos dentro de la ceremonia, pero tampoco se parecen mucho a ellos (las secuencias son bidimensionales, están hechas de luz, etc.). Estos elementos, empero, no son los únicos que componen los signos proposicionales, ni los más importantes para apreciar el parecido. El signo proposicional en el primer ejemplo no es meramente la cartulina particular, sino la cartulina junto con el color que ejemplifica. El signo es complejo: consta de dos elementos, la cartulina y el color. Del mismo modo, en el segundo caso, el signo proposicional no consta sólo de las letras 4a’ y ‘e \ sino también de su específico tamaño relativo: la relación entre la ‘e’ y la ‘a’ consistente en que la primera es más grande que la segunda. Finalmente, el tercer signo proposicional consta no sólo de las dos secuencias, sino también del tipo de acto que representan, la duración de cada uno y el orden temporal específico en que se presentan. La naturaleza del parecido podría entonces explicarse en los siguientes términos: los signos proposicionales se parecen a su significado, en tanto que al menos una parte del signo proposicional se parece a una parte del significado de ese signo proposicional. La dificultad con esto —que sin duda se acerca a la verdad— está en hacer comprensible la naturaleza de este parecido entre las partes respectivas del signo proposicional y su significado, sin contradecir al hacerlo el primer hecho antes observado; a saber, que el significado de los signos proposicionales no tiene por qué darse en la realidad, es de naturaleza con
dieional. Np;.;podemos simplemente decir, por ejemplo, que la cartulina com parte el color con .la habitación (después de ser pintada), ni que las letras tienen el; tamaño relativo de sus significados, ni que las secuencias mantienen entre sí el orden: temporal que mantienen sus significados. Pues quizás, en el prim er ejemplo, la instrucción que damos al pintor resulte incumplida, y la habitación acabe teniendo un color distinto del solicitado; quizás la información dada en el segundo ejemplo sea incorrecta, y, en la realidad, ambos cines tengan el mismo tamaño; quizás la propuesta que se hace en el tercer ejemplo no sea finalmente llevada a efecto, y los actos se produzcan en la ceremonia en un orden diferente. Wittgenstein proporciona una explicación de la naturaleza del parecido apreciado en estos casos que evita la dificultad y es rica en consecuencias interesantes. Los signos de los ejemplos constan de diversos elementos, que han sido conformados con arreglo a ciertas reglas de construcción: una cartulina, con uno de entre varios posibles colores; dos letras, con uno de entre tres posi bles tamaños relativos; dos secuencias de actos con ciertas características, presentadas en una de entre tres posibles relaciones temporales. Todos estos elementos de los signos (incluidos el color, la relación espacial y la relación temporal) significan “objetos” (usando el término de modo completamente general, para referimos tanto a particulares como a propiedades y relaciones), pero no lo hacen en virtud de relaciones de parecido. La relación es más bien la que existe entre un nombre y su significado: los elementos de los signos pro posicionales son vicarios de objetos reales, los subrogan. La cartulina subroga a la habitación; cada una de las letras a cada uno de los cines; cada una de las secuencias a cada uno de los actos dentro de la ceremonia. Estos, como hemos visto, no son los únicos elementos de los signos pro posicionales. Están, además, aquellos en que’se apoyan las reglas de construcción que caracterizan el sistema de signos al que cada uno de los signos pro posicionales pertenece. Estas reglas proyectan, por así decirlo, los signos proposicionales contruidos con los elementos sobre el fondo de todos los otros signos proposicionales que podrían haber sido construidos en su lugar, con los cuales, en nuestros ejemplos, mantienen relaciones distintivas: cromáticas, en el primer caso; espaciales, en el segundo; temporales, en el tercero. También los elementos de los signos proposicionales a que hacen referencia las reglas de construcción (el color de la cartulina, el tamaño relativo de las letras, la relación temporal entre las secuencias) subrogan, como lo hacen los otros elementos; también el color de la cartulina subroga un color específico que podría darse a la pared, e, igualmente, la relación de tamaño relativo entre las letras subroga una relación de tamaño relativo entre los cines, etc. Esta idea (que también elementos de los signos proposicionales como el color, la relación de tamaño o la relación temporal subrogan) se apreciará quizás mejor si se tienen en mente dos hechos. El primero es que los mismos signos proposicionales podrían ser utilizados no ¿cónicamente (intuitivamente hablando), de modo tal que los elementos en cuestión significasen aspectos manifiestamente distintos de ellos mismos. Por ejemplo, podemos utilizar cartulinas coloreadas de modo
que el color represente uno de varios usos a que se propone destinar linafitetbiS minada habitación, subrogada por la cartulina, según una cierta convención qué vincula colores a usos. El segundo hecho consiste en que, incluso en el casó de signos intuitivamente icónicos como los que estamos considerandos ia característica considerada en el signo proposicional y la característica subrogada no tienen por qué coincidir enteramente. Quizás, como hemos dicho el color de las cartulinas se consigue mediante la técnica puntillística de impresión antes mencionada, mientras que el color correspondiente de la pared tiene una naturaleza muy distinta. En virtud de estas relaciones de subrogación, a todo signo proposicional permitido por las reglas de construcción le corresponde una determinada condición de verdad. En virtud de las relaciones de subrogación entre los elementos de los signos y las entidades de que son vicarios, cada uno de esos signos proposicionales alternativos tiene, a su vez, un significado distinto al que tiene el signo proposicional efectivamente utilizado; cada uno tiene diferentes condiciones de verdad. Así, en el segundo ejemplo, los tres signos proposicionales determinados por las reglas de construcción son el que ha sido utilizado de hecho, ‘A, E\ y los potenciales ‘A, E’ y ‘A, E’. Las reglas que permiten construir con los elementos un conjunto definido de signos proposicionales distintos son aquí reglas espaciales, pues descansan en el hecho espacial de que, dados dos objetos espaciales, el primero puede ser más grande que el segundo, el segundo más grande que el primero, o ambos tener el mismo tamaño. Gada uno de los tres signos proposicionales construidos con estos elementos tiene un significado distinto: si se hubiera utilizado ‘A, E \ en lugar del signo realmente utilizado, ‘A, E \ se hubiese proporcionado una información distinta, con diferentes condiciones de verdad. Tenemos así, por un lado, la serie de los signos proposicionales permitidos por las reglas de construcción, una serie espacialmente relacionada; por otro, los significados (las condiciones de verdad) correspondientes a cada uno de esos signos proposicionales, al realmente utilizado y a los meramente posibles. Las relaciones de subrogación se esta blecen de modo tal que, necesariamente, las relaciones cromáticas, espaciales o temporales entre los signos proposicionales reflejan fielmente relaciones correspondientes entre sus condiciones de verdad respectivas. Es en esto en lo que reside, según la idea de Wittgenstein, el carácter icónico de los signos que estamos considerando. Los signos tienen propiedades espaciales, pues pertenecen a sistemas de signos determinados por propiedades espaciales; sus significados son, igualmente, hechos espaciales, pues las relaciones de subrogación se han establecido de modo que a cada signo proposicional del sistema le corresponda una específica condición de verdad. Es, pues, entre los elementos de cada una de estas dos series (los signos proposicionales, por un lado, y sus respectivas condiciones de verdad, por otro) que se da, según la explicación de Wittgenstein, el parecido que apreciamos intuitivamente entre signos y significados. Existe el parecido si las relaciones de subrogación se han establecido de modo tal que a las relaciones espaciales que constituyen el sistema de los signos proposicionales corresponden análo-
gas relaciones entre sus respectivos significados. El parecido consiste en una isomorfía entre el sistema de los signos proposicionales y el de los hechos que representan: a los tres signos, vinculados por relaciones espaciales, las relaciones de subrogación hacen corresponder tres hechos potenciales, vinculados por las mismas relaciones que vinculan a los signos; relaciones espaciales, por tanto, en este caso. Resumamos las observaciones que hemos efectuado hasta aquí con res pecto a los ejemplos. Un signo proposicional es contingente, porque pertenece a un sistema de signos proposicionales construidos con sus elementos, o con otros elementos, con arreglo a reglas de construcción form ales bien definidas. Estas reglas formales de construcción pueden depender, como ocurre en los ejemplos, de relaciones cromáticas, espaciales o temporales entre algunos de los elementos con los que se configuran los signos proposicionales. Los elementos de los signos proposicionales (incluidas las propiedades cromáticas, espaciales o temporales en que, en ese caso, se apoyan las reglas de construcción) subrogan objetos distintos de ellos mismos; en virtud de estas relaciones de subrogación, cada uno de los signos proposicionales pertenecientes al sistema permitido por un determinado conjunto de reglas de construcción tiene una específica condición de verdad. Los signos de los ejemplos tienen un carácter icónico, en cuanto que las relaciones de subrogación entre los elementos que determinan el carácter cromático, espacial o temporal de las reglas formales de construcción se han establecido garantizando que se preserven esas mismas relaciones entre los objetos de los que son vicarios. Dijimos antes que la explicación wittgensteiniana de la naturaleza del parecido que apreciamos intuitivamente en los signos que consideramos ¿cónicos era rica en consecuencias. Para concluir, enunciaremos la consecuencia más interesante: esta explicación de la naturaleza de la ¿conicidad nos proporciona una explicación de la posibilidad de significar entidades de carácter o bien contingentesireal, o bien posiblesiirreal. Hay en esto una dificultad que viene produciendo perplejidad al menos desde el Teeteto de Platón. Lo que significa un signo proposicional completo (la cartulina coloreada) no tiene por qué ser “real”, ni lo es de hecho en muchos casos. Esto es peculiar; la peculiaridad no es otra que una de las dos características de las relaciones intencionales (III, §§ 1 y 3). Las relaciones usuales (golpear , engendrar, preceder) se dan entre objetos reales. ¿Cómo puede una relación establecerse con algo irreal? O, para ser más precisos: ¿cómo puede una relación establecerse con algo o bien irreal, pero posible, o bien real, pero contingente? La perplejidad que hemos apuntado es la misma que lleva a Brentano a caracterizar las relaciones intencionales como teniendo lugar con entidades “inmanentes”. La explicación wittgensteiniana de la naturaleza de los signos icónicos contiene los elementos necesarios para ofrecer una solución plausible a este problema. Los signos proposicionales son, como hemos visto, ellos mismos contingentes; y lo son en virtud de pertenecer a un sistema de signos proposicionales determinado exclusivamente por hechos formales, independientes de las propiedades semánticas de los signos proposicionales. Por otra parte, las
relaciones de subrogación (las cuales, estamos suponiendo, no presentan"ellas' mismas el problema de la intencionalidad) se han establecido de modo tal (que se preserven necesariamente las relaciones formales entre los signos propósi cionales: a todo signo proposicional permitido por las reglas de construccióri ha de corresponder un significado posible. Esto resuelve ipso facto el problema, bajo el supuesto de que la formalidad de las reglas de construcción haga que el carácter real, pero contingente, o irreal, pero posible á t los signos pro posicionales mismos no plantee ningún problema. Pues la contingenciasirea lesyposibilidadsiirreales que caracteriza a los significados de los signos pro posicionales, según la explicación wittgensteiniana, está ya contenida en las propiedades análogas de los signos proposicionales. Si podemos entender signos que significan entidades que posiblemente no se den, es porque las posi bilidades de las cosas están ya prefiguradas en las posibilidades independientemente conocidas de los signos que las subrogan. Quizás la siguiente analogía pueda ayudar. Imaginemos que disponemos de una serie de piezas (como las de algunos juegos infantiles) que permiten construir edificios a escala, y que está garantizado lo siguiente: (1) cada pieza corresponde a una parte de un edificio real, (2) con independencia de la naturaleza del edificio real, está bien determinado el conjunto de las combinaciones posibles de las piezas, y (3) está predeterminado que el edificio real se ha construido de manera que corresponda necesariamente a una en particular de las combinaciones de piezas, si bien puede corresponder a cualquiera de ellas. En estas condiciones, la afirmación de que una combinación dada de las piezas corresponde a un edificio contingentesirealyposiblesiirreal no presenta ningún problema. Cuando estas condiciones se satisfacen, la perplejidad que hemos bautizado como el problema de la intencionalidad desaparece. Si el análisis anterior es correcto, los signos proposicionales icónicos satisfacen las condiciones; por consiguiente, en tales casos el problema de la intencionalidad puede recibir una solución satisfactoria. Wittgenstein parte en el Tractatus del supuesto razonable (que venimos aceptando desde el segundo capítulo) de que un sistema de representación (como, por ejemplo, el lenguaje natural) es, esencialmente, algo que plantea el problema de la intencionalidad; y su tesis es, en último término, que cualquier sistema así es icónico, de modo tal que cumple las condiciones (l')(3). Antes de explorar las consecuencias filosóficas de esta idea, así como sus dificultades, debemos ahora preguntamos cómo un lengua je cualquiera puede ser icónico; es decir, en qué aspectos cabe decir que se “parecen” las expresiones lingüísticas en general (y no sólo las ya intuitivamente icónicas de nuestros ejemplos ilustrativos) a sus significados.
3. Lenguajes figurativos Un lenguaje figurativo consta de enunciados; un enunciado es un signo proposicional usado con una determinada fuerza. Según el Tractatus, las diferencias de fuerza son filosóficamente irrelevantes, de modo que podemos con
siderar a todos los enunciados “aseveraciones”, entendiendo la noción de un modo genérico análogo al propuesto anteriormente para ‘verdad’. Los enunciados pueden ser elementales o noelementales. Los primeros son análogos a los signos proposicionales de la sección precedente; los segundos se caracterizan por contener, como partes propias, otros signos proposicionales (o las “estructuras” de los mismos, en los casos de los enunciados cuantificaciona les). Los signos proposicionales que forman parte de un enunciado noelemental (por ejemplo, los dos disyuntos en un enunciado disyuntivo) no están, ellos mismos, aseverados; sin embargo, tienen sentido. Incluso el signo proposicional aseverado en un enunciado elemental debe tener ya significado, para que el enunciado tenga sentido.jLos signos proposicionales, elementales o no, están compuestos de palabras; las palabras son las unidades mínimas con significado. Denominamos indistintamente .‘nombres’ a todas las palabras que pueden aparecer en un signo proposicional elem entaUCon ello no queremos sugerir que estas palabras designen sólo objetos particulares; por el contrario, afirmamos explícitamente que ello no es así. gntre los nombres, algunos designan particulares, otros propiedades y relaciones nádicas, otros géneros, etc. Es decir, los nombres pertenecen a diferentes categorías, tales como las que hemos introducido anteriormente (VIII, § l):*hay nombres p red ica ti vo s , nombres cía sificatorios , nombres singulares , etcUSólo queremos poner de relieve el contraste semántico fundamental que existe en los lenguajes figurativos, que es el que se da entre las. expresiones que, necesariamente, están semánticamente relacionadas con entidades existentes (a saber, los nombres, correspondientes a lo que en la sección anterior llamábamos ‘elementos’ de los signos proposicionales) y las que están semánticamente relacionadas con entidades contin gentessiexistenyposiblessinoexisten (a saber, los enunciados).2 [También con el fin de garantizar que atendemos a esta distinción fundamental, designaremos como referencias a los significados de los nombres, y' como sentidos a los de los signos proposicionales (estén o no aseverados). El uso de estos términos por parte de Wittgenstein es un homenaje tácito a Frege. Presume, sin embargo, la crítica a la distinción fregeana que más adelante expondremos; pues todas las expresiones de un lenguaje figurativo, como resultará claro, tienen exclusivamente una propiedad semántica. Es decir, el vínculo que liga las palabras a sus referentes no se establece, según Wittgenstein, a través de una relación lógicamente anterior entre la palabra y un sentido. Diremos que los nombres subrogan a sus referencias, y que los signos pro posicionales representan a sus sentidos (o, meramente como una variante estilística, que los pre senta n). De modo general, diremos que las referencias subrogadas por los nombres son objetos , dejando bien claro también que no pretendemos sugerir con esto que sean todos ellos particulares; antes bien, 2.
Los partidarios de la “interpretación nom inali sta” del Tractatus (defendida, por ejemplo, en Anscombe, An Int rud uct ion to W itt ge ns tei n's Tr ac tat us, por lo demás uno de los mejores libros sobre la obra) toman literalmente ‘nombre’ y ‘objeto’ en el Tractatus, sosteniendo que los nombres son todos propios y los objetos todos individuos particulares. Nosotros suponemos la interpretación opuesta, con Stenius.
entre los objetos incluimos, además de los particulares, géneros, relaciones y propiedades, quizás entre otras cosas. Todos los nombres pertenecientes Wun lenguaje figurativo son “nombres propios genuinos”, en el sentido de Russell' por más que pertenezcan a diferentes categorías. Diremos también que los sénw tidos representados por los signos proposicionales son hechos; atómicos en el caso de los signos proposicionales elementales, moleculares en el de los no elementales.3 El uso de la palabra ‘hecho’ no debe sugerir que el término se aplique a entidades que se dan realmente. Un hecho (como corresponde al significado de un signo proposicional) es una entidad que puede darse o no darse; una entidad contingentesisedayposiblesinoseda. Llamando ‘hecho’ a lo representado por los signos proposicionales enfatizamos que en la concepción tractariana del lenguaje un signo proposicional representa aquello que (si se diera) haría verdadero a un enunciado de ese signo: un signo proposicional representa a su hacedor de verdad. Los signos proposicionales noelementales se distinguen de los elementaj les por incluir, entré las palabras que las componen, algunas que pertenecen a; un grupo especial: las constantes lógicas. Estas palabras se distinguen de los! nombres porque no subrogan objetos. Ello no supone que no “signifiquen”; loí hacen, en el sentido de que contribuyen de una manera específica a la deter^' minación del sentido del signo proposicional. Pero significan de un modo espej cial, que explicaremos más adelante; las constantes lógicas se distinguen por poseer un significado puram ente lógico. También las palabras que conforman los signos proposicionales elementales, los nombres, poseen significados lógú eos. Un lenguaje figurativo se atiene así, eminentemente, a los dos principios! fregeanos, el Principio de Composicionalidad y el Principio del Contexto (ID,1 § 1). Un lenguaje figurativo está constituido, como hemos dicho, por enunciados. El significado de los enunciados no está dado por enumeración, sino que está determinado por los significados de las palabras que los componen: por( las relaciones de subrogación, que vinculan los nombres con sus referencias,! y por los significados lógicos de los nombres —y los de las constantes lógij cas, si las hay— (Principio de Composicionalidad). El significado de las pala; bras, por otro lado, sí está dado por enumeración. Pero las palabras no cons' tituyen el lenguaje, sino que lo hacen los enunciados; y los enunciados no son meras listas de nombres, sino que están necesariamente conformados por nombres de diferentes categorías lógicas, de maneras determinadas por las categorías lógicas en cuestión, de modo que las palabras sólo tienen significado en el contexto de los signos proposicionales en los que aparecen (Principio del Contexto). 3. Utiliz o las siguien tes traducciones de los términos cuasi-técn icos del Tractatus : ‘Sachverhalt’, ‘acaeci miento’; ‘Sachlage’, ‘hecho’; ‘Tatsache’, ‘hecho que se da’ (o ‘que es el caso’, ‘que acaece’, ‘que existe’); ‘abbilden’, ‘figurar’; ‘Bil d’, ‘figura’ ; ‘vertreten’, ‘subrogar a’ o ‘ser vicario d e’; ‘dar/v or-s telle n’, ‘representar’ o ‘presentar’; ‘Satz1, ‘proposición’ —hay que advertir que el sentido wittgensteiniano de esta expresión difiere del que se le da contemporáneamente y vengo utilizando hasta aquí: una “proposición" tractariana no es lo que un signo proposicio nal d i c e .s ino el signo proposicional interpretado — ; ‘Satzzeic hen ’, ‘signo proposicion al’ o ‘enunciado’; ‘Bedeutung’ , ‘referencia’; ‘Sinn’, ‘sentido’; ‘sagen’, 'aseverar’; ‘zeigen’, ‘aufweisen’, ‘mostrar’, ‘exhibir’.
Nada de lo que hemos dicho hasta aquí revela el carácter icónico de un lenguaje figurativo. Para ponerlo de manifiesto debemos atender, finalmente, a los significados lógicos de las expresiones. En este punto, resultará conveniente concretar la exposición abstracta que hemos seguido hasta aquí introduciendo un lenguaje figurativo específico, con una sintaxis y una semántica. Esto es algo que el propio Wittgenstein no hace en el Tractatus, y contribuye decisivamente a la dificultad del libro. La verdad es que existe una muy buena razón para no hacerlo. Por un lado, el ejemplo que propongamos habría de servir para ilustrar la tesis central de un metafísico descriptivo como Wittgenstein: a saber, que los lenguajes naturales son lenguajes figurativos que no parecen serlo. Desgraciadamente, no hay, ni puede haber, un ejemplo de lenguaje figurativo así (por razones que se expondrán después). O bien hemos de contentamos, pues, con ilustraciones ficticias, inútiles para sugerir siquiera cómo alguien podría pensar que todo lo que decimos puede expresarse en un lenguaje figurativo; o bien habríamos de recurrir a falsas ilustraciones, utilizando lenguajes no figurativos. (O bien podríamos renunciar a ofrecer ilustración alguna, como Wittgenstein hace; pero descarto esta posibilidad porque dificulta enormemente la comprensión.) En la tesitura, he escogido una ilustración a medio camino entre la ficción y la falsedad. El lenguaje que propongo no es burdamente ficticio, pues contiene la suficiente riqueza como para indicar qué podría tener en mente el autor del Tractatus ; por otra parte, su falsedad no es obvia; podría pasar por figurativo, si no se examina muy de cerca. El propio Wittgenstein se representa a sí mismo, posteriormente, como habiendo contemplado un lenguaje como el que voy a caracterizar: «Anteriormente, yo mismo hablé de un “análisis completo’1; pensaba,que la filosofía había de proporcionar una disección definitiva de las proposiciones con el fin de establecer claramente todas sus conexiones'y de eliminar toda posibilidad de malentendido. Hablé como si hubiese un cálculo en el cual tal disección fuese posible. Tenía vagamente en mente algo como la definición que Russell había dado para el artículo definido, y pensaba que, de manera similar, podrían usarse impresiones visuales, etc., para definir el concepto, digamos, de esfera, exhibir así de una vez por todas las conexiones entre los conceptos y poner de manifiesto la fuente de todos los malentendidos, etc. En la raíz de todo esto estaba una representación falsa e idealizada del uso del lenguaje» (Philosophical Grammar , 211). Se trataba de un “cálculo” al que, dice, “extraviado como estaba por una falsa idea de reducción, pensé que el entero uso de las proposiciones debería ser reducible” (ibid .). Nótese que las expresiones de este cálculo designan cosas tales como “impresiones visuales”; es decir, objetos fenoménicos (III, § 2). Por esa razón, Wittgenstein se refiere a un lengua je como el que tenía en mente en el Tractatus como un ‘lenguaje fenomenoló gico’: “Pensaba anteriormente que existía el lenguaje cotidiano que todos hablamos comúnmente y un lenguaje primario que expresaría lo que realmente sabemos, a saber, fenómenos” (Waismann, 45). “No tengo ya en mente como objetivo el lenguaje fenomenológico—o ‘lenguaje primario’, como acostum braba a llamarlo—•” (Philosophische Bemerkungen, § l).
Los nombres de nuestro lenguaje figurativo ideal, LFI, designarániobjétós fenoménicos. En el Tractatus, Wittgenstein está dispuesto a co ntem plarííp ps P bilidad de que el número de nombres (y el de proposiciones elementales com siguientemente) de LFI sea infinito (4.2211). Podría pensarse que esto entra en conflicto con la idea de que los nombres de LFI designan objetos fenoménicos; pero no lo creo así. Recordemos lo que hicimos notar cuando introdujimos el concepto de vivencia ; a saber, que las vivencias incluyen también aspectos espaciales y temporales. Las sensaciones visuales se nos presentan, predominantemente, en un “campo visual”, un “espacio” puramente fenoménico (“puramente fenoménico” en el sentido de que este espacio tiene las cuatro características que atribuimos a los objetos fenoménicos en HI, § 2). Las sensaciones auditivas se nos presentan predominantemente en un tiempo puramente fenoménico; etc. Podemos contemplar la idea de vivencias que se dan sin elementos espaciales o temporales; en ciertas situaciones, podemos experimentar vivencias con elementos espaciales o temporales peculiares (por ejem plo, colores en un espacio completamente bidimensional); pero no es así como se nos presentan usualmente las vivencias. Supuesto esto, las mismas razones que pudieran llevamos a considerar al espacio o al tiempo físicos compuestos de un número infinito de puntos o instantes podrían llevamos igualmente a suponer al campo visual o al tiempo fenoménicos así constituidos. Propongo, pues, la siguiente descripción de LFI. Los nombres de particulares son cuádruplas ‘< ep e2, e3, t >’ que significan regiones —o quizás puntos— del campo visual (especificadas mediante e p e2 y e3 relativamente a un eje de coordenadas apropiado) en un tiempo t. AI origen de las coordenadas ^ espaciotemporales se le designa apropiadamente con un término singular ubicuo en LFI: ‘aquíyahoraparaS\ Los dígitos pueden ser tanto números reales como intervalos; que hayan de ser una u otra cosa depende de la finura del análisis, aspecto éste con el que no queremos comprometemos. Los predicados atribuyen cualidades fenoménicas a estos particulares: colores, formas espaciales, solidez, penetrábilidad o impenetrabilidad, altura sonora (presumo que las propiedades acústicas, como el tono, se atribuyen a una fuente ubicada espacialmente), o esta blecen relaciones entre ellas, como relaciones de intensidad sonora, de saturación cromática, etc. Los signos proposicionales elementales tienen esta apariencia: ‘SóIido
temente puesta en cuestión (como se hace en las conjeturas escépticas radicales). Las vivencias, por contra, son entidades cuya existencia conocemos con certidumbre. Tal y como hemos introducido LFI, sin embargo, resulta que, por un lado, los signos proposicionales elementales (como todos los signos preposicionales) representan “hechos” (pues así decidimos antes denominar a lo representado por los signos proposicionales); por otro, que estos “hechos” están constituidos por los mismos materiales que constituyen las vivencias. Para el representacionalista, cabe propiamente llamar “hechos” sólo a los objetos intencionales de los enunciados y pensamientos, que para él están constituidos por acaecimientos objetivos. Desde luego, dado que los objetos intencionales de nuestros "pensamientos podrían no darse (incluso del modo hiperbólico contempládo en las conjeturas escépticas radicales), estos objetos intencionales deben estar por entero inmanentemente caracterizados mediante entidades internas. Pero, como hemos venido insistiendo, el representacionalista mantiene los acaecimientos objetivos como el referente externo que, en definitiva, determina si las conjeturas escépticas son correctas o (como parece razonable creer, o incluso pretender que sabemos a través de complicadas inferencias) no lo son. En LFI, sin embargo, lo representado por los signos pro posicionales es, directamente, el objeto intencional de los mismos; pero (en sintonía con lo que hemos dicho antes sobre los referentes wittgensteinianos de las^unidades léxicas) está íntegramente constituido por objetos fenoménicos. Desde luego, este objeto intencional es contingentesisedayposiblesinose da; pero obsérvese que las vivencias (incluso las vivencias cuyo darse conocemos con certidumbre) ya tienen esta propiedad: incluso la vivencia de #esfera roja aquí# que noto ahora, y sé por tanto con certidumbre que se da, podría no haberse dado; es enteramente coherente imaginar que yo podría haber tenido, en este mismo momento, una vivencia espacial muy distinta a la que de hecho tengo. Pero el objeto intencional de los signos proposicionales de LFI no es “real”, en el sentido del representacionalista, y en el sentido natural del término: no es un acaecimiento que causa mis vivencias, uno que podría no darse por más cierto que esté de que se da. No hay en esto una contradicción, sino más bien la presentación de una ontoíogía alternativa a la del realismo (sea el realismo “por representación” o o el realismo a secas). La metafísica del Tractatus no es la del realismo por representación, sino la del solipsismo; y, en esta ontoíogía, los acaecimientos objetivos que tanto el realismo por representación como el realismo directo reconocen han sido eliminados. Abordaremos con más detalle estas cuestiones en el próximo capítulo. Pasemos ahora a examinar, con relación a LFI, los significados lógicos de las expresiones y, con ello, el carácter ¿cónico de este lenguaje. El carácter icónico de los signos proposicionales en los ejemplos ofrecidos en la sección anterior, según la explicación que allá atribuimos a Wittgenstein, consistía en lo siguiente. Los signos proposicionales pertenecían a sistemas de tales signos, construidos de acuerdo con reglas formales de construcción; estas reglas tenían un carácter cromático, espacial o temporal, en tanto que las reglas formales de construcción que determinaban cada uno de los
sistemas atendían a relaciones cromáticas, espaciales o temporales entre algu^i nos elementos de los signos. Los elementos de los signos proposicionales, a sik vez, subrogaban objetos. Estas relaciones de subrogación se habían establecí7 do de modo tal que a cada signo proposicional construible le correspondiese un hecho determinado, su específico “hacedor de verdad”. De este modo, los hechos representados por los signos proposicionales mantienen entre sí relaciones isomorfas a aquellas que mantienen los signos proposicionales. Nuestro problema ahora es que nada análogo parece poder decirse de los lenguajes en general; en particular, no parece existir ninguna isomorfía entre los signos pro posicionales de LFI y los hechos que queremos hacerles significar. Los signos proposicionales de LFI no tienen características cromáticas ni temporales; y sus características espaciales son aquí enteramente irrelevantes. Son “irrelevantes” exactamente como lo eran, en el lenguaje cromático de la sección anterior, el tamaño de la muestra concreta de color o el material de que estaba hecha: estos no son elementos esencialmente significativos, pues pueden variar sin que varíe lo representado. Análogamente, podemos representar lo mismo que representamos con LFI en un lenguaje sin características espaciales (en un lenguaje de sonidos, por ejemplo), sin que lo representado tenga por qué variar. Wittgenstein reconoce la dificultad: “A primera vista, no parece ser la proposición (tal y como, por ejemplo, aparece impresa en el papel) una figura de la realidad de la que trata” (4.011). Consideremos las reglas formales que legitiman en LFI la construcción de los signos proposicionales elementales. Para enunciar las reglas de construcción es preciso clasificar a los nombres en categorías; recordemos que LFI satisface eminentemente el Principio del Contexto fregeano. La clasificación se hace por enumeración. Así, tenemos la categoría de los nombres propios, constituida por ‘
siones diferentes, cosa que también ocurre con ‘
diferentes del primero y diferentes entre sí. Estos aspectos son: más abstractos*
que los aspectos “sígnicos” a que hacen referencia las reglas sintácticas :de lo¿ gramáticos, en tanto que estarían presentes también en signos proposicionales. pertenecientes a otros lenguajes; por ejemplo, ‘
minan qué signos proposicionales han sido bien construidos. Por ambas razones, cabe decir que son hechos sintácticos. Sin embargo, sería un error concluir de esto que se trata de los hechos necesarios para caracterizar la sintaxis de un lenguaje específico, en el sentido usual de “lenguaje” y “sintaxis”. Puesto que, como veremos, lo que los hace hechos lógicos es que determinan qué se puede juzgar y aseverar (y qué se ha de juzgar o aseverar, dado que se ha juzgado o aseverado ya algo otro), hay que verlos como hechos sintácticos relativamente abstractos, ejemplificados en lenguajes por lo demás diferentes entre sí. El mismo hecho lógico que en un lenguaje se expresa ubicando el ver bo transitivo entre el sujeto y el objeto directo, se expresa en otro recurriendo al orden espacial inverso, mientras que en un tercero las diferencias no se esta blecen mediante el orden espacial en absoluto, sino a través de ciertas desinencias (“declinaciones”) que se colocan al final de las palabras, etc. Tenemos ahora todos los elementos para comprender qué es ese parecido común a los signos proposicionales de cualquier lenguaje posible (incluido a los que puedan constituir nuestros pensamientos) y a la realidad por ellos representadaXLa idea central de la teoría figurativa del Tractatus es ésta: la sintaxis lógica dé un lenguaje, como LFI, establece qué signos se pueden utilizar en el caso mínimo (signos proposicionales elementales) invocando para ello o bien diferencias de categoría (diferencias de forma y contenido), o bien diferencias entre las expresiones de una misma categoría (diferencias sólo de contenido), entre los nogibres del lenguaje) Estas reglas establecen, por ejemplo, que la expresión ‘
goría en relaciones como la referida por ‘unaoctavamásaltoque’.. (Dicho de otro modo, no hay objetos particulares “desnudos” de toda propiedad y toda relación; existir, para un particular, es darse en algún hecho: darse con alguna propiedad, o darse en alguna relación consigo mismo o con otros particulares, etc. Repárese en que esto vale también para los objetos fenoménicos.) EL parecido “lógico” entre el lenguaje y el mundo consiste en esta isomorfía entre los hechos lógicosintácticos sobre los símbolos que establecen qué signos proposicionales están lógicamente bien construidos en cualquier lenguaje posible, y hechos análogos relativos a los objetos subrogados por los nombres. Esta exposición nos da la clave para comprender la metáfora de la cadena (2.03). Esta es la glosa que Wittgenstein hizo del texto posteriormente: «[...] una proposición no es dos cosas conectadas por una relación. “Cosa” y “relación” están al mismo nivel. Los objetos penden, por así decirlo, como en una cadena» (Lee, 120). De acuerdo con la explicación del Tractatus, todas las expresiones en ‘aR b\ V , ‘R* y ‘b \ son nombres; ‘a’ y ‘b’ tienen, sin embargo, diferente forma lógicosintáctica que *R\ Los poderes de combinación determinados por las reglas lógicosintáctica de construcción para cada una de esas expresiones, por sí solos, dan a ‘aRb’ su contingencia, su articulación, su capacidad para ser un hecho figurativo. La diferencia lógica de categoría entre ‘a’ y ‘R’ consiste exclusivamente en las diferencias que las reglas lógicosintácticas de construcción establecen entre ellas, al determinar qué signos pro posicionales pueden ser legítimamente construidos con las expresiones de LFI. Esta estructura no depende de nada más; en particular, no es precisa ninguna relación adicional que “una” ‘a’, ‘b’ y 4R \ (Y, si la necesitásemos, estaríamos perdidos, pues habríamos comenzado un regreso al infinito.) Exactamente lo mismo ocurre con los objetos subrogados por las expresiones, en razón del isomorfísmo existente (según la teoría figurativa) entre el lenguaje y el mundo. (jEl isomorfísmo postulado por el Tractatus consiste en que los objetos subrogados por los nombres se comportan unos respecto de otros exactamente como lo hacen los nombres, dada su sintaxis lógica.;
4. El espacio lógico y los significados de las constantes lógicas En la sección anterior hemos tratado de elucidar la tesis según la cual existe un “parecido” o isomorfía de carácter relativamente abstracto entre el lenguaje y el mundo, centrándonos exclusivamente en los aspectos lógicos de los signos que conforman los signos proposicionales elementales. Debemos ocu pamos ahora, para completar la exposición de la concepción figurativa del lenguaje del Tractatus, en el tratamiento de las expresiones cuyo significado es puramente lógico: las constantes lógicas. Comenzaremos advirtiendo una diferencia muy importante entre las ilustraciones de la sección segunda y LFI. Consideremos, por ejemplo, el lengua je espacial de la segunda ilustración en § 2. Este lenguaje permitía tres signos proposicionales. Ahora bien, notemos que cada uno de esos signos proposi
cionales ofrecía una caracterización exhaustiva de la situación que el hablante quería describir e incompatible con la ofrecida por los otros. Nada análogo sucede en el caso de un lenguaje como LFI; ‘Sólido
un momento dado puede satisfacer este postulado de independencia. Éste: fue el primer error que advirtió Wittgenstein posteriormente en la obra, cuando (en la segunda década de los años veinte) volvió a reflexionar sobre esas cuestión nes. La reflexión sobre este error parece haber sido el estímulo inicial que le llevaría a su “segunda filosofía”. Es precisamente a consecuencia de esto que abandonaría, ya en los escritos del “período intermedio”, la idea de que lo que decimos puede expresarse sin malentendidos en un “lenguaje fenomenológico” como el que estamos tratando de ilustrar con LFI; y es por esto que dijimos antes que toda ilustración de la idea tractariana del lenguaje ha de resultar falsa. Podemos utilizar el término ‘falso’ porque la perspectiva del Tractatus no es correctiva, sino descriptiva; creo que sabemos lo suficiente sobre el lengua je natural y el pensamiento humano como para concluir que ningún lenguaje que satisfaga el postulado de independencia puede servir para expresar lo que un ser humano normal piensa en un momento dado. A mi juicio, cabe decir algo aplicable a quienes mantienen más bien una perspectiva correctiva: es un objetivo vano tratar de construir un lenguaje que satisfaga el requisito, si el lenguaje ha de ser lo suficientemente interesante como para expresar, pongamos por caso, hechos físicos. Mantendremos, sin embargo, por las razones de conveniencia que adujimos antes, la ilusión de que LFI es un lenguaje figurativo que cumple, además de todo lo que venimos atribuyéndole, el postulado de independencia. (Inicialmente —en “Some Remarks on Logical Form”, de 1928— Wittgenstein pensó que solventar este error no requeriría modificaciones profundas de la teoría figurativa del Tractatus ; requeriría, únicamente, enunciar de un modo más complejo la construcción de los mundos posibles y los signos proposicionales complejos que ahora vamos a exponer. Indicaré oportunamente en qué habría de consistir esa complejidad adicional.) Cada proposición elemental de LFI representa pues un hecho atómico, su sentido, que constituye la condición para la verdad de la proposición. Al igual que ocurría con las ilustraciones de las sección segunda, el carácter articulado del signo proposicional (establecido por las reglas lógicas de construcción) hace que el signo proposicional mismo sea una entidad contingente', algo de lo que cabe decir sustantivamente que podría no darse. Como a los nombres les han sido asignados los objetos que subrogan de modo tal que, necesariamente, las reglas lógicas de construcción son compartidas por los hechos significados, los sentidos de los signos proposicionales comparten con éstos su contingencia: el hecho atómico representado por un signo proposicional elemental es una entidad contingentesirealyposiblesiirreal. Pero hemos visto que LFI incluye un factor adicional, que no estaba presente en las ilustraciones de la sección cuarta; a saber, que cada signo proposicional elemental nos permite sólo describir una parte de la realidad potencialmente representable, con independencia de la que nos permite describir cualquier otro signo elemental. Conseguimos descripciones más y más completas, por así decirlo, yuxtaponiendo signos proposicionales elementales. Naturalmente, no tenemos por qué considerar razonable aseverar (o proponer con el fin de que se lleve algo a cabo, etc.)
todos los signos proposicionales elementales que las reglas lógicosintácticas permiten construir. Conseguimos una descripción exhaustiva indicando, para cada uno de los signos proposicionales elementales, si forma parte de la “yuxtaposición” que consideramos aseverable o no. Bajo el supuesto de independencia, es una cuestión meramente combinatoria determinar cuántas descripciones exhaustivas de estas características existen. Podemos representarlas en una tabla; obtenemos una descripción exhaustiva indicando, para cada signo proposicional elemental, si pertenece a la yuxtaposición (lo podemos hacer con un ‘T) o si no pertenece (podemos indicar esto con un ‘0’). Supongamos que tenemos ordenados los signos proposicionales elementales. El primero, p, puede pertenecer o no pertenecer a una descripción exhaustiva, así que hay dos posibilidades distintas para un signo pro posicional elemental, digamos p¡ y pQ. Si consideramos ahora un segundo signo proposicional elemental, q, éste puede pertenecer o no a la yuxtaposición, independientemente de lo que ocunra con p; hay, pues, dos nuevas posibilidades para cada una de las anteriores, p¡q,, p0qn p¡q0 y p 0q0\ en total, 2.x 2 = 4 posibilidades. Si añadimos un nuevo signo proposicional elemental, habrá dos nuevas posibilidades por cada una de las anteriores (en total, (2 x 2) x 2 = 8 combinaciones diferentes), y así sucesivamente. Estas consideraciones puramente combinatorias implican, pues, que, para n signos proposicionales elementales diferentes, habrá exactamente 2n descripciones posibles diferentes. Por mor del espácio disponible, imaginaremos que LFI tiene sólo dos signos proposicionales elementales, p = ‘Rojo
m!
m2 m
3
m 4
0
1
0
o o
Lo que mejor corresponde en LFI a cada uno de los tres signos proposicionales posibles en el lenguaje espacial de la segunda ilustración en la sección tercera es, por consiguiente, cada una de las filas de esta tabla; es decir, cada una de las descripciones exhaustivas posibles que podemos obtener yuxtaponiendo signos proposicionales elementales. Cada una de ellas ofrece una descripción exhaustiva, e incompatible con la que ofrecen los demás, de aquello que LFI permite describir. En virtud de la presumida isomorfía lógicosin táctica entre signos proposicionales elementales lógicosintácticamente permitidos, por un lado, y los hechos que significan, por otro, del mismo modo que cada signo proposicional puede ser o no construido, cada hecho significado puede darse o no. Análogamente, del mismo modo que cada signo proposicional elemental puede pertenecer a una yuxtaposición exhaustiva lógicosintácti camante permitida, con independencia de que los demás pertenezcan o no a ella, el hecho que significa puede o no existir, con independencia de la exis
tencia o no existencia de los demás.6 Cada una de las filas representa ta m bi® por consiguiente una posibilidad exhaustiva de existencia y no existencia de los^ hechos representados por los signos proposicionales elementales (4.27).¿Aho3 ra bien, en lugar de hablar de la existencia y no existencia de los hechos átcP micos correspondientes a los signos proposicionales elementales, podríamos' hablar simplemente de la verdad o la falsedad de los signos proposicionales elementales; pues un signo proposicional elemental es verdadero si el hecho que representa existe, y sólo en ese caso (4.25). Si utilizamos ‘V’ para verdad y ‘F’ para falsed ad, obtenemos entonces (en nuestro pequeño modelo) la siguiente tabla, isomorfa a la anterior: mt m2 m3 m4
P
V F V F
Q
V V F F
Bajo el supuesto de la isomorfía lógica entre el lenguaje y el mundo, una de las filas en esta tabla, y sólo una, constiftiye una representación exhaustiva de cómo es el mundo, efectuada con todo el detalle que los signos proposicionales elementales construibles en LFI permiten ofrecer. Así, “[m]ediante el detalle de todas las proposiciones elementales verdaderas se describe el mundo completamente. El mundo queda completamente descrito detallando todas las proposiciones elementales e indicando cuáles de ellas son verdaderas y cuáles son falsas” (4.26). De aquí que u[e]l mundo es la totalidad de los hechos atómicos existentes. La totalidad de los hechos atómicos existentes determina también qué hechos atómicos no existen” (2.042.05). Dado el isomorfismo lógico entre el lenguaje y el mundo que postula la teoría figurativa, cada una de las filas de la tabla que nuestro modelo a escala ilustra podría ser esa representación completa del mundo, efectuada por medio de las proposiciones elementales; pues el isomorfismo consiste en que cada yuxtaposición de signos proposicionales lógicosintácticamente permitida, constituye una descripción exhaustiva de cómo podría de hecho ser la realidad. Si incluimos entre los mundos posibles al mundo real, podríamos decir que cada fila representa un mundo posible. Un “mundo posible” es aquí una descripción consistente y
6. Ésta es la afirmación que sería preciso corregir si las proposicio nes eleme ntales no son independientes entre sí. En ese caso, no todo signo proposicional elemental pertenece a una yuxtaposición permitida por las reglas lógicosintácticas. Las reglas de construcción de yuxtaposiciones permisibles, dicho de otro modo, no son puramente estruc turales; no son sólo relativas a la categoría de las expresiones. Pues, presumiblemente, ‘Rojo’, ‘Verde’ y ‘Esférico’ pertenecen a la misma categoría, pero mientras que la yuxtaposición de ‘Rojo
completa (al nivel de completitud que las proposiciones elementales ofrezcan) efectuada presentando todas las proposiciones elementales de LFI, e indicando cuáles de ellas son verdaderas. Los mundos posibles en este sentido están completamente determinados, de un modo puramente combinatorio, por hechos lógicosintácticos que son independientes de las relaciones de subrogación entre nombres y objetos, “anteriores’’ a ellas. Wntgenstein utiliza aquí otra metáfora sugestiva, denominando espacio lógico al conjunto de todos los mundos posibles, así entendidos; las dos tablas precedentes constituyen un pequeño modelo ilustrativo de lo que habría de ser una representación de tal espacio. El espacio lógico es el ámbito total de posi bilidad “permitido” a la realidad por los hechos lógicosintácticos que determinan el sistema de los signos proposicionales elementales de LFI (y las yuxtaposiciones permitidas, que supuesto el postulado de independencia son todas las posibles), dada la presumida isomorfía lógica entre el lenguaje y lo que representa. Si LFI permitiese realmente expresar todo lo que un ser humano puede juzgar, considerar, esperar, desear, etc., en un momento dado, entonces el espacio lógico delimita el ámbito de lo que es pensable por ese sujeto en ese momento. Las coordenadas de este espacio (3.41) son los objetos, junto con sus categorías lógicosintácticas; pues unos y otros son un trasunto de los nom bres que los subrogan en LFI junto con sus idénticas categorías. Los primeros determinan la totalidad de los hechos atómicos posibles, los segundos la totalidad de las proposiciones elementales bien construidas; el resto es pura combinatoria, presumido el postulado de independencia. “Cada cosa está, por así decirlo, en un espacio de hechos atómicos posibles. Este espacio puedo pensarlo vacío, pero no puedo pensar la cosa sin el espacio” (2.013). Las cosas y los nombres que las subrogan tienen, necesariamente, categorías lógicosintácticas en común; estas categorías determinan simultáneamente la totalidad de las proposiciones elementales bien construidas de LFI y la totalidad de los hechos atómicos por ellas representados. Son, pues, las “coordenadas” que determinan el espacio lógico. El espacio geométrico se subdivide en regiones; el espacio es la región máxima. Dado que el espacio lógico es la totalidad de' ios mundos posibles, cualquier subconjunto de esta totalidad es una “región” de este espacio, un “lugar”. En la siguiente tabla representamos, a la derecha de la tabla anterior, el espacio lógico (naturalmente, restringido a nuestro minúsculo modelo) junto con otras regiones más pequeñas; indicamos con ‘Sf y ‘No’ junto a una fila si el mundo posible en cuestión pertenece o no a la región: o,
p
m, m2 . m3 m4
V F V F
v V F F
<*3 Sí Sí
No Sí No Sí Sí Sí Sí No No Sí No No Sí Sí
<*5 Sí No No No
El espacio geométrico es un receptáculo que puede ser ocupadoMótál¿ parcialmente por particulares físicos, y también lo son sus párteselas regiones o lugares (3.411). ¿Qué corresponde a esta idea en el símil del espació lógico y sus regiones? Naturalmente, la posibilidad de “ocupación”, tanto dei espació lógico como de sus regiones, por el mundo que corresponde íntegramente'¿í mundo real. El espacio lógico contiene necesariamente, como uno de sus elementos, al mundo posible representado por esa única fila que describe com pletamente (al nivel de completitud posible mediante proposiciones elementales de LFI) la realidad. Y cualquier otra “región” del espacio lógico es susceptible de incluir entre los mundos posibles que la constituyen (los que pertenecen a ella) al mundo real, como cualquier región del espacio geométrico es susceptible de ser ocupada por objetos físicos. Podemos ahora apreciar la idea quizás más importante e influyente del Tractatus. Los signos proposicionales elementales expresan un sentido, en tanto que representan un hecho atómico. En tanto que representando un hecho, no son meros signos proposicionales, sino proposiciones. El hecho que representan estas proposiciones elementales es, esencialmente, una entidad contingen tesisedayposiblesinoseda. Esa característica modal fundamental de los hechos representados por las proposiciones viene reproducida en la articulación de los signos proposicionales, determinada por las reglas lógicosintácticas. Enfatizamos el carácter modal de los hechos representados por los signos proposicionales (es decir, del sentido expresado por esos signos), y no perdemos nada, pensando en los hechos como regiones del espacio lógico : el con junto de todos los mundos posibles en que se dan. Ésta es la definición oficial del sentido de la proposición que ofrece el Tractatus: “El sentido de la proposición es su acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de existencia y no existencia de hechos atómicos” (4.2). Dado que “las posibilidades de existencia y no existencia de hechos atómicos son significadas por las posibilidades de verdad y falsedad de las proposiciones elementales” (4.3), es decir, por los mundos posibles, un modo equivalente de expresar la definición anterior del senti do representado por una proposición es éste: “La proposición es la expresión dei acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de verdad y falsedad de las pro posiciones elementales” (4.4). Algunas regiones del espacio lógico (cr2, a 3) constituyen por tanto lo representado por las proposiciones que hasta ahora conocemos (respectivamente, p y q): “La proposición determina un lugar en el espacio lógico” (3.4). La metáfora espacial tiene una aplicación adicional, no menos interesante, que permite abundar en la propiedad de la identificación del sentido de una proposición con un conjunto de mundos posibles. Podríamos pensar en ia acción de describir una región del espacio geométrico como dirigida a caracterizar esa región como estando parcialmente ocupada por un objeto físico. Describir una región del espacio lógico (esto es, especificar un conjunto de mundos posibles) equivaldría entonces a caracterizar esa región como conteniendo el mundo real; describir la región a3sería, por tanto, equivalente a ase verar la proposición que tiene como sentido esa región (a saber, q). Esta es la
explicación que ofrece Wittgenstein del concepto lógico de aseveración. Debe recordarse que este concepto es más genérico que el que usualmente se expresa con el mismo término. Ase ve rar es, aquí, meramente presentar algo como verdadero , entendiendo ‘verdadero’ en el sentido genérico que se expuso en § 2. Es decir, se “asevera”, en el sentido del Tractatus , no sólo cuando se hace un aserto, sino también cuando se hace una propuesta, una sugerencia, cuando se da una orden, incluso cuando se hace una pregunta (en este último caso, naturalmente, no se presenta algo como verdadero, pero se presenta algo sobre cuya verdad se inquiere): “Un pensamiento puede ser un deseo o una orden. La verdad y la falsedad consisten entonces en que las órdenes sean obedecidas o desobedecidas. [...] La esperanza, el temor y la duda son formas de pensamiento” (Lee, p. 24). No debe confundirse el sentido que una proposición representa — la región del espacio lógico con la que está semánticamente asociada— con la aseveración de ese sentido. El signo proposicional p tiene el mismo sentido, tanto cuando es usado para hacer una aseveración, como cuando forma parte de un signo proporcional complejo, »p, por ejemplo; pero en este último caso no está aseverado. Esto es lo que expresa Wittgenstein cuando distingue mostrar el sentido de una proposición de decirlo (4.022). La proposición p muestra su sentido en los dos casos anteriores, pero sólo se dice o enuncia en el primero. Por otro lado, la poslesión de sentido es una condición necesaria para la posi bilidad de la aseveración. (Wittgenstein lo explica en 4.063 mediante una analogía introducida ‘para aclarar el concepto de verdad \ ) Hasta aquí hemos venido considerando signos proposicionales elementales. La propuesta de Wittgenstein es, en resumen, identificar los “hacedores de verdad” o condiciones de verdad por ellos representados con una selección del conjunto de todos los mundos posibles determinados por la totalidad de las proposiciones elementales: “Las condiciones de verdad determinan el ámbito que la proposición deja abierto a los hechos. (La proposición, la figura, el modelo, son en un sentido negativo como un cuerpo sólido, que limita la libertad de movimientos de los otros; en un sentido positivo, como el espacio limitado por la sustancia sólida, dentro del cual hay lugar para un cuerpo)” (4.463). En sentido negativo, una proposición excluye mundos posibles; en sentido positivo, deja al hacerlo abierto un espacio para que sea ocupados por el mundo real. Si se me dice ‘Clinton ganará las elecciones del 96 en USA’, podemos pensar que lo que se hace es excluir que el mundo sea uno de entre ciertos mundos posibles; se imponen ciertas condiciones que, por lo demás, dejan muchas cosas abiertas que somos igualmente capaces de contemplar. (La pro posición aseverada con 'Clinton ganará las elecciones del 96 en USA’ deja muchas posibilidades abiertas: es compatible con mundos en los que Aznar ha ganado antes las elecciones de ese mismo año en España, y también con mundos en los que no; con mundos en los que ha habido un gran terremoto en San Francisco, y con mundos en los que no, etc.) La metáfora de 4.463, pues, sugiere que éste es un modo intuitivamente razonable de explicar la idea de condiciones de verdad : “Las posibilidades de verdad y falsedad de las propo
siciones elementales constituyen las condiciones de verdad y falsedad de las proposiciones” (4.41); “La expresión del acuerdo y desacuerdo, con las:pósibi¿ lidades de verdad y falsedad de las proposiciones elementales expresa las coní diciones de verdad de la proposición” (4.43J).^ Esta propuesta permite comprender lo que Wittgenstein califica en diver> sos lugares como su ¡idea central: “Mi pensamiento fundamental es que las «constantes lógicas» rio subrogan;'que la lógica de los hechos no se deja subror gar” (4.0312); “No hay «objetos lógicos»”, 4.441; “no hay «objetos lógicos», «constantes lógicas» (en el sentido de Frege y Russell)” (5.4). ‘Subrogar’ (‘ver treten’) es lo que hacen los nombres que conforman los signos proposicionales elementales; es la relación semántica en que se encuentra el nombre y el objeto del que el primero oficia como vicario en los signos proposicionales. Según Wittgenstein, sólo los nombres subrogan; es por eso que dice que no hay constantes lógicas, en el sentido de Frege y Russell. Naturalmente, en otro sentido sí las hay: nuestro lenguaje cotidiano incluye expresiones correspondientes a las constantes lógicas, y es obvio que Wittgenstein no puede negarles algún significado (y uno específico para cada una: ‘y’ no significa lo mismo que ‘o’). Lo que es más importante, LFI ha de contenerlas también, como se verá enseguida. ¿De qué modo, pues, significan las constantes lógicas? ¿Qué las distingue de los nombres? Como constantes lógicas podemos pensar (después diremos por qué) en las mismas cuyo funcionamiento semántico explicara Frege (VI, § 6): la negación, la conjunción, el cuantificador universal, etc. Es más, las reglas semántica que entonces propusimos sirven perfectamente bien para dar cuenta también de cuál es su significado en LFI. Pero la interpretación de esas reglas es, en este contexto, muy diferente. Según la explicación de Frege, las constantes lógicas operan sobre la referencia de los signos proposicionales, en último extremo sobre las referencias de los signos proposicionales elementales del lenguaje. Ahora bien, las referencias de los signos proposicionales, elementales o no, son según Frege los valores veritativos de estos signos. En LFI, sin embargo, las expresiones sólo tienen un tipo de propiedad semántica; los signos proposicionales elementales, en particular, no tienen sentido *y referencia. Esta única propiedad semántica de un signo proposicional elemental, según Wittgenstein, no es, en absoluto, un valor veritativo; es el hecho que representa, que, como hemos visto, cabe identificar con un selección de los mundos posibles que conforman el espacio lógico. Por ambas razones, Wittgenstein utiliza “sentido” en lugar de “referente” y “expresar un sentido” en lugar de “referencia” cuando trata de signos proposicionales. Las reglas para las constantes lógicas, por tanto, son las que ya conocemos; pero estas reglas operan ahora, en último extremo, con el sentido de los signos proposicionales elementales, con regiones del espacio lógico. ¿Qué función desempeñan ahora ‘v ‘ ’ y ‘3’, tal y como aparecen en proposiciones como, pongamos por caso, ‘iRojo
a
nes de verdad las caracteriza la “expresión del acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de verdad y falsedad de las proposiciones elementales” (4.431). Supuesto esto,: ¿qué ocurre con ‘>Rojo
7.
En “What is Logic?".
puede verse como una función (en el sentido matemático del término) qué úsioil na un ‘Sf o un ‘No’ a cada combinación posible de los valores veritativós dé . las proposiciones elementales. Por las razones combinatorias que dimos antesH si hay n proposiciones elementales, habrá 2n combinaciones diferentes de valo' res veritativós para ellas; por esas mismas razones, si 2n = ¿, habrá 2* proposiciones diferentes (4.42). En nuestra pequeña maqueta ilustrativa hay cuatro combinaciones diferentes de valores veritativós para las dos proposiciones elementales, y 16 funciones veritativas o regiones del espacio lógico diferentes; entre ellas, las cinco representadas en la tabla. Cada función veritativa es una proposición, y todas ellas constituyen la totalidad de las proposiciones diferentes expresables en un lenguaje con esas dos proposiciones elementales. Todas las constantes lógicas que precisamos son las necesarias para significar todas las regiones posibles del espacio lógico, todas las proposiciones posibles. Desde un punto de vista lógico, un lenguaje figurativo ideal es, según Wittgenstein, un lenguaje de primer orden, cuyo universo del discurso contiene entidades de diferente categoría. Wittgenstein no lo dice en esos términos, porque la distinción entre lenguajes de diferentes órdenes (tal y como se entiende contemporáneamente) no se había hecho en su época. Wittgenstein habla de lenguajes como ios del los Grungesetze de Frege o los Principia Mathematica de Russell y Whitehead (3.325). Los signos proposicionales elementales de esos lenguajes contienen expresiones para designar entidades de diferentes “tipos”: particulares de particulares y relaciones entre particulares, propiedades de propiedades del primer tipo y relaciones entre ellas (y quizás también con particulares), etc.8 Es sabido que las conectivas lógicas usualmente empleadas en los lenguajes de primer orden son interdefmibles; la negación y la conjunción, por ejemplo, bastan por sí solas para expresar todas las funciones veritativas, y ‘todo es IT puede expresarse como ‘no es el caso que algo no sea 17*. La negación, la conjunción y el cuantificador existencia! servirían por tanto para expresar todos los sentidos distintos permitidos por LFI. Elegantemente, Wittgenstein propone reducir todas las constantes lógicas (incluidas los cuantificadores) a una sola, que expresa con la letra ‘N’ (5.5). No viene aquí al caso que expliquemos cómo Wittgenstein consigue expresar todo lo que se puede expresar en un lenguaje usual de primer orden con su única constante lógica.9 Sobre la base de la concepción semántica que se acaba de exponer, Wittgenstein dice que p y »/? “tienen sentidos contrapuestos”, pero “les corres ponde una y la misma realidad” (4.0621); les corresponde una y la misma rea
8.
En la conce pción del Tractatus, sin embargo, todos los objetos (incluidas las propiedades, relaciones, etc.) son no m br ab le s’, por lo tanto, aunque se puede cuantificar sobre propiedades, relaciones, etc., al hacerlo no se cuantifica sobre subconjuntos arbitrarios de los objetos particulares del universo. Por eso un lenguaje figurativo es, esen cialmente. uno de primer orden. En un lenguaje de segundo orden se cuantifica sobre subconjuntos arbitrarios de las entidades que conforman el universo del discurso. Cuantificar sobre propiedades es. en el Tractatus. simplemente cuantificar sobre uno de los tipos de objeto que conforman el universo. 9. Fogelin negó esto en su Wittgenstein, pero Geach y Soames mostraron que sus argumentos no son con vincentes. Véase Milter, “Tractarian Semantics for Predícate Logic", para un resumen accesible de los hechos.
lidad, porque la realidad que les corresponde está enteramente constituida por los objetos subrogados por los nombres y sus posibilidades de combinación. Esto es lo que quiere decir Wittgenstein con su afirmación de que “las constantes lógicas no subrogan”, que “en la realidad no corresponde nada al signo ‘i’”. Podemos resumir el punto de vista de Wittgenstein así. Para poder establecer representaciones simbólicas que pueden ser entendidas tanto si son verdaderas como si son falsas, no basta con establecer relaciones semánticas de subrogación entre signos y referencias —aunque es necesario hacerlo—. Es preciso también que las expresiones que hacen de vicarios de objetos tengan propiedades lógicosintácticas en común con sus significados; estas pro piedades, que han de ser compartidas por las expresiones y las cosas, son “formales”, es decir, deben ser poseídas por los signos mismos con independencia de cuál sea su referencia. Así, una vez que éstas están dadas —una vez que están dadas todas las proposiciones elementales—, están dadas además otras proposiciones, cuyo sentido puede ser determinado a partir del sentido de las proposiciones elementales mediante aplicaciones sucesivas de reglas como la de la negación. La contribución de las constantes lógicas al sentido de las proposiciones, por consiguiente, no requiere suponer que subroguen objetos extralingüísticos, como lo hacen los nombres. Requiere apreciar que en la base hay proposiciones elementales que,ya tienen sentido, y que la contribución semántica de las constantes lógicas esen último extremo relativa al sentido de las proposiciones elementales: “[...] no puede entenderse el sentido de «ip» a menos que se entendiera ya de antemano el sentido de «p»” (5.02). “La proposición que niega determina un lugar lógico con ayuda del lugar lógico de la proposición negada, pues lo describe como situado fuera de éste” (4.0641). Por esta razón, Wittgenstein critica la teoría fregeana de la referencia de las proposiciones (VI, § 5). Frege argumenta que las proposiciones tienen como referencia su valor veritativo, y que las constantes lógicas operan sobre esa referencia. Según esto, si p es una proposición elemental, la negación es una función que opera sobre su valor veritativo. Pero “la explicación del concepto de verdad ofrecida por Frege es falsa: si «lo Verdadero» y «lo Falso» fuesen realmente objetos, y fiie sen los argumentos eri ^p, etc., entonces, según la explicación de Frege, el sentido de «>p» no estaría en modo alguno determinado” (4.431). Según la explicación de Wittgenstein, la negación de una proposición elemental opera sobre el sentido de la proposición, no sobre su valor veritativo; por esta razón, el sentido de ‘iSólido’ y ‘iRojo
‘>Rojo
5.
La ¡conicidad del lenguaje y el prob lem a de la intencionalidad
La tesis del Tractatus consiste en que LFI es un modelo paradigmático que recoge los rasgos esenciales de todo lenguaje; en particular, del idiolecto que cada uno de nosotros entiende, y mediante el cual expresaría todos sus pensamientos en un momento dado. En esta sección presentaremos dos de las tres consideraciones principales que Wittgenstein aduce en favor de la tesis, y en la próxima presentaremos la tercera. Resumamos primero las propiedades
esenciales que el modelo contiene; estas propiedades condensan lo que, según el Tractatus, sustituye la esencia del lenguaje”.i° (i) Un lenguaje consta de signos proposicionales interpretados (proposi ciones ), poseedores de una única “fuerza ilocutiva” (XIH, § 2): son, todos ellos, “aseveraciones” del sentido del signo proposicional. La distinción entre órdenes, constataciones, sugerencias, asertos, propuestas, asertos dubitativos, preguntas, etc., no es lingüísticamente esencial; lo esencial es que todos estos actos incluyen la representación de una situación como algo que se da de hecho, o que se ha de dar, o que no se sabe si se da, etc. Es a este núcleo lógico al que llamamos “aseverar”. (ii) Los signos proposicionales son de dos tipos: elementales y complejos. Los primeros constan sólo de nombres , articulados con arreglo a reglas lógico sintácticas que especifican qué combinaciones de nombres dan lugar a signos proposicionales elementales permisibles y cuáles no. Estas reglas sólo, mencionan propiedades de los nombres, en último extremo si deben combinarse nombres idénticos o diferentes, y si deben pertenecer a una u otra categoría. Las reglas establecen una taxonomía de categorías integradas por los nombres, con arreglo al respectivo poder de combinación con otros nombres para constituir signos proposicionales elementales permitidos que las reglas les atribuyen. La identidad de una categoría consiste , en definitiva, en el específico poder combinatorio que las reglas asignan a las expresiones que pertenecen a la misma, relativamente al que asignan a las que pertenecen a otras. Las reglas excluyen que algunas combinaciones de nombres sean signos proposicionales elementales; pero no requieren la formación de ningún signo proposicional elemental: sólo la permiten. Los signos proposicionales complejos están construidos a partir de los elementales, también en virtud de reglas lógicosintácticas que sólo mencionan propiedades de los signos, incluyendo adicionalmente constantes lógicas. (iii) El sentido de un signo proposicional es el mismo, tanto cuando está aseverado, como cuando forma parte de uno más complejo. El sentido de los signos proposicionales elementales está completamente determinado por dos tipos de reglas semánticas muy distintos entre sí. Hay reglas ostensivas, que establecen las relaciones de subrogación entre los nombres y sus referentes, “objetos”. Hay, además, una regla icónica general, que establece el “parecido” entre el lenguaje y el mundo: exactamente las mismas reglas lógicosintácticas que rigen para los nombres, especificando qué combinaciones de nombres no constituyen signos proposicionales, y qué signos proposicionales elementales
10. En las In ve sti ga ci on es Fi los óf ica s, y en el curso de ío que considero un examen crítico sistemático de las doctrinas del Tractatus, pone Wittgenstein en boca de su “yo" anterior una queja: que, ai hacer sus propuestas alter nativas, ef autor de las In ve st ig ac io ne s está pasando por alto el problema fundamental, la “gran cuestión" que le ocu pó en la fase anterior: “Podría objetarse: «¡Tú cortas por lo fácil! Hablas de tocios los juegos del lenguaje posibles, pero no has dicho en ninguna parte qué es lo esencial de un juego del lenguaje y, por tanto, del lenguaje. Qué es común a todos esos procesos y los convierte en lenguaje. Te ahorras, pues, justamente la parte de la investigación que te fia dado en su tiempo ios mayores quebraderos de cabeza, a saber, la tocante a la fo rm a ge ne ra l de la pr op os ic ió n y del lenguaje.» Y eso es verdad.”
son permisibles, rigen también para los objetos por ellos referidos, especificando ahora qué hechos atómicos son posibles. El sentido de un signo proposicional elemental es, así —como el signo que lo expresa, y por las mismas razones— algo contingentesisedayposiblesinoseda. (iv) (Postulado de independencia ) Las reglas lógicosintácticas determinan también qué aseveraciones de signos proposicionales elementales son compatibles entre sí. La aseveración de un signo proposicional elemental no es incompatible con la aseveración de cualquier otro signo proposicional elemental; pueden, por tanto, yuxtaponerse aseveraciones de cualesquiera signos pro posicionales. Una yuxtaposición exhaustiva consiste en una indicación, para cada signo proposicional elemental, de si se asevera o queda en suspenso su aseveración. Las yuxtaposiciones exhaustivas son incompatibles entre sí. (v) En vista de (iv), eí sencido de un signo proposicíonai elementa] se identifica con una región del espacio lógico constituido por todas las yuxtaposiciones exhaustivas posibles. Esta región se identifica a su vez con una función veritativa de las proposiciones elementales: a saber, la función que selecciona toda yuxtaposición exhaustiva de la que forma parte la aseveración del signo proposicional. Hay regiones de este espacio —funciones veritativas de proposiciones elementales, y, por tanto, sentidos potenciales— no expresadas por ninguna proposición elemental. Las constantes lógicas son operaciones que transforman funciones veritativas en funciones veritativas, permitiendo expresar todos los sentidos potenciales: todos los hechos contingentessisedany^ posibiessinosedan determinados conjuntamente por las reglas semánticas icónicas y ostensivas. Wittgenstein aduce tres consideraciones en favor de la tesis de que estos rasgos constituyen la “esencia del lenguaje”: (a) La tesis explica la sistemad' cidad de la propiedad semántica fundamental, la de expresar un acto lingüístico una cierta proposición, (b) La tesis resuelve el problema de la intencionalidad, en eí caso de los enunciados (que, según él, es el único en el que el problem a surge); es decir, explica cómo es que entendemos lo que los actos lingüísticos básicos expresan, pese a que puede no darse realmente, (c) La tesis asigna un lugar único a las proposiciones lógicas entre todas las proposiciones; es decir, explica la naturaleza de la verdad analítica (que coincidecon la verdad cognoscible a priori y la verdad necesaria). Desarrollamos a continuación los dos primeros puntos, y en la siguiente sección el tercero. (a) Una aseveración de la teoría figurativa se encuentra en 4.01: “la pro posición es una figura de la realidad”. La justificación para esa aseveración se da en 4.02: “Esto se ve a partir del hecho de que podemos entender el sentido de un enunciado sin que nos sea explicado de antemano” .11 Un comentario ulterior a esto es: “es una característica esencial de los enunciados ei que con ellos se nos puede comunicar nuevos sentidos” (4.027). Es claro que aquí Witt 11.
El demostrativo ‘esto’ refiere a lo que se dice en el parágrafo que le precede inmediatamen te en él orden da. pr efa ci ón de te rm in ad o po r la nu m er ac ió n de la ob ra , esto es. 4.01, y no a lo que se dice en eí parágrafo qué fe precede inmediatamente en el orden en que están impresos, a saber, 4.016.
genstein nos llama la atención, con el fm de justificar la teoría figurativa, sobre el dato ya familiar de la sistematicidad del significado de los enunciados : mientras que los significados de las unidades léxicas con las que no estamos familiarizado nos los tienen que explicar de antemano, para que seamos capaces de entenderlas, no ocurre así con los enunciados: somos capaces de entender enunciados que nunca antes habíamos encontrado; y esto no es una casualidad, sino que pertenece a la esencia del lenguaje. “Los significados de los signos simples (las palabras) nos deben ser explicados, para que podamos entenderlos. Con las proposiciones nos entendemos por nosotros mismos” (4.026). Los principios fregeanos del Contexto y de Composicionalidad (VI, §1) nos permitieron profundizar en la idea de la sistematicidad lingüística. Advertimos entonces que en la idea de que el lenguaje posee estructura hay dos elementos separables: por un lado, hay propiedades lingüísticas que no se esta blecen caso por caso, sino por reglas que toman en consideración en último extremo propiedades, ellas sí, determinadas por enumeración; esto es lo que propiamente venimos llamando ‘sistematicidad’. Por otro, hay propiedades lingüísticas que sólo se ejemplifican contextualmente, contribuyendo a la ejem plificación de otras propiedades. La teoría figurativa también recoge este segundo elemento: entender una palabra requiere no sólo saber en lugar de qué está, sino también cuál es el poder combinatorio común a la palabra y a su significado, es decir, saber cómo se combina ía palabra con otras palabras para formar oraciones. “Sólo la oración tiene sentido; sólo en el contexto de la pro posición tiene un nombre significado” (3.3). 2.0122 proporciona el correlato ontológico.12 El Principio del Contexto no es en el Tractatus meramente una guía metodológica, como lo era en Frege. Se fundamenta en el carácter icónico de todo lenguaje; esto, a su vez, explica los dos datos que vamos a examinar a continuación, el carácter intencional , y, por tanto, falible, de las relaciones semánticas fundamentales (las que vinculan los enunciados a los sentidos que aseveran) y la existencia de verdades analíticas, cognoscibles a priori y necesarias. Pero ambas son propiedades esenciales del lenguaje; de modo que, si la teoría figurativa es verdadera, no preguntarse por el significado de las unidades léxicas separadas de los signos proposicionales en los que pueden aparecer es mucho más que una conveniencia metodológica. Es algo que viene exigido por la estructura lógica del mundo, que todo lenguaje necesariamente reproduce. El que nuestras intuiciones lingüísticas revelen el carácter estructurado del 12. Dicho sea de paso, en esto reside la razón última por la que “el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas” (I.I); como el mismo Wittgenstein glosara a Lee: “Lo que el mundo es se da por descripción, y no mediante una lista de objetos. Del mismo modo, las palabras no tienen sentido excepto en las proposiciones, y la pro posi ción e s la unidad del leng uaje” (Lee, 119). Es esen cial a una palabra aparecer en una u otra orac ión, aunq ue no en ninguna específica; análogamente, es necesario a las cosas constituir unos u otros hechos, aunque no ningún hecho específico. Por tanto, una lista de palabras sólo remite a todos los enunciados que se pueden construir con ellas, y entre ellos los habrá verdaderos y los habrá falsos; análogamente, una lista de cosas sólo remite a los hechos que pue den constituir, y entre ellos los podrá haber que se dan y podrá haberlos que no se dan. Así, un intento de describir el mundo dando una lista de cosas lo deja todo indeterminado. Para describir el mundo hemos de hacer más: hemos de aseverar hechos.
lenguaje, en los dos sentidos indicados confirma, por consiguiente, la tesis del Tractatus.
(b) La idea central de la teoría figurativa, tal y como la hemos expuesto en las secciones precedentes, consiste en que existe una isomorfía profunda y esencial entre cualquier sistema de representación y lo que el sistema representa, análoga a la que observamos en los ejemplos de § 2; todo lenguaje incluye, necesariamente, un elemento icónico. Wittgenstein lo expresa así: “Para que la figura tenga siquiera la posibilidad de figurar lo figurado, algo debe ser idéntico en la una y lo otro” (2.161). Según Wittgenstein, pues, hay algo peculiar que hace difícil a las figuras “figurar lo figurado”; por ello, la figuración sólo puede “lograrse” si existeuna isomorfía entre signos y cosas. Entre otros muchos textos, 2.17 y 2.18 ponen de manifiesto' cuál es esa peculiaridad; Wittgenstein lo expresa poco después así: “No se puede saber si la figura es verdadera o falsa sólo por ella misma” (2.224). Lo mismo dice respecto de los enunciados en 4.024: “Entender un enunciado significa saber qué es el caso si es verdadero. (Puede entenderse, por tanto, sin que se sepa si es verdadero.)” Es manifiesto que los actos lingüísticos ordinarios tienen esta característica: representan algo que no tiene por qué darse realmente. Eso ocurría ya con las tres ilustraciones ofrecidas a modo de ejemplo de signos intuitivamente icóni cos en § 2, y ocurre con la primera proferencia “normal” que se nos ocurra. Lo que tenemos aquí no es más que uno de los criterios indicativos de la peculiaridad de las relaciones intencionales, su falibilidad (III, § 1). La teoría figurativa da cuenta de esto, generalizando la explicación que presentamos al final de § 2 para los casos intuitivamente icónicos allí considerados. Wittgenstein dice (2.1511): “Es así que la figura está ligada a la realidad; llega hasta ella”, en un contexto que deja claro que con ‘así’ no se refiere —como las glosas de algunos intérpretes sugieren— meramente a la corres pondencia en virtud de la cual los nombres subrogan a sus representados. El contexto indica con claridad que con ‘así’ se refiere más bien a ese “algo idéntico” que deben compartir los enunciados y lo que representan, a que Wittgenstein denomina la “forma lógica”. El texto dice que la figura “llega” a la realidad en virtud de que tiene la misma forma que la realidad; es decir, en virtud de que los modos de combinación de los nombres son idénticos a los modos de combinación de los objetos nombrados. “La proposición nos participa un hecho; por tanto, debe estar esencialmente conectada con el hecho. Y la conexión es, justamente, que la proposición es la figura lógica del hecho” (4.03). Lo que la teoría figurativa propone, pues, es una solución al problema de la intencionalidad alternativa a la ofrecida por los representacionalistas (III, § 3), Si los enunciados pueden representar hechos no existentes, es porque los hechos representados están necesariamente compuestos de objetos, con pro piedades lógicas (la posibilidad de combinarse de ciertos modos, entre ellos el simbolizado en el enunciado), y estas posibilidades lógicas de las cosas quedan reproducidas por las posibilidades de combinación de los signos antecedentemente conocidas. Wittgenstein excluye así una explicación como las de
Locke o Frege, para quienes la posibilidad de representar lo que no existe se explica porque la conexión de las palabras con las cosas es indirecta. En el próximo capítulo examinaremos las razones de Wittgenstein contra el representa cionalismo.
6. La iconicidad del lenguaje y la necesidad lógica (c) Aunque no ocurre así con los que proferimos usualmente, hay enunciados que no podrían ser falsos; uno paradigmático en LFI podría ser ‘i(Rojo
a
posibles en que son verdaderas a la vez todas las premisas, pertenecen también al conjunto de mundos posibles en que es verdadera la conclusión. Esta relación (la relación de consecuencia lógica , 5.11) se da, por ejemplo, entre el con junto de premisas constituido sólo por ‘Rojo
Ambas ideas son absolutamente cruciales para comprender la concepción que el Tractatus ofrece de la lógica, y no confundirla con otras relacionadas (por ejemplo, con la concepción convencionalista defendida por los positivistas lógicos y por el propio Wittgenstein posteriormente, desde sus escritos del período intermedio). El siguiente pasaje de Philosophical Grammar (la primera obra que a mi juicio ya no pertenece al período intermedio, sino que está plenamente en el universo de las Investigaciones) cuestiona precisamente este aspecto fundamental de la concepción del Tractatus : “Uno se siente inclinado a hacer una distinción entre reglas gramáticas que establecen “una conexión entre el lenguaje y la realidad” y aquellas que no lo hacen. Una regla del primer tipo es ‘este color se llama “rojo”’; una del segundo tipo es «p = p \ En esta distinción hay un error muy común; el lenguaje no es algo a lo que primero se da una estructura y que después se ajusta a la realidad” (PG, 89). (‘Gram ática7 y ‘gramática lógica’ son otras expresiones que Wittgenstein emplea frecuentemente para las reglas que determinan las verdades analíticas de un lenguaje.) Según el Tractatus, por el contrario, el lenguaje sí es algo que “antes” tiene, una estructura (una estructura lógicosintáctica) y “después” se aplica a la realidad (a través de relaciones de subrogación). ‘Antes’ y ‘después’ no tienen aquí un sentido temporal; pues, como hemos visto, las reglas “estructurales” presuponen relaciones de subrogación. Únicamente pretenden enunciar el carácter subordinado de cada aplicación concreta de la lógica a la lógica misma (que, sin embargo, presupone una u otra aplicación). Elaboro a continuación con más cuidado la distinción crucial entre lógica y aplicación de la lógica en el Tractatus. La lógica es independiente de cada aplicación particular. Las propiedades constitutivas de la forma lógica eran, como vimos, la identidad de cada signo y la categoría a la que pertenece. Es claro que el número y naturaleza de las categorías lógicas diferentes, así como el número de signos distintos necesarios en cada categoría, ha de variar con la aplicación , y no puede, por consiguiente, ser establecido por la lógica. “Debemos ahora responder a priori la pregunta sobre todas las formas posibles de las proposiciones elementales. Las proposiciones elementales constan de nombres. Como no podemos indicar el número de nombres con significados diferentes, no podemos tampoco indicar cuál es la composición de la proposición elemental” (5.55). “Uno se ve a menudo tentado a preguntar, desde una perspectiva a priori: ¿cuáles pueden ser las formas únicas de las proposiciones atómicas?, y a responder, por ejemplo, proposiciones sujetopredicado y relaciónales con dos o más términos; además, quizás, proposiciones en que se relacionan predicados y relaciones, etc. Pero esto, en mi opinión, no es más que un juego de palabras. Un hecho atómico no se puede prever. Y sería sorprendente que los fenómenos reales no tuvieran nada que enseñamos sobre su estructura. Nuestro lenguaje común, que usa la forma sujetopredicado y la forma relacional, nos lleva a tales conjeturas sobre la estructura de las proposiciones atómicas. Pero en esto nuestro lenguaje nos extravía” (“Some Remarks on Logical Form”, 163164). Está claro, pues, que no se puede decir, desde un punto de vista lógico, qué formas específicas tie-
nen las proposiciones elementales. No se puede responder desde la lógica, por ejemplo, a la cuestión de si hay proposiciones elementales en que se establece que se da una relación de veintisiete términos entre veintisiete objetos (5.554 5.5542). Las cuestiones de este tipo se determinan en la aplicación concreta que se hace de la lógica (5.557); dependen de cómo sea de hecho el mundo con el que nos hemos tropezado —de qué entidades específicas contenga, y en qué número. Esta independencia de las verdades lógicas, y consiguientemente de las relaciones de consecuencia lógica, respecto de cada conjunto particular de relaciones referenciales, garantiza a la lógica un tipo esencial de generalidad (6.1232). Supóngase un “cálculo fenomenológico” potencial, un mero cascarón sintáctico sin interpretar lo suficientemente rico como para expresar con él todo lo que un ser racional dado puede pensar en un momento dado. Sea M un conjunto de relaciones referenciales para los nombres de un cascarón sintáctico cualquiera así, apropiado para hacerlo un verdadero “cálculo fenomenoló gico” con significado; por tanto, uno que preserva la isomorfía que presupone el Tractatus (a nombres diferentes se asignan objetos diferentes; a nombres de una categoría, se asignan objetos de la misma categoría). M es un modelo. La independencia de la lógica respecto de la aplicación garantiza que las mismas verdades lógicas y relaciones de consecuencia lógica se dan relativamente a muchos modelos diferentes. Cuál sea el modelo que determina un lenguaje particular depende de hechos nológicos, que pueden variar de lenguaje a lengua je. Una verdad lógica, pues, lo es dado cualquier modelo, no sólo en aquel que de hecho asigna las referencias correctas a los nombres en el lenguaje. Y, si p es consecuencia lógica de las premisas pertenecientes al conjunto T, entonces no sólo (a) p es verdadera (relativamente al modelo que de hecho asigna las referencias correctas a los nombres en el lenguaje) si lo son todas las premisas en r (relativamente al mismo supuesto); y no sólo (b) p sería verdadera (relativamente al mismo supuesto) en todos los mundos posibles en que lo fuesen todas las premisas en F (relativamente al mismo supuesto), sino que también (c) para cada modelo Mque da lugar a una interpretación diferente para los signos proposicionales en T tal que todas ellas resultan ser enunciados verdaderos, M hace al signo proposicional p también verdadero.13 Es en este preciso sentido que la verdad lógica es esencialmente general. Que lo es, está garantizado en definitiva por el isomorfísmo lógico entre los hechos representacionales y los hechos representados; el lector puede comprobar que los significados de las constantes lógicas fueron expresados, de un modo compatible con esta generalidad, sin descansar en absoluto en un modelo específico.
13. He eleg ido el término ‘mode lo’ con el fin de su ge ri r una importante relación entre la concepción tráctariana de la lógica y la concepción contemporánea, debida a Tarski. Nótese que los modelos no son mundos posibles; son sólo interpretaciones posibles del lenguaje, que determinan diferentes conjuntos de mundos posibles. Y, por tan to, diferentes mundos; pues “el mundo” es uno de los mundos posibles. Sólo relativamente a una aplicación concre ta de la lógica, a un lenguaje específico, cabe remitirse definidamente a “el” mundo; Wittgenstein sigue esa práctica: (Como veremos en el próximo capítulo, “el" mundo del Tractatus es el mundo de un.sujeto en un momento dado.)
Por otra parte, la lógica presupone una u otra aplicación: si bien cada aplicación particular es lógicamente irrelevante, la lógica es siempre lógica aplicada ; cabe hablar de verdad lógica y de consecuencia lógica sólo relativamente a la existencia de uno u otro modelo para los nombres del lenguaje. La lógica sistematiza y expone las proposiciones lógicamente verdaderas, las tau tologías, y con ello también los argumentos lógicamente válidos. No presupone ninguna aplicación particular. Es decir, no presupone que los nombres que aparecen en las proposiciones lógicas mantienen tales y cuales relaciones semánticas ostensivas, por oposición a tales y cuales otras. Sin embargo, las proposiciones lógicas sí “presuponen que los nombres tienen significado y las proposiciones elementales sentido; y ésta es su conexión con el mundo. Es manifiesto que algo tiene que indicar sobre el mundo el que determinadas com binaciones de símbolos —a los que es esencial poseer un determinado carácter— sean tautologías” (6.124). Que determinadas combinaciones de símbolos sean tautologías revela algo sobre el mundo: pues sólo en virtud de que, a través de unas u otras correlaciones irrelevantes en su especificidad, el mundo y los símbolos comparten algo —justamente esa forma que constituye el “carácter determinado” de cada símbolo—, hay tautologías y relaciones de consecuencia lógica. Ésta es la clave para entender dos de los pasajes a mi juicio más oscuros del Tractatus, 5.552 y 5.5521; son también éstos los pasajes donde con más firmeza se argumenta en el Tractatus que la lógica presupone una u otra aplicación. “La «experiencia» que necesitamos para entender la lógica no es la de que algo se comporta de tal y cual modo, sino la de que algo es. Pero ésta, justamente, no es una experiencia. La lógica precede a cada experiencia, de que algo es i . Es anterior al cómo, no al qué” (5.552). Una experiencia pro piamente dicha es un tipo de pensamiento; y un pensamiento es en esencia como una proposición: es algo que, pese a tener la capacidad de “llegar” a la realidad, podría ser falso. Una experiencia propiamente dicha es, por tanto, la experiencia de que algo es así ; esto presupone que ese algo que se experimenta como siendo así, podría ser de otro modo. Hemos dicho antes que, para conocer las propiedades lógicas, no es necesario saber qué referencias específicas se han asignado a los nombres; pues esto también depende de la experiencia. (La lógica es independiente de cada aplicación.) Pero hemos dicho también que la lógica no puede ser independiente de todas las aplicaciones. Entender la lógica, por tanto, requiere saber que los nombres tienen referencias (no importa cuáles). Pero esto es tanto como decir que entender la lógica requiere saber que hay cosas, que hay entidades extralingüísticas (unas u otras, no importa cuáles, ni de qué tipos) que han sido correlacionadas con signos, a través de correlaciones que preservan la forma lógica. Que haya cosas, pues, que haya un mundo, es —desde el punto de vista del Tractatus — tan necesario como necesaria pueda ser la verdad de cualquier proposición lógicamente verdadera. Por otra parte, como hemos de ver, es una consecuencia de la tesis del Tractatus que ninguna proposición propiamente dicha puede expresar lo que, sin ser una tautología, es necesariamente el caso. No es sólo que las proposi-
ciones sean figuras, y gracias a ello puedan ser entendidas incluso si son falsas; es que, dado que las proposiciones son figuras, toda proposición propiamente dicha que no sea una tautología o una contradicción debe poder ser falsa. Por tanto, ninguna proposición propiamente dicha puede expresar que hay cosas; y, como una experiencia es esencialmente una proposición (un pensamiento), no hay una experiencia propiamente dicha de que hay cosas, de que hay mundo. Aunque eso es verdadero —es más, es necesariamente verdadero— , una experiencia de ello es, necesariamente, sólo una “experiencia” entre comillas, una presunta experiencia. Esta interpretación se ve confirmada por la que se ofrece a continuación para el aún más oscuro epígrafe que sucede al anterior, 5.5521, en que claramente se pretende ofrecer un argumento para la afirmación de que la lógica no es anterior al qué. “Y si esto no fuese así, ¿cómo podríamos aplicar la lógica? Se podría decir: si habría lógica incluso si no hubiese un mundo, ¿cómo puede haber lógica, dado que hay un mundo?” Si las propiedades lógicas fuesen meramente formales; si no fuese parte de la explicación que proporciona una teoría lógica el que las propiedades lógicas son propiedades de los signos y también de las cosas correlacionadas con esos mismos signos a través de rela ciones referenciales , entonces esas propiedades serían inútiles para explicar
cómo las proposiciones cotidianas, con el significado que cotidianamente tienen (parte del cual está necesariamente constituido por las referencias de algunas palabras, y por tanto presupone la existencia de una realidad extra lingüística) se siguen lógicamente de otras. En ese caso, existiría otra explicación de que unas proposiciones con significado pleno (proposiciones ordinarias sobre el mundo externo determinado por las referencias de los nom bres) se sigan de otras, ajena a la que nosotros ofrecemos bajo la rúbrica ‘lógica’; pero como ésa es justamente la explicación que buscamos, en tal caso nuestra “lógica” no existiría (hablando más propiamente: sería teóricamente prescindible). Las propiedades lógicosintácticas no son pues, en absoluto, propiedades meramente formales para Wittgenstein. Es esencial que sean también propiedades del mundo con el que las referencias de los nombres nos ponen en contacto. La concepción “formalista”, que puede ser atribuida a algunos de los filósofos que elaboraron explicaciones de la naturaleza de la lógica inspirándose en el Tractatus (particularmente a Camap), y al propio Wittgenstein en el período de transición del Tractatus a las Investigaciones , es completamente ajena a las ideas del Tractatus. La lógica no es convencional, sino trascendental, un “espejo” del mundo (6.124, 6.13): “‘¿Estás hablando entonces de “mera convención”, de mera convención en el sentido en que las reglas del ajedrez o de otros juegos son “mera convención”?’ La gramática no es meramente, desde luego, las convenciones de un juego en este sentido, el juego del lenguaje. Lo que distingue al lenguaje de un juego en este sentido es la aplicación a te realidad”, y “la aplicación depende de cómo es el mundo” (Lee, págs. 12 y, 18), Las verdades lógicas (y las relaciones de consecuencia lógica) son cognosci bles a priori y son necesarias, porque descansan en hechos puramente forma-
les, dados con independencia de cada conjunto específico de relaciones de subrogación: “La marca característica de las proposiciones lógicas es que su verdad puede reconocerse en el símbolo sólo, y este hecho encierra en sí la totalidad de la filosofía de la lógica” (6.113). Sin embargo, esto pudiera inter pretarse en el sentido formalista o convencionalista de que estos hechos sobre la estructura del lenguaje, de algún modo, se imponen arbitrariamente “des pués” a los hechos propiamente constitutivos de la realidad extralingíiística. Sea lo que fuere de esta idea, no corresponde en absoluto al punto de vista del Tractatus. Pues los hechos en cuestión son elementos significativos icónicos, hechos compartidos por las palabras y las cosas a las que refieren; sólo así pueden intervenir en la explicación de la intencionalidad recogida por la justificación (b) de la sección anterior. El Tractatus pone más bien las cosas al revés respecto de como las ve el convencionalista. Las verdades lógicas son necesarias, y cognoscibles a prio ri , porque dependen de propiedades que tiene el lenguaje con independencia de cada conjunto específico de relaciones referenciales. Pero es esencial que la lógica esté aplicada a una realidad independiente, a través de uno u otro con junto de relaciones referenciales. No es una casualidad, ni una convención ajena a como son las cosas, que todo lenguaje tenga necesariamente las características que determinan las verdades lógicas y las relaciones de consecuencia lógica. Si todo lenguaje tiene esas propiedades, es porque cada realidad con la que un lenguaje sé'puede relacionar a través de relaciones referenciales posee objetivamente, en sus aspectos más abstractos, los rasgos lógicos que los lenguajes reflejan. El siguiente texto del período posterior ironiza sobre esta concepción tractariana; así lo manifiesta el uso de la expresión “la estructura lógica del mundo”, característica del Tractatus (cf. 6.12, 6.124, 5.511): Mas, ¡uno sólo debe inferir lo que se sigue realmente! ¿Pretende esto significar: sólo lo que se sigue, ateniéndose a las reglas de inferencia; o pretende significar: sólo lo que se sigue, ateniéndose a reglas de inferencia tales que corresponden de algún modo a algún (tipo de) realidad? Lo que aquí tenemos en mente de una manera vaga es que esta realidad es algo muy abstracto, muy general, y muy rígido. La lógica es una suerte de ultrafísica, la descripción de la “estructura lógica” del mundo, que percibimos a través de una suerte de ultraexperiencia (con el entendimiento, etc.) (Remarles on the Foundations of Mathematics, I, § 8). En III, § 4 presentamos el problema del conocimiento a priori ; las verdades lógicas son un ejemplo patente de proposiciones que plantean ese problema. (Si la tesis del Tractatus fuese correcta, serían las únicas proposiciones que lo plantearían.) El Tractatus cualifica la idea de que las verdades lógicas son “proposiciones”; pues son proposiciones “que no dicen nada” (4.461, 6.121), proposiciones “sin sentido”, cuya aseveración carece de objeto. Pero son, como hemos visto, proposiciones inteligibles; y su verdad, ciertamente, puede ser conocida a priori (6.1222). Además, las tautologías establecen relaciones válidas de consecuencia entre proposiciones con sentido pleno, también conocidas
a priori (5. 133). El hecho de que la verdad de las proposiciones lógicas sea cognoscible a priori conlleva también que la convicción de quien conoce su verdad sea incorregible, inrecusable; es decir, este conocimiento a priori lo es también en el sentido tradicional, en el que el conocimiento a priori es el paradigma de conocimiento cierto (5.473, 5.4731, 6.1251).
Conviene hacer notar aquf hasta qué punto es este concepto tractariano de certeza uno idealizado. Puede mostrarse que, en el sentido del Tractatus, ‘hay una ciudad cuyo barbero habita en ella y afeita a todos los habitantes de esa ciudad que no se afeitan a sí mismos, y sólo a ellos' es una falsedad lógica ; pero mucha gente que, en el sentido usual, entiende perfectamente bien el enunciado, estaría dispuesta a conceder que expresa al menos una posibilidad. Experimentos cuidadosos llevados a cabo con personas de nivel^universitario revelan que una proporción mayoritaria de los usuarios competentes (en el sentido usual) del español considerarían que ‘algunos griegos son europeos, algunos europeos son rubios, por tanto algunos griegos son rubios’ es un argumento válido, y que, sin embargo, no lo es ‘ningún parlamentario es director de cine, algún director de cine es guionista, algún guionista no es parlamentario’. Pero puede mostrarse que, en el sentido del Tractatus, el primero es un argumento válido y el segundo no lo es. Es claro, a partir de estos ejemplos, que puede haber enunciados lógicamente verdaderos de cuya verdad (simplemente a consecuencia de su complejidad) ni el lógico más avezado podría estar cierto. A Wittgenstein estos datos le parecerían irrelevantes. Si expresásemos nuestros pensamientos en una notación suficientemente perspicua, diría, y careciésemos de limitaciones irrelevantes de carácter “médico” —limitaciones de memoria, de atención, necesidad de glucosa, etc.—, entonces no podríamos cometer este tipo de errores. (Wittgenstein explica en estos términos la idea de que las verdades lógicas son “estipuladas” por nosotros. Por supuesto, el realismo modal del Tractatus implica que, literalmente hablando, no estipulamos nada. Lo que sí podemos hacer es estipular una notación lo suficientemente perspicua como para reconocer mediante ella las verdades lógicas, reduciendo el número de errores lógicos: 6.1223, 6.1262, 6.1261.) Esta idea puede ser correcta; pero es preciso apréciar los subjuntivos que necesitamos utilizar para expresarla. Se trata de una afirmación manifiestamente modal, un problema para Wittgenstein estaría en mostrar cómo una afirmación así puede, ella misma, ser lógicamente verdadera. Esto suscita la cuestión de si la simplificadora tesis del Tractatus sobre la modalidad no será en realidad excesivamente sim plista; la cuestión se examina en el próximo capítulo. La respuesta que proporciona el Tractatus al problema del conocimiento a priori , a propósito de las proposiciones con tal carácter que la obra admite (las verdades lógicas), es seguramente menos interesante de lo que muchos esperarían. Si podemos conocer ¿z priori la verdad de proposiciones con validez objetiva general —las verdades lógicas, que legitiman la validez de las relaciones de consecuencia lógica— es, en resumidas cuentas, por lo siguiente. Primero, el mundo tiene, objetivamente, una estructura modal abstracta: está constituido por hechos atómicos, que, estando configurados por objetos pertene
tientes a diferentes categorías, son contingentes; estos hechos existen así sobre el fondo de un “espacio lógico” constituido por otros hechos que, alternativamente a los que de hecho se dan, esos mismos objetos podrían haber configurado. Segundo, todo sistema de representación refleja necesariamente esa estructura abstracta; pues las unidades expresivas mínimas de un sistema de representación (enunciados) tienen el cometido de representar los hechos del mundo, y sólo si reflejan su estructura modal abstracta pueden los enunciados representar tales entidades contingentes, cuyo darse no puede quedar garantizado por el mero representarlos. Tercero, la existencia de proposiciones necesariamente verdaderas es un efecto sobrevenido, aunque necesario, consiguiente a la erección de un sistema de representación capaz de reflejar la abstracta estructura modal del mundo. Lejos de ser las verdades a priori “hechos” que nuestro sistema de representación impone al mundo (como parece ocurrir en la “explicación” kantiana), se trata de verdades muy generales sobre el mundo que es necesario conocer para poder representarse hechos igualmente relativos al mundo sólo cognoscibles a posteriori , cuyo estatuto ontológico en nada desmerece al de éstos. Creo £ue' esta explicación parece “poco interesante” en la misma medida en que lo parece la análoga explicación aristotélica de la posibilidad del conocimiento general basado en la inducción, expuesta brevemente en ID, §4. Aunque ambas explicaciones son hasta cierto punto informativas, y —al menos cuando se exponen con una cierta plausibilidad— involucran un aparato teórico y argumentativo sutil, no dejan de tener el aire de “es así porque es así”. A mis oídos, empero, la explicación de las propiedades lógicas del Tractatus suena tan convincente como la explicación aristotélica de la posibilidad de la inducción. La esperanza —proclive a la metafísica correctiva— de que la filosofía proporcione explicaciones reductivas tan insospechadas como algunas explicaciones científicas, como vieron los más grandes metafíisicos descriptivos (Aristóteles y Russell), es sólo la manifestación de una comezón intelectual cuyo desahogo sería más saludable buscar en la literatura. Aunque, como vamos a ver, la teoría figurativa del Tractatus no puede ser correcta, cualquier concepción alternativa del lenguaje debería acomodar la idea rectora de la obra, presentada en esta sección. 7. Sum ario y consejos pa ra seguir leyendo La tesis del Tractatus es qué todo sistema de representación —en particular el lenguaje que una persona entiende en un momento dado (su idiolecto), pues la tesis del Tractatus pertenece a la metafísica descriptiva (§ 1)— tiene una naturaleza figurativa: contiene necesariamente elementos significativos icónicos (como los contienen intuitivamente los mapas, diagramas, etc., § 2). Esta tesis explica datos de indudable importancia concernientes a la naturaleza del lengua je: la existencia de signos (proposiciones) que, si bien pueden representar de un modo plenamente correcto la realidad, haciéndolo sistemáticamente , pueden sin embargo también ser una representación inadecuada de esa misma realidad (§ 5); y la existencia de proposiciones necesarias y cognoscibles a priori (§ 6). La
explicación consiste en que las posibilidades que la realidad admite están prefiguradas, a priori , en las posibilidades lógicosintácticas de las palabras que configuran el signo proposicional: las representaciones son, ellas mismas, hechos modalmente isomorfos a los hechos que representan (§ 3). Los objetos que conforman la realidad admiten, para configurar hechos atómicos posibles, todas las posibilidades de formación de signos proposicionales que la sintaxis lógica permite a las palabras que los nombran, y sólo ellas. La realidad misma es, pues, lógica; la sintaxis lógica que articula el lenguaje no es en rigor sino un reflejo de la sintaxis lógica que articula el mundo. La sintaxis lógica no es impuesta arbitrariamente a las cosas por el lenguaje, sino que las posibilidades en ella recogidas para los “nombres” son exactamente las posibilidades que de hecho admiten sus significaciones, los “objetos” (§ 6). Del mismo modo que la unidad mínima del lenguaje es el signo proposicional elemental, la unidad mínima del mundo es el hecho atómico. El signo proposicional está construido composicio nalmente a partir de palabras; pero las palabras se presentan siempre necesariamente junto con otras, en el contexto mínimo de un signo proposicional elemental —lo que a su vez refleja que los objetos se presentan siempre junto con otros, en el contexto mínimo de hechos atómicos— (§ 5). Una proposición elemental verdadera es, pues, una que corresponde plenamente a la realidad: no sólo sus palabras nombran objetos reales (esto ocurre también en el caso de las proposiciones falsas), sino que la particular posi bilidad lógicosintáctica con arreglo a la cual se ha configurado el signo pro posicional configura de hecho igualmente a los objetos. Es una consecuencia de la teoría figurativa que todas las proposiciones son o bien verdaderas, pero contingentes, o bien falsas, pero posiblemente verdaderas, o bien tautologías o contradicciones. El último caso es el de la verdad lógica; la existencia de verdades lógicas está garantizada por la isomorfía lógica que vincula el lenguaje al mundo, dada la necesidad de que todo lenguaje icónico incluya recursos (las constantes lógicas) necesarios para expresar proposiciones complejas partiendo de las proposiciones elementales (§ 4). Dado que los hechos lógicos comunes al lenguaje y al mundo que garantizan la existencia de verdades lógicas son independientes de las aplicaciones, la verdad lógica es formal (un enunciado lógicamente verdadero lo es en todo modelo, § 6). Es así que las verdades lógicas son verdades analíticas, cognoscibles a priori y cognoscibles con certeza; como todas las proposiciones que no son lógicamente verdaderas o falsas son contingentes, las verdades lógicas son las únicas proposiciones con estas pro piedades. Las modalidades (verdad necesaria , cognoscible a priori, analítica, lógica) resultan ser la misma propiedad. Como lecturas, además del propio Tractatus Logico-Philosophicus (traducción española de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera, Madrid: Alianza Editorial, 1987), recomiendo dos libros clásicos: Anscombe, An Introduction to Wittgens tein s Tractatus, y Stenius, Wittgenstein s Tractatus. El personaje Wittgensteines tan singular, que el conocimiento de detalles biográficos es también de: interés. Es muy recomendable a este respecto la lectura de la biografía de R. Monk, Witt genstein: The Duty of Genius.
Capítulo X
LA METAFÍSICA DEL ATOMISMO LÓGICO
En el capítulo cuarto estudiamos una concepción del lenguaje de acuerdo con la cual las palabras tienen significado en virtud de las conexiones que cada hablante establece entre ellas y los contenidos privados de sus pensamientos, sus ideas. Estos contenidos son privados no sólo en el sentido de que son necesariamente de alguien , sino también en el de que sólo son (estrictamente hablando) conocidos por la persona que tiene pensamientos con esos contenidos. Los demás sólo pueden conjeturar su naturaleza. Las proposiciones que constituyen el contenido de los estados mentales de un sujeto son todas enteramente especificables en términos sólo de entidades subjetivas, sobre cuya naturaleza es él la sola autoridad. El sujeto conjetura que la fábrica de las pro posiciones que atribuye a los demás está tejida a partir de los mismos materiales (es decir, que las cualidades objetivas que supone causan sus ideas, causan idénticas ideas en los demás). Pero, a diferencia de su autoritativo conocimiento sobre la naturaleza de las proposiciones a las que tiene acceso directo, su conocimiento de las proposiciones que conocen los demás ha de permanecer meramente conjetural, por cuanto también ellos son la única y última autoridad en la materia. Como vimos, esta posición no es, en el caso de Locke, ni feno men alista ni solipsista. La teoría se limita a destacar una asimetría entre nuestro conocimiento *iel contenido de nuestros estados mentales, por un lado, y tanto del mundo externo como del contenido de los estados mentales de los demás, por otro. Las ideas son signos naturales de las propiedades de las cosas que las causan, y (más indirectamente) de las ideas que esas propiedades causan en otros sujetos. No hay razón para negar que haya un mundo de objetos y propiedades independiente de mis ideas, como el fen om enalista pretende. Del mismo modo, no hay razón para negar que otros hombres tengan ideas similares a las propias, o que tengan siquiera ideas, como el solipsista pretende. Por el contrario, la explicación más natural de la comunicación es que los seres humanos comparten ideas de análoga naturaleza. La posición de Locke abrió empero las puertas a puntos de vista mucho más cercanos al fenomenalismo y el solipsismo que los suyos propios, en las
filosofías de Berkeley y Hume. No vamos a considerar en estas páginas la ruta hacia el fenomenalismo y el solipsismo que estos pensadores siguieron; En el capítulo XI examinaremos un célebre argumento elaborado por Wittgenstein en las Investigaciones filosófica s , según el cual, cualquiera que la ruta sea, todo argumento en favor del solipsismo o el fenomenalismo será necesariamente incorrecto. No sólo es que Locke está equivocado al pretender que “las pala bras, en su significación primaria, están por ideas en la mente de quien las usa”, esto es, por entidades epistémicamente privadas; es que, según ese famoso argumento de Wittgenstein, las palabras no pueden nunca significar entidades epistémicamente privadas: no puede haber un “lenguaje privado”, un código personal, digamos, que uno inventa con el propósito de anotar en un diario sus “ideas”, entendidas como objetos internos de sus estados mentales a los que sólo él tiene propiamente acceso. Al elaborar su argumento en las Investigaciones , Wittgenstein no tuvo a la vista el libro tercero del Essay de Locke, ni ninguna otra obra clásica. Lo que tuvo a la vista fueron sus propios puntos de vista anteriores, los que aparecen — expresados de modo oracular en el característico estilo de esa obra— en el único libro que él mismo decidió publicar durante su vida, el Tractatus Logico-Philosophicus. A mi juicio, esta obra contiene la más bella, coherente y profunda exposición y defensa de las tesis que venimos denominando internistas, tanto con respecto al lenguaje como con respecto al pensamiento. Wittgenstein exhibe las tensiones internas del realismo por representación de Locke y Frege —la versión del intemismo cuyo carácter realista la hace intuitivamente más plausible— y defiende en consecuencia (según la interpretación que aquí pro pondré) tesis que sólo son compatibles con el fenomenalismo y el solipsismo.
1. El análisis y el problema de la exclusión del color . La tesis del Tractatus explica, como vimos en el capítulo anterior, datos de indudable importancia concernientes a la naturaleza del lenguaje: la existencia de signos (proposiciones) que, si bien pueden representar de un modo plenamente correcto la realidad, haciéndolo sistemáticamente , pueden sin embargo también ser una representación inadecuada de esa misma realidad; y la existencia de proposiciones necesarias y cognoscibles a priori. Una consecuencia de la explicación és la que en el siguiente texto se enuncia como una necesidad: “la realidad debe quedar restringida por la proposición a dos alternativas: sí o no” (4.023). Hay aquí contenidas dos afirmaciones separables: (i) toda proposición deja al menos dos opciones a la realidad (a saber, que ésta la corrobore, y que la refute); y (ii) sólo deja dos. Los datos lingüísticos aportados por nuestras intuiciones semánticas contradicen flagrantemente ambas afirmaciones; por consiguiente, a menos que no podamos acomodarlos de algún modo, refutan la tesis del Tractatus. (ii) coincide con el Principio de Determi nación del Sentido (3.23), que Wittgenstein relaciona con su caracterización de las significaciones de las unidades léxicas —los “nombres”— como simples ;
como veremos, esto conlleva que tales referencias sean objetos fenoménicos. Comenzaremos desarrollando (i) en esta sección. Hay una excepción a (i) que, como hemos visto, el propio Wittgenstein admite: las tautologías y las contradicciones, que, pese a “dejar sólo una opción a la realidad” (careciendo por consiguiente de sentido u objeto su aseveración), son inteligibles. Sin embargo, bajo el supuesto de que las categorías lógicas nos son familiares, es fácil ver que el lenguaje incluye muchos otros ejemplos de enunciados necesariamente verdaderos o necesariamente falsos, que, sin embargo, no son lógicamente verdaderos a la luz de la explicación del Tracta tus . Rechazar el supuesto de que las categorías lógicas nos son familiares, por otro lado, conlleva dejar completamente indefinida la tesis del Tractatus, y, en esa medida, quita toda plausibilidad a los datos en favor de esa tesis presentados en las secciones 5 y 6 del capítulo anterior. El Tractatus se muestra más reticente de lo que desearíamos en cuanto a informamos sobre las propiedades lógicosintácticas que conforman la fo rm a lógica y determinan la naturaleza de las proposiciones elementales. La justificación que se nos da es que no es tarea de la lógica (ni de la filosofía) ofrecer tal información —pues no es una tarea que pueda llevarse a efecto con éxito a priori — . Quizás esto sea en realidad una excusa, y la motivación última esté en la imposibilidad con que se topa Wittgenstein de encontrar proposiciones elementales que satisfagan todos sus requisitos teóricos, en particular el postulado de independencia.1Ahora bien, para que quepa decir que nuestras intuiti ciones apoyan la explicación de la naturaleza de la verdad lógica y la consecuencia lógica que la obra proporciona, las categorías lógicas en que tal explicación se asienta deben tratarse de propiedades que nos son familiares: propiedades que somos capaces de reconocer, sobre la base de nuestras intuiciones lingüísticas. Debe tratarse de categorías como aquellas a las que nos venimos remitiendo cuando precisamos caracterizar la “forma lógica” de las oraciones del lenguaje natural (cf. especialmente VID, § 1), cuyas ejemplifica dones somos ciertamente capaces de reconocer tras adquirir algún entrenamiento. Los epígrafes 6 del Tractatus consideran algunos de esos ejemplos, ofreciendo diferentes modos de acomodarlos. Están los enunciados matemáticos, ‘7 + 5 = 12*. (O 7 + 5 = 11’; es indiferente que consideremos enunciados necesariamente verdaderos, que sólo dejan a la realidad la posibilidad de decir “sí”, o enunciados necesariamente falsos, que sólo dejan la posibilidad contra puesta.) Están los enunciados causales, y las “leyes naturales”, que consideraremos en la próxima sección. Están las oraciones que se presentan como imperativos categóricos. A modo de ilustración inicial, consideremos este último caso.
1. Wittgenstein señalaría desp ués “que ni Russe ll ni él mism o habían sido capac es de ofrecer ejem plos de ‘proposiciones atómicas', y dijo que esto revelaba algún tipo de error" (Moore: “Wittgenstein’s Lectures, 1930-33”, p. 297).
Los imperativos hipotéticos, o condicionales, no constituyen contraejem plos a (i). Representaremos un imperativo en la forma ‘p es deseable’; como sabemos, desde el punto de vista del Tractatus esto también es un “enunciado”, en la medida en que represente algo que puede darse o no darse (incluso cuando, como en este caso, la representación no se hace con objeto de infor mar , o aseverar , sino con la de requerir a que se realice lo representado). Si ‘p es deseable’ es un imperativo hipotético, la deseabilidad de p es condicional a algo otro; por lo tanto, es perfectamente posible no formar la intención de que p se realice, si uno no tiene el objetivo para cuya realización p se pro pone como un buen medio. Es coherente, pues, contemplar —a la vez que se asevera la deseabilidad de p — que haya situaciones posibles en que p no se realiza; en ese sentido, un imperativo condicional de que p sí deja a la realidad dos posibilidades. ‘Viaja con la compañía X' (es la mejor para ir a Y). Es perfectamente coherente con su enunciación que este imperativo quede incum plido: puede haber, por ejemplo, una situación posible en que el sujeto a quien se da esta instrucción no la cumple, simplemente porque, después de todo, no quería ir a Y. Sin embargo, parece haber también imperativos categóricos; éstos no pueden, razonablemente, ser rechazados porque no se desea un objetivo subsecuente para el que la instrucción se ofrecería como el mejor medio en las circunstancias. Son enunciados así aquellos que expresan valores abso lutos, éticos o estéticos: ‘tratarás al prójimo como tú mismo quieres ser tratado’, ‘no matarás’. Wittgenstein creía que existen tales proposiciones, aunque su concepción del valor (la única consistente con su fenomenalismo) le haría rechazar los ejemplos anteriores.2 Sin embargo, estos enunciados de la forma ‘p es deseable’ no dejan a la realidad más que una opción, aquella en la que se cumplen. No es coherente, en estos casos, a la vez aseverar la deseabilidad (o indeseabilidad) absoluta de esas situaciones y contemplar que, supuesto que no se buscasen ciertas objetivos ulteriores, lo que representan podría no darse (o darse, en el caso de los valores negativos): pues se trata de imperativos incondicionales. Pero, ciertamente, no son tautologías (ni contradicciones); no. son enunciados verdaderos en todos los “modelos” (IX, § 6). Wittgenstein recurre a dos estrategias para acomodar estos y otros aparentes contraejemplos a (i), (a) Los enunciados problemáticos no son en realidad elementales, sino que deben ser “analizados”; una vez analizados, sí resultan ser tautologías o contradicciones, (b) Los enunciados pretenden decir lo que no se puede decir ; son, por ello, ininteligibles. Pero muestran algo “verdadero”. En el resto de esta sección se discute la primera estrategia; la segunda se expone en la sección siguiente. 2. Véase su “Lecture on Eihics”. Dos ejem plos que allf proporciona de circunstancias con valor absoluto posi tivo (sintomáticos del “narcisismo axiológico” que acompaña a la actitud solipsista defendida en ei Tractatus) son las experiencias de que "hay cosas” (de la “existencia del mundo”) y de “sentirse a salvo”. Su ejemplo de valor absolu to negativo es la experiencia de “culpa”. El narcisismo axiológico de que hablo se fundamenta en su reductivismo eliminatorio hacia la causalidad, como se expone después. A consecuencia de que no existen “verdaderas” relaciones causales, no hay que buscar el valor en los efectos de nuestras intenciones (porque los “efectos”'de nüéstrás inten ciones no son cognoscibles). Si acaso, hay que buscarlo en la intención misma. (El uso de ‘narcisismo’ para referir me a esta ética se justifica más adelante.)
(a) La primera estrategia la ilustra el tratamiento de un tipo de contrae jem plo que ya habíamos mencionado, ios contraejemplos al postulado de inde pendencia. ‘Juan es padre de sí mismo’ o ‘el dos es mayor que él mismo’ tienen la forma de enunciados elementales, pero son necesariamente falsos. ‘La superficie A es enteramente roja y es también verde’ es necesariamente falso, pero no es una contradicción lógica. Wittgenstein considera este último ejem plo (el caso de la exclusión de los colores) en 6.3751. Lo que allí dice es esto: dado que ‘A es enteramente rojo’ (donde ‘A’ nombra una región específica de mi campo visual en un momento concreto) y CA es verde’ son contradictorios, no pueden ser enunciados elementales. Por consiguiente ‘rojo’ y ‘verde’ deben ser analizables. Un término “analizable” es, para Wittgenstein, uno definido en términos de otros; el análisis consiste en hacer explícita la definición primero, y reemplazar después el término definido por la expresión que lo define. Consideremos, por ejemplo, ‘Sergi es hermano de Víctor y Víctor no es hermano de Sergi’; se trata de un enunciado intuitivamente contradictorio, pero no lógicamente contradictorio en el sentido explicado en IX, § 6. (Si lo fuese, habría de ser verdad en todos los modelos; pero podemos fácilmente pensar en modelos para un signo proposicional de la forma aRb -»bRa en que el enunciado resultante es verdadero. Basta interpretar ‘R’ como la relación de amar.) Supongamos sin embargo que la relación ‘x es hermano de / está definida del siguiente modo: “x e, y descienden de los mismos progenitores”. En ese caso, tras reemplazar en el enunciado problemático el término definido por su definición, obtenemos ‘Sergi y Víctor descienden de los mismos progenitores, y Víctor y Sergi no descienden de los mismos progenitores’. Esto sí podría contar como una contradicción puramente lógica.3 Así, la primera estrategia de Wittgenstein para solventar los casos problemáticos consiste en matizar la tesis del Tractatus, recurriendo al concepto fregeano de verdad analítica (ID, § 4). Para Frege, como dijimos, una verdad analítica'es o bien una verdad lógica, o bien una que puede convertirse en una verdad lógica con ayuda de definiciones. La tesis de Wittgenstein no es que todos los enunciados necesariamente verdaderos del lenguaje natural sean tautologías, sino que son verdades analíticas, en el sentido de Frege. O, dicho de otro modo, su tesis es que una vez analizados , todos los enunciados del lenguaje natural satisfacen los postulados de la teoría figurativa: son tautologías, contradicciones, o enunciados contingentes. Esto es aún compatible con su concepción descriptiva y no correctiva de la metafísica. “Todas las proposiciones de nuestro lenguaje común están ya, tal y como están, en perfecto orden lógico” (5.5563), “toda proposición posible está correctamente construida” (5.4733); pero “el lenguaje disfraza el pensamiento. Hasta tal punto, que de la forma extema del ropaje no puede deducirse la forma del pensamiento que está por debajo”; “es humanamente imposible extraer de él inme a
3. Abre viando ‘.r es progenitor de y con ‘P(.r, y)', ‘Ser gi’ con ‘a ’ y ‘Víctor ’ con ‘b’. su forma lógi ca podría representarse aproximadamente así: 3x3y(P(x,a) a P(y.a) a x * y) a 3x3y(P(x,b) a P(y,b) A X í y ) VxVy(P(x.a) P(y,b)) a 3x(P(x,a) a -’P(x.b)). Ningún modelo puede hacer que un enunciado con esta forma sea verdadero.
diatamente la lógica del lenguaje” (4.002). La lógica del lenguaje no se puede colegir “inmediatamente”, sino mediatamente, a través del análisis. Para resolver el problema de la exclusión de los colores mediante esta estrategia necesitamos las pertinentes definiciones para los términos cromáticos del lenguaje común. 6.3751 sugiere que la definición hará de los colores propiedades cuantitativas, mensurables, como lo son las propiedades primarias. Pero esto no ayuda en nada; pues tal procedimiento no lleva más que a la reproducción del problema en otro punto: ‘A es una línea de aproximadamente un palmo de longitud’ excluye conceptualmente ‘A es una línea de aproximadamente dos palmos delongitud\ El tono categórico de 6.3751 puede llevamos a pensar que su autor sabía cómo resolver el problema, aunque se expresa de manera tan oscura que somos incapaces de deducir la solución a partir de lo que dice. Pero “Some Remarks on Logical Form” (y la sección vm de las Philosophische Bemerkungen , T B ’ en lo sucesivo, que incluye el mismo material) desvela que no era así: él tampoco lo sabía. Pues la idea que en esos textos se atribuye a sí mismo cuando redactó 6.3751 es claramente inservible; es el tipo de idea que basta formular explícitamente para que se vea que no puede funcionar. (No me detengo aquí en explicarla.) Este caso traiciona, así, que Wittgenstein era tam bién dado a la pequeña deshonestidad intelectual que todos cometemos: dejar para más adelante una reflexión seria sobre cómo afrontar, consistentemente con el resto de nuestras creencias, dificultades conocidas suscitadas por tesis que nos son caras. Conviene tener esto presente, porque el tono áulico (de “ucases del zar” los motejó acertadamente Russell) de sus asertos tienen en nosotros el curioso efecto de ponerlos más allá de la critica. En resumen, el problema de la exclusión de los colores sugiere que no todas las verdades analíticas son verdades lógicas, en el sentido del Tractatus: verdades en virtud de rasgos muy abstractos compartidos por cualquier lenguaje y el mundo que representa. La segunda filosofía de Wittgenstein, que presentamos en XI, hace de este reconocimiento un elemento muy importante para proponer una nueva concepción del lenguaje. Las Investigaciones diagnostican que el error fundamental del Tractatus estaba precisamente aquí, en la identificación de las verdades analíticas con verdades “puramente” lógicas (IF, § 107). Si por ‘lógica’ entendemos el estudio de las verdades en virtud del significado, y de los argumentos válidos, entonces el problema de la exclusión de los colores sugiere que la lógica no puede ser tan pura como el Tractatus indica. Nosotros reservaremos el término ‘lógica’ para lo que el Tractatus identifica como tal, y utilizaremos en adelante ‘verdad analítica’ y ‘argumento analíticamente válido’ bajo el supuesto de que estos conceptos pueden muy bien no poderse reducir a los de verdad lógica y argumento lógicamente válido, en contra del Tractatus. 2. Decir y mostrar Paso ahora a explicar la otra estrategia wittgensteiniana para dar cuenta de la existencia de enunciados necesariamente verdaderos (o falsos) que no son
tautologías, la estrategia (b) de las dos descritas al comienzo de la sección anterior. La estrategia del análisis es inservible en lo que respecta al más chocante de los contraejemplos. ¿Cuál es el estatuto de las tesis filosóficas, como, sin ir más lejos, las propias tesis del Tractatusl Parece claro que, si son verdaderas, han de ser necesariamente verdaderas. Sin embargo, es patente que no son tautologías (ni contradicciones); se argumentará enseguida por qué no pueden serlo. Puesto que no son ni tautologías, ni contradicciones, ni aseveraciones de hechos contingentes, ni reducibles mediante el análisis a enunciados de una de estas tres categorías, si la teoría del lenguaje del Tractatus es correcta, no pueden ser en absoluto enunciados semánticamente interpretables; es decir, han de ser batiburrillos ininteligibles de palabras que sólo en apariencia tienen sentido, como los poemas a que era aficionado Lewis Carroll: “agiliscosos giros caban los limazones / benerrando por las váporas lejanas”.4 Dado que son inteligibles, tenemos aquí una refutación inmediata —por reducción al absurdo— de la tesis del Tractatus. Su autor, sin embargo, no concluye lo mismo; su conclusión es que estos enunciados son arcanos : enunciados literalmente ininteligibles, pero/de algún modo iluminadores (6.54). Como muchos otros comentaristas del Tractatus (comenzando con Ramsey), me declaro incapaz de comprender cómo un signo ininteligible pueda iluminar nada. La situación es todavía más paradójica; pues debe existir una diferencia entre los arcanos que Wittgenstein defiende en el Tractatus, y los arcanos contrarios que defienden sus adversarios filosóficos. Si no la hubiere, no tendría mucho objeto aducir razones para defenderlas (como hemos visto que Wittgenstein hace, por más lapidarias y escuetas que sus razones aparezcan). ¿Cómo puede establecerse esa diferencia, si unos y otros arcanos son igualmente ininteligibles? Wittgenstein introduce en este punto la distinción entre decir y mostrar. Merece la pensa examinar de cerca la cuestión, pues eñ el fondo del problema de los arcanos hay algo filosóficamente importante. Comencemos por el argumento de Wittgenstein para mostrar que hay arcanos. Un sistema de representación es, esencialmente, intencional .; es un sistema que permite representar hechos contingentessisedanyposiblessinose dan. La existencia de un sistema de representación conlleva necesariamente la existencia de enunciados inteligibles pertenecientes a ese sistema de los que esta dualidad está ausente: tautologías y contradicciones. Pero éstos son enunciados que no tiene objeto aseverar, enunciados “sin sentido”. Estrictamente, por tanto, decir es representar un hecho con las dos posibilidades. Ahora bien, para que un sistema de representación pueda decir algo, según el Tractatus, debe poseer necesariamente un elemento significativo de carácter icónico (las reglas lógicosintácticas). Se trata, además, de algo absolutamente general; todo recurso para la representación debe poseer ese elemento icónico. Supongamos ahora que pretendemos decir esto, representando mediante un enunciado p las condiciones necesarias para la representación. Dada la definición de
4. Al ici a a tr av és de l es pe jo , 46 .
‘decir’, puesto que un enunciado así no será una tautología, lo que p representa debe ser algo que podría no darse. Debe existir por tanto la posibilidad que. al aseverar p pretendemos excluir, es decir, que lo representado por p no se diera. Pero tal cosa es imposible, pues el propio p es una representación, y exhi be por ello necesariamente —con independencia de las referencias específicas de los nombres que puedan aparecer en p — las características que asevera; por ejemplo, los nombres que aparecen en p deben pertenecer a diferentes categorías lógicosintácticas, etc. La misma enunciación de p contradice así la existencia de la posibilidad que se pretende excluir al aseverarlo. O (contraponiendo lo anterior), si existiese la posibilidad que la aseveración de p pretende excluir, tendría que existir alguna posibilidad sintáctica para los nombres del lenguaje a que p pertenece que en realidad no existe; una que la sintaxis lógica con arreglo a la cual están configurados los nombres en p excluye. Este argumento es una reconstrucción plausible, a mi juicio, de la única consideración argumentativa que Wittgenstein proporciona en el Tractatus: “Para poder representar la forma lógica, deberíamos situamos con la proposición fuera de la lógica, es decir, fuera del mundo” (4.12; cf. también 2.174). Para poder caracterizar la forma lógica (tal como, en el curso de la presente exposición de las ideas del Tractatus , hemos venido haciendo hasta aquí) deberíamos presuponer que está abierta (para excluirla con nuestro aserto) una “posibilidad” impensable; y, lo que es peor, deberíamos hacerlo empleando para ello modos de representación que no pueden existir, pues están excluidos por la estructura modal del mundo que todo sistema de representación debe reflejar. Hasta aquí el argumento. Veamos ahora cómo (inconsistentemente) Wittgenstein pretende proporcionarse una salida del callejón sin salida al que su argumento y sus tesis le han llevado. Los “hechos” lógicosintácticos que garantizan la posibilidad de la representación (la isomorfía lógica entre los hechos representacionales y los hechos representados) están ahí, y deben ser conocidos át algún modo por quien quiera que sea capaz de entender una representación. Para entender lo que un signo proposicional dice (para conocer el hecho o situación posible que representa) es preciso “conocer” los hechos lógicosintácticos sobre el propio sistema de representación (qué ejemplares lo son del mismo nombre y cuáles lo son de nombres diferentes, así como las categorías a las que los nombres pertenecen); además, es preciso “conocer” que los objetos admiten exactamente las mismas posibilidades de combinación. Sabemos explícitamente aquello que podemos decir , en el sentido anteriormente definido. Es claro, entonces, que, según el Tractatus, no podemos saber explícitamente todo lo anterior, si bien, como acabamos de decir, hemos de “conocerlo”. Hemos de saberlo de un modo necesariamente tácito) es un conocimiento que no sabemos expresar, y uno además que no estaremos nunca en disposición de expresar. Pero el uso que hacemos del lenguaje para decir lo qué sí puede decirse revela que poseemos tal conocimiento. Estos hechos, necesarios para la representación, que deben ser tácitamente conocidos, constituyen lo que se muestra. Nuestra capacidad de crear y entender representaciones
muestra , o exhibe , que poseemos ese conocimiento, pese a que no pueda mos-
trarse a la manera usual consistente en expresar lo que sabemos. La información que un signo transmite, el hecho contingente o meramente posible que un enunciado representa, es lo que el signo dice. Ahora bien, para ser capaz de entender un signo es preciso conocer ya otras cosas; es preciso poseer cierta otra “información”. Esa información necesaria para entender un signo, distinta de lo que el signo dice, es lo que el signo muestra , También la información mostrada al decir debe ser conocida por quien quiera que dice. El siguiente ejemplo pretende ilustrar esto, poniendo en evidencia los malentendidos que pueden producirse cuando no se conoce lo que los signos muestran. Supongamos que le doy a mi sastre una pequeña pieza de tela azul con finas rayas blancas a lo largo cada dos centímetros (dado el ancho de la pieza, ésta contiene tres rayas en total), con la intención de que le sirva de muestra de cómo quiero el traje. Las características que el traje ha de tener constituyen lo que el signo dice. Supongamos que cuando voy a buscar el traje éste resulta ser azul, con sólo tres rayas verticales en un lado. Obviamente, el sastre no ha entendido lo que mi signo decía. Si no lo ha hecho, es porque no ha captado correctamente la información que el signo mostraba. El sastre no ha com prendido cuáles son exactamente las propiedades de la pieza que indican pro piedades que ha de tener el traje; en particular, no ha comprendido que el numero de rayas de la pieza no es una de ellas: es una. propiedad del signo carente de significación. Si al ir a buscar el traje me encuentro con un traje azul, con rayas cada dos centímetros, pero de papel, el problema hubiera sido similar —esta vez por defecto, en lugar de por exceso— : parte de lo que mi uso del signo mostraba era que el material de que la pieza estaba hecho era significativo; el sastre no lo entendió así, con lo que no captó la proposición por mí dicha. Entre eso que se muestra, pero no se puede decir, están las tesis filosóficas interesantes. “Lo que pertenece a la esencia del mundo no puede expresarse en el lenguaje.'[...] Lo que pertenece a la esencia del mundo, simplemente, no se puede decir. Y la filosofía habría de describir la esencia del mundo, si hubiera de decir algo” (PB, § 54). El criterio de corrección e incorrección que Wittgenstein nos ofrece para distinguir entre los arcanos es, pues, que los arcanos correctos enuncian condiciones necesarias para la representación, condiciones que es preciso conocer tácitamente para entender lo que la representación dice, y de cuyo conocimiento tácito es un indicio la capacidad de comprender lo dicho. El argumento de Wittgenstein es especioso, y la distinción entre decir y mostrar no puede servir para hacer comprensible una contradicción (la de que hay signos ininteligibles pero iluminadores y “verdaderos”). Sin embargo —como ocurre con los argumentos especiosos interesantes—, hay hechos profundos que aprender sobre el lenguaje tanto del argumento como de la distinción entre decir y mostrar. A estas alturas de la discusión parece razonable aceptar que existen condiciones necesarias para la representación. Las representaciones son esencialmente intencionales —falibles e intensionales (ID, § 1)— , y
esto requiere una explicación. La idea tractariana de una isomorfía lógicamente el lenguaje y el mundo, que conlleva necesariamente la sistematicidad que observamos en los sistemas de representación (y la validez de los principios fregeanos de Composicionalidad y del Contexto), tiene a mi juicio todos los visos de ser un elemento indispensable para explicar la intencionalidad de la representación. Un segundo elemento indispensable puede ser la idea representacionalista de que, para ser capaces de referir a objetos reales, las expresiones deben estar primariamente asociadas a conceptos cognoscitivamente transparentes —sentidos o “significaciones primarias”—• capaces de identificarlos y susceptibles de fracasar al pretenderlo. Como dije en la introducción, en filosofía cabe atribuir certidumbre a nuestras propuestas tan poco como en cualquier otro ámbito teórico. Lo qué sí cabe es defender con toda convicción aquello para lo que disponemos de buenas razones; y creo que hemos expuesto buenas razones para todo esto en las páginas precedentes, al hilo de nuestra exposición de las aportaciones importantes a la filosofía del lenguaje de los filósofos hasta aquí estudiados. Supongamos, pues, que hay elementos necesarios para la representación como los descritos. Estos son elementos necesarios para decir, en el sentido antes definido. Y, además, deben ser de algún modo conocidos por los hablantes competentes, pues están involucrados en nuestra capacidad para decir significativamente y entender signos proposicionales que nunca antes habíamos dicho o entendido. Sí definimos como unos párrafos más arriba ‘conocimiento explícito’ (sabemos explícitamente lo que podemos decir), se sigue inmediatamente de esto que para poder decir es preciso poseer conocimiento no explícito, tácito. Vemos así cómo la distinción entre conocimiento tácito y explícito a que recurrimos en I, § 4, para indicar en qué podría consistir la información que proporcionan las teorías lingüísticas en general (y la filosofía del lenguaje en particular), cala más hondo de lo que entonces podíamos sos pechar. Si usamos ‘mostrar’ como se acaba de explicar (exclusivamente a pro pósito de estos aspectos necesarios para la representación que deben ser tácitamente conocidos), parece, pues, que no hay decir sin mostrar, como Wittgenstein indica. Supongamos que al decir p se muestra q. Explicamos en I, § 4 que decir q a quien es capaz de decir /?, y, por tanto, sabe tácitamente q , puede muy bien ser informativo para él si su conocimiento era meramente tácito. Pero ahora tenemos un argumento, el de Wittgenstein, que parece conllevar que no es posible proporcionar esa información. Pues al decir q estaremos enunciado algo necesariamente verdadero. Ahora bien, basta separar los conceptos de anaiiticidad y verdad lógica — como hemos indicado al final de la sección anterior que es preciso hacer en cualquier caso— para que el problema se disuelva. Un enunciado puede ser una verdad analítica, sin tener por ello que ser lógicamente verdadero (ni redu cible a verdades lógicas mediante definiciones). Hay, por tanto, al menos dos modos en que un enunciado puede ser necesariamente verdadero:puede ser lógicamente verdadero, o puede ser analíticamente verdadero sin ser lógicamente verdadero, q , el enunciado que expresa lo que se muestra al decir p , pue-
de ser necesariamente verdadero (puede incluso mostrar el propio acto de enunciar q los hechos sobre p que q asevera) como lo es ‘si A es enteramente rojo, entonces A no es verde’, sin ser por ello lógicamente verdadero. Concedemos a Wittgenstein que, estrictamente, decir implica excluir posibilidades que lógicamente están abiertas; pero rechazamos que ello conlleve que sólo pueda decirse lo que es contingente. Pues puede ocurrir que las posibilidades excluidas estén sólo lógicamente abiertas, pese a que, en un sentido más estricto (el que toma en consideración todos los aspectos involucrados en la posibilidad analítica , y no sólo los lógicos) sean imposibles. Las posibilidades excluidas serían en ese caso sólo lógicamente posibles, aunque analíticamente imposibles. Sin ir más lejos, ‘“2 + 2 = 4 o 2 + 2 * 4’ es una verdad lógica” es una verdad analítica, pero no tiene por qué ser una verdad lógica. Olvidado el mito del análisis, no lo es; pues su forma lógica es Pa , y hay muchos enunciados de esa forma que son falsos. Cabe aseverar “ ‘2 + 2 = 4 o 2 +' 2 * 4’ es una verdad lógica”, porque excluimos al hacerlo una posibilidad lógica : la de que el objeto referido por el sujeto de ese enunciado elemental no tenga la pro piedad referida por el predicado.. Esta explicación permite también ofrecer una concepción nada misteriosa de los arcanos iluminadores. Eso que, según Wittgenstein, se muestra, pero no se puede decir, son simplemente proposiciones analíticamente verdaderas pero no lógicamente verdaderas; proposiciones análogas a ‘A es enteramente rojo y A no es verde’ en su estatuto modal, salvo que versan sobre hechos semánticos fundamentales. Como hemos visto, el argumento wittgensteiniano según el cual estas proposiciones no se pueden decir no es aceptable. Vistos de este modo, los arcanos son tesis característicamente filosóficas, que tiene sentido someter a evaluación racional. Ni que decir tiene, esto supone renunciar a la explicación general de la modalidad que proporciona el Tractatus (por más que podamos aceptarla para las verdades lógicas en sentido estricto). El lector puede pensar que esta respuesta al argumento de Wittgenstein es superficial. Y, en cierto modo, ello es así; al distinguir verdad lógica de ver dad analítica no hemos hecho más que comenzar lo que habría de ser una corrección profunda de las simplificadoras ideas tractarianas sobre la modalidad.5No sólo no puede identificarse la necesidad y la contingencia metafísicas con la necesidad y la contingencia lógicas, como propone el Tractatus; tam poco pueden identificarse con la necesidad y la contingencia analíticas, ni con la cognoscibilidad a priori y la que no lo es. Esta más profunda corrección
5.
La revisión de las ideas habituales en la comunid ad filosófi ca sobre la modalidad (que ni siquiera eran las del Tractatus, sino una versión convencionalista —o aguada de algún otro modo— de las mismas, en que la idea de una modalidad objetiva no tenía lugar) es quizás la más profunda aportación de la obra filosófica más incisiva e influ yente de los últimos años. El no m br ar y la ne ce sid ad , de Saúl Kripke. La revisión de Kripke supone un cambio de rumbo tan considerable, que hay que volver a los escritos de Aristóteles para encontrar una idea simiiarmente opues ta a todo reductivismo de la modalidad. Todas las propuestas de este trabajo en el sentido de que es crucial, para com prender correctamente los problemas fundamentales relativos al lenguaje, refinar considerablemente las distinciones modales, están en ultimo término inspiradas en las ideas de Kripke; incluso cuando se utilizan para afirmar tesis que Kripke no suscribiría.
dejaría abierta la posibilidad de que la necesidad de los enunciados que dicen lo que todo enunciado muestra no se identifique tampoco con la analiticidad, ni siquiera con la cognoscibilidad a priori. En la misma línea, es razonable proponer una corrección adicional al argumento de Wittgenstein: rechazar la identificación de verdad lógica con verdad cierta. Como sugerí en el capítulo anterior, en cualquier sentido razonable las verdades ciertas (aquellas que ningún dato nos haría corregir) son sólo un subconjunto propio de las verdades lógicas, como éstas lo son de las verdades analíticas. Puede muy bien haber verdades lógicas que sabemos de manera incierta; en estos casos, estaríamos dispuestos a corregir nuestro juicio en ciertas situaciones. Hay teoremas matemáticos que se aceptan provisionalmente, sobre la base de demostraciones tan complicadas, que ningún ser humano puede sentirse razonablemente cierto de su conocimiento. Lo mismo puede ocurrir con verdades puramente lógicas. Es incluso concebible que se impugne la creencia en un teorema así provisionalmente establecido sobre la base de datos empíricos. (Por ejemplo, resultados obtenidos utilizando ordenadores, programados de tal modo que no somos capaces de determinar a priori que las pruebas que realicen serán válidas.)6 Me parece que la definición previa de decir sólo es razonable si se utiliza la modalidad con extensión más limitada, la certeza: estrictamente hablando, sólo deci mos aquello de cuyo darse no podemos estar ciertos; aquello tal que es conce bible que nos viéramos en la tesitura de corregir nuestro juicio previo sobre su verdad. En cualquier caso, la discusión precedente refuta ei especioso argumento que hemos atribuido a Wittgenstein, de la manera más inmediata posible. 3. El principio de determ inación del sentido Examinaremos ahora la segunda de las tesis de (4.023), “la realidad debe quedar restringida por la proposición a dos alternativas: sí o no”, el Principio de Determinación del Sentido (3.23) (o “principio de bivalencia”, como se denomina contemporáneamente): cada proposición deja sólo dos opciones a la realidad, que ésta ia corrobore, o que la refute. Los datos intuitivos más flagrantes contra el principio de determinación del sentido son de dos tipos: (i) vaguedad; (ii) términos carentes de significación. Vaguedad. Muchos términos del lenguaje común (incluso ios que se uti(i) lizan cuando queremos hablar con la mayor propiedad, al hacer afirmaciones científicas, o declarar en un juicio) son vagos. ‘Calvo’ es la ilustración usual, pero ‘rojo’, ‘cúbico’ (dichos de objetos físicos, no de nuestras experiencias o de entidades “abstractas”), ‘silla’, etc., servirían igual.7 La vaguedad no es una 6. Esta idea es de Kripke. Véa se El no m br ar y la ne ce sid ad . 7. Los términos que utilizamo s en V, § 5 para presentar las tesis proyectivistas, tales como, ‘có m ico ’, ‘gra ve’, ‘aburrido’, ‘entretenido’, plantean problemas mas graves; como allí explicamos, en estos casos la vaguedad no parece eliminable por el procedimiento de “refinar” la especificación de su significado.
cuestión de falta de conocimiento; no se trata de que haya personas respecto de las cuales no estamos en condiciones de saber si son o no calvos (Ram sés VID en el momento de su muerte), sino de que hay personas respecto de las que no parece estar determinado si lo son o no lo son. La falta de definición en nuestro conocimiento no sería una violación del principio de determinación del sentido: el principio dice que la realidad debe determinar una de entre dos posibilidades que la proposición deja abiertas, no que nosotros debamos además saber de cuál se trata. Ahora bien, si a es P es una proposición en 1a: que un predicado vago P se aplica a un término iz, pueden ocurrir tres cosas: que el predicado se aplique al objeto; que no se aplique; y que el objeto caiga en la “zona de penumbra” del predicado. El tercer caso es claramente distinto a los otros dos: si eso es lo que se da realmente, la proposición no es ni defini damente verdadera (como en el primero), ni definidamente falsa (como en el segundo). Pero entonces estas proposiciones no restringen la realidad a dos opciones, sino (al menos) a tres. Digo “al menos” porque los límites de la “zona de penumbra” de los predicados vagos son, ellos mismos, borrosos; hay objetos que están claramente en la zona de penumbra, y otros que están “más cerca” de aquellos a los que el predicado se aplica, etc, Nombres sin referencia. En la medida en que las expresiones que apa(ii) recen en oraciones atómicas tengan una referencia objetiva, por las razones que diera Frege (VI, § 2), parece compatible con que las proposiciones en que esas expresiones aparecen tengan sentido que carezcan de referencia. Esta posibilidad parece realizarse, por ejemplo, en proposiciones como ‘Vulcano es un planeta del sistema solar’ o en ‘en la combustión de madera se desprende flogis to’. Pero las oraciones, como éstas, en que tal cosa ocurre, pese a tener sentido no parecen ser ni verdaderas ni falsas; no, al menos, como lo son ‘el autor de Beo wulf fue quien inició la tradición poética nacional española’, que (confiemos) es definidamente falso, o ‘en la combustión de madera se toma oxígeno’, que es definidamente verdadera. En tal caso, de nuevo, una oración atómica o(a) en la que aparezca un nombre a con una referencia objetiva (no importa su categoría, lógica) no restringe la realidad a dos opciones, no tiene un sentido determinado. Además de la posibilidad de que sea verdadera y la de que sea falsa, existe, al menos, una tercera posibilidad igualmente compatible con el que posea sentido: a saber, que el término a carezca de referencia. En ambos casos, la solución de Wittgenstein es apelar a la estrategia examinada en la sección primera; es decir, la estrategia del análisis. Como él mismo dice en un texto que citamos anteriormente, es aquí que la teoría russellia na de las descripciones se mostró especialmente apropiada: “Hablé como si hubiese un cálculo en el cual tal disección fuese posible. Tenía vagamente en mente algo como la definición que Russell había dado para el artículo definido, y pensaba que, de manera similar, podrían usarse impresiones visuales, etc., para definir el concepto, digamos, de esfera, exhibir así de una vez por todas las conexiones entre los conceptos y poner de manifiesto la fuente de todos los malentendidos, etc.” (PG, 211). El Tractatus describe este proceso de análisis,
mostrando cómo el origen de la idea es en efecto “la definición que Russell había dado para el artículo definido”. “Que un elemento de la proposición significa un complejo puede verse en una indeterminación en las proposiciones en que aparece. Sabemos que no todo está determinado por estas proposiciones” (3.24). La “indeterminación” a la que se refiere aquí Wittgenstein es consecuente a la presencia en el enunciado de un término con referencia objetiva; consiste en la existencia de una situación posible, que somos capaces de concebir coherentemente, en que la pro posición no sería (supuesto que el término funcione como se pretende en tal concepción) ni verdadera ni falsa. Naturalmente, Wittgenstein no puede creer que la proposición esté de hecho indeterminada (eso sería inconsistente con su afirmación de que las proposiciones del lenguaje cotidiano ya tienen un sentido determinado, por más que velen su forma lógica). Lo que cree más bien es que esa aparente indeterminación, manifiesta a quien comprende la proposición, revela que hemos confundido (a causa de la forma sintáctica de la pro posición en el lenguaje cotidiano) el signo de un “complejo” con el signo de un simple. El que sepamos que, tal y como entendemos el signo, si fuese realmente simple podría haber una situación en que la proposición no sería verdadera ni falsa, revela que el signo aparentemente simple “comprime” en realidad, a través de una definición, el símbolo de un complejo: “Que el símbolo de un complejo ha sido comprimido en un símbolo simple puede expresarse a través de una definición” (3.25). La definición en cuestión establece la equivalencia entre el signo aparentemente simple y una descripción definida, que hace explícito lo que en la concepción fregeana sería su sentido. Así, por ejem plo, ‘Vulcano =df el cuerpo celeste ubicado entre Mercurio y el Sol, que causa las alteraciones en la órbita de Mercurio’. Ahora bien: “Todo signo definido significa por medio de los signos a través de los cuales ha sido definido; y las definiciones señalan el camino” (3.261). “Todo enunciado sobre complejos se puede descomponer en un enunciado sobre sus partes componentes y en aquellas proposiciones que describen completamente el complejo” (2.0201). Este último epígrafe aparecía glosado en las “Notes on Logic” mediante la siguiente apostilla: “esto es, aquella pro posición que es equivalente a decir que el complejo existe”. Así, ‘Vulcano es un planeta’ puede “descomponerse” (utilizando para ello la definición anterior, y aplicando después a la descripción la teoría de las descripciones de Russell, VIII, § 2) en algo así como lo siguiente: ‘hay un único cuerpo celeste ubicado entre Mercurio y el Sol que causa las alteraciones en la órbita de Mercurio, y ese cuerpo es un planeta’. El primer miembro de la conjunción expresa la pro posición “que describe completamente el complejo”, es decir, la “que es equivalente a decir que el complejo existe”. El segundo, la proposición sobre las “partes componentes” del enunciado sobre el complejo. En el supuesto que antes contemplábamos como uno en el que ‘Vulcano’ carecería de significar ción, la proposición más analizada que hemos obtenido a través del: proceso de “descomposición” descrito tiene ahora un valor de verdad perfectamente: definido; es, lisa y llanamente, falsa: “El complejo sólo puede darse por medio de
su descripción, y ésta será correcta o incorrecta. Una proposición que menciona el complejo no carecerá de sentido si éste no existe, sino que será simplemente falsa” (3.24). Naturalmente, ‘hay un único cuerpo celeste ubicado entre Mercurio y el Sol que causa las alteraciones en la órbita de Mercurio, y ese cuerpo es un planeta’ sólo es una proposición más analizada que ‘Vulcano es un planeta’; en la medida en que aún incluya términos que —como ‘Vulcano’— podrían carecer de referencia pese a tener significado, seguimos sin estar aún ante esa pro posición “completamente analizada” que ofrece el “único análisis” existente para toda proposición (3.25). Y, ciertamente, los incluye: ‘el Sol’, ‘Mercurio’, ‘planeta’, etc. ¿Qué condiciones debe cumplir una proposición para constituir tal análisis completo? ifel Tractatus sólo nos da una condición que limita la selección de candidatos posibles, pero no nos proporciona ejemplos concretos de proposiciones que la satisfacen: aparte de constantes lógicas y variables, una proposición completamente analizada sólo puede contener nombres, que son expresiones no definibles; sus significaciones son “simples”, en el sentido de que no son entidades conocidas a través de una descripción que define el nom bre. “‘En cierto sentido, un objeto no puede ser descrito’. Aquí ‘objeto’ significa ‘referencia de una palabra no ulteriormente definible’, y ‘descripción’ o ‘explicación’ significa ‘definición’. Pues, desde luego, no se niega que el objeto pueda ser ‘descrito desde fuera’, que le puedan ser adscritas propiedades, etc.” (PG,2Q8).\ jf^La razón última para caracterizar los nombres como indefinibles está en que se garantiza con ello que un nombre significará de tal modo que será incoherente suponer que el término carezca de referencia; los “nombres” del Trac tatus son así los “nombres propios genuinos” (VIII, § 2) de Russell. “Aquello a lo que una vez llamé ‘objetos’, los simples, eran aquello a lo que puedo referirme sin correr el riesgo de su posible no existencia; esto es, aquello para lo que no hay ni existencia ni no existencia, y esto quiere decir: aquello de lo que puedo hablar no importa lo que ocurra ” (PB, § 36). “Un nombre propio en este sentido puede ser definido diciendo que si sustituye a £ en “i; existe” el resultado es un sinsentido” (Lee, 15). “«Quiero llamar ‘nombre’ sólo a lo que no puede estar en la combinación ‘X existe’.—Y así no puede decirse ‘El rojo existe’, porque, si no hubiera rojo, no se podría en absoluto hablar de él.»” “«Algo rojo puede ser destruido, pero el rojo no puede ser destruido y es por eso por lo que el significado de la palabra ‘rojo’ no depende de la existencia de una cosa roja»” ( Investigaciones filos óficas , § 58 y § 57. Las comillas las usa Wittgenstein en estos párrafos iniciales de las Investigaciones para mencionar las reflexiones propias de sus puntos de vista en la época del Tractatus, separándolas de las críticas que las suceden). Los objetos, las significaciones de los nombres, no son pues sólo “simples”, los “átomos” lógicos a los que se llega mediante el análisis (no “compuestos”, es decir, indescriptibles); lo son de modo que, gracias a ello, su existencia no puede ser puesta en cuestión. Son la “sustancia” del mundo, aquello con lo cual fabricamos todas las situaciones que podemos concebir; aquello que comparte con el mundo real cualquier cir-
cunstancia que podamos pensar (2.0222.023). Los simples son una “sustancia” porque no pueden no existir: existen en todos los mundos posibles. Un aspecto ulterior de esta condición límite que impone el Tractatus a ios simples y a las proposiciones elementales que tratan de ellos aparece implícitamente aseverado en estas preguntas retóricas: “¿Podemos entender dos nom bres sin saber si designan la misma cosa o dos cosas diferentes? ¿Podemos entender una proposición en que aparecen dos nombres, sin saber si significan lo mismo o algo diferente?” (4.243). Naturalmente, si con ‘nombre’ nos referimos a los términos que aparecen en enunciados elementales del lenguaje natural, la respuesta a ambas preguntas es claramente positiva: eso es lo que ocurre con ‘Héspero’ y ‘Fósforo’, o ‘agua’ y ‘H20 \ Más aún, eso es lo que cabe esperar si las referencias son objetivas. Pues las significaciones objetivas de los términos sólo pueden ser conocidas si hay, asociada con el término, información que nos permite identificar la significación; y dos términos pueden estar asociados con informaciones distintas que identifican sin embargo la misma referencia (VI, § 2). Todas estas son consideraciones limitativas: excluyen candidatos a “sim ples”. Vemos así cómo el Tractatus contempla un proceso de análisis, al final del cual hemos de obtener proposiciones construidas mediante las operaciones que introducen constantes lógicas a partir de proposiciones elementales, todos cuyos nombres se limitan a estar en lugar de indefinibles.^No hay distinción entre sentido y referencia para ellos, porque las dos razones que requieren introducir sentidos además de referencias están excluidas: es imposible que un usuario competente piense que dos nombres con referencias distintas tienen la misma referencia, y es imposible que sean comprendidos aunque no tengan referencia. De este modo, ni el problema de la vaguedad ni el de los términos sin referencia se dan, en realidad; una vez completamente analizadas, se puede ver que las proposiciones del lenguaje natural tienen un sentido determinado, y que es imposible que haya situaciones en que carecerían de valor verita tivo: “[...] sentimos que el mundo ha de constar de elementos. Y parece como si esto fuera idéntico con la proposición de que el mundo debería ser lo que es, debería estar definido. O con otras palabras: lo que vacila son nuestras determinaciones, no el mundo. Parece' como si negar los objetos fuera tanto como decir: el mundo puede ser indefinido en el sentido, acaso, en el que nuestro conocimiento es incierto e indefinido. El mundo tiene una estructura fija” {Diarios Filosóficos, 17615).8 Es claro que se sigue de estas condiciones limitativas que ninguna entidad
8. Dado que la filoso fía no puede consistir en d ec ir cosas (pues las verdades filosóficas conciernen a lo que se muestra, pero no se puede decir), el Tractatus identifica la filosofía con la práctica de esta actividad de analizar las proposiciones del lenguaje común reemplazando los términos definidos por los que los definen, con el fin de elimi nar los malentendidos (4.111). Quizás lo único común al Tractatus. y a las In ve st ig ac io ne s esté aquí: el autor de ambas obras recomienda a los filósofos tareas aburridas; tareas, por cierto, que él mismo se ahorra, dedicándose en lugar de ello a la mucho más interesante actividad de justificar sus recomendaciones. Ello requiere examinar todos los proble mas filosóficos de que, de atenerse a sus recomendaciones, después de cada una de las obras de Wittgenstein los demás filósofos habnan de olvidarse.
objetiva (ID, § 2) puede ser un simple! La Luna, pongamos por caso, no puede ser un simple^,pues podemos describir coherentemente situaciones en que nos convencemos de que ‘la Luna’ carece después de todo de significación: «Lo que designan los nombres dei lenguaje tiene que ser indestructible: pues se tiene que poder describir el estado de cosas en el que se destruye todo lo que es destructible. Y en esta descripción habrá palabras; y lo que les corres ponde no puede entonces destruirse, pues de lo contrario las palabras no tendrían significado.» No debo serrar la rama sobre la que estoy sentado. (. Inves tigaciones , § 55). [...] se siente la tentación de hacer una objeción contra lo que ordinariamente se llama «nombre»; y se puede expresar así: que el nombre debe desig nar realmente un simple. Y esto quizás pudiera fundamentarse así: Un nombre propio en sentido ordinario es, pongamos por caso, la palabra «Nothung». La espada Nothung consta de partes en una determinada configuración. Si se com binasen de otra manera, no existiría Nothung. Ahora bien, es evidente que la oración «Nothung tiene un tajo afilado» tiene sentido tanto si Nothung está aún entera como si ya está hecha pedazos. Pero si «Nothung» es el nombre de un objeto, ese objeto ya no existe cuando Nothung está hecha pedazos; y como ningún objeto correspondería al nombre, éste no tendría significado. Pero entonces en la oración «Nothung tiene un tajo afilado» figuraría una palabra que no tiene significado y por ello la oración sería un sinsentido. Ahora bien, tiene sentido; por tanto, debe corresponder algo a las palabras de las que consta. Así pues, la palabra «Nothung» debe desaparecer con el análisis del sentido y en su lugar deben entrar palabras que nombran simples. A estas palabras las llamaremos con justicia los nombres genuinos ( Investigaciones, § 39). Es necesaria una pequeña glosa para apreciar la pertinencia de este texto. Con el fin de remedar uno de los argumentos del Tractatus en la forma más inteligible posible, Wittgenstein considera en estos textos un objeto que es “compuesto” en el sentido más habitual del término: se trata de un particular (la espada) compuesto a partir de particulares más pequeños (la hoja, la empuñadura, la cruz).\Mas no debe olvidarse que en el Tractatus “compuesto” significa, simplemente, descriptible, o (lo que es lo mismo) definible mediante una descripción Así se pone de manifiesto, por ejemplo, en el texto “Complex and Fact” (incluido como apéndice tanto en Philosophische Bemerkungen como en Philosophische Grammatik), manifiestamente destinado a criticar puntos de vista del Tractatus, al que pertenece este fragmento: “Decir que un círculo rojo está compuesto de la rojez y la circularidad, o que es un complejo con estas partes componentes, es un mal uso de estas palabras y es desorientador (Frege lo sabía, y me lo dijo).”9 CEl Tractatus no nos da, pues, ejemplos concretos de simples; sólo las condiciones limitativas que acabamos de bosquejar, las que se siguen de la exi-
9.
Confróntense igualmente las consider aciones sobre los diferentes tipos de com posic ión de una figura visual en las In ve sti ga ci on es , § 47 (justamente después de una referencia explícita al Tractatus).
gencia de respetar (al final del análisis) el principio de bivalencia. Sin embargo, sí incluye afirmaciones que sólo cabe interpretar (si las1¿ornamos literalmente) supuesta la corrección de ia única interpretación razonablemente clara que, por lo demás, parece capaz de pasar la condición límite que la obra sí impone. En mi opinión, es claro que los simples deben ser objetos fenoménicos, constituyentes de las vivencias subjetivas que experimentamos en estados conscientes (notares, como los llamé en DI, § 2) independientemente de que lo experimentado corresponda a algo que se da realmente o no. Nada habría de extraño en esto si el Tractatus contemplase algo análogo a la distinción de los representacionalistas entre los objetos intencionales objetivos de nuestros pensamientos y proposiciones, y las entidades internas que permiten especificarlos —sin compromiso alguno con la existencia de nada objetivo— . Pero, en el contexto del Tractatus, decir que los referentes de los nombres son entidades fenoménicas implica que los hechos atómicos existentes (los representados en proposiciones elementales verdaderas, 4.21), la totalidad de los cuales constituye el mundo (2.04), son entidades con el estatuto ontológico de las vivencias. Los “hechos” del Tractatus no tienen así nada que ver con lo que en El, § 2 denominamos “acaecimientos”: noSon objetivos:^ | Si esta interpretación es correcta, la metafísica del Tractatus es fenomenalista. Naturalmente, es necesario cualificar la identificación de los hechos con vivencias. Como vimos en V, § 3, también ios fenomenalistas reconocen que, en algún sentido, los objetos intencionales de las proposiciones y los pensamientos verdaderos —ios que constituyen “el mundo”— son hechos “objetivos”; pues también ellos deben reconocer una diferencia entre las alucinaciones y los sueños, por un lado, y la “realidad”, por otro. En V, § 3, vimos cómo hacen los fenomenalistas esta distinción, recurriendo al concepto de generalización nómica; Wittgenstein la traza en los mismos términos.1 ( Sobre la base de que el libro no da ningún ejemplo específico de simples, algunos comentaristas han concluido que Wittgenstein no tenía ideas definidas al respecto: sabía que debe haber simples, y no le importaba no tener ningún ejemplo. Esto es, hasta cierto punto, verdadero; Wittgenstein no podía dar con ningún ejemplo compatible con el postulado de independencia, a su vez necesario para pretender siquiera identificar todas las verdades analíticas con verdades lógicas. Pero una cosa es que no pudiera dar ejemplos concretos, y otra muy distinta que no tuviera ideas definidas sobre el estatuto ontológico de los simples, y sobre las consecuencias metafísicas de sus propuestas semánticas! Esto es sin duda falso, como en las páginas sucesivas muestro con un buen aco pio de datos. 4.
Reductivismo eliminatorio causal y fenomenalismo en el Tractatus
El primer elemento de juicio significativo procede de 1a explicación de las relaciones nómicas que ofrece el Tractatus: “No cabe inferir, de ningún modo, la existencia de un hecho a partir de la existencia de otro completamente dis-
tinto. No existe un nexo causal que justifique tal inferencia. No podemos inferir los acaecinfidivos futuros a partir de los presentes. La creencia en el nexo causal es la superstición” (.Tractatus, 5.1355.1361; cf. también 6.376.372, 6.31). Existen dudas sobre si Hume defendió la concepción humeana de las relaciones causales en la interpretación reductivista eliminatoria (V, § 3), pero no me cabe ninguna en cuanto a que el Tractatus sí lo hace. Según el Tractatus, hay hechos que podemos conocer. Como Anscombe señala acertadamente, 5.156 presupone que, según el Tractatus , existe conocimiento cierto: “Sólo usamos la probabilidad en ausencia de la certidumbre; cuando no conocemos plenamente un hecho, pero sabemos algo sobre su fo rm a.” Hay, pues, hechos que sí “conocemos plenamente”. Podemos conocer con certidumbre hechos concretos, percibidos o recordados. Pero no podemos conocer la verdad de una generalización empírica, por más compatible que sea con los hechos conocidos y por más “nómica” que sea. Pues muchas otras generalizaciones igualmente empíricas son lógicamente compatibles con esos datos; pero “la conexión entre lo ya sabido y el saber es la de la necesidad lógica” (5.1362). Si no conocemos acaecimientos futuros, es porque no conocemos leyes causales que justifiquen el paso del conocimiento del presente y del pasado al del futuro. Este modo de argumentar es el de quien defiende la concepción reductivista sobre las relaciones nómicas; todo lo que puede haber de real en una relación causal se reduce a una generalización fáctica, y la verdad de las generalizaciones fácticas sólo se conoce cuando se conocen todos los casos. Y esto es lo coherente con la tesis del Tractatus según la cual la única necesidad es la necesidad lógica. Éste es el sentido de los pasajes pertinentes entre 6.3 y 6.372; la única diferencia entre ellos y los argumentos tradicionales de Hume está en que la explicación del modo en que elaboramos conjeturas sobre la naturaleza de las generalizaciones empíricas verdaderas, a partir de la experiencia pasada, es en el Tractatus más refinada. Como Hume, Wittgenstein admite que tenemos expectativas sobre el futuro, y, por tanto, que creemos confirmadas unas generalizaciones empíricas y no otras. A diferencia de Hume, Wittgenstein sostiene que no se trata, meramente, de un proceso psíquico basado en el hábito. Wittgenstein incluye como parte del proceso la práctica científica de elaborar generalizaciones que satisfacen ciertos principios generales, como la ley de la acción mínima, la ley de conservación, el principio de razón suficiente, etc. “‘Ley causal’, este es un término de género” (6.321). La mecánica misma pertenece a este grupo. La verdad de estos principios es a priori , pero no lógica; por tanto, según Wittgenstein, pertenece a lo que se muestra, y no se puede decir. Se muestra en las expectativas que formamos, en las predicciones que hacemos sobre el futuro; ellas revelan qué generalizaciones empíricas consideramos nómicas, de entre todas las que son compatibles con lo que sabemos con certidumbre a través de la experiencia. De manera general, sin entrar en los detalles de qué hormas específicas utilizamos para construir generalizaciones nómicas, cabe decir: “El procedimiento de la inducción consiste en que asumimos la ley mas simple que cabe
armonizar con la experiencia” (6.363). La idea de “ley más simple” podría ser elaborada, detallando cuáles son, específicamente, las leyes del grupo de las “causales”: la mecánica, etc. (O, mejor dicho, podría ser elaborada si pudiera decirse lo que en realidad sólo se muestra.) Pero “este procedimiento no tiene una fundamentación lógica, sino psicológica”. Las generalizaciones empíricas de hecho verdaderas no tienen por qué ajustarse a ninguna de las hormas con arreglo a las cuáles construimos nuestras expectativas; ni siquiera a las elaboradas de la manera científica más refinada. (Véase la analogía de 6.341.) Unas generalizaciones empíricas u otras serán de hecho verdaderas, y todas las generalizaciones verdaderas tendrán una u otra forma genérica en común; pero las generalizaciones empíricas verdaderas pueden ser justamente aquellas que nuestros criterios inductivos descartan, como #C(k)# <> #E(veroJo)# (V, § 3). “A toda la visión moderna del mundo subyace el espejismo de que las llamadas leyes de la naturaleza son las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza. Y así se aferran a las leyes de la naturaleza como a algo intocable, al igual que los antiguos a Dios y al destino. Y ambos tienen razón y no la tienen. Pero los antiguos son, en cualquier caso, más claros, en la medida en que reconocen un final claro; mientras que el nuevo sistema hace parecer como si todo estuviera explicado.” La suposición de que son “leyes naturales” unas generalizaciones empíricas y no otras, de todas las que coinciden igualmente con los casos observados, es intocable —como lo era la creencia de los antiguos en Dios o el destino—, pues no podemos dejar de hacer esa distinción. El criterio inductivo para trazar la distinción entre unas y otras generalizaciones es un elemento semántico necesario de un sistema de representación; pues la distinción entre qué generalizaciones coincidentes con lo observado son nómicas, y cuáles no, es algo que se muestra ; es una característica necesaria de los lenguajes. Es, por tanto, un final último. Pero se trata de fundamento tan poco firme como el de los antiguos; pues no estamos aquí ante un hecho lógico, común a todo sistema de representación posible y que por tanto refleja la estructura del mundo, sino ante uno que puede variar de lenguaje a lenguaje. Es decir, los principios generales utilizados para construir las generalizaciones sobre la base de las cuales elaborar nuestras expectativas sobre el futuro a partir de lo que conocemos (la “finura de la malla”, en la metáfora de 6.341) pueden variar arbitrariamente. No hay ninguna razón lógica por la que haya de adoptar para elaborar mis expectativas a partir de los casos observados la generalización #C(k)# #E(rojo)#, en lugar de # 0 ^ # f> #E(vcrojo)#; ni hay ninguna razón lógica por la que no podría adoptar un lenguaje con un criterio inductivo mucho más permisivo, “abierto” a la posibilidad de todas las generalizaciones contrapuestas compatibles con los datos, y, así, suspender el juicio sobre todo suceso futuro. Lo esencial de la interpretación reductivista de la concepción humeana es que descarta la existencia de una relación objetiva entre acaecimientos cognoscible a posteriori, y, sin embargo, con alcance modal (manifiesto enios contrafácticos y las generalizaciones subjuntivas que implica). Quizás Hümé defendiera en realidad la menos radical interpretación proyec tivista (Vi § :5)i
Sin embargo, me parece claro que Wittgenstein sí defiende en el Tractatus la concepción humeana en esta interpretación. La razón que tengo para ello es que, en las dos ocasiones en que discute la cuestión de la causalidad, menciona consecuencias relevantes para la ética (5.1362, 6.3736.374). Ahora bien, sólo la interpretación reductivista hace a la concepción humeana relevante para la ética nihilista que Wittgenstein parece defender. Esta ética se expone con claridad en el tercero de los Diarios filosó ficos , de donde han sido extraídas las escasas consideraciones al respecto en el Trac tatus. En sustancia, se trata de una propuesta análoga a la de los estoicos, Spi noza y Schopenhauer, y de algunos pasajes evangélicos: “quien quiera poner a salvo su vida, la perderá”, Mt 16, 25; “No os afanéis por el día de mañana; que el día de mañana traerá su propio afán. Bástele a cada día su propia angustia”, Mt 6, 34. La virtud consiste en hacerse indiferente a todo lo que pueda ocurrir, en desvincularse del acontecer (incluso del acontecer que, presumiblemente, afectará a uno en el futuro). “Satisface la finalidad de la existencia quien no necesita de finalidad alguna fuera de la vida misma, quien está satisfecho”, DF, 6.7.16; aquí, la “vida” es, como se muestra después con evidencia textual, no la vida orgánica ni la vida mental, sino la experiencia completa del momento presente. “Sólo quien no vive en el tiempo, haciéndolo en el presente, es feliz”, DF, 8.7.16; “Quien vive en el presente, vive sin temor ni esperanza”, £>F, 14.7.16; “Solo es feliz la vida que puede renunciar a las amenidades de este mundo”, DF , 13.8.16. Ahora bien, ¿cómo puede alcanzarse ese estado? “Por la vida del conocimiento, precisamente ... La vida del conocimiento es la vida que es feliz, a pesar de la miseria del mundo”, DF , 13.8.16. Ahora bien, el vínculo entre los pasajes sobre la causalidad y los pasajes sobre la ética a que hice antes referencia indica que tal conocimiento es el que proporciona la convicción reductivista eliminatoria sobre la causalidad: “No puedo orientar los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi voluntad, sino que soy totalmente impotente. Sólo renunciando a influir sobre los acon tencimientos del mundo podré independizarme de él —y, en cierto sentido, dominarlo— ”, DF , 11.6.16. “La vida buena es el mundo visto sub specie ceternitatis ... El modo usual de contemplar ve los objetos, como quien dice, desde el medio; la contemplación sub specie ceternitátis los ve desde fuera”, DF, 7.10.16. “Ver los objetos desde el medio” es, conjeturo, verlos desde el supuesto de que son verdaderas las generalizaciones empíricas que nuestra constitución psíquica (y los principios científicos generales que damos por buenos a priori ) nos llevan a elegir, dado lo observado. Verlos “desde fuera” es sobre ponemos a esa concepción, a través de la convicción consiguiente al redueti vismo eliminatorio sobre la causalidad, según la cual ninguna de ellas está justificada. Esto supone adoptar un nuevo lenguaje y un nuevo pensamiento, pues, como dijimos, los principios con arreglo a los cuales escogemos unas generalizaciones como nómicas son a priori]; si es concebible hacerlo, es porque esos principios no son lógicamente verdaderos. El cambio recomendado para adoptar la “vida del conocimiento” es análogo al cambio consistente en modificar el lenguaje introduciendo un nuevo referente, y un nuevo nombre para él. Es,
por tanto, un cambio del tipo de los que hacen “crecer o decrecer el mundo” (6.43). Muy razonablemente, Wittgenstein anota: “soy perfectamente consciente de la completa falta de claridad de todas estas proposiciones”, D Fy 2.8.16, y “¿cabe vivir de un modo tal que la vida deje de ser problemática? ¿Que se viva en lo eterno y no en el tiempo?”, DF\ 6.7.16. A mi juicio, no cabe: una pro puesta así es analíticamente irrealizable, inconcebible. Un sujeto racional, capaz de representación es por definición uno que es capaz de actuar en un mundo en que se dan ciertas relaciones nómicas, bajo el supuesto de que se dan unas y no otras. Lo que Wittgenstein nos propone no sólo es “difícil”, es — hablando ahora laxamente, dejando en suspenso la distinción antes sugerida entre las diferentes modalidades— lógicamente imposible.10 Parece, pues, que Wittgenstein defendió el reductivismo eliminatorio sobre las relaciones causales en la época del Tractatus. Como explicamos en V, § 3, en el marco internista este punto de vista conlleva necesariamente el fenomenalismo. No cabe defender un punto de vista representacionalista, sin una inter pretación realista de las relaciones nómicas. Si todo lo que conocemos directamente son nuestras vivencias, y tanto las relaciones causales como las relaciones nómicas se reducen a generalizaciones sobre aquello que conocemos directamente, entonces nos hemos quedado sin otra idea de un mundo objetivo que la que el fenomenalista puede ofrecer: son hechos “objetivos” aquellas combinaciones de sensaciones que son casos particulares de Jas generalizaciones nómicas en que creemos. Esta conclusión se ve corroborada por elementos de juicio independientes. Así, en épocas posteriores, como ejemplos de simples proporciona siempre constituyentes de vivencias. Vimos ya cómo, en un texto antes citado, descri bía así sus puntos de vista anteriores: “Tenía vagamente en mente algo como la definición que Russell había dado para el artículo definido, y pensaba que, de manera similar, podrían usarse impresiones visuales, etc., para definir el concepto, digamos, de esfera” (el subrayado es mío). En los textos de las Inves tigaciones citados antes, el ejemplo es el rojo. Según Lee, Wittgenstein le ofreció esta glosa de 2.01: “Aquí se usa objetos, etc., por cosas tales como un color, un punto en el campo visual” (Lee, 120). Naturalmente, podría ser que el rojo fuese el color como propiedad objetiva, y no como sensación; pero debo recordar que ‘campo visual’ designa de modo estándar sensaciones visuales espaciales, no el ámbito espacial objetivo supuestamente percibido mediante ellas. Y así lo entendía Wittgenstein; el campo visual, por ejemplo “tiene contornos desdibujados” (PB, 80).
10. Lo que sí es posible, desde luego (com o muestra el ejemplo de Wittgenstein) es la confusión filosófica que lleva a pretenderlo. Aunque no es éste el lugar apropiado en que abundar sobre estas cuestiones, observaré que hay raiones para juzgar también mo ral m en te extraviada a la ilusión que lleva a practicar la ética recomendada por Wittgenstein. (Esta ¡dea es la que quiero sugerir al describir com-) '‘narcisismo" filosóficam ente articulado la propuesta ética del Tractatus.) A mi juicio, la fascinación que producen las ideas éticas del Tractatus esta fuera de lugar. Son ¡deas absurdas, cuya aceptación puede muy bien tener consecuencias negativas.
A la misma conclusión nos lleva el examen de puntos de vista análogos: los defendidos por Russell, así como por Wittgenstein en el período intermedio. Russell vincula explícitamente con su aplicación filosófica de la teoría de las descripciones —con la idea de que hay “nombres genuinos”— tesis feno menalistas. Los nombres genuinos, sostiene Russell explícitamente en diferentes escritos (a partir de la segunda mitad de la primera década del siglo en adelante), son ‘esto’ y ‘yo’; el primero, utilizado para designar mis propios datos sensibles. Sus significados son entidades cognoscibles “por contacto” (iacquaintance ), no por descripción; es decir, teniéndolas inmediatamente presentes ante nuestra consciencia. Desde 1918, Russell abandona la idea de que ‘yo’ sea un tal nombre genuino, adoptando lo que él llama “monismo neutral”: la tesis de que el mundo “real” y el sujeto están “fabricados”, por así decirlo, a partir de los mismos materiales —ordenados con arreglo a criterios diferentes— . Tal monismo neutral se aproxima al solipsismo del Tractatus, aunque no coincide con él (pues, misteriosamente, Russell pensaba que las vivencias no tienen necesariamente las propiedades de la privacidad y la transparencia , Eü, § 2). Ahora bien, sabemos (por el Tractatus , y especialmente por los diferentes comentarios al respecto de Russell, en cartas, etc.) que Wittgenstein criticó durante el período que nos ocupa (a veces ferozmente) muchas ideas de Russell. Pero no hay ninguna constancia de que criticase ésta. Por otra parte, cuando en las Investigaciones discute la tendencia de Los filósofos a tomar ‘esto’ como el verdadero nombre propio (§§ 3846), son tanto el Tractatus como los puntos de vista de Russell los que están explícitamente en cuestión. Existen suficientes datos que manifiestan la simpatía de Wittgenstein durante la época de la redacción del Tractatus hacia puntos de vista fenome nalistas. Así, Russell explica a su amante Ottoline Morrell en una carta de 1912 que Wittgenstein “admite que si no existe la materia, entonces no existe nadie salvo él mismo, pero dice que tal cosa no es problemática, porque la física y la astronomía y todas las otras ciencias podrían aún ser interpretadas de modo que fuesen verdaderas”. En una carta de Frege fechada en 1920, en que éste replica a observaciones de Wittgenstein sobre su artículo “El pensamiento” (artículo que contiene una crítica filosóficamente no muy sutil del idealismo), se presupone que Wittgenstein había hablado de un “fundamento profundo para el idealismo” que Frege habría pasado por alto. En el curso de la exposición que del Tractatus hizo a Ramsey en 1923 le dijo que “carece de sentido creer en algo no dado en la experiencia” (M. y J. Hintikka, Investigating Witt genstein , 77). Según el testimonio de Moore, “en lo que respecta al idealismo y al solipsismo, dijo que a menudo él mismo había estado tentado a decir ‘todo lo que es real es la experiencia del momento presente’ o ‘todo lo que es cierto es la experiencia del momento presente’; y que cualquiera que se ve tentado de algún modo a defender el idealismo o el solipsismo conoce la tentación de decir ‘la única realidad es la experiencia presente’ o ‘la única realidad es mi experiencia presente’. De los dos últimos dijo que ambos eran igualmente absurdos, pero que, pese a que eran falaces ambos, ‘la idea que expresan es de enorme importancia’” (Moore, 311). Que las tesis solipsista y fenomenalista
sean para Wittgenstein “absurdas” o “falaces” es compatible con que las suscriba; pues (como después mostraré a propósito del solipsismo) las suscribe como parte de lo que se muestra ; lo absurdo es sólo decirlas. El fenomenalismo y el solipsismo cuentan entre los arcanos del Tractatus ; que sean arcanos no significa que sean falsos, pues, como hemos visto, para él hay arcanos “verdaderos” y arcanos que no lo son. Los escritos del “periodo intermedio” anteriores a Philosophische Grammatik , particularmente las Philosophische Bemerkungen , pero también las notas tomadas por Lee de las clases de Wittgenstein entre 1930 y 1931, los recuerdos de Moore de esas mismas clases y las conversaciones con Wais mann, incluyen textos del siguiente cariz: “Los datos sensibles son la fuente de nuestros conceptos [...]. En el sentido primario, uno no ve con sus ojos; la correlación es contingente. Uno ve lo que sueña, pero no con sus ojos” (Lee, 81). “Un fenómeno no es un síntoma de algo otro: es la realidad. Un fenómeno no es un síntoma de algo otro, que sería lo que haría verdadera o falsa la proposición: es ello mismo lo que verifica la proposición” (PB, § 225). “Los idealistas tenían razón en cuanto que nunca trascendemos la experiencia. Mente y materia son distinciones dentro de la experiencia” (Lee, 80). (Esto es, en sustancia, la tesis central del “monismo neutral” de Mach y Russell.) “Resulta peculiar que aquellos que adscriben realidad sólo a las cosas y no a nuestras ideas transiten por el mundo como idea sin ponerlo en cuestión —y que nunca se alejen lo suficiente como para escapar de él—. [...] [Eso que damos por supuesto, la vida , se considera algo accidental, subordinado; y, por otro lado, algo que normalmente no entra en mi cabeza, la realidad!” (PB, 80). Los “idealistas tenían razón” al poner en cuestión de este modo la actitud realista; según Wittgenstein, la actitud de los realistas se caracteriza por el absurdo según el cual “aquello más allá de lo cual no podemos ni queremos ir no sería el mundo” (ibid). Eso más allá de lo cual no podemos ni queremos ir,; el verdadero mundo, la “vida”, son nuestras vivencias. La concepción defendida por Wittgenstein a partir de los escritos del período intermedio no es, no obstante lo que pueda parecer meramente a partir de los textos que acabo de citar, fenomenalista; es una forma de proyectivismo, un primer paso (posiblemente una forma aún individualista de proyectivismo, V, § 5) hacia el intemismo comunitario que defendería Wittgenstein en adelante, y se expone en XI. La diferencia entre el proyectivismo que caracteriza los puntos de vista de Wittgenstein sobre las relaciones nómicas a partir de los años treinta y . el Tractatus se ponen de manifiesto, en estos textos, en su admisión de que “el mundo que vivimos es el mundo de los datos sensibles; pero el mundo de que hablamos es el mundo de los objetos físicos” (Lee, 82). “Los realistas vieron que una hipótesis no es meramente una proposición sobre la experiencia” (Lee, 80). Seguramente como resultado de su reflexión sobre el problema de la exclusión del color, Wittgenstein ya no cree que sea posible analizar todo lo que decimos mediante un cálculo fenomenológico, cuyas proposiciones elementales tratan directamente de la experiencia. El lenguaje común no requiere análisis; lo que decimos no puede reducirse a proposiciones sobre sensaciones.
Habíamos visto anteriormente que, según el Tractatus, todo lo que decimos (exactamente lo mismo que ya decimos en el lenguaje natural) puede expresarse en un “cálculo” especialmente diseñado con el fin de evitar malentendidos lógicos, en el que la forma lógica de lo que decimos resulta perfectamente perspicua. Este cálculo constituye la lógica aplicada a través de un modelo específico. Wittgenstein se refiere a un cálculo tal cuando menciona, en diferentes pasajes de los escritos del período intermedio, su creencia anterior en la existencia de un “lenguaje primario”: “Pensaba anteriormente que existía el lenguaje cotidiano que todos hablamos comúnmente y un lenguaje primario que expresaría lo que realmente sabemos, a saber, fenómenos” (Wais mann, 45). “No tengo ya en mente como objetivo el lenguaje fenomenológico —o ‘lenguaje primario’, cómo acostumbraba a llamarlo— ” (PB, § 1). “No existe —como yo creía antes— un lenguaje primario en contraste con nuestro lenguaje común, el «secundario»” (PB, § 53). En la concepción del Tractatus, todas las proposiciones que no son tautologías o contradicciones tienen un valor de verdad definido. Una vez analizada, una proposición acerca de particulares objetivos (una acerca de Venus) se reduce a una compleja función veritativa de proposiciones sobre datos sensi bles. Combinando lo que hemos visto hasta aquí, podemos decir que se reduce (aplicando la teoría russelliana de las descripciones) a una generalización sobre puntos luminosos en el firmamento visible notados en el pasado, sobre los notables en el presente, y sobre las configuraciones que cabe esperar adopten en el futuro, dados los supuestos incorporados en nuestro lenguaje sobre qué generalizaciones es razonable hacer, a partir de los datos observados. Caracteriza el proyectivismo de las ideas posteriores la tesis de que algunas proposiciones —como las que tratan acerca de objetos físicos, que ya no es razonable suponer reducibles a proposiciones sobre fenómenos— son “hipótesis”, en tanto que no pueden ser plenamente verificadas o refutadas: “el sentido de que hablemos de datos sensibles y de la experiencia inmediata es que buscamos una descripción que no contenga nada hipotético. Si una hipótesis no puede ser verificada definitivamente, no puede ser verificada en absoluto, y no hay verdad y falsedad para ella” (PB, 283). La posición del período intermedio es aún antirrealista, sin embargo. Las hipótesis no son genuinas proposiciones, aunque remiten lógicamente a pro posiciones genuinas: como ven los idealistas, “una hipótesis no es algo fuera de la experiencia”. “Los realistas tenían razón en protestar que las sillas existen realmente. Sus problemas se deben a la idea de que los datos sensibles y los objetos físicos están relacionados causalmente” (Lee, 80). Desde el punto de vista común a reductivistas y proyectivistas sobre las relaciones nómicas, no están relacionados causalmente, sino conceptualmente. Para el reductivista, un objeto físico es un complejo “compuesto” de datos sensibles; o, dicho con mayor propiedad, la expresión que designa un objeto físico abrevia una com plicada descripción en que sólo se hace referencia a sensaciones. Para el pro yectivista, los términos que designan particulares objetivos no pueden reducirse de este modo a constituyentes de vivencias, pero sí designan entidades “pro-
yectadas” a partir, en último extremo, de constituyentes de vivencias. ‘Todas las leyes causales se conocen a partir de la experiencia. Por consiguiente, no podemos conocer cuál es la causa de la experiencia. Si das una explicación científica de lo que sucede, por ejemplo, cuando ves, estás de nuevo descri biendo una experiencia. Todas las proposiciones sobre causación se conocen a partir de datos sensibles. Por consiguiente, ninguna proposición puede tratar de la causa de los datos sensibles” (Lee, 81). No intentaré caracterizar aquí ulteriormente el proyectivismo de los escritos intermedios; será suficiente con que examinemos en XI el de las Investi gaciones. Lo importante es constatar que si los textos citados son compatibles con una concepción proyectivista, no fenomenalista, es sólo porque Wittgenstein había abandonado el proyecto del análisis y el reductivismo consiguiente. En el marco del Tractatus , afirmaciones como las citadas en favor de los idealistas sólo son compatibles con el fenomenalismo; y, en vista de la continuidad en sus ideas al respecto, no hay razón alguna para pensar que Wittgenstein no las hubiera suscrito en el período del Tractatus.
5. La refutación del representacionalismo En el Tractatus , Wittgenstein no parece siquiera contemplar la opción representacionalista. Sólo considera dos alternativas, la defendida en la obra y el extemismo. La segunda opción la rechaza con los argumentos prointernistas del representacionalismo; así se observa en las paráfrasis de los textos de las Investigaciones citados en § 3, y en estos textos: “Si el mundo careciera de sustancia, entonces el que una proposición tuviese sentido dependería de que otra fuese verdadera” (2.0211). “Seria en ese caso imposible esbozar una figura del mundo (verdadera o falsa)” (2.0212). Un fragmento de las notas dictadas en 1914 por Wittgenstein a Moore en Noruega contiene una idea, similar a la expresada en 2.0211, pero incluye un significativo detalle adicional, que destaco en cursiva: “La cuestión de si una proposición tiene sentido no puede depender nunca de la verdad de otra proposición sobre un constituyente de la primera .” La ilazón argumentativa aquí bosquejada se puede trazar con mayor claridad ordenando las proposiciones de otro modo, y sustituyendo los sub juntivos retóricos (aquellos que presuponen que lo que se enuncia no es el caso) por indicativos: “Podemos representamos proposiciones que tienen un sentido determinado. Esto sólo tiene dos explicaciones posibles: que el mundo tenga una sustancia, o que la posesión de un sentido determinado por las pro posiciones requiera la existencia de entidades de las que no podemos estar ciertos. Pero el sentido de una proposición lo entendemos a priori , y, por tanto, sin adoptar al hacerlo ningún supuesto que podríamos vemos obligados a corregir (viéndonos con ello obligados a corregir también la creencia de que habíamos entendido la proposición). Por lo tanto, el mundo tiene una sustancia.” Adoptando el tipo de concepción extemista que aún no hemos comenzado a defender, podríamos decir que ‘Venus es un planeta5 tendría un sentido
bien determinado (ser definidamente verdadero o falso), bajo el supuesto de que fuesen verdaderas las proposiciones ‘Venus existe' y ‘existe una propiedad tal como la de ser un planeta’. Pero estas proposiciones expresan supuestos sustantivos, cuya falsedad podemos contemplar; sin embargo, ‘Venus es un planeta’ tiene significado, y lo tendría incluso admitiendo que esos supuestos fuesen incorrectos. Así que debemos explicar su sentido, sin adoptar tales supuestos; “no debemos serrar la rama sobre la que estamos sentados”. Ésta es una versión del argumento habitual en favor del intemismo. Lo sorprendente es que Wittgenstein no contemple siquiera la alternativa representacionalista. Como pudimos comprobar en la presentación previa de las dos versiones del representacionalismo examinadas en esta obra, la de Locke y la de Frege (cf. IV, § 2, y VII, §§ 13), el representacionalismo se caracteriza por la idea de que las referencias son sólo componentes no esenciales del significado, causalmente relacionadas con los componentes esenciales. El representacionalismo es una concepción internista: las referencias (aquello de lo que depende la verdad o falsedad de nuestros juicios y enunciados, y constituye por tanto la condición para su verdad) son enteramente especificables sin presuponer su existencia, en términos de entidades no objetivas. Las referencias existen sólo de manera inmanente en los actos que las representan; por eso podemos describir coherentemente incluso las posibilidades más extravagantes contempladas por los escépticos. Por otra parte, esas referencias existen objetivamente, bien para verificar io imaginado por los escépticos o, como es más probable, para refutarlo. Y que existen objetivamente significa que están en relaciones nómicas con las entidades “internas” a través de las cuales nos las representamos. Es así que el representacionalismo, pese a su intemismo, es una forma de realismo. El fenomenalismo se justifica generalmente sobre la base de que es inconsistente la combinación del intemismo para las “significaciones primarias” o sentidos con la tesis de que la relación entre ellas y las “significaciones secundarias” o referencias constitutivas de las condiciones de verdad es nómica. Los escritos de Wittgenstein contienen una versión muy clara y convincente de este argumento. La idea aparecía brevemente en un texto citado en la sección anterior: “Todas las leyes causales se conocen a partir de la experiencia. Por consiguiente, no podemos conocer cuál es la causa de la experiencia.” Pero podemos ofrecer una reconstrucción más detallada de las ideas de Wittgenstein a este respecto. Cuando menos, el argumento que vamos a reconstruir hace patente algo que hasta aquí no ha podido aflorar; a saber, que el característico recurso representacionalista a la causalidad —que da a esta doctrina un carácter realista y le permite así mantener un cierto acuerdo con nuestras intuiciones— no está falto de dificultades, en el marco internista en que se apela a él. En uno de los pasajes de las Investigaciones en que se discuten críticamente las ideas del Tractatus, Wittgenstein pone en boca de su “yo” anterior las siguientes consideraciones: “«El pensamiento tiene que ser algo singular.» Cuando decimos, cuando significamos, que las cosas son así y asá, lo que significamos no se queda a medio camino entre el enunciado y el hecho; sino que
significamos que esto y aquello - e s - así y asá!' (§ 95) (Que esto es una alusión al Tractatus , a cuyo autor se atribuye la reflexión, resulta claro comparando el texto con la descripción de la “forma general de la proposición” en 4.5: “las cosas son así y asá”. En el Tractatus, esto no es más que un modo característicamente enigmático de decir que los enunciados significan hechos contingentessisedanyposiblessinosedan.) La misteriosa observación que se hace en el texto remeda el modo en que el Tractatus se enfrenta al problema de la intencionalidad. Será útil considerar también otro texto posterior de las Investigaciones. En el curso de.las secciones que contienen el argumento central de las Investigaciones hay una discusión (§§ 193 y 194) del curso de pensamientos que por una parte lleva a una concepción del significado como la del Tracta tus y que por la otra explica las dificultades que encontramos para aceptar la concepción “correcta” que se defiende en las Investigaciones. La discusión se desarrolla con ayuda de una analogía (la analogía de una máquina, concebida como “símbolo” de sus posibles movimientos). En lugar de citar textualmente el pasaje que me interesa comentar y explicar después el sentido de la analogía de Wittgenstein, voy a “incluir” la explicación en la “cita”, parafraseando el texto con arreglo a lo que yo creo es su sentido en lugar de copiarlo. Tomarme esta libertad hará más ágil la exposición. Será útil también que supongamos que el “enunciado” de que se trata en el texto es una figura que ya conocemos, por ejemplo la muestra de color que le damos al pintor para indicarle cómo queremos que quede la habitación. Parafrasearé el texto también de acuerdo con este segundo supuesto. Es decir, allá donde en la citaparáfrasis a continuación se trata de la figura para el pintor, en el texto original Wittgenstein habla en realidad de la “máquinasímbolo”; y allá donde en la cita a continuación se trata de características de esa figura y de la jugada figurada, en el texto original Wittgenstein habla de características de la “máquinasímbolo” y del funcionamiento de la máquina por ella figurado. Las modificaciones, por supuesto, no afectan a la sustancia del texto, sino que, antes bien, tratan de hacerla manifiesta: ¿Cuándo se piensa, pues: el enunciado tiene ya en sí de un modo misterioso el hecho posible que representa?—Bien, cuando se filosofa. ¿Y qué nos induce a pensar tal cosa? El modo en que hablamos de los enunciados. Decimos, por ejemplo, que el enunciado tiene (posee) este significado... —¿Qué es ese hecho posible? No es el hecho real; pero no parece ser tampoco la mera condición física de que se dé la situación representada —por ejemplo, que haya pintura en el almacén, que el pintor no se rompa una pierna, que la pintura presente el color apropiado ál ser aplicada a la pared, etc. Pues éstas son ciertamente condiciones empíricas de que se dé ia situación representada, pero ía cosa podría desde luego imaginarse de otro modo. [Es decir, la relación entre estas circunstancias y el hecho real es empírica, contingente. Son condiciones sólo fác ticamente necesarias para que se dé el hecho representado; de modo que cabe al menos concebir que se dé el hecho representado sin ellas, o viceversa. Mientras que la relación entre la figura y el hecho representado no tiene esta natu.
raleza; el hecho representado es, a priori , el hecho que la figura debería contribuir a realizar, M. G.~C.] La situación representada debe ser más bien como una sombra de la situación real misma. Pero ¿conoces una sombra tal? Y por sombra no entiendo aquí algo como una figura de la situación real, —pues una tal figura no tendría por qué ser la figura de esta situación real precisamente. Más bien, la situación posible representada tiene que ser justamente la posibilidad de esta situación real (Investigaciones filosóficas, § 194).11 A partir de la pregunta “¿Qué es una situación posibleT, y dejando a un lado el comentario irónico “Pero ¿conoces una sombra tal?”, Wittgenstein está aquí parafraseando el razonamiento de su “yo” anterior.12 Ambos textos, el citado más arriba (§ 95) y éste, reproducen las consideraciones del autor del Tractatus. No debe extraviamos el que Wittgenstein rechace en el texto que la situación posible que el enunciado representa sea una “figura” de la situación real. Eso es también parte de la paráfrasis que hace del razonamiento de su “yo” anterior, porque no está rechazando con ello la posición del Tractatus . Lo que está rechazando aquí Wittgenstein, reproduciendo el punto de vista del Tractatus,*zs la solución representacionalista al problema de la intencionalidad. Como el tono sarcástico indica, Wittgenstein remeda el razonamiento del autor del Tractatus con el fin de revelar después sus puntos flacos. Pero ese aspecto no nos incumbe ahora. Estamos interesados en comprender con precisión cómo veía el Wittgenstein del Tractatus el problema de la intencionalidad, y qué lo separa del representacionalismo. Éste es el razonamiento aquí remedado. El sentido de la figura para el pintor es un hecho meramente posible, porque el sentido es independiente de los hechos; se entiende la figura tanto si es verdadera como si es falsa. El pintor entiende la figura, tanto si la habitación acaba siendo como se describe en ella como si no. Para explicar tal cosa, el realismo por representación postularía aigo intermedio, constituido por episodios subjetivos, que estaría presente tanto si la representación es correcta como si no lo es, y sería entonces adecuado para constituir su significado. (Esto sería el sentido fregeano de la figura, o la significación primaria lockeana.) Luego, para determinar la verdad o falsedad de la figura, el realismo por representación postula algo distinto, un acaecimiento objetivo, nómicamente relacionado con el sentido intermedio; un acaecimiento, quizás, que los episodios subjetivos contribuyen a causar. Lo que Wittgenstein indica en los textos que comento es que tal propuesta sería incorrecta: justamente en eso consistiría “quedarse con nuestro significado a medio camino entre el enunciado y el hecho” (§ 95) o contentarse “con una figura de la situación real”. ¿Qué hay de malo en ello? Esto es lo que Wittgenstein sugiere en estos textos: que, aunque es cierto que la figura podría ser falsa y tendría sin embar 11. En la traducción castella na se omit e traducir la frase corresp ondie nte a la últim a en mi paráfrasis, “Más bien, la situaci ón posible Adem ás, la frase anterior a ésa, que es la más importante en el texto, se traduce de un modo que se presta a confusión. 12. Ese razonamiento aparece casi explícitame nte en Lee. pp. 9 y 30. Este texto del período intermedio se aparta en algunos aspectos de las ideas del Tractatus, pero no en éste.
go el mismo sentido, si es verdadera es justamente la situación representada) y no nada “intermedio”, lo que la hace verdadera y, por tanto > lo que ocurre en la realidad. Un realista por representación hace depender la verdad o falsedad de un enunciado de que haya o no ciertas propiedades objetivas que causen las vivencias involucradas (o sean causadas por ellas, si el enunciado funciona como una propuesta o una orden más que como una aseveración). El pro blema con esto está en que, según este análisis, no es necesario para entender el enunciado que uno sepa en qué circunstancias sería verdadero. Un análisis como el que hemos bosquejado “considera que la relación entre la proposición y el hecho es una relación externa; esto no es correcto. Es una relación interna” (Lee, p. 9). En el párrafo que sigue en § 194 al citado más arriba, y en un contexto en que Wittgenstein está claramente exponiendo por qué esa “sombra” misteriosamente ligada al hecho real que es el hecho representado no puede ser una mera “figura” del hecho real, Wittgenstein dice lo que, continuando con mi paráfrasis del ejemplo de la máquina que él utiliza, corresponde a esto: “... nunca discutimos si el hecho real que corresponde a este hecho representado es este o más bien aquel: «así que el hecho representado está con el hecho real en una relación singular; más estrecha que la de la figura con su objeto»; pues puede dudarse que ésta sea la figura de este o más bien de aquel hecho real”. La tesis que Wittgenstein está oponiendo aquí a la representacionalista es la de que la relación entre el contenido del enunciado y el hecho real que lo haría verdadero es interna. Es imposible que alguien comprenda un enunciado, y no sepa sin embargo qué condiciones deben darse para que sea verdadero. En la concepción representacionalista, sin embargo, la relación entre el hecho representado —el objeto intencional de un estado mental, indirectamente el de un enunciado— y el hecho real que le corresponde (esto es, el hecho real que lo causa, o el que el estado interno contribuye a causar) su puesto que el estado mental sea verdadero es externa. Se dice que una relación es interna cuando se da necesariamente entre sus términos; se dice que es externa cuando ello no es así. La relación ser mayor que, entre dos números, es interna; ser más alto que, entre dos personas, es externa. Según Wittgenstein, si el enunciado o es verdadero, entonces, necesariamente, s es el hecho que lo hace verdadero si y solamente si el contenido de a se identifica con la aseveración de que s es el caso. Pero esto no es así en la concepción inspirada en Locke. El contenido de mi presunta percepción de que la esfera ante mí es roja (digamos c) está íntegramente caracterizado en términos de mis vivencias. Lo que hace que sea una percepción, por otra parte, es su dependencia causal respecto de una situación real independiente, digamos s: que hay un objeto en tal y cual posición espacial, con tales y cuales propiedades físicas, que absorbe los rayos de luz incidente de tales y cuales longitudes de onda en tales y cuales proporciones, etc. Pero la relación entre s y c es, según este análisis, externa, contingente: es una relación causal, a determinar empíricamente; por tanto, el presunto percipiente puede no saber en qué consiste, ni en qué casos se da. Es más: es compatible con la existen-
cia de presuntas percepciones que no se dé en realidad una relación así. Como indicamos en V, § 4, en el marco internista, el representacionalismo tiene que ser un realismo fingido sobre las relaciones nómicas y sobre los objetos teóricos definidos mediante ellas. Y, para el representacionalista, entre los objetos “teóricos” están los objetos usuales del mundo externo, Venus, el ordenador en que escribo esto, etc. Alguien que propone un análisis como el de Locke saca, según el Wittgenstein del Tractatus,Conclusiones erróneas de la posibilidad —inherente a toda forma de representación— de representarse lo que no es el caso, y nos deja “con nuestros significados a medio camino del hecho”, haciéndonos echar mano de un espúreo elemento causal para dar cuenta de lo que ocurre cuando la representación es correcta. Las razones por las que ese elemento es espúreo son las razones por las que lo representado no puede identificarse con “las condiciones empíricas de que se dé la situación real” que Wittgenstein menciona en el texto de § 194 citado antes, a saber, que “la cosa podría desde luego imaginarse de otro modo”. En el análisis lockeano, la verdad de la proposición depende de que se dé una relación externa, a determinar a posteriori, entre la “sombra” intermedia y la realidad. Esta relación se supone externa a consecuencia del intemismo que motiva el representacionalismo. Mi comprensión de ‘hay una esfera roja ante m f no requiere que conozca la situación que hace de hecho verdadero a este enunciado, ni qué relación existe entre una y otro. Mi comprensión sería la misma, incluso si aquello que lo hiciera verdadero fuese distinto, y la relación otra. Esto parece erróneo, como Wittgenstein indica. En este análisis “uno necesita un tertium quid entre [la proposición] y el hecho que la hace verdadera; así, si [se asevera x] y x se da, alguna cosa adicional es necesaria, algo que sucede en mi cabeza, para conectar la proposición aseverada y su realización. Pero, ¿cómo sé yo que se trata del algo apropiado?” .13 En el análisis representacionalista, uno puede entender una proposición sin saber en qué condiciones sería verdadera, como puede estar en un estado perceptual sin saber qué habría de ocurrir para que el estado fuese en realidad una percepción. Me digo: “hay una esfera roja ante m f’. Lo que digo podría ser falso; podría no haber ninguna esfera roja ante mí, por más seguro que crea estar de ello. No sólo eso, sino que podría no haber nada esférico, ni rojo, en el mundo real; el mundo real podría ser radicalmente diferente a como lo concibo. Para dar cuenta de estos supuestos hechos, el representacionalismo postula un sentido o significación primaria, constituido por entidades internas, que conozco con certidumbre; y una referencia o significación secundaria, sólo nómicamente relacionada con la anterior, que por tanto, qua sujeto que entiende el lenguaje, puedo muy bien desconocer. El realista por representación, por tanto, ha de ser un realista fingido; ha
13. Lee. 9. Wittgenstein consid era en el texto una conjetura sobre el futuro, o expectativ a, en tugar de una aseveración; he cambiado ‘expectativa' por ‘proposición’ para mantener la consistencia con la discusión precedente.
de aceptar que aquello que constituye la condición de cuyo darse o no depende que lo que digo sea verdadero o falso sea una pieza suelta en el engranaje de nuestras prácticas cognoscitivas. Es el carácter de pieza ajena al engranaje lo que Wittgenstein critica. La crítica la podríamos sintetizar recurriendo a una idea que Tarski hizo célebre a partir de su famoso texto.de 1934, “El concepto de verdad en los lenguajes formalizados”; se trata de una idea que, en lo fundamental, también suscribe el Tractatus. Sea L mi idiolecto en este momento, el entero lenguaje que yo entiendo. Imaginemos una lis** rnnrip.np rnrinc las ejemplificaciones posibles del siguiente esquema: (V)
S es V en L si y solamente si p,
donde en lugar de ‘S’ colocamos el nombre de un enunciado significativo cualquiera de L (por ejemplo, su cita), y en lugar de ‘p’ ponemos ese mismo enunciado (no mencionado, sino usado): ‘“la nieve es blanca’ es verdadero en L si y solamente si la nieve es blanca” y “‘la nieve es negra’ es verdadero en L si y solamente si la nieve es negra” son miembros de la lista. Con ciertas salvedades en las que no viene al caso entrar —pues son irrelevantes para nuestros propósitos presentes—, la lista enuncia, de un modo razonable, las condiciones en que el predicado ‘V ’ se aplica a cada enunciado del lenguaje, L.14 Como la nieve es, de hecho, blanca, el predicado ‘V’ se aplica al enunciado ‘la nieve es blanca’; como la nieve no es, de hecho, negra, ‘V’ no se aplica a ‘la nieve es negra’. ¿Qué propiedad expresa el predicado así definido, ‘V’? La res puesta parece inmediata: la propiedad de ser un enunciado verdadero. Si leemos ‘verdadero’ donde antes hemos escrito ‘V \ los enunciados que ejemplifican (V) parecen casos patentemente triviales de verdades analíticas.. Ahora bien, no tendrían por qué resultar triviales, si aquello secundariamente significado por lo que sustituye a ‘p \ de cuyo darse o no depende la verdad del enunciado nombrado por lo que sustituye a ‘S \ fuese algo accidentalmente relacionado con lo que entendemos al comprender el enunciado. Si las ejemplificaciones de (V) parecen trivialmente verdaderas es porque eso que conocemos cuando entendemos un enunciado constituye también 1a condición que ha de cumplirse para que el enunciado sea verdadero (en lugar de ser una “sombra” de la auténtica condición). Las condiciones de verdad de los enunciados no pueden estar accidentalmente relacionadas con los enunciados, como el representacionalismo implica, cuando ‘verdad’ es un concepto casi redundante.15
14. Lina salvedad crucial, necesaria para hacer creíble que aquí tenemos una explica ción de la verdad, es mos trar cómo evitar las paradojas semánticas. Pues, sin salvedad alguna, es manifiesto que el criterio propuesto es incon sistente. (La aplicación del esquema (V) al enunciado ( l ) , '() ) es falso', produce una contradicción en el supuesto de que el predicado definido sea ‘ser verdadero’.) Tarski mostró cómo solucionar este problema, haciendo así pr im a fac ía plausible una concepción de la verdad que dé una importancia fundamental al esquema (V). CC su “The Concept of Tnith in Formalized Languages”. 15. El Tractatus identifica a todas las oraciones con enunciados, e identifica la fuerza asenórica con la pre dicación de la verdad; es por eso que se dice que un signo para indicar la fuerza asenórica sería redundante (4.442): 'p‘ es verdadera = p.
La lección de este argumento es que aquello que constituye la condición para la verdad de un enunciado no puede estar relacionado con el enunciado de una manera meramente nómica. Cualquier cosa que merezca considerar como las condiciones de verdad de un enunciado debe necesariamente ser algo conocido por sus usuarios competentes. En el marco epistemológico esencialmente cartesiano en que se desenvuelve la reflexión del Tractatus, la consecuencia de esto es el fenomenalismo. Queda por ver si es posible aceptar la lección sin concluir tal cosa. Para ello necesitamos abrimos a una concepción epistemológica menos intuitivamente plausible que el cartesianismo, pero más razonable.
6. El solipsismo del Tractatus Finalmente, la interpretación fenomenalista nos permite comprender los notoriamente difíciles pasajes sobre el solipsismo. Para elucidarlos, hemos de comenzar explicando cómo se determinan, según el Tractatus , las “correlaciones” (2.1513) que establecen las relaciones de subrogación entre las unidades léxicas susceptibles de aparecer en proposiciones elementales y sus referentes: el “modelo” (IX, § 6) o conjunto de relaciones semánticas osten sivas que, junto con las relaciones semánticas icónicas , determina la interpretación correcta de un cierto lenguaje. El lenguaje así interpretado es el idiolecto de una persona en un momento dado; pues, como mostró la discusión sobre la diferencia entre la lógica y su aplicación en IX, § 6, Wittgenstein pensaba que el conjunto de referentes necesarios para interpretar completamente un lenguaje podía variar con la “experiencia”; es decir, puede variar de individuo a individuo, e incluso, considerando sólo una persona, de momento a momento. Wittgenstein utiliza para referirse a tales correlaciones una metáfora que sugiere la ostensión; son “tientas”, “tentáculos” o “antenas” (‘Fühler’): “son, por así decirlo, las tientas de los elementos de la figura, a través de las cuales la figura establece contacto con la realidad” (2.1515). La intención de la metáfora de Wittgenstein es en todo análoga a la de la invocada por Russell al decir que los significados de los “nombres genuinos” los conocemos por “contacto”; a saber, que la relación del usuario del nombre con su referente es directa, inmediata. Lo que el Tractatus dice sobre las elucidaciones ciertamente requiere interpretación: “Los significados de los signos simples (las palabras) nos deben ser explicados, para que podamos entenderlos. Con las pro posiciones nos entendemos por nosotros mismos” (4.026). ¿Cómo se nos explica el significado de los términos? “Los significados de los signos sim ples pueden ser explicados por medio de elucidaciones. Las elucidaciones son proposiciones que contienen a los signos primitivos. Por consiguiente, sólo pueden ser entendidas cuando ya se conocen los significados de esos signos” (3.263). Escritos posteriores permiten clarificar estos enigmáticos oráculos. Las
“elucidaciones” son proposiciones de la forma ‘esto es rojo’: aquellas que se usan en lo que se denomina usualmente definiciones ostensivas. Estas pro posiciones no son verdaderas “definiciones” — como lo son los enunciados que estipulan la “compresión” de un complejo en un signo simple—, sino enunciados genuinos, que presuponen la relación entre una expresión y una entidad extralingüística. Wittgenstein no puede contemplar genuinas definiciones de la forma “‘rojo’ significa esto”, pues tales enunciados carecen de la doble polaridad característica de las figuras, sin ser ni tautologías ni contradicciones. A diferencia de lo que ocurre con las verdaderas definiciones (meramente estipulativas), quien profiere elucidaciones no tiene garantía alguna de que vayan a ser entendidas; para ello, su audiencia debería, por así decirlo, “adivinar” a qué entidad extralingíiística se refiere con el término que se está “definiendo”. Todo lo que un hablante puede hacer, en lo que res pecta a los nombres, es usarlos, mostrando al hacerlo cómo los usa; que su audiencia colija o no cuál es su referencia es algo que queda indeterminado. Todo esto es compatible con que el referente conectado con el nombre en la elucidación sea un objeto real, público; pero sugiere que no es así, sino que se trata de una entidad mental. Es por eso que la elucidación sólo puede ser entendida por quien ya conoce el referente conectado mediante ella con un nombre. , Así lo confirma el cariz de la crítica a la concepción tractariana de la ostensión desde los escritos del período intermedio. En las conversaciones con Waismann leemos: “En el Tractatus yo estaba confundido en cuanto al análisis lógico y en cuanto a la definición ostensiva. Pensaba entonces que existía una ligazón entre el lenguaje y la realidad” (Waismann, 209210). Moore le atribuye estas palabras: “El significado de una palabra ya no es para nosotros un objeto que le corresponde” (Moore, 261). Los escritos del período intermedio se refieren frecuentemente a este presunto error del Tractatus sobre las definiciones ostensivas, caracterizándolo así: consiste en tomar a la entidad señalada en la definición ostensiva de un signo lingüístico con el significado de ese signo; mientras que, según defiende Wittgenstein a partir de esos escritos, no es sino un signo más (aunque no sea un signo convencional, una pa la bra). Las definiciones ostensivas son enteramente análogas a las definiciones en que es introduce una palabra como abreviación de otras. No conectan signos con las entidades extralingüísticas de las que depende la verdad o falsedad de lo que se dice con los signos, sino que meramente conectan signos con otros signos (incluso aunque sean signos de una naturaleza especial, “muestras mentales”). El argumento en favor de esta idea es uno de los elementos centrales de la segunda filosofía de Wittgenstein, y se desarrolla en XI; ofrecimos ya anticipos del mismo, justamente a propósito de la ostensión, en I, § 4 y en II, § 2. Lo relevante para nuestros fines presentes es que ese “objeto” que el Tractatus había concebido erróneamente como el significado de los: nombres, vinculado con ellos a través de definiciones ostensivas, cuando en realidad no es más que un “signo” más, es siempre una sensación, una “muestra mental”.
Veamos, finalmente, cómo la interpretación fenomenalista permite entender lo que, tomadas literalmente, aseveran diversas afirmaciones del Tractatus como éstas: “en la muerte, el mundo no cambia, sino que cesa” (6.431), “el mundo y la vida son uno” (5.621).16 (La “vida” , como un texto antes citado de las Bemerkungen antes citado revela, es aquí “el mundo como idea”: lo “vivido”, o, con mayor propiedad en este contexto, “aquello que puede ser vivido”.) Al mismo grupo pertenecen las proposiciones sobre el solipsismo (5.65.641). Una cosa es clara: Wittgenstein atribuye a lo que el solipsista quiere decir el mismo estatuto que asigna en 6.54 a las proposiciones por él mismo defendidas a lo largo del libro: “Lo que el solipsismo pretende decir es enteramente correcto; sólo que eso no se puede decir, sino que se muestra” (5.62). Lo que Wittgenstein censura en el solipsismo es la pretensión de decir lo qué (según su teoría del significado) no se puede decir, sino que se muestra. Concluir de esta crítica que Wittgenstein rechaza el solipsismo sería tan peregrino como peregrino sería concluir que el Tractatus rechaza la teoría figurativa del lenguaje; pues tampoco ella se puede decir. Así, pues, prima facie al menos, la tesis solipsista es una de esas proposiciones ni puramente fácticas ni lógicamente verdaderas que el Tractatus considera aceptables. Anteriormente presentamos el contraste entre la lógica y la aplicación diciendo que la segunda dependía de la “experiencia”. El propio Wittgenstein habla así en ocasiones. Pero eso no puede significar que sea un asunto contingente cuál sea el significado de los nombres de un lenguaje dado. Por supuesto, el significado de los enunciados de un lenguaje dado depende tanto de las reglas semánticas icónicas, como de las ostensivas. La cuestión de cuál sea el modelo para un idiolecto dado no es lógica, pero tampoco es “fáctica”;. pues el modelo contribuye esencialmente a determinar todo aquello sobre lo que se pue: den hacer enunciados o expresar pensamientos, verdaderos o falsos. Según Wittgenstein, es imposible, en un idiolecto dado, hacer enunciados o expresar pensamientos acerca de entidades a las que ningún nombre del lenguaje permite referir. “La lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites. No podemos, por consiguiente, decir en lógica: en el mundo hay esto y esto, aquello no” (5.61). Es aquí la lógica aplicada de lo que se está hablando. “La realidad empírica está delimitada por la totalidad de los objetos. El límite se muestra de nuevo en la totalidad de las proposiciones elementales” (5.5561). No es la lógica, sino su aplicación en cada caso particular, la que establece tal límite; pero eso no le quita al límite su carácter necesario. Es algo que se muestra , en el sentido que hemos explicado más arriba (§ 2); pues es una condición necesaria de todo lenguaje que esté construido a partir de sig
16. “¿Y ha de morir cont igo el m undo mago / donde guarda el recuerdo / los hálitos más puros de la vida, / la blanca sombra del amor primero. / la voz que fue a tu corazón, la mano / que tú quenas retener en sueños, / y todos los amores / que llegaron al alma, al hondo cielo? / ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles-de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento?" Para el fenomenalista, el mundo está fabricado a partir de los mismos materiales que el "mundo mago" de Machado; no es de extrañar que corra igual suerte con la muerte.
nos que subrogan simples, aunque no es una cuestión lógica cuáles sean éstos? y la totalidad de las relaciones referenciales determina (junto con las reglas lógicosintácticas) todo lo que se puede expresar en ese lenguaje. La aplicación de la lógica delimita pues qué proposiciones son verdaderas, determinando qiié proposiciones son construibles. Esto es lo que especifica el modelo. No se puede decir, porque es necesariamente verdadero, aunque no sea lógicamente verdadero: no podría ser de otro modo; por esto “se muestra”. Ahora bien, según Wittgenstein, al delimitar a qué cosas me puedo referir, delimito también el mundo: “[l]os límites de mi lenguaje señalan los límites de mi mundo” (5.6). Y esta es, precisamente, la justificación a la que apela para afirmar que “lo que el solipsismo pretende decir es enteramente correcto”: “Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje (del único lenguaje que yo entiendo) señalan los límites de mi mundo” (5.62). A mi juicio, esto sólo puede entenderse en el supuesto fenomenalista de que el “mundo” así delimitado está fabricado a partir de sensaciones, de constituyentes de vivencias. No se me ocurre si no cómo cuáles sean los objetos para los que uno dispone en su idiolecto de unidades léxicas que los subrogan pueda “limitar” el mundo del que depende la verdad o falsedad de lo que decimos. El contexto del fragmento que cito a continuación hace explícito que “el mundo” es en él “el mundo como idea”, “la vida”: “Una vez y otra se hace el intento de usar el lenguaje para limitar el mundo y ponerlo de relieve —pero no puede hacerse. La evidencia del mundo se expresa a sí misma en el hecho de que el lenguaje sólo puede referir a él, y así lo hace. Porque, dado que sólo a partir de su significado, del mundo, deriva el lenguaje el modo en que significa, no es concebible ningún lenguaje que no represente este mundo.” (PB, 80) En resumidas cuentas: el conjunto de objetos fenoménicos con que estoy familiarizado, y que pueden ser referentes para las unidades léxicas de mi lenguaje en un momento dado, delimita el mundo: aquello de lo que depende la verdad o falsedad de mis juicios, deseos, etc. Tratar de decir esto sugeriría que ello podría ser de otro modo; por eso no puede decirse. Pero es así. Es bien cierto que Wittgenstein también dice: “el solipsismo, llevado a sus últimas consecuencias, coincide con el realismo” (5.64). Pero esto no contradice lo anterior sino que, como vamos a ver, lo reafirma. Las vivencias, como dijimos al introducirlas, son necesariamente de un sujeto, y de un único sujeto: las vivencias son privadas y transparentes. Según el Tractatus , todos los términos no lógicos del “cálculo fenomenológico” en el que cabe expresar todo lo expresable en el único lenguaje que yo entiendo significan vivencias mías; y es un hecho necesario que tales significados son vivencias mías. “Cuando me apeno por alguien con dolor de muelas, me pongo en su lugar. Pero me pongo a m í mismo en su lugar” (PB, § 63). Esto es, son mis propias vivencias las que están siempre, necesariamente, en juego. No hay nombres de mi lenguaje que refieran a cosas que no sean constituyentes de vivencias potenciales, pero tampoco los hay que refieran a las vivencias de otros. “Si digo ‘A tiene dolor de muelas’, uso la imagen de sentir dolor del mismo modo en que uso, pongamos por caso, la imagen del flujo cuando hablo del flujo de la corriente
eléctrica. Las dos hipótesis, que los demás tienen dolor de muelas, y que se comportan como yo pero no tienen dolor de muelas, tienen posiblemente el mismo sentido” (PB, § 64). Consiguientemente, no digo nada susceptible de verdad o falsedad (nada que pudiera ser de otro modo) cuando digo que los nombres de mi lenguaje significan vivencias mías. “En el sentido de la expresión ‘datos sensibles’ en el que sería inconcebible que algún otro los tuviera, no se puede decir, por esa misma razón, que algún otro no los tiene. Por ello mismo carece de sentido decir que yo , en contraste con algún otro, los tengo ” (PB, § 61). Como no puede ser de otro modo que todos los objetos de que hablo son mis vivencias, tampoco puede ser expresable mediante una proposición genui na. Por otra parte, no es algo lógicamente verdadero. Wittgenstein elucida esto diciendo que el término ‘yo’ (o ‘mi’) no funciona aqilí como, por ejemplo, cuando decimos: ‘yo calzo el 42’, o ‘yo peso 75 kilos’. Estas oraciones permiten enunciar, ciertamente, proposiciones genuinas; en ellas, ‘yo’ refiere a un objeto del mundo físico, del mismo modo que lo hacen ‘la Luna’ y ‘Julio César’ (o ‘A’ en ‘A tiene dolor de muelas’). En cambio, cuando pretendemos expresar el solipsismo diciendo que el mundo es mi mundo, el término ‘mi’ no refiere a un objeto. “Dijo que «del mismo modo que ningún ojo (físico) está involucrado en ver, ningún ego está involucrado en pensar o en tener dolor de muelas»; y citó, con aparente aprobación, el dicho de Lichtenberg «en vez de ‘yo pienso’ habríamos de decir ‘se piensa’» (donde ‘se’ se usa, dijo, como ‘Es’ se usa en ‘Es blitzet’); y creo que diciendo esto quería expresar algo similar a lo que dijo acerca del «ojo del campo visual» cuando dijo que no es algo que esté en el campo visual” (Moore, 309). (Cf. el pasaje de ID, § 2, donde explicamos por qué no hay que confundir estados de consciencia como los notares con estados de awtoconsciencia.) El “yo” que es sujeto de mis vivencias no es algo que podamos contrastar con ningún otro objeto, porque, necesariamente, todos los objetos son constituyentes de mis vivencias: entre ellos no encuentro a ese sujeto para referirme a él —y distinguir, pongamos por caso, algunas vivencias que son suyas de otras que son de otro— , como no encuentro al ojo que ve en el campo visual. (Cf. 5.631.) Representacionalistas cómo Locke intentan explicar la atribución de sensaciones a otros por analogía con las que conocemos por introspección en nuestro propio caso. El solipsismo encuentra esta idea profundamente incorrecta. El Wittgenstein del Tractatus hubiese suscrito plenamente esta crítica de las Investigaciones a esa concepción representacionalista de las “otras mentes”: “Es como si yo dijese: «Tú ciertamente sabes lo que quiere decir ‘son las cinco en punto aquí’; luego sabes también lo que quiere decir que son las cinco en punto en el Sol. Quiere decir que allí es la misma hora que aquí cuando aquí son las cinco en punto.»—La explicación mediante la identidad no funciona aquí. Pues yo sé, naturalmente, que se puede llamar «la misma hora» a las cinco aquí y las cinco allí; pero lo que no sé es en qué casos se debe hablar de identidad de momentos de tiempo aquí y allí” ( Investigaciones, § 350). Si supiéramos que se puede decir que son “las cinco” aquí y “las cinco” allí,
entonces entenderíamos que es la misma hora aquí y allí; pero lo que está éri. cuestión es esa precondición. Si supiéramos en qué condiciones se pueden aplicar expresiones para las mismas ideas a nosotros y a los demás, entenderíamos también qué es para los otros “tener las mismas ideas” que yo; pero no debemos pensar, automáticamente, que porque entendemos ‘dolor de cabeza’ o ‘idea de rojo’ dicho de mí, podemos entender también la expresión cuando se aplica a otro. Pues puede haber un aspecto esencial al significado de ‘dolor de cabeza' que haga que ‘dolor de cabeza’ signifique algo completamente distinto cuando se aplica a otros, del mismo modo que, dado que la posición relativa del Sol al lugar al que aplicamos nuestras expresiones horarias es esencial al significado de esas expresiones, aplicarlas al Sol carece de significado. Podríamos ciertamente darle algún significado a esos términos cuando se dicen del Sol, pero sería uno distinto, y haría ociosa la explicación en términos de la identidad. Algo similar es, en realidad, lo que ocurre con los términos para las sensaciones privadas. Para el solipsista, que yo tengo dolor de cabeza o una idea de rojo no son hechos contingentes; es esencial al dolor de cabeza y a la idea de rojo que sean míos. El dolor de cabeza o la idea de rojo del solipsista no podrían ser de otro. Y no sólo este particular dolor de cabeza', uno de mis dolores de cabeza, en el sentido del solipsista, es el tipo de cosa que no podría ser de otro. Yo puedo* ciertamente, imaginarme tus muelas produciendo dolor; puedo imaginarme que cuando toco tus muelas duele, cuando masticas un dulce duele más, cuando las extraen deja de doler, etc.; pero el dolor en cuestión sería también “mi” dolor: lo que así imaginaría sería, propiamente, que me duelen tus muelas, en lugar de, como habitualmente, las mías. Una vez más: “Cuando me apeno por alguien con dolor de muelas, me pongo en su lugar. Pero me pongo a mí mismo en su lugar” (PB, § 63). Esto no significa que ‘a Julio César le duelen las muelas’ carezca de sentido; pero su sentido no tiene nada que ver con el que promete la explicación analógica de Locke, a saber, que Julio César tiene una idea como la mía. Su sentido tiene exclusivamente que ver con las sensaciones que “yo” puedo tener; es decir, con la conducta de Julio César que puedo percibir visualmente, con sus aullkios de dolor que puedo oír, etc. Para el fenomenalista, las atribuciones de estados internos a otros han de entenderse de un modo estrictamente conductual. ¿Qué significa, pues, ‘yo’ o ‘mi’ en las expresiones del solipsismo? Wittgenstein propone, como Hume antes que él, y como Russell (en la etapa del “monismo neutral”), que este sujeto del solipsismo se identifica, si con algo, con el conjunto de las vivencias: “Yo soy mi mundo (el microcosmos)” (5.63), hecho que “está conectado con que [...] todo lo que podemos describir podría ser de otro modo” (5.634). (Que las vivencias a que me refiero sean mías no podría ser de otro modo; que si “yo” soy algo, soy la totalidad de mis vivencias, es consecuencia de que ello no podría ser de otro modo.) Por supuesto, el mundo que es la totalidad de los hechos atómicos existentes y “mi” mundo (la “vida”, 5.621) no son la misma cosa. Pero están construidos, por así decirlo, a partir de los mismos materiales. “Mi” mundo son todas las vivencias que
tengo: las que noto, las que rememoro, las que anticipo, las que imagino, las que conjeturo, etc.; es el “mundo mago” de Machado. “El” mundo es la totalidad de los hechos que configuran la realidad, construidos igualmente a partir de constituyentes de vivencias, y dispuestos de acuerdo con las generalizaciones nómicas verdaderas: las vivencias que estoy cierto de que se dan (bien a través de la percepción o de la memoria), junto con hechos que guardan con éstas ciertas relaciones generales de carácter regular bien confirmadas que constituyen las leyes naturales. Es sólo en este sentido que “el solipsismo, llevado a sus últimas consecuencias, coincide con el realismo”. El solipsismo que Wittgenstein rechaza es el que pretende enunciarse. La verdad del solipsismo no puede decirse (según la teoría figurativa), sino que se muestra: es una condición necesaria para la representación. Pues es una condición necesaria para la representación que haya nombres que subrogan simples que son la sustancia del mundo; y tales cosas sólo pueden ser constituyentes de las vivencias de un sujeto en un momento dado. Todo lo que ese sujeto en ese momento puede representarse (incluido aquello que haría verdadera a una de las descripciones exhaustivas que pueden hacerse mediante proposiciones elementales, es decir, el mundo) está necesariamente construido a partir de esos objetos fenoménicos, necesariamente suyos. Por eso, ‘yo\ en las afirmaciones del solipsista, designa un parámetro vacuo. Las afirmaciones del solipsista presuponen (para excluirlo) que los objetos que constituyen el mundo podrían no ser suyos; mas, tanta razón tiene el solipsista, que esto es una imposibilidad (aunque no una contradicción lógica). “El yo del solipsismo se reduce a un punto inextenso, y queda la realidad por él coordinada” (5.64). La exposición muestra hasta qué punto es poco “realista” esta tesis. Sigue siendo el caso que todos los términos no lógicos del cálculo en el que se puede expresar todo lo que yo digo significan sensaciones mías, y que aquello que determina la verdad o falsedad de lo que digo está constituido por sensaciones mías. Esto no tiene nada que ver con el realismo, en el sentido usual del término. El verdadero realismo se caracteriza por suponer un mundo de entidades objetivas que son conceptualmente inde pendientes de nuestras vivencias, y las causan; un mundo que no cambia con los cambios en la experiencia fenoménica de un sujeto, y al que no se puede hacer “crecer o decrecer” adoptando una cierta actitud ética. 7. Sum ario y consejos p ara seguir leyendo La concepción del lenguaje del Tractatus, expuesta en el capítulo anterior, entraña tesis que cualquier lenguaje natural parece refutar. Entraña, en primer lugar, que no hay más proposiciones necesariamente verdaderas que las lógicamente verdaderas, en el sentido expuesto en el capítulo anterior. En segundo lugar, entraña que no puede haber proposiciones vagas, ni proposiciones con significado que incluyan términos sin referencia. Wittgenstein utiliza dos estrategias para afrontar estas objeciones. Admite, por un lado, que hay verda-
des necesarias no lógicas; pero éstas se muestran , no se pueden decir mediante proposiciones genuinas (§ 2). Por otro, insiste en que su tesis no se aplica a las proposiciones del lenguaje natural tal y como aparecen, sino a las resultantes de analizarlas apropiadamente, haciendo explícita su verdadera comple jida d semántica (§§ 13). La tesis del análisis implica una ontoíogía fenomenalista (§ 4) y solipsista (§ 6), cuya justificación hay que encontrarla en la aceptación de las consideraciones habituales en favor del intemismo, junto con el rechazo del representacionalismo (§ 5). Como lectura adicional a los pasajes pertinentes del Tractatus recomiendo el apéndice del libro de Kripke Wittgenstein on Rules and Prívate Language .
EL ARGUMENTO DE WITTGENSTEIN CONTRA LOS LENGUAJES PRIVADOS
En este capítulo vamos a examinar un célebre argumento elaborado por Wittgenstein en las Investigaciones filosó ficas , según el cual cualquier argumento en favor del solipsismo o el fenomenalismo que parta de supuestos internistas sobre el lenguaje será necesariamente incorrecto. No sólo es que Locke está equivocado al pretender que “las palabras, en su significación primaria, están por ideas en la mente de quien las usa”, esto es, por entidades epistémicamente privadas (y el Wittgenstein del Tractatus lo está igualmente aí insistir en que el lenguaje está construido a partir de nombres que significan “simples”, que según la interpretación propuesta en el capítulo anterior serían entidades inmediatamente presentes a la mente); es que, según el argumento contra los lenguajes privados, las palabras no pueden nunca significar entidades epistémicamente privadas: no puede haber un “lenguaje privado”, un código personal, digamos, que uno inventa con el propósito de anotar en un diario sus ideas, entendiendo por tales objetos internos de estados mentales a los que sólo el sujeto tiene propiamente acceso, a través de la introspección. El argumento es la consecuencia de una concepción del lenguaje radicalmente opuesta a la de Locke, Frege y^&\-Tractatus. Esa concepción del lenguaje se desarrolla en las secciones entrá 138 y.242\le las Investigaciones; su corolario, el “argumento contra el lenguajeprivado”, se desarrolla entre las secciones 243 y 315. ,Las páginas que siguen están dedicadas a exponer la nueva con cepclóñ'cierienguaje de Wittgenstein y su argumento contra la posibilidad de un lenguaje privado. Esa nueva concepción se epitoma en el bien conocido aforismo el significado es el uso ; su propósito es vincular indisolublemente la expresión de significados con la conducta.
1. Los supuestos mentalistas y los lenguajes privados Pese al riesgo de resultar un tanto repetitivo, será conveniente que comencemos recordando los elementos básicos de las convicciones mentalistas. Sin el detalle con que las hemos estudiado en capítulos precedentes, lo que sigue
no tendría un sustento teórico aceptable. Pero, por otra parte, los detalles pueden impedimos la visión general del problema, y esta visión general es necesaria para comprender la pertinencia de la crítica al mentalismo que seguirá. Sin la visión general, es fácil dar inadvertidamente por buenas ideas plausibles, pero incompatibles con las tesis filosóficas definitorias del mentalismo, y pensar en consecuencia que las críticas no se dirigen a ese mentalismo razonable que hemos así formado —inconsistentemente— en nuestras mentes, sino quizás a un hombre de paja construido ad hoc para hacer fácil la “refutación”. Evitarlo merece sobrellevar el riesgo de la redundancia. El mentalista presume un supuesto muy exigente sobre el conocimiento. No es verdadero conocimiento aquello que en la vida cotidiana consideramos tal; sólo cuenta como verdadero conocimiento aquel que puede ser justificado" sin dejar resquicio a la duda. S sabe que p cuando S se ha asegurado de que no es posible que estuviera en una situación en que, teniendo exactamente la misma justificación sobre la base de la cual cree que p , p sería sin embargo falsa. Hay también conocimiento que se “autojustifica” —es decir, que se justifica directamente , por el mero hecho de darse—; éste también debe satisfacer esta condición de certeza. Supongamos que, sobre la base de lo que creo percibir, juzgo que se da ante mí en este momento la situación que describiría en palabras así: (1)
un disco rojo de cerca de un cm. de diámetro se mueve rápidamente a unos dos palmos de mí, a la altura de mis ojos, de izquierda a derecha, convirtiéndose abruptamente a mitad del recorrido en un disco verde.
Tanto este enunciado como el juicio que expresa tienen como objeto intencional un acaecimiento “objetivo”: este es un dato de partida. Ahora bien, no cabe decir que conozco directamente tal acaecimiento “objetivo”, pues su “objetividad” consiste, mínimamente, en que quizás no se dé de hecho un acaecimiento como el que describo. Quizás esté padeciendo la ilusión conocida como fenómeno phi , y todo lo que ha ocurrido realmente es que se ha iluminado un disco rojo inmóvil, iluminándose después de 35 milisegundos, tam bién brevemente, un disco verde igualmente inmóvil situado a mi derecha, a 1,4° de distancia del primero respecto del centro de perspectiva. Por tanto, si éste fuese un caso de presunto conocimiento directo, incluso si se da realmente el acaecimiento descrito en (1) habría que concluir que no sé. Pues simplemente por el hecho de tener esa convicción basada en lo que creo percibir/no puedo excluir que ésta sea una situación en que mi juicio es incorrecto. Sin embargo, parece que este mismo caso nos ofrece un ejemplo del tipo de conocimiento que busca el cartesiano (lo que mostraría que su definición de conocimiento es razonable). Pues cabe decir que sí hay algo en la situación que conozco directamente (simplemente por el hecho de estar en ese estado de conocimiento): conozco cuál es mi propio estado mental. Sé que es un juicio, y sé cual es su contenido. Sé, igualmente, que (1) expresa un juicio con ese contenido. Para que esto sea así, para que realmente tenga conocimiento direc>
ío y cierto de cuál es mi estado mental, el contenido del juicio ha de ser caracterizable sin compromiso alguno con la existencia del acaecimiento objetivo, meramente presunto. Es más, por todo lo que yo sé directamente en este momento, la situación real podría ser incluso mucho más radicalmente diferente a como la juzgo. No es sólo que podría estar padeciendo una ilusión muy concreta, que se da por lo demás en un mundo real suficientemente similar a como, en otros respectos, me lo represento; es que quizás —por todo lo que sé directamente— yo sea un cerebro en una vasija en Alfa Centauri, o una mente inmaterial juguete del humor del Genio Maligno. Quizás el mundo “real” comenzó a existir hace un segundo, y cese en su existencia dentro de un segundo. Por tanto, el contenido proposicional de mi juicio, y del enunciado que lo expresa, debe poder ser caracterizable sin compromiso alguno con la existencia de nada objetivo; porque la intuición de partida me dice que sí hay algo que conozco directamente, a saber, que tengo estados mentales con ciertos contenidos, y que los podría expresar con ciertas oraciones con ciertos sentidos. Todo esto es inmune a las consideraciones escépticas. Estos párrafos describen los supuestos comunes a todos los partidarios del intemismo que hemos estudiado hasta aquí; representacionalistas, como Locke y Frege (en este último caso, con todas las puntualizaciones sobre la clasificación de Frege como un representacionalista que hicimos en VII, § 1), y feno menalistas como el Wittgenstein del Tractatus. Estos supuestos caracterizan los rasgos comunes del mentalismo sobre el significado (IV), que combina una concepción internista de la mente con la tesis de la prioridad del pensamiento sobre el lenguaje: Los supuestos mentalistas son dos: (i) El conocimiento es cierto, y el conocimiento cierto puede ser directo o demostrativo, (ii) Un sujeto de conocimiento tiene un conocimiento directo cierto de la naturaleza y el contenido de la totalidad de sus pensamientos —así como del sentido de las oraciones que los expresarían en su idiolecto— en un momento dado. A partir de aquí, representacionalistas y feriomenalistas difieren. Los representacionalistas mantienen la existencia de acaecimientos objetivos —en el sentido realista del término ‘objetivo’ expuesto en HI, § 2— que determinan la verdad o falsedad de lo que un enunciado como (1) dice. Además, mantienen que podemos conocerlos: son las referencias, o significaciones secundarias, de tales juicios y enunciados, y constituyen la condición (algo contingente, que puede darse o no darse) que ha de satisfacerse para su verdad. Los acaecimientos objetivos están nómicamente relacionados con aquello que se conoce directamente, por introspección del propio estado mental, y permite caracterizar sin compromiso con nada objetivo el contenido de los juicios y el sentido de los enunciados en que se expresan. Un sujeto cognoscente puede construir un argumento, basado en eso que conoce directamente (sus vivencias, y las relaciones entre ellas que conoce
directamente), del que se sigue la existencia de un mundo objetivo. El internista, tal y como lo estamos presentando en este resumen, ha abandonado ya otro de los supuestos epistemológicos cartesianos fundamentales, a saber, el fundacionalismo. Al menos, ha abandonado la concepción más natural del fun dacionalismo (la del Tractatus ), según la cual la base directamente conocida del conocimiento está constituida por proposiciones lógicamente independien tes entre sí. Para que el mentalismo sea siquiera prima facie aceptable, en la base tiene que haber ya un conocimiento ricamente estructurado. No se puede caracterizar inteligiblemente, bajo los supuestos del intemismo, nuestra representación del mundo, si no aceptamos que conocer una vivencia implica conocer muchas relaciones específicas y diversas que guarda con otras. (Dado que este conocimiento sigue siendo la “base” para cualquier otro, cabe aún considerar “fundacionalista” en una versión más depurada de la idea, al intemismo que ha advertido esto.) En el caso concreto de (1) se sigue del argumento la existencia de un acaecimiento objetivo, objetivamente constituido de cierto modo. Se supone, desde luego, que el argumento ofrece certeza, en el sentido anterior: esta justificación demostrativa es tal que, una vez que dispongo de ella, puedo ver que no es posible que alguien posea tal justificación, y que la situación real no. sea, objetivamente, como uno se la representa. Los detalles del argumento y de las características que cabe atribuir a la situación objetiva representada por (1) varían aquí de representacionalista a representacionalista. Descartes argumenta a partir de la presunta certeza que su conocimiento directo de sus propios pensamientos le facilita de la existencia de un Dios sin intenciones aviesas. Kant argumenta a partir de las necesidades de la moral. Locke, Helmholtz, Moore o Russell argumentan a partir de consideraciones inductivas. Las características que cabe atribuir al acaecimiento objetivo vanan con el argumento; en el caso de las propiedades secundarias, como sabemos, no cabe suponer, según los representacionalistas clásicos, que guarden mucha relación con las características de las vivencias causadas (V, § 2). Representacionalistas posteriores, como Kant o el Russell de ‘The Relation of SenseData to Physics” (1914), despertados de sus sueños por el examen humeano del concepto básico en que descansan —el de relación nómica — , concluyen algo similar para todas las propiedades; puedo saber que hay algo objetivo que causa mis estados internos, pero no sé nada de ello, sólo que es una “materia” o “algo”, una “cosa en sfV El argumento teológico de Descartes nunca pareció muy convincente a nadie; y posiciones como la de Russell, en el artículo indicado, o la de Kant son (en comparación con las de Descartes y Locke) sustancialmente fenome nalistas: son fenomenalistas en todo lo que concierne a nuestra atribución de una cierta estructura al mundo objetivo, y representacionalistas sólo en cuanto a su aceptación de la existencia independiente de algo informe, bruto. Resulta del supuesto epistemológico de partida que lo único que conocemos directar medite son nuestros propios estados mentales en un momento dado, sus contenidos puramente internos, y las relaciones internas entre ellos. Sabemos que las
sensaciones cromáticas se parecen más entre sí de lo que se parecen a las sensaciones auditivas, .sabemos poner en diferentes órdenes las sensaciones cromáticas, auditivas,: etc., conocemos la “geometría” de nuestras sensaciones espaciales y la cronometría de nuestras vivencias dinámicas, sabemos qué experimentamos en el presente y qué creemos haber experimentado en el pasado, tenemos expectativas sobre qué habríamos de experimentar dado que experimentamos contemporáneamente unas u otras sensaciones; y muy poco más. Y la investigación de Hume revela que todo esto es compatible con que no existan las relaciones nómicas objetivas específicas que postulan representa cionalistas como Descartes y Locke, ni, por tanto, las entidades teóricas postuladas junto con ellas. Tomemos como paradigma de fenomenalismo al solipsista refinado que, como el Wittgenstein del período intermedio, rechaza su anterior reductivismo eliminatorio sobre las relaciones nómicas y adopta un proyectivismo individualista. Para él, un acaecimiento “objetivo” es únicamente uno coherente con las generalizaciones “nómicas” —aquellas que mecanismos de inferencia a priori parecen llevamos a preferir a otras, dada la experiencia pasada, y se ponen de manifiesto en Jas expectativas que nos parece razonable formar sobre el futuro a partir del pasado— . Una vivencia que experimenté en un sueño no es objetiva en este sentido. (1) trata exclusivamente, como todo enunciado, de las entidades que conforman vivencias directamente cognoscibles. Representa un acaecimiento, objetivo si otros enunciados, igualmente sobre entidades cognoscibles directamente, son verdaderos. Por ejemplo, (1) representaría un acaecimiento “objetivo” caso de que fuese verdad que habría experimentado tales y cuales sensaciones visuales si hubiese situado un aparato para medir si se ha emitido o no luz en los puntos intermedios entre el comienzo y el final del movimiento aparente del disco, etc. El argumento en favor de este fenomenalismo es muy poderoso; concedimos anteriormente (X, § 5) su premisa central. El argumento presume la concepción mentalista, y muestra primero que, cuando menos, el mentalismo deja al representacionalista en la incómoda posición de ser un realista fingid o res pecto de las referencias o significaciones secundarias que constituyen las condiciones de verdad para (1); es decir, el representacionalista tiene que admitir —como admite cualquier persona razonable sobre los enunciados en el marco de la ficción— que tales entidades no pueden afectar al modo en que juzgamos la corrección o incorrección de nuestros juicios. Cuando decimos ‘Don Quijote nunca se hubiera casado, incluso si Dulcinea se lo hubiese propuesto5, hablamos como si los hechos relativos a un individuo real hubiesen de determinar la verdad o falsedad de lo que decimos; no es preciso dejar de hablar así, pero sí advertir que sólo los hechos relativos a una historia que alguien inventó podrían ser pertinentes para determinar si lo que decimos es aceptable o no. En el mejor de los casos, esa misma es la situación en lo que respecta al referente objetivo de (1). Pues sólo podemos establecer la aceptabilidad o ina ceptabilidad de (1) relativamente a lo que conocemos; pero los argumentos huméanos muestran que no podemos asegurar que ese mundo nómicamente
relacionado con lo que conocemos directamente sea la fábrica de nuestra naturaleza cognoscitiva, proyectada después por ella. Así, la existencia o inexistencia del mundo objetivo conjeturado por el representacionalista ha de ser indiferente para la determinación de laaceptabilidad o no aceptabilidad de juicios como (1). Hay, pues, dos sentidos de ‘verdadero’: uno puramente interno, “constata ble como verdadero, dado lo que podemos saber”, y otro externo , “objetivamente verdadero, con independencia de lo que podemos saber”. Los acaecimientos objetivos del representacionalista constituyen las condiciones de verdad de lo que juzgamos y decimos sólo en el segundo sentido. Ahora bien, dados sus supuestos mentalistas, también el representacionalista debe admitiií el primero. La premisa central del argumento fenomenalista (X, § 5) intervie1 ne ahora: sólo el sentido interno de ‘verdad’ es aceptable, cuando hablamos de las condiciones para la verdad de nuestros juicios y enunciados. Pues sólo un concepto deflacionario de verdad parece razonable: uno distinguido únicamente por generar la lista de todos los especímenes aceptables (es decir, no paradójicos) del esquema (V). Se sigue de esto que las condiciones de verdad de enunciados y juicios son conocidas por los hablantes competentes que los aseveran y por los seres racionales que los juzgan. El realismo fingido sobre las condiciones de verdad de lo que decimos y pensamos es, pues, inaceptable: es un “realismo metafísico”, usando ‘metafísico’ en el sentido peyorativo. Ésta ha sido, hasta aquí, nuestra dialéctica. Se observará que incluso el más radical mentalista —a saber, el partidario del solipsismo defendido en el Tractatus, el partidario del proyectivismo individualista del Wittgenstein del período intermedio y el representacionalista ilustrado que admite que su realismo es fingido, quienes llevan hasta sus últimos extremos lógicos los dos supuestos epistemológicos reseñados al comienzo— tiene que admitir que debe existir un modo de trazar la distinción entre juicios aceptables y juicios no aceptables. Incluso el solipsista y el proyectivista individualista necesitan un sentido de ‘objetividad’ (aunque sea uno que debamos poner entre comillas de prevención) que les permita decir en qué casos el juicio expresado con (1) es aceptable^ y en qué casos es rechazable. La razón para esto está en un dato aportado por nuestras intuiciones lingüísticas, demasiado básico para que ninguna concepción filosófica razonable pueda permitirse rechazarlo: que todo sistema de representación incluye algunas representaciones falibles. Éste era uno de los dos criterios distintivos del concepto de intencionalidad (El, § 1). Así mismo, el realista por representación, incluso si rechaza el argumento witt gensteiniano que le forzaría a abrazar el solipsismo o el proyectivismo individualista, necesita igualmente que el sentido interno de ‘verdad’ (verdad cog noscible) dé lugar a una distinción entre lo aceptable y lo rechazable. Pues aquella a la que da lugar el sentido externo es indiferente para nuestras prácticas cognoscitivas; pero tales prácticas cognoscitivas incluyen necesariamente este elemento normativo. El camino que lleva al abandono de los dos supuestos mentalistas pasa justamente por apreciar las dificultades de unos y otros a este respecto, consecuentes a la privacidad epistémica que los mentalistas
coherentes (solipsistas, proyectivistas individualistas y realistas Fingidos) deben atribuir a sus significados “primarios”. Una comunidad cognoscitiva es un grupo al que pertenece más de un sujeto cognoscente. Una entidad mutuamente conocida es una cuyo conocimiento (a) comparten, y (b) saben que comparten los miembros de una comunidad cognoscitiva. Una entidad epistémicamente privada es una entidad que no puede ser mutuamente conocida por los miembros de una comunidad cognoscitiva. Un sujeto cognoscente puede, desde luego, conocerla; y quizás sucede que, de hecho, comparte ese conocimiento con otros sujetos cognos centes. Pero ninguno de ellos puede saber que comparte con otro tal conocimiento. Se sigue de lo anterior que esas entidades que, en cualquier variante de la concepción mentalista, son directamente conocidas, han de ser epistémicamente privadas. Desde luego, nadie distinto al sujeto cognoscente puede conocerlas directamente. Un realista por representación tradicional podría decir que se conocen demostrativamente: uno conoce directamente sus propias vivencias (#dolor de muelas#); infiere inductivamente que tienen causas externas de ciertos tipos (una condición anómala en las muelas), e infiere finalmente que esas mismas causas extemas (la misma condición anómala en otro) producirán en los demás efectos similares (#dolor de muelas#). Pero, para hacer esta historia coherente con su epistemología, el representacionalista tiene que ofrecer una buena réplica a los argumentos escépticos huméanos sobre las relaciones nómi cas, que parten de sus mismos supuestos epistemológicos. Y ya conocemos sus dificultades a este respecto, que llevan a los representacionalistas depurados, como Kant o Russell, a adoptar puntos de vista mucho más cautos, cercanos al solipsismo. En todo caso, el representacionalista tiene que ser también un realista fingido sobre las vivencias de los demás. Quizás existan, y sean como las de. uno; pero lo que explica cómo uno elabora yjno dific a süs hipótesis sobre las vivencias de los.oírosjio puederTser esas vivencias, sino aquello que uno conoce directamente sobre las mismas. Á saber, la vivencia víslíaTde #muela de otro cariada#, la vivencia auditiva de #expresión de dolor proveniente de la boca de otro#, etc. Quizás Locke era perfectamente consciente de esto, y es por eso que define como lo hace la convencionalidad del lenguaje (IV, § 2). Este es el tradicional problema de las “otras mentes”. Anotemos, finalmente, que el tipo de consideración que lleva a postular un conocimiento directo cierto de entidades subjetivas (las dudas escépticas sobre si conocimiento de acaecimientos objetivos, llevadas a su extremo lógico) conlleva que estas entidades (los sentidos, para el representacionalista, que son los únicos “componentes esenciales” del significado; las únicas referencias posi bles, para el solipsista; las entidades que se usan para “proyectar” un mundo “objetivo”, en el caso del proyectivista individualista) sólo pueden caracterizar el idiolecto de un sujeto en un momento dado.
Un lenguaje privado se caracteriza porque los significados (o los componentes esenciales de los mismos) de sus unidades léxicas son entidades epis témicamente privadas. La concepción mentalista, en cualquiera de sus variantes, implica que un lenguaje es, en su esencia, el idiolecto privado de un sujeto en un momento dado.
2.
Lo que las reglas no son
Es conveniente comenzar, con las concepciones del lenguaje del Tractatus y de Locke de fondo, exponiendo la parte negativa de los argumentos de Wittgenstein en las Investigaciones , esto es, sus razones contra concepciones del lenguaje como las mencionadas. Dejamos para la sección siguiente la presentación inicial de sus propios puntos de vista alternativos. El Wittgenstein de las Investigaciones enfatiza algo que en los puntos de vista de Locke y del Tractatus resultaba marginal, a saber, que “la lógica es una «ciencia normativa»” (§ 81). Para Wittgenstein, la lógica sigue siendo, básicamente, lo que hoy llamaríamos ‘semántica’, el estudio de las propiedades de las expresiones de los lenguajes naturales en virtud de las cuales algunos enunciados son verdades analíticas y algunos son consecuencia de otros. Que la lógica es una ciencia normativa indica, en primer lugar, que sus objetos de estudio, los significados, son normas o reglas, como lo son, por ejem plo, las normas de circulación. Que tales entidades son normas o reglas indica que dividen algunas acciones en correctas e incorrectas. Pasarse un semáforo que está rojo es una acción incorrecta, y pararse ante él es correcta, en virtud de las normas de circulación. Aplicar la palabra ‘rojo' a una superficie verde —esto es, decir de ella que es roja, o asentir a la pregunta “¿es esa superficie roja?”— es una acción incorrecta, y aplicarla a una roja una acción correcta, en virtud del significado de la palabra ‘rojo’. Aplicar la expresión ‘<’ a los números 15 y , en ese orden, es llevar a cabo una acción incorrecta, y aplicarla a los mismos números en el orden inverso es llevar a cabo una acción correcta, en virtud del significado de la expresión ‘<’. La primera tarea de la filosofía del lenguaje es, pues, clarificar la natura leza de esas normas a las que llamamos '“significados”. Pues bien, el principal argumentó negativo de las tiene la siguiente forma: propuestas s'óbre los significados como la de Locke o la áel Tractatus s o n n e ^ s aromen te* incorrectas, por cuanto rio puedendarcuenta del carácter normativo de los “significados. Si los significados fuesen lo que Locke o el Tractatus dicerfque' son, entonces “todo curso de acción puede hacerse concordar con [los significados, entendidos como Locke o el Tractatus proponen. Pero] ... si todo puede hacerse concordar con [ellos], entonces también puede hacerse discordar. De donde no habría ni concordancia ni desacuerdo” (§ 201). Es decir: los significados, así entendidos, no serían normas; no permitirían distinguir^cursos_4e
acción.correctos e incorrectos. Pero ese carácter nomativo es esencial a los s i g n i f i c a d o s , , t a l P o r consiguiente ’ pro puestas compila de Locke y la del Tractatus son incorrectas. Incluso aceptando que ordinariamente asignamos ese carácter normativo que Wittgenstein reivindica a lo que llamamos ‘significados\ y concediendo que las propuestas indicadas no recogen ese aspecto de nuestro uso común de la palabra ‘significado’, alguien podría rechazar completamente la conclusión de Wittgenstein. Podría alegarse que en filosofía no nos importan los significados ordinarios de las palabras (por ejemplo, el de la palabra ‘significado’), sino los que es razonable asignarles en función de diversos fines. (Por ejem plo, el de presentar una visión del mundo compatible con los resultados de la investigación científica cuidando de usar con precisión, limitando al máximo la vaguedad y la ambigüedad, los medios de representación.) Wittgenstein, sin embargo, comparte con el Tractatus la concepción descriptiva, no correctiva, de la práctica filosófica. En filosofía no podemos hacer más que describir correctamente los significados ordinarios de las palabras, entre ellos el de ia palabra ‘significado’. Tiene perfecto sentido, por supuesto, introducir nuevas expresiones con significados más precisos, relativamente a ciertos fines; pero no es eso aquello de lo que se ocupa la filosofía. De ahí que, si efectivamente el significado de ‘significado’ es una norma, y si las propuestas de Locke y el Tractatus no .recogen tal hecho, no haya más que concluir su incorrecciórL En el texto citado dos párrafos más arriba, Wittgenstein se refiere a las reglas o normas en general, pero a nosotros nos interesa el caso particular constituido por los significados. Por lo demás, el argumento de Wittgenstein es completamente general, y se aplica a toda entidad de naturaleza normativa. Los conceptos son también normas, en el sentido antes definido; el concepto de rojo es tal que divide algunas acciones —no necesariamente acciones lingüísticas— en correctas e incorrectas. Así, por ejemplo, si decimos que un animal posee el concepto de rojo porque íe hemos condicionado para responder con ciertas acciones a la presencia de una superficie roja, entonces, en virtud del concepto en cuestión, podemos clasificar algunas de las acciones del animal en correctas e incorrectas. Hablando de modo más general: los conceptos se “ejercen” en la formación de juicios u opiniones; en virtud de la naturaleza de los conceptos, los juicios formados mediante ellos pueden ser correctos e incorrectos. Si alguien que posee el concepto de rojo forma el juicio de que una superficie que es de hecho verde es roja, el juicio así formado es incorrecto. Por consiguiente, el argumento de Wittgenstein también se aplica a los conceptos. Una explicación de la naturaleza del concepto de rojo debe dar cuenta de esta normatividad; y una explicación como la que cabe extraer de las teorías de Locke o del Tractatus no da cuenta de esa normatividad. Pero no consideraremos aquí explícitamente estas aplicaciones, de enorme interés para la filosofía de la mente. La forma abstracta del argumento negativo de Wittgenstein es, pues, esta: los significados no pueden ser lo que Locke, Frege o el autor del Tractatus pretenden hacemos creer, porque entonces no habría distinción por ellos determi-
nada entre acciones correctas y acciones incorrectas: cualquier curso de accióri' podría contar como correcto. En ese caso, cualquier curso de acción podría contar también como incorrecto; pero esto equivale a decir que no habría en^ tal caso distinción alguna entre acciones correctas y acciones incorrectas. Lo que es común a las propuestas de Locke y del Tractatus —y el origen' del problema, según Wittgenstein— es el supuesto mentalista fundamental de que los significados (las “significaciones primarias”, en el caso de Locke, ios “sentidos”, en el caso de Frege, y los únicos significados que hay, en el del Tractatus) deben poder estar inmediatamente presentes en la consciencia de cualquiera que sea capaz de asociar una determinada expresión con ellos , de
usar una determinada expresión con esos significados. Lo que distingue a un loro que dice ‘cuatro es menor que cinco’ o ‘esto es rojo’ (o, con más p la c i bilidad, simplemente ‘galleta’) de un ser humano que dice esas expresiones dotándolas de significado es que el ser humano, pero no el loro, es capaz de asociar “en su mente” con ellas los significados de esas expresiones. Quizás en una ocasión dada no lo haga, del mismo modo que uno muchos días sigue el camino a la oficina sin reparar conscientemente en lo que hace; pero, a] igual que en este caso uno es capaz de seguir el camino como lo hizo el primer día, consciente en cada momento de sus pasos y de su posición, el ser humano —pero no el loro— es c a p a z de asociar conscientemente las palabras con sus significados. La justificación para esto radica en los supuestos mentalistas, puestos de relieve en la sección anterior. El mentalista hace del conocimiento directo, introspectivo, que un sujeto tiene de sus propios juicios y significados en un momento dado, el fundamento firme sobre el que se ha de erigir todo el edificio del conocimiento. Los significados y contenidos “inmediatos” son, pues,1 inmediatamente conocidos; y, aquí, “inmediatamente conocido” significa cono cido por introspección, siendo consciente de ello. Uno “mira” a sus propias vivencias, y ve cuáles se parecen y cuáles no, a qué expectativas dan lugar, etc. Supongamos que enseñamos a un niño de la edad apropiada el significado de la palabra V . 1A partir de un cierto momento, decimos que el niño ha aprendido el significado de la palabra. El significado de la palabra es tal que, si ahora le preguntamos “¿68 + 57?”, la respuesta correcta que ha de damos es “125”; si, por ejemplo, nos diera como respuesta “5”, su acción —su respuesta— sería incorrecta. De acuerdo con el mentalismo, el significado en cuestión es una entidad que, o bien estaba inmediatamente presente en la consciencia del niño desde que se produjo el aprendizaje cuantas veces anteriormente usó la palabra ‘4’, o bien, si no lo estaba, puede ser recuperado, como uno puede recuperar si se le pide la consciencia de los pasos a seguir para llegar a la ofi
I. Com o nuestro interés reside en la Filosofía del lenguaje, y no en la filosofía de la mente, el ejemplo no con cierne a la adquisición del concepto sum a meramente, sino a la adquisición del si gn ifi ca do de la palabra ‘V . Ambas cosas están obviamente relacionadas, pero no es menos obvio que son diferentes. Nada se opone en principio a que alguien posea el concepto de suma, y sin embargo no entienda el significado de ninguna expresión (de un lenguaje público) que signifique la suma.
ciña desde su casa. Quizás la “recuperación”, teniendo bien perfilado qué es lo que así se recupera, no sea tarea sencilla, ciertamente; quizás fuese necesario para ello una reflexión filosófica tan compleja como las mismas del Ensayo de Locke o del Tractatus ; pero pued e hacerse. Eso al menos es esencial a los significados en una concepción mentalista del lenguaje. Del mismo modo, si la palabra cuyo significado ha aprendido el niño es ‘rojo', y ahora le presentamos una superficie roja y le preguntamos “¿es roja?”, el significado que ha aprendido y es capaz de asociar con la palabra determina que responder “sí” es actuar correctamente, responder “no” es actuar incorrectamente. Y sí la palabra es ‘cubo’ y ahora le presentamos un tetraedro, el significado que ha aprendido y es capaz de asociar con la palabra determina que responder “sí” es en este caso actuar incorrectamente, responder “no” es actuar correctamente. En estos ejemplos, los casos de aplicación de las pala bras son nuevos para el niño; supongamos que lo mismo ocurre en el caso aritmético anterior, que ni durante su aprendizaje ni posteriormente se enfrentó al caso particular de ‘68.+ 57’. Wittgenstein dice que, en la concepción menta lista, los significados “anticipan su aplicación futura de modos misteriosos”. Ciertamente, es increíble que cuando en el pasado el niño utilizó las palabras ‘+ \ ‘rojo’ y ‘cubo’, una vez que ya había aprendido su significado, pensó explícitamente o era al menos capaz de pensar explícitamente en los casos de esta superficie que ahora le presentamos, este tetraedro que ahora le presentamos, o ‘68 + 57’, decidiendo entonces la aplicación de las respectivas palabras en esos casos. Y, si pensó en ellos, fácilmente podemos proponer ejemplos nuevos, en cada uno de los casos. ¿Qué eran, pues, esos significados, que esta ban o podían estar explícitamente en la mente del niño cuantas veces usó las palabras significativamente, y determinaban el uso futuro? Esos significados no pueden ser, simplemente, una enumeración de los casos anteriores en que el niño había aplicado la palabra correctamente. Porque estos casos, por sí solos, no determinan ninguna aplicación futura: el que el resultado correcto de ‘1 + 1’ sea ‘2 \ el de ‘1 + 2’ sea ‘3’, y así sucesivamente —coincidiendo con los resultados de la suma hasta llegar, digamos, a ‘56 + 56 ’— es compatible con que V no signifique en todos esos casos la operación suma, sino la operación parasuma. La parasuma es una operación aritmética cuyos valores para cualquier par de números son los mismos que para la suma, excepto para los números 68 y 57 ; para este par de números, el resultado correcto es 5. Así que una lista con todas las aplicaciones pasadas correctas de V (o una con las correctas, y otra con las incorrectas) no puede ser el significado, porque una tal lista no determina una distinción en circunstancias nuevas entre casos correctos y casos incorrectos. La lista es compatible con que decir “125” en respuesta a “¿68 + 57?” sea correcto y decir “5” incorrecto (si V significaba la operación suma), pero también con lo opuesto (si significaba más bien la operación parasuma); y es obvio que hay interpretaciones posibles del signo V en los ejemplos contenidos en la lista tales que cualquier acción imaginable es compatible con la regla supuesta en la inter pretación en cuestión: la lista, pues, por sí sola, no es ninguna norma.
Exactamente lo mismo cabe decir de una enumeración de todos los casos en que se aplicó correctamente la palabra ‘rojo’ en el pasado. Si en ellos íá palabra ‘rojo’ significaba la rojez, la respuesta ahora correcta es “sí” . Pero es! compatible con los casos pasados el que en todos ellos ‘rojo' significara la^ pararojeZy la propiedad que tiene una superficie si es roja antes de ayer o azul después; y en ese caso, la respuesta correcta ahora es “no”. Y algo similar vale; para ‘cubo'. La serie de los casos pasados de aplicación, ciertamente, puede de algún modo ser susceptible de “estar presente a la mente del niño” cuando usa una palabra; pero esa serie no puede constituir el significado, porque, por sí sola, no delimita los casos correctos de los incorrectos (pues es compatible con cualquier secuencia posterior). Una vez más, ¿qué eran, pues, esos significados, que estaban o podían estar explícitamente en la mente del niño cuantas veces usó las palabras significativamente, y determinaban el uso futuro? La discusión anterior indica el camino; los casos pasados, hemos dicho, “por sí solos”, no determinan la aplicación futura de los términos, porque ios términos pueden en ellos ser “inter pretados” de cualquier modo. Lo que nos falta, pues, es una especificación de la “interpretación” correcta; eso es, sin duda, lo que el niño tiene o puede tener en mente, quizás junto con la lista de algunos de los casos pasados. Mas, ¿qué son tales “interpretaciones”? Wittgenstein propone que se trata de enunciados o definiciones explícitas de la regla a seguir; una “interpretación” de la regla implícita en la lista de usos pasados es un enunciado de esa regla. En el caso de V la interpretación podría ser ésta: “Para sumar los números n y m provéete de un montón suficientemente grande de garbanzos, piedras u otros objetos; cuenta n objetos del montón y ponlos a un lado; cuenta m objetos del montón inicial y únelos al segundo montón así formado; si te has quedado antes de llegar aquí sin objetos en el montón inicial, toma un montón más grande y vuelve a empezar; cuenta finalmente el segundo montón; ése es el resultado.” En el caso de ‘rojo’ y ‘cubo’, las interpretaciones pueden ser definiciones ostensivas a través de “muestras mentales”: una “idea” de rojo mentalmente asociada con la palabra ‘rojo', una imagen de un cubo mentalmente asociada con la palabra ‘cubo’. Hay quien lee a Wittgenstein como si él se opusiera a la existencia de imágenes mentales o de ideas. Esta interpretación puede apoyarse en una variante de sus argumentos contra la concepción mentalista. Una vez que ha mostrado claramente que la lista de los casos pasados de aplicación no puede constituir el significado, utilizando el argumento central (“todo curso de acción es com patible con la regla, entendida como la enumeración de los casos pasados, con lo que no hay aquí división entre los cursos correctos y los incorrectos”), él sugiere aquí y allá que eso basta para mostrar que la concepción mentalista debe ser errónea, porque en muchas de las ocasiones en que decimos correctamente de alguien que entiende el significado de una palabra —en muchas ocasiones en que lo decimos de nosotros mismos— n o h a y n a d a m á s q u e u n a lista de los casos pasados capaz de ser asociado conscientemente con la pala bra. La introspección revela esto en nuestro caso particular; en muchas oca
siones en que empleamos correctamente una palabra, no como loros, sino significándola,, no tenemos nada “en mente” que pueda constituir el significado que el mentalista busca, y lo único que es razonable decir que podríamos “tener” es una lista de los casos pasados. Los significados, entendidos de acuerdo con la concepción mentalista, no son necesarios para la significación: puede haber significación sin significados mentalistas. Por tanto, los significados no son los significados mentalistas. Este argumento, sin embargo, no es por sí solo muy convincente. A buen seguro el mentalista insistirá en que los significados están ahí cuantas veces hay significación, sólo que a veces se hace difícil “extraerlos”, hacerlos explícitos (“el lenguaje disfraza el pensamiento ...”). Después de todo, ¿qué, si no, nos diferencia de los loros? ¿Qué nos justifica cuando decimos que la respuesta correcta —correcta de acuerdo con lo que siempre habíamos querido decir cuando usamos V en el pasado— a “¿68 + 57?” es “125”, qué razón tenemos para dar esa respuesta? Porque sin duda lo que nos diferencia del loro, incluso cuando el loro da esa misma respuesta, es que nosotros tenemos una razón , mientras que el loro acierta p o r casualidad . Wittgenstein es bien consciente de estas consideraciones del mentalista (son las suyas propias de tiempo atrás), de modo que no ofrece el argumento mencionado más que como elemento adicional para apuntalar su propia posición y para resquebrajar los cimientos de la del contrario. Como tal argumen to,subsidiario, e f lector puede considerarlo de nuevo una vez que tenga a la vis tá~el argumento principal de Wittgenstein con toda su fuerza. El mismo no se opone a la existencia de imágenes mentales; por el contrario, repite una y otra vez que es muy posible que las haya, incluso que sean un auxiliar necesario (al menos en el caso de los seres humanos) para el uso del lenguaje. Lo que dice es que tales entidades, en contra del mentalista, n o s o n n i p u e d e n s e r l o s significados.
En lo que respecta a la invocación de imágenes mentales (y, en general, a la naturaleza de esas “interpretaciones” que han de servir para fijar los significados desde el punto de vista mentalista), a lo que Wittgenstein sí se opone es a convertirlas en objetos misteriosos. De admitir tal maniobra, el argumento no puede continuar, porque no sabemos cuál es la naturaleza de las entidades postuladas. Por el contrario, Wittgenstein propone “objetivar” las imágenes. En la medida en que la introspección ciertamente revela imágenes mentales como auxiliares para la significación (en casos como el de ‘rojo’ y ‘cubo’), tales entidades no son distintas de muestras físicas. Igual que tuvimos una barra patrón para determinar la aplicación correcta de la expresión ‘un metro’, bien podríamos tener muestras de color para determinar la aplicación correcta de las palabras de color. (De hecho, existen tales muestras, aunque no para el uso cotidiano.) Tales muestras consistirían en manchas de color consideradas paradigmáticas, asociadas con palabras. La “asociación” tampoco ha de ser misteriosa; puede consistir, por ejemplo, en escribir un ejemplar de la palabra debajo de cada una de las muestras. Wittgenstein propone que, en la medida en que la introspección revela un proceso real, es asimilable la invocación de
una imagen mental asociada con una palabra (“mirar la rojez con el ojcrcle tá mente”) al ir a buscar en un libro una muestra de color debajo de la cuál escrita una palabra. Y lo mismo para ‘cubo’. En cuanto a las palabras corno V , cuya interpretación no invoca muestras, Wittgenstein sostiene igualmente que el único modo razonable de entender la propuesta mentalista es asimilar su “interpretación” a una definición explícitamente efectuada con ayuda de otras palabras, como la que se propuso arriba para ‘+ \ La “interpretación” sería aquí la serie de palabras que constituye la definición, tal y como podría aparecer en un diccionario. Wittgenstein repite que la introspección, el instrumento privilegiado por el mentalista, sólo revela entidades de esta naturaleza que estén, o pudieran estar al menos —“recuperadas” quizás mediante el análisis filosófico— , inmediatamente presentes en la consciencia del usuario de las expresiones mediante ellas “interpretadas”. Esta propuesta es esencial para la viabilidad del argumento de Wittgenstein. El mentalista podría alegar aquí que se comete una petición de principio; que es fundamental para su punto de vista el que las muestras sean epistémi camente privadas. El “argumento contra el lenguaje privado” tiene la función de refutar esta pretensión. Pero ese argumento sólo se puede comprender bien cuando se conocen ya las tesis negativas y positivas de Wittgenstein sobre el significado en particular y la naturaleza de las normas en general. Lo que haremos será ocupamos por el momento de exponer esas tesis, dando por supuesto que, si hay imágenes mentales, éstas pueden asimilarse a objetos iñtersub; jetivos como las muestras de color. Intentaremos convencer con ello, si no al ; mentalista filosóficamente refinado, al menos al mentalista ingenuo que surge; en cada uno de nosotros, cuando nos detenemos, sin parar por mucho tiempo i mientes en ello, a reflexionar sobre los significados. Después expondremos el j argumento contra el lenguaje privado, y entonces el lector podrá por sí mismo juzgar si en este punto Wittgenstein está facilitándose de un modo inaceptable la tarea, al dotarse de una hipótesis que en rigor le está vedada. Así pues, las “interpretaciones” que (quizás junto con la enumeración de los casos correctos pasados) constituyen para el mentalista los significados son definiciones explícitas, bien mediante el uso de palabras (como en el caso de la definición de V ) , bien mediante el uso de muestras de color, muestras de figuras geométricas, etc. Las definiciones del segundo tipo son definiciones ostensivas. Ahora el lector puede anticipar el curso del argumento. El significado pro puesto por el mentalista para V no es más que un montón de signos, que, a su vez, admiten cualquier interpretación. 'Contar’, en la definición anteriormente proporcionada de V , quizás signifique contar , y en ese caso la res puesta correcta a “¿68 + 57?” es 125; pero quizás signifique más bien paracontar , una operación similar en todo a contar excepto en que para montones de ciento veincinco objetos arroja como resultado cinco. Es decir: dos personas pueden suscribir exactamente las palabras antes ofrecidas como definición de V , la una aplicarla consistentemente de modo que preguntado “¿68 + 57?” responde “125” y la otra aplicarla consistentemente de modo que su respuesta
es “5”. “¡Pero eso es sólo porque interpretan la palabra ‘contar’ de modo distinto!”, protesta nuestro espíritu mentalista. Muy bien; entonces a la inicial “interpretación” debe añadírsele una interpretación adicional de las palabras empleadas en la primera. Mas si las nuevas interpretaciones son, a su vez, correlaciones de palabras con palabras, es manifiesto que este camino no lleva a ninguna parte. “Si las nuevas interpretaciones son, a su vez, correlaciones de palabras con palabras ...” Pero el mentalista no piensa que lo sean. “AI final del camino” hay para él, debe haber, interpretaciones del segundo tipo, definiciones ostensivas. La suma, diría Locke, es una idea compleja; como tal, está construida a partir de otras más simples. La definición de V puede invocar otras palabras, y éstas, a su vez, otras más. Pero ai final tenemos palabras que significan ideas simples; éstas se definen mediante su correlación directa con las palabras que significan. Lo mismo, vimos, pensaba en último extremo el Wittgenstein del Tractatus — si bien él mantuvo puntos de vista más complejos que los de Locke sobre los significados de las partículas lógicas y de las expresiones matemáticas— . “En el Tractatus yo estaba confundido en cuanto al análisis lógico y a las definiciones ostensivas. Pensaba entonces que existía un enganche entre el lenguaje y la realidad” ( Conversaciones con Waismann). El lector que recuerde la discusión sobre los signos ostensivos y las definiciones ostensivas en I, § 4 sabe ya por qué estaba Wittgenstein confundido en el Tractatus , por qué no hay aquí una escapatoria real para el mentalista. Pues los signos ostensivos son también signos, como las palabras, y pueden, como ellas, ser interpretados de cualquier modo. La diferencia con las palabras radica únicamente en que los seres humanos tendemos a interpretarlos, de manera natural, de un cierto modo. (Otro error típico de los lectores de Wittgenstein es pensar que él negaría esto. Por el contrario, como veremos, insistir en ello es un elemento esencial de su propia concepción del significado.) Pero esto es inesencial respecto de la cuestión que nos ocupa. Si los signos ostensivos pueden interpretarse de cualquier modo (aunque, de hecho, no sean interpretados de cualquier modo por los seres humanos), las muestras (mentales o físicas) correlacionadas con las palabras en las definiciones ostensivas no pueden ser tampoco los significados de esas palabras. Consideremos una definición de ‘rojo’ a través de una muestra, una mancha roja. Ciertamente, un ser humano típico aplicará esta definición del modo esperado. Pero un venusino podría aplicar esta misma definición de modo tal que, consistentemente, confrontado con una superficie verde y preguntado “¿es rojo?” responde “sf\ y confrontado con una muestra de cualquier otro color dice “no”. O podría aplicar esa misma definición de tal modo que si se le pregunta hasta antes de ayer, responde como nosotros, pero a partir de hoy res ponde “sí” sólo cuando la superficie es verde. (Eso sí, en ambos casos, después de abrir el cajón, examinar la definición, y comparar atentamente la muestra con la superficie.) Y. es obvio que lo mismo podría ocurrir si la muestra fuese puramente mental. En cualquiera de ambos casos, ciertamente, no diríamos que el marciano da el mismo significado que nosotros a ‘rojo’. Pero
la definición que utiliza, esta vez una ostensiva, es la misma que nosótrds utilizamos. Asi pues, las muestras, mentales o físicas, no son los significados' (como en el caso de V no podían serlo las palabras que dábamos como^defi ñición), porque las mismas muestras son compatibles con distintos significados. O incluso con la ausencia de significado: eso es lo que habría que decir si el marciano “aplicara” la definición sin ningún orden, sin ninguna regularidad, ahora a cosas rojas, depués a cosas azules, luego a cosas añil, etc. La “aplica” sólo en el sentido de que, por ejemplo, antes de decir “sí” o “no”, mira atentamente la muestra, vuelve la cabeza repetidamente del objeto presentado a la muestra y viceversa, y cuando no tiene a mano la muestra simplemente se encogiera de hombros. Pero lo que hace después no es una verdadera “aplicación”, porque no hay orden alguno discemible en ello. Quizás sea esclarecedor ver el problema fundamental que esta discusión" revela desde otro ángulo, que ya apuntamos en V, §5. En un texto de Borges / que citamos en V, § 3 con el fin de expresar la visión fenomenalista del muní do, decía Borges que el mundo del fenomenalista “es sucesivo, temporal”. Estol es así, en dos sentidos diferentes; el segundo es el que provoca el problema. El! mentalista debe considerar que un lenguaje sólo está bien definido si nos res1 tringimos al idiolecto de un individuo en un momento determinado. En el caso del solipsista tractariano, las proposiciones elementales de este lenguaje tienen; el carácter que Borges describe; caracterizan un mosaico de acaecimientos deshilvanados, lógicamente independientes entre sí. Este es el sentido no relevante. El problema está en que también la sucesión de idiolectos de un mismo individuo, de momento a momento, queda deshilvanada. Sin embargo, la normatividad de los significados requiere que estén hilvanados. Para que lo que decido ahora muestre que aplico correcta o incorrectamente una regla que he seguido antes, no es importante qué recuerdo ahora sobre mis decisiones anteriores. Lo importante es qué significado, de hecho, daba antes a los términos. Como el sujeto cognoscente es la única autoridad, y el sujeto cognoscente es el usuario de uno de los idiolectos deshilvanados, no se ve cómo efectuar la diferenciación básica entre parecer y ser que requiere la normatividad del significado. En resumen, tanto si definimos las palabras mediante otras palabras, como si las definimos mediante signos ostensivos, las definiciones (las “interpretaciones”) no pueden ser los significados, porque no determinan una distinción entre cursos de acción correctos y cursos de acción incorrectos. Por ello, no recogen el aspecto normativo esencial a los significados: cualquier curso de acción es compatible con ellas, según alguna “interpretación”. Y suponer que/ se resuelve el problema añadiendo las interpretaciones de los términos que pueden ser interpretados de diferentes modos no nos lleva a ninguna parte, porque tales “interpretaciones”, en el marco de la concepción mentalista, serán a su vez nuevos signos que pueden ser aplicados de cualquier modo. Nada de lo que razonablemente podamos decir que podría estar conscientemente presente en mi mente cuando empleo un signo con significado es bastante para ser el significado.
3.
Lo que las reglas son
Probablemente el error más extendido de los lectores de Wittgenstein es pensar que él mismo era un escéptico sobre los significados. La conclusión del argumento anterior sería así que no hay significados; una palabra, incluso una palabra definida por ostensión, puede significar cualquier cosa. “Pero ¿cómo puede una regla enseñarme lo que tengo que hacer en este lugar? Cualquier cosa que haga es, según alguna interpretación, compatible con la regla” (§ 198), se dice, desesperado, quien ha seguido el curso del argumento de Wittgenstein hasta aquí. Pero nada está más lejos de la realidad. “—No, no es esto lo que debe decirse”, continúa el texto anterior, “Sino esto: toda interpretación pende en el aire, conjuntamente con lo interpretado; no puede servirle de apoyo. Las interpretaciones solas no determinan el significado” (§ 198). Es sólo la concepción mentalista del significado lo que el argumento pone en tela de juicio, y particularmente el supuesto común a todas las concepciones mentalistas, a saber, el supuesto de que los significados deben poder estar inmediatamen te presentes en la consciencia de cualquiera que sea capaz de asociar una determinada expresión con ellos. ¿Qué son, pues, los significados en particuj lar, y las normas en general? ¿Cuál es la alternativa a la concepción meni
talista? Esta era nuestra paradoja: una regla no podía determinar ningún curso de acción, porque todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla. La reacción era: si todo puede hacerse de acuerdo con la regla, entonces también puede hacerse en desacuerdo. De donde no habría concordancia ni desacuerdo. Que hay aquí un malentendido se muestra en que en el curso de estos pensamientos proponemos interpretación tras interpretación; como si cada una nos satisficiese al menos por un instante, hasta que pensamos en una interpretación que de nuevo está detrás de ella. Lo que con ello mostramos es que hay una aprehensión de una regla que no es una interpretación , sino que se pone de manifiesto, de caso en caso de aplicación, en lo que denominamos “seguir la regla” y en lo que denominamos “contravenirla” (Investigaciones, § 201).
Lo que Wittgenstein denomina “una regla” en el primer párrafo es la regla construida de acuerdo con la concepción mentalista; en el caso de esas particulares reglas que son los significados, una definición o formulación explícita del significado. Es decir, en este primer párrafo una “regla” es, en rigor, una expresión de la regla. Es claro por el segundo páuafo —donde ‘regla’ vuelve a significar el concepto en disputa, sin presuponer ninguna explicación de su naturaleza— que él mismo rechaza el escepticismo a que parece conducimos la concepción del significado mentalista (“hay aquí un malentendido”). Su pro pia propuesta, que ahora hemos de elucidar, está contenida en la última frase. La propuesta es tan paradójica que tendemos a leer en la expresión “ponerse de manifiesto” más de lo que en ella hay; tendemos a leer algo como lo que la concepción mentalista rechazada propone, a saber, que el curso de acción en concordancia con una regla (digamos, con el significado de la palabra ‘rojo’)
meramente “pone de manifiesto” la regla, que sería esa “instrucción interna’7, que guía las acciones, de quien así actúa. Pero, naturalmente, no es esto lo que piensa Wittgenstein, en absoluto. En una primera aproximación (que enseguida revisaremos, pero mucho menos de lo que el mentalista desearía), la opinión de Wittgenstein es que la norma no es otra cosa que una regularidad en/ la acciónala norma consiste precisamente en la serie de acciones que están de acuerdo con ella y en la serie de acciones que están en desacuerdo con ella! Esto lo enfatiza Wittgenstein diciendo en ocasiones que las reglas son téc nicas o prácticas y en otras ocasiones diciendo que son costumbres. Típicamente, una técnica —la técnica del triple salto, la del salto de altura al estilo Fosbury, la de la pintura a la acuarela— es un cierto modo de comportamiento, un tipo de conducta. También una costumbre —pongamos por caso, mi costumbre de dar un paseo en bicicleta tres veces por semana— es un modo de comportarse. Con esta última expresión se enfatiza la repetición, la regularidad, por lo demás implícita en la otra caracterización —ya que típicamente dominar una técnica requiere llevar a cabo repetidamente acciones que se aproximan a ella. “Así pues, ¿cualquier cosa que yo haga es compatible con la regla?”—Permítaseme preguntar esto: ¿Qué tiene que ver la expresión de la regla —el indicador de caminos, por ejemplo— con mis acciones? ¿Qué clase de conexión existe ahí?—Bueno, quizás ésta: he sido adiestrado para una determinada reacción a ese signo y ahora reacciono así. Pero con ello sólo has indicado una conexión causal, sólo has ofrecido una explicación de cómo ha llegado a darse el que nos guiemos por el indicador de caminos, mas no en qué consiste propiamente ese seguirelsigno. No; he indicado también que alguien se guía por el indicador de caminos sólo en la medida en que exista un uso estable, una costumbre ( Investigaciones, § 198).
El “indicador de caminos” es un ejemplo más —“objetivado”— de la regla entendida según la propuesta mentalista, es decir, como lo que en verdad no es más que una expresión de la regla, quizás una “expresión” mental, que guía las acciones relativas a ella. El lector puede tomar como ejemplo alternativo la definición de ‘rojo’ mediante una muestra de ese color; la expresión de la regla es aquí la mancha de color con la palabra debajo. La respuesta de Wittgenstein al escepticismo de quien ha seguido su argumento y, desde la concepción mentalista, no ve ninguna alternativa, expresado en la primera frase (“Así pues, ¿cualquier cosa que yo haga es compatible con la regla?”), es que nos fijemos en lo que hacemos. Hemos sido entrenados para seguir una cierta dirección relativamente a la forma del indicador (relativamente a la muestra de color con la palabra ‘rojo’ debajo); es decir, hemos llevado a cabo en el pasado, de un modo habitual, conductas consistentes en seguir en una determinada dirección relativamente a la forma del indicador (en aplicar la palabra, quizás tras consultar la muestra, a algunas superficies y no a otras). Si ahora me conduzco de alguno de esos modos, sigo la regla; si no, no lo hago. La regla es la regularidad en el comportamiento, nada más; la regla no es, en particular, el indicador,
ni la muestra con la palabra debajo. En contra del supuesto fundamental de la concepción mentalista, la regla se extiende largamente en el curso del tiempo (y en el espacio también, si la regla es común a un grupo de individuos). El filósofo mentalista (el “yo” mentalista de Wittgenstein”) protesta en el párrafo siguiente, haciéndose eco del argumento fenomenalista contra el representacionalismo anteriormente examinado (X, § 5). El adiestramiento, la regularidad en la acción, son meramente causas, “condiciones empíricas” de la regla; la regla misma no puede ser algo meramente nómico, así que es en realidad algo inmediatamente presente a la mente de quien se comporta como fue adiestrado —y que por lo demás podría estar en su mente incluso sin adiestramiento. Wittgenstein rechaza este punto de vista en la última frase: por el contrario, sólo si hay regularidad en la acción hay regla (significado). La regularidad establecida mediante el adiestramiento no es una mera “condición Empírica” del significado —algo que contribuye contingentemente a causar los significados en algunos casos— sino que es un constituyente necesario del significado. Advertí anteriormente que habría de revisar un tanto la teoría de las reglas. que le he atribuido a Wittgenstein en los últimos párrafos. Que las reglas sean “técnicas” o “costumbres” no debe llevamos a identificarlas totalmente con cursos de acción realmente llevados a cabo, como he hecho en la primera explicación tentativa de las nuevas propuestas de Wittgenstein. Tiene sentido decir de alguien que domina una técnica, incluso si no está haciendo ahora nada relacionado con ella, y lo mismo con las costumbres. Incluso en algunos casos tiene sentido decir de alguien que domina una técnica, aunque él mismo nunca la ha ejercido, y nunca la ejercerá. (Por ejemplo, tiene sentido decirlo de animales respecto de técnicas que se poseen innatamente.) Estrictamente hablando, la teoría de las reglas (del significado) de Wittgenstein es que las reglas son disposiciones ^ la conducta. El sentido que tiene la expresión ‘disposición’ aquí hace que esta revisión sea pequeña, en comparación con lo que el menta lista requeriría: hablar de disposiciones, en este sentido, sigue siendo, como se verá enseguida, hablar en último extremo de regularidades en la conducta. Hay que andarse con cuidado aquí, porque el propio Wittgenstein rechaza una identificación de las reglas con disposiciones (cf. § 149). Veamos. El término ‘disposición’ se introdujo anteriormente, en V, § 2. La solubilidad, la elasticidad, la inflamabilidad, son ejemplos paradigmáticos de disposiciones. Cuando decimos de un terrón de azúcar que es soluble , le estamos atribuyendo una disposición. Lo que estamos diciendo es que si se le pone en agua, se disolverá. O, para ser más precisos, estamos diciendo que si se pusiera en agua , se disolvería o que si se hubiera puesto en agua se habría disuelto . El uso del subjuntivo es aquí obligado, por cuanto un terrón no deja de ser solu .ble aunque nunca en su historia se disuelva. Explicamos en V, § 2 que las disposiciones son propiedades teóricas cuya caracterización tiene un contenido mínimo. El significado de un término teórico, dijimos, incluye dos aspectos: una “aplicación” (una indicación de acaecimientos concretos en que, supuestamente, ha intervenido la entidad teórica) y
una “descripción” (una indicación del modo específico en que se comporta 1& entidad teórica, particularmente respecto de circunstancias observables); En el caso de las propiedades disposicionales no hay aspectos descriptivos. Todo lo que es necesario saber de ellas para entender los términos que las designan es? que causan ciertos efectos (las manifestaciones de la disposición) en ciertas cirr cunstancias (las condiciones de manifestación). En el mismo capítulo en que introdujimos las disposiciones, distinguimos la concepción huméana de las relaciones nómicas de la concepción realista. Hay, correspondientemente, dos modos de entender las disposiciones: el “realista” y el “humeano”. De acuerdo con el “humeano”, al atribuirle a un objeto una disposición no estamos diciendo que tenga, en el momento en que se la atribuimos, ninguna propiedad no disposicional; estamos en primer lugar describiendo una regularidad, una conexión regular notada en el pasado entre características observables {poner un terrón en un líquido y disolverse el terrón, en q \ caso de la solubilidad) empíricamente bien establecida, y estamos diciendo en segundo lugar que tenemos derecho a esperar que el terrón en cuestión ejemplificaría la segunda característica observable si ejemplificase anteriormente la primera. De acuerdo con el “realista”, en cambio, al atribuirle a un objeto una disposición le estamos atribuyendo, indirectamente, una pro piedad no disposicional, una cierta “estructura interna” o conjunto de propiedades categóricas, probablemente por el momento desconocida por nosotros, y que, por sernos desconocida, sólo podemos describir por sus efectos en ciertas circunstancias. La solubilidad, por ejemplo, es cualquier característica estructural de los terrones que explica causalmente que los terrones se disüelvar cuando se ponen en ae^a. Cuando Wittgenstein rechaza en el parágrafo 149 que los significados sean disposiciones, parte de lo que está negando es que sean disposiciones en el sen tido realista del térmiño. Esta tesis es para él la versión materialista de la concepción mentalista, y es tan errónea como ésta. El significado de ‘rojo’, según, esta propuesta materialista, sí está, después de todo, presente a la mente (o, mejor dicho, al cerebro) de quien usa ese término significativamente; pero lo está como un estado de su cerebro, como aquel estado que explica causalmen; te que use la palabra del modo en que lo hace. Su argumento específico con'í tra esta concepción está contenido en la pregunta retórica “¿Qué sabes de estasj cosas?” El argumento es éste: nosotros sabemos perfectamente bien qué son los significados; en eso el mentalista no puede estar más en lo cierto. Pero sobre los estados de nuestro cerebro que explican nuestros usos significativos de las palabras no sabemos nada. En un célebre pasaje (Zettel, § 610) contem pla incluso la posibilidad de que tales estados no existan. Es decir: que no hubiera nada común al cerebro de todas las personas que usan correctamente la palabra ‘rojo’; o también que dos personas tuvieran el cerebro en el mismo estado, aunque una quiera decir rojo cuando usa la palabra ‘rojo’, mientras que la otra quiera decir verde. Por el momento no discutiré estos argumentos. Como el pasaje de Zettel muestra, el rechazo por Wittgenstein de una teoría realista de las disposiciones a la conducta que constituyen los significados es
completamente general; se aplicaría a cualquier término disposicional, y depende de un aspecto verificacionista esencial a su concepción del significado que pondremos de relieve más adelante. La tesis de Wittgenstein, pues, es en todo caso que los significados son disposiciones humeanas a la conducta observable en circunstancias observa bles. Pero esto no recoge aun enteramente sus puntos de vista. Para completar el dibujo es preciso añadir que los significados son propiedades que comparten con la comicidad, la gravedad, lo aburrido y lo entretenido el ser “dependientes de la reacción” (V, § 5); son, esto es, disposiciones humeanas entendidas de acuerdo con la concepción proyectivista. Enfatizamos al hablar anteriormente de las propiedades dependientes de la reacción que muchas propiedades normativas pertenecían a este grupo. Es en estos términos, como vamos a ver con más detalle, que Wittgenstein pretende recoger en su segunda filosofía la normatividad del significado. El significado de ‘añil’, pongamos por caso, está definido en términos de los juicios en cuanto a la aplicación del término que hacemos los seres humanos en ciertas circunstancias (que nosotros mismos reconocemos como circunstancias apropiadas de aplicación). Algo es añil en una comunidad si y solamente si produce la reacción de juzgar que lo es en un miembro apropiado de esa comunidad en circunstancias apropiadas (tomando en consideración, en ambos casos, los juicios sobre lo que es apro piado de la comunidad). ' Así pues, es bien cierto que el uso que hacemos de las palabras meramente “pone de manifiesto” nuestra “aprehensión” de la regla, del significado del término, como decía Wittgenstein en e l texto anteriormente citado (§ 201). Pero esto no quiere decir, en absoluto, lo mismo que querría decir en la boca de un partidario de la concepción mentalista (o en la del materialista). Quiere decir exactamente lo mismo que quiere decir un humeano sobre las disposiciones cuando dice que la disolución del terrón “pone de manifiesto” que era soluble. No quiere decir el humeano, en absoluto, que la disolución se produce a causa de una propiedad interna del terrón, a laquellamamos la solubilidad. Lo que quiere decir es que otros objetos similares al terrón en el pasado se han disuelto al ser puestos en agua, que esta regularidad es tan firme como cualquier ley causal (que es “suficientemente simple” y “compatible con el resto de nuestro conocimiento”), y que hemos observado un caso más de la misma, como cabía esperar, al comprobar la disolución del terrón. Por tanto, estábamos en el buen camino cuando, anteriormente, identificamos los significados del segundo Wittgenstein con regularidades en las acciones pasadas. Estrictamente hablando no son regularidades en la conducta, y por eso cabe atribuirlas a un individuo incluso cuando no se está comportando de acuerdo con ellas; pero son “casi” lo mismo: son disposiciones humeanoproyectivistas a la conducta observable en circunstancias observables, avaladas por una regularidad en la conducta pasada (de este individuo o de otros que son “como él”). Las técnicas, las costumbres y los significados son todos ellos disposiciones a la conducta observable. En un aspecto importante difieren, sin embargo, de disposiciones como las paradigmáticas ofrecidas a modo de ejemplo hasta
aquí, la solubilidad, la combustibilidad o la elasticidad. Éstas son (por utilizar la expresión de otro, filósofo con puntos de vista similares, Gilbert Ryle) disposiciones “de una sola vía”; es decir, tienen un único modo típico de manifestarse. Su análisis se puede efectuar mediante un único condicional subjuntivo: si se sumergiese en agua, se disolvería. Aquéllas son, en cambio, dispo^ siciones “de muchas vías”. El significado de la palabra ‘rojo’ se puede manifestar en la conducta de múltiples modos posibles; hay ilimitados condicionales subjuntivos que recogerían esas regularidades. Un modo conveniente de acotar esta multiplicidad es pensar en las ocasiones concretas que consideraríamos apropiadas para enseñar el uso de un término como ‘añil’ a alguien que no lo conoce. La disposición a aplicar el término ‘añil’ en condiciones como esas es es el significado de ‘añil’, y no una mera “condición empírica” del mismo. Esa vasta, promiscua y multiforme pluralidad —y no una nítida definición “en la mente”, quizás causada por el uso regular— es, según Wittgenstein, el significado de ‘añil’. Y esta es la sorprendente tesis que epitoma su emblemático adagio, “el significado es el uso” (/F, § 43). No todos los términos con significado deben tener detrás, naturalmente, una historia de usos similares. Wittgenstein está perfectamente de acuerdo con el mentalista en que el significado inmediato de muchos términos puede ser una “expresión de la regla”, una definición explícita efectuada con ayuda de otros términos. No existe tampoco dificultad alguna en aceptar expresiones definidas con ayuda de entidades no lingüísticas, como muestras (el metro de París). Aquí cabe incluir entidades mentales, pues éstas no pueden ser ahora entidades privadas sólo cognoscibles por el sujeto de las mismas a través de la introspección. Las condiciones de aplicación de ‘añil’ están establecidas en términos públicamente contrastables, como hemos indicado, a través de las reacciones de los miembros competentes de la comunidad lingüística en circunstancias determinadas. Una hipótesis razonable es que, para llevar a cabo esas aplicaciones, los miembros de la comunidad lingüística “echan mano” de una muestra mental, una sensación. Las sensaciones, así entendidas, son entidades que desempeñan un papel teórico, públicamente contrastable. Sin embargo, en los casos básicos (el caso básico puede ser el de las sensaciones) el significado es la disposición ala conducta. Si ‘añil’ se aplica siem pre por relación a una sensación, la sensación es una palabra más (véase II,; § 2). No es el significado, como cree el mentalista; pues diferentes individuos; pueden usar la misma sensación de maneras muy diferentes (del mismo modo: que diferentes comunidades pueden usar la misma palabra de maneras muy diferentes), y, en ese caso, las palabras con ellas asociadas tendrían diferentes condiciones de uso correcto, y, por tanto, diferentes significados: “lo esencial; es que veamos que al oír la palabra puede que nos venga a las mientes lo mis; mo y a pesar de todo ser distinta su aplicación. ¿Y tiene entonces el mismo significado las dos veces? Creo que lo negaríamos” (§ 140). Un modo de dramatizar las diferencias con la concepción mentalista que Wittgenstein utiliza (pretendiendo con ello reforzar su propia concepción, pues él obviamente piensa^ que nuestras intuiciones están en favor de las consecuencias de su propia teo4
/ría) es éste: desde el punto de vista mentalista, un hombre, una sola vez en la /historia del mundo, podría seguir una regla, podría aplicar una palabra con un cierto significado. Desde el punto de vista de Wittgenstein, esto es imposible (§ 199). (La posibilidad y la imposibilidad aquí en juego son la posibilidad y j la imposibilidad lógicas.) No discutiré la cuestión de si nuestras intuiciones? están claramente de parte de Wittgenstein, ni aquí ni en el segundo argumen1 to subsidiario. Obsérvese que Wittgenstein deja claramente abierta la posibilidad de que un solo hombre siga una regla (aplique una expresión con cierto significado), sin que ningún otro lo haga.2 Es decir, Wittgenstein no rechaza (y sería absurdo que lo hiciera) un ‘lenguaje privado”, entendiendo por tal un código que un hombre utiliza para su propio y particular uso, sin que ninguna otra persona conozca de hecho el significado de las palabras del código. El hombre en cuestión podría ser un Robinson Crusoe o un espía. Lo que Wittgenstein rechaza es la posibilidad de un lenguaje epistémicamente privado, un lenguaje que no sólo de hecho un solo hombre domina,, sino uno que nadie más tendría la garantía de dominar: un lenguaje como lo es el nuestro, según la concepción de Locke y del Tractatus. Wittgenstein utiliza varios argumentos subsidiarios para reforzar su propia y revolucionaria concepción de las reglas en general y de los significados en particular. Uno de ellos fue mencionado anteriormente: los significados del mentalista no son necesarios para la significatividad. En muchos casos en que significamos algo, no tenemos presente a la mente nada que el mentalista podría contar como el significado del término; y puede ser que carezcamos incluso de la capacidad para elaborar una definición mentalista, que podamos tener inmediatamente ante la mente. Un segundo argumento subsidiario concierne a la vaguedad de las reglas. ¡Vittgenstein indica que conceptos tales como conocer el significado de ‘rojo' son mucho más vagos de lo que lo serían si la concepción mentalista fuese correcta. Cuál es el significado de ‘rojo’ lo aprende un niño a lo largo del tiem po, y sentimos que durante ese proceso hay muchos instantes en los que no está en absoluto determinado —no es sólo ignorancia por nuestra parte— si ya lo conoce o aún no. Pero si sólo se tratara de establecer la conexión mental con la idea o el quale apropiado, esta indeterminación no debería ser vaguedad, sino mera ignorancia. Lo mismo cuando se pierde el significado (pensemos en alguien con la enfermedad de Alzheimer, que está perdiendo gradualmente memoria y otras capacidades mentales). Esto es lo que cabe esperar, si los significados son propiedades dependientes de la reacción (V, § 5). Por otra parte, 2. Este comentario concier ne a la interpretación “comunitaria” del argumento de Wittgenstein propuesta por Kripke en el (excelente) libro recomendado al final, criticada por McGinn y Budd en las obras mencionadas al final. En e\ tondo de la cuestión, Kñpfce no esti. me parece a mí, equivocado. Como se veri, la posibilidad de un único usuario de un lenguaje requiere la existencia de regularidades en su uso; y aquí ‘regularidad’ quiere decir reg ula n d a d de sd e nu es tro pu nt o de vis ta — aunque Wittgenstein indicaría que la coletilla “desde nuestro punto de vista" es superflua y provoca confusión, porque no tiene sentido suponer siquiera otro: una regularidad que no lo es para noso tros no es una regularidad.
los significados mismos, las normas mismas, serían menos vagos de lo que en realidad lo son si la concepción mentalista fuese correcta. (Tal como se indicó antes, en el Tractatus Wittgenstein se vio obligado a defender, para sostener la teoría de la figura, que en realidad la vaguedad no existe, que nuestros significados están perfectamente determinados.) Pero las normas son vagas. ¿Cuenta como una infracción a la regla que prohíbe pasarse un semáforo en rojo pasarse uno en rojo en una ciudad abandonada, donde sólo el semáforo en cuestión parece funcionar? ¿Cuenta como una tal infracción pasarse un semáforo en rojo después de esperar cinco minutos sin que cambie de color? ¿Cuánto tiempo hay que esperar para no cometer una infracción? Los significados parecen ser así de vagos. ¿Sería una silla algo con apariencia de silla que aparece y desaparece cada cinco minutos durante una hora? La principal consideración en favor de una concepción mentalista del significado es una apelación racionalista, una apelación que el lector puede retrospectivamente descubrir en algunos de los pasajes en que anteriormente tratamos de hacer plausibles puntos de vista como los de Locke o el de Wittgenstein en el Tractatus. Un loro que dijese ‘rojo’ ante una superficie roja lo haría p o r cau sa li dad , accid en ta lm en te . Un ser humano, en cambio, tiene una razón. Y ¿qué puede ser una razón sino una formulación de la regla a seguir que el ser humano puede tener conscientemente ante sí? Wittgenstein utiliza la palabra ‘razón’ en ese preciso sentido del mentalista; una razón es una razón consciente , o una razón que pue de ser consciente. Invocando ese sentido, y en completa coherencia con lo anterior, rechaza el racionalismo (el racionalismo, en este caso, de Locke, y el suyo propio anterior). En los casos básicos, aplicamos los términos sin razones, seguimos las reglas sin razones. (Puede haber una explicación causal de lo que hacemos, pero una explicación causal no es una razón en el sentido indicado.) La diferencia entre el loro y el ser humano no está en que el segundo tenga razones. (Estoy pensando aquí en casos básicos; tal como advertí anteriormente, Wittgenstein admite la obviedad de que muchos términos adquieren sentido a través de definiciones explícitas a partir de otros; en la aplicación de esos términos sí puede decirse con pro piedad que atendemos a razones .) La diferencia está meramente en la regularidad en las acciones de los seres humanos, inexistente en el caso del loro. Por supuesto, sería igualmente absurdo decir que cuando aplicamos uno de estos términos “básicos” examinamos acciones pasadas a la busca de la regularidad seguida, para que ella nos justifique en la aplicación presente; eso sería, de nuevo, intentar buscar una razón que complaciera al mentalista, ahora modelada de acuerdo con la concepción del significado propuesta por el segundo Wittgenstein. La cuestión es, simplemente: somos tales que aplicamos la palabra ‘rojo’ de este modo regular, sin tener ninguna razón consciente para ello; hacerlo así está en nuestra naturaleza. (Este naturalismo antirracionalista es común a los puntos de vista de Wittgenstein sobre el significado y a los de Hume sobre la causalidad y sobre los valores, como Kripke enfatiza en la obra recomendada al final. Es un aspecto de la actitud proyectivista que tratamos de poner de relieve en V, § 5 con el ejemplo de la concepción adolescente del amor.)
“Lo instruyas como lo instruyas para que prosiga la serie [...] —¿cómo puede saber cómo tiene que continuar por sí mismo?” —Bueno, ¿cómo lo sé y o l —Si esto quiere decir “¿Tengo razones?”, la respuesta es: las razones pronto se me agotan. Y entonces actuaré sin razones (§211).
Pero entonces, ¿carezco de justificación cuando aplico un término como ‘rojo’ correctamente? Wittgenstein recurre aquí a la epistemología antifunda cionalista y naturalista que se encuentra expuesta con más detalle en su Sobre la certeza. Carecer de razones no es carecer de justificación ; y, por lo demás, si hubiéramos de tener siempre razones para que pueda decirse de nosotros que tenemos conocimiento, no sabríamos nada —como los escépticos han sostenido desde el comienzo mismo de la filosofía— . Cuando las razones se agotan, la justificación se encuentra en “nuestra naturaleza humana común”: estamos hechos de tal modo que usamos la palabra ‘rojo’ así. Ésta es una justificación tan buena como la mejor de las razones. “Cómo puedo seguir una regla?” —si ésta no es una pregunta por las causas, entonces lo es por la justificación de que actúe así siguiéndola. Si he agotado los fundamentos, he llegado a roca dura y mi pala se retuerce. Estoy entonces inclinado a decir: “Así simplemente es como actúo” (§ 217).
Las principales dificultades de la propuesta wittgensteiniana, centradas en tomo al conductismo que le atribuiremos más adelante, se derivan de esta forma de naturalismo antirracionalista. Por otra parte, las dificultades del menta lismo que el argumento de Wittgenstein pone de manifiesto revelan que el hiperracionalismo de esta propuesta no puede tampoco ser aceptable. El acceso consciente a nuestras vivencias y a los significados que conocemos tácitamente no puede desempeñar el papel de fundamentación racional que la concepción mentalista le atribuye. La principál dificultad para elaborar una razonable propuesta intermedia entre el conductismo de Wittgenstein (y, como veremos, de Quine) y el mentalismo está en asignar a estados como los de notar vivencias y los de conocer tácitamente los sentidos asociados a las expresiones lingüísticas un papel convenientemente intermedio. Eso fue lo que la propuesta esbozada en III, § 3 y en VII, § 4 buscó conseguir. 4.
El provincianismo de la concepción wittgensteiniana de los significados
Preguntémonos ahora: ¿qué es preciso para la comunicación, según esta concepción del lenguaje? ¿Qué debe darse, para que haya un lenguaje público? El contraste aquí no puede ser mayor con un punto de vista mentalista. Para Locke, lo que hace falta, según vimos, era un “acuerdo en las definiciones”; esto es, que todos los hablantes asocien de hecho las mismas palabras con las mismas ideas (condición esta que nadie está en disposición de decir si realmente se cumple). Lo mismo ocurría en el Tractatus. El hablante de un
cierto idiolecto emite sus aseveraciones, y quizás algunas de ellas sirvan de “elucidaciones” para que otros capten sus significados. Uno mismo ni siquieí ra puede contemplar esa conjetura, pues los nombres de nuestros lenguajes sólo pueden designar entidades de nuestra experiencia presente. Para el Wittgeris¿ tein de las In v esti g a c io n es , eso no puede ser suficiente. Según hemos vistov las definiciones por sí solas no constituyen significados; es preciso que estén sustentadas por modos de actuar regulares, a su vez no “racionalizares” en términos de la aplicación de definiciones. Por consiguiente, para que exista comunicación debe haber acuerdo en esos modos de actuar. Hace falta que haya acuerdo particularmente en las acciones que dan sentido a esos signos ostensivos que corresponderían razonablemente bien a los definiens de las definiciones que Locke y el autor del Tractatus tenían en mente; que lo que para uno, de modo natural, son casos paradigmáticamente regulares de aplicación de ‘rojo’ lo sean también para otro. Las definiciones tampoco pueden funcionar como el partidario de la concepción mentalista cree, como consecuencia del carácter de propiedades dependientes de la reacción de los significados en la concepción proyectivista de Wittgenstein (cf. V, § 5). Si, por definición, el término £ se aplica a o en circunstancias X, esto, para el mentalista, significa que el que se dé X es condición necesaria y suficiente para que se aplique a o; después de todo, las circunstancias en cuestión han de poder ser especificadas con precisión mediante ideas. Para Wittgenstein eso sólo significa que existe una disposición a aplicar £ a un objeto o en circunstancias externas X. Las disposiciones, sin embargo, se realizan sólo cuando las circunstancias son normales, o, como suele decirse, cceteris p arib us (una cerilla no es menos inflamable por el hecho de que no se encienda cuando se la frota en un ambiente sin oxígeno). Por tanto, puede ser que se dé X en la presencia de un objeto o, y éste no sea en realidad y puede ser que un objeto sea f sin que se de X. Pero si todo parece normal, se da X, e insistimos en que o no es £, tenemos la obligación de indicar qué no es normal. X, en este caso, es lo que Wittgenstein llama un crite rio para £: está asociado por definición con la aplicación de £, pero no es condición necesaria ni suficiente de su aplicación. Un ejemplo de una definición de este tipo, mediante un criterio, una condición ni necesaria ni suficiente, lo constituiría la definición de un término de color, digamos ‘añil7, mediante una muestra. El parecido con la muestra es un criterio del color: por definición, algo es añil si y solamente si se parece a la muestra en circunstancias norma les. Así, puede ser que un objeto se parezca a la muestra y no sea añil, si las circunstancias son anormales (por ejemplo, que me parezca que se parece a causa de una reacción química extraña en mi cerebro), y puede ocurrir también lo contrario, que no se parezca y sea añil. En general, lo que es necesario para que haya comunicación es una coincidencia en el comportamiento. Wittgenstein lo enfatiza indicando que para la comunicación es necesaria una coincidencia en “formas de vida”: modos de actuar regularmente, en último extremo sin justificación racional, que son parte de una cierta manera de ser. Lo necesario para la comunicación, por tanto,
es. una “naturaleza común” . “El modo de actuar humano común es el sistema de referencia por medio del cual interpretamos un lenguaje extraño” (§ 206). Esto acaba de poner de manifiesto algo que quizás no fuese obvio hasta aquí, a saber, que cuando decimos que para que haya lenguaje tiene que haber regularidad, lo que queremos decir es regularidad a determinar según nuestras propias luces. Wittgenstein fue parco en mencionar ejemplos de elementos integrantes, en virtud de nuestra naturaleza humana común, de nuestras “formas de vida”; uno de ellos es el hábito de interpretar un apuntar en una dirección con el brazo indicando en la dirección del cuerpo hacia la mano, y no la dirección opuesta —como podría tomarlo un venusino (§ 185). Tomando el ejemplo del párrafo anterior, nuestros juicios comunes sobre cuándo un color, en circunstancias normales, es como el de la muestra, son también parte de nuestra “forma de vida”. También lo son nuestros juicios sobre qué cuenta como “circunstancias normales”. Esto conlleva una actitud de relativismo.combinada con cierto provincianismo, o, según se mire, imperialismo cultural: “«¿Dices, pues, que'laxori cordancia de los hombres decide lo "que “es" verdadero y lo que es falso?»” (§ 241). Supongamos que digo de una superficie 'esto es añil'. ¿Se sigue del punto de vista sobre el significado de Wittgenstein que la verdad o falsedad de mi aseveración se debe decidir haciendo una encuesta entre los otros hablantes del castellano? Wittgenstein dice que no, si la afirmación es la genuina expresión de una opinión : “—Verdadero y falso es lo que los hombres dicen\ y los hombres concuerdan en el lenguaje. Ésta no es una concordancia de opiniones, sino de formas de vida” (§ 241). Hay aquí varias posibilidades a examinar. Veamos. (i) ‘Añil’ puede ser un término de los “básicos”, de los que aplicamos sin ningún criterio , sin echar mano de ninguna definición (como lo son ‘rojo’ o ‘dolor de cabeza’). En ese caso, hay dos posibilidades, (a) O bien las circunstancias de la proferencia de ‘esto es añil’ son completamente normales, y entonces la situación forma parte de la regularidad constitutiva de su significado, o (b) tiene algo de anormal. En el primer caso, la afirmación no es un caso de decir , no es la expresión de una opinión. Es lo que en el texto que citaremos a continuación Wittgenstein llama un “juicio”; es uno de esos casos de aplicación del término sin necesidad de razón consciente para ello —pero no sin justificación; la justificación yace en nuestrá naturaleza, en que “así es como actuamos”—. En este caso el enunciado es una verdad analítica ; pertenece al lenguaje, por tanto, no a las opiniones o “decires” que expresamos con él,y ciertamente, para que otro nos entienda, tiene que concordar con nosotros sn ese uso. Mas la concordancia en cuestión no es concordancia en opiniones —porque lo expresado no es una opinión— sino en modos de actuar; es una :oncordancia en “formas de vida”. Wittgenstein usa ‘opinión’, como se revela sn lo anterior, para aquello que podría ser de otro modo; no se “opina” sobre verdades analíticas, en este sentido del término. El caso (b) puede darse porgue la situación sea anormal de algún modo; por ejemplo, puede no haber luz ipropiada, o simplemente estar todo a oscuras. Éste sí sería un caso de “decir”,
de expresión de una opinión, y no puede resolverse haciendo unajeneuesta^ aunque la mayoría de los usuarios del término dijera que el objeto no es añiF podría serlo, o viceversa. Pero para que el caso pueda resolverse debehaber casos de tipo (a), y para que pueda resolverse públicamente debe haber acuerdo sobre ellos entre los miembros del “público”: debe haber acuerdo “en el lenguaje”. (ii) ‘Añil’ es un término que se aplica de acuerdo con una definición, de acuerdo con algún criterio ; la definición puede ser, de nuevo, una ostensiva, la correlación de la palabra con una muestra. En ese caso, debe haber situaciones (“normales”) en que los usuarios coinciden en que la muestra y una superficie tienen el mismo color, en que el criterio de aplicación del téimino proporcionado por la definición se satisface. Si la situación en que se ha proferido ‘esto es añir es una de ellas, estamos en el mismo caso que (a). Los usuarios de ese lenguaje tienen que coincidir en su juicio, pero su coincidencia no es una coincidencia en “opiniones”; el enunciado no expresa una opinión, sino que es de nuevo una verdad analítica. Coincidiendo en ese juicio, se coincide en el lenguaje, y la coincidencia es una coincidencia en las acciones. Si la situación de proferencia no es de aquellas que definen el uso de la muestra, el enunciado es un genuino “decir”; expresa una opinión, y, como en (i) (b), no se resuelve haciendo una encuesta. La mayoría de los usuarios del término pueden creer que la cosa no es añil, y serlo, o viceversa. En un sentido claro, la concepción del significado del segundo Wittgenstein es por tanto “provinciana”: de acuerdo con ella, no puede haber “esquemas conceptuales alternativos”. Algunos antropólogos han sostenido que hay grupos de individuos que piensan, y tienen incluso lenguaje, pero los contenidos de sus pensamientos y de sus enunciados nos son tan radicalmente ajenos que no podemos entenderlos. No tienen, pues, creencias en común con nosotros. Si Wittgenstein tiene razón, sin embargo, sólo cabe hablar de lenguaje allí donde hay regularidad en la acción; “regularidad”, como hemos enfatizado, juzgada según nuestras luces. Para que sea el caso que los individuos de una cierta tribu usan un lenguaje, deben usar las expresiones de ese lenguaje de modos reconocibles por nosotros, de modos que nos permitan una distinción entre usos apropiados y usos inapropiados. Quizás, pues, no coincidamos en ios “decires”, en las opiniones; pero para poder llegar a apreciar eso hemos tenido que encontrar previamente una gran dosis de acuerdo en los “juicios”: por ejemplo, en las aplicaciones en casos normales de términos espaciales, temporales, etc. (§§ 206207). Ésta es otra consecuencia de la concepción pro yectivista de los significados de Wittgenstein, de la concepción de los significados como propiedades dependientes de la reacción. Se supone tradicionalmente que las verdades analíticas son independientes de los hechos: “ningún soltero está casado” o “dos más dos son cinco o no lo son” son paradigmas de verdad analítica. Se supone esto porque se supone que los significados son independientes de los hechos. El punto de vista de Locke y el del Tractatus conllevan este supuesto. Consideraciones escépticas radicales, como la famosa apelación por parte de Descartes al Genio Maligno,
lo presuponen también: el mundo podría ser radicalmente distinto a como me lo represento, y a como creo que es, y, sin embargo, mis pensamientos y mi lenguaje tendrían exactamente los contenidos intencionales que tienen. Preci sámente porque tendrían esos mismos contenidos puedo describir la situación como una en que el mundo es radicalmente distinto a como me lo represento. Desde el punto de vista de Wittgenstein, como acabamos de enfatizar, enunciados que tienen la forma de enunciados de hecho, como ‘esto es rojo', dichos en ciertas circunstancias, son analíticamente verdaderos; si no hubiera circunstancias de uso en que enunciados como esos son verdaderos, no habría significados. Otra consecuencia filosóficamente interesante de esto es que el escepticismo radical carece de sentido: no puede ser que el mundo sea radicalmente distinto a como me lo represento, que no haya cosas rojas, ni cubos, y yo, sin embargo, tenga ideas de rojo, ideas de cubos, palabras que significan rojo y cubo. La comunicación por medio del lenguaje requiere no sólo acuerdo en las definiciones, sino también (por extraño que esto pueda sonar) acuerdo en los juicios. £sto parece suprimir la lógica, pero no la suprime. —Una cosa es descri bir los métodos de medida, y otra hallar y enunciar resultados de mediciones. Pero lo que llamamos “medir” está también determinado por una cierta constancia en los resultados de las mediciones (§ 242).
Vimos antes (§¿:. 241) que la verdad o falsedad de las “opiniones” rio se resuelve según Wittgenstein por medio del acuerdo entre los hombres, pero que la posibilidad de expresar opiniones susceptibles de verdad o falsedad requiere el acuerdo “en el lenguaje”; vemos ahora que el acuerdo en el lenguaje es una coincidencia en definiciones, pero también en los juicios. Los “juicios” que son parte de la conformidad lingüística,, so pena de contradicción, no pueden, por tanto, ser las “opiniones” de § 241. Pero no hay ninguna dificultad en interpretar a Wittgenstein: está claro que los “juicios” aquí en cuestión son esos actos de aplicación de términos, muestras, etc., que no tienen ni pueden tener fundamento racional (en especial, que no tienen como fundamento un “atender a definiciones”), cuya única justificación está en nuestra naturaleza, y que constituyen, en virtud de su regularidad, esas costumbres, esas técnicas, en definitiva esas disposiciones que son en último análisis los significados. Como se recordará (X, § 5), rechazado el representacionalismo, el único argumento del Tractatus para motivar el fenomenalismo consistía en que “el que una proposición tenga sentido no puede depender de que otra sea verdadera” (T, 2.0211). La tesis de las Investigaciones que estamos examinando es la opuesta: para que una proposiciones tengan sentido, otras (los “juicios”) tienen que ser verdaderas. Esto parece abolir la lógica y la semántica, o, mejor, disgregarlas entre las ciencias —el estudio de qué enunciados son verdaderos, de cuáles son los hechos. Pues los hechos lógicos no son ahora sólo aquellos que tienen toda la apariencia de ser independientes del mundo, cómo que todos los cuerpos son extensos o que si todos los griegos son mortales y Sócrates es
griego, entonces Sócrates es mortal. También lo que tiene toda la apariencia de; lo fáctico, como que este objeto es rojo o se parece a esta muestra son, 'según" el nuevo punto de vista de Wittgenstein, hechos lógicos. Una concepciónrde te lógica como la del Tractatus , según la cual la lógica es “algo sublime’’^álgo> completamente independiente de los hechos y previo a los hechos, es incbriib patible con ello. Esto no es sólo una cuestión de apariencias. En un sentido, al menos, los juicios son “fácticos”: son recusables. Ni un individuo ni una comunidad lingüística pueden estar ciertos de que algo que toman por un juicio, y que por tanto determina el significado de algunos términos, no habrá de ser abandonado un día. La propuesta de Wittgenstein conlleva, por tanto, el abandono de los supuestos cartesianos sobre el conocimiento que recordamos al comienzo. Los juicios son verdades analíticas, cognoscibles a priori, y, por tanto, cuentan entre aquello que conocemos mejor. Sin embargo, podemos contemplar situaciones en que habríamos de abandonarlos. “La verdad de mis enunciados es el criterio de mi comprensión de esos enunciados” (Über Gewissheit , § 80). “La verdad de ciertas proposiciones empíricas pertenece a nuestro marco de referencia” (ibid., § 83). “Podemos imaginar que algunas proposiciones, con la forma de proposiciones empíricas, se han solidificado y funcionan como canales para aquellas otras proposiciones empíricas que no se han solidificado sino que permanecen fluidas; y que esta relación se alterara con el tiempo, en tanto que algunas proposiciones fluidas se solidificaran, y otras antes solidificadas se hicieran fluidas” (i b i d § 96). El símil debe interpretarse así: “solidificado” se aplica a proposiciones la aceptación de cuya.verdad es constitutiva del signi fi c a d o , “fluido” a proposiciones cuya falseda d puede ser contem plada sin que ello implique un cambio de significado. Los grandes cambios científicos ofrecen ejemplos ilustrativos de lo que Wittgenstein describe aquí. ‘La Tierra no es un planeta' es, en el marco geocéntrico, una de esas proposiciones solidificadas, que establecen el marco de referencia. En el marco heliocéntrico, sin embargo, se toma como una fluida, que puede ser rechazada (y lo es). Pero sigue cabiendo, según Wittgenstein, una distinción entre un estudio de los significados, y un estudio de la verdad de los en.iinciad.os que, supuestos los significados, podemos formular; sigue cabiendo una distinción entre la lógica y la ciencia. “Pero si alguien dijera: «por tanto, la lógica es una ciencia empírica», estaría equivocado. Esto, sin embargo, es cierto: la misma proposición puede ser tratada en un momento como algo a contrastar con los datos empíricos, y en otro como una regla para el contraste empírico” (Über G ewiss heit , § 98). Para justificar que puede haber lógica incluso supuesta su concepción del lenguaje, Wittgenstein apela a una analogía. Cabe distinguir la formulación de un procedimiento de medida (y el estudio de ello) de la determinación de mediciones con ayuda del procedimiento, aun cuando, en contra de lo que algún filósofo podría pensar, las dos tareas no son completamente inde pendientes. “A p rio ri ” podríamos quizás utilizar como “reloj” el eorazón del Papa; la unidad de medida del tiempo sería el período que ocupa un latido de su corazón, en lugar, digamos, del ciclo diario del Sol. Si no lo hacemos es
dad filosófica “adquiere su finalidad” (y por tanto su valor) “de los problemas filosóficos” (§ 109), esto es, de los berenjenales en q u e —por falta de una visión suficientemente abarcante— nos metemos cuando reflexionamos sobre el funcionamiento de algunos de nuestros términos. Es por esta razón que Wittgenstein rechazaría la objeción del partidario de la filosofía correctiva a su apelación a que en el lenguaje común atribuimos normatividad a los significados. Que podamos definir una noción no normativa de. ‘significado’, y que quizás esa noción sea útil para ciertos propósitos, es totalmente irrelevante con respecto a la tarea de desmontar los castillos en el aire del mentalista. Lo que aquí procede es una descripción correcta de nuestro uso de la palabra ‘significar’, efectuada de tal modo que se pueda llamar la atención del mentalista a todo lo que su simplista descripción ha dejado fuera. Pese a las grandes diferencias filosóficas entre el Tractatus y las Investí gaciones, la concepción de la filosofía en una y otra obra guarda cierta relación. Tienen además en común el ser igualmente increíbles, y el quedar igualmente refutadas por el ejemplo mismo de la obra en que se defienden. En el Tractatus se nos prohíbe decir lo que sólo se puede mostrar; es decir, las verdades analíticas pero no lógicas cuya enunciación interesa a la filosofía. Pese a ello, su autor se las arregla para decimos algunas. En las Investigaciones se insiste en que no merece la pena hacer afirmaciones filosóficas verdaderas, porque ello equivaldría a enunciar trivialidades. Pero las afirmaciones filosóficas qüe hace la obra están bien lejos de ser triviales; son, como estamos viendo, sumamente controvertidas. A mi juicio, persiste a lo largo de toda la obra de Wittgenstein un error básico, con el que comenzamos ya a enfrentamos en la discusión sobre el carácter informativo de las teorías lingüísticas al comienzo mismo (I, § 4). La vinculación del significado al uso que hace Wittgenstein, así como el falibilis mo epistemológico con el que va asociada, son a mi juicio enteramente correctas: son también parte de una concepción extemista. Es cierto que el conocimiento tácito que tenemos del lenguaje y del contenido de nuestros juicios está esencialmente vinculado al uso; y es cierto también que los casos claros de ejercicio de ese conocimiento han de ser perfectamente obvios. Es obvio, por ejemplo, que quien asevera el enunciado (1) al comienzo podría aseverar lo que no es el caso. Pero una enunciación explícita de tal conocimiento (aquello que persiguen las teorías lingüísticas en general, y la filosofía en particular), ela borada tomando como datos esos casos obvios, no tiene por qué tener nada de obvio. De hecho, sabemos ya que no va a serlo. No sólo a partir del ejemplo inicial de las citas (II), o de todos los problemas semánticos que hemos discutido en este libro: modalidades, oraciones de atribución de actitudes proposicionales, etc. Sino, por encima de todo, a partir de lo tremedamente enrevesado que se está revelando el problema que más interesa a la filosofía del lenguaje: clarificar las relaciones entre las palabras, las ideas y las cosas. Sólo pasamos esto por alto porque nos ocultamos el verdadero problema (a saber, caracterizar correctamente de manera explícita la sistemadcidad de las propiedades lingüísticas), por el proce ; dimiento de discutir ejemplos aislados tales como ‘añil’ o ‘cubo’.
Describir el objetivo de la filosofía como el de ofrecer una enunciación “sinóptica” de los hechos sobre el uso no cambia un ápice este diagnóstico. También la economía trata de ofrecer una enunciación sinóptica de los intercambios económicos, y la sintaxis una de las reglas sintácticas, y eso no las hace menos explicativas, ni menos complicadas, ni menos necesitadas de utilizar el mismo método inductivo que emplean también lós físicos. El error básico que persiste a lo largo de toda la obra de Wittgenstein es el de proyectar características de aquello en lo que consiste el conocimiento tácito del significado, sobre las enunciaciones teóricas de ese conocimiento tácito. Este error básico está también, curiosamente, en la raíz del mentalismo tradicional. Una cosa es que para poder tener representaciones de acaecimientos objetivos deba “conocer” directamente (no intencionalmente, m , § 3) estados internos míos. Esto, como argumentamos antes (X, §2), parece ser así. Otra muy distinta, que quepa trasladar las propiedades de este conocimiento (en particular, su carácter directo , que es consiguiente al hecho de que se trate de un conocimiento nointencional, esencialmente distinto al conocimiento intencional que tenemos por medio suyo de entidades objetivas) a los estados intencionales en que me los represento explícitamente. Esto dista de ser correcto: los conceptos a partir de los cuales tenemos acceso intencional a nuestras vivencias introducen estas entidades por su contribución como modos de presentación en la representación de entidades objetivas. A mi juicio, esta falacia está en la base de las doctrinas filosóficas que se oponen al realismo sin epítetos: de las diversas formas de antirrealismo, y también de los diversos realismos fingidos. En la próxima sección volveremos sobre esto. La fa la c ia de la explicit ació n es la falacia consistente en proyectar características de aquello en lo que consiste el conocimiento tácito del significado, sobre las enunciaciones teóricas de ese conocimiento tácito. En el caso del Wittgenstein de las Investigaciones, la falacia consiste en defender que una explicitación teórica del conocimiento que los hablantes tienen del significado sólo puede consistir en una relación que indique cómo se aplican los términos en casos paradigmáticos. Una relación así caracteriza, ciertamente, el conocimiento tácito del que la explicitación teórica pretende dar cuenta. Pero hay buenas razones (fundamentalmente, la sistematicidad observable en la relación) para pensar que la representación teórica debe ir más allá. El tratamiento del problema de la intencionalidad, que era parte tan impoP tante de la justificación de la concepción del lenguaje propuesta en e\ Tracta tus, puede servimos como ejemplo ilustrativo de cómo aplica Wittgenstein su método terapéutico. (Cf. la discusión del argumento tractariano contra el repre sentacionalismo en X, § 5, donde citamos algunos de los textos pertinentes de las In vestiga cio nes fijándonos entonces sólo en la representación que en ellos se hace de los argumentos del Tractatus.) El problema tiene un aspecto positivo y uno negativo. El aspecto positivo era que, si la figura es verdadera, la
situación representada es la situación real. El negativo era que la figura puede muy bien ser falsa; no hay en ese caso ninguna situación real, pero la situación representada no varía en un ápice, y la figura sigue siendo una figura de la rea lidad.
Para el segundo Wittgenstein no hay ningún misterio en la capacidad del pensamiento y del lenguaje para “contener” los acaecimientos que representan. Me dicen que en una urna opaca hay una bola que va a ser extraída, y conjeturo que la bola es roja, lo que expreso así: ‘es roja’. Si es correcto decir de mí, cuando formulo la hipótesis, que entiendo la palabra ‘rojo’, es porque hay una cierta regularidad en mis usos pasados de esa expresión, común a la existente en los usos de otros hablantes del español. En virtud de esa regularidad, cabe decir de mí que estoy dispuesto a aplicar la palabra de un cierto modo: eso es lo que queremos decir cuando decimos que entiendo la palabra, y no que tengamos o podamos tener el color de la esfera de algún modo extraño presente a la mente. Decir que la bola resulta ser roja es decir que la acción correcta, de acuerdo con esa regularidad, es predicar de ella ‘rojo’; que eso es lo que haríamos, si se nos presenta con la luz debida, cuando nuestro sistema^ visual funciona normalmente, etc. El mentalista protestaría diciendo que el queí haya una regularidad anterior en mi uso de ‘rojo* no es más que un condicionante empírico, una explicación causal de cómo yo he aprendido a “conectar” la palabra con su significado; pero la cosa “podría también imaginarse de otro modo”, es decir, podría imaginarse que yo hubiera efectuado la conexión sin ninguna experiencia anterior. Este no es más que otro modo de repetir que la regularidad en el uso pasado no puede ser lo constitutivo del significado. Como vimos, Wittgenstein rechaza esto; la disposición al uso coincidente con el de la comunidad lingüística es constitutiva del significado. El aspecto negativo, por otra parte “tiene la forma de lo evidente”, y “puede también expresarse así: se puede pen sa r lo que no es el caso” (§ 95). No hay ninguna dificultad, en la concepción disposicional de los significados, para explicar la posibilidad de significar lo que ño es el caso, ni es preciso tampoco postular para ello estados conscientes dirigidos a sensaciones. Las disposiciones a la conducta que dan su significado a ‘es roja’ determinan como correctos algunos usos de la oración y como incorrectos (esto es, falsos), otros. Esto es, en rigor, “evidente”, una verdad analítica sobre las disposiciones. Yo pienso ‘es roja’ en relación con la bola que va a salir; esto significa que, sobre la base de mi comportamiento, está justificado atribuirme una cierta disposición al uso de la expresión, compartida con mi comunidad; es compatible con esto que la bola que salga no sea roja, esto es, que, en circunstancias normales, la bola no sea como aquellas que en esas circunstancias llamamos rojas. El mentalista, sin embargo, malinterpreta nuestros modos de hablar sobre los significados (§ 194b). Decimos que el que sea correcto o no aplicar ‘rojo’ a la bola que se ha de extraer de la urna depende del significado que ya tiene la palabra ‘rojo’ cuando formulo la hipótesis. Y esto, que según Wittgenstein no se ha de entender más que como la atribución de una pro piedad puramente disposicional, lo interpretamos como si fuese la atribución
de una propiedad no disposicional, como si estuviésemos hablando de una característica misteriosamente asociada por mí con la palabra en mi consciencia al formularla. Que la bola sea o no roja lo ha de decidir la experiencia, decimos; pero que su ser roja consista en su tener la propiedad que significamos con ‘rojo’ cuando le atribuimos la hipótesis no requiere hacer ningún experimento. Esto es enteramente correcto. Pero lo que en realidad describimos con ello es la “compulsión de la regla”, el que lo que determinará si la bola es o no roja no son, en último extremo, “razones”, sino el que está en mi naturaleza el juzgarlo así; en definitiva, el que “así es como actúo”. Mas combinamos este modo de hablar de los significados (por lo demás perfectamente apropiado, si se interpreta correctamente) con el precedente (“la oración ‘es roja’ ya tiene su significado cuando formulo la hipótesis”) añadiendo misterio al misterio: la relación entre el rojo significado por mí con ‘rojo’ al formular la hipótesis —asociado misteriosamente ya entonces con la palabra— y el rojo de la esfera no es empírica, decimos ahora, sino mucho más indisoluble que cualquier relación empírica. Es así que se da en creer que “el mundo es mí mundo”: el rojo que la bola haya de tener luego “ya está en mi mente” cuando me represento la bola como roja. Importa poco que haya un “luego” o no. “Somos, cuando filosofamos, como salvajes, hombres primitivos, que oyen los modos de hablar de los hombres civilizados, los malinterpretan, y sacan luego las más extrañas conclusiones de su interpretación” (§ 194).
6. El antirrealismo de las Investigaciones El realismo se caracteriza por distinguir, en ciertos casos, la cuestión de qué ha de darse para que un enunciado sea verdadero (sus condiciones de ver dad) de la cuestión de qué ha de darse para que sepamos que es verdadero (sus condiciones de constatación , las condiciones que, si se dieran, nos llevarían a declararlo verdadero). En ciertos casos al menos, un enunciado podría ser verdadero, es decir, podrían darse las condiciones para su verdad, y nosotros no estar nunca en disposición de averiguar si lo es, esto es, podrían no darse las condiciones para su constatación. Si constatar un enunciado matemático es demostrarlo , ofrecer una prueba de él, entonces la matemática nos ofrece muchos ejemplos de enunciados que, intuitivamente, parecen ser susceptibles de ejemplificar la situación descrita. Por ejemplo, la célebre conjetura de Goldbach dice que todo número par mayor que 2 es la suma de dos números primos. Que esto es verdad se ha demostrado para un cierto número de números, pero no se ha podido probar su verdad general; tampoco, sin embargo, se ha probado que sea falso. Quizás, pues, se den las condiciones para su verdad (quizás sea verdadero), pero no exista ningún modo de que nosotros podamos saberlo nunca. Los enunciados sobre entidades teóricas suministran ejemplos adicionales: quizás sea verdad que hay un agujero negro en Andrómeda, pero no estemos nunca en condiciones de saber
lo; es decir, quizás sea en principio imposible que nosotros, con nuestro aparato cognoscitivo, detectemos nunca la presencia del agujero negro en cuestión. Para distinguir las condiciones de verdad de las condiciones de constata ción de un enunciado precisamos imaginar una situación en que se dan las primeras, pero no las segundas, en un sentido más fuerte que el meramente de fa c to \ en el caso de la conjetura de Goldbach, no se trata de que, de hecho, pueda ocurrir que la humanidad no dé con la prueba; esa posibilidad no permite distinguir las ideas de condiciones de verdad y condiciones de constata ción. Es decir, incluso aunque las condiciones que habrían de cumplirse para que la conjetura de Goldbach fuese verdadera fuesen precisamente las condiciones que habrían de cumplirse para que seres con nuestras capacidades cognoscitivas conociesen su verdad, podría ocurrir que, por accidente, nadie diese con una prueba. (Porque, pongamos por caso, un accidente nuclear destruye la humanidad, que resulta además ser el único producto inteligente de la evolución, antes de que ningún matemático dé con ella.) Lo mismo cabe decir sobre el enunciado acerca del agujero negro en Andrómeda. De lo que se trata, para que haya una genuina distinción entre condiciones de verdad y condiciones de constatación , es de que haya un enunciado tal que las condiciones para su verdad se dan, pero sea en principio imposible que seres con nuestras capacidades cognoscitivas comprueben que ése es el caso. Si los términos de género natural como ‘tigre’ u ‘oro’ significan esencias reales, los enunciados de la forma esto es un f, donde un término de género natural ocupa el lugar de la variable, ofrecen nuevos ejemplos. Se mostró antes (IV, § 3) que, intuitivamente, usamos esos términos bajo el supuesto de que hay una “esencia real”, una “constitución” o “estructura” interna, común a todos los casos de aplicación correcta del término, que explica causalmente las pro piedades observables de los objetos en cuestión (el que los tigres, generalmente, tengan una cierta forma, ciertas rayas, ciertas apetencias alimenticias, sexuales, etc.; el que las piezas de oro tengan generalmente un cierto color, un cierto brillo, un cierto peso relativo, etc.). De acuerdo con esto, las condiciones que han de darse para que el enunciado ‘esto es un tigre’ sea verdadero se. resumen en que el objeto indicado tenga la constitución interna en cuestión. Por otra parte, como se recordará, Locke sostenía que usar los términos de género natural bajo el supuesto de que hay una tal esencia real que guía su aplicación constituye un abuso del lenguaje. Su propuesta nominalista (IV, § 3) era corregir este abuso, usándolos bajo el supuesto de que lo que guía la aplicación es una cierta esencia nominal, un conjunto de propiedades observables .comunes a los objetos de los que es correcto aplicar el término. Si el significado de un término como ‘tigre’ es el que Locke propone, /entonces no cabe una distinción entre las condiciones de verdad de ‘esto es un tigre’ y sus condiciones de constatación, en el sentido indicado dos párrafos más arriba. Cabe pensar un enunciado de ese tipo que es verdadero, aunque ningún ser humano nunca vaya a constatar que lo es (digamos que la humanidad ya ha desaparecido, pero aún hay tigres); pero no cabe pensar en un enunciado así que es verdadero aunque un ser con las capacidades cognoscitivas de
un ser humano normal no podría constatarlo. Las condiciones que han de darse para que ‘esto es un tigre’ sea verdadero, de acuerdo con la propuesta de Locke, se reducen a que el objeto indicado tenga ciertas características observables: y aquí “observable” significa p rop ie da d cu yo da rs e en ca so s co ncre to s un ser humano normal puede constatar. Las propiedades secundarias, dado lo magro del compromiso que adquirimos al caracterizarlas, son para Locke un ejemplo de esto; las propiedades primarias también lo son, aunque los com promisos sean en este caso mayores. Por otra parte, si el significado de los términos de género natural es el que intuitivamente pensamos que es (es decir, si es la esencia real la que guía la aplicación correcta del término, y la esencia nominal no es sino un indicador falible de ella), entonces sí que parece pensable una situación en que las condiciones de verdad y las condiciones de constatación van por caminos distintos. Esto es, parece pensable que haya un objeto que tenga las características observables de los tigres, pero que no tenga la constitución interna de los tigres, porque la estructura interna que produce las distintivas características observables de los tigres no tenga nada que ver con la que las produce en el caso de los tigres, y que a seres con nuestras capacidades cognoscitivas les esté vedado averiguarlo. No se dan, pues, las condiciones para la constatación de ‘esto es un tigre’. Nunca sabremos que esta proferencia de ‘esto es un tigre’ es falsa; de hecho, pensaremos que es verdadera, porque se dan las condiciones que típicamente permiten constatar un enunciado de esas características. También podría ocurrir al revés. Quizás hay una constitución interna común a los tigres, que explica sus características observables; quizás este objeto tiene esa constitución interna (aunque se parece bastante más a un puma que a un tigre), pero la esencia real en cuestión es demasiado compleja, y nunca vamos a ser capaces de determinarla. Esta discusión revela que la posibilidad de distinguir verdad de verifica ción depende de nuestra teoría del significado. Se dice que una explicación del significado que identifica las condiciones de verdad de un enunciado con sus condiciones de constatación es una teoría verificacionista. Por supuesto, la identificación se hace en los términos idealizados expuestos; toda explicación del significado debe permitir decir que hay enunciados que son verdaderos aunque, d e h e c h o , no hemos averiguado que lo son, y quizás no lo averigüemos nunca, y viceversa. Esto se sigue, una vez más, de la intencionalidad del significado. La propuesta de Locke es, pues, una teoría verificacionista en el ámbito específico de los términos de género natural. Hay muchas diferencias de detalle entre los partidarios de teorías verificacionistas del significado, pero es común a todos ellos la defensa de un cierto p rin cip io v e rifi ca cio n ista , que el verificacionista W. V. O. Quine formula elegantemente así: el significado de un enunciado es la diferencia que su verdad produciría en nuestra experiencia. Según este principio, las condiciones que han de cumplirse para que un enunciado sea verdadero han de manifestarse en experiencias que podríamos tener. Las propuestas verificacionistas sobre el significado están en muchas ocasiones motivadas por impulsos ilustrados. Ése es ciertamente el caso en lo que
respecta al nominalismo de Locke, así como en el de otras propuestas verifi cacionistas que presentamos anteriormente: la concepción humeana de las relaciones nómicas, en sus diferentes versiones. Aceptar que un cierto enunciado pueda ser verdadero, incluso aunque su verdad no se va a manifestar ni se podría manifestar de ningún modo a nosotros, parece una invitación a todo tipo de oscurantismos. Una teoría del significado que nos diga que un enunciado así, simplemente, carece de significado (que su diferencia con una sarta de sonidos inarticulados sólo está en que está formado por expresiones que, en otras combinaciones, tienen significado) nos da un modo drástico de cortar el paso a los traficantes de misterios. Y, por otra parte, no hace falta echar mano del heideggeriano “la nada nadea” para encontrar enunciados de los que sos pechamos que carecen de significado, aunque estén formados po r expresiones significativas. En una de sus novelas, el novelista contemporáneo Antonio Muñoz Molina atribuye a alguien ‘esa cualidad inmutable de quienes viven, aunque no lo sepan, con arreglo a un destino que probablemente les fue fijado en la adolescencia’. Atribuciones así, ciertamente, no parecen tener significado más que en el sentido de que son combinaciones de palabras que, en otros contextos, producen frases inteligibles. El verificacionista confirmaría ese diagnóstico, si no fuésemos capaces de indicarle cómo un ser como nosotros podría en principio determinar en qué casos se da la presencia de esa “cualidad inmutable”. Un verificacionista, en definitiva, acepta sólo como referentes (constituyentes de las condiciones de verdad) entidades constatables. Locke acepta como referentes nuestras ideas, de las que tenemos la experiencia más segura a través de la introspección, las propiedades observables de las cosas que causan esas ideas, primarias y secundarias, y las ideas de los otros. Un fenome nalista partidario de la versión reductivista eliminatoria de la concepción humeana de las relaciones nómicas —como el primer Wittgenstein— acepta un ámbito más estrecho de referentes, reduciéndolo todo a las ideas del sujeto que usa un cierto idiolecto en un momento dado. Un antirrealista más refina, do, partidario de la versión proyectivistaindividualista de la concepción hume ana —como el Wittgenstein del período intermedio— acepta, además de las ideas de un sujeto tal, referentes no reducibles a ellas (los objetos usuales, sus propiedades, las relaciones nómicas entre ellos, etc.); pero insiste en que éstas no son entidades plenamente objetivas, sino que su estatuto es el de la comicidad o el aburrimiento. Tanto el solipsista, como este antirrealista depurado, son conductistas sobre las ideas de los demás; términos tales como ‘concepto de rojo’, ‘dolor’, ‘significado de ‘rojo”, cuando se aplican a los otros, han de entenderse como haciendo referencia a la conducta observable. De otro modo, según estas concepciones, las condiciones de verdad de un enunciado como ‘él tiene una idea de rojo' no coincidirían con sus condiciones de constatación. La teoría del significado del segundo Wittgenstein implica, de manera general, tesis verificacionistas en todos los ámbitos a propósito de los cuales el realismo parece intuitivamente razonable: a propósito de los términos de género natural, a propósito de los enunciados matemáticos, a propósito de las
relaciones nómicas,. etc. Más específicamente, implica concepciones proyecté vistas, de la variedad comunitaria. Su argumento en favor de la misma es, esencialmente, que las concepciones verificacionistas que acabamos de describir no están finalmente a la altura del ideal ilustrado que las motiva: examinada la cuestión a fondo, resulta que no permiten trazar esa misma distinción entre juicios correctos y juicios incorrectos ni siquiera en esos casos paradigmáticos a los que el ideal ilustrado quiere asimilar todos los demás, eliminando así los misterios. El proyectivismo de las Investigaciones admite diferentes especificaciones, más o menos precisas. El significado de un término de género natural, por ejemplo, es una cierta disposición al uso de esa expresión; es la disposición de ciertos miembros de la comunidad a aplicar el término en ciertas condiciones, seleccionadas como adecuadas también por la comunidad. La disposición puede especificarse de un modo más o menos idealizado (siempre que no recurramos a la “estrategia del astrólogo”, V, § 5). Podemos, por ejemplo, admitir que sólo los juicios de ciertos individuos (los “expertos”) en ciertas circunstancias establecen qué es un tigre y qué no lo es, y no los juicios de cualquier usuario competente. Mis juicios sobre qué es un abedul, y qué no lo es, por más que los efectuase a plena luz del día, cuando no he bebido nada de alcohol, ni estoy enfermo, etc., no contarían. Ahora bien, en la medida en que no se recurra a la estrategia del astrólogo, la disposición sólo puede tener que ver con la determinación de la presencia de lo que Locke llamaba la esencia nominal de los tigres. (Cabe incluir resultados de ciertos experimentos prototípicos que llevan a cabo los “expertos” de la comunidad, etc., y no meramente la constatación de una cierta apariencia.) Tal esencia nominal constituiría lo que Wittgenstein llamaba el criterio para la aplicación del término ‘tigre’. Cabe así la posibilidad de que juzguemos que las condiciones subsumidas en el criterio para la aplicación de un término se dan, y posteriormente hayamos de corregir la aplicación.
7. El argumento contra la posibilidad de un lenguaje privado y la concepción wittgensteiniana de la mente En la sección § 2 del capítulo III reprodujimos los argumentos que llevan a la distinción entre los acaecimientos y las vivencias, y a asignar a éstas el característico papel de mediadores en el conocimiento de aquéllos que el repre sentacionalismo les atribuye. Una pieza fundamental, como se recordará, era el argumento del conocimiento, (d). Las secciones de las Investigaciones que contienen el argumento contra el lenguaje privado (§§ 243315) cuentan entre las que más controversia hermenéutica han suscitado en la literatura filosófica. Quizás lo único claro es que su objetivo es demoler los argumentos promen talistas tanto de los representacionalistas originales, Descartes y Locke, como de sus herederos lógicos, representacionalistas depurados y solipsistas, poniendo en cuestión la consecuencia que expusimos al final de § 1. No puede haber
un lenguaje privado; las palabras no pueden significar entidades presentes a mi mente, que yo puedo observar a través de la introspección, y de cuya presencia nadie más que yo puede saber. En lo que sigue expongo lo que yo creo que es el argumento. Para prevenir malentendidos fundamentales conviene empezar describiendo los propios puntos de vista de Wittgenstein sobre las vivencias. Como hicimos en la sección indicada, discutiremos inicialmente un caso simple, el del dolor “como de calambre en la pierna izquierda” allá presentado. Utilizaré el término ‘#dolorcpi#’, siguiendo una convención ya introducida anteriormente, para dejar claro que nos referimos al “dolor como vivencia”, y no al “dolor como acaecimiento objetivo” —el que tiene en mente el médico al describir el dolor en cuestión como “imaginario” en el caso del paciente de hernia discal—. (En el caso de los dolores, el uso de ‘dolor’ para las vivencias es el más usual, como ya reseñamos.) De acuerdo con la concepción de Wittgenstein, un término como ‘#dolorcpi#’ —como cualquier otro— significa una disposición humeana (entendida de acuerdo con la concepción proyectivistacomunitaria) a llevar a cabo ciertas conductas (el uso del término entre las mismas) en ciertas condiciones: aquellas justamente que constituyen los casos correctos de aplicación. Las manifestaciones de la disposición son muy variadas; pensemos en las circunstancias en que enseñaríamos cómo usar ese término a alguien: una persona realiza aspavientos característicos del dolor, al tiempo que cojea, después de haber llevado a cabo el tipo de ejercicio físico que normalmente causa calambres; mediante un test clínico, constatamos que se da una cierta condición muscular en la pierna, normalmente seguida de los aspavientos indicados, etc. Como era de esperar, pues, el significado del término no se da en términos de referentes objetivos, sino en términos de condiciones de constatación. Estas condiciones son situaciones públicas, intersubjetivamente reconocibles por los usuarios presentes de términos como ‘dolor’, en condiciones que los mismos usuarios consideramos apropiadas para ello; Ahora bien, como ya indiqué anteriormente, Wittgenstein no.niega.que haya vivencias, ni que,un individuo a quien se aplica el término 4#dolorcpi#’ tenga, típicamente, una cierta sensación. No sólo indica repetidamente que las vivencias pueden ser, en el caso de muchos términos, elementos definicionalmente asociados al uso de las palabras (como puedan estarlo las palabras ‘no casado’ a la palabra ‘soltero’); lo que dice en el curso de su discusión sobre la posibilidad de un lenguaje privado es ininteligible de otro modo. Dicho esto, es preciso admitir que la aceptación wittgensteiniana de las vivencias no es del todo sincera. Empleando términos que ya hemos explicado, Wittgenstein es sincero al señalar que su punto de vista sobre los estados de consciencia (notar una vivencia), que tanta importancia tienen para la concepción mentalista, no es la del reductivismo eliminatorio en este ámbito. Pero él mismo admite que su concepción no es tampoco realista; su concepción de los estados conscientes es (al igual que su concepción de todo lo que el realismo considera objetivo) proyectivistacomunitaria. Tener una vivencia es
estar en un estado que sería clasificado de ese modo por un usuario competente del lenguaje de las vivencias, en condiciones consideradas apropiadas poi los usuarios competentes del lenguaje de las vivencias. Y esto es, como haré patente después, intuitivamente inaceptable. Pero lo importante ahora es que apreciemos la fuerza de su argumento contra el realismo a este respecto de] mentalista. En lo que respecta al discurso sobre estados conscientes expresado en nuestro lenguaje común (quizás remozado un tanto artificiosamente, mediante la adición de “comillas de vivencias”), el único realismo compatible con la concepción mentalista es un realismo fingido. Y este realismo fingido es refutable del mismo modo que lo son el realismo fingido sobre el mundo externo, el solipsismo y el proyectivismo individualista: porque no pueden dar cuenta de la normatividad de nuestras aseveraciones y pensamientos, de su carácter intencional. Es decir, el mismo argumento que muestra en general cómo la concepción mentalista no puede dar cuenta de la normatividad del significado (§ 2), muestra también que esa misma concepción no puede dar cuenta de la normatividad de nuestros juicios y asertos sobre estados conscientes. El argumento contra el lenguaje privado (§§ 243315) no es más que una aplicación del argumento expuesto en § 2. Así lo revela el pequeño anticipo que aparece en el curso de ese argumento (§§ 138242) : «Por tanto, “seguir la regla” es una práctica. Y creer seguir la regla no es seguir la regla. Y por tanto no se puede seguir “privadamente” la regia, porque, de lo contrario, creer seguir la regla sería lo mismo que seguir la regla» (§ 202).3 Podemos, así, exponer brevemente el núcleo deJ argumento. Supongamos que uso c#dolorcpi#’ para registrar cuándo experimento una cierta vivencia. En t, me digo que está justificado atribuirme ‘#dolorcpi#\ En me digo lo mismo; está justificado atribuirme ‘#dolorcpi#\ La condición mínima que ‘#dolorcpi#’ debe satisfacer, para ser una expresión lingüística (no importa ahora si pertenece a un lenguaje público o a un idiolecto personal) es que que pa_al menos considerar la posibilidad de, que se usa incorrectamente;por ejem plo, de que aseverar en t^ para registrar mi estado interno, fue hacer algo incorrecto (incluso aunque, de hecho, no ocurriera así; incluso aunque mi registro hubiese sido, de hecho, enteramente acertado). Esta posibilidad debe existir, incluso si convenimos en que (a causa de la incorregibilidad de los juicios sobre los propios estados conscientes) un hablante sincero que comprenda el término no puede equivocarse cuando se atribuye ‘#dolorcpi#’ a sí mismo. Para que exista, debe existir, como mínimo, alguna relación entre usos pasados del término (por ejemplo, el uso en t,) y el uso presente. Pero, en la concepción mentalista, tal conexión no existe. Pues un lenguaje es el idiolecto privado de un individuo en un momento dado. Desde luego, cuando registro en ^ ‘#dolorcpi#’ tengo recuerdos sobre cómo creo ahora que usaba el término en t,. Pero, en lo que respecta a los sentidos que definen sus propiedades semán3.
Ponerlo así de man ifiesto es el gran acierto de Kripke (y no se trata del tínico acierto).
ticas esenciales —si estamos contemplando la variante representacionalista—, o en lo que respecta a las referencias mismas —si contemplamos más bien la solipsista o el proyectivismo individualista—, el lenguaje que de hecho usaba en t, y el que uso ahora pueden ser totalmente distintos. Yo, en ^ soy la única autoridad sobre las propiedades semánticas esenciales de ‘#dolorcpi#’ tal como lo uso en t^ Supongamos que creo, sinceramente, que se dan las condiciones para registrar correctamente ‘#dolorcpi#\ ¿Cómo puedo excluir la posibilidad de que sólo me parezca tal cosa, de que realmente, al pensarlo así, estoy cambiando el sentido del término, tal y como lo usaba en tt? Parece que de ningún modo: en cualquiera de sus variantes, la concepción mentalista, coherentemente sostenida, nos lleva a decir que cualquier cosa que a mí me parezca ahora sobre las condiciones de aplicación correcta de un término (dados, sin duda, mis recuerdos ahora y mis expectativas ahora) define qué es lo correcto. Pero esto es inconsistente con lo que entendemos por d i s tinguir correcto e incorrecto : “[mediante una definición ostensiva privada] me imprimo la conexión del signo con la sensación. —«Me la imprimo», no obstante, sólo puede querer decir: este proceso hace que yo me acuerde en el futuro de la conexión correcta. Pero en nuestro caso yo no tengo criterio alguno de corrección. Se querría decir aquí: es siempre correcto lo que me parezca correcto. Y esto sólo quiere decir que aquí no puede hablarse de ‘correcto’ ” (IF, § 258; cf. también § 265). Un lenguaje, un conjunto de expresiones con significados, entendido tal y como Wittgenstein argumenta que debemos entenderlo, podría ser el lenguaje de un solo individuo. Un Robinson venido a parar a la isla que sólo él habita podría crear un lenguaje propio, antes incluso de aprender uno comunitario, para anotar el paso de los días, los sucesos relevantes, etc. El argumento anterior no cae en el absurdo de pretender refutár esto (§ 243). Como hemos indicado, lo esencial es que haya regularidad en el modo en que usa las expresiones de. ese. lenguaje. Quizás Robinson aplique algunas de las expresiones de su lenguaje de acuerdo con razones ; esto es, quizás_disponga para su aplicación de una definición o enunciación de la regla. Quizás algunos de los signos que utilice en los definiens de esas definiciones los aplique a su vez de acuerdo con razones , de acuerdo con definiciones explícitas. Y quizás incluso algunos de estos signos últimos utilizados para definir otros signos no sean palabras, sino “signos naturales”, incluyendo entre ellos sensaciones. Pero, en último extremo, debe haber signos, lingüísticos o naturales, que, simplemente, esté en su naturaleza usar de un modo discerniblemente regular. Y lo que determina el significado de unos y otros es esta conducta regular. El argumento de Wittgenstein (muy especialmente, los dos parágrafos mencionados antes, §§ 258 y 265) se censura generalmente por verificacionis ta.4 Pero una cosa es que la propia propuesta de Wittgenstein sea verificacionista (cosa que sin duda es), y que ello sea objetable, y otra muy distinta que
4.
Cf., por ejemp lo, el libro de McGinn.
el argumento crítico presuponga el verificacionismo. El argumento que acabó de resumir, que yo sea capaz de ver, no lo hace. No presuponemos que deba existir un criterio de corrección o incorrección para /a aplicación de términos mentales que nosotros seamos capaces de aplicar. Sólo presupone que debe haber uno. Y esa presuposición, a mi juicio, va analíticamente asociada a lo que llamarnos lenguaje , como Wittgenstein enfatiza. A mi juicio, pues, el argumento es perfectamente válido. Cabe únicamente objetar que se refuta tan sólo a un hombre de paja, Pero el resumen del comienzo, y todas las páginas precedentes que ese resumen abrevia, justifica que ello no es así. Era difícil esperar otra cosa; el argumento es obra de alguien —sin duda muy bien dotado para la filosofía, por decirlo moderadamente— que está objetando a sus propias concepciones anteriores. El discurso'sobre la relación entre las palabras, las ideas y las cosas que hemos venido siguiendo ha tenido esta estructura: comenzamos familiarizándonos con las poderosas razones que motivan el representacionalismo, en la versión de Locke y en la de Frege. Nos hicimos más adelante sensibles a las igualmente poderosas razones que llevan, a partir de las del representacionalismo, o bien al solipsismo o bien al proyectivismo individualista. Hemos examinado ahora razones muy serias para abandonar la concepción mentalista, y con ella todas esas concepciones filosóficas. Quiero ahora acabar de hacer manifiestos los datos intuitivos que muestran que el intemismo comunitario que las Investigaciones nos proponen, precisamente a consecuencia de ser una concepción antirrealista sobre los acaecimientos objetivos y sobre los estados de consciencia, es inaceptable. Estos datos, por sí solos, no pueden refutar la posición; pues se nos presenta teóricamente justificada, a partir de los argumentos indicados, como una concepción filosófica mucho más sostenible que las alternativas hasta aquí examinadas. Ahora bien, si pudiéramos elaborar una concepción alternativa, no objetable como lo son las otras, y compatible con los datos intuitivos, sí tendríamos a partir de ellos un argumento del tipo inductivo usual para preferir esa concepción ideal. Frente al antirrealismo, una concepción así habría de ser realista sobre el mundo externo y sobre las vivencias, para coincidir con nuestras intuiciones; y, frente al realismo fingido, habría de hacer claro que el mundo externo y las vivencias (también las de los demás) son cognoscibles, e intervienen en la justificación de nuestras prácticas cognoscitivas: habría de ser, pues, un realismo “sin epítetos”. Veamos, pues, ios problemas de la propuesta wittgensteiniana que sus críticos sí perciben. Como todo aserto correctivo en metafísica, la afirmación “no hay estados de consciencia” puede entenderse de varios modos. El conductis ta metodológico (Watson, Skinner) sostiene que los estados de consciencia conocidos privilegiadamente por el sujeto que los tiene son metodológicamente dudosos, por cuanto la ciencia es un negocio intersubjetivo. Propone, por tanto, pasarse sin ellos en lo que a las actividades explicativas de la ciencia psicológica respecta. La psicología debe ceñirse a hablar de la conducta observa ble ante estímulos observables. El conductismo metodológico, pues, es com patible con el realismo sobre los estados conscientes conocidos por instros
pección. La verdad es que algunos conductistas metodológicos parecen más bien defender un realismo fingido sobre los estados conscientes; el sarcasmo con que la mayoría de los conductistas metodológicos hablan de los estados internos hace pensarlo así. Wittgenstein rechaza en diversos pasajes, cualifica damente, que se le caracterice como conductista (§§ 281, 305, 307308): “¿Por qué da la impresión de que quisiéramos negar algo?” Lo que rechaza, a mi juicio, es este tipo de conductismo. Hay empero otro tipo de conductismo: el conductismo lógico. El conductista lógico es un antirrealista sobre los estados conscientes; puede pertenecer a la más radical variedad reductivista eliminatoria, o (como en el caso de Wittgenstein) a la variedad proyectivista. El conductista lógico sostiene que, en realidad, cuando hablamos de “estados mentales” y cosas similares, estamos hablando de la conducta, o, con más precisión, de disposiciones a la conducta, y no de estados internos epistémicamente sólo accesibles por medio de la introspección. El reductivista eliminatorio sostiene que podemos expresar todo lo que decimos en un lenguaje que no hable de estados conscientes (si conci be su empresa como inscrita en la metafísica descriptiva), o que, cuando sepamos lo suficiente, podremos hablar así (si la inscribe más bien en la metafísica correctiva). Esta es, contemporáneamente, la posición de Paul Churchland, y, cuando la entiendo bien, la de Daniel Dennett.5 Ninguno de los anteriores coincide con el punto de vista de Wittgenstein. Como se ha visto, él no cree preciso —ni razonable— prescindir del lenguaje para las vivencias. Sin embargo, es manifiesto que su concepción no es tam poco realista. Coincide, más bien, con la variante más sutil de conductismo lógico, una forma de proyectivismo comunitario. El proyectivista sostiene que sí hay estados conscientes; pero son una proyección de nuestros juicios basados en la conducta. Experimentar una sensación de añil no es más que estar en un estado que produciría las conductas que nos llevan a clasificar a un individuo como capaz de hacer juicios perceptuales sobre las superficies con ese color; es decir,, no es más que ser clasificable:por nosotros en esos términos. Allá donde nada podría indicamosque se da un estado consciente, no se da. Es este conductismo el que yo le atribuyo a Wittgenstein, y creo que es el que él mismo profesa en los textos relativos al conductismo antes mencionados: “¿No eres después de todo un conductista enmascarado? ¿No dices realmente, en el fondo, que todo es ficción excepto la conducta humana?” —Si hablo de una ficción, se trata de una ficción gramatical (§ 307).
La ficción es pensar que cuando hablamos de significados o de conceptos estamos refiriéndonos a procesos internos, sólo accesibles a la introspección por parte de aquel que los tiene. Es una ficción gramatical, porque está provo 5 Entiendo la posición de Dennett, por ejemplo, en “On the Absen ce of Phenome nology". N o la entiendo, en cambio, en su reciente La co nc ie nc ia ex pl ic ad a. No la entiendo porque la obra incluye afirmaciones que me parecen inconsistentes.
cada, según Wittgenstein, por nuestras muy ligeras reflexiones sobre nuestros modos de hablar. Pero si examinamos atentamente nuestro lenguaje, veremos que lo que queremos decir cuando hablamos de significados o de la mente no requiere suponer tales entidades. Por supuesto que hay significados, conceptos y estados conscientes; pero son enteramente manifiestos: cualquiera los puede observar, desperdigados en nuestra conducta. “El significado de una palabra ya no es para nosotros un objeto que le corresponde” (Moore, 261) Ya hemos visto cómo, en lo que respecta a los enunciados sobre el mundo externo, el proyectivismo comunitario de Wittgenstein implica la identificación de condiciones de verdad y condiciones de constatación; no hay, pues, referentes objetivos correspondientes a algunas unidades léxicas —tales como las esencias reales del nominalista sobre los términos de género natural, o las sustancias aristotélicas que las ejemplifican— que constituyan condiciones de verdad que pueden quizás trascender lo que podemos constatar. Necesariamente, hay circunstancias perfectamente ordinarias en que podríamos constatar si ‘esto es un tigre’ es verdadero o no lo es, pues ‘esto es un tigre’ significa un conjunto de condiciones de constatación: condiciones, accesibles a los usuarios competentes de esa oración, que se dan en circunstancias consideradas por los usuarios competentes de la expresión apropiadas para ello. Exactamente lo mismo ocurre con los enunciados sobre estados conscientes. Es esto lo que Wittgenstein quiere decir cuantas veces rechaza construir Ja semántica de términos para los estados internos —como ‘#dolorcpi#’— sobre el modelo nombreobjeto (como en el famoso texto sobre la caja con el escarabajo, § 293). ‘#dolorcpi#’ significa una disposición humeana a la conducta observable en circunstancias observables, igual que ‘#rojo#’, etc. Es compati ble con la concepción humeana de las disposiciones que, en cada caso particular en que la disposición se ejercita (cada vez que juzgamos, correcta o incorrectamente, sobre la base del criterio cuasiinfalible que nos da sentir elr dolor, que tenemos un calambre en la pierna, o que nos comportamos manifestándolo así), lo que causa que se produzca la manifestación'de la disposi. ción sea algo distinto a lo que lo causa en las ocasiones anteriores. Es inclusó: compatible con la concepción humeana que nada “cause” la manifestación (tela disposición, que no haya nada más que la regularidad observable. “«Imagínate un hombre que no pudiera retener en la memoria qué significa la palabra ‘dolor’ —y que por ello llamase así constantemente a algo diferente— ¡pero que no obstante usase la palabra en concordancia con los indicios y presuposiciones ordinarios del dolor!» —que la usase, pues, como todos nosotros. Aquí quisiera decir: no pertenece a la máquina una rueda que puede hacerse . girar, sin que con ella se mueva el resto” (§ 271; cf. también § 270). Este hom bre usaría ‘dolor’ exactamente con el mismo significado que nosotros; su posi bilidad muestra que la existencia de una sensación objetiva es irrelevante para entender nuestro uso del término. Estas conclusiones chocan patentemente con nuestras intuiciones. Para reparar en ello, basta observar que suponen atribuir a los objetos externos y a
los estados de consciencia las cuatro propiedades distintivas de las propiedades dependientes de la reacción (V, § 5). No sólo la virtuosa verificabilidad, perseguida por el ánimo ilustrado que motiva la propuesta, con el que podemos simpatizar: a buen seguro, los caracteres zodiacales del astrólogo son “ruedas que pueden hacerse girar” de las que podemos prescindir sin que ello afecte a nuestras prácticas cognoscitivas sobre las personas. Sino también las restantes características, viciosas de acuerdo con nuestras intuiciones: la posi bilidad de terceros no excluibles, de divergencias ineliminables, la temporalidad. . Putnam inventó unos “superespartanos”, individuos que sufren dolor igual que nosotros, pero asignan un valor tan grande a mostrar una apariencia estoica, que no manifestan el dolor más que mediante el lenguaje: dicen ‘tengo un dolor de muelas terrible’, con la más apaciguada de las sonrisas.6 Éstos podrían ser terceros no excluibles : algunos de nuestros criterios para la aplicación de ‘#dolor de muelas#’ apuntan a atribuírselo a los superespartanos, otros apuntan en la dirección contraria; y no hay nada fuera de nuestros criterios para decidir la cuestión. En el mismo trabajo, Putnam imagina unos “supersuper espartanos”, 'que prescinden incluso de la manifestación verbal del dolor. Resulta haber, sin embargo, una manifestación observable de la presencia de un estado del cerebro que, en los seres humanos, acompaña siempre al dolor de muelas (una cierta medición en un “cerebroscopio”). Una vez descubierta, puede convertirse en un nuevo criterio para la adscripción de ‘#dolor de muelas#’; y, según ella, resulta que ios supersuperespartanos tienen esta sensación, pues el cerebroscopio manifiesta el estado del cerebro en las circunstancias en que los demás tenemos dolor de muelas. Un caso así manifestaría la temporalidad de las adscripciones correctas de estados de consciencia, en la concepción wittgensteiniana. Antes de descubrir el criterio, era verdadero que los. supersuperespartanos no tenían dolor de muelas (ha.de insistirse en que, en una concepción verificación isla, verdadero = constatado en las condiciones apropiadas); después, ha pasado a ser falso. Análogamente, podemos imaginar, a unos seres capaces de percibir directamente lo que nosotros sólo podemos detectar a través del cerebroscopio. Previamente a que nosotros sepamos del cerebroscopio, pues, existirían divergencias ineliminables entre estos individuos y nosotros en cuanto a si los supersuperespartanos tienen o no dolor. Todo esto, me parece, es intuitivamente inaceptable; el mentalista tiene razón al quejarse de que una concepción como la de Wittgenstein, después de todo, sí niega los estados conscientes: les niega su objetividad. Tampoco sería para el realista científico ningún consuelo que Wittgenstein le dijera que él no niega las esencias reales, las sustancias, ni los objetos teóricos. No las niega, en tanto que no pretende reducirlas a entidades directamente observables, a diferencia del reductivista eliminatorio. Pero, en la comprensión realista de estas cosas, sí las niega, negándoles ia objetividad. Por otro lado, el mentaíis 6.
Cf. Hüary Putnuin, “Brains and Behaviour,r.
rao es inaceptable. La cuestión es: ¿hay alguna alternativa, no objetable a par. tir de las consideraciones de la normatividad, ni de las que los argumentos mentalistas ya nos han llevado a rechazar? Aunque esta obra se centra .en la exposición de las principales aportaciones contemporáneas a la comprensión de estos temas y no de mis propios puntos de vista, en diversos pasajes de la misma he venido sugiriendo que la hay.
8. Sumario y consejos para seguir leyendo En este capítulo hemos examinado, finalmente, las dificultades de las concepciones mentalistas (§ 1) que hemos venido presentando en capítulos precedentes. El intemismo es la tesis de que el contenido de nuestros estados mentales y proferencias lingüísticas puede ser especificado sin compromiso con nada objetivo. Si la doctrina extemista atribuye referencias objetivas a palabras y conceptos, como en el caso del representacionalismo, éstas no son “componentes esenciales” del significado; son inmanentes (III, § 2). Por otra parte, cualquier concepción del significado debe hacer a los significados propiedades normativas. Wittgenstein muestra cómo las concepciones mentalistas no pueden dar cuenta de esta dimensión normativa del significado (§ 2). En particular, es incoherente con la normatividad de los significados suponer que pueda haber un lenguaje epistémicamente privado (§7). Como alternativa a la concepción mentalista, Wittgenstein hace una pro puesta disposicional. Los significados son disposiciones al uso de las expresiones, compartidas por los miembros de una comunidad lingüística; la dimensión normativa proviene del acuerdo en el uso entre los miembros de la comunidad, basado en una naturaleza común (§ 3). Especificar los significados de las expresiones es, meramente, caracterizar los usos (entre ellos, los juicios, § 4) constitutivos de los mismos. Wittgenstein ve esto como una mera enumeración de trivialidades; la filosofía misma es, así, en sus aspectos positivos, una trivialidad (§ 5). Las disposiciones compartidas constitutivas del significado se entienden, ellas mismas, de una manera proyectivista comunitaria (V, § 5). El resultado es una concepción con consecuencias contraintuitivas. Los significados son provincianos: sólo hay expresión de significados en casos que nosotros reconoceríamos como tales (§ 4). Este antirrealismo sobre los significados se traslada a todo lo demás: géneros naturales, relaciones causales, etc. (§ 6). La concepción de la mente es igualmente antirrealista, una variedad del conductismo lógico (§ 7): hay las vivencias que nosotros somos capaces de reconocer y de atribuir, como “signos” asociados al uso de ciertas expresiones en el lenguaje público. La exposición debería complementarse con la lectura de las secciones §§ 138315 de las Investigaciones filosóficas. Ya he mencionado el excelente libro de Kripke, Wittgenstein on Rules and Prívate Languages. Mi propia com prensión de las Investigaciones proviene de esta obra, y la exposición precedente está muy influida por ella. Puede estudiarse también con provecho Colin
McGinn, Wittgenstein on Meaning , capítulos 1 y 2, y Malcolm Budd, Wittgensteins Philosophy of Psychology, capítulos im. Finalmente, el provincianismo de la concepción del significado de Wittgenstein es análogo al de otra propuesta sin ambages provinciana, la de Donald Davidson. Tanto el verificacionismo sobre, el. significado asociado a la invocación de un “Principio de Caridad”, como las consecuencias presuntamente atractivas del mismo, están claramente expuestos en el artículo de Davidson “Sobre la idea misma de un esquema conceptual”.
LA INDETERMINACIÓN DE LA TRADUCCIÓN RADICAL SEGÚN QUINE
En el capítulo anterior tuvimos la oportunidad de estudiar el argumento contra la posibilidad de un lenguaje privado de Wittgenstein. Este se centrará en el examen de un argumento comparable en influencia, notoriedad y com plejidad, que el filósofo norteamericano W. V. O. Quine expuso en su influyente obra Palabra y objeto (1960). Este argumento obtiene una conclusión escéptica sobre la delimitación de nuestras atribuciones de significado. Lo que Quine intenta mostrar se puede caracterizar así: mientras que un pequeño sub conjunto de nuestras atribuciones de significado está relativamente bien definido (la especificación de los significados de expresiones que tienen que ver con lo directamente observable, y la de las expresiones lógicas), la gran mayoría no lo están; los significados de las expresiones en cuestión están indeter minados hasta un grado mucho mayor de lo que estaríamos dispuestos a admitir a simple vista. El argumento es paradójico en muchos sentidos, y la primera paradoja reside ya, es preciso dejarlo advertido aquí, en la dificultad de fofc mular su conclusión; en ello se asemeja a muchos argumentos escépticos tradicionales,por ejemplo a los argumentos que tratan de establecer la.relatividad de nuestros criterios estéticos, morales, o incluso la relatividad de^ lo que es verdadero y falso. Las consideraciones de Quine guardan estrecha relación con las del segum do Wittgenstein. En primer lugar, Quine combate, como Wittgenstein, puntos de vista mentalistas sobre el lenguaje y sobre la mente, que en este libro hemos examinado en las filosofías del lenguaje de Locke y del primer Wittgenstein; y la “concepción agustiniana” de los significados en que tales puntos de vista se manifiestan. Quine usa la expresión “el mito del museo” para referirse a la concepción agustiniana del lenguaje: pues los significados podrían imaginarse, de acuerdo con ella, dispuestos en un museo, exhibidos con las palabras que los expresan por etiquetas; y la concepción agustiniana es vista por Quine,, al igual que los mitos, como una falsedad que nos es fácil, y quizás hasta psíquicamente reconfortante, dar en creer. Por otra parte, los puntos de vista men^ talistas criticados no son completamente ajenos a ninguno de los dos; si. Wittgenstein los había defendido él mismo, en su primera obra, Quine se había
embebido de ellos a través de su relación con los filósofos del llamado “Círculo de Viena” —a su vez grandemente influidos por el primer Wittgenstein—, con quienes estudió en su juventud y con algunos de los cuales mantuvo estrechos contactos posteriormente. (Palabra y Objeto está dedicado a Rudolf Car nap, el más emblemático de los miembros del Círculo.) En segundo lugar, la concepción del lenguaje alternativa a las propuestas mentalistas defendida por ambos es similarmente conductista. Sus estilos, sin embargo, son completamente dispares. Por fortuna para el lector, el de Quine es académico, atendiendo a la explicitud de los argumentos y a la precisión de los términos empleados en ellos. No cien por cien académico, sin embargo. Pues un deleite, en ocasiones quizás excesivo, en un estilo literario que cultiva la concisión conceptista sale en ocasiones victorioso sobre las exigencias del más riguroso estilo académico; y lo que se gana en impacto literario, se pierde en claridad.
1. Los dos dogmas del empirismo “Dos dogmas del empirismo” es uno de los artículos clásicos de Quine, y también uno de los más influyentes artículos filosóficos; muchos filósofos contemporáneos, de distintos credos, subscriben sus conclusiones. Comenzaremos dando cuenta de ciertos supuestos metodológicos quineanos presupuestos por el argumento del capítulo segundo de Palabra y Objeto , y lo haremos mediante la exposición del contenido de “Dos dogmas del empirismo”. El título del artículo puede hacer pensar que su autor se sitúa de algún modo al margen del empirismo, para criticarlo. Nada más lejos de la realidad. Quine es uno de los más destacados representantes contemporáneos del empirismo. El filósofo empirista trata de separar lo aportado por nuestras teorías, que es aquello sobre lo que podemos discrepar, de un fundamento independiente de nuestras elaboracionesteóricas constituido por proposiciones. empíricas, que es aquello que permite resolver en uno u otro sentido nuestras discrepancias. El empirismo también se caracteriza por una doctrina semántica que sintetiza el llamado p rin cip io veri fi cacio nis ta del signif ic ado. En la formulación del propio Quine, “el significado de un enunciado es la diferencia que su verdad produciría en nuestra experiencia sensible”; en otras, no tan elegantes pero quizás más claras, “un enunciado significa las condiciones empíricas que servirían (si se dieran, lo que no tiene por qué ocurrir) para constatarlo”. Naturalmente, el empirista debe caracterizar de otro modo el significado de los enunciados no empíricos, como los matemáticos o los lógicos. Una posibilidad es explicar su significado en términos de las demostraciones o p ru eb a s que establecerían su verdad. Otra es considerarlos analíticamente verdaderos. De esta segunda posibilidad se tratará después. De acuerdo con esta tesis semántica característica del empirismo, dos enunciados no pueden diferir en significado y, sin embargo, no manifestarse su verdad de modos distintos en nuestra experiencia sensible. Otra consecuencia del principio es que no puede haber enunciados significativos verdaderos cuya
verdad no se manifieste, al menos en principio, en la experiencia sensible. Naturalmente, es compatible con el principio el que haya enunciados significativos verdaderos cuya verdad no se manifieste de hecho en la experiencia sensible de los seres humanos; lo que no puede haber es enunciados cuya verdad no se podría manifestar en la experiencia sensible de seres humanos cognoscitivamente normales. Tales enunciados, según el partidario del principio verificacionista, son meras sartas de expresiones que, así combinadas, no significan nada. En los dos aspectos característicos del empirismo, el epistemológico y el semántico, Quine es un empirista; tal como se dijo, es quizás el representante más destacado en la filosofía contemporánea de tales puntos de vista. Tendremos oportunidad de comprobarlo en secciones posteriores, cuando expongamos sus ideas sobre el significado. El suyo es pues también un empirismo, sólo que pretendidamente sin dogmas. Lo que Quine denuncia en su artículo son una serie de supuestos, com partidos por los “otros” empiristas con la mayoría de los filósofos de cualquier credo, y que él condensa a veces en el supuesto de la existencia de una “filosofía primera”. Quine utiliza esta expresión más o menos en el sentido de Aristóteles, para referirse a una actividad intelectual que es distinta a la actividad científica y que es también lógica y epistémicamente anterior a ésta. Hay que indicar que los “empiristas” que Quine tiene en mente en sus críticas son algunos de los miembros del Círculo de Viena, aunque nosotros ejemplificaremos los puntos de vista de los empiristas a quienes Quine critica con los de Locke y el Tractatus, que en este libro hemos expuesto ya.1 La creencia en la “filosofía primera” es la creencia en una actividad puramente conceptual e independiente de la investigación de los hechos extralin güísticos, sin la que la investigación de los hechos extralingüísticos no podría existir (de ahí su prioridad lógica) y que, como mínimo, la orienta (de ahí la prioridad epistémica). Según algunos filósofos, la “filosofía primera” hace algo más que eso: “fundamenta” o “sienta sus bases”, esto es, justifica la verdad deciertas afirmaciones de las que depende la verdad de cualquiera de las que investigan los científicos. El filósofo investiga los significados de las expresiones que utiliza el científico, los conceptos que éste emplea; el filósofo empirista, como Locke, indica cómo los significados de todas las expresiones que podemos entender deben ser caracterizables a partir de ideas, y especifica a grandes rasgos qué tipo de ideas corresponden a qué tipo de expresiones. Esta
I. El libro de Ramón Cirera Caniap i el Cercle de Viena mencionado entre la bibliografía secundaria reco mendada constituye una excelente introducción a los diversos puntos de vista defendidos por los miembros del Círculo de Viena. Quine dedicó P al ab ra y O bj et o a Camap, y es de destacar también que sus ideas están estrecha mente emparentadas con las de otro miembro del Círculo, Otto Neurath, creador de la sugerente imagen hecha cele bre desde que Quine hiciera de ella su lema en Pa la br a y Objeto: “Somos como marineros que se ven obligados a reparar su barco en alta mar, sin poder nunca desmantelarlo en un puerto y aparejarlo de nuevo con materiales mejo res." (El barco representa en la metáfora a nuestro conocimiento. El sentido de la metáfora es que no podemos nunr ca corregir completamente nuestras teorías; estamos condenados a llevar a cabo sólo correcciones parciales, contra el trasfondo de la aceptación de la mayoría de nuestras creencias.)
es una actividad por completo independiente del estudio de los hechos extra lingüísticos, que puede llevarse a cabo lejos del laboratorio. Le muestra así el filósofo al científico cómo comprobar la verdad de una afirmación sobre quarks es comprobar la verdad de ciertas afirmaciones enteramente expresa bles en términos de ideas. Además, quizás, el filósofo legitima las afirmaciones bien justificadas de los científicos, al mostrar cómo las afirmaciones en que se basan cualesquiera de ellas (las afirmaciones sobre la existencia de propiedades que corresponden a las ideas simples que estamos teniendo) son verdaderas. Quine sintetiza los supuestos que sustentan la creencia en la filosofía primera en dos tesis, cuyo carácter injustificado, meramente dogmático, va a intentar mostrar a lo largo del artículo: se trata justamente de los “dos dogmas”. La primera es la existencia de una distinción no de grado, sino de cualidad, entre verdades sólo en virtud de los significados (o de los conceptos), verdades analíticas, y verdades que además lo son en virtud de los hechos (extralingiiísticos), verdades sintéticas. Esto se sigue de la tesis internista del
filósofo mentalista, según la cual qué significados o conceptos sean expresados por las' palabras no depende en nada de qué hechos extralingüísticos se den, y justifica la distinción tajante entre la actividad científica y la actividad filosófica que se expresó en el párrafo anterior. La imagen cartesiana del Genio Maligno refleja este supuesto: incluso aunque el mundo sea radicalmente dis tintó a como me^lo represento; incluso aunque la mayoría de mis creencias sean falsas, los significados de mis palabras (y de mis estados mentales) serían justamente los que son. Por ejemplo, de acuerdo con Locke, ‘el oro es amarillo’, supuesto que la propiedad correspondiente a la idea de amarillo sea parte de la esencia nominal del oro, es una verdad analítica: no se justifica esa verdad apelando al color de los pedazos de oro que hemos encontrado en el pasado y a la inducción, sino a qué idea compleja hemos correlacionado como su significado con ‘oro’. Por otra parte, la verdad de ‘llovió en Roma el día en que asesinaron a César.’ .depende de las condiciones meteorológicas en Roma ese día,y* por supuesto, de los significados; de las palabras. (Aunque lloviera en Roma el día en cuestión, el enunciado podría ser falso si ‘llover’ significara nevar.) El segundo “dogma” es el fundacionalismo. El contenido de algunos de nuestros enunciados (los que expresan p ro p osic io n es em pír ic a s) está enteramente formulado en términos relativos a la experiencia sensible; en la terminología lockeana, se trata de los enunciados que hablan explícitamente de ideas simples: hay una idea de rojo cubriendo completamente la superficie determinada por una idea de esfera situada en tal lugar de mi espacio visual (igualmente “ideal”). Otros no parecen tratar de la experiencia inmediata: hablan de Julio César, o del oro, o de los genes. El “dogma” fundacionalista de los empiristas concierne a estos últimos; lo que esta tesis, según Quine dogmática, asevera es que cada uno de estos enunciados “en realidad” trata tam bién, sólo que de un modo complicado, de la experiencia sensible. Este dogma está estrechamente relacionado con el anterior; la idea es que,
mediante el análisis semántico, se pueden sustituir las palabras que apareééif en esos enunciados por otras de igual significado de modo que ¿ fmaí óbté í nemos un enunciado que trata sólo de la experiencia sensible. Esto es, comó' vimos en IV, § 3, lo que sostenía Locke, diciendo, en sus propios términos, que las ideas de géneros naturales son en realidad ideas de “esencias nominales”; esto equivale a decir que el significado de ‘oro’ se puede expresar mediante un enunciado que describe un conjunto de ideas simples. Lo mismo ocurre, según Locke, con las ideas de sustancias; de nuevo, esto equivale a decir que el significado de ‘Julio César’ se puede expresar mediante una expresión que sólo menciona ideas simples. Este punto de vista similar se defiende mucho más explícitamente en el Tractatus. Las diferencias metafísicas entre el representa cionalismo coherente y el solipsismo conciernen solamente a si se postula un mundo de referentes objetivos causalmente relacionados con los constituyentes del mundo interno, o si se selecciona más bien, designándoles como “objetivos”, un subconjunto de vivencias potenciales. La concepción de los significados “primarios” de representacionalistas y solipsistas no difiere. El dogma fundacionalista no es más que la formulación del aspecto semántico del empirismo. No es sólo que para comprobar la verdad de un enunciado sobre Julio César, sobre el oro o sobre los genes haya que compro bar la verdad de enunciados sobre la experiencia (como sostiene el aspecto metodológico de la tesis empirista); es que lo que queremos decir cuando hablamos de esas entidades concierne en realidad a la experiencia sensible. Esta tesis constituye una versión especialmente clara del principio verificacio nista del significado, que formulamos anteriormente: dos enunciados no pueden diferir en significado sin diferir en lo que aseveran sobre experiencias posi bles. Cuando hablamos significativamente, todo lo que en definitiva decimos concierne (al menos “primariamente”) a nuestra experiencia sensible. El fenomenalismo es la forma extrema de esta tesis. . Obsérvese que el énfasis puesto anteriormente en la formulación de la tesis que Quine califica de dogmática no está en la idea verificacionista , que cualquier afirmación es en último término una afirmación sobre la .experiencia. Como ya advertí, Quine está plenamente de acuerdo con esto. Los puntos de vista de Quine son los de alguien con simpatías fenomenalistas, que se ha convencido de que el proyecto reductivista característico del fenomenalismo (V, §3) no se puede llevar a cabo, y ha adoptado una posición p royecti vis ta en su lugar (V, § 5). El énfasis está en que la reducción del contenido aparente de un enunciado a contenidos de experiencia explícitos pueda hacerse enunciado a enunciado. El propio Quine acepta un cierto fundacionalismo; pero, como veremos, tal fundacionalismo es holista. Lo que se puede y se debe poder reducir a la experiencia no es un enunciado que no parezca tratar de ella, sino la totalidad de los enunciados de un lenguaje.
“Dos Dogmas” no contiene ningún argumento conclusivo contra las dos tesis criticadas, nada como por ejemplo una reducción al absurdo de las mismas. La estrategia de Quine consiste más bien en mostrar que ninguna de las propuestas que se han efectuado para justificarlas es aceptable. De esto con
cluye que las tesis son. dogmáticas, en el sentido de que sus partidarios las creen por un acto.de fe y no por tener buenas razones para ello; y también que quizás los problemas encontrados para justificarlas se deban a que son falsas. Después, en las páginas finales, esboza un marco conceptual que explicaría su falsedad, y a la vez sugiere una alternativa. La “indeterminación de la traducción” resulta de adoptar esa alternativa. Puede pensarse que esta estrategia argumentativa deja al adversario de Quine considerable espacio para la manio bra; incluso aceptando sus argumentos críticos, el partidario de la distinción analítico/sintético puede simplemente sostener que hay algún modo de formularla distinto a los examinados por Quine. Y así es. Sin embargo, esta estrate gia no se ha probado nada fácil; es justo reconocer que no se ha propuesto nada generalmente aceptado en ese sentido. De ahí la gran influencia del artículo. 2.
Objeciones a la distinción analítico/sintético
Comencemos por la distinción analítico/sintético. Justificar la idea de que existe una distinción clara entre verdades analíticas y verdades sintéticas debería ser ofrecer una caracterización precisa de las unas y las otras. Lo qué hace Quine es mostrar que ninguno de los candidatos propuestos es aceptable. Una primera propuesta es la del Tractatus (IX, § 6). Enunciados como ‘llueve o no llueve’, ‘todo sastre es (un) sastre’ y ‘no es el caso que llueva y que no llueva’ son candidatos claros a verdades analíticas; y sugieren la siguiente caracterización. Seleccionamos, enumerándolas explícitamente, una serie de expresiones, a las que llamamos “expresiones fijas” (o “constantes lógicas”); de las que aparecen en los enunciados anteriores, en la lista estarían ‘no’/ ‘no es el caso’, ‘y’, ‘o’, ‘todo’, ‘es (un)’. Todas las demás expresiones son “expresiones variables”. Y definimos ‘verdad analítica’ así: una verdad analí tica es un enunciado que (i) es verdadero y (ii) es tal que el resultado de sustituir uniformemente algunas o todas las expresiones variables que en él aparezcan por cualesquiera otras pertenecientes a la misma categoría lógicosintáctica es siempre un enunciado verdadero. En lo que respecta a la primera condición, no hay ninguna diferencia entre ‘llueve o no llueve’ y ‘no mataron a Julio César el 15 de marzo de 1993’: ambos la satisface, pues ambos son verdaderos. Pero sí la hay en lo que respecta a la segunda. El resultado de sustituir ‘mataron a Julio César el 15 de marzo de 1993’ por ‘mataron a Julio César el 15 de marzo del 44 a. de C.’ en el segundo enunciado nos da un enunciado falso, mientras que el resultado de sustituir en el primero ‘llueve’ por cualquier otro enunciado (‘llovió en Cardedeu el 18-III-93’, ‘mataron a Julio César el 15 de marzo de 1993’, etc.) nos lleva siempre a enunciados también verdaderos. Algo parecido sucede con ‘todo sastre es un sastre’ y ‘todo sastre sabe cortar un traje’. Ambos son verdaderos, por lo que cumplen la primera condición; pero mientras el resultado de sustituir ‘sastre’ por ‘abogado’ en el prim er enunciado da un enunciado también verdadero, no ocurre lo mismo al efectuar la misma sustitución en el segundo.
Aunque Quine nunca aceptaría el fundamento wittgensteiniano para esta explicación “substitucional” de las nociones de verdad y consecuencia lógica (a saber, la teoría figurativa), en el artículo que estamos comentando da por bueno que es la mejor posible para ambas nociones.2 En un artículo anterior, igualmente clásico, “Truth by Convention”, Quine había ya puesto en cuestión un intento de trazar a partir de estos casos una distinción cualitativa y no cuantitativa entre verdades analíticas y verdades sintéticas. El intento se debe a Rudolf Camap; su tesis es que las verdades lógicas y los argumentos lógicamente válidos son “verdades por estipulación”. Lo que distingue a ‘llueve o no llueve* de ‘mataron a Juiio César eJ 15 de marzo de 1993’, según esta tesis, es que el primero (pero no el segundo) ejemplifica una forma ( o p o no p) todos cuyos especímenes hemos estipulado como verdaderos, como parte de las convenciones tácitamente presupuestas para jugar al juego lingüístico. La objeción de Quine a esta propuesta en “Truth by Convention” era tan simple como demoledora: en la medida en que estipular las reglas de un jueg o tiene un sentido claro, no se puede estipular un número infinito de reglas. Ahora bien, hay un número infinito de esquemas de enunciados lógicamente verdaderos (y de argumentos lógicamente válidos). Desde luego, ese conjunto infinito puede (en el caso de la lógica elemental) obtenerse de un conjunto finito de axiomas, como muestra cualquier libro de lógica. Pero, para “obtenerlos”, hace falta utilizar la misma lógica. Así que el convencionalista no puede servirse de esto sin caer en un círculo vicioso. Puede ser que exista una explicación alternativa de qué es “estipular una regla”, pero, en tal caso, es el convencionalista el que está obligado a decimos cuál es. Esta objeción no se aplica a la concepción del Tractatus , que, como sabemos, no tiene nada de convencionalista (IX, § 6). Wittgenstein cree, desde luego, que hay una diferencia cualitativa entre las verdades lógicas y las empíricas: las primeras las reconocemos “en el símbolo solo”. Pero eso es así porque todo lenguaje es él mismo, necesariamente, una parte del mundo, que refleja la estructura modal ya poseída por el mundo. Dominar un lenguaje presupone necesariamente el conocimiento de esta “ultrafísica”, separable del conocimiento de las reglas referenciales que determinan el modelo específico para ese lenguaje en tanto que es compatible con conjuntos dispares de reglas referenciales. Quine probablemente objetaría que esta explicación es sumamente especulativa. En todo caso, la discusión de “Dos dogmas” da por buena la adecuación de la explicación substitucional. Su objeción es que la explicación substitucional no se aplica, directamente al menos, más que a un pequeño sub conjunto de lo que tradicionalmente se consideran “verdades analíticas”; por ejemplo, el enunciado ‘todo sastre sabe cortar un traje’ es probablemente una verdad analítica, pero no es una verdad lógica substitucional (al menos no lo es cuando se consideran como “expresiones fijas” las tradicionales constantes lógicas). 2.
Véase su Fi los of ía de la ló gi ca .
Es indudable que el partidario de una concepción del significado como la de Locke o la del Tractatus cree que hay más verdades analíticas que las verdades lógicas manifiestas. Según él, por ejemplo, nuestro concepto de una sustancia como el oro es el concepto de un conjunto de ideas simples; esto da lugar a verdades analíticas como por ejemplo ‘el oro es amarillo\ Según él, nuestro concepto de Julio César es el concepto de un conjunto de ideas sim ples ejemplificadas a lo largo de un intervalo temporal; de nuevo, esto da lugar a nuevas verdades analíticas que no son lógicas. Las ideas simples que son el significado de términos como ‘rojo’ y ‘verde’, por otro lado, mantienen entre sí ciertas relaciones, y en virtud de ellas hay ciertos enunciados que también son verdades analíticas no lógicas. Los enunciados que expresan la exclusión de los colores son ejemplos pertinentes. Como se recordará, para el Wittgenstein del Tractatus todas las verdades analíticas, estrictamente hablando, son verdades lógicas; es sólo que, en su expresión en el lenguaje natural, no lo parecen: “El lenguaje disfraza el pensamiento”. Cuando analizamos un enunciado analíticamente verdadero, reem plazando términos que significan a través de definiciones por los términos que éstas abrevián, lo que obtenemos sí es una verdad lógica. Así, por ejemplo, ‘el oro es amarillo’ no parece una verdad lógica, aunque, convengamos por mor del ejemplo, es una verdad analítica. Pero eso se debe a que ‘oro’ es un término definido; su definición puede empezar así: ‘metal sólido amarillo ...’. Si ahora sustituimos "oro’ por su definición, lo que obtenemos sí es una verdad lógica, en el sentido antes explicado sustitucionalmente. Lo mismo ocurre con ‘todo sastre sabe cortar un traje’, si suponemos que ‘persona que saber cortar un traje’ es la definición de ‘sastre’; al reemplazar el definiendum por el definiens obtenemos una verdad lógica substitucional, ‘toda persona que sabe cortar un traje sabe cortar un traje’. En el ejemplo de Quine, ‘todo soltero es una persona no casada’, si ‘soltero’ significa por definición ‘persona que no se ha casado’, el resultado de sustituir ‘soltero’ por el definiens de esta definición nos deja un enunciado que parece mucho más una verdad lógica en el sentido sus titucioñal antes explicado. Lo mismo ocurre con ‘Julio César es un senador romano’, suponiendo que sea analítico. Si lo es, ello se debe a que la definición de ‘Julio César’ empieza así: ‘Julio César’ significa ‘el senador romano que conquistó las Galias en tal y cual año Cuando ahora sustituimos el definiendum de esta definición por el definiens, ‘Julio César’, en el enunciado anterior, lo que obtenemos es una verdad lógica sustitucional*. ¿Qué tiene Quine que objetar a esta explicación? Su objeción es que la explicación hace un uso acrítico de un concepto tan difícil de explicar como el que se pretende explicar con ella, y de hecho estrechamente emparentado con él: el concepto de sinonimia , o igualdad de significados. Las verdades analíticas son, intuitivamente, verdades sólo en virtud del significado; la explicación del concepto de analiticidad que buscamos habría de legitimar el concepto de significado que le sirve de fundamento, particularmente el concepto mentalis ta del significado como algo que las palabras poseen con independencia de cómo sea el mundo, de cuáles sean los hechos, que sustenta la creencia en una
distinción cualitativa analítico/sintético. Si fuera cierto, como Quine sostieL: ne, que la explicación que acabamos de ofrecer de analiticidad en realidad presupone ese mismo concepto de significado, ésta perdería su función legitimadora. Y parece que Quine tiene razón. Pues ‘definición’, en la explicación que se ha ofrecido, no puede querer decir ‘definición estipulativa’ (lo que los medievales llamaban ‘definición nominal’). Cuando decimos que ‘el oro es amarillo’ es analítico porque oro significa metal amarillo ... no podemos querer decir meramente que acabamos de estipular que ‘oro’ signifique eso. En tal caso, cualquier cosa sería una verdad analítica; puestos a estipular, yo puedo estipular que ‘llover’ se aplica a un cierto fenómeno que se dio en Cardedeu el 15m93; y, relativamente a tal estipulación, y a este modo de entender la idea de definición , ‘llovió en Cardedeu el 15IH93’ sería una verdad analítica. Dicho de otro modo, si por definición entendemos definición estipulativa , entonces la distinción analítico/sintético deja de existir, porque cualquier verdad es una verdad definicional en ese sentido de ‘definición’. Así que en la explicación del concepto de analiticidad, ‘definición’ tiene que significar defi nición que recoge el significado (lo que los medievales llamaban ‘definición esencial’, o ‘definición real’). Y lo que Quine reprocha a quien ofrece una explicación como ésta es que entendemos tan poco la idea de una verdad en virtud pura m ente d el significado como la idea de un enunciado que da la defi nición real de un término. Con esa explicación no se ha avanzado ni un ápice en la comprensión. Esta argumentación crítica da el tono de la mayor parte de “Dos Dogmas”. Quine se limita a mostrar cómo todas las explicaciones propuestas de la noción de ‘analiticidad’ son insatisfactorias, pues presuponen el concepto que se trata de explicar o alguno estrechamente emparentado, y tan oscuro como él. Un ejemplo más bastará para ilustrarlo. Llegado al punto anterior, el partidario de la existencia de la distinción puede tratar de definir el concepto de sinonimia. Un candidato a servir de explicación que es aceptable (porque es clara), pero insatisfactorio, es este: dos expresiones son sinónimas cuando son intercam biables en todo contexto salva veritate , es decir, de modo tal que el valor de verdad del enunciado en que se efectúa el intercambio se preserva: si era falso sigue siendo falso tras el cambio, y si era verdadero sigue siendo verdadero. La objeción de Quine es que, sin una cualificación crucial, esta explicación no recogería en absoluto el sentido intuitivo de ‘sinonimia’. ‘Nueve’ y ‘el número de los planetas’ son intercambiables salva veritate en contextos como ‘el número de los planetas es mayor que el número de las lunas de Júpiter’, pero eso no hace a las dos expresiones sinónimas. Los mismo ocurre con ‘animal con corazón’ y ‘animal con hígado’; son intercambiables salva veritate en 'los animales con corazón tienen corazón’, pero eso no las hace sinónimas. Para que la definición valga, hemos de hacer expreso que los contextos contemplados deben incluir contextos intensionales (VII, § 1). ‘Necesariamente,; el número de los planetas es mayor que cuatro’ serviría; si ahora efectuamos la
sustitución , pasamos de un enunciado falso a uno verdadero. Los dos términos no pueden intercambiarse por consiguiente salva vertíate en este tipo de contextos, lo que los hace, como queríamos, no sinónimos. Lo mismo ocurre con "animal con corazón" y ‘animal con hígado" en ‘necesariamente, los animales con corazón tienen corazón'; si ahora sustituimos 'animal con hígado’ por ‘animal con corazón’ pasamos de un enunciado verdadero a uno falso. Así, los dos términos no son intercambiables salva veriíaíe en esos contextos, con lo qué, por el criterio de sinonimia ofrecido, no son sinónimos, como intuitivamente pensamos. La explicación correcta de sinonimia, en términos de inter cambiabilidad, pues, debe apelar a la intercambiabilidad salva vertíate en contextos intensionales. contextos como los anteriores en que se habla de lo que es necesario o de lo que es posible. Y ahora la objeción de Quine es, como antes, que esta explicación no es iluminadora, pues presupone conceptos como aquellos que se intentan explicar, en este caso los conceptos modales interde fmibles de p o sib il id a d y necesidad. Un enunciado es necesariamente verdadero, puede decirse, si es verdadero en todos los. mundos posibles; pero los “mundos posibles” son aquellos que podemos describir sin incurrir en ninguna con tradicción ; es decir, sin afirmar un enunciado analíticamente falso. Otras explicaciones alternativas de ‘necesidad' apelan al concepto de significado , o al concepto de las reglas semánticas del lenguaje , etc. Cerramos,, pues, en cualquier caso el círculo. El argumento de Quine, pues, no es conclusivo: no prueba que no pueda haber una explicación satisfactoria de las nociones implicadas. Sólo establece que ninguna de las conocidas lo es; ofrecen la ilusión de que explican, pero no lo hacen, porque ios términos que emplean están tan requeridos de explicación como los que intentan explicar. Esas explicaciones a lo sumo muestran la existencia de interesantes interconexiones entre los conceptos de significado , analiticidad , s i n o n i m i a , reglas semánticas , necesidad , m u n d o p o s i b l e , etc. Pero no muestran cómo darles sentido independiente a todos, ellos.
3. La epistemología naturalizada frente al dogma fundacionaiista Indicamos al comienzo la existencia de importantes analogías entre los puntos de vista de Quine y los del Wittgenstein de las In v esti g a c io n e s. La parte de “Dos Dogmas” que acabamos de discutir puede verse como el equivalente al argumento crítico de Wittgenstein contra la concepción mentalista del significado, expuesto en XI, § 2. Mientras que Wittgenstein intentaba construir una reducción al absurdo de los puntos de vista mentalistas, Quine se limita a algo más modesto (pero, atendiendo a su influencia, igualmente devastador): pone de manifiesto cómo los conceptos claves no han sido explicados satisfactoriamente. Por otro lado, en la discusión del fundacionalismo, en la última parte del artículo, así como en su posterior trabajo “La epistemología naturalizada”, podemos ver el análogo de los argumentos positivos de Wittgenstein, el esbozo de una concepción de ios significados alternativa a la mentalista, una
concepción, también como la de Wittgenstein, grandemente influida por el conductismo. La tesis de la indeterminación de la traducción radical es entonces una consecuencia de esa concepción alternativa, de raíz conductista, de los significados, una consecuencia que pone patentemente de manifiesto por qué es razonable considerar a la concepción del significado de Quine y Wittgenstein una alternativa radical a la concepción mentalista de Locke y de nuestros supuestos intuitivos sobre los significados. En esta sección expondremos los supuestos más generales que animan esa visión alternativa de los significados de Quine, para ocupamos después de su consecuencia, la tesis de la indeterminación de la traducción radical. La concepción mentalista de los significados no sólo alimenta la creencia en la existencia de una distinción cualitativa entre verdades analíticas y verdades sintéticas; alimenta también, como dijimos antes, la creencia en una “división de tareas” entre el filósofo y el científico. (Naturalmente, división de ta reas no implica división dé personas , ni de departamentos universitarios.) Una cosa es el examen del contenido de nuestros enunciados; otra, el examen de su verdad o falsedad. La primera, la tarea analítica, es la del filósofo; la segunda, la tarea empírica, es la del científico.3En un sentido trivial, la primera es más importante que la segunda: sin saber qué dicen nuestros enunciados, mal podemos empezar a averiguar su verdad. A esto podría replicarse que no es preciso el conocimiento conceptual explícito que el filósofo intenta ofrecer del contenido de nuestros enunciados para ponerse a la tarea de determinar su verdad; incluso sin una teoría explícita del significado de ‘neutrino\ uno puede dedicarse a contrastar enunciados sobre tales entidades a partir de su comprensión implícita del término, adquirida en clases, en libros de texto y en la práctica del laboratorio. Pero hay un sentido más importante en que la concepción mentalista del significado sitúa la tarea del filósofo en un lugar privilegiado. Este sentido es epistemológico, y se pone claramente de manifiesto en el dogma fu n d a c io n a lis ta del empirismo tradicional. Indicando cuál es el contenido de un enunciado (aparentemente sobre neutrinos, o sobre el oro, .o sobre Julio César), el filósofo lo reduce a una afirmación explícita sobre la experiencia sensible, y con ello pone de manifiesto cuál es el fundamento empírico para su verdad. Tal como se dijo antes, Quine se refiere a esta segunda creencia alimentada por la concepción mentalista de los significados como la creencia en una “filosofía primera”: un saber independiente de la experiencia y previo a la experiencia; un saber que puede descubrirse y enunciarse tranquilamente sentados en el sillón, sin hacer ningún tipo de indagación empírica, en especial sin formular ninguna afirmación de hecho. La lógica, tal y como la concebía el Wittgenstein del Tractatus, “algo sublime”, es una tal “filosofía primera”. Por 3. Describir la segunda tarea com o “la del cien tífic o” sólo es usar un sinécd oque ilustrativo. Cada ser huma no es un buscador de verdades, aunque se trate de modestas verdades que sólo conciernan a cuál es la mejor pelícu la hoy en la cartelera o a si es peligroso cruzar ahora; en cada ser humano, pues, se pueden separar las tareas “analí tica” y “empírica", el análisis de conceptos y la constitución de creencias.
lo demás, esta segunda creencia está estrechamente emparentada con la primera (la .creencia en una distinción cualitativa entre analítico y sintético), pues una “filosofía: primera”, esa enunciación de un saber “sublime”, no empírico y condición de posibilidad de lo empírico, sería precisamente la enunciación de verdades analíticas, en el sentido del término que no hemos sido capaces de definir. Cuando Quine escribe sus obras clásicas, el mentalismo no es ya la influencia predominante que había sido en la primera mitad de siglo, entre otras causas por influencia de las críticas del segundo Wittgenstein. Por eso, aunque aquí y allá pueden encontrarse en esas obras de Quine críticas al “mito del museo” en la línea de Wittgenstein, no es tanto el mentalismo en sí mismo como las dos creencias que acabamos de mencionar, la existencia de una distinción cualitativa analítico/sintético y el fundacionalismo, las que él ataca. Supongo que su razón para ello es que, aunque la concepción mentalista de los significados ciertamente es el punto de vista que de modo más inmediato e intuitivo alimenta esas dos creencias, Quine piensa que otras concepciones del significado podrían por su parte tratar igualmente de justificarlas. O quizás peor, alguien podría abandonar el mentalismo, a causa de críticas como las que hemos considerado en el capítulo precedente, sin abandonar por ello ni la creencia en una distinción cualitativa analítico/sintético ni la creencia en una “filosofía primera”. ' En contra de ello, Quine propone abandonar las dos creencias alimentadas por la concepción mentalista. En el capítulo anterior observamos que se seguía de la concepción positiva del significado del segundo Wittgenstein la no existencia de una distinción cualitativa entre verdades analíticas y verdades sintéticas: comprender el significado de una expresión requiere aceptar la verdad de ciertos juicios. Estos juicios no son meras definiciones, sino que son sustantivos. Una manifestación de que lo son es que son susceptibles de impugnación: son corregibles. Una consecuencia de esto, apta para poner claramente de relieve las diferencias, es que la formulación de hipótesis escépticas radicales como la del Genio Maligno resulta imposible. La falsedad rad ical de mis creencias es incompatible con la existencia de las mismas. Sin que ello conlleve suscri bir los detalles de la concepción wittgensteiniana de los significados como dis posiciones comunitariamente compartidas a la conducta observable en circunstancias observables, Quine propone aceptar esa misma tesis wittgensteiniana. Quizás la razón de que los partidarios de la existencia de una distinción cualitativa analítico/sintético hayan sido incapaces de formularla sin utilizar implícitamente términos tan suspectos como los que intentaban explicar es que la presunta distinción no existe. Quizás la posesión de significados por las expresiones del lenguaje requiera la verdad de algunos de los enunciados que se pueden formular con ellas. La propuesta es: aceptemos, siquiera que sea como hipótesis, este supuesto, que explicaría el fracaso de ios intentos defini torios de los partidarios de la distinción, y examinemos sus consecuencias: al examinarlas encontraremos razones para creer la verdad del supuesto. ¿Se sigue de esto la falsedad de la otra creencia, la creencia en la exis-
tencia de una “filosofía primera”? En el sentido tradicional, sí; pero, hay un cierto sentido en que ello no tiene por qué seguirse, y conviene aclarar esta cuestión ahora. Como expusimos en el capítulo anterior, el Wittgenstein de las Investigaciones defendía, pese a todo, la existencia de una distinción cualitativa entre la actividad filosófica y la actividad científica o empírica. Ahora bien esto no quería decir que la filosofía pudiera proponer graneles tesis, de algún modo fundamentadoras de la práctica empírica. Por el contrario, sólo quería decir que la actividad filosófica es meramente “descriptiva” y no “explicativa”, está limitada a la formulación de trivialidades que todo el mundo sabe. Lo único “interesante” que le queda al filósofo es la práctica terapéutica de desbrozar malentendidos conceptuales. Wittgenstein, como vimes, no rechaza la existencia de una cierta distinción analítico/sintético. El parágrafo 242 de las Inves tigaciones, que se comentó largamente en XI, § 4, lo destinaba Wittgenstein a justificar que no se sigue de su concepción de los significados ia imposibilidad de una “ciencia” distintiva de los significados, la lógica, como él le llama, o la semántica, como le llamamos nosotros. Y las verdades de una ciencia tal son precisamente las verdades analíticas. No hay aquí empero ninguna contradicción con lo que hemos venido diciendo. Si, con el partidario de la concepción mentalista, consideramos un aspecto necesario de la existencia de la distinción analítico/sintético el que las verdades analíticas no dependan de nada contingente —de que el mundo de los acaecimientos objetivos esté organizado de ciertos modos— y sean por consiguiente el paradigma de verdad incorregible, entonces tanto Quine como Wittgenstein están de acuerdo en que tal distinción no existe. Es ese aspecto el que he querido enfatizar hasta aquí describiendo la tesis que Quine cuestiona como la de que existe una “distinción cualitativa analítico/sintético”; es bien cierto que la palabra enfatizada, ‘cualitativo’, no deja meridianamente clara la distinción que se pretende establecer con ella, pero espero que esta discusión sí lo haya hecho. En el caso de Wittgenstein, el aspecto en cuestión queda rechazado por la exigencia, para la comunicación por medio del lenguaje (es decir, para compartir significados) no sólo de un acuerdo en las definiciones, sino también de un acuerdo en los juicios; esto es, en lo que es verdadero y falso. Sin embargo, puede formularse la distinción analítico/sintético de un modo tal que ese aspecto, consustancial a la concepción mentalista de los significados, no sea necesario. Podríamos considerar, alternativamente, que la esencia de la distinción radica en que las verdades analíticas sean verdades “triviales”, que aceptamos sin más ni más, sin llevar a cabo indagación empírica alguna y sin precisar para ello de ninguna justificación o razón, como parte de lo que nos cualifica como usuarios competentes de un lenguaje. Esta distinción es bien diferente de la anterior. Las verdades analíticas, como las verdades sintéticas, atribuyen determinadas características al mundo objetivo, y, en consecuencia, es concebible que en ciertas situaciones hubiésemos de recusar su aceptación anterior. Dado que una verdad analítica es, paradigmáticamente, una conocida a priori (III, § 4), resulta así que, en esta concepción, el falibi lismo de la epistemología anticartesiana contemporánea se ha llevado incluso
al reducto sagrado del racionalismo cartesiano. Ni siquiera conocemos con cer tidumbre las verdades a priori , porque incluso para las proposiciones que aceptamos y, si fuesen verdaderas, serían conocidas a p r i o r i , podrían existir situaciones que nos forzarían a corregimos. Las verdades analíticas, así entendidas, se diferencian de las sintéticas en que las características que atribuyen al mundo son aquellas que en cualquier caso es preciso conocer para poder siquiera formular conjeturas sobre otras características más interesantes, y cuestiona bles, del mundo. Una consecuencia es que la distinción, entendida al modo wittgensteiniano, no es tajante, sino gradual y vaga. Tal y como puso de manifiesto nuestro comentario en el capítulo anterior, es en este segundo sentido que Wittgenstein acepta la distinción, y que distingue la semántica (y la filosofía con ello), meramente “descriptiva”, del resto de las ciencias, genuina mente explicativas. Era parte de esta concepción wittgensteiniana de la filosofía que ésta no puede ser correctiva; el filósofo, a diferencia del científico, no puede venimos con novedades, no puede traemos la buena nueva de que “se puede pensar esto y lo otro en contra de nuestros prejuicios” (Investigaciones, §109). ¿Qué opinión tiene Quine sobre este segundo modo de entender la distinción? El rechazo de la distinción cualitativa analítico/sintético pone al filósofo en el mismo tren que el científico; no hay “filosofía primera”. Y una de las máximas metodológicas centrales que usan los pasajeros de ese tren es el c o n servadurismo epistémico. Es esto lo que la famosa metáfora de Neurath, tam bién viajera, invocada por Quine como lema de Palabra y Objeto , intenta poner de relieve: “Somos como marineros que se ven obligados a reparar su barco en alta mar, sin poder nunca desmantelarlo en un puerto y aparejarlo de nuevo con materiales mejores.” No podemos poner en cuestión en un mismo momento la totalidad de nuestras creencias; en cada momento podemos revisar algunas, pero sólo con respecto a la aceptación de la mayoría de las otras. Hasta aquí está Quine dispuesto a aceptar la idea de. Wittgenstein;. pero esto no es mucho, porque el conservadurismo es común ai filósofo y al científico. En lo esencial, Quine también discrepa de Wittgenstein, y de ahí que su rechazo de la distinción analítico/sintético sea aún más radical, que valga también cuando la distinción se toma en el sentido wittgensteiniano. Es tan legítimo para el filósofo como para el científico traemos novedades; la filosofía bien puede ser correctiva. En el curso del tiempo, según Quine, la totalidad de nuestras creencias en un momento dado puede cambiar, incluidas aquellas que constituyen las “verdades analíticas”, aquellas que configuraban los significados de las palabras. De hecho, como veremos, en su concepción del significado no existe diferencia cualitativa alguna entre un cambio de significados y un cambio de creencias. Este es uno de los aspectos más sorprendentes del holismo sem ántico qui neano que discutiremos más adelante. La epistemología tradicional se opone a utilizar en su indagación información procedente, por ejemplo, de la psicología o la biología; de acuerdo con ella, utilizar tal información sería circular: ¿cómo puede la epistemología, que intenta entre otras cosas justificar el conocimiento científico, usar en su justi-
ficación parte de ese conocimiento? Tanto el epistemólogo tradicional racionalista (Descartes, por ejemplo) como el empirista (Locke, por ejemplo) dan por supuesto que tenemos opiniones, cuyos contenidos proposicionales son expre sables en términos de entidades subjetivas independientes del mundo objetivo, y se preguntan después qué condiciones deben cumplir las opiniones para constituir conocimiento. Todas estas tareas pueden (y deben) llevarse a cabo a priori , examinando meramente el contenido de nuestra idea de saber. El rechazo de la distinción tradicional analítico/sintético implica el rechazo del supuesto común al epistemólogo tradicional, racionalista o empirista. Que ‘rojo’ se aplique correctamente a algo significa que, en condiciones que admitimos como apropiadas, un usuario competente convendría en aplicarle el término ‘rojo’. Si estoy ante algo a lo que juzgo que se aplica ‘rojo’, algo tan patentemente rojo que lo podría utilizar para enseñar el uso del término a un niño, en circunstancias apropiadas para ello, entonces sé, simplemente en virtud de mi conocimiento del lenguaje, que eso es rojo. Por tanto, lo sé a prio ri. Similarmente, las creencias constitutivas de lo que antes denominamos la “descripción” usada en la caracterización del significado de los términos teóricos de aquellas de nuestras teorías que sean verdaderas son, igualmente, conocidas a priori. Y, sin embargo, puedo perfectamente concebir la posibilidad de que me equivoque, de que hubiera de recursar mi juicio. Algo similar cabe decir de enunciados que expresan la exclusión de los colores, de verdades geométricas básicas, etc., entendiendo en todos los casos que hablamos del mundo “externo” y no de nuestras vivencias subjetivas. La epistemología witt gensteiniana, empresa conceptual, tendría ahora que ver con las condiciones paradigmáticas de aplicación del término ‘saber’ en casos reales, y con las verdades “triviales” constitutivas del significado de la expresión. El punto de vista de Quine es similar, con la salvedad de lo que resulta de sus discrepancias con Wittgenstein en cuanto a la distinción wittgensteiniana analítico/sintético. La epistemología, según Quine, no tiene por qué limitarse a la enunciación de las “verdades triviales” sobre la aplicación del concepto de saber. Pues la práctica científica (en este caso, la práctica psicológica y sociológica) no es más que una extensión mejorada de esas verdades, una extensión que bien puede resultar en su corrección. De modo que es perfectamente apro piado echar mano de los resultados sobre el saber que la psicología, la biología o la sociología puedan proporcionar, o, siendo como son escasos por el momento, a los que quepa esperar que proporcionen teniendo en cuenta sus supuestos y sus métodos presentes. A la epistemología así entendida le llama Quine “epistemología naturalizada”. La epistemología tradicional deriva sus objetivos fundamentadores de los supuestos consecuentes a la concepción mentalista cuestionados por Wittgens téin.y Quine: la existencia de una “filosofía primera” y la distinción cualitativa analítico/sintético. Supuestos estos objetivos, la epistemología naturalizada no puede ser una empresa más vana: fundamentar, entre otras cosas, la psicología, utilizando información proveniente de la psicología. Estos objetivos fundamentadores, por tanto, no pueden formar parte del proyecto de la epistemo
logia naturalizada. (Y, naturalmente, tanto a Quine como a Wittgenstein les parece perfectamente justificado abandonarlos, pues a su juicio se apoyan en una ilusión.) Una vez abandonados, no hay circularidad. El problema de dar una respuesta al escéptico (el problema de explicar cómo al menos algunos de nuestros enunciados y de nuestras opiniones pueden ser verdaderos) se ha revelado un pseudoproblema: algunos de nuestros enunciados y de nuestras opiniones tienen que ser verdaderos, para que haya enunciados y opiniones. (En realidad, para que haya significado, o contenido, pero es esencial que haya significado o contenido para que haya enunciados o opiniones.) Dada esa falta de pretensión fundamentadora, nada hay de malo en que las teorías psicológicas expliquen, entre otras cosas, cómo se elaboran y se justifican las teorías psicológicas. La epistemología tradicional es normativa ; pretende distinguir opiniones que son conocimiento de otras que no lo son. Pudiera pensarse que la epistemología naturalizada, sea en la versión “de sentido común” de Wittgenstein o en la versión “científica” de Quine, debe necesariamente perder de vista esta dimensión. Pero como Quine indica, ello no es así. La ciencia misma (o más simplemente,' y en el espíritu de Wittgenstein, los hechos metodológicos triviales constitutivos de nuestro concepto de saber) es la que muestra que los adivinos, astrólogos y otros individuos de similar pelaje, no poseen el conocimiento que pretenden. Es la ciencia misma (o esos principios metodológicos) la que muestra que no tenemos otro conocimiento del futuro que el que podemos obtener del pasado, justificando mediante observaciones, experimentos y la apelación al principio de inducción (o al principio de inferencia en favor de la mejor explicación) enunciados que aseveran leyes, y aplicando esas leyes a lo observado en el presente para inferir el futuro; y que las opiniones de los individuos como los mencionados no se dejan justificar de estos modos. Es la ciencia misma (o, de nuevo, principios metodológicos de sentido común) la que justifica el principio empirista de que todo nuestro conocimiento se apoya en último término en la información que nuestros sentidos nos proporcionan. Quienes esgrimen la objeción de la normatividad contra la naturalización de la empresa filosófica que resulta de la concepción del significado de Quine y el segundo Wittgenstein, en otras palabras, no han calado apropiadamente en su naturaleza. El significado de una expresión está constituido no sólo por definiciones, sino también por juicios (verdades recusables, que aceptamos inmediatamente como triviales, en el caso de Wittgenstein; verdades igualmente recusables que aceptamos como resultado de la investigación científica, en el caso de Quine). Pero la aceptación de estos juicios tiene, tanto para Quine como para Wittgenstein, la misma dimensión normativa que tenía aceptar definiciones para el filósofo tradicional. La aceptación de tales juicios es requerida para contar, en un momento dado y en una cierta comunidad, como un usuario competente dél lenguaje. Un resultado de la epistemología naturalizada, al que se acostumbra a denominar ‘tesis de Duhem’ en honor de su enunciador primero, es el holismo epistémico (‘holismo1proviene de una palabra griega para todo), la tesis de que
nuestro saber es global: la justificación de un enunciado sobre un “tema”, digamos sobre la causa del síndrome tóxico, puede depender de hecho de la justificación de enunciados sobre “temas” aparentemente muy dispares, por ejem plo sobre procesos químicos. La justificación de enunciados físicos puede depender de hecho de la justificación de enunciados psicológicos, enunciados sobre las capacidades observacionales de seres humanos, por ejemplo. El holismo epistémico es la tesis de que no se justifican los enunciados aisladamente, o por “temas”, sino que lo que está o no justificado es la totalidad de nuestro saber en un momento dado. En V, § 2 argumentamos en favor de una versión débil de esta tesis. El holismo epistémico, junto con el principio verificacionista del significado, tiene por consecuencia el holismo semántico : la tesis opuesta al segundo de los dogmas discutidos por Quine en “Dos Dogmas”, esto es, al dogma fun dacionalista. En una forma aparentemente inocua, la tesis dice que no se puede tomar un enunciado dado, aisladamente, y expresar su contenido en términos puramente empíricos. Es decir, no se puede expresar el contenido de un enunciado mediante una proposición empírica equivalente. El principio verifi cacionista establece que el significado de los enunciados son las condiciones en que se justificaría su verdad; el holismo epistémico dice que la verdad de los enunciados no se justifica uno a uno; la conclusión es que los enunciados no tienen significado empírico uno a uno, sino que sólo la totalidad de los enunciados de un lenguaje lo tiene. Por consiguiente, es imposible reducir los enunciados uno a uno a enunciados sobre la experiencia sensible, como pretende el dogma fundacionalista. Así, el supuesto de que la distinción cualitativa analítico/sintético no existe lleva también al rechazo del segundo dogma del empirismo.
4. Las condiciones empíricas de la traducción radical La misma estrategia que la epistemología naturalizada emplea para investigar el concepto de saber cabe aplicar, cuando se abandonan los supuestos mentalistas y la distinción analítico/sintético que éstos animan, en la indagación del concepto mismo de significado. Lo que hemos de hacer es examinar aquello a lo que típicamente aplicaríamos nuestro concepto de significado. Mientras que Wittgenstein se limitaría a observaciones triviales sobre los significados (de las que sin embargo resulta la tesis aparentemente nada trivial de que el significado de una expresión en una comunidad lingüística es una cierta disposición a la conducta comunitariamente compartida por los miembros de la misma), Quine no tiene ninguna dificultad en echar mano de lo mejor que la ciencia pueda decir. La ciencia pertinente aquí (la psicología, la sociología, quizás la biología en algunos aspectos, la antropología), sin embargo, está en sus albores, así que no debe extrañar encontrar a Quine haciendo de psicólogo amateur en L a s ra íc es de la re fe re ncia , tratando de encontrar algo de iluminación sobre el concepto de significado (particularmente, el de referencia)
en consideraciones bastante especulativas sobre el aprendizaje del lenguaje. El punto de partida en Palabra y objeto tiene una motivación similar. El objetivo es tratar de construir una noción de significado aceptable desde el punto de vista de los supuestos que motivan la naturalización de la epistemología, expuestos en la sección precedente. (Por mor de la brevedad, diré en adelante meramente “desde el punto de vista de la epistemología naturalizada”, en contextos en que el rigor me exigiría emplear un circunloquio más extenso, como el anterior.) El comienzo es difícil, porque se hace difícil pensar qué puedan ser los significados cuando se abandonan las creencias mentalistas. Una buena idea para comenzar es que el significado es lo que tienen en común expresiones de diferentes lenguas cuando la una es una buena traducción de la otra. La idea de Quine es estudiar los significados estudiando los criterios para una traducción aceptable: E l si g nif ic a do de una expre si ón será aq uell o en v ir tu d de lo cual una expresión de otra lengua es una buena traducción de la primera a esa otra lengua.
Estudiar esta cuestión preguntándose por la traducción entre lenguas para las que ya existen manuales de traducción no va a llevamos muy lejos; por otro lado, la familiaridad con esas otras lenguas puede fácilmente hacer que los omnipresentes prejuicios mentalistas distorsionen nuestras conclusiones. Lo que Quine propone es una experimento mental, a saber, imaginar que nos encontramos en una situación de traducción radical. De lo que se trata aquí es de construir un manual de traducción para una lengua para la que no se posee ninguno. Conviene además poner en suspenso cualquier parentesco entre los hablantes de la lengua a traducir (les llamaremos “los nativos”, y a su lengua “la lengua nativa”) y los seres humanos, de nuevo con el fin de impedir el recurso subrepticio a supuestos mentalistas. Sin embargo, el uso del término ‘nativo' no debe hacemos adoptar una condescendencia no menos discutible; la lengua nativa podría ser tan compleja como la nuestra, y el nativo cuyo idio lecto tratamos de traducir podría muy bien ser un físico capaz de expresar opiniones equiparables en refinamiento teórico a conjeturas en español sobre el B ig B a ng o la “gran unificación” de las cuatro fuerzas fundamentales. Podemos quizás suponer que el “nativo” pertenece a una tripulación recién llegada a la Tierra en una nave extraterrestre. Si Wittgenstein llega a conclusiones conductistas a partir de sus consideraciones sobre elementos fundamentales de nuestro uso del concepto de s i g nificado, Quine parte ya desde el comienzo de supuestos conductistas. El significado de una expresión será aquello en virtud de lo cual, en una situación de traducción radical , una expresión de otra lengua sería una buena traducción de la primera a esa otra lengua. Quine es muy claro en las consecuencias que este supuesto, tai como él lo entiende, tiene. El supuesto excluye, desde el comienzo mismo, no sólo el recurso a discutibles entidades del tipo de las ideas de Locke, sino también el recurso a cualquier información que no sea colegible del comportamiento del nativo en circunstancias observables. El supuesto excluye, por ejemplo, el recurso a cualquier información sobre los estados internos de la mente o del cerebro de los nativos, incluso cuando esos
estados no se caracterizan en términos mentalistas, sino en términos neuroló gicos o “funcionales” (los términos relativamente abstractos en que se caracteriza un programa de ordenador). Y las exigencias epistemológicas de Quine aún harán más magra la información disponible, como se verá enseguida. Es importante notar desde ahora mismo que la indeterminación de la traducción depende estrechamente de estos supuestos de partida. La justificación de Quine para adoptarlos hay que buscarla en las consideraciones examinadas en la sección precedente que motivaban la naturalización de la epistemología. Lo que no se encuentre allí, cabe atribuirlo a las exigencias del empirismo qui neano; o, dicho de otro modo, a los prejuicios empiristas de Quine. Ofrezco a continuación algunas citas en que Quine sintetiza sus razones en favor de estos supuestos conductistas, porque ellas exponen sus razones mejor de lo que yo podría hacerlo. Incluso aquellos que no han adoptado el conductismo como filosofía están obligados a guiarse por el método conductista en ciertas prácticas científicas; y la teoría lingüística es una práctica tal. Un científico del lenguaje es, por el hecho de serlo, un conductista ex officio. Cualquiera que eventualmente resulte ser la mejor teoría de los mecanismos internos del lenguaje, debe conformarse al carácter conductual del aprendizaje lingüístico, a la dependencia de la conducta lingüística respecto de la observación de la conducta lingüística. Un lengua je se adquiere mediante la emulación social y mediante la información obtenida de la reacción social a la propia conducta, y estos controles ignoran cualquier idiosincrasia en las imágenes o en las asociaciones del individuo que no tengan manifestación en su conducta. Las mentes son indiferentes para el lenguaje en la medida en que son conductualmente inescrutables.4 Los críticos han dicho que la tesis [de la indeterminación de la traducción] es una consecuencia de mi conductismo. Algunos han dicho que es una reducción al absurdo de mi conductismo. Discrepo de la segunda observación, pero estoy de acuerdo con la primera. Es más, mantengo que el enfoque conduc tistá es obligatorio. En psicología uño puede o no ser conductista, pero en lingüística no hay elección. Cada uno de nosotros aprende su lenguaje mediante la observación de la conducta lingüística de otra gente y mediante el refuerzo o la corrección que los otros hacen de nuestra propia balbuciente conducta lingüística cuando la observan. Dependemos estrictamente de la conducta manifiesta en situaciones observables. En la medida en que nuestro dominio del lenguaje se ajusta a todos los puntos externos de control, donde nuestra proferencia o nuestra reacción a la proferencia de otro puede ser evaluada a la luz de alguna situación. compartida, en esa medida todo está bien. Nuestra vida mental entre los puntos de control es irrelevante con respecto a la calificación de nuestro dominio del lenguaje. No hay nada en el significado lingüístico más allá de lo que puede colegirse de la conducta manifiesta en circunstancias observables.5
4. “Philosophical Progress in Language Theor y”, p. 5. 5. Pur sui t o /T ru th , pp. 37-38.
El significado de una expresión, dijimos antes, será aquello en virtud de lo;cual una expresión de otra lengua es una buena traducción de la primera a esa otra lengua. Como acabamos de ver, “aquello en virtud de locual” .una tra ducción es buena son entidades aceptables para el conductista, disposiciones a la conducta lingüística. Estamos, pues, donde Wittgenstein nos había dejado. El experimento mental de la traducción radical, sin embargo, nos ayuda a dar más precisión a la naturaleza de esas disposiciones; o, al menos, a lo que según Quine la epistemología naturalizada nos exige tomar como tales disposiciones. Vamos a hacer un repaso rápido a los elementos de las disposiciones lingüísticas en cuestión que Quine considera relevantes en Palabra y objeto. Las diferencias entre Quine y Wittgenstein que comentamos anteriormente se ponen de manifiesto aquí. Mientras para Wittgenstein las disposiciones lingüísticas constitutivas del significado de los términos habían de ser enunciados que todo usuario competente del lenguaje reconocería como verdaderos, incluso trivialmente verdaderos, Quine no tiene ningún recato en formularlas en los términos más precisos que la ciencia del momento pueda ofrecer. La lingüística científica del momento, según Quiné, dice que las disposiciones lingüísticas básicas conectan estímulos sensibles psicofísicamente caracterizados con respuestas lingüísticas tales como asentimiento y disentimiento. Debe hacerse notar aquí que, si por “lingüística científica” entendemos la lingüísti ca que de hecho practican los que en el momento presente son considerados científicos del lenguaje (en lugar de entender la noción de algún modo normativo, como, por ejemplo, la lingüística que deberían practicar los científicos del lengua je si.fue sen todo lo em piristas que según Quine d eberían se r)r la afir-
mación anterior es falsa. La lingüística científica del momento presente, erigida en tomo a la obra de Noam Chomsky, rechaza tajantemente los supuestos metodológicos de Quine. Después volveremos sobre esto. Esto permite formular la primera noción necesaria para definir esas “dis posiciones lingüísticas” que en definitiva van a ser los significados, seriam ente reconstruidos: la noción quineana de “significado estimulativo”. El signifi cado estimulativo de una oración para una persona en un momento dado está constituido, por un lado, por las disposiciones a asentir a'la oración relativamente a la situación estimulativa de los receptores sensoriales durante fragmentos breves de tiempo —unos segundos, o la duración del “presente especioso”, digamos una veinticincoava parte de segundo— ; por otro, por las dis posiciones a disentir a la oración relativamente también a la situación estimulativa de los receptores sensoriales también durante fragmentos breves de tiem po. Llamaremos “significado estimulativo positivo” ai primer conjunto de dis posiciones, y “significado estimulativo negativo” al segundo. El significado estimulativo de la oración castellana ‘hay una esfera roja ante mf para mí ahora está constituido por condicionales subjuntivos del tipo “si tuviese la retina en tal y cual condición (aquí una descripción psicofísica de uno de los muchos estados posibles de una retina producidos por una esfera roja en condiciones normales de iluminación, etc.), cceteris pa rib us , asentiría a ‘hay una esfera roja ante mí’”. El significado estimulativo negativo de la misma oración para mí
ahora estaría constituido por condicionales subjuntivos del tipo “si tuviese la retina en tal y cual condición (aquí, una descripción psicofísica del estado pn>: ducido en una retina por un campo del alfalfa en primavera, en condiciones normales de iluminación, etc.), cceteris paribus, disentiría de ‘hay una esfera roja ante mí’” Es preciso hacer una serie de observaciones inteipretativas. En primer lugar, la noción de significado estimulativo se define para oraciones, no para términos. Los significados estimulativos son disposiciones a asentir o disentir, y sólo se asiente o disiente de oraciones completas. Entenderemos que una oración es una expresión suficiente para “llevar a cabo una jugada en el juego lingüístico”, y que un término es una parte propia de una oración. Esto significa que las nociones de oración y término no pueden entenderse en términos puramente formales; la misma entidad formal (la misma expresióntipo) que en un contexto es una oración, en otro es un término. ‘Conejo’ puede ser utilizado como oración, abreviando ‘hay un conejo aquí’, y puede ser utilizado también como término, en la oración no abreviada. Algo es una oración o un término relativamente al uso que se hace de ello en un contexto dado. En segundo lugar, la noción de significado estimulativo debe relativizarse a una persona en un momento dado, pues el mismo estado de los receptores olfativos que haría a un individuo asentir a la oración ‘Cabemet Souvignon’, a otro le dejaría indiferente; y lo mismo podría ocurrir si comparamos las dis posiciones de un único individuo, antes y después de hacer un curso de enología. En tercer lugar,, los significados estimulativos son, como todas las disposiciones, hipótesis causales que conectan tipos de situaciones con tipos de situaciones; y como todas las leyes causales sobre entidades “macroscópicas”, deben entenderse restringidas por cláusulas de salvaguardia cczteris paribus. Cuando hablamos de estados de la retina o de los receptores olfativos, nos referimos a estadostipo, a universales. Es así que cabe atribuirme a mí, ahora, muchísimas disposiciones que nada tienen que ver con los estados reales presentes de mis receptores sensoriales. Por otro lado, como todas las disposiciones, los significados estimulativos llevan anejas cláusulas de salvaguardia cceteris paribus. El hecho de que si mi cerebro hubiese sufrido ciertos daños yo no asentiría a ‘hay una esfera roja ante mí’ aun cuando mi retina estuviese en un estado típicamente producido por una esfera roja en circunstancias normales de iluminación, etc., no invalida la verdad de que yo tengo ahora una disposición a asentir a esa oración cuando mi retina está en ese estado. De ahí la necesidad de incluir la cláusula de salvaguardia, dejando al margen tanto esa eventualidad como otras muchas que ni siquiera somos capaces de formular. Como en casos similares, la existencia de esas cláusulas convierte a los significados estimulativos en afirmaciones bastante vagas, mucho menos comprometidas epistémicamente que las leyes de las ciencias más básicas, pero no las vacía de contenido completamente: una persona tiene en un momento ciertas disposiciones a asentir, y no tiene otras. Los significados estimulativos son disposiciones a la conducta observable
(asentimientos y disentimientos) en circunstancias manifiestas (estados de los receptores sensoriales, que generalmente pueden colegirse de la situación externa). Podemos considerarlos pares formados por el conjunto de estados de los receptores sensoriales que producen asentimiento, en primer lugar, y el con junto de estados que producen disentimiento, en segundo lugar. A partir de esta noción de significado estimulativo, Quine define ‘oración ocasional’ frente a ‘oración permanente’ y ‘oración eterna’. Una oración eterna (para un hablante en un momento dado) es una que tiene a la clase vacía como uno de los miembros de su significado estimulativo —el que representa el significado esti mulativo positivo o el que representa el significado estimulativo negativo— . ‘Llueve o no llueve’, ‘llueve y no llueve’, ‘las ballenas son animales’, ‘las ballenas son peces’, ‘la nieve es blanca’, ‘la nieve es negra’ y ‘no hay vida en Marte’ son oraciones eternas para mí ahora. Una oración eterna (para un hablante en un momento dado) es en definitiva una tal que el hablante o bien asentiría a ella o bien disentiría de ella cualquiera que fuese la situación esti mulativa de sus receptores sensoriales. Una oración permanente es una que, aunque estrictamente no es eterna, se comportaría como una eterna relativamente a períodos largos de tiempo (períodos bastante más largos que el “presente especioso”). ‘Es de día’ provoca mi asentimiento durante todo el día, sea cual sea la situación de mis receptores sensoriales, y no provoca mi disentimiento nunca durante el día, sea cual sea la situación de mis receptores sensoriales. Lo mismo puede decirse de ‘ha llegado la primavera’, extendiendo el período temporal. Una oración ocasional es una que no es eterna ni permanente; por ejemplo, ‘hay una esfera roja ante m f , ‘hay un conejo ante m í’, ‘hay un profesor de derecho ante mí’, ‘está una foto de Wittgenstein ante m f son oraciones ocasionales para mí ahora. De entre las oraciones ocasionales, Qiiine distingue un subconjunto de oraciones, fundamental en su teoría, a las que llama “oraciones observaciona les”. Será conveniente indicar cuáles son las intenciones de Quine al hacer esta distinción, para luego atenernos exclusivamente a su definición. Intuitivamente, las disposiciones a asentir a, y disentir de, algunas oraciones ocasionales podrían considerarse su significado; éste puede ser el caso con ‘hay algo rojo aquí’, o, mejor, con la mera proferencia de ‘rojo’ entendida como oración. Sin embargo, hablando también intuitivamente, las disposiciones a asentir a ‘esta es una foto de Wittgenstein’ o ‘hay un profesor de derecho aquí’ poco tienen que ver con su significado. Recuérdese que los significados estimulativos son simplemente correlaciones entre estados de los receptores sensoriales y manifestaciones conductuales de asentimiento o disentimiento. Ahora bien, el que un hablante del español asentiría a ambas oraciones cuando sus receptores sensoriales están estimulados de ciertos modos (su retina afectada por la imagen de un cierto individuo, o por una foto de Wittgenstein), mientras que otro disentiría en las mismas circunstancias, poco tiene que ver, intuitivamente, con su comprensión respectiva del significado de esos enunciados. Tiene que ver fundamentalmente con la presencia o ausencia de cierta información colateral: que un individuo con cierta apariencia es profesor de derecho, o que una ima-
gen fotográfica corresponde a Wittgenstein. Y parece poco razonable intuitivamente considerar a esa infonnación cuya presencia explica el asentimiento de uno y cuya ausencia explica el disentimiento del otro como parte del significado lingüístico de los enunciados en cuestión; de ahí precisamente que califiquemos la información de colateral. Las oraciones observacionales son aquellas oraciones ocasionales para las que es plausible, siquiera que en principio, considerar el significado estimula tivo como “el significado”. El problema es caracterizarlas en términos quinea nos aceptables. Quine lo hace así: las oraciones observaciones son aquellas para las que (i) estados similares de los receptores sensoriales producirían las mismas respuestas de un individuo en un momento dado, y (ii) estados similares de los receptores sensoriales producirían las mismas respuestas en la mayoría de los otros miembros de la comunidad lingüística. Naturalmente, Quine no puede definir ‘ser miembro de la misma comunidad lingüística’ en términos lockeanos, algo así como “asociar las mismas ideas con las mismas palabras”. Su definición de ‘comunidad lingüística’ pretende ser conductista: dos individuos pertenecen a la misma comunidad lingüística si llevan a cabo interacciones lingüísticas tales como comunicarse información, darse órdenes o “hablar por hablar” sin excesivas dificultades. La idea es que las oraciones observacionales son aquellas para las que el asentimiento o disentimiento depende exclusivamente de la situación de los receptores sensoriales, y no de otra información. ‘Hay algo rojo’ y ‘hay un conejo aquí’ serían así oraciones observacionales. Ciertamente, estados de los receptores sensoriales que provocarían el asentimiento de algunos hablantes competentes del español a esas oraciones no provocarían el asentimiento de otros. Si mi retina está en un estado producido por la luz proveniente de un semáforo con la luz superior encendida, pasando a través de unas gafas que distorsionan grandemente los colores, y yo sé que llevo puestas esas gafas, probablemente asentiría a ‘hay algo rojo aquí’; pero un hablante del español que nunca hubiera visto un.semáforo ni supiera lo que es un semáforo (si todavía quedan) no lo haría. Si mi retina está estimulada por el revoloteo de una mosca sobre un arbusto, y yo sé que moscas como ésa sólo revolotean de ese modo cuando hay un conejo debajo, yo asentiría probablemente a ‘hay un conejo aquí’; pero otro hablante del español que no dispusiera de esa información colateral no lo haría. Pero, pese a esto, la definición de ‘oración observacional’ se ha formulado con la suficiente vaguedad como para que estas discrepancias no cuenten; y buscar mayor precisión en esta materia sería improcedente, señala Quine. Por otro lado, ‘esta es una foto de Wittgenstein’ y ‘hay un profesor de derecho aquí’ no son oraciones observacionales. Armados de esta noción, pongámonos en la situación de traducción radical. Si el nativo cuyo idiolecto queremos traducir está dispuesto a cooperar (si no, el experimento mental no tiene objeto), nos ayudará a traducir en primer lugar oraciones observacionales suficientemente breves. Las oraciones observacionales constituyen la vía de acceso para el lingüista y también para el niño
que aprende su lenguaje. Pues no tendría sentido empezar con oraciones eternas, o.con oraciones ocasionales no observacionales. La primera tarea, pues, es dilucidar cuáles son las manifestaciones nativas de asentimiento y disentimiento, y después empezar a traducir las oraciones observacionales. Para ellas, qué es el significado —eso que se preserva en una traducción aceptable— parece bastante claro: el significado es el significado estimulativo. Lo que el lingüista ha de hacer es correlacionar las oraciones nativas con oraciones de su lenguaje con el mismo significado estimulativo. Naturalmente, para hacerlo deberá elaborar conjeturas sobre el significado estimulativo de las oraciones nativas, y estas conjeturas no son epistémicamente nada inmediatas. Recuérdese que los significados estimulativos son en definitiva conjuntos de disposiciones, y las hipótesis sobre disposiciones son hipótesis generales, con el carácter de las hipótesis científicas en general. No bastan unas pocas observaciones para contrastarlas; es preciso hacer '‘experimentos”, repetir la oración en otras circunstancias para comprobar si la respuesta del nativo responde a las expectativas determinadas por nuestra conjetura, etc. Las hipótesis científicas están infradeterminadas por los datos empíricos; éste es el viejo problema de la inducción. Diferentes hipótesis son compatibles con ios datos empíricos que hemos recogido; desde una perspectiva realista, cabe pensar que diferentes hipótesis sobre los últimos reductos no observables del mundo físico son compatibles con la totalidad de los datos empíricos dis ponibles, con los de hecho recogidos y con los que podrían ser recogidos aunque de hecho no lo hayan sido o vayan a ser. Por tanto, no es nada extraño que una cierta hipótesis, por muy bien corroborada empíricamente que esté, resulte ser falsa. Lo mismo ocurre con las hipótesis que elabora el lingüista sobre la traducción de oraciones observacionales. Podría ocurrir, por ejemplo, que el lingüista haya decidido que la oración observacional del lenguaje nativo ‘Gava gai’ tiene el mismo significado estimulativo 'que la oración observacional del español ‘hay un conejo aquí'; que esta hipótesis esté muy bien corroborada (el lingüista ha propuesto la oración nativa en varias ocasiones en que el nativo debía estar estimulado por imágenes de conejos de distintas formas, pelajes, tamaños, y éste siempre ha asentido, y en otras en que no debía estarlo, pues no había ningún animal delante, o había lo que ostensiblemente era un conejo de peluche y no un conejo real, y éste ha disentido), y, sin embargo, que la hipótesis sea incorrecta. Puede que la hipótesis de que el significado estimulativo de ‘Gavagai’ sea más bien el de ‘hay un conejo joven aquí’ sea com patible con los mismos datos empíricos, y que de hecho esa sea la hipótesis correcta. No debe confundirse la tesis de la indeterminación de la traducción radical con la tesis de la infradeterminación de la traducción radical por los datos empíricos disponibles. La traducción de un lenguaje a otro, como cualquier otra teoría científica, estará infradeterminada por los datos empíricos disponi bles; nos podemos llevar por tanto sorpresas, podemos descubrir que un manual que creíamos correcto no lo es después de todo. No sería nada novedoso sostener que la traducción radical está indeterminada, si todo lo que se
sostuviese con ello fuese que la condición epistémica de la traducción radical es la de cualquier otra conjetura sobre el mundo en que vivimos; Lo que Quine llama “la indeterminación de la traducción” es algo ulterior, un “defecto” de la traducción que se da además de la infradeterminación, añadido a ésta, y que, como veremos, no es un defecto meramente epistémico, sino uno onto lógico. Empezamos a acercamos a la tesis quineana cuando pensamos en el siguiente hecho: oraciones observacionales castellanas intuitivamente diferentes en significado, no difieren sin embargo en significado estimulativo. Las oraciones ‘hay un conejo aquí’, ‘hay un estadio temporal de conejo aquí’ (un estadio temporal de un objeto que dura en el tiempo es una pequeña “loncha” tem poral del mismo), ‘hay partes no separadas de conejo aquí’ y ‘se participa de la conejeidad aquí’ son todas sinónimas en significado estimulativo para cualquier hablante del español. Los mismos estados de mi retina (de corta duración: recuérdese que los estímulos se suponen de la brevedad del “presente especioso”), de mis receptores auditivos o táctiles, etc., que provocarían mi asentimiento a una, provocarían mi asentimiento a las otras; los mismos breves estados de mis receptores sensoriales que provocarían mi disentimiento de una, provocarían mi disentimiento de las otras. De modo que la regla “traduce de modo que se preserve el significado estimulativo de las oraciones observacionales” no nos permite decidir si ‘Gavagai’ significa lo que ‘hay un conejo aquí’, o más bien lo que cualquiera de las otras tres oraciones mencionadas. Y el problema esta vez no es epistémico: aunque dispusiéramos de todos los hechos habidos y por haber sobre el significado estimulativo de las oraciones nativas, no podríamos resolver la cuestión. El lector pensará, naturalmente, que los hechos sobre significados estimu lativos no pueden constituir la totalidad de los datos pertinentes. Y eso es cierto; no hemos considerado más que oraciones observacionales muy elementa les, aquellas para las que el lingüista y el nativo dispuesto a cooperar se esforzarán por encontrar hipótesis de traducción aceptables al principio. Pero tiene que haber más; si no por otra razón, porque queremos traducir también las oraciones no observacionales. Y recuérdese que no hemos puesto restricción alguna sobre la complejidad del lenguaje nativo. De hecho, queremos sacar conclusiones sobre nuestro propio lenguaje, así que lo que hemos de suponer es que su complejidad es similar como mínimo a la del nuestro. Naturalmente, el lingüista no procederá traduciendo oración por oración. . Lo que hará será buscar en las oraciones términos, expresiones y construcciones que se repiten de oración a oración, y formulará hipótesis sobre la traducción de estos términos a términos del español. Quine denomina “hipótesis analíticas” a estas hipótesis parciales, que no correlacionan ya directamente oración con oración, sino que correlacionan indirectamente las oraciones, a través de la correlación de las partes. Las hipótesis analíticas, de necesidad, parten de conjeturas sobre la sintaxis de las oraciones nativas. Una hipótesis analítica puede ser ésta: una oración del lenguaje nativo G resultante de añadir el sufijo nativo ‘ok’ al verbo principal de otra oración nativa p debe traducirse como la
negación castellana de la traducción al español de p, Otra puede ser ésta: una oración consistáiceen el término nativo ‘tak’ seguido de dos términos, a y p, debe traducirse por una oración castellana que exprese la relación de identidad entre los significados de las traducciones de a y [3. Cabría esperar que la elección entre diferentes sistemas de hipótesis analíticas nos permita discernir cuándo los nativos hablan de conejos y cuándo hablan de sus partes, de sus estadios temporales o más bien de la ejemplifica ción de la forma platónica conejil. Pues las oraciones castellanas ‘hay un cone jo aquf y ‘hay una parte (propia) no separada de conejo aquí’ son oraciones observacionales, y, ciertamente, no tienen el mismo significado estimulativo: afectada mi retina por un conejo, yo asentiría a la primera y disentiría de la segunda. Y las oraciones ‘esto es el mismo conejo que esto’ y ‘esto es la misma parte no separada de conejo que esto’ (dichas en ambos casos señalando primero a la cabeza y luego a una pata de un conejo) son también oraciones observacionales castellanas, y tampoco tienen el mismo significado estimulativo. De modo que quizás podamos distinguir entre dos manuales de traducción (integrados por diferentes conjuntos de hipótesis analíticas) que traducen la misma oración nativa por, respectivamente, ‘hay un conejo aquf y ‘hay partes no separadas de conejo aquí’ (estimulativamente sinónimas), en virtud del modo en que traducen otras oraciones observacionales. ¿Cómo se comprueban, empíricamente, las hipótesis analíticas? Primero, lo acabamos de ver, por sus consecuencias respecto de la traducción de oraciones observacionales, aplicando el único criterio que hasta ahora conocemos: a saber, que las oraciones observacionales nativas y sus traducciones deben ser estimulativamente sinónimas. En algunos casos muy especiales, las hipótesis se pueden comprobar de un modo más directo; se trata de las traducciones de las expresiones correspondientes a las “constantes lógicas” de la lógica proposicional, o de enunciados. Hay, según Quine, una regla conductual para la negación, al menos para la negación de oraciones breves: se asiente a ella cuando y sólo cuando se disiente de la oración negada. O quizás la regla deba formularse con más cuidado, teniendo en cuenta la posibilidad de la indiferencia: se asiente cuando se disiente de la oración negada, se disiente cuando se asiente a la oración negada, se es indiferente cuando se es indiferente a la negada. Similarmente, hay una regla conductual para la conjunción, también de oraciones breves. La versión simple sería: se asiente a ella cuando y sólo cuando se asiente a las dos oraciones conjuntadas. La compleja podría ser: se asiente cuando se asiente a ambas, se disiente cuando se disiente de al menos una, se es indiferente en el resto de casos. Las reglas conductuales para la disyunción y el condicional pueden inferirse de lo dicho, conociendo las definiciones de la lógica de enunciados. Quine denomina “criterios semánticos” a estas reglas conductuales para la traducción de las constantes lógicas preposicionales. Además, Quine menciona otros dos criterios conductuales, válidos para oraciones no observacionales. Digamos que una oración es estimulativamente analítica si la mayoría de los miembros de la comunidad lingüística asiente a ella, cualesquiera que sean las circunstancias estimulativas. Esta noción poco
tiene que ver con la noción intuitiva de analiticidad, porque no sólo ‘llueve o no llueve’ o ‘todo cuerpo es extenso’, sino tanto ‘la nieve es blanca’ como ‘Dios no existe’ (en una comunidad atea, o politeísta) son estimulativamente analíticas. En una palabra, la analiticidad estimulativa no discrimina las verdades “en virtud del significado” de las creencias muy extendidas. Pero es razonable exigir también de un buen manual de traducción que las oraciones estimulativamente analíticas de la lengua nativa sean traducidas por oraciones estimulativamente analíticas del español. Del mismo modo podemos definir una cierta noción conductista de “sinonimia” para un único hablante, o sinonimia “intrasubjetiva”. El significado estimulativo de ‘esa persona es soltera’ para A es muy diferente al que la expresión tiene para B; pues la oración en cuestión no es observacional, y el asentimiento o disentimiento a ella depende en buena medida de información colateral y no de la situación estimulativa de los receptores sensoriales. Por la misma razón, el significado estimulativo de ‘esa persona es soltera’ para A, y el significado estimulativo de ‘esa persona no está casada’ para B diferirán grandemente. Pero el significado estimulativo de ambas oraciones para un mismo hablante es el mismo: esas oraciones son intrasubjetivamente sinónimas en significado estimulativo , es decir, comparten el significado, estimulativo para cada sujeto en la comunidad lingüística (aunque difieren mucho de unos a otros). El cuarto criterio que Quine considera razonable imponer a un manual de traducción para ser aceptable es que las hipótesis analíticas sean tales que las oraciones intrasubjetivamente sinónimas para la mayoría de hablantes de la lengua nativa se traduzcan por oraciones a su vez intrasubjetivamente sinónimas para la mayoría de los hablantes del español. Esto es todo lo que da de sí la reconstrucción quineana de un concepto de significado aceptable supuesta la epistemología naturalizada y su motivación. Quizás podría añadirse algún criterio más, pero, piensa Quine, la cuestión no variaría sustancialmente. Dijimos más arriba que desde el punto de vista de la “epistemología naturalizada” el significado de una expresión será aquello en virtud de lo cual una expresión de otra lengua es una buena traducción de la primera a esa otra lengua. Concluiremos la discusión de esta sección enumerando los hechos sobre las disposiciones lingüísticas constitutivos de ese “aquello en virtud de lo cual” una expresión de otra lengua es una buena traducción de la primera a esa otra lengua, que nuestros cuatro criterios han sacado a la luz: (i) El significado estimulativo de las oraciones observacionales, (ii) los “criterios semánticos” para las constantes lógicas proposicionales, (iii) la analiticidad estimulativa, y (iv) la sinonimia estimulativa intrasubjetiva. La indeterminación de la tradución radical (en definitiva, la indeterminación de la semántica, o de los significados) consiste, como vamos a ver enseguida, en que estos hechos permiten establecer identidades y diferencias de significado entre oraciones con mucha menor precisión de lo que intuitivamente pensamos. Una de las razones para ello es que estos criterios (los únicos que, según Quine, es razonable aceptar) sólo proporcionan un criterio holista de identidad de significado.
Antes de concluir la sección, sin embargo, es preciso poner de relieve un criterio de aceptabilidad para traducciones que no es un nuevo criterio, sino uno de carácter muy general que ya ha estado presente de un modo implícito en los cuatro que hemos formulado. El criterio es éste: una traducción acepta ble debe respetar el Principio de Caridad. En la versión más tosca, el princi pio exige suponer que la mayoría de las creencias del nativo son verdaderas. Una versión más refinada no atendería tanto al número de las creencias verdaderas que se le suponen al nativo, como a la justificación de un número suficiente de las creencias que se le atribuyen. No se trata de suponer que el nativo sólo cree verdades, sino más bien de suponer que las falsedades que cree son las que nosostros mismos hubiésemos creído, si hubiésemos dispuesto de su justificación. Tanto “verdad”, en la versión más tosca, como “justificación”, en la versión más refinada, se han de entender, como ya se dijera en XI, § 4, según nuestras propias luces. Hablando de modo más general, el principio exige una racionalidad común al traductor y al sujeto cuyo lenguaje se traduce, un acuerdo básico en los principios metodológicos más generales de formación y evaluación de creencias y de valores. El Principio de Caridad (como, por lo demás, los otros cuatro criterios más específicos) no es un principio heurístico, instrumentalmente útil, del que se podría sin embargo prescindir: es un principio constitutivo de la atribución de significados, en una concepción del significado de corte conductista como la de Quine. El principio meramente pone nombre a la exigencia wittgensteinia na de un acuerdó “no sólo en las definiciones, sino también en los juicios” para que sea posible “la comunicación por medio del lenguaje”, que se discutió en el capítulo anterior. Y, como se indicó en esa sección, adoptarlo supone rechazar la distinción cualitativa analítico/sintético propia de la concepción menta lista de los significados: sólo cabe considerar significativos los enunciados (o pensamientos) de un individuo, si un número significativo de los mismos es verdadero (o si un número significativo de los mismos son falsedades com prensibles). La atribución de creencias falsas sólo tiene sentido sobre el fondo de la atribución de. un gran número de creencias verdaderas; la atribución de excesivas falsedades priva a lo’atribuido de contenido y con ello del carácter de creencia , o a los enunciados traducidos del carácter de enunciados. Quine invoca el principio a propósito del segundo criterio, los “criterios semánticos” para las constantes lógicas proposicionales, en relación a ciertos comentarios del antropólogo LevyBruhl sobre la existencia de “salvajes ilógicos”. Precisemos primero el sentido de ‘salvaje ilógico’. Un “salvaje ilógico” no puede ser uno que acepte enunciados contradictorios, porque entonces nosotros somos esos salvajes: la mayoría de nosotros podría aceptar, a primera vista, que hay una pequeña localidad cuyo barbero, habitante de la misma, afeita a todos los habitantes de la localidad que no se afeitan a sí mismos, y sólo a ellos (aunque esto es una contradicción). No, un “salvaje ilógico” tiene que ser uno que sigue aceptando alegremente una contradicción manifiesta, cuando ya no queda ninguna explicación psicológicamente plausible de su persistencia en aceptarla (no ha bebido demasiado, ha dormido bien, no parece estar pade
tiendo un ataque repentido de una desconocida enfermedad neurológicá "la oración es muy poco o nada compleja, etc.). El comentario de Quine es que el segundo criterio impide esta posibilidad pues si se diera una situación así, ese criterio nos obligaría a concluir que nos hemos equivocado al adoptar alguna de las hipótesis analíticas que tienen come* consecuencia la traducción de la oración que el nativo acepta por una contradicción manifiesta en español. Esto muestra que el segundo criterio conlleva una parcial aplicación del Principio de Caridad, pues la conclusión de que los presuntos salvajes ilógicos son en realidad salvajes mal traducidos sin duda lo es. Los “criterios semánticos” para las constantes lógicas nos obligan a traducir esas expresiones de modo tal que se minimice el número de creencias lógicas falsas que pueden ser atribuidas a los nativos. Es fácil ver que también los otros tres criterios ponen por obra el Princi pio de Caridad. El primero, por ejemplo, nos impide traducir una oración por ‘hay un conejo aquí’ en el supuesto de que el nativo la acepte repetidamente cuando no hay ningún conejo presente y sin que quepa una explicación razonable de ello. De hecho, el procedimiento seguido para la traducción radical (y para el aprendizaje del lenguaje) requiere desde el comienzo la aplicación del principio. ¿Cómo podemos empezar siquiera a elaborar un manual, si suponemos que las creencias del nativo son sistemáticamente falsas, o, aun siendo sus creencias generalmente verdaderas, son sus deseos “insensatos”, y no tienen que ver en absoluto con el deseo de que acabemos obteniendo un manual de traducción aceptable? Éstos, que para el antropólogo no son más que supuestos heurísticos imprescindibles, en el marco de las consideraciones sobre los significados del epistemólogo naturalista quineano se convierten en un fundamental elemento constitutivo de los mismos. 5.
La indeterm inación de la traducc ión y la ines cm tabilida d de la referencia
Nuestro supuesto de partida era que el significado de una expresión es aquello en virtud de lo cual, en una situación de traducción radical, una expresión de otra lengua sería una buena traducción de la primera a esa otra lengua; pues, intuitivamente, el significado es lo que tienen en común dos expresiones, cuando la una es una buena traducción de la otra. El ejercicio de imaginar una situación de traducción radical, y de hacer explícitos los criterios que es razonable utilizar en ella, ha tenido la función de impedimos dar por supuestas inaceptables teorías mentalistas sobre la naturaleza de los significados y obligamos a proponer los sustitutos naturalistas dignos de ser tomados en consideración. Ahora hemos de examinar algunas consecuencias sorprendentes de adoptar esta nueva noción de significado, naturalísticamente aceptable según los criterios de Quine. Desde un punto de vista mentalista acrítico, una buena traducción correlaciona una expresión con otra “asociada con las mismas ideas”. Los criterios
de aceptabilidad para traducciones que hemos elaborado son completamente ajenos a éste; pero eso no ios hace vacuos. Hay traducciones que no son aceptables, relativamente a esos criterios. Supongamos que M2 y M3 son tres manuales de traducción para la lengua nativa que coinciden en todas las hipótesis analíticas, salvo en una. Hay una cierta expresión de la lengua nativa, ‘gavagai’, que M, traduce por ‘conejo’, M2 por ‘parte no separada de conejo’ y M3 por ‘estadio de conejo’. En ese caso, M t, M2 y M3 diferirán en las traducciones que asignan a muchas oraciones de la lengua nativa. Por ejemplo., bien puede haber oraciones de la lengua nativa a v cr2 y tf3 para las que los manuales en cuestión ofrecen las siguientes traducciones: M,
M,
Mi
hay un único conejo aquí
hay una única parte no separada de conejo aquí
éste es el mismo conejo que aquél
ésta es la misma parte no éste es el mismo estadio separada de conejo que de conejo que aquél aquélla
todos los conejos son animales
todas las partes no separadas de conejo son animales
hay un único estadio de conejo aquí
todos los estadios de conejo son animales
Las oraciones que los tres manuales ofrecen como traducción de
(analíticamente falsas). Basta ver si oyesuna u otra cosa en el lenguaje nativo para rechazar, en virtud del tercer criterio, alguno de los manuales. Corno antes, incluso si no conseguimos arreglárnoslas para resolver esta cuestión empíricamente, podemos estar seguros de que los manuales difieren en el significado que asignan a una oración de la lengua nativa, no sólo cuando ‘significado’ lo entendemos en el sentido mentalista, sino también cuando lo entendemos en el sentido naturalista que hemos reconstruido en la. sección anterior Hay muchísimos manuales de traducción de una lengua a otra, diferentes en tanto que correlacionan una misma oración de la lengua a traducir con diferentes oraciones de la lengua a que se hace la traducción, y que, sin embargo, no difieren en “sustancia”. Hay una gran laxitud sintáctica en todo lenguaje humano; no tiene mucho sentido buscar diferencias de “sustancia” en dos manuales que sólo difieran en que traducen una misma oración inglesa por, res pectivamente, ‘el escritor escribía a máquina con su torso casi volcado sobre la máquina de escribir’ el uno y por ‘con su torso casi volcado sobre la máquina de escribir, el escritor escribía a máquina’ el otro. Ciertamente, cabe imaginar propósitos para los que elegir una u otra de las traducciones resultaría significativo (por ejemplo, la reproducción de cierto efecto poético); pero, para cualquier propósito imaginable, siempre habrá manuales igualmente válidos (todos ellos tan buenos como sea posible conseguir) que difieran en aspectos como el ejemplificado. Para algunos propósitos no hay diferencia de sustancia entre traducir un mismo enunciado inglés por ‘el plumífero le daba a la tecla amorrado sobre su instrumento’ y traducirlo por ‘el escritor escribía a máquina con su torso casi volcado sobre la máquina de escribir’, pese a que el “registro” de ambos enunciados es distinto y, para otros propósitos (por ejemplo, en la traducción de una novela negra), manuales que difirieran.de ese modo sí diferirían en “sustancia”. La tesis de la indeterminación de la traducción radical postula la existencia de manuales de traducción de la lengua nativa al español diferentes, pero todos ellos igualmente compatibles con los criterios (i)(iv) de la sección anterior. Con ‘las disposiciones lingüisticas’ nos referimos en adelante a todas las disposiciones a la conducta lingüística de los nativos que responden a los criterios (i)(iv), y no sólo a las de hecho observadas por el antropólogo. La tesis de la indeterminación, entonces, establece la existencia de manuales de traducción de la lengua nativa al español diferentes, aunque igualmente compati bles todos ellos con las disposiciones lingüísticas. Ahora bien, la tesis de la indeterminación no puede simplemente aseverar la existencia de manuales “diferentes” en el sentido descrito en el párrafo anterior; es decir, manuales diferentes que no difieren en la “sustancia”. Pues de otro modo la tesis carecería de interés: no necesitábamos para justificarla de ningún argumento ela borado, construido a partir de la supuesta necesidad de revisar en términos conductistas nuestra noción intuitiva de significado. La tesis, entendida de ese modo, es trivialmente verdadera. Es así que, cuando enuncia la tesis, Quine enfatiza que no se trata de que los manuales en cuestión sean “diferentes” en el sentido en que lo son los
manuales de traducción que no difieren en “sustancia” de dos párrafos más arriba. A tal fin, Quine acostumbra a cargar las tintas en la naturaleza de la diferencia; donde más Jas carga es en la siguiente cita: Es posible confeccionar manuales de traducción de una lengua a otra de diferentes modos, todos compatibles con la totalidad de las disposiciones verbales y, sin embargo, todos incompatibles unos con otros. Estos manuales diferirán en numerosos puntos: como traducción de una sentencia de un lenguaje darán sentencias del otro que no se encontrarán entre sí en ninguna relación de equivalencia plausible, por laxa que ésta sea.6
Ciertamente, esto es cargar demasiado las tintas; pues ser traducciones de una misma oración del lenguaje nativo proporcionadas po r dos manuales com patibles ambos con la totalidad de las disposiciones lingüisticas es una rela-
ción de equivalencia donde las haya, y no especialmente laxa. Pero la inten ción de Quine es clara; su idea es que las traducciones castellanas de una misma oración nativa ofrecidas por manuales cuya existencia prueba la tesis de la indeterminación han de diferir “en sustancia”. A este “diferir en sustancia” se refiere Quine, en diferentes lugares, de diferentes modos: las traducciones castellanas son “radicalmente diferentes”, “incompatibles”, “totalmente dispares”, “traducciones ... cada una de las cuales quedaría excluida por el otro sistema de traducción”. Lo que es incluso más sorprendente: “dos traducciones así pueden ser incluso patentemente contrarias en cuanto a valor veritativo”.7 Veamos algunos'ejemplos propuestos por Quine. Hemos ilustrado antes con los manuales M,, M2 y M3 cómo nuestros nuevos criterios de identidad de significado no eran vacuos. Estos manuales diferían sólo en una de las hipótesis analíticas que los conformaban, en la traducción del término ‘gavagai’. Para ilustrar la indeterminación a que su tesis apunta, Quine señala que, compen sando mediante las traducciones de otros términos, diferentes manuales pueden ser igualmente compatibles con las disposiciones lingüísticas recogidas por los criterios (i)(iv). Para mostrarlo, contrastemos ahora los manuales M,, M2. y M3.. Estos manuales difieren, como los anteriores, en la traducción de ‘gava gai’; pero difieren también en la traducción de otros términos. En lugar de inventamos términos de la lengua nativa, en la tabla a continuación indico las hipótesis analíticas diferentes de los tres manuales relevantes para nuestro ejemplo, refiriéndome mediante letras griegas a las expresiones de la lengua nativa. Como ya se indicó antes, la traducción debe hacerse relativamente a hipótesis sobre la sintaxis de la lengua nativa; señalo también por tanto mediante espacios (en algunos casos) los contextos sintácticos en que se encuentran las expresiones o construcciones en cuestión. Por último, abrevio “la traducción de la expresión nativa que aparezca en el espacio mediante 4t ( J ’. Palabra y objeto, p. 40. 7. P al ab ra y ob je to , pp. 86 y 87. 6.
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x(J es una parte de la misma suma de x(J de la que lo es x(_)
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hay una suma de r(_)
hay una suma de x(_)8
misma suma de x(__) de 1a que lo es t(_J
Las traducciones ofrecidas por los tres manuales M ,, M 2. y M 3. de las tres oraciones que utilizamos anteriormente para poner de relieve las diferencias empíricas entre los tres manuales anteriores, M t, M2 y M3, serían ahora las M, hay un conejo aquí
M2. hay una suma de partes no hay una suma de estadios separadas de conejo aquí de conejo aquí
éste es el mismo conejo que aquél
ésta es una parte de la misma suma de parte no separadas de conejo de la que lo es aquélla
éste es un estadio de la misma suma de estadios de conejo de la que lo es aquél
todos los conejos son animales
toda suma de partes no separadas de conejo es una suma de partes no separadas de animales
toda suma de estadios de conejo es una suma de estadios de animales
Mediante compensaciones apropiadas en las traducciones que los manuales ofrecen de otrns expresiones hemos obtenido ahora traducciones diferentes que, sin embargo, satisfacen por igual los criterios de aceptabilidad antes especificados, es decir, las “disposiciones lingüísticas”. Sin embargo, las traduc8. ‘Suma’ abrevia aquí “suma mer eológica”. La M ere ol og ía —inventada por el lógico polaco Lesniewski— es una teoría formal comparable a la teoría de conjuntos en su aspiración a ser “la" teoría más fundamental. Si en la teoría de conjuntos la relación fundamental es la de pe rte ne nc ia , entre objetos y conjuntos, en la mereología la rela ción fundamental es la de s e r p ar te de, entre objetos y sumas. Una diferencia está en que mientras que un conjunto de objetos espaciotemporaies es una entidad de distinto tipo, “abstracta”, una suma mereológica de objetos espadotemporales es ella misma un objeto espaciotemporal. intuitivamente, la suma mereológica de dos objetos es un nue vo objeto del que los primeros son panes. La suma mereológica de dos semiesferas concretas es una esfera igualmente concreta.
ciones que los diferentes manuales ofrecen de las mismas expresiones de la lengua nativa son diferentes. El ejemplo ilustra la laxitud de los criterios; parece claro que Jo que el ejemplo ilustra se puede generalizar a manuales com pletos, para la totalidad de la lengua nativa. Lo así ejemplificado no es la tesis de la indeterminación de la traducción, sino una tesis más débil. La tesis de la indeterminación de la traducción es la tesis .de que manuales de traducción compatibles con las disposiciones lingüísticas producirán oraciones con significados sustancialmente diferentes; pero, como los ejemplos ilustran, nuestros tres manuales de traducción producen oraciones que son analíticamente equivalentes entre sí. Quine se refiere a la tesis más débil alternativamente como la inescrutabilidad de la referencia y la relatividad ontológica. Si la tesis de la indeterminación afecta a oraciones, la tesis de la inescrutabilidad afecta a expresiones en general, oraciones y términos subenunciativos. Es por eso que la tesis de la inescrutabilidad es lógicamente más débil que la tesis de la indeterminación. La tesis de la inescruta bilidad de la referencia (o de ía relatividad ontológica) dice que hay manuales de traducción'alternativos, compatibles con todas las disposiciones lingüísticas (no sólo las observadas, sino todas las posibles), que traducen una misma expresión (término u oración) de la lengua a traducir por otros de la lengua a la que se hace la traducción que difieren en referencia. Digamos que dos términos singulares (nombres propios, demostrativos, descripciones definidas) difieren en referencia si el objeto que designan es distinto. Digamos que dos términos generales difieren en referencia si los con juntos de objetos a que se aplican son distintos. Entonces, M p M2. y M3. ilustran la tesis de la inescrutabilidad, pues son compatibles igualmente con la totalidad de las disposiciones lingüísticas y, sin embargo, asignan diferente referencia a ‘gavagai’, a la relación que M, traduce como la identidad, etc. Nuestros ejemplos no han incluido ningún término singular; pero es claro que si cierta expresión de la lengua nativa refiriera, según M,, a un determinado conejo, según otro manual igualmente compatible con la totalidad de las dis posiciones lingüísticas podría referir a una entidad distinta (por ejemplo, a un conjunto de estadios de conejo, con lo que el término no seria considerado un término singular por este manual). Esta diferencia se compensaría con diferencias apropiadas en la traducción de otros términos. El que la referencia de un término de la lengua nativa sea “inescrutable” consiste, pues, en que los criterios naturalistas de aceptabilidad para traducciones no nos permiten determinar su referencia; no nos permiten determinar si refiere a un conejo particular, o a un conjunto de estadios de conejos, o a un conjunto de partes no separadas de conejo, etc. Esto equivale según Quine a que la ontología supuesta por una lengua es relativa a qué manual de traducción se escoja. Según como traduzcamos a los nativos, podemos atribuirles nuestra familiar ontología de objetos de tamaño medio que duran unos años en el tiempo; pero podemos atribuirles también ontologías extrañas, habitadas sólo por fugaces estadios de nuestros más familiares objetos, por partes espaciales de los mismos, o quizás por ejemplificaciones de entidades abstractas
por un único “objeto”, el espaciotiempo. Podríamos incluso atribuirles?® ^ ontología explícitamente solipsista, como la que el Tractatus supone eri nuestro lenguaje. Todo ello, de modos igualmente compatibles con todos los crite■rios aceptables de traducción. En un artículo muy notable, “Identity and Predication”, Gareth Evans muestra que estas ilustraciones quineanas de la tesis de la inescrutabilidad de la referencia carecen dé plausibilidad. Ciertos datos empíricos sobre combinaciones de predicados y términos generales con constantes lógicas en la lengua nativa para formar predicados complejos (es un no-(p\ es un (p-y-y) —que aquí no podemos detallar— permitirían excluir algunos de los manuales que dan lugar a oraciones estimulativamente sinónimas (“conejea aquf frente a “hay un conejo aquí”). Por otra parte, consideraciones generales de simplicidad (las mismas que nos llevan a excluir, pongamos por caso, una explicación del movimiento de los planetas en términos de la intención por parte de los planetas de moverse de acuerdo con las leyes de Newton) serían suficientes para, en ausencia de datos empíricos del tipo indicado —que requerirían atribuir a la lengua nativa el concepto de parte no separada de un objeto, o el de estadio de un objeto — , excluir los manuales M2. y M3. en favor de M r A mi juicio, sin embargo, la corrección de la crítica de Evans requiere que nos situemos en una concepción realista de las disposiciones a la conducta constitutivas del significado, como la que se presume en los dos capítulos sucesivos. La indeterminación de la traducción y la inescrutabilidad de la referencia no son consecuencias de la identificación quineana de los significados con disposiciones al com portamiento, sino del antirrealismo proyectivista (compartido, como vimos, por el segundo Wittgenstein) que caracteriza el modo en que Quine concibe las pro piedades teóricas en general y las disposiciones en particular. Tanto en Quine como en Wittgenstein este antirrealismo resulta, a su vez, del verificacionismo que aún queda en ellos de sus pasados fenomenalistas. Las críticas de Evans son correctas, pero resultan del abandono de estos supuestos verificacionistas. Nos falta sólo ilustrar mediante un ejemplo la posibilidad más extravagante de todas, la de la indeterminación de la traducción: que dos manuales igualmente compatibles con la totalidad de las disposiciones lingüísticas traduzcan una misma oración de la lengua nativa por dos oraciones de la lengua del traductor que puedan diferir incluso en valor veritativo. Naturalmente, una oración ilustrativa no puede ser una oración observacional, pues en ese caso el primero de los criterios determinaría que los manuales no son igualmente com patibles con las disposiciones lingüísticas. Las observaciones del párrafo precedente son necesarias para comprender el tipo de ilustración que Quine tiene en mente. Observamos anteriormente que las hipótesis científicas interesantes están infradeterminadas por la experiencia empírica de hecho recogida; dijimos que, desde una perspectiva realista sobre el contenido de tales hipótesis, están incluso infradeterminadas por la totalidad de la experiencia empírica posible. La infradeterminación consiste en que hipótesis diferentes son sin embargo com patibles con la misma experiencia sensible de alguien con las capacidades sen
sitivas de un ser humano normal. La razón de la infradeterminación es la creencia realista de que realmente hay entidades no observables que determinan los fenómenos observables, y nuestras hipótesis tratan de caracterizar. Si realmente hay tales entidades, si qué sea o no observable es sólo relativo a caprichosas consecuencias de la evolución de seres inteligentes, mientras que el mundo observable está determinado por entidades y características más “fundamentales” y no directamente observables, entonces cabe realmente pensar que dos hipótesis distintas sobre lo no observable tengan las mismas consecuencias observacionales (no sólo sobre lo observado de hecho, sino sobre todo lo que podría ser observado) mientras que sólo una de ellas es de hecho verdadera. Ésta es la posibilidad que Quine toma en consideración para construir su ejemplificación más radical de la tesis de la indeterminación. Supongamos —contrafácticamente— que las hipótesis de que el sistema solar es ptolemaico y la de que es copemicano ilustran la posibilidad de la infradeterminación de las teorías científicas. Supongamos que ambas hipótesis están construidas de tal modo que tienen las mismas consecuencias observacionales: los mismos puntos luminosos han de estar en las mismas configuraciones en el firmamento en cada momento de cada día del año. Ahora bien, en la lengua nativa, como en el español, podrá haber enunciados que expresen una u otra de las hipótesis. Pues bien, dos manuales pueden diferir tan sólo en que el uno traduce una oración nativa, digamos p, por ‘el sistema solar es ptolemaico’; y.el otro traduce la misma oración por ‘el sistema solar es copemicano’, y sin embargo ambos manuales pueden ser igualmente compatibles con la totalidad de las disposiciones lingüísticas. El primer manual traduce la oración por una oración falsa, y el segundo la traduce por una oración verdadera, así que esto ilustra la versión más radical de la tesis de la indeterminación. Cómo puede ocurrir esto es claro. El tercer y cuarto criterios son aquí irre levantes: suponemos que la oración p no es estimulativamente analítica ni contradictoria, como no lo son sus respectivas contrapartidas castellanas, porque muchos hablantes del español no responderían ni afirmativa ni negativamente a la cuestión de si el sistema solar es copemicano o ptolemaico. (Si el ejem plo no resulta particularmente plausible en este respecto, piénsese que se trata sólo de un ejemplo ilustrativo, e imagínense reemplazado por otras alternativas teóricas aún más recónditas para el “hombre de la calle”.) Los únicos criterios relevantes son, pues, los que conciernen a la traducción de las constantes lógicas proposicionales, que presumiblemente conectan la oración p con oraciones observacionales (en las contrapartidas en la lengua nativa de oraciones como “si el sistema solar es copemicano y tales y cuales puntos luminosos estaban ayer a las diez de la noche en tal y cual posición respectiva, entonces tales y cuales puntos luminosos estarán hoy a la misma hora en tales y cuales posiciones respectivas”), y el que concierne a la traducción de las oraciones observacionales. Pero, dada nuestra hipótesis de que las oraciones teóricas en cuestión tienen las mismas consecuencias observacionales, los dos manuales pueden coincidir completamente en la traducción de unas y otras, y aun así diferir en la traducción de la oración en cuestión, p.
Hay una vieja intuición, característica del empirismo: la intuición de que podemos establecer una separación entre lo “dado”, lo objetivo e independiente de nuestro trabajo de elaboración conceptual, y lo “impuesto”, lo arbitrario y relativo a nuestros hábitos de conceptualización. Lo “dado” es el material proporcionado por nuestros sentidos; lo “impuesto”, nuestro subjetivo esquema conceptual. Quine comparte esa intuición empirista, de una manera una vez más depurada. Lo “dado” son ahora las disposiciones a la conducta lingüística, relativamente al estado de estimulación de nuestros receptores sensoriales; lo “impuesto”, la ontología y la teoría elaborada a partir de ello. Lo “dado” constituye los significados comunes a las expresiones de aquellos que pueden comunicarse entre sí; lo “impuesto” queda al arbitrio de cada uno. En la medida en que lo “dado” sea común a las expresiones del nativo y a las que el antro pólogo elige para traducirle, en lo “impuesto” pueden diferir tanto como sea imaginable. Quizás el uno vive en un mundo de objetos de tamaño medio que duran unos años en el tiempo, y el otro en un mundo berkeleyano, salvajes ambos mundos el uno a la luz de los puntos de vista del que no lo comparte y viceversa. Quizás, más modestamente, el uno vive en un mundo ptolemaico y el otro en uno copemicano; el uno en un mundo indeterminista, el otro en un mundo determinista con variables ocultas, etc. Antes de examinar críticamente la tesis de la indeterminación, y para concluir la parte expositiva, comprobemos cómo la concepción quineana del significado es bolista. Dijimos anteriormente que el holismo epistémico o “tesis de Duhem” es la tesis de que nuestro saber es global: no se justifican los enunciados aisladamente, o por “temas”, sino que lo que está o no justificado es la totalidad.de nuestro saber en un momento dado. Por otra parte, el principio verificacionista del significado establece que el significado de un enunciado son las condiciones empíricas que justificarían la creencia en su verdad. Obsérvese que la noción de significado reconstruida en las dos últimas secciones incoipora este principio verificacionista. Pues el significado quineano de una expresión es aquello en virtud de lo cual, en una situación de traducción radical, una expresión de otra lengua sería una buena traducción de la primera a esa otra lengua. Y, como hemos podido comprobar ai examinar las condiciones de aceptabilidad para la traducción radical, dos oraciones cuyas condiciones empíricas de constatación son las mismas tienen el mismo significado, en el sentido de ‘significado’ que se acaba de indicar: aquello en virtud de lo cual una oración de otra lengua sería una buena traducción de la primera es lo mismo que aquello en virtud de lo cual una oración de otra lengua sería una buena traducción de la segunda. Ahora bien, si las condiciones empíricas que justificarían la creencia en un enunciado no dependen sólo de ese enunciado, sino de la totalidad de los otros enunciados aceptados, traten del “tema” que traten (tesis de Duhem), y el significado son las condiciones empíricas de constatación (principio verificacionista), el significado de un enunciado debe depender del significado de todos los demás. Este es el holismo semántico. Y podemos comprobar inmediatamente cómo la concepción quineana del significado es holista. Que un enun-
ciado de la, lengua nativa signifique algo sobre conejos o que signifique más bien algo sobre estadios de conejos, etc., depende de qué significados atribuyamos a otros enunciados de la lengua nativa; de hecho, depende de qué significados atribuyamos a la totalidad de los otros enunciados de la lengua nativa. Que un enunciado de la lengua nativa signifique que el sistema solar es heliocéntrico o que signifique más bien que es geocéntrico depende también de qué significado tengan otras expresiones de la lengua en cuestión. El significado de una expresión depende del significado de todas las demás expresiones. De ahí que, en la concepción del significado de Quine, el dogma fundaciona lista del empirismo (que el contenido de los enunciados se puede reducir uno por uno a proposiciones empíricas) sea falso. 6.
Las pa rado jas de la indeterminación
El holismo semántico es una tesis intuitivamente tan extravagante como la indeterminación de la traducción o la inescrutabilidad de la referencia, tesis estas con las que está lógicamente emparentado. Indicaremos para concluir el capítulo algunos problemas que dificultan dar un sentido cabal a estas dos últimas tesis, que por mor de facilitar la comprensión de las afirmaciones de Quine he tratado de soslayar en la exposición anterior. Consideremos primero la tesis de la relatividad ontológica, o inescrutabilidad de la referencia. Eí problema que quiero presentar es uno bien familiar. Es bien conocida la paradoja del relativista (sea relativista en materia de evaluaciones estéticas o éticas, o en materia de qué es verdadero o falso); la paradoja está en qué sentido dar a sus tesis, cuando éstas se aplican a sí mismas. ¿Es también “relativo” lo que sostiene el relativista? Si lo es, ¿por qué hemos de creerlo? Y si no, ¿en virtud de qué lo es lo que dicen otros, pero no lo que dice él? Algo similar ocurre con la tesis quineana. Sostener que una propiedad aparentemente absoluta es en realidad “relativa” implica admitir que, una vez la relatividad ha sido hecha explícita, toda indeterminación desaparece. Por ejem plo, quien dice que el movimiento de un objeto no es absoluto, sino relativo a un marco de referencia, está admitiendo que, fijado un marco de referencia, el movimiento de algo relativamente a ese marco de referencia sí es absoluto. Decir que la propiedad
entendemos la expresión “ser relativo”.
En los párrafos precedentes hemos presentado la tesis de la relatividad ontológica bajo este modo de entender la expresión. La idea era que la onto logía del nativo no es absoluta, sino relativa: si escogemos un manual para traducirle, su ontoíogía es una de objetos de tamaño medio; si escogemos otro, su ontoíogía es una de fugaces estadios de objetos de tamaño medio, etc. Ahora bien, este modo de hablar implica que, una vez fijado el manual de traducción, la ontoíogía relativa a él está completamente determinada; esto es lo que se sigue de nuestra discusión sobre el significado de “ser relativo”. Pero esto presupone que la ontoíogía del lenguaje del traductor sí está fijada, y es diferente en cada caso; que las referencias de ‘conejo’, ‘estadio de conejo’, etc., están bien determinadas en español, y son diferentes. Esto presupone, en otras palabras, que nuestra ontoíogía está bien determinada. ¿Puede Quine permitirse este supuesto? Antes de responder a esta cuestión observemos que algo similar cabe decir de la “indeterminación” de la traducción. Para hablar de indeterminación —por ejemplo, de la indeterminación de un criterio para repartir caramelos entre dos niños— debe haber una serie de diferentes alternativas posibles bien determinadas entre las que el criterio no permite decidir de ningún modo satisfactorio (“satisfactorio”, dados los fines al caso). El criterio indeterminado en nuestro ejemplo puede ser “dos tercios para el de mayor edad, redondeando en favor del menos perjudicado”; las alternativas, todos ios posibles modos de dividir los caramelos existentes entre los dos niños; y la situación una en que los dos niños tienen la misma edad. El criterio es entonces “indeterminado”, porque no permite seleccionar alguna de las bien determinadas alternativas posibles, ni siquiera aproximadamente. Otro ejemplo claro de indeterminación lo suministra la infradeterminación de las hipótesis sobre lo no observable por los datos empíricos disponibles (supuesto que la infradeterminación existe). Aquí el criterio es: “selecciona la hipótesis compatible con los datos empíricos disponibles”; las alternativas bien determinadas son las diferentes hipótesis, y la indeterminación radica en que algunas de ellas, quizás algunas muy diferentes entre sí, son compatibles con los mismos datos empíricos: el criterio no permite seleccionar entre ellas. De nuevo, estas consideraciones se siguen del modo en que entendemos la idea de indeterminación. Y es entendiendo esa idea como usualmente lo hacemos que hemos presentado la tesis de la indeterminación de la traducción. El criterio es en este caso el conjunto de las disposiciones lingüísticas; las alternativas bien determinadas, los diferentes manuales de traducción, y la indeterminación consiste en que el criterio no nos permite resolver cómo, de entre las diferentes y bien determinadas posibilidades ofrecidas por el manual que traduce el enunciado nativo p por ‘el sistema solar es geocéntrico’ y el que lo traduce por ‘el sistema solar es copemicano’. Ahora bien, como las afirmaciones enfatizadas mediante itálicas ponen de relieve, esto presupone que los significados de las traducciones al español ofrecidas por cada uno de los manuales para cada una de esas oraciones son distintos] que ‘hay un conejo aquf y ‘hay una suma de partes no separadas de conejo aquí’ difieren en significado en español. No otra
cosa puede querer decir la repetida afirmación quineana, que hemos discutido antes, de que las traducciones ofrecidas para una misma oración de la lengua nativa por esos manuales alternativos igualmente compatibles con las disposiciones lingüísticas que prueban la tesis de la indeterminación de la traducción difieren “en sustancia”. Una vez más, ¿puede Quine permitirse este supuesto? La pregunta, por supuesto, es en ambas ocasiones retórica: Quine no puede permitirse ninguno de los dos supuestos mencionados, a propósito de la relatividad ontológica y de la indeterminación de los significados. La excursión a la jungla no era más que un artificio para construir una noción razonable de significado; la noción así construida, que recogen los cuatro criterios a los que llamamos conjuntamente “las disposiciones lingüísticas”, se aplica por igual a las expresiones de la lengua nativa y a las expresiones castellanas. El resultado es que la relatividad ontológica y la indeterminación de la traducción no son problemas de nuestro antropólogo imaginario, sino que, como dice Quine, empiezan en casa: Nuestra ventaja cuando tratamos con un compatriota es que, con escasas desviaciones, la hipótesis de la traducción automática u homofónica ... cumple la tarea. Si fuéramos retorcidos y agudos podríamos arruinar también esa hipótesis y arbitrar otras hipótesis analíticas que atribuyeran a nuestro compatriota opiniones inimaginadas, pese a recoger al mismo tiempo todas sus disposiciones a la respuesta verbal a toda estimulación posible. El basarnos en la traducción radical de .lenguajes exóticos nos ha servido para presentar de un modo vivo los factores; pero la lección principal que hay que aprender de todo esto se refiere a la laxitud empírica de nuestras propias creencias.9
Si la tesis dé la indeterminación es correcta, debe haber manuales alternativos para el lenguaje nativo que la establecen; sean M, y M2 manuales tales. Contrastemos ahora dos manuales de traducción del español al español. Uno es el manual “homofónico”, que traduce cada expresión por ella misma. Otro (el manual “perverso”) lo obtenemos a partir de M, y M2, de modo que, siem pre que a y b son dos oraciones españolas ofrecidas respectivamente por M, y M2 como traducción de una misma oración nativa, en el manual perverso del español al español b será la traducción de a, y viceversa. Es claro que puedo utilizar tanto el manual homofónico como el perverso en mi interpretación de lo que dice otro castellanoparlante, satisfaciendo en ambos casos todos los criterios quineanos de aceptabilidad para traducciones. Por tanto, los significados y la ontología de nuestros concofrades en la misma lengua materna están tan indeterminados como los del nativo. Lo que es más: puedo utilizar tanto el manual homofónico como el perverso en la traducción de mi idiolecto, satisfaciendo en ambos casos todas mis disposiciones lingüísticas: si hay inescrutabilidad o indeterminación, mi propia ontología está indeterminada y es inescrutable. 9. Pa la br a y ob je to , p. 91.
Resulta de ello que Quine no puede dotarse de los presupuestos :neces¿ dos para hablar de relatividad o de indeterminación. La tesis de la mdetermi^ nación de la traducción dice que hay manuales diferentes, compatibles' con todas las disposiciones lingüísticas (no sólo las observadas, sino todas las posi bles), que traducen una misma oración del lenguaje a traducir por oraciones del lenguaje al que se hace la traducción que son “completamente distintas” “incompatibles” o incluso “diferentes en valor de verdad”; la de la inescruta bilidad, que estas traducciones diferentes pero igualmente compatibles con todas las disposiciones lingüísticas pueden atribuir diferente referencia a los términos del lenguaje nativo, y con ello una ontología diferente a su representación del mundo. El problema que acabamos de ver consiste en que Quine no parece tener ningún modo de justificar que las traducciones ofrecidas por los manuales alternativos son realmente diferentes entre sí, y con ello no puede justificar que tenga sentido aquí hablar de “indeterminación” o “relatividad” Este problema ha sido abundantemente discutido en la literatura generada por Palabra y objeto. Una salida a la dificultad, a la que yo llamo ‘la formulación cínica’, consiste en reformular la tesis de la indeterminación de este modo: hay manuales diferentes, compatibles con todas las disposiciones lingüísticas (no sólo las observadas, sino todas las posibles), que traducen una misma oración del lenguaje a traducir por oraciones del lenguaje a que se hace la traducción que son aparentemente diferentes, incluso muy diferentes, en significado; esas oraciones no difieren en realidad en significado, si ‘significado’ se entiende de un modo “serio”; esto es, si el significado de una expresión está constituido por las disposiciones quineanas a la conducta lingüística asociadas con ella, tal y como las determinaría un traductor radical apropiado. La “formulación cínica” de la tesis de la inescrutabilidad puede inferirse de ésta. Esta formulación evita el problema, porque consiste simplemente en admitir que no hay indeterminación ni relatividad alguna, en los sentidos estrictos que esos términos tienen. La indeterminación y la relatividad es sólo aparente. La formulación ciertamente no le quita ni un ápice de su fuerza crítica, de su escepticismo sobre los significados, a las tesis de Quine; antes bien, las radicaliza aún más. Se sigue de ella que, por ejemplo, las traducciones ofrecidas por cada uno de los manuales M p M2. y Mr para a, (así como las ofrecidas para C2 y tf3, respectivamente) significan en realidad lo mismo. Se sigue de ella que dos oraciones teóricas que tengan las mismas consecuencias empíricas, como puedan ser ‘el sistema solar es copemicano’ y ‘el sistema solar es ptoíem aico’ significan en realidad lo misino. Se sigue que no hay ninguna dife rencia real entre tener una ontología de conejos, una de estadios de conejos o una carente por completo de objetos, en el sentido usual. No es sólo por este escepticismo sobre los significados, sin embargo, que la tesis de Quine es en esta formulación cínica , sino porque no hay en realidad indeterminación ni relatividad: la presunta indeterminación es en ambos casos sólo aparente, producida por unos criterios (mentalistas) de identidad y diferencia de significados que se basan en meros prejuicios (el “mito del museo”). Referirse a las tesis como la indeterminación de la traducción y la relatividad ontológica
resulta entonces un tanto cínico: aparta de nuestro foco de atención el carácter radicalmente escéptico de su verdadero alcance. Quine no es insensible a las dificultades que hemos discutido; algunas de las afirmaciones que hace cuando las considera hacen pensar que su propia salida a ellas es esta “formulación.cínica”. Así, por ejemplo, encontramos este pasaje en Palabra y objeto: [...] puede afirmarse que dos sistemas de hipótesis analíticas son globalmente equivalentes, mientras no haya comportamiento lingüístico que las diferencia; y que si ofrecen traducciones al español aparentemente discrepantes, es que el aparente conflicto lo es sólo entre partes vistas fuera de contexto. Esta explicación es bastante digna de fe, dejando a un lado la ligereza con que trata el tema de la significación; y ayuda, por otra parte, a formular el principio de la indeterminación de la traducción de un modo que choque menos y parezca menos paradójico. Cuando dos sistemas de hipótesis analíticas satisfacen y recogen la totalidad de las disposiciones lingüísticas con la misma perfección y, sin embargo, entran en conflicto en sus traducciones de ciertas sentencias, entonces el conflicto lo es precisamente entre partes vistas sin los todos. El principio de la indeterminación de la traducción debe tenerse en cuenta precisamente porque la traducción procede poco a poco, y las sentencias se conci ben aisladamente portadoras de significación.10 Con grandes rodeos —que parecen concebidos para no hacerlo explícitamente—, Quine parece estar aceptando aquí la “formulación cínica”. Teniendo en cuenta el holismo que caracteriza su concepción de los significados, parece estar admitiendo aquí que no hay diferencia alguna de “sustancia” entre ‘hay un conejo aquí’ y ‘hay una suma de partes no separadas de conejo aquí’, ni entre enunciados teóricos empíricamente equivalentes. Se lamenta de que el objetor “toma a la ligera el tema de la significación”, lamento que supongo lo justifica el que a juic io de .Quine el o bjetor olvida mencionar cuán arraigados están en nosotros los prejuicios mentalistas que nos harían decir (a la ligera) que oraciones así difieren en significado. Pero Quine concede lo esencial de la objeción, que es tanto como admitir que la indeterminación es sólo aparente. Eso sí, con una cierta reluctancia; pues explica que aceptar la sustancia de la objeción “hace el principio de la indeterminación menos paradójico”, cuando lo que se hace en realidad es eli minar toda indeterminación real, y dejar sólo una tesis sobre lo engañosas que son las apariencias en cuanto a las identidades y diferencias de significado. La “formulación cínica” es también hasta cierto punto compatible con una tesis muy cara a Quine, a saber, que no se debe confundir la indeterminación de la traducción con la infradeterminación de las teorías científicas por lo observable. Esta última representa una limitación epistemológi
10. Pa la br a y ob je to , pp. 91-92. En este caso, he modificado ligeramente la traducción castellana.
ca : hay hechos eñ virtud de los cuales el sistema solar es ptolémaido :ó
copemicano (admitamos una vez más, en contra de lo que es el casc> que éste es un buen ejemplo de infradeterminación), pero los datos empíricos accesibles a los seres humanos nunca nos permitirá saber cuál es la verdadí La indeterminación de la traducción no representa una limitación del mismo tipo, insiste Quine; no expresa límites epistémicos, sino límites ónticos; No es que haya hechos en virtud de los cuales el nativo quiere decir con un término conejo o más bien partes no sepa rada s de conejo, o con una oración que el mundo es geocéntrico o más bien que es copemicano, aunque las limitaciones epistémicas del lingüista no van a permitirle nunca saber cuál es la verdad. Admitir esto sería conceder al mentalista sus pre juicios. Sería co nceder que los cuatro criterios representativos de las “dis posiciones ling üísticas” no agotan todo lo relativo a los significados; conceder, en definitiva, que los significados son algo más que las disposiciones lingüísticas. Esto es algo que Quine no puede admitir; el siguiente texto zanja la cuestión: El lenguaje es un arte social que todos adquirimos con la única evidencia de la conducta manifiesta de otras gentes en circunstancias públicamente reconoci bles. [...] La semántica está viciada por un mentalismo pernicioso en la medida en que consideramos la semántica de un hombre como algo determinado en su mente más allá de lo que puede estar implícito en sus disposiciones a la conducta manifiesta. [...] Para el naturalismo, la cuestión de si dos expresiones son semejantes o desemejantes en significado no tiene respuesta determinada, conocida o desconocida, salvo hasta donde la respuesta pueda resolverse en princi pio a partir de las disposiciones lingüísticas, conocidas o desconocidas, de la gente.11 En el caso de la indeterminación, a diferencia del caso de la infradeterminación, “there are no facts of the matter”: no hay hechos relevantes que permitirían decidir la cuestión de cuál manual es verdadero. Pero esto es justamente lo que la “formulación cínica” dice, a saber, que las presuntas diferencias semánticas entre las traducciones ofrecidas por manuales compatibles con todas las disposiciones lingüísticas son meramente aparentes, es decir, inexistentes en realidad; que todos ellos son igualmente verdaderos en tanto que manuales de traducción, que recogen igualmente bien todo lo que repecto de los significados de las expresiones del lenguaje a traducir era necesario recoger. Pese a estas concordancias, es claro que la “formulación cínica” no res ponde a las intenciones explícitas de Quine. Este hace afirmaciones del siguiente tenor: “Estoy convencido de que existen manuales de traducción alternativos, incompatibles entre sí” No aparentemente incompatibles, sino
11.
“La relatividad onto lógic a”, pp. 43-46 .
incompatibles. Y las hace en muchos lugares. ¿Existe alguna otra interpreta-
ción coherente de las tesis de Quine? La verdad es que no queda mucho espacio para la maniobra. Sean M r y M2manuales que prueban la tesis de la indeterminación o la tesis de la ines crutabilidad: manuales diferentes, compatibles con todas las disposiciones lingüísticas, que traducen una misma oración del lenguaje a traducir, a, por oraciones del lenguaje ai que se hace la traducción, respectivamente p, y p2. Por un lado, p¡ y p2 no pueden diferir en significado “serio”: la indeterminación comienza en casa. Por otro, pueden diferir en la ontoíogía que presuponen o incluso en.su; valor de verdad. Cualquier interpretación debe moverse entre estas dos tesis quineanas; la primera es irrenunciable, pues se sigue del naturalismo conductista esencial en su concepción de los significados. La segunda es la que:nos permitiría hablar de una cierta indeterminación o relatividad real, no: meramente aparente. Pero ¿cómo pueden compaginarse? En el sentido intuitivo de los términos ‘significado’, ‘verdad’ y ‘referencia’, dos oraciones que signifiquen lo mismo no pueden ser una verdadera y otra falsa, o hablar de distintas cosas. A mi juicio, es preciso pensar que Quine está contemplando un sentido de ‘significado’ más fino —pero no inaceptablemente “mentalista”— qué el “significado estimulativo” capturado por los criterios (i)(iv), de tal modo que puede háfcer oraciones diferentes (diferentes qita expresiones) que estimulativamente/significan^ lo mismo, pero no significan lo mismo en este otro sentido más fino. Este otro significado, relativamente al cual se predica el valor de verdaddebías oraciones y la materia de que tratan, estaría para Quine más en función de;las palabras que se usan en ellas, que de los significados estimulativos de esas palabras. Tales significados no sobrevienen a los significados estimulativos (pues, si lo hicieran, todas las expresiones con el mismo significado tendrían la misma referencia), sino a algo adicional: la manera particular en que los significados estimulativos se expresan. La verdad y la falsedad tienen así más que ver para Quine con las oraciones específicas que se aceptan como verdaderas y las que no que con la naturaleza objetiva del mundo; el tratar de conejos o de estadios de conejos (el “esquema conceptual”) es más una cuestión de usar la palabra 1co ne jo’ o la palabra ‘estadio de conejo’ en ciertas posiciones sintácticas que, de nuevo, de cómo sea el mundo. Y puede com probarse que así es examinando los puntos de vista de Quine sobre el concepto de verdad o sobre el “compromiso ontológico”. No proseguiremos aquí, sin embargo, la elaboración detallada de esta interpretación alternativa, pues nos alejaría demasiado de nuestras presentes preocupaciones. Por lo demás, aunque lo que así obtendríamos tendría la virtud de reconciliar mejor que la “formulación cínica” las afirmaciones indeterministas y relativistas de Quine con sus contenidos intuitivos, el escepticismo resultante sobre las identidades y diferencias de significados sería el mismo que el resultante de la “formulación cínica”; acrecentado, si cabe, por un escepticismo adicional respecto de las nociones de verdad y referencia.
7. Sum ario y consejos pa ra seguir leyendo En este capítulo hemos presentado una propuesta filosófica cercana a la de las Investigaciones Filosóficas ex aminada en el precedente. El argumento de Quine contra las concepciones mentalistas es menos directo que el deWittgenstein, pero es igualmente efectivo. Si esas concepciones fuesen correctas, debería ser posible ofrecer una distinción cualitativa y absoluta entre analítico y sintético; sin embargo, ninguna propuesta conocida permite atisbar la naturaleza de una distinción tal (§ 2). Una de las afirmaciones centrales del empirismo tradicional, pues, se revela así un dogma (§ 1). También parece serlo la otra, la tesis de que es posible reducir todos los enunciados, uno a uno, a enunciados sobre la experiencia inmediata. Un empirismo sin dogmas es, así, un tipo de proyectivismo que no pretende reducir cada afirmación no empírica a afirmaciones empíricas, y que no acepta que exista una diferencia cualitativa entre verdades “a priori” o “en virtud del significado” y verdades fácticas. Sólo hay una distinción entre verdades más centrales y verdades más periféricas; es una distinción gradual, y una que se modifica conforme avanza el conocimiento. Las verdades que interesan a los filósofos se encuentran entre las primeras, y no existe razón alguna por la que su justificación no dependa de resultados científicos: en esto consiste la naturalización de la epistemología que propone Quine (§3). Como en el caso de Wittgenstein, el abandono de las formas tradicionales de intemismo no conlleva en Quine el abandono de las tesis filosóficas centrales asociadas al intemismo, como el verificacionismo y el consiguiente antirrealismo. La concepción de los significados de Quine es tan provinciana y antirrealista como lo es la del segundo Wittgenstein, lo que se pone de manifiesto en su caracterización de las circunstancias de la traducción radical (§ 4). Las tesis de la inescrutabilidad de la referencia y de la indeterminación de la traducción (§ 5), una vez interpretadas de manera que se resuelva la paradoja en ellas contenida (§ 6), ponen de manifiesto ese carácter antirrealista de la concepción quineana del significado. Quine justifica su conductismo sobre el significado mediante el argumento de que aprendemos el lenguaje observando la conducta de otros, y mediante la corrección de nuestra conducta lingüística que los otros llevan a cabo. Incluso si ello fuese así, no parece que se habrían de seguir las consecuencias que Quine quiere; pues no parece seguirse de ello que todos los significados posibles han de ser aprendibles por nosotros. Además, Chomsky y sus seguidores han dado serias razones para pensar que lo que podemos observar en la conducta lingüística de los demás, y en la corrección de nuestra propia conducta por lo demás, no es, ni mucho menos, todo lo que nos permite aprender el lenguaje. Una buena aproximación a los puntos de vista de Quine que hemos presentado en este capítulo la ofrecen los artículos “Dos dogmas del em pirismo” y “Significado y traducción”, ambos en la recopilación de Valdés. Adicionalmente, puede leerse Palabra y Objeto , caps. 1 y 2; W. V. O. Qui-
ne, “La epistemología naturalizada” y “La relatividad ontológica”, ambos en La relatividad ontológica y otros ensayos; W. V. O. Quine, Las raíces de la referencia. El libro de S. Pinker, The Language Instinct, sintetiza de manera excelente las razones de Chomsky a que me he referido en el párrafo anterior.
C a p í t u l o XIII
ELEMENTOS DE PRAGMÁTICA
En este capítulo y el próximo ofreceremos lo que podríamos considerar una “síntesis” de las “tesis” y “antítesis” sobre la naturaleza del lenguaje y la relación entre lenguaje y pensamiento constituidas, respectivamente, por las propuestas mentalistas de Locke y el primer Wittgenstein, por un lado, y la concepción conductista del segundo Wittgenstein y de Quine, por otro. Lo que se espera de una “síntesis” de dos puntos de vista teóricos contra puestos es que recoja las virtudes explicativas de cada uno de ellos sin suscitar las mismas dificultades. La mayor virtud explicativa de la concepción mentalista es que da cuenta de la dependencia ontológica del lenguaje respecto del pensamiento tal y como se percibe intuitivamente; particularmente, de la dependencia de la más notable característica del lenguaje, a saber, su intencio nalidad , su capacidad para representar el mundo como siendo de un cierto modo, respecto de la similar característica de los pensamientos, esto es, res pecto de la intencionalidad de los pensamientos. La mayor virtud explicativa del conductismo lógico de Quine y Wittgenstein está en vincular conceptualmente esta característica del lenguaje y del pensamiento, la capacidad de representar o intencionalidad, con su papel respectivo en la explicación de la acción racional —la conducta característicamente humana—. El defecto más notorio de la concepción mentalista es el que pone de manifiesto el argumento contra los lenguajes privados del segundo Wittgenstein: una concepción mentalista no nos permite acomodar el carácter normativo de las propiedades intencionales, el hecho de que parece estar esencialmente asociada con la posesión de tales propiedades la posibilidad de trazar una cierta distinción entre corrección e incorrección. El de la concepción conductista, por otro lado, es el antirrealismo en la atribución de propiedades intencionales consiguiente a la propuesta conductista, que pone de manifiesto el argumento de Quine examinado en el capítulo anterior. Una síntesis, por tanto, debe acomodar esas virtudes teóricas y supe rarlo s defectos de ambas teorías. j íí La exposición de las ideas de una serie de filósofos que en la década de los cincuenta elaboraron en la universidad de Oxford una filosofía ;en buena medida opuesta a la filosofía practicada en Cambridge por Wittgenstein será el
hilo conductor para la presentación de esa “síntesis”. La filosofía en cuestión, a la que se dio en llamar “filosofía del lenguaje ordinario”, presenta importantes parecidos de familia con la filosofía de Wittgenstein, pero los parecidos no deben ocultar las diferencias. Los integrantes más influyentes de esta tradición, Peter Strawson, Paul Grice y John Austin, así como sus continuadores más recientes, Gareth Evans y Christopher Peacocke, no tienen ningún comedimiento conductista en la invocación de complejos estados mentales en sus explicaciones. De hecho, no creo que ni el principal personaje en este capítulo, Grice, ni ninguno de los otros cuatro mencionados, se sintiera en absoluto feliz como representante de una “síntesis” entre mentalismo cartesiano y conductis mo quineano. Grice está mucho más próximo a la primera tradición que a la segunda. Su ubicación en el decurso del argumento de este trabajo debe tomarse como una más de las licencias que su autor se permite en la elección y distribución del material. Este primer capítulo de los dos con el objetivo indicado se centrará en la exposición de algunas ideas importantes de pragmática, y de teoría de la acción en general; en ^1 próximo expondremos el llamado “programa de Grice”. 1: La acción racional La idea común a Grice y Austin es explicar la intencionalidad lingüística :—la noción de signo con significado — en el marco más general de una teoría de la acción racional; como veremos, para ambos un signo es un elemento necesario para el ejercicio de un cierto tipo de acciones racionales. Empezaremos, por consiguiente, introduciendo el concepto de acción racional, en un marco conceptual ya alejado del conductismo de Quine y Wittgenstein. El aná^ lisis que aquí ofrecemos de este concepto está tomado de una propuesta algo posterior a los primeros artículos en ^ae Grice y Austin expusieron sus ideas, a saber, la defendida por Donald Davidson en su célebre artículo “Acciones, razones y causas”. Las acciones son acaecimientos (III, § 2), aunque hay acaecimientos que no son acciones (la caída de un rayo). Para indicar qué es lo que distingue a los acaecimientos que sí son acciones de los que no, nos centraremos en lo que consideraremos acciones básicas , que son movimientos corporales. La mayor parte de lo que consideramos acciones racionales (como escribir un texto —digamos una secuencia ‘e*, {s \ V — sobre un teclado , atarse los cordones de los zapatos) son mucho más que meros movimientos corporales: el detalle de los movimientos corporales específicos involucrados en acciones como esas es menos importante en la caracterización escogida que el resultado de esos movimientos corporales (la secuencia de teclas oprimidas). Cuando elegimos una caracterización de las acciones como la indicada, estamos menos interesados en los específicos movimientos corporales que en un resultado, que bien podría haber sido el resultado de movimientos corporales de muy diversos tipos. (Compárese a un mecanógrafo profesional escribiendo esa secuencia con
alguien que sólo utiliza un dedo de cada mano: ambos, no obstante las diferencias, están escribiendo la secuencia ‘e\. ‘s \ 4o’ en un teclado.) Y ocurre así en la mayoría de las ocasiones {tocar “para Elisa” al piano , ir al cine Verdi, matar a Kennedy). Sin embargo, hay buenas razones para considerar a los movimientos corporales como las acciones racionales más básicas, y para concentrarse en su estudio. Parafraseando a Davidson, podríamos decir que todo lo que nosotros hacemos es mover nuestro cuerpo; lo demás queda al arbitrio del mundo. No todos los movimientos corporales son acciones racionales; algunos son simplemente “cosas que nos pasan”, no cosas que hacemos. ¿Cuál es la diferencia, conceptualmente hablando, entre unos y otros? Mientras estamos tomando un aperitivo en un café, la parte inferior de la pierna de la persona a nuestro lado se levanta hacia arriba, golpeándonos. ¿Es un “mero reflejo”, algo que le ha pasado, o es más bien algo que ha hechol ¿Cuál es la diferencia entre el que sea una cosa o el que sea más bien la otra? Querríamos decir que, si fuese un reflejo, las causas del movimiento serían neuroñsiológicas, Pero esto no sirve, porque, presumiblemente, las causas del movimiento, supuesto que sea una acción y no un mero reflejo, también son neurofisioló gicas. Incluso si la persona ha decidido de manera plenamente consciente levantar la parte inferior de su pierna, si trazamos hacia atrás la cadena causal que lleva al movimiento de la pierna a buen seguro que encontraremos en su origen estados neurológicos. Lo que habríamos de decir, más bien, es que si fuese un reflejo, las causas serían puramente o meramente neurofisiológi cas. Esto indica que los movimientos corporales que son acciones se diferencian de los que son “meros reflejos” en que los primeros tienen causas que no son sólo neuroñsiológicas. Esto es justamente lo que propone Davidson. Una acción racional es un movimiento corporal cuyas causas son ciertos estados mentales del individuo que las lleva a cabo; simplificando, ciertas creencias y ciertos deseos suyos. El movimiento corporal de mi vecino en la cafetería sería una acción suya si entre sus causas estuviesen, por ejemplo, el deseo de golpear con su pierna mi cuerpo y la creencia de que moviendo su pierna de tal y cual modo conseguirá golpear con ella mi cuerpo. Si el movimiento corporal es un reflejo, no cabe pedir cuentas al agente: entre los factores causales del movimiento corporal no hay estados mentales del agente —tales como intenciones, deseos, juicios, etc.— , sólo estados físicos. Si es una acción, entre sus factores causales sí hay estados mentales (haya o no, además, estados físicos). De ahí que, en tal caso, se pueda pedir cuentas al sujeto, o quepa preguntarse qué quiere conseguir, etc. La propuesta de Davidson tiene dos elementos esenciales. En primer lugar, las creencias y los deseos deben racionalizar el movimiento corporal, deben hacerlo inteligible. Típicamente, tal cosa se consigue a la manera del ejemplo anterior. Entre los estados mentales que producen el movimiento corporal, los hay al menos de dos tipos: uno de la variedad de las creencias, los juicios, etc., y otro de la variedad de las intenciones, los deseos, etc. El deseo concierne a
un estado que el agente espera alcanzar, a un fin suyo, frecuentemente un estado que no se produciría si no mediase su acción; y la creencia concierne a la existencia de una relación de medio a fin entre el movimiento corporal causado y el objetivo perseguido. El segundo elemento crucial de la propuesta de Davidson es que las creencias y los deseos causan la acción (el movimiento corporal), usando la palabra ‘causar* en el mismo sentido en que la usamos cuando decimos que el impacto de un meteorito causó la desaparición de los dinosaurios, o que la interposición de la vaca en la carretera causó el accidente. Este segundo elemento del análisis de Davidson es el más controvertido, pero también es el que lo hace particularmente plausible. Consideremos las réplicas que el defensor del análisis daría a algunas posibles objeciones y tam bién algunas razones en su favor, para apreciar su fuerza. Esta es una primera objeción. Indicamos anteriormente que los movimientos corporales que son acciones también tienen, presumiblemente, causas neurofisiológicas. ¿No es entonces postular demasiadas causas decir que, para ser acciones, los movimientos corporales “además” tienen causas mentales, creencias y deseos del agente? Para responder a esta pregunta podemos empezar observando que esta pluralidad de causas está presente en la mayoría de nuestras explicaciones causales (V, § 6). Decimos que la causa del síndrome tóxico, en quienes lo padecieron, fue la ingestión de aceite de colza desnaturalizado, pero pensamos que la causa en cuestión puede describirse también en otros términos, por ejemplo describiendo en términos químicos la naturaleza del proceso consistente en la ingestión del aceite por el cuerpo humano, etc. Decimos que la granizada causó la destrucción de la cosecha, pero no por eso dejamos de creer que la cau sa de la destrucción de la cosecha pueda describirse también sin utilizar para nada vocabulario meteorológico, en términos simplemente de cómo determinadas partículas (cada pieza de granizo, o incluso siis componentes químicos) con cierta masa y cierta velocidad afectan a cada una de las plantas. La respuesta a la objeción es por tanto de este tipo: cualquiera que sea la justificación filosófica para creer en lo que más arriba denominamos fisicism o (V, § 6) —a saber, que las mismas causas que pueden describirse en términos ordinarios, macroscópicos, en términos de ingestiones de un aceite sometido a tales y cuales procesos, de granizadas, etc., pueden describirse también en términos más “científicos”— se aplica al caso de la causación de los movimientos corporales que son acciones por creencias y deseos. Igual que las ingestiones de aceite pueden describirse también en términos “más básicos”, como interacciones químicas, las creencias y los deseos pueden describirse en términos neurofisiológicos. (Y la descripción neurofisiológica, por otro lado, no tiene tampoco por qué ser última: puede haber una descripción LtoquímicaN“más fundamental”, etc.)1 Una segunda objeción* proviene de algunos discípulos de Wittgenstein (Anscombe y von Wright son los más conocidos a este respecto). Ellos sostie-
1.
No podem os examinar aquí la relación entre esta forma de materialismo y el problem a cuerpo-mentó.
nen, siguiendo a su maestro, que la relación entre creencias y deseos, por un lado, y la acción, por otro, no puede ser la relación causal; para los seguidores de Wittgenstein, la relación entre los estados mentales y la acción es meramente definicional, no causal. Es aquí que reside la principal disparidad entre una concepción conductista de los estados mentales y una que no lo es Los wittgensteinianos invocan en defensa de su tesis una idea de Hume. Hume escribió que en una genuina relación causal, la causa y el efecto han de ser “existencias distintas”, queriendo decir con ello que la relación entre la causa y el efecto tiene que ser tal que “podría no haberse dado”: la causa podría haber existido sin el efecto (y viceversa). Causa y efecto deben ser cognosci tivamente independientes.
Y parece intuitivamente razonable que ello es así; intuitivamente, el fin del martes no causa el comienzo del miércoles, ni la muerte de Sócrates la viudedad de Xantipa, pues la relación entre las presuntas causas y efectos en ambos casos es conceptual y no empírica: necesariamente (con la necesidad de lo conceptualmente necesario), el fin del martes no puede existir sin el comienzo del miércoles, ni la muerte de Sócrates sin el enviudamiento de Xantipa. La existencia de la relación causal entre la ingestión del aceite y el síndrome nos permite aseverar de un cierto individuo que de hecho contrajo el síndrome que, si no hubiese ingerido el aceite, no habría contraído el síndrome; pero la justificación de esta afirmación modal es una relación contingente entre la ingestión del aceite y el síndrome. Muy de otro tipo es la relación que entre la muerte de Sócrates y la viudedad de Xantipa que nos permite decir que si Sócrates no hubiese muerto, Xantipa no habría enviudado: aquí la relación es puramente conceptual. Lo que queremos decir es, simplemente, que si Sócrates no hubiese muerto, el concepto ser viuda no se aplicaría a Xantipa, pues viuda significa mujer cuyo marido ha muerto. El argumento de los discípulos de Wittgenstein es que la relación entre el movimiento corporal y las creencias y deseos que lo racionalizan es igualmente conceptual. Y, ciertamente, así parece serlo; pues tenemos un cierto movimiento corporal a racionalizar,
Desde una concepción funcionalista de las disposiciones, el carácter c o n ceptual de la relación es compatible con su contingencia. La propiedad de tener virtus dormitiva es una propiedad disposicional, una propiedad definida por: sus efectos en ciertas circunstancias observables (V, §2). Ahora bien, las dis^ posiciones pueden entenderse no en el sentido humeano, sino en el sentido rea* lista (XII, § 3). Así entendidas, decir que la píldora tiene virtus dormitiva es; decir que la píldora tiene una cierta propiedad, descriptible probablemente en; términos más básicos, a saber, una cierta “constitución interna”, que, en circunstancias normales, causa somnolencia. Y explicar el hecho de que en un; cierto caso particular haya producido somnolencia atribuyéndolo a la virtud dormitiva de la píldora es entonces decir algo que podría ser falso: a saber, qué* esas píldoras tienen una estructura interna que causa somnolencia, y que en este caso particular esa estructura interna es responsable de la somnolencia.' explicada. Así entendida, la posesión de virtus dormitiva por la pastilla es com: patible con que no se hubiera producido, en este caso particular, la somnolen:; cia. La explicación es poco informativa, porque los términos en que describid mos la propiedad causalmente responsable no nos dicen cómo se produce, el? efecto, sólo lo asimilan a otros casos en que se produce un efecto similar. Pero; no es conceptualmente verdadera, precisamente en virtud de su generalidad: :lar propiedad no está definida en términos de la somnolencia que produce en el: caso particular a explicar, sino de la somnolencia que produce generalmente y? cuando se dan las, condiciones cceteris paribus relevantes. La misma defensa podemos hacer de la propuesta de Davidson frente a la objeción de inspiración wittgensteiniana. Decir que el deseo de 1} y la opinión de que <$>es un medio para $ causaron la acción es informativo, contingen* te y no conceptual, si entendemos que lo que estamos diciendo es que (i).esqs deseos y opiniones admiten también otras .descripciones más “básicas”,, que ahora somos quizás incapaces de ofrecer, que (ii) bajo estas descripciones, en condiciones normales, explican causalmente la producción de movimientos corporales de ese tipo, y que (iii), de hecho, en este caso, esas propiedades descritas en otros términos son ahora causalmente responsables del movimiento^ Y es perfectamente posible que el individuo hubiese tenido esas creencias y deseos (es decir, esas propiedades quizás neurofisiológicas que típicamente producen ese movimiento corporal) sin que en este caso tales propiedades hubiesen producido su efecto habitual, por las razones que fuese. Vistas así las cosas, la existencia de otras descripciones (por ejemplo, neurofisiológicas) de las propiedades causalmente relevantes, que discutimos anteriormente como un posible problema del análisis davidsoniano, constituye más bien un elemento necesario para su defensa. Por último, podemos defender directamente el análisis justificando la necesidad del elemento causal. Davidson lo hace con un ejemplo que se ha utilizado frecuentemente. El siguiente parece un escenario perfectamente posible: dos alpinistas escalan una pared; uno cae, quedando pendiente de la sujeción del otro. Éste tiene serios motivos para odiar al hombre cuya vida depende en ese momento de él, imagine el lector los que quiera; por su cabeza pasan ine-
vitables el deseo de la muerte del odiado rival, y la certera.creencia de que bastaría soltar un instante la cuerda para que la muerte fuese un hecho. La fuerza invisible de la constricción moral, sin embargo, nunca le permitiría abrir la mano; mas, fatigado, la mano se abre exactamente como se hubiese abierto si se hubiese tratado de una acción racional producida por las oscuras intenciones antes descritas, provocando así la muerte del desafortunado alpinista. Intuitivamente, está claro que, si la situación fue como la acabamos de describir, el movimiento de la mano liberando la sujeción de los dos escaladores no es una acción racional del sujeto, sino algo “que le pasa”; sin embargo, no sólo se trata de un movimiento corporal racionalizare mediante el deseo de la muerte del rival y la creencia de que abriendo la mano, así produciría la muerte, sino que, de hecho, el sujeto tenía tal deseo y tal opinión un momen to antes de producirse el movimiento. La única razón por la que el movimiento corporal no es en este caso una acción, como intuitivamente creemos que no es, tiene que ser que la opinión y el deseo no “operaron” en su producción, que quedaron “inactivos” en el trasfondo de su mente. Pero “operar” aquí es otro modo de decir “causar”.2 En adelante, pues, convendremos en dar por supuesto el análisis de la acción racional de Davidson: una acción racional es, en los casos básicos, un movimiento corporal causado por creencias y deseos del sujeto que lo racionalizan. Antes de proseguir hemos de anotar rápidamente dos observaciones. Si examinamos nuestras explicaciones cotidianas de acciones racionales, no observaremos casi nunca el desglose en creencias y deseos característico del análisis davidsoniano. ¿Por qué mueve Sergi de ese modo el zapato? Porque quiere hacer salir una piedra del zapato. Sólo mencionamos el deseo, en este caso. En otros, sólo mencionamos la creencia. ¿Por qué mueve Víctor de ese modo el brazo? Porque cree que así enviará 1a pelota lejos del alcance de su rival. En otros mencionamos algo aún más distantemente relacionado con las creencias y deseos que podrían racionalizar directamente la acción. ¿Por qué apretó Pau el gatillo? Porque quiere ser catedrático. La observación es que todo esto no constituye una objeción contra el análisis de Davidson, sino sólo una muestra de nuestra economía expresiva. Conceptualmente hablando, en la explicación de toda acción deben intervenir, necesariamente, al menos una actitud de la variedad de las creencias y al menos una de la variedad de los
2. Una cierta variación sobre el ejemplo muestra también que “causar” en el análisis debe ser comp lemen ta do. Porque el ejemplo podna ser co ns uu id o de m od o que es precisamente el descubrirse a sí mismo capaz de alber gar tales deseos y conjeturas lo que causa un cieno trastorno psíquico inomentá/ieo en el sujeto, trastorno que causa compulsivamente la fatal liberación de la sujeción. En este escenario. la creencia y el deseo cau sa n el movimiento corporal — y sin duda lo racionalizan, com o antes— , pero el m ovimie nto corporal no es tamp oco una acción, sin o; .de nuevo, algo que al sujeto “le pasa". Está claro cómo se debe enmendar el análisis: hay que decir que. en las genuinas acciones, las creencias y deseos que las racionalizan deben causarlas “directamente" o “a través de una cadena cau sal no desviada"; pero explicar ulteriormente estos términos se ha revelado difícil.
deseos; y, en último término, las creencias deben hacer mención de la virtua lidad de los movimientos corporales para el fin propuesto. Mi deseo de beber agua, por sí solo, no explica que me levante y me dirija a la nevera. Podría tener ese deseo, tan acuciante como se quiera, y aun así seguiría escribiendo, si no tuviese también la creencia de que hay agua en la nevera (y la de que moviendo mi cuerpo de ciertos modos alcanzaré la nevera). Mi creencia de que hay agua en la nevera, por otro lado, tampoco explica por sí sola que me diri ja a la nevera; tener esa creencia sería perfectamente compatible con mi inmovilidad, si careciese del deseo de beber agua. La segunda advertencia es que “deseo” y “creencia” se utilizan como abreviaturas de las dos grandes categorías en que encontramos conveniente clasificar los estados mentales. La tradición y la facilidad mnemotécnica nos llevan a ello, pero sería seguramente menos dado a engaño utilizar términos técnicos, tales como “estados conativos” en lugar de deseos y “estados doxásticos” para hablar de creencias. Pues, en el uso cotidiano, los deseos son simplemente uno más de los diferentes tipos de estados que motivan la acción, junto a intenciones, propósitos', obligaciones, impulsos, apetencias, caprichos, etc. Y lo mismo con las creencias: en el uso cotidiano de la expresión, son sólo uno más de los estados que, en virtud de su capacidad representacional, causan la acción, junto a recuerdos, saberes, convicciones, conjeturas, juicios, percepciones, visiones, certidumbres, etc. Cualquier explicación medianamente sutil de una acción racional requeriría entrar en los detalles que omite la árida clasificación filosófica; pero esta última, por supuesto, es la adecuada para nuestros fines.
2. Actos del habla La idea común a las propuestas de los filósofos que estudiaremos en los dos últimos capítulos, Austin y Grice, es que eí lenguaje está esencialmente constituido por un cierto tipo de acciones racionales. La obra más importante de Austin, Palabras y acciones (la traducción literal del título original sería Cómo hacer cosas con palabras ), de la que “Emisiones realizativas” ofrece una síntesis, está destinada a justificar esta afirmación. El título de la obra es ciertamente sugestivo de ello. La estructura argumentativa de la obra es difícil de apreciar en una lectura rápida, y quizás ello haya provocado más de una confusión. Cabe que la confusión estuviese en las ideas del propio Austin; Palabras y acciones resultó de una serie de conferencias, y es posible que Austin las comenzase pensando que iba a defender una tesis, que se convenciese a lo largo de ellas de que la tesis inicial era incorrecta y la sustituyese por otra. Lo que Austin parece proponerse argumentar inicialmente es que la preponderante y a veces obsesiva ocupación de los filósofos en tomo a la cuestión del carácter representacional del lenguaje, de las relaciones entre el lenguaje y el mundo, ha llevado a centrar la atención en un tipo muy particular de proferencias lingüísticas (las efectuadas con enunciados), a expensas de otros muchos igualmente
existentes. El objeto de la obsesiva atención filosófica estaría constituido por aquellas proferencias evaluables como verdaderas o falsas; el significado de tales proferencias puede ser explicado en términos de sus condiciones de ver dad. Austin denomina a tales proferencias “proferencias constatativas”; a todas las demás proferencias, presuntamente olvidadas por los filósofos, las denomina Austin “proferencias realizativas”. Las proferencias realizativas, a diferencia de las constatativas, no serían propiamente evaluables como verdaderas o falsas, ni, por consiguiente, sería su significado especificable en términos de sus condiciones de verdad, sino con categorías de un tipo completamente distinto, categorías tales como éxito o fra caso, propiedad o impropiedad , ejecución afortunada o desafortunada: categorías, en una palabra, distintamente normativas. Ejemplos notorios de tales proferencias “realizativas”, no evaluables como verdaderas o falsas sino con esas otras categorías, serían ‘Yo te bautizo Laura en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’, dicho por un sacerdote católico en el momento apro piado de una ceremonia bautismal; ‘Sí, quiero’, dicho por el novio en respuesta a ciertas palabras del sacerdote en el curso de una ceremonia matrimonial; ‘va una cena a que los nacionalistas catalanes no se alian con la derecha’, dicho en el curso de un debate acalorado sobre la posible política de alianzas subsiguiente a una contienda electoral, ‘cabo, tome cuatro hombres y haga una patrulla durante dos horas por los alrededores del fuerte’, dicho por el sargento a su subordinado, o ‘te lo traeré mañana’, dicho en respuesta a la demanda de la devolución de un cierto libro anteriormente prestado. Mediante tales proferencias no representamos el mundo, de ahí que la cuestión de la verdad o la falsedad no surja. Mediante tales proferencias llevamos a cabo actos; de ahí que las categorías evaluativas apropiadas no sean verdadero y falso, sino más bien afortunado y desafortunado. Que estas últimas son las categorías apro piadas para las acciones resulta del hecho de que, como hemos visto en la sección anterior, una acción presupone ciertas intenciones por parte de su agente, ciertos propósitos (un estado conativó). Así, el lanzamiento de un penalti puede tener una ejecución feliz o infeliz, relativamemte a las intenciones que se suponen a quien lleva a cabo tal acción. Si especificar el significado de una proferencia constatativa es especificar sus condiciones de verdad, y una teoría semántica que persiga ofrecer tal especificación de un modo sistemático para todas las proferencias de un lenguaje dado debe proponer las categorías generales que son precisas para llevar a cabo tal tarea, especificar el significado de las proferencias realizativas requiere algo completamente distinto: requiere especificar las condiciones en que las proferencias realizativas se llevan a cabo de un modo afortunado, y las categorías generales que se necesitan para llevar a cabo esa tarea de un modo general, para todas las proferencias realizativas que pueden hacerse en un lenguaje dado. De acuerdo con esta primera interpretación de los objetivos argumentativos de Austinyen resumen, su tesis central es que algunas proferencias tienen un significado proposicional, especificable en términos de condiciones de verdad, mientras que otras tienen un significado puramente prag
mático, especificable en términos de condiciones de feliz ejecución, ‘felicity conditions’. Esta tesis, sin embargo, es sumamente dudosa. En primer lugar, las preferencias realizativas que más nos interesan (pues constituyen recursos lingüísticos tan importantes como las preferencias constatativas), órdenes como ‘cabo, tome cuatro hombres y haga una patrulla durante dos horas por los alrededores del fuerte’, promesas como ‘te lo traeré mañana’ o apuestas como ‘va una cena a que los nacionalistas catalanes no se alian con la derecha’, parecen contener un elemento preposicional. Quizás quepa decir de preferencias realizativas que se producen en el marco de ritos altamente institucionalizados, como ‘sí, quiero’, que carecen de elemento proposicional. Aunque ni siquiera esto es claro: ‘culpable’, dicho por el primer jurado en el contexto apropiado, es una acción, y parece representar el mundo como conteniendo la culpabilidad del acusado; escribir el nombre de un candidato en una papeleta para efectuar una votación parece representar el mundo como conteniendo al individuo en cuestión ejerciendo el cargo en disputa, etc. Por otro lado, en el sentido en que decir ‘cabo, tome cuatro hombres y haga una patrulla durante dos horas por los alredédores del fuerte’ es hacer algo (dar una orden), cnbz igualmente decir que proferir ‘Shakespeare es el autor de Ham let’ es también hacer algo (aseverar). Estas dos objeciones, por fortuna, no afectan a lo que acaba resultando ser el sentido último del argumento de Austin. El lector puede: apreciar, siguiendo con atención el curso del libro, que su verdadero propósito acaba resultando ser algo mucho más plausible: distinguir dos aspectos semánticos distintos presentes por igual ambos en todas las preferencias lingüísticas (o en las más significativas, al menos), tanto en las realizativas como en las constatativas. Uno de esos aspectos tendría que ver con la cuestión de la. representación, con la cuestión de las relaciones entre el lenguaje y el mundo; y este aspecto, que da lugar a la evaluación en términos de verdad y falsedad (o en otros términos equivalentes), como se acaba de indicar, está presente no sólo en las aseveraciones, sino también en todas las otras preferencias. Del mismo modo que la aseveración “los Juegos Olímpicos del año 2000 se celebrarán en la República Popular China” “apunta a” o “representa” un cierto estado posible del mundo, también lo hace cualquiera de las preferencias realizativas proporcionadas a modo de ejemplo antes: apuntan a estados posibles del mundo como el tener una persona el nombre ‘Laura Y o el estar dos personas en la relación matrimonial, a que se lleve a efecto o no una determinada alianza postelectoral o a mi traer mañana a un cierto lugar un cierto libro. Los hechos que realizarían esas condiciones a que cada una de las preferencias, de su particular modo, apuntan, pueden o no ser parte del mundo. De que lo sean o no depende en buena medida el que las promesas resulten incumplidas o no, los matrimonios y los bautismos válidos o no, las apuestas ganadas o perdidas, exactamente en el mismo sentido en que la verdad o falsedad de la aseveración “los Juegos Olímpicos del año 2000 se celebrarán en la República Popular China” depende de que el mundo realice o no una cierta condición. Y todos estos términos de evaluación, cumplimiento/incumplimiento,
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validez/invalidez, circunstancias en que se gana^ircunstancias en'aué son, manifiestamente, correlatos de los términos verdad/falsedad. Alguna razón debe existir, y sin duda existe, para que p re fi ra m o s d e^f^ las apuestas que han sido ganadas y de las promesas que han sido cuniplidás ' en lugar de decir de ellas que han sido “verdaderas”. Tal razón tiene que ^ con las diferencias entre apuestas, promesas y aseveraciones que después clasificaremos como diferencias de fu erz a. Podríamos decir que tales actividades i promesas, apuestas, bautismos y aseveraciones nos ponen en distintas relacio; nes con estados posibles del mundo. Pero no sería conceptualmente satisfactorio que las diferencias en el tipo de relación entre el contenido de todos esos actos lingüísticos y el mundo nos hiciera pasar por alto la existencia de un elemento fundamental de las promesas, apuestas, aseveraciones, bautismos, etc., común a todos ellos, un elemento que tiene que ver con su común intenciona lidad o carácter representacional: su apuntar a un estado posible del mundo, que puede de hecho darse o no en la realidad. Toda explicación del significado de las proferencias debe tomar en consideración este elemento. Nosotros llamaremos a este aspecto, caracterizable esencialmente en términos de “correspondencia” o falta de ella con lo que acaece, el contenido pro posicional de la proferencia —siguiendo la práctica seguida hasta aquí— o la proposición representada. Austin, eligiendo términos que podrían producir alguna confusión, denomina a este aspecto “acto locutivo”. (Con más precisión, el contenido corresponde en la terminología austiniana a una parte del acto locutivo, a la que él llama “acto rético”. Otras “partes” del acto locutivo son las propiedades fonéticas y sintácticas de la proferencia, algunos aspectos de las cuales, en razón de familiares consideraciones de sistematicidad , contribuyen a la determinación del contenido de la proferencia.) Por otra parte, todas las proferencias —aseveraciones incluidas— tienen también un segundo aspecto, el que tiene que ver con los otros criterios de evaluación, más manifiestamente normativos, a que nos referimos antes: con las “condiciones de feliz ejecución” de las proferencias, condiciones que son diferentes incluso para aseveraciones, promesas y apuestas con el mismo conterado. No tenemos una correcta comprensión del lenguaje si nos limitamos a considerar el aspecto proposicional de las proferencias, olvidando que todas ellas poseen también un aspecto esencialmente pragmático; todas ellas consisten en producir ciertos cambios en el mundo, en que se lleven a cabo ciertas acciones. Nosotros denominaremos a este segundo aspecto la fuerza ilocutiva de la proferencia; Austin se refiere a él como “acto ilocutivo”. La tesis central que es correcto atribuir a Austin es, por consiguiente, la siguiente: el significado de todas las proferencias incluye un elemento pro posicional, especifícable en términos de condiciones de correspondencia, y otro elemento esencialmente pragmático, especifícable en términos de condiciones de ejecución afortunada. Denominaremos a esta tesis la teoría aus tiniana de los actos lingüísticos.
Esta teoría incluye adicionalmente 1a especificación de las categorías que es necesario c^atemplar para recoger de un modo teóricamente correcto las condiciones de feliz ejecución características de cada fuerza ilocutiva (i.e., la dirección del ajuste lenguajemundo, etc.), y quizás clasificarlas con arreglo á una taxonomía razonable. A la teoría austiniana de los actos del habla se contrapone la tesis según la cual la comprensión del significado de las proferencias no requiere las dos categorías que hemos mencionado, no requiere un elemento pragmático no proposicional. No es que los partidarios de este segundo punto de vista no aprecien la diferencia entre una orden y una aseveración; lo que sostienen, más bien, es que el “elemento esencialmente pragmático” que supuestamente distingue a una orden de un aserto no es en nada diferente de los elementos propo sicionales, ni es, por tanto, esencialmente pragmático. Los partidarios de este punto de vista alternativo hacen notar que a una oración imperativa como ‘jcabo, cierre la puerta!’ corresponde una de apariencia sintáctica puramente, enunciativa, ‘yo le ordeno al cabo que cierre la puerta’. Sobre esta base (entre otras consideraciones, naturalmente), sostienen que todas las oraciones son, implícita o explícitamente, aseveraciones; su significado se puede por tanto explicar en términos de condiciones de verdad, en términos puramente propo sicionales. El “elemento pragmático” no está más que en el significado de los verbos que hacen explícita la fuerza de la aseveración, que no es en absoluto distinto del significado de otros verbos. Este punto de vista ha sido defendido, por diferentes razones, por filósofos como Donald Davidson, David Lewis, y, particularmente, por el que es considerado (paradójicamente) el teórico más importante de los actos del habla después de Austin, a saber, John Searle.3Me referiré a este punto de vista como la teoría proposicionalista de los actos Un giiísticos. Se trata justamente del modo de contemplar la cuestión de los actos del habla que resulta natural a los partidarios de lo que venimos llamando la concepción mentalista. Como vimos, un punto de vista análogo se defiende en el Tractatus. (Searle es, junto con Chomsky, el más notorio proponente contemporáneo de la concepción mentalista.) Nuestro objetivo en este capítulo y el próximo es defender la tesis central de la teoría austiniana de los actos del habla, tal y como la hemos enunciado anteriormente, frente a la tesis contra puesta que acabamos de describir. Aunque, a primera vista, la diferencia entre Austin y Searle (como la diferencia entre el Wittgenstein de las Investigaciones y el del Tractatus) a este res pecto pueda parecer una dé matiz, en realidad se trata de una diferencia con ceptualmente enorme. La explicación última del error inicial de Austin en la formulación de su tesis (presentándola como una distinción entre proferencias proposicionales y proferencias no preposicionales) está en mi opinión en que vio en esta inadecuada formulación una manera clara de promover su objetivo fun-
3. Que los puntos de vista de Searle son representacionalisias ya estaba claro en sus obras inicia les, pero resul ta particularmente manifiesto en su producción más reciente. Véase su Int en ci on al id ad , especialmente el cap. 6.
damental, qué era el de oponerse a la concepción proposicionalista. Una vez formulada correctamente la tesis, ese interés se manifiesta en su insistencia én que preferencias como la de ‘yo le ordeno al cabo que cierre la puerta’, efectuada en las mismas circunstancias en que se podría haber proferido en su lugar ‘¡cabo, cierre la puerta!’, no son aseveraciones sino mandatos. Al final del capítulo sostendremos que Austin estaba equivocado en esto, hasta cierto punto. Mantendré sin embargo que Austin estaba en lo cierto en la tesis central que perseguía sustentar mediante estas estrategias inadecuadas, a saber, que existe un elemento esencialmente pragmático y no proposicional del significado de las preferencias. La tesis de Austin, pues, es que la excesiva ocupación filosófica con la representación del mundo ha hecho que se pase por alto ése aspecto necesario de las preferencias lingüísticas a que hemos convenido en denominar su fu er za. Como se ha de ver enseguida, esto es tanto como decir que la obsesión con la representación nos ha hecho pasar por alto la naturaleza esencialmente prác tica del lenguaje —pues ese aspecto omitido, la fu erza , es precisamente aquello que coloca al lenguaje bajo la categoría más general de la acción racional. Este énfasis austiniano en la no reducibilidad de la fu erz a de las preferencias lingüísticas a elementos preposicionales, que nos ha de llevar a una concepción del lenguaje en que la acción juega un papel muy importante, es análogo en su función estratégica antimentalista al énfasis wittgensteiniano en la naturaleza normativa dél lenguaje. El mejor modo de ilustrar la distinción a que Austin se ve finalmente llevado es considerar preferencias con distinta fuerza y el mismo contenido. Los actos imaginados de preferir las oraciones ‘Sergi cierra la puerta’, ‘jSergi, cierra la puerta!’ y ‘¿cierra Sergi la puerta?’, en la misma situación, tienen, intuitivamente, aspectos comunes y aspectos distintos. Podríamos describir lo que tienen en común (sin atender a ciertas sutilezas temporales que nos obligarían a complicar el ejemplo sin alterar lo sustancial) del siguiente modo: los tres “remiten” al mismo aspecto del mundo: que Sergi cierra la puerta (una determinada puerta), en un cierto intervalo temporal, más o menos coincidente con el intervalo en que se hace la preferencia (digamos, a las doce de la mañana del veinticinco de mayo de 1993). Puesto que “remitir”, en la frase anterior, es simplemente otro modo de decir “representar”, este aspecto común es el con tenido proposicional de los tres actos imaginados. El aspecto en cuestión lo podemos entender, tal como hemos propuesto en otras ocasiones, en términos de la idea de condiciones de verdad: cada una de esas oraciones impone ciertas condiciones al mundo, las mismas en los tres casos, para estar en corres pondencia con él; si el mundo fuese de ciertos modos corresponderían a él, si el mundo fuese de otros modos, no. Por ejemplo, si a las doce de la mañana del veinticinco de mayo de 1993 Sergi cierra la puerta con la mano, tanto como si la cierra de una patada, serían verdaderas; si la puerta permanece abierta, sería falsas. Como advertí antes, resulta extraño hablar de la “verdad” de una orden o de la de una pregunta, mientras que resulta natural hablar de la verdad de una
aseveración, Podríamos reservar verdad y falsedad paro, asertos, y usar cum plimiento e incumplimiento para requerimientos y susceptible de respuesta afirmativa y susceptible de respuesta negativa para preguntas. Hablaríamos entonces de condiciones de verdad para el contenido de las aseveraciones, de condiciones de cumplimiento para el contenido de las órdenes y de condicio nes de asentimiento para el contenido de las preguntas, pues la relación que existe entre el mundo y el contenido de una aseveración cuando la aseveración es verdadera es la misma que existe entre el mundo y el contenido de una orden cuando la orden resulta cumplida y la misma que existe entre el mundo y el contenido de una pregunta cuando resulta correcto asentir a ella; es esta comunidad entre aseveraciones, órdenes y preguntas la que tratamos de recoger: a saber, que en nuestros tres casos, el mundo cumpliría las condiciones de verdad, satisfacción o asentimiento que constituyen el contenido común de las tres proferencias exactamente en las mismas circunstancias. Utilizaremos el término genérico “condiciones de correspondencia”, para referimos indistintamente a todas ellas evitando suspicacias. Paralelamente, la relación que existe entre el mundo y el contenido de una aseveración cuando la aseveración es falsa es la misma que existe entre el mundo y el contenido de una orden cuando la orden resulta insatisfecha y la misma que existe entre el mundo y el contenido de una pregunta cuando resulta correcto disentir de ella; en nuestro ejem plo, el mundo incumpliría las condiciones de correspondencia que constituyen el contenido común de las tres proferencias exactamente en las mismas circunstancias. Los dos párrafos precedentes conciernen a aquello en lo que nuestras tres proferencias coinciden, el contenido proposicional, cuya misión consiste en la especificación de las condiciones de correspondencia.4 ¿Qué es, pues, lo que las distingue? Lo que las distingue es, en parte, aquello que hace natural utilizar ‘verdad7‘falsedad’ para aseveraciones,’‘satisfacciónV^nsatisfacción’ para órdenes y ‘asentimientoVMisentimiento’ para el caso de las preguntas. Lo que las distingue es que la acción que, relativamente a las mismas condiciones de correspondencia constitutivas del contenido de las palabras que utiliza, llevaría a cabo el hablante si pusiese por obra las proferencias imaginadas, sería una acción de distinto tipo en cada caso. ¿Qué distinguiría tales acciones? Puesto que, en cada caso, se trataría de acciones racionales del agente, el hablante en este caso, y las acciones racionales son sucesos (en nuestro caso, emisiones de sonidos o inscripciones gráficas) causados por creencias y deseos que los racionalizan , lo que las distinguiría necesariamente han de ser algunas de las características de las creencias y los deseos típicamente responsables de cada una de esas proferencias.
4. Una teoría razonable del contenido proposicional no puede identificarlo con las “condic iones de corr es pondencia”. Las razones son las ofrecidas por Frege (VI, § 2, y Vi l, § l): ‘Héspero es un planeta’, y ‘Fósforo es un planeta’ tienen las mismas condiciones de correspondencia, pero difieren en algo que no es tampoco la fuerea ilocu tiva. El contenido proposicional debe incluir, además de las condiciones de correspondencia, un sentido que las deter mina.
De manera introductoria, podemos indicar, grosso modo, en qué consisten: las diferencias en fuerza en los casos anteriores. Típicamente, una aseveración; se emite con la intención de producir en la audiencia un estado doxástico con el contenido de que el mundo cumple las condiciones de correspondencia constitutivas del contenido de la aseveración; una orden, con la intención de que el mundo, a través de la intervención de la audiencia, cumpla las condiciones á t correspondencia constitutivas del contenido de la orden, y una pregunta, con la intención de llegar a conocer, a través de la intervención de la audiencia, si el mundo cumple las condiciones de correspondencia constitutivas del contenido de la pregunta. Diferencias de esa naturaleza caracterizan la fuerza de “actos del habla” más específicos, como conjetura^ pedir, apostar, interpretar, actuar, contar chistes, bautizar o casarse. Cada una de las intenciones antes descritas caracteriza ios rasgos distintivos de las fuerzas aquí estudiadas, la de los asertos, la de los mandatos y la de las cuestiones. El hecho de que las preferencias lingüísticas posean una determinada fuerza está esencialmente relacionado, como se acaba de ver, con el hecho de que las preferencias lingüísticas son un cierto tipo de acciones racionales. Puesto que lo distintivo de las acciones racionales, tal como explicamos en la primera sección el concepto, es su estar causadas, por ciertos fines del agente y por ciertas creencias suyas en el sentido de que determinados medios que él es capaz de poner por obra son conducentes a ellos, se entiende que clasifiquemos las acciones racionales, normativamente, en términos de éxito y fracaso, de conclusión feliz o infeliz. Las acciones son, esencialmente, entidades de naturaleza teleológica ; son entidades producidas con ciertos fines o propósitos (a saber, las intenciones que las causan). Ahora bien, en general especificamos propiedades teleológicas (funciones, fines, propósitos) indicando las circunstancias en que se realizan satisfactoriamente. Entendemos cuál es la función del limpiaparabrisas, pensando en las circunstancias en que esa función se desarrolla satisfactoriamente. (Sin que ello implique que los limpiaparabrisas sean siempre capaces de desarrollar con éxito su función.) Indicar las condiciones en que una acción racional resultaría “afortunada” y las posibles explicaciones de su fracaso o término infeliz es otro modo de indicar las intenciones que típicamente la animan. Así, pues, dado que las diversas fuerz as son diversos tipos de propósitos o finalidades, podemos especificarlas en términos de condiciones de ejecución afortunada , como especificamos los diversos contenidos en términos de condiciones de verdad. Es en estos términos que Austin clasifica las diversas fuerzas; y su prue ba de que algunos aspectos de las preferencias lingüísticas (los “actos del había”) pueden clasificarse también en términos de condiciones de feliz ejecución, y no sólo en términos de condiciones de verdad, es el elemento principal en la defensa de su tesis de que es esencial al lenguaje su naturaleza práctica , el estar constituido por acciones racionales. Pues si las preferencias lingüísticas tienen condiciones de éxito y fracaso, además de tener condiciones de verdad, ello debe ser porque son acciones racionales. Quizás a consecuencia de su propia confusión inicial, ya comentada, sobre la verdadera naturaleza de la teo-
ría de los actos del habla, Austin fijó su atención en acciones lingüísticas como las mencionadas a modo de ejemplo unos párrafos más arriba, bautizos, matrimonios, apuestas o decisiones judiciales, acciones lingüísticas a la vez sometidas a rígidos criterios convencionales y, en un sentido fundamental que se explicará después, altamente derivativas: acciones que no podrían darse si no: se dieran ya otras acciones lingüísticas menos sofisticadas. Si Austin centró su interés en ellas es quizás porque sugieren mejor que otras la errónea distinción entre proferencias con significado puramente pragmático y proferencias con significado puramente proposicional que él parecía interesado en establecer inicialmente; ‘sí, quiero’ no parece tener un gran contenido proposicional. Austin propone un marco general para la especificación de las condiciones de ejecución afortunada características de cada una de las fuerzas ilocutivas y para construir una taxonomía de las mismas, claramente motivado por esos ejemplos ritualizados y derivativos. Austin divide las condiciones de ejecución afortunada en tres categorías: condiciones de tipo A, condiciones de tipo B y condiciones de tipo C. Cuando las condiciones de los dos primeros tipos no se cumplen, no se ha llevado a cabo un acto del tipo pretendido. Cuando se cumplen éstas, pero no las de tipo C, sí diríamos que se ha llevado a cabo el acto, pero se ha llevado a cabo de un modo impropio. Cada una de las tres categorías está subdividida a su vez en dos subcategorías. A (i): Debe existir un procedimiento convencional. Por ejemplo, decir tres veces ‘te repudio’ el marido a la mujer en determinadas comunidades constituye un repudio; pero decirlo en España no lo constituye, porque no existe un procedimiento convencional que incluya la proferencia de esa oración en tres ocasiones. A (ii): Las circunstancias y las personas deben ser las adecuadas, relativamente al procedimiento convencional en cuestión. Por ejemplo, que alguien que no es sacerdote diga ‘te bautizo “Laura” no constituye un bautizo, como tampoco el que lo diga un sacerdote en presencia del niño equivocado. B (i): El procedimiento se debe ejecutar correctamente. Decir el novio “Vale” en respuesta a la pregunta del.sacerdote “¿Quieres a fulanita ...?” en el curso de una ceremonia matrimonial invalida el carácter matrimonial del acto lingüístico. B (ii): El procedimiento se debe ejecutar completamente. Por ejemplo, para que las palabras “va una cena a que los nacionalistas catalanes no se alian con la derecha” constituyan una apuesta, el acto debe ser completado mediante una aceptación de la misma por parte de la audiencia. Como se dijo, las condiciones de éxito/fracaso del tercer tipo tienen un carácter distinto; su violación no invalida, en cada caso particular, la existencia misma de los presuntos actos, sino que los hace de algún modo inapropiados. Las condiciones que Austin clasifica como C (i) tienen que ver con la presencia de ciertos estados mentales por parte del hablante; en el caso de las promesas, la intención de cumplirlas, en el caso de las aserciones, la creencia en su verdad, en el caso de los consejos, la creencia de que su cumplimiento beneficiará a la audiencia, etc. C (ii) tiene que ver con la realización de ciertas acciones posteriores, como el cumplimiento de la promesa, etc. Austin tenía especial interés en hacer notar que el cumplimiento de las condiciones de tipo
C (i) en ningún modo agota la naturaleza de las acciones lingüísticas enxües^ tión, y ni siquiera es necesario para que se den las mismas. Una promesa no" es simplemente la intención de cumplirla, ni una aseveración la creencia en la; verdad del contenido aseverado, pues se puede llevar a cabo una promesa siíi tener la intención de cumplirla o una aseveración sin creer en lo que se asevera. Este énfasis de Austin es un elemento más de su batalla contra los puntos de vista “mentalistas”, contra la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos; una vez más, como veremos en el próximo capítulo, se revelará un recurso inadecuado para un fin loable. Tal y como he indicado anteriormente, el hecho de que sean acciones lingüísticas altamente ritualizadas como los bautismos, las legaciones testaméntales o los matrimonios aquellas que exhiben con más claridad la distinción entre condiciones de verdad y fu erza , y aquellas en las que la fuerza se deja analizar más fácilmente exponiendo las condiciones de felicidad asociadas al tipo de fuerza ilocutiva analizado, no debe hacemos olvidar que la distinción entre condiciones de verdad y condiciones de éxito está presente también en los casos más básicos de los mandatos y las aseveraciones. También los mandatos y las aseveraciones deben entenderse como acciones racionales de un cierto tipo, que en virtud de su carácter de acciones racionales comparten con todas las acciones, lingüísticas y no lingüísticas, el poseer condiciones de éxito o fracaso y que en virtud de su carácter específicamente lingüístico poseen condiciones de verdad; Sin embargo, respecto de la comprensión de la naturaleza de las fuerzas ilocutivas en estos casos más centrales, la clasificación que Austin llevó a cabo de las condiciones de felicidad en general no nos ayuda mucho. Lo que es más importante, con respecto al objetivo último de defender la teoría austiniana de los actos del habla, la clasificación obstaculiza más de lo que ayuda. Por ejem plo, Austin simplemente da por supuesto en su clasificación de las. condiciones de ejecución afortunada (v. la condición A (i)) que las acciones en que se producen significados son acciones convencionales. Esta idea, pese a lo difundida que se halla entre filósofos contemporáneos de muy diferentes orientaciones (Quine y Wittgenstein, como vimos, la suscribirían, pero también lo harían muchos filósofos franceses), no parece intuitivamente aceptable. No parece ser esencial a la existencia de actos de significación (de actos en que se presenta un cierto contenido con determinada fuerza ilocutiva) el que los mismos estén gobernados por convenciones. En el próximo capítulo justificaremos esta intuición a través del examen del programa de Grice. Pero la distinción entre fuerza ilocutiva y contenido proposicional que Austin estaba interesado en hacer, frente a los partidarios de la tesis contrapuesta, ya debe estar presente en esos casos de significado no regido por convenciones. Estos dos problemas (las dudas sobre el carácter convencional del significado que implica la clasificación de Austin, y la escasa capacidad de la clasificación austiniana de las condiciones de feliz ejecución para acomodar razonablemente las fuerzas ilocutivas lingüísticamente importantes) pueden llevar a poner en cuestión la tesis central de Austin, la teoría austiniana de ios actos del habla. A partir de ide-
as tomadas de Grice, en el próximo capítulo mostraremos cómo las dudas pueden resolverse de modo compatible con esa teoría. Resolverlas nos llevará a proponer una explicación de la fuerza ilocutiva alternativa a la de Austin, pero capaz igualmente de sustentar su tesis central —la necesaria presencia de elementos pragmáticos en el significado—. La célebre conclusión que Austin extrae de su investigación epitoma la teoría austiniana de los actos del habla: “El acto lingüístico total, en la situación lingüística total, constituye el único fenómeno real que, en última instancia, estamos tratando de elucidar” (Palabras y acciones, 196). Este “acto lingüístico total” tiene características que podemos y debemos abstraer con ciertos fines teóricos. Por ejemplo, tiene el conjunto de características a que Austin denomina “acto locutivo”, características que incluyen: (i) ciertas características sonoras (Austin se refiere a estos aspectos del acto locutivo como “acto fonético”), que la fonética y la fonología estudian en abstracción de otros aspectos; (ii) ciertas características morfológicas y gramaticales (a las que Austin se refiere con la expresión “acto fático”), que la sintaxis estudia en abstracción de otros aspectos, y (iii) ciertas características proposicional es, ciertas condiciones de,verdad (a las que Austin se refiere con la expresión “acto réti co”), que la semántica estudia haciendo abstracción de otros aspectos. Los filósofos tradicionales se han interesado exclusivamente por estas características, locutivas, del “acto lingüístico total, en la situación lingüística total”, particularmente por las del tercer tipo. Pero han olvidado con ello otros aspectos de ese “acto lingüístico total” no menos esenciales a él, a saber,, lo que Austin denomina “acto ilocutivo”. Tales características ilocutivas se centran en las condiciones de realización afortunada del tipo de acto lingüístico en cuestión. Tomar en consideración ese aspecto pragmático es importante no sólo en sí mismo, sino que es necesario para comprender correctamente la naturaleza del otro elemento, el contenido proposicional; pues la plausibilidad de la concepción que venimos denominando intemismo semántico desaparece por completo cuando tenemos a la vista una correcta comprensión del elemento pragmático. Son estas ideas las que trataremos de defender en lo sucesivo, aun a costa de abandonar muchas de las propuestas mediante las que Austin quería defenderlas. La elección del término ‘acto’ para referirse a lo que yo he llamado “aspectos” resulta en mi opinión un tanto extraña, aunque sin ninguna duda puede ser justificada. La extrañeza proviene de que cuando proferimos una expresión no hacemos, en rigor, más que una cosa; no llevamos a cabo una pluralidad de actos, fonético, fático, rético, ilocutivo. De ahí mi propia elección de términos como “características” o “aspectos”. Austin distingue, además de los actos locutivo e ilocutivo, el acto perlo cutivo , constituido por intenciones que bien pueden estar asociadas al “acto lingüístico total en la situación lingüística total”, pero que no cabe considerar esenciales desde el punto de vista lingüístico. Por ejemplo, bien puede ser la intención última del hablante al aseverar lo nefasto que un escritor está resultando para el armonioso desarrollo de su religión, en presencia de un fanático
seguidor de la misma, que el oyente liquide al peligroso sujeto, o al m e n i q u e el oyente resulte persuadido de que sería bueno que se le liquidase. Estas.inten^ ciones, como las intenciones constitutivas de las fuerza ilocutiva, y como todal las intenciones presentes en cualquier acción racional, pueden también especificarse en términos de “condiciones de realización afortunada”. : .j; Austin, sin embargo, no explica muy bien en qué consiste la diferencia entre actos ilocutivos y perlocutivos. La diferencia entre los aspectos ilocutivos y los aspectos perlocutivos del “acto lingüístico total” parece estar en que las primeros son esenciales para la existencia del acto lingüístico como tal acto lingüístico, mientras que los segundos no. Así, mi acto lingüístico, como tal, puede bien conseguir su pleno propósito (es decir, puede resultar plenamente afortunado qua acto lingüístico) aunque el oyente no liquide al peligroso escritor, incluso aunque no resulte el oyente persuadido del peligro del mismo. Mientras que si, quizás porque no me oye bien, mi audiencia no forma al menos la creencia de que yo pienso que el escritor es peligroso, sí cabe decir que mi acción ha resultado fallida en sus aspectos propiamente lingüísticos. De ahí la elección de las preposiciones latinas “in” y “per” por Austin para referirse a los dos aspectos, /locutivo y perlocutivo del “acto lingüístico total en la situación lingüística total”. La fuerza ilocutiva está constituida por las intenciones típicamente presentes en un acto lingüístico, que son constitutivas de su naturaleza lingüística. El potencial perlocutivo está constituido por los propósitos constitutivos de otras intenciones que también pueden estar presentes, pero que no son esencialmente lingüísticas; son aquellos objetivos que el hablante puede esperar conseguir ¿z través de su acto lingüístico. Austin no quería que su insistencia en los aspectos ilocutivos del lenguaje llevase al error opuesto al de los filósofos tradicionales (prestar atención sólo a los aspectos locutivos), a saber, incluir aspectos perlocutivos en la elucidación de la naturaleza del lenguaje. Austin ofrece un criterio para distinguir el acto perlocutivo del ilocutivo. En general, los lenguajes naturales disponen de verbos mediante los cuales podemos hacer explícita la fuerza ilocutiva de una proferencia; así, como ya vimos, para dar una orden podemos decir ‘yo te ordeno que cierres la puerta’, en lugar de ‘¡cierra la puerta!’. Como dije antes, este es el hecho que invocan los partidarios de la teoría proposicionalista de los actos del habla para oponerse a la teoría austiniana; pues el primer enunciado tiene la forma de una aseveración. Austin, por su parte, sostiene que, aunque los verbos para expresar la fuerza tienen un uso propiamente aseverativo (por ejemplo, en ‘yo te ordené que cerraras la puerta’, o si digo ‘yo te ordeno que cierres la puerta’, pongamos por caso, después de anunciar: ‘imagínate esta situación: Juan te ordena que cierres la puerta, y luego, ...’), en el uso antes indicado no son aseveraciones sino mandatos: son mandatos explícitos. Ese uso se puede distinguir porque se puede colocar ‘en virtud de este acto’ o ‘por este acto’ (‘hereby’) después del verbo en primera persona: ‘yo te ordeno, en virtud de sste acto, que cierres la puerta’. Sea lo que fuere de esta tesis de Austin (ya anuncié que en mi opinión es falsa, y así lo argumentaré al final del capítulo), el criterio
sirve para distinguir los efectos perlocutivos de los ilocutivos. En el primer caso, el enunciado en que pretendemos hacerlos explícitos resulta desafortunado: ‘yo, por este acto, te persuado de que tal escritor debe ser liquidado’. Pese a que, indudablemente, el criterio parece dar lugar a una distinción que somos capaces de reconocer, hay aquí una tercera dificultad para las pro puestas específicas de Austin. Austin insiste en que, para la realización afortunada de un acto lingüístico, debe producirse una cierta “recepción” del mismo en la audiencia, y lo ejemplifica con el caso de las apuestas: para que se realice felizmente una apuesta es necesario que la audiencia la “tome” o “acepte”. (Todos los términos entre comillas pretenden traducir el término de Austin, ‘uptake’.) Según la teoría austiniana de los actos del habla, la “recepción” por la audiencia debe producirse también en el caso de los más centrales actos lingüísticos: órdenes, promesas, preguntas y aseveraciones. La afortunada realización de los mandatos, por ejemplo, requiere que se “reciban” satisfactoriamente por la audiencia; algo similar cabe decir de promesas, asertos, preguntas, etc. Por ello, como las discusiones a que este tema ha dado lugar ponen de manifiesto, seria necesario disponer, más que de un criterio, de una definición precisa que permita distinguir los efectos en la audiencia puramente pe rlocutivos, no esenciales para la identificación del acto lingüístico, de los que sí lo son. De hecho, los defensores de la teoría proposicionalista de los actos del habla, como Searle, mantienen que todos los efectos en la audiencia, excepto quizás el de “comprender”, son igualmente “perlocutivos” no siendo precisa ninguna recepción por parte de la audiencia otra que la comprensión para que se produzca la ejecución feliz de un acto del habla. Desde el punto de vista austiniano, esto es una confusión; pero Austin no nos da ningún principio que nos permita justificar que lo es. Su distinción entre efectos perlocutivos y efectos ilocutivos se apoya en la intuición de que'algunos efectos son lingüísticamente esenciales y otros accidentales; pero los partidarios de los puntos de vista que él trataba de combatir tienen intuiciones diferentes. El examen.de las ideas de Grice en el próximo capítulo, aquí como en el caso de las dificultades antes notadas, nos ayudará a clarificar la cuestión.
3. Significados no literales Concluiremos este examen de cuestiones pragmáticas presentando la teo: ría de Grice de las “implicaturas conversacionales”, y de modo más general una concepción de los significados no literales propuesta por Grice en “Lógica y conversación”. Intuitivamente hablando, se ve fácilmente que, en muchas ocasiones, los hablantes consiguen dar a sus palabras, en virtud del contexto en que hacen uso de ellas, significados que las palabras literalmente no tienen. Consideremos el siguiente ejemplo, que usaré a lo largo de esta sección. Begoña, quien tiene ciertas inclinaciones feministas, conduce el coche y yo la acompaño. Nos precede otro vehículo. El vehículo que nos precede realiza todo tipo de manió
bras desafortunadas,, de esas que exasperan a los otros conductores. Finalméñ te Begoña encuentra la ocasión de adelantarle; al hacerlo, ambos miramos: con curiosidad malsana al conductor del otro vehículo —quizás tratando de encontrar en su rostro signos inequívocos de incompetencia—. El conductor resulta ser una mujer. Entonces Begoña dice: “¡Vaya, un coche blanco tema que ser!”. En esta situación, están claras dos cosas: una, que con esas palabras Begoña me ha querido decir algo así como esto: “No trates de explicar su incompetencia diciendo que es una mujer, porque esa explicación sería tan infundada como explicar su incompetencia apelando a que conduce un coche blanco: tan poca relación causal hay entre ser mujer y conducir mal como la hay entre con ducir un coche blanco y conducir mal ” Otra, que las palabras que de hecho usó, ‘¡Vaya, un coche blanco tenía que ser!' en absoluto significan, conven cionalmente, i<ú cosa.
En “Lógica y conversación”, Grice intenta establecer la existencia de esa distinción entre significado literal de las palabras, o convencional, y significa do no literal que el hablante da a sus palabras en un contexto de uso dado, que intuitivamente percibimos en un caso como éste. El procedimiento que Grice utiliza es éste: presuponiendo que las palabras tienen significados literales, o convencionales, muestra cómo, a partir de ese significado literal, y de otros ele mentos no reducibles a significados convencionales (elementos, como veremos, “pragmáticos”), se pueden obtener, por mecanismos que requieren esencialmente ambos elementos, los significados no literales. Conviene indicar el interés filosófico de la distinción de Grice, antes de examinar el desarrollo de su argumento. Si Grice tiene razón, hay entonces ai menos dos sentidos distintos en que las palabras “dicen” o “no dicen” algo, el literal y el no literal; y, presumiblemente, aquel que es filosóficamente interesante estudiar cuando se ofrece un análisis de un concepto es el primero. Pero, si no reparamos en la distinción/quizás podamos caer en el error de invocar hechos del segundo tipo para argumentar en favor o en contra de teorías sobre hechos del primer tipo. Por ejemplo (de aquí el título del artículo), cuando se dice que la semántica de las expresiones del lenguaje natural ‘y’, ‘o’, ‘no\ ‘si ... entonces’, ‘todos’, ‘algún’, etc., que corresponden a las “constantes lógicas” de los len‘V’, ‘3 ’, etc., es precisamente la semántica guajes lógicos ‘a ’, ‘v ’, de sus correlatos lógicos, presumiblemente se está sentando una tesis sobre los significados literales de esas expresiones. Esta tesis se acostumbra a poner en cuestión indicando hechos sobre lo que decimos y lo que no decimos relativamente a tales expresiones del lenguaje natural, que parecen incompatibles con el supuesto de que su semántica es la de sus correlatos lógicos; por ejemplo, hechos sobre la asimetría de ‘p y q’y ‘q y p ’ en ciertos casos (‘Juan enfermó, y se tomó una medicinaTJuan se tomó una medicina y se enfermó’), o, de modo más notorio/hechos sobre la necesaria existencia de una “relación entre los contenidos” del antecedente y el consecuente para la verdad del condicional. La observación de Grice es que estos hechos bien pueden tener que* ver con aspectos noliterales (cabe decir, aspectos pragmáticos) del uso. de las
expresiones. Es decir, aunque es verdad que no diríamos “si p, entonces q” cuando,no,hay relación entre antecedente y consecuente, la explicación puede tener que ver con aspectos no literales de “decir” y no con aspectos literales, convencionales. De hecho, Grice pensaba que ése era el caso, y así trató de establecerlo. Aquí tampoco entraremos en esa cuestión. Un segundo ejemplo lo constituyen algunos argumentos wittgensteinianos contra los “datos sensibles”. Los discípulos del segundo Wittgenstein —muy dados a invocar consideraciones sobre lo que diríamos y lo que no diríamos, dadas las ideas de su maestro en el sentido de que el significado es el uso— argumentan de ciertos modos característicos contra las conclusiones que los partidarios de las vivencias extraen en favor de la existencia de tales entidades a partir de los argumentos de las alucinaciones, etc. (III, §2). Aquí la observación wittgensteiniana es que, si alguien está teniendo una alucinación de una mancha roja, “no diríamos” que ve una mancha roja. (Como parece que habríamos de decir, si el partidario de los datos sensibles estuviera en lo cierto, y lo que directamente vemos tanto cuando tenemos una alucinación de rojo como cuando no la tenemos es una “idea” o dato sensible de rojo. La réplica de Grice es que, si bien ello es cierto, no se sigue directamente nada sobre el correcto análisis de la semántica, es decir, de los significados literales, de los términos de color. Es perfectamente posible que su semántica “literal” o convencional sea la que el partidario de los “qualia”, “ideas” o “datos sensibles” propone (algo es rojo si produce un dato sensible rojo en mí), y que, sin em bargo, “no diríamos” que algo es rojo cuando sabemos que nuestro estado es alu cinatorio —por razones que tienen que ver no con el significado literal de ‘rojo’ sino con el modo en que conviene usarlo en contextos como el indicado— . Veamos, pues, cuáles son los elementos que contribuyen a la determinación del significado no literal de las expresiones, según Grice..O, mejor dicho, veamos algunos de esos elementos: los que intervienen en el fenómeno de significación no literal mejor estudiado por Grice, al que él se refiere como “implicaturas conversacionales”. Eso será suficiente para dar al lector una idea de cómo abordaría Grice el detalle de argumentaciones como las precedentes. ‘Implicatura’ es un neologismo castellano que introducimos para traducir el correspondiente neologismo inglés introducido por Grice. El propósito de Grice es utilizar un término relacionado con (el término inglés correspondiente a) “implicación”, y que sea sin embargo claramente distinto de éste. Se trata, por un lado, de sugerir que el significado literal de ‘¡Vaya, un coche blanco tenía que ser!’ está relacionado con lo que Begoña consigue decir con esa expresión en el contexto antes descrito de un modo análogo a como ese significado literal lo está con alguna de sus implicaciones lógicas. Y, por otro lado, de indicar que la relación entre el significado literal y la implicatura es distinta a la existente entre el significado literal y alguna de sus consecuencias lógicas. La analogía entre ambas relaciones reside en que las consecuencias lógicas de un enunciado se derivan mediante inferencias a partir de su significación literal, y lo mismo ocurre, como vamos a.ver, con las implicaturas que un hablante consigue transmitir en un contexto dado: se derivan mediante una
inferencia a partir del significado literal del enunciado. La diferencia consiste en que la derivación de las consecuencias lógicas de un enunciado sólo/ requiere tomar en consideración su significado literal, mientras que la derivacióri de una implicatura requiere esencialmente utilizar elementos no convencionales, concernientes al contexto de uso. Veamos los elementos generales que explican la posibilidad de los significados no literales, particularmente de las implicaturas conversacionales. Los intercambios lingüísticos son acciones racionales dirigidas por ciertas intencio nes comunicativas (este concepto se elucidará con detalle en el próximo capítulo). Llamemos conversaciones a tales intercambios en general. Las conversaciones son procesos constituidos por acciones racionales en que toman parte al menos dos individuos movidos por intereses cooperativos, corno por ejemplo los que mueven a los miembros de un equipo qué practica una intervención quirúrgica. El objetivo común está consitituido por un cierto “intererés mutuo en la comunicación”: impartir información que de otro modo hubiese quedado limitada al servicio de un individuo, cuando el hecho de que la posean otros puede ser beneficioso también para aquel que la poseía en primer lugar; distribuir racionalmente actividades, encaminadas a conseguir un objetivo común, etc. Convenimos con un posible objetor en que hay un alto grado de idealización aquí; ciertamente, muchas conversaciones (quizás la mayoría) no tienen ninguna de esas funciones, sino una cierta “función fática”: “hablar por ha blar”. Pero parece razonable creer que los que comentamos son los casos bási cos , aquellos que sostienen la práctica de las conversaciones. Pues bien, cuando varios individuos se suman a colaborar en una tarea que exige cooperación, por el mero hecho de hacerlo, albergan ciertas expectativas los unos respecto de los otros sobre lo que es razonable y lo que no es razonable hacer. Dado el objetivo común de la acción cooperativa, los participantes están justificados al esperar que los otros no lleven a cabo “movimientos” que cualquier ser racional con el conocimiento que se supone comparten podría ver que están manifiestamente alejados de la consecución del objetivo común. Estas expectativas pueden formularse mediante “máximas”. Dado el objetivo común que persiguen los participantes en una conversación, se puede formular una máxima genérica que es conocimiento mutuo entre los participantes en cualquier conversación: todos la conocen, conocen que los otros la conocen, conocen que los otros conocen que ellos la conocen, etc. A esta máxima genérica le denomina Grice “Principio Cooperativo”, y la formula así: “Haga usted su contribución a la conversación tal y como lo exige, en el estadio en que tenga lugar, el propósito o la dirección del intercambio que usted sostenga.” Todas ellas, como queda dicho, enuncian normas a las que los participantes en una conversación, dado el objetivo cooperativo que persiguen, tienen derecho a esperar que todos los participantes se atengan. Por su carácter genérico, la máxima resulta poco útil para el fin que queremos darle. Por eso conviene detallarla algo más; Grice lo hace subdividién dola en varias submáximas, que clasifica, remedando a Kant, como máximas de “cantidad”, “cualidad”, “relación” y “modo”. Remito al lector al artículo
para su detalle; aquí me limito a mencionar las más relevantes. Entre las máximas de cantidad se encuentra la que dice “haga usted una contribución tan informativa como sea necesario”; entre las de cualidad, “no diga lo que crea falso”, y “no diga aquello sobre lo que no tiene los datos apropiados para pensar que es verdadero”; entre las de relación, “sea pertinente”; entre las de modo, la supermáxima “sea perspicuo”, y sus detalles “evite la innecesaria oscuridad”, “ evite la innecesaria ambigüedad”, “evite la innecesaria prolijidad”, “proceda de modo ordenado”. Obviamente, estas máximas no son respetadas en las conversaciones cotidianas; para empezar, pocas de esas conversaciones cotidianas están, como ya advertimos, guiadas por el mutuo interés comunicativo. Se dice de Gottlob Frege, como muestra de un rasgo de carácter extraordinariamente fuera de lo común, que nunca hablaba de otra cosa que de aquello sobre lo que podía hacer aseveraciones suficientemente justificadas. (Esto se dice para provocar admiración, pero uno no puede dejar de pensar que el hombre debía de ser seguramente insufrible y sin duda muy aburrido.) Pero según lo hasta aquí dicho, tal curso de conducta no es más que el resultado de atenerse a lo que es de esperar de cualquier conversador racional (repárese en la segunda máxima de cualidad). Lo que sí parece razonable decir es que cuanto más se aproximan los fines desuna conversación a los “intereses comunicativos”, más es .de exigir la satisfacción de las máximas. Las máximas enuncian, en otras palabras, condiciones de feliz ejecución válidas para las conversaciones en general, que .se derivan del hecho de que en las conversaciones se echa mano de recursos (signos) que convencionalmente se usan para la satisfacción de ciertos fines. ¡ En ocasiones, pues, los participantes en una conversación violan de hecho alguna de las máximas. Esto puede ocurrir de varios modos. Pueden violarlas de modo no manifiesto] por ejemplo, alguien repite algo que se acaba de decir, sin dar ninguna indicación de que ha oído perfectamente lo dicho antes. En ese caso provocarán confusión en. su audiencia. O bien pueden anunciar explícitamente que no se atienen a las máximas, que por alguna razón han dejado de sentirse regidos por el objetivo común que guía la conversación. Así lo hace quien dice o da a entender “no puedo decir más;, mis labios están sellados”, en una ocasión en que manifiestamente dispone de información pertinente para el curso de la conversación. En ese caso, los demás entienden simplemente que tiene otros fines que coloca por encima de las máximas conversacionales, por la razón que sea, justificadamente o no. Una tercera posibilidad es que se viole una máxima, porque ése es el único modo de no violar otra (por ejemplo, no aseverar algo que sería perfectamente pertinente, porque no se tiene buena justificación para ello). Pero existe una cuarta posibilidad, que es la que nos interesa aquí. Esta cuarta posibilidad es la siguiente: que alguno de los participantes, supuesto que sus palabras se toman como usadas con el significado que convencionalmente tienen, viola manifiestamente una máxima, sin que exista para ello ninguna explicación del tipo de las que hemos considerado en los otros tres casos: conflicto con otras máximas, inadvertencia, conflicto con
otros fines. Estos son los casos que, según Grice, generan las implicaturas conversacionales. La implicatura se obtiene como una interpretación de las palabras del hablante, posible a partir del significado literal de las palabras y de otros elementos contextúales que son también conocimiento recíproco com partido por el hablante y su audiencia, que hace meramente aparente el conflicto con las máximas, eliminándolo así. El hablante razona como sigue: “Mi audiencia necesariamente advertirá que, si suponen que lo que quiero decir es lo que las palabras que uso literalmente dicen, habré violado manifiestamente tal máxima conversacional. Pero la existencia de esas máximas es conocimiento mutuo entre nosotros: yo las conozco y ellos también, yo sé que ellos las conocen, ellos saben que yo las conozco, que ellos saben que yo sé que ellos las conocen, etc.; y yo voy a hacer que ño tengan ninguna explicación satisfactoria de mi actitud, atribuyéndome inadvertencia, fines contrapuestos al cumplimiento de las máximas, etc. Por tanto, lo que harán será buscar una explicación alternativa de lo que en realidad quiero decir, que elimine el conflicto; y, dados tales y cuales elementos contextúales, el único significado no literal que es razonable atribuirme es ... La audiencia, si todo va bien, reproduce el razonamiento que se espera de ella. En estas circunstancias, lo que está en lugar de los puntos suspensivos es la implicatura conversacional, el significado no literal que en esta ocasión de uso el hablante consigue, dar a sus palabras. La idea de Grice es, en resumidas cuentas, que una implicatura conversacional es un significado distinto al convencional que el hablante intenta transmitir con sus palabras, basándose para hacerlo en que la hipótesis de que eso es lo que está haciendo es el único supuesto razonable que permitiría convertir en meramente aparente el conflicto con las máximas conversacionales; mientras que la hipótesis alternativa y más natural de que está dando a sus palabras el significado que convencionalmente tienen provoca un conflicto inexplicable con las máximas de la conversación, Grice denomina “derivar” una implicatura a reproducir paso a paso el razonamiento detallado según el esquema anterior que permite obtener, en un contexto de uso dado, la implicatura conversacional. El criterio fundamental de que q es una implicatura conversacional de la expresión S usada por el hablante H es que q es deriva ble siguiendo el esquema. Grice insiste en que no se puede hablar de la existencia de una implicatura conversacional si la implicatura no es derivable. La derivación debe mostrar en detalle qué máximas se violarían si no se supusiera que el hablante quería en realidad dar a entender la implicatura, y cómo, dado el contexto, la implicatura es la única interpretación razonable que haría el conflicto meramente aparente. Un caso muy habitual de implicatura es el que consigue un cierto hablante diciendo “Hoy Felipe no él mismo.” Derivémosla. Si suponemos que el hablante ha querido decir lo que las palabras convencionalmente significan, obtenemos que lo que ha querido decir es una contradicción manifiesta, pues pocas verdades lógicas son tan claras como que toda cosa es idéntica a sí misma. Por tanto, habría violado la primera máxima de cualidad; y no hay aquí
ninguna explicación de esta violación compatible con la racionalidad del hablante. Inferimos por consiguiente que debe querer decir otra cosa. Y lo que, en un contexto como el que el lector puede imaginar para esa afirmación, es más natural pensar que pueda quererse decir es que hoy Felipe no está ponien do por obra ciertos rasgos que le caracterizan, sino que se está comportan do como alguien a quien no le adornaran esos rasgos. Esto no es ninguna
contradicción, y es perfectamente pertinente en el curso de la conversación supuesta. Este ejemplo bien puede servir para ilustrar uno de los dos propósitos filosóficos que Grice perseguía al trazar la distinción entre significado literal y sig nificado no literal , y al construir esta teoría de las impligaturas conversacionales propósitos de que hablé al comienzo de esta sección. Pues bien puede verse después de este análisis cuán poco fundado sería utilizar ejemplos como el de la afirmación mencionada para concluir, como a veces se concluye a partir de ejemplos similares, que “la lógica de la identidad en el lenguaje natural no es la lógica de la identidad en los sistemas lógicos”. Antes bien: si el análisis anterior es correcto, podemos afirmar que el hablante consigue dar a sus pala bras el significado no literal que tienen precisam ente porque la lógica de la identidad en el lenguaje natural , al menos en lo que respecta a su necesaria reflexividad, es la misma que la del signo correlativo en los lenguajes lógicos. Aun a riesgo de resultar algo verbosos, derivemos para concluir la impli catura contenida en mi ejemplo inicial, las palabras de Begoña “¡Vaya, un coche blánco tenía que ser!”. (1) Las palabras en cuestión son, convencionalmente, una confirmación de que el color del coche adelantado es blanco. (2) Llevar a cabo ese acto del habla en este contexto constituye una violación de la tercera máxima, y seguramente también de la primera. (Las dudas conciernen a las sutilezas derivadas de las diferencias entre la aplicación de las máximas a aseveraciones —los actos del habla que Grice tenía particularmente en mente— y a otros tipos de actos del habla, como, en este caso, confirmaciones.) Pues, por ejemplo, no había aquí ninguna hipótesis sobre el color del coche implícita o explícitamente puesta en cuestión que confirmar con este nuevo caso particular. (3) En este tipo de situaciones, muchas personas hubiesen dicho algo así como ‘¡una mujer tenía que ser!’; y lo hubiesen hecho porque considerarían que toda situación en que alguien conduce muy mal es una situación a propósito para confirmar la hipótesis de que las mujeres conducen peor que los hom bres, que ellos consideran correcta pese a saberla cuestionada. (4) Begoña és el tipo de persona que piensa que esas hipótesis carecen de fundamento racional, y sólo se apoyan en eJ deseo de creer a ias mujeres inferiores a los hombres (o en algo aún peor). (5) Begoña tiene buenas razones para creer que yo sé (l)(5), y que sé que ella sabe que yo lo sé, etc. (6) Por tanto, con sus palabras en realidad ha llevado a cabo la siguiente advertencia : “No trates de explicar su incompetencia diciendo que es una
mujer, porque esa explicación sería tan infundada como explicar su ineompéé tencia apelando a que conduce un coche blanco: tan poca relación causal hay entre ser mujer y conducir mal como la hay entre conducir un coche blanco. y conducir m al!1 Supuesto lo cual, no ha violado ninguna máxima conversar cional. La derivabilidad es una condición necesaria de la existencia de una impli catura conversacional. Otra es la cancelabilidad: si q es una implicatura conversacional transmitida por el hablante con la oración S, entonces la conjunción de S y un enunciado que exprese la negación de q debe ser lógicamente consistente. Este criterio pretende distinguir implicaturas conversacionales de implicaciones lógicas.5 Las implicaciones lógicas no son cancelables, naturalmente; porque “algo es de algún color” es una implicación lógica de “el coche es blanco”, la conjunción “el coche es blanco y no es el caso que algo sea de algún color” es lógicamente inconsistente. Como advertí anteriormente, existen analogías entre implicaturas e implicaciones (ambas se obtienen inferen cialmente), pero también existen diferencias. La diferencia fundamental es que las implicaciones lógicas de un enunciado dependen exclusivamente de su significado convencional; mientras que, como hemos visto, las implicaturas conversacionales de un enunciado dependen esencialmente de elementos pragmáticos, a saber: (i) las máximas que expresan los fines genéricos de los partici pantes de esas actividades racionales cooperativas que son las conversaciones, y (íi) información contextual no necesariamente lingüística. Es en virtud de esta dependencia respecto de elementos “pragmáticos” que las implicaturas son cancelables. El análisis del fenómeno de las implicaturas conversacionales por Grice tiene un gran atractivo. El lector habrá sospechado que en este marco teórico, con las herramientas proporcionadas por Grice, se puede llevar a cabo el análisis de muchos fenómenos ciertamente atractivos para todos los interesados en las “humanidades”: fenómenos como el chiste, la ironía, la metáfora, muchos elementos en fin de la crítica literaria, parecen a primera vista tratarse de manifestaciones de la significación no literal. Ese atractivo, empero, no debería hacernos olvidar la lección principal del anáfisis de Grice, que no es otra que la de la autonomía de la semántica respecto de la pragmática. Pues, como hemos tenido oportunidad de subrayar, el análisis griceano de las implicaturas presupone la existencia independiente de los significados convencionales. Es
5. Y también de lo que Grice llamaba implicaturas convencionales, un fenómeno nunca bien definido pero que parece aproximarse, a juzgar por los ejemplos que Grice proporciona, al fenómeno de las pr es u po si ci on es . Si. q expresa una presuposición de p (por ejemplo, que Alberto golpeaba a su mujer anteriormente, en el caso de ‘Alberto ha dejado de golpear a su mujer’, o que hay un único rey de Francia, en el ca s o de ‘el rey de Francia es calvo', según la teoría de las descripciones definidas de Strawson), entonces, según los teóricos del fenómeno, si bien p implica q, q no es pane de lo que p, semánticamente, “dice”. En esto las presuposiciones se parecen a las implicaturas: no son implicaciones lógicas del contenido de la proposición que las conlleva. Pero, a diferencia de las implicaturas, las pre suposiciones están semánticamente determinadas. Por eso, como las implicaciones lógicas, y a diferencia en esto de las implicaturas conversacionales, no son cancelables. ‘Alberto ha dejado de golpear a su mujer, y no es el caso que la golpeara antes’ y ‘el rey de Francia es calvo, y no hay un único rey de Francia’ son tan impropios como una con tradicción se ns u str ic to .
bien cierto que, como sostuviera Austin, “el acto lingüístico total, en la situación lingüística total, constituye el único fenóm eno real que, en última instancia, estamos tratando de elucidar.” Pero eso no invalida una tesis quizás cercana a la que los lingüistas designan como “la autonomía de la sintaxis respecto de la semántica”. La tesis en cuestión, en una versión simplista, sostendría que los aspectos sintácticos de los “actos lingüísticos totales” son independiente de sus aspectos semánticos. Una justificación para esto está en la convencionalidad de la sintaxis: diversas sintaxis (no digamos ya diversas fonologías, etc.) hubiesen servido en principio de vehículos para la transmisión de los mismos significados (de los mismos “actos del habla”, combinaciones de fuerza y contenido). Análogamente, lo que la tesis de la autonomía de la semántica respecto de la pragmática sostiene es que los aspectos semánticos convencionales del “acto lingüístico total” (la fuerza ilocutiva y el contenido proposicional con vencionalmente asociados con las expresiones) son independientes de los aspectos “pragmáticos” (la ñierza ilocutiva y el contenido que el hablante consigue dar en la ocasión concreta de uso a sus palabras), sea el que convencionalmente tienen o sea uno creado por él, mediante mecanismos como los que acabamos de estudiar. Jim Higginbotham hizo en cierta ocasión una observación inteligente en favor de la autonomía de la semántica respecto de la pragmática. Existen infinidad de ejemplos de oraciones que, convencionalmente, admiten ciertos significados con la siguiente peculiaridad: aunque, con paciencia e imaginación, se puede convencer a cualquier hablante competente de que esas oraciones tienen convencionalmente ese significado, por sí solos nunca hubieran reparado en ello. Nunca hubieran reparado en ello porque, “pragmáticamente” (es decir, atendiendo a todos esos factores, por ejemplo conversacionales, que hacen de esperar que la gente diga ciertas cosas en ciertos contextos y no otras), esas oraciones nunca o casi nunca podrían haber sido proferidas con esos significar dos. Mas, como decía, los tienen . Un ejemplo (como digo, entre infinidades): además del significado que el hablante inferirá, la oración ‘me llevé el cesto que contenía la merluza’ tiene (convencionalmente) este significado: me llevé un cesto que había estado contenido en una merluza. (Compárese la oración con ésta, en que el significado correspondiente se obtiene “a la primera”, igualmente por razones pragmáticas: ‘me llevé la caja que contenía el coche’.) En relación con esto examinaré para concluir dos problemas muy debatidos. Parece razonable pensar que existen indicadores convencionales de algunas fuerzas ilocutivas, al menos de las más fundamentales para explicar la institución del lenguaje: informes, aseveraciones, órdenes, preguntas, promesas, etc. Los indicadores obvios son los llamados “modos”: indicativo, imperativo, interrogativo, etc. Sin embargo, es un hecho manifiesto sobre el uso que hacemos del lenguaje el que, en muchas ocasiones, los modos en cuestión se usan para llevar a cabo actos del habla distintos de los asociados convencionalmente con ellos. ‘¿Puedes pasarme la sal?’ o ‘la sal está a tu lado’ no son, típicamente, una pregunta o una aseveración, sino una petición o un mandato. ‘Des pués de responder a la primera pregunta, responderéis a la tercera’ no es tam
poco una aseveración predictiva, sino, de nuevo, una orden, etc. Se'dénbminav “actos del habla indifeetos,, a los casos de esta naturaleza. La discusión preces dente basta para que el lector dé por sí mismo con el modo de reconciliar l?a> hipótesis de la asociación convencional entre ciertos recursos sintácticos y cier^ tas fuerzas ilocutivas y los hechos sobre ios actos del habla indirectos: el mecanismo griceano de las implicaturas conversacionales es suficiente para ello. De hecho, el lector puede observar que el ejemplo que hemos discutido constituía uno de estos actos del habla indirectos: según la forma convencional de las palabras, la proferencia de Begoña era una confirmación , pero su acto era en realidad una advertencia. Una razón para justificar esta afirmación es que un hablante competente sabe que ‘¿querrías pasarme la sal?’ es, convencionalmente, una pregunta, y ‘la sal está a tu lado’ una aseveración. Esto se ve porque somos capaces de responder, en una situación en que se profieren con la intención de hacer una petición, simplemente, ‘sí, nada me lo impide’, o ‘ya, lo advertí en cuanto me senté a la mesa’, respectivamente. (Para hacer una broma, o por cualquier otra razón.) En contra de la explicación griceana de los actos del habla indirectos, se hace notar la ubicuidad de estos fenómenos; ‘¿puedes pasarme la sal?’ es el mandato generalmente más apropiado en ciertos contextos. La respuesta a esto es que no se debe confundir generalidad con convencionalidad. Existen explicaciones naturales de por qué en muchas ocasiones damos una orden mediante una pregunta. Para que otro acepte nuestro deseo de que algo suceda como motivo para que él mismo lo lleve a efecto debe existir alguna relación entre ambos que justifique que “nuestros deseos sean órdenes” para él. Típicamente, se trata de una relación de autoridad. Ahora bien, es claro que en muchas ocasiones en que necesitamos que otros hagan algo que nosotros queremos que se lleve a cabo, no tenemos autoridad sobre él. Sería imperdonable que nos su pusiéramos implícitamente con ella, utilizando recursos convencionales sólo justificados cuando la relación se da, por más que se trate de los recursos convencionales que nos convendría utilizar en la situación. Hacemos entonces algo directamente menos comprometido, como preguntar a nuestra audiencia si tiene la capacidad de hacer lo que queremos que haga. (Esperando que, .como existe conocimiento mutuo de que tiene esa capacidad, y como él comprende mis dudas en cuanto a darle una orden directamente, aprecie qué es lo que en realidad quiero hacer.) Esta explicación es sumamente general, así que explica que, en muchas ocasiones distintas, hagamos peticiones indirectamente. Pero, por general que sea, el mecanismo no es aún uno convencional. Esto puede verse por la razón dada al final del párrafo anterior, seguimos entendiendo la pregunta como una pregunta. Ciertamente, la decisión sobre si un determinado significado regularmente asociado a una expresión constituye una implicatura conversacional genéri ca:, o es más bien uno de los significados que tiene convencionalmente esa expresión, no puede llevarse a cabo simplemente sobre la base de nuestras intuiciones. Tampoco son suficientes los criterios de la derivabilidad y de la cancelabilidad. Pues, si una oración S (‘vi a Juan junto al banco’) tiene,
convencionalmente, dos significados posibles, p y q, y en un contexto determinado lo natural es tomarla con el primero de ellos, entonces que p y no q es el significado expresado en ese contexto será probablemente derivable a partir de las máximas de la conversación. Y el hecho de que la oración S puede entenderse significando q garantizará que Sf y no es el caso que p, no sea contradictorio. La decisión, por tanto, ha de ser teórica. La explicación que daremos en el próximo capítulo de la naturaleza de las convenciones indica qué tipo de argumento hemos de ofrecer. Una convención es, como se verá, algo mucho más complicado que una mera regularidad. Supongamos que: (i) podemos explicar, mediante el mecanismo prágmatico descrito antes, cómo es que regularmente ‘¿puedes pasarme la sal?’ sirve para expresar la petición de que se pase la sal, sin apelar a otras convenciones que aquellas en virtud de las cuales la oración en cuestión expresa la petición de información sobre la capacidad de la audiencia de pasar la sal, mientras que, por contra,, (ii) no podemos explicar cómo la oración puede entenderse tam bién como una interrogación, sólo bajo la hipótesis de que tiene convencionalmente el sentido de una petición. Estos dos hechos proporcionan entonces una razón excelente para no atribuir a la oración otro significado convencional que el literal, por más que su significado literal la haga pragmáticamente inadecuada en general y por tanto infrecuente en el uso. La razón no es otra que una aplicación del principio de economía que se conoce como “la navaja de Occam”, que propugna no postular explicaciones que invocan mecanismos complejos, cuando disponemos de otras que invocan mecanismos más simples. Es el mismo principio en virtud del cual no encontramos razonable explicar cómo se mueven los planetas, atribuyéndoles la intención de cumplir con las leyes, de Newton. Esta discusión da lugar a una corrección a las tácticas de Austin (compatible con la aceptación de sus objetivos estratégicos). Un dato que el partidario de la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos utiliza, es, como se dijo antes, la posibilidad de hacer explícito el significado de cualquier profe renciaTincluida su fuerza ilocutiva, mediante una proferencia cuya forma es asertórica: así, en lugar de ‘¡cabo, haga limpiar las letrinas!’, podemos decir ‘yo le ordeno a usted, cabo, por el presente acto, que haga limpiar las letrinas’. Austin argumenta que este hecho no apoya la tesis proposicionalista, pues la segunda proferencia es un mandato tanto como la primera. De acuerdo con las consideraciones precedentes, sin embargo, parece razonable decir que, si bien, ciertamente, lo que el hablante pretende generalmente hacer mediante la segunda proferencia es un mandato y no una aseveración, esto es una impRca tura conversacional genérica y no el significado literal de las palabras que utiliza. Literalmente, las palabras que utiliza constituyen una aseveración. Pues, de otro modo, tendríamos que complicar nuestra semántica: no cabe duda alguna de que ‘yo le ordené a Vd., cabo, por aquel acto, que hiciese limpiar las letrinasV expresa una aseveración y no un mandato, de modo que tendríamos que clasificar las formas de expresión comunes a esta segunda proferencia y a la anterior como significando convencionalmente a veces una aseveración y a
veces un mandato. Y la complicación es innecesaria, pues podemos explicara través del mecanismo descrito por Grice cómo, generalmente, ‘yo le ordenóla usted, cabo, por el presente acto, que haga limpiar las letrinas’ se usa para, dar una orden y no para hacer una aseveración. Conceder al proposicionalista la victoria en esta batalla no es concederlela victoria final. Lo que hemos de pensar claramente es si el hecho de que et significado de una proferencia —incluida en el significado la fuerza ilocutiva— sea representable mediante una aseveración hace al significado proposicional. Basta enunciarlo, para ver que hay aquí un caso patente de la falacia de la expli citación (XI, § 5). La tesis austiniana es que un caso de significación no se agota en su contenido proposicional, sino que es también una acción; la fuerza ilocutiva especifica qué tipo de acción en particular es. Una explicitación teórica de significado, por otra parte, no tiene por qué poseer ella misma el mismo potencial práctico, por más acertada que sea. Antes bien; dado que una explicitación teórica será lingüística, si la tesis de Austin es correcta habrá de poseer, ella misma, algún potencial ilocutivo. Pero es absurdo esperar, o exigir, que su potencial ilocutivo sea el de aquello de lo que intenta ser una adecuada caracterización teórica. El potencial ilocutivo de una articulación teórica será, en general, el de las aseveraciones (explicaciones, etc.). Ese potencial no tiene que coincidir con el de aquellos actos de significación que persigue caracterizar, al igual como una caracterización teórica del conocimiento que permite ser un buen bailarín de tango no tiene por qué tener los mismos efectos prácticos que el conocimiento caracterizado.
4. Sumario y consejos para seguir leyendo En este capítulo hemos introducido algunos conceptos de teoría de la acción importantes para el estudio del lenguaje. Una acción, en la caracterización davidsoniana, es un acaecimiento causado por estados mentales (un estado doxástico y uno conativo, cuando menos) que lo racionalizan (§ 1). De acuerdo con la tesis central de Austin, la significación requiere no sólo un elemento proposicional (la representación de un acaecimiento que puede o no darse), sino también un elemento pragmático; representar es hacer algo. El tipo de acción representacional que se efectúa corresponde a la fuerza o potencial ilocutivo, y se puede describir indicando las circunstancias en que la acción representacional habría tenido éxito (§ 2). La atención a estos elementos pragmáticos indisolublemente vinculados a la representación permite comprender cómo se produce la significación noliteral: cómo los hablantes, supuesto el significado convencional de las expresiones, se las arreglan para darles, en contextos concretos de uso, significados que las expresiones no tienen convencionalmente (§ 3). Los trabajos centrales que conviene estudiar para desarrollar lo expuesto en este capítulo son los siguientes: Donald Davidson, “Acciones, razones y causas”, sobre los temas de filosofía de la acción de la primera sección. John
Austin, “Emisiones realizativas”;. John Searle, “Qué es un acto de habla?” y “Una taxonomía de los actos ilocucionariós”, y John Austin, Palabras y accio nes , sobre la tesis de Austin discutida en la segunda. H. Paul Grice, “Lógica y Conversación”; J. Searle, “Indirect Speech Acts”, y “Meaning, Communi cation, and Representation”, sobre los significados no literales tratados en la tercera.
C a p í t u l o XIV
EL PROGRAMA DE GRICE
En este capítulo final presentaremos el “programa de Grice”. Se trata de una concepción del lenguaje que comparte con la concepción mentalista la tesis de la prioridad del pensamiento sobre el lenguaje, pero que incorpora la atención a elementos normativos enfatizada por el segundo Wittgenstein en la forma discutida en el capítulo precedente.
1. El significado ocasional del hablante Hemos visto en el capítulo anterior cómo, de acuerdo con Austin, las expresiones lingüísticas tienen esencialmente una determinada fuerza ilocutiva. Las expresiones lingüísticas no sólo tienen características proposicionales, esto es, una capacidad para representar el mundo como siendo de un cierto modo. La concepción del lenguaje del Tractatus de Wittgenstein, o la de Locke, según la cual un lenguaje está constituido esencialmente por una conexión entre pala bras e ideas, evidencia el punto de vista al que se opone Austin. Las expresiones lingüísticas tienen esencialmente fuerza, porque son esencialmente entidades con las que se llevan a cabo ciertas acciones racionales; y su capacidad representacional debe ser entendida justamente en este marco. En la argumentación de Austin, este elemento esencialmente pragmático y no proporcional está vinculado, como vimos, al carácter convencional del lenguaje; pues el elemento pragmático se explica en términos de las condiciones de feliz ejecución, y, en su clasificación, la primera de ellas es que exista un procedimiento convencional. Ciertamente, las convenciones (repárese en convenciones no lingüísticas, como las que conciernen al modo de conducirse en la mesa o al vestido) gobiernan acciones racionales. Además, el concepto que queremos entender es el del significado lingüístico, y un lenguaje es, esencialmente, un sistema de convenciones. Sin embargo, hay aquí un problema, que ya se ha mencionado. Según algunos filósofos, la comprensión del significado en el marco de una teoría general de la acción racional no requiere necesariamente que las acciones en
que se producen significados estén gobernadas por convenciones: según ellos, no prestamos atención a los aspectos esenciales del significado cuando pensamos exclusivamente en acciones lingüísticas convencionales. Este es el punto de vista de Paul Grice. Su programa consiste en ofrecer primero una explicación de la naturaleza de los que él consideraba casos básicos de acciones en que se producen significados: aquellas que no son necesariamente parte de ninguna práctica convencional; y después extender esta explicación para dar cuenta de las prácticas lingüísticas convencionales. Grice se refiere al concepto que recoge el caso básico como “significado ocasional del hablante” o simplemente “significado del hablante”, dando así la idea de que se trata de casos en que un hablante utiliza una señal que no necesariamente tiene un uso convencional previo para decir algo, para llevar a cabo un determinado tipo de acto de significación. Por otra parte, Grice se refiere con “significado de la expresión” al concepto que recoge la extensión subsiguiente del análisis, dando a entender que en este caso ya son las palabras mismas las que, gracias a la existencia de convenciones, han adquirido un significado relativamente independiente del uso concreto a que los hablantes las someten. La prioridad del significado ocasiona! del hablante sobre el significado de las expresiones que se propone en el programa de Grice es una prioridad lógi ca o conceptual , no necesariamente una prioridad fáctica, temporal. No se postula que primero hubiese significado ocasional, y después convenciones lingüísticas; ésa es una hipótesis evolutiva discutible, y es en cualquier caso una especulación empírica y no una observación filosófica. Se trata de que puede haber significado no determinado por convenciones lingüísticas específicas. Necesitamos, pues, un concepto de significado tal que pueda haber significación sin convenciones significativas específicas que así lo determinen. Eso es lo que ofrece Grice, mediante su análisis del “significado ocasional del hablante”. Pero ya en estos casos está presente ese “elemento esencialmente pragmático”, la fuerza ilocutiva; de modo que una comprensión correcta de su naturaleza no puede conllevar la exigencia de que las fuerzas ilocutivas estén determinadas por convenciones. Por lo demás, son las fuerzas ilocutivas lin güísticas , las gobernadas por las convenciones que rigen los lenguajes naturales aquellas cuya naturaleza queremos comprender; el programa de Grice sostiene también que esta comprensión pasa por una previa elucidación de las fuerzas presentes en los casos de significación no necesariamente lingüística. Grice propuso una definición de significado ocasional del hablante en su artículo “Meaning” (1957), mediante tres condiciones, cada una de ellas necesaria y las tres conjuntamente suficientes. En un artículo posterior, “Las intenciones y el significado del hablante”, después de exponer la definición original, la modifica para replicar a una serie de objeciones posteriores, tanto a la suficiencia del análisis como a la necesidad. Posteriormente diré algo más sobre estas objeciones y las modificaciones de Grice en respuesta a ellas; sin embargo, para nuestros fines lo principal es la comprensión cabal de la definición original, y particularmente de la tercera condición, la condición característicamente griceana. Antes de enunciar las condiciones constitutivas del aná-
lisis de Grice será conveniente que expongamos el núcleo central del mismo; Grice piensa que la existencia de significación requiere sólo la existencia dé ciertos estados mentales, como los necesarios para dar cuenta de la acción racional; es decir, ciertas creencias y ciertos deseos. Su presencia permite distinguir los signos no naturales , en los términos de Grice, de signos naturales como pueda serlo el humo del fuego o los treinta y ocho círculos concéntricos en el tronco del árbol de los treinta y ocho años de vida del árbol. Los signos no naturales , a diferencia de los signos naturales, son acciones racionales. Son un cierto tipo de acción racional: acaecimientos causados y racionalizados por intenciones comunicativas ; acciones racionales el objetivo de cuyo agente es producir, a través de un procedimiento característico (al que denominaré “el procedimiento griceano”) otros estados mentales en su audiencia. Como se ha dicho antes, también en el caso de los signos no regidos por convenciones, debemos distinguir, como quería Austin, una fuerza y un contenido. En los casos básicos aquí tratados pueden discernirse dos tipos de fuerza ilocutiva, digamos la de signos a los que denominaremos peticiones y la de signos a los que denominaremos informes. La diferencia entre ellas depende de una diferencia en los objetivos del agente. Lo característico de la fuerza “infor macional” es que en los signos que la poseen el objetivo del agente es producir un estado doxástico en su audiencia, un juicio. Lo característico de la fuerza “petitoria” es que el objetivo del agente al producir los signos que la poseen es producir un estado conativo, una intención, en su audiencia. Ulteriormente, lo que el agente espera producir con una petición es una acción de su audiencia. Pero la acción en cuestión puede estar en el futuro lejano, con respecto al momento en que se emite el signo. Es más razonable, pues, decir que se trata de una intención lo que el hablante quiere producir con su signo. Ha de ser, eso sí, una intención y no un mero deseo. Deseamos muchas cosas para alcanzar las cuales, por diversas razones, no tenemos ninguna intención de hacer nada en absoluto. Una intención es un deseo para alcanzar el cual nos proponemos en firme hacer lo preciso cuando llegue el momento. En cuanto al contenido proposicional del signo (a diferencia de la fuerza), se trata del contenido del estado mental, creencia o deseo, que el agente intenta producir en su audiencia. En ambos casos, el de los signos petitorios y el de los signos informacio nales, lo que hace de la acción del agente la producción de un signo es, como se mencionó, que el agente pretende alcanzar su objetivo (la producción del estado mental de que se trate en la audiencia) a través de un cierto procedimiento, el “procedimiento griceano”. Tal procedimiento consiste fundamentalmente en un razonamiento que el agente espera que su audiencia lleve a cabo, un razonamiento que involucre esencialmente (como una de sus premisas) precisamente el reconocimiento por parte de la audiencia de la intención del agente de producir en él un cierto estado psíquico. Dicho brevemente, un signo es, según Grice, un acaecimiento que es una acción, por tanto el producto de ciertas intenciones; se distingue de otros acaecimientos que también son acciones en que las intenciones que explican los signos persiguen producir ciertos esta-
dos psíquicos en otros individuos —hablando en general, juicios o intenciones— ; pero eso no es todo, porque hay acciones cuyos resultados persiguen también producir estados psíquicos en otros individuos, juicios o intenciones, y, sin embargo, no son signos; lo verdaderamente distintivo de los signos es que el agente que los produce persigue que sea precisamente el reconocimiento por su audiencia de su intención de producir un cierto efecto psíquico en ellay lo que produzca racionalmente el efecto buscado. Esta descripción introductoria resultará a buen seguro un tanto opaca, si no paradójica; será conveniente examinar un ejemplo paradigmático de signo básico, no convencional, que se deja someter particularmente bien al análisis de Grice, antes de enunciar formalmente el análisis. Hace unos años, el incremento del tráfico en la autopista por la que suelo conducir comenzó a producir atascos antes desconocidos, y con ello situaciones peligrosas. Represéntese el lector esta situación: voy conduciendo por la autopista, a través de una zona por la que la velocidad media suele ser alta, cuando observo a unos metros ante mí los coches que me preceden com pletamente detenidos a causa de un atasco. Advierto que viene un coche tras de mí, a una velocidad, como la mía, alta, y comprendo que el conductor del mismo no puede observar el atasco, ni tampoco suponer que haya de haberlo. En esta situación, tengo un gran interés en que el conductor que me sucede forme un cierto juicio, a saber, que piense que voy a detener de inm ediato mi ve hículo completamente, jo rq u e si así lo piensa hará él lo propio, y evitaré que colisione contra mí. Empero, si me limito a frenar, es probable que cuando vea las luces de freno de mi coche encendidas piense que freno meramente para reducir la velocidad, ya que él no puede observar el atasco y estas situaciones han sido hasta ahora infrecuentes, y que cuando repare en que lo hago para detenerme completamente sea demasiado tarde. En estas circunstancias, un día alguien (de hecho, con toda seguridad mucha gente independientemente, y en muchas autopistas del mundo) dio con una buena idea: activar los cuatro intermitentes de su coche a la vez. Éste será nuestro signo. Repárese en que. acti var los cuatro intermitentes no significaba convencionalmente que el conductor que lo hacía iba a detener completamente su vehículo, al menos no lo significaba entonces. La función convencional de tal acción, según el código de la circulación, es la de indicar que un coche detenido en un lugar peligroso tiene algún problema. No estaba previsto en el código el uso de los cuatro intermitentes mientras se circula a gran velocidad por una autopista. Pues bien, en esa situación se cumplían las siguientes condiciones. Utilizaré ‘S’ (por “signo”) como abreviatura de la acción señaladora, que puede ser la emisión de sonidos, la inscripción de marcas escritas o cualquier otro tipo de actividad —como, en este caso, encender los cuatro intermitentes mientras se circula a alta velocidad y al tiempo que se frena— ; ‘H’ (por “/lablante”) para referirme al agente, y ‘A’ para referirme a su audiencia. (i)
H (yo, en este caso) quería producir un cierto estado mental en A, a saber, el juicio de que H iba a detener su vehículo.
(ii)
(iii)
H pensaba que llevar a cabo S (poner los cuatro intermitentes en m aíí cha) podía ser un medio para conseguir su objetivo, expresado en" (i)[ de producir una cierta opinión en A, la de que H iba a detener suvé^ hículo. idcd El plan de H para conseguir su objetivo expresado en (i) a través del medio expresado en (ii) es que A, a quien supone racional, lleve a cabo un pequeño razonamiento teórico, cuya conclusión será precisamente la verdad de la proposición que H quiere que A crea; y que, aceptando A la verdad de las premisas de su razonamiento, acepte también la conclusión, formando así el juicio que H quiere producir en él.
Un tanto verbosamente, el razonamiento que H planea que A lleve a cabo podría resumirse así: (a) (b)
(c)
(d)
(e)
El conductor que me precede ha puesto en marcha los cuatro intermitentes, mientras circula a gran velocidad por la autopista y al tiempo que pisa el freno. Tal acción no tiene ningún sentido contemplado en el código de circulación, e imagino que él lo sabe. Podría tratarse de algo que ha hecho “sin querer”. Otra posibilidad no despreciable, empero, es que se trate de una acción suya. En ese caso, es más que probable que sepa que hay otra persona detrás de él, yo en este caso, capaz de apreciar (a) y (b); así que el propósito de su acción puede ser precisamente producir en esa otra persona la perplejidad expresada en (a) y (b) y a través de ello un razonamiento como el que estoy iniciando. En tal caso, lo que debe estar intentando conseguir es algo como lo que los razonamientos producen, un juicio o una intención. Y en este contexto, dado lo que encender los cuatro intermitentes ordinariamente significa y dado que lo hace mientras frena, lo que está intentando conseguir es que yo me dé cuenta de que él quiere que yo juzgue que se dis pone de inmediato a detener completamente su vehículo; quiere, en otras palabras, que yo advierta su intención de hacerme sabedor de que va a detener su vehículo. La única razón sensata para que quiera que yo advierta su intención de que yo forme el juicio de que va a detener su vehículo, en este contexto, es que de hecho va a detener su vehículo, y quiere evitar una colisión (lo que está en su interés tanto como en el mío) haciendo que yo piense que va a hacerlo.
En este caso, suponemos que la fuerza del signo es informacional; el objetivo del hablante en tales casos es producir un juicio en su audiencia, y el “procedimiento griceano” para ello es un razonamiento teórico (con elementos deductivos e inductivos) por parte de la audiencia cuya conclusión es precisamente la proposición que se espera que la audiencia crea. El que la audiencia
lleve a cabo tal razonamiento produce precisamente el efecto deseado, a saber; la formación del juicio; pues la conclusión del argumento es la proposición que se espera que la audiencia juzgue. En nuestro ejemplo, la proposición que el hablante quiere que la audiencia crea aparece explícitamente en la conclusión (e) del argumento. Sin cambiar apenas el ejemplo podríamos haber ilustrado; el caso en que la fuerza del signo es petitoria y no informacionai. Lo distintivo en estos casos es que el estado mental que el hablante espera producir en la audiencia es una intención, en lugar de un juicio; y que el razonamiento a través del cual espera producirla es un razonamiento práctico , que como tal involucra en algún momento los deseos del razonador, la audiencia, y cuyo efecto no es producir un juicio sino una intención. Por ejemplo, podemos suponer que la función del signo de H (la activación de los cuatro intermitentes), en lugar de ser la de indicar a A que H va a detener su vehículo, es la de pedirle que detenga el suyo. En ese caso, las condiciones relevantes satisfechas en la situación serían: (i') (ii')
(ni*)
H (yo, en este caso) quería producir un cierto estado mental en A, a saber, la intención de detener su propio vehículo. H pensaba que llevar a cabo S (poner los cuatro intermitentes en marcha) podía ser un medio para conseguir su objetivo, expresado en (i), de producir una cierta intención en A, la de detener su propio vehículo. El plan de H para conseguir su objetivo expresado en (i) a través del medio expresado en (ii) es que A, a quien supone racional, lleve a cabo un pequeño razonamiento práctico, cuya conclusión será precisamente la bondad de la acción que H quiere que A trate de poner por obra; y que, aceptando A la verdad de las premisas teóricas de su razonamiento y la bondad de las premisas prácticas de su razonamiento, acepte tam bién la conclusión, formando así la intención que H quiere producir en él.
Las tres primeras premisas del razonamiento que H planea que A lleve a cabo son exactamente las antes; las diferencias se cifrarían en las dos siguientes y en la conclusión, que podrían resumirse así: (d')
(e')
En tal caso, lo que debe estar intentando conseguir es algo como lo que los razonamientos producen, juicios o intenciones. Y en este contexto, dado lo que encender los cuatro intermitentes ordinariamente significa y dado que lo hace mientras frena, lo que está intentando conseguir es que yo me dé cuenta de que él quiere que yo forme la intención de detener mi propio vehículo; quiere, en otras palabras, que yo advierta su deseo de que yo forme la intención de detener mi vehículo. La única razón sensata para que quiera que yo advierta su deseo de que yo forme la intención de detener mi vehículo, en este caso, es que él va a detener de inmediato completamente su vehículo, y quiere evitar
una colisión (lo que está en su interés tanto como en el mío);.haciendo; que yo detenga el mío. Pero evitar una colisión está, efectivamentetánri to en su interés como en el mío. Lo mejor que puedo hacer en esta situación es, pues, detener mi vehículo. La relativa indeterminación que manifiesta la posibilidad de interpretar un mismo signo como poseyendo fuerza informacional o fuerza petitoria no va en contra del análisis de Grice, sino que sólo expresa lo rudimentario del tipo de signos a los que su análisis básico se aplica de modo más claro. Ahora estamos en disposición de enunciar el análisis de Grice. El concepto que analizamos es “el signo (ocasional) total, en la. situación total de significación (ocasional)”; concedemos a Austin que, también en este caso no convencional, los signos tienen esencialmente un aspecto locutivo y un aspecto ilo cutivo. Es decir, al explicar el significado no analizamos meramente la noción de proposición , sino el contenido junto con la fuerza. Vamos a suponer que las únicas dos fuerzas que explicamos son la de los informes y la de las peticiones. Así, el concepto que analizamos es éste: “Mediante S, H (informa de/pide} que p a A”. Y éste es el análisis de Grice: Mediante S, H {informa de/pide] que p a A si y solamente si:
(1) (2) (3)
H cree que llevar a cabo S es un medio para producir {el juicio/la intención} de que p en A, y H quiere producir (el juicio/la intención} de que p en A, y H quiere que su intención de producir {el juicio/la intención} de que p en A sea reconocida por A, y H quiere que el reconocimiento por parte de A de su intención de producir en él (el juicio/la intención} de que p sea para A una razón, y no meramente una causa, para la satisfacción de su intención, es decir, para que A forme {el juicio/la intención} de que p.
La tesis de Grice es que cada una de las tres condiciones del analysans es necesaria, y juntamente son suficientes para el analysandum. Examinemos la justificación de esta tesis. La primera condición sirve para distinguir significado no natural de significado natural; para que haya significado no natural debe haber acción racional. Por ejemplo, un modo en que se puede producir en alguien el juicio de que yo encuentro indecente que me expliquen historias lúbricas es a través de mi violento enrojecimiento. Mi enrojecimiento, el presunto signo aquí, es un signo natural de mi encontrar indecente que me expliquen esas historias; pero, según Grice, no es un signo con las características de los signos lingüísticos. La justificación más interesante de la necesidad de la primera condición está en excluir estos signos: mi enrojecimiento no es un signo como lo son los signos lingüísticos, dice la primera condición, porque no es una acción mía, sino algo que me pasa. Otro modo en que puedo provocar en alguien el juicio de que yo encuen-
tro indecente que me expliquen historias lúbricas (y ésta sí es una acción racional mía) es mediantela colocación disimulada (es decir, sin que el otro advierta lo que hago) en algún lugar bien visible de una cartulina con un adagio sobre las virtudes de la castidad impreso en ella. Tampoco esto sería, intuitivamente, un signo que yo le hago a mi audiencia; al menos, no sería un signo tan pro totípico como lo es la activación de los cuatro intermitentes en el ejemplo anterior. Lo que lo excluye es la segunda condición: aunque yo pretendo producir con mi acción un estado mental en alguien, no quiero que esa intención mía sea reconocida por la persona en cuestión. La más importante justificación de la necesidad de la segunda condición, sin embargo, proviene, naturalmente, de su invocación en la tercera. Esta tercera condición es la más característica de la concepción del lenguaje de Grice. Lo que dice es que, para que quepa hablar de un signo, el hablante no debe querer que su intención sea satisfecha de cualquier modo, sino precisamente a través del “procedimiento griceano”, es decir, de un modo racional, mediante una argumentación teórica o práctica por parte de la audiencia, cuya conclusión conlleve la producción del efecto esperado, y una de cuyas premisas esenciales sea justamente el reconocimiento por parte de la audiencia de la intención significativa del hablante expresada en la segunda condición. En los dos ejem plos anteriores hemos reproducido ejemplos de “procedimientos griceanos”, de esos raciocinios a que se apela en la tercera condición. En ambos casos, la cuarta premisa —(d), (d')— contenía expresamente el reconocimiento por parte de la audiencia de la intención del hablante expresada en la segunda condición. Los ejemplos pretenden precisamente justificar la necesidad de la tercera condición, y poner de manifiesto el modo en que se pretende que funcione en la producción de significados, ilustrándolo con dos casos paradigmáticos de aplicación del “procedimiento griceano”. Grice justifica la necesidad de la tercera condición con ejemplos en los que, aunque el agente tiene la intención de producir un cierto suceso psíquico en la audiencia, y aunque quizás quiera también que su intención sea reconocida (o al menos no tiene ninguna razón para no quererlo), no puede querer que el reconocimiento de su intención sea una parte esencial de un proceso racional que lleve a su satisfacción porque existe un modo mucho más sim ple de satisfacerla. Su famoso ejemplo es el de Salomé presentando la cabeza del Bautista a Herodes. El presunto signo es la presentación de la cabeza; el presunto significado, la aseveración de la muerte del Bautista; y la razón de que la tercera condición no se cumpla, que es patente para Salomé la existencia de un razonamiento muy simple que llevará a Herodes a formar el juicio de que el Bautista ha muerto sin pasar en absoluto po r el reconocimiento de la inten ción de Salomé , a saber: “he aquí la cabeza del Bautista; si alguien no tiene la cabeza, ese alguien está muerto; por lo tanto, el Bautista ha muerto”. Salomé, pues, no puede (sensatamente) querer que el reconocimiento de su intención de que Herodes crea que el Bautista ha muerto juegue un papel esencial en la formación de esa creencia por parte de Herodes. Esta discusión es suficiente para poner de relieve lo esencial de los puntos
de vista de Grice sobre los casos básicos de significación ocasiona l41‘nonatural”:; En los casos prototípicos, un signo es el resultado de una acción racional llevas da a cabo por el agente con el fin de producir un juicio o una intención en otro' ser racional por el método de estimular en él un proceso racional que dé lugar, al juicio o a la intención precisamente a partir del reconocimiento del deseo ;dei agente: “éste quiere que yo advierta su deseo de que yo juzgue que p, y yo* así lo advierto; pero la única razón que puede existir en este caso para que quiera tal¡ cosa es que /?; por lo tanto, p es verdadera.” O: “Éste quiere que yo advierta: su deseo de que yo quiera que p\ pero la única razón que puede existir en este caso para que desee tal cosa es que hacer p es bueno para mí; por lo tanto, p es bueno.” Ésto es lo característico de lo que llamaremos intenciones comunicativas. En muchas ocasiones, cuando los seres racionales intentan producir estados mentales, juicios e intenciones, en otros seres racionales, sus intenciones son aviesas. El marido intenta que su esposa crea que tiene una amante —lo que dista de ser el caso— , para así depertar su interés poniéndola celosa, poniendo en su traje colonia femenina y cabellos de color distinto a los de ella. El jugador de poker desea que sus oponentes, creyendo que tiene una mano muy buena, formen la intención de pasar, porque de hecho no la tiene, y hace para ello gestos aparentemente inadvertidos de irreprimible alegría que les lleven a pensar que tiene una mano muy buena. Los juicios e intenciones que así desean producir son, como en este caso, falsos en el primer caso, y no particularmente buenos para las personas en que quieren producirlos en el segundo. Es característico de estos casos el que sus aviesos agentes no quieren que sus intencio nes sean reconocidas. En los casos prototípicos de significación, por otro lado, los hablantes esperan que sus intenciones de producir en sus audiencias ciertos estados psíquicos sean plenamente reconocidas, justamente porque esperan que sea tal reconocimiento el que lleve a la satisfacción de esas intenciones. Esto se explica, en último extremo, porque es un hecho sobre los seres humanos el que, en ciertas situaciones, la mejor razón que podemos tener para juzgar algo es que otro quiere que lo juzguemos, y la mejor razón que podemos tener para hacer algo es que otro quiere que lo hagamos. Las intenciones comunicativas explotan este hecho: se trata de intenciones en el sentido de que otro forme un cierto estado psíquico, que, a diferencia de otras (especialmente de intenciones “aviesas” como las descritas antes) se persigue satisfacer justamente en virtud de su reconocimiento. Un signo es, según el análisis de Grice, el resultado de una acción que se lleva a cabo con el fin de satisfacer intenciones comunicativas. Tal acción no tiene por qué estar gobernada por convenciones, aunque, como veremos en una sección posterior, la existencia de convenciones posibilita la eficiente realización de intenciones comunicativas sumamente refinadas.
2. Interludio metodológico, con algunas modificaciones Contra el análisis de significado ocasional de Grice se han ofrecido muchos contraejemplos; el lector encontrará los más interesantes, junto con las
propuestas al respecto de Grice, en su artículo “Las intenciones y el significado del hablante”. Los contraejemplos, curiosamente, conciernen tanto a la necesidad dealguna de las condiciones (son ejemplos presuntamente ilustrativos de que el análisis es demasiado exigente, que excluye casos que intuitivamente consideraríamos casos de significación) como a su suficiencia (es decir, se ofrecen ejemplos presuntamente ilustrativos de que el análisis es demasiado permisivo, que admite casos que intuitivamente consideraríamos casos en que no se ha producido significación). Esta situación pone de manifiesto, a mi juicio, algo sobre lo que Wittgenstein insistiera en las Investiga ciones Filosóficas', a saber, que conceptos como el de significado no se prestan directamente a un análisis en términos de condiciones necesarias juntamente suficientes. El paradigma de concepto que no se presta a este análisis ofrecido por Wittgenstein es el de parecido de familia. Tenemos la idea de que la noción de parecido entre los miembros de una determinada fa m ilia , los Habsburgo, por ejemplo, constituye un concepto suficientemente apropiado para su uso cotidiano: al menos, hay casos claros de aplicación y de no aplicación, y la distinción nos resulta conveniente. Sin embargo, si tratamos de enunciar explícitamente el contenido del concepto indicando una serie de propiedades comunes a todos los Habsburgo, es más que probable que sean tan genéricas en su conjunto como para que exista un individuo con todas esas características que, sin embargo, no se parece a los Habsburgo; de modo que la. conjunción de esas propiedades no será una condición suficiente. Por otro lado;si enunciamos propiedades lo suficientemente distintivas como para contar entre las que utilizamos intuitivamente al reconocer el parecido en cuestión {tener el cabello rubio), a buen seguro que daremos, para cada una de ellas, con un Habsburgo bien característico que no la tiene; de modo que ninguna constituirá una condición necesaria. ^Wittgenstein hace notar que los conceptos intuitivos de este tipo no parecen estar constituidos mediante condiciones necesarias juntamente suficientes, sino, más bien, por un prototipo (un caso concreto en que el concepto se aplica de modo paradigmático) y la vaga coletilla de que cualquier otro caso sufi cientemente parecido cae bajo el concepto. Cuando tratamos de analizar este tipo de conceptos, por consiguiente, nuestro objetivo primero debe ser determinar con precisión las características del prototipo, sabiendo que lo que caracterizamos es sólo eso, un prototipo; por tanto, podemos utilizar en la caracterización rasgos que no se dan en todos los casos en que intuitivamente aplicaríamos el concepto, en lugar de pretender incluir sólo rasgos comunes a todos los casos en que el concepto se aplica intuitivamente. Como parte de nuestra empresa filosófica, podemos ulteriormente—y en mi opinión debemos— construir en términos de condiciones necesarias y con juntamente suficientes un concepto más preciso a partir del concepto intuitivo. Como vimos en el capítulo XI, el propio Wittgenstein no pensaba así: la filosofía es “puramente descriptiva”, según él; esta segunda parte no tendría en su opinión ningún interés filosófico. Conviene aquí notar un aspecto del ejemplo de los parecidos de familia
que podría dar una plausibilidad espúrea a este punto de vista de Wittgensteiri; Otros conceptos intuitivos parecen estar también constituidos por la representa ción de un espécimen paradigmático y la coletilla “y cualquier otro como esto”; sin ir más lejos, los conceptos de animales, por ejemplo el de tigre. Pero hay una diferencia crucial entre parecido característico de los Habsburgo y tigre. En el primer caso, es razonable pensar que no hay nada más en aquello que con el concepto tratamos de recoger, que lo que el concepto mismo esta blece; no hay, en otras palabras, una realidad independiente del concepto que el concepto pretende “captar” —mejor o peor—, sino que lo que el concepto caracteriza “agota la realidad” en cuestión. En otras palabras, ‘parecido de familia' expresa un concepto ya intuitivamente adecuado para defender a pro pósito del mismo una tesis proyectivista (V, § 5); es el concepto de una pro piedad dependiente de la reacción. En el segundo, por contra, alguien con los puntos de vista realistas que a propósito de los géneros naturales presentamos en IV, § 3 no aceptaría que valga lo mismo. Según este realista, mediante el concepto intuitivo de tigre estamos tratando de “capturar” una realidad independiente de nuestro concepto; una realidad objetiva , en el sentido que venimos dando a esa expresión desde III, § 2, una realidad no constituida por nuestras respuestas. Dicho en otras palabras, mientras que la teoría de Locke para los términos de género natural, según la cual éstos designan esencias nominales, se aplica sin discusión a ‘parecido Habsburgo’, hace falta un poderoso argumento filosófico (un argumento verificacionísta como el de Locke) para concluir que se aplica también a ‘tigre’. Como vimos en IV, § 3, un argumento así está condenado a resultar cuando menos discutible. Como consecuencia de esto, mientras que la propuesta de ofrecer un concepto alternativo de parecido Habsburgo al concepto intuitivo, o está fuera de lugar, o puede tener tan sólo un mérito práctico, si el realista tiene razón, la propuesta de ofrecer una definición alternativa de ‘tigre’ (quizás en términos de condiciones necesarias conjuntamente suficientes, apelando por ejemplo al genoma de los tigres) ni está fuera de lugar, ni tiene por qué decidirse exclusivamente en términos de utilidad o falta de ella: una propuesta así puede justificarse teóricamente, sobre la base de que la nueva definición caracteriza de un modo más preciso la misma realidad que el concepto intuitivo pretendía recoger, su referencia. Quizás la caracterización intuitiva del prototipo, pese a ser una buena caracterización de los tigres en las circunstancias cotidianas en que aplicamos el concepto, no constituya un conjunto de condiciones bastante para ser un tigre. En tal caso, completar la definición intuitiva mediante condiciones adicionales —en modo alguno parte del concepto intuitivo— que nos permitan excluir a los tigres sólo aparentes, tiene un genuino interés teórico. Igualmente, desde el punto de vista realista cabe que las condiciones que caracterizan al prototipo no sean necesarias en un sentido mucho más radical que el ya contemplado al admitir que sólo caracterizan al prototi po; pues cabe que existan cosas que sean verdaderamente tigres, pese a ale jarse tanto del prototipo que ni siquiera la vaguedad de la coletilla ‘y cualquier cosa como esto’ admite recogerlas bajo el concepto intuitivo. En tal caso, es
preciso especificar qué hace que esas entidades sean tigres; hacerlo no es pro poner un nuevo y sui generis concepto de tigre. Es necesario insistir en que esta actitud parcialmente correctiva que sustenta el realismo es compatible con la admisión de que, restringido a su ámbito propio de aplicación, el concepto intuitivo es plenamente adecuado. Un realista razonable debe aceptar esto, no sea que los tigres acaben resultando por completo ajenos a aquello que nosotros, generalmente, venimos recogiendo con nuestro concepto tigre (resultando su realismo con ello uno fingido). En resumidas cuentas, la actitud que Wittgenstein recomienda (tratar toda propuesta de corrección de un concepto como algo a evaluar en términos puramente pragmáticos, y en todo caso alejado del objetivo filosófico primordial) está justificada con respecto a parecido Habsburgo, pero que lo esté también para tigre requiere que adoptemos un punto de vista filosófico controvertido, pese a que los conceptos intuitivos asociados están en ambos casos constitui dos por un prototipo.
Adoptar la actitud que Wittgenstein recomienda para los conceptos intuitivos que tratamos de analizar en filosofía requiere, por tanto, no sólo que se muestren constituidos por casos prototípicos, sino también que existan razones para considerarlos semejantes a parecido Habsburgo y no a tigre, en la conT cepción realista de este último concepto. Y es aquí que la invocación del ejem plo de los parecidos de familia puede dar una plausibilidad espúrea a la opinión de Wittgenstein, Pues podemos sentimos inclinados a pensar, sin reflexionar mucho sobre ello, que, sea lo que fuere respecto de tigre, los conceptos de interés filosófico son a buen seguro como parecido Habsburgo: Pero la cosa no es. tan clara; al menos, no debe ser decidida meramente a partir del poder de sugestión de una analogía, en ausencia de un examen concienzudo. Supongo que la razón que lleva a asimilar los conceptos que estudiamos en filosofía a parecido Habsburgo , más que a tigre, es su carácter “a priori”. Lamentablemente, cuáles sean exactamente las consecuencias de que un cierto conocimiento (en particular, un concepto) sea “a priori” no resulta muy claro, como no lo resulta la idea misma de conocimiento a priori. En particular (y en relación directa con nuestra discusión), no resulta nada claro que el que una creencia sea a priori conlleve inmediatamente que no tenga implicaciones tácticas, ni que no sea, por consiguiente, potencialmente recusable sobre la base de la adquisición de nueva información empírica —como la crítica de Quine y el propio Wittgenstein a la concepción tradicional del conocimiento a priori y de la filosofía misma que examinamos en capítulos anteriores pone de manifiesto. Considérese este ejemplo, concerniente a un concepto no menos a priori. Los números cardinales infinitos tienen las propiedad de que una subclase pro pia A con un número tal de elementos de una clase B puede tener el mismo número de elementos que la clase B. Esta propiedad ha parecido extremeda mente paradójica, incluso contradictoria, a muchos de lo que han pensado sobre estas cuestiones (se lo pareció a Duns Scoto y a Galileo, por ejemplo). Esto sugiere que es una condición componente del concepto intuitivo de número cardinal la idea de que, si A es una subclase propia de B, el numero cardi-
nal de A es menor que el de B. Tratar los números cardinales infiñitos:cóm¿í números requeriría entonces modificar ese concepto, abandonando la caracte' rística anterior como una condición necesaria de número cardinal. (Lo que:esr compatible con aceptar que, restringido el concepto de número cardinal a íosi” ámbitos finitos en que se aplica usualmente, la condición es en verdad nece^ saria.) Es preciso entonces proponer alguna condición suficiente de número cardinal , aplicable tanto a los números finitos como a los infinitos. Una condición así es la propuesta por Frege: dos clases tienen el mismo número si y solamente si existe una función biyectiva que relaciona los elementos de una con los de la otra. Ahora bien, prima fac ie al menos, las razones que se esgrimen para aceptar esta propuesta no son menos teóricas que las razones que se pueden esgrimir para defender una alternativa más precisa ai concepto intuitivo de tigre. Y, prima fa cie igualmente, la razón no tiene por qué ser tampoco que la condición de Frege es el “verdadero elemento esencial” del concepto intuitivo de número. Quizás el concepto intuitivo de número también esté constituido por algunos especímenes prototípicos (los primeros números cardinales finitos). Las analogías entre los conceptos de tigre y número que así se ponen de manifiesto están hasta cierto punto en consonancia con la “naturalización de la epistemología” que Quine propone. Pero lo están hasta cierto punto solamente. Pues mi propósito al traerlas a colación es prevenir no sólo el error de Wittgenstein, sino también uno contrapuesto al suyo, en que puede caerse como consecuencia de una reacción exagerada de rechazo a sus puntos de vista. Quine nos hace notar que no existen, entre las creencias “ordinarias” sobre los tigres que constituyen el concepto intuitivo de tigre, y las creencias “científicas” que darían lugar al concepto más preciso, la diferencia epistémica que la filosofía tradicional pretendía. Ambos conjuntos de creencias persiguen caracterizar, de modo general, una clase de entidades; ambos pueden igualmente revelarse inadecuados, a la luz de futuros resultados empíricos. Concediéndole esto a Quine, podemos sin embargo insistir —con Wittgenstein en esto— en que hay una diferencia entre las primeras y las segundas (que hace a las primeras “a priori”, aunque no en el sentido tradicional ya abandonado). Es difícil enunciar con precisión la naturaleza de esa diferencia, pero la idea es ésta: a menos que supongamos que las creencias ordinarias sobre los tigres que conforman el prototipo, pese a ser estrictamente falsas en su pretendida generalidad, caracterizan correctamente a los tigres en un cierto ámbito más restringido que el que presumían caracterizar, las creencias científicas carecerían a su vez de dominio de aplicación. Dicho de otro modo, la significación del término ‘tigre’ caracterizado mediante los resultados científicos depende de la significación del término caracterizado ordinariamente (y por tanto, de la verdad al menos parcial de las creencias que lo caracterizan), mientras que la conversa no es cierta. Esto equivale al rechazo del holismo quineano, por supuesto, pero parece razonable. Similarmente, la analogía entre ‘tigre’ y ‘número cardinal’ persigue conceder a Quine que no hay una diferencia cualitativa entre las creencias ordinarias constitutivas del concepto número cardinal y las cons-
titutivas del concepto tigre. Es, por consiguiente, posible corregir también uno de esos conceptos cuyo análisis interesa particularmente a la filosofía, y hacerlo por razones puramente teóricas en lugar de meramente sobre la base de consideraciones pragmáticas. Pero esto no implica, en ausencia de un buen argumento en favor del holismo quineano, que hayamos de confundir la empresa de analizar el concepto intuitivo con la empresa de proponer una alternativa más precisa. Rentengamos, en conclusión de este excursus por el páramo de la metodología filosófica, la idea de que debemos distinguir cuidadosamente dos facetas de la empresa filosófica, una puramente descriptiva, otra prescriptiva. La primera es, en el caso de los conceptos que así lo justifiquen, la caracterización del prototipo. La propuesta que hagamos en este sentido es decididamente evaluable en términos de verdad o falsedad; pero no puede establecerse la falsedad de una propuesta simplemente indicando que alguna característica no es necesaria —si para ello se utilizan ejemplos alejados de lo paradigmático, y ai eliminar la característica perdemos uno de los rasgos prototípicos— ; ni tam poco mostrando que la caracterización del prototipo no da una condición suficiente de aplicación del concepto, si los casos que así lo indican están alejados de ios casos regularmente presentes en el ámbito pretendido de aplicación del concepto, y para excluirlos debemos añadir condiciones que alejarían la propuesta de lo que, es razonable suponer, constituye el prototipo del concepto analizado. Ambos tipos de consideraciones, por otro lado, tienen su lugar apropiado en la segunda fase —pese a su carácter prescriptivo— en la medida en que nos convenzamos (de acuerdo con consideraciones como las precedentes sobre número cardinal) de que el concepto intuitivo estudiado es como tigre más que como parecido Habsburgo, y de que existen por consiguiente motivaciones teóricas que justifican la formulación de una alternativa más precisa al mismo. Naturalmente, Wittgenstein puede estar también parcialmente en lo cierto; la alternativa conceptual que propongamos puede concernir también a casos no resolubles en absoluto mediante consideraciones teóricas. La corrección de nuestra propuesta para tales casos, si es que existen, sólo puede ser evaluada en términos pragmáticos. En afortunada expresión de David Lewis, deben dejarse como “despojos para el vencedor”; es decir, debemos aceptar la estipulación que sobre ellos haga la construcción teórica que mejor recoja todas las consideraciones teóricas pertinentes. Como dije antes, que se hayan propuesto tanto objeciones a la necesidad como a la suficiencia de las condiciones en la definición original de Grice es a mi juicio un indicio de que el concepto intuitivo de significación (no natural) está realmente constituido por especímenes prototípicos, que las condiciones de la definición original de Grice caracterizan acertadamente. Compárense estos dos casos, en que un hablante H pretende producir una intención en otro, A. (i) H quiere que A, al llegar a casa, lave la ropa. Para ello deja el cesto con la ropa sucia en un lugar no habitual, adonde sólo H (en circunstancias normales) puede haberlo llevado, de modo que A se tropezará con él; (ii) H quiere que A —quien lleva media tediosa hora explicándole algo que no le
interesa en absoluto— le deje en paz; para ello, sabiendo que A es avaro y deshonesto, deja caer mientras pasean un billete de cinco mil pesetas, simulando que eso ocurre sin que él lo advierta, de modo que A lo vea claramente. La tesis de Grice sería que, mientras en (i) la acción de H es, prototípicamente, una señal a A que significa la petición de que A lave la ropa, en (ii) la acción de H no es, prototípicamente ai menos, una señal a A que significa la petición de que le deje pasear solo. La diferencia está, según la propuesta de Grice, en que, en (i), H quiere que A reconozca su intención de que A lave la ropa, y quiere que forme la intención de hacerlo a partir de tal reconocimiento. Mientras que, aunque en (ii) H también quiere producir en A una intención, la de dejar a H, su estrategia paraconseguirlo no pasa por que A reconozca su intención (sino más bien todo lo contrario). Similarmente, compárense estos dos casos en que H pretende producir un juicio en A. (i) H ha conocido que el resultado de unos análisis muy importantes para su salud ha sido positivo; A, con quien vive, está muy interesado en conocerlo también cuanto antes. Como H no estará en casa cuando A llegue, H deja, en un lugar bien visible al que no habría podido ir a parar (en circunstancias normales) sin la intervención de H, una copa de cava, (ii) H quiere que A, su jefe, con quien juega una partida de poker, le gane. Para ello, sabiendo que A recurre a cualquier cosa cuando se trata de ganar, ha simulado un gesto reflejo cada vez que ha tenido buenas manos. Ahora tiene una buena mano, y hace el gesto en cuestión, con la intención de que el jefe lo advierta, y, juzgando correctamente que H tiene una buena mano, no apueste. De nuevo, en los términos que he propuesto, la tesis de Grice sería que sólo en (i) es la acción de H, prototípicamente, una señal cuyo significado es la aseveración de que la prueba ha ido bien. La acción de H en (ii) no es, prototípicamente, una señal cuyo significado es la aseveración de que H tiene una buena mano, pese a que H tiene la intención de producir un juicio en A. La diferencia, según la propuesta griceana, está en que en (i), pero no en (ii), H desea que A forme el juicio en cuestión a partir del reconocimiento de su intención de producirlo. En los términos de la propuesta metodológica anterior, la discusión sobre el análisis de Grice concierne fundamentalmente a cómo legislar adecuadamente sobre los casos no paradigmáticos, y el carácter teórico de la disputa indica que la significación es un fenómeno objetivo no menos que los géneros naturales, un fenómeno cuya realidad no la agota la representación a priori que tenemos de eila (a diferencia de lo que ocurre con parecido Habsburgo). Naturalmente, para defender esta propuesta hay que justificar que, como yo vengo sosteniendo, la noción de intenciones comunicativas de Grice caracteriza los casos prototípicos de significación. Una parte de esta justificación ha de provenir de nuestras intuiciones al respecto, en el sentido de que los casos recogidos son realmente prototípicos, y los que suscitan dudas están realmente ale jados de ellos; este tipo de justificación ha sido aportado ya, y se darán otras indicaciones al respecto después. Otra, más teórica, requiere un contraste —como el que venimos ofreciendo a lo largo de todo este trabajo— con pro puestas teóricas alternativas, que ponga a la propuesta griceana en una posi-
ción favorable. La discusión suscitada por el análisis de Grice es muy interesante, y pone ulteriormente de relieve otros aspectos del análisis. Pero no tenemos aquí espacio para detenemos en ella; me limitaré a destacar dos aspectos del debate que sí son relevantes para nuestra discusión. Los contraejemplos a la necesidad de las condiciones se apoyan en casos en que intuitivamente diríamos que hay significación, pero no hay intuiciones comunicativas. Un caso de este tipo que se cita frecuentemente es el uso del lenguaje en el soliloquio (anotaciones en un diario de uso exclusivamente privado, etc.); no casualmente, se trata del caso favorito del filósofo impresionado por la concepción mentalista, como vimos en el capítulo sobre Locke. Obsérvese que estos ejemplos resultan particularmente plausibles cuando se consideran proferencias en un sistema de signos regido por convenciones, como un lenguaje público. (Aunque no es inconcebible en aboluto, como indicamos en el capítulo XI, un Robinson que lo es desde la infancia e inventa un lenguaje para su propio uso en soliloquios.) Algo similar ocurre con otro tipo de contraejemplos, consistentes en proferencias que no son informes en el sentido definido por Grice , pese a que, en el lenguaje, se presentan con la misma forma que convenciónalmente se utiliza para llevar a cabo informes. Un ejemplo de este tipo son las respuestas del alumno en un examen. En algunos de estos casos, el problema está en que el hablante (como en el caso del examen) no tiene ninguna intención de producir el juicio de que p en su audiencia, sino uno más complejo: el juicio de que él mismo (el hablante) juzga que p. En otros, lo que ocurre más bien es que el hablante, aunque quiere producir el juicio de que p y no meramente el de que él mismo juzga que p t no pretende hacerlo simplemente a través del reconocimiento de su intención (sino a través de la fuerza de sus argumentos, etc.). La mayoría de las proferencias contenidas en este libro son ejemplos de este último tipo. En algunos de estos casos, el hablante puede no preocuparse en absoluto de producir el juicio que asevera en la audiencia, o incluso pensar que no va a producirlo; en todos, no pretende producir el juicio a partir del reconocimiento de su intención. Nuestra línea general de réplica a estos contraejemplos se desarrollara en la última sección. La idea central será justamente que los presuntos contraejemplos son derivati vos\ en un sentido que se explicará. Los casos prototípicos de significación son aquellos analizados por Grice, en los que los signos están animados por intenciones comunicativas. Cualquier definición aceptable de la significación debe tomar en consideración los casos que hemos indicado; pero sería un error tomarlos en consideración con el fin de que la misma definición cubra a la vez los casos prototípicos y estos otros. Los contraejemplos a la suficiencia del análisis fuerzan a Grice a añadir, como ulteriores condiciones necesarias para que se dé significación lingüística, intenciones cada vez más complejamente anidadas; por ejemplo, que H debe querer también que su intención expresada en la tercera condición sea ella misma reconocida, y así sucesivamente. En último extremo, los contraejemplos a la suficiencia parecen llevar a exigir una condición de conocimiento recípro co compartido , o conocimiento mutuo , por parte del hablante y de su audien
cia, respecto de las intenciones del hablante. La idea de conocimiento recípro co compartido parece requerir, sin embargo, la posesión de un número infinito de estados mentales distintos. Pues se dice que x e y tienen conocimiento recíproco compartido de que p cuando ambos saben que p, * sabe que y sabe que p e y sabe que x sabe que p, x sabe que y sabe que x sabe que p e y sabe que x sabe que y sabe que p, etc. Y los contraejemplos a que me refería indican que ninguna de estas creencias es superflua, y que por consiguiente son cada una distinta de la inmediata anterior, menos compleja. Hay situaciones en que hay un hecho sobre Irene (por ejemplo, que Irene es cleptómana) que Pau no conoce. Hay situaciones en que Pau conoce este hecho sobre Irene, pero Irene no sabe que Pau lo conoce. Hay situaciones en que Pau conoce el hecho, e Irene sabe que lo conoce, pero Pau no sabe que Irene sabe que lo conoce. Y así sucesivamente. Existe conocimiento recíproco compartido entre Pau e Irene de que Irene es cleptómana cuando no están en ninguna de esas situaciones: Pau e Irene pueden mirarse a los ojos, sabiendo que los hechos relativos a la cleptomanía de Irene y a su conocimiento por uno y otro son transparentes para ambos. Las dificultades que la exigencia de conocimiento mutuo pueda ocasionar a una concepción griceana serán indicadas enseguida. Antes de examinarlas, quisiera hacer notar que una condición de conocimiento mutuo parece ser necesaria para explicar racionalmente cualquier acción que involucre la coordinación entre dos o más individuos. Supongamos que A y B se han citado en el lugar L y tiempo T. Sea p = la cita es en L en T. Llegada la ocasión de dirigirse a L, está claro que A no irá si no cree que B conoce el lugar y tiempo de la cita. Es decir, puesto que A se dirige a L, hemos de suponer rio sólo que A juzga que p , sino también que piensa que B sabe que p. Ahora bien, si A pensase que B no sabe que él, A, sabe también que p, concluiría que B no tendría razón alguna para ir, y no iría él mismo (A) en consecuencia. Por consiguiente, dado que A, como hemos dicho, se dirige a L con el tiempo suficiente para llegar en T, hemos de suponer que A piensa también que B sabe que él, A, sabe que p. Ahora bien, si A pensase que B rio cree que él, A, cree que B sabe tam bién que p, concluiría de nuevo que B, al juzgar que A no iba a tener razón suficiente para ir, na iría tampoco, y, por tanto, no iría él, A. Por consiguiente, puesto que va, .... Como no parece que haya ninguna razón para detener este regreso al infinito en un punto más que en otro, esto parece llevamos a postular conocimiento recíproco compartido incluso en un caso tan común como éste. Indiqué al comienzo del capítulo anterior que la invocación del programa de Grice para formular una “tercera vía” entre mentalismo cartesiano y con ductismo wittgensteiniano podía parecer sorprendente, en vista de que el programa parece estar más cerca de la primera posición que de la segunda. Quizás ahora pueda verse por qué. En la concepción griceana del lenguaje, como en la concepción lockeana, las características más notorias del lenguaje se heredan de características análogas de los pensamientos. Hemos comprobado cómo ello es así. La intencionalidad, el carácter representacional o contenido
de una proferencia proviene, en el análisis de Grice, del contenido de los estados mentales.que el hablante intenta promover en su audiencia. Y la fuerza ilocutiva de las proferencias (que hemos reducido a dos, la de las peticiones y la de;..los informes) proviene de una característica correspondiente del estado mental que el hablante intenta promover en la audiencia, a saber, que se trate de un estado doxástico o que se trate de uno conaúvo. La concepción griceana :del lenguaje, pues, no parece constituir una genuina alternativa a la concepción mentalista. Es, aparentemente, tan sólo una versión actualizada de la tradicional idea filosófica según la cual el lenguaje no es más que un vestido accidental del pensamiento: precisamente el punto de vista que ai comienzo de este libro elaboramos exponiendo las ideas de Locke. Lo que la hace “actuali zada” es el énfasis “moderno” que en ella se presta a la acción, a elementos pragmáticos. Por lo demás, incluso parece mucho menos susceptible que sus predecesores tradicionales de rendirse a los propósitos “naturalistas” que animan las concepciones conductistas del lenguaje de Wittgenstein y Quine. La causa de ello está en los elementos extremadamente intelectualistas que la imbuyen. En un artículo aparecido hace algún tiempo en Investigación y Ciencia ,l se ofrecía cierta evidencia empírica en favor de la existencia de un rudimentario sistema de comunicación en una especie de monos. Los monos de esa especie emiten tres tipos característicos de sonidos cuando advierten (o creen advertir) la presencia de un depredador de, respectivamente, tres tipos distintos: águila, leopardo, serpiente; y su audiencia adopta al oírlos conductas apro piadas para el tipo de depredador de que se trate, incluso aunque ellos mismos no posean datos independientes de la presencia del depredador. Intuitivamente, nos sentiríamos inclinados a decir aquí que las emisiones de cada uno de esos tipos de sonidos son emisiones de signos; pero resulta ridículo atribuir a los monos que los emiten las complejas intenciones griceanas necesarias para, de acuerdo con esa concepción, considerar realmente signos lingüísticos a las acciones en cuestión. La cosa aún resulta más ridicula cuando se toma en consideración la condición de “conocimiento mutuo” que, según dije unos párrafos más arriba, los contraejemplos a la suficiencia de la definición original parecen obligamos a incluir. Y no hace falta recurrir a los monos. ¿Es razona ble atribuir a un niño, de quien intuitivamente sí diríamos que emite signos, las complejas intenciones comunicativas griceanas? ¿Es razonable atribuírnoslas a nosotros mismos, dejando a un lado situaciones muy particulares? ¿Espera el lector cuando asevera algo o cuando solicita algo que su audiencia reproduzca uno de esos raciocinios a que denominamos antes “procesos griceanos”? Cuando nos hacemos estas preguntas, nos sentimos abocados a concluir que la concepción griceana del lenguaje es uno más de esos “sueños de la razón” que los filósofos, dados a sobreintelectualizar cuanto estudian, son tan proclives a pergeñar.
I.
“Mente y significado en los monos’', febrero 1993.
A mi juicio, interpretadas las exigencias griceanas de un cierto modo razonable, estas objeciones carecen de peso. Si parecen tenerlo, es (una vez más) porque se comete la falacia de la explicitación (XI, § 5). Dos observaciones son necesarias para hacer plausible esa respuesta. En primer lugar, es preciso evitar una confusión sobre la que ya he llamado la atención antes. La tesis de Grice es que el concepto de significado ocasional es lógicamente anterior al de significado convencional; que puede haber significado ocasional no regido por convenciones. De esto no se sigue que el significado ocasional sea anterior en el tiempo, filogenética u ontogenéticamente. Es decir, es compatible con el programa de Grice que tanto en la adquisición del lenguaje por parte de la especie como en la adquisición del lenguaje por parte del individuo sea anterior la capacidad de usar signos con alguna significación social. En segundo lugar, es preciso tener bien presente la distinción entre el conocimiento tácito que es preciso suponer a los seres racionales para explicar su conducta, y el conoci miento explícito que nuestros análisis permiten expresar en palabras. En el primer capítulo (I, § 4) trazamos una distinción entre conocimiento tácito y conocimiento explícito de, por ejemplo, el significado de una expresión. Esta distinción era esencial para entender en qué sentido una teoría lingüística, particularmente una teoría semántica, puede ser informativa. Ilustramos después intuitivamente la distinción con especial detalle, discutiendo diferentes teorías semánticas del funcionamiento de las citas y adoptando finalmente una a partir de la evidencia empírica disponible. Esta distinción es tam bién la clave para responder a las objeciones que se acaban de indicar. Ciertamente, resulta absurdo pensar que un ser humano normal recrea conscientemente las intenciones griceanas en las más cotidianas y habituales ocasiones en que profiere un signo; resulta particularmente ridículo pensar que el hablante se enuncia conscientemente el razonamiento que hemos denominado “proceso griceano”, ese razonamiento que según el análisis de Grice el hablante debe esperar de su audiencia. Resulta igualmente absurdo pensar que un ser humano normal razona conscientemente como se espera de él según el análisis de Grice, en las más cotidianas y habituales ocasiones en que inter preta un signo. En contadas ocasiones ocurre así (quizás haya sujetos particularmente gárrulos y pedantes que recreen conscientemente en algunos casos un razonamiento del tipo antes ilustrado como preludio a la emisión de un signo), y, además, hay buenas razones para pensar que una teoría del lenguaje que se pretenda “naturalizable” no puede hacer de esas ocasiones los casos fundamentales. No cabe esperar, cuando hablamos (se entiende aquí cuando emitimos signos no convencionales, como cuando activamos los cuatro intermitentes, sin que nadie antes lo haya hecho, para advertir de que nos vamos a detener), que nuestra audiencia reproduzca conscientemente el proceso griceano. Pero no todos los razonamientos son conscientes, ni tampoco todas las intenciones se formulan de un modo explícito; no usamos de hecho esas pala bras, ‘razonar’, ‘formar una intención’, ‘creer’, sólo para referimos a procesos conscientes explícitamente enunciados mediante palabras precisamente definidas. Pregúntese ahora el lector: si no cupiera esperar que la audiencia
fuese capaz de razonar como se describe en el “proceso griceano” en el sentido más genérico de ‘razonar’ (no necesariamente el de “razonar conscientemente”); si tuviésemos buenas razones para pensar que la capacidad de raciocinio de nuestra audiencia está severamente limitada, ¿emitiríamos aún el signo? Alternativamente, desde el punto de vista de la audiencia: si no pensásemos que el “hablante” alberga, al emitir el signo, “intenciones” griceanas, en el sentido genérico de “albergar intenciones” (no necesariamente el de “formularse conscientemente una intención”), ¿concluiríamos entonces que el hablante ha informado de que p, o pedido que p? Naturalmente, estas preguntas son retóricas; la respuesta esperada es “no”. Estas consideraciones no iluminan excesivamente la idea de “conocimiento tácito”, pero abundan en las razones que ya tenemos independientemente para no dudar de la existencia del fenómeno. Sugieren, además, que el conocimiento tácito es, en parte al menos, una cierta capacidad para inferir. Así, el conocimiento tácito que tenemos de la sintaxis y la semántica de nuestro. lenguaje es una capacidad para inferir, de manera racional, el significado de preferencias que nunca habíamos oído. En esos términos, podemos hacer la idea de conocimiento m utuo menos paradó jica de lo que inicialmente parece. Supongamos una situación en que un grupo de seres racionales poseen todos una cierta información /, saben todos que los demás poseen esa información, y saben que cualquier ser racional puede inferir, a partir de 7, que p. (En todos estos casos, tómese “poseer información” y “saber” en el sentido genérico que, como se ha apuntado, esas palabras de hecho tienen.) En esas circunstancias, uno cualquiera de ellos, A, sabe que p, pues él mismo es un ser racional; pero, además, tiene todo lo necesario para inferir que los otros saben que tanto como él; y también que los otros pueden saber esto mismo de él, como él lo sabe de cada uno de ellos; y así sucesivamente. Es decir, en estas circunstancias podemos suponer que p es conocimiento recíproco com partido entre los miembros del grupo, sin contemplar ni por un mom ento el absurdo de que nuestros sujetos tienen conscientemente “en mente” un número infinito de creencias. El conocimiento mutuo en cuestión es “tácito”: lo que tienen es la capacidad, en sí misma ilimitada (aunque limitada por condiciones psíquicas genéricas, como la capacidad de atención, etc.), de inferir las creencias que lo constituyen, a partir de dos juicios que sí es razonable suponer, si no en su posesión consciente y explícita, sí al menos fácilmente accesibles para ellos. Parece natural aplicar este esquema a los casos en que nos vemos llevados a suponer conocimiento mutuo, como en eJ caso de la cita entre A y B. A buen seguro, en un ejemplo como el anterior, A y B se han citado previamente, o existe entre ellos la costumbre de verse determinados días a cierta hora, etc. Cualquiera de estos hechos desempeñaría el papel de la información compartida / que permite a cada uno de ellos inferir la proposición que constituye conocimiento mutuo, así como que todos los demás la conocen, conocen que los demás la conocen, etc.
3. Convenciones lingüísticas El problema ahora es pasar de la explicación griceana del significado del hablante a la noción de significado convencional de las expresiones; y la primera dificultad es partir de una noción de convención que no presuponga el lenguaje. David Lewis ha ofrecido una explicación tal, en un marco griceano. La explicación de Lewis es preferible a las propuestas del propio Grice en su “Utte rer’s Meaning, Word’s Meaning and Intention”, a mi juicio, aunque la exposición que sigue incorpora también ideas de este artículo. Las convenciones, de acuerdo con el análisis de Lewis, son ciertas regularidades en la acción racional de una comunidad de individuos; son un cierto tipo de acciones racionales que surgen para satisfacer intereses que requieren coordinación entre las acciones de diversos individuos racionales. Las características más notables de estas regularidades en la acción racional que, según el análisis de Lewis, las hacen convencionales , son en primer lugar la existencia de conocimiento mutuo de la regularidad en la acción por parte de los miembros de la comunidad, y, en segundo, que este conocimiento mutuo (junto con la existencia de un cierto interés común) explica la preservación de la regularidad. Podríamos decir que las regularidades convencionales se autoperpetúan en virtud del conocimiento mutuo entre los que se atienen a ellas de que cada uno de ellos se atiene a ellas. Por ejemplo, los miembros de un cierto club se reúnen todos los miércoles a las nueve de la noche en una cierta cafetería. Es una convención entre los miembros de ese grupo ir a la cafetería X los miércoles a las 21 h. La convención es esa acción racional que se lleva a efecto regularmente entre los miembros de ese grupo. Es una convención no sólo porque es una conducta regular, sino porque es una acción racional que tiene ciertas características. Hay, en primer lugar, un objetivo <í>que cada miembro del grupo quiere alcanzar (en este caso, reunirse con los demás), y cada uno de ellos espera alcanzarlo ateniéndose a la convención, es decir, yendo los miércoles a las 21 horas a la cafetería X. Si cada uno espera alcanzarlo ateniéndose a la convención, es porque cree que ios demás también se atendrán a ella: es decir, cada miembro del grupo cree que los demás se atendrán a la convención, y esa creencia, junto con su objetivo común, le da una razón para atenerse él mismo a ella; y si confía en que ios demás se atengan a la convención es porque piensa que los otros, teniendo el mismo objetivo que él, y las mismas creencias que él, reproducirán su razonamiento. Cada miércoles, cada miembro se atiene a la regularidad porque quiere í> y cree que ios demás lo harán; cree que ios demás lo harán, porque cree que los demás también quieren O, y también creen que los demás (él en particular) lo harán; etc. De este modo, cada miércoles se produce un nuevo caso de conformidad con la convención; con io que —podríamos decir de un modo algo florido— ésta se preserva a sí misma. Además, la acción es relativamente '‘arbitraria”, como lo son las convenciones; es decir, otras regularidades (quedar en otro lugar, por ejemplo) podrían haber servido al mismo fin, con tal de que hubiese existido la misma coordinación.
Obsérvese que la “convergencia” en las acciones de los miembros del gru po que instituye la convención (y les da razones para mantenerla) puede haberse producidoa través de un acuerdo lingüístico, pero puede también haberse producido “por casualidad”. Quizás la primera vez habían decidido verse, ha bían olvidado ¡fijar el lugar y la hora, y/casualmente, se encontraron en la cafetería X a las nueve. Quizás la semana siguiente ocurrió lo mismo, acordaron verse, olvidaron fijar el lugar y la hora al hacerlo, y entonces cada uno decidió acudir a donde se habían encontrado la semana anterior, razonando que los otros tal vez harían lo mismo. Este segundo éxito bastaría para instituir la convención, que se autopreservaría desde entonces, mientras el objetivo común siguiese existiendo. La definición de Lewis es la siguiente: Una acción R llevada a cabo de modo regular por los miembros de la comunidad C constituye una convención en C si y solamente si: (i) (ii) (iii) (iv) (v) (vi)
Todo miembro de C se atiene a R. Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R. La creencia de que todo miembro de C se atiene a R constituye para cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R. Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R. Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mismos fines a que sirve R. ^ Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las cláusulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen, que los demás las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc.
Algunos comentarios serán útiles. En primer lugar, es preciso advertir que las afirmaciones generales deben entenderse aquí, como* siempre que enunciamos generalizaciones que forman parte de un saber distinto al que concierne a los procesos físicos más fundamentales, restringidas por cláusulas cceteris paribus (“en condiciones parejas”). Es decir, puede haber excepciones compatibles con la validez de las condiciones de la definición, y por tanto con la existencia de una convención en el sentido definido, siempre que las excepciones sean explicables mostrando que las circunstancias en que se dan son “anormales” o “disparejas” respecto de lo usual..En el ejemplo antes mencionado —la convención de verse los miércoles en un cierto bar— el que uno de los miembros del grupo deje de acudir un día por encontrarse hospitalizado a causa de un accidente no impediría hablar de la existencia de una convención, en el sentido que acabamos de definir. Existen ciertamente problemas filosóficos relativos a cómo entender las cláusulas cceteris paribus , pero no afectan de modo específico a nuestra discusión. Las generalizaciones geológicas, biológicas o . meteorológicas se entienden también así restringidas, no digamos ya las económicas, las psicológicas o las sociológicas. La quinta condición pretende acomodar el carácter “arbitrario” de las
convenciones. Repare el lector» sin embargo, en cuán lejos estamos de la idea de Locke (discutida en IV, § 2, según la cuál la convencionalidad del lenguaje consiste exclusivamente en lo arbitrario de la relación entre signo y significado. Según el análisis precedente, el carácter convencional de una regularidad requiere mucho más que su arbitrariedad; requiere, fundamentalmente, que la regularidad se preserve en virtud del conocimiento mutuo de la función de la misma entre los miembros del grupo en cuestión. Es en este otro aspecto adicional que una concepción como la de Locke se tropieza con las graves dificultades presentadas por Wittgenstein en las Investigaciones. La cuarta condición requiere también alguna justificación. Esta condición pretende distinguir las convenciones de los contratos sociales. Devolver los libros prestados a la biblioteca es un contrato social, pero no una convención, pues cada miembro de la sociedad prefiere que todos, incluido él, se atengan a la regularidad a que nadie lo haga', pero no está claro que cada miembro de la comunidad prefiera también que todos, incluido él, se atengan, a que todos salvo él se atengan. Esto es lo distintivo de los contratos sociales, frente a las convenciones. Quizás, en ios contratos sociales, cada miembro quisiera ser el único en “viajar gratis”, según la afortunada expresión de Hume: es decir, cada miembro preferiría que todos los demás, pero no él, devolviera los libros, a que todos, incluido él, lo hicieran. En el caso de las convenciones, en cambio, los participantes prefieren que todos, incluido él, la sigan, a que todos salvo él la sigan. Los contratos sociales presentarían en ese caso problemas del tipo del “dilema del prisionero” que no presentan las convenciones: en éstas no hay duda de que lo racional es seguirlas.2 O quizás, después de todo, no lo hagan. Obsérvese que si, después de todo, resultase que en algunos contratos sociales sí ocurre que los participantes “prefieren” la situación en que todos se atienen a la regularidad a la situación en que todos salvo alguno se atienen, resultaría tan sólo que los contratos sociales serían de hecho también convenciones. (Ciertamente, cuando se consideran los contratos sociales que interesan a la moral, un argumento en ese sentido habría de esgrimir un sentido de ‘preferir’ que no sólo incluyese preferencias egoístas a corto plazo, sino también “preferencias objetivas”, incluyendo entre ellas preferencias que los individuos declaran no tener.) Es éste un análisis de las convenciones que las hace no meras “regulari-
2. Una situación del tipo “dilema del prisioner o” es la siguiente. Dos participantes en un crimen, A y B. han sido detenidos. No pueden comunicarse entre sí. y no tienen especial confianza el uno en el otro. Ambos pueden con fesar que cometieron el crimen, o no hacerlo. Si uno de ellos confiesa, y el otro no, el que confiesa recibirá una con dena de un año, y el que no 1o hace, una de diez. Si ambos confiesan, recibirán ambos una condena de cinco años. Si ninguno confiesa, quedarán ambos libres por falta de pruebas. Es claro que esta última es [a circunstancia preferible para ambos. Pero, en una situación de incertidumbre como la descrita, parece que la estrategia racional es elegir el curso de acción que, ocurra lo que ocurra con los factores que no están bajo nuestro control, dará lugar al resultado menos malo de todos los posibles. Ahora bien, desde el punto de vista de A, esa estrategia exige confesar (el resul tado de no confesar sería, en el peor de los c as os — que B confiese — mucho peor de lo que sería el resultado de con fesar, también en él peor de los casos — que B confie se, una vez más— ); y lo m ismo ocurre con B. Así que, como resultado de sus estrategias racionales combinadas, A y B producirán una situación menos deseable que otra, que en principio también está a su alcance.
dades conductuales”, sino genuinas acciones racionales producidas de modo regular, sustentadas por complejas creencias y deseos y creencias y deseos sobre las creencias y deseos de los demás. Además, como hemos visto, el análisis no utiliza el concepto de lenguaje; las convenciones así definidas pueden haber sido introducidas mediante el lenguaje, pero tal cosa no es una condición necesaria impuesta por el análisis. Hemos mencionado un ejemplo de cómo es compatible con el análisis que una convención se instituya sin mediación lingüística. Lo que necesitamos ahora es explicar las convenciones propiamente lingüísticas en este marco. Para hacerlo, debemos determinar qué tipo de regularidades en la acción son las convenciones lingüísticas, qué es lo que, convencionalmente, hacen los que toman parte en ellas. En la sección primera hemos explicado la naturaleza de las emisiones de signos, no necesariamente convencionales, petitorias e informacionales, cómo adquieren su fuerza y su contenido en virtud del particular tipo de acciones racionales que son, según el análisis de Grice. La idea central era que un signo es el producto de una acción movida por intenciones comunicativas. La generalización al caso convencional consiste, esencialmente, en lo siguiente: las convenciones lingüísticas son regularidades consistentes en la puesta por obra de intenciones comunicativas, que se autopreservan a través del mecanismo descrito por Lewis, sustentadas por el interés general en la realización satisfactoria de tales intenciones comunicativas. Un signo lingüístico, un signo convencional, es un recurso cuyo uso regular para la satisfacción de determinadas intenciones comunicativas es conocimiento recíproco com partido entre los miembros de un grupo de individuos; tal conocimiento mutuo, junto con el interés del grupo en la realización de esas intenciones, explica que el uso regular se mantenga. Describir las convenciones lingüísticas es por consiguiente describir qué intenciones comunicativas son satisfechas mediante el mecanismo descrito por Lewis. Esto es tanto como decir que hay tantos tipos de convenciones lingüísticas, como tipos de fuerzas ilocutivas diferentes cuentan con recursos convencionales para su satisfacción. No cabe esperar, en principio, que podamos recoger mediante una fórmula simple en qué consisten las convenciones lingüísticas —es decir, qué acciones llevamos regularmente a cabo mediante el empleo de signos lingüísticos. Las convenciones lingüísticas consisten en la puesta en práctica y feliz ejecución de intenciones comunicativas mediante recursos que se utilizan regularmente. S, pongamos por caso, es un signo indicativo cuyo significado convencional es ser un informe de que p siempre que existe una regularidad tal que (a) cuando los miembros de la comunidad, creyendo que /?, quieren que su audiencia juzgue que p y emiten para ello S (esperando que su audiencia, conocedora de esta práctica, reconozca esa intención suya de que juzguen que p, y que lo juzguen como consecuencia de su reconocimiento); mientras que (b) cuando otro miembro emite S ello les lleva a reconocer la intención del emisor de que juzguen que p y y a formar el juicio de que p en consecuencia. Y S es un signo imperativo cuyo significado convencional es ser una petición de que p siempre que existe una regularidad tal que (a) cuando los miembros de
la comunidad desean que otro forme la intención de que /?, emiten para ello S (esperando que su audiencia, conocedora de esa práctica, reconozca esa inten; ción suya de que formen la intención de que p, y que eso les lleve a formarla; de hecho; mientras que (b) cuando otro miembro emite S, ello les lleva a reconocer la intención del emisor de que formen la intención de que /?, y a formar la intención de que p en consecuencia. Y la conformidad con estas regularidades se autopreserva por el mecanismo de las convenciones, es decir, en virtud de la existencia de un objetivo común (a saber, un interés común en saber cosas que otros saben pero uno mismo no estaría en disposición de saber, y un interés común en coordinar las acciones para alcanzar fines que no podrían alcanzar por sí solos: en breve, un interés común en la comunicación) y del conocimiento mutuo de la existencia de la regularidad. Haciendo gala de su mucho ingenio, David Lewis ha propuesto una descripción genérica de las convenciones lingüísticas, que expongo a continuación. Pero es dudoso que la descripción tenga otro interés que el de permitirnos contar con una fórmula mnemotécnicamente eficiente. Lo sustancial es lo que acabamos de decir; como veremos, un uso rígido de la fórmula de Lewis podría tener el efecto indeseado de hacérnoslo pasar por alto. Será conveniente, una vez más, tener a la vista un ejemplo; el anteriormente ofrecido bien puede servimos aquí, pues, de hecho, poner en marcha los cuatro intermitentes al tiempo que se frena cuando se circula a gran velocidad por la autopista se ha convertido, con la repetición, en una convención lingüística. (Una, además, con toda seguridad introducida sin ayuda del lenguaje: después de que uno o varios conductores tuvieran la feliz idea, sus audiencias utilizaron probablemente el recurso en circunstancias similares, hasta que, a fuerza de repeticiones, la práctica pasó a adquirir un carácter convencional.) Como antes, podemos considerarla alternativamente una convención petitoria o una informacional. La cuestión es: ¿qué es lo que hablantes y oyentes convencionalmente hacen en este caso? ¿Cuál es la acción regular de cada uno de ellos, que constituye esa convención lingüística? Inspirándose en parte en Grice y en parte en el artículo de Stenius “Mood and Languagegame”, Lewis ofrece la siguiente respuesta. Supongamos que tomamos al signo (encender los intermitentes) como uno informacional. En este caso, lo que los miembros de la comunidad hacen regularmente cuando ofician de hablantes es ser veraces: a saber, poner en marcha los intermitentes sólo cuando piensan que van a detener completamente sus vehículos; y lo que hacen, cuando ofician de audiencia, es ser confiados: juzgar que el conductor de delante va a detener completamente su vehículo. Supongamos ahora que consideramos al signo uno petitorio. En ese caso (estirando un poco el sentido de las palabras, con el fin de tener etiquetas, como se ha dicho, mnemotécnicamente convenientes), lo que los miembros de la comunidad de conductores de la autopista hacen regularmente cuando ofician de hablantes es confiar en que sus audiencias detendrán el vehículo, y lo que hacen cuando ejercen de audiencia es ser veraces deteniendo sus vehículos. En resumen, podemos decir brevemente que las convenciones lingüísticas.
son convenciones de veracidad y confianza, entendiéndose estas nociones de modos apropiados según la fuerza ilocutiva en juego. En el caso de los informes, el emisor es veraz al emitir el signo que regularmente se usa para que la audiencia juzgue que p , sólo cuando efectivamente cree que p\ el receptor, por su parte, es confiado al juzgar que p cuando recibe un signo que regularmente se usa con esa intención comunicativa. En el caso de los signos petitorios, el emisor es confiado al emitir el signo que regularmente se emplea con la intención de que la audiencia lleve a cabo p cuando quiere que p se lleve a efecto; y el receptor es veraz cuando, al recibir un signo que regularmente se usa con esa intención comunicativa, forma el propósito de llevar a efecto la acción adecuada. Para ilustrar la idea, veamos cómo el minilenguaje de la autopista cum ple la definición general de convención, aplicada al caso particular de las convenciones lingüísticas entendidas como Lewis propone. Con el fin de facilitar la discusión, tomemos el ejemplo como una proferencia convencionamente petitoria; es decir, lo que hacemos es justificar que, en el sentido definido, existe entre los conductores de la autopista un lenguaje convencional constituido por un único signo imperativo, la activación de los cuatro intermitentes cuando se circula que expresa convencionalmente la petición de que el que sigue a quien lo usa detenga su vehículo. (i) Todo miembro de C se atiene a R. Es decir, los miembros de ía comunidad son regularmente confiados (cuando ponen en marcha los intermitentes quieren que el de atrás detenga su vehículo) y veraces (cuando el conductor que les precede enciende los cuatro intermitentes forman la intención de detener su vehículo). Recuerdo al lector que la generalidad se entiende aquí y en las restantes cláusulas restringida a “condiciones parejas”: existen todo tipo de excepciones compatibles con la verdad de (i). (ii) Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R. Los conductores esperan que los otros pongan los cuatro intermitentes cuando desean que paren, y que formen la intención de detenerse cuando son ellos los que los ponen en marcha. Lo esperan así a partir de su experiencia con casos pasados de la regularidad. (iii) La creencia de que todo miembro^de C se atiene a R constituye para cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R. Esta condición contiene implícitamente el “proceso griceano”. La “razón” ha de entenderse como un argumento, teórico o práctico, cuya conclusión consiste precisamente en el estado mental que constituye el atenerse a la convención, la “veracidad” o la “confianza” que la convención les pide. Por ejemplo, si soy el candidato a ha blante, pienso que voy a detener mi vehículo, veo a otro conductor tras de mí y reparo en lo peligroso de la situación, como conozco la convención y creo que los demás se atienen a ella, razono que si pongo ios cuatro intermitentes, el conductor que me sigue va reconocer mi intención, y eso le va a llevar a atenerse a la convención, siendo “veraz”, es decir, formando la intención de detenerse; y eso me da una razón justamente para atenerme yo mismo a ella, pues esto me da una razón para poner los intermitentes en marcha en esta situación, que es precisamente lo que constituye ser aquí confiado, Y si soy la audiencia,
la creencia de que el de delante se atiene a la convención, es decir, que es; con fiado, me da una razón, al reconocer su intención, para formar yo entoncesla; intención de detener mi vehículo (que es lo que constituye atenerse a la convención en este caso, ser veraz)- Es así que, dada la existencia del interés común en la comunicación (el interés por parte del que va a detenerse de que; el conductor que le sucede se detenga, y el interés del que le sucede en hacerlo así), la convención se autopreserva: produce actos que constituyen nuevos casos de conformidad con la misma, y contribuye así a que se produzcan nuevos casos en el futuro. (iv) Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R. En Ja situación indicada, nadie tiene interés en “viajar gratis”, en ser un “free rider” humeano. Todos prefieren que todos, incluidos ellos mismos, sean veraces o confiados, según lo que les corresponda: se juegan la vida en cada caso. Si voy a detener mi vehículo, me interesa ser confiado y poner los intermitentes, y que mi audiencia sea veraz. Si otro los pone, me interesa ser veraz y formar la intención de detenerme, tanto o más de lo que me interesa que el hablante que se dirige a mí sea confiado. (v) Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mismos fines a que sirve R. Hay muchas otras regularidades de veracidad y confianza que hubieran servido al mismo fin: sacar el brazo de ciertos modos por la ventanilla, exhibir una banderita llevada ad hoc en la guantera, etc. (vi) Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las cláusulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen que los demás las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc. (Casos como los que discutimos cuentan entre las situaciones que paradigmáticamente requieren coordinación; la necesidad de incluir esta condición se justifica como en casos similares anteriormente discutidos.) La propuesta de Lewis (las convenciones lingüísticas son convenciones de veracidad y confianza) es, como dijimos antes, mnemotécnicamente útil. Sin embargo, lo importante es comprender el mecanismo a que se hace referencia con estos términos: la existencia de recursos que regularmente subvienen a la satisfacción de intenciones comunicativas, en circunstancias de conocimiento recíproco compartido e interés común en que tal regularidad se autopreserva a través del mecanismo lewisiano. Pues, para poder recoger dentro de la fórmula de Lewis las diversas acciones que llevamos a cabo con recursos tan com plejos como los que ofrecen los lenguajes naturales, es preciso extender tanto los sentidos usuales de ‘veracidad’ y ‘confianza’, que resulta más que dudoso que la fórmula sea en rigor descriptivamente adecuada. Quizás no sea excesivamente impropio describir lo que los hablantes hacemos con los recursos convencionales para prometer o para interrogar en términos de “veracidad” o “confianza”; por ejemplo, parece natural pensar que en las interrogaciones, como en los requerimientos en general, el papel del veraz corresponde. al receptor y el del confiado al emisor. Pero, incluso supuesto que quepa hablar de veracidad y confianza también en lo que respecta a proferencias de ‘[Hola'’.
o ‘¡Lo siento tanto!’, ¿son tales términos útiles para comprender el mecanismo que preserva el uso de tales expresiones? Al suscitar estas dudas no pretendo negar la utilidad de la definición de Lewis, sólo asignarle su verdadera función. Ciertamente, las regularidades en la acción constitutivas de las convenciones lewisianas tienen poco que ver con las reglas entendidas al modo conduc tista; antes bien, Ja sospecha es que este punto de vista no es una genuina alter nativa al mentalismo, dado lo complejo de los estados mentales que se postulan como condiciones necesarias de la existencia de convenciones lingüísticas. El análisis no presupone la noción de lenguaje , como queríamos, de modo que su uso para explicar el lenguaje no es viciosamente circular. Y parece permitimos tratar de un modo intuitivamente adecuado casos simples, como el del lenguaje de la autopista. Naturalmente, quedan cuestiones fundamentales sobre las que no hemos dicho nada. Las más importantes son relativas a ía posibilidad de entender un lenguaje natural como el castellano (en contraste con una mera señal aislada, como la que constituye el lenguaje de la autopista) como un sistema de convenciones lewisianas de veracidad y confianza. A este res pecto, es esencial recordar las razones, expuestas a lo largo de este trabajo, por las que es necesario aceptar que el significado de las emisiones lingüísticas está estructurado —en los dos sentidos que, según hemos visto, tiene el lenguaje estructura: el significado de las proferencias está sistemáticamente determinado a partir de expresiones cuyo significado es asistemático, pero que, por su pane, sólo tienen significado en determinados contextos— . (Cf. I, § 2; VI, § 1; y IX, §§ 36.) Para acomodar estos hechos, una caracterización apropiada del sistema de convenciones que constituye un lenguaje natural ha de ser, inevitablemente, mucho más complicada que la caracterización del “lenguaje de la autopista”. Y nadie está por el momento en disposición de llevar a cabo una tarea similar. Nuestro objetivo no podía ser otro que el de indicar las líneas generales de una caracterización tal, y sus consecuencias conceptuales más abstractas. 4.
La na turale za de la norm atividad lingüística
AI final de la sección segunda del capítulo precedente anunciamos que el examen del programa de Grice nos permitiría resolver las tres dificultades que hicimos notar en la versión particular de la teoría de los actos del habla de Austin, preservando el núcleo de esa teoría. Cumpliremos ese compromiso para concluir. La primera dificultad que mencionamos consistía en que Austin no caracteriza adecuadamente la naturaleza del “elemento esencialmente pragmático" (la fuerza ilocutiva), que, según su teoría de los actos lingüísticos, no es analizable en términos preposicionales. Austin explica que ese elemento debe elucidarse en términos de condiciones de feliz ejecución, pero vincula éstas a la existencia necesaria de procedimientos convencionales (condiciones A), El ejemplo de la activación de los cuatro intermitentes, cuando ésta no es una
acción gobernada por convenciones, pone de manifiesto lo que nuestras intuid ciones ya indicaban: que puede haber significado, y por tanto—si la teoría de los actos del habla es correcta— fuerza ilocutiva, no gobernado por convenciones. Por consiguiente, la fuerza ilocutiva no debe explicarse necesariamente en términos de convenciones. En la última sección del capítulo precedente hallamos muchos más ejemplos de lo mismo. El análisis griceano revela la naturaleza del elemento pragmático, sin apelar necesariamente a convenciones. Significar, según el análisis de Grice, es, esencialmente, poner por obra intenciones comunicativas. Significar nunca es sólo representar el mundo, aunque no puede hacerse sin representar el mundo (no hay significación sin un contenido proposicional, excepto quizás en casos periféricos).3 Significar es, también, representarlo con ciertos propósitos, aunque puede hacerse sin que exista procedimiento convencional alguno para ello. Entre tales propósitos (las fuerzas ilocutivas más genéricas, cuya propiedad distintiva es que pueden ser satisfechos a partir de su reconocimiento) hay (abstrayendo mucho) dos fundamentales: que el acto de significación dé lugar a la realización del contenido proposicional significado (que se haga que el mundo corresponda al contenido proposicional significado); y que el acto de significación justifique ei juicio de que el contenido proposicional significado se da (que se forme el juicio de que el contenido proposicional significado corresponde al mundo). Estos propósitos pueden ejercerse incluso en la ausencia de convenciones, aunque la existencia de convenciones facilita su realización. La segunda objeción que hacíamos a Austin era que su clasificación de las condiciones de feliz ejecución estaba excesivamente guiada por los ejemplos menos interesantes para la elucidación de la naturaleza del lenguaje (esas pro ferencias gobernadas por rituales altamente institucionalizados); que cabía esperar, por tanto, que acomodar en esa horma las diversas fuerzas ilocutivas resultase poco explicativo. No es que no haya nada que corresponda a las categorías de Austin en las fuerzas ilocutivas lingüísticamente interesantes. En cierto sentido, podemos encontrar, por ejemplo, una distinción entre personas y circunstancias apropiadas, y otras que no lo son, también para la realización afortunada de la fuerza asertórica o la fuerza imperativa. Lo que ocurre es que no hay nada distintivo de esas fuerzas en tales categorías: sólo podemos decir cosas tales como que, para que se lleven felizmente a efecto cualquiera de esos actos, deben estar involucrados seres racionales, cuyos mecanismos cognoscitivos funcionen propiamente, etc. Pero esto es común a todas las fuerzas ilocutivas lingüísticamente fundamentales. De acuerdo con el análisis de Grice, las características esenciales de las fuerzas ilocutivas debe provenir de su carácter de intenciones comunicativas , intenciones que se persigue realizar mediante su reconocimiento. En principio, 3. Una preferencia de ‘¡H ola1.' es uno de eso s casos periféricos. En mi opinión, inclus o en estos casos hay contenido proposicional. (Mediante este signo, el hablante expresa determinadas emociones relativas a ciertas sitúa' ciones.) En todo caso, se trata de casos marginales, cuya naturaleza no es pertinente discutir aquí.
puede haber tantas fuerzas ilocutivas como intenciones comunicativas pueda haber; y es obvio que no podemos prever cuáles son éstas. Puede muy bien haber intenciones comunicativas que aún no se nos ha ocurrido ejercitar, y que quizás en el futuro cuenten incluso con recursos lingüísticos convencionales para su ejercicio. Sin embargo, hay fuerzas ilocutivas que son tan importantes como para encontrarse sistemáticamente representadas mediante recursos convencionales para su realización en los lenguajes naturales: ordenar, inquirir', aseverar, etc. Una clasificación razonable de los componentes más genéricos de las mismas, así como una taxonomía razonable de tales fuerzas ilocutivas regularmente expresadas convencionalmente, debe obtenerse a partir de un examen pragmático de la naturaleza de las intenciones comunicativas. Tal análisis debe hacerse, naturalmente, atendiendo a los intereses humanos y a su naturaleza, pues son esos intereses los que determinan qué intenciones en el sentido de producir en otro un determinado estado psíquico cabe esperar satisfacer, simplemente a partir de su reconocimiento. Conviene tener presente que un elemento del significado de una proferencia (como, por ejemplo, su fuerza ilocutiva) puede estar determinado por convenciones, incluso 'aunque no exista un signo o recurso sintáctico regularmente utilizado para tal fin. Sólo las fuerzas ilocutivas más fundamentales cuentan con recursos sintácticos convencionalmente utilizados para su expresión, como los modos indicativo o imperativo, la forma interrogativa determinada por la entonación o la sintaxisf'etc. Otras fuerzas ilocutivas más específicas, sin embargo, pueden ser convencionalmente expresadas en virtud de rasgos contextúales más o menos variables. Por ejemplo, una proferencia de 4te lo traeré mañana’ —en réplica a la solicitud de devolución de un libro prestado no expresa convencionalmente una predicción sobre lo que ocurrirá en el futuro, sino que su fuerza ilocutiva es la de una promesa; pero no existen convenciones que vinculen específicamente elementos sintácticos de esa oración con la expresión de promesas. No es éste el lugar apropiado en que llevar a cabo una elucidación de los elementos constitutivos de los potenciales ilocutivos en general, y menos aún una taxonomía de los mismos. Trataré únicamente de ilustrar la fecundidad del análisis precedente mediante el examen de los casos fundamentales. Con los ejemplos estudiados de “condiciones de feliz ejecución” pretendemos meramente indicar el tipo de investigación que debe hacerse para elucidar las fuerzas ilocutivas, siguiendo las líneas de Grice, así como qué tipo de principios habría de dar lugar a una taxonomía de las mismas.4 Para empezar, el aspecto más inmediato de las intenciones comunicativas es que persiguen producir estados psíquicos en la audiencia. Dado que hay dos tipos de estados psíquicos en general, estados doxásticos y estados cona tivos, no puede extrañar que haya también dos tipos genéricos de fuerzas ilo
4. Stephen Schi ffer ofrece una muy elegante derivación de muchas de las fuerzas ilocutivas más características en el marco griceano, y una consiguiente taxonomía, en M ean in g, 92-104.
cutivas, las que corresponden a lo que venimos denominando ‘informes’ (que persiguen producir estados doxásticos) y a lo que venimos denominando requerimientos o peticiones (que persiguen producir estados conativos). Las propiedades que diferencian a unas de otras corresponden a las que distinguen los tipos de estado psíquico que en uno y otro caso se pretende producir, y constituyen uno de los elementos que diversos autores han señalado como un componente característico de las condiciones de realización afortunada distintivas de las diversas fuerzas ilocutivas. Se trata de la contrapuesta “dirección del ajuste” o de correspondencia entre el contenido proposicional del acto lingüístico (sus condiciones de “correspondencia”, más específicamente) y el mundo. (El que utilicemos ‘verdadero’.para las aseveraciones correctas y ‘satisfecho o ‘realizado’ para los mandatos correctos está probablemente en función de la diferente “dirección de correspondencia” que percibimos en unas y otros.) Esta asimetría da lugar a la primera gran clasificación de las fuerzas ilocutivas, entre todas aquellas fuerzas cuya dirección de ajuste es como la de los informes (a las que podríamos denominar, en general, constataciones), entre las que incluimos además acciones lingüísticas convencionales tales como aseverar, enunciar, asegurar, inferir, estimar, explicar, decir, recordar, etc., y aquellas cuya dirección de ajuste es como la de las peticiones (a las que podríamos denominar, en general, ejecuciones ), que incluye además preguntar, ordenar, aconsejar, rogar, etc.5Las ejecuciones se hacen con el objetivo genérico de que el mundo corresponda a su contenido proposicional, lo que no ocurriría (en el caso de ejecuciones afortunadamente realizadas) si no se produjese el acto lingüístico, la ejecución. La realidad que corresponde al contenido de la ejecución, si la misma se hace con éxito, depende del estado psíquico producido por la ejecución: esa realidad no se habría dado si no se hubiese llevado a cabo el acto lingüístico. Las constataciones, por el contrario, se hacen con el objetivo genérico de producir estados psíquicos cuyo contenido proposicional coires ponde a cómo son las cosas; las constataciones afortunadamente realizadas no se habrían hecho si su contenido no se diese, independientemente, en el mundo. En este caso, son ios estados psíquicos producidos por la aseveración los que, si la constatación se hace felizmente, dependen de la realidad que corres5. Al emplear los términos ‘constat acion es’ y ‘ejec uci one s’ (que sugieren los términos de Austin, ‘constative s’ y ‘perform atives’), quiero indicar que la distinción que Austin tenía originalmente en mente pudiera quizás corres ponder a esta distinción entre las tuerzas con arreglo a Ins dos direcciones de ajuste. Searle distingue otros tres gran des géneros, además de estos dos: el de las promesas, el de los actos expresivos (saludar, congratularse, lamentarse, alegrarse, etc.), y el de los actos ritualizados (bautizar, apostar, declarar culpable, etc.); cf. “Lina, taxonomía de los actos ilocucionarios". En mi opinión, todos ellos caen bajo uno de los dos indicados. Por ejemplo, las promesas están en el grupo de las pe tic io ne s, en ío qu e respecta a la dirección del ajuste; se distinguen de otras fuerzas en ese grupo por otros aspectos, como quién es el que ha de encargarse de la realización del contenido, si el hablante o el oyente, etc. Muchas expresiones de emociones están en el grupo de las aseveraciones. (El hecho de que el conocimiento pri vilegiado que tenemos de nuestras propias emociones garantice que, en condiciones de realización afortunada, estas proferencias sean siemp re verdaderas, no las priva — en contra de lo que Searle sugiere— de la dirección desajuste de las aseveraciones.) De nuevo, lo que, en esas condiciones, tes da una función en el lenguaje, y también lo que las distingue de otras aseveraciones, son otros aspectos distintivos de su fuerza, principalmente el papel que desempeña en su función lingüística la transmisión empalica de emociones.
ponde a su contenido preposicional: el estado psíquico no se habría producido
si la realidad que corresponde a su contenido no se hubiese dado.6 Consiguientemente, una condición de realización afortunada específica de las ejecuciones que depende de la dirección de ajuste entre contenido proposi cional y realidad que las caracteriza es que el contenido proposicional de una ejecución no se realizará a menos que la audiencia forme la intención de cum plirla. Un mandato de que p , efectuado en una circunstancia en que p se ha de dar independientemente, es un mandato desafortunado. (Análogamente, desear únicamente aquello cuya satisfacción está garantizada, porque ya se da, es un tipo de irracionalidad singularmente asociado a los estados conativos.) Una condición correspondiente para los informes, relacionada con la dirección de ajuste que les es propia, es que el hablante es fiable. Un informe de que p , efectuado en una circunstancia en que el único vínculo entre el hablante y el hecho de que p consiste en el deseo por parte del hablante de que se dé p es, igualmente, uno particularmente desafortunado. (Análogamente, juzgar que seda lo que uno desea que se dé, únicamente porque uno lo desea, es un tipo de irracionalidad singularmente asociado a los estados doxásticos.) En el Tractatus, 4.062, Wittgenstein se pregunta: “¿No podríamos entendemos con enunciados falsos, tal como ahora nos entendemos con enunciados verdaderos? Bastaría con que supiésemos que son aseverados falsamente.” Wittgenstein responde negativamente a su pregunta, pese a lo aparentemente plausible de la sugerencia. Mi interpretación de la (oscura) justificación que ofrece a continuación es ésta: “Quien encuentra plausible esta sugerencia no está contemplando la modificación que se sugiere, sino una distinta. La modificación que se contempla es una modificación del lenguaje ; particularmente, que el signo que ahora se utiliza para la negación, se utilice para la afirmación, y viceversa. Así, introducida esta modificación, el contenido que aseveraríamos al decir ‘mi edición del Tractatus es la de 1987’ sería el que ahora aseverara^ mos al decir ‘mi edición del Tractatus na es la de 1987’, y viceversa. Pero esto no sería “pasar a entenderse con falsedades”; por el contrario, si, introducida la modificación, digo ‘mi edición del Tractatus es la de 1987', y mi edición del Tractatus es la de 1973, lo que he dicho es verdadero, y si es la de 1987, falso. Seguiríamos entendiéndonos con verdades, como hasta ahora, sólo que expresadas en un lenguaje distinto, un lenguaje en el que las convenciones que guían el uso de ‘no* son opuestas a las que rigen ahora.” Esta explicación pare6. Esta asimetr ía no es, de mod o general, ni temporal ni causal; no es que las con stata cion es afortunadas se hagan a ca us a de que su contenido se da en el mundo (ni. menos aún, de sp ué s de la realización de tai contenido), mientras que el contenido de las ejecuciones afortunadas se realice a causa de que se haya llevado a efecto la ejecu ción. ‘Limpiarás las letrinas esta tarde’ puede ser una constatación (una predicción) o una ejecución (una orden); en ambos casos, el contenido proposicional concierne a un suceso que, si se da, se da posteriormente a la proferencia. La asimetría que distingue el que sea una predicción de que sea un mandato es más sutil: como se ha expresado en el texto, se trata de una asimetría de de pe nd en ci as . Si es una predicción feliz, la proferencia debe depender del esta do de cosas que realizaría su contenido; si es una orden afortunadamente ejecutada, el estado de cosas que realiza el contenido depende de la inferencia. Puede no entenderse cómo puede depender algo que se hace ahora de lo que, si ocurre, ocurrirá después. Existe esa dependencia, hablando laxamente, si hay una “ley” en virtud de la cual, dados hechos presentes, se ha de dar el hecho futuro aseverado, y (a aseveración se hace sobre la base del conocimiento de la misma.
ce, una vez propuesta, intuitivamente satisfactoria. Lo que no hace'és exp® camos por qué no es posible “entenderse con falsedades”. La explicación antér rior de ia “dirección de ajuste” característica de la fuerza ilocutiva de las:constataciones nos da la explicación que faltaba. La veracidad es constitutiva de constatar. No puede haber tal cosa como una comunidad lingüística de menti^ rosos, una comunidad de constatadores de la falsedad. No hace falta ningún “Principio de Caridad” asociado a la traducción radical para garantizar esto; es una consecuencia de la función o propósito constitutivo de las constataciones. Entre las constataciones, nos hemos ocupado hasta aquí exclusivamente de lo que venimos denominando ‘informes', y, entre las ejecuciones, de las peticiones. La razón de ello es ia creencia de que una y otras constituyen casos prototípicos de significación, en el sentido expuesto en la discusión metodológica de § 2. Sin embargo, es manifiesto que ni los informes agotan la clase de las constataciones, ni agotan las peticiones la clase de las ejecuciones. Caracterizar las otras fuerzas que se agrupan en cada uno de los dos grandes géneros requiere describir sus específicas condiciones de realización afortunada. Los mandatos se ejecutan felizmente en circunstancias en las cuales el que ciertos individuos hagan manifiesto su deseo de que se haga algo es una excelente razón para que otros formen la intención de hacerlo. Lo que tienen en común esas circunstancias es que el individuo en cuestión tiene una cierta autoridad sobre los otros: sabe mejor que los otros lo que hay que hacer en esas circunstancias para obtener algo que a todos les interesa, etc. Así, que quien ordena tiene una cierta autoridad sobre quien recibe1la orden es uno de los elementos de las condiciones de feliz ejecución características de los mandatos en general. Sin embargo, hay situaciones en que queremos que otro haga algo, y no estamos investidos de esa autoridad (ni siquiera en el sentido laxo con que la palabra se emplea aquí). En tales casos podemos quizás suplicar, advertir, aconsejar, etc. No parece que el “mecanismo griceano” esté operando en estos casos; es decir, no parece que estemos tratando de que el otro forme la intención de hacer lo que queremos, simplemente a partir del reconocimiento de nuestra intención. Para empezar, ni siquiera cabe decir que el que nuestra audiencia forme una cierta intención sea necesario para la realización afortunada de esos actos lingüísticos. Queremos sin duda que advierta que nosotros queremos que forme esa intención, mediante su reconocimiento de nuestra intención de que así lo advierta, y quizás también de nuestro convencimiento de que formar él mismo esa intención es conveniente para él, o mostraría consideración hacia nosotros, etc. Del mismo modo, y pasando ahora a actos del género constatar, cuando recordamos algo a alguien no queremos que juzgue que aquello es el caso a partir del reconocimiento de nuestra intención de que así lo haga, sino a partir del recuerdo de que él mismo lo pensaba en un momento anterior. Cuando aseveramos no tenemos por qué tener más intención que la de que nuestra audiencia sepa que nosotros mismos somos de una cierta opinión, sin preocupamos en absoluto de si ello ha de llevar a la otra persona a formar el juicio consiguiente. Naturalmente, una teoría satisfactoria de las fuerzas ilocutivas representa-
das en los lenguajes naturales debe analizar también todos estos casos. Si Ja discusión metodológica de § 2 es correcta, sin embargo, podría constituir un error proponer, sobre la base de los mismos, análisis de la significación en que se dejara de lado el papel prototípico de los informes y las peticiones en el concepto ordinario de significación. Es precisamente esto lo que hacen los partidarios de la teoría proposicionalista de los actos del había, como Searle, según los cuales la intención de producir efectos en la audiencia no es nunca un elemento de la fueraa ilocutiva de las preferencias lingüísticas.7Según los proposicionalista, todo lo que esencialmente hacemos mediante el lenguaje es representar nuestras propias actitudes proposicionales. La propuesta que estoy defendiendo insiste en el carácter prototípico de informes y peticiones, y evita caer en el error de contentarse con una caracterización suficientemente genérica —del tipo de la caracterización proposicionalista— como para incluir a la vez todos los casos, incluidos los que acabamos de describir; pues una caracterización así, precisamente por su carácter genérico, nos haría pasar por alto los rasgos distintivos de los casos prototípicos de significación. Examinemos finalmente la solución griceana a la tercera dificultad que pusimos de manifiesto en el análisis de Austin. La objeción consistía en que el análisis austiniano rio nos ofrecía un principio claro para distinguir las intenciones constitutivas de las fuerzas ilocutivas de otras intenciones meramente perlocutivas. La propuesta de Grice ofrece una respuesta particularmente convincente aquí.8 Un efecto ilocutivo es uno que, dados los hechos sobre la naturaleza humana de los que dependen la existencia de intenciones comunicativas, cabe esperar realizar, en condiciones de ejecución afortunada, a través del mecanismo griceano; es decir, a través del reconocimiento de la intención de producirlos por parte de aquellos en quienes se espera producirlos Una, intención perlocutiva, y un efecto perlocutivo (el efecto producido si la intención perlocutiva se realiza) es uno que, dados esos mismos hechos, no es razonable esperar producir así. Las intenciones perlocutivas son aquellas que, si bien pueden estar asociadas a la producción de signos lingüísticos, no son intenciones comunicativas. Si son “efectos secundarios”, o “no esenciales” al acto lingüístico —como Austi/) indica— es precisamente porque los actos lingüísticos involucran, necesariamente, intenciones comunicativas . Por ejempló, la intención de alardear, o impresionar a nuestra audiencia, que muchos tenemos cuando usamos el lenguaje, es una perlocutiva, y el efecto conseguido cuando la intención se realiza, uno perlocutivo; la razón es que, de hecho, los seres humanos no nos dejamos impresionar sólo porque reconozcamos en otro la intención de impresionamos. La intención de convencer es igualmente perlocutiva,
7. La fórmula uniformizadora de Lewis. según la cual las conv enci ones lingüísticas son conve ncio nes de veracidad y confianza, podría tener un efecto similar al de las propuestas de Searle. Si. en el caso de las constatacio nes en general, lo que el hablante hace es ser veraz, entonces parece que la buena fortuna de uno cualquiera de tal es actos lingüísticos (incluidos lo que llamamos informes) sólo depende de que el hablante exprese lo que cree verdadero, dé su audiencia en creerlo o no. 8. El análisis que sigue se debe a Strawson. Véase “Intention and Conventíon in Speec h Act”.
por una razón similar: no nos basca reconocer en otro la intención de cóhven cemos de que p y para que nos demos por convencidos de que p. Naturalméñ2 te, es de esperar que la distinción entre efectos ilocutivos y perlocutivos sea: vaga, y haya casos en que no esté claro ante qué estamos. Pero esto mismo ocurre con calvo/no calvo , y con la mayoría de los conceptos con que hacemos las distinciones que más útiles nos resultan cotidianamente. Lo importante es que una clasificación no sea irremediablemente vaga: que haya un principio, quizás de difícil formulación, relativamente al cual existen casos claros que ejemplifican cada uno de los conceptos en cuestión. Esta cuestión está relacionada con los contraejemplos a la necesidad del análisis griceano del significado, mencionados en la segunda sección (soliloquios, exámenes, etc.), que los proposicionalistas tienen especialmente en mente. De acuerdo con un análisis como el de Searle, las intenciones esencialmente lingüísticas nunca van más allá del hablante. La intención distintivamente lingüística con la que el hablante lleva a cabo una constatación no seria nunca la de producir un juicio en la audiencia, sino sólo la de representarse él mismo como teniendo una creencia. La intención con que los hablantes hacen ejecuciones no sería nunca la de que la audiencia forme una intención, sino sólo la de representarse a sí mismos como teniendo un deseo. En consecuencia, todos los efectos que pueda desearse producir en la audiencia, o de hecho se produzcan, son perlocutivos; ninguno de ellos es esencial al lenguaje, constitutivo de los potenciales ilocutivos de los signos. Lo que está en cuestión en este debate es justamente, como era de esperar, el pivote sobre el que gira el argumento de Wittgenstein en las Investiga ciones contra el mentalismo, a saber* la naturaleza de las normas constitutivas de lo que llamamos significados. Como indiqué en XÍIÍ, § 2, Austin distingue, entre sus condiciones de feliz realización, las A y B de las C. La violación de las primeras daría lugar a que no se hubiese producido el acto en cuestión; la violación de las segundas, en cambio, sólo constituye un “abuso”. Esta distinción era parte de la estrategia de Austin, destinada precisamente a oponerse a la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos; pues entre las condiciones de tipo C se encuentran las que tienen que ver con la presencia u ausencia de los estados mentales que el proposicionalista considera lingüísticamente esenciales. Tomemos el caso de un hablante que emite ‘la plaza de Catalunya está a dos manzanas en esa dirección7, en un contexto en que su proferencia cuenta convencionalmente como un informe. La clasificación de Austin persigue defender la tesis plausible de que, en un caso así, con respecto a la determinación de la corrección o incorrección de la acción lingüística no es esencial la presencia o ausencia en el hablante, pongamos por caso, de creencias en el sentido de que la plaza de Catalunya está en la ubicación indicada. Si no lo cree, su acción será un abuso; sin embargo, si, de hecho, la plaza está en la ubicación que ha indicado, su acción puede haberse ejecutado felizmente. Pese a compartir los objetivos finales de Austin, nosotros hemos rechazado recurrir a su estrategia; pues esa estrategia pasa por la exigencia de la convencionalidad del significado, mientras que nosotros hemos insistido en que puede hacerse
un informe, o un requerimiento, sin que medien convenciones específicas que así lo posibiliten. La estrategia antimentalista de Austin le lleva por caminos similares a los recorridos por Wittgenstein: ambos descansan en la naturaleza social de las normas. . : Con Grice, nosotros discrepamos de este punto de partida; como vimos en los capítulos XI y XII, esta estrategia traiciona un intemismo comunitario de consecuencias intuitivamente casi tan poco aceptables como las del inter nismo sensu estricto. Hemos concedido a Austin que quizás existan condiciones constitutivas, necesarias para que se produzca un acto de significación, tales como que el productor del signo y su audiencia sean seres racionales, cuyos aparatos cognoscitivos estén en buen estado, etc. Pero estas condiciones son demasiado genéricas para que sirvan de mucha ayuda. Los elementos distintivos de las diversas fuerzas ilocutivas, necesariamente, tendrán el estatuto de las condiciones de tipo C de Austin; esto es, el de condiciones de realización afortunada de las que cabe “abusar”. En cada caso particular,, puede llevarse a cabo una constatación o una ejecución, aun violándose las condiciones de realización .afortunada definitorias de las mismas. Pero esto es com patible con que las condiciones en cuestión sean un elemento esencial,.d.efi nitorio del tipo de acto lingüístico. Por tanto, que la ausencia en el: hablante de las creencias indicadas en el ejemplo anterior constituya un mero “abuso no es bastante para obtener de ello las consecuencias antimentalistas buscadas por Austin. La estrategia antimentalista que aquí se ha venido proponiendo pasa por una concepción alternativa a la de Austin y Wittgenstein de los elementos tefe ológicos o normativos asociados a la noción de significado. Muchas veces, cuando se defiende el punto de vista proposicionalista, se hace a partir de un razonamiento erróneo. Se hace notar, por ejemplo, que podemos hacer un informe, o dar una orden, sin que nuestra audiencia acepte la primera o haga caso de la segunda. Esto es, naturalmente, verdadero; pero es irrelevante, porque tanto la teoría griceana como la teoría proposicionalista así lo contemplan. Lo que está en cuestión más bien es si en esos casos el informe o la orden se han llevado a cabo felizm en te o no. Lo que determina que un informe o una petición no se han llevado a cabo felizmente si los oyentes no forman los juicios e intenciones pertinentes, según el análisis griceano del significado convencional presentado en la sección precedente, es que las prácticas lingüísticas convencionales que constituyen la institución del lenguaje no se autopreserva rían en tal caso. Es el éxito de prácticas tales como las de informar, aseverar, requerir, hacer promesas, etc., entendidas de acuerdo con el análisis original de Grice, el que parece explicar la pervivencia de la institución deL lenguaje, la reproducción de sucesos destinados a garantizar tales fines. La institución del lenguaje consiste precisamente en la regular puesta por obra con éxito de tales prácticas, en circunstancias en que tales regularidades constituyen convenciones. (Una consideración similar apoya el punto de vista según el cual el uso del lenguaje en soliloquios, exámenes, etc., es derivativo o parasitario. Gracias a que hay prácticas tales como informar o pedir, hay también prácticas
como el soliloquio o los exámenes; por otro lado, las primeras podrían darse por sí solas, en ausencia de las segundas^) En la propuesta de Wittgenstein, la normatividad proviene del hecho de que los significados son disposiciones en cuanto a las que existe coincidencia entre los miembros de nuestra comunidad. Las consideraciones precedentes sugieren una explicación alternativa de la normatividad, de la que está ausente el proyectivismo característico de la explicación wittgensteiniana. De acuerdo con esa explicación alternativa, los significados son func ione s o propósitos naturales de las preferencias. Hay objetos que tienen funciones o prepósitos artificiales , en tanto que han sido específicamente diseñados para satisfacerlos; así ocurre, por ejemplo, con los limpiaparabrisas, y con los instrumentos y herramientas en general. Sin embargo, no decimos de un corazón que tiene la función de bombear sangre porque haya sido diseñado para ello. Una explicación razonable de lo que queremos decir cuando adscribimos una función o propósito natural F a un objeto o a un acaecimiento es la siguiente. En primer lugar, el objeto o acaecimiento tiene rasgos que le capacitarían para llevar a cabo F, en las circunstancias apropiadas. Es decir, una función es, en primer lugar, una disposición, en el sentido realista del término (V, § 2). Hasta aquí, el elemento normativo está ausente. En segundo lugar, el que el objeto o acaecimiento tengan esos rasgos se explica precisamente porque los rasgos le capacitan para llevar a cabo F, en circunstancias apropiadas. Así, por ejemplo, en el caso del corazón, la teoría de la evolución por selección natural propone (simplificando mucho, con el fin de enfatizar los aspectos relevantes) que la posesión por el corazón de rasgos que le capacitan para bombear sangre explica la existencia de corazones con esos rasgos; pues esa capacidad da cuenta de la supervivencia y reproducción de organismos que los poseen.9 El mecanismo de autopreservación característico de las convenciones no tiene mucho que ver con el mecanismo de la selección natural; pero tiene, igualmente, el efecto de dar lugar a funciones o propósitos naturales, en el sentido expuesto. Una preferencia de la oracióntipo la plaza de Cataluña está a dós manzanas en dirección sur’ tiene un cierto significado (es un informe con un determinado contenido), porque (i) tiene rasgos (ejemplifica ciertos tipos, dispuestos de ciertos modos) que le capacitarían, en circunstancias apropiadas, para satisfacer ciertas intenciones comunicativas (producir un juicio con un cierto contenido en la audiencia, a través del reconocimiento de la intención del hablante), y (ii) tiene esos rasgos precisamente porque la posesión de los mismos le capacitaría para satisfacer tales intenciones comunicativas, (ii) se justifica en este caso apelando a la naturaleza de las convenciones, expuesta en la sección anterior; en especial, apelando a la satisfacción de la tercera condi-
9. Este análisis de las funcion es se debe a Larry Wright. Véase su Teleological Explanation. Ruth Millikan ofrece una explicación análoga en los dos primeros capítulos de su Lan giia ge, Th ou gh t an d O th er Bi ol og ic al Ca te go ri es . A mi juicio, la explicación de Millikan es defectuosa en varios respectos. Un defecto es que, cuando menos, sugiere que todas las funciones naturales son propiedades biológicas, o reducibles a propiedades biológicas. Uno más grave es su rechazo del elemento disposicionai de las funciones.
ción en la definición de Lewis: si se ha producido una proferencia de esa oracióntipo es porque existe una regularidad tal que ... . Sin duda, la explicación que debe reemplazar a los puntos suspensivos ha de ser muy compleja, entre otras cosas porque es preciso articular la estructura de un lenguaje como el español para hacerlo. Pero no veo razón alguna para desesperar de que, algún día, estemos en disposición de proporcionarla, esencialmente de acuerdo con la propuesta griceana. En el sentido explicado, un objeto puede ser un corazón, y tener la función de bombear sangre, incluso cuando no puede servir transitoriamente a ese propósito (por no estar en el lugar apropiado en el organismo apropiado, o por causa de alguna' malformación,, enfermedad, etc.). Análogamente, una proferencia puede ser un informe de que la plaza de Cataluña está a dos manzanas hacia el sur, incluso aunque no tenga la capacidad de informar de tal cosa (porque no existe el debido vínculo entre los juicios del hablante y la situación de la plaza de Cataluña, porque la audiencia no confía en el hablante y no está dispuesta a formar el juicio pertinente, etc.). La objeción de dos párrafos más arriba está, pues, mal concebida. No puede refutarse una tesis como la que hemos venido proponiendo por el simple procedimiento de mostrar que se puede hacer un informe o una petición sin que se den las condiciones de realiza ción afortunada constitutivamente asociadas a estos significados. Pues la tesis es que los significados son propiedades teleológicas, en el sentido que hemos descrito. La tesis es que, cuando intuitivamente nos parece que una cierta proferencia tiene un determinado significado, la proferencia se ha producido porque tiene rasgos que le permitirían, en determinadas circunstancias, la realización de determinadas intenciones comunicativas. Esta explicación puede, sin duda, verse refutada mediante una combinación de contraejemplos apropiados y reflexión teórica. Pero no es inmediato que haya de serlo. 5.
Sum ario y consejos pa ra seguir leyendo
La principal virtud de la propuesta del presente capítulo está, a mis ojos, en que posee las virtudes de las del segundo Wittgenstein y Quine, sin sus defectos. La concepción del significado no es, para empezar, provinciana (XI, § 4). Puede existir una comunidad que utiliza un sistema de representaciones significativas, incluso aunque, recurriendo a cualquier estrategia de traducción radical que podamos diseñar, no seríamos capaces de discernirlas como tales. Consiguientemente, la propuesta griceana no implica consecuencias antirrealistas. Permite, pues, ofrecer la misma réplica a las concepciones internistas tradicionales (representacionalismo y fenomenalismo) que ofrecen Wittgenstein y Quine, basada en una teoría de la intencionalidad sustancialmente naturalista como la de estos filósofos, y de la que está igualmente ausente la distinción cualitativa entre analítico y sintético, pero sin los problemas que apreciamos en capítulos precedentes. La propuesta griceana se apoya en una explicación del significado que no
presupone la existencia de convenciones, en términos del concepto de inten ción comunicativa (§ 1). Después, a partir de ese concepto, y con la ayuda de un concepto general de convención que tampoco presupone la existencia de un lenguaje, se explica el concepto de significado convencional (§ 3). La explicación recoge la tesis central de Austin (que el significado incluye un componente esencialmente “pragmático”), sin los problemas discutidos en el capítulo anterior (§ 4). Pueden darse réplicas suficientes a las objeciones habituales más importantes al análisis griceano defendiendo que el concepto de signifi cado está basado en casos prototípicos (§ 2), y ofreciendo una elucidación de ello en términos de ios elementos teleológicos que el análisis les adscribe ( § 4).
Lecturas: el programa de Grice se expone en H. Paul Grice, “Las intenciones y el significado del hablante”. El análisis de las convenciones de David Lewis está bien resumido en su “Lenguajes, Lenguaje y Gramática”. La idea central para el tratamiento del significado proviene de Eric Stenius, “Mood and Languagegame”. El concepto de intención comunicativa , y la distinción entre fuerza ilocutiva y acto perlocutivo, está claramente expuesto en P. Strawson, “Intention and Convention in Speech Acts” Tres libros excelentes sobre los temas de este capítulo son David Lewis: Convention: A Philosophical Study , Stephen Schiffer: Meaning , y J. Bennett, Linguistic Behaviour. El último enfatiza los aspectos teleológicos descritos brevemente al final. El trabajo de Wright, Teleological Explanation, contiene un excelente tratamiento de las nociones teleológicas.
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ÍNDICE ANALÍTICO
En el caso de los autores tratados en la obra , sólo se incluyen referencias a ellos cuando no aparecen en las secciones o capítulos en que se trata expresamente de sus aportaciones.
acaecimiento, 61, 129, 305, 382, 474 acción básica, 474 acción racional, 475,486 y causalidad, 476 actitudes preposicionales, 55,204 de dicto y de re, 262 actividad práctica, xviu actividad teórica, xvm acto perlocutivo, 490, 538 actos lingüísticos, 9 teoría austiniana, 483 teoría proposicionalista, 484 y s., 538 alucinaciones, 62 ambigüedad de alcance, 284 análisis, 287, 342, 352, 361 en condiciones necesarias conjuntamente suficientes, 514 mediante un prototipo, 514 teoría russelliana de las descripciones, 350 y práctica filosófica, 353 Anscombe, G. E. M., 302,476 antirrealismo, 126 proyectivismo, 163, 167, 357, 361, 382 reductivismo eliminatorio, 149, 357, 362, 382
y metafísica descriptiva, 294 aportación general, 274 aportación singular, 275,284 arcanos, 344, 346 argumento central de Frege (ACF), 187, 227.287 objetividad de los referentes, 194 argumento del conocimiento, 71, 417 argumento FregeChuchGódel, 215, 227.288 Aristóteles, 179, 348 asistematicidad, 6 atomismo lógico, 287 atribuciones de re, 266 Austin, John, 474 Ayer, Alfred, 66 Bedeutung, 185 Bellarmino, 158 bifurcación causal, 150, 170 Bitierra, 120, 249 Brentano, Franz, 55, 300 características individuativas, 194, 196 Camap, Rudolf, 293,428,433 Carroll, Lewis, 46,112 categorías lógicas, 340
categorías semánticas, 181 causalidad análisis humeano, 146, 355, 362 análisis humeano, versión depurada 172 análisis humeano, versión simple, 147 propiedades, 126 y s. representacionalismo, 77 y acaecimientos, 61 y conocimiento por contacto, 258 y realismo, 155, 362 certeza, 58, 87, 349 Círculo de Viena, 428 citas, 17 pictograficidad, 45 sistematicidad, 30 teoría davidsoniana, 17, 30 teoría fregeana, 35, 202 teoría natural, 17, 29 teoría TarskiQuine, 30 y ss. Chomsky, Noam, 5,8, I !, 446,471,484 Church, A'lonzo, 214 Churchland, Paul, 422 . concepción agustiniana, 100, 138, 183, 281,409 condición NS, 171 condicional contrafáctico, 130 condiciones cceteris paribus , 130, 403, 447,478,526 condiciones de correspondencia, 486 condiciones de feliz ejecución, 481, 505 recepción, 492 taxonomía de Austin, 488 condiciones de verdad, 186, 188, 192, 215,227,295,318,481 contenido proposicional, 482 y s. internamente relacionadas, 369 vs. condiciones de constatación, 413 ys.
vs. valor de verdad, 186 conductismo, 444 lógico, 422 metodológico, 421 conocimiento a posteriori, 86, 207 a priori, 87, 143, 297, 516
falibilidad, 407 y s., 439 y s., 516 vs. holismo semántico, 517 y s. y modalidad, 349 demostrativo, 58 directo, 58 explícito vs. tácito, 26, 347,523 mutuo, 115, 384, 495, 520 y s., 524 por contacto, 256, 272, 360 por descripción, 255, 272 consciencia, 67, 387, 394 consciencia reflexiva, 69 consecuencia lógica, 329, 433 conservadurismo epistémico, 440 constantes lógicas, 216, 319 y s. y significado no literal, 493 contextos directos, 201 contextos indirectos, 201, 261 contextos usuales, 201 contextualidad vs. sistematicidad, 181 contingencia, 296 contradicción, 328 convencionalidad del lenguaje, 112, 384,487,505,527 .• convención, 525 arbitrariedad, 526 y s. intenciones comunicativas, 528 ., vs. contrato social, 527 vs. generalidad, 501 Copémico, xix cualidades sensibles, 66 dado vs. impuesto, 463 Davidson, Donald, 33,474,484 decir, 344 definición, 435 definición ostensiva, 22, 371, 392 deícticos, 237, 251 y s. reflexividad del ejemplar, 251 y ss. Dennett, Daniel, 422 dependencia de la reacción, 163 y ss., 398,515 Descartes, Rene, 54, 58, 76, 136, 156, 160,381,441 descripciones definidas, 274 usos referenciales, 285 impropias, 285
incompletas, 285 indefinidas, 273 dilema del prisionero, 527 dirección del ajuste, 484, 535 constataciones, 535 ejecuciones, 535 discurso directo, 204 discurso indirecto, 294 disposiciones, 136, 396,446 base de la disposición, 137,397 concepción humeana, 397,478 concepción realista, 397, 478, 541 condiciones de manifestación, : 136 manifestaciones, 136, 399 vs. propiedades categóricas, 136 Donnellan, Keith, 285 Dretske, Fred, 59 Duhem, Pierre, 442,463 Dummett, Michael, 125,128 ejemplar, 2,38 empirismo, 428 entidad objetiva, 74,188, 194 entidad subjetiva, 74 enunciado, 11 epistemología cartesiana, 58,407 epistemología naturalizada, 441 escepticismo, 83, 442 esencia, 117 nominal, 117,414 real, 119,163,414 espacio lógico, 316 esquemas conceptuales alternativos, estado mental, 54 contenido, 54 sujeto, 54 tipo, 54 estrategia del astrólogo, 166, 174, estructura del lenguaje, 181,532 Evans, Gareth, 251,257,461,474 exclusión de los colores, 343 existencia en la clasificación, 280 expresión sincategoremática, 184,! expresiones cuantiticacionales, 218 universo del discurso, 219 expresiones incompletas, 281 extensionalidad, 213 y ss.
expresiones cuantificacionales, 220 posición extensional, 263 extemismo, 79,235,258 y ss. semántico, 108 falacia de la explicitación, 411,503,523 fenomenalismo, 153,355,364,382 Field, Hartry, 233 filosofía primera, 429, 437 fisicidad, 62 fisicismo, 173,476 Fodor, Jerry, 8,206,233 forma lógica, 327, 340 formalidad, 296, 310, 315, 322 formas de vida, 403 Frege, Gottlob, 35, 91, 287, 291, 302, 322,326,380 fuerza ilocutiva, 187, 295, 324,483 condiciones de feliz ejecución, 487 informes, 507, 535 peticiones, 507, 535 vs. potencial perlocutivo, 491, 538 y acción racional, 486 funcionalismo, 445,477 función, 213, 541 fundacionalismo, 58, 177, 381,,.430, 437,464 generalidad de la predicación, 280 generalización empírica, 147, 356 estricta, 147, 173 fáctica, 147, 356 nómica, 147,173,355 NS, 171 géneros naturales, 117,176,414 Genio Maligno, 63, 78, 104, 380, 405, 438 Gódel, Kurt, 215 Goodman, Nelson, 168,176 Grice, Paul, 277, 286, 474, 529 hacedor de verdad, 303 hechos atómicos, 303 hechos moleculares, 303 Helmholtz, Hermann von, 138, 381 Higginbotham, Jim, 500
hipótesis analíticas, 451 Hobbes, Thomas, 179 hoiismo epistémico, 139,442 y s., 463 semántico, 440 y ss., 463 y s. Hume, David, 129, 148, 160, 382, 401, 477,52? ■■■■■ iconos, 295 y ss. isomorfía lógica, 324 identidad, 207 numérica y específica, 65 teoría metalingüística, 208 ilusiones, 63 . imperativos categóricos, 341 hipotéticos, 341 implicaturas conversacionales, 494 cancelabilidad, 499 derivabilidad, 497 implicaturas genéricas vs. ambigüedad, 501 inconregibiiidad, 72 independencia cognoscitiva, XIX, 133, 477 indeterminación de la traducción, 457, 460 dependencia deJ verificacionismo, 461 formulación cínica, 465 vs. infradeterminación, 450 y s. inducción, 154,442,450 inferencia en favor de la mejor explicación, XXII inescrutabilidad de la referencia, 460 información colateral, 448 infradeterminación de las teorías, 450 realismo, 462 inmanencia del objeto intencional, 56, 79, 300, 364 intención, 507 intencionalidad, 55, 187, 227, 344, 365, 483 falibilidad, 56,161, 232,295, 300,383 intensionalidad, 56, 232 realismo ingenuo, 62 teoría de las Investigaciones, 411 y ss.
teoría figurativa, 327 teoría representacionalista, 79 intenciones comunicativas, 495, 513 intensionalidad, 228, 263, 435 intemismo, 79, 235, 260,363, 380 semántico, 109,488 intemismo comunitario, 361,417,421,540 intersubjetividad, 61 intervención primaria y secundaria, 284 introspección, 67, 387 irreducibilidad, 72 isomorfía figurafigurado, 300 lógica 307, 310, 315, 327 Jackson, Frank, 71 justificación fiable, 58 Kant, Immanuel, 89, 160, 175, 381,495 Kaplan, David, 236, 241, 266 Kripke, Saúl, 121, 168, 224, 236, 240, 249, 258, 264, 286, 348, 400, 419 Leibniz, G. W., 34,94,209, 246 lenguaje del pensamiento, 206 lenguaje fenomenoíógico, 304, 313, 361 lenguaje lógicamente perfecto, 293 lenguaje privado, 115, 385, 400, 419 lenguaje y pensamiento, 292 Lewis, David, 260, 484, 529 Lichtenberg, Georg, 69, 374 Loar, Brian, 234 Locke, John, 136, 156, 160, 179, 184, 206, 375, 380, 414, 434, 441, 505, 515,520,527 lógica y aplicación de la lógica, 330 Mach, Emst, 361 máximas de la conversación, 495 y s. Mackie, John, 171 McGinn, Colin, 234, 400,420 mentalismo, 98, 380, 484 . razones conscientes, 401 mereología, 459 metafísica correctiva, 293, 386, 410 y realismo, 516 metafísica descriptiva, 293, 386 metalenguaje, 14, 20
Mili, John Stuart, 224 Millikan, Ruth, 541 modalidades, 93, 337, 348,436 modelo, 331,372 modo de presentación, 37, 195, 227 monismo neutral, 361, 375 monismo semántico, 199,286 Moore, G. E., 66, 381 mostrar, 345 y ss., 357 vs. decir, 318 conocimiento tácito y conocimiento explícito, 345 . mundo posible, 94, 315, 318, 331, 436 Musil, Robert, 175
Peny, John, 237, 251 Platón, 87, 89 Popper, Karl, 168 postulado de independencia, 313 y ss., 325,342,355 pragmática, 13,192, 211, 245, 276 autonomía de la semántica, 499 presuposiciones, 499 principio cooperativo, 495 principio de bivalencia, 349 principio de caridad, 452, 537 principio de composicionalidad, 179, ' 213,226,303 principio de determinación del dentido, 339, 349 Nagel, Thomas, 71 principio de identidad de los indiscerninarcisismo axiológico, 341, 359 bles, 246 Neale, Stephen, 175 principio de indiscemibilidad de los Neurath, Otto, 429, 440 idénticos, 209, 246 nombres ad hoc (semántica de expresio- principio de sustituibilidad, 34,246 nes cuantiílcacionaíes), 219 principio del contexto, 179, 201, 212, 226,281,303,326 nombres propios, 238 concepción milliana, 224, 227 y s., semántica de expresiones lógicas, 218 242,264 principio verificación ista del significavs. descripciones, 282 do, 415,428,443 nombres propios genuinos, 288, 303, privacidad, 72 352, 360 privacidad epistémica, 115, 383 y s. normas, 166, 385, 395, 539 problema, xx vaguedad, 401 : procedimiento griceano, 507, 512 normatividad, 62,383, 540 y ss. productividad, 10, 18, 179 epistemología, 442 proferencia constatativa, 481 proferencia realizativa, 481 lenguajes privados, 383 y ss. programa de Grice, 587, 506 notar, 67 programa logicista, 89 objetividad, 61,161,211,424 pronombre anafórico, 261 propiedad intrínseca, 246 objetos fenoménicos, 305 oraciones observacionales, 449 propiedades prescriptivas, 167 oración, 9 propiedades primarias y secundarias, ostensión, 22, 38, 182, 371, 392 135 otras mentes, 374, 384 proposición, 11, 54, 227, 317, 482, 511 articulación, 323 paradojas semánticas, 369 condiciones de verdad, 485 parecido de familia, 514 conjunto de mundos posibles, 320 participación, 131, 153, 173 función veritativa, 320 Peacocke, Christopher, 474 proposición singular, 243 Peirce, Charles, S., 174 fregeana, 245 percepción, teoría causal de, 64 msselliana, 246, 250
sentido y condiciones de correspondencia, 486 proposición empírica, 59, 75, 132, 147, 430 proposición teórica, 132 proposiciones “sin sentido”, 328 prototipo, 515 . provincianismo, 166,404 Putnam, Hilary, 62, 121, 166, 236, 249, 424
Russell, Bertrand, 66, 92, 144, 155, 291, 370,381 Ryle, Gilbert, 168, 399
Searle, John, 54, 234, 260, 484, 535, 538 Sellare, Wilfrid, 83, 98, 112, 135. semántica, 11 sentido, 37, 199, 203, 317 conceptos, 226 diafanidad cognoscitiva, 230 y s. qualia, 66 expresiones funcionales, 213 Quine, W. V. O., 30, 95, 98, 112, 176, intemismo, 228 262,293,474,487 intersubjetividad, 230 intuiciones, 226 razonamiento práctico, 510 mixto, 229, 255 . razonamiento teórico, 509 predicatividad, 230 realismo, 125, 176,364,413 puramente conceptual, 229, 239 vs. solipsismo, 376 significaciones primarias, 232 realismo directo, 306 vs. referencia, 287, 302 ' realismo fingido, 156, 368, 383, 516 significación primaria y : secundaria recursivo/a, procedimiento o regla, 10, (Locke), 109,232 18 significado estimulativo, 446 referencia, 188, 275, 281, 319, 515 significado no literal, 493 condiciones de verdad, 188, 215 significado ocasional del hablante, 506, directa, 202, 236 511. enunciados, 212, 322 prioridad conceptual vs. prioridad expresiones funcionales, 213 temporal, 506, 523 indirecta, 203 significado puramente lógico, 303 ... intemismo, 229 signo natural, 40, 77, 104 semántica de expresiones lógicas, signo nonatural, 507, 513 217,319 signo ostensivo, 24 significaciones secundarias, 232 signo proposicional, 295 términos generales, 213 signo y símbolo, 309 usual, 202 simples, 353 vs. referente, 191, 199 Sinn, 185 referente, 193 sinonimia, 435 Reichenbach, Hans, 251 sintaxis, 9 relación interna, 367 sistematicidad, 7, 18, 33, 179, 226, 326, relaciones nómicas (v. también causali 411,483 dad), 135,382 síntomas de la, 7 análisis del Tractatus, 353 y ss. Skinner, B. F., 421 relatividad ontológica, 460 soliloquio, 520 relativismo, 404, 464 solipsismo, 153, 306, 370, 383 representacionalismo, 57, 141, 306, decir y mostrar, 372 363,380 Stainaker, Robert, 233 Frege y Locke, 233 Stenius, Eric, 302, 529
subjetividad, 72 subrogar, 298, 322 aplicación de la lógica, 329 lógica y mundo, 331 reglas ostensivas, 324,370 sustancias, 117, 163,194, 251 sustantividad, 61
universales y particulares, 3 conceptualismo, 3, 176 nominalismo, 3,127, 176, 414 realismo, 3 uso vs. mención, 15, 202, 208 vaguedad, 349,400 valor cognoscitivo, 189 verbos de logro, 61 verdad, 369, 383, 470 verdad analítica, 91, 190, 240, 342, 404 430, 432 i ndependencia de los hechos, 405,43 $ verdad lógica, 92 certeza, 333 cognoscible a priori , 331 y ss. convencionalismo, 330,433 explicación sustitucional, 431 generalidad, 331 proposición “sin sentido”, 332 singularidad, 329 vs. analiticidad,343, 347 y ss. verdad sintética, 91 verificacionismo, 398,415,431, 515 estados de consciencia, 423 vivencias, 66, 206, 305, 355, 361 y significado no literal, 494 von Wright, Georg H., 476
Tarski, Alfred, 32, 369 tautología, 328, 340, 344 teleología, 487, 541 teoría russelliana de las descripciones, 224,351 fenomenalismo, 360 teoría de la referencia directa, 236 términos clasificatorios, 273, 302 de género natural, 116,414 de masa, 116 predicativos, 274, 302 singulares, 183, 187 términos sin referencia, 350 términos teóricos, xxn, 133 aplicación, 134, 396 y s. descripción, 134, 397, 441 tesis de Brentano, 56 tipo, 2 traducción radical, 444, 449 disposiciones lingüísticas relevantes, 453 Wittgenstein, 22, 92, 98, 112, 113, 155, transparencia, 72 trascendencia del objeto intencional, 79 162, 184, 260, 287, 439, 446, 474, 487,505,514,536 Wright, Larry, 541 unicidad en la clasificación, 280
ÍNDICE
Prólogo
.................................................................................. .................. ..
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Introducción .............. ......................................................
ix x XV
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Ca pít u l o I
Los objetivos explicativos de las teorías lingüísticas 1. 2. 3. 4. 5.
Tipos y ejemplares .. ............................................................................ Objetivos explicativos de las teorías del lenguaje ............................... Uso y mención de signos ....................... ........................................ ¿Qué información proporcionan las teorías del lenguaje?................... Sumario y consejos para seguir leyendo ..................... ........................ .
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Ca pít u l o
1 4 14 2Ch 28
n
Teorías de las citas 1. 2. 3. 4.
La teoría QuineTarski de las citas ..................... ......... .............. 29 33 El argumento de Quine en favor de su teoría de las cita s ............... .... La pictografícidad de las citas ................................................................... . . . . 44 Sumario y consejos para seguir leyendo ................................................... .. 51 .
.
Ca p í t u l o III
Fundamentos epistemológicos: el problema de la intencionalidad 1. El problema de la intencionalidad
..................... ........ ......................... 2. Lo objetivo y lo subjetivo ....................... .............................................. 3. Realismo por representación ............... .............. ... .............................. .
53'
60 74
4. Modalidades semánticas, epistémicas y metafísicas 5. Sumario y consejos para seguir leyendo . . . . ........
.......................... ............... ......
.
.
86 95
Ca pít u l o IV Lenguaje y pensamiento en Locke 1.
La concepción agustiniana del significado . . . . . . . .................
.
2. La concepción del lenguaje de Locke ................................................ 3. Esencias nominales y esencias reales . . . ....................................... 4. Sumario y consejos para seguir leyendo ...... .................................
99 103 116 127
Ca p í t u l o V
Fundamentos metafísicos: las relaciones nómicas 1. 2.
Las relaciones nómicas ........................................................ .. Propiedades primarias y secundarias .. . . .... .................................
3.
El reductivismo eliminatorio sobre las relaciones nómicas y el fenomenalismo .................. ................................ El realismo fingido sobre las relaciones nómicas y el representaciona lismo ........ .......................................................................................... El proyectivismo sobre las relaciones nómicas y el intemismo comunitario ...... ........................ •........ .............. ...... ....................................160
4. 5.
129
.
135 145 155
.
6. 7.
Un análisis humeano depurado; el intemismo comunitario . . . . . . . . . Sumario y consejos para seguir leyendo , , , . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
170 175
Ca pít u l o VI
La distinción de Frege entre sentido y referencia 1. 2.
3. 4. 5.
6. 7.
Los principios del contexto y de composicionalidad ......... ............ 179 184 Sentido y referencia de términos singulares .............. ........ .... . . . . Análisis del discurso indirecto ........................................................ 200 El valor cognoscitivo de la id entidad........................................................ 207 Sentido y referencia para enunciados y otras expresiones ............. 212 Semántica de las expresiones ló gic as.............................................. 216 Sumario y consejos para seguir leyendo ........................................ 221 Ca pít u l o VII
Frege, Russell y las proposiciones singulares 1. 2.
Las nieves del MontBlanc y la naturaleza de las proposiciones Los sentidos de nombres propios y deícticos ........... ......................
_
223 236
3. Proposiciones singulares fregeanas y russellianas. . . . . . . . . . . . . . . . 242 4. Una propuesta neofregeana sobre los sentidos denombres propios e indéxicos .......... .................................................. .......................... 251 5. Actitudes preposicionales de dicto y de re .................... ......... 260 6. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................ ...........................................269 C a p ít u lo v m
La teoría de las descripciones de Russell 1. La teoría de las descripciones: descripciones indefinidas ................... 2. La teoría de las descripciones: descripciones de finidas....................... 3. Sumario y consejos para seguir leyendo ...................... ..................... .
Ca
p ít u l o
271 279 288
IX
La iconicidad del significado y la naturaleza de la lógica en el Tractatus de Wittgenstein 1. 2. 3.
El lenguaje natural y el Tractatus: consideracionesmetodológicas .. Signos proposicionales icónicos ............................... Lenguajes figurativos ................................................. .......... ................
4. 5. 6.
El espacio lógico y los significados de las constantes lógicas. . . . . . La iconicidad del lenguaje y el problema de la intencionalidad......... La iconicidad del lenguaje y la necesidad ló gic a..................... .. Sumario y consejos para seguir leyendo ................. ..... ..... ................
7.
.
291 294 301 311 323
328 336
C a p ítu lo X
La metafísica del atomismo lógico 1.
2. 3. 4. 5. . 6. 7.
El análisis y el problema de la exclusión del color ......................... Decir y mostrar . .................... .............. ................ .............................. El principio de determinación del sentido ......................................... .
.
.
.
Reductivismo eliminatorio causal y fenomenalismo en elTractatus . La refutación del representacionalismo .............................................. El solipsismo del Tractatus................... .............................. ................ Sumario y consejos para seguir leyendo ........................................... Ca
p ít u l o
339 '343 349 355 363 370
376
XI
El argumento de Wittgenstein contra los lenguajes privados 1. 2.
Los supuestos mentalistas y los lenguajes privados .................. . Lo que las reglas no s o n ....................... ..........................................
378 385x
3. 4. 5. 6. 7.
Lo que las reglas son . . . . . . . . . • • • • El provincianismo de la concepción wittgensteiniana de lossignificados La naturaleza de la filosofía ................................................................. El antirrealismo de las Investigaciones ......... .. .................................... El argumento contra la posibilidad de un lenguaje privadoy la concepción wittgensteiniana de la m en te ................ 8. Sumario y consejos para seguir leyendo ............................ ................ -
.
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394' 402 408 413 417 425
Ca pít u l o XII
La indeterminación de la traducción radical según Quine 1. Los dos dogmas del empirismo ........................................................... 2. Objeciones a la distinción analítico/sintético ........................................ .
3. La epistemología naturalizada frente al dogma fundacionalista .........
4. 5. 6. 7.
Las condiciones empíricas de la traducción ra dic al.............................. La indeterminación de la traducción y la inescrutabilidad de lareferencia Las paradojas de la indeterminación ................................................... Sumario y consejos para seguir leyendo ............... .............................. .
Ca pít u l o
428 432
436 443 455 464 471
xm
Elementos de pragmática 1. 2. 3. 4.
La acción ra cio nal ............. ...................... ............................... ... Actos del habla ............................... ...................................................... Significados no literales ..................... .. ............ ................. ................ Sumario y consejos para seguir leyendo ................................... .. .
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474 480 492 503
Ca pít u l o XIV El programa de Grice 1. El significado ocasional del habla nte ................. .................................. 2. Interludio metodológico, con algunas modificaciones ............ ............. 3. Convenciones lingüísticas .............. ................................... ... 4. La naturaleza de la normatividad lingüística ....................................... 5. Sumario y consejos para seguir leyendo .............................................
505 513 525 532 542
Referencias bibliográficas .......... ................................
545
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índice analítico
..................
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.........................
..................................
............
551