Filosofía
Filosofía L O S E X T R A V IO S D E L A L IB E R T A D ¡Libertad ó muerte! Dilema Dil ema falaz, replica Pierre Pie rre Grimal: la ■ verdadera libertad libertad sólo sólo se cumple plenamente plenamente en en la muerte muerte.. ¿De dónde proviene, entonces, ese mito de la libertad, que conlleva tantas esperanzas portadoras portado ras de tantas carnicecarnice' rías? Pierre Grima Gri ma!! describe su origen ori gen y aparición, desde desd e la prime pri mera ra definición negativa (ser libre era lo mismo m ismo que q ue no ser esclavo esclavo)) hasta hast a llegar lle gar a la acepción metafísica (la libertad libert ad -de conciencia conciencia y de ser), ser), pasando pa sando por su ambigua trans tra nsfor forma ma-. -. .ción política (la libertad cívica).. • < Al ana anali lizár zár las las est estru ruct ctur urás ás ori origi gin nales ales de las las soc socie ieda dade dess griega y romana, Pierre Grimal nos pone de manifiesto la au téntica historia de la libertad. Denuncia Denuncia así la la "desvergonza "desve rgonza da impostura" dé la presunta libertad ateniense y establece que únicamente Roma Roma conoci conoció ó una libertad semejante a la . inasible imagen que q ue se forjan forjan dé.ella los hombres. Esta Esta historia es la d e u n recorrido sembrado sembrad o de yerros trá gicos o sublimes -que recuerdan la trayectoria de Ulises errabundo en busca busca de la sabiduría sabi duría-- al término término del cual apa rece la la plena signif significa icació ción n de un concepto que para p ara unos re prese pre sent ntaa la más alta dignid di gnidad ad de! de ! hombre y para otros, una un a superchería creada para desgracia propia. Al revelamos revelam os lo que fue en otro tiempo la libertad, Grimal nos hace comprender compre nder lo que cabe esperar hoy de ella ella..
ISBN ISBN 84-743 2-397-5
788474 323979
Código : 2.356
Colección Hombre y Sociedad Serie
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LOS EXTRAVIOS DE LA LIBERTAD
po p o r
Pierre Grimal
Título del original francés: Les erreurs de la liberté © 1989, by Société d'édition Les Belles Lettres, París
Traducción: Alberto L. Bixio Diseño de cubierta: Gustavo Macri Composición tipográfica: Estudio Acuatro
Primera edición, Barcelona, 1990
Derechos para todas las ediciones en castellano © by Editorial Gedisa S. A. Muntaner, 460, entlo., 1* Tel. 201 6000 08006 - Barcelona, España
ISBN: 84-7432-397-5 Depósito legal: B. 1.081 - 1991
Impreso en España Printed in Spain Impreso en Rom anyá/Valls, S. A.
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"Cuando mediante el señuelo de la libertad se ha logrado se ducir a las muchedumbres, ésta s son arra stradas a ciegas apenas oyen tan sólo su nombre. ”
B o s s u e t
Indice
In t r o d u c c ió n .................................................................................
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1. La “li b e rta s ” r e p u b lic a n a ....................................................19 2. Los co m b a te s d e la l i b e r t a d .......................................
49
3. La li b e rta d s a c r a liz a d a .................................................
79
4. La c o n q u i st a h e r o i c a .......................... *........................
113
5. La lib e rt a d b ajo lo s C é s a r e s .......................................
147
O r ie n t a c io n e s b ib l io g r á f ic a s ............................................... In d ic e t e má t ic o
17 5 17 9
Introducción
Nadie Na die d u d a de q u e la p a lab la b r a lib li b e rta rt a d s ea u n a d e las la s m á s o s cu ras que existan. Esto n o ofrece ofrecería ría inconveniente inconveniente may or si al pro pio tiem tie m po no fu f u e ra u n o de los lo s voca vo cabl blos os m á s con c onm m oved ov edor ores es y m á s pelig pe ligro roso soss q u e se con co n ocen oc en.. La lib li b erta er tad d , q u e se conc co ncib ibee c o m ú n mente como como u na fuente de espontaneidad y vid vida, a, como la la m anifestación m isma ism a de la vida, vida, se revela revela en la experiencia como algo algo inseparable de la muerte. Nin N ingu guna na form fo rm a de vida, vid a, en efecto, efe cto, es es e s p o n ta n e id a d pu p u ra . Des D esde muy temprano se nos impone la sensación de los límites que nos encierran por to da s partes: límites límites de nues tro cuerpo, limit limites es debidos debidos a las cosas que nos resisten resisten y con las cuales hay que u sa r de astucia, límites que resultan de la presencia de los demás en todas las edades de nuestra existencia. Pero si. mediante el pe p e n s a m ien ie n to, to , su s u p rim ri m im o s tod to d o s eso e so s ob o b s tác tá c u los lo s , s e ha h a c e evi e vide dennte que al mismo tiempo tiempo suprimimos las razones que tenemos p ara ob rar y para afirmar nu estr a libertad, libertad, se hace evidente evidente que toda vida vida es u n a lu cha y que el obstáculo es todo todo aquello aquello que nos p ermite existir, existir, aquello aquello que n os hace co bra r conciencia conciencia de n ue str a vovoluntad al resistirse resistirse a noso tros. Sól Sólo hay liber libertad tad ab soluta en un a soledad absoluta y. finalmente, en la muerte. Guizo Guizott asegurab a, en su Historia H istoria d e la civilizació civiliza ción n en E uropa. urop a. que el m un do an tiguo h abía ignorado ignorado el el sentim iento de la libertad libertad en s u “estad o puro". Guizot entendía por es ta exp resión “el “el placer de sen tirse hom bre, el sentimiento de la person alidad, de la esp ontaneid ad hu m an a en s u libre libre desarro desarrollo llo". ". Un sentimiento , decía, decía, que no existía existía entr e los bá rba ros o. como como los llama ba Guizot. Guizot. los “salvajes". Guizot hacia esta afirmación en la época del romanticismo cismo y apoyándose en Rousseau. C hateau briand y ... ... Táci Tácito to.. DiDicha afirmaci afirmación ón no respond e a nin gun a verdad verdad histórica. histórica. D espués de Guizot Guizot.. sabe m os, g racias a los esfuerzos de los etnól etnólogos, ogos, que las sociedades sociedades de los pueblos "salv "salvaj ajes es"" son tam bién las m ás s ometidas: metidas: a creenc ias sofocant sofocantes, es, a ritos, a cos tum bres estrictas. 11
a la tiranía de u n Jefe Jefe o de u n grupo. Esas sociedades dependen dependen también m uy estrecham ente de las condiciones condiciones m ateriales de su vida, vida, siempre siempre am enazada por las fuerzas natura les. E n reali realidad, dad, no hay servidum bre m ás completa que la de los “salvaj “salvajes” es”,, au n cua nd o el hom bre civi civili liza zado do tenga la ilusión ilusión de que llevan llevan un a vivida Ubre. bre. La Uberta Ubertad d de qu e gozamos no sotro s mism os s e olvi olvida da y se p asa po r alto alto como el el aire aire que respiramos. Uno de los car acte res e senciales de las civiliza civilizacio ciones nes antigu as es el hab er Ube Ubera rado do casi totalmente totalmente a los los homb res de las tiran ías de la na turaleza : primero, en la edad neolít neolítica ica con la invención y el perfeccionamiento perfeccionamiento de la agricu ltura, lueg luego o al establecerlos en ciudades que eran inseparables inseparables de un suelo suelo sagrado. sagrado. En esas ciudades los hom bres tenían tenían la seguridad de pe rd ur ar y las funci funcioon es sociales sociales esta ba n suficientemente suficientemente diferenciadas diferenciadas pa ra que ca da uno pudiera disponer disponer por lo lo menos de u na parte de s u tiempo y de su s fuerzas pa ra utili utilizar zarlos los a su gusto. gusto. La ciuda d an tigua inventó el “oc “ocio io”, ”, que es u n a forma de la libertad p erson al. En Grecia nace nac e la civil civiliza izació ción n del ágora, don de aparec ió el diálogo diálogo libre libre;; tamb ién e stá allí allí la civi civili liza zaci ción ón del teatro, en la que el espec táculo ‘polariz ‘polariza” a” la atenc ión y la sensibilidad de qu ien lo e scu cha y lo contempla y bo rra por u n tiempo las oposicio oposiciones, nes, los conflict conflictos, os, en que ch ocan las libertade s person ales. También se da allí allí la la civ civil iliización del del discurso, en la que el apremio ejerc ejercido ido po r el hom bre h á bil bi l en e n el u s o de la p a la b r a cu c u lm in a e n la l a aq a q u iesc ie sc en c ia del de l au a u d ito it o rio. rio. En Roma, con alguna s variantes, se enco ntrará e sta misma “concilia conciliación ción"" de las lib ertades erta des “esp on táneas" tán eas" y del ottum —es de decir, cir, la posibilidad posibilidad de disp on er del espíritu y del cu erpo a voluntad— que será u n a de las conqu istas de que podrán enorgullec enorgullecererse los los romanos a ju st o títu título lo.. De m an era que n o es exacto, exacto, como lo lo afirmab afirmab a Guizot. Guizot. que sólo la libertad política había preocupado siempre a las civilizaciones antiguas. Estas conocieron también la libertad de ser: el respeto de las perso nas , de su seg uridad, el derecho de propiedad, propiedad, el derec derecho ho de fun dar un a famili familiaa y de perp etuarla... etuarla... lo cual segu ram ente no dejaba de aca rrear limit limitaci aciones ones.. E sas libertades libertades fun dam entales era n inde pen dientes del régimen polí políti tico co en vigo vigor, r, monarq uía, oligarquía, oligarquía, democracia democracia o tiranía. D ichas libertades est a b a n v in c u la d a s co n la cond co ndic ició ión n socia soc iall de la l a s pe p e r s o n a s y defi de fini nida dass de man era esencialmente esencialmente negat negativa iva por el el hecho hecho de no ser un o es clav clavo. o. Aquí Aquí se enc ue ntra la sepa ración fun dam ental en tre las dos categorías categorías de seres hum ano s que co nstituyen nstituyen la sociedad sociedad antigua. Los “ciudadano “ciudadano s", los “hom “hom bres libres" libres" pu ede n o no p articip ar en 12
el gobierno gobierno de la ciuda d. No por esto esto s on men os ‘libres’ ‘libres’ y sólo sólo en virtud virtud de u na metáfora abusiva hab rá de decirs decirsee que los los súbditos súbditos de u n rey son s u s "esclav "esclavos” os”.. La La “tiran “tiran ía”, ía”, en el sentido moderno del término, sólo comienza comienza a pa rtir del del mom ento en que el rey in ten te violentar las conciencias conciencias.. La antigüedad también conoció intentos de esta índole. Los po p o e ta s trá tr á g icos ic os grie gr iego goss fue fu e ron ro n sen se n s ible ib less a es e s te pro p robl blem em a. Ver V erem emos os Prom eteo o en la Orestíaque la tragedia ática, con Esquilo en el Prometeo d a y con Sófocl A ntígon ona, a, llev Sófocles es en s u Antíg llevó ese problem a a la escen a. Los Los poe tas y los filóso filósofos fos reivindican reivindican el el derech o a la rebelión cu an do dos m orales e stá n en conf confli lict cto, o, pero ese derecho no tiene el fin fin de oponer un a pe rson a a otra; la persona se bo rra y cede el lugar a u na norma abstrac ta. Cuando rinde rinde los los honores honores fúnebres a su herm ano . Antígona Antígona no lo hace p ar a glorifi glorificars carsee ella misma, sino pa p a r a obed ob edec ecee r a los lo s dio d iose ses. s. ¿Exi ¿E xiste ste,, p u e s , u n a lib li b e rta rt a d d e la obe o be diencia? Sí, Sí, siempre qu e esa obediencia obediencia sea ra zona da, querida, si es sum isión isión a lo que n os sobrepasa. Y tam bién ésta e s un a con quista del espíritu antiguo. Los dioses participaban entonces en la vida de de la ciudad . E ntre ello elloss y la la comun idad h ay u n intercam bio d e servici ser vicios; os; a los lo s sacr sa crifi ifici cios os ofre of recid cidos os po p o r los l os h o m b re s e n los l os alta res responde la protección divin divina. a. Pero la oración nó tiene co mo ú nica finalidad finalidad obten er esta o aquella ventaja; es u n a cto de reconoc reconocimi imient ento o de la s potencias que ase gu ran el orden del del m un do. do. hace n el futuro m enos incie inciert rto; o; la oración oración es pu es un a co mu nión nió n con lo divino. divino. El hom ho m bre grieg griego o "que obedece” ob edece” al oráculo, lo hace hac e interro gánd ose sobre lo que el dios quiso decir. Trata de po ne r en armonía su acción con lo lo que que cree cree com prender del del m ensa je j e q ue le com c om unic un icó ó la p ito it o n isa is a o el sace sa cerd rdot ote. e. Ese Es e m e n sa je e s o s curo. el hombre puede escoger entre varias interpretaciones. El dios le ha dejado ese espacio a su libertad. Lo que es cierto en el caso de Grecia Grecia y de su s oráculos am bi guo s no lo es me nos e n el caso de Roma Roma y de de los auspicios y pre sagios. sagios. Aquí tampoco los dioses dioses obli obligan gan a hac er u n a d eterm inada cosa. Simplemente Simplemente m ue stra n la direcci dirección ón y no imponen nada. A las conciencias les les correspon de eleg elegir. ir. Y és tas decidirán seg ún su s luces. La reli religió gión n no abolió la la razón. Lo que ca da c ua l entien de re pr p r e s e n ta la dife di fere renc ncia ia qu e h a y e n tre tr e urja ur ja v o lun lu n tad ta d conf co nfor orm m e con el orden u nivers aly otra voluntad que se rebela contra él. Pero Pero un a y la otra son igualmente “libres”. Es ta complejidad complejidad de la libertad, libertad, en la s sociedade s y en los es pír p írit itu u s anti an tig g u o s, y el c o n ten te n ido id o difere dife rent ntee del c on cep ce p to seg se g ú n los si si glos glos ha n sido sido con frecuen cia pa sados po r alto alto y no faltan ignoranignoran13
cías y anacronism os en la aplicación que los m odernos hicieron de él. C uand o los revolucionarios de 1789 invocab an los com bates sosten idos e n Roma "por la libertad” —la ex pulsión de los reyes o el asesinato d e César—, lo hacían ateniéndose a s u s recuerdos del colegio, es decir, a u n a lectu ra su m arla d e los texto s antiguos. Pe ro no iban m ás allá de eso. Por lo demás, no h ab rían podido h a cerlo. Los conocimientos que se ten ían e nton ces del pen sam ien to antiguo no er an m uy precisos, pero la historia, sobre todo si uno sólo la entrevé, es m uy com placiente co n las ideologías y alimen ta las pasiones. Nunca el nombre de Bru to fue m ás frecuentemen te citado que en los peores mo m entos de la Revolución Franc esa. Era u n nombre que tenía la ventaja de designar a la vez al asesi no de C ésa r —ese “tirano"— y al prim er có nsu l elegido en Roma, aquel que c asi cinco siglos an tes de los idus d e marzo del año 44 había hecho expulsar a los reyes. Cuando se pronunciaba ese nombre, n u nc a e ra claro a quién se refería. La realidad histórica se esfumaba en la bruma del símbolo. Verdad es que el vocablo libertad se en cu en tra en to das p ar tes en el m un do antiguo: libertas en Roma; ‘EXeuóepia en Grecia. Aparece en miles de pasajes de autores antiguos. En nombre de la libertad los atenien ses com baten en Maratón; po r la libertad los hoplltas prestaron juram ento y se comprometieron a morir antes que a vivir como “esclavos", a u n c ua nd o, como veremos, se tra ta ra de u n a “esclavitud” pu ram en te simbólica. Tam bién la libertad invocaron Bru to y Casio, los principales con jurad os d e los id us de marzo en el año 44 a. de C. cuan do ap uñ alaro n a César. Pero, ¿se trataba de la misma libertad en todos los casos? Lo que reclam aban los atenienses amenazados por los persas de Darío era el derecho de que gozaba u n pequeñ o grup o (los “hom bres-libres") a deliberar en la asam ble a sobre los a su n to s del e s tado, el derecho a so rtear a los m agistrados a fin de que cada cu al tuviera por tu rn o u n a p arte del poder, lo cua l significaba también la negativa a volver a la época d e los “tira no s”, a la época de Pisistrato y de Hipias, por prósp era que hu bier a sido la ciud ad bajo el reinado de esto s hombres. No se trata b a aq uí de esclavos ni de su “libertad". En Roma, cu and o fueron expu lsados los reyes, la idea que se tenia de la libertad no era muy diferente. Tam bién en Roma hab ía esclavos que e stab an integrados (más directamente, según p are ce. que e n el mu nd o griego) en los gru po s familiares que c on stituí an el armazón de la comunidad. Desde este pun to de vista su de penden cia no difería mucho de la q ue p esaba so bre los miem bros 14
“libr es” de la fam ilia , las e spo sas y su s hijos. En la Roma arcaica, las mujeres no son m ás inde pendientes que en Grecia. Juríd ica m ente las mujeres son eternamente “menores de edad’ y están so m etida s a la a uto rida d del “pa dre ”, jefe de la familia. Esto signifi ca que su s relaciones con el resto de la ciudad se e stablecen por intermedio del padre, especialmente a nte la ley. E sta situación du ra rá m uy largo tiempo y fue m enester gran ingeniosidad por parte de los ju rista s para im aginar artificios a pro piados a fin de dism inuir y finalmente bo rra r esa s cade nas. A fines de la repúbli ca llegó un día en que las m ujeres roman as pudieron disponer en la prác tica de su s propios bienes, gracias a la complacencia de un tu to r qu e ellas m ism as elegían: y ha sta tuvieron la posibilidad de “repudiar” a su marido y. segú n las palab ras de Séneca, algunas de ellas con taban los año s no p or el nom bre de los cónsules, (si no por el de sus sucesivos maridos! No olvidemos tampoco que o tras m ujeres que no p ertenecían a familias de vieja cepa tenían la posibilidad de renu nciar, por simple declaración ante el pretor, a s u condición de “m atro na s” y de vivir a su gusto con quien se les anto jara. La sujeción a que e sta ba n som etidas las “m atron as” te nía el fin de ma ntene r la pureza de la sangre, de aseg urar la con tinuida d au téntica del linaje. E sa era la condición para que s u s hi jo s fu esen liben, una palab ra qu e definía al propio tiempo la pu reza del origen y su condición de pe rso na s libres. La obligación qu e pesa ba so bre su m adre era la condición de esa lib ertad. Si la sujeción jurídica de la m ujer tendió a dism inuir y por fin a desap arecer en el mun do romano, lo mismo ocurrió con la con dición de los esclavos que p or cierto se verificó m ás lentam ente p e ro de ma nera irresistible. También en esto la comu nidad rom ana se m ostró má s liberal que la ciudad griega, tan to a c au sa de la vie ja ideología de la fa m ilia como a ca us a de circu nstanc ias políticas nue vas: la formación de u n imperio con vocación un iversal, e n el que el "derecho de gentes" ten día a cu brir y eclipsar el derecho de los ciudad ano s, el “derecho de los quintes", elaborado en la épo ca e n que el pueblo romano debía oponerse todavía a otros pu e blos y velar celosam ente por la c onservación de su ser propio, es decir, po r salva gua rdar su “libertad”, otro nombre dad o a su pe r sonalidad. Esta progresiva desapartcióp de las barrer as que sep a rab an la libertad y la esclavitud y que se comp rueba a fines de la república es quizá la mayor de las con quistas de Roma, u na con quista e n la que no hubo derram am iento de sangre y que se pro dujo gradualmente, de generación en generación, h as ta la desa parición completa de la esclavitud, retrasada por las nec esidades 15
de la economía, pero pre parad a p ar a sucesivas dulcificaciones, especialmente d ura nte el reinado de Justlnlan o. E n cu an to a la “libertad’ de los ciudadan os, se consolidó ella tam bién cada vez m ás sólidamente a l tran sc ur rir los siglos. Reivindicación política a fines de la repú blica, sólo hab ía dejado bu eno s recuerdos. Pero parecía Inseparable de la violencia y de la sa n gre. de la gue rra civil, de la s expoliaciones, de las revoluciones produc idas e n las ciudades, de las conjuraciones con desprecio de las leyes hu m an as y divinas. H abían sido necesarios prolongados esfuerzos pa ra establecer u n régimen que hiciera olvidar esa larga serle de males. YAug usto lo logró. Fu e ho nra do a sem ejanza de u n dios y nun ca m ás se retomó a la época de la libertas. Esto e n modo alguno significa que el Imperio hub iera que da do reducido a la esclavitud. Veremos en v irtud de qu é conciliaciones el orden romano y la libertad terminaron por armonizar. Se sa be q ue el imperio no e stuvo apoyado nu nca e n u n g ran núm ero de legiones, que e ran simples fuerzas de policia an tes q ue u n verda dero ejército, p ue stas en las ma nos de los gobernadores. Las ciudades de las provincias eran ‘libres’ en el seno de la “paz rom ana’ que nunca fue sangrienta ni tiránica. La libertad e s u n concepto (o u n sueño) multiforme. Si segu imos en la antigüedad (y no nos proponem os sobrep asar aquí los limites del mund o antiguo) los m ean dro s de su historia no podemos de jar de pe nsa r en Ulises que fue de p aís en país, de error en error entre los pueblos m ás diversos que poco a poco le com unicaron la sabiduría, l a libertad, ¿ha sentad o cabeza en el curso de ese ‘erra r’? Así nos h a parecido. La idea que el hom bre se h a for ja do de ella cam bió de siglo en siglo. Se le reconoce la libertad interior al esclavo, libertad q ue p rep ara su libertad jurídica , las víctim as del ‘tirano* atestig ua n la dignidad h um ana: la libertad cívica se apoya en leyes ca da vez m ás precisas, tan to que del “tiem po de los romanos* s ubsis te la im agen de u n m undo e n el que la ley se impone a la violencia. En R avena. los mo saicos de S a n Vítale conservan ese testimonio ha sta nu estros días. En aquel m undo apaciguado, los filósofos ense ña n ‘libremente* que los hom bres pue den a lcanz ar la libertad prac ticando las “virtudes* que son p rop ias de su n atu rale za . Los estoicos, cuya influencia llegó a s u apogeo du ra nte el reinado de Marco Aurelio, m ostrab an que sólo era ilusión todo lo que la opinión estima ba o creía vinculado con la libertad. Lo qu e nos con traría y no s hiere no es n i debe ser m ás qu e el medio de co nq uistar la verdade ra libertad. la libertad que es tá en arm onía con la voluntad de los dioses. 16
No so m o s lib li b res re s ni n i de d e vivir viv ir ni n i de d e ve n ir a l m u n d o , n i de d e m o rir ri r o de no morir. Pero Pero tenemo s la libertad de ace ptar la mu erte. Una vez vez m ás, es e n la m uer te y por ell ellaa como como se realiz realizaa n ue str a libertad. libertad. Así Así ha b lab a y escribía el em perado per ado r Marco Marco Aurelio Aurelio en el libro libro de de s u s Pensamientos.
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La “libertas" republicana De m an era que, el 15 de de marzo del año 44 a. de C., Bruto, Casio sio y s u s amigo amigoss conjurados para da r m uerte a Cé sar asesinaron asesinaron bru b ru ta lm e n te e n el Cam C am po de M arte art e a q u ien ie n h a b ia e x ten te n d ido id o el imim perio pe rio de Roma Ro ma h a s t a los lo s lim ites it es del m u n d o , d e sd e los lo s b o rd e s del océano occidental occidental h a st a las orillas orillas del Oriente, en ad elan te pacificado. Y los conjurados hacían aquello porque, según decían, querían devolver a Roma la libertad. ¿No recordaban acaso que cinco cinco años an tes, a principi principios os de de enero del año 48. 48. ese mismo C ésar habia c ruzado los límit límites es de su prov pr ovin inci ciaa que qu e a b a r c a b a las la s G alla al lass y el Ilirico, q u e a la c a b e z a de su ejércit ejército o hab ia cruz ado el célebre célebre Rubicón y se h ab ía colocado colocado en estad o de insurrección porque tam bién él apelaba a la libert libertad? ad? Un asesinato, asesinato, un a gu erra ci civil constituían u n balance bien pesado. A orillas del Rubicón, César había declarado solemnemente an te los soldados de la legió legión n xni xni (todos (todos ciuda da no s, como lo eran los legi legionar onarios ios,, y por cons iguiente directam ente intere sad os e n el m antenim iento de la libertad libertad cívi cívica ca)) que salía de la legalidad legalidad p ara impedir que el senado se opusiera por la fuerza al ejercicio del derecho de veto veto que tenía n los tribuno s. Ese derech o de veto, veto, s u prim pr imid ido o d u r a n t e a lg u n o s a ñ o s p o r la d ic ta d u ra de Sila Si la y re s ta b le cido después, era considerado generalmente como el último baluarte de la libertad. libertad. Había sido instituido en el mism o momento en que se instituyó el cole colegi gio o de los los tribun os del pueblo du ran te el prim er sigl siglo o de la repú blica y dab a a los los tribu no s el poder de oponerse a todo acto de un ma gistrado que les pareciera arbitrario. arbitrario. Ahora Ahora bien, bien, ocurría que en aquel año. d ura nte las prim eras sesiones del senado senado los cónsules, enemig enemigos os de César, César, ha bía n in ten tado llamarl llamarlo o a Roma para pon er fi fin a su m and o con la esperanza de acu sarlo por actos ileg ilegal ales es que no p odrían dejarse de descu brir, mediando ciertas ciertas argu cias Jurídicas, Jurídicas, e n la adm inistración de su s prov pr ovin inci cias as.. Los tr i b u n o s h a b ía n o p u e sto st o s u veto. veto . La m ayor ay oría ía del 19
senado h abia decidi decidido do hac er caso omiso de el ello, lo lo cua l era de u n a dudosa lega legali lida dad. d. Los tribunos, en lug ar de en tablar un a batalla batalla ju r í d ic a qu q u e se g u r a m e n te h a b r ía n perd pe rd id o (ya fu e ra qu q u e re a lm en te temieran algun a viol violen enci cia, a, ya fuera que hub ieran querido su m inistrar a Césa r u n pretexto pretexto pa ra que acudiera a salvar la ‘‘ ‘‘li ber b erta tad" d" y a s i im i m p o n e r su s u v o lu n tad ta d a l sen s en ad o ) a b a n d o n a r o n a RoRo ma y fueron a refugiarse refugiarse en el camp am ento del vencedor vencedor de las Gallas. Los Los soldados de la legión legión xni. xni. cu an do hub ieron oído oído el el disc ur so de su jefe jefe lo aclam aro n y sin vacilar lo siguieron a la gu erra civil. La ca u sa de C ésar les parecía evidentem ente excelent excelente. e. La p alabra libertad libertad hab ía m ostrado su ha bitu al efica eficaci cia. a. En varias ocasiones ocasiones esta tesis tesis fue recordada por César a su s adversarlos. adversarlos. Por ejemplo ejemplo,, cuan do en la ciudad de Corf Corfin inio io.. si tu a da en el corazón corazón de los Apeninos. Apeninos. Cé sar ased iaba al m uy noble noble y muy obstinad o Domi Domici cio o Enobarbo, qu e ma nd ab a un o de los los ejércitos citos del senado , le decía decía a Comelio Léntulo Spin ther que hab ía ido ido a nego ciar con él la la rendición rend ición de la plaza: plaza: 'que nu nc a hab ia sali salido do de su provi provinci nciaa pa ra hac er mal a quien quiera que fuere, fuere, sino pa ra defenderse defenderse contra las afrentas de s u s enem igos, gos, para restablece r en la dignidad dignidad que er a la suya a los tribuno s de la ple plebe be,, expu lsados de la la ciudad a ca us a de ese asunto, y p ara d e facción de un os volver volver la la libertad al pue blo ro mano oprimido por un a facción pocos". poco s".
De manera que el mismo hombre y por una misma acción —qu —quee era e ra to m a r el po p o d e r po r la fuer fu erza za— — podí po díaa a p elar el ar a la libe li bert rtad ad e iba a ser muerto p or u n grupo de hom bres que ¡l ¡lo ac us ab an de hab er arrebatad o la libertad libertad a los los ciudadanos! ciudadanos! Tal vez pu ed a p en sars e que (com (como o se ha dicho dicho tam bién de CiCiceró cerón) n) C ésar habla ba y escribía escribía como como abogado m uy hábil, que s u s declaraciones he ch as al comienz comienzo o de la guer ra civ civil no era n m ás que pretextos para encubrir sus verdaderas intenciones; o tam bié b ién n p o d ría rí a p e n s a r s e que, qu e, p o ster st erio iorm rm e n te y cu c u a lq u ie ra q u e h ay a sido sido su primera intención, intención, César se hab ia dejado dejado ar ra str ar con el el ejer ejerci cici cio o de la la sob eran ía de hecho a co nsidera rse como un m on arca y hab ia ren un ciado a r estitu ir al "pueb "pueblo" lo" (pe (pero ro,, en realidad, ¿ a quién? quién?)) la dirección dirección del Estado. P odrían enco ntrar se a rgu m ento s tanto en favor favor de u n a tesis como de la otra. No puede negarse que en la la práctica César, César, un a vez vez dictador, dictador, tend rá en s us m ano s todos los poderes, que decidirá como como amo so ber ano todos los negoci negocios, os, desde la reforma reforma del calendarlo calendarlo h as ta las relaciones relaciones con los pue blos bl os ex e x tran tr an jero je ro s, la com c om posi po sici ción ón de los lo s tr ib u n a le s , la s u c e s ió n de de 20
los cón sules y de los dem ás m agistrados. No con sultaba n i al se nado ni a la s asam bleas tradicionales (los comitia centuriata, los comtLia tributa ). No puede neg arse en tonc es que la libertad, si se entiende p or e sta p alabra la participación efectiva de los ciud ada nos en cualquier forma para decidir cuestiones importantes, h a bía sido confisca da por C és ar. De suerte que un a vez m ás y como por obra de u n a fa talid ad ineluctable se habia in sta urado u n a ti ran ía en n om bre de la libertad. Un hombre se hab ía convertido en “la ley viviente" y había nacido u n régimen monárquico. Todo esto aparece claram ente en la s ca rtas de Cicerón escri tas du ran te los últimos me ses del año 4 5 y principios del año 44. La “tira n ía” de u na facción (la que a m ena zab a a Cé sar a principios del año 49 y tendía a privarlo de su posición dentro del Esta do en con tra de toda equidad) habia sido reem plazada por la arb itrarie dad de u n solo hombre. Poco importa que no se cond ujera como un tirano (en el sentido en que los mo dernos entienden este té r mino). poco importa que se m os trara jus to. clemente, hábil, gene roso. Asistido por algunos amigos sólo él dec idíay eso bas tab a p a ra que se lo condenara. Era pu es cierto que César hab ia luchado por la libertad (es decir, por el fu ncionam iento tradicional de la s instituc ion es del Estado) y al mismo tiempo la hab ía en realidad suprimido. Pero, ¿se trata ba v erdaderam ente de la misma liber tad? Al comienzo de la gu er ra civil, lo qu e e stab a en jue go era el de recho de los tribuno s a p aralizar la acción de un ma gistrado o de un cuer po político (en ese caso el senado): u n solo hom bre, u n tri buno de la plebe se a rrogaba p ues (¡con to da legalidad s in em bar go!) u n pod er que a nosotros n os puede pare cer exorbitante y con tradictorio. el poder de bloquea r el funcionam iento de las ins titu ciones en virtud de las cua les el tribun o afirmaba s u derecho. Los dos tribu no s que defendían a C ésar en el año 49. Marco Antonio y Q. Casio, se com portaban como mon arcas y probablemente se los podía acusar también a ellos de tiranía. En realidad, existía una especie de tiranía de los tribunos que se habia ejercido fre cuen tem ente en el pasado y habia conducido a situacione s revo lucionarias. En la época de César, todos los senado res recordaban ejemplos célebres. En prim er lug ar el ejemplo de Tiberio y de C a yo Graco (los Gracos) que h ab ían inteñ tado tam bién ellos pe rtu r b ar las in stitu cio nes tradicio nales y h abía n violentado su funcio nam iento pa ra a seg ura r el éxito de su política. Los dos ha bía n pe recido en nom bre de la libertad a la que a pelab an y a la que tam bién apela ban s u s ad versarlos. Luego actu aron Livio Druso . Sa21
tum ino y Glausias, tribunos cuyas funciones resultaron fune stas para la rep ública, y siem pre en nombre de la libertad los episodios estuvieron acompañados de matanzas. Por tod as esta s razones era m uy difícil decidir si C ésar, a l iniciar la g ue rra civil, com batía por la libertad o con tra la libertad. ¿Consistía ésta en reconocer a un solo magistrado poderes tan amplios como los que pretend ían los tribuno s o en ha cer de ma ne ra qu e u n a asamblea legalmente establecida hiciera caso omiso de ellos si juzg aba que así lo exigía el inte rés del Estado? No h a bía pu es u n a so la libertad; había dos: a quella a la que apelab a Césa r y aquella a la que apelaban s u s adversarios. Semejante conflicto sólo podía en co ntra r su solución en la violencia que. dan do la victoria a un a p arte, ha ría desa parecer a la otra. Tal vez el problema podría haberse resuelto mediante leyes propuesta s, por ejemplo, por un c ónsul y adopta das por los comitía centuríatcu segú n la regla. Pero la situac ión e ra de tal gravedad que nadie pudo e ncar ar esa solución, las pasione s de amb as pa rtes no lo permitieron. Aquí el pueblo y el senado ya ha bía n p erdido su ‘‘lib ertad ’', es decir, la posibilidad de decidir otra cosa. Y no la ha bía n recup erado cu an do el po der de C ésar (su “libertad” reconquistada) pareció insoportable a alg unos. De nuevo fue la violencia la que decidió. La m ue rte de C ésa r fue decidida por los con ju rado s para que le fuera devuelto al senado el poder de decisión que le ha b ían negado los tribun os del año 49. U na vez de sapa recido César, ese poder fue restituido al mism o sena do, cuyo miem bro más em in en te era en tonces el ex cónsul Cicerón. ¿Se ha bía por fin recup erado la libertad? Nada de eso. En s u te sta m ento político (la célebre inscripción de Ancira), Augusto, al re su m ir su s ac tos, com ienza diciendo asi: “A la edad de veinte años reuní un ejército por mi propia iniciativa y a mi costa, y gracias a ese ejército devolví la libertad al Estado oprimido por la tiranía de un a facción”. La “facción” tiránica es tam bién es ta vez el senad o al que eljo ven Octavio (el futuro Augusto) comenzó sirviendo, pero al que bie n pronto obligó, m ed iante la s arm as, a conferirle poderes extraordin arios q ue Octavio compartió con los enemigos de la víspera, Marco Antonio y el escurridizo Lépldo. No no s asom brem os de q ue el testam ento d e Augusto repita casi pala bra por palabra las declaraciones de s u tío abuelo y pad re adoptivo pronu nciad as al comienzo de la gu erra civil. Lo que r esu lta m ás sorprend ente e s el he cho de que las p alabras de aquel testamen to son u n eco de las que pro nunció Cicerón en el terc er discurso contr a Antonio (la Terce22
raFtlípfca} y en a laban za de Octavio en la época en que todavía am bos te nía n a Antonio como enem igo común: *C. Césa r (es decir, Octavio, segú n el nom bre qu e le hab la dad o su adopción por César), siendo a ú n un hom brejoveny sin que siquiera noso tros se lo pidiéram os ni lo pensáramos, reunió un ejército y gastó sin cue nto su patrimonio...*.
Y Cicerón co ntin ua ba afirman do que el joven César, Octavio, ha bía “liberado" el Estado de e se flagelo que era ento nce s Antonio... desde luego an tes de aliarse c on él, ¡y siempre e n inte rés de la libertad! Era inevitable que al term inar e sta larga serie de esfuerzos pa ra “restablecer” u n a libertad qu e ca da vez se juzga ba am enazada, la libertad del Estado term inara por desaparecer. ¿Q uién podría pre te nder que la libertad se h ubie ra re cupera do cuando se a sesinó a C ésar? ¿Cómo no comp robar que esa palabra, repetida de generación en generación, había terminado por vaciarse de todo contenido preciso, que sólo ha bla ba a la sensibilidad de qu ienes la oían, aunque conservaba la fuerza y empuje irresistibles —e irracionales— qu e le conocem os a trav és de los siglos? Du rante la revolución qu e siguió a la tom a del poder por p ar te de los triu nv iros —Marco Antonio. Octavio. Lépido—, la idea de libertad, o por lo me nos s u nom bre, fue evocada frecuentem ente, como nos lo confirma la inscripción de Ancira. Allí Augusto nos aseg ura que devolvió la libertad al pueblo rom ano y. segú n veremos, su acción en el imperio resultó positiva, pero en el interior de Roma y en lo inmediato, ¿ a q uién fue re stituid a es a libertad? No a los ciud adan os de las asa m bleas, pue sto que el mismo príncipe u n a vez que quedó e stablecido el nuevo régimen hacia valer en la s elecciones todo su peso y en realidad repartía las m ag istratura s a su gusto. Tampoco al sena do cuyos miembros eran prec isamen te los mismos hom bres llevados a la s m ag istratura s po r Augusto, hombres que reconocían por eso mismo la eminente “majestad" del príncipe. El pueblo llega a s er enton ces u n a e ntida d m al definida . pu es e n principio es “libre" pero s in que esa libe rtad llegue a concretarse de m ane ra precisa. Pero, en realidad, el deba te no gira alrededor de las institucione s políticas, y el término “libertad" no debe eng aña m os. Según la m ás antigua tradición rom ana que n un ca se interrum pió desde la época de los reyes, la libertad e s indepe ndiente de la forma de constitución que rige el Estado: e s el nom bre que se le da a l he cho de que en e se Estado e stá ga rantizada la condición ju rídic a de 23
cada uno . el el hecho hecho de que un a p ersona s ea ciud ada na y todo lo de más. esto es. es. que pueda poseer bienes bienes que nadie pueda dispu tar le ni quitarle, quitarle, redactar u n testam ento y que su cuerpo esté prote gido gido de la viole violenci ncia. a. E n sí m ism a y red ucid a as i a lo esencial, es ta libertad libertad es u n a realidad tangible, tangible, cotidiana, la cu al asegu ra que uno no será casti castigado gado con un a pena corporal ni encarc encarcela elado do sin ju icio ic io,, q u e n o s e lo co c o n d e n a r á a p a g a r u n a m u lt a y qu que una sen tencia tencia cualquiera que sea ésta sólo sólo puede ser pronunciada por u n tribunal regularmente constituido y compuesto de ciudadanos que poseen los mismos derechos que el acusado . Ser libr libree en e sa s condiciones signi signific ficaa de m an era negativa negativa no se r escla esclavo. vo. El escla vo. vo. en efect efecto, o, es la cosa de su amo. no posee ni b ienes n i famil familia ia,, no dispone de su cuerpo. En cambio, el ciud adan o tiene el el dere cho de posee r bienes m uebles e inmu ebles, dirige dirige a u n a famili familiaa so bre b re la c u a l tien ti en e p le n a a u to rid ri d a d y de la c u a l e s res re s p o n sa b le a n te los los dem ás ciudadanos; tam bién es el adm inistrador del pa tri monio que le legó legó su padre y qu e él tiene el deber de tran sm itir a sus propios descendientes. El ciudadano es esencialmente una “entidad de derec derecho", ho", y su libertad con siste en la circu nsta nc ia de que dicha d icha entidad entida d e s “intoc “intocable able". ". ¡Todo lo qu e tien da a sup s up rim ir la o a m utilarla utilarla es u n crimen contra la libert libertad! ad! Pero Pero lo cierto cierto es que esa libertad n o se extiende directam ente a todo s los otros miem bros de la famili familia. a. Veremos Veremos en virtud de qué pri p rinc ncip ipio io ello e s a s í y c u á le s s o n l a s co c o n se c u e n c ias ia s d e e s te e s t a do d e derecho. de recho. A decir verd ad, c iud ad an o "lib "libre re"" sólo es el Jefe Jefe de JamÚia: és ta (dejando de lado a los esclavos) u n a JamÚia: esclavos) sólo sólo es libre glo glo ba b a lm e n te y a tra tr a v é s d e s u jefe. jef e. Los h ijo ij o s s e lla m a n líb lí b e rt lo c u a l sig si g nifi nifica ca probablemente probablemente que por su nacimiento integran la fa m üia ü ia y que de derecho poseen una libertad análoga a la de sus padres dentro del marco del Estado. Por esa razón u n aten tado contra el grupo familiar familiar es u n a tentado con tra la libertad. libertad. Asi Asi lo lo mu estra claram ente la historia de la revolució revolución n del añ o 509 a. de C. C. cu an do losTarq uino s fueron expulsados de Roma y asi quedó abolida abolida la monarquía. En aquel año. un pariente del rey hab ia ab usad o del honor de u n a m ujer. El Joven Joven Tarqu ino h ab ia violado violado a Lucrecia, Lucrecia, espo sa de un o de s u s prim os al que la tradición llama Tarquinlo Egeri Egerio o Co Collat llatln lno. o. Crimen contra la joven mu jer que no h abia querido querido sobre vivi vivirr a s u desho nor p or m ás qu e sólo sólo hu biera cedido cedido a la viol violen en cia. cia. Sobre ese hecho, los historiado res rom ano s posteriores con s truyeron toda una novela sentimental. Nos dicen que la triste su erte de la espo sa virtuosa conmovi conmovió ó al pueblo que concibió concibió ho24
rror po r el el rey rey y s u s p arientes y que a Inst Instig igac ació ión n de Ju nio Bruto los proscri proscribió bió para siempre. E n el mismo mom ento se hizo hizo el el Ju ramento de no tolerar tolerar nu nc a que h ubiera u n rey en Roma. Roma. Ese Ju ram ento de execración execración se o bservab a todavía todavía en Rom a cinco cinco sigl siglos os des pué s y nu nc a fue olvi olvida dado do.. Ese Juram ento contribuyó podero sam ente a enc ende r la cóler cóleraa popu lar contra César, cuand o Mar co Antonio Antonio en las fiestas lupe rcales del año 45 le ofre ofreci ció ó púb lica m ente la diadema, insignia de los reyes. reyes. Esta reacción apas ion a da, irrefle irreflexiva xiva,, obligó obligó a Augu sto a in venta ve nta r u n a forma for ma política política nu e va y a in sta ur ar el princi principado. pado. Lo Lo cual fue para la libertad y su s h is toria toria u n hecho de gran importancia. importancia. Sin emb argo, lo que qu e provocó provocó la revolución revolución no fue la mu erte de de Lucrecia Lucrecia en sí misma. El pueblo se sublevó sublevó,, no p ar a vengarla per sonalmente. El crimen cometido cometido por el Jove Joven n Tarq ulno era m ucho m ás grave grave.. E ra u n aten tado con tra el derecho derecho y tenía valor ejem ejem pla p la r pu p u e s el jov jo v en lib l iber erti tin n o con c on s u acto ac to h a b ia p u e s to e n u n a fam f am i lia lia la la m an ch a indeleble del adulterio, hab ía roto la la co ntin uid ad del linaj linaje, e, interrum pido la sucesió n de los los antep asad os. H abia at ac a do el ser mismo de esa gens, habia atacado su libertad libertad al su sci tar un a descendencia descendencia incierta, incierta, de la cual cual no se podía sab er si per pe p e tu a b a real re alm m en te (an (a n te los lo s ojos ojo s de los dios di oses es y d e los lo s hom ho m bres br es)) a los pad res qu e se ha bia n suce dido de generación generación en generación. generación. Poco Poco importaba s ab er si de la viola violaci ción ón misma n acería o no u n b as tardo. tardo. Las Las consecuencias eran m ucho m ás grave graves: s: lo que conti nu aba siendo siendo spurius era el hijo hijo que podría podría en gend rar en el fu tu ro el pad re legí legítimo, timo, porque su m adre ya no sería n u nc a “pura": “pura": ese hijo hijo no podría oc up ar s u lug ar en la línea línea famili familiar. ar. Por irracionales que puedan parecemos semejantes creen cias. no por eso eso dejaban de ser otros tanto s dogmas admitidos po r todos en la Roma arcaica y nu nc a desaparecieron desaparecieron com pletamen pletamen te. te. El acto de la procreación, au nq ue q ued ara estéril, estéril, ma rcab a a la m uje r que lo hab ía sufrido. suf rido. Ponía en ella ella el el sello sello indeleble del hombre que la la habia poseí poseído; do; y esa marca quedab a insc rita en su sangre. D uran te toda la historia de Roma Roma siempre se tuvo un re s peto pe to m u y p a r tic ti c u la r po p o r la e sp o s a univlra. aquella aquella que nu nca h a bía bí a cono co noci cido do m á s q u e a u n m arid ar ido o y qu q u e no se h a b ía v uelt ue lto o a ca sa r habiendo enviudado enviudado o habiéndosedivorciado. habiéndosedivorciado. S us hijos hijos y ella ella m isma ism a gozaban de privile privilegios gios religi religiosos osos.. N unca fue pu es ta en te la de juicio la santidad de u na pareja unida que n i siquiera siquiera la mu erte podía podía separar. Al violar a L ucrecia. el el joven Ta rquino rquin o habia ha bia cometido p u es u n crimen crim en co ntra el “derecho", “derecho", co ntra ntr a la condición condición legal legal de un a fami25
lia lia an te los dioses y los hom bres, u n crim en reconocido reconocido po r todo todos; s; con ese acto hab ía pecado pecado contra u no de los principios principios m ás sagrado s sobre los qu e repo saba el Estado: Estado: la con tinuidad del grupo familiar. Si el jo jo v e n T a rq u ino in o pud pu d o hac h acer erlo lo,, dije d ijero ron n los lo s rom ro m an o s , fue fu e po p o rq u e s e h a b í a apro ap rov v ech ec h a d o d e u n p o d e r q u e e n a q u ella el lass c irir cu nsta nc ias se hab ía enderez enderezado ado con tra ese derecho. derecho. De esa ma nera se hab ía dado la p rueba de que la mo narqu ía —al —al permitir permitir que u n hom bre, bre, el el rey rey,, y peor aún . u n miembro miembro de su casa pa sara por alto la ley ley com ún— era incompatible con la libertas y que la reale realeza za contradecía lo lo que era entonce s un a de las reglas reglas fundam entales no escr itas de la socie sociedad: dad: la conservación conservación de la identidad tidad de las las gentes. La violación violación de Lucrecia Lucrecia (que hay a ocu rrido verdad eram ente o no) no) pued e con siderarse como como u n m ito ito que ilustra la idea de libe liberrtad . ta l como és ta existía e xistía en la Roma del sigl siglo o vi vi a. de C.. idea que na da ten ia qu e ver con el gobierno gobierno del pueblo p or el pueblo. Seguramen te no se debe a u n azar el hecho de que u n m edio si siglo glo des p u é s de l a ex p u lsió ls ió n d e lo l o s Tar T arq q u in o s. u n epis ep isod odio io b a s t a n t e p a recido recido precipi precipitó tó u n a crisis polític políticaa que pu so al pueblo co ntra la “ti“tiran ía'' de los decenviros. decenviros. u n cole colegi gio o de diez diez m agis trado s, provistos de plenos plenos poderes poderes a q uienes se les había encargado redactar el códi código go de de la s leyes, leyes, h a st a e nton ces no e scritas. E st a vez la víctima se llam aba Virg Virgin inia ia.. E ra la hija de u n ce ntu rión . Virg Virgin inio io,, que estab a e n el ejé ejérci rcito to y hab ía debido debido dejar a s u hija en Roma. En su ausen cia, un o de los los decenv decenvir iros, os, u n miembro de la gen s Claudia Claudia (conoc (conocid idaa p or su alti altivez vez aristocrática y su desprecio po r los los plebeyos) yos),, se enam oró de la joven Virgin Virginia ia a quien ha bía visto en el FoForo. ro. Para satisfacer s u deseo, deseo, la hizo hizo reclam ar po r uno de s u s liberlibertos pretendiendo pretendiendo que la mu chach a era s u escla esclava va y se había fugado. do. Como Como él él mismo debía se r el el Juez en aquel as un to, la decisión decisión era segura. Virgi Virginia nia se ñ a llevad llevadaa po r la fuerza a la ca sa de Api Apio Claudio Claudio y padec ería s u s viole violenci ncias. as. Mientras tanto, el padre, Virginio, a quien unos parientes y amigos amigos hab ían preveni prevenido, do, regresó regresó a Roma a toda prisa y se p resen tó ante el tribun al del decenv decenvir iro. o. Este se negó negó a e sc uc ha r su que ja j a y como co mo Virgin Vir ginia ia Iba a s e r e n tre tr e g a d a a l Juez Ju ez e n am o rad ra d o , s ú p a dre tomó u n cuchil cuchillo lo del m ostrad or de u n carnicero carnicero vecino vecino y con él dio dio mu erte ert e a la Joven. Joven. Lo mism o q ue en el caso de Lucrecia, Lucrecia, la pu p u re z a de la s an g re se m a n lñ e s ta com c om o el valo va lorr su p re m o q u e h ay que conservar a toda co sta aun qu e cu este la vid vida. a. Sabem os cóm cómo o el pueblo, Indignado por la conducta del decenviro, se sublevó y suprimió suprimió aquella m ag istratura de exce excepci pción ón que h abía permiti permitido do 26
a uno de su s miem bros com eter u n delito contra la libertad. Una vez m ás e ncon tram os el terrible dilema: ¡libertad o muerte! E n el “mito” de Virginia asi como en el de Lucrecia no se tr a ta ciertam ente de libertad política, de q ue el pueblo mismo deci da e n grandes opciones. Lo que aquí en tra en jueg o es la estruc tur a m isma del Estado. Aquí se tra ta de s abe r si esa estruc tura con tinua rá existiendo siendo ella mism a —esto es, la libertas— o si pe recerá u na vez abolido el principio que la fun da La am enaza con tra la libertas puede proceder del poder de un hombre o de un a “casa", como ocurrió en 509, o de la arbitrarie dad de un magistrado que obra como ha bría podido hacerlo u n rey (y. en realidad. Apio Claudio fue acu sa do de regnum) o po r fin de u n a facción, de un g rupo d e presión que s e eleva por encima de los dem ás ciudadanos, se arroga una autoridad p articular y. por di versos medios, ejerce una influencia decisiva en las asambleas donde el conjunto de los ciudad ano s debe form ular u n juicio. Ese ju ic io no es de orden político sino que es Judicial. Y aquí está uno de los privilegios de la libertas, ilustrado por otro mito, a u n m ás célebre y m ás significativo que los de Lucrecia y de Virginia; la his toria del Joven Horacio, asesin o de s u herm ana . La ley. en c asti go de ese crimen, lo de stin ab a a perecer, pero Horacio fue absu el to por la asam blea de los ciudada nos co nstituida comoj urado. Po co importa que se a legendario o no e ste episodio que la tradición sitú a e n el siglo v iii a. de C. El episodio es a nte todo simbólico y nos informa acerca de la m ane ra e n que los historiadores romanos, seis siglos después, se rep rese ntab an la estru ctu ra de la sociedad arcaica en la cu al veían la prefiguración de su propio siglo. ElJoven Horacio y su s dos herm anos fueron los campeon es de Roma contra los C ur iad os que era n los campeone s de Alba. La vic toria de unos u otros debía aseg urar a su patria la suprem acía so bre la patr ia del adv ersarlo. Esta es u n a situ ación q ue puede pa rece r extra ña —u n Invento de ca rác ter folclórico, dicen a m enudo los mod ernos— pero m uch os hechos la confirman. En el antiguo Laclo, entrevem os la existencia de gru po s de com batientes p erte necientes a u na misma gens o a u na m isma familia. E s asi como pod em os inte rpreta r, por ejemplo, la inscripción de S atric um , re cientemente descubierta, que menciona una dedicatoria al dios Marte he ch a p or los “compañeros'* (sodales) de u n tal Publlo Va lerlo, q uien pu ede h ab er sido el célebre cónsul. Menos hipotética es la historia de los Fablos. todos miem bros de un a m isma gens, que partieron pa ra c om batir al enemigo y perecieron todos en el Cremero. Es s eguro que la Roma de aqu ella época es tá concebl27
da e n la mem oria colectiva como u n a organización b as ad a en un a estructura gentilicia. La ciudad es entonces esencialmente un conjunto de gentes, de grupos hum ano s que tienen u n mismo an tepasado, que tienen su s dioses y su s cultos propios y a veces son llevados a ac tua r de m aner a au tónom a. Todo permite creer que la “leyenda" de H orad o y de los C ur iad os es m enos inverosímil de lo que se ha dicho y que. en su desarrollo, ella encu bre u n a realidad histórica. E s asimismo u n a leyenda ejemplar que da testimon io de u n momento en que la ciudad se soldó al darse u na dimensiónjurídica nueva ta nto en relación con las gentes como en relación con sus reyes. Es conocida la estra tagem a de que se valló eljoven Horacio pa ra o btener la victoria. Su s dos h erm ano s habían sido mu ertos en su combate contra los tres C uriad os, q uienes a su vez ha bían que dado h eridos en el primer encuentro; Horacio dividió las fuerzas de su s a dversarios al Incitarlos a perseguirlo y luego volviéndose por vez los fue mata ndo u no a uno. Verdad es que a quí se recono ce un tema folclórico el cual m ue stra bien que la h istoria no es el relato de un hecho real, pero lo cierto es qu e esa histo ria fue ela borada c on una intención bie n definida y no h a de consid erárse la un a anécdota gratuita. Horacio vencedor regresa p ue s a Roma y en el camino se en cue ntra con su herm ana Camila que llora a su p rometido, un o de los Cu riados. Indignado, Horacio le da mu erte. Ese e s u n crimen particula rm ente grave; el a sesin ato de u n miembro d e su propio grupo se considera como u n a traición contra el Estado. En e se mo me nto la situació n juríd ica es clara. Como Horacio tiene todavía a su padre, depende de éste. Corresponde que su ac to sea primero juzgado en el tribuna l de la familia en el que el pa dre e s soberano. El anciano Horacio, si bien llora a su hija y a su s dos hijos, se niega a con den ar al único hijo que le qued a, ya por ternu ra na tural qu e siente po r él. ya para salvar lo que subsiste aú n de su raza, ya tal vez porque le parece ju sto que su hija, in fiel a la patria en el fondo de su corazón, ha ya p agado el precio de su traición. Pero absu elto p or el trib un al familiar. Horacio debe también c on tar con la jurisdicción del rey que castiga los actos de alta traición, y en ese caso n o puede dejar de sus tituir la jurisdic ción del padre desfalleciente po r la suy a prop ia. Al rey no le que da m ás remedio que aplicar la ley. No hacerlo seria u n acto arb i trario de su par te. E sa ley sólo contem pla el hecho mate rial y no prevé ninguna circunsta ncia a tenuante . El castigo só lo pu ede ser la m uerte infligida en condiciones atroces: u n a tu n d a de palos y 28
luego la decapitación c on h ac ha . Y ya los lictores del rey (que son su s ag entes de ejecución) se ap oderan del joven y le a tan las m anos c uand o un a Inspiración ilumina el espíritu de Horacio que exclama: “Apelo a m is conciudad anos". E sto cre ab a u n a situac ión ju rídic a nu eva, sin ejem plo h a sta entonces. Acceder a la apelación significaba adm itir que la molestas —es decir, la superio ridad j u rídica— dejaba de co rresponder al rey en ese caso pa ra pa sar a m anos del pueblo. Así se m ostraba un a resq ueb rajadu ra en el poder monárquico. Pero ha bía algo má s: no sólo la molestas del pu e blo era reco nocida respecto del rey. sino que ta m bié n lo era res pe cto de la s leyes a las q ue los reyes mism os d ebía n obedecer. El pu eb lo e ra soberano y a él le correspond ía fijar la pena o absolver al culpable. El pueblo, poniendo en la balanz a la m agn itud del crim en y la del servicio pre stad o al Estado po r Horacio y teniendo en cu en ta tam bién (y quizá sob re todo) el hecho de qu e el joven Horacio pertenecía a la gens Horatia. un a de las m ás antiguas y gloriosas y que iba a perecer, pronunció la absolución y se contentó con obligar a Horacio a purificarse religiosamente, e s decir, a p as a r bajo el “yugo" simbólico que lo devolvía a la com unid ad pacifica. El pueblo hab ía decidido con toda independ encia, h abía afirma do su propia “libertad" al tiempo que la del homb re al que h a bla juzgad o. Naturalm en te, cuesta trabajo pensar que el inve nto de es te de recho de apelac ión al pu eblo (el Jus provocationis) nac iera d e esa m anera y por obra de u na súb ita inspiración que se creía hab er sido enviada po r los dioses. La idea de u n a dignidad y de u n poder sup eriore s —la molestas — reconocidos al conju nto de los ciu dadan os no era realmente nueva: ya hab ía comenzado a insinu arse en los primeros tiempo s de la ciudad y era el resultado d e las cosa s mismas. El rey. se r hum ano , no podía perd ura r. La ciudad (la civltas, la com unidad de los ciudadanos) era en cambio perd ura ble. De m anera que era ne cesario, en v irtu d de un acto definido, que e n cada cambio de reinado esa com unidad reconociera la a u toridad del rey por m ás que en ciertas circu nstan cias no lo eligiera directamente. El pod er del rey en Roma era a la vez u n pode r de hecho y un poder de derecho, y tal vez éste s ea un o de los inventos políticos m ás fecun dos de los romanos. Conocemos la existencia de u na “ley cu riata” (adoptada por las curias, las asa m bleas de las que en segu ida no s ocuparemos) que confería el poder supre mo (el imperium). Caída en d esuso du rante la república, esta ley curiata será retomada p or Vespaslano que ha rá legitimar asi su pod er mediante u n texto que hemos conservado. 29
En teoría, el impertían que se concedía al rey de esta nu mera le dab a u n poder absoluto sobre los ciudad anos, especialmente el derecho de vida y de m uerte. De su erte que el impertían colocaba a los ciudadanos en una posición de dependencia total y. si se quiere, de esclav itud resp ecto del rey. Si el impertían se ejercía en su plenitud, suprimía toda libertas. El derecho de apelación re s tituía ésta al pon er u n límite a eventuales excesos, si todo depen día de la bue na o m ala voluntad de un a sola persona. Cuando los reyes fueron ex pulsados, el Impertían subsistió, pero se tom aron precaucio nes para que perdiese p or lo menos su posible carácte r tiránico. Se lo confío a m agistrados llam ad os pri mero pretores, luego cónsu les que ejercían su s funcion es sólo du ran te u n año y se alternab an cada vez en cu anto al manejo de los negocios. Se espe rab a lim itar así los peligros de la arbitraried ad, primero en la dura ció n, luego por el derech o de veto, q ue en cier ta s ocasiones un o d e los cón sules podía oponer al otro. Se imagi nó u n a terc era limitación: el impertían sólo se ejercía en todo su ri gor fuera de la ciud ad de Roma, fuera de su recinto sagrado, el pomeriwn. u n a faja qu e limitaba el territorio, en el interior del cu al eran válidos los auspicios u rban os (las respu estas que dab an los dioses a las cuestione s form uladas por el magistrado y al mismo tiempo la consa gración del poder de éste po r la aqu iescencia de las divinidades). Cuando el magistrado salía de la ciudad, en una cam pañ a m ilitar por ejemplo, debía recibir de nuevo los auspicios y recuperaba entonces en relación con s u s soldados la totalidad de su impertían. De esta m anera la libertas, protegida dentro del marco de la vida u rb an a y garan tizada po r el derecho de apelación del que podían valerse todos los ciudadan os (que no esta ba n e n el ejército), se enco ntra ba al abrigo de las a m ena zas m ás graves. No ocurría lo mismo en el ejército donde, como veremos, los ciudadanos se enco ntrab an bajo la dependencia abso luta de su je fe. de ese mismo cónsul cuyo imperium ya no es tab a limitado en el ejército. El soldado, por ciudadano que fuera, ya no era un “hom bre libre", en el sentido en q ue se en tend ía en ton ces es ta ex presión. Su jefe podía golpearlo, expulsarlo del cam pamen to, eje cutarlo “seg ún el derecho consu etud inario antiguo" (ese derecho que amenazaba al joven Horacio con la m uerte). En el momen to en que el ciudadano era designado pa ra enrolarse, prestaba ju ra mento a su jefe y ese juram ento precisaba que éste tendría todos los derechos s obre el soldado. Se m anifiesta con evidencia que la estru ctura del ejército conservaba la de un a sociedad en la que to davía no se ha bía precisado la idea de libertad. 30
Podemos preg un tam os aqu í cómo se desarrollaron las cosas desde los tiempos m ás antiguos. Al análisis se le manifiestan a l guno s hechos. Razonablemente no se puede d ud ar de que en la Roma primitiva el rey no estuviera Investido de un a autoridad de carácter divino y que no se lo considerara como el representante, si no ya directamente la en cam ación, de Júp iter, el dios del cie lo, el amo de las torm entas, pero tam bién el poseedor de los des tinos p uesto que era él el que da los ‘auspicios” por medio de los signos de las aves que le estab an consagradas; y era tam bién el amo de los relámpagos, los trueno s y todos los meteoros sobre los que reinaba. Y esto era asi desde el origen de un a sociedad de hom bres que habla ban una lengua que luego habría de ser el latin que hoy conocemos y que e staba n instalados en las “colinas fatales". El Jú p ite r que reinaba e n el Capitolio era el mismo al cual se le ren dían sacrificios, a ntes de la fundación de Roma, en el monte Latiar (o Albano. al actu al Monte Cavo), la montaña que domina la región de Alba, un dios al que los romanos permanecieron siem pre fieles. Esto Índica claramente que lo q ue se llama el ‘periodo etrusco” de Roma (en cuyo transcurso pudieron obrar otras in fluencias procedentes de E trurla y de los países que se extendían m ás allá del Tíber) no creó ni modificó esta situación primera. El Jú pite r capitolino podía revestirse con un ropaje etrusco, pero no por eso dejaba de ser un dios latino. Júpiter es la fuente misma del poder, es el Poder, y la suerte de los hum an os depende de él. Pues tos bajo su autoridad, los hombres no son “libres", en ninguno de los sentidos en que entendem os este vocablo, y con toda razón los magistrados y sobre todo los jefes que m an da n los ejércitos se in clinan a nte Jú p iter cada año en el momento de su investidura y cuand o comienza la estación de la guerra. La perfecta sujeción del soldado a su jefe no hace sino reproducir este aspecto del orden del mundo. Las relaciones que existen en tre ellos no están exen tas de cierto misticismo. Se sitúan m ás allá de las Jerarquías h u m an as y de las instituciones laicas. U n hecho lo m ue stra así; si bien u n jefe guerrero, u n cónsu l o pretor, esta ba investido del im perium , su s soldados normalmente no lo llamaban imperator. Só lo lo ha cían la noche de una victoria mediante la aclamación, y el grito de los soldados asu m ía la fuerza y el valor de u n testimonio. La victoria atestigu aba p or sí misma eí favor del dios y la una ni midad de la aclamación lo confirmaba: el dios hablab a por la voz de los soldados. En los hermosos tiempos de la república, ha cia falta todavía la ratificación del senado p ar a que el titulo fue ra ofi cialmente conferido al vencedor, pero ésta era sólo una precaución 31
un poco celosa contra posibles ambiciones demagógicas. En el imperio, sólo el príncipe (por lo men os d esp ué s de alg un as vacilaciones) tendrá derecho a ese titulo que le confería una de sus legitimidades. De manera que la dependencia absoluta del ciudadano res pecto del poder se encuentr a en los orígenes mismos de la ciu dad romana. Pero ya mu y pronto se m anifiesta un a aspiración con tradictoria: asegurar y garantizar la independencia personal de los ciudada nos, p or lo m eno s de aquellos que a los ojos de los dioses po seían una personalid ad prop ia, es decir, los ‘h om bre s libres” por oposición a los esclavos y an te todo los jefes de familia. Esta independencia incumbía a la vida de esos hombres, n o a su s ac tos. que esta ba n som etidos a toda clase de sujeciones, a la s leyes, a la jerarq uía, al derecho consue tudinario, sobre todo a ese mos maiorum (la “m anera de proceder" de los antepasad os), que dominó toda la historia mo ral de Roma. En el interior de la ciudad esos hombres eran quintes, una palabra que no nos resulta del todo clara, pero que parece de sign ar a los ciud ada no s inscriptos en las cunas (las "asambleas de los hombres"). Esas curias estaban agrupad as alrededor de u n culto propio y cada un a com prendía a varias gentes. Su con junto formaba los ‘comicios curlatos" cuyo papel señ alamos en la investidura de los reyes. Son s u s miembros, los quirites, los que esta ba n llamados a arreg lar negocios de diversa naturaleza, en p articu lar las adopciones y la legitimación de los hijos, que m arca ba n el ingreso de esos recién llegados a la comu nidad. Los quirites ratificaban las decisiones que les era n prop uestas. pero ellos mism os no tom aba n decisiones y por ello dejaban de ser ho mb res libres. No es tab an som etidos al impenum de ningú n jefe. a cepta ban las leyes, es decir, reglas cuyo efecto se s itu a ba en el futuro. Los quin te s te nía n como patrono divino al dios Quirtno, quien no er a otro qu e Rómulo convertido en dios, aquel Rómulo que fundó la ciudad , q ue un ió alrededor del Foro las aldeas dispersas e n las colinas, que distrtbuyó tierra s a los jefes de familia p ara establecerlos en ese suelo que se h ab la hecho s agra do. Quirino (Rómulo pacifico y legislador) era aquel que. de acu erdo con Jú p ite r (como lo hab ía mo strado el prodigio de los doce bu itres que aparecieron en el momento en que Rómulo recibía los auspicios ante s de traz ar los limites de su ciudad), garantizaba la estabilidad del cuerp o social, la me nu da independ encia cotidiana, la duración de la ciuda d y s u cohesión. E sa era la libertad de que gozaban los quirites. 32
Esto no significaba que en la Roma arcaica no se hayan ejer cido otra s coacciones. Ya m uy tem pran o apa recieron las jera rqu í as. Unicamente los padres, se gú n ya lo hemos recordado —es de cir. losjefes de familia—poseía n tod as la s prerroga tivas de los ciu dadanos; s u s hijosy su m ujer, todos aquellos y todas aquellas que depe ndían de eso s padres, todos los que e stab an en “su mano" (ín manu) dep endían de su autoridad. Pero existía adem ás otra ca te goría de personas dependiente, los “clientes", que tenían como “patrón" a un o de losjefes de familia; e ste término q ue e stá forma do partiendo de la palabra pater dem uestra el parentesco de los dos conce ptos, s u casi equivalencia. Los "clientes” era n h om bres libres en el sentido de que no era n de condición serví] y gozaban de ciertos derechos que era n com unes con los de todos los ciud a dano s. po r ejemplo, el derecho de p oseer bienes. Pero no podían prom over nin guna acción en laju stlcla . E n este se ntido, se en con tra b an en la mism a situación q ue los hijos de familia; ú nica m en te su “patrón " (así como el pad re re pre sen taba a s u s hijos) los re presenta ba en el trib unal, si se veían envueltos e n alguna cues tión. Se nos dice que, en la Roma rea l y tal vez todavía a com ienzos de la república, los clientes recibían de s u patró n alguna pa rcela de tierra que cultivaban para atend er a s u s necesidades y las de su familia y a caso también y por lo me nos parcialmente p ara be neficio de ese mismo pa trón, pero eso es b as tan te incierto. E n la época clásica, e sta depend encia económica ha bía tom ado otra for ma; dicha de pendenc ia esta ba repr ese ntad a por la “espórtula" (el cestillo de alimentos) que todas las m añ an as el cliente iba a b u s ca r a la morada de su patrón cuando se p resen taba a saludarlo. Posteriormente ese cesto fue reemplazado por algun as monedas, pero el principio perduró: el cliente era a lim entado sim bólicam en te por su patrón. Entre ellos existían lazos morales, expresados por esa de pendencia material que implicaba conse cuencia s p rác ticas. Por ejemplo, el patró n debía a sisten cia a s u cliente en toda s las circun stancias. Este, en cambio, ten ía el debe r de res ca tar a su p atró n o a su hijo en el caso de que cay eran prisioneros de guenra. Esta situación de servicios recíprocos implicaba el concepto de Jldes, en virtud de la cual dos perso nas en tre las cuales había desigualdad se reconocían obligaciones m u tua s. Por ejemplo, un guerrero vencido, si se remitía a la Jld es de su vencedor, h acién dose su “suplicante", podía salv ar la vida; en teoría se convertía en esclavo del otro, pero en la práctica s e le concedía u na pa rte de su anterior libertad. El vencido qued aba obligado con el vencedor al 33
tiempo que éste a su vez se hacia garante d e la supervivencia de aquél. La situación del cliente es análoga a la del vencido a quien el vencedor recibió in fid e. El patrón de quien depende se hace res ponsab le de él. de la misma forma en que el padre se siente res ponsable de los suyos, de su ser. de su futu ro, m ás allá de su p ro pia existencia (al reconocerse admin istrador del patrimonio). El régimen familiar fundado en la preeminencia y la responsabilidad del padre, régimen que parece h aber existido antes de la propia Roma, se en contraba asi extendido, desde el comienzo de la ciu dad. a toda una parte de la sociedad reunida por Rómulo. Los clientes, lo mismo que los hijos de familia, eran “libres". Esto no significa que u no s y otros fueran independientes y autónomos. El origen de la clientela, de esa p arte esencial de la sociedad romana, es bastante oscuro. Pero es posible formular u n a hipóte sis que no s parece ofrecer cierta verosimilitud. No se puede pen sa r que la clientela haya tenido como origen solo la dependencia económica. Verdad es que los textos sugieren que los clientes eran por regla general m enos ricos que s u s patrones. Las m ás veces se los llama “gentecilla", pero esto en u n a época en que la s estru ctu ras sociales hab ian evolucionado y en que la riqueza era el prin cipio en que estaba fundad a la jerarq uía social. E n realidad, cier tos indicios m uestran que los clientes debian disponer de recur sos propios, como lo Índica la obligación que te nían de rescatar a su patró n prisionero. Muchos de ellos no ten ían ciertamente ne cesidad de la espó rtula y ya vimos que ésta era el símbolo de la f i eles. Nos parece probable que los primeros “clientes” hayan sido hom bres exteriores a las familias, acaso com erciantes o mercade res que se instalaron en Roma y a qu ienes se quiso integrar en aquella sociedad esencialmen te agrícola de los quin tes concedién doles un a parcela de tierra y asignándolos j uridicamente a un “pa trón". Si esto ocurrió asi. Roma en su s primeros tiempos se n os manifiesta como un a sociedad formada por un a sene de “núcleos" —es decir las familias agrupadas alrededor de un padre— y. en los intersticios, como en un tejido vivo, estaban los recién llegados que no h abían nacido en el seno de ningu na de esa s células fami liares. La existencia m aten al de esos “núcleos” está atestiguad a po r ciertos datos arqueológicos que perm itieron discernir en la misma Roma lo que se ha dado en llamar un estado “preurbano", es de cir, aldeas sep arad as y establecidas en las fu tura s colinas de la ciudad y en el Lacio, en las laderas del monte Latiar (¡bajo la mi34
rada de Júpltert). Las aldeas era n anteriores a la ciudad. Se pue de pen sar que en ellas vivían como abejas alrededor de su reina los descendientes y los parien tes de u n padre. C ada aldea tenia alre dedor u n a zon a “neu tra'' en p arte cultivada, y bien cabe imaginar que allí fueron a establecerse perso nas aislad as sem ejantes a esas pers onas “al m arg en de la ley“ de que habla la leyenda de Rómulo y qu e pidieron asilo y se ins talaro n en las vecindades del tem plo de Jú p ite r capitolino. Esa s p ersonas aisladas, desarraigadas, no podían queda r sin un a condición Jurídica so p en a d e que se las co nsiderase como hostes. es decir, a la vez extran jeras y potencialmente enemigas. Para ins talars e e n aquel suelo qu e iba a convertirse en el de la ciu dad unificad a, se colocaban bajo la Jid es de los jefe s de familia y que daban a s u merced. Lo cu al les da ba u n a ga rantía legal (por lo menos seg ún el derecho consuetudinario) y por lo tan to pa rticipa ban en la libertas propia de las gentes. En virtud de u na ficción j u rídica se convertían en miem bros de u na gens. El p a tere r a s u p a irarais. e s decir, su ‘casi pad re’. Tal debe de hab er sido la prim era organización de Roma en el mom ento de s u fundación a lreded or de mediados del siglo vm a. de nu es tra era. Esa organización reconocía a todos los miembros de la ciudad con nacimiento libre (independientemente de la s de siguald ades que hemos señalado) un derecho igual: el derecho de existir legalmente. En cambio, la organización política se fundab a en u na jer ar quía estricta, como garan te del cuerpo urba no, verdad era hipóstasis de Jú p ite r, en el vértice de la pirámide se en con traba el rey. Luego ve nían los jefes de cla ne s —los jefes de familia— con s u do ble papel de padres y de patr ones y alred ed or de ellos estaban los clientes. Era esa población heterogénea, miembros de gentes y clientes, la que estaba agru pad a en las curias, cuya asam blea de sem peña ba la parte que h em os señ alado y que es la de “testigos", cuya presenc ia auten tificaba y dab a validez al acto propu esto. Pe ro así como no corresponde a los “testigos" de u n c asam iento ele girá la novia o al joven prometido, n o correspon día a los miem bros de la asam ble a cu rlata la iniciativa de un a proposición. Sólo cu an do fue imaginad o el derecho de apelación (ilustrado por el “mito" de Horacio y de los Curiados) esta asamb lea adquirió, en m ateria judicial, u n poder de decisión y comenzó a desem peñar u n a par te positiva en la ciudad. Las decisione s de otro orden, l as decisio nes propiamente políticas, se tomaban en otra parte. Y es aquí donde aparece el papel del senad o. 35
En el seno de cada familia, el padre se hacía, en efecto, a sis tir para ejercer su autoridad por u n “consejo”, formado por su s p a rientes próximos y amigos seguros, es decir, otros paires con los cuales aquél mantenía vínculos, ya de parentesco (por el casa miento de su s hijos, etc.), ya de inte rese s o de am istad, como su e le ocur rir entre vecinos en el campo. Esta costum bre de adm itir consejeros que tenían los hombres que debían tom ar un a decisión es característica de la romanidad desde su s orígenes ha sta el final; esa costum bre pa rtía del prin cipio de que u n hombre solo puede equivocarse y s er engallado por la pasión, p or la ignorancia, por la precipitación. M ás sutilme nte, dicha costum bre es u na precaución contra toda sospecha de a r bitra riedad y, según veremos, es a si com o habrá de aplicarla Au gusto pa ra establecer su legislación. E sa costum bre se aplicaba tanto e n estado de paz como dura nte u n a guerra; el jefe militar cu yo poder sobre su s hom bres era absoluto, no tomaba ningun a de cisión importante sin co ns ult ar a su s oficiales. Asimismo el pre tor que ac tua ba en el foro pedía la opinión de los ase sores que lo rodeaban. Ya en la Roma real, el rey tenía u n consejo que era na tura lm en te el "consejo de los padres", cuyos miembros llevaban efectiva men te el nombre de paires, consejo que pronto se convirtió en el senado (senaíus). porque en principio estab a com puesto por hom bre s de ed ad m adura (senes, de alrededor de cin cuenta años), hombres experimentados y libres ya de los tran spo rtes de laj uventud. Ese senado primitivo era elegido entre los jefes de familia y posteriorm en te se agregaron otros personajes, los “inscritos" [conscripta. Lo mismo que la asam blea de las curias, el senad o du ran te la época de los reyes no po seía poder propio, definido po r leyes o po r alguna forma de constitución. El senado “asistía” al rey. pero no le imponía e sta o aque lla decisión. La decisión correspo ndía al ím pertum re al, era tom ada “co n los auspicios* del rey y, por lo ta n to y en definitiva, de conform idad con los dioses. S in embargo, si u na opinión del sena do n o limitaba legalmente el pod er real, ob ra ba em pero de un a m anera m ás sutil. Constituía lo que se llam a ba u na auctorttas. concepto del que a veces no s cue sta com pren der la verd ade ra significación. El procedimiento seguido du ra nte el período repub licano p ue de ayud am os a comprenderla. Cuando u n a cuestión era someti da a los padres, estos se p ronun ciaban m ediante u n voto sobre un a proposición precisa formulada p or un o de los senadores qu e 36
esta ba llamado a ha bla r entre los primeros. E sa proposición, la sententía. era som etida a votación; si se la aprob aba, la proposición m ism a no t en ia ningún valor obligatorio, no era u n a ley (Zex), puesto que no ha bía sido som etida a co nsideración de la asam blea de los ciudadanos. Er a solam ente la opinión de un grupo , p restigioso por cierto, pero qu e no podía pretend er repre sen tar al pue blo. La sententía era una solución posible, probablem ente la má s sen sata y la mejor ju sti fic ada teniendo en cuenta que procedía de los personajes m ás em inentes de la ciudad, de los m ás “pru den tes*. Adoptada po r el senado , se convertía en u na auctoritas. y esta palabra expresa el ca rác ter sagrado qu e se le reconocía. Auctoritas pertenece, en efecto, a to da u n a familia de vocablos cuya resonan cia es religiosa. Esto se ve clarame nte e n el nombre de A ugustas que e n el año 2 7 a. de C. los sena dore s dieron a Octavio vencedor y am o del E stado. El venced or de Actium poseía el poder de h echo. Faltaba conferirle u n derecho a ese poder, y eso es lo que los senad ore s quisieron h ace r al llamarlo Augusto. En el centro de este grup o sem ántico se e nc ue ntra en efecto el verbo augere que nosotros traducimos torpemente por “acrecentar, aum en tar” (y fue ese el sentido profano que terminó po r adqu irir en la época clásica y en su us o cotidiano) pero que con serva lazos con lo sagrado. E n el m un do na d a acaece o se desarrolla sin qu e sea querido o autorizado po r los dioses. La fuerza que su scita tan to a los seres como a los acontecimientos tiene su origen en la s divinidades: “Me he visto ‘acrecentado* con un pequeño", dice Cicerón al nac er su hijo. ¿Y ha y algo ta n incierto acaso, algo que esté ta n puesto en la m ano de lo s d io ses como la venida al m undo de un niño? Los presagios perm iten adivinar la presencia de e sa fuerza que poseen las divinidades gr acia s a los ‘augurios*, otro vocablo perteneciente al mismo con junto. C ada momento del presente prep ara el que h ab rá de seguir. U na palabra p ronu nciad a al azar (¡so bre todo al azar!) dete rm in a lo que será el fu tu ro , y esa palabra puede s er de bu en agüero o de mal agüero. Existen cr eencia s que no ha n desaparecido enteramen te de nu estra s conciencias ni siquiera hoy. Tan arraig ad as e stán en el corazón de los hombres. E n la Roma m ás an tigua, la indagación de los signos, de los a u gurios. era un a institució n del Estado.Tlabía un colegio de sac erdotes. llamados precisam ente au gure s, que p oseían los secretos de la interpretación de tales signos. C ada año y h asta u na época tard ía en nombre del pueblo romano se recibía solemnemente lo que s e llamaba el augurium Sa lutis , el aug urio del b ue n estad o, de 37
la salud. De esta m aner a se espe raba conocer lo que se prep ara b a para el año siguiente, aquello que las divinidades h arían ‘crecer”, es decir, cobrar ser. E sta ceremonia se practicaba a u n en el imperio. Llam ar a Octavio A ugustu s era reconocerle el don de llevar a feliz térm ino lo que em pren día, el don de ser todo él “de bu en a u gurio”. lo cual equivalía a sacralizarlo, a colocar en sus manos “be nd itas” esa p arte del futur o imprevisible con la cual los e sta dos deben contar. En ese mismo sentido y desde la Roma arcaica, u n a auctoritas del senado constituía un a presu nción de éxito tocante al problem a pro pue sto o a la decisión que hab ía que tom ar. La auctoritas ayudaba a hace r lo mejor posible las ap ues tas s in las cuales no es posible nin gún gobierno. La sabid uría hum ana debía te ner en cu en ta la de los dioses. Bien se comprende que, e n esas condiciones y con sem ejante sistema de pensam iento, la libertad política no se ba sa ba en la resu ltante de las voluntades individuales ni en la de los ciudad anos n i en la de los padres y n i siquiera en la del rey. Se comp rende tamb ién que e sa libertad no existía, no podía existir, pu esto que las decisiones debían tom arse de conformidad con lo que s e creía sabe r o adivinar de las voluntad es divinas. Los rom ano s se r e presenta ban a J úp it er según veían la s instituciones de la ciudad; se lo ima ginab an como u n rey rodeado tam bién él de aseso res, los dii con sentes (los dioses del consejo), qu e d ab an su opinión cada vez que Jú p ite r debía lanzar el rayo. E n verdad, esos dii consen tes deb ían algo a la religión de los etru sco s, pero la instituc ión q ue represe ntab an era bien latina y de todas m anera s la imagen que da ban era bien rom ana al hab er sobrevivido tan to tiempo. Es ta visión del m undo que s upo nían las reglas de la acción política pla ntea ba el problema de la libertad hu m ana : ¿p odía con siderarse “libre" a u n rey que se concebía él mismo como el inté rp rete de Jú p ite r? o ¿podía conside rarse libre un senado c uya s decisiones ten ían el carác ter adivinatorio? En realidad, el poder n u n ca se ejerció en Roma, ni siqu iera d urante la república, en medio de la libertad, si se entiende por este término la autono m ía de un a volun tad individual o colectiva que p ue de escoger esta o aquella solución en virtud de criterios sobre los cuales solamente la razón juzg a. E sta es u n a diferencia esen cial respecto de las in stitu cio nes de la Atenas democrática, donde la asamblea del pueblo, la ekklesia, sólo estaba su jeta mu y remotamente a la influencia de los dioses y donde la razón hu m an a (que era razonable según se 38
pensa ba) lo so m etía todo a su crític a. E n Roma, los diose s contro laba n a todos los hombres que po seían algún poder. Aun en tiem pos de g uerra, los Jefes militare s que poseían auto rid ad absolu ta sobre s u s soldado s debían interrogar a los dioses. S i no lo hacían asumían una terrible responsabilidad. Desdichado aquel que. cua ndo las aves sagrada s se negaron a comer lo que se les daba las hizo arrojar al ma r diciendo (estas palabras ha n sido a m enu do repetidas): “¡Si no quie ren comer, que beban!". D esp ués de eso nadie se asom bró de que la flota hub iera qued ado aniquilada. Una gene ración de spu és, el de sa stre del lago TYasimeno fue el precio que debió pag ar Roma por u na impiedad parecida de que se hizo culpable otro cón sul. Todo jefe militar, a sí como todo magistrado, era e n cierto modo u n sacerdote. Y. según vimos, e se cará cter sa grado qu e se le asign aba e ra exaltado des pu és de la victoria por las aclama ciones de los soldados que lo proclam aban imperator. Cu and o en el año 19 desp ué s de Cristo, Tiberio supo q ue Ger mánico había recogido con su s propias m anos los hue sos de sol da do s de Varo m ue rtos en los bosqu es de Teubu igo, lejos de feli citarlo po r ese acto de piedad, lo ce nsu ró porque, de cía Tiberio, un jefe m ilitar debía guardarse de to da mancilla religiosa, lo cual le impedía tener u n contacto cualquiera con el mund o de los m uer tos. El jefe debía perm anecer puro para co ntinu ar siendo el inter me diario en tre s u ejército y los dioses. A cualquier parte a que dirijamos la mirada sob re esa Roma ar caica, se n os m anifiesta que ca da forma de la vida política, tanto en la paz como en la guerra, está calculada p ara hac er aparecer la voluntad y la acción de los dioses, en o tras p alabras, pa ra des cifrar el destino que agu arda ba a la ciudad. Pero aquí se plantea un a cuestión. Si esa vo luntad divina es conocida, ¿implica esto que está Ajada y determ inada de un a vez por to das? S eria ex traño que u n pueblo que ate stiguó siem pre t a m añ a ob stinación por sobrevivir ha sta en los reveses m ás corridos se hub iera contentado con ac ep tar una fatalidad absoluta. A di ferencia de los helenos de la época de Homero, los rom anos pe n sa b an que los dioses disponían de u n libre arbitrio, que era posi ble in fluir en ellos si esta ban encolerizados, hacer a un lado los ma los presag ios por los cua les se expresa ba esa cólera, “expiarlos" (expiare). Los aug urios era n entonce s como las indicaciones que ja lo nan u n camino. A nunciaban lo que habría de ocurrir si se adop taba e sta o aquella conducta. Siempre era posible que u no suspen diera su m archa si se daba cuen ta de que la ruta lo extra viaba y siempre e ra posible echa r a an da r por otro camino. Así ocu39
rría con las decisiones consideradas. Si las victimas dab an señ ales desfavorables cu an do el m agistrad o recibia los auspicios, és te suspen día su acción y recurría a alguna otra de las recetas consignadas en los libros de los adivinos y apropiada s para m an tene r o restablecer bue na s relaciones con los dioses. Este co njunto de prescripciones y de ritos h acia de la vida política u n arte en el que intervenía a la vez la razón, el cálculo y un instinto m ás s u til que únicamente poseían los hombres “hábiles*', aquellos que habían dado prueba s de éxito en su s e mp resas, aquellos que era n am ados p or los dioses, los hom bres augustL Esa era la m anera en qu e podía gobernarse la ciudad. E n el plan o hum ano debía gobern ársela con sabid uría y previsión; en el plano divino debía hacérselo co n la m irada constante m ente fija en las cosas divinas. De m an era q ue todos los lugares de reunión, la cu ria donde se reu nía el senad o, el comitium, q ue era la parte del foro situad a frente a la curia, donde los m agistrados dura nte la re pública y donde a nte s que ellos sin d uda el rey se dirigía a los ciudad ano s de los comicios curlatos, todos esos lugares era n templa, lugares inaugurados, es decir, lugares en los que se manifestab an los presagios y en los que se interrogaba a los dioses. La vida po lítica se desarrollaba a sí como un a s uce sión indefinida de interrogaciones. El voto mismo de un a asam blea no era m ás que la re s puesta en viada por la s potencias divinas a la pre gunta fo rm ulada. po r ejemplo, la elección de u n homb re, la aprobación de un a ley. Esta doble actitud, a la vez de sum isión y de astu cia re spec to de la voluntad divina, hizo que desde m uy tem prano h ub iera en la ciudad personajes que gozaban de una autoridad particular, aquellos que en el curso de su vida habían sido “afortunados", aquellos que hemos llamado los augustl (¡no sin inc urrir e n algún abuso de lenguaje!). Se los co ns ulta ba preferentem ente, se los elegía si se produc ía alguna crisis grande, y aquel pueblo acos tum brado a cria r ganado y a seleccionar su s razas admitió in stintivame nte que e sas cualidad es de sab idu ría y de éxito obtenido en la acción se tra nsm itían en el seno de las familias de generación en generación. Se suponía q ue el descendiente de u n a cas a ilustre había heredado el heroísmo o la habilidad o sencillamente la “suerte ” de su s an tepasado s. Esta concepción se insertaba con toda n aturalidad en un sistem a de pensamiento para el cua l la célula social por excelencia era la gens. La gens poseía, en efecto, un a duración que com pensaba la demasiado breve trayectoria de u n solo personaje. Este era continuación de s u s a ntepasad os y 40
su s descendientes con tinua ban a aquellos, de suerte que si uno de quienes habian llevado el nombre de una determinada gens había tenido la suerte de g u sta r a los dioses, de ha llar la manera más eñcaz de granjearse la buena voluntad de estos, era muy pro bable que o tros de igual nom bre pudiesen h acer otro tanto . La historia de Roma tuvo ejemplos que muestran que el nombre de un magistrado o de un jefe m ilitar tenía por si mismo valor de au gurio. P or ejemplo, el caso de los Escipiones de Africa. De esta m a ner a que no era del todo irracional se constituyó u n a aristocracia basada en el mérito y la eficacia m ás que (por lo menos al princi pio) e n la riqueza. La igualdad (aequalttas) de los ciu da da no s en tre si fue u n ideal que los hechos contradijeron desde m uy tem pran o. Sin embargo nos equivocaríamos si pen sáram os que esa igual dad de los ciudadan os entre si desapareció totalmente. Siempre persistió, por lo m enos d u rante la república en la m ed ida en que la personalidad del hombre encargado de un a m agistratura se bo rra ba frente a la función que ejercia. Se sab e qu e Cató n el Censor, en s u s o bras históricas, a u n en la primera mitad del siglo n a. de nu estra era. se abstenia de llam ar a los hom bres por su nombre y se co nte nta ba co n decir “el cónsul" o "el pretor" pa ra desig nar a quien habia ganado un a b atalla, llevado a b uen término u na ne gociación o alcanzado un triunfo. Pero, a los ojos del pueblo y cuando se trata ba de aceptar o de rechazar u n a cand idatura, el nombre de u n varón, el nombre de su gens. tenía gran importan cia. Ese hombre, descend iente de personajes ilustr es era conoci do po r todo s y era "noble", nobilis. De man era que sí por derecho todos los ciudadan os tenían igualmente la posibilidad de preten der las m ag istratu ras, si todos los mag istrados que se sucedían en una m agistratura eran "inter cambiables", en la práctica los hechos suc edían de modo m uy di ferente. La tradición que e n el pasa do hab ia llevado a varios J u nios o a varios Com elios al consu lado, los méritos antigu os a tri buid os a esto s nom bre s o a otros igualmente respeta dos y otras in fluencias diversas limitaban la libertad de un a elección que no era la elección de la indiferencia. Ese es el cu adr o que se p ued e trazp r de la libertad en la Roma arcaica y a comienzos de la república. La pa labr a libertad tenia en tonce s varios sentidos. Unicamente se res pe tab a la libertad de las pers onas en su s cuerpos y por pertenecer a la ciu dad . Sólo se po día ate n ta r co ntra ella (como nos lo recu erda el m ito de los Hora cios y de los Curiados) m ediante u n juicio en la asamb lea del pue41
blo, es decir, u n a vez m ás co nsultando a los dioses, bajo cuya a u toridad se reunía esa asamblea y cuya voz era como la de los dioses. La libertad política ejercida directamente por semejante asam blea er a inconcebible. Si se hu biera sugerido enton ces que todo ciudadan o podía m ane jar los grandes negocios del Estado, llegar a s er magistrado suprem o, ciertamente eso habría parecido u n a peligrosa quimera. A diferencia de lo que ocurría en Atenas, las funciones públicas nunca se sortearon en Roma. Para asignarlas se tenía en c ue nta el valor personal, real o presunto. Los privilegios reconocidos de hecho a las g ran de s familias sólo se aten ua ro n grad ualmen te, al término de u n a larga evolución y en un a época en que los antiguos valores qued aron a medias borrados y has ta pervertidos, au nq ue nu nc a desaparecieron del todo. Aun en los últimos tiempos de la república hacían falta m éritos excepcionales para que u n “homb re nuevo" pud iera se r politicamente el igual de quienes descend ían de an tepasa do s ilustres. Tal vez se me reproche el hecho de que pa ra tra za r este cu adro de la ciuda d arcaica me h ay a valido de textos y de hechos que se rem ontan a varias épocas diferentes, a veces dista ntes en varios siglos. Sin embargo no se podía proceder de otr a m an era, p ue s sólo poseemos muy pocas informaciones dire ctas (o dignas de cré dito) sob re la época de los reyes, p ero existen ciertas co nsta nte s que aparecen bien atestigua das en diferentes momentos; su m isma permanencia hace posible una extrapolación al pasado m ás remoto. Es asi como entrevemos, en tre el siglo vin y mediados del siglo vi de nu es tra era . la existencia de u n a sociedad ya aristo crática en la cual la jerarqu ía no parece ha ber estado basada en la fortuna, sino que vemos u n a com unidad de “iguales", en la que e sta igualdad teórica estaba en contradicción con la desigualdad de las familias. E sta com unid ad esta ba regida po r obligaciones religiosas. La reputación de piedad que te nían los antiguos rom anos —piedad por los dioses, por lo s padres y ante pasados, el respeto de la Jldes — no era seguram ente inmerecida. La pied ad d e los rom ano s era el fund am ento m ismo de s u vida social, el “cemen to” de la ciudad. Pero a partir del siglo vi (a mediados de ese siglo), actuaron otros factores a medida qu e se ace ntu ab a la riqueza. La población de Roma se hizo más num eros a. El desarrollo del comercio con las tierra s etru sc as y las ciud ade s del bajo Laclo (cuya impo rtancia nos han revelado los arqueólogos), donde se hacia sentir la influencia de las colonias griegas de la Magna Grecia, de Cu m as y de Nápoles. hizo aparec er otra s formas de riqueza d iferentes de la 42
posesión de tierras. La tradicional e str u ctura patria rc al, vinculada con la propiedad rural (estructura que pe rdu rará au n d ura nte nu m eros os siglos, m ientra s se exigió que los sena dore s poseyeran tierras en Italia), se en con traba am enazada, lo cual mu y pro bablem en te provocó ese “endurecim iento" de la aristocra cia gentilicia que com probamos du ran te los primeros añ os de la república y que. au n de spu és de las con qu istas políticas de la plebe, ace ntúa las desigualdades en tre los ciudadanos. La gran m utación económica y social se manifestó en virtud del establecimiento de un a constitución ba sad a e n la desigualdad social y las diferencias de fortun a. Esa c onstitución, atribu ida al rey Servio Tullo y estab lecida en la seg unda m itad del siglo vi a. de C., repa rtía los ciuda dan os en varias clases según la cu antía de su fo rtu na (el cens). Se tra tab a en tonc es de organizar un tipo de ejército “moderno", análogo al de las c iuda des griegas, e n el que el p a pel principal corresp ondía a los hoplitas. u n sis te m a m ás eficaz que el tradicional "reclutamiento" y mejor ada ptad o p ara las po sibles luc ha s co ntra los pueblos de Italia central, in struido s por el ejemplo de las colonias griegas con las que aquellos m an tenía n re laciones. Es significativo el hecho d e que e sta transform ación de la comunidad rom ana en u na sociedad militar, en la que todas las clases es taría n definidas en función de su pa rte en el ejército, se haya realizado según criterios censuales. Los ciuda dan os m ás ricos debían com prar y ma nten er a su costa un caballo. Esa era la categoría de los equües (caballeros). Los que segu ían de spu és por su fortuna debían procurarse un armamento pesado, ofensivo y defensivo. Los m ás pobres se co nten taba n con u n arm am ento liviano, esen cialm ente ofensivo (picas, etc.). E sta co nstitución s u pone, pues, que en la Roma de ento nces existían im portante s desigualdades de fortuna y. lo que es de gran importancia, dicha constitución tuvo el efecto de que la antigua asam blea c urlata. c aracterística de la sociedad arcaica, quedó suplantada por una asam blea llamad a "centuriata". porque la unida d táctica, la centuria (que com prendía en principio a cien hombres) servía de m arco par a la votación de los ciudad anos. En ad elante fue en la asam blea ce ntu riata donde se ejerció (y esto se prolongó ha st a el imperio) la ‘libertad política", es decir, la elección de los ma gistrad os (d espué s dé la ca ída de los reyes). do nde se vota ba n la s leyes y se ejercía el poder judicial. Pero tod as las centurias, repartidas e n clases censuales no ten ían e n realidad el mism o poder devoto. La influencia decisiva correspo ndía a los ciu dadan os de las cen turias formadas por los hombres m ás ricos. La 43
antigua jerarquía, en la que los miembros de las gentes m ás “no bles" y m ás prestigiosas p oseían una auctorttas mayor, hab ía de ja do parcialm ente el lu gar a o tra je rarquía en la que la riqueza era el factor determinante. En realidad, esta s dos jerar qu ías se su pe r ponían en la medida en q ue los ciudadanos m ás ricos era n los je fes de los clanes más numerosos, hombres rodeados de una clientela abu nda nte, que no habían perdido nada de su influencia con la nueva organización. Los ciudad ano s m ás hu m ildes no habían ganado nada. Su libertad política no se reflejaba en la práctica. Con todo, no tardó en ha cerse se ntir otra consecuencia de esta m utación "económica”. Mientras que los ciud ada nos m ás ricos mantenían su posición de holgura o hasta la acrecentaban, los m ás pob res se ha cían c ada día m ás miserables. Obligados, como todos los miembros de la com unidad, a servir en el ejército, era n incapaces de dedicar a s u s as un tos el tiempo y los cuidados n ecesarios. Y esto e ra cierto sobre todo en el caso de los m ás nu m erosos, los campesinos, que debía ab and ona r sus cam pos d ura nte la primavera y el verano, e n el mom ento en el que los trabajo s rurales eran m ás urgentes. Ahora bien, esos campesinos y s u s familias no podían sobrevivir si cada arlo no recogían su cosecha. Sin eso les era nece sario ped ir dinero en pré stamo . Al cabo de algú n tiempo su situación no tuvo salida. Les fue necesario vender las tierras, los pocos bienes que poseían y Analmente en tregars e ellos mismos a s u acreedor del cual llegaron a s er los next u n término que implicaba que pa sa ba n al servicio del acreed or y es ta ban obligados a tr abajar p ara él. Esto no los hacia legalm ente e sclavos pues en principio con tinu ab an siendo “libres", sólo que de pendían de otro. Esta evolución tendía evidentemente a au m en tar las desigualdades entre los ciudadanos. Y lo peor era que hasta el concepto mismo de patria perdía su sentido p ara todos aquellos que ya no poseían nada propio, y lo mism o ocurría con la idea de libertad. Asi comenzó a man ifestarse u n sentimiento: ¿se puede todavía ha bla r de hombres libres cuan do en realidad esos hom bres dependen de u n amo? El problema de las d eu da s ponía en peligro la existencia de Roma. Tito Livio. al referir los a contecimientos (que en par te re con struía en la medida en que podía conocerlos) que en el año 495 a. de C. fueron provocados por es ta situación, h ace decir a uno de los personajes que se esforzaban por en con trar un a solución a la crisis:
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‘Habla que devolver a cada cual la libertad, an tes de darle arm as, para que combatieran por su patria, por su s conciudadanos, y no por u n amo*.
Era m uy cierto que, au n a teniéndo se a la antig ua definición de la libertas—lag ar an tia de la perso na Jurídlc a de ca da individuo—, el estado a que se veían reducidos los deudo res insolventes equivalía a privarlos de la libertad y a red ucirlos a la esclavitud. Si a esos hombres se les dab an arm as, ¿por qué ha bría n de u sarlas? Extranjeros en su propia patria, ¿qué ten ían que defender? Nacía así un a idea llam ad a a te n er u n a larg a descenden cia. La sujeción de u n núm ero demasiado grande de los miembros de una com unidad destruye esa comu nidad. E n el año 134 a. de C.. Ti berio Graco hubo de bla ndir esta am enaza ante los sen adore s. Y ciertamente no era u na amenaza vana. Muchos siglos después. La Bruyére escribía, aportando ciertos m atices a las p ala br as Im agina das p or Tito Livio: ‘No hay p atria en el despotismo; o tras co sas la reemp lazan, el interés, la gloria. el servicio del principe”. Y, en la Enciclopedia, el caballero de Jac ou rt se ha rá eco de estas p alabras, pero esta vez sin matiz alguno al vincular de u na m aner a Indisoluble libertad y patria y al m encionar como testigos, de un a m an era po r lo dem ás ba stan te vaga, a los griegos y a los romanos : “No hay en modo alguno p atria bajo el yugo del despotismo". D esp ués de Tito Livio, el empleo que se h a hech o de esta fórmula en el ‘siglo de la ilustración” para cimentar una Ideología muy ajen a a la ciudad an tigua pu ede con siderarse como uno de los “errores" de la libertad en el cu rso de los siglos. ¿Q uién podría asimilar, en efecto, los domini antiguos, amos de esclavos, o los acreedores de los nexía los soberan os de Euro pa contemporáneo s de La Bruyére y de los enciclopedistas? Para po ner fin a la intolerable situ ació n de los nexi, la plebe se sublevó y se separó a fin de con stituirse en u n E stado independiente. Se retiró al Monte Aventino (otra trad ición dice que se re tiró al Monte Sagrado, al norte de Roma). Aquello no fue un a g ue rr a civil; se n os dice que todo no pa só de gritos y clamores, sin violencia. Los senadores (los miembros de aquella aristocracia que pesaba ta nto sobre los ciudadanos de menore s recursos) encarg aron que re stablec iera la concordia a Menemio Agripa, u n ho mbre particula rm ente sabio, u n simple pa rticula r. Parece que Agripa se valió del célebre apólogo de los “m iem bro s y del estómago" qu e re fería la rebelión de los primeros co ntr a este último, s u negativa a 45
servirlo y las consecue ncias que esa a ctitud entrañ aba . Se nos di ce que ese razonamiento impresionó m uch o a los espíritus, au n cuando en realidad no se aplicaba exactamente a la situación de ba tida. Pero e s ra ro que los discurs os de los há biles políticos va yan al fondo de las cosas. Sea ello lo que fuera, los plebeyos qu ed aro n seducidos, calm a dos, y resolvieron reg resa r a la ciudad. Es ta q ued aba a salvo por lo menos durante algún tiempo. Se tomaron entonces medidas m ás prá cticas pa ra proteger a los pobres contra los manejos de los ricos, y fue en ese mom ento cuan do se cre aro n los tribun os de la plebe. E sta in stitución de m agistrados “intocables", que poseían el poder de precipitar con su s p ropias ma no s desde lo alto de la ro ca Tarpeya a los ciudad ano s que in tentab an resistirse por la fuer za. fue considerada en adelante como uno de los pilares, o, como lo dice también Tito Livio. uno de los dos “baluartes" de la liber tad: el otro era el Jus provocationis, el derecho de apelación al pue blo. here dado de la realeza. Las prerrogativas reconocidas a los tribun os m ostra ban ha s ta qué punto la vida política romana estaba impugnada de re ligión. Los tribun os era n personajes “sagrad os", colocados bajo la protección de los dioses. Ante todo la protección de Ceres. la diosa de la plebe, la terrible divinidad del m und o su bte rrán eo y al mis mo tiempo la divinidad que crea y nu tre a los hombres. Llevados por el relato de los acontecimientos que desga rraron la comunidad rom ana uno s quince año s desp ués del fin de la re aleza. hemos debido emplear el término “plebe", un vocablo del cual es difícil dar u n a definición precisa. Sólo podemos conceb ir a la plebe de una manera negativa, por oposición al “patriciado". es decir, el con junto de la s familias an tigu as ya inte grad as en la ciuda d mu cho a nte s del año 509. Esta definición del patriciado es ella misma m uy vaga y probablemente no dé entera c ue nta de la realidad. Lo que parece m ás probable es que esta división de los ciud ada nos entre patricios y plebeyos (división en p otencia mie n tras un rey estuvo a la cabeza del Estado) asumió importancia cua nd o se trató de elegir a m agistrados pa ra reem plazar al rey. El advenimiento de la libertad acarreó diferencias má s m arca da s en el seno de la república recién nacida, diferencias que no se es ta blecieron inmediatam en te. E n efecto, los prim eros cónsule s elegi dos por los ciudada nos pe rtenecían a familias que posteriormen te fueron con sideradas u na s como plebeyas y otras como patri cias. Sólo al cabo de varios años el consulado quedó reservado única m ente a los patricios. Esto creó evidentemente u na desigual46
dad profunda, puesto que no todos los ciuda dan os podían alcan zar las m agistraturas, al no participar ya de la m isma condición ju rídica. Esta desigualdad acarrea ba graves restricciones a la libertad. Vedaba, po r ejemplo, los casam ientos “desiguales", e ntre patricios y plebeyos, u na prohibición que parece h ab er sido mal aceptada; y según u n a tradición hasta se produjo a cau sa de esta cuestión un a seg un da secesión de la plebe. Pero lo cierto es qu e los pa tri cios cedieron, la concordia se restableció y la plebe tuvo poco a po co los mism os d erechos de lo s patricios. Esta serle de luc has, librad as po r los plebeyos par a obtener la m isma con dición jurídica q ue los patricios (especialmente el acce so al consulado) no tuvo como ca us as p rincipales reivindicaciones económicas o sociales. E n el fondo, se de scu bre que lo que aq uí es tab a en jue go era de orden religioso e incum bía a lo sagrado. Los patricios fundaban su preeminen cia, esto es. s u s derech os, en la afirmación de que ellos eran los únicos calificados para co nsu ltar los auspicios, es decir, seg ún vimos, para en tra r en comunicación con las divinidades, para interpretar las “señales", lo cual era evidentemente un a condición neces aria par a ejercer u n a magis tratura. Ahora bien, si era cierto que consultar los auspicios, in dispensables para el ejercicio del tmpertum (prerrogativa de los cónsules y de los pretores, de spu és de los reyes) con stituía u n ac to inhe rente a la religión de Júp ite r, seguías e de ello que los ple beyos. puesto que no te nía n derecho a los ausp icio s, no parti cipaban po r lo m enos d irectamente e n d icha religión. Lo que s a bem os sobre los cultos de la plebe co nfirm a esta inferencia. Los plebeyos estab an o rgan izados ju rídic a y religiosamen te alred edor del templo situ ad o cerca del Aventino y dedicado a Líber Pate r (Baco). a Libera (asimilada a Proserpina, la divinidad infernal, espo sa de Plutón, el dios de los mu ertos) y a Ceres, que, como dijimos, era la protectora de los tribun os. Esto sugiere que la ciudad ro m ana surgida de las profundas transformaciones que se produ je ron du ran te el siglo vi y d uran te la p rim era m itad del siglo v es tab a dividida religiosamente en dos mitades; u n a m itad “urania" vuelta h acia el cielo y la o tra m itad “ptónica" c on u n sa ntu ario situado fue ra del pomerium. e n las prim eras faldas de ese monte Aventino que solo debía qu ed ar de ntro del recinto religioso de la ciudad du ran te el reinado del emp erador Claudio en el año 49 a. de C. Es significativo que el santuario (que bien podríamos llamar 47
federal a ca us a de los diversos orígenes de los plebeyos), alrededor del cual se reu nía la plebe, se levantara fuera de la zona en la que eran válidos los auspicios urbanos. El Capitolio, en cambio, donde se elevaba el templo de Júpiter, era la colina patricia por excelencia. Era allí donde los reyes y los magistrados que p oseían el imperium recibían los auspicios e inau gu rab an el poder. El san tua rio del mo nte Aventlno y el s a n tuario del Capitolio m arc ab an de algún modo el foco de u na m itad de la ciudad, dos mitades que posteriormente ha brían de fun dir su s instituciones y recu pera r la unidad. No se debe a un azar m uy probablem ente el hech o de que el día aniversario de la fun dación del templo de Ceres Idles natalis), fijado el 19 de abril, p re ced a en dos días al de Roma, celebrado el 21 del mismo mes. Un intervalo de dos días e s ciertamen te ha bitu al entre dos fiestas vincu lad as en tre sí. En el calendarlo litúrgico rom ano, n ad a e s fortuito. Parece, pues, que desde fines del siglo vi a m ás ta rda r, existía un a verdadera comunidad plebeya que poseía su s propias instituciones. su asamblea (que luego serán los comitia tributa ), sus m agistrados (los ediles) y bien p ronto los tribun os. Cu ando la a u toridad de éstos hu bo de ejercerse sobre el con junto de los ciu da dan os a p artir del año 493 a. de C.. esta circ un stan cia tuvo efecto de ab rirles la zona “urania" —y patricia—. la zona en que la li bertas estaba g arantizad a por el derecho. Com préndese asimismo que la jurisdicción de los tribu no s estuviera limitada a la zona interio r del pomerium: su Jurisdicción no alcanzaba afuera del recinto de la ciudad porque allí subsistía el imperium en toda su plenitud. De modo que fue asegurando a todos los ciudadanos, plebeyos y patricios, que p oseerían la "libertad”, esa seguridad que e stab a g arantizada por la doble protección de los dioses del cielo y de los dioses de la tierra como Roma recuperó la un idad pu es ta en tela de juicio dura nte un momento a ca usa de la desigualdad de las fortunas, de la diferencia de las trad icione s religiosas y de las es tru ctu ra s familiares. Los herede ros de las gentes antigu as, los clientes que se ha bían agregado a ellas, miembros de otra s gentes más recientemente integradas y llegadas de la Sabinia o de las m on taña s de Italia central, todos term inaron por fundirse en u na misma ciudadanía que invocaba y exigía la libertas
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Los combates de la libertad
El principio del seg un do libro de Tito Livio. aq uel e n qu e co mienza. dice el autor . “La historia de u n pueblo rom ano en a delan te libre’, desp ués de la caída de los reyes, pre sen ta u na me dita ción sob re la natu raleza d e la libertad. La libertad está definida por dos criterios: la existencia de d os ma gistrados q ue enca bezan el Estad o anua lm ente y luego el hecho de que el poder suprem o (im perturri) procede de las leyes y no de los hombres. Bien se com pren den las razo nes que ha bía n llevado a los “revolucionarios” del año 509 a dividir así la autorida d e ntre dos hom bres. A un si alguno de los dos magistrados s entía inclinaciones a m ostra rse tiránico, su tiranía no podía du rar m ucho tiempo, en tan to q ue el otro magis trado podía limitarla en s u s efectos. En cu an to a las leyes, éstas eran de naturaleza, según se pen saba, capaz de su m inistraren to d as la s circun stan cias reglas que indicarían la decisión correcta que había que tomar. A decir verdad. Tito Livio no p arece a pro ba r plen am ente este estado de cosas así descrito. Explica el entusia sm o de los rom a nos, desp ués de 509 y de la expulsión de los Tarq uinos p or el con tras te q ue h abía entre el nuevo régimen, en el cua l todos los ciu dadanos eran en principio iguales, y el orgullo [superbia ) de los príncip es depuestos, lo cu al indicaba que esta revolución había si do provocada m ás p or un a reacción p opu lar (de orden pasional, por la irritación ex per im entada frente al d esprecio q ue los prínci pes m anifestaban resp ec to de los dem ás) que p or el deseo de p ar ticipar efectivamente en el ejercicio del poder. Pero Tito Livio no comparte plenamente los sentimientos que atribuye a los roma no s de aquellos rem otos tiempos. Recordando las agitaciones que ha bía n m arcado el fin de la repú blica y los peligros que los exce sos cometidos en nomb re de la libertad hab ían hecho co rrer al Es tado. Tito Livio se m u es tra equitativo con los reyes que desde Rómulo a Tarquino el Soberbio contribuyeron a fun da r la ciudad, a afirmarla, a engrandecerla al favorecer el aumento de su pobla49
ción y de su imperio. Dice Tito Livio que la libe rtad sólo es posible en la concordia y observa: “¿Qué h ab ría ocurrido si es a plebe de pasto res y de refugiados que había h uido ca da cual del pueblo que era el suyo y que protegida p or el asilo inviolable de u n san tuario ha bía e ncon trado la libertad o por lo me nos la impunida d, si libre del temor de u n rey hub iera comenzado a se r agitada por las bo rra sc as del tribu na do y a en trar en conflicto con los Padres, en esa ciudad que no era la de ellos antes de que su cariño por sus espo sa s y su s hijos y el am or mismo por esta tierra, am or que mora en nosotros por la fuerza de un a larga costum bre, no hu biera crea do vínculos e ntre s u s corazones?". E videntem ente Tito Livio pien sa aquí en las g ue rras civiles que pocos año s a nte s del momento en que él escribía habían comprometido la existencia misma de Roma, gue rras a la s que hab ía puesto término solamente la auto ridad —la auctortías— de Augusto, confirmada por su victoria contra Antonio. Es decir, una monarquía. Sin em bargo. no cree mos que e ste elogio me su rad o que Tito Livio hace del régimen m onárquico se a p ara ha laga r a Augusto. No era esa su costumbre. El sentimiento que el historiador expresa es el de todos su s contemporáneos, cans ado s de las interminables luc ha s librad as alrededor del poder, primero, con Bruto y los con ju rados del añ o 4 4 y co n el pretexto de recobra r la libertas, luego, para satisfacer ambiciones qu e ni siq uiera experim entaban ya la necesidad de eng alanarse con nom bres honorables. E n la época en que Tito Livio comenzó su historia (acaso cua nd o la batalla de Actium acab ab a de p on er fin a la pesadilla), lo que se s en tía no era ya la oposición entre la tiran ía y la libertad, sin o que s e s entía la oposición entre la libertad y la ana rqu ía, el ord en y el desorden, y todos los espíritu s (por lo men os la gran mayoría) dese ab an que por fin se p usie ra térm ino a ese estado de inestabilid ad en qu e h a bía degenerado la libertas. La meditació n de Tito Livio sob re la libertad llega a la con clu sión de que todos los siglos y todos los pueblos no so n cap ace s de soportar la libertad, que u n Estado no puede s ub sistir sin que sea ma ntenido por a lgún con streñimiento y si los esp íritus y los cora zones no es tán prep arad os pa ra la libertad. La libertad no podría existir sin la fratern idad ni pe rsistir en la discordia. La libertad exi ge un a tolerancia m utu a de los ciudadanos, el deseo de ayud ar se los u no s a los otros, cierta complacencia en vivir j unto s y en per m anecer día tra s día en el suelo donde vivieron su s antepasado s. Eso se llama a m or a la p atria. Pero ese am or no es, como dijeron La Bruyére y el caballero de Ja uc ou rt, el fruto de la libertad, sino 50
que es u n a de las condiciones o, si se prefiere, u n antidoto para hace r que e sa libertad no se a d esord enad a y destructiva. Tal vez puede uno asom brarse de que Tito Livio conciba de esta m anera la libertad, es decir, como el resu ltado de la estab ilidad política y social, lo con trario de todo e spíritu revolucionarlo. Algunos juz ga rán tal vez como algo que va con tra la natu rale za esta alianza que fun da la libertad en el orden establecido. Ello ocurre porque con ciben la libertad como los movimientos ciegos de los átomos, arra strado s en un a agitación perpetua, yendo de aquí para allá sin orden ni concierto... y en realidad e nteramen te dispuestos a s u frir la ley de algu na fu erza que los obligue con violencia a s egu ir un trayecto esta vez determinado. Piénsese en la m ane ra en que generalmente term inan las revoluciones hu m anas . Terminan en tiran ías s ang rienta s de las que sólo se sale con terribles dificul tades. De m an era que Tito Livio com prue ba que pa ra existir, la liber tad exige un a sociedad ya fuerte, adu lta, tal como podía serlo la Roma de fines del siglo vi, en la cual, seg ún vimos, la s células fa miliares se h abían aglutinado para da r nacimiento a u na comu nidad, en la cual los miembros de las gentes asi como los clientes que se hab ían agregado a ellas reconocían la autoridad de un p a dre o de u n patrón , en la cual nadie era plenam ente libre, en el se n tido que corrientemente se d a a esta p alabra, en la cua l nadie era un a entidad au tónom a y en la cual h as ta el propio rey obedecía a los dioses. En tonces y porque reglas de cond ucta generales se h a bía n fo rm ado poco a poco, porq ue se había n desc ubierto la s vir tudes de la J ld e s y d e la pieta s. porque existía u na moral no escri ta y reconocida po r todos los miemb ros de lo que poco a poco lle gó a s er u n a com unidad, era posible hab lar de libertad sin poner lo todo en peligro. Sin embargo, en esa Roma arcaica, de esta s uerte preparada para s e r libre, el adven im iento de la libertas estuvo marcado por un dram a q ue tam bién no s describe U to Livio y que hizo descu brir, a p artir del m omen to en q ue s e la desafió, que la libertad se com portaba como u n a divinidad hosca , celosa e increíblemente ti ránica, que no era espontáneamente dulce ni buen a, sino que era sangu inaria. Uno de los varones que m ás hab ía contribuido a ex pu lsar a Tarq uin o el Soberbio llevaba tam bié n él el nom bre de Tarquinius. lo cual era n atur al puesto que pertenecía a la misma gens que el rey. Sólo el apod o difería. Lucio T arq uin o Colatino se c on virtió. pues, en cón sul en recompensa por la p arte que h abía to mado en la revolución. Pero el pueblo no pud o so po rtar que u n 51
cónsul se llamara Tarquino; eso parecía u n m al presagio. Sin em bargo. la reacción popula r no era totalm ente espontá nea pues ha bía sido cuid adosam ente pre parada y fomentada por el otro cón sul. Bruto, quien alegaba la presión del pueblo para forzar a s u co lega a que pres enta ra su dimisión. Cuan do el otro cónsu l hubo obedecido. Bruto lo envió al destierro. Aquélla fue la p rim era vic tima sacrificada a la terrible diosa. Paradójicam ente, Tarquino Co latino. que hab ía sido uno de los principales artífices de la liber tad . se veía privado de la suya. De esta m ane ra, el prim er acto de la ciudad ‘‘libre’ fue privar de su derecho de ciudadano a u n hombre por la única razón de que llevaba u n nombre odiado. B ruto ha bía elegido bien el pretexto pa ra ap artar a su colega. Una solución que no s parece razonable ha bría sido h acer que Tarquino Colatino cam biara de nombre (pién sese en Felipe de Orleans convertido e n Fellpe-Igualdad). Pero eso era inconcebible en la sociedad roma na a rcaica donde el nombre era el signo Indeleble de la pertenencia a u n a gens. Si aquel varón hubiera sido adoptado en otra g e n s con u n nuevo nombre, no por eso habría dejado de reco rdarse que pertenecía primero a la raza de los reyes. |Y la mem oria de los ciuda dan os no era ta n débil! To do subterfugio era imposible. Fue necesario que el reinado de la libertad comenzara con la emigración de un hombre. Pero muy pronto iba a producirse un dram a au n m ás doloro so. Los Jóvenes aristócratas que gravitaban alrededor de la corte de los Tarquinos se s entía n lesionados por habe r perdido los pri vilegios de hecho de que habían gozado hasta entonces. Echaban de menos la alegre vida de otrora y comprobaban con amargura que la libertad general se había traducid o en la pérdida de la su ya propia, es decir, la posibilidad de regocijarse donde quisieran. Formaron entonces un a “conjuración interna", pre staron oídos a los enviados del rey destronado que iban a la ciudad para arreglar cuestiones materiales plantea das por la brus ca partida de los Tarquinos, en particu lar la restitución de ciertos bienes que hab ían sido secuestrados. El asunto fue presentado al senado: el cambio de régimen, ¿implicaba verdaderamente tam bién u n a expoliación de la fortu na de los Tarquinos? Las opiniones de los Padres estab an dividi das. m enos por argumentos de equidad que por consideraciones de política general y po r los riesgos que s upo nían toda s la s hipó tesis. Finalm ente los Padres votaron e n favor de la res titución de los bienes. Sin embaigo ésta no iba a producirse. En efecto, la vís pera del día en que se disponían a cargar las carretas que se lle52
va rían los bienes del rey, la ciu da d se en teró de qu e los jóve nes nostálgicos de la monarquía habían decidido hacerlo todo para que Tarquino regresara. Naturalmente su conjuración fue descu bierta. Los prendiero n y fuero n condenados a m u erte. En aq uellas circu nstan cias nadie parece hab erse preocupado po r la “libertad" de los Jóvenes, en el sentid o m ás estricto del términ o, es decir, el derech o que tenía n de apela r al pueblo, se gú n el procedimiento ya trad icion al desde el juicio de Horacio. Asi, la diosa libertad tiene la costumbre de destruirse ella misma, ¡tan esclava es de sus pavores! E ntre los conden ados figuraban los hijos del cónsul, los hijos de Bruto. Y fue su pad re quien ordenó su suplicio. Fue su pad re qu ien dio la señal d éla ejecución desde lo alto de su silla curu l (que h ab ia sido la de los reyes) con lo qu e fue esp ecta do r d e todo. La “ra zón de Estado" se impuso a los sentimientos m ás naturales. Pe ro ¿era pues necesario d ar m uerte a uno s adolescentes para sal var la pa tria? Una patria que, p or lo demás, no corría ningún ries go. p ues to que la conjuración h ab ia sido descu bierta. Lo que se castigab a con tan ta c rueld ad era la intención de aquellos jóvenes, el sacrilegio cometido con tra la diosa. Lo cierto es qu e B ruto fue m uy a dm irado al igual qu e u n héroe po r su "firmeza" y su devo ción al Estado. Ejemplo abo m inable que deb ía atr av es ar los siglos. Roma, d espu és de las expu lsiones y de la emigración hab ia des cub ierto en u n solo dia los vínculos indisolubles qu e en la vida po lítica unen la libertad y la muerte. Pa raju stiflca r su proyecto de h ace r regr esar a los reyes, los jó venes conjurad os del año 509 h ab ían alegado que los reyes son se res h um anos, accesibles a la piedad y a los argum entos de la ra zón. en ta nt o que las leyes son imperso nales, ciegas, implacables y desprov istas en definitiva de razón pu es se las prevé para s itu a ciones que n un ca son exactamente las que se dan en la realidad. El “sacrificio” qu e hizo Bru to al inm olar a s u s propio s hijos hab ría sido u n argum ento en apoyo de la causa de esos jóvenes. Si h u bie ran vivido habrían descubie rto que aquella libertad en nombre de la que se habia derramado su sangre no habia cambiado gran cosa la situación de los ciudad anos . La tiranía, a u n dividida en tre los cónsules, no era m en os pesada, que la tiran ía de los reyes. Adem ás esta tiranía carecía de hum anid ad, de fan tasía, a diferen cia de la otra. E n general, la república no a portaba gran des cambios en re lación con la época de los reyes. E n el interior de la com unida d y en tiempo s de paz, los bienes de los ciudad anos co ntin ua ba ns ien 53
do intocables según el derecho llamado de los quirites, también existía el derecho de testar, el matrimonio estaba garantizado y con él la supervivencia de la familia. La colectividad (ya represen tad a a nte s por los comicios cuiiatos) reconocía libertades elem en tales que fueran las libertades de la gens. La república no creaba nue vas libertades. El verdadero deb ate se referia a las relaciones deseables entre las gentes y el Estad o qu e la s integraba. Proble m a este que na da tenia de metafisico y que podía resolverse me diante u n arreglo m ás o menos legrado, med iante u na articulación ingeniosa en tre las gen tes y el Estado. E ste problema que no se h a bía pla nteado a n tes a los h abit ante s de la s ald eas dispersas por el lugar en que se iba a extender la futura ciudad, pero se ha bía hecho inevitable cuan do esa s aldea s se federaron bajo la m irada de Jú p ite r Capltollno. símbolo del Impertían (y poseedor del impe rtían por intermedio de los reyes), el poder sup erior al qu e e n ad e lante esta rían som etidos los ciudadan os. En el tiempo de paz y tratánd ose de los asu nto s cotidianos, las soluciones im aginadas res ultar on satisfactorias gracias al siste m a de las cu rias y al consejo de los Padres; el respeto por el mas matarían, el derecho consuetudina rio de los antepa sad os (como en toda sociedad poco diferenciada) as egu rab a la libertad, es decir, la posibilidad de obrar cotidianamente según uno lo deseara o. mejor dicho, como se había hecho siempre. El derecho co ns ue tu dinario sum inistra ba u na regla e impedía que la libertad degene rar a en licencia y, finalmente, en a narq uía. Las dificultades comenzaban c uan do toda la comunidad se in teresa ba p or u n problema que se pres en taba , como po r ejemplo el problema de la s deudas, cuya gravedad hemos señ alado. Ento n ces ya no era posible permitir que los m iembros de la comu nidad se condujeran seg ún su antojo: las tradiciones y las costum bres (es decir, la moral no escrita), o bien re su ltab an insuficientes o bien resultaban peligrosas. Ya no respondían a la situació n c re ad a por el Esta do federado, de m an era que e ra necesario Innovar; y precisamen te el impertían respo nde a ese poder innovador. Pa ra hace r frente a toda s las situaciones que no podían prever ni las leyes ni el derecho consuetud inario era preciso que h ubie ra un hombre, u n espíritu vivo, cap az de c om prend er las exigencias del pre sente y de to m ar la s m edid as del caso. Un Estado de n a tu ra leza pura m ente jurídica, adm inistrado p or la aplicación imperso nal de reglas fijas no podría sobrevivir. E ra ese ca rác ter irremplazable del jefe lo que e chab an de m enos los jóvenes aristó cratas partidarios de la monarq uía. 54
La historia de las sociedades, cualesquiera que sean éstas, m ue stra que hay m om entos en que la ‘moral no escrita”, sopor te de la libertad, en tra en conflicto con el bien del Estado. El pro blema de la “razón de Esta do” es u n prob lema un iversal. Lo enco n tram os e n el m un do griego ilustrado po r el trágico debate en tre An tígona y el rey C reonte pre sen tad o e n la tragedia de Sófocles. El in teré s del orden público, ta l como lo entiende Creonte. exige que no se rin d an h ono res fúne bres a qu ien combatió con tra la ciudad. La conciencia de Antígona le impone rec haz ar esa actitud. Rebelán dose al decreto del rey. Antígona afirm a s u libertad pa ra obedecer a u n a ley m ás elevada. E sa libertad le co stará la vida. El conflicto entr e la libertad de conciencia y la razón de E sta do no se presen ta solamente en las m onarquías. Ya vimos que Bruto, el primer có nsu l de la república, conoció ese conflicto cu an do para afirmar los derechos que la ciudad ac abab a de conquis tar. seg ún se pensab a, tuvo que p as ar po r alto la ley moral, que quiere que el padre am e y proteja a su s hijos, y también la lega lidad que concedía a los acu sad os el derecho de apelar. Verdad es que poco a poco las costu m bres se dulcificaron y si se continuó adm irando no sin esp anto la conducta de Bruto, los roman os se gu arda ron de imitarla, por lo m enos en tiempos de paz, cuando el impertum sólo se ejercía, segú n vimos, con tod o su rigor en el exterior de la ciudad. Pero hay que subrayar que. en tiempo de guerra , e n el ejército y fuera del pomerium urba no , la “li bertad” de los ciu dadanos co nquis tada a los reyes no tenia nin gu na ex istencia real. Hemos recordado cómo los ciud ada no s enrola dos en la legión pe rdía n toda p ersonalidad Jurídica. E ran la cosa de su jefe, de su imperator, y estab an de antemano sometidos a to do lo que éste p ud iera exigir de ellos pa ra ase g ur ar la victoria so bre los p ueb lo s ex tran jero s. Lo que aquí e ntr aba enju ego era en tonces la libertad de la ciudad en su totalidad, su independencia que no hab ría dejado de que dar abolida si las arm as era n venci das. E ra a esta libe rtad ‘sup erior ” a la que los ciu da da no s conver tidos en soldado s e ran inmolados e n el día de la batalla. A esa li bertad, se n os dice, los p adres sacrificaron a s u s hijos, a esa liber tad colectiva y despr eoc up ada de las p erso nas, q ue era la libertad de la patria. La tradición m ue stra dos ejemplos de esta inhu m an a severi dad. Uno es el ejemplo de Manilo Torcuato, apodado impertosus porq ue había ejercido su impertum de un a manera p articularmen te bruta l. A m ediad os del siglo iv a. de C. ha bía h echo ejecutar, se gún se dice, a su propio hijo porque éste, que m and aba un a uni55
dad bajo las órdenes de su padre, habla abandonado p or su c uen ta la posición en qu e se e nco ntrab a y atacado al enemigo al que in fligió la derrota. El otro ejemplo es el del dictado r A. Postum lo Tu ber. Se rem onta a m ed iados del siglo v a. de C., es decir, a u n as dos generaciones despu és del consulado de Jun io Bruto. Los mo tivos de la condenación fueron los mismos qu e en el caso del hi jo de Manilo: u n a falta cometida contra la disciplina milttarts. el de b er de la obediencia absolu ta a la s órd enes del imperator. Existían pues e n esta república rom ana arcaica do s formas, dos géneros de libertad: la de las p erso nas y la del Estado. Ambas formas exigían víctimas. La vida de u n hombre no co ntab a ante ellas que eran, cad a u n a en s u orden, valores absolutos. Verdad era q ue en el interior de la nación la ‘libertad” pers on al se fun da b a en la garantía de la s leyes, pero en la legión y cuando era la li berta d de la pa tr ia lo que esta ba enju ego, el ciu dadano perd ía e sa garantía. El ciudadan o se encontraba en tonces en la situación en que posteriormente habrá de hallarse el gladiador quien, obliga do o voluntariamente, ju ra al lanista que re nu nciar á a la libertad, que se som eterá a los golpes, a las h eridas , a la m uer te, se gú n lo desee su amo. De esta suerte, los ciudad ano s libres de un E sta do libre se convertían en esclavos de hecho a pa rtir del mo men to en que. como ya lo recordamos, p restaro n al ma gistrado q ue los condu cía a la guerra el sacramentum. es decir, el ju ram en to que los comp rometía y cuy a violación los entregab a a los dioses infer nales. Es ta palabra sacram entum es reveladora. Aquí se tr at a de u n acto d e ca rác ter religioso. Q uien viole ese Jura m ento se convierte en sacer, queda sepa rado del m un do de los vivos y aband ona do a la m uerte. También aqu í la vida de la com unidad está dominada, regida, por lo sagrado. C uando los ciuda dan os llamado s a incor porars e a la legión se m ostr aban reticente s y visiblem ente rea cios a aban don ar el mun do de su libertad, entonces los magistrados (cónsules, dictadores) ha cían vo tar por los comicios o decidían p or su propia autoridad un a ‘ley sag rad a”, que ‘sacralizaba” a los ciu da da no s rebeldes y los comprom etía ante los dioses al servicio de la libertad colectiva. E ste cu rioso procedimiento e s u n vestiglo de instituciones religiosas muy a ntigu as, bien atestigu ad as todavía en el siglo iv a. de C. en pueblos de la Italia meridional, espe cial m ente en los samn itas; ten ían p or objeto hechizar a los soldados para convertirlos en s eres s obrenatu rales in diferen tes a la m uer te y, en consecu encia, invencibles. Po r lo dem ás, tam bién o tra s ci vilizaciones no s ofrecen ejemplos de esto. 56
Si. como lo hem os recordado, en Roma el rey era la e nc am ación de Júp ite r, el dios federador de la ciudad , el impertían del rey hacia que sus decisiones fueran decretos emanados del propio dios. El dios “moraba" e n el rey. Y es ta situació n h abia sido here dad a p or el cónsul. De modo que cuan do u n c ónsul se convertía en ímperator, ¿cómo u n ciuda dano ordinario, u n simple particu lar, h ab ría podido exigir la libertad? Aqui en trab an enju ego fuerzas q ue lo sobre pas aba n. Todo lo relativo a la gu erra esta ba rodeado de u n ceremonial religioso, en gran pa rte mágico, que se re m on taba a los tiempos m ás antiguos, cuan do era todavía desconocida la libertad individual en el seno del grupo. P as ar del es ta do de paz al estado de guerra era un mom ento sacralizado por el rito de los feciales, ese colegio de sac erd otes encarg ado de declara r oficialmente la gue rra al pu eblo del cu al se te nía n motivos de queja. Se comenzaba por pedir satisfacciones y si el pueblo en cue stión se negaba a da rlas (lo cua l era fácilmente previsible), el “ma estro" del colegio de los feciales lanza ba e n s u territorio u n a ra ma d e cornejo (cuyo color rojo era suficien tem ente elocuente). Así se entablaba una "guerra justa " (/ustum bellurrú . un a gue rra de conformidad con el derecho, no con el derecho hum ano ..sino con el derecho divino, el que gara ntizab a la jus ticia en tre los hombres. A partir de ese momento, todo lo que quería y ordenaba el Imperator emanaba de Júpiter. Quien intentaba desobedecer cometía un sacrilegio que era menester expiar con la vida del culpable. Ese era el sentido y al mismo tiempo la justificación m ística de esa terrible disciplina milttaris de los romanos, de esa sum isión absolu ta al jefe consagra do po r los dioses. Valerlo Máximo, que e scribía d ura nte el reinado de Tiberio, es decir, hacia el prim er ter cio del siglo i de nu es tra era. co nsidera ba q ue esa disciplina era la ca usa principal que había permitido al imperio acrecentarse y ase gu rar la paz. Con el corre r del tiempo esa disciplina h ub o de relajarse, y los historiadores antiguos n os recu erdan en m últiples ocasiones los esfuerzos realizados por los jefes militares para mantenerla o para restablecerla. Esa disciplina explica ciertamen te las victorias rom ana s obtenidas alrededor del m undo m editerráneo, pero no debemos pa sa r pon alto el hecho de que u na buena parte de los ciu dadanos p asaba los mejores años de s u vida en u n universo en que se ignoraba la libertad. Au n e n tiempos de paz, la vida política se desa rrollaba ba jo la am enaza (siempre presente) del tumultus . de la proclamación de un “esta do de urgencia" qu e su spe nd ía la libertad y devolvía a los 57
m agistrados el ímperíum en su plenitud. Por ejemplo, cu an do los comicios centuriatos (que ya en si mismos eran una imagen del ejército) es tab an reu nid os en el Campo de Marte, ba sta ba que ap a reciera u n b an de rín en el Capitolio (o el Jan iculo , seg ún las épo cas) pa ra que toda actividad se interrum piera y todo el m undo co rriera a las armas. Al principio ese banderín significaba que se aproximaba un enemigo: los etruscos. en los tiempos m ás a nti guos y posteriormen te los galos. En los últimos siglos de la rep ú blica n o era m ás que u n símbolo. Pero la in stitu ció n perm anecía viva; se recu rrió a ella todavía du ra nte el consu lado de C icerón en el año 63 a. de C., cua nd o la ciudad hacia m uch o tiempo que ya no tenía que tem er a ning ún invasor. Convertido en simple artifi cio Jurídico para interrumpir un proceso que nadie deseaba que llegara a su término, el procedimiento significaba ta n sólo que en cualqu ier momento la s “libertades" de los ciud ada no s podían q ue da r suprim idas y que a pa rtir de ese momento el Estado se a rro gaba todos los derechos. El ban derín que en el año 63 impidió la cond enación de C. Ra bin o puede considera rs e com o el signo que anuncia ba el paso de la libertas —de la repúb lica— al imperio. Al rec ord ar la p reem inen cia del estado de gue rra sobre el estado de paz, el ban derín m os traba que la libertad de los ciudadanos co ntinuaba siendo p reca ria au n d entro del juego norm al de las instituciones, y con ta nta mayor razón cuand o la s am enaz as de violencia provenían del in terior. Es significativo que e n aque l mismo año, que e ra el de s u con sulado, Cicerón haya tenido que recu rrir a las arm as pa ra salvar la “libertad” frente a la conjura ción de Catilina y s u s am igos. Pe ro ese inevitable recu rrir a la fuerza pública era sum am ente peli groso y, como su s enemigos se lo reprocharo n posteriormente a Cicerón, se podía p en sa r que éste p onía en peligro la libertad. Ya hemos dicho cu áles fueron las consec uencias que acarreó esto al propio Cicerón. Este se defendió de la sospecha hipócrita de h a ber obrado como u n tirano. Adelantándose a la s objeciones pro clamó que “las arm as deb ían ceder a la toga, la gloría militar a la gloria de los civiles". Esto significaba clar am en te qu e Cicerón, co mo cónsul, ha bía logrado sofocar los intentos de revolución violen ta que hab ía hecho C atilina: y Cicerón lo hab ía logrado sin e m bar go sin proclamarse imperator, sin movilizar a los ciudadanos y susp end er las libertades. E stas declaraciones, que desde la an ti güedad se han atribuido no sin mala fe a su “insoportable vanidad", eran e n realidad muy sa bla sy e stab an llenas de pruden58
cía: ca da vez que en el cu rso del medio siglo an terio r se había pro ducido u n a sedición ésta había sido o bien fomentada o bien com batida p or u n jefe m ilitar que interv enía con s u s legiones. Cicerón en cam bio hab ía h allado el medio de m an ten er a la vez la paz y la libertad. Toda la histo ria de los últimos tiemp os de la república, de los año s q ue sep ara n el consulado de Cicerón y el comienzo de la gue rra civil (entre el año 63 y el m es de en ero del año 49). es la h is toria de los esfuerzos desplegados para m an tene r a toda costa la libertas y evitar un a recaída en la tiranía d e Slla. Así ocurrió cu an do Pompeyo regresó del Oriente des pu és de hab er asegu rado cu al nuevo Alejandro su dom inación sobre todo lo que s e extiende de s de el Mediterráneo al Cáu caso y al Eu frates. Pompeyo ha bría p o dido entonce s m arch ar sobre Roma con su ejército, hacerse p ro clam ar dictador o rey y p asa r la ciudad a sangre y fuego mientras su spe nd ía los derechos de los ciuda dan os y abolía la libertas. No hizo na d a de todo eso. Ape nas dese m barcad o de Brindis!, licenció a s u s legiones y agu ardó dentro de la legalidad y no sin paciencia a que el senado le discerniera el triunfo y diera tierras a sus veteranos. Con semejante actitud, la s "armas" se inclinaban an te la toga, el poder militar reconocía la preeminencia del poder civil. Diez añ os d espués , la s am enazas co ntra la libertad provenían, no ya de u n general victorioso, sino d e los verdaderos com bates que libraban entre sí agitadores que tra tab an de imponer su vo luntad en perpetuo s tum ultos y motines. Ocurrió que el m ás en carn izado de todos, el ex trib un o de la plebe P. Clodlo. fue m ue r to en la Vía Apia po r ho m bres q ue e sta b an al servicio de Milón. su adve rsario político. Hub o refriegas en el foro y la c ur ia fue incen diada. A todo esto, pa ra res tablece r el ord en y luego pa ra perm i tir el desarrollo m ás o m enos seren o del proceso que se le siguió a Milón (en virtud de la libertas), Pompeyo tuvo que hacer inter venir a soldados y ejercer entonces su impertum co nsu lar (Pompe yo era ento nces cón sul único) en el interior del pomerium, al pie mismo del Capitolio..., lo cua l era c ontra rio a la m ism a libertas. Aquella era u n a situación jurídica ambigua. Cicerón estuvo encargado de p ron un ciar el discu rso de defen sa de Milón. Todos sabemos que. m uy emocionado po r la presen cia de los soldados apostad os en las grad as de los templos vecinos para asegurar la protección del tr ibunal contra los elemen tos po pula res que esta ban a sueldo de Clodio, Cicerón no pro nunció su discurso (para decirlo con las p alab ras de u n com entarista anti59
guo) ‘con su firmeza habitual". Ese discu rso se ha bía conservado gracias a los estenógrafos de la sesión. Desgraciadam ente dicha versión no ha llegado hasta nosotros. Sin embargo poseemos la versión retocada y publica da p or Cicerón poco después: es ta versión es tan to m ás instructiva por cuanto aquel alegato com puesto con comodidad constituye u n acto político: en su exordio pro pone u n a reflexión so bre la libertad que constitu ía el fondo del pro blem a. Cicerón dice que la lib ertad e stá am enazada p or la violencia. Las leyes por si mism as so n impotentes: ‘las leyes perm ane cen calladas entre la s arm as”, dice Cicerón, ‘no or den an a q ue se espere su intervención cuando aquel que quisiera esperarlas se vería injustamente castigado a ntes de poder obtener un a ju sta sa tisfacción”. De modo que es lícito rec urr ir legítimamente a la fue rza cu and o a sí lo impone un a situación de cará cte r revolucionarlo. Las trop as de Pompeyo. al intervenir como lo ha cían y co n s u sola presen cia, ‘n eutra lizaba n” a las fuerzas de la violencia y. lejos de aten tar contra la libertas, la garantizaban. La libertas, en esa nación desgarrada, ya no resultaba del sim ple acatam iento de todos a las regla s tradicionales, sino q ue te nia necesidad de defensores, de u n ‘protector”, u n a idea que iba a desarrollarse y conducir, seg ún veremos, a la creación del principado. Pero la argum entación de Cicerón no llega a ab ord ar este p ro blema (que el orado r ya había tr ata do dos años ante s en el De república); la argumentación se limita a las necesidades inm ediata s de la ca us a que defiende Cicerón lo cu al sin embargo lo lleva a fo rmular u n principio nuevo y a am pliar la noción misma de li bertad. La libertas, en el sentido restringido del término, habría exigido que Clodlo fuera ac us ad o por la s violencias que cometió. Y, en efecto, existían leyes d e v i pa ra reprimir los acto s de violencia y realmente se h abía inten tado refrenar a los facciosos ape lando a ese medio legal, pero las leyes no h ab ían respondido a los requerimientos del caso. No qu ed ab a m ás rem edio que opon er la violencia a la violencia y re cu rrir a la legítima defensa. Es a es la tesis so sten ida por Cicerón: ella equivale a llevar el deba te a u n terre no que no es el de la legalidad y a a firmar que existe. fuera del juego mismo de la s instituciones, u n derecho fun da mental del ciudadano, u n a libertad que es inherente a s u existencia mism a, el derecho a la vida. Y no sin intenc ión Cicerón, como consum ado juris ta, invoca como precedente la leyenda de O restes. absu elto por el Areópago. por m ás que hub iera dado m uerte a su madre, el crimen m ás abominable que se pu eda concebir. No sólo hab ía sido absu elto sino que el voto que lo decidió todo fue el 60
de Minerva, “la más s abia de las d ios as”. En esta evocación poé tica (ya veremos cuál fue la impor tancia de esta leyenda en la his toria de la libertad en Grecia) hay algo más que un simple ador no oratorio. Cicerón tenia una devoción especial por la diosa Mi nerva bajo cuya protección puso simbólicamen te a Roma en el m o mento en que debió partir para el exilio. Minerva es la divinidad qu e “eleva el debate", lo lleva po r encima de las leyes escritas y re vela la ley divina, de la cu al las leyes hu m an as son sólo aproxima ciones temporarias. En efecto, el mismo año e n que pronun ció el discurso en de fensa de Mllón. Cicerón escribía, en su Tratado d e las leye s . que conviene “pa ra establecer el derecho, tom ar como p unto de p ar tida la ley suprem a que. siendo comú n a todo s los tiempos, nació an tes qu e cualqu ier ley escrita o que se hay a formado absolu ta m ente a lgun a ciu da d”. La libertad procede de ese ord en a la vez n atu ra l y divino. La libertad es an terior a l as leyes. Re sulta de la existencia m ism a en noso tros de un a razón que no s permite dis ce rn ir lo verdad ero de lo falso. E sa razón, q ue ten em os en com ún con los dioses, establece entre los seres hu m an os un a Igualdad perfecta y relaciones d e Justicia, cuyo prim er efecto es el de ab o lir toda dependencia “injusta ” de u n hom bre respec to de otro hom bre. Por eso O re stes tenia el “derecho" de obrar como lo hizo, con trariam ente a la s leyes escritas, pero de acuerdo con el orden del m un do y la providencia divina. La “libertad ” de Orestes, asi como la de Mllón. implica pu es el libre examen y está en las conciencias particulares. Esa libertad es legitima sólo porque está limitada, co ntrolad a po r lo que cad a cual p uede entrever del orden divino, en el cua l es tán inscriptas las reg las de tod a sociedad. De modo que esa lib ertad no corre el peligro de degenera r en licencia. Las m ás veces se ejerce rá d entro de los m arco s fijados por las leyes escritas. Será ento nce s la liber tad juríd ica aquella de que goza todo ciud adan o romano. Pero se pro ducirán casos en qu e esa libertad se disipe cu ando se manifies ta con evidencia que u n a ley sup erior asi lo impone. Asi. cua nd o a principios de abril del año 52 a. de C.. Cicerón defendió a Mllón, acus ado de hab er hecho m ata r a u n ciudadano, la Idea de libertad salía de ese d iscur so pu rificada. Interiorizada y al mismo tiemp o m ejor fund ada en la razón. Y esto porque dos veces esa libe rtad h ab ia sido escarnecid a. Primero, porq ue Pom peyo habia tenido que recu rrir a la fuerza p ara q ue el proceso p u diera d esarro llarse de conformidad con l as leyes de Roma; luego, porq ue Cicerón en esa ocasión sostuvo que era licito a u n ciuda61
dañ o colocar la ley no escrita po r encima de las leyes hu m an as. Y aquello se produjo porqu e Pompeyo y Cicerón se leva ntaron con tra el abu so que se hac ia entonce s de la palabra libertad, ta n fre cuen tem ente invocada por los amigos y partidarios de Clodio. u na libertad que con sistía esencialmente en obligar a s u s ad versarlos a dejarles el campo libre. Un a libertad que p ara quienes no e ran ellos, era una tiranía. El proceso de Milón repr es en tab a el episodio m ás reciente de un conflicto que había comenzado muc hos a ños a trás. Ese proce so es Im portante porque con motivo de él Cicerón aportó alguna claridad a ese largo debate relativo a la natura leza m isma del po der en la nación que hab ía hecho de rram ar m uch a sangre desde hacia medio siglo. El proceso había comenzado c on las m ejores Intenciones del m un do cu an do Tiberio Sempronio Graco, en el año 137 a. de C., cruzó la Toscana para enc am inarse a Numancia. Según las pala bras de s u herm ano Cayo, le im presionó el aspecto de los cam pos en los que vivían muy pocos hom bres libres, p ues las tierra s era n cultivadas en provecho de los grandes propietarios por esclavos pro cedentes de países bárbaros. E sto es lo que afirma Plutarc o. Se trata ba sin duda de orientales a quienes su s reyes hab ían vendi do a los trafican tes de esclavos. Tiberio Graco resolvió rem ediar esa situación que le pareció peligrosa pa ra Roma y al propio tiem po indigna de la s tra dicio nes de su patria . Esta , pensaba c on ra zón Tiberio, se basab a e n u n a mayoría de hom bres libres, esen cialmente pequeños propietarios, ‘labradores” que pe rpe tuab an las tradiciones antiguas, e se m os malorum cuya importancia he m os señalado . Tiberio se interrogó (como ya lo ha bía n he cho a co mienzo s del siglo v a. de C. los hom bres qu e se esforzaba n po r re m ediar la situación de endeudamiento de un gran núm ero de ciu dadanos) sobre las consec uenc ias de la situación que descub ría. ¿Cómo esos pocos labradores, a med ias despojados de su s tierra s por los grandes propietarios podía n llegar a ser soldados capaces y deseosos de comb atir “por su patria"? Tiberio no hacía m ás que recoger ideas que u na s d ecen as de añ os an tes ha bía formulado Catón el Censor. Los labradores, es cribía Catón, son la fuerza de la nación. D eben a la vida que lle van esas cualidades de resistencia, de endurecimiento y de pa ciencia que hacen a los mejores soldados. E stán ata do s a su tie rra que defenderán contra todos los ataques. Quieren, por encima de todas las cosas, proteger a s u familia, las tum ba s de su s ante62
pasados y su s dioses do mésticos que ellos h o n ran en su hogar. Esas ideas predom inaban en ese entonces en los espíritus. Aun an tes de aq uel viaje de Tiberio Graco a travé s de la Toscana , P. Po pilio Lae nas. siendo pre to r en Sicilia, se había esforzado po r red u cir el núm ero y la extensión de las grandes propiedades cultivadas por esclavos y fr ec uen tem ente dedicadas a la cría de ganado. El in terior de la isla y su s vas tas m esetas era n recorridos por pasto re s, gente salvaje y vaga bun da que no estaba atada a ningú n lugar pre ciso y que no podía experim entar ninguno de los sentimientos que Catón a tribu ía a los labriegos. También Popilio se jact ab a en u na inscripción que se hizo célebre de h ab er reemplazado en gran n ú mero a los p asto res por labriegos. Reemplazar a esclavos sin v ínculos sociales po r campesinos instalados en una determinada tierra era crear una sociedad de ciud ada no s sem ejantes a los de Roma que gozarían como estos de la libertad. E videntemente respo ndía a esta política la decisión de Popilio de f un dar u n Foru m Popilil (la actua l Forlímpopoli sobre la Via Emilia, e n la Romaña) y de sarro llar otro en el fondo del país de Falemo (no lejos del actual Teano) al que también dio su nombre. Sin embargo ese mismo Popilio fue un o de los adversario s m ás encarnizados de los Gracos y cubrió con su autorid ad el asesin a to de Tiberio, a nte s de s er él mismo, algunos a ño s desp ués, expul sad o de Roma p or instigación de Cayo Graco. Bien se ve que la m is m a inspiración política y la referencia a los mism os valores no co n ducen necesariamente a la unanimidad en la acción. Sea ello lo que fu era, e s evidente que la libertad de hech o de que gozaban los ‘pastores** (au n sien do ju ríd ica m en te esclavos) era mu y diferente de la libertad estatu taria del labriego por m ás que és te estuv iera sometido a las mil obligaciones de la vida seden taria. Por u n lado la ana rqu ía, p or el otro la verd ader a libertad. De esto res ult a que la idea mism a de libertad se modifica, se interio riza. pu esto q ue esa libertad del labra do r seden tario, integrado en un municipio o en u na colonia, está vinculada, no con actos o con un a situación m aterial dada, sino con una disposición del espíri tu, esto es. la volun tad de ace ptar libremente los co nstreñ im ien tos del Estado. « Pero ya Roma cons tituía el centro de u n imperio y las riquezas del mun do afluían a ella. ¿No era u n a utop ia ped ir que se resp e tasen los valores antigu os? Las diferencias de fortu na a um en ta ban y con la fo rtu na ve nían las tenta cio nes del individualismo. La ciudad había crecido de ma ner a de sm esurada . El modo de vida 63
antiguo no era sed uctor p ar a todos aquellos a quien es la pobreza había arrancado de s us campos y p ara quienes las leyes agrarias pro ponían enviarlos de nuevo a los campos. Agregados a la plebe ur ba na , vivían como clientes de gran de s personajes, los cuales se ha cía n cad a vez m ás ricos y poderosos. El “labrador* podía se r re* almente libre sólo en la m edida en que consentía en perman ecer pobre. Tam bién sucum bía n a la tenta ció n (aun aquellos que to da vía perm anecían en su p equ eño dominio atávico) de venderlo y de aban don ar su patria chica. Eso se manifestó bien cuan do Sila, un medio siglo des pu és de los Gracos, distribuyó tierra s a su s ex sol dados. No pas aron veinte año s sin que la mayor parte de ellos re nun ciara a lo que hab ría debido se r para ellos u na herencia y fue ra a form ar un ejército no d esdeñ able p uesto al servicio de Catilina y de su s proyectos revolucionarios. La ‘libertad* tradicional y su s disciplinas no tenían pa ra ellos atractivo alguno. De spués de la sujeción a que hab ían estado sometidos en la vida de los cam pam ento s aspiraban a u n a existencia verd adera m ente in depen diente en medio de los placeres de la ciudad. Ese movimiento ya h ab ía comenzado a perfilarse alrede dor del año 130 a. de C. Los ciu da da no s establecidos en Roma sólo co n sentían difícilmente em igrar a las colonias que se h ab ían f un da do para ellos. Además Cayo Graco hizo votar una “ley frumenta ria” destina da a ase gu rar al bajo pueblo el trigo necesario pa ra s u subsistencia, trigo que se en tregaba a u n precio m uy bajo. En a pa riencia. sem ejante m edida as eg ura ba la “libertad* de los m ás po bres. aseguraba su existencia m aterial, pe ro e n re alidad, ¿acaso dicha medida no hacía m ás dependientes que nu nc a a los ciuda dan os que se beneficiaban con ella? El mismo Cayo, al re nova r la ley sobre el derech o de ap elación —el Jus provocaLlonis— preten día res taura r la libertas. En realidad, des pu és del fracaso de la ley agraria, la ley frum entaria d isminu ía la libertad de la s person as, que debían su alimento cotidiano a las larguezas del Estado. En adelante, hubo en la práctica dos categorías de ciudadanos: los que eran “asistidos* y los que no lo eran. Asi se reproducían las condiciones de comienzos del siglo v. cuand o las de uda s contraídas p or la mayoría de los ciudad anos hab ían comprometido la cohesión de la ciudad p or su gra n peso. De m an era creciente —y e sta vez sin merced— el pode r efectivo pa sab a a las man os de u na oligarquía com puesta, como lo quería la tradición, por desce ndien tes de personajes ilustres, pero tambié n por aquellos que se enriquecían con la s r entas d e la s provincias. ¿Se produciría u n a nueva secesión? Los tiempos no la favorecían 64
y la escisión sobrevino de un a m an era d iferente. La nación se di vidió en do s mitade s enemigas; p or u n lado, los hom bres que ob tenían beneficios de las Instituciones (gracias a las m agistra turas y al gobierno de las provincias); por otro lado, aqu ellos que h abían renu nciad o a la independen cia económica y lo deb ían todo a las dádivas. Tanto los u no s como los otros inv ocaba n la libertad. Pero evidentemente no se trataba de la misma libertad. Para los “ar istócr ata s’’, la libertad significaba el m antenim iento de s u s privilegios y del sistem a político que les garantizaba la preem inen cia dentro del Estado . Frente a ellos, los “po pu lares” se em peñ a ban en denuncia r ese mismo sis te m a que les v ed ab a en la prác tica, si no teóricamente, el acceso a las m ag istra tur as y. lo que era m ás impo rtante, a los beneficios materiales que po dían obtener se de ellas. La riqueza de algunos pare cía como u na expoliación de los otros y u n a tiranía. Y en ese vasto conflicto que desg arraba al Estado se invocaban todos los argum entos. Los “po pu lares ” consid eraba n como u n acto de tiran ía que los senad ores que explotaban tierras en Cam pania prohibieran la ins talación de colonos alrededor de Cap ua. Segú n ellos, tam bién era tiranía la reticencia de los dirigentes tocante a las leyes frumen tarias que. segú n decían éstos, costab an m uy caro al tesoro pú blico y eran la c au sa de u n despilfarro de dinero, la may or parte del cual su m inistrab an ellos mismos, lo cual constituía u n a ten tado a su libertad p uesto que el impuesto represen taba u na limi tación al derecho de propiedad. H asta las leyes su nt ua rias , q ue li m itaban los gasto s autorizados en la vida privada (en banq uetes, en joy as, en esclavos) —u n medio imaginado p ara evitar u n alza excesiva de los precios— fueron tac ha da s de a ctos de tiranía po r los adv ersarlo s de la aristocracia. ¿Acaso no ten ia u n o el derecho a ar ru ina rse ? ¿No era ése. h as ta p ar a los pobres, u n privilegio de la libertas!? Los adversarios respondían que el Estado podía m antenerse fuerte y libre con la condición de que s e co nse rva ran la s virtudes atávicas, como en la época en la que se cen sur ó a un antiguo cón sul por poseer algunos objetos de plata. Natu ralm ente, todos com prendía n que los tiem pos ya no p erm itía n sem eja nte austeridad. El pueblo mismo la repudiaba. Bien se lo vio cuando el nieto de Paulo Emilio. C. ElioT uberón, encargado de org anizar los fu ne ra les de Escipión Emiliano, su pariente, se hab ía m ostrad o tacaño y lo ha bía escatim ado todo. E s Cicerón, en su discu rso en favor de L. Murena, acu sad o de ha be r comprad o los votos de los electores para llegar al consu lado, quien c uenta esa histo ria: en su condi65
ción de sobrino del difunto. Tub erón ten ia la misión de pre pa rar el ban quete ritu al y lo hizo proscribiendo tod as las formas de lu jo. Los asis te nte s o cuparía n su lu gar en p equeñas litera s de m esa. h echas de madera, sin las hab ituales Incrustaciones de ma rfil; a guisa de fun da s y m an tas sólo habría peq ueñ as pieles de ca brito o m acho cabrio y en lugar de la vajilla de Corinto. de la s fu entes de plata y de las copa s cinceladas que todo el m undo espe ra ba h abría u n a vajilla d e terracota , la m ás vulg ar y sim ple q ue p u diera darse. El pueblo rom ano no soportó es ta “sabiduría a destiempo". de que ha bía dad o pru eba Tuberón. y cua ndo éste se presentó para ob tener la pre tura fracasó en su em peño. Sobre esta cuestión. Cicerón concluye con es ta observación que no deja de ser ju sta : ‘el pueblo roma no d etesta el lujo en los particu lares, p ero gusta de la magnificencia cu and o se t ra ta del Estado". Ese gusto po r la magnificencia pública trad uc ía el sentim iento que experimentaba la m ayor parte de los ciudadan os. Todo ciudadano. por hum ilde que fuera, se sentía él mismo u n a pa rte de la ciudad; y ese pertenecer a la ciuda d re sultab a de s u libertad. También creía tene r derechos sobre la riqueza com ún que era tam bién la suya. Este es un se ntimiento aparente m ente razonable, pero un sentimiento que acarrea otro, el de que toda magnificencia privada es un a ofensa pa ra u no h as ta el día en que. gracias a alguna revolución, pu eda tam bién a dquirir los medios de fortuna. Esperando ese día. los ciudadano s poco afortunados que se sabían excluidos de las m ag istratura s y del senado se hacían de buena gana clientes de hom bre s de los cuale s no era n su s ig uales. a pes ar de los principios del derecho público. Los acom pañ a ban form ando cortejo hasta el Foro. Cicerón lo explica m uy cla rame nte en ese mismo alegato en favor de M urena: “Nue stros hum ildes amigos, desocupados todo el día. pueden permitirse ser asiduos y acom pañar a los hom bres de bien que le pre stará n servicios". Dice Cicerón que ése es un privilegio del que sería injusto privarlos. “Como ellos lo esperan todo de no sotros", c ontinúa diciendo el abogado, “permíteles (las pa lab ras se dirigen a C atón, rígido defensor de la s leyes co ntra las artim añ as e intrigas) ten er algo que también ellos pu eda n dam os". Ese presen te que hacían a los candidatos era su presencia, su número mismo. Asi estaba realizada la “concordia de los órdenes" en virtud de este intercam bio de servicios, de ojjicia. de na turale za diferente según el rango de cada cual y la función que desempe ñaba e n la comunidad. Tal es. para Cicerón, el rostro de la libertad. Es ta debe ejercerse dentro de los marcos de la sociedad jerarquizada de la época.
Consiste m eno s en atrib u irá todos los ciudad anos los mismos pri vilegios (los cu ales en ese caso d ejarían d e serlo) qu e en ha cer que exista en los ciudad ano s un a buen a voluntad reciproca, un a ver dade ra am istad, respetuo sa p or parte de los hum ildes, benévola por p arte de aquellos q ue tie nen el poder de soco rrer. Si m edia n te leyes dem asiado rígidas se s uprim e esa a m istad, si se impide ejercerla, se destru ye todo aquello que fu nda el Estado. Al emp lear esto s argum entos. Cicerón seguram ente h abla co mo abog ado ingenioso, pero eso no le impide pe rm an ece r fiel a la ideología que du ra n te siglos sostuvo el Estado rom ano y aseguró su cohesión au n a través de las crisis m ás graves y de las guerras civiles. Desde luego, se p ue de juz ga rqu e Cicerón (para em plear u n término de hoy) se h ace culpable de “patemalism o". u n a p alabra que no le g u sta a nu es tro tiempo. Pero, ese “patemalismo'*, ¿no era fiel a la línea recta de un a sociedad qu e ha bía n modelado los Pa dre s y los “pa tron es ” desde el origen de la ciudad ? ¿En nombre de qué triste realismo debería condenarse aquello que conservaba sem ejante e str u ctu ra social, el antigu o ideal hec ho de generosi dad, de afecto recíproco y de respeto m utu o? En aquella época, la “fraternidad " no h ab rá de agreg arse tardía m en te a la “libertad" y a la igualdad como ocurrirá en la Fr anc ia del siglo xix. La frate r nidad era inherente a la sociedad misma. Esa generosidad, fun dam ento de la vida social en el mund o ro mano. ser á el objeto de una reflexión que en el tiemp o de Nerón ex pone Séneca en s u trata do De benejiclts. Séneca habr ía podido re cord ar (pero no e ra ese s u objeto directo) qu e las relaciones de ge nerosida d ya existían desde los orígenes de la ciu dad rom ana. Las relaciones de la Jid es y la pieta s —que ya hem os r ecordado— con el principio de u na mo ral no escrita h ab ían regido primero las al deas y las gentes. Luego se hab ían extendido al con junto de los ciudadanos. Había aquí un a continuidad notable, u n hecho ideo lógico que Séneca analiza al tomarlo en s u s man ifestaciones m ás diversas y al colocarlo den tro de la concepción estoic a del mund o. Pero ese he cho era m uy an terior a la llegada de los filósofos y de su s doctrinas. Era u n hecho primero de la conciencia romana. El estoicismo no lo creó, sino que sólo4se limitó a tr a ta r de Ju sti ficarlo. El respeto de lasjer arq uía s, del orden establecido, se rá la con dición mism a de la libertad. Asi lo de m ue stra Cicerón en su Tra tado de las ley es con el siguiente razonamiento: “si es cierto qu e la piedra an gu lar de toda sociedad es. en virtud del orden mismo del m undo, la ju sticia (fusíifía)”; si es ta m bié n cierto qu e la JustiC 7
cía consiste, según una definición clásica en aquella época, en “conceder a ca da un o lo que es debido", síguese de ello que la Ju s ticia implica el resp eto de los dem ás, s u libertad, la ause ncia de coacción, en sum a, el consentimiento m utu o y la concordia. Por su natura leza m isma, en efecto, la justicia Implica la adhesión de todos. ¿A quién e n efecto le repu gn aría que se diera a c ada un o lo que le es debido? De ma nera que u no de los rostros de la justicia es la libertad. Para exponer esta demo stración Cicerón se apoyaba a la vez en la experiencia política de los rom ano s y en la definición aristo télica del ser hu m an o concebido como “anim al social", cuya n a tu raleza sólo se desarrolla verdaderam ente en la polis y por la polis. De modo que pa ra u n ciudada no el peor crime n y la peor falta se rá hac er que el Estado en que vive, en el que h a llegado a la edad ad ulta, que lo defiende con tra los peligros y la Injusticia, se vea comprometido o destruido por s u propia falta en la medida e n que esto dep enda de él. Y se reco rdará que an tes de Aristóteles. Pla tón hab ía puesto u n discurso análogo en boca de Sócrates preso y condenado a m uerte. Como Crltón le había ofrecido la m an era de evadirse y de rec up era r su libertad, S ócrates rech azó el ofreci miento dando como razón que si se com portaba de ese modo aten taría co ntra la s leyes conforme con la s cua les h ab ía sido juzgado y condenado. Eso comprometería la libertad de toda la polis al ate nt ar contra el libre Juego de s u s instituciones. Asi. el espíritu m ás inde pendiente, el espíritu m ás “libre” de todos los tiempos no quería que s u propia libertad personal se ejerciera y se afirmara en detrimento del Estado. C uando dos libertades son con tradic torias la que debe im ponerse es la del ma yor núm ero; e sto impli ca m uy lógicamente que la tiranía ejercida por la colectividad es tar á justificada. En Roma, cu an do llegó a rom perse el pacto de am istad sobre el cua l reposab a el estado, es tas dos concepciones de la libertad no tard aro n en e n tra r en conflicto. A me nud o los Gracos fueron acusa dos de ha be r destruido la concordia de ntro del Estado. En realidad, la política de los Gracos fue an tes que la ca us a el re su l tado de un a situación económica y moral que se h abía hecho ines table. La “nobleza”, desp ué s de las gran des co nq uistas del siglo se gundo antes de n ue stra era. tendió a encerrarse en sí misma y a excluir cada vez más estrictamente de las magistraturas a los hom bres que no era n de su clase. M ientras los m agistrados asi de signados fueron varone s de Indiscutible mérito, qu e ob tenían éxi tos militares y que e n el interior del país ase gu rab an un a vida tran-
quila y su ficientemente holgada, el pueblo toleró sin m ayores in convenientes el predominio de las gra nd es familias. Pero cuand o sometidos a pr ue ba se reveló que algu nos de los que as i ha bían lle gado al poder era n incapaces de cum plir la misión de que estaba n encargados, entonces los ciudad ano s en su conjunto advirtieron que se les habla despojado de su libertad, esa libertad (que en p rin cipio les e sta ba reconocida) de elegir com o dirigentes y jefes e n la gue rra y en la paz a los hom bres que les parecían los mejores. B as taron un os pocos fracasos duran te u n a guerra p ara que el siste m a establecido fuera puesto en tela de Juicio y par a que los ciuda dano s clam aran con tra la tiranía. E n el prefacio de s u Guerra de Yuguría, Salustio sitú a el con flicto que opuso Roma al rey núm ida en los comienzos de la rebe lión de la plebe o por lo menos en el mom ento en qu e los ciud ada nos cob raron conciencia de que el Estad o rom ano ya n o era el de antes. La ocasión fue ofrecida po r las dificultades que se enco ntraron en Africa du ran te las operaciones militares que llevaba a cabo un miembro de la ilustre familia de los Cecilios. C. Cecilio Metelo obtuvo al principio alguno s éxitos y d u ra nte algún tiempo s e gran je ó la estim ació n del pueblo, pero la g uerra se pro lo ngaba indefin idamente y nin gu na victoria decisiva permitía pon er fln a es as lu ch as interminables. Metelo fue alejado del m ando y en su luga r se designó a u n h om bre nuevo. C. Mario, proceden te de la peq ueña ciud ad de Arpiño. Y Mario alcanzó mu y p ronto la victoria. E n a de lante. los “nob les” ya n o fueron co nsid erad os como los dirigentes n atu ra les del pueblo, como Jefes bendecido s por los dioses, sino que s e los consideró us urp ado res, “tirano s”. Las alianza s familia res y políticas que los nobles hacían en tre si fueron estima das co mo “facciones". E sta p alabra “facción”, que habría de tener u n a gr an fortuna diecinueve siglos después, fue analizada maglstralmente en la obra de J . HellegouarcTi sobre el Vocabulaire des relations e t des partís politiq ues so u s la République. El vocablo designa las ag ru pac iones fo rm ad as por u n pequeñ o núm ero de p erso nas que tie nen m iras de apelar a todos los medios de que disponen p ara ob tene r lo que desean. Lo cua l equivale a u n intento d e falsear la vi da política, a u na violencia hech a a la libertad. Ya hem os encon trado esta palabra facción en el discurso que pronunció César al iniciarse la gu erra civil. Volvimos a enco ntra rla en el testam en to político de Augu sto. En am bos casos, el térm in o desig na a los m is mos hom bres, al mismo grupo, a los sena do res que qu isieron opo-
nerse a César, rebajar su gloria creciente que podia asegurarle un a influencia sin comparación con la de otros miembros del se nado: esto creaba en favor de César una desigualdad flagrante, un a evidente am enaza c on tra la “libertad" de esos hom bres. Lue go, despu és del asesin ato del dictado r, los “facciosos” de que h a bla Augusto son siem pre eso s oligarcas q ue quería n im pedir esta vez que los triunviros se hicieran cargo del estado. Ap arentem en te en las dos circu nsta nc ias, por lo m enos algun os de estos oligar cas dese aban frenar el movimiento que arra stra ba a Roma hacia la mo narqu ía. E n este sentido, aquellos hom bres defendían la li bertad en nombre de u n a ideología republicana. L lamarlos faccio sos equivalía a su po ne r que s u s móviles era n sospechosos, e qui valía a insinua r que no retrocederían ante nad a pa ra alcanzar su s fines como com prar votos en los comicios, provocar motines, re currir abiertamente a las armas, hacer asesinar a sus adversa rios. .., tod as prác ticas de que er an asimismo culpa bles los “po pu lares". De modo que los dos partidos e n pug na invocaban igualmen te la libertad: hom enaje rendido a la virtud, ciertam ente, pero que disimulaba m al la realidad. E sa libertad ideal, cuyo nom bre era re pelido a porfía, qu e servía de grito de com bate a los d os partidos, ya no era la libertad de antaño. Ya no se tra tab a solamente de as e gurar a todos los ciudadanos las ga rantías constitucionales co rrientes. que e ra n en gra n p arte “libertades" negativas, sino que se trataba de la m anera en que s ería gobernado el Estado y en pro vecho de quién lo seria. Ha sta ese mom ento, seg ún dijimos, la libertad de los ciud ad a nos se redu cía a elegir a los magistrados o m ejor dicho a a cep tar o rechazar a los hombres que presen taban s u candidatura . A los ciudadan os se les proponían las leyes en forma de u n texto ya re dactado. Ellos podían aprob arlo o rechazarlo, pero no pa rticipa ban en la elaborac ión de dicho texto. E sta función corresp ondía a los magistrados y a los senadores. Ha sta cuando se tratab a de un plebiscito, es decir, de u n texto prese nta do en los com ida tribuía —la asa m ble a de la plebe— la sesió n oficial n o im plicaba nin gu na deliberación. Unicamente el senado, de u n a m ane ra general, tenía el derecho de de liberar, de pe dir opiniones, de form ular u n senadoconsulto. La m asa de los ciuda dan os sólo podia intervenir indirectamente m anifestando los sentimientos q ue c ada vez le ins piraba la m edida p ro puesta . Asi lo hacía n los ciu dadanos en o ca sión de las condones (asambleas sin carácter oficial) en cuyo transcurso cada partido tratab a de persuadir a los ciudadanos pa70
ra que vo laran en favor o en con tra del texto que debia someter se a su consideración. Para el pueblo las contienes, a menudo tu m ultu os as a fines de la república, eran un o de los instrum entos de la libertad. La libertad de los nobles e ra radicalm ente diferente. Para ellos con sistía en la posibilidad (si no ya en la segu ridad absoluta) de llegar a las ma gistratura s del cursus honomm y m ediante ellas aseg urarse dentro del Estado crédito (gratta), prestigio (digniías ) e influencia (auctoñtas ), co sas to da s de las que Cés ar temía ver se privado. De m anera que hab ia ciertamente dos clases diferentes de li berta d, difícilmente conciliables, am bas legitim as, pero co ntradic tori as en tre sí. El conflicto de esa s libertade s env enen ará la vida política d urante toda la p rim era m itad del siglo i a. de C. Leyes de excepción, votadas a men udo p or obra de la presión de un a fac ción o de la o tra o tam bién actos violentos sin justifica ción legal aseguraban alternativamente la victoria de los oligarcas y la victoria de los “po pu lares ’*. Un tribu no que trató de m an ten erse en su s funciones m ás allá de la duración legal fue pues to fuera de la ley y hecho a ses ina r por los hom bres del senado. Inversamente, u na ley aprob ada pa ra afirmar la “majestad" del pueblo romano —su preem in en cia resp ecto del senado— afectaba a todo m ag is trado q ue no se plegara a la voluntad de los trib un os de la plebe. La legalidad era violada. C. Mario fue reelegido p ara el co nsu lado varios años seguidos, con trariame nte a las leyes, porque se lo con siderab a u n símbolo en oposición a la decadencia política de los nobles. A med ida q ue el conflicto se empo nzoñab a y tom aba visos de gu err a civil, se m ultiplicab an los asesina tos. Se vio cómo un fla m en de Jú p iter , Comello Mérula. tuvo que suicid arse e n el Capi tolio. cómo u n an tiguo triunfad or, Q. Lu tado Catulo, que ha bía detenido la invasión de los cimbros algunos añ os an tes, fue obli gado a darse muerte. E n todas pa rtes, dura nte la dictadura de he cho ins tau rad a por el “pop ular” Comelio Clima, re inab a el terror. E sas fueron las co nsecuencias de los grande s com bates librados en nom bre de la libertad, en nom bre del fan tasm a que era asi lla mado. Lo que esta ba e nju eg o era m enos la libertad de los ciud a dano s. cualquiera que se a el sentido de ese término, qu e la con qu ista del poder. Porque se le hab ia prometido a C. Mario el pro con sulad o de Asia, éste se hizo cómplice de quien s e lo había ofre cido. ¿Qu é tenia que ver la libertad en ese asu nto ? Tal vez las pa lab ras de Cicerón, que h em os citado, sob re la su71
bordinaclón que las arm as deben a la s leyes, nos pare zcan m ás cargadas de sentido si recordamos ha sta qué pun to, en el pasa do reciente, las leyes se ha bian doblegado an te las arm as. Cicerón desea ba que se estableciera por fin un estado de derecho en lugar de la serle de estados de hecho que se sucedieron durante los treinta años que transcurriero n a partir de su año d e consulado. A su s ojos, lo que n o procedía de la ley era u n a tiranía odiosa, au n cuan do é sta Invocara la libertad. Cicerón entendía p or tiranía u n régimen que permitía a un a facción y ha sta a u n solo hombre, que la domina y la utiliza, ejercer u n poder discrecional sobre el Esta do. poder del que de pen dían la vida de los ciud ada nos , s u s intereses vitales, su seguridad, su felicidad. La tiran ía e ra u n régimen que Cicerón juzgaba tanto m ás execrable cuan to que era co ntrario al orden del mu nd o tal como él lo concebía, con trario a la na turaleza mism a de los Estados, c uya existencia no podía prolongarse un a vez roto el acuerdo de los espíritus y los corazones, el consentimiento m utuo en respe tar cad a uno la vida del otro, en concederle el lugar que me recieran s u s talentos, su valor, los se rvicios que p res tara o que pud iera pre star, en fin, el solo hecho de ser u n ciudadano. Esto evidentemente implicaba que no podía hab er en tre todos los miem bros de la sociedad u n a igualdad com pleta; n ad a de eso. Pero en lo tocante a las leyes no dejaba de existir u n a aequilas que era pa ra todos el hecho de poseer el derecho de la ciud ada nía rom an a y, por consiguiente, el derecho de par ticipar e n la libertas. Lo que había m antenido al pueblo en la obediencia du ran te siglos y había garan tizado la autorida d de los m agistrad os, desde el momento en que éstos se h acían cargo de su s funciones, fue, según dijimos, la certeza de que dichos mag istrados ha bia n sido elegidos e investidos con el acuerdo de los dioses. M ientras se m an tuvieron esas cree ncias y m ientras no se puso en tela de juicio el valor de las señales m ediante las cu ales los dioses manifestaban su voluntad, se ma ntuvieron las instituciones tradicionales. Parecía evidente que un a decisión tomada en acue rdo con el sen ado (representante de la sabiduría hum ana) por un cónsul que. gracias a los auspicios, co ntab a con la aquiescenc ia divina, no podía ser sino un a b ue na decisión. Pero llegó un mom ento en que los ciudadanos ya no estuvieron tan seguros de la bu en a fe con que su s dirigentes interp retab an los presagios y los signos. Pue s se h a bía n comenza do a m anip ula r los a uspicios. Esto parece h ab er comenzado alrededor de m ediados del siglo 72
ii a. de C.. cuand o se decidió que si u n m agistrado m ientras se de sarrollab a u n a asam blea de los comicios declara ba que ‘observa ba el d élo ”, la asam ble a dejaba de s er válida. Maravilloso medio p ara paralizar el funcio namiento de las in stltu d o nes. m utila r la libertad del pueblo e Impedir la aprobación de u n a ley desfavora ble p ara este o aquel gru po. Esa era la resp u esta que daban los no ble s al p oder de los tr ib un o s q ue h abía llegado a ser exo rbitan te. Para los oligarcas era u n medio de defender s u libertad, pero q ue su s ad versarlos no po dían sino p ercibir como u n a restricción de la suya. E ste m edio de acción —o mejor dicho de paralización— res ul tó ta n eficaz que con tinuó utilizándoselo au n u n siglo despu és. E n el añ o 59 a. de C.. el colega de Cé sar en el consu lado. Bíbulo. lo empleó pa ra impedir la aprobación de las leyes pro pu estas a la vo tación del pu eblo y qu e a él le parecían Inoportun as. Primero. Bíbulo ha bía intentad o opo ner su veto. C ésar lo ha bía pasado por alto. E nto nces Bíbulo se en ce rró e n su casa y de claró que “observaba el cielo”. Lo hizo sa b er m ed ian te u n edicto, un m ensaje dirigido al pueblo. C ésar no se Inm utó y las leyes fue ron vota das y aproba das. Por el momento, la oposición de Bibulo no ten ía consecu encias, pero lo cierto es que dich as leyes eran ilegales, p uesto qu e h ab ian sido apro bad as sin el acuerdo d e los dioses. Una vez terminado el consulado de C ésar toda su obra le gislativa seria nula. Efectivamente hub o u n intento en este se n tido a comienzos del año 58 par a an ul ar la obra de César. E ste se contentó con hace r acto de presencia a las pu erta s de Roma con suficientes soldados para que los opositores no se atrevieran a h a cer prevalecer su pu nto de vista, y César perman eció allí el tiem po su ficien te para que la am en aza de su s arm as hiciera callar a su s enemigos. Solamente entonce s partió hacia su provincia y co menzó a intervenir en los asuntos de las Gallas. A p ar tir de en tonc es se hizo evidente que la vida política podía des arrollarse sin te ne r en cu en ta reglas religiosas. Y esta “laiciza ción” iba a llevar al fin de la libertas. Las tradicionales bar reras se ha bia n desm oronado. Ya nad a impedia p on er en tela de Juicio la autorida d asigna da a h om bres y a leyes que ya no tenían en su fa vor la con sagración s up rem a, la apro bació n de los dioses. Ahora intervenían solamente d os fuerzas: la de las a rm as y la que con fería el consentimiento del mayor número de ciudadanos. Esto basta ba para que la “lib ertad" fuera herida de m uerte. E sta ba a punto de nacer una m onarq uía. Verdad es que se podría decir que César esta ba apoyado por 73
los “populares" y que és ta era u n a especie de libertad. Una libertad tal vez. ¡Pero cu án tiránica! E sa libertad implicaba que la m a yor parte del Estado, los hom bres llamados tradiclonalmente a asum ir las má s altas responsabilidades y los mejor preparados para to m ar decisiones vitales se veian impedidos de d ese m peñar el papel que les correspond ía. Ya no e ra n libres. Esto se vio bien cuan do Cicerón intentó hac er llegar a C ésar, que habia regre sado de Españ a en el año 45. u na mem oria sobre el estado del im perio, en la cual, fu ndándose en s u pro pia experiencia, se perm itía d ar al dictador algunos consejos. Esa m emoria no llegó nu n ca a m ano s de César. Fue detenida por los allegados de César, Opio y Balbo, q uienes Juzgaron que tal como esta ba red actad a no era aceptable. Y sin embargo Opio y Balbo estimab an a C icerón y eran su s amigos. Le enviaron u n a resp ue sta deferente envuelta en las fórm ulas hab itua les de la cortesía. Pero lo cierto era que Cicerón e n el nuevo régimen ya no tenía la libertad de ha cer oír su voz, ha bía perdido la parrhesta, el ha bla r franco. Inseparable de la li bertad. Al confiscar asi la libertad, C ésar se apoyaba e n un a m agistratura arcaica, reanimada uno s cuare nta años a ntes por Sila. la dictad ura , e n virtud de la cual se ha bía restablecido —aun que por seis me ses solamente— el poder abso luto de los reyes en la forma de un impertum militar. D urante un a dictadura, quedaba n su s pendid as la s garantías habituale s de la libe rtad. La so ciedad se convertía en un a sociedad sometida a su imperutor. Las barreras levantadas para proteger a los ciud ada nos con tra la arbitrariedad de un pode r ilimitado qu ed ab an e nton ces abolidas. Ya no ha bía li bertad para nadie. El E stado de anarquía que se habia declarado hacia imposible aplicar las leyes, los có nsu les ya no podían s er elegidos. hab ia que acud ir a artificiosjurídicos p ara que existiera u n a au toridad e n alguna par te de la república. La “libertad" ha bia d ado pru eba s de que no era m ás que licencia y anarquía. Unicamente la “sociedad militar" que se establecía podía volver a asegurar u n poco de orden. Llevaba en sí m ism a los elementos apropiados para re sta u rar el poder del Estado —¡y por lo tanto la libertad de los ciudadanos!—y exhibía las an tigua s virtudes. Nuevamente es taba en el poder un hom bre Investido por los dioses, u n imperator victorioso, aclamado como tal en el campo de batalla. Su ca rácter sagrado no se m anifestaba ya p or signos Inciertos que se podían interpretar de m an era arbitrarla según las ambiciones y las intrigas. Ese cará cter re su ltab a de s u “fortu na” en la acción. Esta situación de que gozaba César no era una innovación 74
imaginada para la circunstan cia. Cuand o el imperio se hubo acr ecenta do m uch o m ás a llá de los limites de Italia y los jefes de ejército fueron mantenidos en sus mandos durante largos períodos, los lazos creado s en tre ellos y su s soldados se hicieron cad a vez m ás sólidos y duraderos: a si se habia formado un a sociedad pa ralela a la sociedad civil. Cuando esos soldados terminaban su tiempo de servicio activo continuaban siendo todavía los ‘hom bres” de su jefe a quie n estaban obligados primero por el hecho mismo d e la victoria, que él les hab ia hec ho co m partir, y luego porque el jefe les hab ia obtenido tierras, los habia instalad o y do tado pa ra el resto de s u s vidas. Habia. pue s, colonias de veteranos en Italia y en las provincias. Esos hom bres, u nidos a su antiguo jefe, le m ostr aban el recon ocim iento y la Jldes. lo mismo que los clientes a su patrón, y estab an d ispue stos a acu dir en su auxilio si el jefe se veia am enaza do en s u perso na o en s u digniias. Por ejemplo, los ‘clientes" de Mario, eso s ex solda dos , h ab ían dom inado los comicios. Los de Sila hab ían c on tribuid o vigorosamen te a que se le otorgara la dictadura. Los de Lóculo, despu és de la gu erra con tra Mitridates. ha bían acudido en m asa para ay ud ar a M urena a llegar al consulado , y si Octavio, des pu és del asesinato de César, p udo re u n ir fácilmente ejércitos a titulo privado, si pudo p onerlos a disposición del senado pa ra luego, med iante un a o rden que él les dio. volverlos co ntra ese m ismo senado , p u do hacerlo porque entre los veteranos de su padre adoptivo habia encontrado a hom bres que se con sideraban siempre ligados por su juram ento y que estaban dispuestos a probar su reconocimiento por su antiguo jefe. De m ane ra que po r obra de u n movimiento natural, resurgía una sociedad arcaica que durante mucho tiempo se habia yux tapuesto a la civil pero que aho ra cuan do é sta se deshacía ocu paba poco a poco su lugar. En es ta evolución lo que q ued aba de los antiquísim os valores mo rales qu e hem os descubierto en los orígenes de la ciudad rom ana. esa mo ral no escrita en la que en última instancia desc ans a ba la “liberta d”, no desapareció del todo. Eso s valores ib an a permitir que una nueva concepción de la libertad se afirmara. De suer te qu e c uan do Cicerón y luego Octavio fueron proclam ados “pa dre s de la pa tria ”, lo qu e reap arecía e n el fondo de la s conciencias era la vieja estru ctu ra de las gentes. ¿Q uedaba asi disminuida la libertad? Si, si la libertad se concibe como u n a in depen dencia total del individuo y, en definitiva, como el rechazo de los vínculos sociales. Pero, ¿se puede ha bla r a u n de libertad cuand o el Es tado va a la deriva? 75
Con el principa do ese movimiento que Im pulsa al pueblo ro mano a bu sc ar u n ‘padre’ se hará irreversible. En la nuev a forma de Estado que se crea, el principe, por discutible que se a a los ojos de los oligarcas, no dejará por eso de se r un a criatura sagrada a la que se rend irá u n culto y se rode ará de un a religión. Cad a vez que perece u n imperatory cada vez que algunos grandes pe rsona jes nostálgicos de los antiguos tiempos proponen restable cer la libertas, el intento fracasa y los mejores espíritus tienen perfecta conciencia de que ese paso es imposible. Sobre todo quienes representarán un obstáculo insuperable para retomar al viejo gobierno son los soldados. La sociedad m ilitar no se concibe sin un jefe poseedor de los auspicios. C uando el ejército de Espa ña decide pon er fin a la tiranía de Nerón ofrece esp ontáne am ente el poder a Galba. ¡Para re stablecer la libertad se eligió a otro imperatorí
También en no mbre de la libertad. Julio Vindex en el mismo momento toma las arm as pa ra a liarse con Galba. Luego se pro du ce la serie de sublevaciones militares, de la s legiones que en varios pun tos del imperio afirman su derecho a hac er u n emperador. La ‘libertad” de las legiones se convertía en anarquía. El terrible año de los cuatro emperadores llenó al m undo de r uin as ha sta el momento en que. como espa ntoso símbolo, se incen dió el Capitolio. El templo del Muy Bueno y Muy Gra nde Jú p ite r se desmoronó en medio de la s llamas. Parecía entonces que el dios garante de la libertad rom ana —del eminente p oder romano so bre todos los otros pueblos— se a pa rtab a de los quintes. El incendio fue ta n re pentino que so rprendió a los combatientes mismos que lu chaban por el poder (cada uno p or su libertad) que para todos fue evidente que se trata ba de un hecho sobrenatural. Nunca fueron descu biertos los a utores hum anos. Entonces gradu alm ente todo se calmó. La victoria designó a Vespaslano como el hom bre qu e debía re sta ur ar el Estado. Pocos m eses despu és, se ina ugu raba u n nuevo templo sobre el Capitolio en ta nto que un a ley. de conformidad con las formas antiguas, legitimaba el tmperium de Vespaslano. Con el auspicio de un imperator vencedor, se devolvía la li bertad a Roma, pero un a libertad que nadie podía utilizar para introducir el desorden en el Estado. Y esto duró aproximadam ente has ta el mom ento en qu e Domlciano (porque Domiciano ha bía pecado contra la reserva que debe observar un emperador y ha bía roto el equilibrio político para satisface r su s p asiones de h ombre privado) fue a su vez asesinad o. <■»/>
Pero debemos cons idera r en otra p arte de este libro la historia de esta reconqu ista de la libertad du ran te el régimen del principado. la historia de las metamo rfosis de es ta libertad desp ués del fin de la antigua repú blica, u na vez que hay amo s señalado qué Influencias. llegadas de otros lugare s, ofrecieron a los rom ano s otras formas de libertad que ya no e ran solamente políticas.
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La libertad sacralizada
Como cabía e sp era r de u n pueblo que hizo eterno un rico teso ro de leyendas, los griegos imaginaron alrededo r de la libertad m uchos m itos que pa saro n a través de los siglos y que desde la an tigüedad no dejaron de hacer sentir su efecto sobre los espíritus. Esos mitos hacían de la libertad una diosa, una fuerza trascendente, u na de esa s diosas que ju n to con la Abu ndancia (Ops). la Salud {Salus), la Concordia y la Victoria esc ap ab an al control h u mano. Por lo meno s así lo entendía Cicerón en el diálogo Sobre la natura leza de los diose s. La historia de Roma en aq uellos días no podía sino confirmarlo en esta opinión, tan ta s eran la s p ertu rbaciones que había ocasionado en la sociedad romana la palabra libertad. Atenas, por su parte, se complacía en record ar que en su his toria por dos veces esa diosa ha bía extendido de m an era ejemplar su protección sobre la ciudad. Una primera vez, cuando se puso fin a la tiranía de los desc end ientes de Pisístrato; y u na seg und a vez, algunos año s desp ués, c uand o los persas fracasa ron en su intento de someter a Grecia. El recuerdo de la prim era intervención se h abía conservado de varias maneras; una era una esta tua que representaba a los dos héroes Harmodio y Aristogitón. los "tiranoctones" (matadores de tiranos) y que es tab a co nsag rada a su memoria en el barrio del Cerámico. C ada año u n m agistrado a cudía a ofrecerles los pres entes que pe rpetua ban la supervivencia de los difunto s y los descen dientes de éstos esta ba n exentos a perpetuidad de las contribuciones extra ordinarias y de las carg as qu*e de cua nd o en cuan do se imponían a los ciudadan os. Y en los ban quete s, de spu és de beber, se entonaban canciones en honor de los héroes. Por ejemplo esta que comenzaba con las siguientes palabras: "Nunca nació en Atena s un hombre... (aquí hay u na laguna en el tex to de la canción). Traeré mi espada en un ramo de mirto, como Har-
modio y Aristogitón. cuando dieron muerte al tirano y a Atenas la igualdad de las leyes*.
La leyenda esta ba y a formada y se h abia convertido en u n dog ma p ara el pueblo, pero la realidad parece ha b er sido muy diferen te, como lo m ue str an los relatos co nco rdan tes que Herodoto, Tucidides y por último Aristóteles no s d ejaron de los acontecimien tos. Haimodio y Aristogitón eran d os Jóvenes aten iens es en am o rados el uno del otro y q ue vivían Jun tos. En aquella época los dos hijos mayores de Plsistrato. qu ien hab ia ejercido du ran te mucho tiempo la tiranía en Aten as (es decir, u n a m onarq uía de hecho, u n pod er pers onal al que h abia llegado m ediante la a stu cia y la fu er za) ha bía n sucedido a s u padre. Pero de esos dos hijos, Hipias e Hiparco, sólo el primero ejercía la tiranía. Habia confiado a s u he r mano u na m agistratura menor puesta bajo su propia autoridad, tal vez el arcon tado. Ahora bien, ocurrió qu e Hiparco se enamo ró de Harmodlo. lo cu al dis gu stó no poco a Aristogitón. Según o tra versión, no fue Hiparco mismo quien se p rend ó del hermoso H ar modlo, sino que fue otro hijo de Plsistrato, llamad o Tésalo (el Tesalio), nacido de otro matrimonio. Lo cierto e s q ue Hiparco (o Tésalo) resolvió no dejar sin vengan za los desdenes de Harmodlo. Hiparco —o el otro— utilizó a u n a herm anita de Harmodlo a la qu e incitó a acu dir a ocupar u n lugar en la procesión de las fiestas panateneas, como ‘portadora de cesta” (canéfora), lo cual era un gran honor para la much acha. Pero cuando ésta se presentó fue recha zada e insultada y tuvo que retirarse cubierta de vergüenza. E n tonces, para vengarla. Harmodlo y Aristogitón decidieron m ata r a los “tiranos". Simbólicamente el ase sinato debía llevarse a cabo en las fies tas panateneas. Los dos am antes obtuvieron alguno s cómplices y todo estab a listo pa ra la acción cua nd o Harmodlo vio a u no de los con jurados conv ersando familiarmente con H ipias. Creyendo que todo se h abia descubierto, Harmodlo y Aristogitón se lan zaron s o bre los tiranos. Hiparco fue m uerto e n el Cerámico. Harmodlo fue inmediatamente arrestado y torturado, luego le dieron muerte un a vez que hub o h echo revelaciones (falsas, se gú n se decía, pa ra implicar en la co nju ra a los amigos de Hipias e Hiparco). Hipias con tinuó ejerciendo la tiran ía todavía d ura nte tre s año s. Tuvo que retira rse a ca us a de la presión de los lacedemonios. aliados con los miemb ros de u n a de las g ran des familias atenien ses, los Alcmeónld as q ue vivían de sde hacia tiempo en el exilio. De esta m anera, u n a historia de venganza amorosa fue tran s formada e n mito, el m ito de los tiranoctones; cam peo nes de la li80
bertad, bienhec hore s de A tenas, patr ones sagrados de la demo cracia, ejemplos propu estos a los ciud ada no s de los siglos futu ros y seguros de u n a gloria Inmortal, independ ientemente del hecho de que su acción no ha bía sido inspirad a p or motivos políticos y que habia fracasado e independ ientemen te del hecho de que la ex pulsión de los tiranos se h abia alcan zado p or obra de u n a expe dición organizada po r un grupo de emigrados contra su propia p a tria con ay uda de extranjeros. Sin dud a varias razon es explican que haya nacido es ta leyenda y se hay a imp uesto, co ntra to da evi • dencia, a m enos de u na g eneración de los suc eso s mismos. Prime ro. el deseo mu y patriótico de bo rrar el recuerdo de lo que h abía sido u na derro ta de Atenas frente a Lacedemonia. Atenas sólo po día deber su libertad —de la que tan orgullosa estuvo siempre ha sta el pu nto de que rer imponerla por la fuerza a otro s—a s í m is ma. E ra inconcebible que el régimen democrático, que hab ía d a do a la ciudad un Imperio le hubiera sido devuelto po r u n ejérci to proceden te de E spa rta. A demás, el m ito de Harmodlo y Aristo gitón dejaba e ntreve r (a todo posible opositor a la democracia) u n a amenaza tan terrible como Imprecisa: si se a ten tab a con tra la li bertad. u n ven gad or su rgir ía del p ueblo in flam ad o p or el te m p lo de los tiranoctones. A las an teriores razones se agregaba u n s en timiento m ás profundo, m ás místico: la idea de que la libertad pa ra alcan zar su verdad era dimensión y su eficacia divina debía es ta r consagrada por la sangre, por un sacrificio hum ano . Una vez m ás en Atenas, lo mismo q ue en Roma, se en con traba n indisolu blemente ligad as la libertad y la m uerte. La libertad de que se trata ba y que, de un a m ane ra u otra, se hab ia devuelto a Atenas, era la libertad cívica, lo que se llamaba la isonomla ; e sa “igualdad de las leyes*, de que h ab lab a la canción. La circun stancia de que todos los ciuda dan os po dían participar igualmente y sin nin gu na distinción en tod as las funciones del Es tado, el hecho de que los cargos administrativos se re par tían en tre todos, se so rteab an ..., u n ideal utópico que natu ralm en te n u n ca se realizó en la práctica a p esa r de tod as las ten tativas. Ese fue el mito de los tiranoc ton es. El episodio pone fin a u n periodo glo rioso de la historia de Aten as que. du ran te la tiran ía de Pisistrato, habia visto a la ciudad brillar con yivo esplendor dentro del mu ndo helénico, en ta n to q ue por ord en del “tirano" los atenie n ses recogían, an tes de que se perdiera, la tradición de los can tos homéricos en los que el helenismo iba a e nc on trar s u Biblia. Tam bién du rante ese período na ció la tra gedia y se desarrolló la po esía lírica, elaborad a sob re la b ase de los gr an de s ciclos míticos, y se 81
pre paró la gran eclosión que fue la del ‘siglo de Pen des". produ cida un os s esen ta añ os d espu és de la expulsión de Hiplas. Hacía ciento diez añ os que Pisistrato ha bía ejercido la tiran ía por prim er a vez cuando P e n d e s se convirtió dem ocráticam en te en el amo de Atenas. F ue aquel u n siglo de madu ración, de lento as censo de la ciudad y bien cabe pe nsa r que sin ese ascenso atenien se y sin su prestigio, los esp artan os se h ub ieran inclinado m enos a es cu ch ar los ruegos d e los Alcmeónldas y las exho rtaciones de la pitonisa p ara devolver a Atenas u n a ‘libertad’ de la cual espe raban que hiciera volver a la ciudad a su lugar anterior. Pero ocu rrió que m ientras tanto y du ran te la seg und a mitad de aquel siglo (que fue la prim era del siglo v an tes de n u e str a era) la ca u sa de la libertad iba a conferir a Atenas u n nu evo prestigio, el de hab erla defendido victoriosamen te p or dos veces co ntra los reyes de Persia, Darío y luego Jeije s. Esto s nuevos títulos de gloria nu nc a h a bría n de olvidarse, ni en la antigüedad (donde vald rá n a los ate nienses la indulgencia de los romanos, au n en su s peores causas) ni entre los modernos; y los atenienses mismos n un ca perderán la ocasión de recordar su s victorias sub raya nd o sin am bages que su propio valor y el triunfo alcanzado en las g ue rras m édicas les dab an p ara siempre la primacía entre tod os los griegos. ¿De qué manera los atenienses se vieron envueltos en esta aventura que les valió tan ta gloria? H asta fines del siglo vi a. de C., los colonos griegos estable ci dos en las cos tas del Asia Menor vivían en b asta nte bu en a inteli gencia con los pueb los ‘bár ba ro s” de tierra ade ntro. La situació n cambió algún ta nto cu and o se estableció el imperto de los medos y luego el de los persas, pero la sober anía de estos no parece h a ber sido m uy agobiante para esas c iu dades (especialmente las de Jon ia, que eran las m ás prósperas), en las que el poder era ejer cido en realidad p or ‘tirano s’ vasallos del Gra n Rey. por lo m enos si hemos de da r crédito a Herodoto, que e s nu es tra principal fuen te. pero aconteció que en el año 500 a. de C. las in trigas de un o de esos tiranos , el milesio Aristágoras, u n h eleno, lo ech aro n a p er der todo. D espués de ha be r prometido al G ran Rey ane xar a su im perto la isla de Naxos y después de h ab er fr ac as ado en su in te n to. se rebeló y pidió a los estado s griegos de E urop a q ue lo ayu da ran a liberar del yugo pe rsa a los griegos de Asia, s u s ‘primos’ . El mismo se llegó a E sp arta y a Atenas a fin de decidir a esto s dos E s tado s a e ntr ar en gue rra con tra los bárb aros. Cleomenes, el rey de Esparta, se negó a pre star su ayuda cuan do su po que la capital de los persas se encon traba a tres m eses de march a desde la eos82
ta del mar. E n Atenas, p or el contrario, don de la decisión corre s pondía al pueblo re unid o en a sam ble a se votó con entu sia sm o pa ra q ue u n contingente de veinte navios fuera pue sto a disposición de Aristágoras. Y Herodoto term ina diciendo que hay q ue cre er que es más fácil engañar a u n gran número de hombres que a u no so lo. Y agrega q ue el envío de es a flota fue. ta n to p a ra los griegos co mo pa ra los bárbaro s, la fuente de gra nd es calamidades. Al negarse a comprometer a Esp arta e n u n a lucha por la liber tad de los jonios. Cleomenes tuvo sin du da en c ue nta varia s cir cu nstan cias. En p rimer lugar, como rey de u n a ciudad dórica, no se se ntía obligado con u n a confederación Jónica. Luego, las fu er zas de Es pa rta e staba n envueltas en las cu estiones de los colonos instalado s e n el occidente, e n Sicilia y en la M agna Grecia, de m a nera que los espartano s eran reacios a dirigir su s m iradas hacia la cue nca del Egeo. Po r fin. Esp arta tenía m uch os m otivos de in quietud en el Peloponeso mismo, donde s u s vecinos no le mo stra ban pre cisam ente simpatía. Los ate nie nse s, en cambio, se reco nocían allegados a los jo nio s y se intere sab an vivamente por todo lo que ocurría e n las isla s y en las orillas del m ar que bordeab a su s p ropias costas. No expe rimen taban sin embargo sentim ientos hostiles con tra el Gran Rey. Antes hab ían solicitado la alianza de éste, cu an do Cleomenes ha bía intervenido en s u s asunto s inte rnos y había ocu pad o la Acró polis. Los enviados ate nie nses había n ido ento nces a Sard is. don de el rep res en tan te del Rey les había pedido a cambio de su pro tección “la tierra y el agu a’ , es decir, que reconocieran la sob era nía teórica de los persa s. ¡Los em bajadore s hab ían aceptado! Pe ro cu and o regresaron a Atenas la política del pueblo había c am biado. de m anera que fueron desa utorizados. Fue e n ese momen to cuando se presentó Aristágoras y los aten ienses le prestaro n oídos. La Acrópolis ya no estaba amenazada, pues hacia mucho tiempo que Cleomenes había regresado a Esparta. Y, principal mente. todo el mundo sabía que Hipias. el tirano depuesto, era uno de los consejeros a los que esc ucha ba el Gran Rey y que un a victoria de éste sobre los jonios rebelados pod ía h ac er volver la ti ranía de los pisistrá tida s a Atenas. Todo esto hizo que los ate nie n ses votaran para brind ar socorro a Aristágoras y que estuvieran pre se ntes en el cuerpo expedicionario que éste envió contra Sardls. La ciud ad fue tomad a sin dificultad, pero a c au sa de un a im prude ncia se declaró u n incendio en el conju nto de la s c asa s c u biertas con cañas, de m anera que todo ardió, lo mismo que el tem plo de la G ran Madre, la que noso tros llam am os Cibeles. Cuan do 83
los aten ien ses rom pieron su alianza con Aristágo ras (que no esta* b a presente e n el episodio d e Sardls) y llam aro n de regreso a su contingente, ya era demasiado tarde, p ue s a pe sar suyo se h abí an convertido en los enemigos declarados de la mo narquía de los pe rsas. Las repre salias de é stos con tra los griegos no se hicieron es perar. M ientras Aristágoras iba a m orir en Mirkinos. en la TTacia. donde tra ta b a de erigir u n reino propio. Mileto era tomad a por el Rey y a rra sa da . Además, el templo de Apolo, u n sa ntu ario reveren ciado y cen tro de la Jo nl a. fue entreg ado a l pillaje e incendiado. [Respu esta de la asiática Cibeles al helénico Apolo! Darío, ap ar en temente decepcionado po r el régimen de los tiran os que h as ta en tonces él mism o hab ía favorecido en las c iud ad es griegas, estab le ció en Jo nla gobiernos democráticos. ¡Extraña paradoja e sta con cesión de u n a libertad cívica dad a a q uiene s, seg ún decían los grie gos. era n “esclavos" del Gra n Rey. libertad qu e no p oseían m uc ha s ciudades libres de la propia Grecia! Pero, ¿e ra cierto que la “liber tad" de u na ciudad hacia realmente libres a todos los ciudadano s? A todo esto, Darío prepar aba su venganza. En el año 491. en vió a la mayo r pa rte de los Estad os griegos, y especialmente a Ate n as y a E sp arta, embajado res pa ra exigir “la tierra y el agua”. En el caso de Atenas, se tratab a de recorda r un acuerdo. Mientras que la mayor pa rte de los otros Estado s ace ptab a h ace r ese gesto de sum isión teórica, los aten iens es y los esp artan os , n o sólo se ne garo n a hacerlo sino que dieron mu erte a los enviados del Rey. Lo cual constituía un sacrilegio y un crimen contra el “derecho de gentes”, p ue s desde los tiempos legendarios los embajadores te nían c arácter sagrado y eran respetados. Mientras los atenienses d eclaraban la g uerra a los de Egina con el pretexto de que habían aceptado la exigencia de Darío y arr astr ab an en este asu nto al rey de E spa rta. Cleomenes, los pisistrátld as b us cab an refugio ju n to al Gra n Rey y fortalecían a Da río en su volun tad de redu cir a la esclavitud a los atenienses y los natu rales de Eretria, esa ciudad de Eu bea que continuaba sien do la aliada m ás fiel de Atenas. E nto nce s el ejército de los pers as se pu so e n m arch a desd e la Cilicia. La isla de Naxos fue atacad a, la ciud ad saq ue ad a, los templos incendiados. Pero cuan do los pe rsa s llegaron a Délos y los hab i tan tes d e la isla se d ispon ían a h u ir tem iendo lo peor, el Jefe per sa. Datis. los tranquilizó en pleno acue rdo co n la s órde nes del Rey. Declaró que estab a firmemente resuelto a res pe tar “la isla en que ha bían nacido las d os divinidades” (los hijos de Latona. Artemisa 84
y Apolo). E ra evidente qu e el p er sa no se con side rab a enemigo del helenismo, el que simbolizaba la p areja de h erm anos, n i se considerab a en gu erra c ontra el helenismo como tal. sino que combatía contra las ciud ades que le hab lan sido hostiles y h abían favorecido a los rebeldes de su imperio. De m ane ra qu e desp ués d e ha ber respeta do a Délos, santuario principal de todo lo qu e era griego, los mism os persa s, u n a vez que tomaron p or traición a la ciudad de E retrla la aband onaron al pillaje e Incendiaron su s sa nt ua rios. Al hacerlo, bo rra ba n d e la superficie de la tier ra “la com unidad* erétrica e n su dimensión h um an a y en s u se r divino. De spu és de la destru cción de E retrla. el ejército pe rsa s e dirigió a Atenas. Hlplas. el ex tirano , servia de guía a los persa s. E n la ciudad mism a, desp ués de m uc has discusiones, se decidió resistir. La dirección y la organización de esta resistencia fueron confiadas a Milcíades que hizo notar al pueblo que *si Atenas triunfa pued e llegar a ser la prim era en tre las c iudad es griegas*, adem ás de conse rvar su libertad, es decir, su existencia. Al m ismo tiempo, la presencia de Hipias entre los persas m ostraba q ue también la libertad interna del Es tado s e enc ontrab a en peligro. Las dos “libertades* estab an ligadas. ¡Para con serva rlas había que derram ar sangre! Milcíades sabía q ue si quería n ten er un a o portunidad de vencer, era m ene ster ob rar pron tamen te. Conocía las debilidades de la democracia. Temía que. si se difería el combate, e stallar a la d iscordia entre los ateniens es y se formara u n p artido en favor de u n entendimiento con los persas; por lo demás, siempre había un buen núm ero de ciu dadanos a quie nes no les repugnaba el reto rno de los tirano s. Ya los Alcmeónidas eran s ospe choso s de tra ición. Una vez m ás se in sinu aba n las divisiones intern as. Pero esta vez se tra tab a de la salvación mism a de la ciudad. El ejemplo de Eretrla d em ostraba que no se podía co nta r con la clemencia de Darío. quien ten ía con tra Atenas u n motivo de venganza personal. Todos sabem os cómo terminó esto en la llanura de Maratón. En realidad. no fue má s que un encu entro de vanguardia, que b as tó empero pa ra deten er el asalto de los bár baro s. Allí los aten ien ses e stuviero n solos con s u s fieles aliados, los de Platea. Los es parta nos llegaron con r etraso, p u es p ara ponerse en m archa h a bían espera do el mom ento del plenlluhio. Se lim itaron p u es a celebrar la victoria de Milcíades. Pero los demás griegos estaban lejos de ponerse de acuerdo para co ntinu ar u n a lu cha en la cual lo que e sta ba enju ego parecía ser. m ás qu e nu nc a, la ‘libertad* de Atenas, su supervivencia. 85
pero tam bié n su gloria. ¿No sería peligrosa pa ra los otros Esta dos u n a victoria de los atenien ses? Por ejemplo, las ciudad es de Beocla. generalmente gobe rnad as por oligarcas, se inclinaban en fa vor de los pe rsas . Lo m ia ñ o o cu rría co n los arglvos del Peloponeso. Los beocios y los aigivos no esta ba n m enos preocupados que los atenienses y los espartan os por con servar su propia autono m ía y su libertad “interna", la elección libre de s u s gobiernos, co sa s que tal vez no resp etaría n los atenien ses victoriosos. Por eso algunos E stado s se ma nifestab an favorables al Gran Rey de quien esperab an que los protegiera contra el imperialismo de su s m oles tos vecinos. Bien se ve que la ca u sa de la libertad, a unqu e la pa labra fuera la misma en to das las bocas, servia para en cubrir y ju stific ar a cti tu des políticas absolu ta m ente contradicto rias. ¿De qué libertad se tratab a, p ues? P ara Atenas consistía a n te todo en el mantenim iento de la dem ocracia, tal como la había organizado la reforma de Clistenes algunos añ os antes. Pero tam bié n consis tía en su supervivencia como E stado au tónomo y, co mo lo ha bía visto bien Mllciades. e n s u potencia y en su gloria. Es part a estaba m enos am enazada porque otrora su rey se había ne gado a un irse a la rebellón de Arlstágoras. Pero el espíritu de in depende ncia. el particula rism o social y político que la carac teriza ban difícilm ente podían co ncillarse c on u n a so beranía del rey de Persia, por m ás que ésta fuera ba stan te teórica y remota. Y no es me nos cierto que la resistencia que los esp arta no s term inaro n por oponer a los persa s y su participación en lo que debía p arecer lue go (en un a Grecia dominada por Aten as y un os d os mil añ os des pués a los histo riadore s de la época romántica) como la lucha s a grada de los helenos contra la barbarie fueron men os resue ltas, me nos determ inadas que la participación y la resistencia de los atenienses. Los escrúpu los astronóm icos que los esp arta no s in vocaron no no s persua den totalmente. Siempre es prudente para elegir u n partido esp erar el resultado de u n a b atalla librada por otros. Pronto las vacilaciones de E spa rta desa parec erían (a lo m enos po r u n tiem po y antes de que se ce le bra ra u n a alianza formal en tre los espa rtano s y los persas); pero pa ra resolverla a tom ar u na parte activa e n la gu err a librada contr a Je ijes. el hijo de Darío, fue necesario todo el talento político de Temístocles ju n to con su h a bilidad diplom ática y su genio de estratego. Con Jeije s. lo que había sido ha sta e ntonces u na operación de represalias se convirtió en u n a em presa de natu raleza completa me nte diferente. El joven rey qu e h ab ía re gresado victorioso de 86
Egipto, donde ha bía restablecido su poder y se ha bía igualado a los faraones de an taño , concibió ambiciones má s vas tas q ue las de su padre. Si hem os de creer a Herodoto, foijó el proyecto “de extende r la tierra de los pe rsa s p ara igualar la que cub re todo el cielo de Zeus” y ha ce r que el sol en ad elante no ilumine ning ún país limítrofe del suyo. Es probable que esta determinación de fund ar u n imperio que ab arca ra todo el disco de la tierra le fuera suge rida a Je ije s por las fórmulas que acom pañ aban la investidura de los faraones y que afirmaban la supremacía de estos reyes sobre “todo lo que el sol ilumina", como corresponde a los hijos de Re. En todo caso, este pen sam iento que en el cu rso de los siglos habría de insp irar a no pocos conquistadores, fue algo que Je ije s quiso tradu cir en actos. Tal vez pued a verse u n indicio de esto en su intento de h ac er intervenir a los cartagineses, “eso s fenicios del Oeste" que, como tales, de pen dían de su imperio, pu es to que és te abarca ba la Siria y la Fenicia e hicieron la gu erra con tra las colonias dóricas de Sicilia. El m un do griego qu eda ría as i atrap ado e n una operación de pinzas. E n el centro estab a el hu eso duro de pelar. la Grecia contin enta l de alrededor de Aten as y de Espa rta. Viose ento nce s u na vez m ás a casi todos los Estados' griegos dispue stos a e ntreg ar “la tierra y el agua", a abd icar su libertad a n te la amenaza. No hem os de reco rda r aqu i cómo Temístocles. apo yándose en los oráculos y en u n a e strategia afortunad a, pu so fin al sue ño de Jeij es . Verdad es que Atenas fue tomad a, q ue el tem plo de P alas Atenea de la Acrópolis fue incendiado (como lo ha bía sido el templo de C ibeles de Sardis). pero la ilota p ers a qu edó an iquilada en las ag ua s de Salamina el 20 de septiembre de 480. Como se sab e, la guerra du ró todavía un año y sólo el 27 de agosto de 479 el ejército terrestre de Persla fue ap lastad o e n Platea. Un contingente tebano co mbatía en favor de los bárbaros. Mardonio. el jefe persa, hab ía a n tes intentado g an ar a los griegos para su cau sa valiéndo se, y a de la pers uas ió n, ya re currie ndo al terror: Atenas fue entonces devastada por él un a segun da vez, au n antes de que hub iera habido tiempo pa ra qu itar los escombros de las ruinas. Los espa rtanos se h abían m ostrado m uy reticentes en rea nu da r el com bate y Temístocles había perdido casi toda su influencia sobre el pueblo. Sin em bargo los griegos term inar on p or salir victoriosos, p or a pla sta r el ejército de los bá rba ros , y lo hicieron con tra u n a pa rte de los mism os griegos. Esta victoria marcó el apogeo de Aten as que, e n nombre de la libertad griega, se apresuraba a establecer su imperio sobre la 87
Grecia ‘libera da’’. La potencia de su flota, el prestigio de s u s ho plltas. considera dos irres istibles en el cam po de batalla, hicieron m ás en e sta em presa que la gloria de h ab er evitado a los griegos el convertirse en los “esclavos" de los persas. Los historiadores mod ernos, influidos por el espectáculo o el recuerdo de las luc has que s ostuv ieron e n el siglo xix los griegos co ntr a los turco s po r su Independencia nacional, a m enudo representaron las guerras mé dicas como el choqu e de dos m un do s, como el com bate de la liber tad contra la esclavitud, de la democracia con tra la tiranía, de la Ubre reflexión y de la razón c on tra el oscu ran tism o de u n a clase sacerdotal apoyada en su poder absoluto. Todas estas son concep ciones na cid as e n el ‘siglo de la Ilustración" y es tán m uy lejos de la realidad. El mazdeísmo no era el Islamismo; su teologia no era ni into lerante n i totaUtarla. Asi se lo vio cu an do Darío dio la ord en de resp etar los san tuar ios de Délos. Y du ran te generaciones los griegos de Jo n ia y de Carla ha bía n ado rado a s u s p ropias divini dades nacionales a su gusto. S us sabios y s u s filósofos no se h a bía n visto molestados e n la elaboración de s u s doctrin as n i en la exposición de su s teorías. El nom bre de Tales de Mlleto era céle bre en to das las ciudades en q ue se h abla ba el griego. La dom ina ción pers a sobre Egipto hab ía permitido a Tales viajar con facüidad a este país a integrar en su propia visión del m und o ciertos ele me ntos de la teologia egipcia; en c ua nto a és ta h abía pasa do sin gran des cambios a travé s de la dominación persa, como lo ate s tigua toda una serie de documentos. De m an era que no se podría sostene r seriamente que u n a vic toria de los pers as h ab ría comprometido la ‘libertad de pe nsa r’ de la raza helénica. E ntre el pen sam iento griego y la ‘cu ltur a’ as iá tica no había la oposición que se supone con harta frecuencia. Sabemos bien que, desde los tiempos más antiguos, se había producido u n a verd adera ó smosls entre los diferen tes pueb los de la cuenca del Egeo y que el imperio de Alejandro permitió a los griegos asimilar muchos elementos del pensamiento oriental, lo cual dio un nuevo impulso al helenismo. Se dirá que Alejandro ha bía r esu ltado victorioso. ¿H abría sido lo mismo si su te ntativa hub iera fracasado? Cabe pe n sar que el resultado no habría sido mu y diferente, p ue s la circulación de las id eas y de los cultos no depend ía de las relaciones de fuerza entre los elementos étnicos que com ponía el imperio macedónico y los reinos que su rgieron de él Lo cierto es que a comienzos del siglo v a . de C.. el que s e ofre ce a n ue stra m irada es u n helenismo todavía dividido, un m undo 88
en el que se e nfren tan Estad os que alcanzaron diferentes grados de evolución política: un os se h ab ían decidido por las instituciones democráticas, otros con tinuab an siendo gobernados por su aristocracia (de familia, de riqueza), otros por fin se aco mo daba n me jor (y alg un os m uy bien) al régim en ‘del tira no ” que los dirigía. Cada u no de eso s Estado s era ‘Ubre”. Su libertad se tradu cía e n la auton om ía de s u política exterior e interior, e n la gestión de su s pro pia s finanzas, en la organización de su defensa propia, en el culto de s u s divinidades tradiciona les y por fin en la elección libre del régimen que creía que m ás le convenía. E ntre dichos E stados a veces se celebraban alianzas para defender mejor su libertad frente a otros. Más frecuen teme nte ex perim entaba n envidia y se hacían la guerra. Y tamb ién con frecuencia los Intereses de u n p a rtido condu cían a quienes lo componían a a cue rdos secretos con los ciuda dan os de otra ciudad que com partían su s aspiraciones y los llevaban a con qu istar el poder con la ayu da de éstos; de esta m ane ra com prometían la ‘libertad” de su patria y ha sta llegaban a destru irla p ara esca par a la “esclavitud” que, seg ún decían, h a cía p esa r sobre ellos el partido contrario. De la misma m anera , los jóvenes aristócra tas romanos, des pués de la ex pulsión de los Tarq ulnos. se la m enta ban d e que su “libertad” estuviera disminuida en beneficio del mayor número. Con todo, los atenien ses obten ían su stanc iales beneficios de su s victorias sob re los persas. M ientras que los de P latea recibían la autorización de celebrar cada cu atro a ños un a fiesta dedicada a la diosa Libertad ( Eleutheria ). los atenienses imponían fuertes multas a los pueblos que habían aceptado las exigencias de los persas y pedía n a otros pesadas contribuciones a fin, se gún decían. de “protegerlos". ¡Un ejemplo que sería seguido m uy frecu entem ente en el tra ns cu rso de los siglos! La Grecia que había hecho que se fru stra ra n la s ambiciones de Je ijes era la Grecia de los Estados c iudades y p or e sta razón la idea de libertad resultó inse parable de la Idea de Estado ciudad. Pero la organización que pre senta éste no e s muy a ntigua en la cuenc a del Egeo. S us orígenes son ba stan te oscuros. Se lo puede definir como u n a sociedad ce rrad a en la que el ejercicio del poder está reglado por u n c onjunto de costum bres y de leyes que controlan todos su s miembros o un a p arte de su s miembros. En el se no de esa sociedad se producen naturalmente Intercambios de servicios, de objetos, y no pu ed en de jar de existir obligaciones m u tu a s p ara as eg ura r en principio el bien de todos. La “libertad" (si 89
hacemos a un lado los esclavos sometidos por la ciudad pa ra a se gu rar s u independencia económica) es en tonce s sólo la inde pen dencia de la comunidad misma respecto de otros grupos hum ano s instalados en su vecindad. Ignoramos en qué m omento se formó este sistema. Tampoco sabem os si el Estad o ciudad salió del pensam iento de los propios griegos, lo cua l no es lo m ás probable. Pero e n el mom ento e n que aparece ante nu es tra m irada, el Estado ciudad es algo inse pa ra ble del helenism o. La sociedad, de la que los poemas homéricos no s ofrecen la Imagen, es u na sociedad militar, en la cual los hom bre s que form an el laos (es decir, el ejército, pero al m ismo tiem po "el pueblo”) están colocados bajo la auto rid ad de un Jefe que tie ne sobre ellos todo s los derechos. Por lo menos esto es asi e n la /li ad a, pero pued e uno pre gun tarse si el cu ad ro del ejército aqueo, impuesto por el tema del poema, nos informa fielmente sobre lo que e ra. por ejemplo, la realeza de Agamenón e n Argos o la reale za de Menelao en u n a E sp arta ante rior a la llegada de los dorios. Sabem os por ejemplo de Roma y de Esp arta que la “libertad" cívi ca ya no era re speta da en el ejército de los ciu da da no s que es ta ban en cam paña. Verdad es que en el cam pam ento de los aqueos situad o frente a Troya se reú ne n a sam ble as de soldados, como en el campam ento de un imperaior romano, pero en el m un do ho mérico (y lo mismo oc urría en el caso de los ejércitos de Roma) esa s asam blea s pa rece n te ne r sólo por objeto da r al Jefe la posibilidad de exponer su propia visión de los hech os y la parte de su s proyec tos que considera útil hac er conocer a s u s soldados. ¿Tienen es tos el derecho de ha bla r libremente? En Roma, segura m ente no. En la época de Agamenón, el ejemplo de Tersites parece indic ar ciertamente que no era alen tada la libertad de palabra. La reale za aq uea se parece m ucho a lo que pu ede h ab er sido ya y debía se r en el futur o la realeza mace dónica, e n virtud de la cual el poder era conferido mediante las aclamaciones de los hombres, de suerte que el rey así creado es global y totalmente responsable de su gru po frente a los dioses. La soberanía del rey no era irrevocable. Mientras las cosas iban bien nadie ponía dificultades, pero si parecía que las divini dad es er an desfavorables, por ejemplo, si vientos con trarios o u n a calma fuera de estación retenían en la orilla a los navios pre pa ra dos p ara un a lej an a expedición, ento nces la legitimidad del rey era puesta en tela de juicio. Se suponía que e sta ba m ancillado por al gú n sacrilegio cometido del que d ebía purificarse a fin de d ar s a tisfacción a los dioses. Seg ún cu en ta la leyenda, fue as í como se 90
sacrificó a Ifigenia en Aulis pa ra ap acig ua r la cólera de Artemisa. Agamenón, por rey que fuese, no ten ia la libertad de salvar a su hi ja. Su ejército le exigía —si Agamenón quería co nse rv ar el poder— que d erram ase la sang re de Ifigenia. un a san gre que era también la suya y que “rescataba" la vida de todos. El sacrificio de Ifigenia no es el único ejemplo de lo que bien puede llam arse u na “magia ” de la sangre real. Hay otros ejemplos dentro de Grecia, en Atenas y también en Creta, donde las hijas del rey fueron así inm oladas para ase gu rar la salvación común. Esto permite suponer —lo cual no tiene nada de sorprendente— que la realeza en aquellos tiempos muy antig uos no era s olam en te atribuida al más fuerte, sino que revestía u n cará cter sagrado como lo comprobamos en el caso de los primeros reyes de Roma (antes de los Tarqulnos) y como se manifiesta en el mundo cre tense. E sta situación m uy compleja se refleja en la multiplicidad de los términ os qu e d esign an al rey o al jefe en el m un do arcaico: por una parte, está la palabra koiranos de la cual no se puede du dar que pertenece al habla común de los indoeuropeos y que evoca un a sociedad de guerreros: luego hay un a palabra q ue predomi na en los poemas homéricos, la palabra a n a x (o loanox), qu e figu ra ya en u na tableta micénica y que es tamb ién un epíteto aplica do a los dioses. P robablemente pertenezca esta palab ra a la m ás an tigu a civilización helénica llegada al Egeo. Este vocablo no e s un término indoeuropeo. Los recién llegados deb en ha berlo enc on tra do en un a lengua que se ha blab a an tes de su llegada. Calificado de anax . el rey parece esencialm ente considerad o como u n "pro tector" que con su fuerza garan tiza la supervivencia —po r lo ta n to. la libertad, el derecho de existir— de los hom bres qu e dep en den de él, y esto en u n m un do en el que predom inan las activida des pacíficas. Tenemo s luego la pa labr a basileus cuya historia iba a te ner la mayor fortuna y que es tam bién la men os clara. Primero, por su etimología que es incierta. Tampoco est a pa labr a pe rtenece al do minio indoeuropeo. ¿Proviene de la civilización "egea"? (lo cual tampoco es mucho más claro). ¿Proviene de alguna lengua del su stra to asiático? No lo sabemos. Pero la encontram os en todas partes, en Atenas, e n E sparta, en C hipre do nde a fin es del siglo vi a. de C. hay un basileus en Solí y otro e n Salam ina. En aquella época, el poder pertenecía, se gú ns e no s dice, en las ciudades de Jon ia. a los türannoi (o tiranos), asi como e n Aten as ye n m uch as otras ciudades. Pero en Atenas había tam bién al mis91
mo tiempo u n basileus que perp etuab a la tradición de las casa s reales de otrora en la genealogía mítica que se rem ontab a a u n dios o a un héroe. Una convención (o u n artificio) análog a existía en Roma, donde, d esp ué s de la expulsión de los Tarquinos, u n “rey de los sacrificios" m an ten ía la co ntinuidad con los reyes “que m an i pula ban lo sagrado". Esta rápida presentación de lo que puede en seña m os el an álisis del vocabulario perm ite formular un a hipótesis sobre la na turaleza del Estado ciudad. Sólo cu and o los grupos hum an os llegados a la reglón del Egeo enc ontra ron a otros hom bres, in sta lados allí desde tiempo atrá s, nacieron los Estados ciud ades, debido a u na reacción natu ral, al deseo de m ante ner u na “identidad propia", de m ante ner la pe rsonalidad colectiva, la volu nta d defensiva; y es asi como ca da ciudad se cierra e n sí mism a bajo la protección de su Jefe que es al mismo tiempo el sacerdote de s u s dioses. E ste cerrar se en si misma de la polis carac terizará siempre al Estado ciud ad griego, celoso de su derech o de ciud ad an ía, preocupad o por distinguir minuciosame nte entre s u s miembros quiénes pertenece n realmente a la polis po r el hecho de h ab er nacido de un padre y de un a m adre poseedores ambos de la ciudadanía, a aquellos otros cuyo nacimiento e ra “mixto", a aquellos venidos de otra s partes, pero establecido s en su territorio (los metecos), y. por fin. aquellos que pertenecían a otra ciu dad. La p ure za de la sangre es el criterio de la ciudad anía y por lo tanto de la “libertad", y en este pun to la democracia ateniense es a u n m ás intransigente que los otros regím enes (especialmente que la tiran ía qu e parece hab er sido ba stan te amplia y acogedora); c uan do Pericles asumió el poder en el año 451 consiguió que no fuera considerado ciuda dano aquel que no hubiera nacido de u n padre y de una m adre poseedores del derecho de ciudada nía. Tal vez es ta medida tuviera el objeto de aligerar los gastos del Estado , pero de to da s ma ne ras no deja de caracterizar el espíritu de u n régimen que tend ía a e nce rra r la ciu dad e n s! mism a y a ha ce r de la “libertad" (es decir, la participación p le na y c abal e n los privilegios políticos y económicos) el privilegio de sólo algunos. Au n cu an do se tra ta ba de varia s decenas de millares de personas, el núm ero de ciudada nos no de jaba de ser lim itado y definía una verd adera oligarquía. Con frecuencia se ha subrayad o la diferencia que e n este a s pecto hay entre la ciu dad griega y la organización política ro m ana. En tre ellas, el co ntra ste es total. Desde el comienzo de su his toria. los romanos ad m iten a gentes llegadas de otras partes, ya con derechos iguales, ya confiriéndoles una condición Jurídica 92
particula r que los acerc aba al derecho de ciudadanía integral, qu e con el co rrer de los tiemp os se hizo m uy extendido. ¿Hay que b u s ca r la razón de esta diferencia en las condiciones que existían en el momento en que se formaron, por una parte, la polis y. por la otra, la civitas, la primera surgida de un grupo hu ma no que se re mitía a un mismo pasado mítico, la segund a nacida de person as aislada s que trata ba n de e nco ntrar u na patria p ara si? Si vacila uno en p en sar que la actitud política atribuida a Rómulo, la aper tu ra de Asylum en el bosque del Capitolio haya podido produc ir por si so la sem eja nte s efectos, a u n cuando solo se quiera ver en esto u n a leyenda, así y todo hay qu e reconocer que Roma fue siem pre sentida a lo largo de to da su histo ria como una patr ia acoge dora de ado pción y finalm ente —lo cual ocurrió a finales del siglo m de nuestra era— la patria de todos los hombres libres. Un as pa labr as de Herodoto afirman (y nos h acen saber) que en la época de los pelasgos, ni los aten iens es n i los dem ás griegos te nía n todavía esclavos. Para Herodoto. la época de los pelasgos es aquella e n la que los primeros helenos llegaron al términ o de su migración. Por consiguiente, los esclavos fueron adq uiridos sólo por dere ch o de conquista , con el sometim iento de p ob laciones ya estable cidas en las tierra s a las que llegaban los invasores (hecho que se m anifiesta claram ente en el caso de Esparta): se realizaban incursion es aqu í y allá por el continente y por las islas, se prod u cían intercam bios comerciales con los reinos orientales, como ve mos en la Odisea. Así se iba creand o alrededor del grup o con qu is tado r u n verdadero pueblo de servidores pa ra qu ienes la palabra libertad ya no ten ia n ing ún c ontenido efectivo. Pero ese pue blo era indispensable p ara la libertad de los ciudadano s. Entrevemos al gu no s ejemplos de este proceso en la sociedad homérica, en la cual los vencidos eran ultimados y su s m ujeres e hijas conducidas co mo co ncub inas o como sirvientas, y es en relación con es tas prác ticas cua nd o aparece p or primera vez en lengua griega la palabra ‘libertad’ . Es todavía u n a pala bra r ar a y sólo designa el estado de aquel que no es esclavo, es decir, aqu el que posee u na perso na lidad propia y no está sometido a todos los caprichos de un amo. Esta es to da la significación de la pa lab ra libertad. De la libertad política no parece tratarse en nin gún momento, por lo m en os en el “pueblo que está en arm as". Pero las situacion es fuero n sin d u da m uy diferentes segú n los países y los grup os étnicos. En el rei no de Alcinoo, la isla de Esq ueria, por ejemplo, existía un verda dero consejo que asiste al rey. En Itaca. los pretendientes de Penélope pertenec ían a u n a aristo cracia fo rmad a de “Jefes", de los 93
cua les Ulises era el primero. De m ane ra q ue en el caso de Itaca se puede tal vez hablar, con u n exceso de precisión, de u n “régimen oligárquico1' o de u n régimen s itua do en tre la m ona rqu ía y la oli garq uía. Allí, la libertad parecía red ucirse a ese derech o de pa rti cipa r en el consejo, de de liberar en com ún, derecho que s e ejercia especialmente du ran te los ban qu etes, lo cual no es indiferente si recordamos que los banq uetes er an actos sagrados que se desa rrollaban bajo la m irada de los dioses, q ue los pensam ientos que su igia n en tales ocasiones eran inspirado s por los dioses. Los co m ensa les eran “hom bres libre s', iguales entre si y su acuerdo re novaba d e algun a m ane ra ca da vez la legitimidad del rey. E s es ta clase de libertad la que a ño rab an los Jóvenes rom anos com pa ñero s y amigos de los Tarqulnos. E sa libertad constituía u na v er dadera participación en el poder, por m ás qu e no resu ltara de ins titucion es codificadas por leyes. La diferencia e ntre sem ejante m on arq uía y un a “tir an ía ' (el go biern o de un türarmos) no es gra nde. El rey (baslleus) es por la san gre heredero de otro rey de quien p ued e se r el hijo o el yerno o u n pariente. Ese rey h a surgido p ues de u n a aristo cra cia de naci miento. E s u no de los “nobles" y s u raza, s u genos, se remonta a los orígenes mismos del grupo y en este sentido con tinúa s u s tr a diciones (en par ticular, religiosas), se apoya en ellas y se identifi ca con s u historia. En cambio, el “tirano" es u n recién llegado. No es u na person a “sagrada"; se ha ad ueñ ado del poder, no lo ha re cibido. Y muy frec uentem ente pu do hacerlo con tra los miem bros de la nobleza, los portado res de esa tradición con la cu al el tir a no romp e, los miemb ros de los gene y del orden divino. El tirano se apoya en otros componentes del grupo y a menudo se granjea las s im patías del bajo pueblo que en cue ntra en el régimen “revo lucionarlo" así creado el medio de es ca pa r de la sujeción económi ca que s e le impone en u n a m on arqu ía de tipo aristocrático. De m ane ra q ue no es ab surd o reconocer que a veces la “tiranía* en trañ ab a cierta libertad. Asi lo m ue stra b asta nte clarame nte la his toria de Aten as du ran te el siglo vi a. de C.. la historia que conoce mos me nos m al gracias a Herodoto. a Aristóteles y algu nos otros. Todo el m und o sab e que an tes de Solón las diferencias entre las clases sociales eran m uy pro nun ciadas, que los m ás pobres (aquellos que p ara vivir ha bía n tenido que end eudarse) e ran prác ticamente y a m enud o jurídicam ente los esclavos de los ricos. Pa ra restable cer la libertad “económica". Solón hizo dec reta r la an u lación de las deud as, lo cua l evidentemente era u n acto de arbi trariedad respecto de los acreedores, u n a disminución de los de94
rechos de éstos. Vimos cómo un a situación análoga, alrededor de u n medio siglo despu és, encon trarla en Roma u n a solución dife rente. m ás política, m ás respetuosa de las form as jurídica s y del derecho de propiedad, con la creación de los tribu no s del pueblo. Como quiera que ello sea . la reforma de Solón tuv o efectos be néficos en lo tocan te a la libertad efectiva de ca da ciudad ano. En adelante, todos los ciud ada nos tuvieron el tiempo y los medios m ateriales pa ra pa rticip ar en la vida política pu es la condición de la libertad era el establecimiento de una igualdad que podíamos llam ar “m ínim a’*en tre todos los miembros de la polis. Ese era tam bién el medio de asegurar la supervivencia del Esta do, qu e eviden temente estaba amenazado por el empobrecimiento excesivo de un núm ero creciente de su s miembros. Aparentemente no todos los atenien ses que tenían derecho de ciudad anía se p reocupab an por ejercer su s dere chos. Esto e s lo que indica u n decre to del mis mo Solón que prevé que. en c aso de “discordia* en la c iudad (es de cir. de gue rra civil), aqu el de los ciudad ano s que n o tome las a r m as por un partido o po r el otro perderá su s derechos y no perte necerá ya a la polis. Ex trañ a prescripción qu e erige la polis en al go absoluto y emplea la coacción con quienes preferirían vivir tranquilos, por ejemplo, en s u s tierras y acom odarse al régimen político, cualq uie ra que fuera éste. Asi comenzaba la tiranía del demos. Como se ve. la “libertad" (si se la quiere identificar con la de mocracia) se trad uc irá e n los hecho s por un a coacción ejercida so bre los individuos. El Estado, cualesq uiera que fueren su s in sti tuciones. impone su ley a los particulares, no. como dice Aristó teles. pa ra q ue ca da individuo viva “bien", sino par a que la socie dad en s u co njun to su bsis ta. El individuo es tab a subord inado al grupo. Este obra ba como u n tirano insaciable y cua nto m ás “libre" se decía, tan to m ás tiránico era. No sin razó n Aristófanes repre sen ta al pueblo de Aten as como un señor autoritario, caprichoso, que interviene en todas las cuestiones y es fundam entalmente pa rásito. Las sociedades m ode rnas, ta n ad ictas (nos dicen) a la s li berta des individua les, no podrían com para rs e con la s ciu dades “libres* del m und o helénico en la s que los ciud ad an os e stab an es trechamente sometidos a la comunidad, de un a m ane ra que a ve ces no s parece e xtra ña y n os recue rda el “totalitarismo" propio de las sociedad es primitivas. P or ejemplo, en E sp ar ta la ley disponía que los hijos de los heraldos, de los tocado res de flau ta y de los co cineros he red ase n el oficio paterno. No podían e scoge r otro. E n la mayor pa rte de las ciuda des estab a prácticam ente prohibido to95
do cambio de la situació n establecida. Asi ocurría en la Lócrida. en Léucade. e n Corlnto. E n la s colonias establecidas en p aíses nuevos se asignab an lotes Iguales a los hab itantes de m anera que entre ellos no hu biera diferencia de fortun a, u n ideal que n atu ra l mente la realidad no tard ab a e n desmentir. Una de las principales dificultades que en con traban la s ciu dades griegas consistía precisamente en m anten er la igualdad en tre s u s ciudad anos, e n impedir que hub iera ricos (o m ás ricos), ba jo cuya depen dencia ca ería n fatalm en te los demás . E n el segun do libro de la Política. Aristóteles enumera los diversos procedi m ientos posibles pa ra obten er ese resultado: propiedad comú n de la tierra, uso com ún de los frutos de la tierra en tan to que la pro piedad co ntinuaría siendo priv ad a (aquí no podem os deja r de evo ca r el sueño de J . J . Rousseau q ue se regocijaba viendo a los tran se ún tes cosechando su s cerezas al pasar) o algún régimen mixto que uniera los dos sistemas. Sin d ud a estos corolarios de la liber tad, prese nta do s por el racionalism o del filósofo como la condición de la libertad, son en realidad vestigios de una época anterior, cuand o los grupo s primitivos de los que n acerían la s ciudad es no ha bían enco ntrado todavía su asiento definitivo y sólo podían su b sistir poniendo rigurosamente en com ún s u s recursos, que e ran siempre fortuitos. Pero es evidente que la evolución económica de las ciudades, una vez instaladas en un determinado territorio, produjo la diferenciación de la s funciones en virtu d de la creación de un artesana do, luego por obra de los intercambios con otras ciuda des, por el invento de la moned a, qu e fue la consecuen cia de tal intercambio; todo impedía que se reto m ara a u n estado social impuesto en el pasado po r la necesidad pero que en adelante ya no correspond ía a la realidad. El problema de los recurso s de que podía disp oner la comun i dad era ciertamente esencial si se pretend ía da r a los ciudad anos derechos iguales, e s decir, aseg ura r su “libertad" (colectiva y no in dividual. su autarqu ía). Er a me nester, como lo m ue stra el decre to de Solón al que nos hem os referido, que el ciudad ano no es tu viera ocupado en su s propios asu nto s h asta el punto de que los prefiriera a los asunto s de la ciudad . Esa era la exigencia de u n a democracia. Poco desp ués . Pisístrato seguiría un a política en ter a mente co ntraria, al hacerlo posible pa ra que los hom bres perm a necieran en s u s campos, con ventaja par a ellos, y no sintieran la tentación de acudir a la ciudad para inmiscuirse en los asun tos políticos. Como dice Aristóteles. Pisístrato “les daba la paz exterior y velaba por la tranq uilidad pública". Ese parece ha be r sido el se96
creto de Pisístrato. que d ur an te u na gra n p arte del siglo vi asegu ró la tran qu ilidad de A tenas y s u florecimiento espiritual. Y esto sólo fue posible porque su tiranía se ba sab a en la libertad de las personas. Verdad e s qu e su hijo Hipias no p udo pro seguir esa po lítica. La tiranía experimentó entonces una “desviación” que la transformó e n despotismo. Aparentemente la ca us a de ello fue la ab su rd a av en tura de Harmodlo y Arlstogitón. Con el advenimiento al poder de Aristides, u n cu arto de siglo despu és, s e tra tó de resolver lo que con tinuaba siendo el proble m a esencial de la polis . la armonía entre la s cuestiones comunes y los intereses particulares, med iante u n procedimiento entera mente contrario al que h ab ían empleado los tiranos. Era el año 47 8y los pe rsa s aca ba ban de s er definitivamente vencidos: en ese momento los aten iense s com enzaban a co sechar los frutos de su s esfuerzos gracias a las m ultas im pue stas a las ciud ade s que no los habían ayu dado y a las contribuciones de otras. Las m inas de pla ta del Laurión. que ha bían facilitado la cons trucc ión de u na flo ta y permitido la victoria de Salamina. acre cen taban los recursos del Estado , convertido en el m ás rico de toda Grecia. Se decidió en tonces alentar a los hab itantes de los campos p ara que fueran a instalarse en la ciudad, la que se esta ba rec onstruyend o entonces después de su doble destrucción. El tesoro publicóles sum inistra ría todo aquello de q ue tuvieran nec esidad pa ra vivir y an te todo el alimento. En cambio, esos hom bres serian soldados destinad os a asegurar la supremacía de Atenas en el exterior, o bien mon tarían guardia e n las fronteras, o también, según su edad, ejerce rían funciones públicas en las diversas adm inistraciones y en los tribunales. Asi qued aría a segu rado el dominio del pueblo sobre el poder. Este socialismo de Estado, que se estableció gradualmente, sólo podía du ra r si los recur sos de la polis contin ua ba n siendo su ficientes, e s decir, si el imperio perm anecía sólido. El gobierno de Atenas (ejercido entonces prácticamente por el Areópago) había tenido cuidado de red ucir a su dominación exterior tre s p un tos de apoyo claves: Quios. Lesbos y Samos. tr es “Estad os satélites" es cogidos par a s er los gu ard iane s del imperio. De m an era que la libertad interior y exterior de Atenas repo saba e n la sujeción de otros Estados. Es‘a era un a fatalidad a m e nudo reconocida por los historiadore s modernos: u n Estado ciu dad en el que los asun tos públicos estab an en las m ano s de todos los ciudadanos, en el que los tribunales o cupaba n u n número ca da vez mayor de juec es, en el que las asam blea s de todos se m ul97
aplicaban; p or lo tanto, semejante Estado debía con tar para a ten der a su vida material con toda u n a población servil. Por eso, se gú n dijimos, la noción m isma de polis sólo podía n ace r u n a vez ins tituida y sólidamente establecida la esclavitud y m ante ners e pr ác ticamente sólo si ese estado de cosa s se m anifestaba como vincu lado con el orden na tura l y fundado e n la razón. Sobre este pu n to, Aristóteles ap orta lo que a él le pa recen excelentes argum en tos y que evidentemente son los argu m entos que se repetían u n poco por to das p arte s y que el filósofo aju sta . Partien do d e la re alidad existente, que es la sociedad diferenciada —la polis de los siglos v y iv— y libre (autónoma, como estad o de derecho), Aristó teles com prueb a que la ejecución de todos los trab ajos indisp en sables para la vida (en especial la agricultura) exigen la intervención de “instrumentos humanos", elementos intermediarios entre el espíritu q ue concibe y la herr am ienta grac ias a la cu al se ejecuta. La lanzadera , dice Aristóteles, no teje po r si sola, las piedras no e n cuentran espontáneamente su lugar en la pared que se quiere constru ir. La función de los esclavos es com parable a la que cu m plen los miembros de nuestro cu erpo. Los esclavos Uenen alma, experimen tan sentimientos, de placer y de dolor, pero son inca pa ces de "razón". Pu eden percibir la razón pe ro con la condición de que un o se la m uestre. Además, les es “ventajoso" es tar someUdos a los hom bres libres, como ocurre con los animales domésticos que obedecen a los hom bres, pu es eso les vale el alimento y la se guridad. Pero, si existen " natu raleza s de esclavos", ¿síguese de ello que todos los homb res que son efectivamente esclavos poseen e sta n a turaleza? Sobre este pu nto el pen sam iento de Aristóteles vacila y carece de claridad. Sin du da y de conformidad co n la opinión co m ún de su tiempo, Aristóteles admite que existe un tipo físico del esclavo; rob usto, macizo y con la mirad a vuelta h acia el suelo, en tanto que el hombre libre se mantien e derecho y mira hacia el cie lo, mo rada de los dioses, lu gar de las aspirac iones infinitas, y se m uestra inapropiado para los trabajos groseros pero apto para la vida en la sociedad. Esclavos y hombres libres forman dos espe cies distintas de la human idad. Para ilu str ar esta concepción de Aristóteles no podemos dejar de evocar el cuadro de la sociedad que prese nta la comedia nueva precisam ente en el mom ento en que escribía Aristóteles y tamb ién u n poco despué s. En es a come dia, el personaje del esclavo, que ap arece obligadamente y desem peña u n im portante papel en las intrigas, exhibe u n a ap ariencia física estereotipada . Se distingue n o sólo por la expresión grose98
ra d e su rostro, al que la m ásca ra flja de m ane ra c aricaturesca, co mo lo hace a simismo el color de s u s cabellos, sino p or la amp litud de s u s hom bros que d enota vigor físico y por un modo (¡servil!) de inclinarse hacia adelante p ara recibir las órdenes del amo y ha la ga r a éste. Bien se ve. pues, que Aristóteles no hace sino retoma r ideas mu y difundidas en lo tocante a los homb res que son escla vos “por natu rale za ”. Es as ide as perm itían a los hom bres libres de las ciudades griegas acallar su s escrúpulos de conciencia c u an do és ta (muy de vez en c uan do, tal vez) se ponía a interrogarse so bre la legitim idad de la esclavitud. Pero tam bién se hab ían imaginado otras soluciones para es te problema. Por ejemplo, como todos reconocían que los bár b a ros (los pueblos del Asia y los de los países que se extendían por las estepas de más allá del Danubio) estaban sometidos a reyes despóticos, se llegaba a la conclusión de que esos pue blos no h a bía n nacido para la libertad, a diferencia de los griegos. De ahí aquel verso bien conocido en el que E urípides a firmab a que el grie go tenía el derecho de m an da r al bárba ro p uesto que el griego no consen tía ni hab ía consentido en el pasado en adm itir u n amo. Y esto era cierto tan to en la n a ci ón —lo que legitimaba la gu erra de Troya, es to es, la victoria de los griegos sobre los pu eblo s de Asia— como en la vida cotidiana y privada. En esta concepción muy di fundida alreded or del m ar Egeo se explicaba la superiorid ad de los griegos por su facultad de prever, por el vigor de su razón, de la cual se pensaba que ejercía en el interior de cada individuo una especie de m ona rquía que do m inaba la s pasione s y el cuerpo. Asi mismo. si era cierto qu e la razón era en el hombre el “principio rec tor", el griego tenía por su naturaleza el derecho de ser amo y señor. En el M enexeno de Platón podemos leer otra argum entación un poco diferente: todos los atenienses, según se dice, h an nac i do de u n a m isma m adre que e s la tierra del Atica. E sta identidad de origen, esta “fraternidad", si se quiere, implica que todos los atenienses deben ser iguales ante la ley, es decir, poseer la mis ma condición jurídica y los mismo s derechos, de s uer te que no puede concebirse que unos sea n am os y los otros esclavos. La úni ca diferencia que pued e establecerse entre ellos corresponde al or den de la virtud y de la sabiduría, lo cual su pone evidentemente (puesto que la com unidad no podría su bs istir ma terialmente sin un a clase de tra ba jad ore s serviles) qu e se rá nece sario (y legítimo) sojuzgar a hombres llegados de otros países. No tod os los griegos acepta ban c ie rtam ente e sta teoría. Algu99
no s filósofos, y quizás el propio Platón, e stim ab an que la división de la hu m anida d en am os y esclavos se debia. no a u n hecho de la natur aleza , sino a u na institución y a la costum bre. Todo se reduela a hacer u n bu en uso de lo que se m anifestaba conio un a n ecesidad ineluctable y, an te todo, a establece r sólidas ba rre ras en tre el mundo de los esclavos y el m undo de los hom bres libres. Naturalmente las manumisiones (a diferencia de lo que habría de ocurrir en Roma) eran excepcionales, apenas concebibles. Pero, por otro lado, había que evitar que los ciu dadanos se rebajasen . Una ley imaginada por Platón (por lo dem ás, sólo teórica) preveía que en la república ideal u n hom bre libre no podría se r ni comerciante al por menor ni mercader importador. Esos menesteres qued arían en m ano s de los extranjeros y de los metecos. Y d ur an te toda la a ntigüedad se mantuvo esta diferencia en tre las “actividades liberales*, las ú nic as digna s de u n ho mb re libre, y las ocu pacione s serviles, es decir, la oposición entr e funciones que corresponden a l cuerpo y funciones que correspon den a l espíritu, las funciones m ás elevadas y m ás nobles. Una vez admitida y justific ad a de alg ún modo la institución de la esclavitud y con ella la división de la hu m an ida d que oponía u n núm ero pequeño de homb res libres a la m as a indefinida de los esclavos. convenía elabor ar un a “ciencia del mando", p uesto que el privilegio reconocido al hom bre libre consistía en s aber utilizar “el principio rector" que m ora ba en él. esto es. su razón. Esa era la concepción socr ática (de la cual tenem os ecos en la s obra s de Platón y también e n El económ ico de Jenofonte). Pa rtiendo de dicha concepción se elaboró la teoría platónica de la repúb lica, esa u to pia de la qu e c abe d udar que su propio a u to r la haya creído aplicable, pero que pone de manifiesto claram ente las dificultades inherentes a la polis griega. Si, en efecto, se pre tende que en la vida política todo sea reglado de m an era perfecta —como un a con strucc ión geométrica en la que triu nfan lo inteligible y la razón—, ha y que preverlo todo desde mucho tiempo atrás, es menester que cada uno esté prep arado pétra cumplir la misión que se le asigne cuando le llegue el momento de cum plirla. El conjunto será e ntonces un a especie de máquina de engranajes dispuestos con precisión. A ese precio —la su bord inación de c ada individuo a este im placable m ecanismo— quedará asegurada la “felicidad" de todos, una felicidad "prefabricada”, impu esta a los ciud ada no s desde el exterior y que nad a tiene que ver con la felicidad que da el sentim iento de la p ro pia libertad. 100
La organización política de Platón lleva a su pun to extrem o el despotismo de hecho en que se apoyaba la democracia griega y que, e n realidad, era s u inconfesable reverso. Al despotism o que pesaba sobre los miembros q ue no eran ciu dadanos —sin habla r siquiera de la sujeción total en que se enc on trab an losesclavos—, sobre los meteco s en Atenas, sobre los hilotas y los perlecos en E s p arta y sobre diferentes parte s de la población de otros lu gares, a la presión fiscal ejercida sobre los “aliados” de Atenas, para pro veer al socialismo de Estado los rec ur so s indispen sables al funcio namiento de la “democracia”, se agrega en Platón la compulsión de un a planificación intern a s in fan tasía ni piedad, y aquí puede med irse la im potencia de la razón y de las ideologías elaborad as a prior! cua ndo se intenta a plicarlas a sociedades reales. En e sa república de geómetras son negados los sentimientos má s n atu rales, no sólo “legítimos” sino irreprim ibles. L as m uje res s on co m un es a todos, los hijos ya no conocen ni al padre ni a la madre, lo cual en la realidad provoca, como se sabe hoy. una verdadera m utilación en el ser de los niños. E n virtud de tales medios Platón inten ta a rra n ca r del corazón de los ciuda dan os todo aquello que pueda hacer nacer las pasiones y obtener que reine sin reserv as la función racional del espíritu c oncebida de m ane ra m uy res tric tiva. Cabe du da r de que alguien en el curso de la s edades y ha s ta e n la Grecia del siglo iv haya pen sado algu na vez que le g u sta ría vivir en sem ejante ciudad . E n definitiva, la tira nía de Dionisio de Sira cu sa debía p arecer preferible: si el Estado en su conjun to era “esclavo” del tirano, po r lo men os cad a individuo ten ia la liber tad (si no se inm iscuía e n los negocios públicos) de llevar u n a vi da d e conformidad con las exigencias de la naturaleza. En tre otra s cau sa s, la teoría platónica de la república surgió evidentemente de un a reflexión sobre los sinsabo res qu e los ate niense s ha bía n experimentado d ura nte el último tercio del siglo v. cuan do la política del “señ or Demos” los había a rra stra do a un a serie de aven turas gu erreras de stinadas en principio a h acer que los aliados cum plieran s u deb er y a oponerse a otro imperialismo, el de E spa rta. Se hab ía hech o manifiesto que el poder ya no debía dejarse a merced de los caprichos de la asamblea y de los raptos pasionale s provocado s por alg ún háb il orador. Si Atenas había descubierto, al principio encantada, el prestigio de la retórica y aplaudido a Gorglas, no había tarda do en experimentar su s incon venientes. La “libertad", que quería que cada ciudadano tuviera derecho a ha cer u so de la pa labr a (la ísegoria), hacía posibles to dos los desatin ado s excesos. Es te era un peligro que Herodoto, se1 0 1
gú n lo hemos recordad* . había señalado otrora al referirse a la m anera en que Aristágoras hab ía engañado a los atenienses y los había arra stra do a la ave ntura de las gue rra s médicas. Evidente* me nte aprem iaba introd ucir alguna razón en la vida política, ha* cer qu e “el principio rector’ volviera a o cu pa r el lug ar qu e le corres pondía. Pero, ¿podía ha cers e sem ejante co sa si se re speta ba el de recho. considerado sagrado, a la “libertad de palab ra" y a la igual dad de condición jurídica? En otras p alabras , ¿ era inevitable es coger entre la razón y la libertad? La prim era solución, inte nta da p or los atenien ses en los últi mos año s del siglo v, es decir, el establecim iento de u n régimen oli gárquico no hab ía sido afortunada. La ciudad hab ía quedado d es garra da sin beneficio real pa ra nadie. Se hab ía au m entado el n ú mero de los ciudad anos pasivos al restringirles s u s derechos cívi cos. pero el principio mismo en qu e se ba sab a la polis no hab ía cambiado. ¿Tend rían m ás razón cinco mil ciudad ano s que varias decena s de millares? ¿Tendrían m ás razón cua trocientos o trein ta ciud adanos? Se comprobó entonces que cuanto m ás disminuía el núm ero de ciud adan os activos, m ás a um en tab a el de los críme ne s y de las exacciones y men or era la libertad de la s person as. Cuando en el año 403 se restableció la democracia, Atenas, hum illada y privada de su imperio, volvió a e nc on trar su s in stitu ciones de an tes, pero ya no encontró los recurso s que otrora a se guraban su funcionamiento. Hubo, pues, que intentar reconsti tuir de un a m anera u otra un a liga cuyos miembros deberían apor ta r su contribución , elemento esencial del sistema. La política de Es pa rta, q ue h ab ía salido victoriosa de la gue rra, facilitó est a r e cuperación . La ciud ade s hab ía vuelto a s er "libres", pu esto que ya no pagab an tributo a Atenas, pero el imperialismo de E sparta, que hab ía reemplazado al de Atenas, no era m ás liviano que éste y a l gun os año s después fue bastan te fácil agru par en u n nuevo im perio a to dos aq uello s Esta dos que esta ban desconte nto s con el nuevo régimen. E stab an d ad as las condiciones para que Atenas recobrara su autonom ía y al mismo tiempo su régimen demo crá tico, e s decir, lo que se llam aba su “libertad”. Y ad em ás es taba la heren cia del prestigio adquirido por Atena s desde hacia u n siglo. Si bien otros griegos no sop ortab an s in irritación el orgullo de un a ciudad que se sab ía —y sobre todo se sentía— sup erior por la h a bilidad de s u s artista s, el ta le nto de s u s poetas, lo cierto e ra que esa su perioridad no podía negarse. H abía que reconocerla de buen grado o de m al grado. Ni los esp arta no s ni los teb an os po dían glo riarse de esta ventaja. Por todas e sta s razones, la demo cracia ate102
nlense no se conten taba ta n sólo con ad m inistrar el territorio pro pio de la polis sino que intentab a intervenir en los asun tos de s us aliados. Orgullo nacional y necesidades financieras se conjuga ba n p ara hacer inevitable la pro se cució n de u n a política sem eja nte a la de antes. Las contribuciones de los aliados (sin embargo meno s pesa das que en el pasado) perm itían pa gar a los ciud ada no s su salario sin el cu al no p odían (o no querían) u s a r de s u s de recho s cívicos. Una indem nización que llegaba a tre s óbolos (tres veces 0.73 g de plata) recompensaba a quienes asistían a las sesiones de la asamblea [Ekklesiai, el órgano cen tral del gobierno. Análogamente ocu rría (con cifras variables) e n el caso de los Juec es, es decir, los ciud adan os designados para formar parte de los tribunales. Los tribu nales e ran un engranaje esencial del sistema y co nstituían la gara ntía esencial de la “libertad”, pu esto qu e todo ciud ada no que se consideraba lesionado por la decisión de un magistrado podía ape lar al tribuna l com pues to de su s Iguales. ¡Y esto ocurría de sde los tiempos de Solón!: de m an era que e n Aten as los tribu nale s cum plían u na función análoga a la de los tribun os de la plebe en Roma. En la democracia ateniense a si recupera da, de spu és de la ex pulsió n de los oligarcas im puesto s por Esparta , pareció ne cesario (como suele ocurrir en u n Estado que aca ba de p as ar por un período difícil) h ace r que la ciudad no d ud ara m ás de si m isma y se pers uadie ra de que no había perdido su esp íritu de a nta ño, el es píritu de los tiem pos oficialmente afortunados. No pasó . pues, m ucho tiempo sin que los atenienses se tom aran con Sócrates. Sóc rates, en efecto, por si solo personificaba la duda . Era la dud a m isma. E ntre otros discursos, en tre aquellos de tem as que era n familiares y que Sóc rates pronu nciab a an te cualquiera, figurab a la crítica de la política segu ida po r la democracia a nt es de la derrota. Esa política que se h ab ía revelado de sas tros a (esto era algo que no ha bía que decir) era ostensiblem ente, decía Sóc rates, el resultado de u na serie de errores cometidos por hom bres que ha bían provocado las decisiones del pueblo, decisiones fatales p ara la ciudad. Aquellos hom bres no h ab ían sab ido reconocer con signos se gu ros la verdad y el bien. H abían perm anecido prisioneros de lo irracional. Y Sóc rates denu nciab a a los sofistas por su arte de la ilusión, que en todo s los tiem pos fue u n m edio vigoroso pa ra a se gu ra r el éxito de un a política. Impelido po r u n a ne cesidad in terio r—la palabra de u n oráculo que lo había declarado el m ás s a bio de los m ortales o ta m bié n la s ensació n de oír la voz de s u “de103
monto*— Sócrates se empeñó e n m os trar a todo s que la verdad y lo útil no pueden s epara rse y que los hom bres de Estado no pue den su str ae rse a esa ley. Uno de los primeros diálogos de Platón, el que se h a dado en llamar El prim er Alcibiade s y que parece re flejar todav ía con fidelidad el pensam iento de Sócrates, expone el problema de u n a m anera pa rtic ula rm ente cla ra. Alcibiades ha bía sido u no de los jóvenes amigos de Sócrates. En la opinión popu lar s u s no m bres e sta ba n ligados. Ahora bien, el ‘hernioso Alcibíades* hab ía arrastrado a la ciudad a aven turas particularmente de sas tros as. Cuan do Platón escribió este diálogo. Alcibiades ya había m uerto victima de su loca ambición. Ahora resu ltaba Impor tante m os trar que las lecciones de Sócrates hab ían in tentado (va namente) hacerle se nt ar cabeza. ponerlo en guard ia contra si mis mo. co ntra su inse nsatez y su s su eñ os y. por otro lado, sugerir que la verda dera responsab ilidad de todos aquellos males recaía en la democracia que no h abía sabido desco nfiar de u n m al guía. NI la de sm esu ra instintiva de u n Alcibiades, ni el cinism o de Cálleles, interlocutor de Sócrates en el Corgias, ni la mala fe de Polo, su compañero, podian prevalecer contra la tesis obstinadamente sosten ida por Sócrates de que la jus ticia debe se r el principio de toda acción política y de que cualq uier otra co nd ucta desemboca fatalmente e n u na catástrofe. Sem ejantes razones, de las que los diálogos “socráticos" de Platón n os tra en los ecos, no pod ian pe r m ane cer sin castigo en aquella democracia restablecida. El hom bre que se encargó de re ducir a Sócra tes al silencio fue u n perso naje del que podemos entrever su trayectoria, u n tal Anito. elegi do estratego en la época de la oligarquía y acu sad o luego por no hab er sabido evitar un a derrota. Según se decía hab ía salido del mal paso corrompiendo a los jue ce s del tribu nal an te el cua l ha bía tenido que comparecer. Tal vez h aya sido él el primero (a un que esto pa rece poco creíble) en e ntreg arse a sem ejan tes manejos. Ningún régimen político puede d u ra r m ucho sin conocer ta le s prá cticas. Como qu ie ra que sea. Anito s e pasó e n seguida al p ar tido de los dem ócratas y combatió a s u s an tiguo s amigos. Además, en la nuev a dem ocracia había llegado a se r poderoso, como lo son a veces los traidores en medio de aquellos a quienes se h an ven dido. Tal era el hombre que a cus ó a Sóc rates de “corromper a la juventu d", de aparta rla de la s san a s tradic io nes religiosas y mo rales de la polis. Al distinguirse p or lo que hoy podríamos llamar un acto de de puración pú blica en lo toca nte a Só crates. Anito lo graba ha cer olvidar m ás fácilmente los turbio s años de su pa sa do. Y luego, resultab a ten tado r ata ca r a u n hombre que por su vi 104
da. por su s p alab rasy d iscursos, por su ejemplo, se colocaba ap ar te de los dem ás y oponía lo que él llamaba su “ciencia” —su ún i ca ciencia, la du da— a las id eas de todo el mu ndo. ¿Tenia la de mocracia nece sidad de sem ejante personaje qu e ridiculizaba el “sentido com ún” general? ¿Q ué h abía qu e es pe rar de semejante espíritu? R azonar como él lo hacia, pa sa r por u n cedazo los dog m as m ás ciertos, ¿no era Incu rrir en el crimen de aristocracia? Por lo demás, el mismo Sócrates se declara culpable de este cargo cuando en la Apología que le pre sta Platón declara q ue los jóvenes que lo rod eab an espo ntáne am ente era n hijos de familias ricas. Só cra tes fue condenado. En adelante, la “libertad" democrática te n dría la conciencia tranquila. De m anera que Sócrates murió, pero las tesis que sostenía m arca ron el comienzo de u n a n uev a “libertad". S u m uerte, la fir meza con que sostuvo, al sacrificarse, el cará cter sagrado de las leyes, por in justa s qu e és ta s fuesen, apo rtaron la revelación de que e ra posible ser “Ubre” a u n frente a tiran os dese ncad enad os, ya se tra tar a de un tirano único, como aquel Falarls que en Sici lia arrojaba hom bres dentro del cuerpo de bronce de u n toro ca lentado al rojo vivo, ya se tr at ar a de un tr ibu na l compu esto de ciu dadanos “libres". Una fórm ula u n poco ga stad a dice que Sóc rates ‘llevó la filo sofía desde el cielo a la tierra ”. Podría decirse tam bién que llevó la libertad desde la plaza púbUca al interior de la s alm as. Y és a fue u n a innovación de Infinitas consecuen cias ha sta en la esfera m is m a de lo político. P ues la Ubertad ya no estab a e n las cosa s sino que se convertía en un a actitud del ser. en un bien propio del hom bre. ya no e ra u n privilegio qu e h abía que defender con la s a rm as en la mano, sino que era u n sentimiento que hab ía que proteger en lo m ás intimo de un o mismo. ¡Y au n entonces la libertad con tinua ba siendo, m ás estrecham ente que nunc a. Inseparable de la muerte! E sta revolución espiritual se produjo de m ane ra g radual y la ejemp lar lección de Sóc rates n o fue Inm ediatamen te oída. P latón, como vimos, contin úa concibiendo la libertad como algo propio de la polis y. e n la República por lo men os, se preo cup a poco de la li berta d de la s "personas". Pero otros discípulos de Sócrates, m ás lejanos, sac aro n o tras lecciones de su “pasión". El primero, Antistenes, el m ás antiguo de los cínicos, se sintió tenta do por aquella negativa a admitir los imperativos de la opinión pública y las re glas ya he cha s, negativa que h abía caracterizado to da la vida de Sócrates. Yya desde el comienzo los cínicos llevaron al extremo su 105
necesidad de libertad. Se dij eron hom bres libres porque b ebían en el hueco de su m ano y considerab an superfluo utilizar un a copa, se decían libres porque simulaban no experimentar ningún respeto por todo lo que las m uchedu m bres honraban. Bien pronto se los llamó “perros*, porque no ten ían nin gú n pu dor, porque se Jacta b an de no poseer nin gún bien y ni siquiera to m aban seriam ente su s propios placeres. No creían en la intervención de las divinidades en los asu n tos hu m ano s y se co nsiderab an “libres”, en este sentido, estiman do q ue el hecho de conformar la con du cta de uno a los valores de la opinión general es una esclavitud. Todos los hombres son esclavos. ¡Sólo el “sabio" es libre! Estas ideas o, mejor dicho, estas fórmulas voluntariamente provocativas s erán r eto m adas poster iorm ente, pero co n otro sen tido y con m ayor profun didad, po r los filósofos de los siglos siguientes. El cinismo de Antístenes. con s u s tesis radicales y su s ju icio s sum arlo s, p ued e c onsid era rse como la caric atura del p ensamiento socrático del cual aquél ha bía surgido, pero por su b ru talidad m isma, e s revelador del estado de espíritu que tendía a difund irse en los últimos a ño s del siglo v y en la prim era mita d del siglo iv. An tístenes sólo predicab a la afirmació n del individuo por sí mismo. Las coacciones y obligaciones sociales (¿o sobre todo ellas?), ha sta las de democracia, le pa recían insop ortables. Tam bién le eran in so portables los víncu los m ás natu rales del hom bre, especialmente los de la familia. Y aqu í enc on tram os u n a curio sa convergencia con las ideas de Platón. Lo mismo q ue el au to r de la República, A ntístenes quería que la ciudad fu tura con la que él soñab a prac ticara la comunidad de las m ujeres y el aband ono de los hijos. Puede un o entonces preg un tarse qué suced ería con la rep ú blica. Pero este sue ño provocativo, sugerido p or la ense ña nza d e Sócrates , se opone directam ente a la s teorías políticas de Platón que (aparte de lo que se refiere a la célula familiar) reforzab an las es tru ctu ras de la sociedad, las hacían enteramente compulsivas y suprim ían la libertad de las personas. Se dirá que en la república de Platón la libertad s ub siste en la conciencia de los ciud ada nos, pero se tra ta d e u n a libertad dirigida, no de un a libre elección entre posibles opciones —sin h ab lar de la con du cta que está im puesta p or la disciplina com ún—, p u es se t ra ta solam ente de la li berta d q ue se puede reco nocer a u n “b u en espíritu*, la libertad de descu brir, p or debajo de la con du cta de los sabios, los valores de la razón y de la verdad. En el fondo se perfila tam bié n la máxim a socrática según la cual “nadie es malo voluntariamente". Basta 106
con disc ern ir el bien p ara que uno desee a ju sta rse a él. Y los filósofos están presentes para m ostrar a los hombres el buen camino, pue s u n e spíritu ilustrado, instruido según u n sabio método, no podría en gañ arse sobre la na turale za del bien. Y Platón (lo m ismo que Sócrates) pie nsa q ue existe u na ciencia, u n conocimiento seguro de los verdade ros valores al que se pue de llegar gracias a una dialéctica bien orientada. Algunas generaciones después, los e stoicos lla m ará n in sensato (cwppcúv) o se r sin valor (
Ciro el Grande. En el centro de ese reino ideal, Jenofonte, cosa in concebible u n siglo ante s, coloca un a “plaza de la libe rtad ”. La li berta d ya no era incompatible con la monarq uía. A Isócrates le correspondió ex presar del modo m ás claro esta evolución del concepto de libertad. Su “exhortación a Nicocles". com puesta alrededor del año 375. prese nta u na verd adera apolo gía del poder “tiránico ”, del poder de u n “tiran o”, en s u sen tido ori ginal. e s decir, u n m onarca que debe su poder a u na revolución de palacio; en este caso una revo lución qu e puso en el tro no de Salam ina de Chipre a Evágoras. pa dre de Nicocles; de él Isócrates nos ha dejado también un notable elogio. Evágoras merecía bien la simpatía de los atenienses pues los había ayudado en su lucha co ntra los lacedemonlos. En aqu ella ocasión se hab ía op uesto al Gran Rey y luego hab ía entrado en guerra con tra él. de ma ner a que podía decirse, como lo hace Is ócrates. que h abía co mbatido “po r la libertad". E n ese m omen to verda deram ente la “libertad" no era otra cosa que el éxito de las arm as atenien ses. Pero Evágoras tu vo también otros méritos; "El. de simple particular, se habia hecho tirano; restableció a su gen te. expulsada otrora de la vida política, en los honores que le perte necían; de sus conciudadanos que eran bárbaros hizo verdaderos griegos, de hombres afeminados hizo verdaderos soldados, de un pueblo oscuro, un pueblo renombrado y civilizó y dulcificó las cos tumbres del país que había recibido Insociable y salvaje'. Su hijo Nicocles ten drá asimism o gr an de s méritos o po r lo me nos los tend rá si escu cha y pone en práctica los consejos qu e le da Isócrates. El modelo que le propone el orad or es el que p odía de ducirse de las e nse ña nza s de los filósofos; el “bu en rey” no ten dr á otra preocupación que el bien de su pueblo. De m an era que p rac ticará tod as las virtudes hum an as y. como dispone del poder ab soluto. le será posible evitar todos los peligros que a cec ha n a las otr as form as de gobierno: la discordia en las dem ocracias, los ex cesos de po der y las injus ticias en l as oligarquías. Ese rey debe rá s ab er ro dearse de amigos p ar a com partir con ellos el ejercicio cotidiano del poder y deberá tener la habilidad de distinguir a aquellos que le son m ás adictos. Y. sobre todo, dejará a la s “per so nas q ue piensen bien" la libertad de ha blar, esa parrhesía que era considerada como la característica de u n régimen democráti co. De ma ner a que Is ócrates contempla la posibilidad, en el caso del esta do e n el cual reina Nicocles. Salamina de Chipre, de u na especie de “m onarq uía ilustrad a” en la que el rey se gua rda rá de hacer cualquier cosa que pu eda lesionar a s u s súbditos. Si respe108
ta escrupulosam ente la libertad de éstos, él mismo no ha de ser esclavo de su s propias pasiones, no h a de bu sca r ante todo su pro pio pla cer sino q ue debe alcanzar la mejor reputa ció n posible en la opinión de todo el m un do . Asi hab laba u n ‘sofista” ateniense oriundo de la patria de los tirano ctone s y de Demóstenes. Pero este elogio de la m ona rquía pre sen ta ade m ás otro aspec to. El perfecto rey que se rá Nicocles. si sigue los consejos de Isócrates. se e mp eñará fervientemente en desarrollar en s u reino la cu ltura helénica en s u s form as m ás elevadas, y especialmente la elocuencia y el estudio de la sabidu ría. Aquí ya se en cu en tra e s bozado u n ideal que h ab rá de perpetu arse a tr avés de los siglos. La victoria (deseada por Isóc rates en m uch os otros discursos) de los griegos sobre los pe rsa s tom a asi la forma de u n a acción civilizadora. la creación de E stado s en los que triunfen las costum bres y los valores del helenismo, y ese triunfo no ha brá de alcanz arse por la s arm as, sin o q ue será el fruto de la aquiesc en cia de tod os. Reconócense aquí los caracteres esenciales que habían sido los de la reflexión política e n la forma que és ta tuvo e n la ge ner ación an ter io r la subordinación de la acción a la ciencia del bien y de la verdad, una subordinación tan to m ás fácil de alcanzar pue s ha brá sido realizada primero en el alm a de u n rey. Es a era la esperan za en la que se complacía Isócrates en el mom ento mismo en que en Macedonia se prep araba el imperio que sería primero de Filipoy luego de Alejandro, imperio que a seg ura ría el triunfo de la “libertad" helénica sobre el “despotismo" persa. iVerdad era que primero h ab ía que v encer a los Esta do s “libres" de Grecia, y luego som eterlos a u n régimen que los colocaría bajo la depend encia estrech a del rey de Macedonia! De u n a m ane ra evide ntem ente pa radójica, fue por la “esclavitud" de eso s Esta dos cómo la “libertad" pudo difund irse po r todo el Orlente, y el com bate librado por Demóstenes pa ra d espe rtar en los ciudadano s de Aten as el recuerdo de las victorias de a ntañ o que él consideraba exaltador fracasó a pes ar de toda la elocuencia de Demóstenes. El milagro de Maratón y el milagro de Salam ina n o se renova ron. ¿Se debía ello a que entre las fuerzas en pugna había u na desproporción demasiado grande? ¿F ue exclusivamente m ilitar la ca us a del fracaso? Es licito pe nsa r en o tras caucas, m ás profunda s y de orden esp iritual, p ar a ex plicar la victoria de Macedonia. Los discursos de Isócrates nos mostraron que en el pensamien to de los griegos y especialm ente e ntre los atenie ns es de ese tiempo existía un a simp atía real por la monarquía. ¿Era un ren aciente recuerd o de los tiemp os de Pisistrato? ¿C ansa ncio y lasitud 109
desp ués de tanto s año s decepcionantes de democracia? ¿Refle xión provocada p or los filósofos sobre las condiciones de u n “b u en gobierno" que sólo podían da rse en el espíritu y el alma de u n s a bio? ¿P or qué el sab io no habría de ser u n rey? Estos eran m oti vos que sin d ud a im pulsaron a los simpatizantes de los macedonlos a acep tar como inevitable (si no ya a desear) que los reyes del norte realizaran la un idad del helenismo y creara n las condiciones neces arias p ara q ue éste pu diera sobrevivir y extenderse. Es posible, y en alto grado probable, que los "mulos cargado s de oro” introducidos en las ciu dad es y las plazas fuertes p or los macedonlos y la compra de las conciencias hay an contribuid o no poco a conciliarios e n todas p arte s con los esta dis ta s griegos. Pe ro no habrá que olvidar que cuatro años antes de Queronea, Filipo había llamado a su corte a un filósofo. Aristóteles, para que fuera el preceptor de su hijo Alejandro. Lo cual armo nizaba m a ravillosamente bien con el espíritu de la época, con ese deseo qu e percibimos en Sócrates de hacer que los filósofos o, m ás g ener al mente, la filosofía aconsejen a los reyes. Platón lo había intenta do, tal vez desm añad am ente, en Sicilia y había fracasado, pro ba blemente po rque su pensa m ie nto no era suficien temen te flexible sino que era dem asiado teórico y cau sa ba miedo. Una generación despu és y en el mom ento en que los E stado s ciudades griegos que daban englobados dentro de u na entidad política m ás vasta den tro de la cua l era n vecinos de los pue blos y las ciu dad es del Asia, fue a los filósofos a q uien es se les pidió que cr ear an las condicio nes espirituales de esa inmensa com unidad que será el m und o h e lenístico. Paradójicamente, fue en las monarquías nacidas de la fragmentación del imperio de Alejandro donde se realizaron y for m ularo n las leyes de u na nuev a libertad. El antiguo Estado ciudad, a mediados de ese siglo iv a. de nu estra era, ya no se adaptaba al m und o que se estaba forman do alrededor de él. P resa de su s contradicciones, de su aspiración teórica a la libertad y de las coacciones de hecho sin la s cuales di ch a organización política no po día vivir (dominación en el exterior sobre u n imperio que se le escapab a, la esclavitud) la ciudad de mo crática del siglo de Pericles vio cómo se estrec hab a su horizon te y debió resignarse a am biciones m ás m odestas. Tuvo que h ace r lo así no sin lamentarlo y resistirse, como nos lo atestiguan los dis curso s de Demóstenes y de Esquines. Aun despu és de las victo rias d e Filipoy de Alejandro, el estado ciud ad experimentó conv ul siones y luch as desesp eradas, de la s cuales la última fue la gue rra de Cremónides, reflejo de un a ju ve ntu d q ue vivía aú n de los 110
viejos mitos. Pero ya u n siglo ante s, de sp ué s del régimen oligárquico establecido en la ciudad por un filósofo. discípulo de Aristóteles. Demetrio de Falero, con la protección del rey de Macedonla, C asandro, el pueb lo.atenlense. e n el fondo de sí m ismo, habia renu nciado a conservar un a autonom ía, au n relativa, y h ab ia aclamad o al Joven rey Demetrio Poliorcetes, a quien ho nró como a u n dios. Con el fin de la am ena za p ersa y la extensión del helenismo a la mayor parte del mundo asiático —hasta la India y hasta las pu ertas del Asia Central y h asta las orillas del Golfo Pérsico— desap arec ió un o de los dos “polos" de la libertad . El helenism o triu n faba en tod as p artes. En cu anto a la libertad interior, ésta ya no constituía una reivindicación importante. Los ciudadanos la poseían en su vida cotidiana más cabalmente que nunca. ¿Habia m uc ho s que a med iados del siglo m sen tían nostalgia por la época en qu e pa rticipab an e n el gobierno de la ciudad ? ¿O nostalgia por u n régim en en el que , si uno se distinguía por a lgún mérito particula r corría el riesgo de ser castigad o c on el ostra cism o? La gran m ayoría, bien puede creerse, se conten taba con com probar que los gran de s mom entos de la ciuda d, la s fiestas religiosas, las panate neas, con su proce sión solemne, las dlonlsíaca s, durante las cua les todo el pueblo se reun ia en el teatro del dios, continu a b a n Jalonando el ciclo del añ o. Además, otras sa tisfacciones se ofrecían al patriotismo: el esplen dor artístico e intelec tual de Atena s era mayor que nu nca y se multiplicaban las escuelas abierta s por los filósofos y los rétores a las que acu dia gente del m un do entero. La libertad de p en sa r (dentro de los limites ba stan te am plios fijados por la religión tradicional), la libertad de habla r, de enseñ ar, de crear obras de a rte reemplazaba a las otra s libertades que la gente olvidaba de buen a gana pu esto que an tes hab ian pesado m ucho sobre los ciudadano s y habían impuesto a la sociedad tan du ras pruebas.
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La conquista heroica Cua ndo comienza lo que h em os llamado la era helenística, d u ran te la cual, como se sab e, el helenismo se extiende a inm ens as regiones, al Asia y a Egipto para en contra r nue va s fuerzas en Si cilia y en Italia meridional (donde ya estab a implantado desde m u cho tiempo atrás) y cu ando ese m und o griego o convertido en grie go está sometido a reyes, la idea de libertad perdió muc ho de su eficacia sobre los espíritus. Quizá menos por razones políticas —hubo poca resistencia, según lo hemos recordado, a la domina ción de los suce sore s de Alejandro sobre las c iudade s y en Sicilia a la dom inación de los tiran os, a lguno s de los cuale s se convirtie ron en “reyes"— que p or cau sa s m ás profundas: la lasitud provo cad a p or la crisis del siglo ivy, sobre todo, u n c ambio en la m ane ra de concebir esta libertad, en la manera de separarla de las instituciones del Estado para hacer de ella un privilegio del ser interior. Sobre este pa rticu lar hem os recordado cu ál fue el papel de Só cra tes cuyo nom bre con tinuó siendo símbolo de esta “liberación" de los espíritus. También dijimos que esa tarea fue continuada, fue prolongada po r la “prédica" de Antístenes y de los cínicos. Si bien los cínicos exaltaban y ponían en prá ctica de m anera provo cativa la liberación integral del individuo —en la co nd ucta cotidia na y no solamente en el espíritu— al repudiar los tradicionales constreñimientos que p esab an sobre los ciudada nos de las ciuda des “libres" de antes, constituían un movimiento bastante mar ginal, por más que d espe rtaran la curiosidad y atrajeran a algu nos discípulos. Se re latab an con gusto anéc do tas sobre el com portam iento excéntrico de u n Diógenes y ta m bié n s e las inventa ba, como ese célebre diálogo co n Alejandro c uando é ste, según se decía, le preguntó si des eaba algo que pu diera concederle el amo del mu ndo y cuand o Diógenes tan sólo le rogó que se ap artar a un poco para poder recibir él la luz del sol. También era Diógenes quien en traba en el teatro cua ndo todo el m un do salía de él y hen113
día la m ultitud a c ontraman o, sin decir natu ralm ente a nadie lo que iba a ha cer e n el teatro vacio. Todo esto tiene sobre todo u n valor de síntom a y no fue cau sa de esta gran transformación de la libertad. Y Diógenes el cínico no fue el único rep res en tan te de este in dividualismo integral, a u n fu era de las escuelas. Se nos impone otro nombre importante, el de Estilpón de Megara que dio a Demetrio Poliorcetes, vencedor de su pa tria, u n a re sp ue sta a n á loga a la que diera Diógenes a Alejandro, o que se le atribuyó. Cuan do Demetrio, que ha bía d estruido Megara. le pregun tó si h a bía perdido algo en la catástro fe. Estilpó n. q ue se había visto pri vado de todo lo que poseía y cuya m ujer e hijos ha bía n perecido, se limitó a replicar: "Llevo todo conmigo”. Esta fue una fórmula que hizo fortun a y llegó a se r la definición mism a de lo que los fi lósofos llamarán la autarketa (en latín suffidentia), el hecho de basta rse uno a sí mismo. E n verdad, este térm ino ap ar ec e ya en Aristóteles, en su Etica a Nícómaco, pa ra designar el hecho de te n er un o a su disposición todo lo suficiente pa ra la "felicidad” en el orden de las cos as exteriores, u n mínimo con el que se con tenta el sabio. Aristóteles es tá todavía imbuido de l a ideología del E sta do ciudad. Con Estilpón (una generación después), la palabra to m a u na coloración diferente, tal vez por influencia de la escuela cí nica. Gozará de gra n fo rtun a entre los estoicos que insisten e n la idea de que la "virtud” (la excelencia del ser interior) b asta para ase gu rar la felicidad del sabio sin que sea n nec esaria s cosas ex teriores. De m anera que en el seno del helenismo existe u na corriente profu nda cuyo desarrollo pued e seguirse de decenio en decenio; es u na corriente que sep ara al hombre del Estado, lo hace inde pen diente de é ste y en gen eral de la sociedad hum ana y aspira a que el hombre en cuen tre en si mismo las condiciones espiritu a les de su felicidad y de s u existencia. Con todo eso. la idea de libertad política no ha desaparecido por entero. Subsistía subyac en te en las ciu dades y en el sen o de las ligas; é stas e ran las ú nic as fuerzas políticas ba sta nte podero sa s p ara t ra ta r de poner fin a la dominación de los reyes de Macedonia e n la propia Grecia o por lo men os t ra ta r de controlarla. Pero para llevar a cabo esta empresa las ligas tuvieron que bus ca r aliados. Enc ontraro n un o al que su s victorias obtenidas en Oc cidente co ntra Aníbal y los cartag ineses (¡enemigos tradicionales del helenismo desde Jeijes!) designaba n como el campeón n at u ral de ese helenismo. Se tra ta b a de Roma, de la que ya se decía dos 114
siglos an tes qu e era u na ciudad griega. En virtud de este pare n tesco espiritual un ejército romano se opuso a la falange de Fili po V en Cinocéfalo en el mes de ju n io de 197. Y Filipo tuvo que pe dir la paz. C uan do el senad o hizo cono cer a los vencidos su s condiciones a comienzos del año siguiente, se hizo manifiesto que el imperio macedónico estaba desmantelado. En adelante Grecia sería "li bre ”. como lo proclamó Flaminino en los Ju egos Istmicos de aquel año. Verdad es que un os trein ta añ os a nte s Aten as ya se habia "li berado" (por el precio de 150 ta le nto s pagados al com andante m acedonio de las tro pa s de ocupación), y gracias a la protección de Tolomeo III. Tolomeo III el Benefactor no h acia sino continuar u na política comen za da por su ab uelo Tolomeo Soter en su lu cha con tra Antigono, él mismo en conflicto con el rey Casandro. Antígono y Soter ha bían declarado solem nemente que de seaba n d ar la libertad a Grecia, es decir, a los Estad os ciudade s. E sto ocurría en el año 315 y en la práctica tales declaraciones no habían tenido ninguna consecuencia. Los soberanos habían continuado ocu pando m ilitarm ente la s ciudades griegas y controlando la política de ésta s. La "libertad" concedida y reconocida a la s ciuda de s era de orden pu ram ente moral. Se trata ba de un homenajeTendido a su pasado esplendor, m uy especialmente en el caso de Atenas, un homen aje que m ostra ba la imp ortanc ia del prestigio moral y cu l tural de ésta o de aquella ciuda d d en tro del juego político y du ra n te ese período en el que varios reyes se dis pu tab an el dominio de la Grecia continental y de las islas. Atenas era evidentemente la m ás prestigiosa y su libertad, po r teórica e ilusoria que fuera, e ra un símbolo, el símbolo de una victoria del espíritu sobre la fortu na de las arm as. Y fue esta política la qu e siguieron los roma nos con la decla ración que hizo Flaminio en los Ju eg o s Istmicos. Era un a solución cómoda y diplomática gracias a la cual se evitaba u na anexión p u ra y simple que hu biera parecido sacrilega en el caso de hom bres que e n el pas ado ha bía n combatido ‘por la libertad". La realidad de los hec hos se esfum aba en la luz del mito y éste se convertía en un a fuerza que convenía ten er en cuen ta. Esa política evitaba tam bién el riesgo de que u n a potencia únic a —un a liga, por ejemplo— hiciera de Grecia un Estado fuerte que dominara la cuenca del Egeo. Un con junto de ciud ades “libres", e s decir, m ás dispu estas a desgarrarse que a aliarse no podía representar ningún peligro para la influencia ro m ana en la región. Esto ha cia tam bié n m ás di fícil a los reyes cualqu ier intento de im poner su dom inación mi115
litar o politica. Roma, e n ad elante potenc ia ga ran te de la libertad de las ciudades, no se absten ía empero de intervenir cua nd o estallab an conflictos entr e las ciud ades o entre las ligas. Y esto se produ jo casi inmediatam en te: la s ciu dades aqueas. reunid as en Corlnto, decidieron ha ce r la gu erra a E sp arta . Los viejos demonios levantab an la cabeza al solo nom bre de la libertad. Flamlnio no se opuso a que se entab lara aquella guerra, pero uniendo un contingente romano a las tro pa s aq ueas determinó que la decisión final sólo dependiera de él. E sp arta no fue destru ida, como lo deseab an los aqueos. pero quedó privada de su imperio. Conservó su s ins tituciones y. po r lo tant o, su “libertad" y no fue obligada a un irse a la liga aque a en la que hab ría estado colocada en u na situación de sujeción de hecho, m ás severa que la que le habría impuesto un a victoria de los macedónicos. E se era el nuevo sentido que tom aba la “libertad" bajo la autorid ad de Roma. Esa libertad no era m ás la de antes, un a libertad conq uistadora e imp erialista, sino que se la podría llamar u n a libertad “m u nicipal", de conformidad con las trad iciones de la s ciud ade s italianas y de la mis m a Roma. Por lo m eno s ésa era la in tención de los senadores que tr ata b an de regular del mejor modo posible los asu nto s de las ciud ades griegas. Así y todo, las querellas entre é stas no cesaron y fue necesario entablar u n a nueva gu erra contra la liga aquea. Como se sabe, las h ostilidades term ina ro n con la toma y el saqueo de Corlnto, y Grecia quedó som etida a u n a tutela m ás estrecha, aun qu e conservaba la autonomía de su s ciudades, sólo que es tab an “vigiladas" por el go bern ado r de M acedonia. poseedor de las ún icas fuerz as militares colocadas por Roma en esa región. De manera que, hallándose en la imposibilidad de destruirs e a sí mismo, el helenismo pudo experim entar un nuevo florecimiento una vez recobrada la “libertad" de los espíritus. Los griegos ya no era n “esclavos" de nadie sino de si m ism os cuand o, en la administración interior de su s ciudades, u n partido u otro imponía su voluntad a s u s adversarios. Si hacemos a un lado la historia de la libertad política en el mu ndo griego y trata m os de precisar cómo, en el curso de los siglos. los helenos se representaro n la libertad hum an a, aho ra en las conciencias y no y a e n las instituciones, n o dejamo s de experimen tar cierta sorpresa. D urante m ucho tiempo la lengua griega no poseyó una pa labra especial pa ra design ar esta libertad interior. El término eleutherlano designaba en efecto m ás q ue la libertad del hombre que no era esclavo, que no era uno de esos seres 116
que la lengua familiar designaba co n el nom bre de andrapoda. que podríam os traducir p or “homípedo". u n térm ino forjado por analogia con el que se aplicaba a los 'cuadrúpedos'*, a los anim ales de tiro cu ya fuerza se utilizaba pa ra re alizar los trabajo s penosos. Y Aristóteles todavía enten día el término de esta mism a m anera , co mo vimos. Los euleutheroL los homb res Ubres, esa aristocracia h u m an a que form aba la raza helénica y eran los únicos, se creia. que poseían la s m ás elev adas cualidades del esp íritu. Para eUos había actividades particulares y ante todo la del conocimiento teórico (theoría ) o. si se prefiere, la "contemplación", op ue sta a la acción. Asi pe ns ab a Anaxágoras. contem poráneo de Perícles. de q uien fue m aestro y consejero. Decía Ana xágoras que la vida de contem pla ción era el "fin”, la me ta su pre m a del hombre. Qu ien vivía de esa m anera era libre entre todos los dem ás hombres. Verdad es q ue la dem ocracia aten iens e infligió a Anaxágoras un a d esm entida cruel al formularle, treinta y dos añ os a nte s del proceso de Sócrates, un a acusació n d e im piedad, prueba, si fu e ra necesario algo m ás. de que la democracia de Atenas no a precia ba en modo alguno la Ubertad del espíritu. El p ensa m iento no de bía p a sa r de ciertos lím ites y especialm en te no debía tra ta r de ex pUcar el u niverso com o n o fu era apoyán dose en los m itos re la ti vos a las divinidades, pu es el hombre ‘libre’ mismo, el hom bre de pensa m iento , esta ba sometido a lo que se cre ia saber de los dio ses y era bien cierto que en la religión tradicional, la de los poe tas (que todavía no se distinguía sino m uy poco de la religión de la ciu dad). los dioses hacían poco caso de la libertad humana. Desde los poemas homéricos, los héro es se nos ap arec en so me tidos a u n Destino, al cual los mism os dioses deben obedecer; a lo sum o los m ás poderosos de los dioses, como Zeus, pu ed en en cierta m edida adm inistrarlo, torcerlo algún tanto. E n cua nto a los mortales son totalmente esclavos del destino. Muchas narracio ne s de la antig ua leyenda asi lo m ue stra n. Recordemos, por ejem plo, que Aquiles al luchar con el Escam andro indignado por tener que a rr as tra r tantos cadáveres se siente impotente frente al dios del río desbo rdado y piensa que su destino e s morir ahogado, de un a m uerte ignominiosa. E s m ene ster que dos divinidades. Palas Atenea y Poseidón, interveng an p a ra tranq uilizar al hijo de Peleo y explicarle cuál será realm ente su destino: e m puja r a los troyanos ha sta dentro de su ciudad y finalmente da r m uerte a Héctor. Los dioses perm anec en callados en lo que se refiere a lo que le s u cede rá luego a Aquiles. Pero Aquiles. recon fortado y de nuevo lle no de esperanza, rean uda la carnicería y realiza la promesa que 117
acaba de hacerse. De m ane ra que cada mortal tiene su Moira. la suer te que le espera y de la que no puede escaparse. Toda la guerra de Troya es el resultado de una inmensa su perchería querida por los dioses. Nada pued e hacer la volu ntad hu m an a p ara eludir ese engaño. La ciudad de Troya hab ía sido co nstru ida sobre u n a colina en la que hab ía caído la diosa Ate (la Discordia), precipitada por Zeus desde lo alto del Olimpo y condenad a a perm anecer entre los mortales, en la cabeza de los cuales a ella le gus ta po sarse ta n ligeramente que ellos no sien ten su presencia. Toda la política seguida po r los reyes de Troya, d esde Laomedonte, el perjuro, h a st a Príamo. culpable de hab er acogido a Helena y de no hab erla devuelto a los aqueos, es in sp irad a por Ate. Pero ni Laom edonte n i Príam o tenía n la libertad de obrar de otro modo. Laom edonte debe faltar a la promesa que hab ía h echo a Poseldón, Príamos debe m ostrarse indulgente con Pa ris porque el destino quiere que la ciud ad s ea destr uid a y aba tida la dinastía reinante a fin de que algún día impere la raza salida de En eas, hijo del mortal An quises y de la diosa Afrodita. Por eso los hom bres no tienen la libertad de hace r la gue rra con tra Troya o de no hacerla. Esa guerra está dentro del orden ineluctable del mundo. Todos los héroes de la epopeya viven sometidos a presiones que no siempre son explícitamente qu erida s por los dioses o el de stino. Por ejemplo, las pru eb as por las qu e tuvo que p as ar Ulises y su participación en la gu erra de Troya tienen po r origen el consejo que él mismo ha bía dado a Tíndaro de ligar mediante u n ju ramento a todos los pretendientes de la mano de Helena y hacerles ju ra r qu e si un o de ellos se opon ía a la libre elección que ella hiciera de u n marido, todos los dem ás estaría n obligados a socorr er a éste. Y lo cierto es q ue cu an do el frigio Parts rap tó a la joven Helena robándosela a su marido Menelao. los príncipes de las diferentes ciudad es y el propio Ulises debieron cum plir su promesa y u nirse a la expedición contra Troya. Con su ha bitua l h abilidad Ulises trató c iertamen te de sustr ae rse a esa obligación. In tentó hacerse p as ar por loco, pero su astu cia fue descubierta y de mal grado tuvo que em barcarse con los demás. Asi. la ley del gru po se imponía a la vo luntad del individuo. En aquellos tiempo s mu y an tiguos (tal vez haya sido alrede dor del siglo xii an tes de n u es tra era) la confederación de los reyes poseía un a autoridad sup erior an te la cual los miembros del grupo d ebían re nu nc iar a su libertad. Toda la saga de Ulises es la historia del enfrentam iento del héroe con fuerzas que tienden a ejercer coacción sobre él. S us innum erables 118
estratagem as, que hicieron hicieron inmortal su leyen leyenda, da, no son m ás que los me dios con los cua les Ulises Ulises tra ta b a de co nserv ar su libert libertad, ad, de alcanzar el objetivo que se había fijado cuando todo parecía con jurarse pa ra alej alejar arlo lo de de su m eta. Ulises no sólo triunfa de las dificultades provocadas por los hombres, por las las torpezas e impru dencias de su s compañeros, sino que luch a con los element elementos os cuand o permanece pegad pegado o a un m ástil obstinadam ente m ientras su bajel bajel es castigado castigado por la la tem tem pe p e s ta d y. d u r a n te la rg a s jo m a d a s , lu c h a c on e n e rg ías ía s s o b re h u m anas. Supera p rueb as a un m ás terri terrible bles, s, por ej ejempl emplo, o, cuando evita los sortilegios de la maga Circe (verdad es que gracias a la ay ud a del dios dios Hermes que le da el talism talism án protector protector)) o cuan do estand o con Calipso Calipso renunc ia al am or de la ninfa ninfa y a la inmortalidad lidad que é sta le promete po rque ha decidido decidido de u n a vez vez por todas reg resa r a Itaca pa ra enco ntrarse con Penélo Penélope. pe. Su “libertad'’ libertad'’ h a br b r á de tr t r i u n f a r y pa p a r a o b te n e r e s a victo vic tori riaa Ulise U lisess d e b e ac a c e p ta r m o rir cu and o le lle llegue gue la hora pue sto que rechaz a el ofreci ofrecimient miento o de Calips Calipso o que le hab ría permitido permitido esc ap ar a la suer te común. Una vez m ás la m uerte es el preci precio o de la libertad. libertad. De m ane ra que Ulise Ulisess puede co nsiderarse como el héroe héroe por excelencia excelencia de la la libertad, el m ás an tiguo q ue conozca la literatura griega. griega. La libertad libertad de Ulises Ulises se ejerce como u n desafio, desafio, u n d esa fio fio co ntr a las presio nes del grup o hu m an o (las (las de los otros otros reye reyes) s),, contra las fuerzas conjuradas de la na turaleza y de los los hombres (especia (especialmente lmente frente a Troya Troya,, donde a m enudo su s e stratagem as deciden la vict victor oria ia)) y contra s u s propios intentos, pru eb as terri ble b le s c o n tr a la s q u e debe de be lu c h a r d e n o d a d a m e n te. te . Los Lo s grieg gri egos os d e cían qu e sólo sólo él él era el m ás sabio sabio de los hom bres porque había s a bido bi do e v ita it a r to d a s la s tr a m p a s qu q u e lo ac e c h a b a n , lo c u a l no n o ha h a b ía n podi po dido do ha h a c e r s u s co c o m p a ñ e ro s, víc ví c tim ti m a s d e s u lo c u ra , po p o r ejemp eje mplo, lo, cuan do no h abían podi podido do abstenerse de echar m ano de los los bueyes ye s sag rado ra do s del Sol o de be be r el vino qu e les ofrecía Circe Circe.. La lili be b e r ta d de d e Ulis U lises es se d e b e no n o sólo só lo a s u v o lu n ta d ind i ndo o m ab le, le , qu q u e so so br b r e p a s a to t o d o s los ob s tác tá c u los lo s , sin s ino o qu q u e se s e de b e ta m b ié n a u n a vicvic toria perm anen te sobre sí mismo, sobre los tem tem ores que experiexperim enta, sobre sobre las esp eranzas que concib concibe. e. E s cierto cierto que en e sa luc ha no le falta falta la la a yuda de los dioses dioses en los m om entos m ás críticos. críticos. Herm es le da el moiü moiü a n te s de que Ulises e nfrente a Circe Circe.. También es Hermes quien vuela a la m orada de Calipso Calipso para exho rtar a la ninfa a que no reteng a m ás a ese pri p risi sio o n e ro que qu e ella el la a m a . sin si n o q u e lo deje d eje p a r t i r e n la b a lsa ls a q u e él con struirá. Pero Pero los dioses no crean la determina ción de Ulise Ulises. s. Es 119 119
él quien escoge el partido que ha de tomar, por ejemplo, cuando acep ta libremente libremente enfren tarse con Circe Circe a fin fin de liberar liberar a su s com pa p a ñ e r o s tra tr a n sfo sf o rm a d o s e n a n im a les le s o c u a n d o se e m b arca ar ca e n la ba b a lsa ls a p a r a a b a n d o n a r la isla is la de Call Ca llps pso o sin si n trip tr ip u lac la c ión ió n a lgu lg u n a y fortalecido solamente por el deseo de volver a ver a Penélope, un deseo deseo que no nace nace de una pasión cam al, sino sino que se se trata del del muy legiti legitimo mo afecto afecto por u n a esposa espo sa y por el hijo hijo de ambos. Aqu i podemos d iscern ir dos concepcio nes de la libertad que en cierto cierto modo se superponen : p or un lado, lado, es tá la libertad libertad que las divinidad divinidades es conced conceden en a los los mortales mortales pa ra que éstos pue dan cum plir pl ir s u dest de stin ino: o: trá t rá ta s e de un u n a lib li b e rta rt a d ciega cie ga,, iluso ilu sori ria, a, pero pe ro q ue por p or el momento parece total. Por ejemplo, Aquiles decide combatir co ntra Héctor y Héctor decide ac ep tar el combate, en lugar de pe r m an ece r pruden tem ente d etrá s de los los mu ros de Troy Troya. a. Asimis Asimismo mo Uli Ulises, ses, u na vez vez tom tom adas su s precauciones y asegurarse de que ninguna divinidad le tiende una trampa, decide construir la bal sa y nave gar al azar, en medio de vientos y olas, olas, sin siquiera s a be b e r cu á l se s e r á el térm tér m ino in o de esa e sa pelig pe ligro rosa sa nave na vega gaci ción ón.. Sólo los lo s dio di o ses sab en que Ulise Ulisess lleg llegará ará a la isla de Esque rla. un a eta pa qu e rida por el destino, la penúltima de ese interminable viaje. Pero esas libertades son sólo detalles, libertades de consentimiento dentro de los limites fijados por el Destino. Estas libertades no pu p u e d e n ex isti is tirr sin s in la o tra tr a , s i n la lib li b e rta rt a d m á s pro p ro fu n d a q ue e s c a pa p a al p o d e r del de l Dest De stin ino, o, la vo v o lu n ta d o b s tin ti n a d a del d el h éroe ér oe,, la l a lib li b er er tad que responde a su s exigenc exigencias ias interiores, interiores, y sobre ésta s los dio dio ses nad a pueden. pueden. Apenas puede hablarse de esta superposición superposición de las dos liber liber tade s. de este confl conflic icto to entre el hom bre y su destino, p ue s en el de sarrollo sarrollo de su cond ucta cad a h om bre Ignor Ignoraa lo lo que la s divinid divinida a des esp eran de él él y hac ia dónde lo lo condu cen. Sabe solamente que el desenlace de de s u s propias acciones está en ma nos de los dioses dioses y por eso es grande la tentación de interrogarlos interrogarlos y de recu rrir a los oráculos. orácu los. Ulises no deja d e hace rlo asi. Se lleg llegaa al pa is de los cicimerios y. y. m ediante sacrificios sacrificios rituales, evoca evoca a los m uer tos (y en pa p a r tic ti c u la r al adivi ad ivino no Tlr T lres esia ias, s, q u e n o h a perd pe rdid ido o s u cien ci enci ciaa e n el m undo de las sombras) sombras) qu e conocen los secretos del del futuro. Sin embaído, el problema no queda resuelto, ni siquiera después de habe rse entrevis entrevisto to el el futuro y de spué s de hab er hablado los dio dio ses, p ue s se pre senta u na nueva dificu dificult ltad: ad: ¿e s “pia “piados doso" o" realizar realizar esta acción acción au n c uand o parezca aprob ada por los los dioses dioses o simple simple mente prudente? E neida ida,, en la que El problema será se rá expu esto por Vir Virgi gili lio o en la Ene 120 12 0
se ve a Eneas constantemente preocupado en cada etapa de su viaje por encontrar signos a fin de estar seguro de que sigue el bu b u e n cam c am ino. in o. E s ta e s u n a d e la l a s form fo rm as de d e s u “pied pi edad ad'', '', de s u pietas, q ue se manifiesta no sólo sólo en el el respeto que siente po r su p a dre Anquises, sino además en la permanente preocupación de querer solamente aquello que quieren los dioses. Virgilio se atie ne a sí a esa moral que venia de sigl siglos os atrás, moral bien bien a testigua da e n los ciclos ciclos épicos m ás antigu os, por po r ejemplo ejemplo,, el episodio episodio en que los griegos griegos retenido s a orillas orillas de Aulis Aulis por los vientos co ntr a rios interrogan a Calchas sobre la signi signifi ficac cación ión de de es a calm a inin terrum pid a que les impide impide hacerse a la vela. vela. M ientras los orác u los hablen , los antigu os no se sien ten totalmente libres; libres; trá tas e de un sentim iento que no es enter am ente negati negativo vo pu es el hecho de conocer o de entrever la la volun tad de los los dioses tranqu tranqu iliza, iliza, acom pa p a ñ a la acci ac ción ón y, p o r últi úl tim m o, la hace ha ce m á s eficaz. M ien ie n tras tr as E n e a s su rca rc a los m are s en tre Frigia Frigia y las costas co stas del Lacio Lacio,, vacila y. como ya dijimos, dijimos, b usca us ca signos de los dioses. Pero un a vez llegad llegado o al país que se le ha prometido prometido y cu and o el dios Tíber le confirma d u ra n te u n su eño que En eas tiene a orill orillas as del del rio rio que le agu arda el des tino tino en aquella aquella tierra, entonces E neas ya no vacil vacilaa m ás y s u volun tad lo em puja a p es ar de todos los obstáculos. obstáculos. Entonces, es libre, y esa seguridad qu e en a delante p ersiste ersiste en todo su se r pro provoc vocaa un a transformación que asombra y has ta escandaliza escandaliza tradicional tradicional me nte a los com entaristas de Vir Virgilio cuand o d escu bren en la se gun da m itad del del poema, poema, no ya a u n héroe héroe del del que podía podía adm irar se. según la expresión irónica de Saint-Evremond. su santidad —y é se e r a el p e rso rs o n a je que q ue ap a p a re c ía e n los lo s seis se is pri p rim m ero er o s c a n to s —, sino a u n guerrero implacabl implacable. e. E neas sabe ahora que su acción acción es tá apr ob ada por los dioses y que tiene tiene plena “li “libertad" bertad" de ha ce r lo lo que hace. El lector no debe asombrarse de encontrar aquí mencionado a Virg Virgil ilio io en relación con el sentim sen tim iento de la liberta d qu e podían te n e rlo rl o s héro es de Homero. Virg Virgil ilio io formó formó a su s u héroe se gú n el mo delo delo de los hé roes de la lliada y de la Odisea, y. por lo lo dem ás, ex is ten ac titudes aním icas que p asa n a través de los los sig siglo los, s, de sue r te que los los presagios y los los oráculos no dejaron de dom inar la vid vidaa y la cond ucta de los los hom bres, ta nto en Grecia Grecia como como en Roma, don de los auspicios, aus picios, como vimos, imp onían la volunta d de los dioses a la libertad de los hom bres. Y esto con tinuó siendo asi h as ta el advenimiento del cristianismo, que consagró la mu erte “oficiar de la adivinación. Pero, ¿estamos seguros de que la adivinación no sobrevive? 1 2 1
Un ciclo de leyendas, que parece h ab erse formado de sp ué s del ciclo de Troya, ilustra de ma ner a notab le este de bate e ntre coac ción y libertad; e s el ciclo que tie ne com o héroe al argivo Heracles, nacido en realidad en Tebas y reivindicado tam bién (en su descen dencia) p or los dorios. Tráta se de u n héroe de orígenes compítaos —eolio, aqueo, dorio—y por eso mismo repre se ntativo del hele nis mo en su conjunto, pu esto que los atenienses h an intentado in tegrar a este héroe en su s propias leyendas haciéndolo encon trar conT eseo. el héroe nac iona l atenien se. R esulta pu es legitimo pre gun tarle a la historia de Heracles lo que ella puede en señ am os so bre u n problema m oral o, si se prefiere, metafisico del cual ib an ad quiriendo grad ualm ente conciencia los griegos. Lo mismo que la fundación de Troya, el nacimiento de Hera cles se produjo bajo el signo de Ate. esa Discordia que fue u na de las c au sa s p rofundas de la gu erra e ntre los aqueos y los frigios. Zeus, que era el padre de Heracles, h abía jura do solemnem ente an tes del nacimiento de éste que el “desce ndiente d e Perseo que naciera primero" seria “el amo de Argos". Zeus había pronuncia do ese juram ento olvidando que en ese m omento otro descendien te de Perseo, Euristeo. hijo de Estenelo, est ab a a p u nt o de nacer. Este era u n error sugerido n atura lm en te por Ate. Hera. celosa de Alcmena, la mad re del futuro Heracles, oyó el impru den te Ju ra me nto y valiéndose de todos los medios retrasó el alum bram ien to de Alcmena y apresuró el de Nicipe la madre de Euristeo. de sue rte q ue éste vino al m und o a nte s que Heracles, quien se con virtió en esclavo de Euristeo. Por esa razón. Heracles el héroe vi goroso, de una fuerza sobrehumana, de un coraje sin igual tuvo que obedecer las órden es de su primo que dista ba m uch o de com parars e con él: nacido dem asiado tem pra no, Euriste o ap are ce co mo u n ser incompleto, débil y cobarde que se m ue stra tanto m ás tirano po r cuanto teme a Heracles a q uien por es a razón le impo ne p rueb as aparentemente insuperables con la esperanza de que Heracles sucumba a ellas. Esas pruebas son los célebres “tra bajos". E s lícito interrogarse sobre la significación de es ta c urio sa h is toria. imaginada por los helenos y ad op tada p or todo el mun do y que bien pudiera pa rece r un a especie de “historia sagrada", u n m i to de la esclavitud destinado a justificarla. Probablemente e sta in terpretac ión no sea exacta, pue sto qu e Heracles sólo es esclavo a ca us a de u n “error”, de un a negativa de jus ticia con tra la cual ni siquiera el rey de los dioses puede hac er na da pu es ha sido "que122
rida" po r el destino. La servidu mb re de Heracles es inju sta, todos la expe rimen tan asi. es algo dado de hecho, independ ientem ente del valor propio del héroe, y si de la lere nd a se des pren de alguna moraleja sociológica (lo cu al es poco probable), és ta sería m ás bien un a con den a de la esclavitud an tes que su justificación. De todos modos Heracles posee la fuerza física del esclavo, lo cual coincide con la idea general, pero es esclavo por error y u sa rá su fuerza para afirmar su libertad. En u n p lano m ás profund o, la leyenda sugiere que el verdad ero amo de Heracles es menos Euristeo que la diosa Hera, quien quiere hace r expiar al ba stard o de Zeus la irregularidad de su n acimiento. Esta es u na interpretación autorizada por varios textos antiguo s y hec ha evidente por el nombre m ismo de Heracles. En efecto, se n os dice, el hijo de Zeus y de Alcmena en s u niñez no se llamaba así. S us p ad res le ha bían pu esto el nom bre de Alcides. es decir, “descendie nte de Alceo". Alceo era en efecto su abuelo, u no de los hijos de Perseo y de Andrómed a, y el pad re de Anfitrión, que era el “pad re hum ano " de Heracles. Es te nom bre de Alcides, ad emás de indicar la ascen dencia del niño, tenía tam bién la ventaja de alu dir a su vigor excepcional (alke); pero cu an do llegó el momento de las pru eba s fue cuan do el nom bre de Heracles se convirtió en aquel con que todo el m un do d esign aba al hijo de Anfitrión y de Alcmena. y ese n om bre significa "la gloria de Hera"; es te nombre asocia estrech am ente a quien lo lleva con la diosa que se ingenia para atorm entarlo utilizando el poder de Eu risteo. p ero al mismo tiempo le procu ra a él y tamb ién a la diosa misma un a gloria que a um en ta cad a vez más. H eracles es la “gloria de Hera". es su servidor y ate stig ua tan to s u vigor como su propio valor. Los historiadores de las religiones sugieren, c on m uc ha verosimilitud. que la figura de Heracles era la de u n "asistente" varón, el compañero de un a diosa má s poderosa que él y qu e esa pare ja divina no es origin ariamen te griega. Dichos his to riadore s recuerdan que se encu entran historias semejantes en m uch as otras regiones, alred edo r del m ar Egeo, tal vez en C reta, e n Frigia o en tre los pue blos sem itas. Aun si esto fuera a si no implica que el ciclo de los traba jos de Heracles haya sido im aginado por pueblos que no eran griegos y a n tes de estos. Por el contrario, parece que este con junto de leyendas, qu e permaneció vivo m uc ho tiempo en Grecia y dio nacimiento a variaciones y a episodios múltiples, h a ya sido imag inado pa ra "explicar" esta sub ord inac ión del “dios" a la "diosa” y en cierta m edida raciona lizar esa s ubo rdina ción. Indicio de esto e s la localización de la ma yor par te de es os trab ajos. 123
situa dos a m enu do en el Peloponeso, país de los arglvos y de los aqueos a nte s de la llegada de los dorios. Algunos de s u s tra ba jos se sitú an en p aises que perte nece n a la geografía mítica de los he lenos, como el extremo Occidente (el país de Gerión) o el Oriente de las am azonas, a orillas del Mar Negro y al pie del Cáucaso. Pero no sólo el ciclo de los trab ajo s p resen ta a Heracles como un esclavo. Sin esperanza de recobrar su libertad que le ha qui tado el imp rudente jura m en to de su padre debe adem ás vender se él mismo por orden de u n oráculo para expiar la mu erte del Jo ven Iñto a q uien había m atado al tom ar por asalto la ciudad de Ecalia. M anchado por esa m ue rte fue atacad o de locura, y la pi tonisa consultada le declaró que sólo podría purlfícarse de su mancilla (causa de la locura) convirtiéndose en esclavo de un amo y permaneciendo en tal condición du ran te tr es a ños. Heracles fue entonces com prado por u n a m ujer, Onfala, reina de Lidia. Reco nocemos aquí un a vez m ás el tema del asistente. De man era que dura nte tres año s Heracles sirvió a la reina y mien tras ella se ador nab a con la s arm as del héroe (la maza, la piel de león que le se r via de escudo), él mismo m an ejab a la rue ca y se vestía con largo hábito tal ar característico de la vestimen ta oriental. Al term ina r esta prueba Heracles quedó purlfícado. Esa esclavitud se ma nifiesta como un a forma de com pensación Ipolnei por la sangre de rram ada, tem a que volvemos a enc on trar e n la leyenda de Apolo, obligado (para expiar la muerte de los cíclopes) a convertirse en pastor del rey Admeto de Feres, Tesalia. Aquí no se trataba de d ar a los pad res del muerto u n a com pensación material y financiera. El padre de Ifito se negó a a ce pta r el dinero de la venta de H era cles y en el caso de los cíclopes, la cues tión sería com pletam ente ab sur da , ¡puesto que su padre era Zeus! Además, otra vez Apolo tuvo que convertirse en esclavo sin que se tra tar a ento nces de a l gun a “indemnización”; ocurrió esto cu an do con spiró con tra Ze us quien lo castigó con una pena de “trabajos forzados” que debió cum plir con el rey de Troya. Laomedonte. La esclavitud, la pérdi da de la libertad por un tiempo suprim e la persona moral de quien la padece, borra su pasado, su ser mismo, lo somete a una verdadera mue rte simbólica de la cu al el héroe ha brá de resurgir renovado, purificado y gracias a esa muerte recuperará su li bertad. Puede uno preg untarse po r qué este tema e stá relacionado con el ciclo de Heracles. Podemos entre ver alg un as razones. E n primer lugar, la existencia de un a pa reja divina en la que u n Dios m as culino es servidor de u na diosa. Muy probablemen te en Lidia imá124
genes pintadas representaban esta relación. Se veía en ellas al dios vestido como u na mu jer y a la diosa con los atributo s m as culinos. pero éste era sólo u n episodio. ¿Y por qué h ab er recono cido en él un episodio de los trab ajo s d e Heracles? Tal vez porque en la leyenda argiva Heracles apar ecía como el servidor de Euristeo. como u n esclavo a medias voluntarlo. Podría parece r natu ral que hub iera rep resentado el mismo papel en otra circunstanc ia. Pero éste tema de la esclavitud imp ues ta p or el destin o al héroe te nía. creemos, un a significación m ás p rofunda: se concibe esa es clavitud como una purificación de su ser. u na purificación no só lo de las m an ch as debidas a la violencia, sino tam bién de todo lo que contr aria la afirmación de su v erda dera libertad, la libertad de su se r interior. Hay aquí u na verdadera metafísica del héroe, u n a m anera de resolver un problema que se plan teaba frecuentemente al pen sa miento griego. Como se sabe, cad a c iud ad poseía su héroe, a ve ces varios héroes que la hab ían fundado. Esos personajes eran considerad os de origen divino o ha bía n merecido la condición de un dios por su s ha zaña s. Se les rendía culto, tenían san tuarios. Se los celebraba de mil m ane ras co n can tos, con epopeyas, con di tirambos y mu y pronto con tragedias. Sere s sobrehum anos, pero que hab ían vivido en tre los hom bres, dicho s person ajes vincula ban a los mortales con los dioses. Pero ¿d e qu é m anera? ¿Cómo habían salvado esa distancia infranqueable? Aparentemente por que enc errab an en si mismos una fuerza que los hacía diferentes de los otros seres hum anos, una potencia que les venía de su fi liación divina y que les perm itía elevarse p or encima de lo que en ellos hab ía de mo rtal (condición que en general debían a su m a dre. un a m ortal unid a a u n dios) y sup er ar su destino de hombres. Pero, como en tod a iniciación místic a, es ta m etamorfosis sólo po día producirse si poco a poco se despojaban de su carácter “hu mano”. Ahora bien, la esclavitud era precisamente una de esas pru ebas que p urificab an el alma y en virtu d de una especie de an títesis. la servidumb re sup erad a confería a la libertad un a nueva fuerza. Asi ocurre con la luz del alba al term ina r la noche. Heracles, sometido a Euristeo, servidor de Onfala. atac ado de locura estuvo varias veces alienado. Dio mu erte a s u s hijos y h a s ta, en ciertas versiones de la leyenda, st Megara, su esposa. Fue atormentado h asta la vehemencia p or la túnica envenenada que le enviara Deyanira y fue en ese mom ento, en el que p arecía h a ber perdido en medio de la atrocidad d e los sufrim ie nto s el control de su ser. cu and o recobró plenamente su libertad. Con las carnes 125
desgarrada s, amontonó e hizo am ontonar en el Eta un a pira inm ensa a la cual subió aceptando la mu erte como un a libertad al fin rec uperada. Acogido en el Olimpo, en tre los dioses y la s diosas, reconciliado con Hera, de la cu al se convierte místicam ente en “hi jo", Heracles asegura plenam ente su divinidad. Con el destino de H eracles puede com parar se el de Teseo. que tam bién perdió su libertad c uand o fue prisionero del dios de los inflemos. Vuelto al m un do de la luz quedó, como Heracles, purificado, m ás sabio y má s dueñ o de sí mismo que a nte s. Y tam bién Cadmo, el fundad or de Tebas, fue condenado a servir a u n amo pa ra expiar la m uerte del dragón que gu arda ba la roca sobre la cual se elevaba la Cadmea, la ciudadela tebana. Esta analogía en tre tre s de los may ores héroes del helenismo no es seguramente fortuita. Sugiere que toda libertad debe ser conquistada, c omprada al precio de su contraria, la esclavitud, que la libertad no es algo dado por la natu raleza, u n p resente g ratuito qu e los dioses haga n a los mortales. La libertad conq uistad a po r obra de la esclavitud es tam bién el tema del Prometeo de Esquilo. Zeus aparece en la obra como un tirano (en el sentido m oderno del término), que obra violentam ente y apelando a la fuerza. El mismo decide lo que es ju st o y lo que no lo es. En su reinado (que ape na s comienza; Prometeo lo llama “Joven tirano") no ha y p ue s ning una libertad. Pero Ze us m ismo, ¿es libre? Tampoco lo es por en tero pu es está sometido al destino, a leyes que existían an tes q ue él y que pueden a rrastra rlo a su perdición. La antigu a concepción, la que está prese nte e n los poem as homéricos, no es ab an do na da en Esquilo. Sin embargo, com ienza a abrirse camino otra idea de la libertad: Prometeo se rebeló co ntra la tiranía de Zeus. La desafió. Sufrió la pena de su rebelión pero no cedió. T am bién aquí, como en la leyenda de Heracles, la voluntad del héroe le da, si no un a libertad de hecho, po r lo m enos la libertad del alma. C uan do Hermes fue para describirle los suplicios que le agu ard arían si no consintiera en revelar su secreto, Prometeo se burló del men sajero de Zeu s por su latreia, por su condición de servidor, a la que opuso su propia independencia: Hermes es de las alm as de esclavos, pero él es de las a lm as libres que nad a puede domeñar. Prometeo aguarda sin temb lar ese derrum be del mu ndo c on el que se lo am enaza. Prefigura ya lo que será, m uc ho s siglos de spu és, el heroísmo de los estoicos tal como lo evoca Horacio en la te rce ra de s u s Odas romanas: impauidum Jerienl ruinae. El Universo pod rá hun dirs e, pero el “sabio" perm anecerá sin temor. 126
Verdad es que Prometeo puede desafiar a Zeus, porque no p ue de morir. Su Inmortalidad es pa ra él un arm a en esa afirmación y en esa c onq uista de la libertad. C ualquiera que sea el suplicio a que se lo som eta. Prometeo sobrevivirá en s u se r material. Pero, ¿qué oc urrirá c on los m ortale s qu e no p oseen ese privilegio? El ti tán les h a d ado también a ellos un a clase de libertad, a medida de ellos. Los seres hu m anos , ta les como fue ran creados, se enco ntra ban en u n e sta do miserable desc rito a si por Esquilo: “Al principio, veían sin ver. oían pero no com prendían; sem ejantes a los seres que aparecen en los sueño s, d ura nte toda la vida lo trastorn aban y lo confun dían todo al aza r...” Prometeo les ens eñó a servirse de la razón, les mostró las leyes del universo comenzand o por las de toda sociedad hu m ana fun dad a en la comprensión mutua; les en señó el núm ero y el movimiento de los astros . E hizo má s a u n al dom esticar pa ra ellos a los anim ales de carga y tiro, pu es los libe ró de los traba jos ago biadores. esos trab ajo s que. como vimos, es tab an reservados a los esclavos. Esclavo, en efecto, es el ser h u mano que todavía no descu brió la fuerza de la pala bra y el “bu en uso" del espíritu. Inventor de “la s art es liberales". Prometeo es al mismo tiempo y por eso mism o el inventor de la libertad. Esto no quiere decir que ha ya liberado a los hombres-de la ley del destino, de la Moira. Eso nadie pued e hacerlo p ue s el mismo Zeus está sometido a e sa ley. Pero tal fatalismo no debe en trañ ar pereza. La libertad está e n la lu cha, siempre es posible em plear es tratag em as con el Destino (como lo hacia Ulises). siempre e s po sible hacerlo ca er en s u s pro pia s redes. Y fue asi como Zeus evi tó se r destronado por “un hijo m ás grande que él", cuand o se ne gó a casa rse co nTetis que le daría u n hijo m ás poderoso que él m is mo. Ca sad a con Peleo, la dio sa será la m adre de Aquiles. ¿Y qué le importaría a Zeus que éste superara la gloria y la fortuna de Peleo? En la trilogía de Prometeo (de la cual desgrac iadam ente po se emos sólo la primera tragedia). Esquilo rep resentó la s grand es preocupac io nes de su tiem po, el período transcurri do entre la s gu err as m édic as y el ‘siglo de Perlcles”. Aparece a qu í el obligado aborrecimiento por los "tiranos”, usu rpa do res de la realeza (como lo fue Ze us qu e exp ulsó a Cronos). eso s tiran os que “erigen en le yes todos s u s caprichos”. A tenas recordaba el fin de los pisistrátldas y Esquilo mo straba la exaltación de un a sociedad en la que era alen tad a y se hacía general la práctica de las actividades “úti les” pa ra la vida de todos. Prometeo tenia u n san tua rio en el Ce rámico. el barrio de los alfareros, e n el que todo s los día s el fue127
go “plasmador'* realizaba sus milagros. Era la época en que se con struían templos par a reemplazar los que h abían destruido los pers as, la ép oca en que la escultura alc anzaba u n auge casi m i lagroso. Era es a la Atena s prestigiosa, imperial —y tiránica— que nacía. Pero su tiranía todavía no era evidente, ni respecto de su s aliados ni en el interior mismo de la ciudad. Sólo se veían todavía los mejores efectos de la “libertad* o lo que se design aba con ese nom bre e n el lenguaje de los políticos. A juicio n ue stro , el “mila gro” ateniense reside m eno s en el establecimiento de u n régimen político nuev o (bien p ronto catastrófico) que e n la concien cia que se adquirió entonces de los recursos del espíritu h um ano y en el hecho de que é ste descubrió poco a poco en s u esfuerzo por orde n a r el m undo religioso y moral (del cua l ese espíritu era u n a pa r te) seg ún la fórmula de Protágoras, esto es. h ac er que el hombre sea “la medida de tod as las cosas, de lo que e s por su realidad y de lo que no es p or su irrealidad*. El hom bre est á e nton ces colocado frente a los dioses. Esto no significa que. cual Prometeo, esté en reb ellón con tra ellos. La re belión implica violencia y sinrazó n. El hom bre no les pide a los dio ses q ue le reconozcan u n a libertad ab soluta dentro del universo. Prometeo puede hacerlo porque es inmortal, es de la mism a raza que Zeus y ni siquiera el m ás grand e de los dioses puede an iqui larlo. El ser hum ano es evidentemente m ás frágil y sab e m uy bien que está de stinado a la m uerte. El día ma rcado p or el destino no depende de él. el hom bre no tiene la “libertad" de elegirlo, sino d es truyéndose él mismo. Todo cuanto quiere mientras está en la vi da es la libertad de p oner en orden lo que corresponde a su esfe ra. De esta m ane ra Píndaro aconsejaba a los hom bres “no as pirar a la inmortalidad" sino ponerse a tra ba jar p ara realizar plenam en te (“agotar", dice Píndaro) lo que está a su alcance, aquello que pueden dom inar, los ám bitos accesibles a su libertad. Es sin du da d ura nte los prim eros decenios del siglo v a. de C. cua nd o se inicia esta m etamorfosis de la libertad, e ste paso de la libertad entendida como condición social (por oposición a la es clavitud) a la libertad interior, la libertad que invita al hombre a ‘mirar hacia el cielo". Para designar esta última libertad no se necesita crear u n nuevo término. La antigua p alabra simplem en te adquiere una carga armónica nueva. Una innovación en apariencia mínima pero que tuvo como resultado hac er que la li berta d “interior" (en adelante parte in tegra nte de la condición hu m an a y el fundam ento mismo de s u excelencia. es decir su “vir tu d ”. arete) diera al concepto global, en su s d os asp ectos bas tan 128
te m al distinguidos, u n renovado prestigio y em pujara a la demo cracia ateniense hacia los meandros de errores en que hubo de perd erse. Los filósofos y los sofistas desc ub ren enton ces que el destino, si bien pesa siempre sobre los acontecimientos de la vida de cada individuo, s i bien es Ineluctable e n e ste dominio, adqu iere e n la vi da espiritual una forma inteligible y. hasta podría decirse, se am ansa . En la medida e n que el destino es el resultado de un or den universal, comú n a los dioses y a los hombres, se traduc e en leyes que tam bién ellas son com unes a dioses y hombres. Y esa s leyes son de orden mo ral, se refieren especialm ente al papel de la ju sti cia en el universo, al valo r de la armonía por oposición a la dis cordia. y su evidencia es tal que no se las puede percibir sin q ue rer a ceptarlas y sin q uere r ajusta r la conducta a ellas. La fórmula socr ática qu e hem os recordado, la fórmula de que “na die es malo volu ntariam ente ” es la consecuen cia directa de se m ejante visión del mun do. Es la consecuencia directa del ac ue r do que r eina entre el alm a de los hom bres y el alma de los dioses. El Destino deja entonce s de se r un a fuerza compulsiva y la liber tad se reconcilia con él. El Zeu s de Olimpia, las me topa s de su tem plo ilustr an, bajo el cincel de Fldlas. esta lección q ue s e m anifie s ta enton ces a los espíritus. Los seres m onstruo sos de la leyenda, los centa uro s violentos y sin ley ilustran la victoria del dios s up re mo (libre entonc es a los cap richo s de la tiranía) sobre to da s las for m as del desorden que impera en las cosas hum an as y en primer lug ar en el alma de los homb res. Las pasione s ejercen sobre el al m a otra clase de tiranía de la cual ella no podrá liberarse sino re solviéndose a su pe rar las, tal vez a sub lima rlas. En tre Esquilo y Fidias h a tra nsc ur rido to da un a etapa . Ze us ya no es el “Joven tira no" del Prometeo; se h a convertido en el com pañero y guía de la ex celencia humana. Prometeo ha quedado realmente liberado. Es verdad que ignoram os la fecha de composición del Prome teo de Esquilo. En general se cree que fue com puesto hacia el fin de la vida del poeta, tal vez en el mom ento en que se e ncon traba en Sicilia por segu nda ve z—alrededor del año 458 a. de C.—y po cos meses antes de su muerte. La hipótesis es frágil. Pero aun cua ndo , como es probable, esta tragedia no corresponda a los pri m eros a ño s de la trayectoria del poeta,4no po r eso deja de antici p a r la enseñanza de los prim eros sofistas a quie nes prefigura. La trilogía de La O restíada, de la que sabemos de ma nera c ierta que fue com puesta en el año 458, está impregnada de ideas análogas a las del Prometeo. Lo mismo que en esta tragedia, encontramos 129
u n vigoroso aborrecimiento de la tiranía. Lo cu al no debe asom bram os puesto que ese horror por u n régimen en el que el p rin cipe ‘no tiene que d ar cue nta s a su pueblo" se enc ue ntra ya en la tragedia Los pe rsas . Pero no por eso Esquilo se revela partidario de la democracia. E n el Agam enón establece u n a distinción muy clara entre realeza y tiranía. Lo que repru eba e s men os la mon ar quía (la presencia en la ciudad de u n solo hom bre cuyo poder du ra rá ta n to como su vida) q ue la tom a del poder po r la violencia y el crimen. El rey [basüeus) es (como lo será posteriormente en las exho rtaciones de Isócra tes a Nicocles y e n el Evágoras) el hered e ro del tron o en virtud de s u linaje. Este lo legitima. Los ancian os que e n el Agam enón forman el coro am an a su rey. Cuando les pa rece adivinar que éste a cab a de s er asesinad o p or la pareja ‘ilegí tima* qu e forman CUtemnestra y Egisto tem en qu e s e insta ure en la ciudad un a ‘tiranía". Agamenón, descendiente de Zeus por su s antep asad os Tántalo y Pelops, es considerado por los anciano s co mo el "guardián" de su pueblo. Esa condición no podría tenerla Egisto. produc to de u n incesto y por lo tanto "impuro”. Uno de los anciano s dice expresamente que m ás qu isiera morir que som eter se a Egisto que nun ca po drá se r m ás que u n "tirano", u n amo sin legitimidad: ‘la m uer te es m ás dulce qu e la tiranía", dice el an cia no argtvo. U na vez m ás es tá form ulada aq uí la terrible ecuación entre la libertad y la mu erte. Puede un o interrogarse sobre las razones de esta indulgencia por la realeza qu e atestigua Esquilo. Pueden concebirse varias ra zones. U na de ellas esté tal vez en las circ un stancias en q ue fue escrita la trilogía de la Orestiada. E n aquella época Esquilo no po día felicitarse por la democracia ateniense que de spu és de hab er desterr ado a Clmón comenzaba a revelar los peligros de la tiranía que ya exhibía. Por su nacimiento. E squilo pertenecía a la noble za de los eupátridas. La democracia, intransigente y hostil a las viejas familias que a nte s h ab ían dirigido la ciudad, no podía d es pertarle sim patías. ¿E xperim entaba Esquilo alg una n ostalgia po r los tiempos míticos en que los reyes hab ían go bernado en A tenas? Es posible también que este elogio del basüeus le haya sido dictado p or las relaciones qu e m an ten ía p or Hierón. “rey" de Siracusa . Se recordará q ue Píndaro en la primera Pítica hab ía dicho que la ciudad de Etna fund ada por Hierón para s u hijo Dinomeno a quie n hizo rey (basüeus) de ella, era u n a ciud ad ‘libre" regi da por leyes y no p or los caprichos de u n solo hombre. En el Agamenón, la libertad no es principalmente de orden po lítico. El “rey", a diferencia del tiran o, no rep resen ta m ás qu e un o 130
de los aspe ctos de la tragedia y. por otra parte, no podría bu sca r se e n ella u n libelo contra la democracia. Lo esen cial está en otro terreno. Como en el Prometeo, la libertad que se descub re aquí es por en tero inte rior. La lib ertad e stá en el alm a de C asandra. indo ma ble y poseída por s u dios. La profetisa no sólo está resignada a mo rir (una su erte que le reserva con h arta seguridad Clitemnestra) sino que se an ticipa a esa m ue rtey gracias a su aceptación sal va y afirma s u libertad. Cuan do el corifeo la interroga y le pregun ta po r qué en tra ella misma en el palacio donde se va a cum plir su destino. C asa nd ra responde: "Ha llegado mi ho ra, m uy poco ga na ría tratando de h u ir'. Y he aquí u na vez m ás la mism a ecuación que h abía formulado el anciano del coro u n poco an tes en la obra. La tercera tragedia de la trilogía, Las Eum én ides, retoma el prob lema en otro aspecto. O restes había recibido del oráculo la or den de da r m uerte a su madre. Ese asesinato implicaba para él un a m an cha q ue lo libraba a merced de las Erlnlas vengadoras. Moralmente O restes no tenía la libertad de r ec ha zar el deber que le imponía el dios, pe ro ha bía caído en o tra sujeción: la ley que d es de toda la antigü eda d castigaba al asesino de u na madre. Apolo, el dios de Delfos. era el verdad ero respon sable y a sí se entab la el debate entre él y las Erinias. Es tas dec laran expresam ente que el dios tiene la cu lpa d e todo: “Príncipe Apolo, ere s tú mismo, no el cómplice de este acto sino que eres tú y sólo tú el a u to r de todo es to". Orestes se encontró asi arra strado a toda u n a serle de hechos que no de jaban m arg en algun o a su libertad. No tenía la posibili dad de escoger. De m an era que en e sas con diciones, ¿cómo se lo podría castigar? Una vez m ás el problema de la re sp onsa bilidad h um an a se pla nte a frente al Destino. El deb ate e s llevado al Areópago donde lo decidirá Atenea quien, como se sabe , vota en fa vor de la absolución. Y la diosa expone las razones que le dictan su decisión: son razo nes que no puede r ec haz ar el coro de las Eri nias: la verd ade ra regla debe ser la m esu ra, el repudio de la “de s mesura". En dos ocasiones se repiten estas p alabras: “ni anarquía ni despotismo ”. Es a es la regla que P alas Atenea pide a los aten ien ses q ue observen. El tribunal del Areópago tend rá la misión de ve lar por que asi ocurra. En este dese nlac e de la tragedia (y de la trilogía, por lo tanto, en la lección del conjunto) se pue de ciertame nte disce rnir un a in tención política en una época en que el papel del Areópago era puesto en te la de Juicio y en que la democracia te ndía a quitarle toda influencia en la resolución de los negocios p a ra someterlo to do al pueblo. Esquilo den un cia los peligros de sem ejan te tenden131
cía: recuerda que el Areópago es el lugar por excelencia de la equidad y de la razón. Es el Areópago el que debe ha cer que la ciudad no caiga en ning uno de los dos excesos que la ace cha n, precisamente la an arqu ía y el despotismo, e sos dos polos de tod a la democracia. Pero este aspec to político no es el único aspe cto de la tragedia. La tragedia de Orestes propone u n a solución nueva al problema de la responsabilidad moral y por lo tanto al problema de la li bertad hum ana fren te a la s leyes del destino, la s de los ‘a ntiguos dioses". Abrumado por la situación en que se en cuen tra, sin que él la haya querido, prisionero de un acto que no podía deja r de cumplir. Orestes se salva sin embargo y es arreba tado a las E rinlas porque en el nuevo orden del m undo, el de Zeus, la ‘razón" (o m ás bien la racionalidad) prevalece sobre la ley antigua. La materialidad del acto deja de se r el factor determ inante . O tro principio justifica el Juicio. En aquel conflicto en tre lo qu e le es debido al p ad re (la ven ganza) y lo que le es debido a la madre (el resp eto de su vida). Palas Atenea decide que la ca u sa del padre debe Imponerse. Esa c au sa se apoya en la e stru ctu ra m isma de la vieja sociedad ateniense, fundada en la preeminencia del padre (un argum ento que ha bría sido tam bién válido en Roma). El eup átrld a Esquilo n o podía sino apro bar esta tesis. Pero m ás im portante es el hecho de que se tomó esta decisión en virtud de un logas, de un argumento de la inteligencia. El principal papel en este asunto corresponde a la razón. Esta debe prevalecer sobre los arra nq ue s de la cólera y del odio y sobre los imperativos de la pasió n así como sob re la s creencias instintivas. En ese momento está naciendo un nuevo orden. Las Erinlas, primero recelosas, terminan por aceptar esta blecerse en A tenas donde recib irán honores partic ula re s. Se convertirán en divinidades de la fecundidad que ha brá n de rep artir su s bendiciones sobre la tierra y sobre los hombres. Las Erinlas. ha sta entonces instrum ento s de venganzas practicada s en virtud de reglas que no tienen e n cu en ta las intenciones del culpable n i su libertad, en adelante dará n p rueb a de discernimiento, asegura rán la salvación de los ju st o s y la perdición de los impíos, lo cua l no podran hacer si no reconocen la responsabilidad de los humanos. Ese es el mensaje que podemos distinguir en las tragedias de Esquilo que h an llegado h as ta nosotros. De m ane ra q ue desde los prim eros años de Pericles com ienza esa gran c orriente esp iritual 132
que pronto habrá de ampliarse con la obra de los sofistas y los filósofos y que poco a poco habrá de descubrir la verdadera li bertad. Las Eum én ides nos ofrecen el modelo por excelencia de aqu e llos deb ates (agones) que term inaron por ser un a p arte obligada de las tragedias. En un agón el poeta pone en escena y frente a frente a dos personajes, cada uno de los cuales es partidario de un a tes is que sostiene con los argum entos que le parece n mejo res. Las má s de las veces ambos invocan al logos. a la razón, al dis curso verosímil. Trátase de un a ju sta , que se asem eja a la de los atleta s del estadio, de ahi el nom bre que se le ha dado. P ara ob tene r la victoria (a diferencia de los jue go s atléticos) todos los gol pes son lícitos y a esto se debe el re proche frecuentem ente form u lado con tra las habilidades sofisticas que no era n ra ra s en esos en cue ntros; pero a p esa r de tales desviaciones, el principio del agón es el de ha ce r triun far el bu en partido, el partido de la verdad. Y esto equivale a solicitar el consenso de los espíritu s en lo tocan te a lo que se les manifiesta como verdadero. Un procedimiento que ya hemos encontrado en el “socratismo". En este sentido el agón Implica u n acto de libertad. Lleva a esce na l a parrhesia. el de recho a la palab ra, ta n frecue ntem ente Invocado por los partida rios de u n régimen democrático y con tra el cu al D emóstenes (tes tigo de los errores de ese régimen d espu és de los día s de Pericles) había p uesto en guardia a los ateniense s cuan do dijo; ‘la libertad de pala bra es la ma rca de la libertad, pero el peligro está en el dis cernimien to de la ocas ión'. ¡En el teatro el peligro era me nor que en el ágora! A me dida qu e avanza el siglo, los deb ates sob re la libertad en la traged ia se refieren cada vez m ás a la libertad ‘interior’ frente al poder. En e ste sentido u na de las trage dias m ás significativas es probablemente la Antígon a de Sófocles, quien en 441 a. de C. mostró a la hija de Edipo afirmando (cuando se ju ga ba la vida y lo sabia) el derecho y el deb er que tiene todo se r hu m an o de seguir las reglas de la moral ‘no escrita’ a u n cu and o és tas e stén en con tradicción con los decretos de quienes ejercen la autoridad. Por m ás que Creonte. el rey, que prohibió qpe se diera sepu ltura a Po linices (culpable de ha be r combatido con tra su patria) pu eda m a nifestarse como un ‘tirano’, es en realidad un rey legítimo, u n bastieus. y no es e n su condición de mona rca como se lo cuestiona aquí. El deb ate no ve rsa sobre el régimen político de la ciuda d. Es m ás elevado. Antígona repre senta , no la ‘democracia", sino la con133
ciencia hu m an a. El “demócrata" está repr esen tado m ás bien en el centinela, u n razonado r que tiene su ha bla r franco (la parrhesia democrática) y en el cu al los espectado res po dían reconocer a uno de esos hom bres del pueblo, irrespetuoso s y preocupados sobre todo por no co rrer personalm ente ning ún riesgo frente al poder es tablecido. Feliz por es ca p ar a la cólera del rey. no ex perim enta nin gú n remordim iento en entregarle a Antígona. Evidentem ente Só focles quiso darle u n “alm a de esclavo", como se la enten día en tonces. Esto hace m ás conmovedor el doble con traste que hay entre Antígona y el guardia y entre Antígona y el rey. Antígona es doblemente libre p ue s se separa de los súbditos c om unes del rey que, como el guard ia, ace pta n implícitamente lo que les aconseja la prudencia, y se separa del propio Creonte al rechazar el ar gum ento que determ inó la decisión de éste, la razón de Estado. En este doble pu nto de vista, Antígona está solitaria y es única. Un can to del coro de esta tragedia s e h e hecho célebre con ju s ta razón. Es el que ex alta los infinitos rec ur sos del espíritu h um a no.“Hay muchas maravillas en este mundo, pero ninguna más grande que el ho m bre.” Sófocles la atribuy e a la ingeniosidad h u ma na, mérito del titá n e n el Prometeo de Esquilo. No era n ece sa rio que un dios interviniera para que los seres hu m ano s saliesen de la desdich ada co ndicio nen que los colocó la natura leza. Los h u m anos se liberaron por si mismos, tuvieron el talento pa ra h acer lo. Ninguna ley los presiona a prior!. Tienen el don de la libre cri tica. Pero esa libertad de elegir la regla que h an de seg uir no es u n a libertad sin limites: u no de los limites es tá imp uesto p or la condi ción hu m an a m isma, p or el ñn ineluctable de la vida; pero hay otro limite, la tentación de la de sm esura q ue im pulsa a los hom bres a desa fiar la ley divina, la cu al empero los sojuzga. E sa libertad de la desm esu ra (la hübrts) es mu y engaño sa pu es tiene el efecto de someter m ás estrecham ente a q uien se aban don a a ella y le hace sen tir luego las m alas consecu encias de s u acción. Desde el mo mento en que u n hom bre comete voluntariam ente u n acto crimi nal desafiando la justicia de los dioses, el castigo no dejará de cumplirse. Es más, ese hombre estará en adelante man chado por su crimen y su sola presencia compromete el hogar en el que e n tre y, de ma ner a m ás general, a todo el Estado. No podría denuncia rs e con may or claridad la am bigüed ad y los limites de la libertad hu m an a. Creemos que es é sta la signifi cación de la tragedia Antígona, significación que co nsiste no sólo en ha cer prevalece r la ley “no escrita" sobre la ley escrita del Es134
tado. Aqui dos libertade s es tán en conflicto. Hay un a libertad pe rversa. la de Creonte. que como rey no tiene que rend ir cu en tas a nadie —y por lo tanto es “libre"— y aplica la ley del tallón. Fr ente a e sta libertad está la libertad de Antígona. con su voluntad inflexible. que sa ca su fue rza del sentimiento, el cua l (semejante al demonio de Sócrates) le indica con evidencia la con duc ta qu e de be seguir. Adem ás, m ie ntr as Antígona muere seguid a por su pro metido Hemón. C reonte d escub re su error y el extravío de su volun tad . El corifeo en los ú ltimos versos de la tragedia expone esta conclusión del drama : “La sabiduría es con m uch o la primera de las condiciones de la felicidad". Lo cu al significa qu e la voluntad en si no es ni buen a ni mala. La libertad de obrar, de que esa vo luntad es la expresión, debe se r esclarecida. Y tiene guias p ara ello. En prim er luga r la "piedad" (“Nunca hay que co m eter impiedad c on tra los dioses", dice el corifeo) y luego el sen tim iento de la m esu ra ("El hado paga con duro s golpes las pa labras a ltisonantes de los orgullosos", co ntinúa diciendo el poeta). Y aq uí volvemos a en con trar la tentación de la hübrts que u na antiquísima tradición del helenismo den unc iaba como u n peligro mo rtal. Es a era la tram pa en q ue cayeron los titan es y los gigantes en lucha c ontra los olímpicos. Había tam bién de sm esura en el intento de Je rje s de som eter el m undo que se e xten día “bajo el cielo de Zeus". Tal vez pueda p ensarse tam bién en ‘los ángeles malos", e n lo s diablos, en el calu m niad or por excelencia, hábil en e xplotar las pasio nes que enceguecen la voluntad, en tran sform ar la libertad en u na m áqu ina de muerte. Parece, pue s, que el sendero de la libertad es mu y estrech o y que borde a abismos. Al m eno r paso en falso las viejas coacciones rec up era n su imperio. Esto es cierto en el caso de la vida política y explica el desdichado destino que aguardaba a los atenienses de sp ué s de los días de Pericles. Y esto es cierto tam bién en el ca so de la s pers onas m ism as som etidas por los dioses a la ley del error, es as persona s que deben luc ha r para alcanzar la sabiduría pu es sólo ésta pe rm ite u n “bu en uso" de la libertad. Seg ún vemos, la tragedia d e Sófocles no se desvia de la corriente de pe nsam iento que he m os creído descub rir a lo largo de todo el “gra n siglo" de Atena s y ex alta el pod er de llegar a la verdad, re conocido o atribuido al esp íritu hu m ano . Uso optimista de la libertad y, a nte todo, reconocimiento de su existencia en el alma h u m an a a u n cuand o ningu na palabra indique todavía las distincione s qu e poco a poco se m anifiestan entre los diferentes aspectos del concepto. La “libertad" es m irad a en tonce s como lo propio de 135
las “gra nd es almas" y no ya ta n sólo como lo propio de aquellos que poseen la “libertad" ju rídica. E n Las traqutnias, Deyanira se asom bra de que s u sirvienta, u n a esclava, haya podido darle u n conse jo que es a la vez sab io y está de conformidad con el honor. Aquí se ha abierto un a brecha en el m uro que ha sta entonces sepa ra ba irremed iablemente la libertad y la serv idumbre. Antigona es el ejemplo m ás a cab ado de u n alm a indoblegable (tal es el adjetivo que se le aplica), y es notable co m prob ar que d es pués de ella viene toda u n a cohorte d e muje res tam bié n heroicas. Un heroísmo que uno esperaría m ás bien por parte de los hom bres. Pero paradójica m en te, m ás frecuentem ente s on la s muje re s las que, d ispu esta s a morir, atestigu an a si su libertad. Tal vez por que el código del honor de las mujeres es más exigente, tal vez porque, sometid as al pad re, al marido, a u n herm an o, las m uje res no tienen ocasión en su vida cotidiana de ejercer su libertad. Su s únicos tesoros son su propia perso na, su propia conciencia y por eso piensan de ‘manera más elevada". Un hombre, en los comb ates en que está comprometida su libertad espe ra alcanzar la victoria, como ocurrió en M aratón y en Salamina. Pero u na es peran za tal es inaccesible a las m uje re s, ta nto dep en de en la prác tica su vo luntad de otras person as. De modo que su libertad se tr a duce las m ás veces (por lo me nos en la leyenda y en los poemas) en el sacrificio de si mism as. Asi como Antigona. an te s de sacrificarse pa ra seg uir la ley m o ral, se había hecho la compañ era de su padre y hab ía partido con él al destierro, de la misma m ane ra en Los heráclidas, Macarla, la única h ija eng endrada por Heracles, hab ía rendido a éste los úl timos deberes al apagar las b ras as re sta nte s de la pira del Eta. To da ella consagrada a su raza, cuand o sup o que los heráclidas no podrían alc anzar la victoria so bre Euriste o sino al precio de u n a victima h um an a. Macarla decidió espo ntáne am ente se r esa vic tima. De manera que Eurípides retomaba el tema del sacrificio supremo realizado libremente por un a m ujer y tan bien ilustrado por la Antigona de Sófocles. Ya unos diez años antes de Los heráclidas Eurípid es ha bía llevado a la es cen a el dram a de Alcestes que co nsintió en m orir par a que viviera su marido Admeto. También Alcestes había tom ado u n a libre decisión. Su libre deci sión era la condición impuesta por los dioses para que pudiera efectuars e el intercambio de vidas. A m enu do se dice que Alcestes se sacrificó por amor. Pero ¿qué am or? Lo comprendemos me jo r si recordam os que Euríp ides había com puesto con el titu lo de 136
Protesilao un a
tragedia hoy perdida. Protesilao, c asa do con Laodamla. hab ía sido el prim er guerrero que murió en la guerra de Troya. En m edio de su pena , la espo sa ha bía rogado a los dioses que se lo devolvieran siquiera por u n breve insta nte. Protesilao h a bía re gresa do, pues, a la vida, pe ro so lam en te por tr es horas. Cuando transcu rrieron e sas tres h oras y se desvaneció el fantas m a de Protesilao, Laodamia se dio ella misma la mu erte. ¿Por qué razón lo hizo? ¿Fue sim plem ente esclava de su pas ión? No es así como la tradición p rese nta este episodio: como espo sa de P rotesi lao, Laodamia estab a un ida a él po r las leyes de los hom bres y de los dioses, precisam ente e sa s leyes que Clitemn estra hab ía viola do. lo cu al ac arreó la condena ción de Palas Atenea a nte el trib u nal del Areópago. Al morir, Laodamia h abía obedecido a e sa s le yes. cum plía ‘su deber’ como lo hizo Alcestes. Ahora bien, cum plir el deb er es, como vimos, d entro del espíritu de e sa época, la m ar ca misma de la libertad. Al darse muerte. Laodamia renuncia a todo aquello que en ella quisiera vivir y en esto se m ue stra libre. Del mismo modo, las m ujer es que e n el teatro d e Eu rípides se sacrifican ‘libremente" lo hac en pa ra a jus tars e a la ley moral. Ese es el caso de Ifigenia que prim ero se rebela co ntra la idea de mo rir. pero que term ina por sen tirse orgullosa de contribu ir con s u m uerte al éxito de las arm as a queas. O tam bién es el caso de Polixena en la tragedia de Hécu ba. Cu ando los soldados se disponen a a pod erarse de ella pa ra q ue Neoptolemo (que ofrece este s ac ri ficio a s u pa dre Aqulles) le hun da la daga en la gaigan ta. Polixena declara firmemente a s u s verdugos: *¡Oh arglvos que h abé is destruido mi ciudad, y o m uero voluntaria mente! Qu e ninguno de vosotros ponga su m ano sobre mi cuerpo. Sostend ré e l cuello con firmeza. Dejadme libre, en nombre de los dio se s, a fin de que mu era libre, p u es entre los m uertos me avergonza ría de qu e yo. q ue soy d e san gre real, sea llamada esclava".
E stas pa labra s d espertaron la admiración de todo el ejército griego y provocaron su en tusias m o. Los soldados a porfía deposi taro n so bre el cadáver d e la Joven degollada las ofrend as que te nía n a su disposición, ram as y hojas. Y ha sta la ma dre de Polixena. la a ncian a Hécuba. encontró en el valor de su hija un a espe cie de consuelo, ha sta ese pu nto la nobleza de los sentim ientos, la elevación del alma y la aceptac ión de un a sue rte ineluctable son insep ara bles de la "libertad", en el sentido m ás am plio del térm i no. Al re pu diar el uso de la violencia con ella, Polixena se mo stró evidentemente “libre" en todos los sentidos del término. Unica m ente los esclavos se deb aten y se resisten a la m ue rte, como los 137
animales a los que se abate. E n cambio. Polixena. a quien las le yes de la gue rra hab ían reducido a la servidumbre pero que ha bía nacido libre en u n a cas a real, recobró su condición primera po r la sola fuerza de su alma. De est a m an era la tragedia de Eurípid es abría el camino a los filósofos, quien es al gu na s generaciones des pués darían u n fundam en to teórico a lo que ha sta entonce s no era m ás que intuición e instinto de la grande za hum ana. En o tra tragedia de Eurípides. Hipólito (la única de las dos tra gedias de ese nom bre com pu estas p or él y que poseemos), el pro blema de la libertad está planteado de u n a m anera aun m ás d ra mática. E sta tragedia pone en e scena a tre s personajes: Teseo, su hijo Hipólito y Fedra. espo sa de Teseo y m ad ra str a de Hipólito que es el hijo de u n a amazona. Fedra es la verdad era heroína de la obra. Los otros dos perso najes. Teseo e Hipólito, sufre n m ás bien la acción an te s que ob rar ellos mismo s. Se sabe , po r la tragedia de Racine. qu ien retomó este problema d e la libertad transpon iéndo lo en u n a p erspectiva cristia na (la necesida d de la ‘gracia* par a s u perar la s m alas pasiones), que Fedra se suicid a aparente m ente para salv ar s u honor o mejor dicho porq ue no puede soporta r el deshonor: se atrevió a con fesar a Hipólito el am or que experimen tab a p or él. Hipólito la rechazó y Fedra. a pe sar de la promesa que obtuvo de Hipólito de gu ard ar silencio, sabia m uy bien que no po dría de jar de revelarlo todo a Teseo cu an do éste regresara a Ate nas. Fedra violó las leyes del matrim onio y sobre todo sabia q ue su crimen no quedaría oculto. Decidió morir. ¿Lo hizo libremen te? Si su única preocupación hu biera sido disim ular su falta y no inc urr ir en la reprobación y el desprecio de todos tal vez podría d e cirse que murió libre. Pero, en realidad. Fe dra esp eraba de su su i cidio. qu e la disculp aría a los ojos de Teseo. la perdición de Hipó lito. puesto que al m orir dejó un a tablilla en la que lo acu sab a del crimen del que ella misma era culpable. C uando en el EdipoRey. Yocasta se ahorcó al enterarse de que sin sab erlo se había ma n cillado con u n incesto, lo hizo pa ra ob edecer a la ley moral. De m a ner a qu e la acción de Yocasta era “libre". En c ambio Fedra e ra e s clava de su pasió n y fue Afrodita quien lo urdió todo y se burló de ella. De m an era q ue no mu rió m ás librem ente que Hipólito, quien fue víctima d e la maldición p atern a. Posteriormente en la tragedia de Sén eca que se llamará Fedra, el debate v ersará de m ane ra explícita sobre el grado de libertad que se le pue de reconocer a la reina. F edra se sa be culpable, pe ro confiesa que no puede dejar de seguir los impu lsos de la pasión. Mientras el poeta ¿riego ponía en es ce na el problem a eterno del ex138
travío produ cido por los dioses. Sé neca ve el dram a de Fedra en el alma m ism a de la reina, en el com bate librado entre la voluntad y la pasión. Aqui no interviene la divinidad. De m an er a que e n Séneca está recusado el tradiciona l optimismo, seg ún el cua l sólo se puede cono cer el bien aju sta ndo a él la cond ucta. Y todo el problema de la libertad hu m an a se vuelve a plan tear en la medida en que esa libertad ya no es tá som etida a los decretos de los inmortales sino que es algo entera m ente interior. En el tiempo transcu rrido entre la tragedia de Eurípides y la de Séneca se h a desarrollado el estoicismo. Por m al informados que estem os sobre las condiciones en las que Zenón de Citlum. el fund ad or de la escuela estoica, elaboró su doctrina, podemos considera r seguro que oyó las en seña nza s de los cínicos y que aceptó s u s principios, esp ecialmente el que afirm aba la “libertad" del hom bre y su independencia respecto del Estado. es decir, respecto de la opinión Idoxa) y de las ideas recibidas. Por ejemplo. Zenón declarab a que no había n ad a choca nte en ca sa rse con la madre y ten er hijos de ella. '¡Lo cu al hacia ca du ca la tragedia de Edipo Rey! E n su tratado titulado Politeia (La Política) desalen taba la idea de c on struir gimnasios y tem plos en las ciudad es, lo cu al equivalía a m in ar todos los valores tradicionales, los valores por los cua les se deter m inab an los espíritus. Si bien acep taba, como Platón, la com unida d de las mu jeres, condenó, se gún se dijo, el diálogo de la República, porque Zenón negaba el principio mismo de Estad o. Sostenía Zenón que “todo s los ha bitante s del m undo, que es el nuestro, no deberían vivir s eparados en ciuda de s y en pu eblos que obedecían a su s propias leyes, sino que deberían considerarse como un a sola comunidad, en la que deberíamos vivir todos en común, según la misma disposición. como los animales de un rebaño que pastan en un mismo prado". Lo cual ponía en tela de ju ic io toda la ideología fu ndada en la cu al h ab ía vivido el helenismo desde hacia siglos y m uy espe cialmente la polis ateniense , e n la que él mismo vivía y enseñab a. Siendo un os veinte añ os m ás joven que Alejandro Magno. Zenón a sistió al nacimiento del imperio que se abrió al helenismo p or las co nq uistas del macedonio. No pensem os sin embargo que fue ese hecho político lo que le sugirió esta idea de u n a sociedad com ún a todos los hombres. Unas palab ras que se le atribuían (ha bría aconsejado a Alejandro que se con dujera con los griegos como u n “guía" y con los bárb aro s como u n “amo") sug ieren que s u concepción del Estado con cord aba con las ideas de sarrollada s por 139
¡Sócrates que. como intentam os demostrarlo, ha bía p reparado el advenimiento de un a m onarquía en la que se integraran las an ti gu as ciudades superponiéndose a todas ellas. E sto tenía gra n im portancia. Políticamente era cierto que el Estado c iudad d ejaba de s e r el modelo propu esto a toda sociedad h um an a o. por lo men os, la ciu dad perdía su carácter totalitario. Muy pronto no sería más que u n a ‘célula’’ de la vida social. Por encim a de los Esta do s ciud ad es yux tapu estos h abría reinos y por encima de los reinos convertidos en provincias, un imperio cuyos limites tendía n a s er los del m u n do habitado. El viejo sueño de Jeije s, modelado segú n la teología faraónica, sería rea sum ido por Roma. Los seres h um an os ya no serian exclusivamente ciudad ano s de un Estado ciudad, siempre dispuestos a afirmar su libertad a expensas de la libertad de los demás Estados, sino que pertenecerían a la comunidad hu m an a, no ya de u n a m anera vaga y teórica, sino por medio de institucio nes estables, las del imperium Romanum, lo cual a portaría a los ciudadanos otra idea de la libertad. Pero al mismo tiempo se produ cía otra m utación paralela en un dominio distinto del de la s instituciones. A me dida que el Es tado ciudad pe rdía su cará cter ejemplar y dejaba de ser el mode lo exclusivo de las sociedades hum an as y cuando su s estru ctu ras ya no eran las únic as concebibles pa ra integ rar una sociedad de hom bres libres, se iba debilitando la distinción, esencial en el Es tado ciudad, entre ciuda dan os y extranjeros. Pero al mismo tiem po te ndía a abolirse o por lo m enos a esfum arse otra distinción m ás profunda y también m ás necesaria tan to pa ra la economía del Estado como para la idea que uno se hacía de si mismo, la distin ción en tre a mo s (los hom bres libres) y esclavos. ¿Cómo m an ten er, en efecto, e sa distinción que se conocía desde siglos si griegos y bárb aro s ib an a integra rse en la m isma comunid ad? ¿Acaso no se fundaba todo en u n dogma, admitido por todos, según el cu al los griegos formaban un a categoría hu m an a superior por su cu ltura y los dones de su espíritu e n contra ste con los bárb aros entre q uie nes principalmente se re cluta ban los esclavos? Aparentemente Zenón a ú n no se h abía desprendido comple tamente de ese sentimiento como parece m anifestarse po r el con sejo que ha bría dado a Alejandro y que nosotros hemos rec orda do. Estimab a Zenón que únicam ente los griegos era n cap ace s de obedecer a la persuasión, a la razón que les m ue stra el bu en c a mino; los bá rba ros sólo eran sensibles a la fuerza. Pero éste es só lo u n an álisis global. C uand o se tra ta de person as y no ya de pue140
blos tomados en su conjunto, el análisis de Zenón es sensiblem ente diferente, como lo sugiere n a lguno s fragmentos conservados de su obra. Zenón habla escrito, en efecto, que ‘todo homb re sabio es libre’, y curiosam ente se refería a do s versos de Sófocles para p recisa r su pensamiento. En u na tragedia perdida. Sófocles había es crito: “quien entra en trato s con u n tirano se convierte en esc lavo de éste aun cuando sea un hombre libre". Y Zenón agregaba: ‘no es esclavo si él mismo es un hombre libre". Lo cual significa ba que el h om bre no es esclavo si posee esa libertad interior que no es au tom áticam ente ni exclusivamente el patrimonio del “hom bre libre". A la concepción tradicional de la libertad, tal como está sob reentendida e n la fórmula de Sófocles, Zenón le agrega pu es un ‘corolario" en la forma de u na distinción esencial que. por lo demás, estaba implícitamente conte nid a en la fórmula de Sófocles: pu es to que un hombre jurídicam ente “libre" puede, en virtud de su s relaciones con u n tirano, co nvertirse en "esclavo", ello significa que existe una esclavitud del alma independientemente de la condición Jurídica. Un hombre se convierte en esclavo de u n tirano a l halagarlo, al espe rar de él alg ún beneficio. Vemos pues q ue los primeros lincamientos del estoicismo en lo que s e refiere especialmente a la libertad del alma ya e stá n presen tes en la conciencia com ún de los ateniens es dura nte el siglo v an tes de nu estra era. Esa es la conclusión que hemos creído sac ar de nu estros anteriores a n álisis. Es significativo el hecho d e que Zenón p ar ta de ideas expre sa da s por los trágicos y se apoye e n ellas al desarrollarlas y al form ularla s de ma nera explícita. Tanto en Sófocles como en Euríp ides. en efecto, la afirmación de que la verdadera libertad corres ponde al alm a todavía está presenta da como una parad oja, como un a m ane ra de decir, que asim ila los dos aspectos de la libertad. Pero el problem a ya es tá plan teado y los filósofos ac ep tan los términos del planteamiento. El de bate en tre Antígonay C reonte as u me s u pleno valor ejemplar. La libertad interior reconocida al sabio p or Zenón implica que el sabio no puede s er sometido a coacción alguna. Pa ra hacerlo comprender. Zenón se valía de la siguiente com paración: ‘sería m ás fácil hu nd ir en el agua u n odre lleno de aire que obligar por la fuerza a un sabio a ha ce r algo a pe sar suyo, algo que él no quiere hacer, pue s su alma no pued e se r influida ni vencida cuan do un razonamiento recto le ha comunicado, mediante razonamientos sólidos, u n firme vigor". Después de Zenón, esa doctrina se afirma cada vez más de 141
generación en generación y desarrolla sus implicaciones. Una fórmula de Crlsipo, discípulo indirecto y sucesor de Zenón que dirigía la escuela del Pórtico (Oleantes, el sucesor directo de Zenón. había compuesto un libro Sobre la libertad, del cual sólo conocemos el titulo), definía asi la libe rtad y la esclavitud: ‘Hay que llam ar libertad leleutherid) a l conocimiento seg uro (la ciencia, la epistemél de lo que está permitido y autorizado y esclavitud (douleia) a la ignorancia de lo que es tá autorizado y de lo que no lo está". Semejante libertad y semejante esclavitud ya no tiene n nada que ver con lo que esa s mism as pa labra s designaba n en los E sta dos ciudade s. De modo que el conocimiento de lo que es lícito y de lo que está prohibido no es tá dado p or las leyes. Ese conocimien to no es u n a simple información, sino q ue e s u n a “ciencia" (en el sentido ya definido po r Platón), fund ad a en la lógica y la dialécti ca que ellas mism as con duce n a la sabid uría. Síguese de ello, en efecto, que sólo el sabio es libre pues e s el único que po see u n co nocimiento seguro de la verdad. En cambio, todos los dem ás se res h um ano s, sometidos al error (al poder de Ate. como en los tiem pos míticos), a las pasiones y sobre todo a la s ideas fa ls as que les impone la opinión vulgar son en realidad esclavos. Esta paradoja era algo que los adversarios de los estoicos les reprochaban pue s en traña ba otras, como "únicamente el sabio es rico", “únicamente el sabio es hermoso", "únicamente el sabio es elocuente, poeta, etc." porque se sup one que ún icam ente él po see la verdadera riqueza (que es el bu en uso de la riqueza au n en medio de la pobreza), la verda dera belleza (que es la del alma), la verdadera elocuencia (la que m ue stra a los esp íritu s la verdad), la poesía (el arte de conmover las almas, no pa ra extraviarlas sino pa ra hac erlas sen sibles al bien). La “libertad" del sabio, a u n c u an do parezca un a parado ja en la proposición que la formula, respon de a u na realidad de orden moral, a u n a experiencia que hemos visto formarse y luego imponerse a la con ciencia griega du ran te el curso de u na lenta evolución. Otro pasaje de C risipo precisa que el sabio, considera do a sí co mo u n hom bre libre po r excelencia, posee el privilegio de o bra r por si mismo, en tant o que la esclavitud consiste precisam ente en la privación de esa posibilidad. Pero, “obrar por si mismo" quiere de cir rechazar todas las presiones y coacciones cualquiera que sea su procedencia, ya provenga n de la sociedad (de la ciu da d demo crática o de la tiranía), ya provengan de la s fuerzas irracion ales del ser. En definitiva la libertad sólo será adquirida por aquellos es142
pir itus que h an ace ptado la lenta evolución intelectual y moral que cond uce eve ntualm ente a la sabiduría, es decir, aju icio de Crisi po, a la sabid uría de los discípulos del Pórtico. A hora bien como veremos, en tre esos discípulos, que llegaban a ser a s u vez m aes tros de sabiduría, había esclavos. Como vemos, fue en virtud de un a serie de metáfora s y de d es lizamientos de sentido cómo los filósofos estoicos produjeron la gran mutación social y espiritual que ya estaba en preparación mucho antes, pero que encontraba la oposición del régimen del Estado ciuda d con todo lo que éste implicaba en cu an to a coaccio ne s y exclusiones. No era aquella la primera vez que en la histo ria del espíritu humano el lenguaje se mostraba creador, asi co mo en otras circun stancias podía tam bién ser destructor al hacer na ce r espejismos y toda clase de ilusiones. En la doctrina estoica, la última carac terística o propiedad de la libertad interior es el sentimiento de plenitud que ella procu ra al alma, un a especie de felicidad que explica la fueiza de atra cció n que ejerce en los espíritus. Para los estoicos, existen tres “b ue na s pasiones”: la alegría, la voluntad y la pru dencia. La volu nta d es un “deseo que e stá de acu erdo co n la razón” y que se opone a l deseo pasional. La volu nta d e s como la expresión de la libertad, su re alización en los hechos. De ello res ulta que . en la satisfacción de este impulso de “quere r” libremente, todo se r hum ano se desa rro llará. am pliará y conoce rá sentimien tos de benevolencia, de du l zura . de afecto, de am or por su s sem ejantes. ¡Extraño lazo que se establece a sí entre la libertad y la... fraternidad! Pero e sta vez no se tr a ta del Estado ciudad democrático. Una vez exp uestas e sta s premisas, ya n ada impedía en teoría reconocer la libertad del esclavo. Du ran te mu cho tiempo esto no tuvo consec uenc ias ju rídic as, por lo m enos en el m undo griego. No ocurrió lo mismo e n Roma, según veremos. Es posible que ha sta en el mismo m und o helénico la difusión de la filosofía estoica, con la nu eva conce pción de la libertad que implicaba, haya tenido conse cue ncias políticas, pero sólo las en trevemos no m uy claram ente. Tal vez las rebeliones serviles, ba s tan te nu m erosa s en el Oriente, en Sicilia, en Italia ha ya n utiliza do esa ideología que ten día a reco noc erla igualdad de todo s los se res h um ano s sin distinción de origen ni de raza. E n el ca so de las rebelion es de Sicilia y de Italia (la rebelión de Es partac o) no hay nin gú n indicio en favor de e sta hipótesis. No ocurre lo m ismo re s pecto de la gran rebelión que estalló en Asia por instigación de Aristónico. un b as tard o del rey Eu m ene s de Pérgamo. el padre de 143
Atalo III. Aristónico no quiso reconocer la validez del testam en to de Atalo que h abía legado su reino a los romanos. Reunió u n g ran núm ero de esclavos, de cam pesin os sin tierra, de gente pobre a los que prometió que con ellos funda ría u n a Ciudad del Sol. en la cu al los ex esclavos serian h om bres libres. Ese no mb re de Ciud ad del Sol es bastante misterioso para nosotros. Evoca la “novela” de Iamboulo que n os es referida por Diodoro de Sicilia; tr át as e de la historia de dos griegos captu rado s por etiopes y em barcados por la fuerza en u n navio que term inó por llegar a u n a isla rem ota lla m ada precisamente Isla del Sol y cuyos hab itantes se da ba n el ti tulo de Hijos del Sol. Esa e ra u n a de es as novelas de aven tur as fre cu ente s en la litera tura egipcia. ¿Es licito pe ns ar que la de Iam boulo te nia u n valor simbólico y disim ulaba u n a alegoría relativa a la “libertad” na tur al? ¿O ha brá que pe ns ar que apoyándo se en este au tor, Aristónico. que conocia la doctrina estoica, ha bía to mado el nombre de la isla porque los estoicos hacian del sol su gran dios, el dios en el cual m orab a el alma del mu nd o? E n el rei no que Aristónico esperaba fu nd ar, todos los seres hum ano s, p ar ticipes de esa alma, ya no tend rían clases sociales. Lo mism o que en la república de Platón, ha br ían practicado la comu nida d de las mu jeres y de los hijos. En todo caso, aquí no hay na da que sea es pecíficamente estoico. Verdad es q ue el filósofo Bloslo de C umas, amigo y consejero de Tiberio Graco. fue a refugiarse ju n to a Aris tónico de spu és de la m uerte del tribuno. Y Blosio de C um as se co n sidera ba estoico. Es tos n exos no so n evidentemente decisivos. Ob servemos ta n sólo que el inten to de Aristónico se p rodujo en Pérgamo, en el Asia Menor, y n o e n tierra helénica prop iam ente dicha. En el Asia Menor, las b ar rer as e ntre libertad y esclavitud e ran cier tamente m enos sólidas a ca u sa de la mezcla de razas y de las tr a diciones de aquel reino en el que se enco ntraban los un os jun to a los otros colonos griegos, frigios, gá latas. invasor es galos m ás o menos asimilados y a u n otras gentes. Como quiera que sea. el pensamiento de los filósofos, en ese mu ndo helenístico creado por las co nq uistas de Alejandro podía efectivamente ofrecer a los “políticos" m uch as imágenes (y m u ch as tentaciones) de la libertad. Pero la mayor pa rte de los estoi cos no era en modo alguno “an ar qu ista ”. Por el con trario, los es toicos fueron a m enu do co nsejeros y amigos de los reyes. Al reco nocer que en el universo existe u n ‘principio rector" y que, p or otra parte, ese universo exhibe u n a evidente racionalidad, los estoicos llegaban a la conclusión de que. si se qu ería segu ir la ley de la na turalez a (es decir, de la realidad ). convenía som eter las so ciedades 144
a reyes, con la condición de que éstos se doblegaran a los imperativos de la razón, practicaran las virtudes fundamentales que és ta implicaba: la sab iduría, el coraje y la ju stic ia y la moderación. De ma ner a qu e asi. empleando la fórmula atribuid a a Palas Atenea e n L a s E u m é n l d e s . no hab ría “ni an arq uía ni despotismo'. Este es u n ideal que hab rá de realizarse en el m undo romano.
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La libertad bajo los Césares Durante muy laigo tiempo la navegación en el Mediterráneo había sido poco segura. Ya en la Odisea se menciona a los piratas, m arinos de Tafo, un a isla cercana a las costa s de Acam ania. en el Mar Jón ico, y tam bién a los fenicios que h acían el comercio por todas p artes y en ocasiones raptab an a los niños para venderlos como esclavos. Esta situación duró durante siglos. La comedla nueva del siglo iv an tes de nu estra era funda a m enudo su s intrigas en semejantes aventu ras. C uando los romanos comenzaron a mantener relaciones comerciales regulares con los países del Oriente, tuvieron que enfrentarse mu y a me nud o con piratas po r m ás que ésto s no realizaran incursion es por las costa s italianas. La piratería estab a en tendida por todas p artes, en el Mar Jónico como en el Egeo, en el Adriático como en el Tirreno. A ntes de que Roma hubiera “pacificado" a los volscos, en la misma Italia, las gen tes de Antium (la actua l Anzio) se en trega ban tam bién ellas a este género de bandolerismo, y los mismos etruscos no se qu eda ban atrás. La lucha con tra los pira tas fue un o de los factores que imp ulsaron a los romano s a extender cada vez m ás s u s conquistas. A fines del siglo lll a. de C. debieron intervenir en el Adriático p ara po ner fin a la pirate ría d e los ilirios y p rotege r a los mercaderes italianos (que pertenecían a ciudades aliadas) que comerciaban con las ciudades griegas. Luego, después de su victoria sob re Aníbal, el Estado roman o prosiguió es ta política de pacificación de los m are s destinada a asegurar la libertad del comercio. La luch a con tra los piratas tuvo nu m erosos episodios. Por último fue Pompeyo quien en el año 67 a. de C. alcanzó los éxitos decisivos. Pompeyo tomó la s últin jas gu arid as de los pirat as situad as en Cilicia y el poder rom ano p us o fin a siglos, si no h as ta a milenios, de inseguridad; en adelante fue.posible mantener relaciones comerciales de una orilla a la otra del mar sin correr más riesgo que el presentado por los elementos. Así quedaba asegurada un a de las libertades fundamentales: 147
la libre circulación de per so na s y de bienes. N aturalm en te los emperad ores, gra cias a las flo tas de gue rra, an clad as u na en Ravena y la otra en el cabo Miseno, pudiero n sin gran trabajo ase gu rar u na policía de m ar y hacer reinar la paz en toda s las costas. Como el aprovisionamiento de Roma dependía en gra n parte de los tra ns po rtes ma rítimos (entre Egipto e Italia, en tre la provincia de Africa —la a ctu al Túnez— y los pue rtos de la pe nínsula), los emperadores pusieron gran cuidado no sólo en m an tener num erosas y eficaces flotas de transpo rte sino tam bién en insta lar fondeaderos intermedios para que sirvieran de refugio a las naves du rante las tempestades. Los comerciantes que tra ba ja b a n po r su propia cu enta se beneficiaban con esas medidas, ta n to que el Mediterráneo fue conocido con el nombre de m ore nostrum, nuestro mar. Sin dud a esta libertad de navegación implicaba, por parte de los negociantes, un a con tribución financiera que era el pago de de rechos de aduana Iportoría) que eran percibidos también en los tran spo rtes te rrestres. Esto no impidió empero que todos los pa íses del imperio conocieran una prosperidad sin precedentes. Los hab itan tes de las provincias, de la s colonias y de los mu nicipios. los “peregrinos'' (las perso nas que no ten ían pa rte a lgu na e n la ciuda dan ía romana) aprovecha ban también esta libertad. Por ejemplo, en el comienzo de Las M etamorfosis de Apuleyo. vemos a un mercader amb ulante oriundo de un a ciudad cercana a Corinto en competencia con un tal Lupo, evidentemente un comerciante italiano, en ta nt o que el otro e ra griego. No se advier te ninguna diferencia entre los dos personajes en lo tocante al ejercicio de su comercio. No siempre había existido esta libertad igual para comerciar. Durante mucho tiempo, únicamente las pers onas que poseían el derecho de ciu dadanía ro m ana o alguna de su s formas me nores o aquellas que se beneficiaban por u n tr a tado con Roma poseían el ius commerciL el derecho de a dqu irir y pose er bienes, u n derecho que les reconocía la ley rom ana. Poco a poco ese mismo derecho fue extendiéndose a todos los habita n tes del imperio. Este ya no formaba sino u n inmenso “mercado común". Este ejemplo, el de la libertad del comercio, m ues tra que exis tían e n el interior de ese imperio varios "estados de derecho" s u perp uestos y complem en tarlos, pero que c ontrib uía n igualmente a a seg ura r la libertad, a pesa r de las diferencias de condición Ju rídica entre las personas: una primera condición, considerada fundamental y vinculada con la patria de ca da uno y con su ciu148
dad anía en la ciudad de la que era oriundo, luego otra condición ju rídica, en el interior del imperio, en virtud de la cual el individuo participab a, de m anera variable según las provincias, de las ga rantías conferidas a los propios ciudadanos romanos por la civitas romana. La prim era condición Jurídica, si era la de los ciu da dan os de un a ciuda d libre, los sometía a las institucio nes propias de esa ciudad. Pero las autoridades rom ana s poseían un derecho de vigilancia sobre su funcionamiento y form aban u n a verdadera ju risd icció n de apelación en los cas os en que los inte re sados con sidera ban que s u “libertad” hab ia sido lesionada, por ejemplo, a causa de un a decisión tomada por un tribunal formado de su s conciudadanos. Sobre esta articulación q ue existía entre las d os condiciones, los edictos de Augusto, de scub iertos en Cirene en 1926, apo rtan un a excelente ilustración. Esos edictos, promu lgado s los cuatr o prim eros en 7 ó 6 a. de C. y el quinto en 4 ó 5 de n u estra era , se remo ntan al tiempo en que el poder imperial (en este caso el pro pio Augusto e n v irtu d de su impertían m atus) se preocupa por re organizar la a dm inistración de las provincias e imp edir los abu sos tan frecuentes du ran te la república (no sólo por pa rte de los gober nado res rom anos sino tam bién de las au torid ad es locales' indíge nas). en sum a, se preocu pa po r asegu rar en realidad la “libertad” de los hab itantes de las provincias dentro del marco de las insti tuciones rom anas, por extender en beneficio de estos u na situ a ción análoga a la que gozaban los romanos mismos desde hacia much o tiempo. En el primer edicto se tr ata de la constitución de los tribu na les en la provincia misma. Desde la formación de esa provincia (que com prendía el país de Cirene y Creta) en el año 74 a. de C.. los procesos criminales, aquellos que acar rea ba n en caso de con dena la aplicación efectiva de la pena de mu erte, e ran juzg ad os por ju rados com pues to s exclusivam en te de ciu dadanos romanos do miciliados en Cirene. Como esos ciud adan os e ran e scas os re su l taba fácil sobornarlos, lo qu e no de jaban de h ac er los litigantes, de su erte que, s eg ún p recisa el edicto, inocentes ha bía n sido con denados y ejecutados. La primera medida tomada por Augusto consistió en in stitu ir jura do s com puestos la mitad por jue ces ro m ano s y la otra m itad por Jueces helenos*. Por lo dem ás, el ac u sa do tenía el derecho de elegir. Le era lícito com parecer, si asi lo pr e fería. an te un Jurado enteram ente com puesto por romanos. Ade más. los rom anos ya no ten ían el derecho de con stituirse en a cu sadores en u n proceso relativo a u n asesinato; ún icam ente u n “he149
leño", es decir, u n ciudad ano de Cirene podía ser acu sado r. Cuando no se tra taba de u n crimen capital y los dos litigantes e ran helenos, el cuarto edicto prescribía que el ju ra d o estuviera enteramen te compuesto po r helenos, a m enos que el defensor o el acusado r d esearan juece s romanos. Además, se preveía qu e no se podía designar para formar parte del jurad o a ningún juez que perteneciera a la misma ciudad de alguna de las pa rtes cu an do ésta s era n d e diferentes orígenes. E videntemente Aug usto sa bía que las querellas priv adas su scitab an co n frec uencia pro ceso s en los que cada cua l se esforzaba por recu rrir a todos los medios a fin de violentar el curso de la jus ticia. Dispuso, p ues, qu e se tom aran todas las precauciones necesa rias contra este tipo de colusiones. El cu ar to edicto, po r consigu iente, pre serva ba a la vez la "libertad" de los hab itan tes de las prov incias —al im pedir la intervención sistemática de ciudada nos rom anos en u n proceso— y la independencia de los jurad os al su straerlo s en la medida de lo posible a la s influencias locales: p recau ción evidente con tra los ab u sos que la gente de Cirene y de la provincia podían h ace r de su li berta d. Hay aquí u n sutil eq uilibrio entr e la auto rid ad rom ana y la autono mía de los provincianos y esta última con stituía uno de los m ás sólidos fun dam ento s del imperio. El tercer edicto testimoniaba u n a preocupación en apariencia diferente pero que en realidad respondía a la misma intención. Preveía en efecto que si un heleno (u n ciudada no de Cirene) reci bía el derecho de ciu dadanía rom ana no quedaba por ello exento de s u s obligaciones fiscales con s u patria. Debería ace pta r las "liturgias" (es decir, su co ntribución p ara ase gu rar ciertos gastos regu lares o excepcionales, como la organización de juego s, de cerem onias religiosas, de repre senta cion es teatra les y la construcció n o la repa ració n de edificios públicos, etc.) a las que e sta ba obligado según la cua ntía de su fortuna. Esas liturgias repre sen taba n un a institución m uy antigu a en la vida de las ciud ade s griegas: a menudo eran cargasm uy pesad asy constituían u n verdadero “im puesto a la fortuna", con el cu al la s ciu dades h acía n frente a g astos para mantener el prestigio y la continuidad de su existencia ante los hombres y ante los dioses. Ahora bien, ocurría que el derecho de ciudadanía romana otorgado a un heleno estaba acompañado por la exención de las liturgias dispuesta por la autoridad roman a que concedía esa ciudadan ía. E sto dismin uía los rec ur so s de la ciud ad de provincia y constituía u n atentado co ntra s u "libertad", que en este caso era su autono mía financiera. Augusto, sin re con sidera r el principio de 150
tales exoneraciones cuando fueron previstas en el decreto que había concedido el derecho de ciudadanía, precisaba que esas exenciones sólo era n válidas tocante a la parte déla fortuna del be neflciario que éste poseía en el momento de haber obtenido el derecho de ciudadanía. Si a partir de entonces su fortuna se h a bía acrecentado, debía pagar las liturgias correspondientes a ese aumento. Esta medida, destinada a proteger a las ciudad es de provincia co ntra toda evasión de impuestos, correspondía a un deseo de es tricta justicia (el mantenimiento de un privilegio fiscal conferido por u n acto jurídicamente inatacable), pero ta l medida era ta m bién u na precaución tom ada contra todos aquellos que. converti dos en ciudada nos de Roma, tuvieran tendencia a aban don ar su patria chica; en un sentido m ás profundo dicha m edida m iraba a los verdaderos intereses del Estado romano que desc ansa ba pre cisamente en la estabilidad y la bue na adm inistración de las ciu dades de las provincias y su s territorios: al conservar su "libertad”, simbolizada y rep resen tada por su s instituciones tradicionales, las ciudades ten ían menos tendencia a dese ar un cambio de régi men o de dominación. En cierto sentido puede decirse que el im perio sacaba fuerzas de la "libertad'' de la s ciudades. Cuando a partir del siglo Hde n uestra era. las aristocracias provincianas se hicieron cad a vez más reacias a cumplir los deberes que les impo nía la tradición, las ciudade s se debilitaron, se produjo una deca dencia económica y demográfica, y ésta fue u na de las c au sa s pro fundas que provocaron la crisis del orbe romano. Los edictos de Cirene nos m ostraro n de qué m anera la noción de libertad, tal como estaba definida y precisada en el m undo he lenístico, primero en el seno de los reinos surgidos de las conquis tas de Alejandro, fue luego reafirmada, según dijimos, por Flaminio y retomada y puesta por obra duran te el imperio a partir por lo menos del reinado de Augusto. La situación así creada no fue exclusiva de la provincia de Creta y Cirene. sino que era muy ge neral. En el mundo helénico y helenizado (dejando aparte Egipto, donde la influencia de los Tolomeos continuó siendo ciertamente profunda pero donde subsistía también una tradición que se rem ontaba a la época faraónica) todo se fundaba en la libertad de las ciudad es anteriores a la conquista. ÍSn el Occidente, donde an tes de la conquista las ciud ades eran enteram ente excepcionales y sólo existían en las antigua s provincias rom anas (como la Galla Narbonense o el Africa proconsular), los romanos se empeñaron en crear nuevas ciudades para dar al poder romano la misma jus151
tlflcaclón institucional. Así fue como las an tigu as nacion es galas se constituyeron en ciud ades y como los viejos oppida. qu e vivían en las colinas o en las m ontañ as, bajaron a la llanura y se ex ten dieron por los gran des espacios pa ra acoger pacificamente a h a b itante s cada vez m ás num ero sos. Los edictos de Clrene nos ay ud an tam bién a co mp render la función de los gob ernad ores en las provincias. Los go bern ado res era n delegados por el sen ad o o “legados* (es decir, lugarten ientes) del emperador a quien re pr esen taba n por delegación en las pro vincias en la s cua les era n teóricamen te procónsules. Los edictos pre cisaban, en efecto, q ue p ara in str uir y Juzg ar los proceso s cri m inales el gob ernado r pod ía elegir en tre do s soluciones: tra tarlo s directamente o confiarlos a u n trib un al, precisamente el tribu nal cuya composición estab a prevista po r el primer edicto y el cu ar to edicto. En el caso de tratam iento directo, seguram ente no se p o dría h ab lar de libertad de la ciudad . Volvemos a en co ntrar aq uí la situación que desde m uy an tiguo h abía existido en la propia Ro ma. esto es. e n paso institucional que transform aba a los quirites en milites y que s us pe nd ía la libertad pa ra someterlo todo a l im periu m Los gobernadores poseían el ímpertum proconsular. Podían valerse de él cuand o lo ju zg ab an conveniente. En los negocios que se dejaban a cargo de las autoridades locales, los gobernadores conservab an empero el derecho de llevarlos a s u propio tribu na l en cualquier estadio del desarrollo q ue estuvieran las cau sas . Es to implicaba, como ya dijimos, que todo ha bita nte de la provincia cualquiera que fuera su condición jurídica podía apelar al go bern ador si se co nsideraba peijudic ado por s u s conciudadanos, magistrados o jueces. Aquí, la “libertad* colectiva de la ciudad salía perdiendo, pero ganaba en cambio la libertad de las per sonas. Sabemos también que los de las provincias podían apelar al príncipe por toda decisión que tom ara el go bernador. En general, esto se hacia p or medio de em bajad as oficiales a las qu e el se n a do oía en el cu rso de au dien cias especiales, pero el procedimien to acarreab a dilaciones a m enu do con siderables y gastos impor tan tes. Augusto quiso po ner remedio a esta situación y lo hizo m e diante u n senadoconsulto. a djun to al qu into edicto y destinado a simplificar y a celerar el procedimiento de apelación p or p arte de los ha bita nte s de las provincias. Vemos que e n el imperio la pirám ide de los poderes d a cab ida a la autonom ía de varias i ns tan cias q ue iban d esde el “consejo* (la 152
boule en el país griego) de las ciu dades de provincia h as ta el pro pio principe. Se to maba u n a serle de p recau cio nes para que cada una de las instancias interesadas desempeñara su papel y para que nunca ninguna decisión dependiera de un solo hombre. El mismo príncipe delegaba las más veces sus poderes al senado y cu and o debía intervenir personalm ente, lo hacia con la asistencia de su consejo, a fin de no ca er en el error de qu ere r resolverlo to do por si mismo y po r su sola voluntad. Parece h ab er temido so bre to da otra co sa conducirse como tir ano o p or lo m enos que se lo con siderara tal. Dion Casio nos dice cu án tas precauciones to m aba Augusto sobre este particular, y al habla r de las nu me rosas leyes prom ulgad as p or Augusto, el au to r escribe: *No hizo aprobar esa s leye s bajo su propia respon sabilidad. E xpuso algun as de ellas ante el pueblo a fin de que. si alguna d isposición d is gu staba . ól pudiera saberlo a tiempo y m ejorar el texto; alentab a a to do el m undo a que le diera consejos en e l caso de q ue alguien imagi nara algo que pudiera m ejorarlas en cualquier aspec to; dejaba a ca da cual total libertad de palabra y efectivam ente m odificó ciertas dis po sicion es de la s leyes que h abla propuesto*.
Dion Casio prosigue en um erand o la compo sición de los diver sos consejos de q ue se rodeaba Augusto, según los negocios que debía tratar; de m anera que las decisiones políticas o judiciales eran pre pa rad as por grupos reducidos y el príncipe las pub licaba de acuerd o con ellos. Sin du da los rom ano s vivían en ton ces gober nados po r un a mon arquía de hecho. Verdad es que habían perdi do la antigu a libertas, pero la monarqu ía de Augusto no era u n regnum, u n a tiranía, pu esto que el príncipe mismo aceptab a las re glas que había establecido. Personaje esencialmente tutelar. Augusto se afirmaba como tal en el quinto edicto de Clrene, ese edicto que p res en ta el senadoconsu lto al que aludimos, relativo a las reclamaciones de los h a bitante s de las prov incias co ntra los gobernadores que hubie ra n abusado de su poder: ‘El sena doc on sulto relativo a la seguridad de los a liad os del pueblo romano será enviado a las provincias a fin d e que todos sepan que no sotros los protegem os y a fin de q ue haga evidente a todos los habi tantes d e las provincias la preocupación que tenem os, yo m ismo y el sena do, por hacer de manera que nadie entre los q ue dependen de nuestra autoridad tenga que soportar nada que vaya contra lo que conviene o sea v ictima d e algun a exacción*.
Esta voluntad de prese ntarse como protector que velaba por los bienes y las p ersonas , es decir, que aseg ura ba las condiciones 153
prim era s de la libertad, pues el princ ipe se m ostraba preocupado por hacer que im pera ra en to das parte s u n a justicia Imparcial. contribuyó c iertamente a cre ar la imagen de un príncipe ya divi no en vida y al cua l correspondía consag rar altares. Lo que en los reinos de los sucesores de Alejandro parecía haber sido sólo un gesto algún tan to formal cuand o se trata b a de unTolom eo Soter o de a lgú n rey llamado Evergetes (es decir. Salvador o Benefactor), toma con Augusto u na nue va significación y probablemente m ás sincera cuan do por todas p artes asam bleas de las provincias y de las ciud ade s pedían que les fuera p ermitido levanta r templos a la divinidad del príncipe. Hábilmente y tal vez porque Augusto no que ría consid erar todavía su propia divinización sino como una m etáfora pue sto qu e llevaba oficialmente el nombre de Octaviano, an tes del mes de enero del año 27, Augusto unió los hon ores que se le ren día n a los que corresp ond ían a la diosa Roma, de la cual se pre sen tab a como u n a especie de hlpósta sls. Pero el movimien to era irresistible. La primera Egloga de Virgilio nos d a u n testimo nio de ello y muc ho a nt es del añ o 2 7... ¡m ás de diez años a ntes! Ni los romanos, n i los de las provincias ech aba n de menos en tonces los tiempo s de la ‘‘libertad” ni de u n régimen qu e se ha bía tr a d u cido en tan tas ruinas y duelos. Esperaban a u n salvador que por ñn hab ía llegado, u n salvador que no era u n tirano, sino que co tidianamen te dab a prue ba s de su solicitud para con todos. Un episodio de Las M etamorfosis de Apuleyo va a p rob am os u n a vez m ás que la fe en la fuerza protectora del príncipe h abía so brevivido m ucho tiem po después del rein ado de A ugusto. Lucio, transformado en asno, iba trotando con un a pe sada carga d ura n te larga s horas por sende ros de m ontaña; se sentía agotado y no sab ia cómo recobrar su libertad (y con ella su forma hum ana). Por fin. se le ocurrió u n a idea y dijo: "Tuve la idea de recurrir a aquel qu e es e l apoyo de los ciudadan os y. haciend o intervenir el nom bre venerable del em perador, librarme de todas m is desd ichas. Y como esto ocurría ya en pleno d ia m ientras atravesábam os una aldea llena d e gente cu yo mercado hab ía atraí do gran muchedu mbre, alli pu es entre los g rupos de griegos traté de invocar en pura lengu a latina el nombre aug usto d e César y, a decir verdad, hice oir un ‘Oh* muy claro y sonoro. Pero me fue imposible pronunciar el resto, es decir, el nombre de César*.
Poco de spué s y en relación con el mism o episodio, Lucio lla m a al em perador “Júp iter", nom bre revelador en la m edida en que se identifica al príncipe con el m ás gra nde de los dioses. Augus to no h abía querido ni tal vez osado asu m ir u n cará cter “jup iteria154
no". Sin embargo, h abía honrado con un culto especial al Jú pi te r Capitolino y le había elevado oratorios frente a s u templo, pero sin deslizarse él mismo e n éste qu e e ra el templo m ás prestigioso del imperio. Augusto se ha bía conten tado con llamar a Apolo al Pala tino y con declararlo s u protector, p or m ás que la voz pública, yen do m ás lejos, quiso ve r en él al hijo del dios. Pero aquello que h a bía recha za do Augusto te ntó a Calígula cuando hizo te nder un puente entre el P alatino y el Capitolio e identificarse con Jú piter. ¿Locura de u n principe dem ente? Tal vez. pero su locura no h a cia sino poner de manifiesto un nexo inevitable (aceptado implí citame nte por la gr an m asa de los hab itan tes del imperio) entre el imperator y el dios del imperium Este era un nexo que continua ba una tradición m uy antigua, la cu al se re m onta ba a los reyes de la edad arcaica, seg ún vimos. Pero, dios del impertum . Jú p iter lo era tam bién de la Jides. J ú piter era el garante d e la solidaridad entre los m iembros de la ciu da d y poco a poco en tre todos los miem bros del imperio. Era el dios del Bu en Auxilio (Opíimus) que. como el padre o el patrón, pres taba ayuda a su fa m ilia y a su s clientes. E n la época de Plauto. to do ciudadano amenazado de violencia imploraba la Jid es de los quirites. D uran te el imperio, esa Jides. que era an tes la de los ciu dada nos en su conjunto, se había transferido de alguna manera al principe. Pero ha bía sobrevenido un a diferencia esencial. Ya no son solamente los ciud adan os q uienes pueden invocar esta pro tección: ah ora pu ed en hacerlo todos los hab itante s del m und o ro mano, hom bres libres y ha sta esclavos. Un grupo de inscripciones proceden tes de Délos que d ata n del siglo 11an tes de n u es tra era sugiere que esta evolución ya era discemible en esa época. Libertos y esclavos consagra n u na dedica toria a Júpiter Liber, lo cual muestra que la noción de “libertad" pe rsonal no está ya ligada tan estrecham en te como en el pasado a la condición Jurídica de u n a persona , que el esclavo (que en e s ta inscripción tiene u n nom bre gentilicio, lo cu al es privilegio de un hombre libre de nacim iento o de un liberto) ya no es conside rado como u na m ercancía (manciplum) o como un se ra medias h u mano y a me dias animal, sino que se lo considera como un a per sona a los ojos de) dios q ue lo es por excelencia del Estad o rom a no. E s pu es claro qu e el héroe de Apuleyo, al llam ar en la época de Marco Aurelio. “Jú pite r" al em perador, podía ap oyarse en pre cedentes muy antiguos. Y parece que po r lo menos en las co stum bre s tien de a esfu m ars e la antigua distinción entre esclavos y hom bres libres. Los esclavos de un amo rom ano en la época de la 155
república esta ba n indirectamente colocados (a través de la perso n a de su amo) bajo la protección del “pueblo 1001300”. D ura nte el imperio, los esclavos pue de n rec lam ar la protección —la jld e s — del príncipe. Sobre este pun to poseemos innu m erables testimonios; tene mos p or ejemplo un a ca rta que Plinto (desde Bitinia qu e él mismo gobernaba) escribió a Trajano p ara com unicarle el caso de u n tal Calldromo. antiguo esclavo de un o de los generales de Traja no que luego fue hecho prisionero dura nte la gu erra co ntra los da do s, y que pa ra escap ar a la violencia que le hacía n sufrir dos pana de ros a quienes pres taba servicios se h ab ía refugiado al pie de la es ta tu a del emperador. E sto significaba que . reclamado como escla vo por ciudadan os romanos. Calldromo apelaba a u n a autorida d m ás alta, el príncipe que era garan te de la libertad de las perso na s. Esto hacia m enos irreductible la oposición entre los esclavos y las perso nas de condición libre. E n este sentido tam bién el prin cipado era dispensador de libertad. El régimen del principado, que los edictos de Cirene no s m ue s tra n tan preocupados por ma nten er y proteger las libertades de las ciud ade s de las provincias co ntra todos los abuso s, in tern os y ex ternos, da pru eb as de la m isma tolerancia en el dominio religio so. Los cultos de cada c iudad forma ban en efecto un a pa rte ese n cial de la libertad municipal. Nadie podía imaginar a Atenas pri vada de su s fiestas pana tene as o su s dionlsiacas, ni a Eleusis pri va da s de su s misterios o a Delfos de s u oráculo. Además, las di vinidades del helenismo se identificaban fácilmente —y desde h a cía ya m uch os añ os— con las de Roma. La multiplicación de los dioses y diosas llegados de rem otos p aíse s y que res ultab a difícil asim ilar a los tradicionales sere s divinos, no enco ntrab a n ingú n obstáculo. Lo divino era multiform e. Ninguna teología lo fijaba. Po día surg ir de mil m an era s se gún los tiempos y los lugares. Los ro manos muy a menudo habían visto ese brusco surgir de dioses ha sta entonc es ignorados, voces que s e oían, apariciones que era difícil referir a a lgun a de la s divinidades del Panteón. La religión de los rom anos no podía reduc irse a proporciones invariables ad mitidas de una vez por todas. No estab a ata da a ning una ortodo xia. Los ritos que esa religión imponía y que e stab an destina dos a regular las relaciones entre los hom bres y los dioses era n de dos clases: los ritos a los que su antigüedad hacia venerables y que h a bía ciertam en te que g uard ars e de modificarlos y aquellos otros ri tos que se podían establecer cuan do se hacia se ntir su necesidad y cuan do se revelaban ineficaces los otros m edios imaginados pa156
ra apa cigu ar a los dioses y tom arlo s favorables. En la vida religio sa ocu rría lo mismo q ue e n la vida política; e sta b a sometida a le yes cuy a aplicación era co ntrolada por colegios de sacerd otes que, en realidad, eran m agistrados versados en la s co sas divinas. Co mo en ciertos caso s esa s leyes resultab an insuficientes, había que imaginar otras. En c uan to a las opiniones que se podían ten er so bre la s divinid ad es m is m as, so bre su natu raleza, so bre las re la ciones que mantenían entre si eran opiniones libres. Se podían discu tir todos esos aspecto s como se qu isiera con la condición de no p ertu rba r con semejan tes especulaciones la realización de las “ceremonias cum plidas en nom bre del Es tado ”. Es as pa labras so n del propio Cicerón. La religión oficial es u n a co ndición n ecesaria para que el E sta do sobreviva. Poco importa cómo esa religión sea sen tida p or las conciencias individuales. Solamen te es necesario y suficiente que s e cu m plan los ritos. Como se ve, es m uy gra nd e la diferencia con l as exigencias de la democracia atenien se en s u apogeo, cu and o Sócrates fue acu sado de impiedad porqu e se creía (o se fingía creer) que intro du cía nuev os dioses en detrimento de los antiguo s y que de esa m a ne ra el filósofo “corrom pía a la juve ntu d”. ¡La “libertad" aten ien se. en no may or medida que la libertad de siglos m ás cercan os al nuestro, no incluía la libertad de cultos! A comienzos del siglo n an tes de nu es tra era. ciertamente se habían dado casos en que hombres y mujeres habían sido acusa dos y cond enado s e n Roma por crímenes de o rden religioso, por su participación en el culto de Baco. Aquello fu e el “escándalo de las bacanale s”, pero los acto s qu e fueron condenados ento nce s era n criminales en si mismos: asesinatos y violaciones. El senado cuando produjo el célebre senadoconsulto con tra las se ctas tuvo buen cuid ado de dejar en salvo la po sibilidad de re ndir culto al dios, pero con la condición de que ese culto no e n trañ ara para los fieles crímenes s em ejantes a aquellos de que se h ab ían hecho cul pables los “b acantes”. De u n a m anera m uy ge neral, en Roma h a bía lugar para todas la s cre encia s y to das la s prácticas, si ésta s no eran manifiestamente inmorales y contrarias al orden público. Cuan do a fines del siglo m a. de C. se introd ujo el culto de Cibe les. la Gran Madre de Frigia, los rom anos se lim itaron a imped ir aquellos que. atend iendo a los ritos tradicionales, p udiera tu rb ar los espíritus, como p or ejemplo las mu tilaciones volun tarlas y las esc enas de delirio orgiástico. Y la religión de Cibeles ins talad a en el Palatino p udo p as ar a trav és de los siglos. El control que ejercían los ma gistrados ro m ano s sobre los cul157
tos extranjero s parec e h ab er sido relativamente eficaz h as ta el úl timo siglo de la república, cua nd o, por ejemplo, los poderes p úbli cos d estruyeron u n templo consagrado a las divinidades egipcias Isis y Serapis. Las razones de este a cto nos son b asta nte oscuras. Parecen proc eder de un a simp le decisión de policía, pu es los de votos de Isis form aban asocia ciones an álog as a los ‘‘colegios’ que er an ta n peligrosos en la vida política. Además, esa religión incluía ceremonias noctu rna s, “misterios", que repu gna ban a las au tori dades rom anas. Pero esas razones no bastaro n p ara impedir la in troducció n de aquellos cultos prov enientes de Egipto a trav és de la Campanla. Si se pudo ha cer de struir oficialmente u n templo de Isis y derribar sus esta tua s en cuatro ocasiones, desde el año 58 al año 4 8 a. de C.. ello significaba que ese templo y esa s e sta tu as hab ían sido "oficialmente" erigidos con la connivencia de los có n sules. Poco a poco, la vigilancia de los m agistrad os, por teórica que fuese, terminó por relajarse y los sa n tu ar io s egipcios invadieron el Campo de Marte. Los romanos h acían u na distinción m uy clara entre las creen cias personales y las m anifestaciones públicas de éstas. El dere cho consu etudina rio permitía incluir entre las divinidades domés ticas aquellas que se q uisiera y p or ese medio Isis o el dios sirio del Sol y muc hos otros pu dieron pe ne trar en Roma. Pero cu and o los ñeles de algun a divinidad se a gr up ab an en colegios organizados, con sus magistri su s “presiden tes’ y s u s “oficinas" perm anentes, entonces, ante el riesgo político que aquello constituía, interve nía n los magistrados o por lo m eno s ejercían u n a vigilancia m ás activa. De m an era que la libertad de p en sa r y de creer, que era to tal mien tras no se tradu jera e n actos, podría qued ar limitada por los imperativos del orden público. Dentro de este marco y en virtud de este principio . el sen ado ejercía su control sobre la vida religiosa del imperio así como lo ha bía ejercido ya e n tiem pos de la repú blica. Por ejemplo, Tácito expone la ma ner a e n que los Padres tuvieron que conocer el pro blema que pla nte aba el derecho de asilo en la s provincias de Oriente. Dice Tácito que en la época de Tiberio se h abía difun di do en las ciudade s griegas la costum bre de ins tituir, sin control ni sanción alguna, “asilos" alrededor de los templos, asilos en los cua les se podían refugiar con toda seg uridad esclavos, deu dore s insolventes, h om bres sospechosos de crímen es capitales. La Ju s ticia nada podía hac er co ntra tales asilos y si inten taba emplear la fuerza, el pueb lo se sublevab a; Tácito co ntinú a diciendo: “Nin gú n poder era lo ba sta nte fuerte para reprimir los mo tines del pue158
blo que se e m peñaba encarn izadamente e n p ro teger los crímen es hum ano s al igual que las ceremonias sagradas". Resu ltaba de es to un a ana rqu ía de la que todo el mun do sufría. De man era que para que se re speta ra la libertad tradicio nal de las ciu dades de provincia cuando el derecho de asilo estab a ju rídic am ente f unda do. las ciudad es que lo su sten tab an fueron Invitadas a enviar em bajadores a Roma para que expusiera n lo s títu los de sem ejante privilegio. E n el senado h ubo toda u n a serie de sesio nes a las qu e comparecieron los delegados de todos los san tuario s que preten dían el derecho de asilo: el de Diana situado en Efeso, por ejem plo. el de Apolo en Délos y muchos otros. Cada cual ex puso las condiciones en que se hab ía obtenido aquel derecho. Las delega ciones hicieron alar de de elocuencia y de erudición, tan to que los senadores cansa do s de oír su s interminables discursos, termina ron por remitir la decisión a los cónsules. La política que se siguió en este a su n to (que se desarrolló du rante el reina do de Tiberio) se insp irab a en los mism os principios que había tenido en cu en ta Augusto al reda ctar los edictos de Cirene: el príncipe (después de ponerse de acue rdo con los có ns u les y el sena do , y no en virtud de un a decisión perso nal suya) con firmó la libertad d e las ciudades, pero con la condición de que no se produje ra a bu so m anifiesto de esa libertad y qu e “so pretexto de religión no se cayera en las intrigas" (estas son las mismas pala bra s de Tácito). Estos era n algunos de los problemas que plan teaban a la ad m inistración —y a la libertad— las ciu da de s del mu nd o griego. E n Occidente, las divinidades anteriores al advenimiento de Roma continu aron siendo honradas. Innum erables inscripciones dedi catorias asi lo atestlgu an. Un movimiento espontáneo tendía a asi milar aquellos dioses y diosas de nom bres bárb aro s a las divini dades de Roma. Los dioses célticos, por ejemplo, e ran presen tado s como "encamacion es" de Mercurio, de Jú p ite r, de Apolo, de Hér cules y de o tra s divinidades. Pero éste no e ra el resu ltado de algu na presión por parte de las autoridades. Muchas inscripciones con servan el nomb re céltico o germánico o Ibérico de algu na "ma dre" o “ninfa". Sin embargo, llegó u n m om ento e n que Roma tomó en m ateria religiosa u na decisión autoritaria: fue la su presión de los dru ida s en todo el dominio céltico. Nos dice Sueton io que la me dida fue tom ada primero por Augusto, quien prohibió a todo ciu dadano romano participar en la religión de los druida s. En la Ga lla y durante el proceso de romanización, cuando el derecho de ciudadanía hab ía sido otorgado ba stan te am pliamente a los nota159
ble s y a los aristócratas locales, esto equivalía a abando nar esa religión al bajo pueblo y a excluirla de la s ciud ade s que se levan ta b an u n poco por t od as partes. Po steriorm en te Claudio abolió el druidismo mismo. E sta prohibición total resultó m uy eficaz p ue sto que algunas generaciones después los druid as h ab ían prácticam ente desaparecido. ¿Por qué razones Augusto y Claudio tom aron un a decisión tan grave, ta n c ontraria a la tradición de liberalismo que se segu ía en otros lugares y tan contraria a la libertad misma de los hab itantes de las provincias? Se h an aducido m ucho s argumentos: por ejemplo, el hecho de que los dru idas ejercían en los esp íritus u n a influencia considerable po r su saber, por su s en señanzas, por su omn ipresencia en la vida religiosa de los galos, y ad em ás se nos dice que los rom ano s los conside raban como potenciales opositores a su propia dom inación. Pero tal vez haya hab ido otro motivo: los druidas eran en verdad los ministros de cultos juzgados abominables por los romanos, como los sacrificios hu m an os practicados en las n acione s galas independientes, rito que a los pro pios rom anos les h abía costado trabajo extirpar de su propia religión y que era c on trario a toda s u c oncepción del derecho y contrario al tus gentium, el “derecho na tural" , com ún al género hu m ano sin distinción de origen ni de patria . Com prénden se en tonce s fácilmente las razo nes que impu lsaron a Aug ustoy a Claudio a tom ar las medidas que hem os mencionado. Los emp eradores no podían ace ptar que con tinu ara n en las provincias de Occidente prá cticas de esta índole. El proceso de latinización, comenzado e n los primeros tiempos de la conquista , se habría visto trabado si s u b sistían esos vestigios de barbarie. En efecto, en Occidente la rom anización no fue la integración de los pueblos conq uistados en un orden impuesto po r la fuerza, sino que consistió en p ropone r a esos pueblos un modo de vida y u n sistema de pen sam iento fundados en la persona hum ana. Y no se puede neg ar que sem ejante em presa obtuvo éxito. Atendiendo a una intención semejante —la unificación espiritual del m und o romano — puede sin du da explicarse otra proh i bición de orden religioso dicta da por Tiberio, la pro hibición de los sacrificios de niño s que se p racticaba en Africa, en los paíse s otrora sometidos a Cartago. Por estos dos ejemplos particularmente llamativos vemos, pues, qué lím ites ponía el poder imperial a la libertad religiosa en las provincias. C on tinuab an siendo tolerad as las creenc ias de toda índole y los diversos cultos en la medida en que no cond ujeran 160
a actos peligrosos pa ra el orden y la seg urida d o fueran con trarios al derecho de gentes, es decir, a la simple hum anidad. Se n os pregu ntará entonces po r qué los emperadores persiguieron a los cristianos. Varias resp ue stas se ha n dado a esta pregun ta d esde hace m ucho tiempo. Cuando se produjo la primera persecuc ión, la que tuvo lugar bajo Nerón después del gran in cendio del añ o 64 d. de C.. los cristianos aparecieron (por un a razón u o tra o tal vez por las intrigas de Popea) como miembros de un grup o de facciosos enemigos pre cisam ente del orden establecido, que profetizaban el derrum be de Roma y el advenimiento de un reino del cual no se sabia gran cosa, salvo que algún día debía su stituir al imperio. Luego, a m edida qu e pro gre sab a la reciente religión y ga na ba nuevos adepto s, llegó un mo me nto en el que el solo hech o de ser cristiano y declararse cristiano fue considerado como un delito y. si el acusado perseveraba e n s u actitud, considerado como u n crimen. Bsto se debía sin du da en el comienzo a las proh ibiciones qu e alc anzaban a la s aso ciaciones ilícitas, los collegia de los cuales ya hemos dicho que ya d ura nte la república e staba n sometidos e medidas restrictivas. Los cristianos se co nd ucían e n efecto como facciosos y. lo que era m ás grave aun . se ab stenía n. no sólo de sacrifica r a la s divinidade s oficiales (lo cu al en general no podía con stituir un motivo de acusación pue sto que u n simple pa rtic ula r no te nía nin gu na obligación religiosa pública), sino, y má s particularmente, se negaba n a cumplir ante la es tatua del em pera dor los gestos ritua les d e adoración, lo cua l podía considera rse como una abstención sacrilega, como un gesto ho stil a la '‘m aje sta d’’ del emperad or, como u na negativa a a ju sta rse al orde n establecido y como u n a cto de rebelión. Todo aquel a su n to pasaba del dominio religioso al de la vida política. De manera que en las provincias el proceder de los gob ernad ores se enc on tra ba ju ríd ic am ente justificado. E sta s so n las conclusiones, entre o tras, a las cuales llegamos leyendo la célebre carta de Plinto el Joven que preguntaba a Trajano qué conducta debía o bservar respecto de los cristianos de Bitinia. Lo que estab a en tela de juicio no era el contenido mismo de la do ctrina, por lo m enos s u conten ido positivo, su “men saje místico”, los dogmas que e nse ña ba , sino lo que se podría llamar su contenido “negativo”, el rechazo que dicha doctrina implicaba y que en verdad separaba a sus adeptos de la comunidad romana. U na vez más, lo que se incriminaba e ran la s conduc tas, no las opiniones. El problema planteado por el desarrollo de la religión de los 161
cristianos es a n ue stro juicio el m ás Impo rtante de los que tuvie ron que af ron tar los emperadores desde Nerón a Constantino. Ese problema tuvo el efecto de poner gra dualm ente fin al tradicio nal liberalismo de Roma y de levantar u n a ba rre ra infranqueable en tre cristiano s y paganos. Y cu and o el em perador se convirtió al cristianismo y tuvo q ue escoger, los perseguidores de a ntañ o se transformaron a su vez en perseguidos. Se ins taur ab an nuevos tiempos que ab rían un a brecha en la tradición romanó. Si los problem as religiosos se co nta ron d uran te el imperio en tre los má s graves y los que contribuyeron m ás a comprometer la “libertad”, hu bo otro problema e n relación con el cua l intervinie ron los poderes públicos, tanto en la república como en el impe rio: era el prob lem a que se refería a la libertad de pensa r. Se s a be que a p artir del siglo 11ante s de n u es tra era filósofos griegos ha bía n ido a Roma y allí había n e ncontrado o yentes ávidos de e scu ch ar s u s lecciones. Algunos de ellos fueron expulsados, como ocu rrió con los dos primeros epicúreos que se p resen taron y que mu y pro nto de biero n ab andonar la ciu dad . Se tem ía, en efecto, qu e un a doctrina que en seña ba que el bien sup remo era el placer tuviera sobre la juv en tud un a influencia detestable, p ue s le enseñaba a preferir u na vida de egoísmo al viejo ideal de dedicación al E sta do en el cual de scan sab a éste. Pero los cónsules y el senad o se con ten taro n con exp ulsar a esos p eligrosos soflstas. No se les inició u n proceso reg ula r (que las leyes y el derecho co nsu etud inario no permitían) y su v ida no fue amen azad a. En Roma no h ubo n in gún m ártir de la libertad de pensar. A demás, n ing ún filósofo fue expul sado duran te tan to tiempo que no pudiera h acer uso de la pala bra en privado, en la morada de alg ún ro m ano dispuesto a acoger lo. Nunca faltaron estos. Paralelamen te con los filósofos tamb ién a lgun os rétore s fue ron expulsados de Roma en el siglo i a. de C. Mientras se tolera b a a los réto res que enseñaban en lengua griega, se consideraron indeseables aquellos que en señ ab an las reglas de la elocuencia en lengua latina. Así como los atenien ses se ha bían comportado re s pecto de los so fistas, cuyo arte perm itía a los ora dore s hacer triu n far cualquier tesis, los magistrados roman os estimaron que u n hombre dem asiado hábil en el arte de la palab ra y en la lengua de todos (la lengua del foro) ind uciría a e rror a s u s oyentes y que el orad or ya n o s ería má s, como quer ía la vieja definición, “u n ho m bre de bien capaz de habla r bien", sino que seria una especie de mago que hechiza ba las almas. En cambio se concedió plena liber tad a los réto res de lengua griega porque ésto s se dirigían solamen162
te a un pequeño número de perso nas y porque su s debates no in teresaban a la vida pública en general. También aquí la toleran cia parece h ab er sido la regla asi como el respeto por la libertad in dividual. siempre que n ad a imp usier a limitarla. Las restricciones sólo comenzaban cuan do las gran des instituciones del Estado pa recían amenazadas. En el imperio se tomaron tam bién de cuando en c uando algu nas medidas co ntra los filósofos. La má s célebre fue la de Domiciano que los expulsó no sólo de Roma sino tam bién de las provin cias. Pero no se tr ata ba entonce s de medidas generales contra la filosofía misma, aquí entraba enjuego la querella entablada por los cínicos y algunos estoicos co ntra la “tiranía". Se trat ab a de fu s tigar a aquellos senadores que se apoyaban en el estoicismo pa ra oponerse sistemáticamente al principe. No parece que durante el imperio los gobern ante s hayan per seguido a los filósofos o a los ré tore s en su condición de tales. Por el contrario. Por todas parte s surgían escuelas en las que se en señ aba la alta cultura. No sólo en Roma o en Orlente, en las pro vincias de lengua griega, sino tam bién en Occidente donde, como se sabe , los galos llegaron a rivalizar en esta esfera con los rom a nos de vieja cepa. Pero en la Roma imperial existían mayores preocupaciones que los excesos de lenguaje com etidos p or los filósofos. La preo cupación m ás seria tenia que ver con el número creciente de es clavos llevados a la c iudad y a Italia y con su importancia c ada vez mayor en la economía y la vida social. Sobre este punto, los he chos, las leyes, las tradiciones y el sentimiento general no e stab an de acuerdo. Atendiendo a los hechos, no había m ás remedio que comprob ar que los esclavos ha bían llegado a con stituir una pro porción co nsiderable de la población. Cuando en el año 17 d. de C. (tres año s desp ué s de la m ue rte de Augusto) se descubrió un a conjuración formada por un antigu o soldado pretoriano que inci taba a la rebelión a los esclavos encargad os de los rebaño s en los remotos campo s de pa storeo de Apulia. la opinión pública a dq ui rió brusc am ente conciencia del peligro de u na revuelta servil, tal como la que se hab ía registrad o al final de la república (la gu erra de Espa rtaco y a nte s la gue rra de los esclavos de Sicilia), u n pe ligro que a hora surgía de nuevo. E se riesgo real en las g rand es pro piedades de Italia, ¿no podía darse tam bié n en la propia Roma? Se hacía no tar, en efecto, que los esclavos se multiplicaban en orm e mente e n las ca sa s de los patricios, e n tanto que la plebe, de na163
cimien to libre, merm aba. ¿No iría a qu ed ar sumergido ese pueblo de autén ticos romanos? Por eso. cuan do du ra nte el reinado de Nerón el prefecto de la ciudad fue m uerto por uno de s u s esclavos, se levantaron clamo res p ara que se aplicaran las sanciones previstas por las antigu as leyes: todos los esclavos de la casa debeiian ser condenados a m uerte a ca usa de la presunción de complicidad que pesaba so bre ellos y. e n todo caso, p or no h ab er presta do socorro a s u amo. El debate se entabló en el senado y Tácito no s h a conservado los argum entos de las tesis en pugna: algunos se m ostraron subleva dos por la crueldad de semejante med ida y otros sostenían que era m en ester ‘da r u n ejemplo* y consolidar así la seguridad de todos. Por fin terminó por triunfar el argumento de la seguridad. Pero frente a la curia, un a m ultitud am otinada amenazaba con an tor ch as y piedras jug ar un a m ala partida a los senadores, de m ane ra que a lo largo de las calles que con duc ían al lugar del suplicio hu bo que colocar u n cordón de soldados para impedir que la ple be pusiera en libertad a los preso s. Esto ocurría en el año 61. Dos añ os d espués. Séneca escribía a s u amigo Lucillo un a c arta que se hizo célebre po r defender la ac titud de tr a ta r a los propios esclavos como amigos: ‘¿Son e scla vos? No. sino hombres. ¿Son esclavos? No, sino amigos de una condición m ás humilde. ¿Son esclavos? No, sino cam arad as de e s clavitud. si consideras que con tra ellos y con tra ti la Fortun a tie ne el mismo poder*. Aquí el estoicismo coincide con el sen tim ien to comú n. Es poco probable, en efecto, que los amo tinados del año 61 hayan sido sectarios del Pórtico. Hemos de pensar más bien que el filósofo justifica m ediante conside raciones ge nerales sobre la naturaleza humana la circunstancia de que amos y esclavos partic ip en igualm ente de la m isma condición, lo cu al se m anifes tab a ya a todos como una evidencia. La misma carta no s entera de q ue la ú nica diferencia estable cida en tre los esclavosy los dem ás sólo se debe a prejuicios de un a clase social, la de los delicaii, los “eleg antes de moda". La exp erien cia cotidiana se impuso a los viejos argum entos que , se gún vimos, exponía Aristóteles sobre lo s cara cte res físicos de los esclavos, so bre su esp íritu grosero, so bre su natu rale za qu e los destinaba a los trab ajo s pe sados y hacia de ellos u n a especie diferente de la e s pecie de los hom bre s libres. Desde hacia m ucho tiem po había en las c as as de los romano s esclavos que servían como médicos, otros que eran arquitectos, pedagogos, secretarios, intendentes, gra mático s y hasta filósofos, como Epicteto, y que era n los "directo164
res de conciencia de su amo"; dese m peñaban mil otros oficios que ejercían sin nin gu na diferencia con los hom bres libres. Además, la condición servil era a menudo solo temporaria. Las manu misiones e ran n um erosas , ya porque el esclavo, después de hab er reunido u n peculio de su s minú sculos ingresos, compraba su libertad a su amo, ya porque éste lo manumitía espontáneamente en vida o por testamen to. Esas man um isiones se hab ian hecho tan frecu entes q ue hub o que limitarlas. Los libertos se con vertían en ciud ada no s y al cabo de dos o tres generaciones ya no existía en su condición jur ídic a n ingú n rast ro de su origen servil. Su número y su papel en la comunidad no dejaban de plantear problemas quizá más graves que los problemas referentes a los esclavos. En el año 56. el segund o añ o del reinado de Nerón, en el sen ado se Inició un deb ate sob re es te tema. La posición tradicional que ría que los libertos man tuvieran diversas obligaciones con s u p atrón, es decir con su ex amo. Cuand o el liberto permanecía e n la casa en que ha bía servido y se convertía en u n compañero de todos los días encargado de realizar determinadas tareas, podía efectivamente cum plir los deberes q ue se e sp era ba n de él. Pero si por alguna cau sa el liberto vivía de manera indep en diente, los la zos se relajaban, y si s u s propios intereses y los de su patrón llegaban a s er con trarios surg ían conflictos. Algunos libertos ha sta llegaban m ás lejos y com etían abu sos de confianza con su patrón o lo en ga ña ba n e n diversos negocios. Por eso varios sena do res p idieron que se concediera a los patrones victimas de semejantes ma niob ras el derecho de revocar la manu mis ión del culpable p ara que quedara de nuevo reducido a la esclavitud. Una vez más hub o o piniones co ntraria s y el deba te se llevó al consejo del principe (del qu e ento nce s formaba p art e Séneca); verdad era que la cond ucta de algu nos libertos resu ltaba condenable, pero, ¿había por eso que modificar la condición de to da u n a cla se social que ocup aba un luga r tan considerable dentro del esta do? Se hizo no tar entonces que much os libertos desem peñaba n funciones importantes, a sistían a magistrados o a sacerdotes, ser vían en las coh ortes re clu tad as en Roma, servían como vigilantes nocturnos encargados de combatir los incendios, que entonces eran m uy frecuentes. Algunos ha sta poseían el rango de caballeros y ciertos senadores tenían por padre a u n a ntiguo esclavo. En tales condiciones, ¿podría ha cerse revocable la libertad y revertir situaciones adqu iridas? Correspondía a los am os no da r a la ligera libertad a s u s esclavos y reserva r ese beneficio a q uien es eran 165
verdade ram ente dignos de él. Este fue el aigu m en to que prevale ció. Se comprendió que no se podia privar a la sociedad rom an a de aquellos hom bres que ha bía n llegado a la posición que ocu pa ban p or su talento, s u dedicación y s u inteligencia. ¿Cómo se po dría am enazar con un retomo a la servidumbre a esos grandes ser vidores del príncipe a quien es se h ab ía visto en la época de Cla u dio. p or ejemplo, pa rticipar en las d ecisiones m ás graves, dirigir los servicios má s esenciales del Estad o? La omnipresencia de los libertos en l as proximidades del poder era u n h echo innegable. E n este sentido. Nerón había seguido la política de su padre ado pti vo. una política que estaba de conformidad con las tradiciones m ás antiguas. Ya dura nte la república, los libertos eran los ‘hombres de con fianza" de su antiguo amo; con frecuencia deb ían su m anu misió n a los servicios que pod rían prestarle. En la c as a del principe, ba jo el imperio, la misma situació n llevó a los libertos a maneja r ver dad era s oficinas, po r ejemplo, la que elab oraba la co rrespond en cia imperial, otr a e ncarga da de recibir los mem oriales y solicitu des. otra qu e tenía la tarea de pre pa rar los discu rsos del principe y sum inistra rle los elementos de las nec esa rias decisiones. H abía también un a oficina financiera que llevaba las cue nta s del patri monio propio del principe. La exten sión que tom ara la JamÜia de éste imponía crear un a adm inistración que se superp usiera a los viejos marcos políticos y e n m uch os caso s los sustituye ra. De es ta m anera los magistrados heredados de la república y que con tinu aba n la tradición perdían poco a poco su importancia, por un lado, porque los libertos del em perador desempeñ aban u n a p ar te cad a vez mayor de reinado en reinado, y. po r otra, porque se creaba un cursus reservado a los caballeros, la carre ra de los pro curadores. Por todas estas razones, las diferencias entre las clases sociales era n menos ac entu ada s que antes. Existía un a evidente tendencia a olvidar los orígenes de la s personas. Ya no era u n a tara irremediable desce nde r de un liberto y. po r él, de u n esclavo. Pero tal vez convenga bus ca r otra s c au sa s de esta evolución, cau sas au n m ás profundas. Como vimos, en la sociedad romana arcaica, la c élula elemental, la fam ilia , estab a agrupada alrededor del pa dre, con los clientes, los libertos y los esclavos. D entro de ese núcleo hum an o, c ad a categoría vivía su vida propia: las sirvientas, fam ulae, las "familiares", ten ían “comp añeros" que les da b an hi jos. Esto s tenía n la condición ju rí dic a de su m adre y se con vertían en esclavos del amo; eran los vernae. Esta palabra no parece per166
tene cer al vocabulario indoeuropeo. Lo mismo q ue servus. tal vez sea de origen etrusco. El térm ino corresponde ciertamen te a un estado social establecido en la m ism a Italia cua nd o los latinos (fu turos) se hicieron sede ntario s en la Italia central. Parece que la si tuación de los esclavos en aqu ellos antiguos tiempos tenia u n ca rác ter patriarcal del cu al se acord aban todavía los senadores que en el año 61 a. de C. se pre ocu paba n por toma r precauciones con tra eventuales levantamientos serviles. Entre los argumentos de esos se nado res, como iios ha ce s ab er Tácito, figuraba el hecho de que a nta ño los esclavos nac ían e n la casa de la familia o en propie da des del patrimonio familiar y que “desde el principio aprendían a qu ere r a su am o”. Se agregaba que desde aquel tiempo las cosas hab ían cambiado mucho; hom bres llegados de todas pa rtes, sin tradiciones, sin religión o entreg ado s a cultos bárba ros h abía n in vadido a Roma, y de esas gentes nada bueno podía esperarse. Aun cuand o se desee creer que se trata aquí de una nostalgia algún ta nto mítica, lo cierto es que la noción m isma de fa m ilia con serv aba su valor afectivo. El esclavo no era ya u na “cosa” sino que era u na perso na a la que no se podía tra ta r como un a bestia de car ga. Los ergástulos. donde es ta ba n en cade nado s los esclavos en las grandes propiedades confiadas a intendentes, constituían un m un do apa rte, bien alejado de la realidad diaria de las ciudades. H asta en la s p ropiedades ru rale s el culto del lar doméstico (el “se ñor de la casa”) se confiaba con frecuencia a un esclavo y a su “com pañe ra”. De su erte que si ese esclavo no poseía la pe rson a lidad civil, poseía p or lo me no s u n a person alidad religiosa que era como el embrión de su libertad. Por cierto que ese germen de libertad tardó m ucho e n de sarro llarse. Fu e probablemente a pa rtir de ese comienzo cuando se ju s tificó prim ero y luego se generalizó la prá ctica d e la m anum isión. Pero hubo que esperar ha sta el imperio para que se tomaran m e dida s de stinad as a proteger la persona del esclavo. Con Tiberio (¿o fue co n Augusto?) s e limitó el derecho que te nia el am o a exponer un esclavo juzgado criminal a los animales salvajes. Claudio, unos veinte años después, publicó un edicto que o rde nab a d a r libertad a todo esclavo que. viejo o enfermo, h u biera sido abandonado p or s u amo e n el templo de E sc ulapio que estab a en la isla Tibertna. Se toma ron otras precauc iones en el cu rso del siglo siguiente con tra las crue ldades de los amos. Los ju rista s imaginaron artificios pa ra conferir a los esclavos un a espe cie de p ersonalidad: distinguieron, po r ejemplo, el hecho de que u n esclavo sea la propiedad de u n amo y el hecho de que e sté ba167
jo la pote sta d del amo: la simple propiedad sólo da al propietario derechos reducidos: ú nicam ente la potes ta s permite u sa r los ser vicios que puede presta r el esclavo y. si el amo a bu sa de ¿1. pu e de verse obligado a venderlo (¿desde la con stitución de Antonlno Pío?). De m an era q ue la sociedad rom ana evolucionaba, a pa rtir del Alto Imperio, ha cia la liberación de la s p ers on as y esto tal vez se hay a debido en pa rte a la influencia de los filósofos, pero sobre to do a e sa s tenden cias pro fund as como la conservación de los orí genes patriarcales y tamb ién la presión de un a realidad social ca da vez m ás compleja, ca da vez m ás diferenciada que ha cía e sta llar por todas partes m arcos que ha bían llegado a ser demasiado estrechos. El régimen del prin cipa do favoreció ciertamente la lenta evo lución qu e conducía a la ‘libertad" de u n núm ero cad a vez mayor de hom bres y m ujeres establecidos en el imperio. Una a dm inistra ción m ás Ju sta que a nt es de las provincias y tam bién la declina ción de las gra nde s familias, que en la época de la república se d is puta ban el poder o dividían entre si la s riq uezas del mundo, no de jaron de favorecer las libertad es fu ndamentales, de la s cuale s la primera fue la paz. La gu erra impone compulsiones.... la gu erra es la compulsión por excelencia. En el Imperio no se reg istraron m ás guerras que operaciones de frontera o expediciones fuera de las fronteras. Las provincias permanecieron en calma. L as tiran ías lo cales. antes ta n fun estas en los Estados ciudades, e ran meno s nu m erosas y menos pesada s. El número de los ciuda dan os romano s crecía y la “ley romana" era u n recu rso cada vez m ás eficaz que g a rantizaba en mu chos c asos la condición de las pe rsonas. Pero si bien no se puede creer que la vida en el imperio fuera siempre idí lica. es seguro que cuan do el orden romano estuvo a p un to de des morona rse, su fin no fue sentido como un a liberación, sino que lo fue como el comienzo de una servidumbre. El imperio de Roma con tinuó siendo un modelo que los nuevos gob erna ntes se esfor zaron p or imitar y cuyo recuerdo nu nc a debía borrarse. En cambio, en la propia Roma es Innegable que el régimen del principado, tan benéfico p ara las provincias, pareció a algunos el advenimiento de una tiranía. El principado puso fin a lo que no tardó en llamarse la libera respublica, la "libre gestión de los n e gocios comunes". Como vimos. Augu sto hizo todo lo posible pa ra enm asc arar el carác ter autocrático del régimen. Presentó su a u toridad como u na necesidad trans itoria impu esta por las secue168
las de las g ue rra s civiles; se rodeó de consejeros, se m ostró accesible a las críticas y a los consejos, como por ejemplo en su legislación "moral” que modificaba u n prim er texto de ley que ha bía pa recido inadm isible a la opinión pública. A pa rtir del año 2 3 a. de C.. Augu sto cesó de ejercer el consulad o s in interru pción y ha sta h abló de devolver "al pueblo” la rea lidad del poder. Los histo riadores mode rnos ponen en du da su sinceridad. Si Augusto fue insincero, tal vez lo fue en la medida en que comp robaba que las an tiguas instituciones de la libera respublica eran definitivamente caduca s, que esta ban cond enada s por cerca de un siglo de agitaciones y que era m ene ster Innovar. Y m uch os rom anos, d espué s de tan tos años de guerra s civiles, se inclinaban a creerle a c ausa de su inmenso deseo de paz. Au gusto enc ontró los medios de e sta innovación sugeridos en diversos escrito s y tamb ién grac ias a ciertos ejemplos que le ofrecía el p asa do reciente. Al evitar tom ar el titulo de rey (rex) y queriendo ta n sólo ser el primero — prin ceps— dentro del Estado, ren día tribu to a u na prude ncia que podía haber le Inspirado el ejem plo de César. Verdad e ra que Augu sto establecía un a monarq uía de hecho, ¡pero un a m onarquía puede tom ar un gra n núm ero de formas! El término con que Augusto nom bra ba la suya derivaba directamente de u na institución indiscutiblemente republicana, valorizada recientem ente po r el propio Cicerón, po r ‘enemigo de los tiran os ” que se declar ara éste. En el senado , e n efecto, el prim er nomb re que figuraba en la lista de los Padres era el del prin ceps senatus (primero del senado), personaje revestido de una auctoritas particular, primero porque era el má s prestigioso de la asamblea (un antiguo cónsul, u n antiguo censor y las m ás veces am bas cosas), un personaje honrad o en tre todos y rodeado de la consideración general. P ortales raz ones e ra hombre “de bue n consejo”. E ra a él a q uien se Interrogaba prim ero cu and o el presid ente de la sesión recogía las opiniones, y bien se sabe ha sta qué p un to los rom ano s tenían en cu en ta todo comienzo, al que le conferían el valor de u n presagio. El prin ceps del senado, de signado cada lustro p or el censor, era por excelencia el “prim er consejero” de la república. Autoridad moral, sin privilegio jurídico particular ni m an da to oficial, ese princeps ejercía en realidad la función de ár bitro e n los debate s de la cu ria. 4 Ahora bien, du ran te los último s tiempos de la república, cu an do el Estado estab a desgarrado por las facciones, algunos hom bre s hab ían recordado con reconocimiento y nostalgia añ os en los que algu nos g rand es personajes h ab ían ejercido —como simples 169
particula res (privad) sin poder legal definido— esa función de á r bitro y h abla n evitado a la nació n perturbacio nes graves. Uno de ellos hab ía sido Escipión Emiliano, el hombre qu e h abia de strui do definitivamente a Cartago. qu e h ab ía establecido el poderío ro man o e n Africa y que hacia el final de su vida ha bia moderado la política del prim ero de los G ra cosy templado los principios del mos malorum en virtud de u n a reflexión teórica com partida co n los fi lósofos e historiado res qu e lo rod eab an —esencialmente el estoi co Panetio y su antiguo “preceptor" Pollbio—. un hombre, pues, que un ía a su gloria militar el prestigio de la c ultu ra y de la razón. Su person alidad lo designaba pa ra dirigir la vida del Estado en su doble aspecto, militar y civil, lo cu al m uy p ronto iba a ha cer el prin ceps imperator. El ejemplo de Escipión Emiliano es a quel al que s e refiere pre ferentemente Cicerón en s u s es critos políticos. Cicerón pe nsa ba que p or ese lado se podría halla r la solución al problema que se presenta ba a los hom bre s de su tiem po y que prec isam ente ésa era la ma ne ra de alcanz ar el equilibrio en tre las dos mitad es de Roma, el imperio y la ciudad m isma. El propio Cicerón desp ué s de repri mir la conjuración de Catilina. se consideraba apto para ejercer ese magisterio en lo tocante a la vida civil. Todavía no h ab ía a lca n zado ning ún laurel en los cam pos de batalla de modo que no po día apoyarse en ning ún prestigio militar, pero espe rab a que Pom peyo, el imperator victorioso que precisamente regresaba de Orlente cargado de gloria, lo a cepta ra como seg undo y lo ayu da ra con su misma gloria. Las circunstancias hicieron que ni Cicerón y ni siquiera Pompeyo pudieran llegar a ser, ni separadamente ni conjun tam en te, los “primeros" del Estado. C uan do Pompeyo, des pu és de la desaparición de Craso, pare cía es ta r en condiciones de llegar a serlo, se vio que en realidad se lo impedía la gloria de César adquirida en las Gallas. En cuanto a Cicerón, despojado por el exilio de gr an parte de su prestigio, debió resignarse a p erm ane cer en la sombra. El principado que él habia soñado no pudo realizarse. Pero la idea se había abierto camino. Los añ os de ana rqu ía y de gue rra civil habían hecho nac er el deseo de reenc ontrar la paz, y Cicerón no era el único en de sear que el Estado tuv iera u n rec tor (por su etimología esta palabra se apro xima a la de rex): escri tores como Salustio en Cartas a César, filósofos como el epicúreo Filodemo en su tratado de El bu en rey se gún Homero (dentro de la línea de Isó cra tesy de los consejos dado s por éste a Nicocles), cu170
yos papiros descubiertos en Herculano no s h an devuelto impor tantes fragmentos, los estoicos, de los cuales uno, Atenodoro de Tarso, p ertenecía al circulo inmed iato del Joven Octavio y tamb ién los discípulos de la Academia y del Liceo recono cían la necesid ad de tene r a la cabeza del Estado a un hombre supe rior por su s vir tude s, su clarividencia, su dominio de si mismo, u n hom bre que ase gu rar a el orden y la paz. Aquello significaba el retom o al ide al otrora expresado p or Isócrates y que se había concebido en u na Grecia can sad a de las dem ocracias y de los conflictos que ésta s provocaban entre la s diferentes “libertades". Este mito del 'b u en rey" que, según vimos, se difundió ampliamente a través de las provincias del imperio romano, gra cias a las institu cio nes organi zad as por Augusto, explica que el principado hay a podido estable cerse en la propia Roma e imp oner la autoridad de u n hom bre (vic torioso en los campos de batalla y al propio tiempo protector del pueblo) al aparato de las magis tr atu ras que adm in is tr aban con su control los negocios del Estado. Pero esto en tra ña ba que los miem bros de la vieja a ristocracia se sin tieran de sp ojados de su influe n cia y de s u poder. Lo mism o que losJóvenes com pañeros de los Tarquinos. cu and o se produjo la revolución que ha bia establecido la república, los aristó crata s tuvieron la impresión de ha be r perdi do su libertad, esa libertad que les asegu raba poder ejercer por tum o las grandes m agistraturas, gobernar las provincias, adq ui rir gloria y riquezas y dejar u n nombre ilustre e n los fastos del im perio. Todo esto habia quedado confiscado p or el desc endiente de un a familia h as ta e ntonces sin gra n brillo, esos Julio s, oriund os de u n pequeñ o pueblo del Lacio e infinitamente m eno s nobles que los Claudios, los Fabios. los C omelios o los Emilios, po r ejemplo. El últim o represen tan te de los Emilios. M. Emilio Lépido. hijo del triunviro caído en desgracia, fue el primero en forma r una conju ración con tra Octavio cua ndo éste se enco ntraba aus ente de Ro ma. Pero su intento fracasó, desb aratad o por Mecenas, que es ta ba ento nces encarg ado de a dm in is tr ar Italia y la ciu dad de Roma m ientras ag uard aba el regreso del vencedor. S iete año s desp ués se produjo la conjuración de Terencio Varrón Murena, descen diente tam bién él de un largo y glorioso linaje y que en aquel m o me nto ejercía el cons ulad o con el propio Augusto. Era el he rm a no de Terencla, la esposa del fiel Mecenas y no oc ultab a s u s s en timientos cu and o esta ba en desac uerdo con la política del prínci pe. Se gloriaba de su libe rtad de pala bra, esa parrhesia tradicio nalmente inseparable de los sentimientos republicanos. La conju ración que Terencio urdió de concierto con u n tal Fanio Cepión, 171
fue descubierta. Los dos homb res fueron cond ena dos a m uerte y ejecutados sin proceso, como se había he cho a nta ño con los cóm plices de Catllina. El se nado dio su acu erdo. Nadie se atrevió a in vocar la “libertad" ni el derecho de las p erso nas . C uan do u no s diez año s despu és. Comelio Cinna, u n descend iente del gra n Pompeyo, que por lo dem ás e ra u n joven basta nte estúpid o (según decía Séneca), concibió el proyecto de a se sin ar a A ugusto —siempre en nom bre de la “libertad"—. un o de s u s cómplices lo denunció; e s ta vez el principe se mostró generoso, quizás a petición de Livla. Cinna no fue castigado y algunos año s despu és ha sta llegó a ser cónsul. Cuando se prod ujo esta conspiración, el poder de Augu s to esta ba y a firmemente consolidado. Sin corre r riesgos, el prín cipe podía hace r uso de la clemencia. Y era és ta p ar a él h as ta u na manera de manifestar una de las virtudes regias por excelencia (virtud de un “buen rey"), esa clemenUa que Séneca predicaría a Nerón u n medio siglo desp ués. Im portaba, e n m om ento s e n qu e el régimen se hacía cad a vez m ás monárquico, pro bar con los he chos que no era una tiranía. Un peligro má s grave se prese ntó en el añ o 2 a . de C. cua nd o Augusto se enteró de que su hija Julia llevaba un a vida esca nd a losa, lo cua l en sí mismo h ab ría sido tolerable, si los am an tes de que ella se rodeaba no h ub ieran pertenecido a e sas gra nd es fami lias que no podían resignarse a haber perdido su “libertad". El principal cómplice de Ju lia era el propio hijo de Antonio. Ju li o An tonio, hijo del vencido en Actium. Dentro del grupo, este ho mb re era el que tenia razones m ás serias pa ra odiar al principe. Ju n to con él es taban cierto Apio Claudio Pulch er. Sem pronlo Graco. Cornelio Esciplón, todos rep resen tante s de aquella aristocracia de s tronada que no se resignaba a desem peñar u n papel subalterno en el Estado. Aparentemente Ju lia co ntaba con ellos para p asa r ella mism a al primer plano. Augusto terminó p or entera rse de to do. Desterró a su hija en la isla de Pan datar ia y Julio Antonio fue ejecutado. Durante el reinado de Augusto hu bo m uc has otras conjura ciones. todas fom entadas por miem bros de la aristocracia y tod as ellas fueron reprimidas antes de haber realmente estallado, de m an era que no pu siero n el régimen en peligro, salvo en la medi da en que dichas conju ras obligaron al príncipe a u sa r su Impe rtían para castigar severamente con independencia de todas las garantías tradicionales de la libertas. De suerte que. contraria men te a las intenciones de Augusto, la mona rquía sólo logró m an ten er lo que u n historiad or de aquel tiempo llamó u na “paz san172
gríenta*. lo cual dista m ucho de la apariencia de paz que puede re su ltar del terror. Cu ando la vejez de Au gusto (tenia m ás de se tenta años) y la de cadencia de su s fuerzas h icieron pre sagiar uri fin cercano, la opi nión púb lica comenzó a inte rrog arse so bre el futuro. Tácito, que resumió lo que se decía por toda s par tes entonce s en Roma, ase gura qu e la m ayor parte de los ciudadanos consideraban inevita ble el m ante nim ie nto del régimen. Sólo u n pequeñ o núm ero ‘ex ponía vanam ente los m érito s de la libertad*. Esa libertad q ue d a ba miedo a la mayoría, esa libertad, que era sinón im o de discor dias y de guerras, no tenía ningún atractivo. De manera que c ua n do se anu nc ió que A ugusto h ab ía dejado de vivir, ‘todo el m und o se precipitó en la servidumbre*. Los rep res en tan tes del pode r ci vil. los dos có nsu les e n ejercicio, pres taro n jur am en to a Tiberio, heredero e hijo adoptivo de Augusto, y el prefecto de los gua rdia s pre to rianos que ejercía el poder m ilitar e n nombre del imperator fallecido, inm ediatam ente hizo lo mismo. En los primeros tiem pos. Tiberio fingió que no era m ás q ue el delegado de los senado res y del pueblo y el garan te de la libertad de los ciudad ano s en vir tud del poder tribunicio qu e le había sido conferido por Augusto an tes de su m uerte. Luego, la lógica del sistem a se imp uso y a su vez el nuevo principe, a pe sa r de su preferencia por el régimen re publican o, debió acepta r reinar. Sólo podemos co nje tu rar cuáles fueron las influencias que hi cieron de Tiberio, en lugar del “bu en rey" que h ab ría querido ser. el tirano que describe Tácito. ¿Le decepcionó el esp íritu servil de los sen ado res decididame nte indignos en su g ran mayoría de ejer cer de nuevo el poder en la libertad? ¿F ue em pujado por Seyano. su prefecto del pretorio, cuy as intrigas pára llegar al rango su p re mo le hicieron cometer crím enes inexp iables? ¿O simplemen te se cansó Tiberio de u na vida de la cual sabia bien que estab a siem pre am enazada por el creciente odio que se sentía contra él? Tal vez toda s esta s ca us as o esta s razones se sum aron y se combinaron para hacer de Tiberio el tir ano sombrío y solitario que de sde Ca prí escribía al senado largas cartas en las cu ale s le en carg aba que realizara las elevadas ob ras que él habia decidido por su cuen ta. Sea ello lo que fuera, cu an do Cayo César (Calígula), des pu és de ha ber sido a sesina do Tiberio, lo sucedió. Roma se ha bia convertido en un a m onarquía declarada y si el amo era llamado todavía prin ceps . el sentido de este título ya no ten ia n ad a que ver con el que tenía en la época de Augusto. C aligula fue el primer tirano verd a dero. 173
Los historiadores an tiguos . Tácito, Suetonlo. Dion Casio, e n u m era n los actos a rbitrarios de Caligula. de Claudio, de Nerón, las acusaciones formuladas por delatores a su servicio contra los hom bres m ás em inentes del senado desde el momento en que se sospech aba e n ellos alguna independencia. E n semejante mu ndo no hab ía nin gú n lugar para la libertad, po r lo menos esa libertad que se afirma con actos o palab ras. La ún ica libertad que su b sis tía era la de las conciencias. La palab ra libertas tomó entonces u n sentido que sin dud a no era nuevo pero que exaltaba u n aspecto que ha sta entonces era secundario. La libertas fue un nombre que se dio entonces a la dignidad de la persona, a la independencia m antenida a pesa r de todo, aun qu e no se traduje ra en acciones. Por ejemplo, en los peo res mom ento s del reinado de Nerón, L. Antistio Veto, calumniado y ciertamente co ndenado a m uerte, re s pondió a su hija que le aconsejaba q ue hiciera su heredero al em pera dor para evitar la confiscación de s u s bienes, que no quería ‘m an ch ar con u n acto último de servidumbre un a vida pasa da lo m ás cerca posible de la libertad'. Tácito, al exaltar este gesto, no ap rue ba empero por eso la ac titud de los estoicos rígidos par a quienes el suicidio era el refugio supremo. Tampoco ap roba ba Tácito la oposición sistem ática de esos mismos estoicos a un régimen que. en ciertas condiciones, podía ser benéfico para todos y que aseguraba al imperio la m a yor libertad posible. Pero cu an do el 'tirano " d a. po r ejemplo, a S é neca la orden de morir, entonces , la ún ica libertad consiste en re signarse a morir sin ag ua rd ar a se r mu erto por la fuerza. El últi mo asilo de la libertad es el respeto de si mismo, tan to pa ra u n se nad or romano como para la hija de Príamo. Una vez m ás, de scub rimo s que la libertad e s inseparab le de la muerte.
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Orientaciones bibliográficas Como las ideas expuestas en esta obra se b as an esencialmen te en u n a lec tura de los textos antiguos, conviene remitirse a las ediciones que figuran en la Collection des Universités de France (Editions “Les Belles Le ttres”),* especialm ente a: Homero: Riade, ed. P. Mazon. Odyssée, ed. V. Bérard. Herodoto: Histoires. ed. Ph. E. Legrand. Esquilo: Tragédies, ed. P. Mazon. Sófocles: Tragédies. ed. Dain-Mazon-Irigoin. Eurípides: Tragédies, ed. Méridier-Chapouthier-Grégoire-Jouan. Platón: Dialogues, ed. Croiset-Robin-Méridier-Chambry-DiésGemet. Aristóteles: Constitution d ’A thén es, ed. Mathieu et Haussoilier. Ethique á Nicom aque Ivéase la edición de J. Tricot, París, Librairie philosophique J. Vrin, 1967). Polítique, ed. J . Aubonnet. Aristófanes: ed. Coulon y Van Daele. Isócrates: Discours, ed. Mathieu y Brémond. 4
Tucídides: Histoire de laguerre du Péloponnése, ed. J . de Romilly. * Se pueden hallar diversas ediciones en castellano de todos los autores clásicos. Remitimos al lector interesado a Libros españoles en venta. ISBN 198384 y su Apéndice 1984-86. [E.| 175
Tito Llvlo: Histoire romatne, en particular los libros I a VII. ed. J . Bayet y R. Bloch. Cicerón. De la République, ed. E. Bréguet. Traité des Lois, ed. G. De Plinval. Correspondance. en particular los tomos III. IV y V, ed. Constans-J. Bayet. Tácito. Arm ales, ed. Wuilleumler.
Entre las obras generales y los ensayos, se deben citar: Bordes. J.: Politeia. d an s la pen sée grecque d ’Homére á Alistóte . París. 1982. Chamoux, F.: La civilisation grecque. París. 1963. (Hay versión castellana: La civilización griega, Barcelona. Ju ven tu d. 1967.) La civilisation hellénistique, París, 1981. Ducos, M.: “La liberté chezTaclte: droits de l'lndivldu ou conduite individuéis?", en Bulletin d e l'Assoctation C. Budé, 1977, 1. págs. 194-217. Gaudemet, J.: In stitutions d e iA ntiquité. París. 1967. Godechot, H.: Regarás su r l'époqu e révolutionnalre. Toulouse. 1980. Grima!, P.: La civilisation romaine, París. 1967.5*. ed. (Hay versión castellana: La civilización romana. Barcelona. Ju ven tud , 1965.) Cicéron, París, 1986. Sén éque ou la conscíence de l'Emptre. París. 1978. Le Siécle d es Scipions. Rome el l'heü én ism e au tem ps d es Guerres Puniques. París. 1975, 2* ed. L'am our á Rom e. París, 1988. Hellegouarc'h, J.: Le vocabulaire latín d es relations e t d es partís potinques sous ¡a République. París. 1963. Magris, A: L’idea d i Destino riel pensie ro antico, Trieste. 1985. Mathleu. G.: Les id ées polltíq ues d'Isocrate. París. 1925. 176
Pohlenz, M.: La liberté grecque. nature et évolution d ’un idéal de vie. París, 1957. Richard. J. C.: Les origines d e la plébe romaine, París. 1978. Romilly, J. de: Thu cydide e t l'impérialisme a thénien. París. 1951, 2* ed. Histoire et raison chez Thucydide. París. 1956. La tragédie grecque. París, 1970. Wirzubski. C.: Libertas a s a poOlical idea a t Rom e during the late Republic and Ekirly Principate. Cambridge. 1950 (véase la importante reseña de A. Momigliano. en Jo urna l o f Román Studies XU. 1951, págs. 146-153).
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Indice temático Academia, 171. Acamania. 147. Acrópolis de Atenas. 83, 87 . Actium (batalla de), 49. 172. Actividades liberales, 100. Admeto. 124. Adriático. 147. Aequitas. 7 2. Africa (provincia de), 148. 151, 160, 170. Afrodita. 118, 139. Agamenón, 90,9 1; (tragedia), 130, 131. Agón (en las tragedias), 133. Agora. 12. Alceo, 123. Alcestes, 136, 137. Alcibiades. 104. Alcinoo, 93. Alcmena, 122, 123. Alcmeónldas, 80, 82, 85. Alejandro. 59, 88. 109, 110. 111. 113, 114, 139, 145. Amazonas, 124, 138. Amistad, 66. Anarquía, 50, 145, 159. Anax, 91. Anaxágoras, 117. Ancira, 23. And rápedo. 117. Andrómeda, 123. Anfitrión, 123. Aníbal, 114, 147. Anito, 104. Anquises, 118, 121. Antigona (hija de Edipo), 13, 55, 13 4- 13 6,14 1; (tragedia), 133; (rey), 115. Antistenes, 106, 113.
Antistio Veto, L-, 174. Antlum (Anzio), 147. Antonino Pió, 168. Antonio (Marco Antonio). 21, 22, 25. 172. Apolo, 84; de Delfos, 131; de Detos, 85. 159; ciclo de Apolo, 124; Palatino, 155; en general. 159. Apuleyo. 148, 154, 155. Apulia. 163. A que os,90.116.11 8.12 2; (homé ricos), 124. Aquiles. 117, 120, 127, 137. Areópago. 60, 97, 131, 137. Arete, 128. Argos, 90, 122; argivos, 86. 122. 124, 137. Aristágoras, 83. 86, 102. Arístldes, 97. Aristófanes. 95. Aristogitón. 79. 80. 81, 97. Aristónico, 143-144. Aristóteles. 68, 80.94.95.96.98. 110, 114, 117, 164. Arpiño, 69. Artemisa, 84, 91. Asia. 99, 113, 143: central, 111; menor 82; véase Jonia, Cilicia. Asilo (derecho de), 50. 158. Asylum . 93. Atalo III de Pérgamo, 143-144. Ate (Efror, Discordia), 118, 122, 142. Atenas, 38, 42. 79. 80 y sigs., 85 ysigs.. 107, 115, 127, 156. Atenea, Palas, 87, 117, 131, 137. Véase también Minerva.
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Atenienses. 14 ,99,10 0,1 08 ,122 , 131, 135, 141, 162. Atenodoro de Tarso. 171. Atica 99. Auctóritas, 37. 44. 50. 71. 169. Augures. 37, 38. Augurium sa lutis, 37. Augusto. 24.37.50. 74,75.153y sigs.. 160, 168, 171, 172; testamento de. 22. 69. 70. Augustu s (adjetivo). 149, 159. Aulis. 91. 121. Auspicios. 13.40.47,48,72.121. Auta rkeia. 114. 142-143. Aventino. 45. 47. Bacanales. 157. Baco, 47. 157. Balbo (Comelio). 74. Bárbaros, 99, 139. 140. Basibeus. 92. 94. 130. 133. Beocia. 86. Bibulo Calpurnio. 73. Bitinia. 155. 161. Blosio de Cumas, 144. Boule. 152-153. Brindlsi. 59. Bruto Ju nio. 14. 19. 25 . 50 . 52. 53. 55. Caballeros (en Roma). 43. 166. Cadmea. 126. Cadmo. 126. Calchas. 121. Cálleles. 104. Calidromo. 156. Caligula. 155. 174. Calipso. 120. Camila (hermana de Horacio). 28. Campania. 65, 158. Campo de Marte (en Roma). 58, 158. Capitolio. 31. 35. 48. 58. 59. 71. 76. 93. Caprl, 173. Capua. 65. Cartagineses. 87, 114; Cartago, 160. 170. Casamiento (conubfum), 54. Casandra (hija de Priamo), 131. Casandro (rey), 111. 115. 180
Casio, 14, 19. TYibuno. 21. Catilina, 58. 64. 170, 172. Catón de Utlca. 66. Catón el Censor, 41. 62. Cáucaso. 59, 124. Cecilio Metelo, C., 69. Celtas (dioses de los). 159. Centauros. 129. Centuria, 43. Cerámico (en Atenas). 7 9 .8 0 .1 2 7 . Ceres, 46, 48. César (titulo imperial). 154. César. 14. 19, 20. 21. 22. 69. 70. 71,73, 74. 75. 169, 170. Cibeles. 83. 87. 157. Cicerón. 20 ,21 .22 . 58-62,65-6 8. 72.74.75.79. 157. 169. 170. Ciclopes, 124. Cillcia. 84. 147. Cimbros. 71. Cimerios, 120. Cimón, 130. Cinismo, 105. 113, 139, 163. Cinocéfalo. 115. Circe. 120. d re n e (edictos de). 149 y sigs.. 156. 159. Ciro. 108. Ciudad del Sol. 144. Ciudadanía. 90 y sigs.. 93. 111, 139. 142. 151: (derecho de). véa se Civitas romana. Civitas romana. 29. 93. 149. Claudio (emperador). 4 7 ,1 60 .1 66 . 167. 174. Claudio Apio. 26. Claudio Pulcher Apio. 172. Claudios (gens Claudia). 2 6.1 71 . Cleantes. 142. Clementia, 172. Cleomenes. 82. 83. 84. Clientes. 33. Cliptemnestra. 130. 131. 137., Clistenes. 86. Clodlo. P.. 60. Collegia, 158. 161. Comedia nueva. 101, 147. Comercio (libertad de). 148, 149. Comicios centuria tos, 21. 43. Curiatos. 2 9 ,3 2 .3 5 . Tributos, 21. 48. 70. Comltium. 40.
Concordia. 79. Concordia de los órdenes. 66. Constantino. 162. Cónsul. 57. Contienes, 70 . Corfinio, 20. Corinto. 96. 116. 148. Comelio Cinna. C., 71. 172. Cometió Escipión. 172. Comelio Léntulo Spinther. 20. Comelio Mórula. 71. Comelios, 171. Craso, 170. Cremero. 27. Cremónides. 110. Creonte (rey de Tebas), 55. 133. 134. 141. Creta. 91. 123. 149. Crisipo. 142. Cristianismo. 12 2.13 8.16 0-16 1; cristianos, 161 y sigs. Cronos, 127. Cultos (libertad de), 156. Curia (Senado), 40. 59. 164. Curiados. 27. 41-42. Curias, 32. 35. 54; véase comi cios curiatos. Chateaubriand. 11. Chipre. 91, 108. Dados. 156. Danubio. 99. Dailo. 14. 84. 85. 88. Datis, 84. Decenvtros. 26. Delfos. 130. 156. Delicatl, 164. Délos. 84. 88. 155. Demetrio de Falero, 111. Democracia. 133-134. 157. Demócrito, 133. Demos en Atenas. 95. 101. Demóstenes. 108. 109, 110. Derecho de apelación (íus provocationis), 28. 46. 53. 64. Derecho de gentes (véa se ius gentium). 160. Derechos de los quirites Uusquiritium). 54. DesUno. 39. 117-118. 120. 123.
127, 129. 131. Deudas. 1) en Roma, 43-45 2) en Atenas. 94. Deyanira. 125. 136. Diablos. 135. Diana de Efeso, 159. Dictadura. 74. Dignitas, 71. 75. Dií Con sentes. 38. Dinomeno (hijo de Hierón), 130. Diodoro de Sicilia. 144. Diógenes. 113. Dion Casio. 174. Dionisiacas (fiestas), 111, 156. Dionisio de Slracusa. 101. Dioses de los celtas. 159. Disciplina militarte, 56. 57. Domidano (Flavio Domiciano). 76. 163. Domicio Enobarbo, 20. Domini. 4 5. Dorios, 90. 122. 124. Doxa (opinión). 139. Druidas. 159. Ecalia. 124. Ediles de la plebe. 48. Edipo. 133; rey (tragedia). 138. 139. Egeo (civilización egea), 91 ¡Mar, 99.115. 123. 147. Egina. 84. Egipto, 87. 88. 113. 148. 151: divinidades egipcias, 158. Egisto, 130. Ekkle sia (en Atenas), 38. 103. Eleusis. 156. Eleutheria (diosa), 89; concepto de. 116. 142. Ello Tuberón, C.. 65. Emilio Lépido. M., 171. Emilios. 171. Véase Paulo Emilio. Enciclopedistas franceses. 45. Eneas. 118. 121. Eneida, 120. Eolios. 122. Epicteto, 164. Epicúreos. 162. Epistem e (Ciencia). 142. Eretria, 85. Ergástulos, 167. 181
Erínias. 131. 132. Escamandro, 117. Escipión Emiliano. 65. 170. Esclavos. 12. 15. 24. 63. 90. 98. 134. 136.140.142,144.155. 163; esclavitud, 123 -12 6.1 42 . Esculapio (templo de). 167. España. 76. Esparta. 81-86, 90. 91. 93. 95. 101, 102. 107. 115; esparta nos. 82. 86. 87. Espartaco. 143. 163. Esqueria. 93, 120. Esquilo. 13. 127. 129, 130. 131. 132. 134. Esquines. 110. Estenelo, 122. Estilpón de Megara, 113. Estoicismo (estoico). 16. 67. 114, 139 y sigs.; 163. 164, 171. 174. Eta (monte). 125-126. 136. Etiopes. 144. Etna (ciudad), 130. Etruscos, 31. 38. 58, 147, 167. Eufrates, 59. Eum én ides (tragedia). 131. 133. 145. Eum eno de Pérgamo, 143. Eupátridas. 130. 132. Eurípides, 99.136.137.139,141. Euristeo, 122. 123, 125. Evágoras. 108. 130. Evergetes (sobrenombre real). 154. Fabios. 27. 171. Facción. 27. 69. 70. Falaris, 105. Familia. 1 4 - 1 5 . 2 4 . 1 5 5 . 1 6 6 . 1 6 7 . Famulae. 166. FanioCepión. 171. Faraones, 87. Fatalidad ( véase Destino). 3 9. Feciales. 57. Fedra (hija de Minos). 138: trage dia. 138. Fenicia. 87; fenicios. 147. Fero. 124. Fldes, 33. 35. 51. 67. 75. 155. 156. Fidias. 129. 182
Filipo II de Macedonia. 109. 110; FtlipoV, 115. Fllodemo. 170. Filósofo (en Roma). 161. Flamen de Júpiter, 7 1. Flaminino. 115, 116. 151. Foro, 49. 59. Forum Popilli, 63. Fraternidad. 67. Frigia. 121.123.157: uéaseTtoya; frigios. 122. 144. Cálatas. 144. Galba (Sergio), 76. Galla. 19, 20. 73. 159, 170; narbonense, 151; galos, 58. 163; véase Druidas. Genos, 94. Ceníes. 26. 2 8 .3 2,4 0.4 4 ,48 .51 , 52, 54. 67. 75. Georgias. 101. Gerión, 124. Germánico (sobrino de Tiberio). 39. Gigantes. 135. Gladiadores. 56. Glaucias, 22. Golfo Pérsico. 111. Graeos, los (oéa se Sempronio), 64. 68. 170. Gratta. 71. Griegos, 79. capítulos 3 y 4 pássim. 90 y sigs., 99 y sigs.. 108. 139. Guerra. 57. Guerras médicas. 88. 127. Guizot. 11. 12. Harmodio. 79. 80. 97. Héctor. 117. 120. Hécuba (tragedia). 137; mujer de Priamo. 137. Helena. 118. Hemón (hijo de Creonte). 135. Hera. 122. Heracles. 122-126. 136; Los heráclidas (tragedia). 136. Herculano. 170-171. Hércules. 159: ué ase Heracles. Hermes. 119. 126. Herodoto. 8 0 .8 3 .86 .93 .94 .10 2 .
Hier&n. 130. Hlparco, 80. Hiplas. 14. 80. 83. 85. 97. Hipólito (tragedia). 138: héroe. 138. Homero (poemas homéricos). 117. 121.
Horacio. 27. 41-42, 53: el poeta. 126. H ostes, 3 5. Hübris (desmesura). 134, 135. Iamboulo (novela de). 144. Klgenia. 91. 137. Iflto. 124. Igualdad (véase aequalUas), 39; de las tyes, 80. 81-82. ¡liada, 90 , 121. Ilirios. 147. Ilotas, 101. Imperio universal. 140; véase Jeijes; de Roma, 140, 151, 155-156. 170. Impertum, 30, 31, 36. 47. 48. 49. 54-57. 74. 76. 152, 172: M aius. 148: Imperator. 3 1 . 5 6 . 57. 74. 76. 90. 155. 170. India. 111. Inílemos. 126. ¡segaría. 101. (sis, 158. Isla Tlberina. 167. Islamismo. 81. [Sócrates. 108.109.110.130.139. 170. Isonom ia. 81. itaca. 94. 119. Italia Meridional. 113 ( véase Magna Grecia). Janicuk». 58. Jaucourt. De, 45. 50. Jenofonte, 99. 107. Jerarquía. 67. Jeijes. 82. 86. 87. 89. 114. 135. 140. Jonia. 83. 84. 88. 91. Jue go s Istmicos. 115. Ju lia (hija de Augusto). 172. Julio Antonio. 172. Julios, 171.
J úpiter . 3 1 . 3 2 . 3 4 . 3 8 . 4 7 . 5 4 . 5 7 . 71. 76, 155. 159; Optimas, 115; Uber. 155. J u s commercii, 148. Ju s gentium . 160. Justicia. 67-68. 104. Justiniano. 16.
Koiranos, 9 1. La Bruyére, 45, 50. Labrador, 63. Lacedemonios, 80. 107. Lacio, 34. 121, 171. Lago Traslmeno. 39. Laodamta, 137. Laomedonte, 118, 124. Laos, 90. Lar (dios doméstico), 167. Latona, 84-85. Latreia, 126. Laurión (minas), 97. Lépido (Emilio Lépido). 22. Lesbos. 97. Léucada. 96. Lex, 37. 70. Ley [véase Lex). Ley agraria. 6 4. Ley frumentaria. 6 4. Ley sagrada. 56- 57 . Leyes suntuar ias. 65. Uberpater, 4 7. Libera, 47. Libera respublica, 169. Uberi, (hijos). 15. 24. Libertas. 14. 16. 27. 30. 60. 71. 72. 76. 153. 168. 172. 174. Libertos, 164 y sigs. Liceo. 171. Lidia. 124. Ligas. 114. 115. 116; véase tam bién aqueos. Liturgias (impuesto). 150. Ltvia. 172. LiviO'Druso. 21. Locrenses. 96. Logas, 132. Lucio (héroe de Apuleyo). 154. Lucrecia (violación de), 25, 26. Lúculo (Licinio), 75. Lupo (comerciante), 148. 183
Luta do Catülo. Q.. 7 1. Macarla (hija de Heracles). 136. Macedonla. 109; macedon los, 88, 90: provincia romana, 116. Magna Grecia. 83. M aiestas, 29; véase Majestad. Majestad (del principe). 161. Mancipium . 155. Manlio Torcuato, 56. Manumisión. 100. 164yslgs. Mar Jónico, 147. Mar Negro, 124. Maratón. 14. 85. 109. 136. Marco Aurelio. 16. 155. Mardonio. 87. Mario. C.. 69. 71, 75. Matronas, 15. Mazdeismo. 88. Mecenas. 171. Medos. 82. Megara (mujer de H eracles). 125. Megara. 114. Menelao, 90, 118. Menenio Agripa, 45. Mercurio, 159. Metecos, 92, 101. Micrino. 84. Milciades. 86. Mileto. 82. 83. 84. 88. Mitón. 59. 61. Minerva. 61. Miseno (cabo), 148. Mitrídates, 75. Moira (destino). 118. 127. Molü. 119. Monarquía. 140, 168-169. 172. M onsAlbcmos.Monsbatiar. 31.34. Monte sagrado. 4 5. Moral no escrita. 55. Mos Maiorum. 32. 54. 170. Mujeres (libertad de las), 25 , 136. Murena, L,, 65, 66. 75. Naxos, 82, 84. Neoptolomeo, 137. Nerón. 67. 76. 162. 164. 165, 173. 174. Nex1 45. Nicipa. 122. Nicocles, 108. 109, 130. 170. 184
Nobllilas. 41, 68. Numancia. 62. Octavio (Octaviano), uéaseAugus to. 154. 171. Odisea. 93. 121. 147. Offlcia. 6 6. Oligarcas. 70. 73; régimen oligár quico. 102. Olimpo, 118; Olimpia. 129; olím picos. 135. Oníala. 124, 125. Opio, 74. Gps (abundancia). 79. Oráculos, 12. 121. Orestes. 60. 61, 131; Orestiada. 129. Ostracismo. 111. Otium, 12. Padres (= senadores). 75 -7 6, 15 8. Palatino. 155. 157, Panateneas (fiestas), 80 .1 1 1,1 56 . Panda tarta. 172. Panetio, 170. Paris. 118. Parrhesla. 74. 108, 133. 171. Pastores. 63. Fater, paires, 33. 35, 36, 52. 54. 67, 155; véase senado; 51. Pater patriae, 76. Palemalismo. 67. Patria (idea de). 44-45, 51. Patricios. 46. Patrón (patronos). 33. 34. 35. 36. 51. 67. 155. Paulo Emilio, 65. Pelasgos. 93. Peleo. 127. Peloponeso. 83. 123-124. Pelops, 130. Penélope, 119, 120. Pérgamo. 143. 144; uéase Atalo, Aristonico, Eumenes. Pericles (siglo de). 82. 110. 127, 132, 135. Periecos, 101. Persas. 14.82.97. 128; tragedia. 130; reyes de, 82; uéaseDario. Jeijes. I’erseo. 122.
Philippe Egalité. 52. Pietas, 51. 67. 121: piedad. 135. Pindaro, 128. 130. Piratas, 147. Pisistrato, 14.80.82.96.97.109110: pisistrátidas, 79 .8 4.1 27 . Pitonisa, 82. 124. Platea, 85. 87. 89. Platón. 68.9 9,10 4-1 07 . H 0,139; República de. 101, 144. Plebe, 46 y sigs.; véase también tribunos de la. Plinto el Joven. 155. 161. Plutón. 47. Paine, 124. Polibio, 170. Polinices. 133. Poltorcetes. 111, 114. Polis (véase ciudad). 93 . Politeia. véase Aristóteles; de Zenón.139. Polixena (hija de Priamo), 138. 174. Polo. 104. Pomerium, 30. 47. 55. 59. Pompeyo (Cn. Pom peius Magnus), 60. 147. 170. Hopea (mujer de Nerón), 161. Popilio Lenas. P.. 62. Populares, 65. 71. 73-74. Poñoria (derechos de aduana). 148. Poseidón. 117. 118. Postumio Tuberón, A.. 56. Potestas. 168. I’resagios. 13. 39; véase también augurios. Priamo, 118. 174. Principado. 60. 168; uéase capí tulo 5. Principe (princeps). 76, 153, 156. 170; uéase capitulo 5. Prometeo. 127, 128. 129, 130. 131. Proserpina. 47. Protágoras. 128. Protesilao (tragedia). 137. Provincian os (libertad de los). 149 y sigs. Queronea. 110.
Quios, 97. Quirino, 32. Quirltes, 15. 32. 76. 152. Rabirio, C., 58. Racine, 138. Racionalidad. 131-132. Ravena, 16. 148. Razón de Estado, 55. 134. Razón. 132. Re. 87. Realeza. 90-91. 130. Rector, 170. Regrvum, 153. Religión romana. 156. Rétores (en Roma), 162. Revolucionario. 86, 108. Reyes de Roma. 28 -2 9.3 5.5 0.5 7 , 168. 169; de los Sacrificios. 92; rey de Persia. 82 . 8 3, 84 . 86. 108: rey en Macedonia. 90; rey homérico. 90 y sigs.; 'buen rey", 109. 130. 131. 171. Roca Tarpeya. 4 6. Roma (diosa). 154. Romanización. 160. Rómulo, 32, 49. 93. Rousseau. J. J., 11. 96. Rubicón. 19. Sabina (pais). 48. Sabio (el). 106. 141. Sacer, 56. Sacerdotes (en Roma). 157. Sacramentum, 5 6. Sacrificios de niños. 160. Saint-Evremond. 121. Salamina de Atica. 87. 97, 109. 136; de Chipre. 91. 108. Salus, 79. Salustio, 69, 170. Samnitas. 56. Samos. 97. Sardis. 83. 87. Satricum (inscripción de). 27. Saturnino. 21. Sempronto Graco. C.. 21. 62. 64, 172. Sempronto Graco, T.. 21. 44. 62. 63. 144. 185
Senado, 35. 36. 70. 73. 157, 168. 169; senadores romanos. 116, 162. Séneca. 15. 67. 138, 165. 172, 174. Serapis. 158. Servus, 166. Seyano, 173. Sicilia. 63. 83. 87. 105, 110. 113. 129. 144. 163. SUa (o Sylla). 19, 59. 64. 74. Siracusa, 101, 131. Siria, 87. Socialismo de Estado. 97. Sócrates. 68. 103 y sigs., 110, 113. 135. 157. Sofistas. 109. 130, 133, 162. Sófocles. 13. 55. 133, 135. 136, 140. Sol, ciudad de, 144; dios sirio. 158. Soldado (en Roma), 3 0 ,5 5 ,5 6 ,7 6 , 151. 152. Solí. 91.