J O R G E G R A M (CANGO. DR. DAVID G. RAMÍREZ)
H É C T O R NOVELA HISTÓRICA CRISTERA Séptima
Edición
con ilustraciones históricas
M É X I C O ,
19 66
LECTOR: Cuando hayas sentido y amado lo que este libro pretende hacerte amar y sentir, levanta tus ojos y mira a tu alrededor... Examina el Oriente y el Ocaso; escudriña el Mediodía y el Septentrión... Y doquiera descubras que un pueblo o una raza, o una casta o una tribu, agoniza en el tormento, vuela hacia allí y revela a las víctimas el dogma sagrado de las resistencias heroicas. JORGE GRAM. Amsterdam, junio de 1928.
NOTA DE LA PRIMERA EDICIÓN Mediante el concurso de un grupo de expatriados, se puede dar a la publicidad esta bellísima producción literaria. Su autor, que ha vivido durante muchos años en Méjico y que se encontraba en uno de los países europeos en el tiempo en que la terrible tragedia mejicana se desarrollaba en forma tal que recordó las luchas de la Vendée, supo, en verdad, producir una obra genuinamente nacional en que se retrata magistráímente el verdadero pueblo mejicano, no el estrafalario y repugnante que la literatura revolucionaria y ciertos escritores de este país ofrecen al público en obras convencionales. No necesitamos ponderar el interés de esta novela: sólo nos limitamos a invitar a quien la tenga en sus manos, que pase la vista por algunas de sus primeras páginas, y si tiene sangre latina, vea si puede libertarse del anhelo justificadísimo que habrá de despertarle el aspirar por unos instantes el ambiente bendito en que se vivió en Méjico durante la gloriosa y epopéyica lucha. Plegué al Cielo que la lectura de esta obra y su divulgación cooperen, aunque sea en mínima parte, a disipar la atmósfera de calumnia que ha cubierto a Méjico durante muchos años, y que se llegue al fin a saber que Méjico no es el país criminal de los Carranzas, Villas y demás, sino que el verdadero es otro muy diverso, rico en nobles acciones, animado por elevadísimos ideales, y llamado a ser, mediante una gestación muy dolorosa, pero muy fecunda, el baluarte en la América de la civilización cristiana. Marpha, Tex., noviembre de 1930.
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DEL PROLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA* Y según la ley casi todas las cosas se purifican con sangre: y sin derramamiento de sangre no se hace la remisión. (Epístola de San Pablo a los Hebreos, IX-12).
S ON LOS CATÓLICOS MEJICANOS los que, dando un ejemplo admirable al mundo entero, han puesto por fin en práctica las palabras del Apóstol y han hecho oferta generosa de su sangre y de su vida en aras de la Religión y de la Patria. En pleno reinado del materialismo, cuando la conservación de la vida y de la hacienda se han elevado a la categoría de supremos ideales, los católicos mejicanos, en un heroico y prolongado alarde de valor físico y de encendida caridad, solamente censurado por los prudentes, los templados y los acomodaticios, sacrificando conscientemente todas las delicias de la cómoda existencia actual, han empuñado las armas en defensa de la fe y de la moralidad de nuestra generación y de las futuras. Sólo hay dos actitudes dignas para afrontar las horas gravísimas por que atraviesa el mundo: una es la que nos enseñan los católicos del siglo XVI, que en una mano llevaban la cruz y en la otra la espada; la otra es la de dejarse matar en voluntario martirio, sacrificar los provechos del gobierno antes que rendir pleitesía al error o ser su cómplice. Estas dos únicas actitudes que hoy pueden adoptar los auténticos ca* Quisiéramos poder reproducir íntegro este prólogo, por su importancia histórica respecto al movimiento nacionalista español; pero juzgamos necesario suprimir los párrafos inspirados por una información incompleta sobre los "arreglos" de 1929. (Nota de la Editorial JUS).
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tólicos se practicaron también en el siglo XVI. Los soldados de Felipe II que luchaban en Flandes y en Lepanto fueron el instrumento de que la Providencia se sirvió para que no quedara la religión católica barrida de todos los Estados ante las acometidas del protestantismo y del Islam, en tanto que los frailes españoles, amparados por la espada de los conquistadores, daban a Roma veinte pueblos por cada uno de los que le arrebataba la herejía. La otra actitud, igualmente lícita e individualmente más admirable, fue la observada por los católicos ingleses frente a los impíos designios de Enrique VIH y de su hija adulterina Isabel. Cinco cartujos inician la santa teoría que había de contar seiscientos mártires que prefieren perder la vida a obedecer los deseos ilícitos de los reyes herejes; pero estos sacrificios no pudieron impedir que la herejía se impusiera en toda Inglaterra y que tardara más de dos siglos en volver el catolicismo a dar públicas señales de vida en el país. Los católicos mejicanos han vuelto a empuñar la espada que en 1929, por obediencia a la autoridad eclesiástica, se vieron obligados a enfundar a conciencia de que por esta causa muchos de ellos habían de perder su vida. Y esta vez, aleccionados por el cruelísimo tropiezo pasado. . . saben a dónde van y hasta dónde alcanzan sus derechos de ciudadanos y de católicos. Fechado el 12 de diciembre de 1934 en San Antonio de Tejas, el Delegado Apostólico en Méjico monseñor Leopoldo Ruiz, Arzobispo de Morelia, dirigió una instrucción al Episcopado, clero y católicos de Méjico, que remitió igualmente a todos los obispos esparcidos por todo el mundo, "a fin de que todos los católicos de la tierra •—son palabras del Delegado Apostólico— conozcan nuestra situación y pidan a Dios el remedio de nuestros males", en cuya Instrucción, en su apartado II leemos: "Por esto, en nombre de Dios y de nuestro santísimo Padre el Papa Pío XI, y de acuerdo plenamente con el venerable Episcopado Mejicano, damos las siguientes normas de conducta, según las cuales obraremos los Prelados y deberán también obrar el Clero Secular y Regular y todos los fieles: "lo. La Iglesia Católica no reconoce ningún poder humano que le pueda impedir nada de lo que Ella misma juzgue necesa-
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rio para la salvación de las almas; por lo mismo, en las cosas espirituales, a nadie está subordinada... "Por lo mismo no debe de extrañarle al Gobierno que siempre que dé una orden atentatoria contra los derechos que la Iglesia tiene, como Sociedad perfecta que es, se hagan las debidas protestas; pues no porque la fuerza y la violencia nos impidan el libre uso de nuestros derechos dejan éstos de existir, y por lo mismo de clamar justicia. Deberá, pues, protestarse siempre contra todo acto atentatorio de las libertades inalienables de la Iglesia, haciendo esto con toda prudencia y con todo valor cristiano. "2o. Teniendo como tiene la Iglesia la misión de civilizar, y siendo como es Madre de los pueblos libres, necesariamente debe hacer saber y recordar a sus hijos que tiene grave obligación de trabajar y de sacrificarse por la libertad de Méjico en todos los órdenes y valiéndose de todos los medios, con tal de que se guarden siempre las normas inmutables de la moral y de la justicia. El peligro del comunismo es inminente, y sólo la acción decidida, unánime y constante de todos los buenos mejicanos podrá salvar a nuestra desventurada Patria. "Las normas de Su Santidad, si se cumplen debidamente, producirán, sin duda, excelentes resultados. P OR LO QUE SE REFIERE AL USO DE MEDIOS VIOLENTOS, COMO SERÍA EL RECURSO A LAS ARMAS, NI EL EPISCOPADO NI EL CLERO DEBEMOS ENTROMETERNOS, PROMOVIÉNDOLO O PROHIBIÉNDOLO".
¿Quiénes son los insensatos que sostienen que la Iglesia prohibe defender la Religión y la fe de los niños y de las generaciones futuras con las armas en la mano? Si nos es lícito e incluso, legal, luchar por defender nuestros bienes y derechos materiales, ¿cómo no iba a ser lícito luchar y morir en defensa de los valores espirituales y eternos? Tras dos siglos de ideología enciclopedista y liberal que terminaron por materializarlo todo, incluso los ideales de los que nos decimos católicos, vuelve la luz de la verdad a dejarse ver y a pregonar por todas partes que sólo a fuerza de sacrificios y de sangre se hacen las cosas grandes. El nicaragüense Pablo Antonio Cuadra, en Hacia la Cruz del Sur, lanza desde su Patria una ardiente plegaria que va encontrando eco en todos los pechos jóvenes y generosos. Dice así el heredado grito conquistador: XI
¡Ay Virgencita! que luces ojos de dulces miradas: pues viste venir espadas que dieron paso a las cruces, ¡mira tus tierras amadas! y si hoy arrancan las cruces, ¡brillen de nuevo las luces del filo de las espadas! "Todo hombre que está decidido a morir —escribía Edouard Drumont— puede influir en los acontecimientos.\Detrás de todos los acontecimientos hay un hombre que está decidido a morir.. . Nadie sabe nada de lo que pasa en Méjico. Parece que no sólo no lo sabemos, sino que tampoco queremos saberlo. Y, sin embargo, no sólo tenemos obligación de enterarnos, sino que, además, deberíamos de haber acudido en ayuda de nuestros hermanos los católicos mejicanos, víctimas desde hace varios lustros de las más crueles y refinadas persecuciones. Pero los católicos en general, y más especialmente los católicos españoles, vivimos totalmente ajenos a la constante vigencia del divino precepto del amor al prójimo. Si permanecemos totalmente indiferentes a que en nuestra misma casa, calle o ciudad, sea mayor cada día el número de las personas que desconocen el nombre de Dios y sus enseñanzas sapientísimas y a que sea enormemente superior el número de quienes desean instruirse en las verdades de la fe que el de maestros dispuestos a enseñarla, ¿cómo nos vamos a interesar por la suerte de los católicos mejicanos? ¡Amaos los unos a los otros! ¡Ama al prójimo como a ti mismo! Son preceptos fundamentales que Nuestro Señor promulgó durante su vida mortal, y, sin embargo, en la práctica, no hay preceptos que con más constancia y universalidad se conculquen que éstos. Es inútil que nada ni nadie intente romper la rutina materialista de las sociedades contemporáneas. ¡Qué nos importa que un poder tiránico sojuzgue a un pueblo, persiga y asesine a los sacerdotes, destruya los templos, deshaga hogares y prepare conscientemente la sistemática corrupción de la infancia y de la juventud! ¡Qué nos importa que, cuando nuestros hermanos los católicos mejicanos,
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en cumplimiento de sagradas obligaciones se vieron forzados a lanzarse al campo para defender virilmente la fe de sus hijos y los derechos imprescriptibles de la Religión y de la Patria, carecieran de armas, de dinero e incluso de apoyo moral! El mundo católico contempla insensible el martirio de un pueblo creyente, y desde las columnas de sus rotativos, servidos por el sectarismo de las agencias yanquis, califica de "bandidos" y "criminales" a los héroes de la epopeya que con su sangre generosa están escribiendo en estos momentos los católicos mejicanos. El 12 de febrero de 1929, el Obispo de Huejutla lanzó desde el destierro un conmovedor documento, que titulaba Mensaje al mundo civilizado, en el que, para nuestra vergüenza, podemos leer lo siguiente: "¿Será posible que el mundo civilizado nos siga mirando aún con el más irritante desprecio? "Ya en nuestro anterior Mensaje decíamos que, fuera del Augusto Pontífice de la Cristiandad, que sí se ha preocupado verdaderamente por Méjico y hecho todo lo humanamente posible por aliviar nuestra inmensa miseria, todos los pueblos que integran la gran familia cristiana nos han mirado con la más completa indiferencia. "Al presente, después de más de dos años de prolongada agonía, en que hemos perdido lo más granado de nuestra juventud y consumido en la lucha gran parte de nuestra energía; despues de haber demostrado con la elocuencia de los hechos que los mejicanos sabemos morir por la fe y por la libertad, y de haber desmentido solemnemente los embustes del tirano que soñaba acabar para siempre con la Religión de nuestros padres; después de haber probado, en pleno siglo XX, que la Religión Católica Apostólica Romana es la única resurrección para el mundo en medio del naufragio universal, éste no ha sabido tener ni siquiera una palabra de aliento para los heroicos católicos de Méjico, ni un gesto de indignación para la casta de asesinos y bandidos de todo progreso y de toda civilización que nos esclavizan". Y continúa, enardecido, el ejemplar Prelado: "Sería un crimen en los Estados Unidos, por ejemplo, enviar armas y parque a los libertadores, aunque no lo sea el apoyar con todas las fuerzas a los facinerosos que desgarran las entrañas del pueblo mejicano. "No sabemos qué pánico se apodera en estos momentos de
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toda la familia humana que impide tender una mano generosa a un pueblo civilizado que sucumbe en las garras de la tiranía y del despotismo. Nosotros creemos que es vano temor a los grandes de la tierra; pero esto mismo causa en nuestro ánimo la más profunda tristeza, porque vemos que el mundo actual retrograda violentamente al paganismo arrastrado por la corriente impetuosa de la fuerza bruta. "El mundo civilizado ha sido muy cruel para con el pueblo mejicano. Viéndole aherrojado, azotado y herido de muerte por sus poderosos enemigos, lo ha abandonado y despreciado; viéndole caído en tierra, ha seguido de fiesta con sus verdugos, celebrando y aplaudiendo los actos de barbarie y salvajismo que ignoraron los siglos pasados". Pero ¿qué sucede en Méjico? La historia de la República mejicana sería, aproximadamente, la misma relación de revoluciones, motines y tiranías que la que constituye la de las demás repúblicas hispanoamericanas, de no tener la vecindad espantosa del monstruo yanqui, dedicado, desde la independencia de Méjico, a descristianizar este país y a asegurar por todos los medios la estabilidad de los demagogos en el poder. El territorio mejicano ha sido, desde siempre, presa codiciada de todos los políticos norteamericanos, que en el desorden interior y la total descatolización del país ven los medios indispensables de adueñarse de él por completo. La enemiga a la Religión católica por parte de los políticos yanquis ha sido constante desde la independencia de Méjico, por estimar indispensable la muerte del catolicismo para acabar con el espíritu nacional y hacer posible que todo Méjico siga la suerte de California y Tejas. La persecución religiosa se inicia poco después de la independencia, como consecuencia de la instauración de las instituciones liberales y democráticas, que, como en todos los demás países, ha llevado aparejada la guerra a la Iglesia. La persecución religiosa se presentaba, al correr de los años, unas veces con formas crueles y otras persiguiendo solapadamente sus designios; pero al subir a la presidencia Plutarco Elias Calles se decidió la destrucción radical y completa de la Religión católica en México. Pacientes y sumisos hasta entonces, los católicos tratan de impedir que se les prive de sus últimas libertades, y, al efecto, dentro de la XIV
legalidad y fieles a la más pura doctrina democrática, elevan innumerables solicitudes, peticiones y protestas a los poderes públicos, algunas de las cuales iban autorizadas por millones de firmas. Pero todo fue inútil. Al fin, cuando se creyeron cargados de una razón que desde un principio les había asistido, tras no poco tiempo perdido en esas ingenuas reclamaciones, decidieron acudir a las vías de hecho, a esas peligrosas vías de hecho tan censuradas por los cobardes y prudentes egoístas, pero sin las cuales nada grande se hubiera hecho en el mundo. Primero fue el "boycot" pacífico a la vida económica del país, restringiendo hasta lo absurdo todos los gastos superfluos e incluso los necesarios, constituyendo una imponiente manifestación de protesta de la inmensa mayoría del país; más tarde, ante el desprecio del gobierno tiránico decidieron apelar, por fin, a las armas. Lo que fue aquella guerra esperamos que se escribirá algún día, para asombro y ejemplo de las generaciones venideras. De 1926 a 1929, a despecho de los contratiempos y de la carencia de armas y dinero, a precio de sangre y de heroísmos se va organizando un aguerrido ejército, que recibe el título de "Libertador", que llegó a contar con treinta mil valerosos cruzados, y en nada estuvo que no lograse derrocar la tiranía imperante. De este ejército dice el Obispo de Huejutla: "Por entre los escombros de nuestras! humeantes ruinas, a lo largo de los inmensos valles sembrados de cadáveres, por entre los escarpados montes de la sierra de Anáhuac, en aquellas cavernas donde ha ido siempre a refugiarse la justicia cuando se ha visto perseguida en las grandes ciudades, se ve 0or doquier a los soldados de la libertad. Estos no roban, ni asesinan, ni ultrajan mujeres, ni son carga pesada para el Estado, ni se compran con dinero, ni se rinden al cansancio, ni se abaten por la adversidad. "Estos no son soldados asalariados que combaten por el pan, sino nobles ciudadanos que luchan por la conquista de un ideal. Estos hombres pálidos y demacrados, hambrientos y cubiertos de andrajos, que montan endebles caballos y devoran inmensas distancias, que velan durante la noche, y al amanecer se ven cubiertos por el humo del combate, que gimen, que lloran, que saben sentir las desdichas de la Patria, son los honrados y cultos mejicanos que han trocado las delicias del hogar por los azares de la XV
guerra; que han abandonado mujer, hijos e intereses por servir a la Patria, y que saben morir valientemente para servir a Dios. Si el Ejército Libertador hubiera sido apoyado por el elemento acaudalado del país, si los ricos hubieran cumplido, siquiera en parte, con su deber, dando a los libertadores unas cuantas monedas, en muy poco tiempo habrían derribado éstos a la infame tiranía que nos oprime; pero no, no son los ricos a quienes el pueblo deberá su futura liberación, ni son ellos los que se han sacrificado por la Patria: es la clase media, es el pueblo humilde de donde han surgido los mártires de la fe. Muchos jóvenes, principalmente de la benemérita A. C. J. M., han cortado su carrera, o bien renunciado a un brillante porvenir, por irse a engrosar las filas de la libertad; otros se hallan en el destierro, y muchos han sido descuartizados por el enemigo de nuestra fe". Pero esta guerra religiosa, que pudo ser para Méjico tan fausta y saludable como, según la Biblia, fue la revuelta de los Macabeos para Israel, no tuvo los resultados que eran de esperar por la intervención, en la lucha, de la política, las negociaciones y las torpes componendas. . . La escuela seguiría ignorando a Dios, la infancia seguiría siendo iniciada con miras corruptoras en todos los misterios de la vida sexual; el divorcio continuaría deshaciendo hogares; en una palabra seguiría vigente toda la legislación antirreligiosa, reconociéndose de hecho unas leyes que para los católicos no tienen de ley más que el nombre, a cambio de que algunos templos continuaran abiertos, no se persiguiera a los sacerdotes y otras ínfimas conquistas. . . Durante dos años, el modesto statu quo no se vio grandemente violado. Alguna vez lograban filtrarse en las columnas de la prensa telegramas perdidos, dando la noticia de haber aparecido asesinado un jefe "cristero" a poco de haber regresado a su aldea. Así fueron cayendo varios centenares de jefes del ejército libertador, estando indefensos por haber depuesto las armas obedeciendo. .. ; de tal modo, que el número de muertos habidos en tiempo de paz excedió a l de los que cayeron_en_el campo de batalla. Deshecha la resistencia católica, desalentados los cruzados y sin medios humanos para poder de nuevo levantar cabeza tras el rudo golpe que les infligió el "pacto" de 1929, el Gobierno mejicano ha vuelto a imprimir ritmo acelerado a la política antirreligiosa XVI
y comunista. Pero lo que a juicio de las gentes frivolas era imposible, no lo es para los hombres de je. La fe mueve las montañas, y sólo pensando en esta fuente inagotable de energías espirituales podemos concebir que los católicos mejicanos hayan logrado sacar de la nada otro Ejército Libertador que, cuando se escriben estas páginas, está riñendo combates en más de nueve Estados. .. El libro, al que las precedentes consideraciones sirven de prólogo, no es, como a primera vista parece, una ingenua novela mejor o peor escrita y más o menos inspirada. Son una señe de estampas rigurosamente históricas tomadas de la situación por que atravesó Méjico de 1926 a 1929, y que hoy se están repitiendo. Hechos históricos, argumentos y conversaciones que nos dan una impresión exacta de la situación de México en aquellos días de la mentalidad de los recios varones y las esforzadas mujeres mejicanas. La doctrina defendida a lo largo de sus páginas es la misma que sostiene en El Derecho a la Rebeldía el Magistral de la Catedral de Salamanca, Sr. Castro Albarrán. Puede decirse de H ÉCTOR que es la forma novelada de El Derecho a la Rebeldía. El autor, cuya sólida cultura queda bien patente con la lectura de este libro, se ha visto obligado, por residir en Méjico, a ocultar su nombre bajo el seudónimo de Jorge Gram. EUGENIO VEGAS LATAPIE
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Libro Primero
PALOMAS Y MILANOS M UY TEMPRANO SE HABÍA LEVANTADO aquella mañana doña Soledad Martínez de los Ríos. Las siete eran apenas, cuando ya su mano hacendosa había removido con solicitud los tiestos y macetas que adornaban el corredor de la casa —linda y graciosa casita mejicana, con perfumes de flores, trinos de aves y alegrías de gracia de Dios—. Lavadas estaban ya con agua fresca las grandes hojas de las plantas favoritas de sombra. Surtidas estaban ya con dorados granos de alpiste las cazuelitas rojas en las jaulas de los canarios y zenzontles que, a la verdad, cantaban y gorjeaban como locos de atar. Satisfecha y feliz, en la medida que sus cuarenta años lo permitían, terminada la faena primera del día, entró la señora en su alcoba. Después de enjuagarse ligeramente las manos en una bandeja de porcelana, desciñóse el clásico delantal de tela Vichy, dejándolo doblado con esmero sobre el respaldo de una silla de bejuco. Plantóse entonces una amplia mantilla de largos flecos de seda, cogió su bolsoncillo de mano en que sonaban algunas monedas, puso en él un pañuelo limpio, unos anteojos, un grueso libro de oraciones, un rosario de cuentas blancas con cruz y cadena de plata oxidada, salió de nuevo de la alcoba y, caminando de puntillas, cruzó el corredor con dirección a la puerta de la calle. Pasando por frente a otra alcoba cuyas maderas estaban aún ce1
rradas, detúvose con cierto gesto de religiosa solemnidad, y mirando con ternura, como si a través de la puerta adivinara la figura de un ser querido, hizo hacia ella la señal de la cruz, murmurando devotamente: "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; la Santísima Virgen te cubra con su santísimo manto.. ." Siguió caminando de puntillas. Y abieita y traspuesta la puerta del zaguán, echó a andar, calle arriba, por la acera del Instituto Científico, antiguo Convento de Agustinos, que se levanta en el extremo de la célebre calle de los Gallos. Era el día 11 de febrero del año de gracia de 1926. Una mañana espléndida se tendía sobre aquella ciudad de Zacatecas, que tantos días lluviosos y nublados había sentido sobre sí. Era una mañana luminosa y perfumada, en que el sol y las brisas retozaban como niños malcriados, levantando las cortinas y colándose por las puertas entornadas. El crudo invierno de aquellas regiones elevadísimas comenzaba a batirse en retirada, y las avanzadas de la primavera hacían deliciosas incursiones en la histórica ciudad, antiguo tipo de la vitalidad colonial mejicana, infundiendo antojos de nobles procreaciones en las entrañas de las avecillas de los jardines y en los botones cerrados de las flores. La calle estaba aún desierta. Allá, de trecho en trecho, una criada o un portero levantaban nubes de polvo con la escoba de popotes largos y gruesos. Acá, a unos cuantos pasos, el viejo portero del Instituto Científico barría, a su vez, el enlosado de la banqueta del plantel. Trabajaba este pobre hombre encorvado pacientemente como un galeoto resignado, mas apenas vio a la señora, dejó en el suelo la regadera que a la sazón llevaba, y entrando unos dos pasos en el zaguán del Instituto: —¡Juanita! ¡Ya están aquí por ti! —gritó, y volvió presuroso, enjugándose las manos, a saludar a la dama que se acercaba. Salió en seguida, al llamado del viejo, una chiquilla morena. Venía toda vestida de blanco, y con un velo de punto prendido en el peinado, una vela de cera en una mano y un librito de misa envuelto en un pañuelo limpio, en la otra.
—Buenos días, don Pascual —dijo amablemente la señora. —Buenos se los dé Dios, doña Criolita —contestó el portero—. Aquí tiene usted a mi hijita, que parece una mosquita en leche... Dios le dé a usted el cielo por la caridad que nos hace. —No es ninguna, don Pascual; alguna tenía que ser la madrina de Juanita... ¡Vamos, hijita! ¡Qué dichosa! ¡Quién pudiera, como tú, volver a hacer la Primera Comunión...! Pero déjame arreglarte estos bucles... Que te veas guapa... ¡ Así. .. así! Ahora dime: ¿Dónde dejaste a tu mamá? Tal preguntaba, sin esperar respuesta, la amable dama, mientras con suavidad de madre y distinción de gran señora, le sacaba a Juanita los chorritos de pelo que habían quedado aprisionados entre la coronilla de azahares. —Pues mi mamá —dijo la chica— nomás me vistió y se fue corriendo al mercado; dijo que después se daría una juyidita pa la iglesia. —Ándale, pues hijita... ¿No gusta, don Pascual? —Ay, niña —respondió el portero—, lindo que está el día para ir a ver a mi hija; pero ya ve usté, señora: los pobres siempre jalando el carro... —Hasta luego, pues —repuso la señora. Y empujando suavemente a la chica, siguió con ella calle adelante. Atiavesaron niña y señora el Jardín Morelos y entraron en la calle del Gorrero, en el centro de la cual se levanta majestuosamente la nueva fábrica del templo del Sagrado Corazón. Bien frecuentada por cierto se veía aquella calle. Era la gente piadosa; apresuraba el paso al compás de las campanas que repicaban alegres, y arrollaba a los grupos de niños y niñas que, como Juanita, animaban con la nieve de sus vestidos el gris monótono de aquella decoración provinciana. Niña y señora descubrieron al punto que allá, a la puerta de la iglesia, a unos cuantos pasos del vestíbulo, se había formado un corrillo de mujeres, en el centro del cual se destacaba la flacucha figura de Jacinta Arguelles, beata popular y gacetilla de la parroquia. Acercándose un poco más, pudieron oír, que entre irritada y miedosa, la Arguelles decía: —¡Sí! ¡Ahorita mismo ahí están...! Los muy majaderos llegaron con tamaños gritos. La pobre Madre por poco se desmaya. .. ¡ Infames! Si traigo un coraje... ¿Qué les hacen las madres teresianas?
—¿Y qué cosa quieren? —preguntaba otra devota que se había puesto pálida. —¿Qué quieren...? Pues, ¡friolera! •—replicaba la Arguelles—, que desocupen el colegio en seis horas... ¡ Imagínense! Y ahí están. Son como treinta soldados, con un automóvil inmenso de la Jefatura de la Guarnición. Otros se quedaron en las bocacalles que dan a la plaza de la Independencia. ¡Gomo si las madres fueran a hacer resistencia...! Comenzó el corrillo a crecer. Hombres, mujeres y niños escuchaban medrosos la historia que la Arguelles traía. Quedaban ya incorporadas al grupo doña Soledad y Juanita, cuando a la puerta del Sagrado Corazón apareció la figura de un sacerdote corpulento, revestido de amplia sotana, con roquete de finísima labor, en la cabeza un bonete con vivos rojos, quien parándose en seco y levantando los brazos, como quien tiene autoridad, aplacó las tiplisonancias de Jacinta con un grito en tono mayor: —¡A ver... ! ¡No me gustan ahí esas alharacas! Metan a esos niños y quítense de imprudencias. Este cañonazo bastó para que el grupo se disolviera, escurriéndose la mayor parte para dentro de la iglesia. Todavía Jacinta Arguelles repitió algunos pormenores a sotto voce, hasta llegar a la pila del agua bendita. Las demás devotas, entre ellas doña Soledad, entraban suspirando; algunas pobres niñas, entre ellas Juanita, se conformaban con abrir los ojos desmesuradamente. .. Era que la tragedia comenzaba de nuevo en aquella ciudad. Después de la aprehensión y deportación del Presidente de la Juventud Católica, Licenciado López de Lara, y de la del anciano abogado Llamas Noriega, la calma de algunas semanas era cierto que había sido interrumpida por la encarcelación del Cura de Sain Alto, que fue traído a la ciudad, y por la del Cura del Mezquital, que fue conducido en vagón blindado hasta la capital de la República; pero la ofensiva contra el elemento femenino hacía mucho que estaba en suspenso. Las monjas del Colegio Teresiano se creían, por tanto, con suficientes garantías en el nuevo edificio que ocupaban hacía cinco años, después de haber sido desposeídas por Carranza, en 1914, del edificio tradicional de la calle de Dos Cruces. Aquella mañana que venimos relatando, la Madre Francisca,
Procuradora del dicho Colegio Teresiano, acompañada de dos her- manas religiosas, disponía, en el ancho corredor frontero a la puerta, una larga mesa cubierta con manteles blanquísimos. Ramitos de siempreverde y claveles rojos de larguísimos tallos, se distribuían simétricamente entre el campo que dejaban libre platillos chinescos, tazas, vasos, cucharillas, fuentes y jarrones, todo colocado con gracia y monería verdaderamente teresianas. Ahí el poco avisado estaba expuesto a tropezar con las macizas columnas coronadas con robustos macetones de palmas perennes, que se erguían a los flancos de la mesa. Así se iban los ojos tras las anchas cintas de seda blanca y azul, que partían de las columnas para unirse en el centro del cielo raso y caer de ahí en chubasco, revueltas con flores de mano y lindas hojitas de percalina encarrujada. ¿Y qué decir de aquel boscaje artificial en cuyo centro, cortejadas por una profusión de flores y guirnaldas, se destacaban dos estatuas bellísimas: la imagen devota de la Virgen francesa Nuestra Señora de Lourdes, y la figura arrobadoramente sencilla de Bernardita, la humilde hija del pueblo, en cuyas manos las ocurrentes religiosas habían puesto las insignias de la Primera Comunión? Como el lector comprenderá, estos preparativos se relacionaban con la fiesta que se celebraba en ese mismo día en la iglesia del Sagrado Corazón. La Unión Católica de Sindicatos Obreros había organizado la famosa fiesta del espíritu para los niños de las familias obreras. Se habían escogido madrinas entre las distinguidas damas de la población. Y las ex alumnas del Colegio Teresiano habían obtenido de la Superiora del mismo colegio el permiso y la cooperación generosa para servir ahí el desayuno de los cincuenta y tantos chiquillos. Daba la Madre Francisca los últimos toques a la bien aderezada mesa, y retirándose a unos cuantos pasos echaba una mirada al conjunto, obteniendo la aprobación de las dos hermanas, cuando en la puerta del zaguán sonaron dos formidables aldabonazos que las hicieron a todas estremecer. —¡Caramba! —dijo la monja dominando la sorpresa—. ¡Qué furia trae el lechero! Corría ya una de las hermanas a abrir, cuando nuevos aldabonazos, más fuertes aún que los primeros, repercutieron en todo el edificio, dejando a las tres monjas espantadas. La Madre Fran-
cisca se apresuró entonces a llegar al zaguán para no dejar sola a la hermana que había llegado la primera. La otra hermana se acercó también a la puerta. Corriéronse los cerrojos, soltáronse las cadenas, y al entreabrir las tres monjas la pesada puerta, se encontraron de manos a boca con un piquete de soldados federales, armados hasta los dientes, que acabaron de abrir la puerta empujándola furiosamente con las culatas de los fusiles. Las tres monjas palidecieron. Ahí, a cuatro pasos de distancia, bufaba un monstruoso camión automóvil, todo cubierto de cortinas negras, en las que con grandes letras se leía: "Jefatura de la Guarnición." Por la parte descubierta del vehículo asomaban otros cuantos soldados, vestidos de caqui y forrados de cartucheras. Un capitán, de rostro oscuro y vulgar, pero bien uniformado y mejor armado, preguntó sin melindres: —¿Qaién es la Jefa de este establecimiento? La Madre Francisca era valiente y lista. Comprendió al punto lo que la escena significaba, y antes que apenar a la Superiora, prefirió medir sus fuerzas con la escolta. —¡Aquí estoy yo! —dijo—. ¿Qué se ofrece? —Por orden superior —repuso el capitán—, tienen ustedes que desocupar esta casa en seis horas. . . La Madre Francisca habíase interiormente serenado, pasada la primera impresión, y se resolvió a plantarse de firme frente a aquellos atentadores. —Me supongo, señor capitán —le dijo—, que usted trae la orden por escrito... ¡ Enséñemela! El oficial no se esperaba tal sangre fría, y se sintió un tanto desconcertado: —¡ Orden escrita. .. orden escrita... no! —respondió titubeando—; pero traigo orden verbal del General Ortuzar. —¡Ah! Conque orden verbal del General Ortuzar •—atrevióse a replicar la monja, cada vez más animada—; pues le dice usted al General Ortuzar que lo sentimos mucho, pero que... ¡ vamos!, que no podemos salir de esta casa así como quiera... —¿Que qué. .. —preguntó el militar, arrastrando amenazante la voz. —Espéreme: todavía no acabo —prosiguió la monja con una calma asombrosa—. Le dice usted a su General que las mon-
jas teresianas conocemos la Constitución de la República, y que nos sabemos de memoria, de cuerito a cuerito, el artículo diez y seis... —¡Bueno! —concluyó, nervioso, el soldadón—, pues yo no respondo. Yo le aviso al General a ver qué ordena... Por ahora aquí les dejo una escolta para que las vigile... Ocho soldados mal encarados quedaron a la puerta. Los restantes volvieron a subir al camión. El Capitán, algo preocupado, ocupó su lugar al lado del chauffeur, y ya cuando la máquina se ponía en movimiento, volviéndose a las monjas, les dice: —¿El artículo cuántos dijeron? —¡ El artículo diez y seis... ! —gritó, sonriendo, la Madre Francisca. Y una de las hermanitas, curada ya completamente del espanto, tuvo humor para decirle todavía: —¡Nomás acuérdese de ocho y ocho, mi Capitán...! Éste, por su parte, no pudiendo contener sus complejas impresiones, se desahoga con el chauffeur, d'ciendo: —¡Qué monjitas tan valientes...! ¡De buena gana me casaba con una de ellas y me quitaba de bandido...! Palabras que nadie escuchó, porque el carro salió disparado, armando un escándalo de todos los demonios.
Quedáronse las tres monjas frente a la triste realidad de ocho soldados a cual más de mal encarados, apostados a la puerta del colegio. Veíase a las claras que aquellos pobrecillos no se sentían muy a sus anchas. La Madre Francisca les invitó cariñosamente a pasar al vestíbulo y les señaló unos largos bancos para que se sentaran. .. En seguida, con un paso menudito, se fue a la capilla, hízole desde la puerta una señal a la Superiora, y, salida ésta al corredor, la Madre Francisca le informó de todo. Turbada quedó la Superiora al darse cuenta de los hechos, y temerosa en sumo grado de la segunda parte de la jornada que se esperaba. Entre la serie de trastornos que en su fina previsión ya contemplaba, ocupó el primer lugar, por lo menos cronológico, el negocio del desayuno de los niños de Primera Comunión. La Madre Francisca, por su parte, no se daba a las congojas.
En aquellos momentos aciagos en que una partícula de presencia de ánimo puede salvar una situación, ella se sentía ya una Juana de Arco, y no creía faltar a su espíritu religioso al mirar con el rabillo del ojo que debajo de los vuelos de su toca, el Ángel de la Guarda le estaba prendiendo violentamente los galones de unas charreteras, bien merecidas por cierto, después de 3a acción de guerra en que había rechazado el asalto de un enemigo superior en fuerza y en número, con sólo un disparo del artículo diez y seis. —¡No, Reverenda Madre! —decía en tono persuasivo a la Superiora—. No hay que tener miedo... Por lo pronto el desayuno se hace... ¡No faltaba más! Ya verá Vuestra Reverencia cómo estos pedazos de prójimos nos perdonan la broma.. . Y al ver que con aquel ligero aliento la Madre Superiora respiraba, dio la Madre Francisca un brochazo de buen humor a sus resoluciones, y prosiguió: —Por ahora, yo soy la Ministra de la Guerra. Déjeme Vuestra Reverencia obrar con energía: declaro al colegio en estado de sitio, suprimo los Poderes civiles, esto es (y aquí hizo una inclinación) , suprimo a la Reverenda Madre Superiora... Y si la Reverenda Madre Superiora se resiste, entonces, ¡ vamos!, la hago arrestar, aunque sea en la capilla, y le pongo como guardia de vista al mismo Sagrado Corazón para que me la tenga bien sujeta mientras se le pasa el miedo. .. Porque una Superiora con miedo. .. ¡vamos! ¡Dios nos asista. . . ! Tonificóse verdaderamente la Superiora al oír las ocurrenciasde Sor Francisca. Tales ocurrencias, sin embargo, no lograban destruir la realidad viva de aquellos ocho hombres apostados en el vestíbulo mismo del colegio. —¡No tenga miedo, Reverenda Madre, no tenga miedo! —continuaba Sor Francisca—. ¿Es por los soldados...? ¡Ahora se aburren y se marchan a su cuartel... ! Lo que importa es sacar del aprieto al Padre Martín; ése sí ha de estar más muerto que vivo,, y creerá que ya se le echó a perder el desayuno... Pero a él también le voy a dar su zarandeada. .. Déjeme Vuestra Reverencia enviarle un recadito. Corrió Sor Francisca a un salón de clases, y salió triunfante con un papel escrito. Sonrió la Superiora después de leerlo y, sacando» un lápiz del bolsillo, añadió unas palabras al calce.
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Mientras esto sucedía por acá, allá, en la iglesia del Sagrado Corazón, el Padre Martín, a quien vimos en el pórtico sosegando las alharacas de Jacinta Arguelles, había dicho la misa más de carrera que acostumbraba. Suprimió el sermoncito de fervorín que tenía preparado, pues informado de lo que sucedía en la plaza de la Independencia, temió decir alguna frase que comprometiera su carácter de hombre humilde y manso de corazón hasta la pared de enfrente. .. Tal mansedumbre, por cierto, se vio algo alterada durante la comunión de los niños, en la que el cura nervioso y espantadizo como se sentía, no escatimaba los gritos de "¡levanta la cabeza, muchacho. .. !" "¡saca bien la lengua... !" "¡cuidado con esas velas!", a los pobres chicos, chicas y beatas, que no las tenían todas consigo. Acababa la misa a todo vapor, y cuando enfadado y sudoroso, llegaba hasta la enorme mesa de la sacristía, un sacristán le entregó el billete de Sor Francisca, que decía: "Padre Martín: Honróme en comunicar a usted, por orden de la Reverenda Madre Superiora, que el asalto fue rechazado, que hicimos ocho prisioneros, y que el desayuno se celebrará, tope en lo que topare, con toda la solemnidad y pompa que se había pensado. Besa a usted la mano, SOR FRANCISCA Jefe de la Guarnición del Colegio Teresiano". El Padre Martín sintió que una ola de rubor lo bañaba de pies a cabeza, y contrajo sus labios en una especie de sonrisa forzada al leer la firma de la monja. Reparó entonces en la posdata, que decía así: "Y pida usted a Dios que nos dé fuerzas para soportar todo lo que nos espera. LA SUPERIORA." Esta posdata sí le mereció un movimiento aprobatorio de cabeza y un profundo suspiro, en que iban envueltas estas palabras: —Esta sí que se da cuenta de las cosas, no como esa inocente Madre Francisca...
II CONSUELITO MADRIGAL C UANDO EL P ADRE M ARTÍN levantó los ojos del papel, ya a la puerta de la sacristía le esperaba un grupo de muchachas y de devotas, entre las cuales, naturalmente, cuchicheaba, frenética, la Arguelles. Formando contraste con esta beata vulgar, se destacaba entre el grupo una joven de aspecto tan lindo y distinguido, que cualquier trovador medieval hubiérala confundido con la "noble princesa de una isla lejana. . ." ¡Aquella era la famosa Consuelito Madrigal! Porque supo el mejicano solar producir para gala de sus hijos, no raros ejemplares de mujeres bellísimas, criadas con todo el esmero y recato de los proceres coloniales, y con toda la viveza de la gente práctica de hoy. Mujeres que llevan esculpida en el alma, como en un camafeo, la inconfundible fisonomía de un cristianismo limpio e ilustrado, que las impulsa a ver el mundo cara a cara, sin repulgos ni melindres, sin escándalos parvulescos; antes con el sereno desplante de quien cree, ama y sabe muy por encima de lo que sabe, ama y cree la turbamulta de los mediocres. Una de esas mujeres era Consuelito Madrigal. Sobre el aire de distinción y sobre el perfume de virtud en que su cuerpo y su alma plácidamente se mecían, campeaban, como céfiros, su jovialidad gallarda y radiante y su ilustración brillante y seriamente esmerada. Esto bastaba para reconocer su primera magnitud intelectual y moral en la constelación de la gente aristócrata, su superioridad de criterio y de acción entre el grupo escogido por la cultura, su influjo infalible sobre la totalidad de la gente buena y sencilla, y hasta su imperio tiránico sobre la enteca palomilla de ricos calaveras que solían arrastrarse, tímidos, a sus plantas. 10
Consuelo Madrigal, como las perlas, había nacido y crecido en un lecho de lágrimas. Huérfana de madre, fue el llanto del padre la canción de cuna que la arrulló de niña. Fruto del dolor y heredera del amor inmenso que su madre mereciera, puso en Consuelo su padre todo el cariño, todos los mimos y toda la fortuna que su mano y su cerebro de gran médico le produjeran. El Pensionado de Maryland, en Nueva York, la abrigó algunos años. Chicago le brindó hermosas temporadas de vacaciones. Y cuando los doce años de edad hacían de ella la graciosa muñequita que su padre lucía en los chalets de Méjico y de Guadalajara, un nuevo golpe, el más horrendo, clavaba el postrer dardo en aquel suave corazón infantil. Y fue el haberle tocado en suerte asistir a aquella catástrofe sin segundo que se llamó el hundimiento del Titanic... ¡ Noche de horror! ¡ Horas de muerte que cambiaron para ella el escenario de la vida. . . ! Todavía lo recordaba todo con lágrimas inenarrables. . . ! Su padre, la figura de su padre hermoso y bueno, la sonrisa de su padre imperturbable y sereno, la caricia de su padre, dulce y suave, el abrazo de su padre heroicamente firme y sereno, y después, una fuerza tosca, rápida, despiadada que la arrancaba de aquellos brazos dulcísimos, porque ella, Consuelo, debía salvarse y él, su padre, debía hundirse y morir. .. Todo lo recordaba Consuelo con rara precisión: los alaridos de terror, los siniestros acordes de una orquesta inverosímil, el chapoteo imperturbable de un mar que debía devorar de un bocado el barco más grande del mundo. Pero todos esos detalles espeluznantes perdían para Consuelo su importancia frente al insistente recuerdo de la figura de su padre condenado a morir con el numeroso grupo de varones desdichados, dejando la salvación para las mujeres y dejándola a ella sola, huérfana, desnuda, desamparada en una insignificante barquilla de salvamento, apretujada entre otras muchas mujeres horrorizadas en medio de una noche fría y tenebrosa, en medio de un mar cruel y despiadado... Después, aquella llegada a Nueva York, de donde había salido tres días antes bella, rica y llena de ilusiones, las ilusiones de un viaje de recreo por Europa. Aquellos días desoladores en que ella, la mimada Consuelo Madrigal, había quedado al cuidado de las Sociedades de Beneficencia, mientras llegaba su abnegada tía, nobilísima dama que se arrancó de su tranquila vida de provincia para 11
ir a Nueva York y resucitar ante Consuelo la figura y el corazón de la madre desconocida. .. ¡ Qué largos y qué insípidos pareciéronle a Consuelo aquellos meses pasados en Nueva York en compañía de su tía, frente al más grande de los dolores! Después la dama volvió a Méjico, en donde la niña fue internada en el Colegio Teresiano de Mixcoac, ya de entonces reputado como uno de los mejores de la República. La conciencia de su orfandad maduró el juicio y la discreción de Consuelo sin privarla de su innata vivacidad y animación. Forjado su corazón de oro en aquel supremo pesar, hízola inclinarse hacia las almas que sufrían y simpatizar siempre con la causa de los débiles. Y no era esta una de esas simpatías fáciles y baratas que apenas llegan a la beneficencia; era una dedicación seria, inteligente y cultivada, que hacía observar las causas mismas de cada aflicción, y decidirse a combatirlas con un ardor de verdadera santa. Su amplia cultura la ponía al abrigo del ridículo. Habituada desde su infancia a la vida de las grandes ciudades de Norte América, sabía portar con garbo su piedad y su virtud; e instruida y práctica, con perfecto dominio del inglés y del francés, a la fecha en que la conocemos, ya era para agigantarse ante el vulgo todo, y para ser en vano codiciada por un ejército de pretendientes. ¿Amores? Claro que los tenía. Pero eran con el guanajo de Pepe Soberón, hijo incoloro, inodoro e insípido de don Enrique Soberón, rico comerciante de ultramarinos y grande aficionado a operaciones bancarias. No era Pepe Soberón un santo, por más que los calaveras superlativos lo beatificaran. Pero el amor de Consuelo lo tenía domado. Ella sabía atarle corto, al grado que por aquellos días, según decían malas lenguas, lo había hecho ir hasta Méjico a consultar un caso de conciencia con el famoso Padre Rougier. El amor entre Consuelo y Pepe tenía mucho de curioso: Era un amor cojo. Ella movía la batuta, y él encaramelado y mediocre, tascaba con fruición el dulcísimo freno que le ponía la blanca y suave mano de Consuelo. Y no quiere esto decir que Consuelo fuera una altanera, no. Ella simplemente tenía conciencia de su propio valer, no soñaba sino con un futuro marido cortado 12
a su medida y gusto, y como habían descubierto que entre los de su rango aristocrático no los había de esa talla, había resuelto hacérselo ella misma. Por eso había tenido misericordia del borrego muerto de Pepe, a quien encontró tamquam tabula rasa, para bosquejar en él su marido ideal, y a golpes de hacha y a caricias de cincel sacar un buen esposo de aquel pedazo de alcornoque. Pocas eran las cualidades positivas de Soberón. Las negativas, había que confesarlo, eran muchas. Entre las positivas se contaba, sobre todo, un amor al trabajo, a lo mula, y un espíritu financiero admirable, que le daba pie para no echarse mucho a los vicios por simples razones económicas. El papá estaba encantado con el hijo y con la novia. La razón social de "Soberón e Hijo, Ultramarinos y Operaciones Bancarias" halagaba dulcísimamente su corazón de padre y sus cajas de financiero. Un tipo como Pepe, con su base de amor a la casa, su rendida sumisión a la discreta y perspicaz Consuelo, ya podía con un ligero retoque y unos cuantos espolazos, transformarse en un marido juicioso, amigo de su hogar, idolatrador de su santa mujer, acrecentador de su fortuna y hasta cristiano educador de sus hijos. Pero todo ese trabajo de hacer un monigote, era lento y dilatado. Entre tanto, Consuelo sabía ocuparse de muchas otras cosas de provecho y de aplicación inmediata. Inclinada, como hemos dicho, a hacer causa común con los débiles y habituada a leer obras de acción femenina, que no faltaban ni en su biblioteca, ni en la de sus profesoras y amigas, llegó a formar en primera fila entre ese escuadrón de mujeres mejicanas que acaudilladas por damas tan de abolengo como la señora Lascuráin o la señora Tamariz, se han entregado denodadamente a la acción social. Puesta Consuelo en contacto con sus antiguas compañeras de Mix-coac o de Maryland, frecuentaba con ellas en Méjico los estudios de alta cultura en el Secretariado Social de la calle de Motolinía, y habíase chiflado a tal grado con las prédicas del jesuita Méndez Medina, que acababa de llegar de Bélgica, que había puesto todo su orgullo y tesón en dedicarse a la organización femenina en el campo social con toda la seriedad y entusiasmo de una María de Echarri en España, de una Vizcondesa de Velard en Francia, de una Condesa Patrizzi en Italia. Así es como llegó a encontrarse el mejor día como simple 13
y humilde Secretaria General de una Unión Profesional de Empleadas Católicas en la ciudad de Zacatecas, ella gran señora, rica y distinguida. Aquel nombramiento la constituía en vida y nervio de la floreciente organización. Esta organización, ramificada en toda la ciudad, formaba una verdadera fuerza, con todos los peligros y amenazas que para los gobiernistas de Méjico encerraba la decisión y destreza femeninas. Aquello era de verse: desde las mecanógrafas del mismo Palacio de Gobierno, hasta las últimas sirvientas de las familias más modestas, todas ostentaban con orgullo el distintivo de la Unión Profesional, y se contoneaban satisfechas en las barbas mismas de los munícipes radicales, pues se sentían vivificadas y respaldadas por seis mil y tantas mujeres, todas identificadas con la Unión, y sumisas a Consuelo —la "muchacha a quien nadie se la pegaba"— hasta el fanatismo. Esto basta para que el lector sepa quién era la joven que entre un puñado de devotas esperaba aquella mañana al Padre Martín. Llena de gentileza y donaire se veía al punto la figura de la famosa muchacha. Los rayos oblicuos de una luz clara que se colaba por las vitrinas de la sacristía, acariciaban el óvalo de su linda faz, matándose deleitosos entre las sombras seductoras de sus ojazos negros, en los que se acurrucaba una brillante y traviesa pupila penetrante como estoque finísimo, protegida por el manojillo de flechas de sus pestañas. Un chai de seda como un manto griego caía sobre el alabastro de su frente, dejando asomar el encanto escondido de unos ricillos indiscretos. Breve y sencillo el escote, dejaba lucir una medalla de oro pendiente de cadena del mismo metal, que reposaba dulcemente sobre el pecho desnudo. Y del busto henchido abajo, los sencillos pliegues de un vestido escocés, disimulados por el abrigo oscuro con cuello y puños de astracán. Guapa era la chica. Ya lo habían dicho y repetido griegos y troyanos, cada una de las miles de veces en que se ponían como lelos a contemplarla de pies a cabeza. No bien hubo el Padre Martín apercibídose de la audiencia que se le pedía, tembló como un azogado; pero haciendo de tripas corazón y para desembarazarse de una vez por todas de aquel compromiso, salió al encuentro de Consuelo que se acer14
caba, y antes de que ella moviera sus labios, entrególe el recado de la Madre Francisca, añadiendo ex abrupto: —Y le dice usted a la Madre Superiora que me dispense mucho, pero que no puedo acompañarlas al desayuno... Dijo, y no habló más ni permitió que le hablaran. Corriendo se retiró de Consuelo y corriendo se acercó a un clavijero. Púsose un abrigo corto, levantóse bajo él la sotana, cogió su sombrero de burgués y, sin volver siquiera la cabeza, se escabulló de la sacristía por la puerta más cercana, dejando a Consuelo y a sus asistentes con un palmo de narices.. . Consuelito sonrió, y se puso a leer el recado. —Bien por la Madre Francisca —exclamó; y dirigiéndose a las devotas añadió—-: Vamos a ordenar a los niños para ir al Colegio Teresiano... —Pero ahí... —interrumpió meticulosamente la Arguelles. -—Ya lo sé que ahí... —contestó Consuelo—. Y precisamente por eso, ahí también estaremos nosotros. ¡ Adelante! Dos golpecitos de castañuela sonaron en la iglesia. Con movimiento uniforme, casi militar, los chiquillos se pusieron de pie, se arrodillaron, se signaron, dieron media vuelta y en correcta formación salieron del templo, tomando el rumbo de la calle de Independencia. Consuelo Madrigal se les adelantó y llegó antes que ellos al Colegio, seguida muy de cerca por dos o tres de sus mejores partidarias. Consuelo sintió un interior sentimiento de indignación al mirar a los soldados en el vestíbulo. Pero logró mostrar la mayor indiferencia. Apenas había traspuesto los canceles interiores, ya le salía al encuentro, volando, la Madre Francisca. —Ya contaba con que usted había de venir —dijo, abriendo a Consuelo los brazos. •—¡Viva la Madre Francisca! —contestó Consuelito abrazándola con todas sus fuerzas. No había tiempo que perder. Aquel abrazo no era otra cosa que el público compromiso de solidaridad ante un porvenir desconocido, pero cargado de temores. Consuelo volvió en seguida a la puerta para hacer entrar a los niños, que instintivamente 15
se habían detenido al mirar un raro aparato de fuerza en tan pacífico lugar. Una vez colocados los niños y encomendado el servicio de las mesas a algunas ex alumnas, Consuelo, Sor Francisca y la Madre Superiora se retiraron a un aposento a ponerse de acuerdo sobre el medio práctico de demostrar una vez más al mundo entero, pues en muchos casos las mujeres tienen más asaduras que los hombres...
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III LOS VÁNDALOS E N LA ANTIGUA C ASA SEÑORIAL de los señores de X..., ya no se ven las altas puertas claveteadas con bronce, ni el patio anchuroso de baldosas blancas, ni los amplios ventanales con pesadas cortinas, ni las salas espaciosas con alfombras de Oriente, ni cuadros al óleo, ni espejos murales, ni arañas doradas con candelabros de plata y cristal... Por la puerta de servicio, ancha y alta, ya no pasa el majestuoso landó con el monograma de oro en las portezuelas, tirado por magníficos corceles temblorosos y potentes, enjaezados a todo lujo, tascando el freno entre blanquísima espuma, alta y empenachada la frente, trémula el anca, apenas acariciada por el fuete del cochero. Tampoco salen ya por aquella puerta los grandes carros recogedores de metal, tirados por ocho o doce muías, aturdiendo con su ruido de chirrido de palancas sobre la férrea llanta, con restallidos de látigos sobre las orejas de las bestias, y con gritos e interjecciones de los carreros de ancho sombrero y angosto calzón. En los despachos y oficinas ya no se ve la clásica rejilla dorada para el servicio de los cajeros, ni los enormes libros rayados en rojo y azul, con modelos de caligrafía en los encabezados y batallones de guarismos en las columnas. No está ya en su rincón la monumental caja Mosler con sus letras doradas, su paisajillo iluminado, sus clavijones de acero relumbroso, sus talegas de plata, sus cartuchos de oro y sus fajos de billetes y papeles de crédito. Ya no está el gran calendario exfoliador que señalaba los días de vencimientos, ni el reloj de viejo nogal que marcaba las horas de los pagos. Han desaparecido los altos estantes con cajoncillos paralelos, todos señalados con letras del alfabeto. No están ya aquellos an17
cíanos respetables clavados de codos sobre el pupitre lleno de cartas y facturas, ni aquellos muchachos atildados, en mangas de camisa, con corbata de seda, bien limpios, bien pulcros, abriendo y cerrando libros, contando y recontando dinero, pagando cuentas, rayas y salarios a los jefes de departamento de los poderosos establecimientos mineros de Le Jeune y Compañía, que se tendían a los flancos del Cerro de la Bufa. En las cámaras del interior ya no se encuentran las monas estancias de las niñas y de la señora, ni los cristaleros del comedor, ni los ajuares en raso, ni el Steinway de la sala de honor, ni en las alcobas los lechos con cubiertas tejidas por mano de princesa, ni el gracioso oratorio con su altarcito de cedro y su tabernáculo de bronce reluciente. ¿Y dónde están los ricos macetones y tibores que adornaban vestíbulos y corredores, sobre banquillos japoneses, con lienzos cuadrados de filigrana bordada en las bases? Ni cantan ya canarios y zenzontles, gorriones y chirinos en sus jaulas doradas, en donde relucía el rojo del alpiste molido con chile y el verde de las pequeñas hojas de lechuga clavadas entre las verjas. Ya ni palmas en los patios, ni dulzura en las estancias, ni riqueza en las oficinas, ni reservas en los graneros, ni palomas, ni aves finas, ni caballos en los corrales... ¡Nada! ¡Nada! Los miserables potentados sintieron el zarpazo de la revolución. Barrido el cientificismo del tiempo de don Porfirio Díaz, habían ellos cedido en su egoísmo y amoldádose a regañadientes al nuevo estado de cosas surgido con don Francisco I. Madero. Los negocios habían logrado perdurar en su antigua bonanza, el pueblo que trabajaba en las minas ganaba más, el aire se respiraba con delicia, pues crecían las finanzas y hasta la libertad cívica hizo algunas evoluciones sobre el cielo político, al grado que el voto popular había hecho subir al poder en el Estado de Zacatecas, al señor don Rafael Ceniceros y Villarreal, el bravo polemista, el atildado escritor, el poeta de inspiración genuinamente cristiana, el luchador incansable, el católico íntegro, de una sola pieza, que supo ser gobernante ejemplar, confirmándose, una vez más, aquella palabra divina: "la piedad es útil para todo". Pero asesinado Madero y renovada la revolución por Carranza en 1918, y desconocido éste por el famoso Pancho Villa, fue puesto aquel terruño a merced de las ambiciones de ambos con18
tendientes. Hoy entraba Villa a la ciudad exprimiendo hasta el último centavo a sus habitantes. Al día siguiente llegaban las hordas de Obregón, a nombre de Carranza, con la orden de ahorcar a cuantos habían sido robados por Villa. Y los pobres ciudadanos estaban condenados a las maltratadas de unos y a los coscorrones de otros. De esta manera, confianza, finanzas, tranquilidad, libertad, ganas de trabajar, espíritu de progreso, volaron para siempre. El día menos nebuloso el potentado malbarató su rico mobiliario inglés, empacó a su mujer y a sus hijos, sacudió el polvo de su calzado, y salió disparado como bala hasta París a comerse despacio su fortuna en el primer departamento que encontró libre en Avenue Marceau, mientras que en Méjico seguían los hombres haciéndose pedazos... La gran casa quedó sola, al cuidado de unos porteros. Pasaron éstos ahí algunos meses, hasta que un día las tropas de Obregón llegaban triunfantes a Zacatecas. A un soldado se le ocurrió entrar a caballo hasta el patio, a otro se le ocurrió seguir a su compañero, tras éstos se metieron otros, luego un capitán. Éste, viendo la amplitud de la casa, ordenó echar pie a tierra, y así fue cómo el palacio amaneció convertido en cuartel por obra y gracia del que se llamó Ejército Constitucionalista. Bajo las grandes arcadas se aposentaron los soldados de la revolución que pasaban el día sentados o tirados en el suelo, acariciados por sus mujeres, con las carabinas y las cartucheras al alcance de la mano. Las salas interiores de los altos, las de la planta baja, todas quedaron convertidas en viles cuadras, cubiertas de estiércol nauseabundo y de montones de paja. Puertas, ventanas, marcos y cristales desaparecieron, y por las rejas de hierro de los balcones las bestias asomaban los hocicos y se rascaban las abiertas narices frotándolas contra las varillas emplomadas y plateadas. En los patios, arrancadas las baldosas, las mujeres del ejército de miserables inconscientes ponían rústicos braserillos con el comal de barro para las tortillas de maíz amasado. La madera de puertas y ventanas, de arbolillos y de pabellones fue cayendo poco a poco en las hogueras, convirtiéndose así en lóbrego y tiznado caserón lo que había sido palacio suntuoso y bien timbrado. Y no era cosa de extrañarse, que igual suerte habían corrido otras mansiones de la misma ciudad, y el mismo caso se repetía en todas las ciudades de la república. Tal aspecto y fisonomía conservó sustancialmente el antiguo 19
palacio a pesar de que la revolución carrancista había sentado sus reales en el Gobierno y perduraba en él por medio de Obregón y de Galles. La única reforma progresista de notarse era la instalación de dos o tres cuartos de oficinas, pues aquellos revolucionarios bolcheviques habían pasado a ser nada menos que el Ejército de la Federación. Es evidente que con el continuo zarandeo en las diversas fases de la revolución, habían quedado eliminados por completo de tal nuevo ejército todos los elementos dignos del clásico antiguo Ejército Nacional, cuyos oficiales y generales, bravos y pundonorosos, se consumían en el ostracismo en Yanquilandia o se batían como leones en las trincheras francesas durante la Gran Guerra. No era, pues, ya el ejército en Méjico, la digna organización militar formada en el pundonor y en el valor, y dedicada a la custodia de las instituciones vitales del país, y en ellas, del alma misma de la patria. Sino que era un conglomerado de gente humilde, famélica, inconsciente, reclutada por Carranza con la promesa de reparto de tierras de sembradura y amarrada después al interés de dos pesos diarios de haberes, sin otro quehacer que emborracharse en tiempo de paz y hacerse matar en tiempo de guerra, gente la más digna de compasión, sujeta en arbitraria disciplina a un grupo de oficiales, hombres incorporados a la caterva revolucionaria ya por convicciones socialistas, ya por conservar su impunidad en graves delitos, ya las más veces por intereses materiales que quedaban garantizados con los galones y entorchados, títulos óptimos para abrir gruesos chorros en las fuentes del Erario Nacional. Entre el manípulo de caudillejos sobresalían los famosos generales, naturalmente generales de la revolución, perfectamente identificados y comprometidos con ella, quienes, si no eran todos famosos por su analfabetismo, sí lo eran, casi en- su totalidad, por la bajeza de su vida pública y privada. Esta horrible máquina humana, llamada Ejército, cuya periferia de bayonetas señalaba el contacto con el genuino apacible pueblo mejicano, íbase concentrando en forma piramidal, al través de sus soldados brutales, de sus oficiales léperos e insolentes, de sus generales técnicos en el peculado y en la carnalidad, y pasando por las barbas mismas del Ministro de la Guerra, venían a juntarse, como en un vórtice, en las manos de carne y hueso 20
de un hombre único: el Presidente Revolucionario de la República Mejicana: ¡Galles! En contrapeso de esta fuerza física omnímoda no se encontraba ninguna otra en todo lo ancho y en todo lo largo de la república. Ni los municipios, ni las provincias, ni los particulares contaban con fuerza alguna. Y si anuladas estaban todas las fuerzas físicas, ¿qué podían valer las restantes fuerzas políticas? El Poder Judicial, el Poder Legislativo, no eran sino fantoches, que fabricados por el mismo Presidente, con evidentes atropellos al sufragio popular, hablaban o callaban, juzgaban y sentenciaban o absolvían conforme a la más ligera señal de aquel hombre que tenía el gesto amenazador y la mano apoyada en la palanca que movía a todas las fieras armadas de la república. Aquel día, 11 de febrero de 1926, el caserón convertido en cuartel de la Jefatura de Operaciones, no presentaba nada anormal. A la puerta, el centinela, con las polainas desabrochadas y la camisa asomándole bajo el chaquetín, se entretenía en espantar con la culata del rifle un perrillo hambriento que hurgaba en un cajón de basura. Adentro, algunos soldados barrían y regaban, otros, envueltos en recios sarapes fumaban cigarrillos de hoja de maíz, sentados en cuclillas por los rincones. En la oficina, un oficial vestido de civil, con el chaleco desabotonado bajo el cual asomaba el ancho cinto repleto de cartuchos de pistola, con la cabeza de cabellos alborotados, los ojos inyectados por las frecuentes correrías nocturnas, paseaba lentamente, con las manos en los bolsilos del pantalón, tiritando, y dando grandes bostezos. Seis sillas, una mesa con un tintero, una cajilla larga con pluma y lápices, otra mesa con una máquina de escribir Oliver, un aparato telefónico de pared, un perchero con un sombrero tejano y una cartuchera colgada, eran todo el mobiliario de la oficina de aquella Jefatura de Operaciones Militares. Las nueve de la mañana serían, cuando a la puerta de la Jefatura llegaron dos individuos. Entraba uno de ellos sacudiendo a golpes en el suelo el lodo que se habían adherido a la suela de sus botas fuertes. Vestía uniforme de caqui fino y bien cortado, cruzado llevaba el pecho por fino cintillo de cuero, del que pendía rica pistola pavonada; de sus hombros caía gruesa pelerina verde oscuro, que le cubría el cuerpo todo hasta las rodillas. Su rostro, no muy moreno, era ensombrecido por unos ojos torvos, como de 21
hombre desconfiado, un ceño arrugado y el ancha ala de un sombrero tejano con toquilla de cerdas trenzadas. Era el famoso general Ortuzar, cuyo solo nombre causaba pavor a toda la gente honrada. Delgado, firme de carnes, frisaba por los treinta años, aunque los trazos de su rostro lo abonaban como viejo conocedor de las infinitas peripecias íntimas de la vida... Un extraño personaje le acompañaba. Casi un caballero, al parecer, bien trajeado, pues bajo el grueso y amplio abrigo mostraba buen pantalón y mejor calzado. Un diente de oro le relumbraba entre los enormes y chuecos que natura le diera. El rostro cuadrado por fuerza de mandíbulas muy pronunciadas, perfectamente bien rasurado, verdeaba entre las volutas de humo que lanzaba su grueso cigarro de El Buen Tono. Nadie lo conocía por aquellos barrios. Había llegado desconocido caballero la noche anterior por el tren del Sur, había dejado su maleta en el viejo Hotel de la Plaza, saliendo en seguida, había buscado y encontrado al General Ortuzar en una casa de cuyo nombre no quiero acordarme; cenaron después juntos ambos personajes en el Hotel Francia, dieron una vuelta por la Jefatura de Operaciones y se separaron muy avanzada ya la noche, quedando citados para el día siguiente en que les hemos encontrado nosotros. Entrado que hubieron al cuartel los dos individuos, al parecer sin que les importara un bledo ni al centinela ni al oficial despeinado y soñoliento, el personaje misterioso, con la mayor naturalidad del mundo arrastró una silla, púsola al lado de la mesa, sentóse con desenfado, cruzó la flaca y larga pierna y se puso a hojear una de las revistas ilustradas con retratos de coristas, echando mientras tanto por la boca, horribles bocanadas de humo. Mientras así mataba el tiempo este tipo, el general Ortuzar se apersonó con el oficial de las mechas en desorden y del chaleco abierto como hembra fecunda, y le preguntó en seco: —¿No ha venido Garavantes? Levantó el interpelado los hombros, carraspeó, escupió disparando el salivazo hasta medio zaguán, y respondió con voz ronca y aguardentosa: —Pos quién sabe... Y pasando la pregunta al centinela, le grita: —¡ Epa, centinela! ¿Que si no ha venido Garavantes? 22
El centinela cogió el rifle por las correas, y entrando unos pasos al zaguán, contestó a su vez: —Sí: vino con la escolta; pero volvió a salir. Dijo que iba a almorzar menudo con la Chata. —Pues daca 1'arma y vele a hablar. Díle que lo llama el Jefe. Cercana estaba sin duda la fonda de la famosa Chata, pues cinco minutos después ya estaba de vuelta el soldado y recogía el fusil para continuar su graciosa guardia. Y algunos minutos después llegaba el Capitán Caravantes limpiándose todavía el chile colorado de los labios con un enorme pañuelo de seda azul. El lector reconocerá en este militar al que espantó a las monjas teresianas en la mañana de aquel mismo día. No bien se hubo presentado en la oficina, haciendo con garbo el saludo militar, cuando el General Ortuzar le espetó el más amable de sus saludos: -—¿En dónde diablos te has metido? ¿Qué cuentas rindes de tu comisión? Refirió aquí el Capitán, bien deformada por cierto, la escena con la Madre Francisca, tratando de atenuar los puntos para él penosos, y acentuando los que significaban alarde de fuerza. —Me presenté —dijo pedantemente— al frente de una escolta de treinta hombre del Dieciocho Batallón e intimé la orden verbal a las monjas jefes del establecimiento. El de las mandíbulas cuadradas dejó la revista y prestó atención al parte del Capitán. Éste prosiguió: —Dijeron que iban a dar órdenes a sus subalternas para desocupar inmediatamente el edificio; pero que le rogaban a usted, mi General, que les alargara el plazo, en premio de que reconocen y acatan la Constitución de la República. Por mientras dejé apostado un piquete de ocho soldados con la consigna de vigilarlas estrechamente. Lisonjeó al General y al otro lo de la sumisión y el amor, que, al decir de Caravantes, profesaban las monjas a la Constitución de la República. El General se sintió bondadoso en aquellos momentos. —¿Y cuánto piden de plazo? —preguntó a Caravantes. —¡Veinticuatro horas! —contestó éste, ya echado de cabeza sobre su sarta de mentiras. 23
El General se creyó magnánimo, cogió la bocina telefónica, y comunicado con el Colegio Teresiano, habló lo siguiente: —De la Jefatura de Operaciones, con el General Ortuzar.. . Diga a la Directora que está bien: que se le conceden las veinticuatro horas que piden, en vista de su respeto a la Constitución de la República. Colgó el audífono el General y encendía tranquilamente su cigarro, cuando el aparato telefónico lanzó un nuevo timbrazo vigoroso. Echó carrera el General, cogió de nuevo la bocina y se puso al habla: —¡Listo! —¡Sí! El General Ortuzar en persona. Mantúvose un buen rato el General con el audífono en el oído, escuchando atentamente una voz de mujer enérgica y bien timbrada. De pronto, amarillo de cólera, gritó sobre el aparato estas palabras: —¡Bueno; pues se atendrán a todas las consecuencias! Colgó con rabia el audífono, y volviéndose rápidamente pegó un grito que hizo estremecer al petimetre desconocido: ■—¡Caravantes! ¿Qué fue lo que te dijeron esas monjas tiznadas, y qué me vienes a mí con tus pellejadas? Palideció el oficialillo al verse descubierto, y a fin de no dar la más ligera sospecha de clericalismo, optó por acabar de embravecer al General, confirmando y ponderando las bravatas de la Madre Francisca. —Pues sí —gruñó Caravantes—. Me dijeron que las fuera usted a sacar, si era tan hombre; que ellas estaban respaldadas por el artículo ochenta y ocho de la Constitución. —¡Mentiras! —interrumpió el General—. ¡Te dijeron que el artículo diez y seis! —¡Sí! También el diez y seis, pues me refirieron muchos artículos. Lanzó el General una carcajada maligna, como el visaje de la fiera que pregusta una víctima. En seguida, mordiéndose los labios de rabia, dijo a Caravantes: —Agarra inmediatamente un piquete de cincuenta hombres y que ocupen inmediatamente ese convento. Si las monjas no quie24
ren salir, tanto mejor para ustedes. . . Allá voy yo después a ver si vale la pena acompañarlos... Despegó entonces por vez primera los labios el civil del diente de oro. —General —dijo reposadamente—: yo creo que no será por demás esperar unas horas y ver ese artículo de la Constitución de la República. Esas monjas son muy leídas y escribidas y son muy capaces de meternos en un enredo a usted con el Presidente Calles y a mí con el Ministro de la Gobernación. Comprendió el Jefe de las Armas el razonamiento del advenedizo y, asomándose al patio, gritó de nuevo: —¡Caravantes! Espérate tantito. Ve primero a la oficina del Pagador y tráete la Constitución. Volvió en seguida el Capitán con un libro encarnado. —¡A ver! —dijo el del diente de oro. Mas apenas vio la cubierta, lo dejó sobre la mesa, diciendo con asomo de disgusto: —Pero si esto no es la Constitución de la República; es el Manual del Oficial Reservista, del tiempo de don Porfirio: —Pues no hay ahí otro libro —dijo disculpándose el Capitán. —Telefonea, pues, a la Biblioteca, a una librería, a donde se te ocurra y consigúete esa Constitución. Púsose al teléfono el Capitán. Habló a la casa del General. ¡Qué Constitución ni qué cohetes había de encontrar ahí! Habló a la del Pagador, y nada. A un maestro de escuela, y tampoco. Habló, por fin, con el Director del Instituto Científico, quien le dijo que el único que la podía tener era el Padre Márquez, porque era muy estudioso, y hasta la había citado en una conferencia que había dado en el Colegio Margil. El Director fue más allá de los simples informes: se comprometió a conseguirla él mismo y a mandársela luego al General. Y así fue, pues antes de un cuarto de hora llegaba al cuartel un jovencito con una tarjeta del Director del Instituto y un pequeño libro encuadernado en percalina roja, en cuya portada, adornada con el águila mejicana y el gorro frigio de la libertad, se leía: "Constitución Política de los Estados Unidos Mejicanos.—Querétaro.—5 de febrero de 1917". En la primera página, en blanco, llevaba un sello que decía: "Biblioteca particular del Presbítero Daniel Márquez". Como por un resorte movidos, los cuatro personajes, a saber: 25
el General, el del diente de oro, el Capitán Garavantes y el oficial desgreñado, se aprestaron en grupo para mirar aquel animal raro de librito. Teníanlo en sus manos el General, y volteábale las hojas el advenedizo, murmurando: —A ver el artículo diez y seis. Y con cierto aplomo de jurisconsulto se atrevió a añadir... —Debe ser el artículo que habla de la propiedad. .. —¡Aquí está! —dijeron a un tiempo Ortuzar y Garavantes—. Y clavando los ojos en el texto, sobre el cual también se había precipitado el fuereño, mientras el mechudo se contentaba con clavar los suyos torvos en los tres lectores, leyó cada quien para sí lo siguiente: "Artículo 16. Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento. No podrá librarse ninguna orden de aprehensión o detención..." —Pero mire nomás —exclamó el General Ortuzar, cerrando de golpe el libro—. ¡Qué monjas tan leguleyas! ¿Y qué le parece —prosiguió, dirigiéndose al del diente de oro— si les echamos el caballo encima? —Pues por mí —respondió éste frunciendo la boca y levantando los hombros—; por mí no hay cuidado, y por Gobernación tampoco. El Ministro fue bastante explícito con nosotros: "Ustedes tienen a su disposición la fuerza armada; al cabo, el Presidente Calles no se para en pintas". Esas fueron sus palabras. Lo de menos sería sacarle una boleta firmada al Juez de Distrito; pero, ¿para qué vamos a andamos por las ramas, cuando usted, General, puede firmar una orden, aunque no sea Juez? —¡ Pues de veras, hombre! —respondió Ortuzar—. Así nadie hará aspavientos con lo de la ilegalidad del procedimiento... ¡A ver, Caravantes! Escríbete ahí una orden que te llene el ojo. Sentóse Caravantes a la máquina Oliver, y con rapidez, aunque no con ortografía, comenzó a escribir: "A la ciudadana Jefe del convento clerical llamado Colegio Teresiano.—Presente.—Por orden del Gobierno del Centro, se da a usted orden para que sin excusa ni pretexto desocupen inmediatamente el edificio que..." 26
—¡General! —gritó Caravantes sin despegar los ojos del teclado—. ¿Qué motivos les alegamos? -—Pues ponles que están violando las leyes —respondió éste. —Y que están corrompiendo a la niñez —añadió el petimetre. —Y que se deben quitar de monjas y darse de alta en el Estado Mayor —añadió maliciosamente Caravantes mientras escribía. Lanzó una carcajada de lépero el General, coronando con éstas las palabras del mecanógrafo: —Pues ándale: te firmaré otra ordencita... Terminó el Capitán la infame escritura, púsole a ella y al duplicado el vistoso sello de la Jefatura de Operaciones Militares, leyóla y aprobóla el desgraciado pisaverde, firmóla el General Ortuzar, cogióla de nuevo Caravantes, la dobló y la guardó en una libreta que llevaba en el bolsillo del pecho, y ya salía dando zancadas a reunir la escolta, cuando el General lo detuvo. —Pero tú eres muy enamorado •—le dijo—. A ti te enternecen las monjas. Voy a mandar mejor a Téllez, que es muy bruto. Ese sí me limpia el convento en cinco minutos. —¿No es verdad, Coronel? Sonrió a estas palabras, como un idiota, el oficial de la cabeza mechuda. El era el Coronel Pedro Téllez, por mal nombre Pelotes, quien enorgullecido hasta el entrecejo por el elogio que merecía del General, dijo en su tono gangoso y arrastrando estas únicas palabras que lo retrataron de cuerpo entero: —Pos ¡zas!, pues. Unos cuantos minutos después, una columna de cincuenta hombres medianamente disciplinados, pero, eso sí, bien armados, se alineaban en uno de los patios de la Jefatura. —¡Marchen! —ordenó un sargento. El Coronel Téllez los esperaba a la puerta. Salidos los soldados. Téllez carraspeó, escupió a distancia, y echando pesadamente un salto de la banqueta abajo, troteó un poco hasta emparejarse con la columna. Una ancianita que a la puerta de una casa esperaba una limosna, al ver la amenazadora fuerza armada, se santiguó diciendo: —¡Válgame el Santo Niño de Plateros! ¿Qué irán a hacer esos indinos? Dios nos tenga de su mano; porque lo que es ese cascorvo malfajado no me da buena espina... Los soldados se alejaron y la calle volvió a quedar desierta.
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IV EN LA TORMENTA A QUELLA CONFERENCIA RÁPIDA y concreta fue una verdadera junta de campaña frente al enemigo. Consuelito y Sor Francisca estaban perfectamente de acuerdo: el Colegio estaba enteramente a merced de la fuerza armada. Aunque podían moverse algunos resortes diplomáticos al menos para retardar el atropello, no debía, sin embargo, confiarse mucho en ellos. Era preciso tomar inmediatas providencias para disminuir los daños y perjuicios de un lanzamiento despiadado y perentorio que se venía encima irremisiblemente. Ante todo urgía obtener dos cosas: evitar aspavientos prertiaturos que malograran los trabajos de salvamento y mostrarse serenas y valientes desde el primer momento hasta el último. Con este fin, la Madre Superiora llamó a la Profesora de párvulos, monjita joven y vivaracha como unas castañuelas, y después de exponerle en tres palabras toda la sustancia de la situación, le dio sus órdenes en la siguiente forma: ■—Usted, hermana, se encarga de animar la fiesta como si nada pasara. Distraiga lo mejor que pueda a todos los invitados. Nosotras nos entenderemos con lo demás. Vaya con Dios. Tras la madrecita salieron las conferenciantes. Seria y pálida la Superiora, discretamente sonriente aunque evidentemente preocupada Gonsuelito. Sólo la Madre Francisca sonreía tan campante como si estuviera en un lecho de rosas. La Superiora fue a mezclarse con los de la fiesta, sonriendo de dientes afuera y mirando de soslayo ya a los genízaros de la puerta, ya a Consuelito y Sor Francisca, que hacían por los salones un sospechoso recorrido. Estas, en efecto, estaban en plena actividad. 28
—-No hay tiempo que perder ■—dijo Consuelito a su compañera—. Urge aquí en el despacho una hermana que no se despegue del teléfono. Déjeme combinar mi plan. Espere. Consuelito se sentó y llamó suavemente al teléfono. —¿Angelita? ¿Eres tú... ? ¡ Ah! ¿Ya me conociste? La voz de Consuelo temblaba ligeramente. Su acento revelaba la interna lucha de sus temores femeninos y la discreta firmeza y serenidad que había escogido como norma. Sor Francisca entornaba la puerta para aislarse del bullicio exterior. Consuelo continuó con acento de congoja reprimida: ■—Angelita, estamos en un apuro grandecito, ¿me vas entendiendo? ¿Están ahí puras de confianza. .. ? Bueno. Ya lo sabes todo, ¿verdad? Lo que te ruego es que nos tengas al tanto de todo lo que se hable. Aquí dejo a una hermanita con el audífono en el oído, para que ya no tengas ni que llamar. .. Ahora dame, por favor, el teléfono de la A.C.J.M. Consuelito esperó un poco. El teléfono pedido respondió: —Guillermo López, ¿con quién? ■—Consuelo Madrigal, del Colegio Teresiano. —¡Ah, Consuelito! ¡A las órdenes! ¡Ya voy para allá! ■—Mire, Guillermo; necesito que mande seis muchachos, pero buenos y resueltos a todo. ■—Voy yo mismo con ellos. —No, usted no venga. Usted debe quedarse ahí. —¿Pero cómo me he de quedar yo aquí? ■—Se queda y muy se queda —respondió Consuelo con autoridad—. Así entra en nuestros planes. —Muy bien, Consuelo. Me quedo. Y los muchachos "ahorita" van. —Mire —interrumpió Consuelito antes de que se quitara la conexión—: les dice que no vengan por el zaguán, que se metan por casa de las Araiza. Y que los necesito para comisiones urgentes. Terminado el diálogo telefónico, comunicóse el Presidente con otro número de la misma Juventud Católica. El distinguido joven, cuyo rostro presentaba el detalle chic de una barbilla a la francesa, tenía en su mano un cuaderno directorio de los muchachos de aquel Centro Local. Mientras el teléfono pedido respondía, el Presidente recorría las listas en que los jóvenes, sus subditos, estaban clasificados por sus aptitudes, de acuerdo con los siguientes 29
encabezados: Oradores, Escritores, Cómicos, Ciclistas, Chauffeurs, Detectives, Repórters, Propaganda, De Rompe y Rasga, A cualquiera Hora, Comisiones Urgentes, Mecanógrafos, Viajeros, etc. Apenas hubo contestado el teléfono, preguntó: —¿Está ahí Leonardo... ? Que tome la bocina, por favor. Mientras esperaba, impaciente, golpeaba el suelo con el tacón. El aparato sonó de nuevo y Guillermo, puesto en posición de firme, habló así: —¿Leonardo? Oye: coge tu bicicleta y ve a llamar inmediatamente a cinco buenos de tu escuadrilla. Fíjate bien: se van los seis al Colegio Teresiano. Se meten por el callejón por la casa de las Araiza y se ponen a las órdenes de Consuelito Madrigal. ¿Oíste? Muy listos, ¿eh? Es algo serio. Vete pronto y que se alisten en un segundo. Lo que se ofrezca "nomás" avisen. ¡ Como los hombres! ¡Ahora nos toca dar pruebas! Mientras tanto, Consuelito Madrigal, desde el Colegio Teresiano se comunicó por teléfono con la Presidenta del Centro de las Damas Católicas. —Conchita —dijo una vez obtenida la respuesta—, perdone a la importuna. Ya se imaginará lo que nos pasa, ¿verdad? Ahora necesitamos tener casas listas para diez y seis religiosas que tengan que dejar el Colegio de un momento a otro. La bocina reprodujo una especie de estertor, y luego Consuelito añadió: —¡Sí! Pero no nos queda tiempo de lamentarnos, sino de trabajar. Dejó Consuelo el aparato encomendado a una hermana y salió de la sala acompañada por la Madre Francisca. —Ahora —le dijo— hay que buscar la manera de cortar por lo sano para localizar el fuego. Tenía el Colegio un amplio patio a la vista de la calle, en torno del cual se encontraban algunas salas de clases, los recibidores y algunas oficinas. En la esquina de aquel patio, de la parte diagonalmente opuesta al vestíbulo, un pasillo conducía a un segundo patio, y jardín, sobre el cual convergían las principales dependencias del colegio: el rico oratorio, el teatro, salas de música y otras clases. Este segundo patio, en el cual estaban acumulados algunos materiales de construcción para algunas reformas que 30
Cristero de Los Altos, Jalisco
■o,
se proyectaban, colindaba por un extremo con la casa de algunas buenas amigas de Consuelo. Al llegar al pasillo que ambos patios separaba, Consuelo midió con la vista el ancho y la altura. —Aquí cortamos, Madre —dijo a Sor Francisca—. Que,, se encarnicen con este pedazo mientras escapamos lo demás. Siguieron Consuelo y Sor Francisca su exploración. Llegadas al segundo patio, notaban que la mejor parte del colegio podía quedar, por lo pronto, libre del atropello, cuando en lo alto de la pared que daba a la casa vecina apareció, haciendo visajes como un diablillo, un muchacho de la A.C.J.M., que pujando y jadeando, echó arriba un brazo, se apoyó en un codo, luego atoró un pie y, por último, exhibió toda su sección vertical montada a horcajadas en lo alto de la tapia, con una cachucha en la cabeza, una corbata flotante al cuello, unas ligas de ciclista en los tobillos y una rotura en la rodilla del pantalón. —¡Aquí está la A.C.J.M.! —dijo con aire de triunfo, mientras uno tras otro iban apareciendo sobre la misma tapia sus otros cinco compañeros. Ninguno acabó de saltar al colegio, porque Consuelo, con un gesto los atajó. —¡Cállense, muchachos! —les dijo—, y óiganme: vaya uno a ver al Presidente del Sindicato de Albañiles, que se venga lue^ go, volando, que se traiga tres peones, con todo y sus herramientas. —Ándale, Del Campo, vete tú •—añadió el que hacía cabeza. —¿Y dónde estará? —preguntó el aludido rescándose la nuca con más ganas de quedarse ahí montado que de obedecer. —Pues velo a buscar, tarugo —repuso, fastidiado, el primero—. Ha de estar en las obras de El Almacén. —Sí, hombre; ahí donde está trabajando tu novia —añadió, metiendo su cuchara otro mozalbete. ,—¡Ya basta de explicaciones! •—di jóle Consuelo, mientras Del Campo se descolgaba. Bájense y comiencen a abrir aquí un agujero para esa casa mientras vienen los albañiles.. . Usted, Leonardo, vaya a decir a su Presidente que se encargue de arreglarnos el amparo con el Juez de Distrito. Que se fije que es cuestión de minutos, ¿eh? Como era de desearse en tan atribulados instantes, todos los elementos aprovechados por Consuelito desempeñaron sus funcio31 H4
nes con una precisión matemática. Media hora después, más de la mitad del mobiliario de las salas del primer patio estaba fuera de peligro. Una nueva pared se levantaba en el Asilo, cubierta con una decoración de teatro y acabada de disimular con un piano viejo que junto a ella se colocó. Al mismo tiempo, las cosas más delicadas salían ya por el boquete de la casa contigua y de ahí a la calle, ya en las cestas de algunas sirvientas fieles, ya en las bicicletas de los muchachos, quedando, desde luego, toda la tripulación expedita para concentrar sus fuerzas sobre los restos del primer patio. Las Damas Católicas, por su parte, avisaban que ya estaban listas treinta casas para hospedaje, y todos sus miembros dispuestos a sufrir con las monjas el atropello. Y como esto era verdad y no mero jarabe de pico, poco a poco comenzaron a llegar damas y señoritas, apresuradas, decididas. Parecían ser llamadas a una gran fiesta. De ahí fue que el bullicio llegó a ser atronador en el mutilado colegio, a ciencia y paciencia de los ocho centinelas que empezaban a sentirse impacientes de aquella prolongada comedia en que a ellos les tocaba hacer el papel más desairado. No se les escapaba esto último a Consuelito y a la Madre Francisca. Llevadas de su amabilísimo corazón ya hasta se habían hecho sus amigas, les había llevado desayuno y estampitas de recuerdo, que los soldados habían cogido con cuidado, besado y guardado en el fondo del kepí. Ya hecha de confianza Consuelito y protegida por la simpatía que comprendía inspirar, no perdió la oportunidad de desahogarse un poco con ellos, diciéndoles, ex abrupto, unas cuantas claridades como éstas: —Pero qué, ¿no les da vergüenza venir a echarnos de nuestra casa? ¿Por qué no se van a su cuartel y le dicen a su General que no sea majadero? •—¡ Ay, niña! —respondióle un soldado ya entrado en años—, bien lo sabe mi Padre Dios que nosotros no somos protestantes. .. Pero, ya lo ve, niña: lo mandan a uno. .. —¿Pero ustedes son católicos... qué no tienen temor de Dios? Ustedes que debían defendernos... —Pues sí, niña. Tiene osté muchísima razón; pero, ya lo ve, no podemos voltearnos porque traimos el uniforme. . . y apenas se pone uno rejiego, lo afusilan... Si lo malo es que ahora ya estamos ensartados, y al que recula lo atraviesan... 32
En estos candorosos diálogos estaban, con la tácita aprobación de los otros siete soldados taciturnos que no despegaban los labios, cuando la hermana encargada del teléfono viene corriendo a hablarle a Consuelito, y trayendo una dizque consoladora noticia: que el General Ortuzar hablaba y concedía las veinticuatro horas que se le pedían, en premio a que se habían mostrado sumisas a la ley... Consuelo, dejando al punto a los soldados y volviendo con la hermana, extrañada y disgustada, preguntó: —¿Cómo? ¿Que le hemos pedido la limosna de veinticuatro horas de agonía? Y diciendo esto, se acercaba a la cámara del teléfono, a la vez que proseguía, irritada, sus reflexiones: —¿Y por qué somos sumisas a la ley... ? ¿Sumisas? ¿A esas sentencias de exterminio que ellos han dictado contra la gente buena... ? ¿Sumisas? ¡Sí, por desgracia, lo hemos sido! Pero ya no queremos más sumisión... ¡Ahora queremos que nos acaben! ¡Y cuanto antes! ¡No pedimos ya misericordia! Llegó tarde al teléfono. La Madre Francisca se le había, adelantado y se abría ya de capa, personalmente, con el General Ortuzar. Pálida, con los labios ligeramente trémulos, pero con su rica voz de mezzosoprano, la valiente monja cantóle a la bocina toda un estrofa heroica de entereza femenina. —General —le dijo—: le han informado a usted muy mal. No hemos pedido nada, absolutamente nada. Lo que hemos dicho es que no saldremos sino por la fuerza, pues que el artículo 16 de la Constitución está de nuestra parte. .. La bocina reprodujo en una rápida sucesión de chasquidos el fiero rugido del General que les profetizaba una catástrofe. —¡Muy bien! —terminó la Madre Francisca, aceptando de antemano el pavoroso desarrollo de aquellas amargas horas. Unos cuantos minutos después la telefonista en jefe les comunicaba que los del cuartel andaban como locos buscando una Constitución. Consuelito se echó a reír con ese buen humor que acompaña a los mejicanos aun en medio de sus trances más penosos. —¿Vamos dándole un piconcito, Madre Francisca? —dijo la picaruela—•. ¿Tienen ustedes la Constitución? 33
-—Sí —dice la monja—. El Padre Capellán nos compró una a cada una. ■—Tráigame pronto la suya. Y la monja llevó un ejemplar corriente de la Constitución. En un santiamén. Consuelo encerró en un cuadro pintado en lápiz rojo el artículo 16; la metió en una cubierta grande. Tomó luego un plieguecillo fino de papel azul y escribió con suave y ágil mano de mujer un minúsculo recado. Pasó la punta finísima de su inquieta lengüilla, arqueando sus hermosas cejas, como indicando a la madre Francisca lo sabroso de aquella broma aventurada. Metió el pequeño sobre en el grande que encerraba la Constitución, y entonces, como encarnizada, haciendo un puchero de deliciosa crueldad, rayó, que no escribió, en aquel sobre el nombre del feroz General Ortuzar. Asomóse luego a una ventana que daba a la calle e hizo una seña a un joven que en la acera de enfrente aparecía como un lelo. Este se acercó inmediatamente. Era un acejotaemero, cuya misión era hacer guardia por aquel lado. —Luisillo —le dijo Consuelito—, ¿eres capaz de irle a poner una banderilla de fuego al General Ortuzar? ■—Sí, ¡cómo no! —contestó animoso el muchacho. •—Entonces llévale esto a la Jefatura. •—¿Y espero respuesta? —¡No! Mejor es que no esperes nada; porque si esperas te copinan. —All right! —terminó el vivo muchacho. Echó luego un silbido especial dilacerante. De la esquina de la calle le contestó otro silbo semejante. Entonces dejó su puesto y echó a correr hacia la Jefatura de Operaciones. Entró, preguntando por el General Ortuzar, y en sus manos puso garbosamente el envío de Consuelito, y giró sobre los talones para salir. Pero el General le detuvo, diciéndole: —¡Espérate! Luisillo esperó. Era un flaquito muchacho, hijo único de una costurera viuda. Vestía humilde, casi pobremente; un saco de dril claro sobre la sola camisa bien planchada. El general rompió el sobre, y al encontrarse con la Constitución y, hojeándola, con el artículo 16 burlescamente señalado con rojo, se puso rojo, se puso color de ceniza. —¡Mire nomás! —dijo al del diente de oro, que no acababa 34
de desamparar el punto—. ¡Ráscate!, si aquí viene una cartita... Y leyó: "Señor General: Sé que quiere usted conocer la Constitución de la República; por eso me permito enviarle ese ejemplar. Si necesita usted otros, puede usted pedirlos a su servidora. CONSUELO MADRIGAL". claSe mordió de rabia los labios el sanguinario militar. Y vando los ojos de basilisco en el pobre muchacho, le dijo: —¿Y tú quién eres? —Luis Sánchez, de la A.C.J.M. —respondió el jovenzuelo con decisión intrépida. Sonrió el General. Fue una risa de felón. —Ven entonces acá, para darte el acuse de recibo. El muchacho palideció, pero siguió los pasos del General... Un buen rato después apareció el muchacho a la puerta. Por los ojillos apretados se le escapaban lágrimas rebeldes.. . ¡Le acababan de moler la espalda a machetazos! Tragóse, sin embargo, su rabia y su dolor. Corrió a su casa. Sin decir una palabra a su madre, entró en la alcoba y sacó de su armario una pistola escuadra. Y volvió desalado a la ventana, dispuesto a avisar estoicamente a Consuelito que su misión había sido cumplida sin novedad. Ya no pudo acercarse al Colegio. Una multitud abigarrada y heterogénea le interceptaba el paso, rebulléndose furiosa y amenazante, aunque a la vez temerosa e indecisa, lo mismo exactamente que el rencor que se le. revolvía a él en las entrañas. Era el pueblo humilde que se sentía llamado a la protesta heroica ante la villana felonía cotidiana. Luisillo trepó sobre una piedra para apreciar la situación. Por encima de aquel tendido de cabezas humanas, cada una de las cuales encerraba una tormenta, vio que un fuerte piquete de soldados llenaba la banqueta y el vestíbulo. Allá, entre los reflejos de las viseras militares, se levantaba la figura odiosa de Pelotes, el Coronel, que vociferaba y gesticulaba frente a las damas y las monjas. Desde su pedestal, Luisillo, jadeante y nervioso, echo un silbido, y cuatro jóvenes católicos al punto se le unieron. 35
Pelotes apareció allá en la puerta, desgarbado, siniestro, y dio algunas órdenes a los soldados. Estos comenzaron a rechazar al pueblo que pugnaba por acercarse hasta las murallas del edificio. La ola humana se meció unos instantes, levantando nubes de polvo entre un murmullo sordo de mar de fondo. Luisillo brincó de la piedra, y a codazos y empellones logró sobreponerse a la corriente de retroceso y avanzar hasta dar con las narices en las espaldas enjaezadas de un soldado sudoroso. Ahí, a su lado, en primera fila, encontró a don Pascual, el viejo portero del Instituto Científico. Los ojos del pobre viejo, fulgurantes, candentes, se clavaban sobre el vestíbulo del Colegio; sus labios, trémulos, musitaban voces de ansiedad y de odio. Sus dedos, largos y flacos, crispaban hasta hacer reventar las robustas venas, se enredaban como sarmientos al grueso garrote, largo como un cayado, que le servía para acarrear el agua en sus faenas tempraneras. ¡ Qué grandioso pareció a Luisillo aquel tipo senil en cuyo pecho velludo se adivinaba a punto de estallar toda la ira comprimida durante sesenta años! ¡ Qué digna figura en aquella brava escena conjunta en la que todo era tensión y encendimiento, como de un volcán que espera un soplo para romper el fuego devastador. .. ! Pelotes, a fuer de buen bruto, no tenía por qué preocuparse. Estaba acostumbrado a ver reprimidos a balazos muchos desbordamientos populares. Llególe la hora de la suprema valentía, y sin decir "¡Agua va!", ordenó a la escolta meterse toda al colegio y echar fuera a empellones y culatazos a monjas, damas y niñas que hasta entonces se habían negado a salir. A la invasión de los bárbaros se desbordó en el interior del colegio una horrible gritería de terror y confusión. Las damas se arrinconaban, pálidas y desencajadas. Las niñas lloraban cogidas de los hábitos de las monjas. Sillas, macetones, columnas y guirnaldas rodaban por el suelo. En medio de horroroso tumulto, una vez se escuchó clara y distinta. Era la Madre Francisca que gritaba con toda su alma: ■—¡Nos matan; pero no salimos! Pelotes se acercó a ella y le dio el primer empellón. La lucha era desigual. La debilidad sucumbía. La masa femenina era arrastrada. Consuelito gritó: —¡No nos dejes, Virgencita! 36
Y rompiendo por sobre los soldados, seguida de otras damas y niñas, volvió hasta el boscajo risueño, cogió en sus brazos la linda estatua de la Virgen de Lourdes y la puso sobre un racimo de manos que se tendieron a ayudarle. Ahí estaba la mano de Juanita, la morena hija del portero; ahí estaba la mano de doña Soledad, la noble madrina de la hija de un pobre. La multitud rugiente en las afueras, midió instintivamente toda la cobardía de la trágica escena, y explotó, explotó con toda la indignación de un pueblo honrado al mirar aparecer en la puerta del colegio, como un puñada de espuma arrojado por un mar embravecido, un grupo de niñas de Primera Comunión con los blancos cendales desgarrados, llorando y cargando a duras penas la dulce estatua de la Virgen. Vibró el pueblo en un rugido de furor, y automáticamente se estrechó en un círculo candente sobre los soldados para hacerlos trizas. Los soldados, a empujones, a bofetadas, a culatazos, sostuvieron todavía por un momento sus posiciones. Uno de ellos, maldito, entróse al espacio libre en que las niñas jadeaban por transportar la imagen de la Virgen, y hundió su garra en el brazo tierno de una de ellas, pretendiendo arrancarla de allí. Aquella niña era Juanita. Juanita resistió y eí soldado, haciendo un mohín, la cogió brutalmente y la sacudió un momento por el aire. El viejo don Pascual no esperó más. Se echó de bruces, rompió el cerco y apareció en medio del círculo, noble y esteta como un gladiador, levantando en alto su garrote justiciero... La aparición de aquel gigante cortó el resuello a la multitud, que enmudeció como por encanto. Y en medio de un silencio sagrado que la gran hazaña imponía, el viejo se afirmó en los pies, apretó los dientes y haciendo girar con ambas manos el garrote, lo descargó cuan grueso era en la cuadrada cabezota del soldado, que estrujaba a su hija. Sonó un golpe seco, asqueroso. El soldado cayó. Y el viejo temblando de pies a cabeza, pero triunfante-y macizo, con voz ronca, sollozante, rubricó su gesta con estas palabras que merecen un libro y que el pueblo escuchó todavía. absorto, como el verbo de un profeta: —¡ Es mi hija! ¡ Dios me la ha dado... ! ¡ De su alma y su cuerpo a mí me toca responder! ¡ Por eso te mato!
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El grito de guerra había resonado. Luisillo, que llevaba el pecho encendido tiempo hacía, volvió el rostro a sus amigos y con un grito que se quebró como un gemido, clamó: •—¡Muchachos, adelante.. . ! ¡Por Dios y por la Patria! Cruzó como un rayo el cerco de los soldados, seguido por sus amigos. Atravesó el pequeño trecho saltando sobre el soldado ejecutado, rompió la segunda cadena de soldados y, al frente de sus valientes, con la pistola amartillada es la mano hizo su entrada hasta el mismo patio, saludando a las atribuladas damas, niñas y monjas con este grito heroico: —¡ Sí hay hombres. . . ! ¡ Aquí está la A.G. J.M... ! A este grito contestaron los soldados con una formidable detonación que hizo crujir los cimientos del colegio. Un tumulto de soldados y de pueblo oscureció la entrada. Gritos, lamentos, ayes, insultos, golpes: todo en horrible confusión llegó a los oídos de las monjas, damas, niñas, muchachos y obreros que estaban en el plantel. Los soldados de la entrada eran arrollados. Los que dentro estaban salieron precipitadamente a resistir a la multitud. Una nueva descarga resonó. La Madre Francisca se destacó de pronto, rodeada de chiquillos que lloraban, pálida y demudada, pero valerosa y enérgica en medio de la catástrofe. El lépero Pelotes, que olvidó sus bravuqueos, salió corriendo a confundirse con la tropa que se replegaba. Pero el grupo de muchachos y de obreros le siguió. Tras ellos iba Consuelito. En aquellos momentos de confusión demoníaca, la angélica mujer resultó envuelta en la siniestra contienda. A dos centímetros de ella Luisillo había vaciado su pistola sobre Pelotes y sobre los soldados. A medio centímetro de su rostro, los obreros habían arrebatado a Pelotes la pistola amenazante. Un resplandor escalofriante hirió la retina de Gonsuelito, cuando junto a ella levantó Pelotes el brazo. En su mano resplandecía un puñal. El golpe certero, infalible, iba contra Luisillo. Consuelo midió todo el alcance de la escena y colocada detrás del Coronel, gracias a una rápida contorsión de éste, en un gesto de hembra atrevida, sacando fuerzas de su misma debilidad, cogió por detrás con las dos suyas la mano horrible, de Pelotes, le tiró con toda la violencia hacia sí, descoyuntándole el brazo, y con agilidad de leona clavó con todas sus fuerzas sus finos dientecillos en la muñeca del bandido. Este 38
soltó el puñal y corrió con los soldados hasta la calle, en donde el pueblo estaba siendo dispersado a metrallazos.. . —¡ Cierren ahora! —gritó una voz. Y las puertas del colegio fueron cerradas. Obreros y muchachos resollaban con fuerza, con la nariz enormemente dilatada. Consuelito escupió con asco y con violencia el pedacito de carne que había arrancado de la mano del lépero Coronel Téllez, y atragantándose aún por la emoción, levantó el brazo en cuyo extremo resonaban finas pulseras: —¡ Ustedes escápense, muchachos! ¡Pero pronto! —dijo empujando ansiosa al grupo de hombres grandes y chicos que había tomado parte en la refriega. Una escalera de mano apareció por la azotea. Hacia ella fue empujado el grupo de varones por un montón de brazos femeninos. Subieron los obreros, comenzaban a subir los muchachos, cuando uno de ellos, desde el cuarto escalón, pegó de nuevo un salto hasta abajo: —¡ Pero nosotros no debemos correr! •—exclamó como avergonzado de su intentona. ¡ Era Luisillo! Al mismo instante los obreros echaron desde arriba una cuerda, y en un abrir y cerrar de ojos, Consuelo y Sor Francisca ataron a Luisillo el irreductible, que fue levantado como una pluma y no apareció más. Quedaban las mujeres solas. El tumulto de las afueras cesaba. La Madre Francisca volvió al zaguán y por el ventanillo secreto se asomó tímidamente. Pero no. bien hubo asomado, gritó crispando los puños de congoja: ■—¡ María Santísima! Quitó las cadenas, abrió la puerta y se echó a la calle. Consuelo la siguió. El saldo horrible de la brega estaba ahí, a dos pasos. Chorreando sangre por la base del cráneo, con el cuello horriblemente torcido, un anciano yacía sin vida. A su lado, una dama, en actitud descompuesta, con el rostro bañado en sangre, perdido el sentido, estaba tendida sobre el suelo. Y en medio de aquellas dos víctimas escogidas entre el proletariado sencillo y la aristocracia 39
virtuosa, una niñita morena, ataviada con el ropaje blanquísimo de Primera Comunión, apretando los puñitos y mirando aquellos cuerpos, pateaba desesperada el pavimento, gritando con un indescriptible sollozo de angustia: —¡ Papacito... ! ¡ Mamacita. .. ! Junto al anciano se arrodilló Sor Francisca, y junto a la dama, Consuelo, auscultándola con ansiedad. Y la invicta joven escuchó que la dama, en tono apenas perceptible, pronunció estas palabras, que Consuelo misma, sin comprenderlas aún, repitió a Sor Francisca: •—¡ Héctor... ! ¡Héctor... ! ¿Dónde está Héctor... ?
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V DEL FONDO DE LA EPOPEYA HAY EN LA LEYENDA GRIEGA una figura heroica de relieves magníficos: HÉCTOR. Arrancólo Hornero, el inmortal, del fondo de la tradición y superstición populares, para hacerlo vivir y palpitar con ímpetu de gigante en las regias estrofas de la Ilíada. Y Héctor entró a la posteridad llevando en triunfo como en sede imperial por la sublime epopeya, vitalizando con el soplo de su voz los corazones rectos, resquebrajando con las ruedas de su carro los cráneos huecos de los cobardes y regando sobre el páramo frío las brasas encendidas de su pebetero inconsumible para incendiar con ellas las entrañas benditas de esa maga de la vida que se llama Juventud... ¡ Levanta, oh hijo de Príamo, el mármol granítico de tu brazo desnudo, y electriza con tu gesto a Troya la invicta, que en ti tiene puesta la causa de su libertad y de su independencia! ¿Qué importa que los ejércitos griegos, reunidos por mil príncipes, asedien tu ciudad, si tú, oh Héctor, vives y defiendes, combates y vences, arrastrando a tu pueblo a la victoria con la fuerza volcánica de tu fe inquebrantable y el empuje insuperable de tu optimismo indestructible? ¿Quién, oh Héctor, quién puede contra ti, si los dioses mismos te encomian y los troyanos todos por ti se hacen añicos? "Mientras Héctor viva, Troya será invencible; mientras Héctor viva, la planta griega no profanará templo troyano!" Tal dijo el Oráculo. ¡Y así fue! Y ante ti, oh Héctor, cayeron los enemigos... Protéxilas cayó, y cayó Ayax y cayó Diomedes, y Patroclo mismo, el infame Patroclo, hubo al fin de caer al golpe de tu espada... ! 41
Más tarde, ¡ ay!, tu patria sucumbió... ¿Cuándo? Cuando la sangre se hubo helado ya en tus venas, cuando la hoguera de tus ojos consumióse y el corazón se te rompió dentro del pecho. .. ¡ Y Troya fue arrasada!, mas tal fue, cuando tu cuerpo heroico, inerme, insensible, ¡muerto!, atado al carro de Aquiles, fue arrastrado, rodeando tres veces la ciudad que en vida hiciste invencible; cuando tu cerebro, ayer incandescente, golpeó contra peñascos y pilastras, puertas y baldosas, rompiéndose en fragmentos —santas reliquias— que Troya recogió llorando de dolor y temblando de rabia impotente... ! Todo este fuego, todo este entusiasmo, todo este perfume guerrero de oriflamas y pendones, de naves empavesadas y de mares bullentcs, estaba concentrado y apretado en aquel libróte de láminas en madera y pastas de cuero raído. El viejo, tembloroso, apoyado en su bastoncito, a la hora en que el sol tibio sonreía entre las enredaderas, cogía de su estante el viejo y grueso libro, salía paso a paso, tendía el infolio sobre la mesilla del corredor, arrastraba su butaca y pesadamente se sentaba a mirar y remirar por milésima vez aquellas páginas recias y amarillas de la edición de Hornero que le donaron sus mayores. •—Mira, hija, acércate —decía el anciano—. Ustedes las mujeres no conocen estas cosas y es preciso que las conozcan. Sonreía compasivamente a estas palabras una, joven señora, vestida con un amplio matine de seda malva, anchas mangas y escote bajo, que con estambre tejía unos diminutos zapatos de nene. ■—Ustedes las mujeres no saben nada de estas cosas —proseguía el anciano—. ¡ Qué van a saber ustedes ni de griego ni de latín, si ni en castellano conocen ustedes estos libros! Mira, hija, mira siquiera los monitos, como los muchachos... Y el anciano hojeaba el libro con el desplante de un escriba. —¡Eso! ¡Aquí está Héctor! ¡Míralo. . . ! ¡Qué grandioso! ¡Qué silueta de héroe, carambas... ! ¿Sabes qué representa esta lámina? Es Héctor abriendo las puertas de Troya y saliendo a la guerra al frente de sus jóvenes soldados... ! ¡ Este Hornero es un bárbaro: si parece que nos mete a Héctor dentro del alma... ! Y el anciano se restregaba los ojos humedecidos, con los dedos temblorosos. 42
—¿Y sabes por qué Héctor se lanza al combate? Porque su padre no ha querido lanzarse, a pesar del mensaje de Júpiter traído por Iris... Espera: déjame encontrar ese pasaje... Aquí está: Iris, en nombre de Júpiter, reprende a Príamo, y le dice: "¡Oh, Príamo, ¿cómo es que encuentras delicioso perder el tiempo en discursos inútiles, como si estuvieras en plena paz, mientras allá afuera se prepara un combate contra tí?" Pero Príamo no oye, a él le sienta bien su paz. . . Iris se indigna, le abandona y acude al hijo, diciéndole: "¡Héctor! ¡Es ahora contigo con quien debo hablar!" Y aquí está Héctor, resuelto, magnífico, ansioso de cumplir la misión que olvidó su padre, la misión de luchar, de vencer, para librar a Troya de los griegos, sus enemigos eternos, que eran muchos, muchos, "como las hojas de los árboles, como las arenas del mar. .." El anciano, con la nobleza de un profeta, hundía su mirada en ¡a figura palpitante.. . Mas al ver que a la joven dama, interesada en su estambre, no le importaban un comino todas aquellas zarandajas épicas: —Pero, ¡por Dios hija! —proseguía indignado—; si tú no sientes, si tú no tienes vida. .. Yo hubiera querido que tú fueras una Madame Dacier, que tradujo a Hornero allá en tiempo de Luis XIV; pero, ¡nada!, tú no saliste más que una Soledad, Soledad a secas... —Soledad Martínez de los Ríos ■—respondió la joven señora, recalcando graciosamente las palabras. —Gomo quien dice, Soledad Pañales y Pañales... ¡ A ver! ¿ Qué otras cosas sabes hacer... ? En fin, eres mujer de tu marido que tampoco sabe hacer más que chorizos y chorizos, para llenar de tlacos este costalito del hogar doméstico, al que todos le abrimos un agujero. .. A mí me mata esa prosa, por eso busco el ideal... ¡Héctor...! ¡Ah! ¡Este Héctor me encanta! De que yo era chiquillo, por él me volvía loco... No se te olvide, ¿eh?, hija, lo que te he dicho: si ese niño, ¡ése!, resulta varoncito, no se le pone otro nombre que el de HÉCTOR, que es el nombre que le escogió su abuelo con medio siglo de anticipación... !
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Un día el canastillo de la criatura esperada estuvo colmado y repleto de pañales, fajeros, gorritas, pañuelitos y de todos esos delicados y perfumados atavíos en que suelen nuestras madres envolver nuestra incipiente humanidad. Por la tarde llegó el de los chorizos en un coche, con una señora peinada de copete con peinetas de carey. Esta señora se plantó como de casa, con un delantal blanco, y comenzó a trafagar confianzudamente por cocina y por alcoba. El abuelo esa noche no durmió. Pasó las horas tumbado en la cama, pero con los ojos abiertos, como liebre... Hasta que percibió algo inusitado: carreras, ayes, aspavientos... Entonces se incorporó, luego sentóse al borde de la cama anhelante, tembloroso, y ahí quedó una buena pieza de tiempo, aprestando el oído y escuchando, escuchando. Y su oído de micrófono sorprendió el aleteo de un ángel que descendía del cielo, agitando suavemente las madreselvas del corredor y colándose por las rendijas de la puerta de la alcoba, para depositar en los brazos de su hija un nuevo ser humano, fino como la seda, suave como la pluma, rico y hermoso como un don de Dios... ¡Sí! ¡Ya estaba ahí.. . ! Y el abuelo sintió un dulcísimo calofrío al oír, primero muy suave, luego clara y abierta, pero siempre dulce y amorosa la primera canción de todo ser humano que viene a este mundo: el llanto. Toda la nueva vida que en aquel cuerpecito bullía, la sintió el abuelo dentro de sí mismo. Y se alzó, como movido por un resorte... —¡Es hombre! —gritóle el yerno abriendo de golpe la puerta. —¡ Héctor! —clamó el abuelo, rompiendo a llorar de alegría, y entró a la alcoba de su hija con los brazos en alto, aclamando a su héroe. Pasaron los días. El niño fue bautizado, "y se llamó Héctor." El abuelo no consintió en quedarse en casa. Se hizo llevar al bautizo. Ahí estuvo junto a la pila, codeado y estrujado por los chiquillos que pedían el "bolo", pero observando sin pestañear al cura que debía cristianizar el nombre del héroe pagano. Y pasaron muchos soles, y el de primavera encontró de nuevo al abuelo hojeando el libro de las láminas en madera y las pastas de cuero raído. A su lado Soledad, fresca y lozana, nutriendo con la leche de sus pechos la vida de aquel primer hijo. —Óyeme, hija —decía el anciano con acento de noble ambi44
ción—. Yo quiero que Héctor vaya mamando con tu leche la sangre de su abuelo que está saturada del espíritu del Héctor de Hornero. No creas: yo también fui valiente... ¡Ah! Que lo digan los soldados de ese bribón de González Ortega... Sí, me acuerdo muy bien: fue en la pelea pasada, allá cuando Juárez, apoyado por los Estados Unidos, dio las famosas Leyes de Reforma. Sí, por allá por el sesenta y siete... Entraban aquí los liberales de González Ortega, de éste, del de la estatua ecuestre en el Paseo Morelos.. . Yo venía con mi padre. Nos habíamos ido a confesar al Convento de Agustinos. De ahí salimos. Mi padre no era conservador, aunque todos sus amigos lo eran, y no lo era, sólo porque no le gustaban los franceses. Menos era liberal, porque los liberales venían haciendo atrocidades, y eran todos enemigos de la Iglesia... Pero, eso sí, mi padre era católico hasta los tuétanos. Todas las noches rezábamos el rosario, y leíamos el Año Cristiano y La Cruz. .. Aquella vez, te digo, oímos un tropel en el convento. Eran los liberales que entraban a buscar los vasos sagrados... ¡ Pshe! González Ortega había hecho lo mismo ya en Durango. El Padre Prior estaba en su celda, cogió la llave del depósito, y les dijo: "Esta es la llave; pero primero me matan a mí." Ellos se enfurecieron, lo cogieron a empellones y lo sacaron arrastrando hasta la calle... Mi padre y yo estábamos ahí. El, sin vacilar, corrió hacia el grupo, y con su garrote, un grueso garrote de roble, dio un golpe con toda su alma en la cabeza de uno de aquellos infames. Ese soltó al Padre Prior, y cayó desmayado. Al ver esto los demás, soltaron al Prior y se enfrentaron con mi padre. Unos cuantos disparos tronaron a medio metro de mí. Yo también disparé. Quedamos envueltos en una nube de humo. En aquel momento un clarín sonó por la esquina donde ahora está el teatro. "¡El enemigo!" ■—gritaron aquellos hombres—, y huyeron despavoridos... A uno de ellos se le reventó la cadenilla del cinto, y dejó tirada su espada. Yo la recogí. Esa espada es mi trofeo y es mi reliquia; por eso la conservo ahí en mi cabecera, junto al Santo Cristo... Y al contar, sin que nadie se la preguntara, esa historia tan sencilla y tan heroica, en que en unas cuantas frases se recopilaba la historia de la Guerra de Reforma, el anciano se enjugaba silenciosamente unas gruesas lágrimas, mientras Soledad, atenta 45
y conmovida, acariciaba dulcemente a su hijo que bebía con fruición aquella rica leche del cuerpo y del espíritu. Más años pasaron. El nieto daba los primeros pasos del regazo de Soledad a las rodillas del abuelo. Ya el sol de invierno, reflejándose oblicuo sobre las láminas de Hornero, acariciaba los dos rostros de aquellos seres que marcaban los dos extremos de una vida henchida, sana y generosa. Héctor conocía ya muy bien al héroe favorito de su abuelo. Llamábale su tocayo. Aquellas láminas estaban ya esculpidas en su alma virgen de rapaz. Por los barrotes de la butaca trepábase el chiquillo hasta sentarse en las rodillas del anciano, y con el dedito sonrosado le señalaba los diversos actores que en la majestuosa epopeya aparecían. A veces el chiquillo, en un arranque de temprano heroísmo, bajaba de las piernas del abuelo, cogía un palillo de silla vieja, y encendido y jadeante, golpeaba pilares y macetones, gritando en su infantil media lengua: —¡ Yo soy Hétol. .. ! ¡ Viva Tloya. .. ! El anciano sonreía. El alma del héroe troyano se iba plasmando, a su vez en aquella alma viviente, que volvía victoriosa al trono de la ternura senil a seguir escuchando la explicación de las láminas. Un día en que, como de costumbre, contemplaban nieto y abuelo las viejas ilustraciones, apareció ante los ojos de ambos la de aquella escena que narra Hornero en el Canto XII de la Ilíada. Héctor y Polydamas, al frente de brava y escogida juventud troyana, contemplaban en el cielo un símbolo terriblemente grandioso: un águila, el ave de Júpiter, que vuela por los aires llevando entre sus garras una serpiente... Apenas alisada por la mano del abuelo la rugosa página, el niño dio sobre el libro una palmada de triunfo y gritó: —¡El águila mejicana! En seguida, con acento de seria investigación, pregunta: •—Abuelito, ¿pues qué, Hétol mi tocayo ela mejicano? Estas palabras fueron contestadas con un beso y un suspiro. —El águila mejicana es como esa águila... pero los mejicanos no somos como Héctor —respondió el abuelo. 46
5° Regimiento del Sur de Jahsco al mando del General cnstero VIGENTE CUEVA (mareado con una cruz) frente a éste se halla el Gral ENRIQUF GOROSTIETA
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combate, en Los Altos, /ai.
El General cristero JESÚS DEGOLLADO GUÍZAR, en el campamento La Mora, Cocula, Jal.
Y luego, filosofando, fuera ya de la comprensión del niño, con tinuó con un acento de extraño dolor: —Estamos en paz, sí, estamos en paz; los buenos, los honrados, estamos en paz, como siempre, pero ellos nos preparan la guerra, y nosotros nos hemos puesto en sus manos... Sacudió en seguida la cabeza, como quien corrige una palabra importuna, y estrechando al niño, le dice: —Héctor, ¿qué quieres ser cuando seas grande? Sorprendido el niño, miró un momento a su abuelo; después, como dando forma a un pensamiento difícil, respondió: —¿Yo?... ¡que me pinten en este libro! —¡Bravo! —concluyó el abuelo. Y abrazó de nuevo al pequeñín con todas sus fuerzas.
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V I PROSA VIL PERO AL CORRER DE LOS AÑOS, todos aquellos sueños de epopeya se los llevó el diablo. A los pocos meses de los narrados besuqueos, murió el abuelo. Años más tarde, allá por las fiestas del Centenario de la Independencia, en 1910, murió el esposo de Soledad. Y ni ella, viuda, ni Héctor, huérfano, volvieron a pensar en Hornero. Héctor fue zambutido por un su tío en una escuela laica, que no era tan de lo peor, pues tenía el atenuante de que la mujer del Director iba a misa... Soledad repartió su tiempo entre los pleitos inútiles con el rico Soberón, que le robó la mitad de la herencia de su marido, y los pleitos con Héctor, que inquieto y travieso, no podía soportar en paz y juicio ni la hora del Catecismo los domingos, ni la hora del rosario todas las noches. Poco a poco, la tumultuosa infancia de Héctor fue afortunadamente entrando en sosiego. Aquellos perdularios que trataba en la escuela, sobre todo aquel Pedro Téllez, que llegó después a Coronel "Pelotes", bien conocido ya del lector, le comenzaron a repugnar. Un innato buen' sentido le hacía sentir que su inocencia de niño iba siendo fatalmente disipada por las crudas revelaciones de aquellos perversos, en medio de un ambiente sin defensa. Porque en aquella escuela no había, no podía haber contravenenos: si hasta el mismo maestro, al decir de los muchachos, era también muy jugao. Entre las nieblas de su corta edad, Héctor intuyó distintamente dos caminos que se abrían ante él: uno era el que seguían aquellos callejeros, Pelotes y compañía; otro era el que 48
le insinuaba el corazón de su madre cristianísima. Y comprendió que su delicadeza le imponía este segundo. Por eso un día en que el maestro no había asistido a la escuela y en que los muchachos habían pasado la tarde de su cuenta y riesgo, Héctor, al volver a casa, apenas cerró la puerta, sintió un nudo en la garganta, y al mirar a su madre dulce, bella y serena como nunca la había visto, rompió en llanto y se arrojó en sus brazos, y con la voz entrecortada, como miedoso, como indignado: —¡Mamacita del alma! —exclamó—; Pedro Téllez me ha enseñado una cosa que yo no sabía... La madre lo comprendió todo. Y lloró con él unas lágrimas mil veces más ardientes. Al día siguiente madre e hijo comulgaron juntos. Y Héctor no volvió a poner el pie en aquella escuela maldita. Desde ese momento, Soledad se propuso hacer de su hijo, entonces de once años, un hombre completo y digno ante Dios y ante los hombres. Un prodigioso esfuerzo personal, bebido en los ejemplos de aquella misma santa mujer, normalizó en Héctor al niño e instruyó en Héctor al joven, sosteniéndolo diestramente en esta rara constancia, la rienda de un austero y sabio director de conciencia que su madre le escogió entre los profesores del Seminario. Tuvo Héctor repugnancia por los hombres mediocres. Alentado en su espíritu por aquel bendito confesor, sintió en el fondo de su alma un generoso y sincero anhelo de ser algo grande, inmensamente grande, ante su madre, ante su director, ante el mundo, ante Dios. ¡ No era soberbia! Era la santa ambición que no conocieron nunca las almas pigmeas. Desgraciadamente, la escasa hacienda de Soledad apresuró para Héctor la hora dé la brega. Soberón, el rico que le había robado la mitad de su herencia, le tiró un mendrugo de caridad ocupando a Héctor en sus oficinas. Ahí tuvo Héctor ocasión de pasar revista a los valores intelectuales y morales de los hombres. Don Enrique Soberón, el jefe, un déspota; Pepe, su hijo, un huevo tibio. Ricos, muy ricos; pero sin alma, sin ideales... Aquel diputadillo chachalaca que iba a platicar todas las tardes y a jugar ajedrez todas las noches, y que en la Cámara dejaba a todos con tamaña boca abierta, no era sino un pobre diablo, sin más instrucción que las historietas oficia49
les de Torres Quintero, y los descomunales discursos que había oído en Querétaro, amenizados con balazos, cuando el famoso Congreso Constituyente en 1917. Sólo dos hombres le satisfacían en aquel despacho: don Luis, el maduro y honradote tenedor de libros, y Juanillo, el humilde mozo de las bodegas, ambos católicos tan cumplidos como él. La observación de estos diversos tipos, el mismo ideal que de su propia elevación llevaba en el alma, hicieron a Héctor, en vez de descansar de sus diarias faenas, dedicarse tenazmente a una formal obra de cultura de su inteligencia y de su espíritu. Y tanto las tonterías del diputadillo, como las orientaciones de su director, le decidieron a entregarse por completo a la fría observación y atento estudio de la historia de Méjico, cuyos últimos años de villismo y carrancismo le infundían verdadero asco. Dejó a un lado las matemáticas, que eran su diversión favorita, y con el macizo criterio que se había formado con la lectura del inmortal Balmes y del famoso Augusto Nicolás, se entró de lleno por la oscura maleza del Méjico de los tiempos idos... El estudio le apasionó. Lo primero que descubrió fue que la historia de Méjico estaba aún por escribirse. Noches enteras, sin embargo, se pasó leyendo y releyendo historias oficiales, en las que la juventud liberal comulga con tantas ruedas de molino, que a Héctor no tardaron en chocarle. Pero sobre esas mismas mentiras como montañas, algo observó de más interés en dichas publicaciones. En todas ellas encontraba un vaho de anticatolicismo, que tomaba cuerpo, transformándose en nubes de incienso que convergían para formar un sahumerio único, constante, ante la figura de un héroe tipo, de un héroe símbolo: Juárez. ¿Y cómo iba a negársele el humazo, si su obra inconmensurable, que había cimentado, al decir de aquellos escritores, el progreso de Méjico, estaba sintetizada en las gloriosas Leyes de Reforma, incorporadas a la Constitución el año de 1873? ¿Y qué eran aquellas famosas Leyes de Reforma que formaban el sumo timbre de gloria de aquel hombre? Héctor investigó. Aquellas leyes eran sencillamente la ruptura oficial definitiva con la Iglesia Católica que había civilizado a Méjico, la supresión de las órdenes religiosas que habían redimido al indio, la laicización completa de la vida nacional, desde la cuna hasta el sepulcro de cada uno de los ciudadanos, y la ocupación rapaz de todos los 50
bienes que de la gratitud popular había recibido la Iglesia durante siglos de infatigable labor. En cuanto al período posterior, un día lo oyó exponer con maravillosa exactitud a un muchacho de la Juventud Católica. Mitigado el paroxismo clerófobo, la Iglesia de Méjico humildemente había recogido en el orden económico, el hueso roído que le tirara el héroe del Partido Liberal. Más tarde don Porfirio Díaz guardaba en la vaina las famosas leyes que él mismo reconoció opuestas al interés del pueblo mejicano, y logró ilusionar a los católicos con una menguada tolerancia y disimulo de aquella ley inicua, en lo que tenía de menos importante: el hábito eclesiástico en las montañas, los repiques de campanas en las ciudades. ¿La historia contemporánea? Esa no se estudiaba: se veía. Don Francisco I. Madero derrumbaba en 1911 al coloso y democratizaba la administración. Concedida la libertad cívica, los católicos formaban parte del Gobierno y entraban a las Cámaras, con gran escándalo del elemento fósil. Después, el diluvio: el asesinato de Madero, y el levantamiento de Carranza, en 1913, dizque para vengar la muerte de aquél. Fue este el momento en que la revolución, ya abiertamente socialista, renovó las violencias antirreligiosas del tiempo de Juárez. Los recuerdos de Héctor iban siendo más recientes. Fresca estaba en su memoria aquella mañana en que las iglesias de Zacatecas fueron cerradas, aquella tarde en que los Hermanos de las Escuelas Cristianas fueron asesinados. ¡Sí! Le parecía verlo todavía. Ahí en la Plaza de la Independencia, a dos pasos de su casa, fueron quemados públicamente los confesonarios, y saqueados los colegios católicos, y desterrado el Obispo, y el Seminario ocupado como cuartel, tal como estaba sucediendo en toda la república, sin que el mundo se diera cuenta, entretenido ya como estaba con la guerra europea. Aquella era la palpitante verdad. Catorce millones de mejicanos pacíficos, cristianísimos, laboriosos, temblaban de pavor frente a treinta o cuarenta mil forajidos, dirigidos por líderes radicales y azuzados por los Estados Unidos... Mas no fue lo más grave el paso de aquella ola de saíngre y fuego. Lo gravísimo fue que en medio del desolado Hacéldama, los más exaltados revolucionarios se reunían, convocados por el Primer Jefe de la Revolución, y el 5 de febrero de 1917 firmaban 51
en Querétaro una nueva desapoderada Constitución Política, en que elevaban a la categoría de Ley todas las violencias y todos los despojos que se habían cometido en aquellos tres años aciagos. Héctor creía oír todavía los furiosos repiques y salvas de cañón con que el Gobierno Revolucionario celebraba la promulgación de aquella sentencia de muerte. Recordaba perfectamente cómo la gente honrada, esto era, los campesinos, los empleados, su madre, habían temblado al oír en la esquina de la Catedral la lectura de aquellos artículos que renovaban e intensificaban en grado inhumano todo el anticatolicismo de las Leyes de Reforma. Las Leyes de Reforma, en efecto, habían despojado a la Iglesia de todos sus bienes; pero le habían dejado un metro cúbico de aire para respirar. Esta nueva ley, en cambio, cogía a la Iglesia por el cuello y le clavaba en el rostro una mascarilla de gases asfixiantes. ¡ Y qué menguado el consuelo que quedaba a algunas pobres gentes! En Méjico, decían, las leyes nunca se exigen y nunca se cumplen. . . Y en verdad, que casi iba siendo así. Carranza subió al poder y, desde esa altura, hasta llegó a iniciar la reforma de sus propias leyes. Pero asesinado a tiempo por Obregón, uno de sus ministros, este Obregón, elegido por las pistolas de sus generales, subió a la presidencia, y quizá por faltarle la energía de su brazo derecho (que su ex íntimo Pancho Villa se lo había tumbado con una bala de cañón), prefirió dejar las leyes como una fiera agazapada. Bien amaestrada, por cierto, estaba la tal fierecilla, que solía hacer por los diversos Estados de la república sus sangrientas correrías con regular método y frecuencia, llegando a bien sacar la tripa del mal año, bajo la dirección de un Garrido en Tabasco, de un Diéguez en Jalisco, de un Múgica en Michoacán, de un Castro en Durango y de un Calles (apenas gobernador) en Sonora, sin contar "las mujeres y los niños", los peccata minuta de cada cacique de ranchería. ¡ Qué dulces hubieran sido para Héctor las horas del hogar pasadas al lado de su madre, si este espectáculo de bajezas, renovado continuamente, no hiriera a diario su retina! ¡ Cuántos proyectos de mejoramiento económico hubiera realizado, si no vi52
niera cada día a estropearle la vida un nuevo episodio tiránico, que hacía suspirar a su madre, y a él crispar los puños en un gesto de indignación impotente... ! Así pasaban, monótonos y penosos, sus días, sus semanas y sus meses, entre el cansancio del trabajo y los horribles descubrimientos de su estudiosa investigación, en tanto que la hoguera revolucionaria seguía calcinando, dueña y señora, las reliquias de la osamenta de la patria...
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VII EL FUEGO SAGRADO E N RESULTADO DE SU ESTUDIO y observación, Héctor había precisado perfectamente sus ideas. En Méjico se distinguían claramente dos elementos: un pueblo entero, laborioso, abnegado, pacífico, bueno, que representaba la fuerza viva y productora en todo lo largo y todo lo ancho del país, y que sentía su mayor orgullo en declararse sincera y profundamente católico; su anhelo único: cantar a su Dios y a su Virgen de Guadalupe, y trabajar en paz para sus hijos. El otro elemento, una vil minoría ambiciosa y audaz, cruel y asesina, que apoyada en las bayonetas, ocupaba el poder, fustigaba a la mayoría pacífica, le exprimía con tributos y exacciones y le vilipendiaba por su catolicismo. El pobre pueblo, desde el labriego oscuro hasta el distinguido abogado, tenía la conciencia de su supremacía moral e intelectual; pero se sentía físicamente •débil: una pluma frente a una espada, un huarache bajo una bota militar. Para aquella minoría bastarda, el sacerdote era el monstruo horrendo. Para el pueblo todo, era el personaje más amado. El joven profesionista culto de las ciudades, le besaba la mano; el anciano campesino le besaba cariñosamente los pies... ¡ Y nunca pueblo ninguno amó hasta el sacrificio a sus expoliadores! ¡ Por eso, a pesar del fango que le arrojaba el criterio oficial, el sacerdote mejicano, confiado en el espontáneo sentimiento de su pueblo, levantaba la frente con la majestad del Cáucaso... ! Tal era el ambiente psicológico en que bogaba habitualmente el espíritu de Héctor, cuando una noche entró en casa y sentóse a la mesa con marcadas muestras de alborozo. —Mamacita —dijo a Soledad, que se acercaba con las sabrosas viandas de la cocina mejicana—, te voy a leer una noticia que te 54
va a gustar mucho. Quiera Dios que estos hombres estén de veras dispuestos a entrar ya en razón. Y desplegando uno de los grandes diarios que distinguen a Méjico, leyó los reportazgos de la bellísima jornada de la Montaña de Cristo Rey. Era el 11 de enero de 1923. En el centro geográfico de la República mejicana se había de levantar un monumento, el más grande del mundo, en honor de Cristo. Aquel día el Delegado Apostólico de Su Santidad Pío XI bendecía la primera piedra. Más de ochenta mil mejicanos, ricos y pobres, habían pasado la noche sobre la roca dura de la montaña, base gigante de monumento soberbio. Al filo del alba, al primer rayo del sol, el anciano Obispo de León, gran filósofo y literato y mejor padre y pastor, alzaba sus brazos en la cumbre y prorrumpía en un grito que por vez primera resonaba en la historia de la Iglesia: ■—¡Viva Cristo Rey! Ochenta mil mejicanos cayeron de rodillas entre las malezas y las peñas de la montaña. Aquel grito sagrado fue resonando y repercutiendo, acompañado de sollozos, y reproduciéndose de montaña en montaña... Era el grito del Méjico Católico. Héctor leía conmovido. Soledad le escuchaba con los ojos llenos de lágrimas. Ambos soñaron un momento con una redención inesperada. Habíanse levantado de la mesa. En el risueño corredor comentaban entusiasmados la grandiosa escena que, celebrada a ciencia y paciencia del Gobierno perseguidor, daba la ilusión de una especie de conversión constantina, cuando de pronto la voz atiplada y penetrante de un papelero que voceaba una hoja provinciana, hizo llegar a sus oídos estas palabras inesperadas: —¡¡La expulsión del Delegado Apostólico!! ¡¡La aprehensión de los Obispos mejicanos!! ¡ Cinco centavos! ¡ La expulsión del...! Salió corriendo Héctor y volvió con la hoja. Y ambos la devoraron. ¡Estaba claro! ¡La fiera había dado un zarpazo clásico! "El Presidente de la República, General Alvaro Obregón, ha ordenado la expulsión inmediata del Delegado Apostólico Mons. Filippi y el enjuiciamiento de los obispos mejicanos, por haber tomado parte en una ceremonia de culto externo prohibido por la Ley". 55
Héctor y su madre guardaron profundísimo silencio, cual si sintieran en sus propios pechos la mancha de una suprema vergüenza. Botó Héctor el periódico y permaneció de pie, inmóvil, rígido. La vivísima luz del globo eléctrico iluminaba su juvenil frente, delicadamente morena, y se hundía deliciosamente en sus recios cabellos negros. Apoyada la mano derecha en el costado, oprimiendo con el puño izquierdo crispado sus labios contraídos, presentaba Héctor la imagen bravia del hombre de carácter que sólo se detiene para pensar y que una vez que ha pensado no conoce sino esta palabra: ¡ adelante! En unos cuantos segundos, Héctor, petrificado como una cariátide sublime, vio como en una pantalla que aquel acto famoso penado por la ley había sido el acto del ingenuo regocijo, el más gozoso y aplaudido por ochenta mil mejicanos hambrientos de paz y de consuelo; vio que aquellos hombres, cuyo gozo era ahogado por el sátrapa, representaban la vida sana y robusta de Méjico y consideró que aquella gente de bronce, forjada en el trabajo duro y en las penas hondas, había dejado el lecho del caliente hogar por pernoctar bajo el relente de la noche montañesa, en un agasajo al Cristo. Y Héctor vio algo más: en su rápida contemplación Héctor intuyó una precioza fuerza oculta latente en el recio temperamento de aquel pueblo tan bueno y tan cristianóte, que merecía mejor ser tratado como linaje real y no como cadena infinita de galeotes. Héctor quedó suspenso un buen rato, sacudido internamente por aquel tropel de ideas y de visiones que hervían en su cerebro. De pronto, bajó el puño con energía y levantó la cabeza con altivez magnífica. Sus vivos ojos castaños brillaron como relámpagos... Soledad lo contempló y se sintió orgullosa de él. En aquel Héctor erguido, arrogantemente bello, como una estatua griega, se encendía el primer chispazo de una idea inefable: la idea de una reconquista sublime, en nornbre de la gente honrada... ¿Era aquélla una idea santa? ¿Era aquélla una idea sacrilega?... Héctor no se respondió a sí mismo. Pero Soledad, al mirarlo en tan gallarda apostura, evocó otra escena grandilocuente en que se delineaba la figura de un anciano que en la misma mesilla del corredor abría un viejo libro de epopeyas. .. ¡Héctor, el defensor de Troya, estaba ahí! ¡Ella misma lo había nutrido con la leche cristiana de sus pechos! ...
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VIII LOS IRREDENTOS Los N E G O C IO S D E S O B E R O N marchan viento en popa. Las continuas crisis de la República no afectan en nada el trajín de sus bodegas, que se llenan y vacían, y vuelven a llenarse y a vaciarse sin cesar de sacos de cereales, de cajas de jabón y de petróleo, de tercios de azúcar, de bultos de café. Los negocios van de lo mejor: todo el producto y el consumo de la región pasa necesariamente por aquellos antros en donde Soberón es rey, dejando su reguero de pingües ganancias en las cajas del patrón y sus huellas de sudor en las frentes de empleados y sirvientes. La maravillosa adaptabilidad de este coloso del comercio le ha permitido sacar el cuerpo a los disparos que de todas partes matan el comercio y la industria. Y ha sido tan astuto y sagaz, que ni el Recaudador de contribuciones lo exprime, ni los exorbitantes fletes ferrocarrileros lo desmejoran, antes lleva estrechas y ruidosas relaciones con diputados, generales y efcnpinados empleados del Gobierno federal. Es el único comerciante que en la ciudad de Zacatecas se ríe de la miseria y ruina económica de la República. En medio del círculo de sus amigos revolucionarios, todos picados de la araña de una redención proletaria, Soberón, gordo y mofletudo, representa el prototipo del capitalista ultraindividuaJista, que ha sobrevivido en todo Méjico, a pesar de los pesares de una revolución turbulentamente socialista. Mas no todo es satisfacción en aquel establecimiento boyante. Una cajerita seria, delgada, paliducha, Carmelita, la hija de don Luis el contador, se ha aceicado a la oficina y desde la puerta ha hecho una señal a Héctor, el más guapo y más popular de los empleados de Soberón. Héctor dejó la pluma y acercóse a su vez a Carmelita.
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Díjole ésta algunas palabras en voz baja y ambos salieron del despacho. Cruzaron el departamento de servicio al menudeo, pasaron una trastienda, luego un patio, y entraron, por fin, en una oscura y larga bodega, en que las trincheras de bultos apenas dejaban un angosto pasillo para caminar. Allá en el fondo, tras una horrible mampara de manta y madera tirada en el suelo sobre unos sacos vacíos y envuelta en un sarape, se adivinaba, mejor que se veía, una figura humana. Arrodillóse la muchacha, Héctor encendió una linterna eléctrica de bolsillo y la muchacha descubrió una frente encendida y sudorosa. Tocóla con su mano y dijo: ■—¡Está ardiendo! A estas palabras contestó la voz de un niño de trece años: —Ahorita me voy a levantar. Si nomás que ya no aguantaba y por eso me acosté. —No, Juanillo —respondió dulcemente la cajera—. No te levantes. Te vamos a mandar a la casa, porque estás malo. Tienes calentura. —Pero yo no quiero ir a casa del patrón. Mejor aquí me quedo. ■—Entonces te vas a mi casa —respondieron exactamente a la vez la cajera y Héctor. •—Me voy con don Héctor —dijo el chiquillo lánguidamente. —Déjelo que se vaya a mi casa, Carmelita —dijo Héctor a la caritativa muchacha. Acto continuo, entre Carmelita y Héctor levantaron al chico, lo enrollaron perfectamente con el sarape, cubriéndole hasta la cabeza, y Héctor, con un vigoroso esfuerzo, se lo echó al hombro, salió al patiecillo y al primer cargador que a mano encontró le entregó el bulto diciéndole: —Llévate a este pobre muchacho a mi casa. Dile a mi mamá que lo mando yo. Volvieron Héctor y la cajera a sus puestos, y siguieron tranquilos sus tareas. Era aquel niño el gracioso mocito de las bodegas. Hijo de un honrado campesino del pueblo de Paracho, del Estado de Michoacán; su padre lo había puesto al servicio de la señora de Soberón, bajo la promesa de que ésta "se lo echaría a la escuela y se arriendaría mientras estuviera cachorrito". Como el chico resultó laborioso como una hormiga y fiel 58
como un perro, gustó más la señora de ocuparlo en faenas domésticas de casa grande, y el viejo Soberón no tardó en llevarlo a contar salidas y entradas de bultos en las bodegas. La propia laboriosidad del niño y el comodismo de los patrones fueron haciendo de él un esclavo, pegado al servicio de día y de noche, durmiendo en mal jergón en casa de sus jefes, barriendo muy temprano la calle, comiendo como perro en un rincón de la cocina, y luego, para variar, trafagueando en las bodegas, haciendo mandados y cargando con frecuencia cajas y bultos de mercancías que, superando evidentemente a sus fuerzas, estropeaban su salud. Terminaba todos los días su faena aquella víctima, haciendo la guardia en el zaguán, esperando a las niñas que vinieran del cine, o al niño Pepe, que solía venir de más lejos. .. La última noche, como todas, Juanillo se había dormido en su jonuco. A media noche una criada lo despertó. El niño Pepe estaba llamando a la puerta. Juanillo se sentía medio destemplado. Salió a abrir. Llovía. Hacía mucho viento. El niño Pepe venía algo de malas. Juanillo volvió a acostarse. Sintió mucho frío. Le castañeteaban los dientes. Ya no pudo dormir. Temprano se levantó y barrió la calle, como de costumbre. No tuvo ganas de desayunarse. La señora no supo nada. Él se fue a la bodega. La cabeza comenzó a dolerle. Luego más y más. Se sintió muy atontado. Y buscó tras las trincheras de sacos un rinconcito. Ahí le habían encontrado sus amigos Carmelita y don Héctor, ¡ el bueno de don Héctor! Esta historia escuchó Soledad, la madre de Héctor, junto a la camita que dispuso para Juanillo. La terrible gripe se declaró en aquel pobre cuerpecillo. Héctor avisó al patrón y el patrón convino en que se llamara al médico. La señora de Soberón se quitó un gran peso de encima, según dijo, pues no sabía qué había pasado con Juanillo. Descansó cuando supo que Héctor lo había llevado a su casa. Después, llena de misericordia, mandó a una criada que fuera a visitar a Juanillo, le llevara su sarapito y un peso para sus medicinas. Y nomás. Soberón mandó que un dependiente sustituyera a Juanillo en las bodegas. Y fue todo. Claro está que ni el médico publicó boletín, ni las notas de sociedad dijeron una palabra sobre la enfermedad de Juanillo. Ésta, sin embargo, no quedó del todo encerrada en el estuche de sus cuatro paredes. La criada del sarapito contó a una su coma59
dre que "Juanillo estaba con los ojos como tomates y los pelos de punta, suda y suda." Y cuando la compasión entraba entre la gente del pueblo, súpose de pronto en público que el médico y el boticario habían mandado la cuenta de los gastos a Soberón y que éste, descaradamente, se había negado a pagar, diciendo que él no había llamado a ningún médico; que Héctor estaba dispuesto a pagar, pero que entre todos los empleados se repartieron la deuda y la pagaron. Coincidiendo con estos acontecimientos, merodeaba a la sazón por aquellos rumbos un agente y propagandista de los Sindicatos Socialistas del Ministro Morones. Este agente, al conocer el episodio de Juanillo e investigar, para mayor éxito, que el chiquillo estaba sindicalizado y que su padre también lo estaba allá, en BU pueblo, se frotó las manos de gusto, augurándose un ruidoso pleito contra Soberón, que le valdría gran popularidad entre los proletarios y gran estima ante Morones. Así se explica que un día de aquellos recibiera Soberón en sus propias manos un tremendo oficio del Jefe local de Industria y Trabajo, en el que se le hacían muchos cargos, y, en resumidas cuentas, se le exigía pagar al menor de edad Juan Anzures cincuenta pesos por médico y medicinas gastados durante su "enfermedad profesional", más trescientos pesos por salarios no cubiertos, a razón de un peso diario; ¡más quinientos pesos de multa por emplear en trabajos duros a un menor de edad! Y para cualquier réplica se le citaba ante la Junta de Conciliación y Arbitraje. —¡No faltaba más! —rugió Soberón enfurecido—. ¡Ochocientos cincuenta pesos por un mocoso...! ¡No faltaba más! ¡Yo no pago eso... ! ¡ No pago... ! ¡ ¡ No pago!! Y comenzó a pasearse a zancazos por el pasillo del despacho. Un poco más amansado, se acercó a su ecuánime contador, al buenísimo y honradísimo contador. —Imagínese, don Luis... —le dice—. ¡ Ochocientos cincuenta pesos... ! Tomó don Luis en sus manos el oficio, lo leyó, y cuando hubo terminado, le pregunta Soberón: ■—¿Qué le parece? Y con grande asombro oye que el piadoso de don Luis le res ponde : 60
—En lo de la multa, no me meto; pero que Juanillo tiene derecho a su salario y a sus medicinas, de eso no me cabe duda. —¡Cómo! —exclamó el patrón más encendido que un cohete—■. ¿Con ésas me sale usted? ¿Y usted se confiesa? —Sí, señor —respondió pacíficamente don Luis—. Yo me confieso. Pero no sólo me confieso; también asisto al Círculo de Estudios Sociales León XIII y soy de la Junta de Acción Social. Por eso salgo con ésas... —¡Ah! ¿De modo que ustedes son tan revolucionarios como éstos? ■—No, señor; pero sí defendemos la justicia para los pobres. —Pues ahora sí —dijo burlescamente Soberón—; ustedes resultan peores que Morones. ¡ Dios nos libre de salir de Guatemala, porque entramos en Guatepeor. .. ! Pues no pago. Primero les unto la mano a todos los de Industria y Trabajo antes que sentar ese precedente. Sonrió don Luis y le dijo: —Pues le hacemos huelga, don Carlos. —¡Cómo! ¿También las huelgas aprueban ustedes? -—Algunas veces sí, cuando no queda otro remedio. —¡ Ah, qué don Luis! ¿Y quiénes me hacen esa huelga? —¡Todos! ■—respondió don Luis—. Todos estamos sindicalizados. Hasta su cocinera... Echólo todo a broma don Carlos y dejó al contador en paz. Y no tuvo remedio. Aquella misma noche fue el patrón en persona a pelearse con los de la Junta de Conciliación y Arbitraje. Pero dio coces contra el aguijón: el agente de Morones sostuvo su punto de vista con la Constitución y la ley del Trabajo. Por fin, después de muchos alegatos, se convino en anular la multa y hacer alguna reducción a la suma del salario de Juanillo. Y don Carlos aceptó como transacción la obligación de cien pesos que debían llegar a la manos del chiquillo, y que él entregó ahí mismo a los amigos de la Junta. Al día siguiente se presentó el agente de Industria y Trabajo, acompañado de un munícipe, a la casa de Héctor, en donde estaba Juanillo. Iban a enderezar el entuerto, llevando los cien pesos envueltos todavía en una cuarta de pellejo de Soberón. Héctor y don Luis asistieron como testigos. Se preparó un acta. 61
Cualquiera diría que aquéllos eran un modelo de redentores del proletariado. Para hacer constar que Juanillo estaba sindicalizado, pidieron su tarjeta de adhesión. Juanillo dijo que estaba en una cajita junto con sus boletos del Catecismo. El agente frunció la boca. Don Luis sacó la tarjeta y la entregó al agente, y esto fue acabarse el mundo: —Pero, ¿qué es esta porquería? —dijo el agente con estallido de energúmeno, mirando de hito en hito a Juanillo y a don Luis. —Es la tarjeta de adhesión al Sindicato. ■—Pero, ¿qué Sindicato es éste? •—preguntó hecho ascuas. —Es el Sindicato de Empleados de Comercio ■—contestó don Luis—, que forma parte de la Confederación Nacional Católica del Trabajo. Yo soy el Presidente. —Pues ese Sindicato "no vale". —Está conforme en todo a la ley del Trabajo, y tiene su apoyo en la Constitución de la República. —Pero nosotros no lo reconocemos. —Está reconocido por el Municipio. —Pues lo borramos inmediatamente. ¡Y vamonos! Ya no hay nada que hacer aquí. —Pero antes nos pagan el dinero de esa criatura. —'¡No pagamos nada! Nosotros creíamos que se trataba de un Sindicato formal, y nos van saliendo con esta babosada... Don Luis se enderezó, y, rebosante de energía, dijo, por último, al agente: —¡Ah! ¿Conque porque el chiquillo es católico y no es bolchevique, para él no hay justicia? ¿Y la Constitución y la ley del Trabajo se hizo para ustedes? Pues entonces dígannos claro que no tendremos más justicia que la que nos hagamos por nosotros mismos. Y sepa usted, señor agente, que cuando podamos nos la haremos, y haremos la justicia completa, entera, inexorable, contra usted, contra Morones y contra toda la canalla que se ha burlado de nosotros. . . Aquellas palabras sonaron como el chisporroteo de un cirio sagrado e intangible. Héctor, al oír la protesta de don Luis, dio un paso al frente colocándose hombro a hombro con él, las narices dilatadas, el pecho saliente, las manos nerviosamente cogidas por detrás. Juanito quedaba tras ellos recostado en su cama. 62
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Con esa rapidez y habilidad notable en los mejicanos, aun rudos, Juanillo midió el alcance de aquella situación, y pronta y silenciosamente, sin que nadie lo observara, cogió de la mesilla de noche un alto candelera de metal, y alargándose, cogió los dedos de Héctor y metió entre ellos el candelero, que aquellos dedos agarraron con fuerza; en seguida, con la misma rapidez, cogió la botella de las friegas y, envuelto en su manta, se plantó al lado de Héctor. Soledad, que un poco distante presenciaba la escena, palideció, levantó una mirada de congoja a una imagen del Salvador encima de la cual se leía esta inscripción: "El Corazón de Jesús reina en esta casa", y comenzó a murmurar ese trozo evangélico que las mujeres mejicanas llaman la Magnífica. La escena de aquella estancia expresaba en síntesis toda la situación de la República. La majestad de don Luis, en cuyos grandes ojos chispeantes se veía la llama de una honradez sin mancha que se rebela contra una villanía sin nombre, infundió temor en el mequetrefe moronista, quien optó por tragarse su rabia, halar del brazo al munícipe, calarse el sombrero y salir del aposento y de la casa. Héctor, dejando el candelero, tendió los brazos, diciendo: —¡Un abrazo, don Luis! Así debemos ser los católicos. Mientras, Juanillo, mirando de reojo al zaguán, exclamaba, entre rencoroso y triunfal: —¡Diasco de condenados. .. ! ¡Lo que necesitan es que los tope un chivo... ! Los cien pesos se esfumaron... Pero al siguiente día los presidentes de los diversos sindicatos adheridos a la C N. C. T., como en Méjico llaman a la Confederación Nacional Católica del Trabajo, recibieron del Gobierno una circular que decía: "Por orden superior, comunico a usted que ese Sindicato queda borrado de los registros municipales, por no reconocérsele ninguna personalidad. Pues se ha sabido que en él está inmiscuido el clero, que ha sido siempre el enemigo de las instituciones y de la redención del proletariado. "Zacatecas... de 1924". 63 H6
Guando don Luis mostró a Héctor el resultado final de aquella famosa jornada reivindicadora, Héctor sonrió con un hondo dejo de amargura y con acento de profunda convicción: —Lo que usted dijo, don Luis ■—exclamó—■: no puede haber más justicia que la que nos hagamos nosotros mismos. —Lo que dijo Juanillo, don Héctor •—respondió maliciosamente don Luis—: éstos lo que necesitan es que los tope un chivo.. . Y acercándose al oído de Héctor, añadió casi en secreto: —¡ Pero hasta ahora no han topado más que con gallinas... !
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IX CIELO Y MONTAÑA J UANILLO NO VOLVIÓ a la casa de Soberón, para ahorrarle al mismo los gastos de una pateadura. Quedó lisa y llanamente al servicio de Héctor y de su madre, cosa que le resultó a las mil maravillas, pues doña Soledad supo en seis meses hacer más por aquel niño, que lo que hubieran hecho en cinco años los potentados Soberón. No tardó en saber el padre de Juanillo, don Tomás Anzures, en su pueblo mismo de Paracho, las novedades que en torno del niño había. Y fue inmediatamente a comunicarlas a su compadre, el señor cura don Andrés Posada, amigo suyo de mucho tiempo atrás, bueno como el pan, y paño de lágrimas de todas las gentes de la parroquia. Era don Andrés Posada un hombre de más de cincuenta años, flaco de carnes, alto de estatura. Su cutis, blanco y fino, se adivinaba alrededor de sus pómulos retostados por el sol espléndido del Bajío. Su frente ya entrada en arrugas, aparecía aureolada por unas cuantas mechillas blancas y sucias como lana de borrego. Fácil para reír como para regañar, conservaba en todas BUS lunas un fulgente corazón de oro, única riqueza de que no se despojaba, a pesar de su inaudito desprendimiento. Era el tipo de esa caridad y abnegación que, a decir de un protestante inglés, caracteriza a los curas mejicanos. Encontró don Tomás Anzures al Gura en el corral, calado un sombrerito de paja y echando maíz a un montón de gallinas. —Vamos allá dentro, compadre —dijo el Cura apenas vio al campesino. Sacudió éste a la puerta de la sala sus sandalias de cuero 65
llamadas huaraches, y entró a la salita y despacho del Cura. Dejó a un lado de la silla el enorme sombrero de campo, ancho como una plaza y alto como una torre, y en las mejores palabras y en las más cortas, contó al Gura la cuestión de Juanillo. —Pues... compadre •—dijo el Gura cuando se hubo informado de todo—, afortunadamente la cosa está ya resuelta. Sólo falta que usté y mi comadle perdonen a esas pobres gentes que hacen tanto mal sin darse cuenta. Lo que es más importante es que muestren ustedes su agradecimiento a ese señor don Héctor y a su señora madre. Y desde algunos días después de aquella visita, cada quince o veinte días, Héctor mandaba recoger a la Estación de Zacatecas, ya un paquete de quesos, ya una canastita de huevos; otros días, una caja de fruta o una jaulita con canarios; en fin, que se estableció una corriente de rica estimación y gratitud, semejante en todo a la que de aquellos pechos campesinos brota continuamente en aquel extenso país, cuando han conocido a un bienhechor sincero. Robustecióse de esta manera una estrecha y firme amistad entre la familia de Juanillo y la de Héctor. Don Tomás y doña Adela, su mujer, hicieron viaje a Zacatecas para ver a su hijo. Posaron en casa de Héctor y le llevaron un borrego cuatezón y dos marranitos cuinos. Algunos meses después Héctor, de vacaciones, fue con su madre a palpar de cerca la vida robusta, prolífica y santa de la gente de campo. Aprovechó Héctor el tiempo adiestrándose en el empleo del caballo, corriendo y saltando por montes y quebradas, haciendo fuertes caminatas y largas cacerías. ¡ La caza, sobre todo. .. ! Encontró en las buenas gentes de Paracho una rara afición y gran destreza en el manejo de las armas, y quedó convencido de que en aquel pueblo todos, hasta las mujeres, a tiro de pistola, partían un centavo en el viento. —Y ¿cómo es que ustedes tienen armas, cuando los refolufios se las han llevado todas? —preguntó un día Héctor a don Tomás, al volver de una cabalgata. —Pues ni tantas; tenemos una que otra por ahí, don Héctor. Si lo malo es que se nos escasea el parque. —Y ahorita, ¿cuántas carabinas podrían juntarse? —preguntó Héctor. 66
—Pues se me hace que se juntaban unas dos mil... —¡Dos mil! —exclamó entusiasmado Héctor. Y volviendo el rostro alrededor, persuadido de que la soledad les rodeaba, añadió en voz suave: —¿Y los amigos éstos, no los han fastidiado a ustedes? —¡Ah, don Héctor! Mire nomás. Y le señaló las ruinas de una iglesia, en que aparecía un murallón ennegrecido por el incendio. Héctor se acercó más todavía a su amigo. —¿Y nunca se les ha ocurrido a ustedes levantarse en armas? —se atrevió a preguntarle. Levantó a esta pregunta la cabeza don Tomás y miró fijamente a Héctor: —Mire, don Héctor: si usted fuera otro, yo no le respondía; pero a usted ya lo tengo bien calado. Que si no se nos ha ocurrido. .. ¡ Cómo no! Pero... el señor Gura. . . —¿Es miedoso el señor Cura? Rebullóse el campesino a esta pregunta, y replicó extrañado: —¿Miedoso? ¡Qué esperanzas! Se lo echo de gallo a cualquier generalito de éstos; pero es un santo, y nomás nos dice que hay que perdonar, y perdonar siempre. .. Ah, me acuerdo cuando quemaron la capilla del Señor, ahora cuando Villa se le volteó a Carranza en 1914. ¡Qué noche aquella, don Héctor! Mi compadre el señor Cura estaba en la parroquia. Eran ya como las once. Llegaron los carrancistas, subieron al curato y entraron a la pieza del padrecito... Mi compadre oyó pasos: "¿Quién es?" —preguntó—. "¡Viva Carranza!" •—respondió el cabecilla—. Mi compadre se levantó, encendió luz y se encontró frente a un grupo de revolucionarios... "No se asuste, señor Cura ■—le dijo el jefe—; no le vamos a hacer nada. Nomás venimos a afortinarnos porque ahí vienen los villistas"... Subieron unos a la torre y otros quedaron en los balcones del curato. A poco rato, unos disparos. Ahí están los otros. "Por Dios •—les dijo mi compadre a los del balcón—, no vayan a disparar de aquí, porque me queman el curato". En aquel momento, un grupo de villistas desprevenidos, entraba al patio del curato. Uno de ellos preguntó hacia el balcón: "¿Es usted, señor Cura?" "¡Sí, carbones!" —contestaron los del balcón—, y a boca de jarro les descerrajaron una descarga que mató al jefe y a otros. "¡ Ya el tiznado 67
cura nos mató al jefe!" ■—gritaron—. Y comenzó el tiroteo espantoso. Los villistas pegaron fuego a la casa, y se fueron al pie de la escalera a esperar a mi compadre, con las carabinas preparadas. Mi compadre, al asomarse a la escalera, les pegó un grito: "¡ Soy el señor Gura! ¡ Cuidado quién tira! . .. "Ellos se asustaron y no dispararon. El padrecito bajó, y les dijo: "¿Qué me quieren? Aquí estoy..." Uno le dijo: "Usté les prestó el curato a los carrancistas para que nos dispararan". Entonces mi compadre cogió por un brazo al oficial, se lo sacó tantito, y con la energía de un general, le dijo: "¡Óigame, capitán!: ¿a ustedes quién les dio permiso de entrar al curato?" "Nosotros no necesitamos pedirle permiso a nadie". "¡Pues Con ese mismo permiso han entrado primero los carrancistas!, nomás que ellos llegaron antes, por eso están arriba. Si ustedes hubieran venido más temprano, ustedes serían los de arriba y ellos los de abajo. Y de todas maneras, el amolado soy yo. Mire, capitán, usted va a creer que los sacerdotes somos carrancistas, cuando sabe todo lo que nos están haciendo. Y cuando creemos que ustedes no son tan malos como ellos, nos vienen ustedes a quemar nuestras iglesias. No, capitán. Y ahora mismo me manda usté apagar el curato y la capilla que están ardiendo. . ." "Sí, padrecito" ■—respondió el capitán—. Y apagaron al menos el curato, que comenzaba a quemarse, porque la capilla ya no tenía remedio; era una pura llama. Si el señor Cura no se le para tan gallito, hasta la parroquia nos queman. Hizo don Tomás Anzures una pausa, como quien piensa dar o no dar un paso más. Sacó luego un cigarro de hoja, lo lió, lo prendió. Héctor guardaba silencio, esperando que don Tomás lo rompiera. •—¿Y luego? —dijo al fin Héctor, provocando la confidencia. Don Tomás echó unas bocanadas de humo y prosiguió: —Pues, como le iba diciendo, don Héctor —y aquí observó de nuevo los alrededores—, esto venía a propósito de levantarse uno en armas. ¿No es verdad? —Sí —dijo Héctor, con el ansia del que busca un tesoro. —Nosotros echamos en esa ocasión nuestras cuentas. Entre mi hijo Indalecio, mi cuñado Santiago y yo, podíamos levantar todita la gente de la Cañada, y yo le aseguro, mi señor don 68
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Héctor, que no había vuelto a asomar las narices por todos estos montes, ni un carrancista ni un villista... Pero lo supo el señor Cura, ¡válgame Dios!, y llamó a mi cuñado y le ha metido una regañada... pero de esas fain. "Lo que han de hacer —le dijo para acabar—-, es ir a traer madera para levantar la otra capilla, porque si nos vienen a quemar la parroquia, nos quedamos sin nada"... Y ya ve, don Héctor, ¿cómo íbamos a hacer una cosa contra la voluntad del señor Cura? Lo que hicimos fue traer la madera, y aquí estamos, con los brazos cruzados, mientras los carranclanes siguen haciendo de las suyas... Estas y otras conversaciones acabaron de robar el corazón de Héctor y su admiración por esas gentes campesinas. Más aún, cuando tuvo noticias de algunas acciones, de las cuales debo escoger una, que tiene estrecha relación con nuestra historia. Y es la siguiente:
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X ORO VIEJO P OR EL AÑO - DE 1916 llegó a Paracho de Michoacán un matrimonio que recorría los pueblos dando funciones de prestidigitación. Acompañábale un hermoso muchacho de quince años, hijo único, llamado Gabriel. Apenas instalados los esposos Arce (tal era el nombre con que aparecían), el jovencito dejó la fonda y fue al curato a ponerse a las órdenes del señor Gura, por todo el tiempo •que sus padres estuvieran en el pueblo. . . Grata impresión causó en el señor Cura la presencia de aquel muchacho, en cuya amplia frente y azules ojos leyó el testimonio de un buen talento y un alma inocente. Poco después supo el Gura que este niño llevaba en su equipaje unos libros extraños para una compañía de cómicos de la legua, a saber: un Arte, de Nebrija, unos Clásicos, de Raimundo de Miguel, y un Compendio, de Gaume. El muchacho había pasado su infancia en los Estados Unidos, hablaba el inglés mejor que su padre mismo, y era su •oficio acompañar al piano o armonium los dúos que en las tablas cantaban sus padres. Lo raro y admirable de este chico era que, sin saberse por qué, se le había antojado ser sacerdote y estaba encaprichado en serlo. Su padre, hombre pobre y bueno, en sus continuas correrías por la República, cada vez que llegaba a una capital obtenía del Obispo el permiso de dejar a su niño en el Seminario, mientras él recorría con su esposa la región y Gabriel, habituado ya a un estudiantado nómada, se amoldaba maravillosamente a las distintas circunstancias por que iba atravesando, e iba al mismo tiempo dejando por todas partes cariños, recuerdos, popularidad y buenas impresiones. Mas tocóle a Gabriel el tiempo aciago de la revolución carrancista, y fue tal su suerte, que en cada 70
lugar en que vivió hubo de sentir el latigazo de la infame avalancha. Tocáronle las violentas expulsiones en diversos Seminarios. En Durango, en Zacatecas, en Guadalajara supo lo que era un internado sin casa, un colegio sin muebles o un seminarista corriendo por las calles con un pupitre en la cabeza... Pero llegó Gabriel a amar estas aventuras, que, a lo más, llegaban a hacerlo dormir en el suelo algunas veces, a no estudiar ni un rato en el día, otras, a no desayunarse algunos días, para desayunarse dos veces otros, y a vivir siempre en guardia, siempre fustigado y, por tanto, siempre despierto, siempre bravo y perfectamente impregnado de la situación reinante. Edificó al Gura de Paracho la constancia del chico y, sobre todo, el entusiasmo y buen humor con que narraba las más horribles tragedias, riéndose con plena satisfacción de su propia miseria. Pronto, por supuesto, se hizo Gabriel de simpatías con los amigos del Cura, especialmente con su compadre don Tomás Anzures, cuya mujer, después de haberlo calificado de un "angelito de Dios", lo invitaba ñ ecuen temen te a comer tamales y enchiladas, para lo cual el jovenzuelo tenía buen diente. Una temporada de seis semanas bastó para que el señor Cura concibiera un proyecto trascendental: el echarse a cuestas el sacerdocio de ese muchacho. Pero en Méjico... era imposible. ¿Y qué tal si pudiera mandarlo hasta Roma, al Colegio Pío Latino? Ño cabía duda que era mucho desear... ¡Uh! ¡Cuánto dinero... ! ¿Y de dónde? Unos seis o siete mil pesos para asegurarle algunos años más... El Cura caviló por unos días y durante algunas noches. Y creyó irle encontrando ya el hilo al ovillo... —Yo tengo un ahorrito de cuatrocientos pesos. Ya con eso Gabriel llegó a Roma... ¡Entra al colegio! ¿Y luego?... Pero, en fin, es pleito por menos... Tengo también un cáliz y dos vacas finas: ¡otros quinientos pesos!... Y faltan... ¡cinco mil! ¡Qué barbaridad!... Habrá, pues, que apelar a otros. ¡Quién podría meter canilla! Y comenzó a citar mentalmente nombres de parroquianos; pero ninguno daba la medida para un sablazo de tal jaez. Sin duda que eran generosos, eso sí; pero él no quería dejarles en la calle. —¿Amigos ricos? —se siguió preguntando el buen Cura—. ¿En dónde, carambas, tendré yo algún amigo rico?... ¿En Mé71
j i c o ? . . . ¿En San Luis? ¿En Zacatecas?... ¡Soberón! ¡La señora de Soberón, hombre!... ¡ Quién quita!... Nomás que... ¡ Uh, ojalá! Y como quien tira a ver si pega de casualidad, escribió una carta a la señora de Soberón, vieja rica y, podía decirse, cristiana, al menos. En ella, a quemarropa, le pedía cinco mil pesos para aquella grande obra que le traía desvelado. Puntualito. Ocho días después llegaba la respuesta esperada. La señora de Soberón debía, de antaño, bastantes servicios al señor Cura; por eso no se había tragado la carta, como es costumbre en estos casos. Contestóle, pues, diciendo que había conferenciado con don Carlos, quien, por su puesto, se rió de aquel candor del Cura; añadía la señora que lo sentía en el alma, pero que los negocios y las circunstancias... En suma, ¡que no! Aunque el sacerdote no se había hecho muchas ilusiones, no dejó de apenarle aquella evidencia, y, no pudo menos, soltó la rienda a sus tristezas y se lo contó todo a don Tomás, su compadre. Oyólo atento el incomparable labriego, y se fue a su casa muy pensativo. Aquella misma noche habló con su mujer: —Hija •—le dijo—, yo creo que está en nuestros posibles hacer este deber. La casita con la huerta de arriba bien nos da los cinco mil pesos. ¿Qué te parece si la vendemos? —La verdad —respondió doña Adela—, yo creo que es hasta pecado quitar a nuestra madre la Iglesia ese sacerdotito. Sólo un reparo tengo que hacerte, y es que esa es la herencia que quisimos dejar a nuestros hijos. Está bueno tantearlos a ver si están de conformidad. Llamaron a Indalecio, el hijo mayor, casado y con cría. Era un alto y macizo mozallón, con pantalones de cuero y zapatos amarillos de gran rechinido. Hablóle muy en serio su padre. Indalecio oyó sin pestañear: —Pos, señor padre —respondió—, déjeme pensarlo un poco. Y pensado bien que lo hubo, vino a ver de nuevo a su padre, y después de besarle la mano, le dijo: —Pos croque está güeno vender, pues, la casa y la huerta. Si al cabo más nos ha dao Dios y su Madre Santísima de Guadalupe. Aquella tarde, en la penumbra de la sacristía, se le salieron las lágrimas al señor Cura, cuando don Tomás Anzures, con mucha vergüenza y rodeos, le rogó que le permitiera la gracia de hacer 72
los gastos del niño Gabrielito para que se hiciera sacerdote en Roma y rogara por ellos a los pies del Santo Padre.. . Y en tales providencias fue a dar el bravo muchacho hasta el Colegio Pío Latino Americano, sin deberla ni temerla, allá por el año 1916, a pesar del bloqueo submarino, cayendo con tal fortuna que ni se vendió la casita ni nada, pues comunicaron los jesuítas desde Roma que a Gabriel Arce le tocaba una beca que estaba libre, ¡ y que la estaba pagando el mismo Papa... !
—Carta de Gabrielito! Este grito resonó en la puerta de la salita de campo de la casa de don Tomás, en que aún estaban hospedados Héctor y su madre Soledad. Un palmoteo fue la respuesta, y en medio de él hizo su aparición el señor Cura, sacudiendo en los ojos de todos el paseado papel. —Ándele, señor Cura, léalo pronto para que don Héctor vaya conociendo a Gabrielito. ■—Que lo lea, pues, don Héctor. Sentáronse todos a la mesa que estaba preparada para la cena. Desdobló Héctor la carta, todos se acomodaron bien, para no interrumpir la lectura, doña Adela levantó la luz del quinqué, y Héctor, con pausada y buena voz, comenzó a leer: "Pontificio Collegio. Pío Latino Americano. Via Gioacchino Belli 3 Roma, Cameratta dei Teologgi Secondi...". —¿Está en latín? —interrumpió don Tomás. ■—Cállate, Tomás, no interrumpas —respondió doña Adela—. Sígale, don Héctor, que al cabo ahorita le ha de salir el castellano... Héctor prosiguió: 73
"Enero de 1920.—Señor Cura don Andrés Posada. "Paracho, Michoacán. "Queridísimo señor Cura:
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"Aquí va otro capítulo de mis impresiones. Tengo ya muchos amigos extranjeros en la Universidad Gregoriana. No saben nada de Méjico. Me preguntan que si conozco a Pancho Villa, y que si todavía hacemos revoluciones. Esta es la única fama que corre acerca de nosotros, y no se explican cómo yo, siendo mejicano, ando vestido como toda la gente decente. "El otro día me preguntó un inglés que si en Méjico había obispo. Yo le respondí: 'No, sino que hay siete Arzobispos y más de veinticinco Obispos'. Y él se quedó admirado. "Cuando llegan noticias de atentados contra las iglesias, me preguntan que si son muchos los católicos. Yo les respondo que somos la totalidad del país. Y entonces, me preguntan: '¿Cómo es que el Gobierno es enemigo de los católicos? Qué, ¿no hay elecciones?'. "Yo me río de su candor y les digo que el Gobierno se ha impuesto por la fuerza. Pero aquí fue donde un irlandés me dejó callado, diciéndome: 'Pero si los católicos son la totalidad, ¿cómo se explica que tengan ellos la fuerza, cuando son pocos?' "Yo acabalé la respuesta con lo del apoyo de los Estados Unidos; pero tengo para mí que también nosotros tenemos la culpa, por ser demasiado pacientes. "Hasta otra, señor Cura. Saludos a todos, especialmente a don Tomás y a doña Adela. "Y usted bendígame, porque se vienen encima los exámenes y me faltan todavía muchas tesis. "Besa su mano, Gabriel Arce". —¡Bravo! —dijo el sacerdote recogiendo la carta. —Déjenosla de recuerdo, señor Cura —dijo don Tomás. ■—No, Tomás —añadió doña Adela—. Deja que el señor Cura la guarde en lugar sagrado, ¿no ves que viene de Roma? Yo creo , j que Gabrielito hasta se la enseñó primero al Santo Padre... '|
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y
Héctor estaba en la verdad. Aquella familia Anzures era una noble familia patriarcal, sencilla e ingenua, santa y laboriosa, incapaz de la menor injusticia, siempre abierta al cariño, a la bondad y a. la, generosidad sin límites, digna muestra de la región entera. Héctor y su madre estaban encantados: aquella gente era buena, buena.
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XI UN LEÓN QUE DESPIERTA A QUELLO FUE UN DELIRIO en toda la República. Los estudiosos de la filosofía de la historia se devanaron los sesos por explicar el hecho. A la altura del año 1924 todavía el pueblo mejicano vibraba en todo su ser, sacudiendo de júbilo hasta sus visceras al solo anuncio y convocación del Primer Congreso Eucarístico Nacional. Evidentemente causa extrañeza el encontrar en todo lo largo y lo ancho de aquel país, en todas las capas de su estructura social y en todas las diversas y opuestas modalidades de vida, ilustración y condiciones económicas de la gran familia mejicana, una tal uniformidad y disciplina de conocimiento, amor, sentimiento y entusiasmo religioso, que haya bastado a demostrar su profundo catolicismo, con más espontaneidad y elocuencia que lo habían ■demostrado ya año por año las mismas estadísticas oficiales. La extrañeza sube de punto si se observa que no existe en la historia el hecho de un pueblo que haya conservado su fe católica con tal florecimiento y vigor, sujeto a las condiciones internas y externas en que ha vivido el pueblo de Méjico por más de cincuenta años: el laicismo integral artero, anestesiante, de un Gobierno dictatorial, y el protestantismo millonario, invasor, absorbente, de un vecino país imperialista. Pero contra todas las leyes históricas, tal fue el hecho. Aquella ola de religiosidad presentó la nota de la espontaneidad y sinceridad popular en todos los órdenes, al grado que, ante ella, hubo úe recatarse discretamente la misma clerofobia oficial, que quedó reducida a una inofensiva displicencia. Y el día del apogeo del Congreso, que en un momento dado llenó de bote en bote todas 76
las iglesias de todas las ciudades y pueblos y villas de la República, el más obtuso observador pudo mirar ornamentadas todas las mansiones señoriales de las veintiocho capitales, las casas todas de la incontable burguesía, y el infinito colmenar de las habitaciones de los proletarios que llevaron las insignias de sus festejos hasta la última cabana oculta en el último recoveco de la más lejana, abrupta, remota e ignorada serranía. La creciente acometividad del Gobierno revolucionario contra la cultura católica de Méjico iba estrechando cada vez más visiblemente, como entre las placas de una prensa hidráulica, a la nación entera. Por eso esta inefable explosión de fidelidad católica, además de su carácter heroico ante un adversario declarado poderoso, presentaba ya el aspecto de una gran parada militar frente a un enemigo atrincherado. Las letras sagradas y las profanas, las artes todas, las ciencias, la infancia, la juventud, la edad madura, la vejez; la familia, el trabajo, la propiedad, el comercio, la industria, todo lo que representa una fuerza grande o pequeña en el país, todo protestó entre batir de palmas y lumbres de cielo, su catolicismo profundo. Méjico entero abría los ojos; vio con grande estupor que se encontraba aún vivo y palpitante, y en su clarividencia, volviendo por su propio bien y seguridad, se daba cuenta de que Gatilina estaba a las puertas, que era ya tiempo de ir vendiendo las túnicas y que los puños crispados deben servir, en buen cristianismo, para algo más que para golpear los pechos.. .
En el teatro Narcissus, con la forzosa estrechez que el Gobierno ha impuesto a la vitalidad nacional, pero frente a millares y millares de ciudadanos católicos, ante una treintena de Arzobispos y Obispos, todos vestidos de rojo y oro, suben a la tribuna, durante tres noches memorables, oradores de palabra incisiva y ardiente, para ponderar las glorias de la Eucaristía Santa y para proclamar los sagrados derechos de la libertad, de la Iglesia y de Cristo. ¡ Qué magnífico y seductor desfilar! Se escuchó allí la palabra persuasiva del Obispo de San Luis Potosí, doctor don Miguel M. de la Mora, que habló del "pueblo creyente, sí, pero que se asfixia, porque no respira las auras de la libertad; de un
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pueblo que para adorar a su Dios tiene que encerrarse en el oscuro recinto de los templos, sin poder cantar los himnos de su culto por las calles, donde hasta el crimen tiene derecho a exhibirse, menos Jesucristo..." El brioso historiógrafo jesuíta Mariano Cuevas, al pintar de mano maestra la primera misa en la nación mejicana, señaló con frase candente "a los hombres de mala voluntad, o de voluntad cobarde, que es otra manera de malearse la voluntad, que jamás han logrado ni la paz, ni la prosperidad, ni el crédito que de ella naturalmente se deriva.. ." Destacóse en la tribuna el pujante Obispo de Huejutla, presagiando al gran Prelado, fuerte, inquebrantable, gloria de la patria, para proclamar que np obstante los espantosos crímenes cometidos por Méjico, tenía fe en los destinos de la nación: "Creo en la vitalidad de la Iglesia Mejicana, en su espíritu fuerte y generoso, y abrigo esperanzas de mejores días para la Causa de la Religión". El Párroco de San Miguel en Guadalajara, don Vicente Camacho, volcó el ánfora de su elocuencia, tan propia de su carácter; con frase subyugadora se apoderó en el acto del alma del inmenso auditorio, declarando que "sólo porque en esta bendita tierra mejicana hasta los peñascos dan rosas... sólo por eso vengo yo aquí, a cantar las glorias de la Eucaristía", y al recordar la palabra divina: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", sacó la viril consecuencia: "Entonces, cuando el tirano te pida lo que no es de él, lo que es derecho de Dios, o de su Iglesia o de tu familia, o de ti mismo, entonces... ¡ dile que no!... baja a las catacumbas o desciende al circo, pero no caigas de rodillas, porque los ídolos están en el Capitolio". Todo aquel público que habríase sentido como en su casa en el más linajudo palacio de París o de Londres, clavaba los ojos atentos en los oradores, y estremecíase, saturado de entusiasmo y de fe, al recibir el choque formidable de las frases lapidarias. También tocó su turno a los seglares. Un abogado del glorioso Estado de Jalisco, el señor don Miguel Palomar y Vizcarra, Caballero de la Orden Pontificia de San Gregorio Magno, bordó sobre un tema extraño: "La Sagrada Eucaristía y los hombres". El orador impuso silencio con el fuego de sus ojos, y sobre la ilustre asamblea cayeron gota a gota, tranquilas cuanto 78
conscientes, candentes cuanto sentidas, estas palabras que se antojaban lamento de una paz vergonzosa: "Señores —dijo—, no vengo a decir que los hombres deben comulgar porque son hombres (el público todo contuvo la respiración), sino que deben ser hombres porque comulgan...". Y habló del deber cívico: enumerando de modo magnífico todas nuestras esclavitudes, concluyó aquel período ignicente, con estas palabras: "si todo eso nos aplasta y nos aniquila, es porque los nombres que comulgan no han sabido tener noción de lo que es el deber cívico y no lo han cumplido virilmente, como los hombres". Un joven, casi un niño, Luis Mier y Terán, arrebató a la multitud, que allí no tenía más que un solo corazón y una sola alma, al fijar los destinos de la juventud católica mejicana. 'El joven católico de nuestros días —exclamó—, es un verdadero cruzado, que encontraréis en nuestras ciudades y en nuestros campos, sin escudo, sin coraza, bajo el traje de un estudiante universitario o de un obrero de nuestras fábricas o de un gañán de nuestras haciendas. ¿Queréis reconocerlo? Habladle de los derechos que han sido conculcados a Cristo, y veréis cómo sus ojos lanzan relámpagos de indignación; habíadle de defender a Cristo, de luchar por su Iglesia, de salvar a su patria, y veréis cómo su semblante se ilumina y notaréis cómo hierve en sus venas la sangre del cruzado". Para el sectarismo imperante aquello era ya excesivo. El general Obregón, Presidente de la República, que desde su Palacio escuchaba los discursos, al oír uno de ellos echó un terno de los más crudos de su vocabulario soez, y furioso arrancó el audífono. En seguida, mandó cortar a rajatabla los festejos, y ordenó que se abriera un proceso contra todo el Congreso Eucarístico. ¡Héctor estaba allí! Confundido con un grupo de jóvenes de distintas partes del país, sentíasele ensanchar el corazón y abrírsele a una nunca soñada esperanza. Aquel ambiente era el suyo, aquellos aplausos los sentía él para sí. Aquel ideal era el que él iba rumiando a todas horas sin atreverse aún a darle un nombre propio, y teniéndose a sí mismo por un iluso. Él también comulgaba, y las palabras que había oído llevábalas hacía mucho tiempo incrustadas en el alma, creyendo profanar su propio ideal si llegaba a externarlas. Al salir del teatro, entre el aluvión de automóviles que en79 H7
sordecían y deslumhraban con sus cornetas y sus faros, Héctor se reunió con otros jóvenes de quienes se había sentido hermano, al aplaudir con frenesí los períodos más salientes de aquellas arengas, y siguiólos, comunicándose con ellos, como si fueran conocidos desde hacía muchos años. Llegaron a una casa vieja y destartalada • de las calles del Correo Mayor; estaba allí instalado el Centro de Estudiantes Católicos. Allí conoció a Joaquín de Silva, de mirada franca, palabra lanzada con desparpajo, ademanes amplios y resueltos; a su lado, Manuel Melgarejo, adicto a Joaquín, circunspecto, siguiéndole como se sigue a un jefe reconocido e indiscutible; allí estaba Luis Segura, guapo, risueño, revelando en todo su porte al joven de inteligencia profunda y voluntad firme; Humberto Pro, afectuoso, delicado de trato, activo; Armando Téllez, de aspecto un tanto retraído, pero haciendo sentir que aquel joven, según la expresión vulgar, "traía la música por dentro". Y otros muchos: todos enamorados de la libertad, todos bien penetrados de tres o cuatro ideas fundamentales, sin dejarse distraer por "teologías" y distingos enredosos; todos dotados de ese singular instinto del sentido católico, que ha sido objeto de admiración por parte de los extranjeros cultos que han sabido estudiar y comprender la psicología de la juventud y del pueblo católico mejicano. Muchos de aquellos jóvenes habrían de morir a los pocos años en aras de la libertad. De pronto, uno de ellos gritó: —Nos hace falta Rene. ■—Sigue enfermo ■—declaró otro. —Vamos a visitarle —exclamaron varios, y en el acto, todos emprendieron la marcha. Héctor quiso detenerse, pero Joaquín lo tomó del brazo, y con toda confianza, le dijo: •—Véngase usted con nosotros, Héctor. Y Héctor obedeció.
Allá en un humilde departamento de la antigua calle de Chiconautla, tendido a su pesar en una cama, estaba un robusto joven. Rubio, ojos azules, hermoso, bueno. Era don Rene Capistrán Garza, uno de los fundadores de la A.C.J.M., el del verbo candente, del puño de hierro y corazón de oro. Creyente, ilustrado, líder, victimado, caudillo, había sintetizado en sus luminosos veintiséis 80
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años todas las glorias de un católico invicto, todas las esperanzas de un conquistador joven... Ahí lo saludó Héctor aquella misma noche, a hora muy avanzada. Aquellas dos manos jóvenes, la de un capitalino y la de un provinciano, se estrecharon en un gesto de perfecta comunión de ideales. La entrevista fue substanciosa. El alma de Pelayo estaba encerrada en el pecho de aquel león enfermo a quien una hábil maniobra diplomática había hecho enmudecer durante el magno Congreso... Héctor tenía frente a sí al orador aprisionado y desterrado, al periodista suspendido, al caballero que había recorrido la república entera "de valle en valle y de monte en monte", promulgando, como un profeta israelítico, la sublime consigna de morir o romper cadenas; a quien el gobierno revolucionario mismo había ofrecido clandestinamente altos puestos con pingües ganancias, y al que él, Rene Gapistrán Garza, había contestado con el digno vade retro de los hombres de conciencia.
Cuando Héctor, instalado en un coche de primera del Ferrocarril Central, recordaba una por una todas las impresiones que del elemento vital de Méjico había recibido, medía y sumaba las fuerzas que había descubierto, acumulando todas aquellas energías en su corazón recio y templado, ambicioso y soñador, un profundo suspiro de esperanza dejó escapar del pecho, y exclamó con una convicción que remedaba un pronóstico: —¡ Todavía hay patria... ! Después... abrió la ventanilla y contempló aquellos campos inmensos, colgados por la mano de Dios a dos mil metros sobre el nivel del mar, y aspiró a pulmón lleno aquel aire repleto de vida, henchido de sol, como el sol y la vida que él sentía nacer y rebullirse en sus entrañas...
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XII FRENTE A LA HOGUERA P ERO EL FAMOSO Patriarca Pérez estuvo a punto de dar al traste con toda la catolicidad mejicana. Era éste un viejecillo verde y zorro que en su larga y estropeada vida había llegado a ser Cura, pasando inmediatamente por todos los grados de la tibieza sacerdotal hasta llegar al frío de la secularización, hacerse soldado, luego convertirse, luego reincidir, y por último, aprovechando el "setenta veces siete" del Evangelio, reconciliarse de nuevo con la Iglesia para prepararse a una buena muerte, entregado, mientras se le acababan de secar los huesos, al apostolado de una misa a las once todos los días en el Altar del Perdón, de la Catedral de Méjico. De pronto, cuando nadie se lo esperaba, el viejito Pérez, azuzado por unos diputados callistas y escoltado por un pelotón de socialistas rojos, entró, armando escándalo de palos, pedradas y balazos, al presbiterio de la Parroquia de la Soledad, sacó arrastrando, con muchos cireneos, por supuesto, al infeliz del señor Cura, y una vez dueño y señor de las oficinas, rodeado de su guardia de corps, enderezó una devota y fervorosa comunicación al entonces ya Presidente de la República don Plutarco Elias Calles, de feliz memoria, ofreciéndose a sus elevadísimas órdenes como Patriarca de la nueva Iglesia Apostólica Mejicana. Calles, que solía sentir torzones cada vez que pensaba en un Cura, sintió esta vez un sabroso dulzor, y contestó de enterado y de agradecido, comunicando además al gracioso patriarca que ya daba orden para que se le impartieran toda clase de garantías... ¡ Aquel fue el toque de marcha de una nueva campaña abominable! Agentes cismáticos, pagados por el Gobierno, comenzaron 82
a recorrer el país. Los sacerdotes recibían invitaciones y promesas que chorreaban oro. Afortunadamente, gloría es del sacerdocio, el clero mejicano se mantuvo en su puesto, y el pueblo, en muchos lugares, hubo de amotinarse para defender sus iglesias. Esta nueva ofensiva colmaba la medida de la paciencia de los buenos. Héctor siguió de hito en hito todas las peripecias de la tragedia sainete. Y cuando por la prensa se enteró del desenlace, a saber, que el Presidente Calles secularizaba la Parroquia de la Soledad, que la veneranda imagen de la Virgen era enviada a un montepío, y que al fantoche Pérez se le daba una nueva iglesia y se le protestaban las simpatías de las organizaciones gobiernistas, Héctor sintió una vez reagitarse en sus redaños el hirsuto cachorro de todas sus impaciencias benditas. En el recinto de su aposento, Héctor dio algunas vueltas como fiera enjaulada. Luego, tomó su sombrero y se echó a la calle. ¡Qué noche más hermosa! ¡Qué noche más tranquila!: vivo contraste de la Naturaleza con la tormenta que se desencadenaba en el cerebro de aquel hombre. Una luna espléndida sonreía en el firmamento. Un silencio sepulcral, de esos en que se oye el hálito del alma del mundo, reinaba en la ciudad. De algunas ventanas cerradas salían murmullos de oraciones. Eran las familias que rezaban el rosario. Héctor siguió su camino, abstraído, transportado. Al volver una esquina, un borracho estuvo a punto de atrepellarlo. Era "Pelotes", el Coronel. Héctor, de un codazo, se lo quitó de encima. Y siguió adelante. Pasó junto a la puerta de la Catedral. Estaba cerrada. Ante ella, con la frente pegada a la dura madera, unos campesinos oraban. Héctor no se detuvo. Más allá una sombra se embarraba en las paredes del teatro Calderón, entonces cerrado. Era Pepe Soberón, que en sus noches juiciosas rondaba la casa de Consuelito Madrigal. Héctor pasó junto de él, sin consagrarle siquiera la mitad de un pensamiento, y prosiguió, como un sonámbulo que respira el ambiente de un mundo superior. Así llegó al Telégrafo, y entró. Cogió una forma, y después de poner la dirección, con letra nerviosa, casi rasgando el papel, escribió estas tres palabras: "Espero órdenes.—Héctor". Unas horas más tarde llegaba la respuesta telegráfica: "Van en camino.—Rene Capistrán Garza". No habían pasado, en efecto, veinticuatro horas, cuando el 83
joven licenciado don Guillermo López, Presidente del Centro Regional de la Asociación Católica de la Juventud Mejicana, se presentaba en la casa de Héctor. Conocida era para éste la distinguida personalidad del joven abogado. Pasado que ambos jóvenes hubieron a la sala y tomado asiento en un sofacillo de bejuco, el abogado rompió el silencio: —Recibo orden de Méjico de presentar a usted esto. Nos hemos resuelto a trabajar, y a trabajar fuerte y macizo, dispuestos a echar mano de todos los medios que vayan aconsejando las circunstancias. Es preciso que seamos hombres. •—¡Muy bien! —respondió Héctor—. Ya era tarde. Hasta hoy no hemos sabido más que replegarnos. Los pasos a retaguardia han sido nuestra especialidad, y lo más triste es que ni siquiera nos vamos batiendo en retirada... ¿A ver? Y Héctor desplegó una grande hoja impresa. —¡Vaya! —exclamó con aire de satisfacción—. ¡Ojalá hoy sea de veras! Y leyó. Leyó con avidez, frunciendo el ceño y entreabriendo los labios, mientras el abogado lo contemplaba seria y atentamente. Aquella hoja era la famosa proclama que lanzaba el Comité Fun dador de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Era el grito de la gente honrada, que por primera vez llamaba a todos los buenos a formar un apretado haz para rechazar tanta insolencia y recon quistar la libertad de los hijos de Dios en la patria mejicana. Aque llas frases eran cortantes, candentes, como la viviente realidad so cial y política que quemaba de rabia las entrañas y de vergüenza las mejillas. Y los firmantes de aquel heroico llamamiento a la organización, en el punto de tiempo en que no quedaba otro re curso que la desbandada bajo el fuego enemigo, eran los simpá ticos ilusos que Héctor había conocido en Méjico, ilusos tallados en la misma cantera de aquella raza de genios que descubrieron mun dos y redimieron pueblos... —¡Magnífico! —exclamó Héctor cuando hubo terminado su lectura—. Ahora, cuenten ustedes conmigo. El abogado sacó una tarjeta de adhesión a la Liga. Héctor la llevó a su mesa, y con mano firme y tranquila puso en ella su firma. —Ahora, señor López —añadió Héctor-—, démonos un abra84
zo. Esta Liga de fuerzas civiles nos abre el camino. Yo presiento, mi buen amigo, que esta empresa de reconquista nos va a exigir muchos más grandes sacrificios. Se acerca una hecatombe, amigo mío. ¡ Un pecado de medio siglo no se perdona con una ligera penitencia.. . ! Nos vamos a hundir en un caos horrible. ¿Habrá sangre? ¿Habrá muerte? ¡Quizás... ! Pero, a pesar de todo y por encima de todo, es nuestro deber no retroceder un palmo más y no sólo marcar un "alto", sino tronar un "¡adelante!". .. Don Guillermo, entramos en un camino que han esquivado mucho los católicos; pero entramos con plena satisfacción: es el único camino por el que el hombre de conciencia puede pasar e ir con la cabeza levantada... Conque, don Guillermo, para ese momento futuro que desconocemos, para ese momento terrible en que algunos se asusten de nuestra obra, para ese momento, cuente usted conmigo y con todo lo que soy y tengo. Yo no he estado con ustedes en la A.G.J.M., pero siempre los he admirado, y creo llevar muy maduro el espíritu de ustedes... Sí, por ahora agruparnos y prepararnos... Y diga usted a los señores de Méjico, a nuestros jefes, que nosotros, que somos el pueblo, estamos en la brecha y contamos con ellos... que si ellos faltan, tengan por seguro que nosotros no faltaremos, y que si ellos, por desgracia, retroceden, ¡ entonces nosotros pasaremos sobre ellos! El joven abogado abrazó con todas sus fuerzas a Héctor. —Perfectamente, don Héctor. Esperamos marchar hacia adelante y con la visera levantada: ¡ Por Dios y por la Patria! Era apenas el mes de marzo del año de 1925.
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X III H É C T O R C ASI UN AÑO MÁS TARDE , sorprendemos a nuestro Héctor en uno de esos dulcísimos coloquios domésticos que frecuentemente tenía con su amorosa madre en la rica intimidad de la cena, la noche del 10 de febrero de 1926. —Conque no se te olvide, hijo —dijo Soledad—. Mañana ni me busques. Me voy de parranda muy temprano. Es la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes y la Primera Comunión de los niños. A mí me tocó ser madrina de Juanita, la del portero del Instituto Científico. No te vayas a ir sin almorzar. Esperas a Juliana que te prepare unos huevitos con chumóle, tu cafecito y tu buen vaso de leche ordeñada. ¿Estás, hijito? •—Bueno, bueno, y usted, ¿hasta qué horas, carambas, se va a venir de ese jolgorio? Se rió doña Soledad de la aparente irritación de Héctor por su ausencia, y respondió: —Pues no sé: .. .conque si el sermón del Padre Martín es muy largo... De todos modos, para el medio día ya está aquí tu mamá. —¿ Sabe usted lo que ^estoy pensando? —¿Qué? —Que se traiga usted a comer con nosotros a la ahijadita, y a don Pascual el portero, y a su esposa. Pobrecitos, siquiera que saboreen la fiesta de Juanita. —Muy bien pensado. Entonces mañana echamos la casa por la ventana y ellos estarán felices... Yo creo que los pobres nunca han comido cabal. 86
—Yo me traigo al medio día algún antojito de la pastelería; ya verá usted cómo eso sí es ser madrina. Terminado el caritativo complot, besó Héctor la frente de su madre, y se retiró a su aposento a leer y estudiar, según su costumbre. Leía algo de la Historia de los Moriscos de Granada, repitiendo trozos y subrayando frases que le impresionaban. Tocóle precisamente esa noche el conocido pasaje en que el Rey Boabdil, huyendo de Granada, vuelve sus ojos desde una prominencia de la Alpujarra hacia la maravillosa ciudad, y al rumiar la irreparable pérdida, se deshace en llanto. Y su madre, una soberbia mora, linda y valiente, le dice: "Hijo, bien lo haces, que no te queda otro recurro. Llora, llora como mujer el reino que no has sabido defender como hombre...!" Copió Héctor cuidadosamente aquellas palabras de la rica-hembra. Y las leyó repetidas veces antes de guardarlo. Luego se acostó, y soñó... Soñó que lloraba, que lloraba amargamente, como nunca había llorado, y que su cristiana madre, transformada en un ser misterioso, le repetía las enérgicas palabras de la madre do Boabdil: ¡Llora... llora como mujer, lo que no has sabido defender como hombre.. . ! Después, la figura de su madre se esfumaba, y, como en los cuadros disolventes, las sombras y la luz iban formando un nuevo cuerpo: la imagen venerada de su abuelo se enderezaba frente a él, le tomaba por la mano y le subía a lo alto de unas murallas ciclópeas, desde donde le hacía mirar un ejército inmenso que descansaba en vísperas de un asalto... Y el abuelo, tomando el acento de un semidiós: •—Héctor, mi héroe favorito —decía—, rompe las puertas de tu ciudad y sal al frente de los jóvenes troyanos para salvar y defender a tu patria que sucumbe. .. Aquellas palabras se dirigían a él. ¡ Héctor estaba en Héctor! ¡Noche fue aquélla de grandes ideas! Por ello, cuando Héctor despertó, sintió un gran desaliento. Aquello era una alcoba y él descansaba en un lecho. El era nada: un pobre empleado de un miserable rico. Sus ideas eran elevadas, sus anhelos grandes; pero quedaba atado a aquella vida mediocre y encerrada, viviendo para sí y para su casa, cuando podía vivir para su patria y para el mundo entero.. . La luz del día, indiscreta y juguetona, entraba por las ventanillas entreabiertas. En el corredor se oía «el suave trajín de las faenas matinales de Soledad, el rebullir de 87
los tiestos, el cerrarse de las puertecillas de las jaulas de los pájaros: gracia y alegría de aquella risueña casita mejicana con perfumes de flores, trinos de aves y alegrías de gracia de Dios, escenas con que abrimos ante el lector el primer capítulo de esta historia. Héctor sintió cuando su madre entraba de nuevo a la alcoba contigua, cuando se lavaba las manos, cuando salía caminando de puntillas quizá por no despertarle. Sintió cuando Soledad se detenía, precisamente frente a su puerta. Héctor adivinó, casi sintió sensiblemente, la bendición de su madre: "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, la Santísima Virgen te cubra con su santísimo manto", y se santiguó devotamente en su misma cama. Sintió después que Soledad seguía su camino, que abría, la puerta del zaguán, que la cerraba... Todo en silencio. —¡Arriba, juventud! —exclamó Héctor arrojando de un bote las mantas—. Vamos a empujar esta vida mediocre mientras se nos abren las puertas del heroísmo. Ya medio vestido, púsose de rodillas frente a una imagen de la Virgen de Guadalupe que a su cabecera estaba, hízose lentamente la señal de la cruz, rezó luego un avemaria, y terminó con la popular invocación mejicana: ¡ Santa María de Guadalupe, esperanza nuestra, salva a nuestra Patria! En seguida, uniendo este sagrado pensamiento con las sugestiones de su sueño, añadió amargamente: —"Salva a nuestra Patria.. ." ¡ Cómo la ha de salvar, si somos todos Boabdiles, si sólo sabemos llorar como mujeres, y no sabemos defendernos como hombres... ! Y con gracia filial, añadió, dirigiéndose a la imagen: —¡ Santa María de Guadalupe, haz de mí tu Héctor! Aquella mañana trabajó Héctor con especial alegría. El viaje de Pepe Soberón a Méjico había duplicado los quehaceres de la oficina, pero en aquella espléndida mañana todo invitaba a la acción: el ambiente fresco y puro, el cielo abierto y azul. Héctor estuvo de buen humor, como nunca. 88
—Pero hombre —le dijo el bueno de don Luis—; si usted viene hoy como si le hubieran dado la novia. —Y de veras ■—respondió Héctor—. Me acabo de enamorar, y lo que es yo no me detengo, y usted será el padrino. —¿Pero de quién? ¿Cómo se llama? Expliqúese, expliqúese. —A ver si la conoce. Mire: es blanca como la nieve, labios rojos sangre, ojos azules de cielo, cabellera oro, formándole aureola como a una santa... —¡Vaya!, ahora poeta, don Héctor. —Hasta poeta... hasta caudillo, hasta cruzado, hasta conquistador, hasta héroe... —Usted está loco, loco de remate. —¡ Pues si viera que de veras me siento loco. .. ! Porque decididamente, estoy enamorado, perdidamente enamorado. —Pero no me acaba, nunca de decir de quién se trata, cómo se llama. —Nomás a usted se lo digo: se llama Gloria. —¿Gloria... ? No la conozco. ■—¡La conocerá! Pero la sonrisa que acompañó estas últimas palabras quedó helada en los labios de entrambos. Volvieron el rostro hacia el departamento al menudeo y vieron que todos los empleados habían quedado inmóviles. Las empleadas se miraban unas a otras con la extrema lividez en los rostros... —¡Nadie se asuste! •—gritó Héctor con voz rotunda—. ¡No es nada! ¡Unos cuantos balazos! ¡Un pleito cualquiera! Y para animar a todos con el ejemplo, tomó la pluma y comenzó a sumar tranquilamente unas cantidades del Libro Mayor. Engolfado seguía en su estudiado trabajo, cuando la inocente beata Arguelles, de quien quizá el lector ya no guarda memoria, entró a la tienda, muy llena de misterio, y llamó a la cajera Carmelita. Hablaron un poco, y luego la buena cajerita se acercó al despacho y llamó a su papá don Luis. Hablaron otro rato en voz muy baja y con señales de mucha reserva. Por último, don Luis volvió a entrar en el despacho, y dando una cariñosa palmada a su amigo en el hombro: —Don Héctor -le dijo—, ¿no quiere que vayamos a ver qué sucedió? 89
Héctor echó de ver inmediatamente que don Luis le preparaba para una mala noticia. —Ya me lo imagino, don Luis. Algo que me toca a mí, ¿verdad? •—Sí —añadió don Luis, encontrando expedito el avance—, parece que le tocó a su mamá el susto.. . ¿No quiere que vayamos? —¡Vamos! —dijo Héctor sacudiendo la cabeza con resolución y alzándose de su asiento. Tomó su saco y su sombrero, bajo las miradas compasivas de las empleadas. Al salir, dijo a don Luis que lo acompañaba: —Qué, ¿será ya la hora de hacer justicia contra estos malditos? Caminaba Héctor de prisa, al lado de don Luis; iba tejiendo las más horribles hipótesis, consolándose a sí mismo, al negárselas, apenas fingidas. Recordaba que su madre había ido aquella mañana a la Primera Comunión de los niños, acompañando a Juanita, la del portero del Instituto Científico. Después iría al desayuno en el Colegio Teresiano, y al medio día llevaría a comer a casa a la ahijada y a sus humildes padres. ¿Qué relación podían tener estos antecedentes con las medias palabras que le había dicho don Luis en torno de Soledad, y precisamente después de haberse escuchado el rápido y nutrido tiroteo? En efecto, encerrado Héctor en su oficina, ignoraba el enojoso encuentro que las monjas teresianas habían tenido a la puerta misma de su colegio, y más ajeno aún estaba de todos los acontecimientos que se habían desarrollado en el interior y en las afueras del establecimiento. Llegó por fin a su casa. Apenas traspuso el zaguán, un olor penetrante de ácido fénico lo envolvió en la realidad de los hechos. ¿Su madre estaba herida? ¿Y no estaría quizá muerta? Ante esta duda, las piernas le flaquearon, pero un vigoroso impulso de su ánimo levantó en vilo a su naturaleza sorprendida. Y entró en la recámara amargamente resuelto a beber de un sorbo el cáliz de la desgracia inesperada. Entró. La oscuridad lo cegó por un instante. Dilatadas ya sus pupilas, miró como en un sueño la blanca silueta de una mujer joven, sintió en su mano la caricia de unos dedos de seda y en su oído el arrullo desconocido, pero dulce, de una 90
voz que le animaba a acercarse. Era Consuelito, una imagen real que hizo evocar a Héctor la imagen soñada poco antes. Animado por aquella voz, dio el último paso hacia su dolor. Penumbra tibia, silencio religioso lo envolvía todo. Adivinó tristemente bajo las mantas la figura de su madre. La cabeza perfectamente vendada. Héctor no se atrevió a preguntar si estaba viva. Su rostro aparecía blanco como la cera. Héctor se inclinó hacia ella. Notó que respiraba. ¡ Vivía! Soledad levantó entonces penosamente los párpados entre los estorbos del vendaje, puso dulcemente sus miradas en las pupilas de Héctor, y pronunció esta única palabra, con una ternura, con una compasión sin límites: —¿Hijito? Héctor no respondió una sola palabra. Se inclinó más aún y estampó quieto beso sobre la frente entrapajada. Al besarla se le arrancó del párpado una lágrima ardiente, que cayó sobre la venda, confundiéndose con la sangre de su madre.. . Luego cayó de rodillas, y escondiendo su rostro entre las ropas de su madre, le dijo convulso: —¡Madre! ¡Siento vergüenza de mí mismo! ¡Siento vergüenza de ser hombre! Don Luis y Consuelito contemplaban la escena con religiosa reverencia. El llanto era sagrado. Héctor sollozaba... De pronto, entre la linfa de sus lágrimas, el férreo espíritu se alzó altivo, reconfortante, le sacudió las sienes, le enderezó la frente, y puso en sus labios la ronca vibración de estas palabras de fuego: —¡Oh, Cristo! ¡Por Ti, por mi madre! Te juro que estas serán mis últimas lágrimas de mujer. Desde hoy en adelante, sólo pensaré en defenderte a Ti y a ella... ¡ como hombre! Ante el fuego sagrado de aquel solemne juramento, Consuelo inclinó la cabeza como un ángel que comulga, y añadió proféticamente. —¡Así sea! Y a la luz vacilante y mortecina que iluminaba medrosamen te la estancia, envolvió en una mirada de desconocida simpatía la gallarda figura del mancebo, evocando al mismo tiempo, como por contraste, la figura pálida y trivial de Pepe Soberón, su no vio. .. Y aunque no quiso confesárselo a sí misma, sintió perfecta91
mente que de aquellos ojos grandes y negros, de aquel ceño arrogantemente oscurecido, de aquel cuerpo todo alto y esbelto, en suma, de aquel Héctor que se erguía fuerte y macizo, a medio metro de ella, irradiaba algo extraño, como una centella, como un relámpago, como una saeta luminosa que no sólo vibraba como estocada de caballero cristiano medieval, sino que le penetraba a ella misma por las pupilas, iluminando profundamente toda su morada interior, y haciendo estremecer en un modo sabroso sus entrañas, envolvía en una sensación inconfundible su dulcísimo corazón de mujer...
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XIV M E R E N G U E S U NA SALA RECOQUETA. Sobre el ébano y el marfil del flamante piano de cola, riela dulcísima luz velada por pantalla de seda rosa con motivos japoneses. Y unas manos más coquetas que la sala, acarician el teclado arrancando las últimas notas de la canción mejicana Flor de Té: Flor de Té es una linda zagala que a estos montes ha poco llegó; nadie sabe de dónde ha venido ni cuál es su nombre ni dónde nació. Dos suaves acordes secos y precisos cierran el poema, y una selva de aplausos íntimos lo comenta en seguida. —¡Oh, qué bien, qué bien, Lucecita!... ¿Y por qué, doña Leonor, por qué no me presta usted a Lucecita para que desempeñe un número en la velada de San Vicente de Paúl? Quien así habla es el ya citado Padre Martín, hombre de amplia vida social, canónigo desde sus mocedades, visitador nacional ■de las Conferencias de San Vicente de Paúl y Camarero Secreto del tiempo de León XIII. Hombre, pues, respetado por medio mundo, estimado por las gentes devotas y adorado por las familias ricas que nadan entre dos aguas en los graves momentos históricos. Sentóse Luz a la vera de su madre, doña Leonor. Cruzó con frescura la pierna, tirando luego con los dedillos la orilla de la falda, para medio cubrir la rodilla, y sonrió monísimamente ante 93
el delicado piropo que le lanzaba el bueno y distinguido del Padre Martín. La robusta y bigotuda doña Leonor, no sintióse menos halagada con las palabras del sacerdote. —¡Ay, Padre Martín! ¡Si no se imagina usted lo chocante que es esta criatura! Nunca quiere cantar ni tocar en público... La mandaron invitar de Méjico, para las fiestas de Covadonga, y por más que Carlos le hizo la lucha, pues imposible de hacerla aceptar. —¡Pero, imagínese noniás, Padre! ■—repuso riendo la famosa criatura—; se les ocurre a esos viejos horrorosos hacer su concierto el mismo día del baile del Casino Español, y de loca iba yo a faltar, ¡ qué va! —Y la otra vez, cuando te invitaron aquí estos jóvenes católicos que tienen una asociación —agregó doña Leonor, no acertando a precisar el nombre de la A. C. J. M. —¡Uh! ¡Menos! Ese día estrenaban una película de Gloria Swanson. —¡ Ah, qué muchachas! •—observó complacientemente el Padre Martín—. ¡ Siempre bullangueras, siempre alegres. . . ! —¿Por qué no invita usted a Consuelo Madrigal? ■—añadió Luz con malicioso retintín. .. ■—¡Ah! •—dice doña Leonor, tomando un aire misterioso—. A propósito de Consuelo, no sé qué le ha pasado a esta muchacha. Desde que vinimos de Méjico, en febrero, la encontramos toda cambiada, toda misteriosa. .. Ya se ve: le ha de haber hecho mucha impresión lo del Colegio Teresiano.. . —¡ Pobre Consuelito! —repuso con un profundo suspiro el Padre Martín—. Pero ella y la Madre Francisca tuvieron la culpa... Se metieron a valientes. .. Se pusieron a mandarle al General Ortuzar un recadito que... ¡ válgame Dios! —Pero si eso no es nada —agregó doña Leonor—. ¿Y qué dice usted de los muchachos, esos imprudentes?... Llevar pistola, y disparar... ¿Quién les enseñará la religión a esos jóvenes? ¡Qué bonitos jóvenes católicos, haciendo motines! ... Ahí están los resultados: un muerto, muchos heridos, las madres encarceladas, el colegio ocupado, y una, pues, con el alma en un hilo y enfermándose de bilis con tantos sustos... 94
El día de Cristo Rey el año de 1926, cuando el Soberano Pontífice Pío XI pioc'amo esa Duina Realeza y cuando se desencadenaba en México satánica la embestida, y era pujante la resistencia, laí peregrinaciones a la Basíbca de Guadalupe fueroi particularmente fervorosas.
-—Y yo no sé cómo Consuelito se escapó —observó el Padre Martín. —Yo sí sé —interrumpió con sonrisa maliciosa Luz, que se había entretenido en acariciar un perrillo chato que se le había trepado a las faldas. ■—¡Cállate, quitacréditos! ■—le dijo su madre aparentando una suave reprensión. •—A ver, a ver, ¿qué hay por ahí? ■—preguntó el Padre Martín halando la lengua a madre y a hija. Iba a desembuchar la chica, cuando doña Leonor, más discreta al parecer, optó por descubrir personalmente el pastel. —Usted sabrá, Padre, que mi hijo Pepe tenía relaciones con Consuelo. —"Tenía", ¿eh? —observó Luz. —¡Cállate, no metas tu cuchara! ■—replicó doña Leonor. —¡ De modo que ahora ya no. .. ! -—Allá voy —prosiguió doña Leonor, cortando la palabra al Padre Martín—. La cosa fue a raíz de lo del Colegio Teresiano. Fuimos nosotros a Méjico, al Carnaval, y naturalmente que asistimos al baile del Casino Español!'. .. ¡ Qué cuenta nos íbamos a dar de que en ese día andaban echando a las pobres monjas a la calle y aprisionando a los sacerdotes extranjeros! Mucho menos íbamos a saber que aquí, en Zacatecas, sucedía lo que sucedió. El inocente de Pepe le escribió a Consuelo una carta contándole lo lindo que había estado el baile del Casino, y Consuelo le va contestando poco menos que con un sermón de Cuaresma... ¡Hubiera usted visto qué carta! No sé de dónde se le subió a esta muchacha su catolicismo para culpar a mi hijo hasta de enemigo de Cristo... —Lo comparaba con Nerón cantando frente a Roma incendiada ■—añadió Luz en tono burlesco. •—¡Vaya, vaya!, ¿y luego? —Que Pepe se rió de la devota novia, y fue a repetir el baile al Tívoli... Y Consuelo, furiosa, le mandó tamañas calabazas... •—-Y por telégrafo —añadió Luz con una comprobante inclinación de cabeza. —¿Y luego? ■—insistió el Padre Martín, encantado del chisme. 95 H8
—Dígale todo de una vez, mamá —sugirió la chispeante Lucecita. —Pues ha resultado —prosiguió doña Leonor, bajando la voz—; pero esto, por supuesto, que lo he sabido muy de reserva... Ha resultado que Consuelo se anda ahora volando... •—Con el Genera] Ortuzar, ¡a poco! •—adelantó el Padre Martín. —Ya quisiera que fuera el General Ortuzar. Valdría más la pena; se anda volando con el hijo de Soledad Martínez de los Ríos... ■—Sí, con el ayudante del contador de papá —añadió Luz. —¿Con Héctor? •—preguntó extrañado el sacerdote. —¡ Precisamente: Héctor! Un muchacho... pues nada más que un muchacho. Yo no sé todo lo que hay de cierto; pero Consuelo no sale de la casa de Soledad; la cosa comenzó con una herida en la cabeza y acabó con otra herida en el corazón. —Pero la disimulan muy bien con los cuentos de la Liga de Defensa Religiosa... ■—observó Luz. —Dios nos saque con bien —repuso el Padre Martín suspirando de nuevo—. A esa Liga no le veo yo ni buen principio ni buen fin; menos mal fuera un noviazgo disfrazado de esos muchachos. —Y, a propósito de Liga —añadió virando doña Leonor—, ¿qué le parece a usted de esa Liga, Padre? —Pues, hombre... —contestó vacilante el interpelado—; le diré a usted, esos señores son muy buenos, yo los quiero mucho; pero no me parece el sistema. Todas esas cosas no hacen sino exasperar más al Gobierno y dificultar más la situación. Cayendo y levantando, así la vamos pasando; esa es nuestra condición, no hay que soñar con otro género de vida, somos mejicanos, no tenemos compostura. A mí me han pedido mi apoyo e influencia estos señores de la Liga. Yo, naturalmente que les digo que estoy con ellos, enteramente a sus órdenes. Cómo los iba a desconsolar, pobrecillos, y más cuando los quiero tanto; pero, ¡qué voy a meterme en esos enredos!... Eso sería comprometer nuestras asociaciones, que son lo poco que nos ha quedado. 96
—¿Pero es cierto que los señores Obispos la apoyan? —Los Obispos —contestó el Padre Martín dando otro suspiro más profundo todavía—, naturalmente que no la pueden condenar, y unos más, otros menos, pero todos comprenden que esos señores son personas muy abnegadas y cristianas. En esto yo no me meto. Lo que sí sé es que yo procuré cuidarme las espaldas, y no meterme en líos... Hasta ahora hemos escapado los bienes, por lo menos una parte, de la Conferencia de San Vicente. ¿A dónde iría yo a dar con todo si me metiera con esa famosa Liga? —Por eso mi esposo contestó bien a estos señores ■—repuso doña Leonor—. Estuvo a verlo este joven de Méjico... ¿cómo se llama, Luz? —Rene Gapistrán Garza, y vaya que es guapo ■—intervino la muchacha. •—Sí, Gapistrán Garza; pues vino a ver a Carlos. Andaba este joven juntando dinero para la Liga. "¡Qué he de dar yo dinero para esas cosas!" —le respondió Carlos—. Y no les dio ni un centavo. Y tiene razón, el pobrecito de mi marido ha logrado salvar sus negocios y no quiere echar a pique su fortuna. —Pero la tía de Consuelo... —insistió Luz. —La tía de Consuelo sí dio, y bastantillo, de ella y de la sobrina. —Pues a mí también me sacaron cien pesos ■—dijo el Padre Martín dando otro buen suspiro—. Ni modo de negarme. Pero les dije que era la primera y la última vez que les daba... Y otra cosa curiosa que sucedió a propósito de la visita de Rene. Consuelo tuvo una graciosa ocurrencia en la junta de Hijas de María. Tenemos en caja un depósito de cinco mil pesos para el nuevo estandarte que vamos a encargar a las Benedictinas de París, y Consuelito, con un desplante increíble, se levantó y dijo que en vez de pensar en estandarte debíamos dar esos cinco mil pesos para la Liga de Defensa... ¡Se armó un alboroto! ... Y lo peor, que ya se había ganado a toda la Mesa Directiva y más de media Congregación... Y si no me impongo yo, y hago valer toda mi autoridad, me tiran entre todas al arroyo los cinco mil pesos... 97
—¡Oh! ¡Mi queridísimo Padre Martín! ¡Qué honor! ¡Qué honor! —¡Don Carlos, mi buen amigo don Carlos! Y el aludido entró vendiendo salud y alegría que le asomaban por los carrillos mofletudos. Llegaron las otras chicas. Saludos, gritos, agasajos. Y siguió la escena del té: rato delicioso de charla y risa en aquel saloncito del rico Soberón...
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XV NOCHE FECUNDA H ABÍAN SONADO YA LAS ONCE Y MEDIA de la noche, cuando doña Tomasa, la pobre vieja de Pioquinto el gendarme, agitada y ansiosa, llamó a la puerta de la casa de Consuelito Madrigal, deseando hablar inmediatamente con ella. Consuelito estaba ya acostada. Ante la instancia de Tomasa se levantó, metió los piececillos en suaves sleepers, vistióse un quimono e hizo entrar a la importuna. Ésta, apenas se vio sola con Consuelito en el risueño saloncito de costura, rompió a llorar a lágrima viva: —¡ Niña, niña de mi alma! ¡ Yo no quiero que caiga esta maldición sobre mí y sobre mis hijos! ... Dijo, sacando de debajo del viejo y raído rebozo, el grueso rollo de unos grandes papeles impresos. Púsolo todo en manos de Consuelito, con prisa, como si se estuviera quemando con ellos las manos. Suspendió luego su llanto, cubrióse la boca con el rebozo, y al través de sus ojos llorosos, quedóse contemplando el semblante de Consuelo. Ésta, con calma, cogió el rollo y desplegó el primer papelote, exclamando como quien ya sabe de qué se trata: —¡ Ah. .. ! Y leyó tranquilamente el título que encabezaba el largo y nutrido texto de letra chica. —¿Y cómo vino a dar a usted esto? —preguntó Consuelito. —¡Pioquinto, niña, Pioquinto! —respondió Tomasa—. Ya sabe usted que es gendarme. Y ahora, después del toque de silencio, el Jefe le dijo: "Mañana muy temprano pegas eso en las puertas de las iglesias. El probé dice que no sabe qué cosa es, 99
pero que debe ser algo muy malo contra los padrecitos y contra todos los buenos cristianos, pues dice que los del Gobierno estaban chacoteando, y que decían: "Ahora sí se los llevó la... (pues ya ve usté qué palabrotas traen siempre en la lengua esos indinos) a los Curas y a las beatas..." ¡Ay, niña! ¡Si esto ya es el infierno. .. ! Y Tomasa reanudó el llanto. Luego prosiguió: ■—Y el probé de Pioquinto... Ya lo conoce usted, niña; pues él, su casa y su trabajo, su trabajo y su casa, ¡ dónde le van a gustar a él esas pendencias!, y ahí está en la casa, hecho un huérfano de triste; porque dijo que él no quiere meterles canilla a esos malvados y felones. Él estaba risuelto a juyirse mejor y a desertar de la polecía; pero yo le dije que luego si lo agarraban lo afusilaban. Mejor les digo que estás enfermo, ¿ten? Y entonces él me dijo: "Mira, Tomasa, dame pues un poco de mezcal y tráeme un aguacate para que me pegue un dolor, y les vas a decir a los jefes que estoy en un grito". Y yo le di el mezcal con aguacate, y él decía: "¡Santo niño de Plateros! ¡Que me pegue pronto este dolor!" Y luego me dijo: "¡Bendito sea Dios, que ya me comienza!" Y ahorita que lo dejé, niña, ahorita sí que lo tiene pero retejuerte: está dando unos bramidos... y yo ya les voy a avisar a los de la finca; pero yo pensé: "Primero le llevo los papeles a la niña Gonsuelito. Ella sabe leer y escrebir y le gusta la alción social". Por eso vine a estas horas; usté me ha de perdonar, niña Consuelito, por Dios y su Madre Santísima. —Bueno —respondió Gonsuelito, a quien no extrañaban aquellas heroicas ingenuidades—; lo primero es que cure a Pioquinto. Vaya a la Botica del Sagrado Corazón, y les pide un remedio para el cólico; les dice que me lo apunten a mí. Estos papeles los lleva a la Policía, y que hagan lo que quieran con ellos. Nomás déme tantitos. .. Con éstos tengo. Y usted ahora sí, vaya con Dios. Salía ya Tomasa, cuando Consuelo la detuvo: —¡ Espéreme tantito! •—le dijo. Tomasa volvió el rostro y vio a Consuelo inmóvil, pensativa. Viola después sacudir la cabeza con resolución, y oyó que le dijo: ■—Lo que necesito es que haga usted una cosa. —A ver —respondió Tomasa. ' —¿Sabe dónde vive Héctor Martínez de los Ríos? 100
—Sí, niña; p'acá, p'al lao del Estituto. —Bueno, pues va ahora mismo, y le dice a Héctor que yo, Consuelo Madrigal, lo necesito, que venga inmediatamente y me toque la última ventana. —-¡Válgame Dios, niña! ¡Qué irá a pasar! —Lo que Dios quiera, pero usted vayase luego. —Y ¿vengo yo también con don Héctor? —No, usted ya puede irse a su casa —respondió Consuelito, riéndose para su adentros—. Nomás nos encomienda a Dios. Hasta luego. •—Buenas noches le dé Dios, niña Gonsuelito. Habiendo salido Tomasa consolada y satisfecha, volvió Consuelo a su aposento. Cubrió su gentil cuerpo con vestidos más formales, echóse sobre los hombros un abrigo de estambre, y como quien mata el tiempo, púsose a leer aquel papel infame que Tomasa le llevara. Consuelo movía continuamente la linda cabecita en gesto de indignación, conforme iba pasando sus ojos por aquellos párrafos. Aquel papel era la edición oficial de la famosa Ley Penal contra delitos de Culto Religioso y Disciplina Externa, promulgada por Calles el 14 de junio de 1926, documento que mostraba la resolución inexorable del torpe estadista, de aplicar de un golpe con todo rigor, bajo severas penas, los artículos persecutorios que los revolucionarios carrancistas habían consignado bolcheviquemente en la Constitución de 1917. Aquello era un monumento de infamia. Consuelo no acertaba a creer lo que sus ojos veían en la letra de la Ley, a pesar de estar habituada a sentir la violencia de los hechos cotidianos. Y Consuelo leía y volvía a leer, comprendiendo que ella, que sus amigas, que sus maestras, serían puestas por aquellos mandatos oficiales en una situación de desesperación inefable: —"La enseñanza será laica. .., los infractores de esta disposición serán castigados con multa hasta de quinientos pesos. En caso de reincidencia la multa será mayor.. . Corporaciones Religiosas, quinientos pesos de multa.. . Las monjas, de uno a dos; años de prisión. La Superiora, seis años de prisión. .. Las personas que induzcan a un menor de edad a hacer votos religiosos, arresto mayor, aunque existan vínculos de parentesco. Ministros, de cultos, trajes especiales, multa de quinientos pesos. Ocultar 101
bienes de la Iglesia, dos años de cárcel. Las autoridades municipales que toleren estos delitos, castigadas con multas de cien pesos, de mil pesos, de destitución... Esta Ley será fijada en las puertas de los templos..." El ruido de unos pasos sobre las baldosas de la calle, cambió de pronto el rumbo de los negros pensamientos de Consuelo. Los pasos se perdieron, pero el nuevo pensamiento la avasalló. Retiró su mirada de aquellas letras rojas y negras, colores de la bandera bolchevique, para ponerlas en una faz de aquella escena que ella no había examinado y que era necesario considerar y meditar muy bien. El hecho desnudo era éste: que ella, Consuelo Madrigal, mandaba llamar a su ventana, casi al filo de la media noche, a Héctor Martínez de los Ríos. Aquella cita, sin duda, estaba perfectamente justificada por un fin nobilísimo; pero ella era una mujer, rica y hermosa, y a una tal mujer no sentaba bien el llamar a la ventana a un joven que, en verdad, •comenzaba a trastornarle tiernamente la cabeza. Consuelo midió de un vuelo, que si aquella entrevista podía ■ser de graves consecuencias en el orden social y político de aquellos aciagos tiempos, podía también ser de graves resultados para su corazón de mujer y para su nítida fama de ricahembra. Pues ahí, en la soledad de la estancia, iluminada por un dulcísimo velador azul pálido, su propio corazón le revelaba a gritos una luminosa verdad que ella sentía de tiempo atrás esculpida en sus ■entrañas. No había que dudarlo. La figura de Héctor había tomado para ella un carácter especial. Aquel hombre joven, férreo, que ■ella vio erguirse frente al lecho de Soledad cuando el atentado del Colegio Teresiano, había dejado en ella una impresión profundísima. Había ella querido al principio hundir en la inconsciencia la admiración que aquel muchacho le inspiraba. Quiso después explicarse el fenómeno, mirando en él tan sólo al hijo amoroso, cuando más al joven de empuje y de ideal, si acaso, al héroe de posibles epopeyas futuras que ella misma no acertaba ni le importaba precisar. Pero la verdad era que por sobre aquellos grados escrupulosamente marcados, aquella figura de adolescente alto y macizo, de cabellos recios, de ojos enérgicos, de ceño fruncido y de músculos formidables que se adivinaban en la crispatura de sus puños herméticos, el corazón de Consuelo había 102
encontrado cierta delectación no aprendida, cierto gustillo y sabor no conocidos. Y decididamente, pensó en él, mucho, muchísimo, y lo recordó y lo tuvo presente en la pantalla de sus pensamientos a todas horas, en todas partes, despierta, dormida... Los primeros días, como quien repite distraídamente una canción monótona; a la semana siguiente, como quien acaricia a una linda criatura ajena; después, como quien suspira por una cosa aún prohibida, y por último, durante meses enteros, como quien entroniza a un ángel luminoso y potente, con la cruel fruición, dura y vengativa, de derribar y hacer añicos a un anterior ídolo incoloro: ¡ Pepe Soberón! Aquella noche de las urgentes revisiones, Consuelo repitió su paralelo favorito. Pepe, riquillo majadero; Héctor, modesto, pero distinguido y laborioso. Pepe era un perdido mediocre; Héctor era un joven honrado y digno. Pepe, un merengue, un bobo; Héctor, un atleta, un hombre. En suma, Pepe era el ídolo incoloro, y Héctor era el ángel luminoso y potente. Consuelo ratificaba las ricas calabazas que había aderezado a Pepe, y se gozaba en sentirse esbelta y libre como alondra, bogando con delicia por el cielo de ese período de postulantado que precede a un noviazgo nuevo, seguro ya, fatal, inevitable. . Eran precisamente todos estos precedentes psicológicos los que la inquietaban en aquellos largos momentos de espera: ¿Qué idea iría a formarse de ella el mismo Héctor? Pero antes que esto, cabía preguntarse: ¿Habríase ya dado cuenta cierta Héctor de lo que ella sentía y pensaba? Es evidente que siendo Héctor quien era, no escapaban del ámbito de sus observaciones las cosas que miraran a su propia persona y corazón. Hombre de granito, al parecer, cerrado para el amor, no dejaba de entrever, sin embargo, que Consuelo, la muchacha de actualidad, tenía siempre para él especiales distinciones, elogios en ausencia y rabillos de ojos en presencia. Habían también llegado a sus oídos hablillas suavísimas contra Soberón, y cuentos de calle, que en resumen decían: —Pero, tonto, ¿no te das cuenta de que Consuelo te quiere? Mas, a pesar del ambiente, Héctor permanecía impertérrito, frío, indiferente, incrédulo. Aquella noche, no obstante, sintió una hoja de acero en las entrañas cuando la mujer de Pioquinto le llevó de golpe y po103
rrazo aquel maravilloso recado. Y obedeció al llamado, ¡ cómo no iba a obedecer!, echando de ver, durante el precipitado trayecto, que el granito de su corazón no era ya tan refractario a un sincero y suave cariño de amigo, nada más, de una linda joven. Llegó a la casa, y se asustó sin saber por qué. Al fin, casi temblando, dio tres suaves golpes en la ventana designada, golpes imperceptibles, sí, pero que retumbaron como mazos de batán sobre el sensible y agitado corazoncito que se escalofriaba allá dentro... ¡Noche desierta y rica! ¡Luna espléndida! Todo lo que rodeaba a Héctor estaba sumergido en una atmósfera deliciosa de poética ventura. En medio del silencio majestuoso de la noche memorable, sólo turbado por los aspavientos de su propio corazón, Héctor escuchó dentro de la ventana el ruido augural de una mesilla removida, tras él un delicado chasquido de cerrojo pequeño que se corre y el lamento suavísimo de un postigo que se abre. Héctor abrió tamaños ojotes de liebre, para absorber de un golpe la imagen esperada. Tinieblas en el interior. De pronto, entre la espuma de la blanca chalina de estambres sedosos, el rostro suavísimo de Gonsuelo, aquella Consuelo de los ojazos negros que mataban con el manojillo de flechas de sus pestañas. . . Héctor, por lo pronto, perdió el control de sí mismo, y se agarró a los hierros como un atarantado. Pero un hábil golpe de remo de Gonsuelo le hizo volver en sí, volviéndola también a ella. —¡ Por Dios, Héctor! Usted juzgúeme como quiera; pero perdóneme y óigame. •—A las órdenes, Consuelito. ■—Al grano, pues. Y volcando en el vacío el cuerno abundante de sus posibles felicidades, chasqueando de paso a las estrellitas del cielo que la atisbaban, entróse en la escueta y fastidiosa materia, y refirió a Héctor lo de la comisión que Pioquinto el gendarme había recibido. —Lo que urge —prosiguió Gonsuelo— es que esto no nos coja desprevenidos. Cuando aparezca la Ley fijada en las esquinas, nosotros debemos estar organizados. Hace tres meses tenemos el1 material de propaganda de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, y esa Liga no aparece más que en el escritorio de usted. 104
y de dos o tres amigos de porra. No sé qué les pasa a ustedes los hombres... ¿No le parece, Héctor, que se ha perdido el tiempo? —Muy cierto, Consuelito; pero no se perderá más. —Eso quiero precisamente. Y por eso llamé a usted, y no a otro, y por eso lo llamé esta misma noche y no me esperé hasta mañana. ¡ Hay que lanzarnos! Y si ustedes tienen miedo, nomás dígannos a las mujeres y nosotras trabajaremos. Sonrió Héctor ante la diatriba. Sacó luego el reloj, y buscando el mejor reflejo de las diversas luces nocturnas: —Faltan —dijo— cinco minutos para las doce de la noche. La una, las dos, las tres... ¡ para las cinco de la mañana verá usted, Consuelito, cómo trabajamos los hombres mientras duermen las mujeres! —¡Ghóquela! —respondió Gonsuelito, tendiendo su mano blanquísima y estrechando la férrea de Héctor—. Y para que vea si las mujeres dormimos, mientras los hombres velan por estas cosas, espéreme un poco en el zaguán, y le probaré lo que es la mujer mejicana. Dos minutos después Consuelo estaba a la puerta de la calle. Un abrigo oscuro envolvía su cuerpo, y una bufanda de seda se enroscaba a su cuello. Cogió a Héctor confiadamente por el brazo, y le dijo: —¡ Vamos! —¿A dónde? —preguntó Héctor. —A llevarle gallo a ese dormilón de Guillermo López. Y por eso Guillermo López, el distinguido joven abogado y Presidente de la Juventud Católica, al asomarse al balcón para ver quién daba aquellos tremendos aldabonazos a media noche, distinguió entre las penumbras dos simpáticos pichones, y oyó la bien timbrada voz de Consuelo que le saludó en perfecto inglés con las palabras del general Pittman, que el mismo López había incrustado en un discurso memorable: ■—Up! Up!... Pusch onward! —¡Arriba! ¡Arriba! ¡Es la hora de ordenar el avance!
¿Fue por obra de encantamiento? ¿Fue por arte de brujería? Ello es que a la una y media de la mañana de aquel día 20 105
de julio de 1926 estaban en sesión plena los jóvene s de la A. C. J. M. en su cuchitril de la Calle del Gorrero, las Directivas de los diversos Sindicatos en una casa de los arrabales, las dirigentes de la Unión de Damas Católicas en la casa misma de Consuelito, presididas por su tía, y en el despacho de Guillermo López se instalaban Héctor y don Luis, abriendo paquetes, desarrollando proclamas y revolviendo listas. A las tres de la mañana, comisiones de jóvenes vagaban por todos los barrios de la ciudad, solicitando las adhesiones de los católicos ciudadanos a la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. A las cuatro de la mañana, la Chata de la fonda estaba llenando de atole de pegamento veinte grandes botes, que otros tantos obreros sacaban a la calle. A las cinco en todas las esquinas aparecía la proclama gigantesca de la Liga Defensora, que por primera vez en el siglo, empujaba a los católicos a organizarse y a trabajar en pro de su libertad, quince mil ciudadanos quedaban organizados de acuerdo con el plan de la Liga que ya abrazaba a todos los de las otras provincias, y a la misma hora, por todas las garitas de la ciudad, ya en automóvil, ya en bicicleta, ya a caballo, salían jóvenes de la A. C. J. M. cargados de proclamas y de fichas de adhesión, para ir a hacer vibrar los pechos de todos los católicos del campo y de los pueblos chicos al unísono de ese puñado de católicos viriles que en la antigua ciudad de los aztecas, osaba erguirse ante los eternos tiranos del Méjico honrado. Y a las seis de la mañana, cuando el relente de la madrugada hace a los rufianes sacudir la modorra de la crápula y de la orgía, a esa hora, los oficiales de la Inspección se encontraron con que en vez de la ley Calles que ellos esperaban frotándose las manos, retemblaba en las esquinas el verbo de la Liga Defensora que llamaba a la acción a dieciséis millones de católicos mejicanos.. . Una onda de entusiasmo envolvió a todos los habitantes de la ciudad, y un pánico indescriptible se sintió en cuarteles, comisarías y dependencias oficiales. El Jefe militar de la Plaza hizo montar guardia doble. Cruzáronse nerviosos telefonemas del Palacio de Gobierno al cuartel y del cuartel a la Inspección de Policía, mientras la gente del pueblo comentaba misteriosamente tantas idas y venidas, y las mujeres del mercado, lavando los trastos del "menudo", se animaban las unas a las otras con palabras 106
más o menos comedidas, a trabajar como buenas en la nueva organización que aparecía pujante y arrolladura. Pero aquel alboroto de los buenos presentó un matiz trágico, cuando cerca de las diez de la mañana corrió por la ciudad la noticia desconcertante. Consuelito Madrigal y su tía habían sido sacadas de su casa con grande aparato de fuerza y estaban detenidas en el cuartel de la Jefatura de Operaciones. Nunca se hubiera sabido. . . Porque poca sustancia llevaba apenas el diálogo del General Ortuzar con Consuelito; no acertaba éste a redondear el párrafo en que cortésmente, en verdad, pedía a Consuelito no patrocinara más la propaganda de la Liga, cuando sin decir agua va, un pelotón hirviente de más de trescientas mujeres, pobres en su mayor parte, llegó de sopetón al cuartel y por puertas y ventanas pidió a gritos la libertad de Consuelito. El General no se la esperaba tan gorda y tan de improviso. Sorprendido por una irrupción sui generis, no encontró otro recurso que rogar a Consuelito calmara aquellos pechos acalorados. Y Consuelito, tranquila y sonriente, salió al zaguán y desde el alto umbral, hecha una Reina de Sabá, tendió su brazo, y sonriendo con malicia, dijo: —No tengan cuidado. Ya sabe el General que por ahora no hay peligro. A mí no me pasará nada tampoco. —¡ Que salga el General y que la dé libre... ! —tronó un grito estentóreo de una vendedora de camote. .. —¡ Que salga... ! —corearon todas las simpáticas hembras con voz dilacerante. Y Ortuzar salió y, tartamudeando, dijo a la multitud estas sen cillas palabras: —¡Sí, señoras! La señorita Madrigal y la señora, su tía, están enteramente libres. Y haciendo una inclinación a Consuelito se metió a su cuartel más corrido que una liebre. La tempestad de aplausos y de acla maciones se desencadenó en la calle. —¡Viva Consuelito Madrigal! —volvió a gritar la camotera. •—¡ Vivaaa! De pronto, a codazos y empujones se abrió paso entre la apretada y bullen te muchedumbre, una tosca y vulgar mujer: era la Chata de la fonda que logró llegar hasta Consuelito, y 107
presentándole algo que llevaba cubierto en el delantal, le dice, con el acento más suplicante del mundo: —Niña, tómese estas enchiladitas que le llevaba yo a la prisión. Y en un gesto de demócrata finísima, con dos deditos apenas, to mó Consuelo una enchilada roja y caliente como la sangre de aque lla turba y comenzó a engullirla sabrosamente en medio de la más entusiasta algazara de sus ingenuas admiradoras. Una viejecita temblorosa se acercó entonces también a Consuelo. —Niña —le dijo—, déjeme besarle la mano. Y cuando guste, nomás háblenos. Y volviéndose a la multitud, añade: ■—-¿Verdad, mujeres? —¡Sí!!! —contestaron frenéticas las trescientas voces dilacerantes. Y entre los aplausos de aquella multitud enajenada, que se reproducía de calle en calle y de esquina en esquina, llegó Con suelo hasta su casa en donde la esperaban con los brazos abiertos un sinnúmero de buenas amigas, todas guapas, elegantes, festivas y bullangueras: —¡ Viva Consuelito Madrigal! —¡Viva!!! —¡Arriba, muchachas! —¡ Arribaaa!
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XVI EN LA ARENA No CABÍA DUDA. El entusiasmo de la gente católica cundía y se acrecentaba que era una maravilla. Todas las alegrías, todos los optimismos anidaban en aquella gente buena sin distinción de clases, al ir teniendo más clara idea de lo que vale la organización, y al ir meditando en la seriedad y madurez, la legitimidad, la necesidad y la fuerza de esa nueva entidad que se llamaba la Liga Defensora de la Libertad Religiosa de Méjico. Era ésta una vasta organización cívica, nacida al fuego de la persecución religiosa, en el seno de los hombres más ilustres y activos del campo de la acción social católica. Su fin era unir a los católicos de Méjico; instruirlos y dirigirlos para hacerlos oponer a los eternos perseguidores un frente único y solidísimo. Eran sus postulados los de sana libertad para la gente honrada. Sus medios serían todos los que cupieran en las leyes civiles, y para ser sinceros, cuando éstos no bastaran, todos los que las circunstancias fueran señalando. Un fin ansiado por todos y unos medios que denunciaban entereza y decisión no podían menos de traer en apoyo o al lado de semejante organización todas las fuerzas vivas católicas. La Jerarquía eclesiástica no hallaba nada que pudiera reprobarse en su programa. Las instituciones sociales, como los Caballeros de Colón, la Juventud Católica, las Damas Católicas, los Sindicatos Católicos, desempeñaban gustosas la parte del programa de la Liga que cupiera en sus propios estatutos, y las Congregaciones piadosas y hasta las tímidas monjitas rezaban a todas horas "por los miembros y por el éxito de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa", que todos miraban como un producto providencial en el momento de los desalientos supremos. 109
Podía, pues, el Comité directivo de la Capital de la República enorgullecerse de tener a todo un pueblo pendiente de sus labios y dispuesto a obrar disciplinadamente en la forma que se le ordenara. Corría, a la sazón, la segunda quincena del mes de julio del año 1926. La famosa ley Calles estaba ya dada, y desde el primero de agosto quedaría suprimido en todo Méjico cualquier disimulo o tolerancia de los artículos persecutorios de la Constitución de 1917. Los treinta y ocho Obispos de la República se reunían en la capital de la misma a estudiar y resolver la actitud que debía asumirse en estas circunstancias únicas. La nueva ley, en efecto, presentaba para ellos una nota especialísima. La Constitución protestaba desconocer toda personalidad a la Iglesia y entenderse directamente con los sacerdotes que debían quedar, según la misma ley, enteramente sujetos a todo lo que el Gobierno dictaminara en cuestión de cultos. Una vez entrometido el Gobierno civil, exigía que cada sacerdote encargado de un templo se registrara ante el Municipio. El aceptar tal inscripción significaba en la conciencia del Episcopado el reconocer que el poder civil podía dictar a los sacerdotes leyes sobre materia religiosa. Y esto no podía tolerar todo un Episcopado digno e intachable, como lo es el mejicano. Con un tino, pues, admirable, encontró el Episcopado la solución más suave del horrible conflicto que en su conciencia provocaba aquel sencillo renglón del artículo 130. ¿Se exigía el registro para los sacerdotes que ejercieran en los templos púbíicos? ¿Ese registro no podía aceptarse? Pues entonces el Episcopado ordenaba a los sacerdotes se abstuvieran de ejercer en los templos públicos en los cuales había metido la zarpa el poder civil. Los sacerdotes seguirían ejerciendo en privado su ministerio sin contravenir ya ninguna ley y evitando así el quedar atrapados por el Estado. Pero esta solución tan sin estridencia, tan equitativa, tan sencilla y, por otra parte, tan obligatoria, significaba en la práctica un hecho de trascendental importancia. Por primera vez en la historia de la Iglesia se suspendería el culto sacerdotal en todas las iglesias de toda una nación, y esto no podía menos de conmover profundamente la opinión pública y llamar infaliblemente la atención del mundo entero, sobre la horrible situación que de años 110
En el Capítulo XVIIII, intitulado Acción y Sonrisas, de esta obra, se habla de los globos lanzados en la capital de la República, como uno de los actos audaces de propaganda contra la tiranía callista En estas dos jotos aparecen los "hgueros" y las "ligueras" consagrados al trabajo desarrollado con la mayor circunspección preparando aque1 acto de resistencia y ataque
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Gral D ENRIQUE GOROSTIETA Y VELARDE, Jefe de la "Guardia Nacional" Murió gloriosamente en la Hacienda de Valle (Los Altos, Jal) el 2 de junio de 1929.
atrás afligía al Episcopado, al clero y a los católicos de Méjico bajo la férula de los socialistas radicales. En tal estado de cosas, la Liga Defensora de la Libertad Religiosa comprendió que aquella actitud del Episcopado meramente negativa, no la disculpaba a ella de entrar ya en acción firme y decidida. Toda la fuerza de dicha Liga estribaba en la disciplina de sus miembros. Era cierto que no se habían hecho aún ensayos de acción conjunta; pero también lo era que no se podía ya perder un solo momento en entrenamientos y evoluciones. Por eso el Comité directivo, confiando en la base católica de todos sus afiliados, que lo era todo Méjico, tomó su resolución suprema, y decretó el boycot económico social en toda la extensión de la República, para hacer sentir al Gobierno de una manera efectiva la fuerza y el disgusto de la totalidad católica. Por diversos conductos llegó a Zacatecas la tremenda resolución de la Liga. Héctor, Consuelo y otros católicos notables recibieron copias de las circulares y órdenes enviadas por la Liga a todos sus subditos. La orden del día era propagar la idea del boycot general y hacerla cumplir con energía por todos los católicos. El boycot, fundado precisamente en el hecho de que la vida del país depende de los honrados y laboriosos católicos que forman el 95 por 100 de la población total, tendía a provocar una crisis económica y social que hiciera sentir al Gobierno la vehemente aspiración del pueblo mejicano, de amar y servir libremente a su Dios, y de educar cristianamente a sus hijos. Según el decreto de la Liga, desde el día 31 de julio de 1926, en que la ley Calles comenzaba a regir y en que el culto público automáticamente iba a cesar, todos los católicos de Méjico deberían abstenerse de teatros, de paseos, de fiestas. Ningún católico debía comprar más de lo estrictamente necesario. Vestidos, adornos, golosinas, viandas de lujo: todo sería suprimido en los presupuestos domésticos. Ferrocarriles, automóviles, tranvías, todos los medios de comunicación debían quedar desairados. En suma, todo había de irse a pique, hiriendo de retache al Gobierno hasta hacerlo pedir misericordia y obligarlo a reformar las leyes dictadas contra la vida económica, política, social y doméstica de los católicos. Aquellos días fueron memorables. La, noticia de la próxima 111 H9
suspensión del culto convirtió más almas que la más fervorosa misión de Padres Franciscanos. Hombres maduros y viejos achacosos buscaban sacerdotes para hacer la primera confesión de su vida. Las iglesias reventaban de gente. Todos pedían los Sacramentos. Aquí, los novios, el matrimonio; ahí, los niños, el bautismo. Todos, la Comunión. En la Catedral, el Obispo no cesaba durante tres días de dar el crisma a millares y millares de niños. Al mismo tiempo que aquel mar de fieles entraba en ebullición, las hojas de propaganda del boycot llovían continuamente sobre casas e iglesias, sobre calles y plazas. Todo el mundo se mostraba, al leerlas, fervoroso, resuelto, valiente. ¡El boycot! ¡Era poco! Más que fuera; todos estaban dispuestos a cumplir. Amaneció, por fin, el día 31 de julio. Nunca iluminó el sol una nación más desolada. Semejaba que sobre aquel país se tendía el hielo de una maldición pavorosa. . . La ciudad, teatro de nuestros acontecimientos, no podía menos de participar de la lúgubre impresión de toda la República. Aquella mañana ninguna puerta se abrió. Nadie salió a regar ni a barrer la acera de la calle. Sobre las enhiestas torres de las iglesias, las campanas se encerraban en un mutismo desolador. Eran lenguas mudas y secas en esqueletos gigantes. Sólo las escoltas de soldados rondaban las calles, con el fusil preparado sobre el muslo, dispuestos a reprimir cualquier testimonio de la justa indignación popular, en tanto que en las esquinas aparecían estampados, en letras negras y rojas, como una sarta de blasfemias, los treinta y tres artículos de la ley sacrilega que "reglamentaba el culto y la disciplina religiosa". Hasta muy entrado el día comenzaron a transitar por las calles empleados y empleadas. En todas las solapas de las levitas se distinguía algún distintivo de organización católica. Las mujeres vestían de luto, ostentando en sus henchidos pechos medallas o cruces vistosas. Todo el mundo hacía gala de su catolicismo. La tía de Consuelo, y como ella casi todas las familias ricas de la ciudad, mandó aquel mismo día cortar la instalación de luz eléctrica, quitar el teléfono, entregar las placas de los automóviles y cancelar el pedido de vinos españoles y de cereales americanos que había tratado con Soberón. Soledad, la madre de Héctor, redujo el presupuesto hasta lo increíble. Quesos, dulces, frutas, mantequillas desaparecieron de la mesa. Y, como ella, la gente toda 112
de la clase media se dio a la nueva vida de economía. De la gente pobre es poco lo que se diga: su fidelidad y exactitud en el boycot fue sencillamente heroica. No hubo mucho que esperar. Aquella misma noche todos los salones de cine quedaron desiertos. La serenata pública, desairada. Los tranvías corrieron inútilmente. Los coches y automóviles se aburrían en sus sitios, y los empleados de comercio se pasaron el día espantándose los moscas, que los creían muertos. Cinco días bastaron para hacer comprender a los ciegos lo que el boycot significaba. Y fue el primer sujeto de clarividencia don Garlos Soberón, el capitalista que comenzó por sentir frío el estómago, al ver que su ruidoso almacén se convertía en la soledad de la Tebaida; perdió a los tres días el apetito al confirmar que no aparecía en su tienda un marchante ni para remedio; comenzó a halarse los pelos al recibir cartas de todos los pueblos en que sus clientes le rogaban la cancelación de los pedidos, pues el boycot asolaba todos los rincones, y acabó por desesperarse al ver llegar la fecha del vencimiento de una letra de cuatro mil pesos, en los precisos momentos en que el numerario brillaba por su ausencia en la caja fuerte. —¡Esta sí es buena! —dijo encarándose con Héctor—. Ustedes van a arruinar a la República. —Pues qué —preguntó Héctor—, ¿de veras se está sintiendo el boycot? —No sé si se siente o no. Lo cierto es que ningún banco quiere prestar y aquí no nos ha caído nada. Viene ya la fecha de las contribuciones y no vamos a tener con qué pagar. Al oír estas lamentaciones sonrieron entre sí Héctor y don Luis. Aquella cruel sonrisa de triunfo incipiente se traducía en estas palabras: —¡Friégate tú junto con el Gobierno! Naturalmente que ni al Presidente Galles ni a ninguno de sus autómatas subalternos les olió a ámbar la primera polvareda del boycot de los católicos. El mundo oficial recibió la consigna de mantenerse tieso, de sonreír despreciativamente ante el famoso boycot, pero de temerlo seriamente, de deshacerlo y combatirlo como se pudiera y, sobre todo, de reprimir sin miramientos ningunos, manu militan, toda propaganda y hasta conato de propaganda del dicho boycot. 113
¿Y cómo no temerlo, si la resultante del boycot general, medida y pesada por el Gobierno mismo, era de caracteres pavorosos? Las grandes casas de comercio amenazaban cerrarse, los teatros se derrumbaban, las sociedades de espectáculos se declaraban en quiebra, los bancos comenzaban a suspender sus operaciones, el capital se escondía como por encanto, y la empresa extranjera se replegaba llena de zozobra. Para socialistas de hueso colorado imbuidos en el materialismo histórico de Marx, no era muy difícil predecir y prever los estragos de aquella máquina de guerra sin ruido, emplazada en el terreno económico. Un recado del Jefe Local de la Liga de Defensa advirtió a Consuelito del creciente peligro que la propaganda entrañaba. Las bodegas de la casa de Consuelo eran un verdadero arsenal. Como era seguro que las imprentas serían incautadas después de algunos días, se había hecho el aprovisionamiento para sostener la propaganda intensa siquiera los primeros tres meses. Uno de esos días de general excitación se presentó Héctor a inspeccionar la propaganda que Consuelo había reunido. Sacos enteros y más sacos, y barriles y toneles estaban llenos con hojitas de todos tamaños: "¡ Católicos I ¡ El boycot nos dará la victoria!" "¡ Católicos, no compren nada!" "¡ Adelante con el boycot!" Estas y otras frases lapidarias aparecían en los millares y millares de papeles encerrados en pequetes, destinados a mantener firme y constante la resistencia católica. Y sucedió lo que era de esperarse. El rico Soberón, atorzonado por el boycot, se puso a chillar ante su robusta mujer, sus hijas enclenques y su hijo Pepe, incoloro, inodoro, insípido. Este, herido en el corazón por la ardiente amistad y comunión de miras entre Héctor y Consuelo, hizo notar al rico que era precisamente Héctor el jefe de toda aquella desgraciada conspiración. En fin, entre lamentos inoportunos e indiscreciones culpables hicieron llegar el cuento hasta la Jefatura de Operaciones, denunciando a Héctor como cabeza que en aquella región dirigía la resistencia católica. El Jefe de las Operaciones no perdió tiempo. Sus trabajos anteriores, como la detención del Deán de la Catedral, el cateo de las oficinas eclesiásticas y domicilios sacerdotales habían sido infructuosos, pues no había sido descubierto el arsenal de aquella 114
pólvora inofensiva que socavaba los pies de barro del coloso bolchevique. La denuncia valía, pues, más de lo que pesaba. Y no fue poco el susto que se llevó doña Soledad Martínez de los Ríos al ver llegar a su casa un piquete de soldados que, sin pedir permiso a nadie, revisó pieza por pieza todos los armarios, roperos, cajas y baúles hasta las bodegas, hasta el gallinero, buscando instrumentos de delito. Un chiquillo de las Vanguardias de la A.G. J.M., que pasaba por la casa de Héctor, lo comprendió todo, y a carrera abierta llegó al almacén de Soberón preguntando por Héctor. No estaba ahí. El chiquillo voló a la casa de Guillermo López y lo informó de lo que había visto. Bien adiestrados estaban ya para esas emergencias los diversos organismos católicos, porque unos minutos más tarde un grupo de muchachos rompía de un puñetazo un vidrio del tragaluz que caía sobre las bodegas en que Héctor y Consuelo revisaban los sacos de paquetes. Unas cuerdas caían del tragaluz y volvían a subir, til antes y temblorosas, con los pesados sacos colgando de los extremos. En la misma azotea aquella propaganda se distribuía, y media hora después el arsenal católico estaba distribuido en más de trescientos o cuatrocientos rincones distintos, los más ignorados y enredados en la ciudad. Y cuando los soldados llegaron a la casa de Consuelo, creyendo encontrar a ella y a Héctor con las manos en la masa, los hallaron conversando tranquilamente frente a su tía, en el saloncito de recibo. El cateo fue inútil: estaba a salvo el material de propaganda intensa para algunos meses. ¡ Pero Héctor estaba perdido! De la casa misma de Consuelo fue sacado el intachable joven. Por medio de la calle, rodeado de soldados, como un criminal fue conducido. Y fue internado en una accesoria de la Jefatura de Operaciones, con guardias de vista y rigurosamente incomunicado. Un gran número de personas pidieron permiso para visitar al prisionero; pero fueron todas rechazadas. Una comisión de señoritas quiso interceder por él, pero fueron todas detenidas a la puerta. Algunos abogados solicitaron permiso de hacer la defensa, pero los militares no estaban dispuestos a entrar en melindres con la ley. En esa atmósfera de compasión impotente se envolvieron aquella mañana y aquel mediodía y aquella tarde. De pronto, la tristeza compasiva de todos los buenos se convirtió en horrible zozobra y temor. El periódico de la ciudad comunicaba que 115
ese mismo día 14 de agosto de 1926 habían sido fusilados en Chalchihuites, a unos cuantos kilómetros de Zacatecas, los jóvenes Manuel Morales, David Roldan y Salvador Lara, juntamente con el Cura don Luis Batis, que pretendió defenderlos. El periódico añadía que el Gobierno se mostraría implacable en toda la República. Al leer Consuelo la noticia, sintió en el alma el hielo de un supremo terror. Aquellos jóvenes eran los comisionados de la Liga a quienes tres días antes el mismo Héctor escribía saludándolos y animándolos... Esa misma noche, Consuelo y Soledad, madre y amiga, pálidas como mármoles de Paros, llegaron medrosamente al cuartel. Preguntaron. Nadie les contestó nada. Muy noche, ya muy noche, se les avisó que Héctor ya no estaba ahí. Y aquella noticia, que nadie quiso comentar, quedó clavada en el corazón de entrambas, como una estocada que hiere y no mata, por hundir al espíritu en un infierno de incertidumbre horrenda. .. Volvió Consuelo a su casa, triste y desolada. Héctor... tan noble, tan valiente... tan bello..., ¿dónde estaba? Un fantasma de luto, un fantasma de sangre, duro y porfiado, se aferraba a su mente como una obsesión... Consuelo sacudía su linda cabecita para ahuyentar aquel trasgo siniestro, en cuyo derredor danzaban las sombras ensangrentadas de las víctimas de Chalchihuites, primicias inocentes de la hecatombe inefable. La frente ardiente, las sienes palpitantes, las rodillas temblorosas, arrancada del ambiente de la alcoba que le rodeaba, Consuelo se acercó a la cama. ¿Dormir? ¡Quién piensa en dormir! Maquinalmente, sin embargo, levantó los esponjados almohadones y corrió las niveas sábanas ornamentadas de ricos bordados. Al correrlas, su mano pálida tropezó con un objeto extraño. Lo miró. Lo cogió. ¡Vaya! Una caja de fósforos. ¿Quién la habría puesto ahí? Instintivamente Consuelo miró hacia la ventana que había estado abierta, y como impulsada por un pensamiento nuevo, abrió la cajilla de fósforos con ansia febril... ¡Sí! ¡Un papel!... ¡Un papel de cajetilla de cigarros! ¡Estaba escrito! Consuelo lo desdobló temblando... ¡¡Héctor!! Consuelo leyó el papel con ansia, con voracidad, y lo volvió a leer con mayor voracidad y con mayor ansia, y lo leyó por tercera vez con los ojos bien abiertos, y entonces crispó los dedos estrujando entre ellos el recado misterioso; se cogió del bronce de la cama, porque 116
sintió que el pavimento se movía, que el techo, de un golpe, se venía abajo; sintió, por último, como un golpe de metralla que estallaba en su cerebro haciéndole añicos la nuca delicada, y cayó sin fuerzas y sin aliento sobre el blanco lecho, que la recibió con la misericordia de un nido de plumas... Todavía la linda mujer se incorporó de nuevo y tendiendo su mano hacia el vacío, con los labios trémulos y quebrada la mirada bajo el bosque de sus pestañas largas y sedosas, como una alucinada, como una enajenada, exclamó: —¡Héctor! ¡Héctor, amor mío! ¡Déjame recoger tu sangre bendita! ¡Déjame abrazar tu cuerpo ensangrentado para resucitarte a besos. .. ! Dijo, y rompió a llorar como un ángel del dolor en medio de una noche de tristezas profundas...
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Libro Segundo XVII SANGRE QUE CLAMA L A MANO DE D IOS cortó la cumbre de la montaña, y sobre la alta planicie tendió las inocencias de un pueblo.. . Por el callejón fresco y sombrío, hundido entre la masa fiera de las rocas, custodiado de trecho en trecho por grupos de gigantescos pinos y ornamentado por cortinajes de madreselvas y de hiedras perennes, caminan dos jinetes en sendos caballos. Pobres y flacas parecen las cabalgaduras, flacos y pobres el cuerpo y el espíritu de ambos Caminantes, que divisan ya las primeras casas de madera que llenan la meseta formando el pueblo de Paracho. En vano el rico ambiente saturado de vida y esplendor, fresco y henchido como pecho de madre, les consuela con su caricia reconfortante. En vano cantan las aves ricas tonadillas picarescas. Los dos hombres parecen arrancados de cuajo de aquel seno ardiente y trasladados a la atmósfera triste y desconsoladora del camino de Emaús. En aquel cuerpo seco y largo, vestido de amplio saco de dril y de ajustado pantalón de "panilla"; en aquella cabecilla de blanco sucio y en los ricillos canosos que escapan por debajo del enorme sombrero ancho, pueden los viajeros de Uruapan y Zamora reconocer al santo Cura de Paracho. En las calzoneras de cuero y en la pechera de lo mismo, en la hirsuta barba negra y enmarañada, a don Tomás Anzures, el compadre del Cura. 118
Un suave cuartazo de don Tomás sobre el caballo da nueva introducción a un diálogo quizá interrumpido. Es la tarde del 10 de septiembre de 1926. La horrible pesadilla mejicana comienza a tomar proporciones de horror indecible. El pacífico boycot de los católicos y la suspensión del culto público ordenada por ios Obispos, hacen al Gobierno sentirse burlado y desafiado por sus mismas víctimas inermes. La hora suprema ha llegado. Si la ley persecutoria no basta a domeñar la vitalidad católica, y si los sacerdotes, practicando sus ministerios privadamente, aunque no violen las leyes, prometen prolongar indefinidamente su vida y sus labores, es preciso para el Gobierno romper con los escrúpulos de la ley, y hacer pasar el carro triturador sobre los medrosos desobedientes. El famoso mensaje de "fusílelos" ha comenzado a repetirse horriblemente. Después de la muerte del señor Farfán, en Puebla; de Melgarejo y Silva, en Zamora; de los jóvenes de Chalchihuites, de las señoritas de Colima, todo el mundo ha comprendido que en el alcázar de Chapultepec ha resonado la escalofriante orden del día: "¡Los cristianos a las fieras!" En toda la extensión de la República son buscados y encarcelados los sacerdotes que celebran misa privadamente, y la propaganda del boycot es castigada ya con la muerte, sin formación de causa. Es la implantación del terror. Y esa horrible zozobra, esa consternación que se aferra tenaz en todos los espíritus, es la que apesadumbra a aquel gaucho y a aquel cura disfrazado, que sale de su escondite para ir a confesar a un su feligrés en la capital de la parroquia, sobre la montaña cortada por la mano de Dios. —Pues de veras, señor Cura •—dijo el ranchero—. Yo creo que ya hasta hacemos pecado consintiendo en estas cosas. ¿Por qué ustedes los sacerdotes, que son nuestros padres, deben andarse escondiendo como si fueran malhechores? ¿Por qué tenemos que escondernos nosotros para recibir los Santos Sacramentos?. .. No se han conformado con echarnos abajo nuestras escuelas, con quemarnos nuestras iglesias, sino que ahora hasta el alabar a Dios nos recriminan. . . ¡ Ah, mi señor Cura! Yo creo que esto no debe ser así. Yo creo que nosotros debíamos decir: ¡No y no! Y debíamos pararnos derechos y plantarnos, si queríamos, en medio de la plaza, y ahí llevar al padrecito a decir Misa y a que nos 119
predicara la palabra de Dios. Debíamos decir a estos señores que ya nos hemos verdaderamente cansado de tener tanta paciencia... Respiraba con fuerza el ranchero al hablar de tal guisa. Se enjugaba el sudor y pasaba ligeramente el pañuelo por los ojos, cual si los hubiera mojado la intención con que hablaba. El Cura, mientras forjaba una respuesta, dio un fustazo en las ancas del caballo, que comenzó a trotar. •—¡Gállese, por Dios, don Tomás! Si nos oyen no salimos del callejón. Nos matan. Nos matan sin remedio. Ya estos hombres están enfurecidos y no entienden de razones. Acaban de fusilar, aquí en Zamora, a dos jóvenes: Manuel Melgarejo y Joaquín Silva. Si ahora me descubren, nos matan, nos matan, don Tomás. —Pues casualmente eso es lo que me hace hablar, señor Cura. Esto es ya insoportable, esto no es vida, esto no es patria... ¿ Quién ha puesto en las manos de éstos todas nuestras cosas? ¿Quién les ha abierto la puerta de nuestros hogares? ¿Quién les ha dado la llave de nuestras vidas? ¡Nadie! ¡Nadie! Lo han cogido todo, porque son audaces, porque son atrevidos. Porque nos miran azorrillados, porque nos semblantean tembioiosos. . . Y no se sacian, no se llenan. Ya no les basta el dinero que nos arrancan por contribuciones y por multas, desde que amanece hasta que anochece. Ya no les saben los negocios que hacen con sus enjuagues de política. No, ahora se vuelven el mismo demonio, y quieren barrer con la Santa Iglesia y con Nuestro Señor, y ya cogieron el freno, ya no se arriendan, señor Cura; quieren acabarnos y están decididos a hacerlo, están resueltos a hacernos polvo, a hacernos cisco, sólo porque sernos honrados, sólo porque sernos cristianos de nacencia. .. —¡Cállese, por Dios, compadrito; cállese! ■—repetía con angustia el sacerdote, mirando hacia todos los lados por temor a algún testigo. ■—Yo creo, mi señor Cura, que ése es, quizásmente, nuestro pecado: callarnos. Quizásmente ésa es nuestra culpa: dejarnos... Porque nos hemos dejado muncho, señor Cura; ¡ nos hemos dejado muncho, muncho! Y cabalmente, por eso nos montan: porque nos dejamos. Comienzan por quitarnos nuestro maicito, y nos dejamos; nos quitan nuestras tierras, y nos dejamos; nos quitan las escuelas de nuestros hijos, y nos dejamos; ahora nos quitan 120
nuestras iglesias, nuestros sacerdotes, nuestros Sacramentos, y ¡ nos estamos dejando, señor Cura, nos estamos dejando! Y un sollozo rompió el hilo de aquel discurso. El ranchero volvió a pasar el pañuelo por los ojos y prosiguió: •—Señor Gura, nosotros también sernos hombres. Nosotros también tenemos asaduras y canillas. ¿Por qué nos friegan? ¿Porque tienen sus carabinas? Pues también nosotros tenemos las nuestras. .. ¡Ah, señor Gura, a mí se me hace que ustedes han sido temidos para predicarnos la doctrina, sin agraviarlo a usted, señor compadre! . . . Si vienen los bandidos a quitarme mis muías, yo cojo mi rifle y a balazos se las quito. Si vienen los ladrones a asaltar mi casa, yo cojo mi máuser y defiendo a la familia a balazos. Y ni usted en el tribunal de la penitencia, ni nadie me dice nada. Y si me estoy de bonito, viendo que me roben, yo tengo la culpa de que me roben. Y estos felones me vienen a robar todo, todo, más que mis muías, más que mi casa, más que mi vida, más que la vida de todos: nos vienen a quitar nuestro cristianismo, nos vienen a arrastrar en nuestras barbas a nuestros sacerdotes; nos vienen a burlar nuestros santos Sacramentos, nos vienen a arrebatar lo que yo, lo que todos, sobre todo los probes, queremos y adoramos, y necesitamos para salvarnos, y eso, mi señor Cura, todo eso que vale más que todo el mundo y que todas las vidas ¿eso no lo he de defender con más ganas y con más hambre que si fuera mi vida o mi casa o mis muías?... Yo no lo creo así, señor Cura. A mí, la verdad, se me atora el que la ley de Dios permita ser más porfiado por una yunta de bueyes que por su Santa Iglesia... Nomás diga, señor Cura, si los tres mil y tantos hombres que dragoneamos por Paracho nos fajamos nuestras cartucheras y nuestros cuchillos, y si al primer bandido de éstos que anda en el ejército, en vez de rendirles el sombrero, les damos un encontrón a balazos, y si eso mismo hacen todos los endeviduos de la República, que están nomás sospirando porque llueva fuego del cielo, y si donde no hay rifles se agarran piedras y se cogen palos, y se da con ellos duro y macizo, ya estos malashoras se tocarían más el corazón para burlarse de nosotros y de nuestras cosas santas... —¡Cállese, por Dios! ¡Nos matan! —Está bien, señor Cura; cósome la boca; peroja verdad, yo creo que los cristianos no debemos ser tan dejados... 121
—La Iglesia predica la paz —se atrevió a razonar el sacerdote. Aquello fue una puya en el alma del ranchero, quien dibujó en su rostro un duro esguince, y replicó: —Pues sí, eso es ultimadamente, lo que todos queremos: la paz. jY qué paz podemos tener con estos bandidos! —Hay que tener paciencia en el sufrimiento —añadió el señor Cura. —Pues si precisamente por no sufrir, por eso, sernos dejados; por no sufrir nos vamos acomodando... Yo no necesito pacencia para irme a esconder calientito debajo de la cama; pero sí la necesito, y harta, para sufrir echándome al monte con mi rifle y corretear por él, hambreado y desvelado, metiendo por delante el pecho para que me lo abran a balazos. . . —¡Pero don Tomás, por Dios! ¿No ha escogido usted otro lugar para hablar de estas cosas? ¡Cállese, se lo ruego! Y, por último, yo que soy, aunque indigno, su Cura y su compadre, sépase que le prohibo que ande con esas barbaridades en la cabeza. . . Mientras yo viva, se me quedan quietos todos. Ahí tienen su boycot. Eso basta. Y mucha oración, eso sí, mucha oración. . . —Sí, a Dios rogando y con el máuser dando. . . Pura oración y flojera, hasta le repugna a mi Padre Dios. —¡ Silencio, viene gente! Vamos a meternos por esta vereda para no hacernos muy encontradizos. Una corriente de terror indecible cruzó por todo el pueblo de Paracho aquella misma noche. Un piquete de veinte soldados, al mando de un capitán que echaba blasfemias a diestro y siniestro, acababa de llegar al lugar, buscando al Cura y a sus fanáticos partidarios, acusados todos de violar la ley. El pobre Cura, creyéndose al abrigo de toda pesquisa, habíase atrevido a ir a su propia casa, después de haber confesado secretamente al moribundo. Una noche pasada ahí, después de largos días de ausencia, sería, sin duda, gran consuelo para las dos humildes viejas hermanas, que estaban inconsolables. Sigilosamente había, pues, entrado en su propia casa el sacerdote, y después de largos abrazos, lágrimas, confidencias y palabras de aliento, habíase retirado a descansar en un cuarto del interior, todo lleno de fardos de velas, reliquias y libros viejos. Una pobre candela de cera, clavada en la boca de una botella vacia, iluminaba la miserable estancia. 122
Arrodillóse el Cura al borde del humilde lecho y oró una buena pieza de tiempo. Dirigió sus ojos a un cuadrito de la Virgen de Guadalupe y pronunció estas palabras: — ¡ Santa María de Guadalupe, esperanza nuestra, salva a nuestra Patria! Desnudóse luego y se tiró en la cama, que rechinó al peso de su cuerpo. Rehuyóse buscando acomodo y trató de conciliar el sueño. Imposible dormir. Una bandada de terrores revoloteaba en su cerebro. Ya eran muchos los curas prisioneros, y no pocos los asesinados por los oficiales de las tropas callistas. La presión de la tiranía era de tal fuerza, que por todas partes se esperaba la explosión de la ira popular, y esto hacía a los crueles militares husmear como lobos los rastros de cuanto Cura descubrieran, fiscalizar sus menores actos y analizarlos a la luz repugnante de criminales hipótesis. El Cura se levantó de la cama en paños menores, y alargándose cuanto pudo para no multiplicar los pasos sobre el frío suelo, cogió del viejo estante un libro, volvió a acostarse, lo abrió y comenzó a leer para provocar el sueño. Aquel libro cogido al azar era \m volumen de la Biblia traducida por Amat. Causóle, en verdad, grande y profundo interés el título del capítulo que encabezaba la primera página abierta. Lo leyó, leyó con avidez, sintiendo al mismo tiempo una impresión de rubor, como quien descubre en un autor famoso un error propio defendido con orgullo. Leídas algunas páginas, suspendió un momento su lectura para volver sobre sí mismo y estudiar un inesperado conflicto de ideas que surgía en su propio interior. Y como resolución práctica provisional, aceptó la de esconder aquel libro para evitar que llegara a manos profanas y convenciera a sus fieles de que el santo Cura ignoraba algunas cosas... Para lo cual bastaba colocar aquel libro de nuevo en su lugar y no volver a pensar en él. Levantóse de nuevo el Cura, descalzo; a un paso de la cama quiso anotar, por lo que suceder pudiera, qué libro y qué capítulo de la Biblia decía aquello. Cogió un cartoncillo que por ahí encontró, cartoncillo ilustrado, y lo puso como señal. Levantaba ya la mano para colgarlo en el estante cuando un grito de mujer aterrada llegó a sus oídos. El Cura reconoció la voz de su hermana. 123
—¡ Son ellos! •—dijo para sí. Y sin soltar ya el libro, se abalanzó sobre la vela y la mató de un soplo. Era tarde. En aquel mismo instante las puertas de la estancia se abrían de un empujón fuerte y brutal, y entre un ruido de sables y de arneses de soldado, resonó un grito bronco y feroz que decía: —¡Cura, jijo de un tal; a ti te buscamos!
La casa parroquial quedó aquella noche convertida en un cuartel. El Capitán estableció su improvisado tribunal en la misma sala de recibo. Un triste quinqué de petróleo iluminaba los horribles mostachos de aquel rostro broncíneo y las guedejas lánguidas del Cura que estaba ahí, todavía descalzo, en calzoncillos y en camisa. Alrededor de la mesa, cual monstruos amenazadores, paseaban otros militares fumando y sacudiendo las botas con las toallas del lavabo. En la puerta de la calle y frente a las ventanas, los soldados retiraban a culatazos a los humildes curiosos que se acercaban a ver "qué le querían hacer al padiecito". Allá en el interior de una cámara, las dos hermanas del Cura, sentadas en una cama, sollozaban, custodiadas por un centinela de vista. Comenzó el interrogatorio: —Conque ustedes siguen en su actitud rebelde, ¿verdad? ■—dijo el militar al cura tembloroso. A estas palabras el Cura pareció transfigurarse. Toda la majestad sacerdotal se sentó en su pecho y en su rostro. Levantó muy despacio y noblemente la cabeza y contestó: —¡No, señor! Ni yo ni ningún Cura, que yo sepa, hemos sido rebeldes. —Entonces, ¿por qué no se someten a la ley? —¿De qué ley habla usted? ■—preguntó el Cura. —Pues de la ley dada por el General Calles. —Yo no he desobedecido esa ley. El militar quedó desconcertado. •—Usted anda confesando y diciendo misa clandestinamente. —La ley del señor Calles no me prohibe confesar ni decir misa en mi casa. 124
—¿Por qué no dice usted la misa en la parroquia? —Porque mis Superiores eclesiásticos me han mandado no volver a ejercer ahí. —Ahí está la rebeldía. Ustedes se niegan a registrarse y por eso abandonan el culto. Pero ahora usted se registra. Y yo le daré todas las garantías. ¿Qué dice usted? Quedó mudo un momento el Gura. Los militares se vieron unos a otros. Y creyendo que el moniento de vacilación había llegado para el sacerdote, continuó el Capitán: —¡Qué fácilmente puede usted salir de esta situación peligrosa! Una firma, y basta. Y después, hasta nosotros, hasta el Gobierno podía ayudarlo. ¿Qué dice usted? —Digo sencillamente que no ■—respondió con un aplomo abrumador el noble Gura—. Eso sería ser rebelde, y yo no quiero serlo. Sería rebelde contra mi Obispo, contra el Papa, contra Dios. ■—Pero entonces es usted rebelde contra el Presidente Galles. —Si el señor Galles impone a sus subditos la rebelión contra Dios, yo no le obedezco ni le obedeceré nunca. —¡Basta! ¡Llévenlo al cuarto otra vez! Cuatro soldados acompañaron al Cura. No fue ya a su alcoba, sino a una bodega sembrada de "olotes" y de restos de maíz. Allá, en el salón, los militares, a la luz del quinqué, conversaban entre sí. Uno de ellos, por curiosidad, abrió el libro que el Gura sacara de la biblioteca. Lanzó una irónica risotada y enseñando al Capitán el libro abierto, le dijo: —Mire nomás, Capitán, la muía que encontramos. Leyeron un buen trozo. El Capitán sacó un grueso lápiz rojo y encerró en un llamativo cuadro cada uno de aquellos párrafos. En seguida, por indicación de otro oficial, observó detenidamente el cartoncillo, torciéndose, mientras tanto, el bigote. —Curas desgraciados ■—dijo—; quién los ve tan mansitos... Y asomándose al patio: ■—¡Tráiganlo! —gritó. Y el cura apareció de nuevo, tiritando por el frío de la noche, mal cubierto por aquella ropa interior. —¡ Ustedes, como siempre ■—rompió el Capitán—. ¡ Moscas muertas! Siquiera tuvieran agallas para agarrar un rifle y abrirse a los balazos... Pero son los eternos cobardes. Y al pobre pueblo así lo engaratusan y lo echan al despeñadero. 125
—Pero, ¿qué me quiere usted decir con eso? ■—preguntó azorado el Gura. .. —No entiende, ¿verdad? Conque usted decía que no era rebelde. —Sí señor: lo digo y lo sostengo. —A ver, ¿a qué ha venido usted a este pueblo? •—Señor, vine a auxiliar a un moribundo. —¡Cállese, hipócrita, hijo de tal! Usted anda sublevando al pueblo. Usted venía con Anzures a levantar a esta pobre gente contra el Gobierno. Más hombres debían ser, y menos tarugos. Guando uno se levanta en armas no se viene a dormir a una tlazolera. . . —Pero, señor Capitán, usted se engaña. Nadie puede acusarme de eso. ¡Nadie! ■—¿Nadie? ¡Bueno! ¿Qué significa esto? Y le tendió el cartoncillo dibujado que, como señal, había puesto el mismo cura en el libro. El párroco fijó en él sus ojos y palideció al ver una serie de fatales coincidencias. Aquel carton cillo, recuerdo del Centenario de Constantino, representaba las fuerzas armadas del convertido Emperador levantando las espadas frente a una cruz luminosa, en cuyo alrededor se leía: "Con este signo vencerás". —¿No es ésta su propaganda? •—preguntó el militar. —Señor, se trata de una mera casualidad. Yo le aseguro a usted... —¡Otra casualidad! —dijo, cortándole la palabra el Capitán—. ¿Conoce usted esto? Y le presentó el libro abierto. El Cura extrañó al punto aque llas gruesas líneas rojas, y fijando bien sus ojos, reconoció entre ellas aquellos mismos párrafos que hacía unas cuantas horas ha bía leído con sorpresa en su lecho. Se llevó las manos a la cabeza y exclamó: —¡Dios mío! ¡Me han perdido! ■—¡Basta! —dijo el Capitán—. Zambútanlo otra vez en el cuarto. Un profundo decaimiento invadió el cuerpo del pobre Cura. Aquella página de la Biblia que a él le había reprochado su inocente pacifismo sería ahora prueba de delito en manos de los perseguidores. Llegó el Cura a la triste bodega. A la puerta, abierta 126
de par en par, quedaban apostados cuatro soldados. La luz de una luna espléndida dibujaba un rectángulo luminoso cerca de la entrada, y íeflejaba suavísimamente sobre las sucias paredes que aprisionaban al sacerdote. El Gura se sintió triste y se sintió solo. En el extremo del inmenso patio resonaban las voces de los militares que discutían. En la cámara de las hermanas, los guardianes fumaban sentados en cuclillas en el umbral. Sentóse el Gura sobre una caja vieja de madera, puso ambos codos sobre las rodillas, hundió su cabeza entre las largas manos y se arrancó del momento presente para recordar, en un raudo vuelo mental, como un lenitivo, la historia dulce y tranquila de su vida impecable. . . Aquella vida de seminario, aquel ideal sacerdotal, forjado en su mente juvenil y pura; aquella primera misa con lágrimas y alegría, con recuerdos y proyectos. . . y después, aquella su bendita parroquia, aquella su gente, toda tan buena y tan santa; sus niños de Primera Comunión, aquel Gabrielito que él había hecho sacerdote, aquel Héctor, que él había amado tanto. . . ¡Vida dulce y fecunda! ¡Vida de madre que arrulla y de padre que sustenta! Vida de satisfacciones purísimas, tronchada en un momento por la hoja fría del odio sacrilego. El Gura sintió un nudo en la garganta. Sus recuerdos más vivos eran de aquella tarde, cuando su compadre don Tomás Anzures, también llorando, le exponía la vergonzante pasividad de los buenos ante la ignominia presente. Las palabras del ranchero resonaron de nuevo en sus oídos con una distinción y exactitud extraña. Resonaron todas, una a una, con sus diversos matices, con su creciente intensidad. Y el Gura recordó también con humildad su propia respuesta... Y después... ¡aquel libro!, la Biblia, ¡ la Sagrada Escritura!, que repetía casi textualmente las palabras generosas y valientes del humilde ranchero, a las cuales él, el párroco, se había obstinado en contradecir. . . El Gura sintió miedo y sintió vergüenza, no ante los hombres, sino ante Dios, que era el único que lo miraba sin ira en aquel cuchitril iluminado por la luna. Aquella alma de sacerdote sin insignias, sin vestidos, se sintió más desnuda aún que el desnudo cuerpo que animaba. Como cera al fuego, aquel cuerpo pareció derretirse. Fue una mano blanca que se escurrió, unas rodillas que contra el suelo chocaron, un sollozo que se escuchó, unos brazos que se cruzaron y un rostro que se inclinó con unos ojos cerrados, empapados de lágrimas.. . 127 H10
•—¡Dios mío! —gimió aquella figurilla ruin—, si habré hecho mal... Si habré buscado mi tranquilidad en vez de tu gloria y de tus triunfos.. . ¡ Si habré buscado mi sosiego en vez de la libertad de tus hijos... ! Un momento permaneció el sacerdote como inconsciente. Un frío desconocido invadió de pronto todo su ser. Su conciencia le repetía sus propias palabras, y tras ellas su memoria le gritaba las palabras de la Biblia, y su imaginación le simulaba el choque horrendo entre sus palabras propias de hombre y la inmutable palabra de Dios. . ., entre lo que él había pensado o creído siempre en cuanto a la actitud de la gente honrada, y lo que la Biblia decía y alababa... Un asomo de desesperación le vino al punto. Una extraña clarividencia le hizo juzgarse manchado con un pecado que él no conocía. Con sus dedos flacos cogió entonces las guedejas de su cabeza, las sacudió nervioso, casi hasta arrancarlas, y como quien sospecha dar en la clave de todo un enigma, lanzó esta queja dolorosa: —¡Dios mío! ¡ Dios mío! . . . ¡Si habré predicado el Evangelio de la paz, cuando Tú me mandabas predicar el Evangelio de la guerra... ! Y un llanto dulce, resignado y tranquilo, siguió a aquella confesión tardía. Mientras tanto, en el saloncillo del curato redactaban el mensaje que debían enviar a la Jefatura de Operaciones: "Honróme comunicar aprehensión cura Andrés Posada, convicto confeso propaganda rebelión armada".
Eran las dos de la madrugada. A la puerta del curato, un apretado grupo de gente, sobre todo de mujeres, esperaban la salida del cura. La tropa estaba formada y preparada para custodiar al distinguido prisionero. Cuando a la puerta, como una aparición, se presentó el cura descalzo y semidesnudo, una mujer lanzó un grito de dolor, que fue seguido por un coro de gemidos y de llantos. —¡No nos deje, señor cura! —se oyó entre el vocerío de dolor. 128
Un hombre se adelantó, y arrojando su abrigo al sacerdote, le dijo: —Llévese mi frazada, señor cura. Aquel hombre era Santiago, el cuñado de don Tomás. —¡Cojan a ése! ■—gritó el capitán. Y el mancebo fue internado en las filas. Acto continuo, otro campesino, mirando que el cura iba descalzo, se quitó las sandalias y alargóselas, diciendo: ■—¡ Póngase mis huaraches, padrecito! Y también lo cogieron. Por las callecillas de Paracho desfiló la triste comitiva. Tres inocentes, custodiados por crueles genízaros, marchaban sin saber a dónde. Los soldados montaron en sus caballos; a pie, en el centro, iban los prisioneros. La muchedumbre del pueblo los seguía. El capitán detuvo su caballo. Volviéndose a la multitud, gritó: ■—¿Qué vienen a buscar ustedes? —Queremos ver a dónde los llevan ■—respondió una mujer. —Vuélvanse todos. No le va a pasar nada al cura ni a los otros. El cura volvió entonces el rostro hacia la multitud, y habló así: —Vuélvanse, hijitos. Ya el señor capitán dijo que no nos pasará nada. —Dénos su bendición, señor cura ■—dijo una voz. Y el cura dio la más fervorosa bendición de su vida, entre los primeros pinos gigantescos del camino. El pueblo cayó de rodi llas, y no avanzó más. Sólo unas cuantas sombras se desprendie ron del núcleo, y agazapándose tras los árboles y tras las rocas, si guieron la pista de los penados. Habían caminado una media hora; cruzaban a la sazón el bosque, cuando el capitán dijo: •—Por aquí está bueno. Al darse cuenta entonces de que algunos lugareños se obstinaban en seguirlos a prudente distancia: —¡Espanten esas moscas! —dijo a los soldados de la retaguardia. Estos prepararon sus fusiles, volvieron el rostro y dispararon a ciegas. Estremecióse el cura a la detonación, y al cerciorarse de que 129
dejaban el camino para internarse en la selva, comprendió que su suerte estaba perdida. —¿A dónde nos llevan? —preguntó al capitán—. Díganme si me van a matar para disponerme a la muerte. —Pues dispóngase por sí o por no —respondió el capitán. El sacerdote guardó silencio profundo durante un largo rato de marcha. Volvió a recordar sus palabras de pacifismo, opuestas a la entereza bíblica, y exclamó fervorosamente: —¡Dios mío! Per aquella omisión, te ofrendo mi vida. Recíbela y perdóname. Luego, dirigiéndose a sus amigos: —Muchachos —les dice—, es bueno que se confiesen. Vamos a morir. —Sí, padrecito. Confiésenos, y venga lo que Dios quiera, que es nuestro Padre. —¡Alto! —gritó de pronto el capitán—. Aquí está bueno. ¡Primero al cura! Aquellas palabras bastaron para transfigurar al sacerdote. Su rostro parecía reverberar una luz viva, que centelleaba frente a la de la luna, fiel testigo de la triste escena. Marchó con decisión, como cuando en la iglesia celebraba misa solemne, y se paró frente a un alto peñasco. Ya ahí se arrodilló y oró por breves instantes. En seguida dijo al capitán: —Capitán, yo muero con gusto; pero esos pobres no deben morir. Uno es huérfano que sostiene a su madre. Otro es padre de familia de cinco niños. ¡ Máteme a mí, pero no los mate a ellos! Aquellas palabras suscitaron la más tierna ¡id entre aquellas almas generosas. —Señor cura, queremos morir —dijeron en conjunto—. ¡ Queremos morir con usted! ¡ Dios Nuestro Señor velará por nuestras familias! Y cayendo de rodillas, se inclinaron a besar los pies desnudos del sacerdote, diciendo entre lágrimas: ■—¡ Por última vez, padrecito! Ordenóles separarse el capitán. Ellos se levantaron y volvieron a arrodillarse a distancia, como quien ora ante un santo. 130
El gatillo de los fusiles crujió en medio del silencio de la noche. El cura se irguió, gallardo y bello como un arcángel. .. El miserable oficial, gritó entonces: •—¡Viva Calles! . .. ¡Fuego! —¡Viva Cristo Rey! —contestó con voz entera el sacerdote. Y cayó desplomado. Los dos campesinos se inclinaron y besaron aquel suelo ya bendito. En seguida cayeron ellos junto al cura, repitiendo a pulmón lleno el mismo grito sagrado. .. El capitán, indiferente y calmoso, dijo secamente: •—¡ Vamonos! ... Pasado mañana volvemos por Anzures.
Pero hubo un testigo que hizo fracasar todos sus planes. Juanillo, el hijo menor de Anzures, se había escondido hasta el lugar de la tragedia. Oculto tras el mismo peñasco frente al cual murió el cura, escuchó y guardó en su memoria todas las palabras pronunciadas durante aquella escena inolvidable, dando también todo su valor a la amenaza del militar contra su padre. Pálido de espanto y de furor, tras carrera desenfrenada, llegó al pueblo, contando a todo el mundo el crimen de aquellos bandidos con uniforme. La mañana estaba aún oscura, cuando una triste caravana de gente del pueblo tomó el camino que habían seguido las víctimas. Brincando peñas y malezas, cortando por atajos y por veredas, apresurados, jadeantes, iban niños y mujeres con los ojos desmesuradamente abiertos, mudos y doloridos, caminando por aquel víacrucis en busca de los despojos ensangrentados. Y el primer rayo del sol, como un saetazo, al herir el peñón, testigo mudo del criminal obrar, iluminó una muchedumbre que se rebullía indignada e inconsolable y enloquecida, clamando, llorando, rugiendo, invocando e increpando, bendiciendo y maldiciendo, orando e insultando, levantando una mano suplicante y alzando un puño crispado de amenaza, y mostrando, en suma, en confuso tumulto, todas las varias impresiones que sugiriera la presencia 131
de las víctimas sangrientas y el recuerdo de los verdugos cobardes. .. Angarillas de pino soportaron los cuerpos muertos, que parecían sonreír. Mojaban las gentes en su sangre los pañuelos y arrojaban las mil flores del bosque sobre los despojos cubiertos de heridas. Al lamento del pueblo se unía la canción matutina de los pájaros silvestres, y el viento suave de la mañana hacía inclinar la cabeza empenachada de los pinos gigantescos, en un gesto de religiosa reverencia.. . Llegó la procesión al camino real. Y a poco andar por él, una nueva sorpresa reagitó el dolor y la indignación de aquel pueblo herido. Entre las malezas se descubrían dos cadáveres más: eran las viejas hermanas del cura, que habían osado seguirle en aquella noche fatal. La multitud y el lamento engrosaban conforme se acercaban al caserío, y al entrar en él, fue un bramido el que resonó con todas las amarguras del lamento bíblico de Raquel.. . ¡ No había ya templo: había sido incendiado por los soldados de Carranza! Junto a los paredones ahumados fueron colocados los cinco cadáveres. Dos mujeres: la inocencia y la debilidad; dos campesinos: la pobreza y el trabajo; un sacerdote: el amor. A los pies del sacerdote, un ranchero recio y nervudo se revolcaba como gusanillo: —¡Padre! —le decía—, ¡déjame!, ¡déjame ya cumplir con mi deber! ¡Déjame defender a tus ovejas huérfanas, ya que no me dejaste defenderte a ti! . . . ¡Habla, padre mío, habla! Y el cadáver habló. Una doncella se acercó al recinto, ansiosa y apresurada. Llevaba en alto un libro: el libro mismo que los militares habían arrancado al cura. —El sermón, el sermón del señor cura —fue el rumor que se extendió alrededor de los cadáveres. —Sí, lo dejó el señor cura señalado en la Santa Escritura... En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. . . Y el pueblo se arrodilló y guardó silencio, esperando que la muchacha leyera. Con la voz trémula, a la vez que enérgica, la doncella leyó uno de los párrafos marcados con el grueso lápiz rojo: —"¡Señor! ¡Tu santuario está hollado y profanado y cubiertos de lágrimas y de abatimiento tus sacerdotes.. . ! ¿ Cómo, pues, 132
podemos sostenernos delante de ellos, si Tú, oh Dios, no nos ayudas?" El llanto cerró la garganta y nubló los ojos de la joven al leer aquella lamentación del capítulo III del Primer Libro de los Macabeos. Don Tomás se había enderezado junto al cadáver, y escuchaba atentamente, como quien oye a un ángel del cielo. De cuando en cuando, suavísimamente murmuraba su conmovedora plegaria de aquel día: —¡ Habla, padre mío, habla! La joven continuó. Con voz alta, serena, casi varonil, leyó entonces las palabras candentes de Judas Macabeo a los judíos perseguidos, palabras que estaban marcadas con triple raya roja. El pueblo entero escuchaba sin respirar, como una revelación que se desprendía de aquel libro sagrado palpitante: —"Tomad las armas y tened buen ánimo" —leyó solemnemente la joven. Don Tomás, como un extático, clavó sus ojos en el vacío, y cogió nervioso la mano misma del sacerdote muerto. Y escuchó la continuación del texto: —"Y estad prevenidos para la mañana, a fin de pelear contra estas gentes, que se han puesto de acuerdo contra nosotros para aniquilarnos y echar por tierra nuestra santa religión. (Don Tomás se puso de pie como un sonámbulo). Porque más nos vale morir en el combate, que presenciar el exterminio de nuestra nación y del santuario. ¡Y venga lo que el cielo quiera!" El heroico viejo no quiso saber más, no quiso escuchar más. Levantóse y besó la mano del cadáver, tirando las flores que le rodeaban, y exclamó: —¡ Mártir de Cristo! ¡ Tú me has respondido! En seguida, con la majestad de un caudillo, gritó sobre la muchedumbre llorosa: —¡Los que sean hombres, que me sigan! Cerca de cincuenta hombres maduros y otros garrudos mancebos salieron con él. —¡Padre, bendícenos! —dijo Anzures al salir, volviendo el rostro y el brazo hacia el cadáver. Y dice el vulgo que los labios del cura martirizado se contrajeron para pronunciar solemnemente el nuevo rito de aquella bendición postuma. 133
Así fue que al tercer día, cuando el empecatado capitán callista volvía al pueblo de Paracho a proseguir sus pesquisas, cuando, muy quitado de la pena, al buen trote de su caballo, encendía un cigarrillo, a la altura del desfiladero más próximo a Paracho, una formidable detonación lo hizo entremecerse y una lluvia de balas lo derribó del caballo a él y a otros siete soldados. Una nueva descarga resonó desde lo alto de los peñascos fronteros y otros cuantos soldados vinieron por tierra. Y cuando los restantes, desconcertados, pretenden reorganizarse, nueva lluvia de balas los inunda de las alturas, en tanto que a la puerta opuesta del desfiladero aparece un nuevo grupo armado, que descarga de frente sus armas sobre aquel pelotón en ebullición. Los caballos se retorcían encabritados, los soldados derribados volteaban sus armas en demanda de piedad, y los más afortunados de entre ellos picaron espuelas, y tendidos sobre los cuellos de los corceles, emprendieron la más desesperada de las fugas.. . En tanto que en la boca del desfiladero, sobre el claro horizonte, se dibujó la silueta épica del hombre honrado que se había transformado en león. Era don Tomás Anzures, que con la barba hirsuta, desflecada, y con los ojos relampagueantes, montado en tembloroso alazán, empuñaba reluciente fusil, gritando con voz estentórea: —¡Viva Cristo Rey ¡El primer triunfo, muchachos!
En el cuartel general de Uruapan, la noticia cayó como bomba. Cuchicheos de oficiales, entrada y salida de mensajeros, mucho telégrafo, mucha corneta; todo indicaba que el caso era grave. El grito de Anzures había repercutido por toda la sierra, y aquellos venaderos no erraban el tiro que disparaban. El jefe de Uruapan telegrafió a Calles. El ministro de la Guerra ordenó la salida de tropas de Morelia. Se pidieron refuerzos a Guanajuato, pero Guanajuato se encontraba en las mismas. Otro héroe, Luis Navarro Origel, como Bayardo, caballero sin tacha y sin miedo, hombre de oración, pero también de acción, había perdido la paciencia y se batía con los infames en las goteras de Pénjamo. 134
Tomás Anzures volvió victorioso a Paracho. El pueblo salió a recibirlo con palmas y con flores. Pero no había tiempo que perder. El Gobierno podía mandar miles de soldados, con cañones y aeroplanos, para aniquilar a aquellos centenares de valientes. Don Tomás revisó a sus compañeros. Eran ya seiscientos. Bien armados y municionados. No hubo más armas; por eso no hubo más libertadores. Anzures llamó entonces a su hijo Juanillo, y le dijo: —Coge tu caballo, atraviesa la sierra, toma el tren de Irapuato y te vas a Zacatecas a buscar a don Héctor. Dile que llegó el momento; que nosotros ya nos lanzamos; que le avise a toda la República. El muchacho echó unas gordas en su morral, besó la mano de su padre y partió.
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XVIÍI ACCIÓN Y SONRISAS ¿PERO DÓNDE ESTABA HÉCTOR? Lo sabía ya de seguro Consuelito Madrigal, pues que hablaba de él con gran entusiasmo y alboroto a las siete u ocho muchachas que con ella estaban en el saloncito de costura. ■—¡Qué tal boycot, muchachas! ■—decía, acomodando unos rollos de papel de china—. ¡ Ganamos, porque ganamos! Con que nos mantengamos firmes y enérgicas, los partimos por hambre. Lo que interesa es no aflojar en la propaganda. Al cabo, nosotras no nos asustamos. . . —¡Y, palabra, que no nos asustamos! ■—respondió uña regordeta que había estado ya cinco días en la cárcel. —¿Y ya supieron de los últimos fusilados? •—replicó la beatita Arguelles, que miraba siempre las cosas por el lado más triste. —Sí —contestó otra chamaquilla, que cantaba en todos los conciertos de la ciudad—. Pero ya estamos resueltas: no les tenemos ya miedo ni a las bombas ni a las balas. —¡Miren! ¡Aquí tengo mi provisión de Sótanos! ■—dijo otra, enseñando un fajo del periódico clandestino llamado Desde mi Sótano. —¡ Ah, Chihuahua! •—dijo Angela Araiza—; pero estos endiantrados se han puesto muy listos, y la esculcan a una en la calle; por eso le di su cachetada al gendarme de ayer. —Pero no les vale —observó Consuelito Madrigal—; tienen miedo, un miedo horrible. Dice Calles que es el ridículo boycot; pero con todo y ridículo, lo va a hacer tambalearse. . . Entre tanto, la fiesta es linda. ¿Supieron ustedes cómo acabó lo de Héctor? Tras esta palabra se oyeron tres o cuatro tosecillas, con según136
da intención. Consuelo las comprendió, y se vengó de la significativa burla dando un suave manazo a la que encontró más vecina. —A ver, ¿qué sucedió con Héctor? ■—Con nuestro Héctor ■—explicó la regordeta. —¿Nuestro? —preguntó Consuelo, aparentando extrañeza. —¡Con tu Héctor! ■—corrigió finamente Angela—. ¡Adelante! —¡Por Dios, cállense, muchachas! —dijo Consuelo—. Si lo supiera Héctor, diría que soy una loca. —¿Y tú crees que no lo sabe? —Por lo menos, lo sospecha ■—dijo una tercera. El que sí lo sabe es s, o, so; b, e, be... Sobe.. . —.. .¡ron! ■—terminaron a coro todas. ■—¡Por Dios, muchachas! —dijo de nuevo Consuelo; quien nos oiga dirá que no nos hace mella la persecución... —¡ Como que tenemos un corazoncito... ! ■—dijo otra loquilla, abrazando y besando a la compañera que a su lado estaba. —Y de veras, aunque nos vean de luto y sin ir a fiestas ni a cines, yo no cambio mi estado de ánimo por el de los del Gobierno. •—¡ Estarán trinando! —Pues si no es para menos. A pesar de las noticias que han dado de todos los fusilados y encarcelados, los de la A. C. J. M. trabajan todas las noches, y cada día amanecen nuevos letrerotes: "Católicos, adelante con el boycot". •—¿Y los engomados? —¡Ujule! Sólo en mi barrio cada noche pegamos más de quinientos engomados. . . Y se ven lindos: "El boycot, católicos". "No le tengan miedo a Calles"... Y nadie los puede arrancar. —¡Y qué bárbaras las empleadas! ¿Creen que les pegaron engomados a todos los automóviles de los generales? —¡Anda, ni sabes! Si el soldado de guardia en la Jefatura estaba muy fachoso con un engomado en la culata del rifle y otro en el cinturón, por detrás. —Y qué bonito: desde que nos quitaron las imprentas, se multiplicó más la propaganda. —En mi casa, todos nos vivimos reproduciendo letreritos en papel de china. Luis, mi hermano, saca doscientas copias por minuto, nomás rodando una botella entintada. 137
—Nosotras tenemos unos sellos que dicen: "Boycot", y los pegamos por todas partes. —Y a mí me llega por correo la misma propaganda que yo hago el día anterior. —¡Ah! Los comerciantes ya no aguantan. Los de "Las Fábricas", el miércoles no vendieron absolutamente nada, y el jueves no vendieron más que un carrete de hilo. —¡ Nada, que nos los barremos.! —O reforman las leyes o se los lleva la trampa. —Pues ya dijeron que no reformaban nada ■—observó la Arguelles. —Pues entonces ¡adelante con el boycot! ¡Caiga quien cayere! —dijo Consueiito—. Y ya saben, muchachas, aquí hay carretadas de papel delgadito para surtir a todas nuestras mecanógrafas clandestinas. .. En esto entró a la pequeña estancia, como si fuera un vendaval, una encantadora joven gallarda, esbelta, andar de Diana Cazadora, tez apiñonada, pelinegra, ojos de noche, de mirar penetrante, y besando estrepitosamente a una, dando un efusivo abrazo a otra, diciendo expresivos piropos a la de más allá, de "¡linda", ¡encantadora!, ¡ chula", tomó asiento entre ellas, y díjoles sacando de su bolsa de mano una carta: —Muchachas, una noticia de Méjico, muy graciosa. —¡Viva la tapatía ardiente que llega con todo el fuego de la tierra en donde nunca se pierde, y si se pierde, se arrebata! ■—exclamó Consuelo—. Vamos, María, cuéntanos y lee. •—Miren ustedes —dijo la recién llegada—. Ahora que estuve en Méjico, huyendo de la quema de la persecución en Guadalajara, visité muchas veces a Lola Noriega, mi compañera en el Colegio de las Damas del Sagrado Corazón. Lola es y ha sido toda su vida una joven recatadísima, entregada a la devoción y a las obras del catecismo. Pero sonó la hora terrible, y la palomita se ha convertido en águila, pero sin dejar sus plumas de paloma. Ella y su buena madre tienen agitadas y organizadas varias de las colonias de más importancia de la ciudad, y hay que ver a las dos trabajar con tal circunspección, que cualquiera diría que no son capaces de quebrar un plato, siendo que todos los tienen rotos. Cuando me vine para Zacatecas me prometió Lola escribirme si había algo de interés, y acabo de recibir carta suya. Es ésta: 138
"Mi muy querida Mary: Cumplo lo prometido, y aunque estoy de pendientes hasta el cuello, no puedo renunciar al gusto de darte noticia de la última broma que la Liga ha pegado a estos santos varones. Verás. Con el sigilo y la cautela que imponen las circunstancias, que cada día se hacen más terribles, se prepararon cerca de mil globos de papel, bastante grandes, con el ya famoso escudo de la Liga dibujado en los costados. Distribuyéronlos por toda la ciudad, y hasta en algunas poblaciones cercanas. Todos llevaban su abundante cantidad de impresos, en papel delgado, con los colores de la bandera. Se decían lindezas de los repetidos santos varones. Se dio la orden de que los globos fueran lanzados exactamente a la una de la tarde de ayer. A esa hora precisa, cuando varios aeroplanos de los mencionados varones andaban revoloteando por los aires, porque tuvieron noticia vaga de lo que se proyectaba, eleváronse los globos, y como llevaba cada uno una yesca encendida en el hilo de que pendía 3a propaganda, al legar a cierta altura cayeron los volantes como lluvia sobre la ciudad. Fue aquello encantador, Mary. Biiilaban los globos y las hojas, heridos por la luz de un sol refulgente, destacándose en un cielo de un azul purísimo. Los perseguidores, furiosos, no han podido alcanzar el punto o los puntos en que se fabricaron los globos, ni menos los lugares de donde fueron lanzados. ¡ Necesitarían dar con más de ochocientas casas, y si se tratara de castigar a las personas por el espantoso delito, tendrían que meter a la cárcel, cuando menos, a medio Méjico, porque todos los católicos estamos estrechamente unidos y todos, directa o indirectamente, lomamos parte en estos trabajos. Es cosa de alabar a Dios por esa unión y debemos levantar un monumento al señor don Plutarco, por el gran bien que con esto nos ha proporcionado. "Mi mamá te manda muchos recuerdos, muy cariñosos, lo mismo que a tu excelente mamá. Salúdala de mi parte con todo cariño, y tú recibe muchos besos y abrazos de tu amiga y condiscípula, que mucho te quiere y desea que no aflojes, ni por un momento, en el trabajo. Lola". —-¿ Quién había de pensar que esos famosos capitalinos •—notó una de las jóvenes—, que pasan por ser gentes tan tibias, habrían de llegar a esas actividades? 139
■—Es que asistimos al despetar de un Méjico nuevo ■—dijo con su fuego habitual y con profunda convicción la recién llegada—; y es que se prepara, Dios lo quiera, el momento de vencer, por la buena o por la mala, a fuerza de golpe y de sangre. —¡Jesús nos ampare! —exclamó la Arguelles—. Pero eso no es cristiano; eso es horrible. —Horrible y todo, Jacintita —replicó María en el acto—; pero más feo y más espantoso es que nos arrebaten la fe. ■—Con la oración •—replicó la beatita. —A Dios rogando y con el máuser dando... —Pero. .. —No hay "pero" que valga. Mire, señorita •—añadió María con ímpetu—, si Francia se ha conservado nación católica, es porque los católicos se armaron contra los protestantes y no se dejaron. Precisamente en la "Santa Liga Católica"... Aquí ya ha corrido la sangre y va a seguir corriendo. —La nuestra: seremos mártires. •—La nuestra y la que no es nuestra, Jacintita. Y tú, Josefina, ¿por qué tan callada? —añadió María, dirigiéndose a una joven que había permanecido casi sin decir palabra. Era una señorita alta, de ojos negros que miraban con intensidad, aspecto muy modesto y presentación recatada. —No hablo, porque no necesitas, Mary, que te ayuden. Pero digo que tienes razón, mucha razón, y que yo estoy dispuesta a echarme de cabeza en esos trabajos —dijo, con el color del rostro encendido. —¡Bien, muy bien! —comentó María, cada vez con más vehemencia—. Jacintita, tenga usté, por Dios se lo pido, una idea más digna de lo que es nuestra religión. ■—Es que el padre Martín dice. .. ■—Nada de padre Martín, sino la historia y lo que puede y debe ser. —Calma, calma —intervino Consuelo, al ver que la tapatía se exaltaba y la Arguelles no se daba por vencida. ■—Pero, oye, Consuelo —intervino otra para acabar con la controversia—, ¿qué no nos das te? ¿Pues, qué piensas? —Eso sí que no —respondió Consuelo—. Ni te, ni bizcochos, niñada. ¡Estamos en boycot! Aquí se observa riguroso. 140
—En mi casa también. Hasta en la ropa. Hemos remendado cuanto vejestorio tenemos, y no compraremos nada en ocho meses. —En la comida de mi casa, hasta la carne quitó mi mamá. No se gasta nada. •—¿Ya vieron que el cine bajó los precios a la mitad? —Sí, pero no sabes que a los empleados del Gobierno les acabalan el sueldo con boletos de teatro para que vayan a la fuerza. ■—¡Ah! Si en toda la república fueran tan cumplidos como somos en Zacatecas, en tres días los tumbábamos a puro boycot... —Pues gracias a Dios que sí lo son. Dice Guillermo López que las noticias de toda la república son excelentes... El Gobierno siente ya el vacío, se asfixia, se ahoga. ■—Por eso comienza a matar gente ■—dijo la Arguelles. —¡ Sí, ya lo sabemos! Pero si no entiende con el boycot, ya buscaremos "el otro" sistema que le arda más... —Somos mujeres, tú. —Pero también hay hombres ■—dijo Consuelito—. Yo conozco uno que lo es de verdad. •—¿Pepe Soberón? •—No me hablen de ese pazguato. •—¡Ah! Ya sabemos. —¿Digo? —¡¡Héctor!! ■—¿Y dónde está, oye, Consuelito, dónde está? Esta pregunta quedó sin respuesta. En aquel preciso momento, alguien llamó a la puerta urgentemente. Salió Consuelo, y volviendo luego al salón de costura, dijo a sus amigas: •—Muchachas, las dejo en su casa. Voy a un negocio delicado. Encomiéndenme a Dios y prepárense, por si las necesito. Vistióse Consuelo toda de negro, color adoptado por las católicas como protesta continua por la persecución; se colgó al cuello la medalla religiosa más grande que tenía, y después de besar a sus amigas, salió a la calle. ¿A dónde iba?
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XIX EL HOMBRE ENTERO E L PENSAMIENTO DE H ÉCTOR estaba definitivamente incrustado en el corazón de Consuelo. Los destinos de ambos marchaban ya por sendas paralelas, y a cada peligro o pena del recio joven, Consuelo pedía una brizna siquiera de participación. Por tal impulso movida, Consuelo llegó a constituirse en la virgen protectora, en la guardiana constante de los destinos de Héctor, ofrecidos en aras de una causa a la que ella estaba también entregada toda cuanta era. Vaya que el muchacho merecía eso y más. No olvidaba Consuelo esto, desde que no olvidaba tampoco la impresión horrible que sintiera la noche aquella en que Héctor fue deportado en medio del misterio más cruel y amenazador. Y el alivio y esperanza en que envolvió su corazón la noticia de que Héctor vivía aún, aunque consignado a los jueces en la prisión militar de Tlaltelolco, en la ciudad de Méjico, reafirmó en ella la admiración y maduró el germen del amor hacia el guapo mancebo. Aquel mérito y apreciación de Héctor frente a Consuelo, creció y se robusteció al conocer ésta las muestras de carácter granítico que Héctor diera durante aquellas tres semanas de calabozo. El delito de Héctor era para Consuelo un timbre de gloria. La vergüenza de la cárcel, una prenda de orgullo. Su delito era, según decían, conspirar contra las instituciones, cuando eran precisamente las instituciones básicas del orden social, a saber, la familia, la escuela, la Iglesia, la propiedad, la patria, las que él defendía, y ella con él, frente a un Gobierno de intrusos, ante una ley de energúmenos. .. Héctor se había agigantado. Aquellas semanas de prueba ha142
bían fortalecido todos sus propósitos de sagrada vindicta, y habían acentuado el asco que le inspiraban los hombres que clavaban sus espuelas sobre el cuerpo de la patria. Consuelo estaba informada de todo. Ahí, en la lóbrega prisión, en el momento de supremo cansancio, después de dos días y dos noches de completo olvido y abandono, un rico católico, de la familia de los nuevos tibios, había obtenido permiso de visitarlo y ofrecer lo suficiente para obtener la libertad caucional. Y Héctor se había rehusado a aceptar. ¿Por qué? Porque aquel miserable le proponía como condición "que se quitara de la cabeza la idea de agravar la situación, trabajando por una Liga de ilusos y de candidos". Héctor prefería su calabozo. Consuelo también prefería a Héctor en él. Porque el alma de Héctor, reverberante ahí, lo transformaba todo. Aquellos ladrillos húmedos, aquellos rincones apestosos, aquellas claraboyas cubiertas de telarañas, eran la mejor lección objetiva de todo lo que a las almas grandes podían dar los usurpadores pequeños. Poco después, aquel calabozo era un templo, cuando de diversas partes de la república acudían muchachos y jóvenes a recibir el bautismo del sufrimiento, presididos y alentados por varios sacerdotes que con ellos cantaban con plena convicción: "¡Corazón Santo, tú reinarás. . .!" Jamás perjuros de aquestos muros nos verás ir; ¡seremos tuyos hasta morir... ! Y perfectamente bien templado estaba ya el espíritu de Héctor para despachar con viento fresco a un antiguo amigo suyo que le ofrecía un buen hueso en el Gobierno, con quince o veinte pesos diarios, y a un norteamericano que le abría las puertas de Jauja, invitándolo a trabajar en una poderosa negociación de Chicago. En el capullo fecundante de la prisión, Héctor completó su evolución espiritual, hasta acabar de convertirse en un caudillo. Ahí, en la misma prisión, observó y anotó las condiciones militares y financieras del Gobierno; la mínima fuerza moral y téc143 Hll
nica de aquellos revolucionarios armados que forman el ejército, la profundidad de su corrupción y la imposibilidad de su saneamiento. Palpó una vez más la evidente eficiencia del elemento católico en todos los órdenes que no fueran la fuerza bruta, y ratificó definitivamente su conclusión de que el día que los elementos sanos se resuelvan a reprimir esa fuerza bruta que en manos de los demagogos pulveriza los sillares de la patria, con otra fuerza también física, a fin de quitar el único obstáculo que impide la acción fecunda de tanta fuerza moral, intelectual, económica y social, entonces Méjico será salvo. Mientras Héctor en su lóbrego aposento vestía la clámide del vidente y la coraza del luchador futuro, acá, en Zacatecas, bien lo sabía también él, Consuelo, la princesita de marfil y de oro, luchaba por salvarlo. ¡La fianza! Tal fue su primer objetivo. Cinco mil pesos y Héctor estaría casi libre. ¿De dónde sacarlos? ¡El Padre Martín! ¡Lo del estandarte! Ella y su tía pagarían después. Pero el padrecito se puso pálido cuando Consuelo lo fue a ver. Y la lengua se le trabó ligeramente al decir a Consuelo la verdad, una verdad que indignó profundamente a la joven: El rico Soberón, papá del pazguato de Pepe, había ido a llorarle al Padre Martín, y éste, por su buen corazón, por los lazos de amistad, por esto, por lo otro, no pudo negarse y ¡ le había prestado los cinco mil pesos! Como rayo fue Consuelo a ver a Soberón. Era tarde: los pesos habían volado ya. Y, lo peor: no había esperanza de volverlos a ver... Consuelo rabió. No se acordaba haber sentido un disgusto semejante en toda su vida. Pero a fuer de mujer nunca rendida, abrió otra brecha. Habló con su tía, reunió a sus amigas, movió a los de la A. C. J. M., y entre todos hicieron llegar a Héctor el precio del rescate. Héctor, libertado por Consuelo, salió del calabozo y sus primeros pasos fueron para irse a entrevistar con Rene Capistran Garza, que acababa de salir del suyo, para ponerse a sus órdenes en el momento en que los hombres valientes, altaneros y gallardos, debieran entrar en acción en la noble epopeya prologada con mansedumbres y borreguismos. Rene Capistran Garza, el famoso leader de la Juventud Católica de Méjico, comprendió al punto cuál era el temple del co144
razón de Héctor. Comprendió que era el hombre de la gran empresa que con él había intuido, tras largo estudio y observación, el estado del país, que había reconocido el pecado de los católicos de la antigua hornada, y que había forjádose ya un pecho y un brazo de acero para expiar esa culpa de paciencia ominosa, inyectar vida y alma en el pietismo general, ánimo y esperanza en el clero desconsolado, fuego y sangre en la juventud despejada y un poco de conciencia del propio valer en todos los demás ciudadanos mejicanos. Rene Capistrán Garza había recibido ya multitud de cartas y mensajes. Los más pacíficos de toda la república estaban avergonzados de su paz, y le aclamaban como caudillo de una nueva empresa perfectamente enunciada en estos términos: la defensa de la Iglesia y de la Patria contra el injusto agresor. Por eso, al presentarse Héctor ante Rene, éste saludó en aquél al alma hermana. —Estoy tranquilo —díjole Rene—. Aunque yo fracase por la tacañería de los católicos ricos, confío en que usted levantará mi bandera. Yo he aceptado la enorme responsabilidad de Jefe de un nuevo género de defensa desconocido en nuestra patria, pero necesario. En esa gloriosa defensa, usted será el brazo derecho. Nadie debe extrañarse de nuestra actitud. Hemos agotado todos los medios pacíficos. Nos hemos humillado hasta pedir a las Cámaras de esos hombres perdidos, la reforma de la ley perseguidora. Les hemos rogado con dos millones de firmas de ciudadanos, sabiendo perfectamente que no podían tener otro éxito que el que tuvieron: ser arrojadas al cesto de los desperdicios. Dos millones de ciudadanos hemos sido abofeteados por unos cuantos miserables, y usted sabe que el consejo evangélico no llega a aconsejar el poner otros dos millones de mejillas. . . Ellos fundan su orgullo en los fusiles del ejército; no nos queda otro recurso que la fuerza para reprimir a esa minoría envalentonada. El momento, sin embargo, no ha llegado. Debemos prepararnos, y prepararnos bien. Debemos acumular recursos, organizamos adecuadamente, para reducir al mínimum el tiempo del sacudimiento y restablecer cuanto antes la salud de la patria. Yo me entregaré todo a la labor de allegar recursos financieros. No es mucho lo que necesitamos, pues que contamos con el pueblo todo. A usted le corresponde el ponerse en contacto con todos 145
nuestros amigos de la república. ¡La victoria será nuestra! Guando un pueblo se resuelve a luchar por salvarse, se salva indefectiblemente. Hay un solo peligro: el egoísmo de los grandes capitalistas católicos. Si con él no tropezamos, Méjico será salvo en unos cuantos meses. Pero si esos católicos ricos olvidan su deber... —Entonces —agregó Héctor—, iremos a la lucha sin nada, pero iremos. Así salvaremos desde luego nuestra propia honra. Si los católicos mejicanos nos olvidan, acudiremos a los católicos extranjeros, y si todo capital huye de nosotros, entonces, a pesar de todo, seguiremos luchando. Y la lucha, raquíticamente financiada con la sangre delgada de nuestros soldados hambrientos y desnudos, durará, no un mes, como nosotros queremos, sino como los egoístas lo quieren, durará dos años, cinco años, veinte años, cincuenta años; que nuestros hijos y nuestros nietos nazcan, crezcan, vivan, se desarrollen y mueran en ella, pero que ni nosotros ni ellos consintamos en abdicar nuestro derecho de cristianos ni de hombres, ante una turba de crueles y de ignaros. . . ¡ Y triunfaremos! Esté usted seguro de que triunfaremos. ¡ Y, o derrotamos al Gobierno, o lo hacemos ir a Ganosa.. . ! Héctor había recibido la comisión de entrevistar a los diversos católicos que en cada lugar de la república ansiaban sacudir de una vez por todas el yugo que pesaba sobre la gente honrada. Preparaba Héctor con madurez su itinerario. Debía estudiar en cada Estado con qué elementos se contaba y con qué dificultades especiales se tropezaba. No faltó a los intrépidos iniciadores de la gran defensa, la manera de controlar las informaciones diversas que el Gobierno recibía sobre la situación general del país. El boycot era eficiente. Si no había obtenido aún su fin, era porque no luchaba contra un Gobierno decente, sino contra una turba ciega que prefirió echar a rodar la república antes de conceder la libertad. Así, el mismo bien de la república exigía la resolución del boycot en una protesta armada, único medio más enérgico, que tenía toda la eficiencia del boycot más su efectividad característica. Y ningún instante mejor que aquel en que el pueblo todo temblaba de vergüenza y de asco ante la bajeza oficial, en que la Ley Galles había hecho palpable la persecución antes solapada, en que el Gobierno se arruinaba financieramente y en que la inicia146
tiva privada de los jefes militares ponía a cada ciudadano y a cada pueblo en una situación desesperada. Y aquí volvía a entrar la fría reflexión. Ese movimiento debía planearse y financiarse, sobre todo. Mas, además de esto, debía conjurarse otro peligro gravísimo, propio exclusivamente de este género de proyectos. Debía evitarse que el clero de Méjico, movido de su característico espíritu de mansedumbre, de bondad, de piedad y de paz, no creyera necesario profundizar el estudio de aquella situación, y diera al punto la solución que a primera vista parece la obligada, a saber: recomendar la paciencia y la paz y reprobar de un golpe la guerra. Los seglares católicos comprendían que en este caso quedarían ya atados de pies y manos frente al enemigo. A pesar de que al clero de Méjico se le ha acusado de agitador, bien sabían los ciudadanos católicos que era punto menos que imposible obtener su cooperación. La preparación, pues, eficaz de un movimiento de tal naturaleza, exigía como necesario y tenía por suficiente que los piadosos sacerdotes no fueran a deshacer de buena fe la obra que los católicos emprendían contra la mala fe de los perseguidores. Esta medida exigía mucha previsión, mucha calma y mucho tino. En estos tanteos y preparativos se vivía en el campo católico, cuando corrió en Méjico, como un relámpago, la noticia de algunos espontáneos levantamientos de católicos ya desesperados, en diversos puntos de la República. Departían Héctor y Rene sobre estos tópicos, en uno de sus escondidos bufetes, ojo siempre avizor, sobre el proceso que tenían pendiente sobre ellos, cuando un rápido telefonema de una línea tendida de contrabando, hizo llegar estas sencillas palabras: "Raúl, se te quema la casa". Los profanos no acertarán nunca a descifrar exactamente todo lo que estas cuantas palabras significaban. Baste decir que en la clave adoptada tenía especial significación, no sólo cada palabra, sino cada sílaba. El hecho es que veinte minutos después del aviso, Héctor, vestido de mecánico, salía por el camino de Toluca guiando un automóvil a sesenta millas por hora. Bajo la presión de las circunstancias, no quedaba otro recurso que generalizar el fuego cuanto antes. En Toluca comenzaría el reconoci147
miento; de ahí Héctor iría al Norte, visitaría Durango, luego Chihuahua, después Tampico y, por último, vendría a Zacatecas, en donde le tocaba trabajar a él. Así disfrazado, viajaba ya en el Ferrocarril Central, en un carro de segunda, cuando en la estación de Irapuato vio subir a un muchacho ranchero que él reconoció inmediatamente, pero por quien Héctor no fue luego reconocido. Notó, sí, que el muchacho le miraba con atención, con curiosidad, y con cierta desconfianza. Tan pronto como encontró Héctor oportunidad, se acercó al muchacho, y le dijo: —¿Eres Juanillo? —Sí —contestó el otro sorprendido. —¿No me conoces? —¡Don Héctor! —exclamó el muchacho, como quien resucita, y le tendió los brazos. Al punto aprovechó Juanillo la coyuntura para contar a Héctor de pe a pa los sucesos todos de Paracho, y la comisión peligrosísima que llevaba precisamente para Héctor. Héctor se dio por bien informado, y se sintió en ascuas, al saber con exactitud quiénes eran los levantados en armas. Informó a Juanillo sobre lo que le podía comunicar, y le aseguró que don Tomás sería cuanto antes auxiliado y reforzado. ■—Bueno, don Héctor —dijo Juanillo sin esperar más—. Entonces yo me apeo aquí en Aguascalientes, y me devuelvo luego. Ya cumplí mi mandado. —Vamonos, y te quedas a descansar unos días en Zacatecas. •—¡ Malajos pa mí, si voy a descansar, cuando mi padre trae al retortero a los malditos! . . . Salúdeme a doña Chole. . . Ya le diré a mi padre que le meta duro, que ustedes nos empujan. —Sí, dile que yo me comunicaré con él. Y que si se rajan los del Norte, me voy con él, aunque sea yo solo...
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XX CARNE Y ALMA L LEGÓ H ÉCTOR VESTIDO DE MECÁNICO a la ciudad de Zacatecas y en vez de ir a su casa, fuese a acoger a la de un muchacho de la A.C.J.M., humilde y generoso. Desde ahí mandó a Consuelo el recado que ésta recibió cuando departía bulliciosamente con sus amigas. Había a la sazón una pobre mujer enferma a la que Consuelo solía visitar, y fue aquella casa la que escogió Consuelo para citar en ella a aquel Héctor vestido de chamagoso. Aunque Consuelo ignoraba los sangrientos sucesos de Paracho, ya medía lo delicado e importante de la misión de Héctor, y el peligro que correría a la menor indiscreción. Por otra parte, asaz delicada aparecía la cita desde el punto de vista psicológico; pues los padecimientos de Héctor, la estima que le mostraban los jefes de la Liga en la ciudad de Méjico, la misma participación que Consuelo había tomado en su libertad, todo había avecinado más y más aquellas almas gemelas. ¡No cabía duda! Héctor contaba ya con que Consuelo lo amaba, y con que su propia indiferencia a toda dulzura de mujer, se había ido a la porra desde el momento que lo avasallaba un profundo sentimiento de gratitud, de veneración y de admiración para aquella muchacha que no era una mujer a secas, sino un verdadero ángel de dulce mirar, de firme obrar, con sus ternuras de paloma y sus gallardos vuelos, de heroína. . . Llegó, pues, Consuelo a la humilde vivienda escogida. Iba simpática y linda como nunca. Sobre el negro noche de su vestido, resplandecía la plata de su insignia religiosa, y el óvalo niveo de su rostro siempre animado por aquellos ojazos de hebrea. 149
Héctor, nervudo y arrogante, se paseaba ansioso por el pequeño mal empedrado patiecillo, orgulloso de su vulgar disfraz que ante Consuelo, sin duda, lo enaltecía. Algo intranquila, algo inquieta era a la verdad para Héctor, aquella espera de unos cuantos minutos. No creía Héctor jugar ahí su vida de aventurero, pero sí temía y deseaba iniciar su carrera de amante. Y algo grave era sin duda el tirarse a fondo sobre un corazón de subidísimo precio, con casi plena seguridad de ser recibido en triunfo, pero siempre con un ligero temorcillo de equivocarse de parte a parte en todas sus amorosas suposiciones. El momento era crítico. Corría ahí peligro de sufrir menoscabo su mismo espíritu de luchador social, pues quiebras del corazón suelen arruinar la entera energía del hombre. Temía, por otra parte, enfriar el entusiasmo de Consuelo, al aprovechar aquel preciso momento para tenderle la gentil emboscada. En estos y los mismos y repetidos vaivenes se mecía el espíritu de Héctor, mientras la angelical Consuelo se acercaba más y más a la feliz casucha. Héctor, en la prisa del tiempo que corría fatal para su corazón, vacilaba entre el reprimirse por entonces, o el aprovechar la ocasión, y hay que decir que gozaba a la vez en no determinarse por ninguno de los dos extremos y quedar saboreando aquel dulcísimo dolorcillo, aquel delicioso tormento, hijo de la misma indecisión engañosa y cruel, pero dulce y acariciadora. Se oían pasos. ¿Era ella? Un suavísimo frío comenzaba a invadir su ser. No era por cierto el peligro de una aprehensión peligrosísima, sino el natural miedo de todo hombre por valiente que sea, cuando se acerca a las puertas del amor con temores de encontrarlas cerradas, de un humillante fracaso. ¿Y quién no participaría, como Héctor, de tal incertidumbre, al recordar que a pesar ele la dichosa comunión de ideales, él era el oscuro hijo de su padre y ella era la rica Consuelito Madrigal, niña mimada de la sociedad entera? Aquellas dudas llevaban trazas de matar con muerte repentina todo ánimo en Héctor, cuando sin preámbulos ningunos la gentil figura de Consuelo se dibujó en la puerta de la calle. Héctor tembló. Y ya que no cayó al suelo como partido por un rayo, sí tomó rápidamente la resolución de matar ahí mismo su amor contra su propia entraña, y quedarse chitón para todos los días de la vida. Y sufrir, definitivamente sufrir, pero sin pretender nunca hacer sombra a aquella elegantísima mujer. 150
Consuelo, la despiadada, cerró tranquilamente la enorme madera del zaguán y, esbelta y cimbreadora, adelantó unos pasos, dibujando en su rostro la sonrisa más dulce que ojo humano descubrió en rostro femenino. Héctor bebió de un sorbo el néctar de aquella sonrisa. Y en aquella imagen instantánea descubrió tal dulzura y bondad, tan particular, tan única y tan marcada nota de misericordiosa simpatía, que le hizo sacar los guiñapos de sus amores, desgarrados medio segundo antes, inflarlos de nuevo y colocarlos vivitos y •coleando otra vez a la flor de su corazón, resuelto ya definitivamente a echarse de bruces sobre aquel abismo de suavísima bondad y simpatía, y decirle claramente ahí mismo, a pesar de todos los peligros y de todos los fracasos, que en la talega de su pecho de hombre llevaba encerrado el gato rabioso de aquel amor que le partía el alma. .. Levantó Héctor el rostro, y Consuelo lo miró. Lo miró duro y férreo, como un caudillo, esbelto y digno como una espada. Pero al mirarlo lo hirió también con su mirada de reina y soberana, mirada que se hundió en el espíritu de Héctor, haciéndole temer de nuevo, matándole de un sopapo todas sus intrépidas resoluciones y dejando a los inquietos amorcillos mudos y tiesos como estafermos. Héctor palideció. En aquella fracción -de segundo habría preferido que se lo tragara la tierra, antes cjue pronunciar una sola palabra de amor. Pero la guapa chica no se dio por entendida de los temblores y palideces con que Héctor cerraba aquel drama interior de medio minuto. Se acercó radiante al gallardo mozo, y •—¡Héctor! •—le dice, con un acento de admiración, de cariño, de súplica, de generosidad, corriendo hacia él con los brazos deliciosamente abiertos. Entre los suyos la recibió el muchacho. Chocaron los dos pechos —roca de volcán y pluma de paloma—, y los brazos de entrambos se estrecharon con efusión viva y prolongada. Héctor se sintió arrebatado hasta el tercer cielo. Nada vio, nada sintió, nada oyó. Sólo recordó más tarde que el momento en que el perfume del rostro de Consuelo le acusaba su vecindad, cuando en su mejilla tostada sintió el desconocido cosquilleo de los amenos rizos de la joven, él arrancó del fondo de su ser un sentimiento nuevo, una pasión toda flamante y rica, creada por Dios •especialmente para aquel instante y para aquel abrazo, y con aquel 151
sentimiento y con aquella pasión vistió, fundió, impregnó estas palabras : •—¡Consuelo de mi alma! —pronunciadas con una ternura de que él mismo nunca se creyó capaz, y dejándolas con soltura ungir las sienes de Consuelo, endulzar sus oídos, destilar sobre su corazón, entrar hasta sus huesos como un óleo suavísimo, perfumado, penetrante, que debía producir infinitas resonancias al hablar muy suave dentro de aquel corazón de princesa hechizadora... La presencia de algunas humildes mujeres y el peligro que en verdad Héctor corría, hicieron a entrambos pasar como gatos sobre brasas, por los campos brevísimos de su idilio, y dando carpetazo al negocio de las ternuras, entrarse de lleno en la prosaica materia de la entrevista. Bajo un triste dosel de raquíticas parras, sentáronse Héctor y Consuelo. El joven, omitiendo los detalles de su prisión que poco interesaban por entonces, y agradeciendo someramente a su ángel protector la fianza y por ende la libertad caucional tan fecunda para él, expuso a Consuelo en los términos más breves y precisos la resolución tomada ya irrevocablemente de levantar por toda la República el grito de defensa armada, y la misión que él recibiera de conferenciar con los correligionarios en diversos puntos de la República, para venir después a encabezar él mismo el movimiento de Zacatecas. Consuelo le escuchó sin pestañear. Y como respuesta al aventurado programa sólo tuvo palabras que revelaban en ella una naturaleza superior: —¡Muy bien! ¿Y qué debo hacer? —Tenemos hombres y tenemos armas, por lo menos para comenzar —respondió Héctor—; pero las familias de esos hombres quedarán en la miseria mientras nosotros luchamos. También necesitamos parque, mucho parque, y para todo esto necesitamos sencillamente dinero. Esta obra de aprovisionamiento la han aceptado con entusiasmo las mujeres católicas. Esta es la misión que yo vengo a poner en las manos de usted, Consuelito. —Dinero, parque... —repitió reflexionando Consuelito. —Parque, siquiera parque, con lo cual nosotros conseguiremos todo. Consuelo aquietó el vibrar de sus pestañas, inmovilizó sus labios, pensó fuerte, sintió hondo, y por último, habló claro: 152
—¡Perfectamente! ¡Trabajaremos, y de veras!.. . —En estos momentos el asunto está delicado •—prosiguió Héctor ya perfectamente entrenado—. Algunos no han soportado más, y se han lanzado ya a la lucha. Esto nos pone a nosotros en una situación peligrosísima, y a la vez nos urge a organizamos, pues de otra manera aquéllos quedarán solos en el campo y eso es injusto. .. —Pues a comenzar ahorita mismo ■—añadió Consuelo. —Yo quiero salir esta misma noche para el Norte. Sólo me reservo diez minutos para ver a mi madre, que me creyó muerto. Consuelo miró su rico relojillo de pulsera, lucero microscópico que se acurrucaba junto al hoyuelo de su muñeca, y respondió: ■—Son las ocho de la noche. Tenemos dos horas. Comenzaremos en seguida las entrevistas. —Yo creo —dijo Héctor —que nos es necesaria la influencia de algún sacerdote bien relacionado. El Padre Martín, por ejemplo, tan bueno y tan estimado, nos puede ayudar mucho. —¡El Padre Martín! —murmuró Consuelo lanzando un suspiro al recordar la inocente jugada de los cinco mil pesos. —¿No cree usted eso? ■—preguntó Héctor al observar la impresión de Consuelo. —Yo me temo que el Padre Martín se asuste, nos asuste a nosotros y asuste a todo el mundo, dejándonos en la picota. Pero no sería inútil tomarle el pulso. ¿Y luego. . . ? —Nuestro plan, en concreto, será éste —prosiguió Héctor—: pedirle que nos ayude con su influencia, recomendándonos, alabándonos delante de los ricos que él frecuenta, o por lo menos comprometiéndose a dar su opinión en nuestro favor en caso de que le consulten. Con eso tenemos asegurada la participación de la sociedad rica católica. •—Bueno sería obtener de él siquiera que no nos descompusiera lo que nosotros mismos hiciéramos... —¡Consuelito! —dijo Héctor en tono de suavísima reprensión— ¿comienzan ya los pesimismos? —¡ No, qué esperanzas! •—respondió Consuelo sacudiendo la cabeza y sonriendo—. ¡No hay que pensar! Yo me voy inmediatamente a la casa del Padre Martín, dejo entreabierta la puerta, usted llega y se cuela de rondón. ¡Y hablamos al Padre Martín con toda claridad! Y como lo dijeron hiciéronlo. 153
XXI ESTOCADA DE HIELO EN UNA AMPLIA SALA, despacho a la vez que recibidor, con grandes sillones forrados de seda raída, consolas extensas cubiertas de baratijas y de santos con nichos de vidrio, Consuelo y Héctor esperan que una criada anciana anuncie la visita al Padre Martín, que en aquel momento cena. Envuelto en un balandrán gris, cubierta la cabeza con una especie de gorro frigio y arrastrando unas babuchas rojas bordadas de oro viejo, hace su aparición en la estancia el famoso Padre Martín. Acércase antes que todo a levantar la mecha de un viejo pero elegante quinqué de petróleo, pues la disciplina del boycot le ha obligado a cortar la electricidad; después, también paso a paso, se acerca a la mesilla de la radio y da una media vuelta al registro de azabache para sofocar los gruñidos de una importuna estática, y acabada la faena se acerca por fin al estrado en donde ambos jóvenes le esperan de pie. —¡Vamos a ver! ¿Qué hay de nuevo? —dijo tendiendo la mano a Consuelito, mano que ella besó. Al tender la mano a Héctor, se le queda mirando con fijeza, como para identificarlo. ■—¿No me reconoce usted, Padre? ■—preguntó Héctor sonriendo. El sacerdote lo miró con mayor atención todavía, mostrando no reconocerlo. —Soy Héctor Martínez de los Ríos —dijo el muchacho, creyendo entusiasmar con su nombre al eclesiástico. —¡Ah! ■—exclamó el Padre Martín, con un tono que estaba a mil leguas del entusiasmo. 154
Consuelo dirigió a Héctor una rápida mirada, para animarlo en aquella atmósfera de indiferencia. En seguida, con tono de gracia, añadió: —¿Y a mí no me reconoce usted, Padre? ¡Soy Consuelo Madrigal! Mordióse los labios y sonrió el canónigo. —¡ Ah... Conque Héctor Martínez de los Ríos y Consuelo Madrigal, ¿no es cierto? —¡ Sí Padre! —contestaron ambos creyendo que el ambiente se animaba. —Me habían dicho —prosiguió muy tranquilo el Padre Martín— que esos nombres sonaban por ahí juntos, y ahora veo que es verdad. Consuelo y Héctor dieron buena acogida a la broma. —Y sonarán más dentro de poco ■—añadió Consuelo cogiendo al vuelo la mosca—, pero para ello necesitamos de nuestro buen Padre Martín. .. El Padre Martín sintió un baño de rosas con las zalameras palabras de la diestra muchacha, y sonrió plácidamente. .. —¡ Ah!... Se trata de boda elegante; pero, hijo, en esas fachas... —concluyó el Padre dirigiéndose a Héctor. Consuelo comprendió al punto que el Padre desviaba el timón, y le interrumpió diciendo: —Padre, usted piensa en bodas, cuando nosotros en lo que pensamos es en salvarnos. Abrió tamaños ojos el Padre Martín. Se puso serio: ■—¿Pues qué pasa? ■—preguntó—. ¿Se fugó usted, Héctor? ¿O que es lo que les sucede? —Sí Padre; él se fugó y nos pasa algo, nos pasa mucho. Nos sucede a él y a mí, a usted y a todos, lo que usted ya sabe —dijo con vehemencia Consuelo—. Y ya estamos cansados de estar con los brazos cruzados, estamos resueltos a buscar la manera de acabar con esta horrible situación de Méjico, estamos decididos a poner en ejecución lo que pensamos... —¡Vaya, vaya!... ¡Muy bien! —respondió el Padre Martín acomodándose en el sillón, que protestó rechinando. —¿Y usted también está tan valiente como Consuelito? —Sí, Padre —respondió con seriedad el joven—. Y venimos a hablar a usted con franqueza, a pedir su consejo y a rogarle 155
su influencia. En pocas palabras, Padre: el plan es éste: ¡ levantarnos en armas! ■—¡No sean bárbaros! —dijo el Padre entre burlesco y asustado. Héctor y Consuelo clavaron en él los ojos. El Padre no pudo resistir aquellas miradas que lo asediaban, y se levantó, y fue a cerrar por sí o por no la puerta del salón que había quedado abierta. Volvió luego a su sitial, ya más entonado, y sonriendo de nuevo, preguntó: —¿A cuál de los dos se le ocurrió eso primero? —Padre —dijo Héctor zafando al Padre del camino de broma que pretendía tomar—, la cosa es más seria de lo que usted piensa. El movimiento armado es a estas horas ya un hecho. En la Sierra de Michoacán se ha levantado ya don Tomás Anzures, en Guanajuato está ya Navarro Origel, en el Norte están otros. Esos pobres no han podido soportar más. Yo mismo he huido de Méjico, porque con ese motivo ordenó Calles mi reaprehensión. Ahora tenemos ya el compromiso de secundar el movimiento en toda la República. A mí me toca secundarlo aquí. El Padre Martín sintió frío. Se levantó de nuevo y cerró las maderas de las ventanas. Volvió a su sitio. Antes de sentarse fue a cerrar la puerta de su alcoba que había quedado abierta. —¿Y cómo se le ha ocurrido venir aquí? ¿Y a ti, Consuelo, andar con este joven? —Padre, por la sencilla razón de que yo soy también católica. —¿Y nadie sabe que usted está aquí? ■—preguntó inquieto el Padre. ■—Nadie más que usted y Consuelito. —¿Ni su mamá? —Ni mi madre. —¿Y a mí para qué me quieren? —dijo con titubeos el sacerdote. •—Para esto: necesitamos dinero. Consuelito será la agente financiera, y usted debe ser quien nos recomiende y nos apoye con los católicos ricos. Eso es lo que pedimos de usted. Un intervalo de profundo silencio siguió a las palabras de Héctor. El Padre Martín quedó pensativo. Frunció un poco el ceño, y bajó la cabeza clavando la mirada en el pavimento. Héctor y 156
Consuelo lo devoraban con los ojos. Para Héctor el instante era crítico. Era el primer paso que daba hacia el ideal, sin conocer todavía la amargura de los grandes hombres. Levantó por fin la cabeza el Padre Martín, y dirigiéndose a Consuelo, preguntó con suavidad: —¿Y tu tía ya sabe esto? —Lo sabrá a su tiempo— respondió Consuelo—. Nos pareció más urgente hablar primero con usted. El Padre Martín sacudió ligeramente la cabeza. —Pues... el asunto ■—dijo— es bastante delicado. Necesito pensar mucho lo que he de responder a ustedes. Yo necesito hablar otro poco con usted solo —dijo a Héctor—. Por lo pronto les digo que esto me parece una locura. .. ■—Padre —dijo Consuelo—-. Héctor no tiene tiempo que perder, y ya que está aquí, yo quiero que hablen de una vez todo lo que quieran. Me voy al momento y los dejo solos. ■—No, Consuelito —dijo el Padre—. No se vaya usted. Al fin y al cabo Héctor puede volver después, dentro de una semana, de un mes. .. —No, Padre: ¡qué semana ni qué mes! ¡No queremos perder un minuto! Los dejo solos para que hablen... ¡Héctor, le quedan dos horas escasas! ¡Nos veremos luego! Y sin esperar más cumplidos, besó Consuelo la mano del Padre Martín, y salió. Héctor sintió que con ella se iba el cincuenta por ciento de BU fuerza y de su ánimo. No creyó, sin embargo, llevar al fracaso la empresa discutiendo él solo filialmente con el Padre Martín. Este apenas se vio solo con Héctor, tomó un nuevo aire de sombrío desenfado, y le dijo: —Conque, joven, hablemos ahora con más libertad y con más franqueza. . . Yo creo muy posible lo que usted me cuenta. No me extraña que algunos pobres tontos hayan tenido esa descabellada idea en sus montañas, cuando en nuestras ciudades, entre los que se las dan de intelectuales, hemos encontrado también muchos chiflados... Yo le diré a usted con llaneza: ¡ustedes lo que están haciendo es que nos están acabando de zambutir en la camisa de once varas en que nos han metido los obispos.. . ! Héctor sintió un golpe de hielo en la mitad del alma. Clavó 157
sus ojos escrutadores sobre el rostro del sacerdote, le miró los párpados abultados, las mejillas carnosas, los labios gruesos, todos los detalles de su rostro hasta identificarlo perfectamente, pues creyó estar hablando no ya con el Padre Martín, sino cuando menos con el patriarca de los comediantes del cisma. —¿Se refiere usted, Padre, a la suspensión de los cultos? ■—preguntó tímidamente Héctor. —Me refiero no sólo a la suspensión de los cultos; sino a eso y a todo. ¡ Se ha escogido un camino de bravatas y de alborotos que nos va a perder, que no ha hecho m ás que agriar los ánimos, y despertar a estas fieras y hacer a los revolucionarios echarnos el caballo encima . . ' Guando las cosas están más delicadas, cuando las leyes nos están amenazando, era lo debido, señor mío, era lo debido estarnos callados, casi nulificados, no llamarles la atención. Eso pide la prudencia, la previsión, la diplomacia. No se necesitan muchos dedos de frente para descubrir esto: ! hasta las gallinas se acurrucan y se dejan dar palos cuando no tienen otra salida! .. Pero no, señor... Y ahí va saliendo el Obispo de Huejutla con sus pastorales de perdonavidas. Lo meten a la cárcel con plena Tazón. Los demás debían escarmentar. . . pero no, y va saliendo el Arzobispo de Durango con su grito de "¡Viva el de Huejutla!", y tras él el Obispo de Tacámbaro, con su trozo de ópera: "Si retrocedo, matadme", y hasta el viejito Arzobispo de Méjico, se entusiasma y declara la perogrullada de que "las leyes del 17 son contra la libertad". ¡Es evidente! Galles no está en el tercer grado de humildad de que habla San Ignacio. ¡ Le pican, le pican y le vuelven a picar, y él dispara, y nos lanza el decreto de 14 de junio para meternos en cintura y acabar con nosotros!... Héctor estaba desconcertado. Todos los argumentos que llevaba preparados no le servían para nada en aquel imprevisto y rudo ataque contra el Episcopado mismo de Méjico. —Padre, yo no sé cómo responder a usted. Es la primera vez que oigo hablar en esa forma contra los señores Obispos. Mi corazón de católico me dice que cuando un enemigo me está hiriendo es mi padre quien clama en mi favor, y es mi padrastro quien se cruza de brazos y calla. Por eso todos nosotros, al mirar que esos señores Obispos se enderezaban y hablaban así, comprendimos que no estábamos solos, que éramos hijos que te158
Luis N A V A R R O O R IG L I I hern^no I G \ A C IO > el Coronel ÁNGEL CASTIGO Dominaron en la región de Coalcoman y mvneron combatiendo
Corl ÁNGEL CASTILLO^ Jefe de la 2° Zona, Mich , y la Viuda s hijas del Corl IGNACIO NAVARRO ORIGEL, muerto en campaña.
níamos padre, que éramos ovejas que teníamos pastor.. . Usted habla de la amenaza de las leyes. Pero ya no era una simple amenaza cuando el Obispo de Huejutla hablaba. Cuando él levantaba su voz, que nos recordó la de los antiguos Padres de la Iglesia, ya nosotros habíamos visto el saqueo del Colegio Teresiano, la expulsión de las monjas y de los sacerdotes extranjeros, la clausura de nuestras escuelas, la ocupación de los Seminarios. Y antes de esto, hace diez años que estamos viendo y lamentando las mismas cosas, sintiendo el doble tormento de la pérdida de nuestra libertad y el silencio desconsolador de nuestros dirigentes. Todos ansiábamos un grito de aliento, todos aguardábamos un toque de reunión de los buenos para organizar la defensa del bien. .. Por eso nos sentimos bendecidos por Dios, cuando Calles nos impuso la lucha por la Iglesia, cuando los señores Obispos se reunieron en Méjico, y se irguieron en defensa de la Iglesia que a ellos estaba encomendada. Ellos suspendieron el culto público; nosotros nos lanzamos al boycot. . . —Mire usted, joven: es inútil que discutamos. Disentimos desde los mismos principios. Yo siempre he sido amigo de la paz. Yo creo que no tenemos remedio. Somos unos pacientes desahuciados. Hemos llegado a un punto en que los revolucionarios tienen ya toda su fuerza, y que a nosotros no nos toca sino estar bien, lo mejor posible con ellos. Existen las leyes, son leyes persecutorias, está bien; pero ya sabemos que no las aplican; bueno, las aplican aquí o ahí, pero de vez en cuando; mas, después, se moderan un poco, aflojan, se les olvida, y así la vamos pasando... Nuestra actitud, a mi entender, debe ser disimular, disimular lo más posible... Que no quieren colegios católicos; pues quitarlos. Que no quieren que salgamos de sotana; pues salir de chaqueta. Que nomás cinco sacerdotes; pues nomás cinco sacerdotes. Que no hablemos de política en la prensa; pues hablar de otras cosas. Que para ejercer el culto público nos registremos; pues... —Padre, por Dios •—interrumpió Héctor—. Si yo no creo que usted sea el Padre Martín, sí me parece que usted se ha rebelado contra la Iglesia. .. ¡ Ya no discuto, Padre! ¡ Ya no replico! ¡ No pronuncie usted esa palabra que iba a pronunciar: registrarse! —¡No! No digo que nos registremos así nomás... pero bus159 H12
car algún modo de registrarnos para evitar precisamente estos sacudimientos. —¡Ya, Padre! ¡Lo comprendo todo! Y al decir estas palabras, Héctor temblaba de pies a cabeza delante de aquel sacerdote que le parecía sencillamente monstruoso. .. —Pues me alegro que lo comprenda usted. Y yo, consecuente con mi principio de que debemos conformarnos con lo que nos vayan dejando, he sido enemigo de toda idea que tienda a irritar los ánimos; por eso soy y fui enemigo de la Liga de Defensa Religiosa, como antes lo fui de la A.G.J.M. que con esas rancias sociologías hace a los muchachos imprudentes y presumidos; fui enemigo también de las famosas Damas Católicas, otras que mejor cantan, y también me cayeron como patada en el estómago esos dichos Sindicatos católicos en que se ha querido volar a los obreros y darles alas para que se envalentonen ante sus amos... Héctor echó de ver que el buen Padre Martín estaba perfectamente perdido y sintióse animado al mirar que embestía de un golpe contra todo lo que significaba un verdadero resurgir católico. El Padre Martín prosiguió: —¿Cómo cree usted que me iba a caer ese famoso boycot? No era y no es más que otra gran tontería. . . ¡ Si usted oyera las lamentaciones que yo oigo. . . ! ¡Si usted viera los apuros y las miserias que ha ocasionado a los mejores comerciantes... ! Héctor sonrió un poco. Aquel Padre Martín comenzaba a caerle en gracia. No era un elemento bueno que se perdía; era una remora peligrosa que se revelaba. Aquellas lamentaciones las conocía Héctor de antemano: eran las lágrimas de cocodrilo de Soberón, que veía desinflarse sus talegas. . . El Padre Martín estaba excitado. El ambiente general, el mismo respeto social lo había tenido atenazado reprimiendo su singular descontento, hijo de un trato frecuente con dos o tres capitalistas egoístas y liberaluchos. El encuentro con Héctor le daba ocasión para explotar como una bomba de dinamita, para envolver a todos los buenos en la lava de su pesada iracundia, para desahogar la bilis concentrada que en su hondo y oscuro pecho le amargaba la vida. Y seguía desahogándose: 160
—¡Esto no tiene remedio! Y ustedes nos van a llevar a la ruina.. . Yo no pude acabar con esas novedades que ustedes llaman pomposamente acción social. ¡ Si hubiera podido... ! Lo que hice fue lavarme las manos y encerrarme en mi sacristía, y seguí con mis Primeras Comuniones, y con mis Hijas de María.. . Si así lo hubieran hecho todos no estaríamos como estamos, con la soga en el pescuezo... A ver: ¿a mí quién me dice nada? Los mismos revolucionarios, ¿qué me han hecho? Todos saben que yo digo misa aquí en mi casa, y ¿quién me ha venido a molestar? La misma mujer del Jefe de las Armas me manda decir misa por su marido... Héctor frunció el ceño de indignación al escuchar tales jactancias. —¿Y quieren usted y los suyos que yo los ayude a hacer una revolución ? —No queremos hacer una revolución, Padre. La revolución la está haciendo Calles y los suyos. Nosotros queremos una defensa efectiva y eficaz contra esa revolución.. . —Llámela usted defensa, llámela usted cruzada, sea lo que sea, esta es mi respuesta: ¡No, no y no! ¿Entiende usted el castellano? —Muy bien, Padre; eso me basta. Y Héctor, mordiéndose de rabia los labios, hizo el impulso de ponerse en pie para despedirse. Los ojos le brillaban como los de un cachorro herido, el corazón le latía desesperado como una fiera asaeteada... Porque se encontraba ante un enemigo con quien no podía combatir. Porque contra el Padre Martín, perseguidor invulnerable de los santos ideales, no podía haber boycot ni defensa armada, mientras que él, él solo, podía mejor que Calles y mejor que el Jefe de las Armas, desbaratar de un soplo toda la obra paciente y constante de los católicos decididos. .. El Padre Martín, ya encarnizado, impidió que Héctor se levantara de su asiento. ■—Espere usted —le dice—. No he terminado. ¿Sabe usted lo que debería yo hacer? ¿Sabe usted lo que sería más caritativo y más cristiano? Coger el teléfono ahora mismo y avisar a 3a Jefatura de Operaciones que usted está aquí con estas pamplinas. Así se evitaría que más tarde otros locos hicieran lo mismo. .. Pero no tenga usted cuidado. No lo haré. Es mejor que sin que lo cintareen a us161
ted en el cuartel, fracase su intentona por sí misma. Así lo creo, así lo espero, así lo quiero. De todas maneras conmigo no vuelva usted a querer contar, ni siquiera para encomendarlo a Dios. Yo, al contrario, le haré a usted la guerra siempre que pueda. Y esto, por su bien. .. Yo no seré nunca revolucionario. Calles, sea como sea, es el Presidente, es el Gobierno. El cristiano debe dar ejemplo de obediencia y no de rebeldía. Esas son mis ideas precisas, claras. Por eso estoy peleando con todos los obispos; por eso estoy arrimado aquí en esta ciudad... pero soy noble y sincero, por eso le hablo a usted con claridad. .. De modo, hijo mío (prosiguió cambiando en dulce su ruidoso tono), que si usted se deja de esas cosas y vuelve a su trabajo, yo mismo le arreglo su libertad; pero si usted se obstina en seguir, entonces tendrá que estrellarse conmigo... Y, sépalo, tendrá usted dos grandes enemigos a quienes combatir. Esos dos enemigos serán... ¡Calles y el Padre Martín! ¿Qué dice? Héctor estaba ya de pie. El horrible chubasco había dejado su corazón como una sopa. Aquel desastre inicial le predecía todo un camino obscuro y siniestro. Aquel primer desengaño formidable era prenuncio de un sinnúmero de nuevos desengaños. .. Y entonces. . . ¿sería un iluso? ¿Con quién iba, pues, a contar para realizar su epopeya, si los cedros del Líbano caían frente a él con tal estrépito? Muy despacio se acercó Héctor a la mesa de mármol en que había dejado su sombrero. En el centro de aquella mesa se levantaba un hermoso grupo escultórico. .. Cristo moribundo en la cruz. En su rostro divino se dibujaba un dolor supremo; en sus labios se helaba una queja amarga. .. Al lado de la cruz, una mujer, María, y un joven, Juan, estaban de pie, únicos supervivientes en la desolación general de los discípulos... Héctor evocó a Pedro negando al Maestro, a Judas vendiéndole, a los demás discípulos escondiéndose... Sólo María y Juan permanecían en guardia al lado de Cristo, en aquel momento de terror en que el mismo sol se oscurecía y las rocas del monte chocaban unas con otras... Aquella escultura habló al espíritu de Héctor: El era un joven, Consuelo era una mujer. .. quizá quedarían solos en la lucha frente a los fariseos y los soldados del César; pero era el Cristo su ideal y su bandera, y por eso ellos no podían sucumbir, pues, triunfo o inmolación, toda la gloria sería para ellos... ¡Calles y el Padre Martín... qué pequeños! ¡Qué pequeños ante 162
un ideal tan grande! ¡ Levanta, alma mía, tu ánimo y tu valor! ¡ Tú eres más grande, tú eres más fuerte! Si los hombres te abandonan, harás nuevos hermanos de las rocas del monte y de las arenas del mar... ¡Y triunfarás con todas las luminosidades de un héroe de epopeya, con todas las aureolas de un santo del cielo... ! ¡ Adelante! ¡ Decidiste luchar, y no pedir caricias y lisonjas! ¡Decidiste sufrir y no buscar deleites y regalos! ¡Adelante! ¡ Mata, rompe, devora! Y si tu padre, el mismo que te dio el ser, se tiende sobre el umbral de la puerta... ¡ pasa sobre tu padre y vuela hacia donde te llama tu deber! Héctor oyó dentro de sí estas palabras distintamente. Cogió su sombrero clavándole las uñas y haciéndole guiñapo, con la fiera majestad de un león. . . El Padre Martín, ciego a los fuegos interiores del espíritu, le contemplaba sonriendo, esperando que el joven se diera a sí mismo por fracasado. —¿Qué dice usted, pues? ■—le preguntó, queriendo facilitar aquella rendición prematura. Héctor clavó sus ojos nobles y serenos en las dormilonas pupilas del sacerdote. Le tendió la mano, y teniendo entre las suyas las del sacerdote, respondió: —Padre, puede usted avisar por teléfono que yo estoy aquí, y lo que digo y lo que pienso. —Entonces, ¿persiste usted, no es cierto? ■—preguntó el Padre sonriendo compasivamente. Héctor intensificó la lumbre de sus ojos y respondió: —Sí, Padre. Persisto. Y lucharé con toda la fuerza que Dios me dé; lucharé como usted dice, contra Calles... ¡y contra el Padre Martín! Besó aquella mano consagrada y salió.
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XXII AMA Y VIVE N UNCA LE HABÍA parecido a Héctor más triste y solitaria aquela calle, mientras en su pecho se atrepellaban los más encontrados sentimientos: descubrir ante los buenos al desconocido adversario, perdonar generosamente a quien se proponía hacer tanto mal... Oculto perfectamente el Héctor verdadero bajo aquel disfraz humilde, pensó en ir a despedirse de su madre. Perdióse entre las sombras de las callejas abandonadas hasta entrar a la calle de Dos Cruces. ¡La puerta del dulce hogar estaba entreabierta! . . . ¡Un ángel había entrado, sin duda, por ella! Héctor entró y cerró la puerta tras sí. Al explorar con ojos escrutadores el vestíbulo iluminado tenuemente, distinguió que en rústico sofá ornamentado por las enredaderas y por las flores, le esperaban dos mujeres amadas: su madre con las lágrimas de ternura en los ojos; Consuelo con la sonrisa de amor en los labios... •—¡Hijo del corazón! ¡Vives todavía! Tal fue el saludo de Soledad al bañar a Héctor con sus lágrimas. Héctor no respondió: era más suave recibir en silencio la unción sagrada de las lágrimas maternales. Consuelo, vivaracha y avisada, comprendió que no era aquella su hora. —¡Bueno, los dejo! —fue su despedida. Dulce y confortante fue el coloquio de Héctor con su madre. Orgullosa de sufrir y padecer por la causa de Cristo, sentía de cerca la aureola que brillaba en la frente de Héctor. Cuando éste le comunicó sus últimos proyectos, Soledad sintió en sus entrañas un estremecimiento de júbilo. Era la madre de los Macabeos, 164
era la hembra espartana, era la mujer mejicana que no cree cumplir su vocación sino cuando engendra un héroe o un santo... —¡ Hijo mío —le dice—, eres mi único tesoro! Eres tú lo que yo más quiero sobre la tierra. Y precisamente por eso, porque eres mi prenda mejor, porque eres mi talismán magnífico, por eso gustosa, te ofrendo a Nuestro Señor Jesucristo: ¡ yo no quiero ser tacaña con El, cuando El ha sido tan generoso conmigo! . . . "¡ Ve, hijo mío, ve adonde te llama tu deber! Yo quisiera poder hacerlo como tú. En esta empresa los ricos deben dar su dinero, los hombres como tú, darán su brazo; las madres como yo, daremos a nuestros hijos... Ve, que las bendiciones de tu madre te acompañan y te siguen. Hoy no eres nadie: mañana serás el soldado de Cristo y el libertador de tus hermanos. Si mueres, serás mártir; si vives, serás héroe, y cruzarás nuestras plazas en medio de las aclamaciones de los buenos, ciñendo los laureles en tu frente sin mancha y tu ardor en tu pecho sin odio. . . ¿Recuerdas, hijo mío? Yo pedí siempre a Dios te hiciera un santo, por eso hoy le doy gracias de que te haga un caudillo. Hoy la santidad consiste en luchar por Cristo; ¡lucha, pues, por El y cumplirás el ideal de tu madre.. . ! Aquellas palabras sagradas brotaban como llama de turíbulo de los labios de aquella mujer. . . Héctor comprendió que Dios le levantaba en vilo de la postración en que el Padre Martín le dejara. —¡Madre! ¡Madre! —respondió—, fueron tu dolor y tu sangre los que me hicieron incubar esta idea; son ahora tu amor y tu espíritu los que me animan a realizarla. . . Tú me diste el ser, y hoy me lo acrecientas. Al abrir las puertas de mi hogar una intensa pesadumbre oprimía mi ser. . . Traía yo un puñal de hielo clavado en las entrañas... mis santas ilusiones se,sacudían como guiñapos desgarrados por mano cruel. . . mas antes de que mi alma sorprendida rumiara su desgracia prematura, ya estás tú a mi ladoT madre bendita, enviada por el mismo Dios, para rehacer las fibras de mi ser, para restaurar mis fuerzas malogradas, para reponerse a la vida y a la lucha. . . ¡ Gracias, madre querida! ¡ Si esa es la madre mejicana, no faltarán caudillos a los hijos de Dios.. . ! Vehementes, cálidas, entrecortadas, como gotas de fuego, eran las palabras de Héctor pronunciadas entre estrujones apasionados al corazón de la madre que lo vivificaba saturándolo de heroís165
mo; mientras Soledad inclinaba su cabeza sobre el alzado pecho de su hijo, desfallecida, desjarretada, tras aquel nuevo parto en que se arrancaba un pedazo del espíritu para incrustarlo a golpes de corazón sobre el bronce de aquel pecho anhelante. .. —¡ M a d r e ! . . . ¡Me voy! —dijo Héctor sacudiendo con resolución la soberbia cabeza. —De rodillas, hijito ■—contestó Soledad. Lo bendijo. ¡Fue un asperges de lágrimas! . . . Y Héctor partió. ¡ Qué hermosa noche! ¡ Qué linda oscuridad! ¡ Qué suavidad acariciadora la de los antes tristes farolillos! ¡Qué perfumada brisa! ¡Qué augusto silencio en medio del cual se adivinaba el batir de alas de espíritus invisibles que aplaudían al gigante que nacía! ¡ Qué radiante felicidad se acurrucaba, traviesa y juguetona, en el alma de Héctor! ¡Cuánto bien le había hecho el calor de los besos de su madre! —¡Soy dichoso, soy grande! ¡Seré invencible, seré triunfante! Todos los enemigos son pequeños y deleznables.. . Mi fe, mi ardor, mi resolución, mi juventud, todo vale más que ellos. . . ¡ Calles, Calles. . . ! ¡ Pigmeo cruel y ensoberbecido, porque te soportamos con miedo y timidez! ¡ Ya verás cuando nosotros, bien organizados y bien pertrechados, te hagamos rendir a nuestros pies. . . ! ¡Ya verás! Ya verás cuando, en vez de inclinarnos ante tus caprichos y en vez de encogernos como pollos al grito de tus oficiales, nos plantemos frente a ellos y respondamos a sus demandas homicidas con la descarga de nuestros rifles heroicos. .. Ya verás cuando a los rayos del sol naciente crucemos las montañas acariciados por el hálito de los bosques, aclamados por los gorjeos de los pájaros, templando nuestro espíritu al contacto de la naturaleza virgen, jocunda y robusta, para bajar después como avalancha incontenible a arrancarte de las garras la víctima indefensa que devoras en las ciudades. . . Ya verás a tus generales temblando ante nosotros, y a tus soldados víctimas huyendo intimidados ante nuestra fuerza. Entonces llegaremos brindando sosiego y libertad a los buenos, y metiendo temor y haciendo justicia en los malos. . . Mientras las campanas infantiles, naciendo a la libertad, acarician nuestros oídos y el dulce golpe de rosas encarnadas, arrojadas a nuestro paso por manos femeninas, acaricia nuestros rostros. . . Y creceremos en fuerza y en vigor, y en entusiasmo y en número, hasta hacer un soldado invencible de cada hijo de la patria, hasta afian166
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zar el reinado del bien, después de haberte hecho arrancar de las leyes la sentencia de muerte que está dada contra el alma de la patria... ¡ Ya verás! Así habló consigo mismo el recién armado caballero. Así marcó sus pasos altaneros y resueltos aquel joven ante las lumbres de un ideal justo, sagrado y bendito. Quien en aquel momento le hubiera hablado de fracasos, habría quedado estrellado ahí mismo. Así quedó entonado su espíritu conquistador, para venir a contemplar, en aquella hora única que le quedaba, otra faz, muy importante, de la lucha, de la que no pudo prescindir ya, cuando todos los optimismos anidaban en su corazón: ¡Consuelo! Resoluciones supremas, plétora de espíritu, volcán incontenible, corazón repleto de vigor y de fuerza, todas las empresas, todas las audacias; eso rezaba la consigna de aquella hora escasa que Héctor vivía... Como flecha, volvió Héctor la esquina y entró en la calle resuelto, ahora sí, a robar el corazón de Consuelo. Enfocó sus miradas hacia el alto portón macizo de la entrada principal: ¡ cerrado! Luego, las ventanas; coquetas, misteriosas, también cerradas. . . Por último, allá, al extremo de la fachada, en la puerta de servicio, ¿de veras?, una silueta de mujer dibujada entre las canteras... ¡ Consuelo! Era ella. Depuesta la indumentaria aristocrática, había tomado la perspicaz mujer el vestido de las muchachas de pueblo: un vestido de percal "lavado y planchado" y un rebozo de bolita prendido de los hombros y ondulado sobre los brazos lo mismo que un manto giiego. . . Consuelo notó luego que Héctor reventaba de felicidad. —Ya estamos en las mismas fachas ■—díjole Consuelo—. Vamos caminando. . . —Nunca viví una noche más rica •—respondió Héctor emparejándose con Consuelo. —¿Rica? ¿Pues cómo le fue? —Mal y bien —respondió Héctor con aplomo—. El Padre Martín me partió, pero mi madre me volvió doble vida. Ahora ¡10 le tengo miedo a nada ni a nadie. Me siento con fuerzas para arrostrarlo todo, y para arrollar todo lo que a mi paso se oponga. —¡Así me gustan los hombres! ■—dijo Consuelo tocando lige ramente el brazo de Héctor. ' 167
Héctor se sintió un rey al lado de aquella mujer dulce y amable como una esclava. Con( tono firme, casi rudo, prosiguió: —Ya no le tengo miedo a nadie... Y acentuando la palabra, aunque bajando la voz y acercando el rostro a Consuelo, añadió: ■—.. .ni a la famosa Gonsuelito Madrigal. .. —A mí, ¿por qué? —respondió Consuelo con sorpresa maliciosa. —Porque sentí ese miedo hoy al esperar a usted en la casita... pero ahora ya no cabe en un hombre de aventuras, ni en un loco caudillo abrigar más tal temor. Ni quiero dejar cuentas pendientes ahora que me echo de bruces sobre el torbellino de una vida nueva. —¡Vaya! ¿Qué cuentas pendientes son ésas? ¿Con quién? ¿Con quién? Tal decía Consuelo mirando perfectamente venir la tempestad entre aquellos relámpagos de entusiasmo valeroso. —Cuentas pendientes con usted, Consuelito, con usted •—añadió Héctor con resolución, y sin dar lugar a respuesta, continuó: —Porque usted sabe que yo no he amado a ninguna mujer; porque yo amo a la mejor del mundo, o me estrello. Y no hay en el mundo una mujer que valga cuanto vale Consuelo Madrigal. He hablado claro. Ahora pregunto: ¿Me amará usted también? Consuelo, sin darse cuenta, durante aquel chubasco de barbaridades, llevaba bien cogido ya el brazo de Héctor, y le estrujaba y le sacudía, como quien reprende y alienta a la vez. Aunque realmente sorprendida, no era incomodada por aquella estocada de mete y saca, y una vez encerrada en las estrecheces encendidas de aquella última pregunta, se salió por la tangente diciendo: —Pero, ¡ qué loco se me ha vuelto usted, qué ocurrencia de hacer esas preguntas! ... Y tomando un delicioso tono de broma que señalaba la victo ria de Héctor, añadió: —¿Qué no ve usted que soy una pobrecita de rebozo? La suavidad y cariño con que tal reflexión hizo Consuelo, en la cual subrayaba toda la simpatía que había mostrado hacia Héctor, hasta el último rasgo de acompañarle a aquellas horas, como una mujer pobre y sencilla que se olvidó de su alcurnia por beber al lado de Héctor los primeros sorbos de un cáliz de penas y su168
frimientos, todo reveló a Héctor que Consuelo estaba rendida a su amor desde mucho tiempo antes, y que aquella declaración no era ninguna novedad para una muchacha que adivinaba el amor de Héctor, ni era necesaria la respuesta de la misma para un Héctor que sentía sobre su brazo férreo y duro la presión nerviosa, violenta y nutrida de aquellos dedos femeninos. —¡Bueno, basta, mujercita de rebozo!... ¿Verdad que no te enojas conmigo porque te quiero? •—preguntó Héctor entrando con audacia al tuteo dulcísimo... —¡Gállate, tonto! —respondió Consuelo torciéndole un pellizco elocuente—; eso no se pregunta a estas horas... ¡ Ni una palabra más! ... ¿en? —¡Triunfé! ¡Gracias, Consuelo! —dijo Héctor celebrando todo el sentido de aquella reciprocidad de confianza—. Te decía que no le tenía ya miedo a nada ni a nadie •—añadió, dando esbelto camino a la conversación—. ¿Cómo le había de tener si tú estás conmigo con toda tu vida y con todo tu espíritu? ¿Verdad? ■—¡ Chist! ... ¡ Silencio! Y así pleiteando sabrosamente caminaron por las torcidas y largas callejuelas empedradas, dándose mutuo apoyo a cada paso vacilante, hasta llegar, muy pronto por cierto, a pesar de la lentitud del andar, a la explanada en cuyo frente se alzaba la caseta de la Estación. —¡Hasta aquí nomás! —dijo Consuelo parándose en seco—. Allí hay mucha gente. Pero no te me vas sin la bendición. Arrodillóse Héctor, complaciente y agradecido, sobre las piedras mismas de la acera. La "pobrecita de rebozo" levantó su mano finísima que brillaba como mármol pulido en medio de la semioscuridad, y murmuró la clásica bendición que Héctor había escuchado de su madre: "La Santísima Virgen te cubra con su santísimo manto". Cogió Héctor la mano suave y bienhechora y, de rodillas aún, la besó con efusión, teniéndola entre ambas suyas. . . Luego, de pie, tendió sus brazos y estrechó en ellos a Consuelo con delirio. —Siento que la victoria es mía desde esta noche. . . ¡ Adiós... ! Notó entonces que Consuelo quedaba sola. —Espera —díjole—. Que alguien te lleve a casa. Lanzó Héctor un silbido que se sobrepuso al ruido de los coches que pasaban. Otro silbido le respondió, y a poco, llegaron 169
hasta ellos dos muchachos de la A. G. J. M., que merodeaban por la Estación. —¿Conocen? —preguntó Héctor, indicándoles a Consuelo. Acercáronse más los muchachos, y al identificar a Consuelo dijeron: •—¿Cómo no la hemos de conocer?. . ¡ Si es nuestra capitana! —¡Bueno! Se las encargo. La llevan a su casa, y.. . ¡chitón! Unos minutos después Héctor se apretujaba confundido con el pueblo en los vagones del tren del Norte.
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XXIII EL PROFETA DEL FUEGO E L DÍA 18 DE SEPTIEMBRE DE 1926, un poco antes de la llegada del tren de Río, paseaba tranquilamente por los andenes de la Estación del Internacional en la ciudad de X un individuo casi vulgar. Inobservado por la multitud, confundido entre los ocupados u ociosos que gustan asistir a la llegada de los trenes, aquel individuo sacó del bolsillo una especie de hilacha blanca, al parecer desgarrada del pañuelo. Cosa de notar fue que en vez de tirar aquella hilacha en el primer depósito de basura, se le ocurrió atarla a la punta de su paraguas. A la llegada del tren, mientras cargadores y chiquillos, hoteleros y amigos de los viajeros, se agolpaban sobre la puerta de los vagones, nuestro individuo, retirado de la multitud, se acercó a la gran tabla de horarios, y comenzó a leer, señalando las líneas con la punta del paraguas. No pasaron dos minutos, cuando uno de los pasajeros acercóse por detrás al individuo, y con la confianza de un antiguo amigo que sorprende, le tapó los ojos, diciendo: —¿Quién soy? —Es fulano de tal —respondió el otro bajando el paraguas y volviendo el rostro, a la vez que quitaba la hilacha del extremo. El pasajero saludó al del paraguas, a la vez que se desataba un pañuelo que llevaba enredado al cuello. El del paraguas se echó al bolsillo la hilacha. Ambos dijeron: ■—Ahora sí. Vamonos. Y echaron a andar cogidos ya por el brazo. Aquellos dos personajes no se habían visto nunca. Se acababan de identificar por medio de una serie de señales. El del paraguas era un comisionado secreto de la Liga Defensora Religiosa en aquella ciudad; 171
el pasajero era Héctor Martínez de los Ríos, que entraba ya en acción. _ Yo sé que aquí están muy bien organizados ■—dijo Héctor a López iniciando la conversación. _ ge hace lo que se puede —contestó éste—. Lo cierto es que aquí se encuentran bien sentadas las ideas. Hace tiempo que se estudian nuestros problemas y nuestra historia. Nos sentimos orgullosos de nuestros sacerdotes, que son ilustrados; con nuestra prensa, que es avanzada, y de nuestros directores, que son activos. No estamos tan adelantados como Jalisco, que nunca pierde, ni somos tan fervorosos como ustedes los zacatecanos; pero sí podemos decir que después de quince años de golpes ya comenzamos a admirar a Ketteler y a entender el por qué de los programas sociales de León XIII. Por eso los Sindicatos nacieron aquí con esplendor, las Damas Católicas están en todo su apogeo, los Caballeros de Colón no han merecido el dictado de inactivos y los chicos de la A. C. J. M. ansian seriamente trabajar. —La Liga va muy bien, ¿verdad? •—preguntó Héctor. —Me parece que sí ■—respondió López—. Nos tardamos un poco en comenzar; pero apenas prendió Calles la mecha, la organización brotó automáticamente. La Jefatura Local de la Liga es desconocida. Todos obedecen sin saber a quién. Cuando nos aprehenden, decimos que todas las actividades son dirigidas desde Méjico, y que nosotros no sabemos de residencias de nadie. Las organizaciones católicas todas, ya sociales, ya piadosas, están cumpliendo a las mil maravillas la parte que les toca en el plan general de defensa. Las organizaciones sociales dejan para sí la mayor parte del trabajo que podría distraer la atención de la Liga; la Vela Perpetua añade a sus devociones un rosario por la Liga; las almas muy piadosas se disciplinan por la Liga, y hasta a San Antonio ya no se le prenden tantas velas por el novio o por la novia, sino por la Liga y por los intereses de la Liga... Nuestra propaganda está sistematizada: se decretan hasta "consignas de conversación" en nuestras organizaciones todas, y así vamos reforzando el ambiente en determinado sentido. Las Damas Católicas tienen a su cargo el Comité de cárcel. Cuando caen algunos a la cárcel por razones de propaganda, nomás telefoneamos al número tantos más cuantos y decimos: "Cayeron siete". Y ahí tiene usted ya siete almuerzos y siete colchones en la Penitencia172
ría, y siete comisiones de visitas, siete libros para que se entretengan, siete tinterillos para enredar a éstos y poner a aquéllos en libertad. Las Empleadas Unidas tienen a su cargo a los huéspedes ilustres y secretos, como usted. De ellas recibí yo la orden de venirlo a encontrar, y no le trajimos a usted automóvil sencillamente porque el boycot lo prohibe. En estas y otras semejantes conversaciones se distraía la atención de los pasantes, cuando acertaron a cruzar por el Jardín de la Victoria, frente al cual se levanta, grave y sereno, el Palacio de Gobierno. —Mire usted ■—dijo López—; aquí fue la famosa hecatombe ■de 31 de mayo. Detrás de este pilar pasé yo el susto. Desde aquelas ventanas el Gobernador y los diputados disparaban sobre nosotros, que nos amontonábamos y escondíamos como borregos. Aquí cayó una mujer. Al caer herida, como una protesta, comenzó a cantar el Himno Eucarístico... —¿Cuando el decreto? —preguntó Héctor. —Exactamente la cuestión de hoy. Entonces se redujo todo nada más al Estado. Apoyados en la Constitución, los diputados locales (¡ uh, los conozco!) decretaron el registro de los sacerdotes, pues, según ellos, sólo veinticinco debían ejercer el ministerio. El Prelado, viejito, pero santo y valiente, de un golpe prohibió a los sacerdotes someterse al registro, bajo pena de excomunión. Algunas damas vinieron al Gobierno a solicitar la revocación del decreto. El pueblo comenzó a acercarse, ansioso de noticias. Empezaron acá las apreturas de la impaciencia, siguieron los empellones de la policía, creció aquí abajo el alboroto, cundió la alarma allá arriba, y cuando menos lo esperábamos, ¡zas!, las descargas de los soldados desde el zaguán y de los diputados desde los balcones... ¡Ah!, ¡desgraciados!, y nosotros, que ni piedras encontrábamos para romperles siquiera la cabeza. . . —¡Bárbaros, bárbaros! —observó Héctor, recordando los detalles que entonces había leído en la prensa. ¿Y aquí estaba la Zárraga, verdad? —Sí. Para preparar el ambiente, mandaron los masones traer a la desdichada conferencista. . . Hubiera usted oído qué sapos y culebras echaba por aquella boca. .. Eso sí, no podía ir a ningún lado sin que la rodeara una fuerte guardia. —¿Y qué pasó, por fin? 173
—Que el Gobierno se asustó de su obra, temiendo que nos subleváramos, pues el pueblo estaba resuelto, y no volvió a pensar en decretos. —¿Y esta iglesia derrumbada? —preguntó Héctor señalando el altivo pedazo de un elegante templo que se levantaba sobre el nido de sus propios escombros. —,Ah! Pues el Sagrario Metropolitano. Mire usted: era una riquísima joya de arquitectura. Al Gobernador militar se le ocurrió abrir aquí una cal'e. . . y mandó derrumbar, entre otras, la mejor de nuestras iglesias ■—¿Y entonces no hubo balazos? —No. Nomás hubo machetazos contra las señoras... Los hombres no nos metimos, pues creímos que aquello acabaría pronto, que pronto nos pondríamos en paz. Y ya ve usted. .. —Pues a ver si ahora sí termina esta pesadilla •—añadió Héctor sonriendo y apretando significativamente el biazo de López. —¡Dios nos lo conceda! Porque, la verdad, esto es ya insoportable. .. Un cuarto de hora más tarde, ambos peatones entraban, como en su casa, en una linda residencia, modestamente acurrucada, hombro con hombro, entre las humildes viviendas de la calle de Volantines. ■—¡Doña Josefita! —pegó un gritazo López adelantándose por el corredor, todo lleno de tiestos con flores y de jaulas con pájaros. ¡ Aquí le traigo a un buen amigo! Es de lo mero bueno. Nos lo cuida usted muy bien, pero muy bien; porque vale media República. —A su casa de usted llega, señor. Pásele. Con toda confianza. Bienvenido. Tome usted posesión de lo que es suyo. Aquí su recámara, aquí su baño, aquí su escritorio, aquí tranquilidad, seguridad y buena voluntad. Todo lo que usted quiera, todo lo que se le ofrezca. Esta es su casa. Era doña Josefita la que hablaba, dama distinguida, modestamente ataviada, recatadamente vestida, respirando sinceridad por cada una de sus palabras y cada uno de sus movimientos. Óptima impresión produjo en Héctor la llegada y la instalación en aquella casa, en que no echaba de menos ni la más pequeña comodidad, ni el ambiente de confianza y de fraternidad que en su ciudad dejara. Aseóse y aderezóse Héctor, dejando el 174
Un desfanatízador de Zacatecas con dos cabezas de cuteros
Cerca de 'a estación del Ferrocarril de Ciudad Guzman, Jal Entre estos coleados se encuentra el Sr Cura Sedaño
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sucio traje que le disfrazaba, y pasó al comedor, en donde buena cena le esperaba. Aquel comedor era un nido ya de santa confianza, en que Josefita esperaba a Héctor con la sonrisa en los labios, las \iandas en los platos, la admiración en los ojos, en la lengua toda una ferviente apología de la Liga, de sus prohombres y de todo Jo que oliera a católico ferviente y sincero por todos aquellos contornos. Con los primeros platillos comenzó la andanada de elogios para todos los sacerdotes sus conocidos. En todos encontraba un rasgo notable que contar, una hazaña insigne que conmemorar. Pero entre aquellos elogios le brotaban unos especiales a borbotones en honor de un famoso padrecito de Monterrey, que melodeaba algunos meses hacía por aquellos rumbos. ¡Qué chispa de muchacho, qué brazo de mar, qué consejos los que daba en el confesonario, qué sermones los que echaba en las iglesias, y qué valiente, qué listo, y cómo lo seguían las gentes, y cómo traía al jaleo a las muchachas y a las viejas, y cómo entusiasmaba a todos los demás sacerdotes, y cómo dejaba bizcos a los licenciados y a los intelectuales todos, y cómo traía biliosos a los del Gobierno, que no le podían echar el guante todavía! ¡Y cómo se sentía una orgullosa de ser católica cuando él decía lo que eran los católicos, según Dios nos quería!. .. •—¿Y cómo se llama ese padre? ■—dijo Héctor, entusiasmado más por la fogosa descripción de Josefita que por lo que en realidad fuera. Iba Josefita a contestar, cuando sonaron a la puerta unos rápidos aldabonazos y, en seguida, al compás de un paso vivo y taconeado, resonó en el corredor mismo una soberbia voz masculina que entonaba con desparpajo garboso: "Viva il vino spumeggiante nel vichiere scintillante. . ." Y apareció a la puerta del comedor la figura distinguida de un joven simpatiquísimo de pies a cabeza. Vestía un traje de Palm Beach, un abrigo llevaba terciado al brazo, en la diestra portaba un rico bastón de bambú, un fieltro a la neghgée cubría parte de su frente, que se adivinaba total, amplia y despejada; el rosa de sus mejillas henchidas se eclipsaba por las lunetas semioscu175 H13
ras de unos finos espejuelos; lo restante del rostro y de la indumentaria era suficiente para acreditarlo de persona fina, expedita, elegante, aristócrata. Una onda de alegría llenó con él aquella estancia. El recién venido, amigo del gracejo y de la broma, llegóse hasta la mesa, y cambiando la sonrisa que en sus labios, como en propia casa, moraba por una aparente seriedad fachendosa, golpeó con el bastón la mesa, haciendo estremecer a Josefita, y gritó: —¡A ver! ¿Quiénes están aquí conspirando contra las instituciones. . . ? Con una mirada de alegre y hondo cariño y con otra de buen acogimiento correspondieron, respectivamente, Josefita y Héctor. El joven, en seguida, dirigiéndose a Héctor a quemarropa, le dice: —Usted no sabe quién soy yo, y yo sí sé quién es usted. Y sin dar tiempo a Héctor para orientarse, le endilgó esta sarta de preguntas inesperadas: —¿Cómo está su mamá? ¿Qué dejó haciendo a Consuelito Madrigal? ¿Cómo les ha ido con el Padre Martín? ¿Qué noticias tiene de don Tomás Anzures? Quedóse Héctor patitieso ante la clarividencia del luminoso. Apostaría a que era una especie de Lohengrin, que le estaba leyendo el pensamiento, pues esas eran casualmente las preguntas que Héctor revolvía en su magín. Y envuelto en la simpatía que el desconocido le inspiraba, no tuvo otra respuesta que alzarse de su silla y darle, a ciegas, un abrazo bien apretado. —Pero, ¿por qué me abraza usted? —preguntó, sonriendo, el guapo joven—. Si no sabe usted quién soy. —Me lo imagino ■—respondió Héctor—. Usted debe ser una persona muy buena y muy nuestra. —Y muy sabia y muy santa —añadió de su cosecha doña Josefita. Entraba en eso una humilde sirvienta, llevando unas "tortillas calientes", cuando al ver al joven risueño, dejó prestó el plato sobre la mesa, limpióse la mano con el delantal y adelantándose tomóle la suya al joven, diciendole conmovida: —¡ Padre Gabrielito... ! ¡ Mire nomás. . . ! Nos habían dicho que lo tenían en la Penitenciaría. 176
Una carcajada general saludó aquella revelación. Aquel joven era en persona el Padre Gabriel Arce, de quien doña Josefita se hacía lenguas, y a quien el lector conoció luchando por seguir su vocación, en medio del fragor de la tormenta revolucionaria. —¡Otro abrazo, Padre Gabrielito! —exclamó Héctor estrechando con mayor efusión al bien disfrazado sacerdote. ¡ Tanto que he oído hablar de usted a aquellas buenas gentes de Paracho. .. ! —Y a las de aquí también —acabó doña Josefita. —Pues aquí me tiene usted medio prestado. Me están llamando ya de Monterrey, pero estas gentes son tan buenas.. . Corrió un poco la charla. El Padre Arce tomó el café con Héctor. Y apenas hubo apurado el último, sorbo, limpiándose aún los labios con la servilleta, le dijo: —Bueno; me supongo que no tenemos tiempo que perder. Vamonos luego, pues quiero que platiquemos un buen rato. Levantóse inmediatamente Héctor, contestó a una breve oración que dijo el sacerdote, y ambos se echaron a la calle. —Dios me los bendiga —dijo doña Josefita, haciendo sobre ellos la señal de la cruz. Y los dos jóvenes enérgicos se perdieron en la oscuridad de la solitaria calleja. Cruzaron plazas y jardines, hasta llegar cerca de unos horribles montones de escombros que se elevaban a los pies de gallardos paredones mutilados. ■—Qué, ¿ya estamos de nuevo en el Sagrario? ■—preguntó Héctor. •—No —respondió el Padre Arce—. Este es otro templo derrumbado también por el Gobernador. Es San Francisco, y aquel otro, derrumbado también, es la Tercera Orden. Es la picota revolucionaria rindiendo culto a nuestros primeros misioneros. Siguieron caminando. Al pasar por la calle de Reyes, el Padre Gabriel dijo a Héctor: ■—Mire: esta es mi casa —y le señaló una casita de risueña fachada que ostentaba en lo alto de la puerta un gran letrero: "Se renta". La cerrada puerta, las mustias ventanas acusaban la soledad interior. ■—Cuando me buscan estos amigos —continuó el Padre Arce—, se encuentran con que la casa se renta, pero no saben dónde darán 177
razón. Sin embargo, sospechan que yo no me he ido ■—añadió sonriendo. —¿Y dónde vive usted ahora? —Pues aquí mismo. Espáreme. Torciendo la esquina, entraron en la calle del Águila, y de pronto se metieron a un tendejoncillo, en el que el Padre, con mucho desplante, pidió unos cerillos a una pobre vieja que despachaba. —Ahorita voy —contestó la vieja. La tiendecita estaba sola. El Padre Arce, con gran destreza, levantó la puerta del mostrador y dijo a Héctor: —¡ Adentro! ¡ Pronto! Ambos se escui rieron por la abertura. Pasaron a la trastienda. Llegaron después a un patiecillo, atravesaron luego un corral, después otro huertecillo y, por último, se encontraron frente a una brecha abierta en pleno muro. —Esta es mi casa —dijo el Padre, Calle del Huerto Cerrado, número Agujero, muy a las órdenes. Sonrió Héctor, y siguiendo el ejemplo del sacerdote sagaz, se inclinó cuanto pudo y entró. Estaba ya en la casa misma que por la calle de Reyes ostentaba el letrero: "Se renta". El joven sacerdote había hecho desocupar todas las salas delanteras y había reducido su cámara y su estudio a dos habitaciones escondidas. Encendió el Padre Arce un mecherito de gas, pues la electricidad estaba boycoteada. A los ojos de Héctor apareció un humilde, pero decente y simpático cuarto de estudio. Una gran mesa, llena de libros y papeles, parecía presidir el mobiliario todo. En la pared se empotraba un macizo estante rebosante de libros de todo jaez y tamaño. Una pulimentada máquina de escribir, con una hoja de papel a medio escribir, parecía gritar: "¡Sigan conmigo!" Junto a la máquina, un cuaderno de apuntes, vuelto hacia abajo, que gritaba también: "¡Levántame!" Sobre una silla, un paquete de libros, llenos de sellos de lacres, que acababan de llegar del extranjero. En el ángulo, un archivero, con muchas casillas, todas clasificadas. Luego, otra mesilla, agobiada por el peso de un montón de revistas de distintos países, y una carga de periódicos metropolitanos y provincianos. Un sofá, dos o tres 178
sillas... Todo esto miraba y respiraba Héctor con complacencia, recordando, sin quererlo, por contraste, el bastóte e insubstancial aposento del Padre Martín. El Padre Arce entróse un momento a la cámara contigua. Héctor seguía inspeccionando aquel cenáculo de las grandes ideas y fervores. Comenzó a ver los cuadros que adornaban las paredes. En primer lugar, en el centro honorífico, un riquísimo óleo moderno representando a Cristo Rey. ¡Qué dulcedumbre la del Rey Inmortal, asentado en su trono inefable; a sus pies, el mundo; en sus manos, el cetro; en sus ojos, el amor! A un lado una pequeña tricromía de detalles primorosos. Representaba al David bíblico enfrentándose con Goliat. ¡ Cómo se incendiaban los ojos del bíblico mancebo, al buscar la frente del monstruoso adversario para herirla con la guija del arroyo disparada por su mano juvenil! ¿Y aquel grabado en acero que reverberaba ante la caricia de la luz lechosa del mechero? Representaba una figura hierática, severa, macilenta, pálida, que asaeteaba con el fulgor de sus miradas el rostro crapuloso de un inflado personaje. Era Juan el Bautista que lanzaba sobre Herodes el heroico y valeroso: "Non licet tibi. . ." "¡No te es lícito! ..." ¿Y aquella otra tricromía que, alejada de la luz, insinuaba tan sólo la impresionante silueta de un hombre tendido en el suelo de una mazmorra encadenado de pies y manos, incorporado penosamente frente a un quírite acobardado? Era Pablo, el Apóstol de las divinas rebeldías y de las santas intransigencias, en cuyos labios parecía vibrar la candente frase: "Verbum Dei non est alligatum!" "¡La palabra de Dios no está encadenada!" Saboreaba con fruición Héctor todas aquellas ideas e impresiones que cada figura y cada cosa le inspiraban. Aquello era un verdadero gabinete de elaboración intelectual, un aposento de alquimia transformadora de corazones. El Padre Arce era un sabio, era un santo. Era un profeta, el profeta del fuego, que Héctor buscaba por las mustias soledades de los eriales que le rodeaban.
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XXIV EN PLENO SINAI A PARECIÓ POR FIN , de nuevo, el Padre Arce. Venía, en efecto, transformado ya de pies a cabeza. Vestía con majestad la clásica sotana sacerdotal, con botonadura irreprochable, cuello romano y faja de cinta reps. A Héctor le pareció más atractiva aún aquella nueva figura. En la sonrisa de aquellos labios descubría ahora una bondad suma, en la ancha y despejada frente, ya liberada de los postizos espejuelos, lumbres de un ingenio superior reforzadas por fulgores divinos, y en la calma veneranda de sus ojos, que antes le parecían vivarachos, descubría, como en el fondo de un lago cristalino, toda la candidez de un alma limpia y santa habituada a vivir robusta vida interior, fuente inagotable de todos los apostolados heroicos. —Padre —le dice Héctor—, no se imagina usted la confianza que me inspira en estos momentos. No tuve nunca oportunidad de tratarlo, pero todos mis amigos me hablaban de usted tanto, que hoy, que por vez primera lo saludo, me parece reconocer a un antiguo maestro y amigo... —Me gusta —contestó el Padre Arce— que descubra usted de un golpe su buen corazón... —Tenía verdadera necesidad de hablar con usted —prosiguió Héctor—, porque, Padre, traigo en mi corazón muchas penas represadas y el alma me pide un desahogo. .. —¡Pobrecito! —interrumpió el Padre, dando un suspiro—. Ya me imagino por las que usted habrá pasado; pero cuénteme, cuénteme con toda confianza. Y diciendo esto, acercó un poco su silla. Héctor creía estar en 180
presencia de un ángel del cielo; tal era el candor y la virtud que descubría en las palabras del joven sacerdote. •—No sé por dónde empezar —continuó Héctor—. Quisiera aprovechar esta ocasión para exponer a usted toda mi vida, mis ideales, mis proyectos; pero sería largo, y por darme ese placer perdería el tiempo que debo consagrar a cosas más urgentes... —Lo comprendo —contestó el Padre Gabriel—. Por ahora es mejor entrar al grano. Sus ideales, sus proyectos: todo lo sé. Son los mismos de todos los hombres de fe que aman a Cristo sin cobardías. —¿Pero usted me conocía antes? —Sí; le he seguido a usted los pasos hace algunos años. Y sabía yo que usted iba a venir. ■—¿Sabía usted a qué venía yo? ■—preguntó de nuevo Héctor. -—Sí, lo sabía. ■—¿Usted sabe que me quiero levantar en armas? —Sí, lo sé —respondió serenísimamente el Padre Arce. —¿Y qué dice usted de eso? —Yo digo que el hombre de carácter sólo se detiene para pensar; pero una vez que ha pensado, no conoce sino esta palabra: "¡Adelante!" •—¡Padre! —exclamó Héctor con ecuánime júbilo—, es la primera vez que oigo esa palabra de ánimo de labios de un sacerdote. •—Es la centésima vez que yo oigo esas palabras de extrañeza de labios de un joven. —De modo, Padre, ¿que usted no me tendrá por un loco? ■—¡No! ■—contestó con decisión el sacerdote. ■ —¿Ni me tendrá usted por un criminal? —¡No! Héctor entró definitivamente en materia, diciendo: —¿Usted no le llama a esto rebeldía? —¡No! -—¿Qué nombre le dará usted, Padre, a lo que yo pienso? — preguntó Héctor cada vez más animado. —He pensado mucho —respondió pausadamente el Padre Arce—; he estudiado mucho, he observado mucho, he orado mucho, y puedo decir a usted que a eso que usted piensa yo le doy este nombre: ¡ G ristianismo! 181
La dulce figura del joven sacerdote tomaba proporciones colosales frente a Héctor. La plenitud de aquella palabra: cristianismo, le hizo girar la cabeza y pasear por el aposento una mirada reflexiva. .. Ahí estaban aquellos gruesos y variados libros que, sin duda, el sacerdote acostumbraba leer y releer; ahí estaban aquellos montones de periódicos que le llevaban a diario el pulso, la tensión y las respiraciones de la patria enferma. Aquellas revistas, aquellos casilleros con estadísticas... No cabía duda: era un sabio. Y allá, al final de la cuchilla de luz que el cortinaje de la alcoba dibujaba sobre el suelo, Héctor distinguía un sencillo reclinatorio y un Cristo de madera, y un libro abierto: aquel joven, no cabía duda, era un santo. —¡Padre! —continuó Héctor—. Yo veo en usted a un sacerdote que ilustra, que consuela, que ama; pero, ¡ah!, ¡Padre!, yo traigo en el alma una doble pena. Yo he ido hace algunos días en busca de ese consuelo y de ese ánimo, y me he encontrado con la figura paradójica del sacerdote que descorazona, que amenaza, que hiere. . . Y aquí Héctor, abriendo su corazón sangrante, expuso la tormentosa entrevista con el Padre Martín famoso, cuidando de callar delicadamente el nombre del desdichado personaje. —Mi conciencia elemental de cristiano me imponía este deber —continuó—; pero aquel sacerdote me había condenado. Yo no he sabido discutir, yo no he podido responder, y he callado como un tonto, sintiendo en mí la terrible aridez del alma derrotada antes de combatir. . . A nadie he descubierto mi pena. Mi madre la alivió sin conocerla; pero yo, en verdad, Padre, creí ■que Dios preparaba a Méjico otra prueba más: la cobardía total del sacerdocio. Temí que Dios, en sus designios, nos impusiera a nosotros los fieles el deber de luchar olvidados o abandonados por nuestros pastores, y hasta me atreví a pensar, para consuelo, que no estaba fuera de la mano de Dios la realización de este nuevo milagro moral. . . Héctor tenía encendido el color, en sus ojos brillaba una lágrima pudibunda, al través de la cual su mirada de rayo se clavaba sobre el rostro del Padre Arce, que había puesto sus ojos modestamente en el suelo. Movió el Padre la cabeza, corno asintiendo a un pensamiento interior. Sonrió dulcemente, para conjurar la pesadumbre que el 182
lamento de Héctor le causaba, y levantando sus grandes ojos tranquilos, respondió: —Consolémonos, amigo mío, consolémonos; Dios no ha querido que el baldón de la cobardía cubra por completo el sacerdocio mejicano. Usted me acaba de hablar del Padre Martín, ¿no es cierto? —Sí, Padre, del mismo —respondió Héctor sorprendido de la adivinación. —¡ Pobrecito Padre Martín! ¡Hay que disculparlo; hay que perdonarlo! El asunto de nuestra actual situación es un asunto difícil, complejo, delicado. Para dar un juicio acerca de él, se requiere un estudio concienzudo de muchos hechos, de muchos razonamientos, y esto, naturalmente, no lo pueden hacer todos, ya porque están dedicados a otras actividades, ya porque este estudio concreto exige una seria preparación intelectual... El Padre Martín, persona buena y devota, no ha tenido tiempo de pensar y de estudiar tantas cosas, y animado de su carácter algo impetuoso, dio la solución que parece menos comprometida a primera vista, pero eso no debe entristecer a usted... En la Iglesia de Dios, como en todo, el Espíritu Santo ha distribuido sus dones. Hay especialistas también para cada rama del cristiano saber. Esto es elemental. Y por eso cualquier sacerdote no tiene empacho en decir: "Voy a consultar este asunto con Fulano". Esto fue lo que olvidó el Padre Martín: ya ve usted que su falta está reducida al mínimum. —Y espero en Dios que también quede reducido al mínimum el daño que me hizo; pues me creo tan resuelto como el primer día. . . —¡ Así debe ser! —agregó el Padre Arce—. Usted no debe dudar ni un mometno que en circunstancias como las presentes, los católicos pueden, con pleno derecho, levantarse en armas para conquistar su libertad. Héctor abrió tamaños ojos ante la nítida franqueza y claridad del Padre en cuestiones tan peliagudas. —Muchos aconsejan la prudencia —continuó el Padre—; esa palabra es equívoca. Yo lo que aconsejo es estrategia. —¡Vaya! —exclamó Héctor—. Que usted no tiene temor de que sus palabras estén fuera de ámbito de su carácter sacerdotal. -—Mi carácter sacerdotal —prosiguió el Padre Arce— no re183
conoce otros límites que los impuestos por Dios o por la Iglesia. No puede haber otros. Por eso me muevo a mi sabor en estos asuntos y en estas respuestas; porque no hay ninguna ley divina ni eclesiástica que me prohiba combinar los conocimientos del moralista con los del sociólogo a la simple luz de la razón natural y del momento que vivimos para concluir lo que acabo de decir a usted, y de lo cual no sobra ni una letra: Que en circunstancias como las presentes, los católicos tienen pleno derecho de levantarse en armas para conquistar su libertad. El simple derecho de defensa contra el injusto agresor nos ampara en estos momentos. La explicación es muy fácil. ¿Quiere usted atenderme? Héctor, sin pronunciar una palabra, con los ojos, con la frente, con el cuerpo todo dijo que sí. Y el Padre entró de lleno en el ponderado razonamiento: —El gobernante ha sido constituido para realizar el bien común. Guando el gobernante se olvida de su misión divina y antepone sus caprichos, y desgarra a los hijos de la patria que le fueron encomendados, el gobernante no es ya la autoridad: es el tirano. ¿Es su tiranía reducida a corto tiempo? Cabe esperarlo. Pero cuando esa tiranía abarca todos los planos y todos los campos del país entero; cuando de la exacción económica salta como felino al atropello personal; cuando ese atropello no se circunscribe a un corto número de ciudadanos, sino que corre como una fiera hambrienta de un extremo a otro de la República, y busca y usmea, pueblo por pueblo, tienda por tienda, casa por casa, cámara por cámara, lecho por lecho, para sacudir, para estrujar, para ahogar ancianos venerables, jóvenes intachables, mujeres virtuosas, niños inocentes; cuando esta tiranía ramificada, sutilizada, se desdeña de las prisiones y de los calabozos, y siente el hambre leonina de la sangre y de la carne humana; cuando esa tiranía, haciendo resonar sacrilegamente la Campana de Dolores, derriba el altar y erige la única joya arqueológica que estima, la Piedra de los Sacrificios, y toca a degüello en toda la República; cuando los cuerpos humanos comienzan a caer chorreando sangre, como cayó Farfán en Puebla y el Padre Batis en Chalchihuites, y Silva y Melgarejo y Lara y Roldan, y los de Colima, y los de Michoacán... ¿quién se atreve a decir que esa tiranía no ha traspasado ostentosamente los límites de lo tolerable? 184
Los labios del sacerdote temblaban de horror; sus mejillas, encendidas, reverberaban por el fuego mismo que de su alma brotaba. Héctor, enérgicamente impresionado, recogía en un esguince toda la impresión de su ánimo, como si ahí, a medio metro de distancia, el sacerdote le descubriera de un golpe las cabezas sangrantes de los Siete Infantes de Lara.. . ¡Y aquello era verdad! Verdad palpable que se respiraba con el aire, que se bebía con el agua, que traía suspensas a las almas en vigilia, que hacía estremecer los cuerpos de los que dormían... ¡Aquello era verdad! Por eso en las ciudades, y en los pueblos, y en las montañas, y en los campos, ya no eran ciudadanos los que transitaban: eran espectros silenciosos y medrosos, que vagaban, los ojos fuera de las órbitas, en una perenne impresión de temores horribles... —¡ Y si eso fuera todo. . . ! Si nomás nos quitaran la vida del cuerpo. Pero no: eso no les basta. Un diabolismo clásico ha inspirado estas violencias: se trata de raer de nuestro suelo el nombre de Cristo... ¡ Esa es la consigna de la ley! Y los que somos católicos, los que hemos templado nuestras almas en esta fe sacrosanta, que civilizó y cristianizó a nuestros padres, que creó nuestra nacionalidad, cifradora de nuestros legítimos orgullos, propulsora de nuestras epopeyas, nervio vital de nuestra historia, fuego de victoria arrolladora en nuestras lides soberbias, freno en las exacciones, aliento en las generosidades, lumbre del sabio en nuestras viejas Universidades, pan suavísimo en los labios de nuestros miserables, llamamiento de amor y de encumbramiento en el oído de nuestro indio; los que hemos seguido paso a paso la jornada del Cristo por enmedio de nuestro país, rico y fecundo, no podemos menos de decir que es de más precio el tesoro espiritual de nuestra raza que la misma vida que palpita en nuestras carnes... El agresor injusto está ahí; y no es únicamente el agresor injusto contra la vida del cuerpo: es el agresor ultrainjusto, que realiza el degüello del espíritu... Estamos bajo el martillo de una tiranía que lo machaca todo: familia y sociedad, escuela y hogar, cuerpo y alma, vida temporal y vida eterna... El sacerdote hizo una breve pausa. Héctor reflexionaba sobre todas y cada una de aquellas palabras, fundadas una por una, sílaba por sílaba, en la realidad de los hechos, y rumiaba con te185
son la fluida consecuencia: una tiranía que ha traspasado ostentosamente los límites de lo tolerable. .. —Podríamos soportarlo todavía ■—continuó el Padre Arce—, si prometiera pasar en corto tiempo. Así soportamos el paso de aquel ángel exterminador que se llamó la revolución de Carranza.. . Pero hoy no es un huracán de tres horas, ni siquiera un diluvio de cuarenta días.. . Esto es una cárcel perpetua, esto es un horno crematorio perenne... Cada latigazo de esbirro, cada cuchillazo de verdugo está consignado en un artículo constitucional, inmutable, inexorable, perpetuo, como la Esfinge airada. . . Calles y el Congreso han acabado con nuestras candideces al declararse pública y solemnemente irreductibles. En todos los tonos, para que alcance a todos los oídos, han clamado que no cejarán, que no cederán, que no mitigarán, que la sentencia será aplicada, indefectiblemente, inexorablemente, en todos sus puntos, con todo su rigor, sin dejar escurrirse ningún pedazo de la víctima ni a la derecha ni a la izquierda; que la consigna será realizada en todas sus partes hasta arrancar perfectamente hasta en sus últimos y finísimos filamentos el espíritu que vivifica a nuestra patria para hacer de ella el cementerio de los huesos calcinados bajo un estéril sol de odios. . . No queda ninguna razón ya para esperar que esta tiranía sea transitoria, y por tanto, no queda razón ninguna para declararla aún soportable. El soportarla, el tolerarla, es el hacerse solidario con ella en la obra nefanda. Ellos son asesinos, nosotros, sus cómplices, seremos suicidas. Por eso yo oigo a todas horas, en el maremágnum de las plazas, en el sollozar de los templos, en el silencio de mi alcoba, cuándo estudio, cuando oro, a todas horas, en todas partes, la voz del derecho eterno que se levanta en medio de nuestro pánico, para decirnos: ¡ Hombre de fe, hombre de honor, levanta el brazo y combate!. . . ¡Dios mío! ¡Y qué combate! . . . En otros pueblos, en la Europa culta o salvaje, esta palabra "¡Combate!" pone en los dedos la pluma y en los labios el apostrofe parlamentario. El combate se realiza en una justa brillante de valores intelectuales, a los flancos de la urna electoral, en el recinto de los grandes parlamentos. . . Ahí van los hombres de fe y de honor, como fue Windthorst al Reichstag, como fue Malinckrodt, como fue O'Connell en Inglaterra, el Conde de Mun en Francia. Es la lucha del cerebro y del cerebro. Es la discusión que ilumina 186
a la vera del sano amor al bien común, que alienta. Y así la lucha —lucha sin sangre—, culmina en las victorias parlamentarias, florescencias robustas, de que nos habla Max Turmann.. . Tal acontece en los países con Gobiernos cultos... Pero entre nosotros. . . —continuó el Padre con tono de profunda lamentación—, cuando el sueño beatífico de nuestros abuelos ciudadanos y la infame, la criminal complicidad del Gobierno americano (nuestra sonora habla no tiene vocablos suficientemente enérgicos para calificar esa injusticia), han permitido que estos hombres malos e impreparados se encaramen en el poder, ha quedado herméticamente cerrada la puerta para todo caballero de la pluma y de la idea, y el dictamen tremendo flota visiblemente por nuestro ambiente: todos los recursos pacíficos están agotados. ¿Qué son nuestros comicios? Una comedia. ¿Qué son nuestros representantes? Unos vividores. ¿Nuestras Cámaras? La perpetua inversión de la representación nacional.. . Se nos hiere, ellos sonríen; nos lamentamos, ellos sonríen; protestamos, se burlan de nosotros. Hablamos en la prensa, se incautan de nuestros periódicos. Acudimos a la acción electoral: se burla a los ciudadanos católicos, se excluye a los sacerdotes. Todavía en septiembre de 1926 hemos acudido humildemente, con la cabeza baja y el sombrero en la mano, a las Cámaras, en último recurso; hemos testificado ahí el plebiscito católico con millones de firmas; y esa petición, correcta, dignísima, constitucional, símbolo palpitante de la recta voluntad nacional, ha sido botada al cesto, y pisoteada, entre silbos de jayán, entre blasfemias de infierno... Y el pueblo abofeteado, con la cabeza inclinada y el sombrero en la mano, tiene aún que responder: gracias.. . Diga usted, digan los extraños, digan los mismos amigos de la prudencia y de la tolerancia, de la paciencia y de la dejadez, ¿qué recurso pacífico nos queda?, ¿dónde está?, ¿cómo se llama? No hay que cegarnos, no hay que encogernos. Recurso pacífico no queda ninguno, absolutamente ninguno. Y como los ciudadanos católicos no están obligados a tender sus cuellos bajo la cuchilla, y el cuello de sus esposas y de sus hijos, y el de la sociedad, y el de la Iglesia, y el de la patria, por eso, yo, como sacerdote, como moralista y como sociólogo, afirmo y sostengo, sin dubitación ninguna, fuente a todos los sacerdotes y moralistas y sociólogos del mundo entero, que en las presentes circunstancias los 187
católicos mejicanos tienen el derecho plenísimo de recurrir a las armas. Si ésta no es una guerra justa, nunca ha existido ni existirá jamás una sola guerra justa en toda la historia del mundo... El fuego del corazón, la lumbre del genio, encendía la frente del sacerdote reflejándose en los ojos ávidos de Héctor. El Padre Arce pasó por la ancha frente el pañuelo blanquísimo para enjugar el sudor que la tensión de su cerebro en aquel exacto y férreo razonamiento, le había producido. Pero el torrente de su verbo y de su idea no estaba agotado. Y prosiguió: —¡Sí! ¡Es un derecho...! Pero yo no me detengo ahí. Esa no es aún la verdad toda. Yo no digo tan sólo que es un de recho, yo afirmo enfáticamente que es un deber.. . El concluir que es un derecho, es ya muy fácil. Las razones son evidentes, y el compromiso personal es casi nulo. Pero el afirmar y defen der que es un deber es lo mismo que la aceptación de todos los sacrificios, y nuestro espíritu enclenque y comodino nos hace volver de ellos el rostro con horror... Mas a pesar de esa natu ral repugnancia a envolvernos en el torbellino de los que mar chan al holocausto, a pesar de esa innata timidez en la cual "vi vimos, nos movemos y somos", a pesar de todo eso, non possumus non loqui, "no podemos dejar de hablar", como dijo San Pedro ya levantado del fracaso de sus tres negaciones. Es pre ciso, pues, hablar. Esa es nuestra misión sacerdotal, ¡dura!, ¡in flexible!: ¡predicar el deber!, aun a riesgo de predicarlo en de sierto, aun a riesgo de que nos corten la cabeza. .. Yo digo, pues, que el cristiano tiene el deber sagrado de defender el tesoro reci bido de su fe, obligación más imperiosa cuanto más alto grado ocupamos en la escala del Cristianismo. Es mayor en mí que soy sacerdote, que en usted que es seglar. Este deber es urgente e ine ludible precisamente cuando nuestro tesoro de fe es atacado. Si hay muchos medios de defensa, escogemos uno de todos. No se nos impone tal o cual solo medio: lo que se nos impone es defender. Pero cuando todos los medios se acaban y no queda más que uno, un medio único, ya que el deber de defender nuestra fe no cesa nunca, estamos en la estricta obligación de echar mano de ese único medio que nos resta. El deber se presenta ante nosotros adusto, implacable. En Méjico, en las presentes circunstancias, está demostrado, no queda sino un recurso: las armas. Por eso yo sostengo que en la hora presente, no sólo es un derecho, sino 188
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que es un deber. Y un deber impuesto a todos, absolutamente a todos... ¡ hasta a los sacerdotes! Héctor se estremeció ante este golpe de maza atrevidísimo. El sacerdote recogió al vuelo la impresión de Héctor, y con aplomo continuó: —¡ Sí, hasta a los sacerdotes... ! Usted mismo, usted, Héctor Martínez de los Ríos, se sorprende de mis palabras. Pero entendámonos. Yo no digo que el sacerdote, ni siquiera que todos y cada uno de los fieles cristianos, deban precisamente coger el fusil y lanzarse a la guerra. Pero sí digo que todos, absolutamente todos, hasta los sacerdotes, debemos solidarizarnos con el movimiento armado, y cooperar con él generosamente, intensamente, cada quien en su puesto. Combate tanto el que lleva la espada como el que cuida los bagajes, dice la Escritura. En nuestra lucha, la acción armada exige la cooperación de todos, y quienes no puedan tomar el fusil, ya por su carácter sacerdotal, como nosotros, ya por su ancianidad, ya por su edad, o ya por su debilidad física, sí pueden y deben cooperar a él, y precisamente a él, con sus consejos, con su ciencia, con sus recursos financieros, con sus influencias económicas. Que los ancianos cuiden del hogar mientras los hombres parten a la guerra; que los niños preparen los lienzos y las vendas para los heridos; que el sacerdote bendiga y unja al hombre que cae, y consuele y socorra al huérfano que queda; que el diplomático negocie ante las potencias extranjeras; que el periodista escriba y propague las razones de nuestra actitud y los heroísmos de la lucha; que la mujer lo invada todo y llegando a las fuentes productoras del país, arranque cuanto pueda: fuerza, valor, ánimo, alimentos, dinero, armas, parque, municiones, para reforzar e intensificar la fuerza y la resistencia de los que serán los primeros entre todos los buenos, de los que serán católicos de primera fila, ¿quiénes?, los seres broncíneos que lucharán como leones con el pecho velludo cosido a las piedras de la trinchera... ¡ Eso se llama levantarse en armas todo un pueblo como un solo hombre! Pléctor no habló una sola palabra. Atónito, como extático, con cierta fruición inexplicable, dejaba entrar por sus oídos, y por sus ojos, y por los poros todos de su cuerpo, la lava hirviente de aquel volcán sagrado que iba acariciando y mordiendo deliciosa189
mente sus entrañas, estrujando dulcemente su corazón y penetrando como un aceite, hasta sus mismos huesos.. . Aquellas palabras eran precisas, eran contundentes. Si ese deber fuera serenamente expuesto con la santa resolución de un Nathán que triunfa o de un Bautista que fracasa, el potente y sano elemento católico se estremecería a un solo grito, vibraría bajo un solo sentimiento, y se concentraría en una sola fuerza incontenible. . . Entonces, la pequenez opresora sería instantáneamente pulverizada, como un torreón deleznable en el puño de hierro de un gigante. .. Tal pensaba Héctor en aquella pausa de silencio profundo. Sacudió al fin la cabeza, como quien enarbola el estandarte de todos los ideales frente a un nuevo horizonte inundado de luz y de optimismos; mas recordando a la vez que ese horizonte se abre ante muy pocos, exclamó: —¡ Padre, qué lástima que haya en Méjico tan pocos sociólogos y juristas, tan claros y exactos y explícitos como usted! ¡ Cada sacerdote sería un faro; cada oveja sería un león! —No se necesita, mi buen amigo, ser sociólogo ni jurista para ver estas cosas. Basta la fe sencilla del cristiano para intuir esta doctrina sin necesidad de exquisitas inducciones. .. Es el estrépito del mundo y de sus vanidades lo que ofusca esa doctrina que se posa, nítida y flamante, sobre los espíritus humildes e incontaminados. . . Por eso va usted a ver que en Méjico, y lo mismo sucedería en cualquier otro país, van a ser los pobres, los sencillos, los limpios de corazón y de bienes, los que no sólo comprendan, sino descubran por sí mismos esta dura doctrina del deber heroico.. . Y van a ser los poderosos, los opulentos y los mundanos los que ante ella se escandalicen y la condenen, ¡miserables!, hasta de anticristiana. . . —Padre, ¿y no teme usted que a esos hombres buenos y sencillos los disuadan los sacerdotes que no estén bien empapados en estas cuestiones? •—observó reverentemente Héctor. —Creo —añadió el Padre Arce— que ningún sacerdote encontrará en todas sus ciencias eclesiásticas ningunas razones para disuadir. Creo también que a ningún sacerdote de Méjico le faltarán ni ciencia y talento para reflexionar, ni valor y virtud para hablar claro... Tengo un elevado concepto de mis hermanos en el sacerdocio. Todos conocen su Teología Moral. Y no necesitan 190
ni siquiera hojearla mucho en busca de la exacta explicación del Quinto Mandamiento; les basta mirar en el frontispicio de la Moral Cristiana, en el Tratado de las Virtudes, el precepto divino de la caridad. .. Héctor concentró de nuevo todas sus potencias y sentidos en las palabras del sacerdote. Un nuevo género de argumento iba a brotar en el nombre mismo del Amor... —Existe en el Cristianismo el precepto bendito de la caridad. . . para con el prójimo —continuó con solemne gravedad el Padre Arce—. Este precepto es tanto más urgente y riguroso, tanto mayores sacrificios impone, cuanto es más grande la necesidad en que el prójimo se encuentra. Basta una necesidad grave corporal del prójimo para que tengamos obligación de sacrificar por ella nuestros bienes o riquezas superfluas; y si esa necesidad llegara a ser extrema, nos obliga, según nos lo recuerda la Teología, nos obliga a sacrificar los mismos bienes necesarios a nuestra condición; y cuando esta necesidad extrema no es una necesidad corporal, sino una necesidad extrema espiritual, estamos obligados a acudir al socorro del prójimo, aun con peligro cierto de nuestra vida. La Teología misma nos enseña que esas necesidades crecen en gravedad y en importancia cuando se trata de la comunidad, cuando quien sufre es la patria. La más grave necesidad que anotan los teólogos es la extrema necesidad corporal, o material de todo un pueblo. En este caso, se predica al cristiano el heroísmo militar de la guerra. Los que mueren en defensa de la patria merecen bien del Cristianismo... Reconozco que aquí se han detenido los teólogos. Creyeron que tocaban con la mano el límite de la escala ascendente de las necesidades posibles. Nuestra cuestión en Méjico hará consignar en las próximas ediciones un nombre nuevo: el de la necesidad espiritual extrema de todo un pueblo presente y de toda una generación futura... Y ante esta necesidad que sobrepasa inconmensurablemente a todas las demás, frente a las cuales la moral católica impone el sacrificio hasta de la misma vida, ¿podrá el sacerdote impedir a los intrépidos el ofrecimiento de su brazo y la inmolación de su sangre? ¿Podrá llevar a mal la generosidad del pobre que ofrece cuanto tiene? ¿Podrá, ¡gran Dios!, lisonjear al rico negando la obligación que tiene de sacrificar siquiera lo superfluo? ¡No! ¡Nunca! Esta sería la negación, 191 HI4
el derrumbe sacrilego del orden impuesto por Dios en el precepto de la caridad... —Padre —respondió Héctor desahogándose—, ¿entonces cómo explica usted tantas dubitaciones y tantas reticencias de parte de quienes debían ilustrarnos? —¡ Yo no me las he explicado nunca.. . ! ¡ Quizá sea la prudencia de la carne disculpable por el miedo del espíritu! —Es, sin duda, que se requiere mucho estudio y talento para sacar esas conclusiones tan avanzadas. —Si no son conclusiones nuevas ni avanzadas —repuso el Padre Arce—, si es doctrina clara y explícita que se ha enseñado siempre en todas las cátedras católicas. . . Cualquier obra seria de jurista católico le dice a usted lo que yo le acabo de decir. .. Sí podemos decir que el miedo a Galles nos ha hecho a los sacerdotes esconder los libros de nuestra biblioteca y arrancarles las páginas más sabias, mutilar la doctrina para no comprometernos... —¿Usted tiene esos libros? —preguntó Héctor con interés. —¡Claro que los tengo, como todos los sacerdotes! ■—contestó el Padre Arce levantándose animoso de su asiento. Héctor se levantó tras el Padre Arce. El sacerdote abrió Un cajón de su archivero. Héctor vio en él columnas de tarjetas colocadas de canto, separadas en montoncitos por cartones coronados de bonetillos de mica de diversos colores. El Padre Arce, con la punta de los dedos ágiles, llamó hacia sí tarjetas y cartoncillos, que se echaban de bruces los unos tras los otros, para dejar el paso a unas cuantas tarjetas, llenas de nombres y de números, que el Padre sacó con presteza y comenzó a repasar. . . Mientras tal hacía el Padre, Héctor posaba sus ojos curiosos en los letreritos de colores, que asomaban entre las tarjetas, como si algunas de éstas se auparan en las puntas de los pies: ECONOMISTAS ALEMANES, ORGANIZACIÓN RUSA, CUESTIÓN AGRARIA, CONTEMPORÁNEAS, LEGISLACIÓN OBRERA . Los letreritos policromos se escondían unos tras otros, y se agazapaban en lo más profundo de los
prolongados cajones. Héctor, en vano, pretendía descubrir de una rápida mirada su contenido. Aquellos ficheros eran signo de una mente laboriosa y constante. ¿Y cuántas otras cosas se encerrarían en todos los demás casilleros, en los cuales había dos o tres cajas, repletas también de tarjetas y cartones, cuyo título general 192
era: MEJICO-SOCIALISMO ... MEJICO-ACCION CATÓLICA . . . "MEJICO-INFLUENCIA EXTRANJERA^?
—Mire usted —dijo de pronto el Padre Arce, dejando sobre la mesa las tarjetas índices que en la mano tenía y sacando un grueso libro del estante—: éste es Genicot, texto en muchos Seminarios. Es un teólogo belga de gran renombre. Tomó el padre de nuevo la tarjeta, leyó entre dientes la cita, y en seguida abrió el libro: —Oiga usted lo que dice; voy a leer en castellano: "La violencia evidentemente injusta ejercida por los que tienen en sus manos el poder, es lo mismo que la violencia ejercida por unos brigán tes o bandidos; y así como se puede resistir a los brigantes, asi se puede resistir a los gobernantes malos". ¿Qué tal? Héctor no respondió. Se conformó con mover la cabeza maravillado. —Ahora este otro ■—prosiguió el Padre, cogiendo otro libro—. Es el famoso Lehmkuhl, alemán. Mire usted lo que dice: "Una cosa es la rebelión y otra cosa es la resistencia violenta a las leyes injustas y a su aplicación: que si se os hace una violencia evidentemente injusta, no es a la autoridad, sino a la violencia a la que se resiste. . ." —¡Qué barbaridad! ¿Y qué más queremos? ■—comentó Héctor. —Noldin. Este es un gran moralista de Austria. Bueno. Dice más o menos lo mismo... ¡Gersón! ¡Aquí está el piadoso Gersón a quien algunos atribuyen el libro de la Imitación de Cristo. Oiga usted lo que dice en sus Diez consideraciones útilísimas a los Príncipes: "Si el soberano hace sufrir a sus subditos una persecución manifiesta, obstinada, efectiva, entonces se aplica esta regla de Derecho Natural: es lícito rechazar la fuerza con la fuerza. . ." ¡Ya lo ve! Es evidente, pues, si las Decretales de Juan XXII a cada paso lo repiten: " / Vim vi repeliere omnes leges omniaque jura permittunt!" El Padre volvió a leer en la tarjeta el nombre y las citas de otros libros. —Pero, ¿para qué lo canso? —dijo, por fin, cerrando el libro que en la mano ya tenía. —¡No, Padre! ¡Al contrario! —le interrumpió Héctor—. Esas citas me levantan sobre todos los prejuicios y sobre todas las 193
pusilánimes aberraciones que encuentre en lo futuro. Siga usted, Padre; siga usted. Lea todo lo que quiera. —¡Bueno! Aquí tengo muchos anotados... ¡Este! ¡Meyer! Instituciones de Derecho Natural... ¡es canela! Oiga nomás: "Como todo individuo tiene derecho innato de proveer a su conservación, y por tanto, de defenderse a mano armada contra un injusto agresor, así también un pueblo está dotado del mismo derecho esencial... El derecho de defensa se extiende a toda criatura racional, y por tanto, a parí o a fortiori, a una personalidad humana colectiva. Por tanto (aquí el Padre fue recalcando las palabras), siempre que un abuso tiránico del poder, no transitorio, sino continuado, vaya reduciendo constante y sistemáticamente a un pueblo a un extremo tal que manifiestamente le conduzca a la ruina, por ejemplo, cuando se trata de conjurar un peligro que amenaza a la patria o cuando urge salvar de una ruina cierta los bienes supremos y esenciales de la nación, en primer lugar, si se trata de salvar el tesoro de la verdadera fe, entonces, de acuerdo con el Derecho Natural, a una tal agresión se puede oponer una resistencia activa, elevada al grado que lo exijan la causa y las circunstancias. .." ¿Qué tal? —¡Caramba! ¡Así se habla! —Espere, no he terminado la cita. Oiga lo que sigue: "La Sagrada Escritura nos da un ilustre ejemplo de este linaje de defensa en la historia de los Macabeos. . . Cualquier grupo de ciudadanos, aunque no constituya una persona moral completa ni un ente social orgánico, en virtud del derecho natural inherente a cada individuo, puede, en caso de extrema necesidad, hacer el llamamiento a las fuerzas de todos, para oponer a la opresión el frente sólido de una resistencia colectiva". Instituciones Juris Naturalis, edición de 1900, números 531 y 532, para quien guste precisar la cita. ¿Qué le parece, amigo? ¿Y diremos que mis doctrinas son nuevas y avanzadas? Y el Padre cerró con garbo el libro, levantando satisfecho la cabeza. —¿Pero esos libros tienen la censura eclesiástica? ■—preguntó Héctor asombrado de la claridad. —La tienen y muy que la tienen ■—contestó el Padre Arce—. Estos libros se estudian en los Seminarios de todas las naciones, y no hoy tan sólo, se estudiaron siempre. Y si usted, en los exáme194
nes de las Universidades, en Roma, en París, en Friburgo, en Insbmck, en Comillas, en Lovaina, no sabe esta doctrina, lo reprueban porque lo reprueban... ■—Son escritores jesuítas, ¿verdad? •—¡Jesuítas y no jesuítas! ¡Asómbrese usted! Le voy a presentar uno que no lo es y que, a pesar de no serlo, es figura de primerísima magnitud: ¡ Santo Tomás! ¿ Usted sabe quién es Santo Tomás? ¿Santo Tomás de Aquino? Pues si les explicáramos a los meticulosos todo lo que dice en el segundo Libro de las Sentencias, distinción 44, y lo que dice en la Suma Teológica, por ejemplo, en la Secunda Secundae, cuestión 40 y siguientes; y lo que dice en el famoso opúsculo De Regimine Principum, se desmayaban, amigo mío, se morían de miedo ante su claridad. .. Porque Santo Tomás no se anda con remilgos. El sencillamente declara al tirano despojado de todos sus títulos, y dice explícitamente que la guerra contra él no es sedición. "El sedicioso es el tirano", dice con su acostumbrada brevedad y precisión. Y todos esos aspavientos que usted oye de que hay que conservar la paz y de que hay que poner la otra mejilla, todos los encuentra usted ahí rotos, machacados, pulverizados en el mortero de la lógica: todos, absolutamente todos. Cita, si mal no recuerdo, las palabras de San Agustín, otro que me faltó: "Hacemos la guerra precisamente por obtener la paz. Demuestra que eres pacífico entrando a la guerra, para que venzas al enemigo y lo hagas entrar por el camino de la paz". ¡Ahí tiene usted! ¡Santo Tomás, en plena Edad Media, poniendo sobre el candelabro las palabras del gran santo padre de los primeros siglos, . . , los grandes sabios eclesiásticos recogiendo ese torrente doctrinal de la tradición entera y brindándolo a la Iglesia entera en las fuentes de todas las Universidades, y nosotros, en Méjico, asustándonos todavía de la palabra y hasta de la idea de una defensa armada. . . ¡ No, esto no es posible! Esto nos colocaría en el ínfimo nivel intelectual. Y el Padre Gabriel, agitado, sudoroso, rendido, emocionado, comenzó a recoger tarjetas y libros para colocarlos en sus puestos. Héctor sentía sobre su cerebro toda la plenitud de aquella doctrina tan digna y tan humana. Todos los rayos y los fuegos del Sinaí atronaban su mente, modelando en ella el grito de los aventureros de Clermont: "Dieu le veut!" "¡Dios lo quiere!" 195
—¡Perdóneme, mi buen amigo! —dijo al fin el Padre Arce—. Le he calentado mucho la cabeza, con esta soberana lata. —Más me ha calentado usted el corazón •—respondió Héctor. —Pero todos esos largos discursos y todos esos gruesos libros están encerrados en estas sencillas palabras, que bastan para iluminar a medio mundo: ¡ Dios no nos quiere borregos, sino leones! No somos los secuaces vergonzantes de un Cristo mendigo: somos los vasallos inmortales de un Cristo Rey... ! •—¡Bravo, Padre Arce! ¡Eso se llama financiar moralmente el movimiento! —¡Qué barbaridad! Son las doce y tres cuartos de la noche... Ahora que me acuerdo, tenga esos veinte pesos, que a usted le pueden servir más que a mí, y ahora, a casa, a dormir y a soñar con los angelitos...
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XXV ASI PAGA EL DIABLO ENCANTADA DE LA VIDA se había quedado Consuelo la noche que acompañó a Héctor a la estación de Zacatecas, en la penumbra de las callejas desmanteladas, con la guardia de corps de dos muchachos de poco juicio y de muchos bríos, y el recuerdo retozón de la amarrada solemne que acababa de darse con quien menos hubiera imaginado en tiempos de paz. Los dos payasos mozalbetes, felices de cumplir cometido tan suave como el de llevar a Consuelo a su casa, "y ¡chitón!", como les había ordenado Héctor, se sentían unos Quijotes de a pie, con una misión brava y caballeresca a la vez que cumplir: la de conducir sana y salva a la noble dama hasta su grave señorial castillo, dispuestos a rechazar con esforzado brazo al endriago cobarde que hubiera osado atrepellarla... Luisillo fue el primero en aprovecharse, lisa y llanamente, de la ocasión. —Consuelito —le dice—: lo que es ahora no la dejamos sin irnos antes a tomar juntos una copa de nieve... —¡Bonito impertinente de muchacho! —respondió riendo Consuelito—. ¿Y dónde dejas el boycot? —¡Ay, Consuelito!... Si ya no aguanto, si ya tengo ganas de cualquier cosa. Yo creo que unas vacaciones de boycot no nos, hacen mal, y mañana le seguimos duro... —¿Ya cenaron? •—preguntó Consuelo. —¡No! —respondieron al unísono los dos muchachos. rallo. Era Juana Gallo una mujer hombruna y valentona. Casada —Entonces vamos a tomar enchiladas en el puesto de Juana Gallo. de 197
joven con un perdulario, le había ella metido una paliza a él a la primera borrachera y lo había corrido de su casa, se había luego plantado su delantal, arremangándose las mangas y dedicándose a ganar la vida para sí y para el desperdicio de muchacho que le quedó, trabajando día y noche entre humaredas de ocote y chirridos de fritanga. .. Su fonda consistía en una mesa sin pulir, afianzada con cuñas en las patas a la orilla de la banqueta en plena calle, con unos bancos largos de tabla sin respaldos, un mantel garigoleado, unos platos de filete azul, dos aparatos de carburo y un braserillo de carbón: todo a la intemperie, expuesto a lloviznas y ventarrones; condenado al fisgoneo y la charla eterna del gendarme de la esquina, en tiempos de paz, y a los agazapamientos y correteadas a balazos, en tiempos de guerra. Católica como la que más, era Juana Gallo la más salidora y respondona en cuestión de Iglesia. Solían los soldados de los cuarteles vecinos frecuentar su mísero restorán. Unas veces la robaban, otras veces ella los robaba a ellos. Y siempre les regañaba y maltrataba, ya en sus espaldas, ya en sus narices, sobre todo desde que la cuestión religiosa la tenía puesta en ascuas. Ahí estaba aquella noche, con su peinado tirante, como jicara -de azabache, y sus dos trenzas escurriéndole largas por la espalda, a la moda china. Llegó Consuelo y sentóse muy campante con los dos afortunados pajes. Llamó cerca a Juana Gallo; en dos palabras la metió en el secreto del incógnito y, por último, le pidió las enchiladas. Consuelo picó finamente su plato, casi sin tomar nada. Los dos muchachos se despacharon con generosidad. Era de notarse que entre bocado y bocado, y aparentando Jimpiarse los labios con la servilleta, Luisillo, con los ojos, con la frente, con la boca y hasta con las manos, hacía frecuente y repetidamente unas señales angustiosas al compañero que había quedado enfrente. . . Este, por su parte, hacía todo lo posible por no darse por entendido. Acercábase ya el fin de la rústica cena, y crecía tanto el afán de Luisillo de transmitir señales al frontero, que la conversación se resentía y comenzaba a ser desmayada y floja. .. Hasta que el muchacho de enfrente, menos pundonoroso que Luisillo, optó por cortar por lo sano y definir de una vez una situación oculta que se hacía insostenible; y al si198
guíente aspaviento mudo que Luisillo le hizo, contestó con toda la boca. —¡No traigo! Luisillo se quedó helado, y maltrató a aquel bruto con los ojos: el pastel estaba descubierto. Consuelo la pescó al vuelo y sonrió: —No se apuren, muchachos ■—les dice—. Yo les presto. .. Pero me pagan. •—¡Seguro que pagamos! —contestó Luisillo agarrando la mosca—. ¡Y esta noche misma! —No estoy muy urgida, puedo esperar lo que ustedes gusten. ¿Cuánto quieren? Viendo ya el cielo abierto por aquel agujero, Luisillo levantó muy garboso la voz y preguntó: —,; Cuánto le debemos, doña Juana? —¡Doce reales, niño! •—respondió la buena mujer. Consuelo abrió su bolsito, de él sacó un fino portamonedas de cuero marroquí y de éste, tomando dos pesos, le dice a Luisillo: —¡Toma! ¡Y que lo coja todo! —Dios le dé el ciclo, niña —fue la respuesta de Juana Gallo, que se miró bien retribuida. Y los dos brujas siguieron toda la calle, haciendo los honores a su espléndida capitana.
Llegaban a la calle del Correo, cuando lo primero que descubren en la puerta principal de la casa de Consuelo es un grupo de soldados tranquilamente ahí apostados. —¡Están en mi casa! —dijo suavísimarnente Consuelo, agitando nerviosamente el brazo de Luisillo. —¡ Sangre fría, y nos pasamos de largo! ■—respondió éste. Y se pasaron de largo, casi codeándose con los soldados, que parecían no tener otra consigna que estorbar la puerta. —¿Qué hacernos ahora? —preguntó Consuelito, ya lejos de la escolta. —¡A casa de doña Soledad! —y se encaminaron a la casa de la madre de Héctor. 199
—¡Ahí están también! —dijo el compañero de Luisillo, al mirar en la calle del Gorrero otro grupo de soldados. —¿Qué pasará, Dios mío? ■—se preguntó Consuelo angustiada. No cabía duda. El paso de Héctor por la ciudad había sido olfateado por buen sabueso. .. Los tres viandantes siguieron calle arriba. 'De la calle de Gorrero llegó entonces hasta ellos un confuso griterío salpicado de estallidos de látigos y de chiflidos. —¡Muchachos...! ¡Tengo miedo! —dijo Consuelo con ingenuidad. —¡Vamos a mi casa! —resolvió Luisillo, y apretaron los tres el paso. Por una de las calles del tránsito que a Consuelo parecían de a legua tropezaron de nuevo con Juana Gallo, que, ya de vuelta de su trabajo, a la puerta de su vivienda, investigaba qué vientos corrían en aquella noche de improvisadas zozobras... —¡Niña Consuelito! ¡Por Dios!. .. Ya no ande por la calle. •—Pues si están los soldados en mi casa. .. —¡Pues métase aquí, no faltaba más... ! ¡Adentro, que aquí primero me arrastran que tocarle a usted la ropa. . . ! Y Consuelo, empujada por los muchachos, se metió con ellos en la humilde vivienda de la fondera. Y se sentó en un banquillo de tres patas, más intranquila y nerviosa que si supiera de cierto lo que estaba sucediendo. Luisillo, una vez acomodada Consuelo, exclamó: —¡No, amigo! Estos encerramientos no se hicieron para nosotros. . . ¡Qué Chihuahua! ¡Vamos a explorar.. . ! Y los dos se quitaron las chaquetas, y en mangas de camisa se echaron a la calle, mientras Consuelo, sumida en horribles temores, quedaba encerrada a piedra y lodo en aquel cuarto redondo sin pasillo y sin vestíbulo. .. ¿Qué era lo que sucedía?
Aquella precisa noche el descamisado Pelotes había recibido la orden de organizar una manifestación "en pro de la viril actitud asumida por el general Plutarco Elias Calles" contra los frai200
les encogidos y las monjas espantadizas. Gomo los campesinos de la región se habían mostrado esquivos al llamamiento y urgía que se llevara a cabo la manifestación, fuera como fuera, Pelotes se lanzó a la pantomima, pues los jefes y oficiales de la guarnición le tronaban impacientes los dedos. Pelotes, pues, que también gozaba de facultades extraordinarias para el caso, lo arregló todo en un dos por tres. Mandó traer de la cárcel a los diez y seis borrachos del domingo anterior, se trajo del cuartel veinte soldados envueltos en sarapes para darles apariencia de "ceviles", se consiguió cincuenta antorchas de mecate retorcido impregnadas de aguarrás, se invitó a todos los chiquillos, limpiabotas, papeleros y vagos, cada uno con su ocote; a toda esa longaniza bullente y pringosa se le puso delante una descubierta de gendarmes con tambora y platillos, detrás la música del regimiento, y ahí tienen ustedes el núcleo de la manifestación que, cuando los vecinos menos se lo esperaban, salió por calles arriba y calles abajo, con gran alboroto y tropel, llevando tras de sí a cuanto curioso encontraba por plazas y esquinas. La rechifla y los gritos, en alto diapasón, de estos manifestantes fue lo que oyó Consuelo en su camino. Las teas y los sarapes, las piruetas y contorsiones fue lo que vieron de cerca Luisillo y el otro en su viaje de exploración. El discurso. No podía faltar. En la esquina de la calle Morelos subió el orador. Era el Capitán Caravantes, el intelectual de la comparsa. No vale la pena historiarle... La marcha se reanudó. Al pasar frente a la casa del Padre Martín, el borracho "Fanfarrias" pegó un grito: —¡Que vuelva a hablar Caravantes! •—¡Zas, pues —contestaron otras voces carraspientas. Caravantes se trepó de nuevo sobre el camión de la Jefatura y preguntó: —¿Pues qué quieren que diga? —Pues ahí un discurso al Padre Martín, que aquí vive •—contestó "Fanfarrias". ¡ Caravantes comenzó en seguida, como si le hubieran dado cuerda! •—¡Cura t a l . . . ! ¡Hijo de la trompada! ¡Ya se te acabó el machete, retiznado! ¡Ahora con Calles se vinieron las de boca 201
abajo.. . ! ¡ Asoma los cuernos, si eres tan hombre, para que veas lo que es el pueblo desfanatizado. .. ¿Verdad, muchachos? -—¡Sí! ■—contestaron Pelotes y "Fanfarrias", haciendo punta. •—¡Sí! —corearon algunos borrachos y soldados disfrazados. Los chicos se conformaban con silbar sin saber a quién. ■—Compañeros! ■—continuó Caravantes—. ¡ Qué viva la Revolución ! —¡Que vivaaaa! •—¡ Mueran los obstructores! •—¡ Muerannnn! —¡Viva el Piesidente de la República general Plutarco Elias Calles! —¡ Viva. .. ! ¡ Viva. . . ! ¡ Ahúúúú. . .! Mareado ya por el entusiasmo, Caravantes no tuvo palabras de mayor relieve, sacó la pistola y disparó al viento unos balazos. El alboroto llegó al colmo. "Fanfarrias", hecho un loco, levantó un grito arrollador: —¡Muchachos, atasqúense ahora que hay lodo... ! ¡Síganme! ¡ Adentro, pollos pelones, que les van a echar su máiz! Y sin más ni más, a lo ciego, a lo bruto, como un río que sale de madre, se echaron sobre la puerta de la casa del Padre Martín, subiendo la escalera en medio del más horrendo estrépito. . . El Padre Martín paseaba sus babuchas bordadas de oro viejo por todo lo largo de la sala, reconstruyendo, sonriente, el espantoso aplasten que había dado a Héctor. Entrábase ya en la alcoba, quitábase la bata, y comenzaba a desnudarse para acostarse, cuando la gritería de la calle le hizo entreabrir el postigo y darse inmediata, perfecta cuenta de lo que pasaba. Temeroso de mayores daños, sin atreverse a bajar hasta la calle, se había conformado con cerrar, con cuanta tranca y cadena encontró, la puerta de su departamento. Y, cogido del teléfono, había rogado a la telefonista que le localizara al general Sánchez por lo que pudiera suceder. En esto tronaron en la calle los vivas y los balazos, que pusieron los pelos de punta en la cabeza de chorlito del Padre Martín. Oyó luego el tamborazo de la canalla sobre la puerta de la calle y el tropel consiguiente en la escalera. Entonces se abalanzó al teléfono, comunicándose con el Club de la Bufanda, en donde sabía que el general, en aquellos momentos, tiraba sus albures prohibidos. 202
•—¡ Necesito con urgencia hablar con el general..., pero pronto!"'—dijo al conserje. En la puerta de la primera sala resonaron en aquel momento los golpes más desaforados y las voces más destempladas. El Padre Martín retorcía con furia la manilla del teléfono, y auscultando el audífono con ansiedad, pescó la voz del conserje, que dijo: —¿Qué quién es y qué quiere? ■—¡ Dígale que soy su amigo el Padre Martín, que pido auxilio, porque me están asaltando.. . ! —tal sollozó, que no dijo. El traquidazo de unas tablas rajadas lo hizo entonces estremecerse, luego dos o tres golpes secos, después confuso vocerío, chiflidos, tintineos de cristalerías volcadas y hechas añicos, todo a dos metros de distancia, ahí, en la misma sala, separada de él por una sencilla hoja de madera. —¡Ya están aquí! ■—clamó el Padre Martín pateando el suelo y sacudiéndose de pies a cabeza, a la vez que se sangraba casi la oreja con los bordes del audífono. La ansiada respuesta del Jefe de las Armas llegó también en aquel momento desesperante, y fue transmitida fielmente por el conserje o por algún otro aprontado: -—Dice el general que vaya el Padre Martín a tiznar a su madre, que él no tiene ningún amigo cura... El Padre Martín palideció de rabia, de vergüenza, de miedo, de todo, y arrojó el audífono al diablo, como quien se sacude alguna sierpe venenosa. La irrupción de los forajidos era ya un hecho. Todo estaba perdido. Unos segundos más, y él mismo sería arrollado. .. Temblando todo cuanto era, fulgurantes los ojos de ansiedad, trémulo el labio de congoja y agarrotados los miembros, arrebató del perchero una cachucha y un saco gris, agarró del fondo de la cómoda una gruesa cartera con valores, y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, en el momento mismo en que ya trepidaban puerta y tabique con los empujones de la horda, el Padre Martín brincó por la ventana interior, rodó por el tejado, cayó de bruces en otra azotea, saltó a una azotehuela, y, dando zancazos por una escalera de casa de vecindad, cayó al patio de la misma y fue a dar, por fin, a la calle de la parte opuesta, todo magullado, ensangrentadas las manos, castañeteándole los dientes, amarga la boca, rasposa la lengua, desjarretado el cuerpo, rasgados 203
los pantalones, y golpeándole el corazón como una maza, que le producía retumbos en las sienes y vahídos en la cabeza. .. En medio de la oscura calleja, el desgraciado victimado se caló la gorra y se enfundó en el saco gris. Tentaleando, bamboleándose como un borracho, llegó al final de la calle y fue derecho a buscar refugio, ¿a dónde?, a la casa de su amiguísimo Soberón. La casa estaba cerrada de alto a abajo. Ni un postigo, ni una rendija, ni una lucecilla. El Padre Martín llamó y esperó, anhelante, jadeante, sudoroso. Nada. Volvió a llamar. —¿Quién es? —preguntó, al fin, una sirvienta desde el interior. —¡El Padre Martín! ¡Por favor, que me andan persiguiendo! —contestó, dándose ya por liberado. La puerta quedó cerrada todavía. El Padre Martín volvió a esperar, ya más resignado, limpiándose el sudor frío que bañaba aún su frente, y pasando revista a los raspones y magullones del robusto cuerpo... ¡Por fin, ya vienen a abrir! ¡Gracias a Dios! La criada, en efecto, volvió. Pero no abrió. Se conformó con darle, por el ojo de la llave, este recado sencillísimo: —¡ Que dice la señora que no le puede abrir, porque se compromete! ... Ante aquel supremo desengaño, el Padre Martín sintió que le faltaba la vida. Se cogió de la pared. La tierra temblaba bajo sus pies. Una oscuridad completa le envolvió, como si le vendaran los ojos. Maltratado, humillado, avergonzado, debilitado, abandonado en medio de aquel desierto de ciudad, el Padre Martín no pudo más, no pudo ya sostenerse en pie, se inclinó poco a poco hasta tocar el suelo con las puntas temblorosas de sus dedos; al fin, se sentó sobre la orilla vil de la banqueta, sacó un pañuelo y rompió a llorar. .. La imagen de Héctor, noble, gallardo y valiente, se posó en aquel momento frente a su espíritu, como un genio amenazador que le echaba en cara la crueldad de sus recientes aberraciones... Dos jóvenes pasaban por la calleja. Se acercaron, lo reconocieron. Eran Luisillo y su compañero. Ya lo sabían todo. Lo habían visto todo. Levantaron al sacerdote. Lo animaron, lo consolaron y le invitaron a guarecerse en la casa de ellos. El Padre Martín no aceptó. Sólo permitió que lo acompañasen al Hotel 204
Francia, en donde se instaló aquella noche, en la cual tomó la resolución de "abandonar la infeliz tierra y botarse para los Estados Unidos". Y al siguiente día, en la hora cruda de la madrugada, sin volver los ojos a su barrio, como los fugitivos de Pentápolis, con todo y sus babuchas de oro viejo, tomó el camino de la estación, sin más equipaje que su fajo de billetes y valores. Todavía estaba muy oscura la mañana. Hacía frío. El Padre Martín tiritaba dentro de su chaqueta gris y sus amplios pantalones desplanchados. Cerca de la estación encontró una mesa de fondera, iluminada tristemente con carburo. El Padre Martín, dando al traste con todo puntillo de pundonor eclesiástico, se sentó a ella y pidió un café. La muchacha que le sirvió tenía todo el aire de gran señora. Fina, bella, distinguida. El quiso reconocerla. Ella le reconoció primero. Se le acercó, y casi en el oído, le dijo: ■—¿Qué le pasa, Padre Martín? ¡ Era Consuelo la que hablaba! Tras una noche de zozobras y desvelos, refugiada en el cuarto de Juana Gallo, salía con ella a ayudarle en la ruda faena matutina. .. El Padre Martín le contó todo. Consuelo ya lo sabía también. Después el Padre Martín, como quien rompe el dique a un secreto que atormenta el espíritu, le preguntó, meticuloso: —¿Y Héctor? —Se fue anoche mismo •—respondió Consuelo. •—¿No te contó nada de mí? —¡Nada! —¡Pobrecito! ¡Qué mal lo traté! Y limpiándose las lágrimas de sus ojos, contó a Consuelo los pormenores de la entrevista. Así terminó su desayuno. El tren para El Paso estaba por llegar. El Padre Martín se levantó pesada, tristemente... Ya un poco separado de la luz, llamó discretamente a Consuelito. Ella se acercó. El le pregunta: —¿Tú le escribes a Héctor? —Sí —contestó Consuelo—; le escribiré. 205
Sonó el silbato del tren que cruzaba ya por la falda de la Bufa. Había que apresurarse. •—Entonces, cuando escribas... Consuelito aprestó el oído con toda atención. El Padre Martín, ahogando un sollozo, terminó la frase: —¡. . .dile a Héctor que me perdone... !
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XXVI ¡ F I A T ! LA MISIÓN DE HÉCTOR HABÍA SIDO FECUNDÍSIMA. Desde los puntos más remotos de la sierra de Oriente habían venido hasta él caudillos ignorados, rancheros de pelo en pecho, todos gigantescos, férreos, calludos; ansiosos todos de obrar, de luchar, de sacudir la modorra ignominiosa. Según el propio decir de ellos, eran todos hombres de mucho partido, cristianotes, honrados y prestigiados a carta cabal; valientes como leones, mañosos como coyotes, aguantadores como muías, fieles como perros, vivos como ardillas: todas las cualidades de la fauna con que convivían, cualidades elevadas por una razón naturalmente despejada, y centuplicadas por una fe religiosa raigada como las raíces del roble. Muchos tenían armas y parque; todos, caballo; muchos, gente; todos, ganas. Las manos les hormigueaban desde que los "hermanos éstos" les habían quitado a éste su vaquita, a aquél BU mujer, a quién su maicito y a quién su tierra de sembradura. . . Y aquel hormigueo se había convertido en sacudimiento general desde que se encontraron con que no había Misa y con que el Cura tenía que andarse escondiendo. Héctor había palpado este entusiasmo popular, maduro y enraizado, en todos los lugares recorridos en su gira. Así en las serranías de Bayacora y Mezquital, como en las polvosas llanuras de Mapimí, en las grises lontananzas de Chihuahua, como en los abrasados bajíos de Coahuila y Nuevo León. —¡Ah! —pensaba Héctor—. ¡Si tuviéramos dinero! Si no nos viéramos obligados a entrar en la lucha sin más fuerza que la 207 H15
de nuestra fe, sin más arma que la de nuestro brazo, sin más vida que la de nuestro pecho.. . entonces la mutación sería rápida. Héctor no se hacía ilusiones. Sabía con lo que contaba: con puñados de hombres resueltos, eso sí, en toda la República. ¡ Y nomás! Pero así debía comenzarse, porque era preciso comenzar, y pronto; porque ya estaban algunos infelices ensartados en las montañas de Michoacán y Guanajuato, resistiendo solos, absolutamente solos, el empuje formidable de todo el fuego ardiente de los cañones de Galles, y el quietismo helado de los católicos indecisos. Así debía comenzarse: con esos puñados de hombres casi desnudos, casi desarmados. Esos grupos se agitarían simultáneamente, dividiendo en parte infinitesimales al ejército de Galles; esos grupos irían después consolidándose, condensándose, robusteciéndose, organizándose en corporaciones formales, hasta formar el nuevo ejército de línea, el ejército del pueblo católico, que reprimiera la osadía brutal de los tiranos, para plantar sobre el pedestal vacío a la ciudadanía honrada e inteligente. El éxito era indefectible. El espíritu entero que Héctor había visto y tocado en el Norte de la República vibraba con mayores bríos aún en los Estados de Zacatecas, Michoacán, Aguascalientes y Jalisco. .. ¡Jalisco! ¡Bien sabía Héctor cómo trabajaba Jalisco! Con Jalisco en acción, bien podía ya confiarse en la rápida victoria. —¿Y si los otros no "jalan"? Este era el temor que sobrevenía de cuando en cuando a Héctor. Pero no fue nunca de cristianos suponer el mal sin pruebas. Todos prometían: no podían ser tachados de miedosos. Mucho menos de perjuros. Las noticias de Paracho, en medio de su sensacionalismo, eran cada vez más angustiosas. Los valientes de don Tomás Anzures no se habían dejado tocar un pelo de la ropa; pero enviaban recados desesperados urgiendo a los demás a secundarlos, pues Galles ordenaba ya contra ellos la marcha de fuertes columnas traídas de todas las regiones no alteradas. . . Con todas estas impresiones y excitaciones encontramos a Héctor ya de retorno. Jugándose la vida minuto tras minuto, se ha instalado en el pueblo de Guadalupe, cercano a Zacatecas, perdido y olvidado, bajo un rasposo uniforme de vaquero, tirando con toda presteza y discreción sus últimos planes, pues el compromiso está tomado; a él le toca "brincar" ahí. 208
En la ciudad de Zacatecas, mientras tanto, parece haber pasado la racha del pavor de aquella noche memorable. Los soldados han vuelto a sus cuarteles. Consuelo ha vuelto a su casa. Sólo la del Padre Martín queda aún abierta y tirada, ad perpetuara rei memoñam. En este estado de cosas, parece de pronto que las mismas chicas piadosas se han olvidado del boycot, de la persecución y de todas las tristezas; así salen de enfiestadas y alegres a un famoso día de campo que parte en dos el luto católico, tan rigurosamente hasta ahí observado. ¡Consuelo está ahí! ¡Qué escándalo! Con un sombrento de paja en la cabeza y una mandolina en las manos, esperando, ¡ inicua!, que un muchacho monte en el burro que espera, somnoliento, tan preciosa carga... ¡ Gente versátil e inconstante! ¿ Quién había de decir que aquellas mismas jóvenes que habían resistido hasta los navajazos del general Ortuzar en los vestidos negros iban ahora a sacudir el luto y a escandalizar a la luctuosa ciudad con semejante algazara? ¡Ligerezas de juventud que entristecían a los buenos y hacían frotarse de júbilo las manos a los perseguidores! Pero aquello no tuvo remedio. La vistosa caravana de treinta o cuarenta borricos, adornados con flores y guirnaldas, con otras tantas muchachas a horcajadas en ellos, se puso en marcha solemne. ¡ Qué enfiestada se iban a dar! Y luego con tanta impedimenta, cómo llevaban canastas y más canastas y costales, con quién sabe cuántos ricos comestibles y guitarras, y mandolinas, y, para que no hubiera duda que se bailaría de lo lindo, un montoncillo de petimetres, todos muy restirados, lavados y planchados... ¡Y el boycot al cuerno! Y pasaron frente a la Jefatura de Operaciones misma, para darles en las narices a los oficialillos, que por boca de Caravantes y de Pelotes correspondieron con tres o cuatro flores, a grito pelado, desde los balcones de la oficialía. —¿No nos invitan, lindas? —¡No! —contestó coqueteando una gordita—. Aquí no rifan los melitares. ¡Aquí las purititas ceviles.. .! ¡Arre, burro! 209
Y bajaron, por fin, la horrible pendiente que conduce a la aldea de Guadalupe, en donde se erguía el viejo convento franciscano, grave y macizo, testigo mudo de la ruda labor de los antiguos misioneros. La caravana hizo alto. Algunos rancheritos, inmóviles, miraban desde lejos a las catrinas aquellas que se iban a divertir tan en paz. . . Consuelo les gritó: —¡Ándenles! ¡Vengan a bajarnos! Los rancheros, caminando despacito, con el ancho sombrero caído sobre la frente, se acercaron, y abrazando muchacha por muchacha, las pusieron en el suelo, quedando rada una con las riendas de su burro en las manos. Héctor estaba ahí. La talluda indumentaria de vaquero le imponía toda la silueta de un gaucho soberbio de las Pampas. El se encargó personalmente de bajar a Consuelo, con todo el amor que esa mujer le merecía y con toda la discreción que razones escondidas pedían. Ella, al deslizarse entre sus brazos, le dijo al oído: —¡Juana Gallo trabajó muy bien! Metieron los muchachos mismos los borricos en una casa de labriegos. Consuelo y otras dos se encargaron de meter cestas y saquillos y acomodarlos arrinconados en una sala apartada. Héctor mataba el tiempo en los corrales quitando las albardas de los jumentos. En el portal se escuchaba ya la algazara de las muchachas que reían y de las mandolinas que rasgueaban. Consuelo y sus amigas, terminada la faena, se incorporaron a la comparsa y redoblaron el entusiasmo del jolgorio. Pasada la comida de campo, a la hora pesada de la siesta, mientras las muchachas, cansadas o rendidas, descansaban junto a las trincheras de cestas vacías, Consuelito dijo a una de sus íntimas: —Lolita, ¿vamos a ver la huerta? Lolita, sacudiéndose la falda, de un brinco se puso al lado de Consuelo. Nuestro épico vaquero trabajaba en la noria. Risueño y fres210
co era el hogar. Un toldo de emparrados y de higueras envolvía la plazoleta que rodeaba el pozo. Levantando con una mano la cortina del follaje, hizo Consuelo su aparición frente a Héctor. El rayo del sol que iluminó de pronto el rostro de Consuelo hirió de rechazo, reflejado por sus ojos de azabache, el alma y el cuerpo de Héctor, envuelto en la pelambre de su disfraz. Lolita entró tras ella, y los tres se sentaron a la vera del pozo, en una dulcísima evocación bíblica. —Consuelo —le dice Héctor—. ¿Conque no te olvidarás de mí? ¿Verdad? ¿Ni un día, ni un momento?.. . Yo no sé si es ésta la vez última que te mire y que te hable. Si lo es, estoy satisfecho. Sí no lo es, nuestra próxima entrevista será en los altares. Porque yo no me siento completo ni entero si no cuento contigo como carne de mi carne y hueso de mis huesos. .. Consuelo no sonrió, no respondió. Inclinaba la cabeza pensativa. Lolita se hacía la disimulada, deshojando muy despacio las flores de su sombrero. —¿Estás triste, Consuelo? ■—prosiguió Héctor—. Yo también lo estoy. Ahora comprendo perfectamente que esto es un sacrificio, un sacrificio duro, prosaico, como el más vulgar y miserable de todos los sacrificios. . . Ahora comprendo que son el deber y la fe los únicos que nos impelen a dejar nuestra vida pobre, pero relativamente tranquila y cómoda. . . ¿Gloria humana? ¿Qué gloria nos puede venir si no llevamos ni la espada bruñida ni brillantes entorchados, si nadie se preocupará por nosotros; si los más nos tildarán de atrabancados y de imprudentes, y muchos nos llamarán vulgares bandidos? ¿Placeres? ¿Cuáles? ¿Si somos apenas los que vamos a romper el fuego, a pasar días enteros sin comer y noches completas sin dormir? ¿Si somos los destinados a vagar, como bestias, por las montañas, hambrientos y desgarrados, mientras nuestra fe inquebrantable y persistente rompe el tímpano de nuestros hermanos que no quieren oír. . . ? Pero es.ta aventura ya no se discute: es un deber; todas las grandes luchas han comenzado así. Los arcos de triunfo se amasan con sanere de atrevidos. La torre de la victoria se levanta sobre las cenizas de los fracasados. . . Yo puedo morir, yo puedo fracasar ; pero mi fracaso será lección que perfeccione la táctica y no golpe que mate la idea. La causa que defiendo, ésa no puede fracasar. . . Yo puedo caer, lo sé; pero de mi propia carne desgarrada brotarán 211
nuevo espíritu y nueva carne, y mi cuerpo muerto se transformará en cien cuerpos vivos mil veces más firmes, más convencidos y más valientes que yo... Por eso quiero perpetuarme identificado, Consuelo, contigo, que eres el alma de mi alma y la fuerza de mis entrañas.. . Por eso, por mi Cristo, por mi patria, por mi causa, te amo a ti, mi dulce amiga, sostén de mis flaquezas, lumbre de mis carnes y de mi espíritu... Por eso te amo hoy más que ayer y mañana te amaré más que hoy... Por eso, Consuelo, siento temor de lo presente y tengo hambre de lo porvenir. .. Por eso te juro vencer o morir esta misma noche, y después, desafiando todos los peligros, llegar hasta tu hogar y tomarte de él en nombre de Cristo y traerte a luchar conmigo para que enjugues mi sudor en las victorias y en mis derrotas restañes mis heridas. . . ¿ Te entristezco, vidita, te entristezco? ¡ No! ¡ No llores, Consuelo! ¡No llores! Déjame romper en tu presencia la chapa de mi alma. Tú estarás a mi lado siempre, siempre, como el ángel precursor de la gran victoria, y de nuestra arcilla sacaremos, bajo la mirada de Dios, el Héctor de mañana que levante mi bandera, si perece el Héctor de hoy... ¿ No me respondes, Consuelo mía? ¡ Vamos, ánimo. ¡ He hecho mal entristeciéndote. No, ya no te entristeceré más: mírame. Mírame reír, mírame entusiasta ante la brecha abierta por tus virtudes y por mis locuras. . . Te hablé de muerte y de sangre. ¡No! ¡Todo es vida, todo es gloria! Gloria inmortal de cruzados, vida inefable de mártires... Marcharemos todos felices, radiantes de júbilo, bendecidos por nuestras madres, animados por nuestras novias, envidiados por nuestros ancianos, ungidos por nuestros sacerdotes, protegidos por nuestro Cristo. . . Somos muchos y somos fuertes. Somos invulnerables. Somos invencibles. .. Consuelo, ¡ámame!, ¡que en mí amarás al soldado de Cristo y al héroe de la patria. .. ! Y aquella ninfa nítida de los cabellos negros ensortijados, de las manos suaves y largas como lirios que se marchitan, la de los ojos negros como la noche, ensombrecidos por pestañas como manojillos de flechas, reclinó su rostro bañado en lágrimas sobre el pecho ardiente de Héctor... Aquellas lágrimas, como perlas desatadas, rodaban por la áspera chamarra del noble vaquero, adornándola como gotas de aljófar de reflejos irisados... Después se enderezó con brusquedad y sonrió, sonrió al través del velo de sus 212
lágrimas: sonrisa de iris en tarde lluviosa... Cogió entre las suyas la mano de Héctor y exclamó: •—¡Eres bueno, eres muy bueno, Héctor mío! Fuerte, valeroso, enérgico, duro, firme, inteligente, resuelto: ¡por eso te amo! Tú partirás a la montaña, yo quedaré en la soledad; tú sufriendo, yo llorando. Maltratado tú, despreciada yo; pero ambos firmes y tenaces, invulnerables e invencibles, como tú lo has dicho. .. Tras tus primeras victorias... ¡tú triunfarás!, yo me pondré mis galas de nieve y mi corona de azahares, tomaré en mi mano el cirio encendido y te esperaré con fe, pues estoy segura de que tendrás por mí. .. Y la lucha seguirá con sus toques de victoria y sus nimbos gloriosos; pero en ella no estarás ya tú solo: ¡yo estaré contigo. . . ! Y nuestra arcilla ofrendará a Dios un nuevo Héctor, el Héctor de mañana, por si sucumbe el Héctor de hoy. .. Y si sucumbes, yo recogeré tu espada y tu herencia de gloria, y volaré como heroína por los campos de la fe, luchando por la patria al mLmo tiempo que amamanto al hijo que resucite tus proezas. . . Y mañana, el día de la patria, cuando el pueblo entero aclame feliz a su Rey Inmortal, entonces tú y yo, Héctor y Consuelo, como ángeles tutelares, asistiremos a los flancos del futuro arco de triunfo; Héctor, el hombre, el héroe; Consuelo, la mujer, la heroína, y entrambos los creadores de la raza futura... Enmudecieron aquellos labios de ángel. . . Después Héctor y Consuelo se confundieron en una amplia caricia. .. Lolita, testigo impasible de aquel coloquio de querubes, sólo escuchó un suavísimo "batir de alas", un dulcísimo "rumor de besos..."
Y al desangrarse el sol aquella tarde, también se desangraban una vez más los dos corazones amantes que se separaban quizá para siempre. Consuelo, jineta en su pollino, rodeada de muchachas vocingleras, pero aislada de aquel ruido en el fondo solitario de su corazón; Héctor de pie sobre un picacho, figura híspida de caudillo bárbaro, proyectando su sombra agigantada sobre el polvo del camino, solo, pero firme, contemplando la marcha de la caravana risueña que le llevaba el corazón y le dejaba a él con el pecho desnudo frente al deber heroico... Después, a la vera de la alta roca que quiebra el camino, muchas manos 213.
que se agitaban; entre ellas una, la más nerviosa, la más fina, agitaba un pañuelo con encajes. .. Héctor contestó desde el picacho aquella despedida, y bajó al instante de aquel pedestal, para comenzar a subir desde aquel momento por la escala de su gloria heroica... A las diez de la noche de aquel mismo día, Héctor estaba transformado. Vestía el guapo traje que Consuelo le había traído. Gruesa camisa de lana café oscuro, pantalón de recio caqui, cinto finísimo cerrado por hebilla de plata marcada con sus iniciales, severas botas de montar, una pistola escuadra pendiente del cinto, dos cartucheras repletas de cartuchos, gracias a los ardides y escamoteos de Juana Gallo; un sombrero de fieltro a la cabeza, un pañuelo atado al cuello y una cruz colgada sobre el pecho, en la que Consuelo había hecho grabar estas palabras: "Viva Cristo Rey". Salió Héctor silenciosamente de la casa y se encaminó a la puerta del Convento de Guadalupe. Ahí le esperaba un fraile franciscano, antiguo guardián, que había logrado hasta entonces burlar la vigilancia de las tropas callistas. El viejo fraile esperaba a Héctor como "a un perseguido que quería confesarse". Tan pronto como Héctor entró, el fraile cerró la puerta e hizo a Héctor una profunda reverencia: —Pase su mercé —díjole con grande cariño. Cruzaron en silencio el amplio claustro, negro y sombrío. Un ligero viento agitaba las hojas medio secas de los plátanos del jardín. El franciscano caminaba delante, la capucha calada, los pies descalzos. —¿No hay nadie en casa, Padre? ■—preguntó Héctor. —¡ Nadie. .. ! ¡ Sólo yo he venido esta noche, porque me di jeron que algunos hombres vendrían a confesarse. —Y ¿han venido ya algunos? ■—¡Sí, ya han venido! ¡Qué almas tan grandes! —Pues entonces, Padre, no vayamos tan lejos: confiéseme usted aquí. . . El fraile se sentó en un poyo de piedra. Héctor se arrodilló a su lado. La luz de un farolillo temblaba de emoción al iluminar aquellas dos siluetas de fantasmas... Héctor se reclinó sobre la flaca rodilla del fraile e hizo confesión general de toda su vida. 214
i) ¡I
—Padre —le dijo antes de levantarse del suelo—, ruegue usted por mí. Esta noche entro a la guerra. —¿La guerra en defensa de Nuestro Señor Jesucristo? ■—preguntó con plena tranquilidad el anciano. —Sí, Padre. —¡ Benedictas Dominus Deus meus qui docet manus meas ad praelium.. .! —exclamó el anciano sin inmutarse. 1 •—¡ Padre, siento temor! —¡lili in curribus et in equis, nos autem in nomine Domini! * ■—¡Somos pocos! -—Oí año autem fiebat sine intermissione ab Ecclesia Dei pro eo. . .3 —¡Caminamos a la muerte! —¡Qui perdident animam suam propter me, inveniet eam... ! 1 Mira, hijo mío, mira quién pronunció estas palabras. . . Y le señaló la gigantesca figura de Cristo Crucificado, que se destacaba ya entre la obscuridad, en el centro del huerto, en medio de los árboles tranquilos. —¡Gracias, Padre, gracias! A El le pido la fuerza. —Omnia possum in eo qui me confortat. . . 5 Cristo también tembló, hijo mío, porque le amenazaban los traidores, porque le abandonaban los miedosos. . . Cristo también caminó a la muerte. Cristo también fue al fracaso, al fracaso del Gólgota, cuando todos se mofaban de El, porque no podía bajarse de la cruz. . . Pero tras ese divino fracaso, al tercer día resucitó. . ., et regni ejus non erit finis. . .6 La oscuridad se disipaba. Parecía que aquellas palabras la penetraban con su luminosidad. Las estrellas tachonaban, cintilantes, el cielo límpido, y su débil fulgor envolvía en tenuísima luz fantástica la oculta escena de dos almas 1 2 3 4 5 8
Bendito el Señor Dios mío, que adiestra mis manos para la lucha. Ellos, en los carros y en los corceles; nosotros en el nombre del Señor. Se hacía continua oración en la Iglesia de Dios por él. El que perdiere su vida por Mí, la encontrará. Todo lo puedo en Aquél que me conforta. Y su reino no tendrá fin.
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—¿Usted quiere comulgar, verdad? —preguntó, al fin, el franciscano. —Sí, Padre —respondió Héctor. — Pues ahora mismo. Y el franciscano sacó del pecho un grueso breviario, y dupli cando su devoto continente, se acercó a la columna que en mitad del jardín sustentaba la cruz de piedra con la estatua de Cristo. Abrió ahí el libro, y de él sacó un pequeño lienzo, que brilló como nieve en la sombra de la noche. . . De enmedio de aquel lienzo tomó una forma consagrada. . . Y murmurando una oración la presentó ante Héctor, que esperaba de rodillas: —Ecce Agnus Dei.. . —¡Padre! —le interrumpió Héctor con la voz entrecortada por un sollozo—. Quiero hacer mi juramento. El franciscano se detuvo reverente. Entonces, el gallardo joven, de rodillas, clavando sus ojos en la pequeña Hostia inmaculada, poniendo su mano izquierda sobre el pecho, cogió con la derecha la mano misma con que el franciscano, temblando, sustentaba el Sacramento, y & la. luz de las estrellas, a la brisa suave de la noche, pronunció este juramento solemne: —Yo, Héctor Martínez de los Ríos, en presencia de Jesucristo mi Rey y Señor, por amor a la Virgen Santísima de Guadalupe y por amor a mi patria, juro solemnemente defender por medio de las armas la perfecta libertad religiosa de Méjico. Aquel juramento fue sellado por el mismo Cuerpo de Cristo, que el franciscano colocó en los labios de Héctor, diciendo: —Corpus Domini Nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vltam aelernam. Amen. Levantóse Héctor de ahí, respirando fuego, como un león. Volvió a la casa que lo albergaba. Algunos labriegos le esperaban. Todos callados, silenciosos. —¿Estamos listos? —preguntó Héctor. •—¡Sí, mi jefe! ■—contestó uno. —¡Bueno! ¡Aquí está el parque! Y de entre el montón de bultos y cestas que las muchachas ha bían traído en su paseo, sacó Héctor algunas bolsas llenas de car tuchos, y las distribuyó entre aquellos hombres. ■—¡En nombre sea de Dios! —dijo uno por uno al terciarse 216
los cordeles del saquillo, dejando ya asomar entre los pliegues del sarape cada uno su carabina. —Ahora, compañeros, a luchar como fieras, que Dios está con. nosotros— dijo Héctor, y se echó a la calle con sus hombres: ¡ eran ocho! En Guadalupe no había ni un soldado callista para remedio. Héctor llegó a las afueras del pueblo, y lanzó un silbido. Otro silbido, de lejos, se escuchó. —¡Ahí están! En efecto, entre las bardas medio derruidas de los últimos corrales del pueblo se movían algunos bultos: eran los demás hombres que habían prometido seguir a Héctor. —¡Son ellos! ■—dijo éste. Y el grupo aumentó. Eran ya treinta hombres —¡Ahora sí! ¡A los caballos! De aquel mismo corral sacaron treinta vivarachos caballos ensillados, e inmediatamente, a buen trote, tomaron el camino de Colorada. Era la noche del 29 de septiembre de 1926, fiesta de San Miguel Arcángel.
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XXVII MELENA HIRSUTA D E AQUEL GRUPO de jinetes, veinte estaban desarmados. La primera obligación de Héctor era dotarlos de armas, y no había otras armas que las del enemigo. Orden del día: ¡ arrebatarlas! A las dos de la mañana ya estaban nuestros hombres en el pueblo de Colorada, en donde debían realizar la más audaz hazaña, si xio querían ser triturados en tres días. Héctor la había meditado bien y planeado rrejor. Una guarnición callista de cincuenta hombres custodiaba aquella plaza, por entonces muy ajena de creerse amenazada. Posaban los soldados de Galles en una antigua casa señorial, que habían arrebatado a sus dueños. Frente a la grave y larga fachada de esta mansión se levantaban a trechos algunos arbolilios, cada uno metido en alta pileta de ladrillo. Una plazoleta se tendía al frente, terminando en una calle estrecha que se perdía en dirección perpendicular a la fachada. Ancho y alto era el zaguán de la casa cuartel. A la derecha, entrando, una puerta pequeña daba acceso a una sala, entonces ocupada por el cuerpo de guardia, y en seguida, a uno y otro lado, se enderezaban tiesos, esqueléticos, los bancos de armas, todos llenos de carabinas pavonadas, nuevecitas. .. El zaguán terminaba sobre un patio, en torno del cual se extendían las demás dependencias de la casa: habitaciones, pasadizos, corrales. En el momento en que Héctor y sus amigos llegan a las goteras de Colorada, la guarnición callista, cansada de jaranear en honor de un capitán llamado Miguel, duerme profundamente en las habitaciones interiores. En el cuerpo de guardia roncan cinco 218
soldados y un oficial. Sólo a la puerta de la calle, iluminado por el farolito del zaguán, el centinela se da la suprema aburrida cuidando el sueño no bendito de aquellos malhechores inconscientes. Héctor había ordenado dejar los caballos en las afueras, y sigilosamente, con sus hombres, distribuidos por diversas calles, se habían escurrido hasta las más próximas inmediaciones del cuartel. Protegido por la sombra de una de las piletas, uno de los de Héctor se acercó a gatas, para cerciorarse si las condiciones del cuartel y de la hora correspondían a los planes trazados. Todo estaba en regla. Un centinela, despierto, a la izquierda; unos cuantos soldados, dormidos, a la derecha, y en seguida, un montón de fusiles a la disposición. Los soldados, oficiales y demás semovientes aposentados en las habitaciones y corrales interiores, eran ya cosas de segunda importancia, de las que no valdría la pena preocuparse. Sigilo absoluto; precisión matemática: tal exigía la peligrosísima acción inicial. Cualquier ligero ruido, cualquier pequeña inexactitud daría al traste con todo y pondría a Héctor y a los suyos a merced de sus enemigos. Por eso Héctor había estudiado los menores detalles, previsto todo peligro de confusión, seleccionado bien sus elementos y escogido para sí el puesto de mayor peligro y audacia. La orden del día: "¡arrebatarlas!", tenía que cumplirse. Frente por frente de la puerta del cuartel, perdidos en la sombra de la calle que ahí desemboca, colocó Héctor a cuatro de sus hombres armados. Otros dos avanzaron agazapándose, hasta parapetarse a derecha e izquierda de la puerta, tras de las dos piletas más próximas, a seis metros del centinela. Héctor presidía personalmente la parte más delicada de la maniobra. Sobre el lienzo de la pared tendida a la izquierda de la entrada, verdaderamente untados en el muro, protegidos por la sombra que ahí es más intensa, los más osados se acercan poco a poco, caminando de flanco, hacia la entrada, en donde el centinela los espera de espaldas... Se mueven los asaltantes en este orden: adelante, un ágil minero, chiquitín de cuerpo, elástico de miembros, valiente, pendenciero y puñalista consumado, de reconocida fama. Se agarra a la pared, casi rozando con la espalda. Lleva los pies desnudos para amortiguar todo posible ruido de pisadas. En219
tre sus dientes, grandes y blanquísimos, aprieta Ja hoja de un acero corto. A ese valiente iniciador sigue el mismo Héctor, también pegado a la pared, sin otra arma que la fina pistola en la bolsa delantera del cinto. Después de Héctor vienen dos hombres armados de fusil, y tras de éstos se arrebatan doce rancheros, sin más armas que un cuchillo en la faja. Despacio, muy despacio, moviendo suavísimamente pie por pie, pero conservando exactamente sus distancias, se van acercando sigilosamente, fatalmente, inexorablemente, a la puerta en que jugarán de improviso todo el éxito de la campaña futura. Los que están tras las piletas permanecen como piedras, conteniendo la respiración; así es de intensa la delicadeza del momento. Cada uno de aquellos hombres tiene señalado con toda precisión su papel. La rapidez y la serenidad serán el éxito. La menor confusión será funesta. El momento es crítico, es terrible. El canto de un gallo, el ladrido de un perro, una mirada de reojo del centinela será para ellos redondo fracaso. De pronto, de entre las sombras que rodean al centinela surge una figurilla blanca, que parece caer sobre él y prendérsele como leonzuelo. Se oye un suave rugido sofocado. La figurilla blanca se inclina hasta el suelo. El centinela no aparece más. Lo que aparece, iluminado por el farolito, es la figura bravia de Héctor, pistola en mano, que entra al cuartel y se planta en la puerta del cuerpo de guardia, dando el pecho al interior, y tras él los dos hombres del fusil, que atraviesan el zaguán y se plantan a la entrada del patio interior, y tras ellos, y con ellos, como una avalancha de fieras, los doce hombres desarmados, que se precipitan seis sobre el banco de armas de la izquierda y seis sobre el de la derecha, que en un abrir y cerrar de ojos coge cada uno una brazada de fusiles, salen como brazo de mar y se abren a derecha e izquierda de la calle con el preciado tesoro en sus manos... ¡La hazaña está consumada! ¡Las armas han sido arrebatadas! . . . El tropel de la entrada vertiginosa, el choque de las carabinas unas con otras, hace despertar al oficial y soldados del cuerpo de guardia. El oficial se descubre la cabeza sudorosa y amodorrada, y sorprendido por la silueta del caudillo que se dibuja en la puerta misma de la cámara, pega un grito estentóreo : 220
—¿Quién vive? —¡Viva Cristo Rey! ■—contesta Héctor. Dos disparos resuenan y dos balas se cruzan. Una roza el cabello de Héctor; la otra parte la cabeza del oficial. El doble estampido atruena el cuartel entero. Los soldados del cuerpo de guardia se incorporan rasguñándose los ojos: —'¡ Quietos, o los mato! ■—grita con fiereza Héctor. La tropa toda, que dormía en el interior, sale como jauría de las habitaciones interiores, se agolpa sobre el zaguán; pero los disparos de los dos fusileros ahí apostados la hacen revolverse y vacilar desorientada. Héctor y los fusileros salen a reunirse con los suyos. Los callistas del cuerpo de guardia salen al zaguán, y los soldados de Héctor, desde las piletas, los rechazan a balazos. La demás tropa, en tropel, amotinada, acude al zaguán ya libre de enemigos, requiere las armas y se encuentra con los bancos desnudos: —¡Nos tiznaron!. . . ¡Estamos desarmados! •—ruge un oficial. Las dos corrientes de soldados, los del patio y los del cuerpo de guardia, se chocan, se atarantan, se apretujan con la suprema desesperación de un ejército sorprendido, copado, desarmado. Y cuando un oficial callista, sobrepuesto a la situación, pretende reorganizarlos dando un grito de "¡Adelante!", aquel grito se pierde entre las detonaciones de los cuatro hombres que Héctor había dejado a la entrada de la calle. Es tarde ya. Los soldados de Héctor, usando ya su nuevo armamento, empujan y machucan a punta de bala a la masa hirviente de soldados embotellados, que, entre codazos y patadas, blasfemias y maldiciones, logran, por fin, retroceder hasta el patio y de ahí escapar por los corrales interiores, dejando muertos y heridos, municiones y bagajes en poder del enemigo triunfante. Media hora después Héctor pasa revista a sus tropas iniciales. Son ya sesenta hombres, bien montados, bien armados, bien municionados; todos ilesos, todos satisfechos: la primera lucha heroica está realizada: ¡Viva Cristo Rey! El pánico había envuelto a los vecinos de Colorada con el fragor de la refriega. Al escuchar después que una tropa armada recorre la población al grito de Cristo Rey, los vecinos comenzaron a asomar la cabeza cautelosos, y al cerciorarse de la gran nueva de que aquellos nuevos soldados eran los defensores de los ca221
tólicos, el gozo estalló, abrieron todos sus puertas y ventanas y se echaron a la calle a aclamar a los vencedores. El sacristán subió a repicar las campanas de la iglesia, y las mujeres de todos los barrios los fueron a obsequiar con jarías de leche, con tortas de pan, con huevos y con tortillas. Llamó entonces Héctor a los hombres jóvenes del pueblo, y les dijo: —¡Muchachos! El gobierno de Calles nos está matando nuestro cristianismo, y ahora vamos a defendeilo a balazos. Ya nos dimos cuenta de que tenemos asaduras. Nosoüos nos levantamos anoche, ya ganamos la primera batalla. Comentamos ocho, y ahora somos ya sesenta. En toda la República hicieron anoche lo mismo. Traigan sus armas y sus caballos y vénganse conmigo: ya nomás ustedes están faltando. Los que sean católicos que le entren. —Pues mi señor jefe —respondió un viejo patriarca del pueblo—; yo, la verdad, le hago el asco a la revolución Se pasan muchas noches sin dormir y hasta muchos días sin comer; pero en tratándose de la causa, no hay más remedio que entrarle. Yo ahí tengo mi carabina y me he tanteado que no me azorrillo. De modo que soy de los suyos, y me voy a juntarle a los demás... ¡Ándenles, hermanos! ¡Al rifle! Los pobres campesinos, desprevenidos, se miraban unos a otros. El viejo les instaba: —No, amigos; si aquí no hay que quiero o no quiero: aquí es deber. ¿Qué no son ustedes católicos?... ¿Pues entonces? Uno de los muchachos, impulsado por las miradas de sus hermanos, se atrevió meticulosamente a contestar: —Pos que nos den carabinas. —¡Pos aquí están! •—dijo triunfante el viejo ranchero Y animando la indecisión de los pacíficos pueblerinos, reunió otros cuarenta libertadores. —i Aquí estamos listos, mi jefe! —dijo a Héctor— Yo le aseguro que sernos de lo puro sincero y de verdad, y de que decimos "sí", nos sabemos embocar como los hombres Alineóse la abigarrada caballería en la calle más espaciosa del pueblo. Héctor se retiró unos metros para abarcarla en su conjunto El aspecto le conmovió de alegría. Se sintió todo un conquista222
Cnsteros del Sur en una misa en el campo
12 de diciembre de 1926 Proclamación de Cristo Rey y fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, en San Marcos, Jalisco
ROCHA
dor. Afirmó los pies en los estribos, tiró la rienda hasta hacer sentarse su corcel sobre las patas traseras, y gritó: ■—¡Viva Cristo Rey! —¡ Viva.. . ! —contestaron como locos los nuevos soldados. —¡Viva la Virgen Santísima de Guadalupe!... ¡A pelear como leones! ¡ Adelante! ¡ Se acabaron los católicos miedosos! ¡ Viva Cristo R e y ! . . . ¡Adiós, mujeres, ancianos y niños! ¡Dentro de poco tendrán ustedes paz y trabajo y gracia de Dios!... ¡Soldados de Cristo Rey, en marcha! ¡ Por el camino de FresniUo.. . ! ¡ A reunimos con los nuestros. .. ! Y las huestes animosas desfilaron, como una evocación de la antigua cruzada contra el turco...
La hora del alba se acercaba. Un vientecillo fresco y tonificante acariciaba las bronceadas faces de los labriegos santos y valientes que caminaban en pos de Héctor, joven héroe que comenzaba a gustar las delicias de la acción. Los rancheros se quitaron los sombreros piramidales y comenzaron a cantar, arrullados por el cierzo, al acompasado piafar de los caballos: En este nuevo día gracias te tributamos, oh Dios omnipotente y Señor de lo creado. Y un coro más nutrido de voces roncas, toscas, atronadoras, divididas en todas las cuerdas de una polifonía maravillosa, respondía : ¡Gracias a Dios! ¡Gracias le demos a la Madre de Dios! —¡Alto! •—gritó Héctor de repente—. ¡Media vuelta! Y ahora, por fuera del camino, hacia Zacatecas. Los labriegos echaron al punto de ver que en aquel muchacho 223 H16
había madera de guerrillero desde el momento que maduraba y ocultaba sus planes. Los callistas fugitivos de Colorada debían avisar a Zacatecas del desastre de la noche. Inmediatamente debían ser destacadas fuerzas callistas en persecución de Héctor. Un desastre semejante debieron sufrir las fuerzas callistas en Rancho Grande, donde el valiente Pedro Quintanar debía ejecutar un movimiento simultáneo con el de Héctor. Este segundo movimiento ponía en jaque a la ciudad de Fresnillo, y la ruidosa marcha de Héctor hacia el Norte daba todos los signos de un ataque formidable a Fresnillo. Aquel mismo día Fresnillo debía pedir auxilio a Zacatecas, y las fuerzas callistas destacadas debían suponer que el enemigo estaba reconcentrado cerca de Fresnillo a muchos kilómetros al Norte. Esta era la hipótesis natural que guiaría los movimientos callistas. Héctor se propuso desbaratarla, emprendiendo sencillamente el camino contrario. A las siete de la mañana ya aquel núcleo de libertadores coronaba las alturas de cuatro montículos, que, como cuatro cirios, custodiaban un estrecho paso de la vía férrea. Allí esperaron tranquilamente la segunda victoria. No fue, por cierto, 'aún la victoria la que llegó. Las que llegaron fueron dos pobres y desbaratadas figuras de muchachos, montadas en un mismo jamelgo, flaco y lacio, como de hilacha. Héctor enfiló sus anteojos y los reconoció inmediatamente: ¡ eran Luisillo y un acólito del Sagrado Corazón, que lo venían buscando para darse de alta! Luisillo traía un pequeño aparato telegráfico. El acólito cargaba con una pistola que no servía. —¡Qué lástima que te vinieras! ■—dijo Héctor al saludar a Luisillo—. Más me hubieras servido en tu puesto de telegrafista. —Pero dejé a otro de confianza, y aquí traigo mi aparato para captar mensajes. —¿Y cómo supiste dónde estábamos? —No supe. Nosotros los creíamos encontrar hasta cerca de Fresnillo. No creímos que estuvieran tan cerca. Pero supimos por los despachos recibidos, que la cosa estaba linda, y nos dio vergüenza quedarnos en nuestra casa. —¿Qué noticias recibieron? — ¡ Lindas noticias! ¿No te digo? A la una de la mañana había 224
mensajes de Durango, de Guanajuato, de Jalisco, de Colima, de Guerrero, de Aguascalientes. Todos comunicaban rumores de gente levantada en armas y aviso de salida de fuerzas gobiernistas. Un poco más tarde telegrafiaban de Fresnillo que los alzados eran católicos fanáticos, y que se acercaban allí. En Zacatecas prepararon luego un furgón con tropa. Pero el tren del Sur no llegó. Está detenido en León. —¡Hombre, qué bien! ¡Todos han cumplido!... ¡Bendito sea Dios! ■—dijo Héctor, frotándose las manos. Y no se hicieron mayores demostraciones por la discreción que el plan aconsejaba. —¿Quieren almorzar, verdad? •—preguntó Héctor a los recién llegados. ■—¡ Cómo no! —respondió Luisillo. Un ranchero les dio unas gordas calentadas y unos huevos guisados en plena campaña. Los dos chicos se chuparon los dedos. —¡ Hombre... ! Como decían que se sufría tanto en la guerra, nosotros creímos que hoy no comeríamos. •—Espérate —dijo Héctor—. No sabemos cuándo comienzan las de boca abajo. Encomendó Héctor al ranchero que le alistara a los nuevos muchachos, y él siguió tendiendo sus gemelos desde lo alto de la roca. Primero fue un punto negro, incrustado en la intersección lejana de las dos vías. Aquel punto creció y fue aproximándose, acompañado de un minúsculo ruido de herraje crujiente. Al fin se distinguió el detalle de un pobre armón de vía, en el que venían apretujados ocho soldados callistas y un oficial. Héctor ordenó a los suyos mantenerse quietos y dejarlo pasar. El pequeño carro entró en el desfiladero. Cabizbajos y pensativos los pobres soldados; curioso y desconfiado, el oficial. Héctor los dejó pasar a sus pies, con una sonrisa de superioridad generosa. Y siguió tendiendo sus gemelos en dirección del Sur. De pronto, sin arrancarse los gemelos de los ojos, levantó y movió majestuosamente el brazo derecho. El signo fue observado y reproducido por los cuatro picachos. Una corriente eléctrica sacudió los nervios de aquellos cien valientes. Luisillo se puso pálido y sintió que las quijadas le pesaban como plomo. Allá, muy 225
lejos todavía, como el borrón de un rebaño de color oscuro, manchaba la claridad del horizonte una franja gruesa y confusa, envuelta en ligero polvo y salpicada de reflejos de —¡Son ellos! armas. .. corrió el rumor¡Y son muchos! ■—añadió para sí cada uno. Héctor, ligeramente pálido, continuaba examinando atentamente. Dejó luego caer su anteojo pendiente de las correas, y sonrió con toda la impasibilidad de un héroe. Aquella sonrisa reanimó los espíritus que se comprimían en los cien pechos cosidos a las rocas. —¡ El jefe sonríe. .. ! ¡ No hay miedo! Héctor paseó su mirada por cada una de las estratégicas posiciones, y mordiéndose los labios, acusando energía, hizo un ademán entusiasta, que claramente significó ante los ojos de todos sus amigos: —¡Arriba, muchachos! ¡Que ya fueron nuestros! La columna callista avanzaba.. . Eran apenas doscientos soldaditos, que iban a auxiliar a Fresnillo, a muchas leguas de aquel lugar. El paso sin novedad del piquete explorador les decía que todo era paz octaviana en los andurriales en que Héctor los esperaba; por eso caminaban con desenfado, el fusil amarrado a la espalda, charlando, cantando, fumando, bebiendo. .. Aquella larga espera fue horrible. Los bisónos soldados de Cristo Rey limpiaban con la mano la roca, abrían y cerraban el seguro del rifle, se sacudían las mangas, se abotonaban el chaleco o la camisa, se la desabotonaban después, mirando sin cesar aquel enemigo a quien ahora, por vez primera en la vida, esperaban parapetados y armados... ¡ Por fin, la columna entró en el desfiladero de la muerte! ¡ La primera impresión que Héctor sintió fue de lástima! Estuvo a punto de dejarlos pasar tranquilamente. El demonio del laissez faire, laissez passer, pretendió tentarle ahí mismo. Pero el grito del deber se sobrepuso subitáneo en la conciencia: perdonar al perseguidor significaba matar a los perseguidos. Los libertadores reconocieron a algunos soldados de la guarnición de Zacatecas. Entre el grupo de oficiales, Héctor reconoció inmediatamente la deshilachada estampa del infeliz Pelotes, que charlaba a distancia, mientras los soldados cantaban: 226
La cucaracha, la cucaracha, ya no quiere caminar; porque le falta, porque le falta marihuana que fumar... El infeliz pelotón ocupó exactamente el puesto de un ataúd entre los montes que, como cirios, custodiaban el paraje. Desde su improvisada atalaya Héctor miró a Pelotes, que se empinaba una botella de mezcal a la salud de Calles, y escuchó distintamente que un oficial gritaba: —¿Qué tal de muchachas hay en Fresnillo, mi capitán? La respuesta ya no se escuchó. Porque a una señal de Héctor, de cada uno de los cuatro picachos brota un aluvión de balas, que destroza y quema sin piedad, como fuego del cielo, a aquella desafortunada columna. .. Hombres y bestias, confundidos en vida, se confunden ahí entre los espasmos de la agonía y las blasfemias del desconcierto. .. El fuego, nutrido y certero, se multiplica encarnizado sobre cada grupo que se rebulle aún o sobre cada jinete que se reafirma, hasta quedar aquel sitio como pudridero de alimañas, despedazadas en una hecatombe sin gloria, unilateral, tonta, casi ridicula, si no fuera sangrienta; en que los soeces oficiales no sacaron ni la pistola ni la espada, sino, a lo más, la lengua maldiciente, convertida en sapos y culebras; una entrampada vergonzosa en que los pobres soldados de Calles, los pocos afortunados, no aprovecharon sino las uñas del caballo cerril, que huyó con los belfos temblando, por el mismo camino que acababa de recorrer. .. •—¡Viva Cristo Rey! El grito repercutió en las montañas. Y de los picachos y peñascos comienzan a caer, a brincos, los victoriosos hombres honrados, sudorosos, empolvados, pero ilesos todos, absolutamente todos, henchido de aire y de gloria el velludo pechazo generosote, harta de satisfacciones el alma, crecido el corazón y alentado el espíritu... Bajan a mirar de cerca la escena horrible exigida por el duro deber de propia defensa. Ahí estaban los temidos de ayer, los aterradores de la gente buena, los feroces soldados del déspota; ahí estaban inmóviles, mutilados, aniquilados... ¡ venci227
dos! ¡Y vencidos por ellos! Por cien pacíficos hombres honrados, que no habían hecho, veinticuatro horas antes, otra cosa que resolverse. Algunos desdichados callistas se rebullían aún entre charcos de sangre.. . Algunos libertadores se acercaron a ellos. —Hermano, ¿verdad que eres cristiano? —¡Sí! —contestaban moribundos—. ¡Yo también soy católico! —Pues pídele perdón a Dios... ¿ Sabes rezar? —¡Sí!... ¡No! —respondían, Y ahí era donde Luisillo, que, a decir verdad, no se había, resuelto a disparar un solo tiro, hacía, el papel de capellán, ayudando a aquellos cuitados a lecibir la muerte en buena disposición. Ahí estaba tendido, luchando con la muerte, el miserable Pelotes. Héctor se acercó a él y le dijo: —Amigo, prepárese a morir. Dios le espera, y hay que pedirle perdón. Pelotes contestó con una blasfemia. Se retorció como una culebra y expiró, con los labios sangrientos hundidos en el polvo. Al despojarlo de su carrillera, un libertador descubrió que el infeliz Pelotes llevaba al cuello un rosario y un escapulario. . . —¡Caramba! Si todos van saliendo católicos; pues ¿cómo diablos le sirven entonces a ese gobierno endemoniado?
No es para describir el júbilo con que aquellos humildes peregrinos, ungidos en un santiamén con el óleo de la victoria, hicieron su entrada de nuevo en Colorada, en donde habían nacido al heroísmo aquella misma madrugada. Los pobres vecinos colgaban las toallas de manos, los tiestos de flores y las guirnaldas de pirul en los dinteles y arcos, en las cornisas y rejas... Las campanas de la torre voltejeaban, locas e infatigables; los pobres viejos y viejas, con los ojos anegados en lágrimas, bendecían a Héctor, que, bien plantado y macizo sobre el caballo, daba todo el molde a una maravillosa estatua ecuestre. Las muchachas del lugar, con sus trenzas sueltas y sus enaguas planchadas, se acercaban lisonjeras 228
y melosas a obsequiar al joven triunfador, regalándole con gorditas de cuajada, tendidas en la palma de la mano, sobre linda servilleta blanquísima. El viejo patriarca mandó sacar una vaca de las suyas para repartir su carne entre todos los libertadores y amigos. .. Y la música y los cohetes hicieron a Héctor olvidar las zozobras y pendientes de las últimas horas pasadas. —¡ Compañeros de armas! —gritó Héctor a sus soldados—. ¡ Dios es lo primero y su Madre Santísima! ¡Ayer éramos víctimas; anoche comenzamos a ser soldados y hoy ya somos vencedores! ¡ Dios lo ha hecho todo! ¡ San Miguel Arcángel ha estado con nosotros! Ahora tenemos diez veces más armas que ayer; tenemos parque. . . ¡mucho parque! Sabemos que, como nosotros, han surgido muchos núcleos en toda la República. . . Donde nosotros estemos, ¡ ahí reinará Cristo y su Madre Santísima! Ahí tendremos escuelas cristianas para nuestros hijos, y sacramentos para nuestras almas, y pan para nuestros pobres, y trabajo para nuestros hombres, y tierras para nuestros campesinos, y gozo y alegría para nuestras muchachas.. . ¡ Este es nuestro programa! Esto quiere decir nuestro grito de "¡Viva Cristo Rey!..." Por eso ahora comenzamos por darle gracias a El, y consagrarle nuestro ejército y nuestras armas, nuestro cuerpo y nuestro espíritu. .. ¡ Todos a la iglesia! Y los santos viejos de palo de pino se estremecieron, sin duda, de ternura al mirar aquella multitud de campeones fuertes en el creer, duros en el pelear. . . No fueron cantos, no fueron gritos; eran rugidos, eran bramidos los que atronaron aquella iglesia sin tabernáculo, aquel altar sin sacerdote. . . —¡Cristo, Rey y Señor! —clamó Héctor—. Te lo juramos. Somos soldados tuyos. No combatimos sino por Ti. No matamos sino por Ti. Por Ti triunfamos. Por Ti moriremos... ¡ Venga tu reino sobre nosotros! No a medias, sino libre y sin restricciones. . . ¡ Viva Cristo Rey! ¡Viva Méjico!
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XXVIII LOS INERMES L A HORA DE B ARRABÁS sonaba mientras tanto en la infortunada ciudad de Zacatecas. A las tres de la mañana de aquel día 30, un aviso telefónico desde una hacienda cercana comunicaba a la Jefatura de Armas que el cuartel de Colorada había sido sorprendido aquella noche. Y no era eso lo grave, sino que el telégrafo traía también noticias de hechos semejantes de otras partes de la República. Por primeras providencias se ordenó que un buen piquete de soldados saliera por el tren del Norte. Pero la orden no se pudo obedecer, por la razón sencillísima de que el tren del Norte había sido detenido. Rumores posteriores comunicaron después que el núcleo sublevado era fuerte y que avanzaba sobre Fresnillo, de donde también pedían auxilio desesperado los callistas. Fue entonces cuando el general Hache y el coronel Pelotes salieron con doscientos hombres de a caballo, precedidos de un piquete explorador. Lo que con ellos sucedió lo sabe el lector. Pero el lector no sabe de la rabia de demonio que embargó al general Ortuzar cuando, a las diez de la mañana, tuvo la noticia, por los dispersos, de la tremenda hecatombe de Cuatro Picos. Mas no fue sólo rabia: fue un pánico incontenible el que cundió por cuarteles y oficinas. ¡La guarnición estaba reducida al mínimum! ¡Y la parte más fuerte de ella acababa, de ser aniquilada. ■—¡ Se vienen! —fue la voz que corrió en cornetas y telégrafos. —¡ Son los católicos rebeldes... ! ¡ Son los fanáticos... ! ¡A dos leguas de la ciudad! Y aquí era de verse a diputadillos y mumcipes 3 a masones y 230
hablantines corriendo a la Jefatura de Operaciones, no a ofrecerse a la defensa de las instituciones, sino a preguntar cuál era la posición más estratégica: si a treinta leguas de ferrocarril o, sencillamente, debajo de la cama... Las alturas fueron coronadas por orden militar. En el Cerro de la Bufa se plantó el vigía solemnemente, con sus ricos catalejos. Después se ordenó a los soldados bajar de sus parapetos, y ya no volvieron a ocupar torres y azoteas, como en tiempos de Carranza y Villa; ocuparon, sí, unos carros blindados, cosidos a una pobre locomotora, y añadidos a dos carros especiales para el Gobernador, empleados federales y toda la plana mayor del régimen, todos con las narices hacia la capital de la República, las caras largas y amarillas, la boca seca y la lengua rasposa. Por eso mismo todas las cortinillas de todas las ventanas se levantaban medio centímetro, y por el resquicio brillaban los carbunclos de las pupilas burlescas y divertidas, radiantes de júbilo y de emoción. -¡ Mira cómo corren. ! ¡ Mira cómo se van. ! ¡Dios lo haga! Y dentro de las cámaras de todas las casas se cuchicheaba con animación, se agitaban las manos como palmas, y el secreto corría, corría, se esparcía como un suave perfume que suplanta a un hedor insoportable, como un torrente de esperanza en medio de una noche de desolación: •—¡ Ya vienen... ! ¡Ya vienen... ! ¡Sí! ¡ Son ellos... ! ¡ Y éstos se van! ¡ Virgen Santa, ayúdanos! ¡ Hija, prende una lámpara al Santo Niño por que vengan los nuestros y por que acaben con estos bandidos... ! ¡Mujer, no te rías tan recio: te oyen, y ahí están todavía... ! ¡ Ya vienen los nuestros! ¡ Virgencita de Guadalupe, dales muchas armas y mucho parque... ! ¡Muchachas, ¿no se los dije? ¿Saben por qué corren éstos? ¿Saben quién viene? ¿Saben? ¡Es Héctor! ¡Corren porque viene Héctor! ¡Héctor, te bendecimos... ! ¡Héctor, estamos contigo! ¡Héctor, sálvanos! ¡Oh! ¡Quién pudiera describir las ingenuas palpitaciones del corazón aherrojado, que sueña con una redención inefable que se acerca... ! 231
Pero Héctor no pensaba en llegar. Porque nunca sospechó que en veinticuatro horas su nombre fuera capaz de agarrotar a los osados tiranuelos de la virtuosa ciudad... Héctor no llegó. Se conformó con el modesto regocijo del ranchero de Colorada, las musiquillas destempladas, los festones de papel de china, las costillas de vaca asada, los jarros de aguamiel y las lágrimas de reconocimiento de los pobres campesinos, que también sienten esa dolorosa enfermedad del espíritu, esa congoja mortal que se llama hambre y sed de justicia... En vano Gonsuelito Madrigal lloraba de alegría y atisbaba desde los balcones el ancho paseo que a sus pies se tendía, esperando mirar pasar por él al Héctor de sus ensueños, caballero en potro fogoso, vestido de kaki, con la gorra de fieltro zambutida hasta los ojos, el barboquejo atravesado bajo la nariz, los labios contraídos en gesto de rica y santa ferocidad, el ceño fruncido en signo de orgullo merecido, todo cubierto de polvo, cruzado el pecho con cuero y con cartuchos que ella misma le había llevado, y portando en la diestra una espada arrancada al enemigo a fuerza de balas, envuelto todo entero en el esplendor de una victoria a que ella misma había empujado. .. ¡ Qué solas estaban las calles! ¡ Qué quietas estaban las gentes. .. ! Apenas sobre el tejado de la casa frontera unas palomitas se contoneaban lisonjeras y enamoradas, como ella también, el día anterior, se cimbraba al lado de Héctor, el héroe, el amado... Pero Héctor no llegó... Las once. Las doce... Aquellos sueños fueron disipándose. La calle comenzaba a animarse.. . Allá un hombre. Aquí otro. Luego una mujer con un chiquillo. Ahora un viejo. .. ¡ Héctor... ! ¿Qi;é pasó contigo...? ¿No vienes? ¿Nos dejas solos? ¿Nos dejas todavía en las garras del maldito. .. ? ¡El periódico! ¡A ver! ¡Aquí está! "El perdulario y ladrón Héctor Martínez de los Ríos, encabezando a un grupo de fanáticos, sembró la alarma en el pueblo de Colorada, pretendiendo, en estado de embriaguez, apoderarse de un cuartel. Sin grandes esfuerzos, los soldados del Gobierno castigaron severamente a los atrevidos, poniéndolos inmediatamente en fuga. 232
"Hoy han salido fuerzas para traer a los dichos fanáticos, que están ya debidamente asegurados en un punto de la sierra. "El cabecilla Héctor Martínez de los Ríos se levantó en armas al grito de ¡Viva Cristo Rey!, después de haberse robado a una bella señorita de nuestra más distinguida sociedad". Consuelo sintió que la sangre se le agolpaba en la preciosa cabeza, golpeándole las sienes y aíurdiéndole los oídos. Arrojó el papel al suelo y lo pisoteó. Y elevando el brazo iracundo, con la trágica expresión de Débora, exclamó: —¡Miserables! sólo eso saben: robar, matar ¡y mentir!
Los genízaros habían ya alcanzado resuello tan pronto como se convencieron de que Héctor no atacaría la plaza. Acto seguido recobraron su pundonor militar, su aire marcial, su bizarro continente, su actitud amenazadora y su instinto feroz, imprescindible en momentos de paz. Emprendieron entonces la firme revancha, pero no contra Héctor, que estaba armado, sino contra los infelices católicos de la ciudad, que vivían aún atenazados por el tradicional borreguismo. A la cárcel, entre madres y empellones, fueron a dar cuantos presidentes y presidentas, vocales, etc., de Cofradías y Archicofradías fueron descubiertos. Desde la tímida Hija de María hasta la voluminosa socia de la Vela Perpetua; desde el enclenque Congregante de San Luis hasta el macizo Velador Nocturno: todos por simpatizar, sin género de duda, con el movimiento rebelde católico. Entre la cadena de galeotes que juntó aquel día el general Ortuzar, cayeron dos personajes conocidos: don Carlos Soberón, el patrón de Héctor, y don Luis, su compañero de trabajo. Don Carlos Soberón se daba a los cuarenta mil diablos renegando de la hora en que había ocupado a Héctor en su almacén; don Luis, por su parte, esperaba tranquilamente el desenlace de los acontecimientos. Bien o mal, pasaron el susto todos los piadosos de la cuadrilla, quedando pendientes únicamente Soberón y don Luis. Tocó al primero su turno. El general lo interrogó y don Carlos Soberón se despachó con la cuchara grande, echando pestes 233
desde a Héctor hasta su amiguísimo el Padre Martín, de quien ya nadie se acordaba, y echando maldiciones a todos los fanáticos "que estaban destrozando la República entera", en la cual quedaban comprendidas, naturalmente, sus talegas. Para constancia y testimonio de sus berrinches contra los católicos, se le presentó un papel en que certificaba "que desaprobaba la conducta de los católicos rebeldes a las leyes del país, y que nunca ni en ninguna forma contribuiría él a sostener esa causa llamada católica". Firmó el viejo con toda la mano, estrechó efusivamente la del general y salió del cuartel cantando Las Peperracas. .. En seguida fue llamado don Luis. A las primeras palabras se echó de ver, con luz meridiana, que don Luis discrepaba diametralmente de las ideas y conducta de Soberón. Se le presentó el papel con la famosa declaración. Lo leyó muy despacio, lo puso tranquilamente sobre la mesa y respondió con heioica sencillez: —No firmo. Sonrió maliciosamente el general ante aquella frescura. —¡Ah! Conque no firma. ¡Y me lo dice tan fresco! ¿Es usted católico? ¿Es usted rebelde? —Yo no soy rebelde. —Entonces, ¿por qué no firma? —Porque soy católico. •—También Soberón es católico y firmó. —Yo no quiero ser de ésos. . . ■—¡Beatos asquerosos! —barbotó el general—. Le doy tres horas para que reflexione. .. O firma, o le pesa. Don Luis fue internado a un bodegón. Echó un largo suspiro al quedarse solo. Buscó un banco. No lo había. Entonces, fatigosamente, buscó el suelo con las manos y se sentó sobre los ladrillos polvorientos. Reclinada la espalda sobre la pared, estiró las piernas cuanto pudo, sin preocuparse por el aseo de la ropa, encendió un cigarrillo y esperó que se desenroscara el culebrón de los acontecimientos. Era ya bien corrido el medio día. D. Luis sintió hambre, pero no le preocupó mucho, pues llevaba a prevención en el bolsillo un poco de chocolate y galletas, "por si lo metían a la cárcel de improviso". Pasaron las tres horas de plazo. Pasaron dos horas más. Comenzaba la noche a echarse encima. A pesar de su formidable ecuanimidad, don Luis comenzó a sentirse nervioso. 234
Un empujón dado en la puerta del bodegón le dio a conocer que el duelo se acercaba. ■—¿Cómo la ha pasado, amigo? ■—preguntóle el general Ortuzar en persona. ¿Conque usted es medio valentón? Don Luis no respondió nada. —Aquí le traemos otra vez su papelito, a ver si, ya más calmado, se quita usted la soga del pescuezo. Don Luis cogió el papel, se acercó a la puerta en busca de luz y volvió a leer. —Dispénseme, general —le dijo—; pero mi deber es no firmar; mándeme usted a los jueces, y que me castiguen si esto es un delito. —Usted todo lo quiere arreglar con los jueces; pero ya no es tiempo de que nos hagan bobos. Conque ¿no firma? Guardó un rato silencio don Luis. El general y un oficial le contemplaban atentos. Don Luis repasó mentalmente las palabras de aquella protesta: "Desapruebo la conducta de los católicos rebeldes a las leyes del país, y declaro que en ninguna forma contribuiré a sostener esa causa llamada católica." Esto es apostar... No puedo. Luego pensó en las consecuencias que el deber le imponía. . . ¡Pchs!: la cárcel, el fusilamiento. . . ¡Todo se puede con la gracia de Dios.. . ! ¡ Mi mujer, mis hijos! ¡No importa. . . ! Y después de estas rápidas calladas reflexiones, respondió una vez más: ■—¡ Yo no firmo eso! —Bueno; que pase buena noche ■—añadió con rara amabilidad el general, y se retiró. Hasta creyó el pobre don Luis que los había convencido. . . y quizá convertido. Hasta creyó que su firmeza había edificado a aquellos soldados. .. Hasta se sintió consolado y tranquilo, esperando la libertad de un momento a otro... Pero lo que llegó fue un nuevo militar acompañado de dos soldados. —Véngase acá —le dijo. Dejó don Luis el sucio bodegón y caminó tranquilo en medio de los soldados. Atravesaron un largo y ancho corredor, dando traspiés en las hondonadas del irregular pavimento. Cuando al final del corredor, entraron en un gran corral, cuando al fulgor de las viejas linternas miró el paredón junto al cual habían caído 235
ya muchas víctimas, don Luis sintió un frío horrible, el frío de la muerte horrenda, inesperada, en medio de una noche oscura, en un rincón ignorado. —¿Me van a matar? —preguntó con zozobra al oficial, masticando las palabras. —Quién sabe —contestó el oficial con frialdad de hielo. Don Luis no preguntó más. Inclinó la cabeza y prosiguió. —¡Espere un poco! ■—dijo el oficial. Don Luis se detuvo en medio del corrillo de oficiales y soldados. El fulgor miserable de la linterna apenas iluminaba sus pálidas facciones. Sus labios se movían en silencio. En sus dedos sonaban las cuentecillas de un rosario. Ahí le asaltó de nuevo el tentador. Un nuevo oficial se acercó, llevando sobre una carpeta el papel maldito. .. —Dice el general que si ya está usted dispuesto a echar una firmita... Don Luis revolvió los ojos con terror, girando la vista en torno suyo: ahí, el paredón sangriento de los fusilamientos; acá, los soldados armados; frente a él, el oficial con la hoja de papel en las manos... Apretó con nerviosidad lo que en las manos llevaba. Levantó los ojos al cielo: ni una luz, ni una estrella... ¡Y se sintió solo, horriblemente solo! Del fondo de su propio abatimiento, arrancó un jirón de fuerza que pasó desgarrando el nudo de su garganta y le hizo morderse los labios con crueldad... Y en el silencio de aquella noche macabra toda erizada de bayonetas y entoldada con mortajas, el oscuro empleado de Soberón y amigo de Héctor, contestó: —¡He dicho que yo no firmo eso! Retiróse el oficial que llevaba el papel. El corrillo permaneció en silencio. Sólo se oía el ruido de deglución que hacía la lengua seca en las fauces secas de la víctima aterrorizada... Un momento después se le ordenó avanzar hasta el fondo del corral, se le plantó contra el paredón, se puso cerca de él una linterna en el suelo y se ordenó a los soldados alinearse a cinco metros de distancia. . . Don Luis sintió, con toda la intensidad de las circunstancias, el punto trágico en que estaba ya colocado a dos milímetros de la muerte. Y entonces, ¡quién lo creyera!, experimentó una sensación de dulcísimo bienestar, sintió que una nueva vida inun236
daba todo su ser. Recordó, es cierto, a su esposa, a sus hijos; pero sólo como quien recuerda a unos bellos amigos que viven por sí mismos. Don Luis experimenta un ansia inefable, una ilusión no soñada de mirar entre las sombras de aquella noche negra los fusiles de los soldados enderezados hacia él para matarlo... Siente que es una dicha, una gloria... ¡Terminar! Dejar de ver para siempre esa tragedia continua de dolores y de infamias, dejar de tener oprimido el corazón a cada minuto y a cada segundo, por las angustias de lo presente y los augurios de lo porvenir; hundirse plácidamente en el suavísimo deliquio de la muerte, para poder surgir a una vida de verdad, de entre los mismos pedazos de carne exánime, levantarse el espíritu inmortal a gozar de una gloria que existe, que él ve, que él palpa ya... El oficial se acerca burlescamente amable. —¿Cuál es su último deseo? —le preguntó. —¡Que me maten pronto! •—respondió con serenidad. Hizo la señal de la cruz con el objeto que en las manos llevaba, echóla atrás y esperó...
—¡ Pobre don Luis! ¡Aquel cielo que ya tocaba con las manos, aquel lugar de gozo, lejos, muy lejos de los hombres manchados, le fue arrebatado todavía... ! ¡ Tan dulce que le hubiera sido morir como un mártir, como tantos amigos suyos! Pero, sin saberse por qué, en vez de ordenarse a los soldados el, para él, redentor grito de "¡ Preparen, apunten. . . fuego!", a don Luis se le ordenó volver al bodegón a sufrir de nuevo el tormento de seguir viviendo... ¡ Qué hondo suspiro se le arrancó del pecho al perder el placer que se le brindaba! ¡ Qué negra volvió a parecerle la noche! ¡ Qué despiadado el encapotado cielo! ¡ Qué lóbregos los corredores! ¡ Qué ruines las chamagosas linternas! ¡ Qué detestable aquella cámara, de agonía! ¡ Qué crueles hasta el exceso aquellos hombres que no le habían hecho, en definitiva, la caridad de matarlo... ! ¡ Vuelta a vivir, vuelta a luchar, vuelta a sufrir! Don Luis volvió a tenderse en el suelo, y el que se había mantenido sereno ante la amenaza de la muerte, se sintió desvanecido frente al espectro de la vida. Sacó entonces su pañuelo y lloró como un niño. La fatiga le doblegó. Quedóse dor237
mido. Soñaba, soñaba con una gloria esplendente de ángeles luminosos, de santos y de santas, todos sonrientes, que le abrían los brazos para iniciarle en los vuelos magníficos de los elegidos... Soñaba, soñaba, cuando un puntapié de bota militar le hizo sacudirse, abrir los ojos y encontrarse, con la amargura de Luzbel caído, frente a la neara bocaza del infierno histórico en que estaba sepultada su patria. .. —¡Véngase, amigo! ■—díjole el militar. Levantóse el cuitado, suelto el cuerpo, pesado el andar, descaecido todo el continente, y caminó tras el soldadón. En un ángulo del amplio claustro, bajo un farolillo de mala muerte, como un demonio tentador, le esperaba sonriendo otro militar, otra vez con el papel maldito sobre una carpeta que llevaba en las manos. —A ver si ahoia nos echa la firmita —le dijo con un tono babosamente melifluo. Don Luis no pudo contenerse más. Le arrancó el papel de las manos, lo rasgó y se lo tiró a la cara. El tentador dio un paso atrás, creyéndose amenazado; los demás cogieron por los brazos a don Luis y lo empujaron por su camino. .. Volvieron a entrar al corral fatídico. Ya no caminaron hacia el paredón de los fusilamientos. Voltearon hacia la derecha y entraron en un inmundo soportal lleno de pesebreras. —¡Entonces! —le dijeron. Don Luis se quitó el saco y el chaleco. —¡Todo, hasta los calzones! Don Luis obedeció sin responder palabra. Estando él ya casi desnudo, llegó el general y le preguntó: —¿Usted es amigo de ese cabecilla Héctor Martínez de los Ríos? —¡Sí! —contestó sin vacilar. —¿Usted sabe quiénes están complicados en ese movimiento? Don Luis enmudeció. ■—¡Ahora cantará! ¡Vamos, muchachos! Subieron a la pesebrera dos soldados y sacudieron una cuerda que colgaba de una cabeza de viga. Un montón de murciélagos salieron de la oquedad del techo y huyeron, revoloteando espantados, por la cabeza de víctima y verdugos. Las piedrecillas desprendidas de arriba sonaban al caer sobre el rastrojo seco regado por el suelo. 238
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Don Luis se estremeció. Creyó al punto que iba a ser ahorcado. Los soldados le llamaron desde arriba del pesebre. Estando ya él arriba, pasaron sobre su pecho y bajo las axilas una lazada de la cuerda. Atáronle en seguida las manos por detrás, y de un puntapié lo lanzaron al aire, meciéndolo a patadas, de un extremo a otro del soportal. Don Luis exhaló un quejido angustioso. En la horrenda oscuridad en que aquel fantasma de tormento se mecía, acariciado o picoteado por los murciélagos que no lograron evadirse; en que el cuerpo desnudo del hombre virtuoso era recibido e impulsado de nuevo por los rudos golpes de los zapatones de los soldados, no podía echarse de ver el aspecto cetrino que su rostro iba tomando, ni la hinchazón morada de los brazos, ni el surco encarnado del filoso cordel que hendía el pecho hasta ocultarse entre la carne. Ruda compresión del tórax; ansias y hormigueos en las fauces y excitación incontenible en el espíritu; tormento de infierno, en que la conciencia de la propia impotencia agigantaba el ultraje de los verdugos... ¡Morir! ¿Quién pudiera morir y descansar. .. ? Treinta inacabables minutos pesaron sobre aquella escena dantesca, cuando la cuerda fue librada del peso glorioso. —¿No cantó? —preguntó el general. •—No. Mudo como piedra— respondió un subteniente. •—Entonces. .. al columpio otra vez. Y el tormento comenzó de nuevo... Fue entonces atado de los dedos pulgares de las manos. Don Luis sintió que con garfios le arrancaban de un golpe todas las fibras de los dedos y de las manos; que le estiraban hasta reventarlos, los nervios todos del antebrazo y brazo, que aquel dolor le estrujaba pulmones y corazón, multifurcándose de ahí hacia todas las regiones de su cuerpo, rasgándole hilo a hilo todos los tejidos de las visceras con saetas encendidas que, quemándolo, corrían por sus piernas para ir a reventar, con dolores inefables, en las últimas puntas de los dedos de los pies. Era un dolor agudo nunca imaginado, que le envolvía todo entero, de pies a cabeza. La intensidad del sufrimiento provocábale sacudimientos y convulsiones, como las de un águila moribunda, y él, echada la cabeza hacia atrás, con la boca contraída, cerraba los ojos en un supremo anhelo de beber de un sorbo la dosis de aquellos 239 H17
amargos padecimientos que ponían y conservaban toda su intensidad en cada segundo de sus horas lentas, que a la víctima parecían siglos infinitos... ¡Quién pudiera morir! ¡Morir... y descansar! —¿No canta este condenado?... Así son estos fanáticos: duros como alcornoques... ¡Bájenlo! Ya no siente; ya se calentó. ¡Que se enfríe; luego le seguimos. .. ! Don Luis fue puesto sobre el suelo. Apenas si podía mantenerse en pie. Temblando como un azogado, caminando en cuclillas por natural rubor de su desnudez, cogió del rincón sus pobres ropas, se vistió lo indispensable y volvió a entrar a los amplios corredores, y volvió a llegar al asqueroso bodegón... Apenas entró en él, se tendió en el suelo y se retorció como un gusanillo, sollozando: —¡Virgen Santísima, ten piedad de mí! Un único pensamiento le consolaba. Que aquel martirio suyo se sumaba con muchos otros martirios; su sangre y sus lágrimas, a las lágrimas y la sangre de muchos otros mejicanos; su plegaría, a las plegarias de millones de creyentes del mundo entero, y —también esto pensó— que su humilde resistencia se sumaba también al empuje formidable de resistencia de los muchos católicos de pelo en pecho que se habían lanzado a la guerra inevitable, en busca de una paz necesaria. En medio de su intenso dolor, don Luis sintió el alivio dulcísimo de la conciencia que le decía: ¡Bien! ¡Muy bien... ! ¡No has traicionado a tus hermanos! ¡Eres digno de ellos... ! Los hombres no lo saben; pero Dios sí lo sabe. A la mañana siguiente, entre una poderosa escolta callista, salía don Luis del cuartel al Juzgado de Distrito. Su condición de jefe de organizaciones católicas le merecía tales honores. Con la mirada ensombrecida, afilada la nariz, hundido el pecho, flaqueantes ¡as piernas, más parecía inútil pavesa que hombre viviente: tal era la postración física y moral en que le había dejado una noche de tormento. Una multitud meticulosa y curiosa esperaba la salida de la víctima. En primera fila aparecía un grupo conmovedor. Doña María, la esposa de don Luis, toda cubierta de pies a cabeza con un tápalo negro; Carmelita, la cajera de Soberón e hija del vic240
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"timado; otra niñita de cinco años, también hija de él, y Garlitos, gordinflón de ocho años, el hijo mimado de don Luis. Apareció la víctima a la puerta. Un rugido de protesta se escapó de la multitud. Los pequeños hijos rompieron el llanto cogidos de la falda de su madre. Doña María entonces, digna mujer mejicana, ignorante de los sacrificios sufridos por su marido, sintió llegado el momento de cooperar como esposa a la magna epopeya, y relevando a su esposo de aquella postración manifiesta, rompió en una voz enérgica y sonora, que escucharon asombrados pueblo y soldados: —¡Luis! ¡Acuérdate que tienes que dar ejemplo a tus hijos! Al oír estas palabras don Luis, como urgido por una corriente eléctrica, sacó delante el pecho, irguió con orgullo la cabeza y con la más noble fuerza que arrancó de sus pulmones extenuados, clamó: —¡Viva Cristo Rey! La multitud, enloquecida, aclamó al Cristo divisa de los católicos intrépidos y vitoreó a don Luis. El ruido de los clamores se intensificó, algunas voces se oyeron aclamando a Héctor Martínez de los Ríos. En medio del tumulto, Carlos, el chiquillo de don Luis, se escurrió entre los soldados y fue a abrazarse a las piernas de su padre. Don Luis lo levantó y se comió a besos la cara del niño que lloraba. Un sargento tomó a Carlitos de los brazos de su padre para ponerlo fuera de las filas, y cuando el niño se vio en alto, levantó su gorrita, y con los puñitos apretados, enrojecido el rostro por el esfuerzo, gritó: ■—Yo también... ¡Viva Cristo Rey! El grito del niño determinó la explosión del entusiasmo. La multitud, electrizada, ensordeció a la escolta con sus aclamaciones detonantes. Penoso fue para don Luis aquel ir y venir de Herodes a Pilatos. El delito de que se le acusaba era el ser solidario de los católicos armados, amigo de Héctor Martínez de los Ríos, alto jefe de organizaciones católicas, hombre de mucha influencia y prestigio, y por tanto, sospechoso de cooperar con aquellos valientes, elemento único que el Gobierno podía encontrar en medio de su abierto camino. Ningún cargo concreto, ninguna prueba, ningún hecho. Toda la persecución contra don Luis se explicaba por el deseo de vengar 241
la sangre derramada profusamente por los soldados y oficiales callistas clavados en el polvo por el fuego de Héctor y los suyos. Porque a esas horas, Héctor no era ya el frágil caudillo incipiente: Héctor se paseaba ya, feliz y campante, al frente de sus fuerzas incontenibles, desde las goteras de Chalchihuites hasta Zacatecas, reuniendo cada vez mejores elementos, comunicándose incesantemente con los fuertes grupos que sembraban el pavor entre las filas del Gobierno, en una buena parte de la República. El movimiento armado de los católicos era ya, en efecto, una delicia. Uno de los grandes núcleos que recibió con alegría indecible las nuevas acerca de Héctor fue el ejército ranchero de don Tomás Anzures, el de Paracho. En los días angustiosos en que le noticiaban que Calles mandaba movilizar cuatro mil soldados para ahogar en fuego y acero a sus pobres seiscientos hombres, don Andrés no pudo hacer otra cosa que remontarse con sus hombres a las cumbres, llevándose a las familias y abandonando los poblados. El ejército callista lo había invadido todo, había incendiado casas y graneros, fusilado a los pocos ancianos que no habían podido escapar, y esperaba en aquellos momentos la llegada de la columna grande para avanzar sobre las posiciones católicas del abnegado guerrillero. Los soldados de Anzures, en tan crítica situación, habían jurado morir todos, cosidos a sus peñascos michoacanos, si un arcángel del cielo no levantaba en toda la República nuevos soldados cristianos que llamaran la atención del Gobierno hacia otros puntos, y liberaran a ellos de un ataque incontenible. ¿Cuál sería, pues, su regocijo al mirar que las famosas columnas no llegaban, y no llegaban, y que los desoladores invasores de Paracho eran llamados a Morelia? ¿Cuál sería la alegría de los valientes michoacanos al recibir mensajes secretos en que se les comunicaba que Gallegos luchaba ya como ellos en León; que Guízar había alzado el grito en el otro extremo del Estado; que Barraza habíase levantado en Durango, y que Quintanar se batía por la libertad de Zacatecas? ¿Cómo no habían de saltar de alborozo y crecer en ánimo y esperanza al saber que la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, la organización gloriosa bendecida por el Papa de Roma y por el Episcopado de Méjico, aplaudida por el mundo entero, secundada generosamente por las obras nacionales de Caballeros de Colón, de Juventud Católica, de la Unión de Damas, y de Corporacio242
nes Obreras, al saber, decimos, que esa Liga popularísima decretaba, por fin, después de largo estudio, patrocinar el generoso impulso iniciado por ellos en Paracho, y secundar en toda la República, el movimiento libertador? Y mil veces mayor fue el júbilo de don Tomás Anzures, al saber algunos días después que el jefe invencible de Colorada y Guadalupe, el inteligente y enérgico, el activo y estratégico, era nada menos que su grande amigo y compadre, el simpático, el guapo joven Héctor Martínez de los Ríos. Por eso se encendieron llamaradas y lumbreras en las montañas, y se cantaron himnos en las cumbres, y se izaron banderas en los picachos, y se agitci, y se cantó y se rezó y se bendijo; porque los pobres atrevidos de Paracho, los que vieron a su párroco y a sus hijos sangrando moribundos, los que contemplaron su templo y sus casas incendiadas, los que, sin poder ya contenerse, fatigados, exasperados, desesperados, habían tomado las armas para romper el alma a los callistas infames, no estaban solos en la picota, no estaban abandonados en la montaña, no estaban enratonados en un callejón sin salida; sino que coronaban el baluarte altivo de un gran polígono, defendían un sector de un grande campo, formaban parte de un gran ejército, estaban en línea hombro a hombro con muchos miles de valientes, en la definitiva senda de la victoria... ¡ Héctor estaba con ellos! Héctor, por su parte, se había dado cuenta de su fuerza y da su papel. Revisó sus actos y sus decisiones, y de todo quedó satisfecho. Era el momento de hacer la guerra, y una guerra se debe hacer sin cuartel. No ignoraba que en la ciudad sufrían algunos pacíficos por él. Lo lamentaba; pero eso no lo detenía ni debía detenerlo. Mayor fuera el sufrimiento si él, Héctor, y con él todos los valerosos, se hubieran quedado en casa resueltos a entregarse inermes a los perseguidores. No faltó, por supuesto, algún timorato que le aconsejó ser moderado y prudente, no fusilar, no exigir préstamos. Héctor escuchaba todos los consejos imperturbable, y respondía: —Hemos entrado a la guerra para hacer la guerra. Los que ayer supimos tolerar, hoy debemos saber matar. Matar al hom243
bre por salvar al pueblo, es humanidad; perder al pueblo por salvar al hombre, es alto crimen. Ese dístico será la norma de mi vida militante... ¿Dinero? Sí, lo necesitamos. Los que nos hemos levantado en armas equipados con la miseria de tres cartuchos y un cuchillo, estamos decididos a equipar sesenta mil hombres que nos tienden los brazos desesperados, pidiéndonos un fusil. Para esto necesitamos dinero, dinero y dinero. Si el oro de los vasos sagrados no se pone en nuestras manos, como se hizo en tiempo de los esclavos y en tiempos de las Cruzadas, eso no nos arredra. Los católicos ricos deben darnos dinero. Si nos lo niegan, si lo retienen, faltan a su deber. Porque ese dinero tiene una función social que desempeñar: servir para la conquista de la libertad religiosa. Si el dinero no desempeña esa función, es ilegítimo. Nosotros, los mansos y piadosos de ayer, no nos debemos hoy tocar el corazón para arrancar a los ricos ese dinero que se pudre en las arcas frente al hambre de libertad del pueblo entero. Las debilidades en todos los órdenes han sido nuestra desgracia. Hemos llegado al momento de los actos enérgicos. Las mansedumbres han pasado a la historia.. . Desde que cogí el fusil me siento tranquilo, feliz y libre. Amo y lloro, río y canto, sirvo y reino, descanso y lucho, todo a mi sabor, todo a mi placer... Mis hermanos sufren aún en las ciudades. ¿Por qué? Porque están inermes. ¡Nuestra misión es salvarlos! ¿De qué manera? ¡Armándolos! Y no era esta doctrina exclusiva de Héctor. Estas reflexiones eran el santo y seña de todos los rincones del país. En todas partes la opinión formaba un frente único. El grito, el anhelo, era el mismo: ¡ Dad armas a los católicos mejicanos! ¡ Dadles municiones! ¡Dadles dinero! ¡Ah. .. ! ¡Dónde están unos cuantos millones!
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Libro Tercero XXIX GLORIA, AZAHARES P ARA LOS PRIMEROS DÍAS de diciembre del año de 1927 Héctor Martínez de los Ríos había llegado a ser una figura mundial. Desde el Koelnische Vol-Zeitung, de Alemania, hasta II Corriere, de Italia; desde La Gaceta del Norte, de España, y L'Echo de la Loire, de Francia, hasta Los Principios, de Uruguay, y El Pueblo, de Buenos Aires, toda la Prensa que, libre de consignas y subvenciones bolcheviques, estudiaba la cuestión de Méjico, toda ponía a Héctor por las nubes, toda lo presentaba como lo que era: un joven caudillo improvisado, héroe de leyenda en unos cuantos meses de correrías portentosas. . . El aura popular, mientras tanto, lo coronaba de gloria y alabanza por toda la República de Méjico, y en las filas callistas, desde Aguascalientes hasta la costa del Pacífico, el nombre de Héctor resonaba como el golpe de la espada del ángel exterminador de Senaquerib. Las revistas ilustradas de Europa y Sur América publicaban las fotografías del gallardo mancebo, gracias, es cierto, a la propaganda hecha por Consuelo, mitad por fe y mitad por amor, en complicidad con los jóvenes novelistas de Argentina y de Francia, y la Juventud Femenina de Bélgica y Holanda. Los Centros juveniles hacían retratos de Héctor y los Párrocos del 245
Rhin lo enseñaban hasta a los niños del Catecismo, como botón de muestra de "lo que eran los muchachos de Méjico". Y todo correspondía a la verdad. Las conocidas proezas de Héctor, los ruidosos desastres de los callistas, la visita de gente de alta alcurnia a los campamentos católicos, todo confirmaba la justa fama del bravo guerrero. Los rancheros, por su parte, lo adoraban. Aquel jefe era, al decir de ellos, un joven bello como un ángel, y su espada era encendida por el fuego de Dios... Los guerreros de Michoacán habían venido tragando leguas a ponerse a sus órdenes personales, encabezados por el viejo heroico don Tomás Anzures. Y así, Héctor, pleno y potente, tenía en sus manos los destinos de una inmensa región, en la que la pestilencia callista estaba perfectamente conjurada. Los pobres perseguidos de villas y ciudades acudían allí, y vivían tranquilamente en las chozas que Héctor, con sus huestes, custodiaba. Médicos y damas servían ahí con grande júbilo a los invictos soldados de Cristo. Mientras tanto, en Zacatecas y en otras ciudades, las muchachas, ricas y pobres, cosían y cosían sacos y camisas, banderas y estandartes, para mandar, por medio de infinitas argucias, ropa limpia, implementos y provisiones de guerra y boca a los amados libertadores. Había aún algunas proezas de Héctor que no eran del dominio público. El intrépido mozo, de cuando en cuando, unas veces solo, acompañado otras, llegaba a entrar de incógnito a la propia ciudad de Zacatecas, en donde el ogro callista lo hubiera devorado de una dentellada a haberlo atrapado. Era Consuelo la única testigo y confidente de aquellas aventuras. Horas de dicha angustiosa eran aquéllas para la linda muchacha, en que el amor de Héctor tenía para ella el tinte arrebatador de un amor aventurero, sazonado con peligros indecibles. .. Cuántas noches, en plena plaza pública, ella se había sentido morir de terror, al mirar a Héctor, envuelto en un sarape mezquitaleño, pasar rozando las fornituras de los oficiales del ejército. Así fue que aquellas semanas de triunfos militares y de fama pregonera no habían sido en detrimento del fervoroso noviazgo; antes, al contrario, habían remachado la mutua fidelidad, al grado que Consuelo ya no quiso ser por más tiempo novia en246
cerrada en cuarteles de invierno, sino esposa que, a la vera de su marido, galopara en vivo corcel, con la cabellera flotante, por los campos de la lucha. Corridos, pues, todos los trámites, convenida ya la tía de Consuelo y señalados padrinos de confianza plena y lugar perfectamente seguro, se procedió a los preparativos próximos de una boda de catacumbas. El sueño dorado de Héctor y Consuelo había sido recibir la bendición nupcial de manos del famoso Padre Gabriel, amigo el mejor y sacerdote el más instruido y el más valiente que ellos habían encontrado. El joven sacerdote no puso obstáculos, y fue puntual a la cita. Pasando las de Caín y apelando a todos los recursos que su ingenio vivaracho le deparaba, llegó a hospedarse en Zacatecas el tiempo suficiente para asistir al lindo matrimonio. Cierto que por el camino, desde el Norte hasta aquella ciudad, en hoteles y ferrocarriles, había hecho sucesivamente el papel de ingeniero de caminos, de diputado al Congreso de la Unión, de papá de una chiquilla y de marido de una rubia regiomontana. . ., y así logró burlar todos los espionajes callistas, hasta presentarse con descomunal desplante en el propio Club de la Bufanda, en la ciudad de Zacatecas, entre puros callistas, pasando entre ellos como un rico tejano, comerciante en maquinaria, socio principal de la Chicago Machinery Limited Company, que iba de paso para Puebla, a donde saldría aquella misma noche. Nadie, en efecto, lo volvió a ver en el Club, ni en el hotel, ni en el restorán, ni en ninguna parte. Sólo algunos lo vieron a deshoras bautizando chiquillos y confesando piadosas, y, sobre todo, levantando el espíritu y consolando a los pacíficos que en la corriente brega habían escogido el sistema tradicional de los suspiros, las manos apretadas y los ojos en blanco... La labor del Padre Gabriel fue fecunda. Con palabras bien cortadas y bien tronadas, como martillazos, había sumido a los prudentes y fortificado a los valerosos; había desvanecido prejuicios, y sin melindres ni remilgos, había puesto a Héctor en la cúspide de la buena opinión, ante propios y extraños. Y proeza la mejor, había puesto chicos tapones en las narices del viejo Soberón, quien en su acendrado catolicismo de capitalista, bañaba con sus críticas estultas desde el Episcopado hasta la Santa Sede. 247
Consuelo, por su parte, daba las últimas puntadas a los lienzos del trousseau, en espera de una boda que la llenaba a la vez de alegría y de temor. Porque Héctor se había negado a aceptar un matrimonio por poder, como el de García Moreno, y había resuelto venir él personalmente a recibir en sus propios brazos el rico don de la hermosa mujercita. El peligro de la aventura crecía para Héctor por el simple hecho de que algunas semanas antes, él en persona, se había presentado a Soberón a cobrarle los cinco mil pesos del enjuague con el Padre Martín. Soberón, claro está, helado de espanto, había entregado a Héctor los cinco mil pesos, contantes y sonantes, temblando y arrepentido. Esto hizo prever a Soberón que, de ahí en adelante, Héctor sería para él una perpetua amenaza, y por eso, juntamente con su hijo Pepe, que, a su vez, estaba celoso y humillado por el nuevo amor de Consuelo, se había transformado en un espía más, despiadado, imprudente, con muchos recursos e informes, resuelto y capaz de perder a Héctor en la ocasión más propicia. La fecha del matrimonio estaba fijada para la Epifanía de 1927. El movimiento armado de los católicos debía comenzar ya en firme y unificado el 11 de enero, aniversario de la proclamación de Cristo Rey en Méjico. Para esa fecha Héctor debía haberse ya movilizado con sus tropas hacia el Estado de Jalisco, en donde debía operar en combinación con los demás jefes invencibles de aquella región bendita. Y Consuelo debía ya sentar plaza de amazona para aquellas jornadas épocas, que se verificarían más tarde. Sólo quien hubiera estado al tanto de estos precedentes, hubiera dado la importancia que tenían a una serie de hechos, al parecer vulgares, que se realizaron en Zacatecas en los primeros días de enero, en los alrededores del conocido Mesón del Jovito, humildísimo hotel de campesinos y remedo pobrísimo de las antiguas ventas españolas. Y fue que el día 4 de enero llegaron a dicho mesón cinco tristes leñadores, caminando a pie y arreando a cinco flacos y mustios caballos, cargados con leña. Vendieron su leña al mismo dueño del mesón y quedaron alojados en la misma casa. El día 5 del mismo mes, un plomero, vestido de overoll de 248
mezclilla azul, trafagueaba en la pobre casita frontera al mesón, atornillando y destornillando los plomos de la cañería. Finalmente, el día 6, fiesta de la Epifanía, cerca de las nueve de la mañana, pasaba por la calle misma del mesón y de la casita, deteniéndose de puerta en puerta, un agente viajero de ropa y novedades, seguido de un muchachón que cargaba a la espalda la valija más pesada de la mercancía. Llegó el agente viajero a la misma casita en que el plomero trabajaba, y comenzó a mostrar a dos o tres mujeres que salieron al zaguán, las telas, corbatas, medias y demás artículos que vendía. Estaban las mujeres palpando y examinando las prendas, cuando el agente viajero y el muchacho que le acompañaba, decididos y ligeros, entraron casa adentro, siguiendo los pasos del plomero, que también se metía de prisa a una habitación interior. El plomero, con diligencia y seguridad, abrió un gran ropero, lleno de faldas y vestidos de mujer. Separó un poco las ropas que colgaban, y se coló entre ellas. Se inclinó un poco, cogió por la parte de abajo la tabla posterior del ropero, apoyando los dedos en unas ranuras que allí había, hizo un esfuerzo y la tabla se levantó hacia arriba, dando paso a una cavidad sobre el muro, cubierta con una cortina roja. Por ahí entró el plomero, y tras él el agente, y tras éste el muchacho. El muchacho era Juanillo, el hijo de don Tomás Anzures; el plomero era el famoso Padre Gabriel Arce, y el agente viajero era nada menos que el propio Héctor Martínez de los Ríos. Encontráronse los tres atrevidos varones en una reducida estancia, larga y angosta. En un extremo de ella se levantaba un pequeño altar, cubierto por ricos paños de lino. Sobre el altar, un Crucifijo, dos cirios y lo necesario para la celebración de la Misa. Frente al altar, dos reclinatorios afelpados de rojo y adornados con lazos blancos. En uno de ellos, toda vestida de blanco, estaba Consuelo de rodillas, los dedos entrelazados junto al pecho palpitante, los ojos llorosos ansiosamente clavados en el sencillo Crucifijo, lo mismo que un ángel en éxtasis. Detrás de los reclinatorios estaban dos damas, la madre de Héctor y la tía de Consuelo, cubierta la cabeza con blondas de seda negra y manos y brazos con guantes blancos. A la entrada de los tres aventureros, una onda de excitación cruzó por los tres corazones femeninos, que esperaban en el secreto recinto. Consuelo, 249
como gacela medrosa, palideció y se encogió sobre el reclinatorio, clavando con mayor ansiedad sus ojos en la imagen del Crucificado. El Padre Arce se arrancó la chaqueta de plomero y se plantó la sotana, sin mangas, que le tendió una de las damas. Héctor se quitó rápidamente la americana gris y se vistió una levita negra, en cuya solapa sonreía un ramito de azahares. Juanillo, mal vestido y mal aseado, quedó pegado a la cortina, como un centinela de confianza. Y no era Juanillo el único, pues si el lector hubiera observado los alrededores de la casa, habría visto que, sobre la azotea del Mesón de Jovito, los cinco leñadores de marras estaban tendidos sobre sus frazadas, cada uno con su buena carabina, custodiando, ojo avizor, las azoteas de la casa donde unían sus vidas la más bella y fina de las mujeres jóvenes y el más valiente y noble de los caudillos cristianos: Consuelo Madrigal y Héctor Martínez de los Ríos.
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XXX HOLOCAUSTO ¿F UE UNA REVELACIÓN DIABÓLICA la que recibió aquel condenado? ¿Fue una inocente indiscreción la que ilustró a aquel miserable? ¿Qué motivo pudo tener el insensato para barrer con su decantado catolicismo e ir a granjearse la sonrisa de un bandido? ¡Vayan ustedes a poner límite a la potencia maléfica del rico egoísta... ! Ello fue que en los momentos exactos en que en las catacumbas se encontraba reunido lo mejor que en valor, saber, belleza y dignidad tenía la católica región, entró, con paso decidido y sonoro, al cuartel de la Jefatura de Operaciones, buscando con ansia al General Ortuzar, el desgraciadísimo de don Carlos Soberón en persona, respirando a bufidos, seguido en su villana carrera por el pazguato de Pepe, su hijo. Y tan pronto como se vio en presencia del General Ortuzar, le disparó, a quemarropa, textualmente, estas palabras, que a todos, menos al que escribe estas líneas parecerán inverosímiles: •—¡General! En el número siete de la calle del Pocito está en estos momentos el cabecilla Héctor Martínez de los Ríos. Se está casando ahorita mismo con Consuelo Madrigal, y los está casando el famoso Padre Arce, el cura más revolucionario de toda la República. El general abrió los ojos chispeantes y se chupó los labios con júbilo nervioso. En tres palabras hizo que Soberón le repitiera la calle y el número. Y cuatro minutos después ya habían salido de la Jefatura cinco diversos grupos de soldados, con la orden de dar aquel zarpazo heroico... Los soldados callistas tomaron todas las precauciones para no dejar escapar la preciosa presa. Lo primero que hicieron fue 251
apostar centinelas en las cuatro esquinas para impedir que persona alguna saliera del perímetro de la manzana. Cinco soldados recibieron también orden de subir a la azotea por donde Héctor y sus amigos podían escapar. Subieron, pues, los cinco soldados, y no bien se habían incorporado, cuando una descarga cerrada los echó por tierra. Don Tomás Anzures y sus cuatro leñadores, que formaban la escolta secreta de Héctor, cumplían su consigna desde el Mesón de Jovito. La inesperada descarga sembró un desconcierto horrible entre los soldados que custodiaban las esquinas, haciéndoles reconcentrarse rápidamente sobre la casa número siete, en la que hicieron una tumultuosa irrupción. La descarga anunció también a Héctor que la hora del peligro había llegado. Era el momento preciso en que el Padre Arce levantaba su mano ungida sobre las manos estrechadas de los dos nuevos esposos. Héctor, firme y tranquilo, sintió que entre su mano se enfriaba la blanca y suave mano de Consuelo. Las damas palidecieron de terror. Juanillo se repegó sobre la hendedura para observar la entrada, teniendo en sus manos un horrible puñal. El Padre Arce, con una serenidad a toda prueba, terminó la fórmula sagrada diciendo: —Héctor, Consuelo: yo os uno en matrimonio, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. —¡Amén! ■—respondió Héctor. En aquel momento resonó una nueva descarga, detonante. —¡Sálvate, Héctor! —clamó ya Consuelo—. ¡Sálvate, por Dios! Y anhelante y pálida, lo empujó hacia otra puerta oculta que daba a otra casa desconocida. Héctor tuvo la calma de volver los brazos hacia Consuelo y estrecharla, confundiendo sus labios con la mejilla de aquella princesa. —¡Déjame y sálvate, Héctor mío! ■—sollozó Consuelo. Se despojó Héctor de la levita, cogió el gorro que había dejado el Padre Arce, se lo puso en la cabeza y salió tranquilamente por la nueva puerta que se le abría. Se detuvo un momento en la cámara a donde la puerta daba. Ahí se echó delante la pistola que del cintillo colgaba, y salió al patio. Una potente motocicleta, preparada a prevención, le esperaba allí. Héctor mon252
tó en ella. Una nueva descarga resonaba entonces sobre las azoteas. Héctor oprimió con serenidad la llave del motor. A la puerta de la casa, en la calle opuesta a la del Pocito, una mujer hizo una señal a Héctor. La señal significaba: "Vía libre". Trepidó el aparato. Héctor aprestó los pedales, y a toda la fuerza de su máquina salió de la casa, y de la calle, y de la ciudad, perdiéndose de vista a lo largo de la carretera, entre nubes de polvo, de gas y de gloria. .. Tomás Anzures y los cuatro leñadores que desde el Mesón de Jovito tiroteaban a los soldados de Calles, vieron que sobre la azotea del número 7 se agitaba una bandera verde. —¡Ya está afuera —exclamó don Tomás—; ahora nosotros! Se descolgaron de la azotea como lagartijas, montaron en sus caballos, y a largas bridas, con ímpetu de centauros, salieron de la casa, de la calle y de la ciudad. .. Mientras tanto, el alboroto se adueñaba de la ciudad entera. Nuevos pelotones de soldados habían llegado a la casa, y enjambres de genízaros inundaban ya de nuevo las cuatro calles adyacentes. La manzana entera estaba sujeta a un examen con microscopio. Por todas las casas, por todas las piezas entraban soldados con precaución, con desconfianza, examinando cuidadosamente cada rincón, cada cuchitril, pajares y graneros, desvanes y jonucos, armarios y petacas, azoteas, chimeneas. .. Gomo reguero de pólvora corría por la ciudad la noticia de que Héctor en persona se estaba tiroteando con las tropas, en una casa de la calle del Pocito. En el escondido oratorio aún no invadido, Consuelo, pálida, trémula, advertida de que Héctor estaba en salvo, dijo con decisión al Padre Gabriel: —Siga usted la Misa, Padre. Héctor se ha salvado. Las damas todas se arrodillaron, y el Padre Gabriel, revestido majestuosamente de los ornamentos, hizo una amplia señal de la cruz y pronunció en latín las primeras palabras litúrgicas del Sacrificio : —¡ Subiré al altar de Dios, del Dios que llena de alegría mi juventud! Sobre el libro de pastas de nácar, Consuelo había clavado sus ojos de reina de Saba, y leía con atención, a pesar de su nerviosidad, las palabras que el sacerdote pronunciaba. Alrededor de 253
la estancia, sobre sus cabezas, al través de las paredes, se oían los ruidos y las voces de la búsqueda infernal. Ella, abstraída, con toda la fe de un alma mística, devoraba el sentido de aquel salmo, que nunca le había parecido tan expresivo: —¡Señor, sé tú mi Juez! ¡Discierne mi causa de la causa de la gente no santa; líbrame, Señor, del hombre inicuo y del hombre que engaña! Y Consuelo ponía su corazón candente en aquella oración, mientras sus oídos, finos y atentos, le anunciaban que la hora de la prueba se acercaba... —¡Porque Tú eres, oh Dios, mi fortaleza! ¿Acaso me rechazas? ¿Por qué entonces me siento triste en el momento en que el enemigo me aflige? Consuelo dio un suspiro y continuó leyendo con nuevo ánimo: —"¿Por qué estás triste, alma mía? ¿Por qué me conturbas? ¡ Pon tu esperanza en Dios!" El sacerdote leyó el Evangelio. Sus palabras eran tranquilas, expresivas. El libro sagrado hablaba de Herodes y de Jerusalén, todos conturbados porque nacía el Cristo, Rey de los judíos. . . El sacerdote se arrodilló y tocó la blanca cobertura con su frente, iluminada de ciencia y de virtud. Oyóse en aquel momento el ruido siniestro de un mueble pesado que era arrastrado. Por la mente del sacerdote, de Consuelo y de las damas cruzó la misma idea: "¡Estamos descubiertos!" Pero nadie se movió. Un momento después la cortina se levantó, y tres soldados callistas entraron a la escondida estancia. Al mirar el altar y al sacerdote revestido, los soldados se sintieron cohibidos. El Padre Gabriel, con majestad inefable, se volvía en aquel momento para decir: "Dominus vobiscum". Los tres soldados, como sucumbiendo ante una fuerza superior, maquinalmente fueron cayendo poco a poco de rodillas; uno de ellos hasta se santiguó. Y se quedaron como lelos, sin saber qué hacer. La misa prosiguió, sin que Consuelo ni las damas parecieran intimidarse. Uno de los soldados, por fin, avanzando de rodillas, llegó hasta Consuelo, y muy quedo le dijo: —¡ Andamos buscando a don Héctor! 254
—¡ Esperen que termine la misa! —respondió Consuelo sin perturbarse. El soldado, todo atolondrado, se volvió otra vez de rodillas, a reunir con sus camaradas. Luego, los tres se pusieron de pie, salieron, hablaron a media voz en la estancia inmediata, y se retiraron. .. Y la misa continuó, dulce, consoladora, confortante y tranquila, mientras afuera se preparaba la borrasca... Los soldados, pobres hijos del pueblo, que no se habían atrevido a interrumpir la misa, tenían, por otra parte, que ser culpados de complicidad. Un oficial los había visto salir de la pieza que daba acceso a la catacumba. —¡Quiubo! ¿Qué jallaron? ■—les preguntó con brusquedad. •—Pos. .. croque ahí hay gente adentro —balbució uno de ellos, no atreviéndose a hablar claro por un dejo de temor de Dios. —¿Y por qué diablos no buscan? ■—dijo el oficial entrando con resolución a la pieza. De una zancada pasó al oratorio y saludó a los meditativos presentes con un feroz: —¡Quién vive! Sacerdote y fieles se estremecieron; pero nadie contestó. El capitán se adelantó hasta los reclinatorios, en donde Consuelo y las damas permanecían inmóviles. —Que ¡ quién vive! ¿ Qué, no oyen ? —preguntó a gritos de nuevo, mientras el sacerdote continuaba serenamente sus oraciones. —¡Viva Cristo Rey! —contestó una voz rotunda del fondo de la capilla. Era Juanillo, el asistente de Héctor, que se había quedado haciendo guardia a Consuelo. Al oír estas palabras, Consuelo y las damas volvieron el rostro sorprendidas. Pero más sorprendido se volvió el capitán, que, al escuchar tal respuesta, creyóse encerrado en una ratonera, en la que lo primero que debía buscarse era la salida, y en dos brincos se coló por el boquete, gritando: —¡Soldados! ¡Soldados! ¡Aquí está el enemigo! El sacerdote, mientras tanto, había ya consagrado, y omitiendo algunas ceremonias, distribuyó inmediatamente la Comunión a Consuelo y las damas. Todavía el sacrificio prosiguió, mientras 255 H18
Juanillo, untado al muro en el rincón más próximo a la oquedad, blandía ya un enorme cuchillo jalapeño... Un enjambre de soldados inundó la cámara anterior. Muchos llegaron hasta la oquedad, pero ninguno se atrevió a levantar la cortina. —Éntrele, mi jefe —dijo un soldado a un oficial, que también vacilaba. El oficial, herido en su amor propio, amartilló la pistola y le vantó la cortina. , Iba a dar un paso, cuando soltó un grito y retrocedió. Sus manos chorreaban sangre, la pistola se le había escapado de ellas. Juanillo, el defensor de la brecha, era ya dueño de aquella arma. El pelotón de soldados corrió hasta el corredor exterior, y el pánico llegó hasta las escoltas de la calle. —¡Ahí está el cabecilla! —fue la voz que se difundió por todas partes. Los soldados recibieron orden de entrar de nuevo a la estancia del ropero, y hacer fuego sobre la brecha cubierta por la cortina. La horrible detonación estremeció la casa entera. Los proyectiles, en la capilla, arrancaron pedazos de piedra de la pared frontera. Clavada en su reclinatorio, la valerosa Consuelo había resistido aquella sucesión rápida de impresiones intensísimas, que le hacían añicos las fibras más resistentes de su maravilloso temperamento, pero no pudo ya más. Al estampido de las balas sobre sus propios oídos, sintió que la capilla se desplomaba, que el piso se hundía, que las detonaciones le desgarraban el cerebro. Se cogió entonces del terciopelo del reclinatorio, inclinó el pecho, dejó caer la cabeza, ya perdido el sentido y extraviado el mirar, y rodó al suelo, pálida como el cirio que la había iluminado.. . El Padre Arce, que en aquel momento bendecía, adelantándose con presteza, la detuvo en sus brazos; las damas abrieron la puerta de escape opuesta a la oquedad y salieron del recinto acompañando al Padre Arce, que revestido, levantaba en alto, como una hostia, el cuerpo inmóvil de Consuelo. Al llegar al patio de la casa contigua, donde Héctor había tomado la máquina, un feroz grito atronó el espacio, haciendo estremecerse el mismo cuerpo inconsciente de la novia: —¡Alto ahí! 256
Y veinte soldados, como leones rugientes, rodearon a los cuatro héroes de la imperturbabilidad, en aquella jornada memorable. Juanillo, sin embargo, permaneció aún en la brecha. Sobre él llovían las balas de cuanto soldado había quedado por la parte opuesta. Pero no era capturado todavía. Alguien discurrió arrojarle una bomba. Juanillo la vio caer a sus pies en su propio escondite, negra, redonda, con la tosca espoleta humeando ya sobre el punto de explosión. Rápido como el rayo, Juanillo se arrojó sobre ella y a ciegas la volvió a arrojar sobre el boquete por donde había entrado. Y el estallido infernal resonó al punto, la casa toda se estremeció, y el piquete de soldados fue desbaratado por los pedazos de acero candente de la granada... En el patio de la casa opuesta, Consuelo abrió los ojos, como quien despierta de un sueño arrullado a cañonazos. Lo primero que vio fue a Juanillo, sudoroso, agitado, ensangrentado de la frente y de los labios. Era traído a empellones por un montón de soldados. El infeliz chiquillo había agotado el heroísmo de su lucha. Al pasar junto a Consuelo, Juanillo se llevó la mano a 3a frente en saludo militar, y cuadrándose, dijo a la joven, cuyos ojos negros resaltaban entre la espuma del atavío: —¡Perdóneme, mi ama; pero se me falseó una mano! Si no... La noticia produjo un delirio descomunal no sólo en los cuarteles, sino en las dependencias todas del Palacio Nacional y del Alcázar de Chapultepec. ¡ Friolera! El famoso cabecilla Héctor Martínez de los Ríos había caído prisionero, y, con ello, tocaba a su fin la protesta armada de los católicos en una vasta región. Los diez mil soldados callistas a quien Héctor traía jadeantes y desvelados, quedaban ya expeditos para ir a socorrer a sus camaradas, que no echaban nunca una ceja tranquila en las campiñas del Bajío michoacano ni en las montañas de Jalisco. Los boletines oficiales se multiplicaban y circulaban con el desplante más desvergonzado: Héctor capturado. Sus tropas, rendidas. La rebelión, perfectamente sofocada. Ante tales aspavientos, naturalmente, los pobrecitos católicos sintieron que el espíritu se les iba a los talones. Hubo santas vie257
jecitas que se pusieron a llorar. Calles, mientras tanto, y sus ministros, y los Jefes y Oficiales del Ejército, se frotaban las manos de júbilo. Pero la rueda de la fortuna invirtió totalmente las impresiones, cuando aquella misma noche, a las once y cuarenta y cinco minutos, la estación de radio difusora de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, trasmitía el siguiente mensaje a las delegaciones todas de la república: "Es falsa la noticia dada hoy por el Estado Mayor de Calles. Ni la rebelión ha sido sofocada, ni tropas algunas se han rendido, ni el valeroso caudillo ha sido capturado". Y esto fue lo que puso más rabioso al Jefe de las Armas de Zacatecas, pues tras tantos alborotos, era preciso confesar que en verdad, Héctor, el objetivo de sus pesquisas y causa de sus desasosiegos, los había dejado con un palmo de narices. . . Parece, por otra parte, que entró la gloria en la cárcel de Zacatecas con la aprehensión de Consuelo, del Padre Arce y de las dos damas. Tuvieron los nuevos prisioneros la fortuna de ser instalados en un mismo salón, adonde también se llevó a don Luis, el decano de las víctimas, y a Juanillo, el valiente de la catacumba. Estaban ahí también dos seminaristas, alegres como castañuelas, algunos jóvenes de la A.C.J.M. y un grupo de muchachas. Todo aquel fino mundo rió y cantó desde el primer momento. El Padre Arce los confesó a todos, y en suma, después de no comer el primer día y tras de no dormir la primera noche, poco a poco fueron hallando acomodo y paz, bien obsequiados por sagaces visitantes, bien chocolateados, bien dormidos en esteras y petates, encantados de la seguridad de que gozaban entre las uñas de la fiera. Consuelo había logrado hacer traer otro vestido para quitarse el de boda, que se conservaba en la amplia bartolina como un trofeo, colgado de un clavito sobre la pared mugrosa. La madre de Héctor obtuvo permiso para asistir al cateo de su propia casa, oportunidad que aprovechó para traer algunas cosas indispensables para matar el tiempo. Sucedió entonces que al revolver y rebuscar en el cateo, todos los encierros de la casa, brutalmente dirigido por los soldados, la madre de Héctor dio con un tesoro largo tiempo perdido y 258
hasta olvidado. Era un libróte de pastas raídas, de hojas recias y amarillentas, grande y macizo, como el fuego de epopeya que en él palpitaba. Soledad dio un grito. El hallazgo le suscitó la imagen de su padre, el anciano venerable que le profetizó la gloria de su hijo... Abrió Soledad el libro, como quien busca una distracción, enmedio del andar y venir de los soldados que escudriñaban la morada, y entornó los ojos, deleitándose ante una imagen interior que el libro le proyectaba. .. Ahí estaba Héctor, el héroe de la epopeya de Hornero, defendiendo la libertad de Troya, al frente de un puñado de valientes... Soledad llevó consigo el libro a la prisión, se acercó a Consuelo y le dijo: —¡Hija mía! Que éste sea mi regalo de boda. Consuelo, al punto, sentada en un banquillo y rodeada de amigas, comenzó a hojear: —¡ Este es mi Héctor! —exclamó, mirando una por una las láminas del poema. Todos los prisioneros comprendieron que la vida del héroe legendario palpitaba en el pecho del héroe real que combatía mientras ellos penaban.. . Pero ¡ qué gran consuelo y regocijo les inundaba cuando hasta el1 os llegaban las noticias de los triunfos católicos! Cierto que esas noticias marcaban un momento de terrorismo en el seno de la prisión, proporcionado al grado de rabia que las noticias producían entre los cancerberos oficiales. Un día cayó como una bomba la noticia de una derrota de las mayúsculas para los callistas. Acto continuo, don Luis, el Padre Arce y Juanillo fueron sacados de la sala de reclusos y conducidos a la oficina de la Jefatura. Una onda de terror corrió por la prisión. Consuelo y las damas, las muchachas y los jóvenes sintieron de nuevo la horrible depresión del espíritu. Corrió una larga pieza de tiempo, y los augustos prisioneros no volvían. Ni un rumor, ni un informe, ni una explicación, ni una noticia. Un silencio espantoso rodeaba aquellas ansiedades. Pasó así la tarde. Corrió así la noche. Un presentimiento negro sentó sus reales sobre cada corazón de los encarcelados. Consuelo y las jóvenes se esforzaban 259
por disipar la tristeza que las agobiaba. Se esforzaban por reír; pero sus risas caían tristes y macilentas, como flores marchitas. Al día siguiente, por fin, las tres figuras valerosas de don Luis, el Padre Arce y Juanillo aparecieron de nuevo a las puertas de la Prisión. Una aplauso general los recibió: —¡Buenas noticias, gentes! ■—dijo el Padre Gabriel, arrancando de cuajo el humor negro. —¿Cuáles son? —preguntaron a coro muchas voces. —¡ Que nos van a ahorcar! * -—¡ Es broma! —observó Consuelo. —Que lo diga don Luis •—observó el Padre. El rostro pálido, los ojos hundidos, la nariz afilada de don Luis no dijeron nada; pero su silencio de espectro hizo comprender a todos, por medio de una corriente de escalofrío, que la sentencia había sido en verdad pronunciada contra los tres varones admirables. ¿Pero por qué? Porque las huestes católicas se estaban coronando de triunfos; porque los callistas no contaban ni una sola victoria; porque los hombres del gobierno se agarrotaban en las montañas al escuchar el grito de "Viva Cristo Rey"; porque los libertadores se agazapaban como fieras, y saltaban como leones, y se esfumaban como el humo para reaparecer de pronto por los flancos y por las retaguardias, siempre certeros, siempre terribles, siempre invulnerables, siempre agresivos. .. Y era preciso demostrar, sin embargo, que Calles triunfaba. Por eso, ya que los libertadores estaban armados, era menester buscar víctimas inermes. Así cayeron centenares de gentes pacíficas, así fueron sacrificados tantos sacerdotes, así debían también ser ahorcados aquellos tres varones gloriosos, un sacerdote, un empleado y un proletario, para exhibirlos en seguida, como prisioneros capturados en un glorioso combate. . . Ante la sentencia fatal, don Luis y Juanillo se mostraban agobiados. Juanillo, rabioso de ser cogido como un borrego. Sólo el Padre Arce seguía sonriendo y charlando con su buen humor portentoso. —¡Amigos! —decía con la mejor de sus alegrías—, no hay que darse a las congojas. De aquí al poste en que nos cuelguen, hay muchos pasos y muchas horas... ¿No los colgarán a ellos primero los nuestros? Las horas corrían. Analizando cada uno de los sentenciados su 260
propia congoja, descubría que era mayor el pesar por dejar la compañía de aquella familia de penados, en que Consuelo era reina, que el mismo temor a la muerte. Por la tarde se presentó en las oficinas de la prisión, Carmelita, la hija de don Luis. Venía a pedir permiso de acompañar a su padre por el ferrocarril para asistir a su martirio. El capitán Caravantes la recibió con afabilidad, con mucha afabilidad, con demasiada afabilidad. Guiñando a la vez un ojo a su asistente, le dijo: —Acompañe a esta señorita a mi oficina. Ahorita voy a extenderle el permiso. Carmelita, con la medrosidad de sus veinte años virginales, sintió temor. Caravantes pescó al vuelo su gesto de desconfianza, y añadió: —Que la mecanógrafa le escriba el permiso y me lo traiga para firmarlo. Esta nueva frase animó a Carmelita, que sin detenerse más, siguió al asistente. Subieron las escaleras, pasaron un corredor largo y solitario, en que apenas un guardia se fumaba perezoso un cigarro. Desde una ventana del pasillo, Carmelita descubría el gran patio de la planta baja. Allá, en frente, se extendía la sala de los reclusos. Carmelita se detuvo un momento a la ventana. Al través de las ventanas se escuchaban las voces de los prisioneros. En el fondo de la sala, sentado en el suelo, descubrió a su padre. Escuchaba, con la cabeza desconsoladoramente caída, una animada plática del Padre Arce. Carmelita recordó la imagen del Nazareno de las Semanas Santas de su parroquia. También miró la silueta de Consuelo, gentil y suave, que cruzaba la estancia... ¡ ¡Qué figuras tan amables!! ¡Qué almas tan buenas! Carmelita dio un hondo suspiro. —¿Dónde es? —preguntó al asistente. —¡Ahí! —y le señaló una habitación entreabierta. Carmelita entró. Estaba ahí el escritorio, la máquina de escribir; pero no había ninguna mecanógrafa. Carmelita sintió miedo y quiso salir. —No se vaya usted; ahorita le arreglan su negocio —le dijo el asistente, asaz respetuoso. La joven sintió que un anillo de fuego le coronaba la cabeza. 261
Quedóse, pues. Miró azorada aquella soledad. Sentóse al fin en un banquillo de madera y esperó. No tardó en llegar Caravantes. Con sus tubos de cuero relucientes. Su chaquetín y fornituras bien ceñidos. Había que reconocer que venía guapo. El militar se colocó frente a la máquina. Carmelita se tranquilizó un poco. La puerta al corredor se había cerrado de golpe. Serio y correcto, Garavantes escribió dos renglones. —¿El nombre de usted, señorita? •—preguntó fino y atento. —Carmen Sánchez. —¡Oh! ¡Carmelita! Así se llama mi novia. ¡Una guapísima muchacha de Puebla! —¿Sí? —preguntó sonriente Carmelita, ya muy en sus cabales. —Mire usted qué linda se ve en este retrato... ¡ Pase usted! —invitándola al aposento interior que tenía trazas de recámara. Titubeó un poco Carmelita; pero creyó que era preferible proceder con sangre fría, y entró al camarín junto con Caravantes, que, al parecer, no presentaba ningún síntoma de descomedimiento. Y la segunda puerta se cerró también. ..
En la sala de reclusos, el Padre Arce hablaba aún a don Luis, ■que, sentado sobre el suelo, reclinado en la pared, cabizbajo, pensativo, seguía escuchando. De pronto, don Luis, como herido de un pensamiento vivo, levantó sorprendido la cabeza, frunció ligeramente el entrecejo y aprestó el oído, clavando los ojos en el vacío. Se levantó con presteza, sin acordarse más del Padre Arce, y se acercó a la ventana, clavando la mejilla sobre la reja. Los prisioneros todos le miraron extrañados, en medio de un silencio pavoroso. —¡Es ella. .. ! -—rugió—•. ¡Es Carmen! Y corriendo hacia la puerta abierta de la sala, don Luis dijo con imperio al centinela: ■—¡ Quiero salir! El guardia, sonriendo ferozmente, atravesó el fusil al paso de don Luis. 262
El recluso hizo una mueca horrible, y lanzando chispas por los ojos, horrorosamente arqueados, con toda la furia de un demente repitió: —¡Déjeme salir, bandido! Tendió entonces las dos manos descarnadas y temblorosas sobre el rostro del soldado, encerró entre las diez uñas de sus manos la cabezota del guardia, y, con saña inesperada, clavó enérgica, rabiosamente los dos pulgares en los ojos del centinela. Soltó éste el fusil y bamboleó atarantado, mientras don Luis demudado, con los cabellos en desorden, la mirada extraviada, echó a correr hacia la entrada de la escalera. Dos soldados le salieron ahí al paso. El, con fuerza sobrehumana, de dos puñetazos, fuertes como golpes de maza, los derribó y se abrió paso. —¡Agárrenlo! —gritó uno de ellos—. ¡Está loco! Un montón de soldados se le echó entonces encima. Don Luis, en medio de ellos, jadeaba, se revolvía, forcejeaba, echaba espuma por la boca, y palabras ofensivas, como nunca las había pronunciado. Los soldados, ya muchos, riendo y burlando al pobre loco, lo derribaron en tierra. Poco a poco lo fueron asegurando y aquietándolo, sujetándolo con puños y rodillas, hasta que, al fin, con fuertes cuerdas lo dejaron perfectamente ceñido y ligado. Un soldado se lo echó al lomo, lo volvió a la sala, en donde los demás prisioneros, llenos de ansiedad, se preguntaban qué sucedía, y lo arrojó como un fardo sobre el suelo. Azotó la cabeza contra el pavimento, se estremeció don Luis, dentro de sus ligaduras, y clamó: —i Padre Arce, Padre Arce... ! ¡ Morir; cuanto antes, morir! Consuelo, las damas, los jóvenes y las muchachas, todos, rodeaban a aquel hombre misterioso, que en un momento de furor arrancara los ojos de las órbitas a un soldado. Consuelo le enjugaba la frente ensangrentada. El levantó los ojos con muestra de gran dolor: —¡Padre! —dijo al sacerdote—. ¡Creen que estoy loco; ojalá lo estuviera! Nadie osaba soltar sus ligaduras. Hasta que el Padre Gabriel decidido y valiente: —¡Yo lo desato, suceda lo que suceda! —exclamó. Quedaba libre don Luis, al parecer calmado y tranquilo, cuando 263
mirando de nuevo hacia la entrada de la sala, volvió a transformarse su semblante, volvieron a revolvérsele los ojos. .. A la puerta de la prisión aparecía una figura de mujer, con el rostro escondido entre las manos. Temblaba la infeliz de pies a cabeza, como la hoja de un árbol. Desjarretada, desceñida, despeinada, arrastrando por el suelo un desgarrón del vestido que la cubría... ¡ Era Carmen! —¡Calla, hija mía; calla, por Dios! ■—díjole don Luis entre sollozos—. ¡No anticipes la muerte de tu padre! Carmen miró a su padre, le tendió los brazos y reclinó sobre el hombro paterno el rostro cubierto de lágrimas.. . Y ahí, muy cerca del oído, sin que lo oyera, a ser posible, ni el mismo Ángel de la Guarda: —¡ Papacito, papacito.. . ! Un sollozo le cortó la palabra. Pero atrepellando el sollozo, con una voz gutural en que se envolvía el recuerdo horrible y palpitante y el rencor profundo e impotente, añadió: -—¡ Quiero morir contigo antes de que lo sepa mi madre... !
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XXXI VIA CRUCIS LA ORDEN LLEGÓ PRECISA, CONTUNDENTE. Por el tren de aquella noche debían salir todos los prisioneros, encerrados en un furgón. Los tres principales reos varones serían ahorcados en los postes telegráficos de las regiones infestadas de rebeldes... Consuelo, su tía y la madre de Héctor, Carmelita, las demás jóvenes, los seminaristas y los muchachos de la A.C.J.M. no sabían a punto fijo cuál sería su paradero. La salida estaba fijada para las once de la noche. La noticia de que los inocentes prisioneros serían sacados esa noche de la ciudad había cundido por todas partes. La Comisión dirigida secretamente por las Damas Católicas quiso comunicarse con los deportados; pero sus esfuerzos fueron vanos. Tan sólo lograron hacerles llegar algunas cestas con bastimento. Hurgaban algunas muchachas una de las cestas cuando encontraron en ella una cajita de cartón. Abriéronla con curiosidad y vieron que contenía una regular cantidad de hostias pequeñas y un frasquito de vino. —¡ Padre Arce, mire usted lo que nos mandan! Entre los victimados, el hallazgo provocó un gozo indescriptible, mayor que si hubieran tenido noticias de su libertad. Eran ya las diez y cuarto, y no había que perder un minuto. El Padre Arce estaba ya habituado a hacer uso de los privilegios que el Sumo Pontífice Pío XI había concedido a los sacerdotes mejicanos, de celebrar la misa a cualquier hora del día o de la noche, y de reducirla a la forma más breve y más simple que fuera posible. Se buscaron los ornamentos con que el Padre Ga265
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briel había sido aprehendido; pero los ornamentos estaban en una fotografía en que se habían ido a retratar unos soldados vestidos de Curas representando escenas sacrilegas. En un santiamén, las muchachas improvisaron un altar en el rincón de la sala: un cajón de jabones vacío, que no llegaba a un metro de altura, cubierto nada menos que con el vestido de boda de Consuelo. Sobre el cajón, para aumentar la altura, el libróte de las pastas de cuero raído, en donde vibraba el espíritu del Héctor de Hornero, y la infancia del Héctor de Consuelo. Un soldado piadoso aportó un vaso de cristal para cáliz del sacrificio. El Padre Arce, mientras tanto, confesó de pie, como quien conversa, a cada uno de los creyentes... Tocó su turno a Carmelita. ¡Pobre mujer! Hundida, en un momento, en el abismo de un futuro deshonroso. . . El Padre Arce suspiró y terminó diciéndole: —¡ Hija mía, Dios nos lo pide todo. .. ! La hacienda, la vida, el honor. .. todo eso y más debemos dar por su causa... ¡ Animo, hija mía! El coro de las vírgenes te espera... ¡No hay deshonra del cuerpo, cuando ha habido tormento del espíritu. . . ! ¿Tu penitencia?... ¡Ninguna! ¡Eres inocente! Cuando Consuelo se acercó al sacerdote, faltaban ya treinta minutos para las once. .. —¡Padre! —dijo Consuelo—. Yo sólo siento un grande amor a Héctor y una grande ambición de que triunfen sus soldados; que luche como un león, que se vista de gloria como un héroe, que viva como un santo, que muera como un mártir... ¿Es esto pecado? —¡No, hija mía! Al contrario: eso es una gracia de Dios... —Padre, yo me alegro en extremo cuando sé que éstos son derrotados; cuando sé que caen muchos heridos y muchos muertos. .. Yo siento grande gozo cuando los hacen añicos... ¿Es esto pecado? •—¡No hija, mía, no es pecado! No es el odio al prójimo lo que te mueve: es el odio al mal lo que te anima. Moisés cantó un himno cuando Jehová hundió en el Mar Rojo a los egipcios, "como pedazos de plomo en medio de aguas hirvientes..." —Padre. .., algunas veces siento deseos de coger una espada c ir a los palacios de los tiranos y arrancarles el alma con mi propia mano. .. ¿Es esto pecado? •—Judith lo hizo, y la Escritura la alaba. 266
si
—Padre, a veces siento desaliento.. . Me parece que Dios no nos oye... —¡Eso sí es pecado: es desconfianza! —.. .y siento la horrible tentación de decir a Héctor: "Deja esa empresa y huye al extranjero; ahí viviremos tranquilos y felices. .. —¡Eso sí sería pecado gravísimo: sería pasarse a las filas de los enemigos de Cristo... ! Pero, ¿has consentido? —¡No, Padre, no! ¡Nunca! ■—contestó Consuelo sacudiendo la linda cabecita. —Entonces... ¡ tranquila, animosa y. . . adelante! —¿Mi penitencia? —Un Avemaria. Y después de estrechar dulcemente la mano de Consuelo, cuyos ojos, ojos negros y rasgados como manto oriental, se hundían con fulgores de plena comprensión en las abiertas pupilas del joven sacerdote, éste, mal vestido como estaba, llevando aún el pantalón obrero y los zapatos de cuero color claro, se acercó al improvisado altar. Sacó del bolsillo un crucifijo pequeño y lo puso sobre él. Se arrodilló. Todos los fieles hicieron lo mismo. Y el Padre Arce, el hombre de mejor humor del mundo, el que sonreía ante los peligros y se chanceaba en las prisiones, tuvo un momento de perfecta concentración mística. Cogió en sus manos una hostia, inclinó la cabeza y quedó inmóvil. .. Dos lágrimas de fuego rodaron por sus mejillas rubicundas y cayeron sobre la seda nupcial de Consuelo... Los demás prisioneros bebían también sus propias lágrimas. .. El Padre Arce levantó con sus manos temblorosas la Hostia consagrada, después elevó el humilde vaso de vidrio que contenía la sangre de Jesús, consumió en seguida las divinas especies, distribuyó las partículas a los prisioneros, lo mismo que hicieron los primeros sacerdotes en las cárceles de la Roma pagana... Terminada apenas la Comunión, la voz de Consuelo inició el canto del Himno Eucarístico de Méjico... Como aroma de incienso que perfuma y purifica; como canto de amor que deleita y conmueve; como loa de regocijo que transporta y eleva, así resonó por aquel antro, ya bendito, el himno sagrado: 267
¡Hostia! ¡Sol de Amor! tu luz inflama el corazón de Méjico leal. . . el corazón de un pueblo que te ama. . . Un estruendoso aplauso resonó de pronto en la prisión: gritos de alborozo, parabienes y augurios... era el desbordamiento de una alegría hasta entonces contenida. Aquellos prisioneros parecían chicos de vacaciones. Los seminarios cantaban, los jóvenes de la A.C.J.M. reían a carcajadas, las muchachas cruzaban de un extremo a otro recitando versos, el Padre Arce rompía entre el bullicio, con su estrofa predilecta: "Son rico d'onore saró a Salamanca. .." Y Consuelo, asesorada por otras cuantas, trinaba y gorjeaba, en una algarabía ensordecedora. ¡Los soldados de guardia estaban sencillamente azorados! ¡Sólo aquellas gentes sabían reír tan sabroso ! ¡ Qué envidia sentían de aquella alegría de inocencia los taimados perseguidores déspotas!
Poco antes de las once de la noche, a las puertas de la Jefatura, entre una apiñada multitud, se alineaban en doble valla los soldados. Tras las espaldas de éstos se agolpaban ansiosas viejas y curiosos hombres y chiquillos. —¡Ahí van ya.. . ! ¡ Padrecito, bendíganos! ■—clamó de pronto una anciana. Desfilaba, en efecto, el noble cortejo. Caminaba el Padre Arce, garboso y casi altanero, teniendo a su derecha a don Luis, desmayado y descaecido, y a su izquierda a Juanillo, agresivo e inquieto. .. Detrás brillaba, como un ángel del cielo, Consuelo, ataviada ya de nuevo con las sedas de nieve que sabían de amor. Llevaba en sus manos el libro viejo de las pastas raídas, en que el espíritu de Héctor se sentía palpitar. A su vera, como una bella flor marchita, caminaba Carmelita, la hija desventurada del atormentado don Luis. Luego, cual damas de corte, las dos no268
bles señoras: doña Soledad, madre de Héctor, y la tía de Consuelo. .. Y tras ese glorioso núcleo de héroes, como un puñado de gentiles hombres y de ricas hembras, bulliciosas, charlatanas, figuras de muchachas, de seminaristas, de jóvenes de la A.C.J.M. El cortejo nupcial de la princesa Yolanda no superaba a éste en belleza y distinción... Un nuevo aplauso formidable resonó en todo lo largo de la calle, y una lluvia de flores tempranas acarició el pecho y el rostro de cada una de aquellas víctimas sonrientes. . . —¡Vivan nuestros mártires! •—clamó una potente voz varonil. El Padre Arce conmovido y entusiasmado, abrió los brazos e impuso silencio a la multitud. Y agitando un pañuelo que en la mano llevaba, clamó con voz entera, robusta y vibrante: —¡ Viva Cristo Rey... ! ¡ Viva la Virgen de Guadalupe... ! ¡Viva Méjico! Y la tormenta de plausos y aclamaciones se desencadenó. Pero el feliz coronamiento de la espontánea manifestación fue un cántico dulcemente iniciado por Consuelo y Carmelita, canto dulce y devoto, lleno de profundo sentimiento místico y social: "Ven a reinar ¡oh Espíritu de Amor!" Después... un furgón cerrado, tosco relicario de joyas del espíritu; muchos carros blindados; una locomotora que jadeaba. Una noche ,oscura. Un tren militar que parte. . .
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XXXII LOS MACABEOS ¡A QUELLO SÍ ERA VIDA ! ¡Aquello era carne palpitante y espíritu que bullía, iluminando, con espada de fuego, el horizonte sombrío de la patria. .. ! Desde las costas del Pacífico hasta las montañas de Los Altos; desde Chalchihuites hasta Chápala, toda la gente honrada había. enderezado ¡a cerviz, y trocado las lanas del borrego por la melena hirusa del león rampante. El grito formidable de la más santa de las guerras, hacía estremecerse las montañas, coronaba las cimas con antorchas y reventaba de fuego en los barrancos.. . Alrededor de aquella región candente, merodeaban, medrosos y desconfiados, los soldados de Calles, sin poder adelantar un paso, sin poder recortar un palmo, sin poder robar una choza, sin poder asaltar un hogar, ni violar una doncella, ni ahorcar un sacerdote. .. Porque en aquella región cada cristiano era un soldado, cada mujer una avanzada, cada niño un espía, cada peñasco una trinchera, cada cabana un campamento, cada combate un triunfo, cada grito un Te Deum, cada oración un fuego, cada torre una fortaleza, cada sacerdote un Josué, ¡ cada católico.. . un hombre! Por eso, frente a las cuestas heroicas de Los Altos se había estrellado el poder de Calles. Los atropellos, las exacciones, los asesinatos, se cebaban en las regiones indefensas, sobre las mujeres desamparadas, sobre los ancianos inmóviles. Pero ahí donde el rayo de una guerra justa y bendita henchía las frondas y hacía humear las montañas; ahí rompían sus rifles y sus espadas, y se arrancaban con las uñas las charreteras, los mismos guardias presidenciales. 270
Toda la esperanza del país estaba ya puesta, después de Dios, en la pujanza bélica de sus hijos. .. El incendio tenía que cundir. Sólo faltaba un refuerzo financiero, que en aquellos momentos se buscaba entre los ricos del país y del extranjero... Mientras tanto, una era la voz de orden: ¡luchar! Y luchar significaba triunfar. Porque los creyentes que luchaban estaban mirando la mano de Dios y la espada del Arcángel luchando también con ellos y por ellos. El empuje que los católicos, pobremente armados, daban a sus asaltos y emboscadas, era maravilloso. Corrían de boca en boca historias de milagros y prodigios, que animaban a los abnegados "cristeros", y desalentaban a los callistas. Hechos perfectamente comprobados, como fuga de acémilas cargadas de parque, pasándose de los callistas al campo católico. Consejas populares propaladas por los mismos callistas, de que a los "cristeros" no les hacían nada las balas. Una cosa saltaba a la vista: que los Jefes de Operaciones eran a cada momento acusados de ineptitud, removidos, depuestos por el Gobierno de Calles; y que no habían podido hacer rendirse a ningún jefe católico ni con los famosos cañonazos de cincuenta mil pesos.. . Si las misiones financieras ante los ricos que se llamaban católicos no fallaban, el plan de la transformación nacional por medio de la defensa armada sería ejecutado en toda su magnitud, y en cuatro meses la patria sería redimida. . . ¡ Vida y acción... ! ¡Fe y valor. .. ! ¡ Sangre y alma... ! Eso era el flujo y reflujo de aquellas huestes invencibles que luchaban por un ideal con nimbos de gloria y resplandor de cielo; una patria de hermanos, con justicia en sus palacios, luz en sus escuelas, mies en sus graneros, oro en la entraña, paz en los espíritus, y en medio de todo, dulce y magnánima, próvida y generosa la figura divina de Cristo Rey.. . ¡Héctor estaba ahí! Con sus mil hombres de pelo en pecho; con la frente bien alta, con el pulso bien firme, sin un escrúpulo en el alma, sin una sombra en la conciencia. .. ¡ Héctor estaba ahí! Y aquella fuera la época ideal de su vida, si no sintiera en el fondo del corazón la voz de Consuelo que sufría. . . ¡y que lo llamaba! La maravillosa cooperación de todos los católicos había permi271 H19
tido a Héctor estar constantemente informado de lo que en Zacatecas había sucedido a raíz de su boda. Por diversos sistemas, Héctor había sido también prevenido por la Jefatura Central Católica de que Calles preparaba un gran convoy militar con destino a Guadalajara, ciudad en la cual se establecería un activo centro de operaciones para impedir la expansión de los dominios católicos. Con la noticia de la deportación de Consuelo coincidía el mensaje cifrado por el que se comunicaba a Héctor que el dicho convoy estaba para cruzar la región vecina a él, y se le ordenaba capturarlo. Y, en efecto, en un escape de la vía de la estación de Irapuato descansaba, echando rítmicos resoplidos, una gigantesca locomotora, tras de la cual se pegaban como galápagos cinco vagones. Esta longaniza de carros había sido situada lejos del bullicio de la estación, y unos soldados apostados a su alrededor impedían toda aproximación a las gentes. Vanas eran, por supuesto, todas las precauciones del sigilo. En el mismo terreno de la estación ya estaba un agente secreto de la Liga que no dejaba escapar dato ninguno en torno a los carros aquéllos. El convoy no parecía tener importancia ninguna: un carro blindado delante, otro carro blindado atrás, y en medio algunos furgones de carga perfectamente cerrados y sellados con plomos de la Secretaría de Guerra. Eso era todo. Pero aquellos furgones. .. Aquellos furgones estaban perfectamente identificados. Hacía quince días que todos los movimientos de su contenido eran escrupulosamente observados y medidos por los detectives especiales de la Liga. Durante la semana anterior, aquellos carros habían pasado por diversas regiones ocupadas por los católicos; pero la Liga había ordenado no capturarlos sino en Jalisco, donde el parque hacía más falta. Y por eso los carros, tiesos y mudos, permanecían aún bajo la bandera rojinegra del ejército de Calles. A la misma estación de Irapuato llegó el tren en que Consuelo y los suyos venían. Un tumulto de gente humilde invadió los coches, vendiendo leche y enchiladas a los soldados que solían frecuentísimamente, no pagar nada de lo que compraban. El furgón en que estaba Consuelo fue preservado de la multitud. Apenas unas cuaptas mujeres, también del pueblo, con diente
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de oro y pelo cortado, osaron acercarse a bromear y chacotear con sus "viejos" los oficiales. Una vendedora de leche se escurrió entre ellas a servirle un "jarrito" a Consuelo. Al servírselo, se identificó perfectamente ante la esposa de Héctor como emisaria del agente local de la Liga. Y disimulando magistralmente la reserva, comunicó a Consuelo oficialmente lo siguiente: Que una parte de los prisioneros iba a ser conducida hasta Méjico. Que a ella, juntamente con Carmelita, las dos damas y los tres señores, los iban a pasar al tren que esperaba en un escape de la vía. Que aquel convoy encerraba todo un tesoro: los furgones estaban repletos de municiones destinadas a reforzar la guarnición callista de Guadalajara para aniquilar a los católicos. Que en ese mismo tren iba a Guadalajara una comisión de ricos que estaba ayudando al Gobierno. Que a don Luis, al Padre Arce y a Juanillo los iban a dejar colgados en los postes del camino. Que los callistas tenían temor de que el botín les fuera quitado por los católicos, y por eso llevaban a Consuelo y a las damas, para enternecer a los católicos. Que la Liga había, en efecto, ordenado a Héctor apoderarse de aquel convoy esa misma noche. Que Héctor sabía todo, y en qué condiciones iba Consuelo. La lechera comunicó también a Consuelo, en tono más conmovido y más confidencial, que la Liga temía que, informado como Héctor estaba de que ellas iban en ese tren, el temor de sacrificar esas vidas queridísimas disminuyera la energía del golpe que Héctor tenía que dar. Esto último fue lo que especialmente preocupó a Consuelo. Sabía que Héctor, a pesar de su amor hacia ella, tenía conciencia de su alta misión, y no estaría dispuesto a omitir ni el sacrificio de su luna de miel. Sabía también que Héctor la conocía a ella y que Consuelo prefería al Héctor que deja la esposa por la patria, mejor que al Héctor que dejara la patria por la esposa. —¡Este es mi papel! —dijo Consuelo a la lechera—. Yo le diré a Héctor que ataque con toda su fuerza, sin ningunas contemplaciones para conmigo. Muchas mujeres hay en Méjico; pero no hay más que un Méjico en el mundo. —Pero el Padre y los demás. . . —Si para robustecer las fuerzas católicas es menester que perezcamos, pereceremos. Ellos y Carmela y yo; todos tenemos un 273
solo pensamiento. . . Sin embargo ■—agregó después de un momento de reflexión—, algo más podemos hacer... ¡ espéreme por aquí... ! No se vaya muy lejos. Consuelo se acercó a Carmelita, que dormía sentada en un rincón, y habló con ella. —¡Encantada de la vida y de la muerte! ■—respondió Carmelita. Luego habló Consuelo con el Padre Arce, con don Luis, con doña Soledad, con su tía y con Juanillo. —¡ Sí, duro... ! ¡ Sin miramientos, caiga quien cayere! ■—fue la respuesta del Padre Arce. Pulsada ya la opinión, arrancó Consuelo un papel amarillento que estaba adherido a una pared del carro, y con un cabito de lápiz, a la luz de un medroso mechero de vendimia, escribió unas palabras. Terminadas, se asomó a la puerta del furgón, e imitando la cadencia de la gente del Bajío, que canta cuando habla: —¡Señora! —dijo, ¿qué ya no trae más leche? —¡Sí, niña; cómo no! ¿Le sirvo a usted otro jarrito? Y la misma lechera se acercó, sirvió otro poco de leche y recogió el papel. Pero se detuvo un momento, atisbo si había cerca alguien sospechoso que la pudiese escuchar y dirigiéndose a Consuelo, dijo: —¿No me conoces? —¡Corno! ¿Eres tú, Cuca? ¿Cómo es cierto? —Ya sabes, linda, cuánto te he querido, y he pedido que me enviaran a darte estos avisos. Y en el acto, temiendo ser oída, se marchó la lechera, ofre ciendo a gritos su mercancía. Cuca había sido condiscípula de Consuelo. De buena familia venida a menos por obra del agrarismo, joven, inteligente y activa, habíase consagrado a la enseñanza en un plantel oficial, para ganarse la vida y sostener a sus padres; conservaba como oro en paño su fe y no temía proclamarla siempre que las circunstancias lo hacían necesario. Tuvo que abandonar su puesto, porque el sectarismo oficial la obligó a ello, precisamente en el momento en que el conflicto se desencadenaba con mayor furia. Vivía en Guadalajara por aquellos días y se afilió a las famosas y heroicas Brigadas Feme274
ninas Santa Juana de Arco, institución destinada a proporcionar auxilios de todo género a los "cristeros". A todo se resolvían aquellas intrépidas damas, y los esfuerzos que dentro y fuera de esa institución hicieron las mujeres católicas para proporcionar, mediante sacrificios inauditos, armas, parque, medicinas y ropa a los combatientes, deberán pasar a la historia como un brillante timbre de gloria para la mujer mejicana y como un ejemplo ilustre que las mujeres católicas en todas partes del mundo habrán de seguir, si quieren salvar los intereses de la civilización. Cuca no se dejaba aventajar de ninguna de sus compañeras, y había adquirido especial habilidad para disfrazarse e imitar el tono y la voz de las gentes del pueblo en las regiones del Bajío. Gomo Cuca había dicho, así sucedió. Consuelo y su tía, don Luis y Carmelita, el Padre Gabriel Arce, doña Soledad y Juanillo, fueron bajados del furgón y colocados en el andén, en medio de un cordón de soldados. Un fotógrafo del New York Herald quiso tomar una fotografía de los prisioneros; pero no se le permitió. Entre las sombras de la noche, rodeada de soldados y de amigas, brillaba como un lampo de nieve la figura de Consuelo. El tren que la había traído, partió. En él continuaban su viaje los seminaristas, los muchachos y las demás jóvenes. . . —¡Adiós, Consuelito.. . ! ¡Viva Cristo Rey. .. ! ■—fueron los últimos saludos que se cruzaron entre el resoplido de pistones sudoiosos y el chirrido de hierros enmohecidos. Ido el tren, una atmósfera de pavoroso silencio y de amenazante soledad los envolvió. Las gentes todas se habían dispersado. Sólo los prisioneros de Zacatecas quedaban custodiados por una escolta. Recibieron, por fin, la orden de marchar. Tropezando con piedras y durmientes, saltando rieles y más rieles, tomaron la dirección del escape de la vía, y a paso menudo, para no deslizar el pie fuera de los durmientes, se acercaron al lugar en que el otro convoy fatídico y glorioso los esperaba. Iluminaba su camino la farola sucia de una enorme locomotora que resoplaba con cruel indiferencia.. . Subieron en un viejo carro Pullman, de los que el Gobierno aprovechaba por razón de economías en el ramo de ferrocarriles. Y las siete víctimas fueron encerradas en el reservado, desprovisto ya de asientos y banquetas, sin más luz que las de las brujas que cruzaran por el viento... 275
Todos permanecieron silenciosos en el nuevo carro del calabozo. Sólo el Padre Gabriel tuvo humor para decir: ■—¡ Cuarta estación! ¡ En donde los siervos de Dios cambiaron de carro por obra y gracia de don Plutarco Elias Calles! Esto reanimó el espíritu en el grupo. Una fuerte sacudida les anunció que el carro era enganchado. Otra sacudida les indicó que el nuevo convoy emprendía la marcha. Ellos entonces se pusieron a rezar el Rosario, resueltos a sufrir lo que Dios dispusiera... Eran las nueve de la noche.
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XXXIII SOL DE MEDIA NOCHE Los DATOS QUE POR su parte Héctor había recibido, no fallaron en lo más mínimo. Sentado sobre un tronco de árbol a la puerta de una cabana, clavaba el caudillo sus ojos atentos en un pequeño plano de la región, en que aparecían las ordinarias señales geográficas retocadas por líneas color rojo. Al lado de Héctor estaba Luisillo el telegrafista, acurrucado en una piedra con una máquina de escribir empotrada en el asiento de una silla. A unos cuantos pasos, don Tomás Anzures y otros buenos rancheros, se chupaban sabrosamente ricos cigarros de hoja. En las chozas vecinas se oían voces de mujeres que cantaban, ruidos de pequeñas máquinas de coser, chirridos de manteca en las cocinas y tortilleo de manos que preparaban el pan de maíz. .. Héctor, sin levantar los ojos del plano, señalando con un lápiz los diversos puntos, decía entre dientes: ■—¡ A las nueve, de Irapuato... ! ¡ Por allí, a las diez.. . ! ¡ Por aquí, a la una y media! ¡A las tres en el Jaral! Ahí esperan el golpe... ¡Entonces, aquí! ¡Donde no se lo imaginan, y a contratiempo ! Sacó Héctor el reloj, miró la hora, y siguió diciendo: —Son las cinco. A las ocho nos movemos... Marchas forzadas. ¡En cuatro horas! ¡M agnífico, en e! nombre de Dios!... ¡ Luisillo! -—¡Qué hubo! —contestó éste al punto. —Mira: mete un informe a la Secretaría de Guerra de Galles, de que nosotros vamos rumbo a Las Peñas, huyendo...
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El muchacho se puso a escribir en su máquina el mensaje, lo presentó a Héctor y luego lo mandó con un rancherito para hacerlo llegar por los debidos conductos. —Ahora, a las ocho —prosiguió Héctor—, mandas otro por conducto de la prensa de la capital.. . Que nosotros, por temor a las fuerzas destacadas de Colima, hemos huido hacia el Norte.. . ¡Don Tomás! —Usted mande, señor compadre —contestó éste. —¿Ya sabe que ahí vienen Juanillo y el Padre Gabrielito? —Pos Dios lo haga, don Héctor. —Y viene mi mujer y mi madre y otros amigos que tengo. . . Los metieron estos malditos en ese tren que les tenemos que tumbar... —Pos quedrán que nos partamos el corazón pa podernos hacer de parque. . . —¿Y usted qué dice, don Tomás? ¿Cómo le hacemos? —Pues. . . como usted ordene, don Héctor. —Les pegamos recio, aunque. . . —¿Aunque nos quedemos solos en el mundo? ■—completó don Tomás Anzures, sorbiéndose una lágrima. . .—. Pues yo creo, don Héctor, que Dios es lo primero, y que les dé su gloria y a nosotros nos bendiga. . . —Los callistas nos la han puesto dura. Para cogerles el parque tendremos que sacrificar a los nuestros... ¡Mi madre, mi esposa! —Oiga, don Héctor: por mi hijo no se apure. Está bien que le duela a uno el corazón; pero también a nuestro padre Abraham le dolía llevar a su hijo al sacrificio y no se anduvo con corcóveos. . . ¡ Ni se nos vaya a pandear usted, don Héctor, porque entonces se descompone el negocio! —¡No hay cuidado, don Tomás! A mí no se me atraviesa el corazón cuando hay que meter canilla... ¡Es cosa resuelta! Pegaremos y ¡ pegaremos macizo! ¿ Y a ellas... ? —Dios que las salve —añadió don Tomás—. Nosotros no estamos guerreando por nosotros solos, sino por todos nuestros prójimos. . . Mire, don Héctor, cuántos millones de esposas y de madres necesitan que nosotros nos hagamos con pertrechos. . . Y adentro del tren sólo va una esposa y una madre. La esposa de usted, su madre, es cierto; pero usté ya no es usté. Usté es ahora el defensor, el jefe, el soldado que lucha por la patria, el cristiano que combate 278
por su fe. .. Yo creo, don Héctor, que la señora Consuelito y mi comadre, doña Soledad, sentirían vergüenza de esa compasión que a usté le está entrando... ¡ Pecho al agua, don Héctor! ¡ Que nos arrastren también a nosotros, pero que no haya rajada... ! —¡No la hay, ni la habrá! —respondió, altivo, Héctor—. Dios nos bendiga. Por lo pronto, don Tomás, éstas son las órdenes; aliste a su gente. A las ocho de la noche salimos. Sin que la tierra sienta nuestros pasos. A juntarnos a las doce de la noche en el llano del Jaral. Eso es todo. Y ahora, a rezar el rosario para que la Virgen Santísima nos proteja. —¿El santo y seña? •—Parque. Mucho parque. Y como se dijo, se hizo. A las ocho de la noche, por montes y cañadas se movilizaban hasta ochocientos católicos armados, comandados por diversos jefes, todos identificados con Héctor en quien miraban el vigor del espíritu y la clara inteligencia de un luchador invencible. . .
Penosa era la marcha. El reflejo remoto de las primeras estrellas apenas disipaba las tinieblas. Un vientecillo frío y tenaz hacía a los duros libertadores estremecerse sobre sus caballos. Héctor, sin abrigo ninguno, jineteaba su rico potro, al frente de doscientos muchachos. A su lado, Luisillo y dos antiguos Jóvenes de la A.G.J.M., custodiaban la carga misteriosa que llevaban dos muías incansables. . . Callado y pensativo caminaba Héctor. En su pecho de soldado, se rebullía, rebelde e indómito, su corazón de amante. Un soldado que mata a quienes ama: en esa forma se describía a sí mismo. Su pesadumbre interior no se aliviaba con la teórica consolación de su conciencia. ¡ Pasar sobre el cadáver de su esposa y de su madre, y salvar a su país: sí! Eso lo concedía Héctor. Héctor lo acataba. Pero lo que Héctor no aceptaba era el ser él mismo quien matara a Consuelo y a Soledad. . . Y era necesario que él mismo las matara. . . Porque si él no lo hacía, nadie más podría hacerlo, y el botín se perdería, y ellos quedarían desarmados y la guarnición de Guadalajara sería perfectamente pertrechada. Y entonces los callistas sí que no tendrían miramientos ni escrúpulos para matarlo a él, y a Consuelo, 279
y a su madre, y al Padre Gabriel y a don Tomás Anzures, y a todos, en fin, los que anhelaban las glorias del país. . . —¡ Madre, perdóname! ... ¡ Consuelo, nunca te amé tanto como esta noche en que he de matarte! ... ■—tal rugió el alma acongojada de Héctor. Porque era evidente. Los prisioneros tendrían que sucumbir. O perecían en la catástrofe o los mataban los callistas.. . No era remoto el verlos mañana balancearse, colgados de los postes telegráficos, entre tantos otros que se veían aún en el camino de Guadalajara. Muda y lóbrega noche inverniza se tendía sobre el páramo escueto. Silbaba el viento lúgubre, cortado por los hilos del telégrafo que acompañaban en toda su carrera a los rieles de la vía. Lejos, muy lejos, las sombras más intensas sugerían la existencia de montículos que custodiaban las entradas del horizonte. Sobre la removida tierra se quedaban, con ruido seco y cascado, los cabos de maíz que habían cedido a los callistas su caña y su panoja. El fulgor intermitente de un relámpago lejanísimo exponía aquí y ahí la figura horrenda de los cadáveres secos, tiesos, escurridos, de muchas víctimas de Galles, pendientes de los postes del telégrafo... ¡Todo es soledad! ¡Todo es silencio! Pavor, temblor, hijos espontáneos de pronósticos terribles. Palpando las tinieblas con la mano inquieta, hundiendo la bota de recio tacón y alto tubo en los terrones duros, quebrando los residuos de las cañas secas que se asomaban, tímidas, entre la gleba, va Héctor, lo mismo que un fantasma, seguido de Luisillo y de otros dos hombres que tiran del ronzal de una muía cargada. No fuman, no hablan. Al fin, en voz baja, rompen el silencio con estas palabras: —¡Ellos creen que los esperamos a veinte leguas de aquí! —¡ Sí; donde les hemos pegado otras veces! —Aquí, ni lo sueñan. No se imaginan que vengamos tan lejos para atacarlos en campo abierto. El fantástico grupo sigue caminando. Ha llegado ya a los rieles de la vía. Héctor se tiende en el suelo y escruta el plano del terraplén. —¡Aquí está la línea exacta! —dice—. Sigúela, Luisillo. A diez metros de la vía se destaca un maguey, a veinte o treinta se levanta un peñasco. Sus siluetas, recortándose con perfi280
les bravios entre la masa negra de la noche, marcan la línea recta señalada por Héctor. Luisillo la sigue, despacio, dejando caer al suelo algo que lleva en las manos. Los otros dos hombres se han puesto a cavar la tierra en el sitió en que Héctor yacía., en medio de la vía, debajo de los rieles. La excavación penetra, tortuosa y estrecha, en cinco o seis puntos diversos, bajo el puñetazo del héroe. Terminada la múltiple excavación, los hombres se acercan a la muía y la descargan. Son unos cilindros metálicos, pesados, quizá delicados, a juzgar por la precaución y dificultad con que son transportados. Cada cilindro es apretado en los hoyos, sobre un lecho de granito y oprimido por la trabazón de la vía. Héctor vuelve a tenderse en el suelo y examina escrupulosamente el sitio en que cada cilindro ha quedado. Luisillo se acerca entonces y mueve algunos tornillos de los que conecta unos alambres. Héctor vuelve a revisar los hilos y las conexiones. —Está bien ■—dice, al fin. Y los hombres, después de afianzar los cilindros con guijarros de granito, recubren de tierra apisonada las oquedades. Arrastrándose por el suelo, los hombres revisan los alambres que llegan hasta el peñasco escueto, áspero y más negro que la noche misma. Luisillo vuelve a poner tornillos y conexiones. Héctor vuelve a revisar y aprobar. Cada punto de la armadura recibe la presión de los dedos examinadores de Héctor. Ahí queda, por fin, medio enclavada en el suelo, una columnilla de hierro de cuyo centro se levanta un grueso émbolo terminado en tosca perilla de madera. —Son las doce y media. Tenemos todavía una hora •—dice Héctor. •—¡Caramba, le hemos puesto buena carga! •—añade Luisillo. —Muchachos —dice Héctor—. Cuiden ustedes la palanca. Que nadie se acerque. Usted, don Tomás, véngase conmigo: vamos a recorrer el campo. Acercóse don Tomás Anzures a Héctor y ambos se retiraron de la vía. Caminaban despacio, silenciosos. A un medio kilómetro alguien les dijo: —¿Quién vive? —¡Cristo Rey! —contestó Héctor. —¡ Santo y seña! 281
—"Mucho parque"... ¿Qué, no me conoces, hombre? —¡Ah, mi jefe! ¿Cómo va el negocio? —¡Magnífico! Ya verás qué pertrechadota nos damos. —¡Dios lo haga, mi jefe! Pues ya ve, nomás parque nos falta. Porque hombres y asaduras... hasta pa'tirar pa'rriba... Siguió Héctor recorriendo a la vera de don Tomás el enorme óvalo formado entre las sombras por sus tropas, alrededor del punto de las excavaciones. Aquellos ochocientos hombres repartidos a los lados de la vía parecían no respirar: tal era el sigilo con que se mantenían sentados o tendidos entre los surcos áridos de la llanura. Después de pulsar el ánimo de las tropas católicas, todas aguerridas, todas enteras, volvieron Héctor y don Tomás al centro de la elipse partida en dos por la vía del ferrocarril. —¿Sabe usted, don Tomás cuántas arrobas de dinamita hemos puesto? —preguntó Héctor. —Pues, don Héctor, deben ser muchas para que levanten una locomotora de las grandes. •—¿Y sabe usted a qué velocidad pasa el tren por estos campos? —Pues yo sé que por estos rumbos se lo llevan sin zumba. —¡Ochenta kilómetros por hora! —¡Achi! Es mucho. Entonces... quedará hecho polvo. —Es lo más probable. Bueno, el parque no se hace nada; pero... ¡ ellas! —¡Vuelva, don Héctor! ¿Voy a que a usté no le pusieron sal en la lengua cuando lo bautizaron? ¡ Yo también tengo un hijo que va a quedar hecho ceniza y no me destiemplo. . . ! Y al decir esto, don Tomás, amparado por la tiniebla, se pasaba la mano callosa por las pestañas. —Yo lo admiro, don Tomás. Pero tal vez el día de su boda estaría usted menos reseco que ahora. .. ¿Usted conoce a Consuelo? —Pues no la he visto todavía, don Héctor; pero al ser del gusto de usted me la imagino arrepolladita y tierna como una princesa, alta y espigada como un junco, guapa y hechicera como un San Miguelito. .. ¡Buena para santa, don Héctor! Buena para ángel del cielo. Pa que mañana usted y yo, y todas las tropas la veneremos en los altares, diciendo: Santa Consuelo, Mártir de Cristo Rey, ruega por nosotros. .. ¿Qué le parece, don Héctor? 282
—¡ Ah, don Tomás! Yo no creía que en esta guerra hubiera trances tan duros. El no comer, el no dormir, el traer la vida colgada de un hilo, el quedar tirado entre la breña con la herida chorreando sangre, eso no es nada, don Tomás. Para eso todos hemos tenido valor. .. ¡ Pero el tener que asesinar a una madre y a una esposa... ! —¡No se le aflojen las copandas, don Héctor! Dios lo quiere; con eso basta. Y si El quiere las resucita de entre los escombros humeantes. Héctor no respondió. La noche, negra como boca de lobo, le permitió entregarse a sus anchas en brazos de aquella angustia inefable. . . —Ultimadamente, don Héctor —clamó Anzures—. ¡ Si usté se raja, tumbamos el tren nosotros! —¡Si, don Tomás! Se lo ruego. Por Dios, por mi madre... ¡por ella! Si yo me rajo. . . ¡tumben el tren ustedes! ¡Y fusílenme a mí por cobarde; porque no soy digno de llamarme soldado de Cristo. . . ! Dijo Héctor, y no habló más. Un ruido de sollozo mal contenido llegó a los oídos de don Tomás. Era Héctor que lloraba al filo de la media noche, rodeado de sombras y de amigos, rebosante de penas y de gloria. .. Un silbido agudo turbó entonces el silencio solemne. Héctor y don Tomás restregaron sus ojos húmedos y prestaron atento oído. El silbido resonó de nuevo, mecido plácidamente por el fresco vientecillo. . . —Nos buscan —dijo Héctor. Don Tomás entonces, como respuesta, imitó el grito del coyote. Un rato más tarde, el silbido se escuchó más suave y más cerca. Don Tomás volvió a contestar. Y cuando el ruido de las cañas secas denunció la proximidad de alguien, don Tomás dijo en voz baja: ■—¿Cristo Rey? —"Mucho parque" ■—contestó el desconocido. —¿Qué traes? ■—preguntó Héctor. —Mensajes que llegaron al campamento. Entregó el enviado a Héctor los papeles. —Hagan casita y prendan un cigarro. Se desplegaron las frazadas, y en medio de ellas prendió don 283
Tomás un cigarro grueso. Héctor abrió uno de los pliegos. Don Tomás chupó fuerte, y a la luz de la triste cachimba leyó Héctor el mensaje. —¡Está cifrado! ... ¡Luisillo, la clave! —¿La nuestra? -¡Sí! Héctor leía no sabemos qué cosas. Luisillo escribía. El lector comprenderá que no es discreto ser realista en este punto. Al fin: —¡Es de ella! —gritó Luisillo sin poder contenerse. •—Da acá ■—dijo Héctor arrebatándole la versión. * ¡Era de ella! Era el grito de la mujer hermosa que impera y avasalla; era el verbo candente de la mujer virtuosa que enardece y anima. El alma entera de Consuelo estaba ahí, vibrando como un lampo de luz. Su mano de princesa la había pirografiado en un papel amarillento en un furgón de Irapuato, la había hecho cruzar, mediante un eficacísimo sistema de comunicaciones, como un meteoro, montañas y extensas planicies, hasta hacerla llegar a media noche, a iluminar aquel campo negro, animar aquel páramo, incendiar aquellas manos de caudillo que temblaban, a quemar aquellas pupilas que le devoraban y a transformar en hoguera el alma de Héctor, que comenzaba a apagarse con un torrente de lágrimas interiores. .. ¡El alma de Consuelo estaba ahí! "Héctor: Si vacilas no te amo; si me quieres, pega con alma. Tuya,
CONSUELO".
—¡Consuelo!... ¡Mi virgen! ¡Mi esposa! ¡ Mi „ capitana! . . . ¡Tú sí eres valiente! ¡Tú sí eres cristiana! ¡Cristo Rey te corone, porque eres tú la que combates y la que triunfas en esta noche memorable... ! Tal habló el espíritu de Héctor, mientras sus labios, temblorosos, leían y releían el mensaje palpitante. —¡Adelante, mis amigos! Que esta noche nos socorre Dios. Corrió por toda la línea de católicos armados una corriente de júbilo, una nueva inyección de valor. 284
Héctor tenía informes detallados del paso, carro, viajeros y objetivo del esperado convoy. Entre los mensajes interceptados había uno dirigido al Jefe de las Armas en Guadalajara. Decía así: "Prisioneros Zacatecas van carro añadido tren militar. Tres hombres serán colgados pasado cañón X. .. ; mujeres seguirán calidad rehenes. Mismo tren viajan capitalistas roíanos. Prepare manifestaciones honor suyo, bailes, banquetes, champaña buena. Aprovisionamiento nuestras fuerzas será inmejorable. Una semana bastará limpiar región entera de fanáticos. Firmado, SÁNCHEZ". —Conque vienen en el último carro —dijo reflexivamente don Tomás Anzures. —Sí —dice Héctor—. Menos peligro, con tal que no los mate el choque. —Don Héctor —agrega el viejo ranchero cogiendo a Héctor de una manga—, dejeme darme una escapadita con veinte de los míos. .. A mí se me hace que esta noche nos bendice Dios. Usted nomás nos encomienda a. la Virgen Santísima de Guadalupe. . . Y ataque entonces con todas sus ganas. Yo le aseguro, por ese Dios que está en los cielos, que si yo estoy con vida para esa hora, no les pasará ya nada a esas prendas de nuestro corazón. . . ¿Cuánto falta para el golpe? Menos de media hora. —Pues entonces... ¡ nos vimos, don Héctor! Ni un minuto que perder. .. Y el bravo don Tomás echó a correr como un gamo, dando saltos entre los surcos resecos. Héctor comprendió al punto que aquel hombre preparaba una gesta de epopeya. —Dios lo acompañe y lo bendiga, don Tomás. Le juro que seré valiente. Héctor llamó a Luisillo. —Vamos a rezar el Rosario —le dijo—. La noche es fría y este temblorcillo parece miedo. "Señor mío Jesucristo..." 285
A la línea de su gente llegaba mientras tanto don Tomás. Llamó al punto a su hijo el mayor y a veinte de sus hombres. ■—Vamos a liberar a Juan, tu hermano, que viene prisionero. Del pie de un cerro cercano trajeron sus dos caballos favoritos "Viborilla" y "Venadito". —¡No los ensilles; están mejor en pelo! Don Tomás y su hijo se echaron el fusil a la espalda, se revisaron el cinto. La pistola estaba ahí. De un brinco se encajaron en los sendos caballos, que se estremecieron contentos y vivarachos. Y seguidos del puñado escogido de sus hombres, unos minutos después corrían en medio de las sombras a lo largo de la vía.. . Quince minutos duró la carrera. —¡Alto! —gritó don Tomás a sus hombres—. Ábranse lejos y no se junten aquí hasta que pase el tren... Tengan nuestras carabinas, que nos estorban. El viejo y el largo mozallón siguieron corriendo como diablos. —¡Pélate, hijo; que no llegamos! Breve, pero veloz fue la nueva carrera. —Aquí está bueno, hijo. Santigúate y reza un Credo... El negocio es éste: nos le pegamos al tren y desenganchamos el último carro, pa'que los malditos se estrellen solos. ¡ Ándale! Tú por aquel lado y yo por este otro. Que no nos vayan a ver con la luz de la máquina. Escóndete tras del peñasco; yo me escondo tras este árbol... ¡Listo, hijo! Santigúate y reza un Credo: no se te olvide. A los lados de la vía, los dos hombres se bajaron de sus caballos y comenzaron a acariciarlos y alisarlos. Los animales jadeaban, haciendo retemblar sus finos remos. .. Una suavísima claridad mitigaba ya un tanto la negrura de las sombras, los peñascos y los árboles esfumaban sus perfiles, como masas informes de fantasmas vaporosos. Una saeta de luz vivísima horadó de pronto todo el espesor de las tinieblas. —¡Se vino! ¡Dios nos asista! —clamó don Tomás—. ¡Ábrete hijo! Ambos brincaron sobre sus caballos, y se escondieron tras los lugares escogidos. Un ruido remoto y sordo turbó el silencio de aquella media noche lóbrega. Era un ruido de rodaje y de resuellos de gigantes; 286
era un batir de jadeos de monstruos y de émbolos enérgicos como músculos de cíclope; eran rechinidos de herraje, sacundimientos y crepitaciones de maderamen, todo confuso, envuelto en misterio, que crecía y suavizábase, se perdía y volvía a resonar, al vaivén de la brisa de la hora... Nadie podría describir el ansia y la zozobra con que los héroes de la sombra escuchaban aquel ruido de catarata lejana y miraban de hito en hito, con una partícula de la pupila asomada entre las costas del abstáculo, aquella luz que crecía, vibrante, centelleante, persistente... De pronto, como un relámpago, el fulgor golpeó con un brochazo de luz el árbol y el peñasco que cubría a los atrevidos. Y tras la lumbre fugaz de la farola, envuelto en sombras mil veces más oscuras que las de la noche, pasó el monstruo negro y ventrudo, sudoroso y estruendoso, echando chispas por las ruedas y fuego por los caños, haciendo retemblar la tierra hasta los ejes, y arrastrando en vertiginosa carrera los furgones negros y cuadrados como ataúdes formidables. Bajo la ruda caricia de la luz fugitiva, "Viborilla" y "Venadito" sintieron que un apretón de ijares les ponía alas en las patas, y corrieron, volaron, como nunca habían corrido ni volado en su vida... Don Tomás, sobre el lomo del fiero potro, como un centauro encarnizado, se acercó a la vera del tren que huía como demonio. Su olfato de campero clasificó velozmente cada uno de los carros: el ténder, las góndolas, un carro blindado, los furgones, todos aventajándole a pesar de su inverosímil carrera. —¡ Ahora! El soberbio jinete, con puño de hierro agarró el pasamano del carro que a la sazón le alcanzaba, soltó las riendas a "Viborilla", abrió las piernas y se perdió entre las sombras del carro vetusto que seguía rechinante la vertiginosa fuga. Un rato quedó don Tomás tieso como estatua sobre las gradas del coche abordado. Se palpó su propio cuerpo para cerciorarse de que estaba vivo. Entonces, en voz muy baja preguntó: -—¿Subites? Nadie le respondió. —¡Alabado sea el Santísimo! —dijo el pobre viejo suspirando. Palpó las tablas y las paredes del carro para identificarlo. Estaba bien. Era el carro último. Lo reconocía por la linternilla roja de la plataforma. —A la obra, pues ■—se dijo. 287 H20
Y agarrándose a la barandilla, se colgó hacia abajo como un acróbata, en medio de la trepidación del movimiento, buscó a tientas y encontró la cadena, las masas de conexión, los pernos gruesos como puños. Con un vigoroso esfuerzo entonces, tiró de la cabeza del perno y de una cuchillada trozó el neumático del aire comprimido. La hazaña estaba consumada. Echó entonces el freno, y el carro comenzó a retardar la carrera. ¡ Las víctimas estaban liberadas! ■—¡ Padre! ■—oyó entonces que le llamaban. —¿Eres tú, hijo? Yo te hacía boca arriba en la vía. ■—Ya poco me quedaba. Me agarré muy atrás. Ya me andaba: ahí estaban dos soldados dormidos. —¿Y qué hiciste? •—Les quité los rifles y los eché pa'bajo; van a despertar en el infierno. —Pues... qué vamos a hacer —lamentando, en medio de su regocijo por la escaramuza de su hijo, la suerte de aquellos pobrecillos. Trémulo de emoción, el glorioso ranchero entró al carro, tentaleando las puertas y los pasillos. Llegó a la puerta del reservado, en que los militares callistas suelen depositar a los prisioneros. El carro estaba envuelto en tinieblas perfectas. Al extender el brazo para orientarse, don Tomás tocó un brazo flaco y descarnado forrado en paño de lo fino, un puño tieso con mancuernillas muy arriscadas, y una mano con reloj de pulsera y con anillos, cogida a la perilla de la puerta exterior del reservado. —¿Quiubo, amigo? —preguntó don Tomás en voz baja. El aludido creyó habérselas con el oficial de guardia, y le respondió descaradamente: —¡Aquí está la muchachona! Si no ahora... ¿cuándo? —¿Qué muchachona? —preguntó don Tomás sintiendo la voz turbada por una oleada de rabia. —Pues la famosa Consuelo, la mujer del cabecilla. Esto le bastó al viejo ranchero. Calculó en la oscuridad dónde tenía aquel sátiro la cabeza y le asestó un soberbio bofetón en los hocicos, haciéndole rodar por el piso. —¡ Mi capitán, perdóneme! Se la dejo —gruñó todavía el pigmeo. 288
—¿Quién eres, desgraciado? —preguntó con fiereza don Tomás. ■—Soy su amigo, José Soberón, el que le di las copas en Irapuato. —¡Bótate de aquí! ¡Arrástrate hasta el fondo del carro, pedazo de alimaña, si no quieres que te masque las entrañas ■—gritó don Tomás, al tiempo que abriendo el calabozo del reservado gritó con toda su alma: —¡Doña Consuelito! ¡Padre Gabrielito! ¡Juan, hijo mío! ¡Arriba todos! ¡Dios está con nosotros! Ante aquel extraño saludo, en una noche de horribles insomnios, el Padre Gabriel, desde el suelo, preguntó: —¡ Quién vive! —¡ Viva Cristo Rey! —Contestó con voz vibrante el feroz Anzures. —¡Padre, padre! —gritó Juanillo incorporándose como un lobezno. Consuelo, Carmelita, don Luis, las otras damas se restregaban los ojos creyendo soñar. En el fondo del carro, Soberón, acorralado en medio de los otros capitalistas medio borrachos, tampoco se daba cuenta exacta de la realidad. El grito, sí, de don Tomás les sacó de dudas. Comprendieron que los malditos católicos no se habían dormido. El enemigo estaba ahí. Sacaron sus pistolas y dispararon a ciegas sobre Anzures y sus amigos. —¡Guardias!... ¡Que vengan los guardias! —clamó en un último gesto de pánico el collón Pepe Soberón. Pero los guardias ya no lo oían. Sus cráneos vacíos estaban despedazados contra los rieles... Don Tomás, en tanto, y su hijo, disparaban sus pistolas cada vez que un punto era precisado. Allá, mientras, en el reservado, los seis prisioneros se apretujaban horrorizados. Consuelo, instintivamente, levantó el viejo libróte de las pastas de cuero sobre el cual apoyaba la linda cabecita, y cubrió con él su pecho... —No se levante nadie —gritó el Padre Gabriel, al tiempo que una rociada de balas se incrustaba sobre el tablero cercano. En el carro la lucha continuaba. Era un combate de fantasmas y de vestiglos. Nadie sabía quién tiraba, ni contra quién tiraba, ni a dónde tiraba. Los prisioneros, sorprendidos, ponían en 289
sus labios la plegaria torpe e incoherente; los callistas, desesperados, ponían en la suya la blasfemia tronante y certera. El instante infernal crispaba los nervios de todos, cuando de pronto, entre el silbar de las balas y el barbotar de los callistas, un golpe de viento huracanado colóse por ventanas y pasillos, como un torbellino de demonios, y el carro entero se sacudió, como si el puño de un cíclope lo hubiera precipitado contra las rocas; prisioneros y combatientes sintieron que una fuerza incontenible las sacudía como trapos por unos segundos, al tiempo que un estampido formidable les rasgaba los tímpanos con toda la brusquedad de una bofetada de monstruo. .. Allá, en medio del páramo escueto, a dos Kilómetros de distancia, una columna de fuego y humo vomitada, al parecer, del fondo de la tierra, iluminaba el espectáculo soberbio de la locomotora gigantesca que, lo mismo que un rollizo paquidermo antediluviano, se enderezaba rabiosa sobre sus patas anteriores, regando un torrente de brasas espumosas, se mantenía un instante en el aire y caía, como búfalo herido, pesadamente hacia un lado, chillando y humeando por todos los poros, crepitando y rugiendo por todas sus válvulas.. . ¡Héctor estaba ahí!, ¡mandó al monstruo detenerse!, y el monstruo, domeñado, agonizaba impotente bajo el cruce de las maderas y los hierros de la máquina. Con el pulso bien firme, con la frente bien alta, se mantenía el caudillo, con la mano puesta sobre la perilla con que había hecho estallar el volcán en el instante preciso y matemáticamente exacto del paso de la máquina. Aturdidos, descalabrados, contusos, heridos, quebrados, quedaban los infelices soldados de Calles que dormían a pierna suelta en las plataformas y en los techos de los vagones. Los pocos que se rehicieron saltaron a tierra con agilidad de tigres, y tendidos bajo las ruedas desgajadas, pretendieron defender hasta el último instante el botín fabuloso que les era arrebatado. Era ya tarde. El aluvión de católicos los rodeaba por todas partes, acorralándolos sin piedad, hasta hacerles romper sus carabinas para no rendirse en medio de horribles blasfemias. En medio de un encarnizado grupo beligerante, cruzó como un relámpago la figura esbelta y elástica de Héctor, flotante la cabellera hirsuta iluminada por el fuego del incendio, grabada la expresión de su fuerza y acometividad con hondas líneas en la espaciosa frente, y en la mano crispada, la pistola reluciente. Sordo al furor del combate que finalizaba, indiferente al 290
parecer ante el soberbio choque cuerpo a cuerpo que le estrujaba a él mismo, rompió la débil valla humana y voló hasta arriba del carro humeante, que aparecía en último término, clamando con ansia: —¡Consuelo!... ¡Consuelo! ¿Dónde estás? Sóle respondió el agrio estertor de dos o tres soldados moribundos. ■—¡ Consuelo! ... ¡Madre! —repitió Héctor cada vez más angustiado. Sobre las maderas que ardían, envuelto en humo asfixiante, Héctor recorrió la góndola entera, tropezando con los cuerpos tendidos de los vencidos, tentando con repugnancia los tablones y los fardos humedecidos por la lluvia y por la sangre. —¡ Consuelo! ¡ Consuelo! Tropezó con un cadáver. Se inclinó y lo palpó. Las ropas, suaves y finas, le acusaron un cuerpo de mujer. Febricitante, nervioso, temblando, lo palpó de pies a cabeza. Era un cuerpo grácil, un collar al cuello, el rostro, la frente, bañada en sangre, el cabello ensortijado... ¡ gran Dios! Héctor sintió el frío de la muerte en las manos y en el corazón. Buscó ansioso la lintemilla eléctrica. No la llevaba al cinto. Como un demente saltó del carro, atrepellando amigos y enemigos, y gritando: —¡Una lámpara... ! ¡Una lámpara! ¡Consuelo está muerta! ¡ Muerta por nosotros! ¡ Muerta por mi mano! Y en el paroxismo de la desesperación rabiosa, Héctor se mor día furiosamente los labios hasta sacarse sangre. Luisillo se acercó a él, y con rara energía le reprende, diciéndole: —¡ Héctor! ¡ Sé hombre... ! No llores como humano, antes de cantar como héroe. Y le tendió los brazos y lo contuvo en ellos, compasivo. Un rayo de luna se filtró entonces entre los espesos nubarrones que encapotaban el cielo. Héctor levantó sus ojos y contempló la victoria. Sus soldados cargaban en los caballos más y más cajas, trincheras de cajas se alineaban a los bordes de la vía, cajas, y más cajas esperaban el desembarco en los furgones no incendiados, cajas todas de municiones y armamentos para realizar la obra de caridad de dar armas a los que tienen hambre y sed de justicia... Pero aquella victoria le estaba partiendo el alma. Frente al ósculo 29 í
del ángel de la victoria, el ángel del dolor estrujó mortalmente el alma de Héctor. Y Héctor se sintió sucumbir, amortajado por el manto real del triunfo y arrullado, a guisa de canto fúnebre, por el himno triunfal de los clarines. Inclinó la cabeza sobre el hombro de Luisillo, y bosquejaba en sus labios la despedida prematura de la vida, cuando un alegre tropel, en bullicioso grupo de gente de a caballo, apareció a un lado de la vía, agitando sombreros y mantos y clamando con locura: —¡Viva Cristo Rey! ¡Arriba, muchachos... ! ¡Ábranse! ¡Don Héctor, don Héctor! ¡Dios está con nosotros! ¡Aquí le traemos la felicidad completa de esta noche de gloria! ¡Aquí está ella! ¡Aquí está, linda y palpitante como un ángel del cielo... ! ¿Fue visión? ¿Fue realidad? ¿Soñaba? ¿Vivía? Héctor no lo supo a punto fijo. Sólo sintió en su pecho el peso dulce de un ángel vestido de blanco, en su cuello la presión de unos brazos suavísimos, en sus ojos el fulgor de otros ojos lánguidos y soñadores envueltos en el manojillo de flechas de sus pestañas.. . ¡Era ella! ¡ Era_ Consuelo, la dulce virgen de amor y de ternura, la reina del corazón del caudillo, viva, palpitante, trémula de amor y de ternura! Y Héctor sintió en sus labios el choque celeste de aquellos labios, ricos como de reina, dulces como de miel, perfumados como de santa: los labios virginales de Consuelo que surgiendo de en medio de una noche de sortilegios y pesares, se le en.tregaba toda entera en las luminosidades de un ósculo infinito...
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XXXIV L A U R E L E S E RA AQUELLO EL TESORO DE A LÍ B ABA . Cajas de parque y municiones, más cajas de parque, muchas, pero muchas cajas de parque. Las palabras escogidas la noche anterior como contraseña de los católicos, habían sido exactas: "Mucho parque". —Hijitos —decía cada madre—, levántense a alabar a Dios. Los nuestros ganaron mucho parque. Ahora sí, ya nos podrán defender mejor contra ese enemigo malo de Galles. Vamos a cantar... "¡Bendito y alabado!" Canten) todos, respondan todos: "¡Bendito y alabado!" Y la plegaria popular se escapaba de cada choza, y caía rica y perfumada como el maná, sobre las almas de los "libertadores" que volvían al campamento triunfantes, pujantes, invencibles. .. —¡Ellos s o n . . . ! ¡Ahí vienen! ¡El j e f e . . . ! ¡Míralo: ahí está! ¡Qué lindo! ¡Qué guapo...! ¡Dios te premie, encanto de muchachito. .. ! Y bajo el torrente de bendiciones y de aclamaciones ingenuas, en medio de la risueña plazoleta rodeada de pinos resinosos y ta pizada con heno, hizo alto el grupo heroico. Héctor venía a la cabeza, modesto como un santo, grandioso como un conquistador, llevando a su vera en bulliciosa jaquita a la joven esposa, sonriente y vocinglera, envuelta aún en las espumas del traje nupcial.. . El Padre Gabriel Arce, tranquilo y feliz, aspirando con todos sus pulmones el aura gloriosa que le acariciaba la amplia frente, nido de ideas geniales, propulsora de redenciones inconcebibles... Juanillo, el bravo muchacho, pegado a la pareja principesca de sus amos, y a su lado el viejo heroico don Tomás Anzures custodiando la buena marcha de las dos ma293
tronas venerables. Sólo un hombre se mostraba triste en medio de aquella corte triunfal. Era don Luis, el invicto hombre bueno que llevaba en sus brazos el flácpido cuerpo de su hija Carmelita moribunda: dos balas le habían cruzado el pecho en la reyerta de la noche. Aquella misma tarde el ejército de Héctor subía a cinco mil hombres. Aquel mismo día las guarniciones callistas desocupaban todas las plazas de la región para reconcentrarse en Guadalajara. Aquella misma noche, el Gobierno de Calles, decepcionado de imponer silencio sobre el golpe magistral de los católicos armados, para desfigurarlo horriblemente y calumniarlo, dio a la prensa de todo el mundo el siguiente estupendo boletín: "Un grupo de fanáticos encabezados por el Cura de Tucumán y el Obispo de Guadalajara, atacó el tren de pasajeros que iba a la ciudad de Guadalajara. Doscientos pasajeros indefensos fueron quemados vivos encerrados en los carros. En toda la historia de nuestras guerras civiles no ha habido hecatombe tan salvaje como la dirigida por el Cura y el Obispo infidentes al grito espeluznante de '¡Viva Cristo Rey!' " Solamente los candidos dieron algún crédito al resuello nauseabundo por una herida que no cicatrizaría nunca. El día 11 de febrero de 1927, al año exacto en que Héctor prometió no volver a llorar como mujer cuando podía combatir como hombre, el joven caudillo y Consuelo, rodeados de amigos, aclamados por todo un ejército de católicos armados, saludados por campanas, por fuegos de artificio, por música y oriflamas, hacen su entrada triunfal en la plaza de Z... Es la primera vez que aquella generación asiste sin zozobras a una misa celebrada en plena plaza pública. En vano se ha buscado en las profanadas iglesias una ara consagrada para el sacrificio. La única reliquia de mártir se ha traído del campamento: el cuerpo de Carmelita, que murió sonriendo, pregustando la victoria de su pueblo y de su Dios. Héctor y Consuelo, como dos príncipes, asisten a la misa de desposados que había sido interrumpida en Zacatecas a golpes de traición y dinamita. Mientras, el pueblo de la República entera abre el pecho a la esperanza a] conocer que Héctor está de pie, cada vez más firme y potente, manteniendo enhiesto el pendón 294
de la dignidad cristiana entre el maremágnum de los desalientos y de las desesperanzas... Héctor reina, en efecto, en la vasta extensión que protegen sus hombres armados, hermosean sus mujeres cristianas y alegran sus niños inocentes. Aquella región es pedazo de cielo, del que el Satán político ha sido expulsado definitivamente. En aquella región liberada, con amplia puerta al mar y escondidos huertos de boscajes robustos, se siente la vida, se siente el amor; ahí se siente a Dios, que bendice las simientes del surco y los anhelos de las almas... "Sosegado el sentir como las brisas, mudo y fuerte el amor, mansas las penas, austeros los placeres, raigadas las creencias, sabroso el pan, reparador el sueño, fácil el bien y pura la conciencia. . ." Fuera de aquella región, ahí donde no alienta el espíritu del caudillo, donde no llega el tiro de fusil de sus briosos luchadores, ahí sigue la devastación y la muerte.. . La bestia apocalíptica que hizo añicos las protestas de los airados, sigue ahí pisoteando las lágrimas de los débiles. . .
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XXXV POST SCRIPTUM S ENTADOS RAJO EL TOLDO de flores silvestres que envuelven la risueña casita de campo donde Consuelo es reina y Héctor es rey, en uno de esos paréntesis de ensueño y de hogar que Dios no niega a los que se dan por entero al sacrificio por el prójimo, los jóvenes héroes pasan las hojas de un viejo libro de epopeyas. . . Es el mes de abril de 1927. Juntas las frentes —mármol y bronce—, confundidos los cabellos —seda de virgen y melena de león—, ella, como un niño, vuelve las páginas y pregunta; él, como un viejo, las explica y las comenta... —Tú eres el héroe, tú eres Héctor ■—interrumpe Consuelo entusiasmada ante las escenas grandiosas de la Uiada. Déjame celebrar tus triunfos con un beso. —Ah, mi buena amiga •—responde Héctor con magnífica serenidad—. El triunfo no ha llegado todavía. . . Hay un egoísmo criminal que nos está sangrando más que los fusiles de Calles; hay una indecisión torpe que nos arranca de las manos el laurel de la victoria. Los ricos no han cumplido con el deber de la caridad. Prefieren dar dinero a Calles para que nos mate a nosotros. Los católicos americanos se niegan a tendernos la mano, porque temen comprometer sus intereses y su tranquilidad, y el Gobierno americano nos quita nuestras armas y nuestro dinero para robustecer a quien nos pretende aniquilar. Hay en el mundo trescientos millones de católicos que no saben lo que sufren los mejicanos. Y en el trance supremo de vida y muerte, se conforman con inundarnos de irrisorios mensajes de felicitación... Si en vez de mensajes nos dieran municiones, la cuestión mejicana estaría resuelta, 296
y Calles no se burlaría más de nosotros, de la Iglesia toda y del mundo entero.. . Y, a pesar de todo, hay que luchar para dar ejemplo a nuestros hermanos, para aleccionar a otros pueblos para predicar el dogma de las resistencias heroicas a nuestros hermanos del mundo entero, para prepararlos a todos para el momento de la prueba que vendrá. .. Nuestra misión no se reduce a libertar a Méjico, sino a fortalecer a toda la América Latina y a enaltecer a los católicos del mundo todo. En todas las naciones del mundo somos los mayores en número y los menores en fuerza. Es necesario ser grandes en número, grandes en fuerza intelectual y moral, y grandes en fuerza física. El Cristo manso y humilde, también puso en sus labios palabras de ira contra los fariseos, y en sus manos un látigo contra los mercaderes... Nuestra pereza y timidez ha puesto en nuestras manos como Libro Sagrado favorito el Cantar de los Cantares, y nos ha arrancado y hecho olvidar el duro Libro de los Macabeos. El Evangelio de la paz no está completo, si no meditamos y practicamos el Evangelio de la guerra. .. Dijo, y quedó pensativo. Consuelo, silenciosa, volvió la página del libro. Héctor, entonces, continuó: —-\ Mira, ángel mío! Mira ahora al héroe cuyas glorias tú pones en mi pecho. Un golpe de traición le ha puesto a merced del enemigo. Y el enemigo le ata desnudo a las ruedas de su carro, le arrastra contra los peñascos, dando tres veces vuelta a los muros de Troya. El héroe es hecho pedazos. Entonces cae la ciudad inexpugnable. Troya está perdida. Consuelo sintió que una lágrima jugueteaba en sus pestañas. Pero, animosa, respondió: —Aquel héroe luchaba por Troya. Tú luchas por el reino de Cristo. El reino de Cristo es fecundo en héroes y en caudillos.. . —Y si yo sucumbo, ¿ quién levantará mi bandera mancillada por los dicterios de los ligeros y de los obtusos? —¡Aquí estoy yo! ¡Si tú sucumbes, yo haré brotar otro Héctor tan noble, tan bravo, tan bello, tan heroico como tú! Héctor iluminó su frente, ensombrecida antes por la reflexión melancólica. Y clavando sus grandes ojos en Consuelo: •—¡Seas bendita, mujer infatigable! —la dijo acariciándola con fuego. —¡Sí! —añadió Consuelo, dando un tono profético a sus pa297
labras. Aun cuando tú sucumbas yo no me rendiré nunca; ¡yo no me rendiré nunca ni ante tu fracaso ni ante tu cadáver! ¡ Guando las fuentes estén secas, y los jardines marchitos, y las ciudades derruidas y los espíritus muertos, entonces yo haré surgir al Héctor de mañana! Héctor interrogó a su esposa con una mirada tiernisima. —Ese nuevo Héctor —terminó Consuelo— brotará de mi corazón y de mis entrañas... Y ambos se confundieron en un beso...
N OTA DE LA P RIMERA E DICIÓN .—Por exigirlo la unidad de la novela y por otros motivos que no se escaparán a los lectores, varios de los hechos que figuran aquí como fondo en el desarrollo de la acción y muchos de los episodios de la misma novela no corresponden, ni por el lugar, ni por la fecha, ni por el nombre de los actores, a la verdad; pero podemos afirmar que todos o casi todos los acontecimientos que la novela relata fueron una palpitante realidad en otras fechas, otros lugares y con otros nombres de actores: todos en el período de la gloriosa lucha desarrollada de 1926 a 1929, en que se demostró al mundo entero que en Méjico se ama la libertad, la religión nacional y a Cristo Rey hasta el heroísmo, hasta el martirio, hasta la muerte. San Antonio, Tex. Noviembre de 1930. 298
Í N D I C E Nota de la Primera Edición ...................................................... V II Del Prólogo a la Edición Española .............................................. IX LIBRO PRIM ERO I.—Palomas y Milanos .................................................... II.—Consuelito Madrigal .................................................. III.—Los Vándalos ............................................................... IV.— En la Tormenta ........................................................ V.—Del fondo de la Epopeya ............................................ VI.—Prosa Vil .................................................................... VIL—El Fuego Sagrado ....................................................... VIII.—Los Irredentos ............................................................ IX.—Cielo y Montaña ..................................................... X.—Oro Viejo ..................................................................... XI.— Un León que Despierta .......................................... XII.— Frente a la Hoguera ................................................ XIII.—Héctor ............................................................................ XIV.—Merengues .................................................................. XV.—Noche Fecunda .......................................................... XVI.—En» la Arena .............................................................
1 10 17 28 41 48 54 57 65 70 76 82 86 93 99 109
LIBRO SEGUNDO XVII.—Sangre que Clama .................................................... XVIII.—Acción y Sonrisas ...................................................... XIX.—El Hombre Eterno .................................................... XX.—Carne y Alma ............................................................
118 136 142 149 299
XXL—Estocada de Hielo .............................................. XXII.—Ama y Vive ...................................................... XXIII.—El Profeta del Fuego ........................................... XXIV.—En pleno Sinaí .................................................. XXV.—Así paga el Diablo ............................................. XXVL— ¡ Fiat! ................................................................. XXVII.—Melena Hirsuta ................................................ XXVIIL—Los Inermes .....................................................
154 164 171 180 197 207 218 230
LIBRO TERCERO XXIX.—Gloria, Azahares .................................................. XXX.—Holocausto ........................................................ XXXI.—Vía Crucis ............................................................ XXXII.—Los Macabeos....................................................... XXXIII.—Sol de Media Noche ........................................... XXXIV.—Laureles .............................................................. XXXV.—Post Scriptum ......................................................
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245 251 265 270 277 293 296
OTROS RELATOS CRISTEROS Entre las Patas de los Caballos. (Diario de un Cristero), por Luis Rivero del Val. Un libro "Formidable y Homérico", digno de la epopeya cristera. 3a. edición con 24 ilustracioneo. 304págs. $ 15.00. Jahel. (Novela). Por Jorge Gram, el autor de Héctor. 19 x 12.5 cms. 386 pp. $ 12.00. Memorias de Jesús Degollado Guízar, último general en jefe del Ejército Cristero. Con 75 fotografías históricas. 278 -j- 36 pp. $ 20.00. Rescoldo. Los últimos Cristeros. Estupenda novela épica, por Antonio Estrada M. 234 págs. $ 15.00. Los Cristeros del Volcán de Colima. Escenas de la lucha por la libertad religiosa en México 1926-1929, por Spectator, tomo I $ 25.00, tomo II $ 20.00. En buen papel, los dos tomos $ 60.00. Luis Navarro Origel —el primer Cristero—, por Martín Chowell. $ 1 0.00. Por Dios y por la Patria. Memorias. Por Heriberto Navarrete, S. J. 2a. ed. $ 20.00. En las Islas Marías, por Heriberto Navarrete, S.
J. $ 12.00.
Apuntes para la Historia de la Persecución Religiosa en Durango, de 1926 a 1929, por José Ignacio Gallegos $ 5.00.
en el Vaticano, hizo un viaje por España e Italia, provisto de trascendental documentación. En aquellos días la Madre Patria se hallaba bajo la garra del sectarismo revolucionario y nuestro caballero (cuyo nombre deploramos no poder consignar aquí) se puso en contacto con aquellos gallardos campeones de la gran causa de la cultura hispánica: Ramiro de Maeztu, Víctor Pradera, Vegas Latapie, etc., que publicaban una revista de principios eminentemente salvadores. Se hizo entonces en España una limpia edición de Héctor, con una introducción de Vegas Latapie, que en parte reproducimos ahora. La edición española se difundió rápidamente por España, y Pablo Antonio Cuadra, el brillante escritor católico nicaragüense, nos hizo saber que la novela de Gram había cooperado eficazmente a preparar los espíritus para desencadenar el Movimiento Nacional contra la tiranía del Bolshevo. Además de las tres ediciones ya indicadas, se hizo otra en Chile, y el semanario Criterio, de la República del Salvador, la publicó como folletín. Del mismo Jorge Gram son Jahel, preciosa novela, también cristera, y En ¡a Trinchera Sagrada, libro de encendidos discursos libertarios.
Editorial Jus
Rugía en México el furor persecutorio y el P. David G. Ramírez, que en calidad de secretario acompañaba a su Prelado el Sr. Arzobispo de Du-rango, Dr. y Mtro. D. José María González y Valencia, en su viaje a Roma, publicó en Europa un folleto que intituló: La cuestión de México. Una ley inhumana y un pueblo víctima. Usó su autor, por graves motivos, de un pseudónimo que habría de hacerse célebre: Jorge Gram. Ese precioso folleto es una vibrante requisitoria lanzada contra los tiranos. Su lenguaje quema como hierro candente. Dice: "Tenemos derecho a decir que muy otra sería la suerte de la gente honrada de México, si no existiera la complicidad del Gobierno de los Estados Unidos, que suministra el relumbrón, el pienso y las cadenas, al Gobierno perseguidor del general Calles"; "Las recientes declaraciones hechas por Mons. Curley, Arzobispo de Baltimore (declaraciones viriles, estupendas contra la política nórdica) arrancan de las manos de la Casa Blanca la favorita jofaina de Pilatos". Jorge Gram recorrió gran parte de Europa llevando en su ardiente verbo el fervor de los católicos mexicanos que luchaban por la tiignidac personal y por la salvación de la Patria. Poco antes de su muerte, acaecida en 1950, el insigne novelista, poeta y orador, imprimió una colección de conferencias, sermones, discursos, «arengas y artículos en que se manifiestan el alma y la elocuencia de Gram en todo su vigor y en todo su optimismo. Escribió en la portada de esa colección:- "Creo en los espíritus pigmeos, pero también creo en las almas gigantes. Creo en la concupiscencia de la materia, pero también creo en el amor noble y generoso. Creo en las derrotas del cuerpo, pero también creo en los triunfos del espíritu. Creo en las patrias moribundas, pero también creo en los grandes caudillos. Creo en las desesperaciones y en las tinieblas, pero creo en los soles de media noche. Y en esta fe y creencia quiero vivir y morir".