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La revolución moral de nuestro tiempo
Henry Miller, sedicioso Lisandro Otero / Rebelión / 22 de mayo de 2004
E
n la década del cincuenta intentar la lectura de Henry Miller era poco menos que una aventura pecaminosa, pecaminosa, ilícita y clandestina. En aquellos años años vivía yo en París París y para hallar una edición de Trópico de Cáncer Cáncer o de Trópico de Capricornio era necesario acudir a la pequeña librería de la Olympia Press, aventura editorial editorial de Maurice Girodias, Girodias, abierta en la Avenue Avenue de l’Opera. Allí fui una tarde neblinosa de 1954 para adquirir los libros de quien mis condiscípulos en La Sorbona tanto hablaban. Sigilosamente, como un conspirador en ciernes, me deslicé por los pasillos alfombrados, entre anaqueles, anaqueles, hasta hallar el opúsculo supuestamente supuestamente tenebroso. Quedé deslumbrado con su lectura. Desde mi descubrimiento de Kafka no había experimentado tanto estupor. Los dos libros mencionados aparecieron en 1934 1934 y 1939, respectivamente, en París, pero no fue hasta 1961 en que ambos pudieron ser publicados en Estados Unidos. La franqueza sexual, su aproximación desprejuiciada hacia las relaciones pasionales, fueron la causa de su desviación de los corredores literarios. Fue en ese decenio, entre 1965 y 1975, cuando comenzó la revolución sexual. La píldora anticonceptiva, anticonceptiva, el "swinging London", la generación del "Beat", los muchachos muchachos florales, florales, se unían a la insurrección de París, la masacre de Tlaltelolco, el concierto de Woodstock, la revolución cubana de los barbudos, la Unidad Popular chilena, la insurrección de los claveles portuguesa, entre muchos indicadores de que ocurría una gran gran apertura conceptual y social, social, pero Miller ya lo había hecho, por su cuenta, mucho antes. Adelantado de las rupturas rupturas que vendrían después, después, Henry Miller Miller fue un anarquista anarquista literario, un dinamitero de convenciones convenciones y puso en el mapa imaginativo una una tremenda ebullición; otra de las que entonces conmovían la literatura de su tiempo, impulsadas por Joyce, Celine y Breton, entre otros. Los tiempos han cambiado. El sida terminó con la revolución sexual pero no con el atrevimiento verbal. Lo que a inicios de este siglo parecía anatema, profanación, envilecimiento y degradación, adquirió un aura poética. El otro héroe de esa batalla fue el francés Girodias, quien en su editorial publicó obras de Becket, Genet, William Burroughs, Durrell, Bataille y Sade. Dio a la luz, por vez primera, la luego famosa Lolita, de Nabokov. Había fundado fundado primero la Obelisk Press, que publicó publicó tesoros de la literatura erótica, pero al perder su control, creó la Olympia Press, en 1953. Miller fue amante de Anaïs Nin, la escritora cubana que también exploró, influida por él, los límites de la experiencia sexual. Hasta 1964, cuando la Corte Corte Suprema de Estados Unidos liberó sus obras del anatema de la pornografía, no fue ampliamente difundido dentro de su país. Sin embargo Miller siempre consideró su obra capital El coloso de Marusi, escrita en 1941, 1941, tras un viaje a Grecia. Su admiración por Lawrence Durrell, otro marginal de las letras, quedó expresada en su cuantiosa correspondencia con el escritor británico. Después de sus años años de bohemia parisina Miller se estableció en California California primero en Big Sur y luego en Pacific Palisades, Palisades, donde murió. En esos esos años de declinación escribió la Crucifixión Rosada integrada por Nexos, Sexos y Plexos Allí comenzó a ser un clásico, es decir, comenzó a sucumbir. sucumbir. Los jóvenes venían a reverenciarle y sus libros se incluían en los cursos universitarios. Su rechazo a la sociedad de consumo --a la cual calificó de "pesadilla refrigerada", en uno de sus sus libros más famosos--, añadido a su emancipación verbal, le coloca entre los románticos utópicos utópicos que iniciaron la revolución moral del siglo veinte. Henry Miller fue uno de los adelantados de la nueva religión del siglo en que vivió: la emancipación espiritual, la rebelión de las costumbres y el extremista rechazo a las convenciones y los ceremoniales -que luego caracterizarían a la generación que sufrió la guerra en Vietnam--, y se insubordinó frente a ello. Fue uno de los precursores precursores de un estilo que marcó una época. http://www.rebelion.org/hemeroteca/cultura/040522lo.htm -2-
H
enry Valentine Miller nació el 26 de diciembre de 1891 en Nueva York, en el seno de una familia humilde de origen alemán, siendo su madre Louise Nieting y su padre Heinrich Miller, quien se dedicaba a la sastrería. Principalmente autodidacta, Miller estudió durante dos meses en el City College neoyorquino hasta que el joven rebelde, gran amante de la literatura, en especial del escritor ruso Fedor Dostoievski, fue expulsado de la universidad, ocupándose posteriormente en distintos oficios, entre ellos ranchero o mensajero de la Western Union. En 1917 contrajo matrimonio con una muchacha muchacha llamada Beatrice Sylvas Wickens, con quien tuvo tuvo una hija, Barbara. En En 1924 se divorció de Beatrice y se casó con la bailarina June Mansfield Smith, mujer que fue sumamente influyente en Henry por su modo liberado y despreocupado de vivir. Con sus padres y su hermana Lauretta
En los años 30 y en plena época de la Gran Depresión, Miller y June trasladaron su residencia a París, ciudad en la cual llevó una existencia bohemia junto a Anaïs Nin, Gilberte Brassai y Alfred Perlés, empapándose de diferentes corrientes literarias, entre ellas el surrealismo. En la capital francesa aparecería su primer libro publicado, “Trópico de Cáncer” (1934), un volumen prologado
por su amiga Anaïs y censurado en su país hasta la década de los '60. Junto a Nin escribiría “Una pasión literaria” (1932-1953, libro que recogía la correspondencia entre ambos autores. El mismo año de la aparición de “Trópico de Cáncer”, publicada en la editorial Obelisk Press de Jack Kahane, Henry y June se divorciarían. Posteriormente Miller escribió novelas como “Primavera negra” (1936), “El universo de la muerte” (1938) y “Trópico de Capricornio” (1939). A pesar de que “Trópico de Cáncer” fue la
primera novela publicada en su trayectoria como literato, Miller había escrito previamente varios libros que no lograron ver la luz en su día, como “Clipped Wings”, “Moloch” y “Crazy Cock”.
Sus textos, ausentes de una estructura convencional y el uso de una narración lineal, se vinculan a la exposición instrospectiva June Mansfield Smith desde un universo esencialmente masculino, con tendencia a la exposición erótica y el proceder nihilista modelado con un cierto sentido lírico de la prosa, esencia libertaria y vitalista, y plasmación autobiográfica en base al flujo de conciencia. En 1939 Henry dejó Francia, país en el que llegó a trabajar como profesor de inglés en el Liceo Carnot de Dijon, y pasó un tiempo junto a Lawrence Durrell en Grecia para retornar en plena Segunda Guerra Mundial a los Estados Unidos, ubicándose en California. Allí escribiría libros como “El coloso de Marussi” (1941), título que abordaba su experiencia griega, “Pesadilla del aire condicionado” (1945), “Días tranquilos en Clichy” (1956), “Big Sur y las naranjas del Bosco” (1957) o la afamada trilogía “La crucifixión rosada”, conformada por los volúmenes “Sexus” (1949), “Plexus” (1952) y “Nexus” (1959), los cuales volvían a incidir en el aspecto sexual que Miller con Janina Martha Lepska
singulariza sus trabajos literarios. Al margen de sus novelas Miller también escribió ensayos sobre Marcel Proust, James Joyce o D. H. Lawrence. Después de su divorcio con June, Henry se casó en 1944 con Janina Martha Lepska, joven inmigrante polaca, estudiante de filosofía, con quien tuvo dos hijos, Tony y Valentine. En 1952 se divorciarían. Un año más tarde contrajo matrimonio con Eve McClure, de quien se separaría en 1960. -3-
Su última esposa fue la cantante de cabaret japonesa Hiroko Tokuda, con quien estuvo casado entre 1967 y 1977. Una de sus últimas amantes fue la joven actriz Brenda Venus. El libro “Querida Brenda” (1986)
recoge las cartas de amor remitidas por el autor de Nueva York a la morena intérprete, vista en películas como “Foxy Brown” o “Límite 48 horas”.
Miller con Hiroko “Hoki” Tokuda
Miller, cuya influencia es muy apreciable en los escritores de la denominada Generación Beat, como Jack Kerouac, Allen Ginsberg o William Burroughs, moriría a causa de problemas circulatorios en la localidad californiana de Pacific Palisades. Era el 7 de junio de 1980 y el escritor tenía 88 años.
BIBLIOGRAFÍA
- 1934. Tropic of Cancer / Trópico de Cáncer - 1934. Black Spring / Primavera Negra - 1935. Aller Retour New York - 1938. Max and the White Phagocytes / Max y los fagocitos blancos - 1938. Tropic of Capricorn / Trópico de Capricornio - 1939. The Cosmological Eye / El ojo cosmológico - 1940. The World of Sex / El mundo del sexo - 1941. The Colossus of Maroussi / El Coloso de Marusi - 1944. Sunday After the War / Un U n día después de la Guerra - 1945. The Air-Conditioned Nightmare / Pesadilla de aire acondicionado - 1945. Semblance of a Devoted Past - 1947. Remember to Remember - 1948. The Smile at the Foot of the Ladder / La Sonrisa al pie de la escala - 1949. Sexus - 1950. Rosy Crucifixion / La Cruxificción rosada - 1952. Rimbaud / El Tiempo de los Asesinos - 1953. Plexus - 1955. Nights of Love and Laughter / Noches de amor y alegrías - 1957. Big Sur and the Oranges of Hieronymus Bosh - 1961. To Paint is to Love Again http://www.alohacriticon.com/viajeliterario/article1190.html http://www.elortiba.org/hmiller.html
AL CUMPLIR OCHENTA
S
Henry Miller
i a los ochenta años no estás ni tullido ni inválido y gozas de buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir de tu jefe —en silencio, claro— “¡Al carajo con ese fulano, no es mi dueño!”. Si no te has quedado culiatornillado y si te sigue emocionando un buen trasero o un
magnífico par de tetas, si todavía puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas ganando. Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te ocurra que los genios viven felices; todo lo contrario, dan gracias por ser del montón. -4-
Si tuviste una buena trayectoria, como es de suponer que yo la tuve, los últimos años podrían ser los más infelices de tu vida (salvo que hayas aprendido a tragarte tus mentiras). El éxito, desde el punto de vista mundano, es la plaga del escritor que aún tiene algo que decir, pues cuando llega la época en que podría disfrutar un poquito del ocio, resulta que está más ocupado que nunca porque se ha vuelto víctima de admiradores y adeptos y de todos los que desean explotar su nombre. Aquí se enfrenta otro tipo de lucha: el problema consiste en mantenerse libre y hacer sólo lo que uno quiere. Con todo y una visión del mundo que es producto de una gran experiencia, con todo y una filosofía elaborada para la vida diaria, uno cae en la cuenta de que los tontos se vuelven más tontos y los pelmazos más pelmazos. De uno en uno la muerte se lleva a tus amigos o a los grandes hombres que reverenciabas; mientras más viejo, más pronto se te mueren. Al final te quedas solo y ves a tus hijos o a los hijos de tus hijos cometer los mismos errores absurdos, esos errores casi siempre lamentables que cometiste tú a su edad, y ni lo que digas ni nada de lo que hagas podrá evitarlo. Sin duda al observar a los jóvenes se termina por comprender lo idiota que uno mismo fue en su momento (y tal vez lo siga siendo). Hay algo que para mí se vuelve cada vez más claro: en lo fundamental la gente no cambia con los años. Salvo raras excepciones la gente no evoluciona ni se transforma: un roble sigue siendo un roble, un cerdo cerdo y un zopenco zopenco. Lejos de mejorar, el éxito por lo general acentúa las faltas o fracasos. No es raro que los tipos brillantes de la escuela en cierta medida dejen de serlo una vez que salen al mundo. Si en tu grupo grupo te disgustaban ciertos chicos chicos o si los despreciabas, después te parecerán peores convertidos en hombres de negocios, estadistas o generales de cinco estrellas. La vida nos obliga a aprender ciertas lecciones pero no necesariamente a crecer. Aquí entre nos, con dificultad cuento a una docena de individuos que logro aprender las lecciones de la vida; la gran mayoría no sabría ni su nombre si yo lo pronunciara. En cuanto al mundo en general, no sólo no lo veo mejor que cuando era yo un niño de ocho años sino mil veces peor. Un escritor famoso alguna vez lo resumió de este modo: “el pasado me parece horrible, el presente gris y desolado y el futuro totalmente espeluznante”. Por fortuna, no comparto este
sombrío punto de vista. En primer lugar, no me interesa el futuro; en cuanto al pasado, bueno o malo, le he sacado el mayor partido; lo que me quede de futuro es producto de mi pasado. El futuro del mundo se lo dejo a los filósofos y visionarios. Lo único que tenemos todos es el presente, pero muy pocos lo vivimos alguna vez a plenitud. No soy pesimista ni optimista; para mí el mundo no es esto ni aquello sino todo al mismo tiempo y así será para cada quien en su propia medida. A los ochenta creo que soy una persona mucho más alegre que cuando tenía veinte o treinta años. Para nada querría ser adolescente otra vez: la juventud puede parecer gloriosa pero también duele sobrellevarla. Es más, lo que llamamos juventud no es tal, en mi opinión se trata más bien de algo así como una vejez prematura. Con la maldición o la bendición de haber vivido una adolescencia eterna, alcancé cierta madurez pasados los treinta años, No fue sino hasta los cuarenta que comencé a sentirme joven en serio; para entonces ya estaba listo (Picasso dijo alguna vez: “uno comienza a volverse joven a los sesenta pero para entonces ya resulta demasiado tarde”). En esa época había perdido muchas ilusiones, pero por suerte mantenía el entusiasmo, la dicha de vivir y una curiosidad inagotable. Tal vez fue esa curiosidad —por todo y por cualquier cosa— lo que me convirtió en el escritor que soy. La curiosidad nunca me ha
faltado y hasta el peor pelmazo me puede provocar interés (si aún tengo el ánimo de escuchar). Con este atributo viene otro que valoro sobre todos los demás: el sentido del asombro. Sin importar qué tan limitado pueda volverse mi mundo, no me lo imagino sin mi capacidad de asombro; en cierto sentido creo que puedo definir esta capacidad como mi religión. No me pregunto de qué manera surgió la creación en que nos hallamos sumergidos, sólo la disfruto y la valoro. Rabi ando por la condición de la vida y la forma en que la vivimos, ya dejé de creer que yo tengo el remedio. Quizá pueda modificar -5-
hasta cierto punto mi propia situación pero nunca la de los demás. Ni veo que nadie, en el pasado o el presente, por grande que fuera, haya podido realmente alterar la condition humaine. El mayor temor de la gente al pensar en la vejez es que será incapaz de hacer nuevos amigos, mas quien tuvo alguna vez la facultad de cultivar nuevas amistades, no la perderá por viejo que sea. En mi opinión, después del amor, la amistad es lo más valioso que nos ofrece la vida, Nunca he tenido problemas para hacer amigos; de hecho, a veces esa facilidad se ha convertido en un obstáculo. Dice el dicho: “dime con quién andas y te diré quién eres”, pero mucho he reflexionado yo qué
tan cierto es esto. Toda la vida tuve amigos provenientes de mundos totalmente disímiles, tuve y sigo teniendo amistad con personas que no son nadie y debo confesar que se cuentan entre mis mejores amigos. He sido amigo de criminales y de ricos despreciables. Mis amigos me mantienen vivo, me han dado ánimo para proseguir y también, muchas veces, me han aburrido hasta las lágrimas. En lo único que insisto con todos mis amigos, sin importar su clase social o su condición, es que hablen con la verdad; si no puedo ser abierto y franco con un migo, o él conmigo, no me interesa. La capacidad de ser amigo de una mujer, en particular de la mujer a la que amas es, para mí, la mayor de las proezas. El amor y la amistad rara vez van de la mano. Es más fácil ser amigo de un hombre que de una mujer, sobre todo si es atracti Henry Miller y Brenda Venus va. En toda mi vida he conocido apenas unas cuantas parejas que son amigos además de amantes. Tal vez lo más alentador de envejecer con gracia sea la capacidad cada día mayor de no tomar las cosas demasiado en serio. Una de las grandes diferencias entre un sabio genuino y un predicador radica en la jovialidad: cuando el sabio ríe la risa sale de la panza; cuando se ríe el predicador (raras veces) le sale de la mejilla equivocada. Al hombre sabio de verdad — ¡incluso al santo!— no le interesa la moral; está por encima y más allá de tales consideraciones, tiene un espíritu libre. Con la edad mis ideales, que por lo general niego tener, se alteran en forma definitiva. La idea es vivir sin ideales, sin principios, sin ismos ni ideologías. Quiero sumergirme en el océano de la vida como un pez en el mar. De joven me interesaba enormemente el estado del mundo; hoy, aunque todavía pataleo y me enfurezco, me contento con sólo deplorar el estado de las cosas,. Puede sonar petulante hablar así pero en realidad significa que me he vuelto más humilde, más consciente de mis limitaciones y de las de mis semejantes. Ya no intento convertir a la gente a mi propia visión, ni sanarla, ni me siento superior porque no muestra gran inteligencia. Uno puede combatir el mal, pero contra la estupidez no existe arma posible. Creo que la condición ideal de la humanidad sería vivir en un estado de paz en el amor fraterno, pero debo confesar que no conozco forma alguna de producir tal condición. He aceptado el hecho, sumamente difícil, de que los seres humanos se inclinan a portarse de una forma que ruborizaría a los propios animales. Lo irónico, lo trágico, es que muchas veces nos comportamos de manera innoble en nombre de los que consideramos motivos sublimes. La bestia no se disculpa por matar a su presa; la bestia humana, en cambio, llega a invocar la bendición de Dios cuando masacra a su prójimo, olvida que Dios no está de su lado sino a su lado. Aunque sigo siento lector, cada día me abstengo de más libros, Mientras que en los años mozos buscaba en ellos instrucción y orientación, hoy leo sobre todo por placer. Ya no me tomo tan en serio ni los libros ni a los autores, en especial los libros de “Pensadores”. Hoy su lectura me parece letal y
cuando en realidad emprendo la lectura de lo que se podría llamar u libro serio, busco más corroboración que ilustración. El arte puede ser terapéutico, como dijo Nietzsche, pero sólo de modo -6-
indirecto. Todos necesitamos estímulo e inspiración, pero éstos nos llegan por distintos caminos y casi siempre en una forma que escandalizaría a los moralistas. Cualquier camino que uno elija será como caminar en la cuerda floja. Tengo muy pocos amigos o conocidos de mi edad o de edad cercana. Aunque suelo sentirme incómodo en compañía de ancianos, me despiertan gran respeto y admiración dos hombres muy viejos que parecen eternamente jóvenes y creativos. Me refiero a Pablo Cassals y a Pablo Picasso, ambos hoy de más de noventa años. Esos nonagenarios juveniles ponen en vergüenza a los jóvenes, a hombres y mujeres de mediana edad y clase media, decrépitos en verdad, cadáveres vivientes, por así decirlo, esclavos de sus cómodas rutinas que imaginan que el status quo ha de durar siempre, o que tienen tanto miedo de que sea otro el desenlace que se retiran a sus refugios mentales para esperar el fin. Jamás he sido parte de ninguna organización religiosa, política ni de ninguna otra índole. Nunca en mi vida he votado; he sido anarquista filosófico desde mi adolescencia. Soy un exiliado voluntario que tiene hogar en todas partes salvo en su propia casa. De niño tuve muchos ídolos y hoy, a los ochenta, aún tengo algunos: la capacidad para admirar a otros —aunque no necesariamente implique hacer lo mismo que ellos— me parece de suma importancia; pero importa más tener un maestro, el punto es cómo y dónde encontrarlo; casi siempre habita entre nosotros pero no lo reconocemos. Por otro lado he descubierto que tal vez uno pueda aprender más de un niño pequeño que de un maestro acreditado. Pienso que el Maestro (con mayúscula) tiene la misma calidad del sabio y el profeta. Es una pena no poder criar ese tipo de d e ejemplares. Lo que suele llamarse educación para mí es una tontería absoluta que impide el crecimiento. A pesar de todos los cataclismos sociales y políticos por los que pasamos, los métodos educativos aceptados en todo el mundo civilizado siguen siendo, al menos a mi modo de ver, arcaicos y estúpidos; sólo contribuyen a perpetuar los males que nos hacen inválidos. William Blake dijo: “Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación”. Yo no aprendí nada de valor
en la escuela; dudo que pudiera pasar un examen de primaria en cualquier materia incluso hoy. Aprendí más de los idiotas y de los don nadie que de los profesores de esto y aquello. La vida es el maestro, no el Consejo de Educación, Por extraño que parezca, me inclino incli no a coincidir con c on aquel miserable nazi que dijo: “Cuando escucho la palabra Kultur Kultur me me dan ganas de empuñar mi revólver”.
Nunca me han interesado los deportes organizados; me importa un carajo quién rompe ese récord o aquél. Los héroes del béisbol, el fútbol y el básquetbol me son prácticamente desconocidos. Me disgustan los juegos de competencia: uno no debe jugar para ganar sino para disfrutar el juego, sea lo que sea. Prefiero jugar en vez de hacer ejercicios y hacerlo solo en vez de formar parte de un equipo. Nadar, andar en bicicleta, caminar en el bosque o jugar pong pong satisface toda mi necesidad de ejercicio. No creo en las lagartijas, ni en levantar pesas ni en el fisicoculturismo; no creo que haya que hacer músculos a menos que se utilicen para algún fin vital, Creo que las artes de autodefensa deberían enseñarse desde una edad temprana y utilizarse sólo como tales (y si la guerra es el orden del día para las generaciones futuras, entonces debemos dejar de mandar nuestros hijos al catecismo y mejor enseñarles a convertirse en asesinos profesionales). No creo en la alimentación sana ni en las dietas; lo más seguro es que no haya comido adecuadamente durante toda mi vida y estoy bien. Como para disfrutar mi comida; haga lo que haga, primero ha de ser para disfrutar. No creo en los exámenes médicos; si algo me falla prefiero no saberlo, pues sólo me preocuparía y agravaría mi mal. Con frecuencia la naturaleza se encarga de nuestras dolencias mejor que cualquier médico. No creo que exista receta médica alguna para una larga vida; además, ¿quién quiere vivir cien años?, ¿qué casi tendría? Una vida breve y alegre es mucho mejor que -7-
una larga vida sustentada por el miedo, la cautela y la perpetua vigilancia médica. Con todo y el progreso de la medicina aún tenemos todo un santoral de enfermedades incurables; las bacterias y microbios siempre parecen tener la última palabra. Cuando todo falla, el cirujano sale a escena, nos corta en pedazos y nos despoja hasta del último centavo, ¿es eso el progreso? Lo que le falta a nuestro mundo actual es grandeza, belleza, amor, compasión y libertad. Se fueron los días de los grandes hombres, los grandes líderes, los grandes pensadores. Para sustituirlos creamos un engendro de monstruos, asesinos, terroristas, que parecen inoculados de violencia, crueldad, hipocresía. Al citar los nombres de las figuras ilustres del pasado, como Pericles, Sócrates, Dante, Abelardo, Leonardo da Vinci, Shakespeare, William Blake o aun el loco de Luis de Baviera, se olvida uno de que aun en tiempos más gloriosos hubo extrema pobreza, tiranía, crímenes inconfesables, horrores de guerra, malevolencia y traición. Siempre han existido el bien bi en y el mal, la fealdad y la belleza, lo noble y lo innoble, la esperanza y la desesperación. Parece imposible que los contrarios dejen de coexistir en lo que llamamos mundo civilizado. Si no podemos mejorar las condiciones en que vivimos podemos al menos ofrecer una salida inmediata y sin dolor, Hay una forma de escape mediante la eutanasia, ¿por qué no se le ofrece a los millones de miserables desahuciados que carecen de toda posibilidad de disfrutar siquiera una viuda de perros? No pedimos nacer, ¿por qué negársenos el privilegio de dejar el mundo cuando las cosas se vuelven insufribles]? ¿Debemos esperar a que la bomba atómica nos acabe a todos juntos? No me gusta terminar con una nota amarga. Como bien lo saben mis lectores, mi lema de toda la vida ha sido “siempre contento y siempre luminoso”. Tal vez por eso nunca me canso de citar a Rabelais: “para todos tus males te doy la risa”. Al mirar hacia
el pasado, veo mi vida llena de momentos tráficos pero la contemplo más como una comedia que como una tragedia. Una de esas comedias en las que mientras te doblas de risa también sientes que se te quiebra el corazón. ¿Qué mejor comedia podrá haber? El hombre que se toma demasiado en serio no tiene salvación. La tragedia que vive la gran mayoría de los seres humanos es otro asunto: para ello no veo elemento de alivio alguno, Cuando hablo de una salida sin dolor para los millones de personas que sufren no hablo con cinismo o como quien no ve esperanza alguna para la humanidad. En sí, la vida no tiene nada de malo., es el océano en el que nadamos y se trata de adaptarse o hundirse, pero nuestra capacidad como seres humanos radica en no contaminar las aguas de la vida, no destruir el espíritu que nos infunde aliento. Lo más difícil para un individuo creativo es evitar el impulso de ver el mundo según su propia conveniencia y aceptar al prójimo por lo que es, malo o bueno o indiferente. Uno tiene que poner todo su esfuerzo aunque nunca resulte suficiente. Finis Henry Miller, Al cumplir ochenta, México, UNAM (Colección Pequeños Grandes Ensayos, n° 20), 2004 Traducción de Zulai Marcela Fuentes.
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http://elojoenlapaja.blogspot.com/2007/07/fusilado-henry-miller.html -8-
HENRY MILLER, EGO Y DESEO Cada novela es parte del libro de una vida que terminó hace 20 años
Xavier Quirarte En el fondo, puedo ser muy tierno, muy cálido y, a la vez, cuando se me ocurre, puedo ser también tan frío y brutal como un monstruo. Existen en mí esas dos cosas. Soy una paradoja viviente.
Henry Miller
A
lto, extremadamente delgado, el anciano de rasgos orientales duerme con placidez. En un momento determinado, contrae el rostro, mueve los labios como si quisiera decir algo, pero no alcanza a pronunciar palabra alguna. Si en ese momento pudiéramos penetrar en su mente, veríamos que en sueños el hombre mira su reflejo en un espejo. Está a punto de afeitarse, cuando descubre que la imagen que le devuelve la superficie bruñida no es la suya. Sabe que está loco y su destino final, inevitable, será en un hospicio. Sin saber cómo, ahora el hombre está instalado en un asilo. Más que la locura, le aterra ater ra saber que se ha quedado solo. Solo. Miller, París, 1931.Foto de Brassaï El hombre abre los ojos y, por un momento, su afabilidad parece haberse agotado. Describir la pesadilla que continuamente le ha visitado desde hace una decena de años tal vez no es lo más recomendable para un corazón de 80 años. Pero, Christian de Bartillat sabe que el corazón del hombre que tiene enfrente es un músculo fuerte, correoso, hasta podría decirse que imbatible. A continuación, con esa mirada que parece sondear las profundidades del alma, el anciano deja que una sonrisa dibuje las palabras con las que describe su sueño más hermoso: "Debe ser un sueño sexual -dice la voz grave, en un francés que nunca ha perdido su acento estadounidense- pero no sé de qué forma, porque ahora, ya no existe el deseo, o mejor dicho, mis deseos están realizados. Buda dijo que debemos destruir el deseo pero, ¿cómo se le destruye? Hay que desear para poder destruir el deseo al que, al fin y al cabo, nunca se destruye. Está allí -es como el ego-, siempre permanece con nosotros". Ego y deseo. A una edad en la cual la mayoría de los hombres son un manojo de enfermedades reales o imaginarias-, Henry Miller no ha perdido ninguno de los dos atributos ni mucho menos su espíritu creativo. De Bartillat, que como resultado de una serie de largas entrevistas escribirá más adelante Conversaciones con Henry Miller (Barcelona, Granica Editor, 1977) constata que el anciano disfruta la vida, pinta y escribe, pero también se enamora, sufre y en ocasiones llora. Se sabe poseedor de la clase de sabiduría que sólo otorga una vida plena, una sabiduría que no deja de plantear dudas, preguntas. La vida de Miller, nacido el 26 de diciembre de 1891, fue una constante lucha por mantener la libertad que aprendió a saborear desde que era niño, como lo recuerda en sus conversaciones con De Bartillat. "Podía corretear por el campo desde la mañana, deambular por las calles todo el día con mis amigos, volver a casa de noche, muy tarde. Nadie me preguntaba nada. Es lo que aprecio por encima de todo, mi libertad. La tuve muy temprano en mi vida y, desde entonces, siempre he luchado incansablemente por ella. La libertad es lo más precioso. Algo que ningún gobierno puede darnos: debemos crearla de nuevo, a partir de nosotros mismos" "Su vida fue una constante lucha por mantener la libertad" Si algo atrae de la obra de Henry Miller -desde su Trópico de Cáncer hasta El libro de mis amigos- es su pasión desmedida, incontenible, cualidad que durante muchos años la sociedad estadounidense puritana redujo al término de pornógrafo. Durante tres décadas Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio -9-
fueron prohibidas hasta que el autor ganó el juicio que levantó el veto. En Genio y lujuria. Un recorrido a través de las principales obras de Henry Miller (Barcelona, Grijalbo, 1979), Norman Mailer habla del vacío crítico en torno a las aportaciones del autor de La crucifixión rosada. Señala que a pesar del indudable influjo de Miller sobre escritores como William Burroughs, Jack Kerouac, John Updike y él mismo, sólo se haya escrito "para adularle o para pulverizarle". Sin embargo, dice Mailer, "Miller posiblemente ha ejercido mayor influencia estilística que cualquier otro autor americano del siglo XX, a excepción de Hemingway. Es lógico preguntarse si libros tan distintos como Almuerzo desnudo, El lamento de Portnoy, Miedo de volar y ¿Por qué estamos en Vietnam? hubiesen sido tan bien recibidos (o escritos con igual libertad estilística) sin la irrigación que Miller dio a la prosa americana". El hombre que en vida sólo recibió un premio literario -el de libro del año en Nápoles por Como el colibrí , cuando contaba con 79 años- mantiene un sitio privilegiado entre los jóvenes que han aprendido a vivir a través de las páginas de sus libros, lectura que invariablemente se inicia con su Trópico de Cáncer . "Este no es un libro -escribe desafiante Miller apenas en las primeras páginas-. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonaré un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmeáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver". El escritor regido por el signo de Escorpión -"siento más que la mayor parte de la gente, de una forma exagerada. Todo en mí es exagerado. Mis errores, mis sentimientos, mis ternuras, mi amor, todo se presenta en un grado extremo"- no conoce la mesura. Por eso, el primer encuentro con Trópico de Cáncer es definitivo para adoptar a Miller -y recorrer con él un mundo habitado por dioses y demonioso para rechazarlo definitivamente. Es una obra viva, descarnada y, por tanto, contradictoria. Es, en palabras de Mailer, "un libro de horrores, pero lo leemos y nos sentimos felices. Porque en el horror hay honor, y metáfora en lo abominable. ¿Por qué? Sería imposible explicarlo. Tal vez porque los ánimos humanos son mucho más variados, autorregeneradores, robustos y astutos de lo que Hemingway supuso. En el fondo de las alcantarillas de la existencia en donde se cuece el cáncer, Miller rebullía". Hay un Miller antes y después de Trópico de Cáncer . El hombre que había sobrevivido como librero, taxista, repartidor postal, sepulturero, vendedor de poemas de puerta en puerta, tabernero, corrector de galeras, mendigo, profesor de inglés y otros trabajos eventuales, a los 40 años descubrió en París su juventud. "Vivía por aquel entonces en París, y mi descubrimiento era que, en París, por fin podía yo ser joven, mientras que en Nueva York, a los veinte años, había sido completamente viejo". París también le permitió conocer a Anaïs Nin que compartía con Miller su horror por el arte con mayúscula y sería una pieza fundamental en su desarrollo como autor. "Cuando digo: Todo se lo debo a Francia , no es verdad. Anaïs es Francia. Para mí ella era Francia, me abrió los ojos, me instruyó. En los hechos le debo todo, porque sin ella, no creo que hubiera llegado a ser gran cosa como escritor". El prefacio que Nin escribió para Trópico de Cáncer describe magistralmente la esencia de toda la obra milleriana: "He aquí un libro que, si tal cosa fuera posible, podría renovar nuestro apetito por las realidades esenciales. La nota predominante puede parecer la amargura, y hay en él amargura hasta la saciedad. Pero también contiene una salvaje exuberancia, una loca jovialidad, una gran fuerza verbal, un gusto extraordinario y, por momentos, un verdadero delirio. Un continuo vaivén entre todos los extremos, con desnudos párrafos que saben a descaro y dejan el regusto del vacío. Está más allá del pesimismo o del optimismo. El autor nos ha entregado el último frisson. El dolor ya no tiene más escondrijos secretos". Escena de Henry y June, de Kaufman. Como otros grandes autores, en medio centenar de obras Miller es creador de un gran libro: el libro de su vida. Una vida que por momentos es repetitiva pero no se agota. Alguna vez un astrólogo le comentó que él no era como los demás, pues pensaba en círculo. "Es verdad. Comienzo aquí, paro y vuelvo al punto de partida", confesaba. Sabedor de que la unión entre dos puntos no siempre es la línea recta, antes de retornar al punto de partida -para luego volver a partir-, deambula en diversas - 10 -
direcciones, hilvana historias que enriquecen la columna vertebral de su obra. Por eso eligió la figura del cangrejo para su Trópico de Cáncer . "El Cáncer es el cangrejo que puede ir en todas las direcciones y este cangrejo, que no está obligado a ir siempre recto, siempre me ha fascinado. Para los chinos era un gran símbolo: el de la combinación". Resulta una idea tentadora pensar qué hubiera hecho Miller de haber sido músico, dado que por un tiempo se dedicó al piano. "Dejé de tocar a los 25 años -le contaba a Christian de Bartillat-. Me frené completamente y jamás pude volver a tocar. De modo que, hoy en día no sé tocar, pero dos veces por mes asisto a un curso especial que mi amigo Kimpo dicta para sus alumnos avanzados. El hace la crítica de su trabajo, les indica la manera en que deben tocar y, para mí, eso vale más que beber champagne. Simplemente es maravilloso, tan bueno para lo que escribo, para mi pintura y para todo; en todo caso, constituye una inspiración". Miller consideraba a la música como un arte mayor. Así se lo hace saber a su amigo el fotógrafo Brassaï, autor de dos espléndidos libros: Henry Miller: tamaño natural y Henry Miller: duro, solitario y feliz, en una entrevista incluida en este último: "Renuncié totalmente. No tenía talento suficiente. ¡Pero adoro la música! Es algo más elevado que la pintura o la literatura... Tanto si debo escribir o pintar, trabajo mejor cuando escucho algunos de mis trozos favoritos. E incluso jugando al ping pong, la música me estimula". Henry Miller y Hoki Tokuda La prosa de Miller está imbuida de un ritmo musical irresistible en el cual las palabras son como notas que desbordan el pentagrama, como un gran solista de jazz que cada vez que toca nos conduce hacia un territorio desconocido incluso para él. "Madame -escribe en El coloso de Marusi-, siempre hay dos caminos para tomar: uno, de regreso hacia el confort y la seguridad de la muerte, el otro, hacia delante, hacia ninguna parte". Impecable es su retrato sobre Louis Armstrong en el mismo libro: "Louis puso sus adorables labios gruesos en su trompeta dorada y sopló. Sopló una gran nota áspera (...) y las lágrimas salieron de sus ojos y el sudor le escurrió por el cuello. Louis sintió que traía paz y júbilo a todo el mundo". La pintura constituyó también un fuerte aliciente en la vida de Henry Miller. Si la hoja en blanco podía convertirse en una obsesión, estar frente al lienzo siempre fue un placer. Esto lo llevaba a afirmar: "Cuando escribo, trabajo; cuando pinto, juego". Aunque en un principio en la escuela los maestros le pedían que se saliera del salón de clases porque en cuanto empezaba a pintar todos se reían, con el tiempo creó un estilo propio. Además, en momentos difíciles, sus cuadros le ayudaron a sobrevivir, pues los cambiaba por material de pintura, vino, comida, ropa o cuentas del dentista. "Empecé a pintar alrededor de los veinticinco años, en Brooklyn, casi por la misma época en que empezaba a soñar con escribir -le contaba a De Bartillat-. Bartill at-. La pintura se convirtió en algo muy importante en mi vida. En ella encuentro un trabajo creador que me hace feliz; puedo ver mi obra colgada de la pared y sentir placer. No sucede lo mismo con mis libros. Escribes un libro y lo olvidas. No tienes ganas de leerlo. Pintar es ver con ojos diferentes; es la diferencia entre ver y mirar. Para mí la pintura es más mágica que el hecho de escribir. Soy un pintor literario, aun cuando no pinto temas literarios, mi manera de abordarlos es diferente... La expresión es literaria, más que sensual. Me gustaría ser un buen pintor, un verdadero pintor, porque sostengo mejores conversaciones con los pintores que con los escritores." Miller fue un hombre dedicado a sus amigos, casi ninguno célebre, salvo Anaïs Nin, Lawrence Durrell o Brassaï. En El libro de mis amigos, escrito a los 82 años, rememoraba a quienes, sin llegar a ser conocidos, fueron fundamentales en su vida. Escribe que su primer edén fue en el vientre materno -una de sus grandes obsesiones-, donde tenía "casi todo lo que uno puede desear... excepto amigos, y una vida sin amigos es indigna de este nombre". Las celebridades le tenían sin cuidado. "Es curioso, en mi vida, mis mejores amigos son unos cualquiera, gente de poca importancia -le confiaba a De Bartillat-. Ni un solo gran hombre. Creo que el escritor se alimenta de los cualquiera. Constituyen la materia prima. Hombres como Picasso o como Braque no podían darme nada, porque ya eran completos, c ompletos, genios que ya tenían todo en sí mismos, mientras que yo busco -como un dios-, busco aquellos que puedan inspirar algo. La gente siempre dice: ¡Ah! ¿Conoció a Picasso? ¿Conoció a Matisse? ¿Conoció a fulano o a mengano? Les digo: No, de ningún modo, solamente conozco a desconocidos, que son mis amigos. Aparte de Durrell, por - 11 -
ejemplo, mis amigos más íntimos no eran nadie. Siempre hablamos de los maestros, pero no los reconocemos. El maestro puede ser un vagabundo". A su amigo Brassaï le debemos un retrato inmejorable del escritor: "Nunca olvidaré esa cara rosada emergiendo de un impermeable arrugado, el labio inferior carnoso, los ojos de color verde mar, ojos de marino habituados a escrutar el horizonte a través de la bruma, esa mirada tranquila, llena de serenidad -la mirada ingenua y atenta de un perro- emboscada tras unas gruesas gafas de concha, investigándome con curiosidad. Esbelto, nudoso, sin un gramo de carne de más, tenía el aspecto de una asceta, de un mandarín, de un sabio tibetano". Pero este sabio tibetano suele ser motivo de escarnio por quienes dicen no encontrar el amor en sus obras. Cierto, Miller suele ser despiadado e implacable en cuestión de amores; puede pasar de un estado de exaltación de la mujer a uno de sometimiento o postrarse de las formas más humillantes. Tal vez no sea Amor con mayúscula, pero sí es el amor resultado de una relación real, con sus profundas contradicciones. Si a alguien amó en su vida fue a June Edith Smith, mujer que al incitarlo a dejar su empleo en la compañía telegráfica Western Union y viajar a París para convertirse en escritor, le dio las alas que su genio pedía a gritos. June vive una relación profunda con Miller, al grado de aceptar compartir, ambos, la vida sexual con Anaïs durante algún tiempo, pero también habita en sus obras. Ya viejo, Miller le confesaba con amargura a Brassaï que June -de quien se divorció en la ciudad de México por carta poder en 1934-, vieja, sin dinero, vivía recluida en un asilo y desde allí le mandaba cartas de amor "sólo para decirme que sigue pensando en mí, en su `querido Val`". En Trópico de Capricornio confesaba su profunda devoción hacia June: "En esta tumba que es mi memoria, veo, ya sepultada, a aquélla a quien amé más que a cualquier otra, más que al mundo, más que a Dios, más que a mi carne, más que a mi sangre". "Esbelto, nudoso, tenía el aspecto de un asceta" En esa larga serie de conversaciones con Brassaï que constituye Henry Miller: duro, solitario y feliz, le confesaba la importancia de June en su vida: "June era un ser excepcional y si yo no la hubiera conocido, quizá hubiese sido siempre un fracasado y nadie conocería mi nombre... También fue ella la que me proporcionó el tema principal de mis libros: Trópico de Capricornio, Sexus, Plexus, Nexus, ¿acaso existiría sin ella? Fue ella la que me llevó a París, la que me formó, la que literalmente me transformó. Por eso la he llamado MONA, ¡la sola, la única! Sólo ahora, examinando mi vida, puedo medir su grandeza y su abnegación". Esto no le impidió buscar otros amores, de los que no siempre salía bien librado. Después de su separación de la pianista japonesa Hoki Tokuda, con quien vivió durante diez años, le comentaba a De Bartillat: "Uno de estos días me gustaría releer la historia de Goethe y su último amor. Me gustaría saber qué sentía él, aquel gran hombre, aquel gran europeo, cuando se enamoró de una joven muchacha que lo rechazó, justo en momentos en que todo el mundo lo consideraba un dios". El destino lo puso entonces frente a la actriz Brenda Venus. A los 84 años, la salud de Miller había minado. Durrell recuerda que había mantenido en secreto la serie de operaciones que le habían practicado. "Pero la vivacidad de su mente y de su corazón le hacían tan alegre y ligero que uno se engañaba creyéndole más joven de lo que era. Sólo al ver su cuerpo comprendí cuán y delgado se había quedado. Una arteria artificial, como un pedazo de manguera, que le iba desde el muslo hasta el sistema cardiaco le palpitaba ominosamente en el cuello y el pecho. Y por si fuera poco estaba completamente ciego de un ojo y casi c asi casi del otro". "Su prosa está imbuida de un ritmo musical irresistible" - 12 -
Prácticamente relegado a su lecho, Miller encontró en Brenda Venus motivos suficientes para aferrarse a la vida. "Ella le permitió dominar sus enfermedades y degustar las delicias del Paraíso", escribe Durrell en el prólogo de Querida Brenda: las cartas de amor de Henry Miller a Brenda Venus (México, Seix Barral, 1988)."Me gustaría poder escribirte en ruso, en azteca ( sic), en armenio y en iraní -le dice en una de las misivas-. Porque eres ilimitada. Eres lo que los griegos llaman `nada en moderación`. Eres Mona, Anaïs, Lisa, tout le monde, todas combinadas. Fuego, aire, tierra, océano, cielo y estrellas". A lo largo de esta selección de alrededor de las mil 500 cartas que le envió a Brenda, Miller lucha por mantenerse con vida y continuamente le agradece haberse encontrado con ella. "Estás prolongando mi contrato de vida", le escribe en una de ellas. "Aquí, como en sus libros autobiográficos, nos ofrece un completo retrato de sí mismo en el umbral de la muerte", anota su amigo Durrell en el prólogo del libro. Henry Miller, el amante cínico y despiadado, fallecía el 7 de junio de 1980 en su casa de Pacific Paladisades. Días antes, el anciano de rasgos orientales todavía mostraba el ardor de un amante joven, aunque sabía que la muerte rondaba. Tal vez por eso, en una de sus últimas cartas le pedía a Brenda: "No lamentes nunca este romance a mitad de tu joven vida. Los dos hemos sido bendecidos. No somos de este mundo. Somos las estrellas y el universo de más allá" Xavier Quirarte es periodista cultural. Su más reciente libro es Ritmos de la eternidad
http://www.etcetera.com.mx/2000/383/xq383.html
Trópico de Cáncer (Tropic of Cancer , 1934) Fragmentos — — Fragmentos Estas novelas darán paso, con el tiempo, a diarios o autobiografías: libros cautivadores, siempre y cuando sus autores sepan escoger de entre lo que llaman sus experiencias y reproducir la verdad fielmente.
RALPH WALDO EMERSON
Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos. Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos, y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como éste? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos. Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es un profeta del tiempo. Dice que continuará el mal tiempo. Habrá más calamidades, más muertes, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así que el héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad. Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar. Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar. No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros li bros que escribir, gracias a Dios. Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una - 13 -
patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver... Para cantar, primero hay que abrir la boca. Hay que tener t ener dos pulmones y algunos conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón ni una guitarra. Lo esencial es querer cantar. Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando. Para ti, Tania, canto. Quisiera cantar mejor, más melodio-samente, pero entonces quizá no hubieses accedido nunca a escucharme. Has oído cantar a los otros y te han dejado fría. Su canción era demasiado bella o no lo bastante bella. Es el veintitantos de octubre. Ya no llevo la cuenta de los días. ¿Dirías: mi sueño del 14 de noviembre pasado? Hay intervalos, pero intercalados entre sueños, y no queda conciencia de ellos. El mundo que me rodea está desintegrándose, y deja aquí y allá lunares de tiempo. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo... Pienso en que, cuando el gran silencio descienda sobre todo y por doquier, la música triunfará por fin. Cuando todo vuelva a retirarse a la matriz del tiempo, remará el caos de nuevo, y el caos es la partitura en la que está escrita la realidad. Tú, Tania, eres mi caos. Por eso canto. Ni siquiera soy yo, es el mundo agonizante que se quita la piel del tiempo. Todavía estoy vivo, dando patadas dentro de tu matriz, que es una realidad sobre la que escribir. (…) La comida es una de las cosas que disfruto tremendamente. Y en esta hermosa Villa Borghese
apenas hay nunca rastros de ella. A veces es verdaderamente asombroso. He pedido una y otra vez a Boris que encargue pan para el desayuno, pero siempre se le olvida. Al parecer, sale a desayunar fuera. Y cuando vuelve viene limpiándose los dientes con un palillo y le cuelga un poco de huevo de la perilla. Come en el restaurante por consideración hacia mí. Dice que le duele darse una comilona mientras le miro. Van Norden me gusta, pero no comparto la opinión que tiene de sí mismo. No estoy de acuerdo, por ejemplo, en que sea un filósofo ni un pensador. Es un putero y nada más. Y nunca será un escritor. Tampoco lo será nunca Sylvester, aunque su nombre resplandezca en luces rojas de cincuenta mil bujías. Los únicos escritores a mi alrededor por los que siento algún respeto ahora son Carl y Boris. Están poseídos. Arden por dentro con una llama blanca. Están locos l ocos y carecen de oído. Son víctimas. En cambio, Moldorf, que también sufre a su manera, no está loco. Moldorf se embriaga con las palabras. No tiene venas, ni arterias, ni corazón, ni riñones. Es un baúl portátil lleno de innumerables cajones, y éstos tienen escritos fuera rótulos en tinta blanca, tinta marrón, tinta roja, tinta azul, bermellón, azafrán, malva, siena, albaricoque, turquesa, ónix, Anjou, arenque, Corona, verdín, gorgonzola... He trasladado la máquina de escribir a la habitación contigua, donde puedo verme en el espejo mientras escribo. Tania es como Irene. Espera cartas voluminosas. Pero hay otra Tania, una Tania semejante a una enorme semilla que disemina el polen por todos lados... o, digámoslo al modo de Tolstói, una escena de establo en la que desentierran al feto. Tania es una fiebre también... les votes urinaires, Café de la Liberté, Place des Vosges, corbatas brillantes en el Boulevard Montparnasse, cuartos de baño oscuros, oporto seco, cigarrillos Abdullah, el adagio de la sonata Pathétique, amplificadores auriculares, sesiones anecdóticas, pechos de siena rojiza, ligas gruesas, qué hora es, faisanes dorados rellenos de castañas, dedos de tafetán, crepúsculos vaporosos que se vuelven acebo, acromegalia, cáncer y delirio, velos calidos, fichas de póquer, alfombras de sangre y muslos suaves. Tania dice de modo que todo el mundo pueda oírla: «¡Le amo!» Y mientras Boris se calienta con whisky, ella dice: «¡Siéntate aquí! Oh, Boris... Rusia... ¿Qué voy a hacer? ¡Estoy a punto de estallar!» - 14 -
Por la noche, cuando contemplo la perilla de Boris reposando sobre la almohada, me pongo histérico. ¡Oh, Tania! ¿Dónde estará ahora aquel cálido coño tuyo, aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo un hueso en la picha de quince centímetros. Voy a alisarte todas las arrugas del coño, Tania, hinchado de semen. Te voy a enviar a casa con tu Sylvester con dolor en el vientre y la matriz vuelta del revés. ¡Tu Sylvester! Sí, él sabe encender un fuego, pero yo sé inflamar un coño. Disparo dardos ardientes a tus entrañas, Tania, te pongo los ovarios incandescentes. ¿Está un poco celoso tu Sylvester ahora? Siente algo, ¿verdad? Siente los rastros de mi enorme picha. He dejado un poco más anchas las orillas. He alisado las arrugas. Después de mí, puedes recibir garañones, toros, carneros, ánades, san bernardos. Puedes embutirte el recto con sapos, murciélagos, lagartos. Puedes cagar arpegios, si te apetece, o templar una cítara a través de tu ombligo. Te estoy jodiendo, Tania, para que permanezcas jodida. Y si tienes miedo a que te jodan en público, te joderé en privado. Te arrancaré algunos pelos del coño y los pegaré a la barbilla de Boris. Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco... Cielo azul y despejado de nubes lanudas, árboles macilentos que se extienden hasta el infinito, con sus oscuras ramas gesticulando como un sonámbulo. Árboles sombríos, espectrales, de troncos pálidos como la ceniza de un habano. Un silencio supremo y enteramente europeo. Postigos echados, tiendas cerradas. Aquí y allá una luz roja para señalar una cita. c ita. Fachadas abruptas, casi repulsivas; inmaculadas, salvo por los manchones de sombra proyectados por los árboles. Al pasar por la Orangerie, recuerdo otro París, el París de Maugham, de Gauguin, el París de George Moore. Pienso en aquel terrible español que sobrecogía al mundo entonces con sus saltos de estilo a estilo. Pienso en Spengler y en sus terribles pronunciamientos, y me pregunto si no se habrá perdido el estilo, el estilo elegante. Digo que esos pensamientos ocupan mi mente, pero no es cierto; ci erto; hasta después, hasta que no he cruzado el Sena, hasta que no he dejado atrás el carnaval de luces, no dejo jugar a mi mente con esas ideas. Por el momento no puedo pensar en nada... excepto que soy un ser sensible apuñalado por el milagro de esas aguas que reflejan un mundo olvidado. A lo largo de las orillas, los árboles se inclinan pesadamente sobre el espejo empañado; cuando el viento se levante y los llene con un murmullo rumoroso, derramarán algunas lágrimas y se estremecerán, mientras pase el agua en torbellinos. Eso me corta el aliento. Nadie a quien comunicar ni siquiera parte de mis sentimientos... Lo malo de Irene es que tiene una maleta en lugar de un coño. Quiere cartas voluminosas para embutirlas en su maleta. Inmensas, avec des choses inouïes. En cambio, Liona sí que tenía un coño. Lo sé porque nos envió unos cuantos pelos de ahí abajo. Liona... un asno salvaje que olfateaba el placer en el aire. En todas las colinas altas hacía de puta... y a veces en las cabinas telefónicas y en los retretes. Compró una cama para su rey Carol y un cubilete de afeitarse con sus iniciales. Se tumbó en Tottenham Court Road con el vestido levantado y se acarició con el dedo. Usaba velas, candelas romanas y pomos de puerta. No había una picha en todo el país bastante grande para ella... ni una. Los hombres la penetraban y se encogían. Necesitaba pichas extensibles, cohetes de los que explotan automáticamente, aceite hirviendo compuesto de cera y creosota. Si se lo hubieras permitido, te habría cortado la picha y se la habría guardado dentro para siempre. ¡Un coño único de entre un millón, el de Liona! Un coño de laboratorio, y no había papel de tornasol que pudiera tomar su color. También era una mentirosa, aquella Liona. Nunca compró una cama a su rey Carol. Le coronó con una botella de whisky, y su lengua estaba llena de piojos y de mañanas. Pobre Carol, lo único que podía hacer era encogerse dentro de ella y morir. Respiraba ella y él caía afuera... como una almeja muerta. Cartas enormes, voluminosas, avec des choses inouïes. Una maleta sin correas. Un agujero sin llave. Tenía la boca alemana, las orejas francesas, el culo ruso. El coño internacional. Cuando la bandera ondeaba, era roja hasta la garganta. Entrabas por el Boulevard Jules Ferry y salías por la Porte de la Villette. Echabas los bofes en las carretas... carretas rojas con dos ruedas, naturalmente. En la confluencia del Ourcq y el Marne, donde el agua prorrumpe a través de los diques y se extiende como cristal bajo los puentes. Liona yace allí ahora y el canal está lleno de cristal y astillas; las mimosas lloran y la húmeda - 15 -
bruma de un pedo empaña los cristales de las ventanas. ¡Una gachí única de entre un millón, aquella Liona! Toda ella coño y un culo de cristal en que se puede leer la historia de la Edad Media. (…) Mi mundo de seres humanos había perecido; estaba completamente solo y por amigos tenía a
las calles, y las calles me hablaban en ese lenguaje triste y amargo compuesto de miseria humana, anhelo, pesadumbre, fracaso, esfuerzos inútiles. Al pasar una noche bajo el viaducto por la rue Broca, después de enterarme de que Mona estaba enferma y en la miseria, recordé de pronto que fue aquí, en la desolación y sordidez de esta calle hundida, aterrorizada quizá por una premonición del futuro, donde Mona se me agarró y con voz trémula me hizo prometerle que nunca la abandonaría, nunca, pasara lo que pasase. Y sólo unos días después me encontraba en el andén de la Gare St. Lazare y miraba partir el tren, el tren que se la llevaba: ella estaba asomada a la ventana, igual que se había asomado a la ventana cuando salí de Nueva York, y tenía la misma sonrisa triste e inescrutable en la cara, esa expresión de última hora con la que se pretende comunicar tantas cosas, pero que es sólo una máscara desfigurada por una sonrisa vacía. Hacía sólo unos días que se había agarrado a mí desesperadamente, y después algo ocurrió, algo que ni siquiera está claro para mí ahora, y por su propia voluntad subió al tren y me volvió a mirar con esa sonrisa triste y enigmática que me desconcierta, que es injusta, forzada, de la que desconfío con toda mi alma. Y ahora soy yo, parado a la sombra del viaducto, quien tiendo los brazos hacia ella desesperadamente y en mis labios aparece esa misma sonrisa inexplicable, esa máscara que he colocado sobre mi pena. Puedo quedarme aquí parado y sonreír inexpresivamente, y por fervorosas que sean mis plegarias, por desesperado que sea mi anhelo, hay un océano entre nosotros; ella seguirá allí en la miseria, y yo caminaré aquí de una calle a otra, con lágrimas ardientes quemándome el rostro. Esa clase de crueldad es la que está incrustada en las calles; eso es lo que nos salta a la vista desde las paredes y nos aterroriza, cuando reaccionamos de repente ante un miedo indescriptible, cuando nuestra alma es presa de un pánico atroz. Eso es lo que da a los faroles sus terribles efectos, lo que les hace llamarnos con señas y atraernos hacia su abrazo estrangulador; eso es lo que hace que ciertas casas parezcan las custodias de crímenes secretos y sus ventanas ciegas las cuencas vacías de ojos que han visto demasiado. Una cosa de esa clase, escrita en la fisonomía humana de las calles, es la que me hace escapar, cuando veo por encima de mí la inscripción «Impasse Satán». Lo que me hace estremecer, cuando a la entrada misma de la Mezquita observo que hay escrito: «Lunes y jueves, tuberculosis; miércoles y viernes, sífilis.» En todas las estaciones de metro hay calaveras que hacen muecas y te saludan con un «Défendezvous contre la syphilis!» Dondequiera que haya paredes, hay carteles con cangrejos brillantes y malignos que anuncian la proximidad del cáncer. Vayas donde vayas, toques lo que toques, hay cáncer y sífilis. Está escrito en el cielo; flamea y danza, como un mal augurio. Nos ha corroído el alma y no somos sino una cosa muerta como la luna. (…) Mona solía decirme, en sus arranques de exaltación: «Eres un gran ser humano», y aunque me dejó aquí agonizando, aunque puso bajo mis pies un gran abismo terrible de vacío, las palabras que se encuentran en el fondo de mi alma, brotan afuera e iluminan las sombras debajo de mí. Soy uno que se perdió entre la multitud, a quien las luces chisporroteantes aturdieron, un cero a la izquierda que vio todo lo que le rodeaba reducido a objeto de burla. Pasaron junto a mí hombres y mujeres inflamados con azufre, porteros con librea de calcio abriendo las mandíbulas del infierno, la fama caminando con muletas, empequeñecida por los rascacielos, masticada y reducida a jirones por la boca cubierta de púas de las máquinas. Caminé entre los altos edificios hacia el frescor del río y vi las luces elevarse como cohetes entre las costillas de los esqueletos. Si yo era verdaderamente un gran ser humano, como ella decía, en ese caso, ¿qué significaba esa idiotez babeante que me rodeaba? Era un hombre con cuerpo y alma, tenía un corazón que no estaba protegido por una bóveda de acero. Tenía momentos de éxtasis y cantaba con chispas ardientes. Cantaba al Ecuador, a sus piernas de plumas rojas y a las islas que se perdían de vista. Pero nadie oía. Una bala de cañón disparada a - 16 -
través del Pacífico cae en el espacio porque la tierra es redonda y las palomas vuelan patas arriba. La vi mirarme a través de la mesa con ojos apesadumbrados; la pena, extendiéndose hacia dentro, se aplastaba la nariz contra su espina dorsal; la médula batida hasta la piedad se había vuelto líquida. Era tan ligera como un cadáver flotando en el mar Muerto. Los dedos le sangraban de angustia y la sangre se convertía en baba. Con el húmedo amanecer llegó el repique de campanas y por las fibras de mis nervios las campanas tocaban sin cesar y sus badajos me martilleaban en el corazón y retumbaban con férrea malicia. Era extraño que las campanas repicaran así, pero más extraño todavía el cuerpo que revienta, esa mujer convertida en noche y sus palabras como gusanos royendo el colchón. Seguí adelante bajo el Ecuador, oí la espantosa risa de la hiena de mandíbulas verdes, vi el chacal de cola sedosa y el dig-dig y el leopardo moteado, todos olvidados en el Jardín del Edén. Y entonces su pena se dilató, como la proa de un acorazado y el peso de su hundimiento me inundó los oídos. Aluvión de légamo y zafiros deslizándose, vertiéndose, por las neuronas alegres, y el espectro empalmado y las bordas sumergiéndose. Oí girar las cureñas con la suavidad de una pata de león, las vi vomitar y babear: el firmamento se hundió y las estrellas se volvieron negras. El negro océano sangrando y las estrellas meditabundas engendrando pedazos de carne fresca e hinchada, mientras por encima revoloteaban los pájaros y del alucinado cielo caía la balanza con mortero y pistadero y los ojos vendados de la justicia. Todo lo que aquí se cuenta se mueve con pies imaginarios por los paralelos de globos muertos; todo lo que se ve con las cuencas vacías se abre como hierba en flor. De la nada surge el signo del infinito; bajo las espirales eternamente ascendentes se hunde lentamente el agujero profundo. La tierra y el agua asociados hacen versos, un poema escrito con carne y más fuerte que el acero o el granito. A través de la noche infinita, la tierra gira hacia una creación desconocida... —Traducción de Carlos Manzano.
Primavera Negra (Black Spring, 1934) Fragmentos — — Fragmentos
EL DISTRITO DECIMOCUARTO Lo que no está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura.
Soy un patriota —del Distrito Decimocuarto de Brooklyn donde me crié. El resto de los Estados Unidos no existe para mí, excepto como idea, o historia o literatura. A los diez años fui arrancado de mi suelo nativo y llevado a un cementerio, un cementerio luterano, donde las lápidas están siempre en orden y las coronas nunca se marchitan. Pero yo nací en la calle y me crié en la calle. "La calle abierta de la era post-mecánica donde la más hermosa y alucinante vegetación de hierro... ", etc. Nací bajo el signo de Aries, que da un cuerpo fogoso, activo, enérgico y algo inquieto. ¡Con Marte en la novena casa! Haber nacido en la calle significa vagar toda la vida, ser libre. Significa accidente e incidente, drama, movimiento. Significa, sobre todo, ensueño. Una armonía de acontecimientos irrelevantes que dan a nuestro vagabundeo una certitud metafísica. En la calle se aprende lo que realmente son los seres humanos; de otro modo, o más adelante, uno los inventa. Lo que no está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura. Nada de lo que se llama "aventura" se acerca nunca al sabor de la calle. No importa que volemos al polo, que nos sentemos en el fondo del océano con una almohadilla en la mano, que levantemos nueve ciudades una tras otra o que, como Kurtz, remontemos un río y nos volvamos locos. No importa cuán excitante, cuán intolerable sea la situación, siempre habrá salidas, siempre habrá mejoras, comodidades, compensaciones, periódicos, religiones. Pero alguna vez no hubo nada. Alguna vez fuimos libres, salvajes, asesinos... - 17 -
Los muchachos a quienes hemos adorado la primera vez que pisarnos la calle se quedan con nosotros para toda la vida. Son los únicos héroes reales. Napoleón, Lenin, Al Capone — todos pertenecen al mundo de la ficción. Napoleón no vale para mí nada frente a Eddie Carney, que me puso por primera vez un ojo negro. Ningún hombre que yo haya encontrado nunca me ha parecido más principesco, más regio, más noble que Lester Reardon, quien, por el mero hecho de caminar por la calle, inspiraba miedo y admiración. Julio Verne no me llevó l levó nunca a los lugares que Stanley Borowski conocía y tenía ocultos, al caer la noche. Robinson Crusoe carecía de imaginación frente a Johnny Paul. Todos estos muchachos del Distrito Decimocuarto todavía tienen un sabor especial. No eran inventados, imaginados: eran reales. Sus nombres resuenan como monedas de oro —Tom Fowler, Jim Buckley, Matt Owen, Rob Ramsay, Harry Martin, Johnny Dunne, para no mencionar a Eddie Carney o al gran Lester Reardon. Todavía ahora, al nombrar a Johnny Paul, los nombres de los santos me dejan mal gusto en la boca. Johnny Paul era el Odiseo vivo del Distrito Decimocuarto; el hecho de que más tarde se convirtiera en un simple camionero no tiene nada que q ue ver. Antes del gran cambio nadie notaba que las calles eran feas o sucias. Si las rejillas de las cloacas estaban abiertas nos apretábamos las narices. Si nos sonábamos la nariz encontrábamos en el pañuelo mocos, y no nuestra nariz. Había paz interior y contentamiento. Estaban los bares, el hipódromo, las bicicletas, las mujeres fáciles y los l os caballos de trote. La vida avanzaba descansadamente. Por lo menos en el Distrito Decimocuarto. Los domingos por la mañana nadie estaba vestido. La señora Gorman bajaba en su salto de cama con los ojos sucios a saludar al pastor —"Buenos días, padre". "Buenos días, señora Gorman... "— y la calle quedaba limpia de todos sus pecados. Pat McCarren llevaba el pañuelo colgado en una de las colas del frac; allí quedaba lindo y como el trébol en su ojal. La espuma de la cerveza desbordaba, como quien dice, y la gente se detenía a conversar entre sí. En mis sueños vuelvo al Distrito Decimocuarto como vuelve un paranoico a sus obsesiones. Cuando pienso en esos grises barcos de guerra en el amarradero de la marina los veo en una dimensión astrológica, en la que yo soy el artillero, el químico, el comerciante de altos explosivos, el sepulturero, el aguacil, el cornudo, el sádico, el abogado y el litigante, el sabio, el inquieto, el chiflado y el cara dura. Mientras otros recuerdan de su juventud un hermoso jardín, una madre cariñosa, una estadía en el mar, yo recuerdo, con una claridad que parece grabada en ácido, las sombrías paredes cubiertas de hollín, las chimeneas de la fábrica de hojalata de enfrente, los brillantes pedazos redondos de lata que se tiraban a la calle, algunos relucientes y brillantes, otros apagados, oxidados, color cobre, que dejaban una mancha en los dedos; recuerdo las acerías donde ardía el rojo horno y los hombres caminando hacia el ardiente pozo con enormes azadas en la mano; afuera quedaban las chatas formas de madera como ataúdes atravesados por varas, en las que nos desgarrábamos las pantorrillas o nos rompíamos el pescuezo. Recuerdo las manos negras de los forjadores; el polvo de hierro que se había metido tan profundamente dentro de la piel que nada podía sacarlo, ni el jabón, ni la grasa, ni el dinero, ni el amor, ni la muerte. ¡Era como una marca negra sobre ellos! Marchaban hacia el horno como diablos de manos negra —y después, cubiertos de flores, fríos y rígidos en sus trajes domingueros, ni siquiera la lluvia podía lavar el polvo. Todos esos hermosos gorilas subían hasta Dios con sus músculos hinchados, con su lumbago y sus manos negras... Para mí el mundo entero estaba comprendido en los confines del Distrito Decimocuarto. Cualquier cosa que pasara fuera, o no pasaba, o carecía de importancia. Si mi padre iba a pescar fuera de este mundo, la cosa a mí no me interesaba. Sólo recuerdo su aliento de borracho cuando llegaba a casa por la noche y abriendo su gran canasta verde desparramaba en el suelo los resbaladizos monstruos de ojos saltones. Si un hombre iba a la guerra, yo recuerdo sólo su regreso, un domingo por la tarde cuando, plantado frente a la casa del pastor, vomitó hasta las tripas y se secó en la ropa. Pasamos imperceptiblemente de una escena, una edad, una vida, a otra. (…) Súbitamente, al caminar por una calle, ya sea en realidad o en sueños, se descubre por primera vez que los años han huido, que todo se ha ido para siempre y que vivirá sólo en el recuerdo; entonces el recuerdo se vuelca hacia adentro con una claridad aferrante, extraña y volvemos perpetuamente sobre esas escenas y esos incidentes, en sueños y en ensueños, mientras caminamos por una calle, mientras nos acostamos con una mujer, mien- 18 -
tras leemos un libro, mientras hablamos con un desconocido... Súbitamente, pero siempre con aterradora insistencia y siempre con aterradora precisión, estos recuerdos intervienen, surgen como fantasmas e impregnan cada fibra de nuestro ser. A partir de entonces todo se mueve en niveles cambiantes: nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestras acciones, toda nuestra vida. Un paralelogramo en el que saltamos de un escalón de nuestro cadalso hacia otro. A partir de entonces caminos divididos en millares de fragmentos, como un insecto de cien pies, un ciempiés de patas delicadas que bebe en la atmósfera; caminamos sobre filamentos delicados que beben ávidamente el pasado y el futuro, y todas las cosas se derriten en música y en tristeza; caminamos contra un mundo unido, afirmando nuestra división. Todas las cosas, cuando caminamos, se dividen con nosotros en miríadas de fragmentos iridiscentes. La gran fragmentación de la madurez. El gran cambio. En la juventud éramos un todo y el terror y el dolor del mundo penetraban en nosotros total y enteramente. No había una aguda separación entre la alegría y el pesar: se fundían en una sola cosa, como nuestra vida de vigilia se funde con el ensueño y con el sueño. Nos levantábamos siendo un ser por la mañana y por la noche bajábamos a un océano, nos ahogábamos completamente, aferrando las estrellas y la fiebre del día. Después llega un tiempo en el que todo parece al revés. Vivimos en la mente, en ideas, en fragmentos. Ya no bebemos la salvaje música exterior de la calle —la recordamos solamente. Como maniáticos revivimos el drama de la juventud. Como una araña que escupe el hilo de su tela siguiendo una trama obsesiva, logarítmica. Si nos conmovemos ante un gordo busto es por el recuerdo del gordo busto de una puta que se inclinó una noche de lluvia y nos mostró por la primera vez la maravilla de sus grandes globos lechosos; si nos conmueven los reflejos de una calzada mojada es porque a los siete años fuimos súbitamente aguijoneados por la premonición del porvenir mientras mirábamos sin pensar el brillante y líquido espejo de la calle. Si la visión de una puerta que se mueve nos intriga es por el recuerdo de un crepúsculo de verano en el que todas las puertas se movían suavemente y allí, donde la luz se inclina para acariciar a la sombra, había pantorrillas doradas, encajes y brillantes sombrillas y, a través de las rendijas de la puerta que se movía, como fina arena que se agita sobre un lecho de rubíes, se agitaba allí la música y el incienso de fabulosos cuerpos desconocidos. Quizás, cuando esa puerta se abría para darnos una sobrecogedora visión del mundo, quizás, entonces, tuvimos la primera percepción del gran impacto del pecado, la primera vislumbre de que, en estas mesitas redondas que giran en la luz, mientras nuestros pies perezosos rascan la viruta y nuestras manos tocan el frío borde de los l os vasos, aquí, en estas mesitas redondas que más adelante vamos a mirar con tanta nostalgia y reverencia, aquí, repito, vamos a sentir en los años venideros el primer hierro del amor, las primeras manchas de la oxidación, las primeras negras manos como garras del pozo, los primeros brillantes trozos circulares de latón, en las calles, las siniestras chimeneas de color de hollín, el desnudo olmo que surge como un latigazo en el relámpago de verano que grita mientras arrecia la lluvia, mientras, saliendo de la cálida tierra los caracoles se deslizan milagrosamente y todo el aire se vuelve azul y como de sulfúrico. Aquí, sobre estas mesas, a la primera llamada, al primer contacto de una mano, vendrá el amargo y mordiente dolor que retuerce las tripas; el vino se agria en nuestras barrigas; un dolor brota de las plantas de los pies y las redondas mesitas giran con la angustia y la fiebre de nuestros huesos ante el suave y ardiente contacto de una mano Aquí está enterrada leyenda tras leyenda de juventud y de melancolía, de noches salvajes y de pechos misteriosos bailando en el mojado espejo del pavimento, de mujeres que ríen bajito mientras se arañan, de gritos de marineros enloquecidos, de largas colas frente al vestíbulo, de barcos rozándose en la niebla y de remolcadores pitando furiosamente contra la marea que sube, mientras allá, en el puente de Brooklyn, un hombre espera en agonía, para saltar, o para escribir un poema, o para que la sangre deje al fin sus arterias porque, si da un solo paso, el dolor del d el amor lo matará. El plasma del ensueño es el dolor de la separación. El ensueño prosigue después que el cuerpo está enterrado. Caminamos por las calles con mil patas y ojos, con peludas antenas que registran la más mínima clave y recuerdo del pasado. En el vagabundeo sin dirección nos detenemos aquí y allí, como largas plantas pegajosas, y tragamos enteros los l os trozos vivos del pasado. Nos abrimos suavemente y nos entregamos a beber en la noche y en los océanos de sangre que ahogaron el sueño de nuestra juventud. Bebemos y bebemos con sed insaciable. —Traducción de Patricio Canto. - 19 -
Trópico de Capricornio (Tropic of Capricorn, 1938) Fragmentos — — Fragmentos A ella Introducción a Historia Calamitatum («Historia de mis desventuras») Muchas veces el ejemplo es más eficaz que las palabras para conmover los corazones de hombres y mujeres, como también para mitigar sus penas. Por eso, como yo también he conocido el consuelo proporcionado por la conversación con alguien que fue testigo de ellas, me propongo ahora escribir sobre los sufrimientos provocados por mis desventuras para quien, aun estando ausente, siempre sabe dar consuelo. Lo hago para que, al comparar tus penas con las mías, descubras que las tuyas no son nada verdaderamente, o a lo sumo de poca monta, y así podrás soportarlas más fácilmente.
EN EL TRANVÍA OVÁRICO Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio nunca hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, no había sino disputa y discordia. En todo veía en seguida el extremo opuesto, la contradicción, y entre lo real y lo irreal la ironía, la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni sustraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que nada cambiaría, sin un cambio del corazón, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía; era algo que me hacía vomitar. Tenía tan poca necesidad de Dios como El de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara. Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, amable, generoso, leal, etc., porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada. Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión hacia todo el mundo y por todo. Desde el principio mismo debí de haberme ejercitado en no desear nada demasiado ardientemente. Desde el principio mismo, fui independiente, pero de forma falsa. No necesitaba a nadie porque quería ser libre, libre para hacer y dar sólo lo que dictaran mis caprichos. En cuanto esperaban algo de mí o me lo pedían, me plantaba. Esa fue la forma que adoptó mi independencia. En otras palabras, estaba corrompido, corrompido desde el principio. Como si mi madre me hubiera amamantado con veneno, y, - 20 -
aunque me destetó pronto, el veneno permaneció en mi organismo. Parece ser que, incluso cuando me destetó, me mostré completamente indiferente; la mayoría de los niños se rebelan, o fingen rebelarse, pero a mí me importaba un comino. Era un filósofo, siendo todavía un niño de mantillas. Estaba contra la vida, por principio. ¿Qué principio? El principio de la futilidad. Todos los que me rodeaban luchaban sin cesar. Por mi parte, nunca hice un esfuerzo. Si parecía que hacía un esfuerzo, era sólo para agradar a alguien; en el fondo, me importaba un bledo. Y si pudierais decirme por qué había de ser así, lo negaría, porque nací con una vena de maldad y nada puede suprimirla. Más adelante, cuando ya había crecido, me enteré de que les costó un trabajo de mil demonios sacarme de la matriz. Lo entiendo perfectamente. ¿A santo de qué moverse? ¿A son de qué salir de un lugar agradable y cálido, un refugio acogedor donde te ofrecen todo gratis? El recuerdo más temprano que tengo es el del frío, la nieve y el hielo en el arroyo, de la escarcha en los cristales de las ventanas, del helor de las verdes paredes maderosas de la cocina. ¿Por qué vive la gente en los rudos climas de las zonas templadas, como las llaman impropiamente? Porque la gente es idiota por naturaleza, perezosa por naturaleza, cobarde por naturaleza. Hasta que no cumplí diez años, nunca me di cuenta de que existían países «cálidos», lugares donde no tenías que ganarte la vida con el sudor de la frente ni tintar y fingir que era tónico y estimulante. En todos los sitios donde hace frío hay gente que se mata a trabajar y, cuando tienen hijos, les predican el evangelio del trabajo, que, en el fondo, no es sino la doctrina de la inercia. Mi familia estaba formada por nórdicos puros, es decir, idiotas. Suyas eran todas las ideas equivocadas que se hayan podido exponer en este mundo. Una de ellas era la doctrina de la limpieza, por no hablar de la de la probidad. Eran penosamente limpios. Pero por dentro apestaban. Ni una sola vez habían abierto la puerta que conduce hasta el alma; ni una sola vez se les ocurrió dar un salto a ciegas en la oscuridad. Después de comer, se lavaban los platos con presteza y se colocaban en la alacena; después de haber leído el periódico, se plegaba cuidadosamente y se guardaba en un estante; después de lavar la ropa, se planchaba y doblaba y luego se guardaba en los cajones. Todo se hacía pensando en el mañana, pero el mañana nunca llegaba. El presente sólo era un puente, y en él siguen gimiendo, como el mundo, y ni a un solo idiota se le ocurre volar el puente. Mi amargura me impulsa con frecuencia a buscar razones para condenarlos, para mejor condenarme a mí mismo. Pues soy como ellos también, en muchos sentidos. Durante mucho tiempo creía que había escapado, pero con el paso del tiempo t iempo veo que no soy mejor, que soy un poco peor incluso, porque yo vi siempre las cosas con mayor claridad que ellos y, sin embargo, seguí siendo incapaz de ca mbiar mi vida. Cuando rememoro mi vida, me parece que nunca he hecho nada por mi propia voluntad, sino siempre apremiado por otros. A menudo la gente me toma por un aventurero; nada podría estar más alejado de la verdad. Mis aventuras han sido siempre casuales, siempre impuestas, siempre sufridas en lugar de emprendidas. Pertenezco por esencia a ese pueblo nórdico, altivo y jactancioso que nunca ha tenido el menor sentido de la aventura, a pesar de lo cual ha recorrido la Tierra y la ha vuelto del revés, esparciendo vestigios y ruinas por todas partes. Espíritus inquietos, pero no aventureros. Espíritus agonizantes, incapaces de vivir en el presente. Vergonzosos cobardes, todos ellos, yo incluido. Pues sólo existe una gran aventura y es hacia dentro, hacia uno mismo, y para ésa ni el tiempo ni el espacio ni los actos, siquiera, importan. Cada ciertos años estuve a punto de hacer ese descubrimiento, pero fue muy propio de mí que siempre consiguiera escurrir el bulto. Si intento pensar en una buena excusa, la única que se me ocurre es el ambiente, las calles que conocí y la gente que vivía en ellas. No puedo pensar en calle alguna de América, ni en persona alguna que viva en ella, capaces de enseñarle a uno el camino que conduce al descubrimiento de sí mismo. He recorrido las l as calles de muchos países del mundo, pero en ninguna parte me he sentido tan degradado y humillado como en América. Pienso en todas las calles de América combinadas y como formando una enorme letrina, una letrina del espíritu en que todo se ve aspirado hacia abajo, drenado y convertido en mierda eterna. Sobre esa letrina el espíritu del trabajo agita una - 21 -
varita mágica; palacios y fábricas surgen juntos, y fábricas de municiones y de productos químicos y acerías y sanatorios y prisiones y manicomios. El continente entero es una pesadilla que produce la mayor miseria para el mayor número. Yo era uno solo, una sola entidad en medio de la mayor francachela de riqueza y felicidad (riqueza estadística, felicidad estadística), pero nunca conocí a un hombre que fuera verdaderamente rico ni verdaderamente feliz. Yo por lo menos sabía que era desgraciado, que era pobre, que estaba desarraigado, que desentonaba. Ese era mi único consuelo, mi única alegría. Pero no bastaban. Habría sido mejor para mi paz espiritual, para mi alma, que hubiera expresado mi rebelión a las claras, que hubiese ido a la cárcel, que me hubiese podrido y hubiese muerto en ella. Habría sido mejor que, como el loco Czolgosz, hubiera matado a tiros a algún honrado presidente McKinley, a algún alma apacible e insignificante como ésa que nunca hubiese hecho el menor daño a nadie. Porque en el fondo de mi corazón anidaba un asesino: quería ver a América destruida, arrasada de arriba abajo. Quería verlo suceder por pura venganza, como expiación por los crímenes que cometían contra mí y contra otros como yo que nunca han sido capaces de alzar la voz y expresar su odio, su rebelión, su legítima sed de sangre. Yo era el producto maligno de un suelo maligno. Si no fuera imperecedero, el «yo» de que escribo habría quedado destruido hace mucho tiempo. A algunos esto puede parecerles una invención, pero lo que quiera que imagine haber ocurrido sucedió efectivamente, por lo menos para mí. La Historia puede negarlo, ya que no he participado en la historia de mi pueblo, pero aun cuando todo lo que digo sea falso, parcial, rencoroso, malévolo, aun cuando sea yo un mentiroso y un envenenador, aun así es la verdad y tendrán que tragarla. (…) Quien, por un amor demasiado grande, lo que al fin y al cabo es monstruoso, muere de sufrimiento, renace para no conocer ni amor ni odio, sino para disfrutar. Y ese disfrute de la vida, por haberse adquirido de forma no natural, es un veneno que tarde o temprano corrompe el mundo entero. Lo que nace más allá de los límites del sufrimiento humano actúa como un boomerang y provoca destrucción. De noche las calles de Nueva York reflejan la crucifixión y la muerte de Cristo. Cuando el suelo está cubierto de nieve y reina un silencio supremo, de los horribles edificios de Nueva York sale una música de una desesperación y una ruina tan sombrías, que hace arrugarse la carne. No se puso piedra alguna sobre otra con amor ni reverencia; no se trazó calle alguna para la danza ni el goce. Juntaron una cosa a otra en una pelea pel ea demencial por llenar la barriga y las calles huelen a barrigas vacías y barrigas llenas y barrigas a medio llenar. Las calles huelen a un hambre que no tiene nada que ver con el amor; huelen a la barriga insaciable y a las creaciones c reaciones del vientre vacío que son nulas y vanas. En esa nulidad y vaciedad, en esa blancura de cero, aprendí a disfrutar con un bocadillo o un botón de cuello. Podía estudiar una cornisa o una albardilla con la mayor curiosidad mientras fingía escuchar el relato de una aflicción humana. Recuerdo las fechas de ciertos edificios y los nombres de los arquitectos que los proyectaron. Recuerdo la temperatura y la velocidad del viento, cuando estábamos parados en determinada esquina; el relato que lo acompañaba se ha esfumado. Recuerdo que incluso estaba recordando alguna otra cosa entonces, y puedo deciros lo que estaba recordando, pero, ¿para qué? Había en mí un hombre que había muerto y lo único que quedaba eran sus recuerdos; había otro hombre que estaba vivo, y ese hombre debía ser yo, yo mismo, pero estaba vivo sólo al modo como lo está un árbol, o una roca, o un animal del campo. Así como la ciudad misma se había convertido en una enorme tumba en que los hombres luchaban para ganarse una muerte decente, así también mi propia vida llegó a parecerse a una tumba que iba construyendo con mi propia muerte. Iba caminando por un bosque de piedra cuyo centro era el caos, bailaba o bebía hasta atontarme, o hacía el amor, o ayudaba a alguien, o planeaba una nueva vida, pero todo era caos, todo piedra, y todo irremediable y desconcertante. Hasta el momento en que encontrara una fuerza suficientemente - 22 -
grande como para sacarme como un torbellino de aquel demencial bosque b osque de piedra, ninguna vida sería posible para mí ni podría escribirse una sola página que tuviera sentido. Quizás al leer esto, tenga uno todavía la impresión del caos, pero está escrito desde un centro vivo y lo caótico es meramente periférico, los retazos tangenciales, por decirlo así, de un mundo que ya no me afecta. Hace sólo unos meses me encontraba en las calles de Nueva York mirando a mi alrededor, como había hecho hace doce años; una vez más me vi estudiando la arquitectura, estudiando los detalles minúsculos que sólo capta el ojo transtornado. Pero aquella vez era como si hubiera llegado de Marte. ¿Qué raza de hombres es ésta?, me pregunté. ¿Qué significa? Y no había recuerdo del sufrimiento ni de la vida que se extinguía en el arroyo; lo único que ocurría era que estaba observando un mundo extraño e incomprensible, un mundo tan alejado de mí, que tenía la sensación de pertenecer a otro planeta. Desde lo alto del Empire State Building miré una noche la ciudad, que conocía desde abajo: allí estaban, en su verdadera perspectiva, las hormigas humanas con las que me había arrastrado, los piojos humanos con los que había luchado. Se movían a paso de caracol, cada uno de ellos cumpliendo indudablemente su destino microcósmico. En su infructuosa desesperación habían elevado ese edificio colosal que era su motivo de orgullo y de jactancia. Y desde el techo más alto de aquel edificio colosal habían suspendido una ristra de jaulas en que los canarios encarcelados trinaban con su gorjeo sin sentido. Dentro de cien años, pensé, quizás enjaularían a seres humanos vivos, alegres, dementes, que cantarían al mundo por venir. Quizás engendrarían una raza de gorjeadores que trinarían mientras los otros trabajasen. Tal vez habría en cada jaula un poeta o un músico, para que la vida de abajo siguiera fluyendo sin trabas, unida a la piedra, unida al bosque, un caos agitado y crujiente de nulidad y vacío. Dentro de mil años podrían estar todos dementes, tanto los trabajadores como los poetas, y todo quedar reducido de nuevo a ruinas como ha ocurrido ya una y mil veces. Dentro de otros mil años, o cinco mil años, o diez mil, exactamente donde ahora estoy parado examinando la escena, puede que un niño abra un libro en una lengua todavía desconocida que trate de esta vida que pasa ahora, una vida que el hombre que escribió el libro nunca experimentó, una vida con forma y ritmo disminuidos, con comienzo y final, y al cerrar el libro el niño pensará qué gran raza eran los americanos, qué maravillosa vida hubo en un tiempo en este continente que ahora habita. Ninguna raza por venir, excepto quizá la raza de los poetas ciegos, podrá nunca imaginar el caos agitado con que se compuso esa historia futura. ¡Caos! ¡Un caos tremendo! No es necesario escoger un día concreto. Cualquier día de mi vida —allá, al otro lado del charco— serviría. Cualquier día de mi vida, mi minúscula, microcósmica vida, era un reflejo del caos exterior. A ver, dejadme recordar... (…) Así fue siempre, día tras día, durante casi cinco años completos. El continente mismo se veía asolado constantemente por ciclones, tornados, marejadas, inundaciones, sequías, ventiscas, oleadas de calor, plagas, huelgas, atracos, asesinatos, suicidios: una fiebre y un tormento continuos, una erupción, un torbellino. Yo era como un hombre sentado en un faro: debajo de mí, las olas bravías, las rocas, los arrecifes, los restos de las flotas naufragadas. Podía dar la señal de peligro, pero era impotente para prevenir la catástrofe. Respiraba peligro y catástrofe. A veces la sensación era tan fuerte, que me salía como fuego por las ventanas de la nariz. Anhelaba liberarme de todo aquello y, sin embargo, me sentía atraído irresistiblemente. Era violento y flemático al mismo tiempo. Era como el propio faro: seguro en medio del más turbulento mar. Debajo de mí había roca sólida, la misma plataforma de roca sobre la que se alzaban los imponentes rascacielos. Mis cimientos penetraban en la tierra profundamente y la armadura de mi cuerpo estaba hecha de acero remachado en caliente. Sobre todo, yo era un ojo, un enorme reflector que exploraba el horizonte, que giraba sin cesar, sin piedad. Ese ojo tan abierto parecía haber dejado adormecidas todas mis demás facultades; todas mis fuerzas se consumían en el esfuerzo por ver, por captar el drama del mundo. Si anhelaba la destrucción, era simplemente para que ese ojo se extinguiera. Anhelaba un terremoto, un cataclismo de la naturaleza que precipitase el faro en el mar, deseaba una metamorfosis, la conversión en pez, en leviatán, en destructor. Quería que la tierra se abriera, que tragase todo en un bostezo absorbente. Quería ver la ciudad en el seno del mar. Quería sentarme en una cueva y leer a la luz de una vela. Quería que se extinguiera ese ojo para que tuviese ocasión de conocer mi propio cuerpo, mis propios deseos. Quería estar solo durante mil años para reflexionar sobre lo que había visto y oído... y para olvidar. Deseaba algo de la tierra que no fuera producto del hombre, algo absolutamente separado de lo humano, de lo cual estaba harto. Deseaba algo puramente terrestre y absolutamente despojado de idea. Quería sentir la sangre corriendo de nuevo por mis venas, aun a costa de la aniquilación. Quería expulsar la piedra y la luz de mi organismo. Deseaba la oscura fecundidad de la naturaleza, el profundo - 23 -
pozo de la matriz, el silencio, o bien los lamidos de las negras aguas de la muerte. Quería ser esa noche que el ojo despiadado iluminaba, una noche esmaltada de estrellas y colas de cometas. Pertenecer a la noche, tan espantosamente silenciosa, tan absolutamente incomprensible y elocuente al mismo tiempo. No volver a hablar ni a oír ni a pensar nunca más. Verme englobado y abarcado y abarcar y englobar al mismo tiempo. No más compasión, no más ternura. Ser humano sólo terrestremente, como una planta o un gusano o un arroyo. Verme desintegrado, privado de la luz y de la piedra, variable como una molécula, duradero como el átomo, despiadado como la tierra. —Traducción de Carlos Manzano.
MILLER, ENCUENTROS Y DESENCUENTROS Daniel Vigo Henry Miller es uno de esos escritores que más huella acostumbran a dejar entre aquellos jóvenes que se sienten rebeldes y aquellos no tan jóvenes que odian anudarse la corbata. Encumbrado por los inadaptados de la generación Beat e incomprendido por la crítica más puritana. Miller responde a esa clase de escritores de corte individualista que adoptan una postura de enfrentamiento contra la sociedad en la que viven. Nacido en Nueva York en 1891, muy pronto decidirá que sus sueños no se correspondían a la vida a que estaba tocado a adecuarse. Cruzará el océano decidido a romper con su pasado y convertirse en escritor. Llegará a París con únicamente diez dólares en el bolsillo. Continuos cambios de empleo y una constante lucha por su subsistencia que le llevará a formar parte de la colonia de anónimos bohemios que deambulaban por los barrios artísticos de Montmartre y Montparnasse. A partir de entonces desarrollará una vida llena de dificultades que le alejará completamente de posturas cómodas o cotidianas; huyendo de horarios y sueldos fijos; encontrando la inspiración al mezclarse entre el bullicio de las calles; arrimándose a otros artistas errantes, a sabios villanos, y a delincuentes de poca monta. En su último libro El libro de mis amigos, Miller homenajeaba a todos aquellos amigos que habían sido fundamentales en su vida. La mayoría eran seres anónimos, seres de la calle que no pertenecían a los ambientes culturales. Sólo algunas de sus amistades podrían catalogarse como conocidas, entre éstas, estarían sin duda los escritores Lawrence Durrell y Anaïs Nin. Durrell es particularmente famoso por su Cuarteto de Alejandría, y en especial por el primero de los l os volúmenes: Justine, cuya protagonista, tal como el personaje sadiano, se encargará de buscar el placer como forma plena de aprendizaje. El libro destaca por la bellas imágenes con las que se describe la ciudad de Alejandría y por su alto contenido erótico. La obra más conocida de Anaïs es Delta a Venus, un libro que sería considerado por las feministas como una declaración de principios en la liberación sexual femenina. Y en el cual, Anaïs trabajó escribiendo historias cargadas de erotismo. El argumento es el de una chica escritora que trabaja bajo el mecenazgo de un excéntrico millonario y que éste le paga un dólar por cada página escrita. Tras su publicación se ha ido alimentando la leyenda de que ésta era en realidad una historia autobiográfica. Miller conoció a Anaïs Nin en su estancia en París, durante su segundo viaje a Europa, en el año 1931. Años después mantuvieron ambos una intensa relación triangular con la mujer de Miller, June Mansfield. Al británico Durrell lo conoció en 1937, una amistad que se fue afianzando tras el paso de los años. Miller incluso vivió como invitado durante un año en la casa que Durrell tenía con su esposa en la isla griega de Corfú. Vivencias que le sirvieron luego, para escribir El Coloso de Marusi (1941). Tanto con Durrell como con Anaïs mantuvo prolíficas relaciones Anaïs Nin en 1932 epistolares, que posteriormente fueron recopiladas y publicadas. - 24 -
Esta triada de pluma rebelde destacó por abordar crudamente el tema del erotismo desde sus libros. Miller afirmaba que éste, era consecuencia del ejercicio desbocado del amor; era como alcanzar un grado de espiritualidad máxima. Anaïs en cambio, supo cubrir ese erotismo con velos transparentes de misterio, provocados por los arraigos y desarraigos del autoconocimiento. Durrell teorizó sobre el placer como búsqueda. Los tres escritores previamente habían sido influenciados por el escritor británico D. H. Lawrence, y su novela El amante de lady Chatterley, donde se narran las relaciones sexua Henry Miller y Lawrence Durrell en 1962 les entre una mujer y el guardabosque de su noble esposo. Miller y Anaïs habían comenzado sendos ensayos sobre éste. El de Anaïs se publicó en 1932 con el nombre D. H. Lawrence: An Unprofesional Study; mientras que el de Miller se editó con el nombre de World of Lawrence en 1979 (lo que había comenzado como un simple ensayo en 1933 y con el que Miller bromeó durante el resto de su vida, pues estuvo a punto de no terminarlo nunca). Estos encuentros entre Henry Miller, Anaïs Nin y Lawrence Durrell lo que hacen es reafirmar la conocida frase de Borges que decía que cada escritor crea a sus propios precursores. Los encuentros entre los tres escritores fueron en parte casuales, y en parte buscados por cada uno de ellos, de tal manera que los tres buscaban compartir y desarrollar una nueva forma de escritura, en que se primara el impulso vital, y donde el erotismo no fuese censurado. Así, con un poco de suerte, era inevitable que antes o después dichos escritores se acabasen conociendo. Leyendo los libros autobiográficos que se realizaron a partir de conversaciones con Henry Miller, el de Bradley Smith Mi vida y mi tiempo y el de Christian de Bartillat Conversaciones con Henry Miller sorprende sin embargo una ausencia entre sus influencias. Sorprende que en ningún momento Miller nombrara al pintor Balthus, aunque el motivo fuese posiblemente que esa misma casualidad que hizo que se acercara a Anaïs y a Durrell, fuera también la que impidió que se cruzara con Balthus. Los dos artistas coincidieron en París durante la década de los 30, pero en aquella época París era un hervidero de artistas, con el dadaismo y el surrealismo en pleno auge. Además, tanto Miller como Balthus se mantuvieron siempre independientes a aquellos círculos artísticos, por los que sus influencias fueron bastante particulares. Miller siempre tuvo un interés especial hacia la pintura, él mismo presumía de haber llegado a pintar varios millares de acuarelas. Y es que, únicamente tras la pérdida de visión del ojo derecho en sus últimos años, dejó de pintar. Decía que para él escribir era trabajar mientras que pintar significaba en cambio jugar. La relación de Miller con la pintura fue siempre muy estrecha: expuso la primera vez sus acuarelas en 1927, en Greenwich Village; en los momentos de penuria económica las acuarelas llegarían a servirle como tabla de salvación al ser canjeadas por comida, ropa o incluso las cuentas del dentista. Miller publicó también un libro dedicado dedi cado a la pintura Pintar es volver a amar (1960). El escritor, preguntado por sus gustos sobre pintura, exponía sus preferencias: Hans Reichel, Paul Klee, John Martin, Picasso, George Grosz, Marc Chagall, etc, pero nunca Balthus. ¿Y por qué debería de estar Balthus? Porque Balthus fue a la pintura lo que durante esos años Miller fue a la l a escritura. Balthus, nacido en París en 1908, cuyo nombre verdadero era Balthazar Klossowski de Rola, descendía de un linaje aristocrático. Se caracterizó por una pintura muy realista, llena de vida y erotismo. Durante muchos años se le criticó el uso de jovencitas para sus cuadros, a lo que él siempre contestó que su búsqueda artística iba encarrilada hacia encontrar la pureza y la belleza, y éstas características eran especialmente notorias en las jóvenes lolitas, que utilizaba como model os. En Francia, Miller escribió: "Un hombre escribe para expulsar el veneno que ha acumulado debido a su estilo de vida falso. Está intentando recapturar su inocencia, pero todo lo que logra hacer (escribiendo) es inocular el mundo con un virus de su desilusión. Ningún hombre pondría una sola palabra en un papel si tuviera el coraje de vivir aquello en lo que creía." Tanto Miller como Balthus sufrieron la dura crítica norteamericana por su elevado erotismo. Miller sufrió la censura y durante treinta años la publicación y venta de sus dos Trópicos fue prohibida en los Estados Unidos, las ediciones originales en inglés publicadas en Francia serían un bien muy buscado para aquellos norteamericanos que pasaban por Francia. Pero también allí, tras la publicación de Sexus - 25 -
se formó un gran escándalo: fue interrogado por un tribunal parisino con la posibilidad de que se le abriera un proceso penal, del que finalmente fue absuelto. Balthus por su parte, protagonizó un duro enfrentamiento contra los críticos norteamericanos que le colgaron la etiqueta de pintor pornográfico y que incluso llegaron a acusarle de pedofilia. Curiosamente, tanto Miller como Balthus declararon que su arte era un canto a la libertad, a la vida y a la belleza; que el erotismo era sólo una consecuencia de sus obras. Ambos, a lo largo de su vida se desvincularon una y otra vez de estar haciendo arte pornográfico, e incluso los dos confesarían en sus escasas entrevistas, que ésta no sólo no les estimulaba sino que les aburría. Otro dato anecdótico que parece unir a ambos artistas, es su atracción hacia las culturas orientales. A Miller le gustaba leer sobre el budismo zen, sobre la China, el Tibet y el arte Japonés. Balthus viajó varias veces al Japón. Se da la casualidad de que ambos se casaron en 1967 con mujeres japonesas, a las que superaban en varias decenas de años. Balthus se casó con Setsuko Ideta, siendo esta su segunda esposa mientras que Miller se casaría en su quinto matrimonio con la pianista japonesa Hoki Tokuda, un matrimonio que se rompería diez años después, aunque ya nunca volvería a divorciarse. Su último gran amor correspondería a la actriz Brenda Venus a la cual dedicaría los últimos años de su vida, muy menguado físicamente, pero dotado con la misma intensidad vital que tenía durante los años locos de París. (Daniel Vigo, Miller, encuentros y desencuentros, Minotauro Digital, Enero 2003) http://www.babab.com/no18/miller.php
Anaïs Nin & Henry Miller DOS PÁJAROS DE FUEGO Elara Rhea "… En el fondo, todas las mujeres son putas y quieren que se las trate como putas… ¡Mezclado con un poco de adoración!"
Anaïs Nin Anaïs Nin nació en París en 1903. Hija del compositor y pianista español Joaquín Nin, pasó parte de su infancia en Cuba y luego en Barcelona. Cuando Anaïs tenía once años, su padre abandonó a la familia por una alumna de 16 años. Anaïs, su madre y sus dos hermanos se van a vivir entonces a Nueva York, perdiendo todo contacto con su padre. Anaïs comienza a escribir su diario bajo la forma de cartas a su padre, buscando convencerlo de volver. A diferencia del resto de su familia, ella se niega a juzgar a su padre y se propone descubrirlo y comprenderlo. Henry Miller es hijo de inmigrantes alemanes. Creció en medio de la extrema pobreza, en el populoso barrio neoyorkino de Brooklyn. Después de casarse y tener una hija, se divorció para casarse con June, una bailarina de tango. Juntos vivieron miserias en Nueva York, hasta que June reunió dinero para que Henry se instalara en París y se dedicara a escribir: "Quiero que seas un Anaïs Nin en 1919
Dostoievsky".
Anaïs se había casado con un banquero norteamericano (Hugo Guiler), y vivía en Louveciennes, en las afueras de París. Si bien llevaba l levaba una vida tranquila, algo en ella la hacía sentir vacía. En noviembre de 1931 recibe en su casa a Henry Miller, un escritor desconocido del que le habían hablado. Anaïs tiene 28 años, Henry 40. Enseguida despierta una fuerte atracción entre ambos. Al principio, la relación entre Henry y Anaïs es puramente intelectual. Henry le muestra el mundo bohemio de los artistas de Montparnasse, con toda la decadencia y libertad que hasta el momento Anaïs desconocía. Juntos intercambian ideas acerca de literatura, filosofía y psicología. - 26 -
June viaja a París, y deslumbra a Anaïs con su exhuberante belleza y su extraña forma de ser. En marzo de 1932 June vuelve a Nueva York. Anaïs y Henry dan comienzo a una ardiente relación que significa para ella un despertar sexual. En octubre de 1932 June vuelve a París, dando comienzo a una relación triangular. Anaïs encuentra en cada uno una atracción diferente: "Henry me da el mundo, June me da la locura". El amor de Anaïs tiene mucho del amor que ella ha sentido por su padre. Intenta descifrar el alma de estos dos seres incomprendidos y duramente juzgados por su entorno. La relación con June es también una liberación de la rígida educación católica recibida durante su infancia. Representa un viaje hacia la esencia de lo femenino: "Esta noche saldré con June. Me hundiré en una atmósfera femenina, el anhelo constante de amor, la dependencia perpetua de un hombre. Señales de amor, atención, llamadas, regalitos, efusividad, ningún trabajo que rivalice"
Mientras, Anaïs continúa escribiendo su diario. Es en él donde deja las huellas de su viaje hacia los mundos que cada ser humano amado por ella esconde dentro de sí, a los que llama "Atlántidas". En 1933, June se marcha definitivamente a Nueva York, dolida al descubrir la relación entre Anaïs y Henry. Intenta separarlos, pero no lo consigue. Anaïs escribe: " Henry, mi amor, mi amor, Henry. He luchado y combatido para ser digna de ti, para ser mujer, ser fuerte e intrépida. Te he amado contra el miedo y sin esperanza de felicidad; me he arriesgado a sufrir la mayor herida, la rivalidad más peligrosa. No era coraje, sino amor , amor. Te amaba tanto que corrí el riesgo de perderte…"
Henry ha descubierto en el amor incondicional de Anaïs la armonía y la belleza que desconocía, sintiéndose inspirado a escribir como nunca antes. Anaïs se siente atraída por la bestialidad y vulgaridad de Henry. Henry. "Soy la mujer que da ilusión y a quien es dada la imaginación del hombre…" Anaïs financia la publicación de Trópico de Cáncer (1934), dando impulso a lo que llegaría a ser la exitosa carrera literaria de Henry Miller. Anaïs escribe en su diario "… Al salir de mi gran soledad, inexperiencia, vida fantasiosa, pude afrontar la
experiencia de Henry y June sin torpezas, supe fascinarlos, despojarlos de sus corazas, amarlos y recibir su amor como su par en poder y experiencia mientras maduraba día a día, a la vez que disimulaba mi enorme ignorancia e
ingenuidad…" Durante años Anaïs le presta ayuda económica a Henry. Ella mantiene oculta esta relación ante los ojos de su esposo, haciéndole creer que se trata de una mera colaboración intelectual. Mientras Miller tiene aventuras con prostitutas, Anaïs comienza a tener una serie de amantes, hombres y mujeres. Sin embargo, no tiene la intención de divorciarse: "Temo mi libertad. Hugo es el hombre
a quien debo la vida. Le debo todo lo más bello que poseo; su abnegación me ha servido de puente a todo t odo lo que tengo hoy: trabajo, salud, seguridad, felicidad, amistades. Ha sido mi verdadero dios generoso. Estoy eternamente endeudada con él: con su conmovedora y magnífica fidelidad. Sólo podría liberarme si él fuera cruel, frío,
mezquino… pero ahora no tengo la menor justificación. Él es el hombre más extraordinario del mundo, el único capaz de demostrar amor y generosidad…" Anaïs comienza a psicoanalizarse con Rene Allendy y continúa con el famoso discípulo de Freud, Otto Rank. Con ambos tiene relaciones sexuales durante las sesiones de terapia. Sin embargo, continúa sintiéndose dividida e incompleta. Descubre entonces que mientras no vuelva a encontrar a su padre, esta sensación que la abruma se quedará con ella. En 1933 se produce el reencuentro e inicia una intensa relación incestuosa con él. Gracias al apoyo de Henry y del psicoanálisis rompe con él cuando logra superar el trauma que le causó su abandono y la necesidad enfermiza de obtener su aprobación. En 1934 descubre que está embarazada y supone que sería de Henry Miller. Ella rechaza la maternidad y aborta: "Hijos. ¿Qué son los hijos? La capitulación ante la vida. Aquí, pequeño, te transmito una vida de la que hice un soberano fracaso. No. No. No…" Anaïs decide reservar su fecundidad para su obra y para sus amores. Continúa escribiendo cartas, su diario y comienza a escribir ficción: La Casa del Incesto e Invierno Artificial. Miller escribe Primavera Negra (dedicada a Anaïs) y Trópico de Capricornio (un estudio sobre D. H. Lawrence). Cada uno ayuda al otro a encontrar su propia Atlántida en la escritura, a encontrar la más profunda verdad de su ser. Se leen sus textos, se animan y se aconsejan, todo en el marco de una relación entre iguales. "Tú me has dado la realidad y yo te he dado la introspección", escribe Anaïs a Henry. En 1939 abandonan París a causa de la guerra. En Nueva York escriben juntos relatos eróticos. Henry se muda a California y quiere que ella vaya a vivir con él, pero Anaïs no abandona a Hugo. "Me retiene por medio de mi sensación de culpa, de responsabilidad, mi incapacidad para causar dolor…" - 27 -
La relación entre Anaïs y Henry se va apagando progresivamente. Miller vuelve a casarse. Anaïs frecuenta a jóvenes artistas, la mayoría de ellos homosexuales. En 1962 vuelven a verse. Henry se ha convertido en un escritor rico y famoso. Ella comienza a obtener reconocimiento recién en 1966, con la primera edición (censurada) de su diario. Anaïs muere en 1977 y Henry en 1980. Sin embargo, hasta la muerte de Hugo, ocurrida en 1986, Anaïs no autoriza la publicación completa de sus diarios, según consta en su testamento. Hasta el último momento quiso evitarle el dolor a Hugo de Anaïs Nin y Henry Miller en 1974 descubrir sus infidelidades, especialmente su larga y apasionada relación con Henry. La vida de Anaïs Nin es un desesperado intento de alcanzar la plenitud actuando sobre la plenitud de los demás. Un anhelo de llegar a comprenderse a sí misma comprendiendo a los demás, regalando esta comprensión con la mayor de las ternuras imaginables. Sus diarios constituyen un puente con la realidad mientras se sumergía en sus más grandiosos sueños. El legado de Anaïs a la humanidad es su mundo interno. Es a través de su soledad que logró acercarse a la soledad de quienes la rodeaban. Ella nos devolvió la confianza en la intuición, en lo onírico, en lo irreal. Su escritura es una invitación a amar el mundo de la sensibilidad y de la imaginación, liberándonos de todo posible prejuicio y lógica. "Vamos ahora a la Luna. En realidad, no está tan lejos. El hombre puede ir muchísimo más lejos sin salir de sí mismo"
Anaïs Nin La primera publicación no censurada del diario de Anaïs se llamó Henry Miller, Su Mujer y Yo y abarca el período comprendido entre 1932 y 1934. Fue llevada al cine por Phillip Kaufmann con el nombre de Henry and June, con María de Medeiros en el rol de Anaïs y Uma Thurman en el rol de June.
LA LECTURA EN EL RETRETE Henry Miller
H
ay un tema relacionado con la lectura de libros que creo que vale la pena desarrollar porque implica un hábito que es muy generalizado y sobre el cual, que yo sepa, muy poco se ha escrito: me refiero a la lectura en el retrete. Siendo joven, en busca de un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos, a veces acudía a refugiarme en el cuarto de baño. Desde esa época juvenil ya nunca volví a leer en el retrete. Cuando busco paz y quietud tomo el libro y me marcho al bosque. No conozco mejor lugar para leer un buen libro que las profundidades de la espesura. Con preferencia junto a un arroyo. Inmediatamente escucho objeciones. «¡Pero no todos tenemos la fortuna de usted! Tenemos empleos, vamos al trabajo y regresamos de él en tranvías, autobuses y metros atestados; a duras penas tenemos un minuto que podamos llamar nuestro.» Yo mismo fui «trabajador» hasta los treinta y tres años. Fue en este período temprano de mi vida cuando realicé la mayor parte de mis lecturas. Invariablemente leía en condiciones difíciles. Recuerdo que cierta vez me reprendieron al sorprenderme leyendo a Nietzsche, en vez de corregir el catálogo de pedidos por correo, que era entonces mi ocupación. Ahora que lo pienso comprendo que - 28 -
fue afortunado que me hayan despedido. ¿Acaso Nietzsche no fue mucho más importante en mi vida que el conocimiento del negocio de los pedidos por correo? Durante cuatro años consecutivos, en el trayecto de ida y vuelta entre las oficinas de la Everlasting Portland Cement Co. y mi casa, leí los libros más «pesados». Leía de pie, apretujado por los cuatro costados por pasajeros como yo. No solamente leía durante estos viajes en el suburbano sino que memorizaba extensos pasajes de esos tomos demasiado compactos. Aunque no hubiera servido para otra cosa, fue un valioso ejercicio en el arte de la concentración. En este empleo muchas veces me quedaba trabajando hasta muy avanzada la noche, por lo general sin almorzar, no porque quisiera leer durante la hora del almuerzo sino porque no tenía dinero para comer. De noche cenaba deprisa y corría a reunirme con mis compañeros. En esos años, y muchos años después, raras veces dormí más de cuatro a cinco horas diarias, pero leía enormemente. Además, repito, leí —por lo menos para mí— los libros más difíciles y no los fáciles. Nunca leí para matar el tiempo. Raras veces leo en la cama, a menos que me sienta indispuesto o finja sentirme mal para gozar un breve descanso. Contemplando el pasado, me parece que siempre leía en posición incómoda. (Que es la forma en que escriben la mayoría de los escritores y pintan la mayoría de los pintores, según compruebo.) Pero lo leído penetró. Lo importante es, y debo recalcarlo, que leía sin desviar la atención y con todas las facultades que poseía. Cuando jugaba me sucedía lo mismo. De vez en cuando iba a pasar la noche en la biblioteca pública, para leer. Eso era como ocupar un palco en el paraíso. A menudo, cuando abandonaba la biblioteca, decía para mis adentros: «¿Por qué no vienes más a menudo?» El motivo de que no lo hiciera, por supuesto, era que la vida se interponía en el camino. Uno muchas veces dice la «vida» para indicar el placer o cualquier distracción tonta. Por lo que he podido establecer mediante conversaciones con amigos íntimos, la mayoría de las lecturas que se hacen en el retrete es lectura inútil. Los periódicos, las revistas gráficas, los folletines, las novelas policíacas y de aventuras, y todos los cabos sueltos de la literatura, es lo que la gente lleva al baño para leer. Algunos, según me dicen, tienen estantes con libros en el cuarto de baño. Su material de lectura los espera, por así decirlo, como los espera en el consultorio del dentista. Es sorprendente la avidez con que la gente examina el «material de lectura», según se le llama, que encuentra en grandes pilas en las salas de espera de los profesionales. ¿Será para distraer la mente de la dolorosa prueba que los aguarda? Mis limitadas observaciones me indican que estos individuos ya han absorbido más de lo que les corresponde en cuanto a los «acontecimientos de actualidad»: guerra, accidentes, más guerra, desastres, guerra otra vez, homicidios, más guerra, suicidios, guerra de nuevo, asaltos de bancos, nuevamente guerra y más guerra, fría y caliente. No cabe duda de que son los mismos individuos que tienen la radio funcionando prácticamente todo el día y la noche, que van al cine con la máxima frecuencia posible —donde reciben más noticias frescas, más «acontecimientos de actualidad»— y que compran televisores para sus hijos. ¡Todo para estar informados! ¿Pero saben algo que realmente valga la pena saber sobre estos acontecimientos de tremenda importancia que conmueven al mundo? La gente podrá insistir en que devora los diarios o pega las orejas a la radio (a veces las dos al mismo tiempo) para mantenerse al corriente de las actividades del mundo, pero es pura ilusión. Lo cierto es que apenas estos tristes individuos no están activos, no están ocupados, adquieren noción de un siniestro y doloroso vacío dentro de sí mismos. Francamente no importa con qué papilla se harten, lo importante es no ponerse cara a cara frente a sí mismos. Meditar sobre el problema del día, o siquiera sobre los problemas personales, es lo último que el individuo normal quiere hacer. Incluso en el retrete, donde uno creería innecesario hacer algo, pensar algo, donde por lo menos una vez al día uno se encuentra a solas consigo mismo y todo lo que suceda sucede automáticamente, hasta este momento de gloria, porque es en realidad un tipo de gloria menor, debe ser interrumpido mediante la concentración en el material impreso. Creo que cada cual tiene su tipo de lectura preferida para la intimidad del excusado. Algunos navegan por largas novelas; otros, en cambio, sólo leen la hojarasca más superficial. Algunos, no cabe la menor duda, simplemente vuelven las páginas y sueñan. ¿Cómo son los sueños que sueñan?, nos preguntamos. ¿De qué se tiñen sus sueños? (…)Es cierto, sin embargo, que existen bibliómanos que leen durante las comidas o mientras caminan; puede que algunos hasta consigan leer y conversar al mismo tiempo. Hay un tipo de persona que no puede resistir la lectura de todo cuanto entra dentro de su campo visual: leen - 29 -
literalmente de todo, hasta los avisos de objetos perdidos en el diario. Están obsesionados y son dignos de compasión. Quizá no esté de más un sano consejo en esta encrucijada. Si tus intestinos se niegan a funcionar, consulta a un herborista chino. No leas para distraer la mente de la ocupación que tienes entre manos. Al sistema autónomo le agrada la concentración total y responde a ella, sea al comer, dormir, evacuar o lo que tú quieras. Si no puedes comer, si no puedes dormir, es porque algo te molesta. Hay algo «sobre tu mente», donde en realidad no debería estar, en otras palabras. Lo mismo reza en cuanto a las deposiciones. Elimina de tu cabeza todo lo que no sea la ocupación que estás cumpliendo. No importa lo que hagas, encáralo con la mente libre y la conciencia limpia. Este es un consejo antiguo y sano. En la actualidad se tiende a intentar varias cosas al mismo tiempo para «aprovechar el tiempo al máximo», como se dice. Esto es completamente desacertado, antihigiénico e ineficaz. ¡Las cosas se hacen con lo fácil! «Ocúpate de las cosas pequeñas, porque las grandes se hacen solas». Todo el mundo escucha eso cuando es niño. Muy pocos lo practican. (…) Sí, desde el momento en que comencé a escribir con absoluta dedicación, mi único deseo fue sacarme de encima este libro que llevo dentro, en lo profundo de mi ser, a todas las latitudes y longitudes y en todas las faenas y vicisitudes. Arrancar este libro de mis entrañas, darle calor, vida y existencia física, tal ha sido mi empeño y preocupación... El mago iluminado que aparece en oníricos destellos oculto en un cofre diminuto —cofre soñado, podríamos decir— ¿quién es sino yo mismo, el más antiguo de mis seres? ¿Acaso no tiene en las manos un llavero? Y está situado en el centro crucial de todo el misterioso andamiaje. Pues bien, ¿qué es ese libro desaparecido, entonces, sino «la historia de mi corazón» según el nombre tan hermoso que le ha dado Jefferies? ¿Acaso un hombre puede narrar otra historia que no sea la suya? ¿Acaso no es ésta la más difícil de narrar entre todas las historias, la más oculta, la más abstrusa, la más mistificadora? El hecho de que hasta en sueños leamos es un hecho significativo. ¿Qué leemos, qué podemos leer en las tinieblas del inconsciente, no siendo nuestros más profundos pensamientos? Los pensamientos jamás cesan de agitar el cerebro. En ocasiones percibimos la diferencia entre los pensamientos y el pensamiento, entre el que piensa y la mente que es todo pensamiento. A veces, como a través de una pequeña hendidura, captamos un destello de nuestro ser dual. Cerebro no es mente, de eso podemos estar seguros. Si fuese posible localizar el asiento de la mente, entonces sería más correcto situarlo en el corazón. Pero el corazón es simplemente un receptáculo o transformador por cuyo intermedio el pensamiento se torna reconocible y efectivo. El pensamiento tiene que pasar por el corazón para volverse activo y significativo. Existe un libro que forma parte de nuestro ser y que está contenido en nuestro ser, y ese libro es el registro de nuestro ser. He dicho nuestro ser y no nuestro devenir. Comenzamos a escribir este libro en el momento de nacer y lo proseguimos después de la muerte. Solamente cuando estamos a punto de renacer lo terminamos y le ponemos la palabra «Fin». En consecuencia, es toda una serie de libros que, desde un nacimiento hasta el siguiente, continúa la historia de la identidad. Todos somos escritores, pero no todos heraldos ni profetas. Lo que sacamos a relucir del registro oculto lo firmamos con nuestro nombre de pila, que jamás es el nombre real. Pero lo único que llega a conocer alguna vez la luz es lo mejor de nosotros, lo más fuerte, lo más valiente, lo mejor dotado. Lo que entorpece nuestro estilo, lo que falsea la narración, son las porciones del registro que ya no podemos descifrar. El arte de escribir no lo perdemos nunca, pero lo que a veces perdemos es el arte de leer. Cuando encontramos un adepto de este arte, recuperamos el don de la visión. Es el don de la interpretación, naturalmente, porque leer siempre es interpretar. La universalidad del pensamiento es suprema y está por encima de las cosas. Nada escapa a la comprensión o al entendimiento. Lo que falla en nosotros es el deseo de saber, el deseo de leer o interpretar, el deseo de dar significado a todo pensamiento que expresamos. Acidia: el gran pecado contra el Espíritu Santo. Abrumados por el dolor de la privación, cualquiera sea la forma en que se manifieste —y asume muchas, muchas formas f ormas—, nos refugiamos en la mistificación. La humanidad, en el sentido más profundo, no es huérfana porque haya sido abandonada, sino porque obstinadamente se niega a reconocer su paternidad divina. Terminamos el libro de la vida en el otro mundo porque nos negamos a comprender que hemos escrito aquí y ahora … (Fragmentos de «Los libros en mi vida» Capítulo XIII, Traducción de Mario Marino) - 30 -