I.
UNA VISIÓN PANOR ÁM ICA
Es cosa admitida en el mundo académico que no se puede entender la economía sin conocimiento de su historia. Y sin embargo, por razones nada difíciles de averiguar, la historia de las ideas económicas nunca ha sido un campo popular de estudio ni en todo caso ventajoso. Existen al respecto muchos libros de no poco mérito académico y todos los economistas tienen contraída una considerable deuda con sus autores. Pero hasta los mejores, en su esfuerzo por alcanzar la excelencia académica o a fin de protegerse de la crítica profesional, han prodigado su atención no sólo a los temas importantes, sino también a los secundarios. No han querido correr el riesgo de que se les imputara haber pasado por alto tal o cual observación formulada por Adam Smith, David Ricardo o Karl Marx, y a raíz de ello, las ideas realmente decisivas, acertadas o erróneas, con frecuencia se han perdido en el montón; de ese modo, ha llegado a quedar oscurecido lo que hoy continúa siendo de interés o de importancia. Y hay todavía otro problema aún más serio: gran parte de estas obras, quizá la mayoría, han supuesto que las ideas económicas están dotadas de una vida y de un desarrollo propios. Los progresos en la disciplina se dan en un ámbito abstracto: mientras un estudioso revela un talento indiscutible para la innovación, otros se dedican a corregir y prolongar sus trabajos, sin que ninguno haga referencia directa al marco general y concreto de la economía. De hecho, las ideas económicas siempre son producto de su época y lugar; no se las puede ver al margen del mundo que inter pr p r e ta n . Y e s e m u n d o e v o luc lu c ion io n a , h a l l á n d o s e p o r c iert ie rtoo en c o n titi nuo proceso de transformación, lo cual exige que dichas ideas, para conservar su pertinencia, se modifiquen consiguientemente. En los últimos cien años, la vida económica se ha visto radicalmente alterada, y hasta revolucionada, por todo un gran conjunto de facto-
I.
UNA VISIÓN PANOR ÁM ICA
Es cosa admitida en el mundo académico que no se puede entender la economía sin conocimiento de su historia. Y sin embargo, por razones nada difíciles de averiguar, la historia de las ideas económicas nunca ha sido un campo popular de estudio ni en todo caso ventajoso. Existen al respecto muchos libros de no poco mérito académico y todos los economistas tienen contraída una considerable deuda con sus autores. Pero hasta los mejores, en su esfuerzo por alcanzar la excelencia académica o a fin de protegerse de la crítica profesional, han prodigado su atención no sólo a los temas importantes, sino también a los secundarios. No han querido correr el riesgo de que se les imputara haber pasado por alto tal o cual observación formulada por Adam Smith, David Ricardo o Karl Marx, y a raíz de ello, las ideas realmente decisivas, acertadas o erróneas, con frecuencia se han perdido en el montón; de ese modo, ha llegado a quedar oscurecido lo que hoy continúa siendo de interés o de importancia. Y hay todavía otro problema aún más serio: gran parte de estas obras, quizá la mayoría, han supuesto que las ideas económicas están dotadas de una vida y de un desarrollo propios. Los progresos en la disciplina se dan en un ámbito abstracto: mientras un estudioso revela un talento indiscutible para la innovación, otros se dedican a corregir y prolongar sus trabajos, sin que ninguno haga referencia directa al marco general y concreto de la economía. De hecho, las ideas económicas siempre son producto de su época y lugar; no se las puede ver al margen del mundo que inter pr p r e ta n . Y e s e m u n d o e v o luc lu c ion io n a , h a l l á n d o s e p o r c iert ie rtoo en c o n titi nuo proceso de transformación, lo cual exige que dichas ideas, para conservar su pertinencia, se modifiquen consiguientemente. En los últimos cien años, la vida económica se ha visto radicalmente alterada, y hasta revolucionada, por todo un gran conjunto de facto-
12
JOHN KENNETH GALBRAITH
res, a saber, el surgimiento de las grandes sociedades anónimas, el sindicalismo, la depresión y la guerra, el incremento y difusión de la prosperidad, la naturaleza cambiante del dinero, el papel nuevo y poderoso del banco central, la pérdida de protagonismo de la agricultura paralela a la urbanización y el incremento de la po p o b r e z a e n la s c i u d a d e s , la a p a r ic ió n d e l e s t a d o d e b ie n e s t a r , la s nuevas responsabilidades de los gobiernos en lo referente al funcionamiento general de la economía, y finalmente, la implantación de los estados socialistas. Así como ha ido transformándose el mundo económico, debe también ir cambiando necesariamente la economía en tanto que materia de estudio. Pero en el mejor de los casos las transformaciones de la economía han sido de difícil gestación y sólo se han aceptado con renuencia. Quienes se benefician del status quo se oponen al cam bio, bi o, y t a m b i é n a q u e l lo s e c o n o m is ta s q u e tie ti e n e n in te re s e s c r e a d o s en algo que siempre han enseñado y creído. A estas cuestiones me referiré luego nuevamente. Debe reconocerse además que mucho de cuanto se ha escrito sobre historia de las ideas económicas es soberanamente aburrido. Un número considerable de estudiosos, sin distinción de sexos, opinan que cualquier esfuerzo afortunado por hacer las ideas animadas, inteligibles e interesantes es síntoma de deficiente preparación. Y éste es un baluarte en el que normalmente se refugian quienes sólo mantienen un mínimo de coherencia.
De los párrafos precedentes se desprende mi propósito al emprender esta historia. Procuro concebir la economía como un reflejo del mundo en el que se han desarrollado ideas económicas específicas: las de Adam Smith en el contexto del primer trauma de la Revolución industrial, las de David Ricardo en las etapas posteriores y más maduras de la misma, las de Karl Marx en la era del p o d e r í o c a p i t a l i s t a d e s e n f r e n a d o , l a s d e J o h n M a y n a r d K e y n e s como respuesta al implacable desastre de la Gran Depresión. Con respecto a aquellas épocas o sectores en los cuales hay poco de interés a la vista y menos aún susceptible de ser descubierto en la vida económica, como en los tiempos anteriores al surgimiento del capitalismo o en las economías de subsistencia actuales, me he resignado a esa circunstancia. En efecto, las ideas económicas no son muy importantes allí donde no hay economía.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
13
No soy so y c o n t ra r io , o c a s io n a lm e n te , a a b o r d a r d e ta lle ll e s p e rifé ri fé riri cos en el desarrollo del pensamiento económico si éstos añaden algo de interés a la historia. Pero mi principal preocupación es aislar y destacar la idea o ideas centrales de cada autor, escuela o época, y fijar la atención, sobre todo, en aquellas que tienen consecuencias duraderas y vigencia actual. En cambio, trato escrupulosamente de ignorar todo lo transitorio, al igual que cualquier cuer po p o d e c o n o c im ie n to s in t e g r a n te d e la c o r r ie n te p r in c i p a l q u e no altere ni desvíe significativamente el curso de la misma. Dado que ésta es una historia de la economía, y no meramente de los economistas y de su pensamiento, voy más allá de los eruditos y de su erudición para referirme a los acontecimientos que conformaron la materia. Y en caso necesario, aludo a sucesos que p l a s m a r o n l a h i s to r i a d e la e c o n o m ía c u a n d o n o h a b í a e c o n o m isis tas. El siglo pasado, como veremos, fue en Estados Unidos una época de intenso debate económico sobre la banca, la política ban caria, el dinero y la política monetaria, el comercio internacional y la política arancelaria. Pero sólo de manera muy tardía, en las últimas décadas, apareció un número apreciable de economistas ca pa p a c e s d e d ir i g ir el d e b a t e o p o r lo m e n o s d e p a r t i c i p a r e n él. Si en esta historia me limitara a la expresión formal del pensamiento económico, ignoraría con ello una corriente rauda y caudalosa en el flujo de las ideas económicas. Ya he dicho que las obras, o muchas de ellas, han sido aburridas y a veces ostensiblemente oscuras. No creo que esto sea necesario. Tanto las ideas centrales como su marco de referencia rebosan de interés; han retenido el mío durante más de medio siglo, desde mi primer contacto en la Universidad de California en Berkeley, allá en 1931, bajo la orientación de dos persuasivos profesores, Leo Rogin y el imponente Cari C. Plenh.^ Me inclino a p e n s a r q u e p u e d e n r e s u l t a r d e l m is m o g r a d o d e in t e r é s p a r a o tra tr a s
1. P o r e j e m p l o , n o m e o c u p o c o n d e t a l l e d e J o h n S t u a r t M i li li , f i g u r a d e i n d i s c u t i b l e i m p o r t a n c i a , p e r o c o m p l e t a m e n t e d e n t r o d e la l a c o r r i e n t e p r i n c i p a l . Y p a s o p o r a lt l t o , s in in más, a los grandes autores alemanes que se ocuparon de la historia e conómica durante el siglo pasado sin llegar a influir gran cosa en su desarrollo, si bien deb o confesar mi falta de interés en su obra. 2. M i e n t u s i a s m o s e v io io l u eg e g o i n c r e m e n t a d o p o r l a s e n s e ñ a n z a s re re c i b i d a s d e c u a t r o v i e jo jo s c a t e d r á t i c o s d e H a r v a r d , a s a b e r , C . J . B u l l o c k , h o m b r e d e p o d e r o s a s c o n v ic ic c i o n e s p r e c á m b r ic a s , A . E . M o n ro e , O v e r to n T a y lo r y , s i n l u g a r a d u d a s , J o s e p h A. S c h u m p e te r . T a l ve ve z s e m e p e r m i t a a ñ a d i r a l go go m á s . L a v i d a s i s t e m á t i c a d e l a c ie ie n c i a e c o n ó m i c a t ie ie n e ,
14
JOHN KENNETH GALBRAITH
p e r s o n a s . Y no se t r a t a de a s u n to s q u e p o n g a n a p r u e b a la c o m p r e n s i ó n d e l lec le c to r. C om o y a h e s o s te n id o en o c a s io n e s a n t e r io r e s , no hay en materia de economía proposiciones útiles que no puedan formularse con exactitud en el lenguaje corriente, sin fiorituras y sin necesidad de artificios.
Debo ahora referirme brevemente a la utilidad práctica de la historia, y concretamente, de una historia como ésta. Mi tesis al res pe p e c to d e b e f o r m u l a r s e co n c u id a d o . Todos estarán de acuerdo en que la economía, tal como hoy se la teoriza, alienta una obsesiva preocupación por el futuro. En Estados Unidos, cada mes, supuestas autoridades en teoría económica se desplazan por la nación para exponer sus opiniones acerca de la perspectiva económica, y también sobre las previsiones sociales y políticas. Miles de personas los escuchan. Los ejecutivos o sus empresas pagan elevadas sumas por el placer de oírlos, lo cual no impide que, si la prudencia los asiste, interpreten los conocimientos así adquiridos con un inteligente escepticismo. En efecto, la característica más común del futurólogo económico no es la de saber, sino la de no saber que no sabe. Su máxima ventaja es que todas las predicciones, acertadas o inexactas, se olvidan con rapidez. Hay demasiadas, y si pasa un lapso de tiempo razonable no sólo se habrá perdido la memoria de lo dicho, sino que habrá desaparecido también un apreciable número de quienes las formularon o escucharon. Como dijo Keynes, «a largo plazo todos estaremos muertos». Si el conocimiento económico fuera impecable, el sistema económico vigente en el mundo no socialista no podría sobrevivir. Si alguien pudiera saber con precisión y certeza qué había de suceder con los salarios, los tipos de interés, los precios de los bienes, el desempeño de diferentes empresas e industrias y los precios de valores y títulos, se trataría de una persona privilegiada que no tendría ningún interés en transmitir o vender su información al pró p róji jim m o, sino si no q u e la u ti liz li z a ría rí a en s u p ro p io benef be nefici icio. o. E n u n m u n d o de incertidumbre, su monopolio de la certeza sería supremamente rentable. Pronto estaría en posesión de todos los bienes intercam bia b ia b le s , m i e n t r a s q u e c u a n t o s se v ie ra n e n f r e n ta d o s a s e m e ja n te conocimiento tendrían que sucumbir. Dios nos aguarde que alguien tan bien dotado fuera socialista. En realidad, el sistema económi-
HISTORIA DE LA ECONOMIA
15
co moderno sobrevive, no a causa de la excelencia de la labor de quienes pronostican su futuro, sino gracias a su inquebrantable tendencia al error. Sin embargo, hay una posibilidad de redención: vale la pena tratar de entender el presente, pues el futuro inevitablemente conservará elementos importantes de lo que hoy existe. Y el presente, a su vez, es un producto directo del pasado. Como se verá en las pá p á g i n a s s igu ig u ien ie n tes te s , lo q u e a c t u a l m e n t e c r e e m o s e n m a t e r ia e c o n ó mica tiene raíces profundas en la historia. Sólo en la medida en que dichas raíces son objeto de la comprensión, sólo si se dirige la vista al pasado en materia de precios y producción, empleo y desempleo, distribución de la renta y de la riqueza, ahorro, banca e inversión, y la naturaleza y promesas del capitalismo y el socialismo, sólo entonces podrá entenderse el presente, y por tanto, con muchas limitaciones, se atisbará con algún tino el futuro. Tal es la comprensión a la que se dedican estas páginas. Pero no de forma exclusiva. No todo ha de medirse con una vara rígida y utilitarista. Hay en estas cuestiones, o por lo menos debería haber, margen para un deleite puramente desinteresado. La historia a la cual me refiero aquí es, según quisiera creer, interesante por sí misma. Ofrece múltiples aspectos, tanto en los hechos intrínsecos como en el carácter absurdo que éstos a veces pre p re s e n ta n , a p to s p a r a inc in c ita it a r y d e leit le itaa r a u n a m e n te c u rio ri o s a . M uc ucho ho sentiría, por cierto, que estas páginas no llegaran a provocar reacciones de esa índole. Ahora, ha llegado el momento de abordar brevemente la naturaleza y el contenido de la economía propiamente dicha. «La economía política —dijo Alfred Marshall, el gran maestro de la Universidad de Cambridge cuyo libro de texto fue el faro orientador y a veces la desesperación de muchas generaciones de estudian tes un iversitarios iversitarios a principipios de este siglo— siglo— estud ia la humanidad en las actividades ordinarias de la vida.»^ Éste es un ám bit b itoo d e e s tu d i o s u m a m e n t e a m p lio li o , p u e s n o h a y m u c h o e n el c o m po p o r t a m ie n t o h u m a n o q u e p u e d a e x c lu irs ir s e c o m o irr ir r e lev le v a n t e . P ero er o a los fines prácticos, la investigación y el interés debe limitarse sólo
16
JOHN KENNETH GALBRAITH
a aquellos interrogantes más comunes. Y debemos tener en cuenta que estos interrogantes adquieren mayor o menor urgencia según varían las circunstancias predominantes y a medida que van pasando los años. En todo análisis económico y en toda enseñanza de la disci pli na es cru cia l p reg u n ta rse qué es lo que dete rm in a los precio s de los bienes y servicios. Y cómo se distribuyen los beneficios de esta actividad económica. Y qué es lo que determina la participación de los salarios, los intereses, los beneficios, y asimismo, aunque de manera menos precisa, la renta de la tierra y de otros medios fijos e inmutables utilizados en la producción. A lo largo de la vida moderna de la economía, estos dos temas, la teoría del valor y la teoría de la distribución, han polarizado el máximo interés. Todavía hoy se considera que la economía llegó a su madurez cuando estas dos cuestiones fueron tratadas sistemáticamente a fines del siglo XVlll, princip alm ente por A dam Sm ith. Pero aquí, en el meollo mismo del asunto, se han producido cam bio s form idable s en u n conte xto ta m bié n cam bia nte . En ti em pos remotos, como veremos después, ni los factores determinantes de los precios ni los que fijaban los niveles salariales, los tipos de interés u otros factores distributivos tenían mayor importancia. Dado que la producción y el consumo tenían por centro la unidad familiar, no había necesidad de una teoría de los precios, y con esclavos, no era indispensable una teoría de los salarios. En épocas muy recientes, aunque el cambio de cuestión no ha sido reconocido por los economistas más escrupulosamente convencionales, ha vuelto a declinar la importancia de la determinación de los precios y de los factores que condicionan la distribución del producto. Los precios, en una sociedad pobre o de escasos recursos, corresponden a los artículos de primera necesidad, y el precio del pan determina en gran medida el nivel de alimentación popular. En cambio, tratándose de un mundo generalmente p róspero , si el pre cio del p an es elevado, se re nuncia a alg ún otro bie n de poca im po rta ncia p a ra poder com pra rlo, o bie n se consume otro alimento en su sustitución. En la actualidad, muchas com p ra s, y el consum o corr espondie nte , son de escasa significación en comparación con el pasado. Lo mismo ocurre con los precios. Una vez más puede advertirse la necesidad de colocar cada cuestión en su marco de referencia. Junto con lo que determina los precios y la distribución están
HISTORIA DE LA ECONOMIA
17
los demás temas capitales. El primero de ellos es cómo se difunde o concentra el ingreso nacional distribuido bajo la forma de salarios, intereses, beneficios y rentas, o sea, en qué medida es o no equitativa la distribución de la renta. Las explicaciones y racionalizaciones acerca de la desigualdad resultante han sido durante siglos la tarea de algunos de los talentos económicos más grandes e ingeniosos. En casi toda la historia de la economía, la mayoría de la gente ha sido pobre, mientras que unos pocos han sido muy ricos. En consencuencia, se ha planteado la imperiosa necesidad de explicar por qué sucede esto, y, frecuentemente, por qué debe ser así. En tiempos modernos, con el incremento y la generalización de la prosperidad, los términos de la cuestión se han modificado considerablemente. Y sin embargo, la distribución de la renta sigue siendo la cuestión más delicada que tratan los economistas. En segundo término, la economía se ocupa de los factores que conducen a un mejor o peor funcionamiento económico del con ju n to so cial. En u n princip io se tra ta b a de in vestigar qué fa cto re s perju dic aban o m ejo raban el esta do de los neg ocios, como en to nces se decía. Ahora, en cambio, se hace referencia a los elementos que restringen o estimulan el crecimiento económico. Y a los que causan fluctuaciones, ya sean rítmicas o de otra índole, en la producción de bienes y servicios. También aparece hoy el problema urgente, aunque relativamente nuevo, de por qué es imposible en la economía moderna encontrar empleo útil para mucha gente dis p u esta a tr abaja r. E n el siglo XIX, apenas se hablaba de paro; sólo en nuestro siglo la dificultad de asegurar un suministro adecuado de bienes se ha visto desplazada por la dificultad mucho mayor, y mucho más discutida, de hallar empleo apropiado para el mayor número posible de personas en la producción de bienes. Paralelamente a todas estas cuestiones, hay que considerar las instituciones implicadas en la actividad económica, o sea, en la producción y fijación de precios de bienes y servicios, y en la distri bució n de los resu ltado s de la s transaccio nes. Se tra ta del papel de la empresa comercial, grande y pequeña, y de la banca, el banco central, el dinero en sus diversas formas y funciones, y los problemas especiales del comercio internacional. Sin olvidar a los gobiernos y a las políticas que éstos aplican, pues las mismas influyen, en mayor o menor medida, sobre todos los procesos e instituciones mencionados.
18
JOHN KENNETH GALBRA.ITH
Finalmente, y de manera menos específica, debe considerarse el marco de referencia político y social más amplio en el cual se desenvuelve toda la vida económica. Aquí cabe aludir a la naturaleza y eficacia respectivas del capitalismo, de la libre empresa, del estad o de b ienestar, del socialismo y del comunismo. Con respecto a estas cuestiones, según puede observarse, la economía experim en ta u na modificación radical. Deja de cons tituir un tema d esa p asio n ado , su p u esta m en te cien tífico , pa ra convertirse en el te atr o de agrias polémicas. El investigador más imparcial, el directivo más rabiosamente pragmático, o el político menos propenso a cualquier proceso in tele ctu al eli ti st a, to dos reac cionan co n u n a pasió n vis i ble e in clu so vio le nta . E ste tip o de reacción es el que p rocu rará evitar esta obra. Todos estos problemas, las soluciones propuestas y los cursos de atención pública o privada que se preconizan, constituyen el tema de la historia del pensamiento económico. Obvio es decir que el punto de partida obligado para cualquier estudio de dicha historia se encuentra en el mundo clásico.
II.
DE SPUÉS DE ADÁN
Puede ocurrir en cualquier período determinado una ausencia de respuestas a los interrogantes del capítulo anterior porque el pensam iento económico no ha alcanzado el grado de sutileza requerido. También puede suceder que la ausencia de respuestas obedezca a que los interrogantes aún no se han formulado. Con ilustres excepciones, la mayoría de los historiadores de la teoría económica han atribuido la falta de respuestas a la primera de esas deficiencias. Corresponde atribuirle un papel más importante a la segunda. En tiempos de las polis griegas y del imperio ateniense y luego en la época romana, muchos, si no la inmensa mayoría de los pro ble m as mencionados, no existían siquie ra. La activ id ad económica básica era tanto en Grecia como en Roma la agricultura, la unidad de producción era el hogar, y la fuerza de trabajo era los esclavos. La vida intelectual, política y cultural, y en buena medida la vida residencial, se concentraban en las ciudades, y por eso la historia de aquel período es la historia de los centros urbanos: Es parta, Corinto, A tenas y, sobre todo, Roma. Pero la s ciudades de la antigüedad, grandes o, como solían serlo, bastantes pequeñas, con excepción de Roma y de unas pocas urbes italianas, no eran centros económicos en su significado actual. Había mercados y artesanos, en su mayoría esclavos, pero poca actividad industrial en el sentido que hoy se atribuye al término.^ El uso o consumo de bienes —viviendas elementales, alimentos básicos, tal vez ciertas bebidas elaboradas, algunos tejidos y poco m á s— era infin itesimal, salvo para una reducida m in oría go bernante. Y para esta minoría, el prin cipal consum o consistía en 1. David Hu me no podía «recordar un solo pasaje, en ningú n au tor antiguo, en donde se atribuyera el crecimiento de una ciudad al establecimiento de una manufactura». Citado en M. I. Finley, T h e A n c i e n t E c o n o m y (Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1973), pág. 22.
20
JOHN KENNETH GALBRAITH
servicios —una vez más, provistos por los esclavos—. Las economías de Grecia y de Roma en la antigüedad, indiscutiblemente, no eran en modo alguno economías de bienes de consumo. No se ti ene noció n exacta de la fo rm a en que los habitan tes de las ciudades griegas e italianas, incluida Roma, pagaban las provisiones alimenticias y el vino que obtenían del mundo rural. La gran mayoría de los bienes materiales se compraban probablemente con las rentas o las exacciones de las cuales se beneficiaban los terratenientes absentistas que vivían en las ciudades, cuyo producto se utilizaba a su vez para pagar los productos agrícolas. Puede suponerse también que en algunos casos los pagos a los residentes de las ciudades se efectuaban simplemente en especie. O quizá, que percibían sus ingresos en forma de impuestos, susceptibles de ser utilizados a su vez para pagar los productos. Y las minas de plata proporcionaban ingresos a Atenas, así como el tributo militar se los facilitaba a Roma. Es cierto que los cereales y otros productos ll egaban en gra ndes cantid ades a los puerto s de El Pirco y de Ostia, pero se desconoce qué productos se exportaban a cambio.^
El examen de las cuestiones económicas de esta época figura principalmente en los escritos de Aristóteles (384322 a.C.) y por cierto que no proporciona muchos elementos de juicio. Nadie puede leer sus obras sin sospechar secretamente algún grado de elocuente incoherencia en materia económica. «Secretamente», porque siendo Aristóteles el autor, nadie se arriesgaría a sugerir algo seme jante. T am bié n es verdad que muy pocas de la s cuestiones que luego se constituyeron en materia económica podían haber sido aplicables a la sociedad de la que hablaba Aristóteles. Los problemas que ocuparon su atención —para él, inexplicables—, tenían un notable acento ético. Como dijo Alexander Gray, distinguido estudioso de la historia de las ideas económicas, (da economía [en la Grecia antigua] no fue simplemente colaboradora y criada de la ética [como quizá debería serlo siempre], sino que fue aplastada y demolida por su hermana más próspera y mimada, y los excavadores posteriores, en busca de los orígenes de la teoría económica. 2. V é a s e a l r e s p e c t o F i n l ey , T h e A n c i e n t E c o n o m y , págs. 123149. El profesor Finley, autor tan cauto como persuasivo en estas cuestiones, fue catedrático de historia antigua en la Universidad de Cambridge de 1970 a 1979.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
21
sólo han podido recuperar fragmentos inconexos y restos mutilados».^ Dejando de lado el carácter elemental de la vida económica, la razón más importante de que en el mundo antiguo se atendiera a las cuestiones éticas, desechando las económicas, es la existencia de la esclavitud. «En todas las épocas, y en todos los lugares, el mundo griego se basó en alguna forma [o formas] de trabajo de pendiente para sa ti sf acer sus necesid ades, tanto públicas como privadas... Por trabajo dependiente entiendo la labor ejecutada bajo compulsiones distintas de las vinculadas con el parentesco o con las obligaciones comunales.»"^ Como el trabajo no era remunerado, es obvio que no había necesidad alguna de un criterio para determinar el monto de los salarios. Esto ocurría no sólo en Atenas, sino en todas las ciudades helénicas. Dado que el trabajo era hecho por esclavos, se le asig naba u na categoría sub altern a que contri b uía a excluirlo del cam po de los estu dios. En cam bio , llegó a resultar de interés la justificación ética de la esclavitud, al igual que las características del tratamiento que se daba a los esclavos, como puede observars e en la defe nsa ari stoté lica de la in stitu ció n: «Los de más baja índole son esclavos por naturaleza, y ello redunda en su beneficio, pues como a todos los inferiores, les conviene estar bajo el dominio de un am o... En verdad, no hay gran diferencia entre la utilización de los esclavos y la de los animales domesticados.»^
El problema era similar con respecto al interés en ausencia de ca pital. La gente tom a din ero prestado y paga intereses por do s ra
3 . A l e x a n d e r C r a y , T h e D e v e l o p m e n t o f E c o n o m i c D o c t r in e ( L o n d r e s , L o n g m a n s , G r e e n , 1 9 48 ) , p á g . 1 4. C r a y f u e d u r a n t e m u c h o s a ñ o s p r o f e s o r d e e c o n o m í a p o l ít ic a e n l a Universidad de Edimburgo. Los pensamientos de Aristóteles en materia económica están ordenada mente expuest o s e n E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, a n t o l o g í a c o o r d i n a d a p o r A. E . M o n r o e ( C a m b r i d g e , H a r vard University Press, 1924), de la cual no se encuentran fác ilmente ejemplares en la actualidad. 4. M. I. Finley, E c o n o m y a n d S o c ie ty in A n c i e n t G re ec e, e d i c i ó n d e B r e n t D . S h a w y Richard P. Saller (Nueva York, Viking Press, 1982), pág. 97. 5. Aristóteles, Política, Libro I, en E arl y E c o n o m ic T h o u gh t, pág. 10. Aristóteles añade: «Es pues evidente que algunos hombres son por naturaleza libres, y otros esclavos, y que p a r a e s to s ú lt im o s la e s c la v itu d e s a la vez c o n v e n ie n te y j u s ta .» P u e d e o b s e r v a r s e q u e abrigaba la misma certeza con respecto a las mujeres: «Una vez más, el varón es por n a t u r a l e z a s u p e r i o r , y la h e m b r a , i n f er io r ; y m i e n t r a s q u e u n o d o m i n a , l a o t r a e s d o m i n a d a ; e s t e p r in c i p i o , n e c e s a r ia m e n t e , s e e x ti e n d e a to d a l a h u m a n i d a d . » I b id . Si Aristóteles retornara para dictar cátedra o para recibir un grado honorario en alguna universidad moderna, difícilmente se le otorgaría una bienvenida unánime.
22
JOHN KENNETH GALBRAITH
zones. O bien desea poseer bienes de capital o capital circulante con el cual obtener un rendimiento, es decir, contar con máquinas y equipos que contribuyan a la afluencia de ingresos o con mercancías en proceso de fabricación y venta que han de proporcionarles beneficios. O, en otro caso, esa gente paga intereses porque alguien que tiene menos dinero lo toma prestado de alguien que tiene más, para satisfacer distintas necesidades personales urgentes, para permitirse lujos o para pagar las deudas contraídas por ese motivo. Si los bienes de capital y el circulante son de poca importancia visible en la economía, como sucedió en el sistema de economía doméstica de la Grecia aristotélica, ocurre que la mayor p a rte de lo s p réstam o s se oto rgan y se contraen p a ra satisfacer fines de la segunda categoría, o sea, para necesidades personales.^ En tales circunstancias, el interés no se considera como un coste de la producción, sino más bien como un gavamen que los más favorecidos imponen a los menos afortunados o menos prudentes. De modo que una vez más, como en el caso de la esclavitud, se p la n tea u n proble m a de ética, a saber, qué es lo co rrec to , ju sto y decente en materia de relaciones entre los que poseen amplios recursos financieros y los débiles o necesitados. No es de e x tra ñ a r que A ris tó te le s condene enérgicam ente el cobro de interés: «La forma más odiada [de lucro] y con toda razón, es la usura... Pues la moneda se ha hecho para el intercambio, pero no para la acumulación mediante el interés.»^ Por esa misma razón —es decir, porque el interés representaba una indigna extorsión de los menos afortunados basada en la posesión de dinero por los más pu dien tes— siguió siendo condenado de m anera inequívoca durante la Edad Media. Hay aquí un matiz que luego adquiriría una mayor importancia: el interés sólo llega a adquirir respetabilidad cuando se lo define en otros términos, o sea, como pago por un capital productivo; cuando resulta del todo evidente que quien toma el préstamo lo utiliza para ganar dinero, y que por ello es muy justo que dé alguna participación de sus beneficios al prestamista original. A partir de ese momento ya no resultó excepcional que el precepto religioso y la ética dominante se ajustaran a esta circunstancia. En cambio, el cobro de intereses por préstamos destinados a satisfacer necesidades personales. 6 . « E s i n d u d a b l e q u e lo s p r é s t a m o s e n G r e c i a s e o t o r g a b a n co n fi n e s n o p r o d u c t i v o s . » F i n l e y , T h e A n c i e n t E c o n o m y , pág. 141. 7. A r i s t ó t e l e s , Política, L i b r o I , e n E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, pág. 20.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
23
al uso individual, continuó siendo objeto de una reputaeión ligeramente malsana, y hasta sospechosa. En esto, el pasado remoto tiene todavía un eco en la aetualidad, pues el interés cobrado por présta m os personale s no está exento de cierto opro bio, eo nside rándose que debe ser reglamentado. El usurero es repudiado, y se supone, por lo general no sin motivo, que alienta una reprensible tendencia a la asociación delictiva. Dado que en el mundo antiguo no existían salarios ni intereses, tampoco podía haber una teoría de los precios tal como hoy se la eoncibe. Los precios derivan, de una u otra forma, de los costes de producción, y éstos carecían de funeión visible para los pro pie ta rio s de esc lavos. En consecuencia, lo único que pudo preguntarse Aristóteles fue si los preeios eran justos o equitativos, preocupación que sería el meollo del pensamiento económico en los dos siguientes milenios y que representa el nudo gordiano del interrogante aún vigente en nuestros días: ¿es ése realmente un preeio ju sto ! Nada ha ocupado tanto la atención de la doctrina económica durante siglos como la necesidad de persuadir a la gente de que el preeio de mercado tiene una justificaeión superior a cualquier preocupación ética. A esta euestión volveré a referirme más adelante. Aristóteles también prestó atención a otro problema de proyección ética que continuaría luego preocupando a los economistas: ¿Por qué algunas de las cosas más útiles son las que tienen los precio s m ás bajo s en el m ercado, m ientras que algunas de las menos útiles se cotizan a precios muy elevados? Ya muy entrado el siglo XIX, los autores económieos habrían de continuar todavía lidiando con el motivo de la diferencia entre el valor de uso y el valor de eambio: por ejemplo, eon el hecho de que el pan y el agua potable sean útiles y relativamente baratos, mientras que las sedas y los diamantes son mucho menos útiles y desde luego mucho más caros. Con seguridad que en este aspecto hay, o había, algo éticamente perverso. Se consideraría un gran progreso de la teoría económica el momento en que finalmente encontrara solución este problema. En lo que se refiere al desarrollo comereial, Aristóteles, precursor distante de la preocupaeión por el erecimiento económico, se limitó, como los romanos que le sucedieron, a formular sugerencias sobre mejoras en materia de oganización y prácticas agrícolas. Y al igual que los romanos, atribuyó gran superioridad moral O
24
JOHN KENNETH GALBRAITH
a la economía agraria, opinión que hallaría fuerte eco en los eco nomistas franceses del siglo XVlll y que sigue vigente aún hoy entre los agricultores. En cuanto a la moneda en sus formas y usos más elementales, no es mucho lo que puede decirse. Se trata de una mercancía que p o r su div isibilidad, d urabilid ad , dis ponib ilidad ad ecuada pero no ilimitada, y, en consecuencia, por su aceptabilidad, ocupa un papel intermediario en el intercambio. Este papel ha sido desempeñado p or el oro , la p la ta , el cobre , el hie rro, alg unas conchas m arinas, el tabaco,® el ganado y el whisky, así como el papel moneda y los depósitos bancarios. Cuando una mercancía se utiliza como dinero adquiere cierta personalidad, carácter místico y escasez, y su precio —es decir, la s can tid ad es o volú m enes de o tras m erc ancía s que d eben cederse pa ra ob tene rla— se convierte en un prob lema especial. Cuando la mercancía es sustituida por elementos puramente representativos, como el papel moneda o los depósitos bancarios, adquiere cierto aire de misteriosa gravedad aquello que determina el valor del dinero, o sea, en lenguaje ordinario, el nivel general de precios determinado por el valor del dinero. En la época de Aristóteles, cuando corría el siglo IV a.C., ya hacía mucho tiem po q ue se acu ñ ab a m on eda en Grecia, y y a u n siglo antes Hero do to (c. 484425 a.C.) había pronunciado su soberbio non sequitur sobre esta cuestión: «Los lidios se gobiernan por unas leyes muy p arec id as a la s de los griegos, a excepción de la co stu m bre que hemos referido hablando de sus hijas [la prostitución consuetudinaria]. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata.»^ Aristóteles describe los orígenes del dinero con admirable claridad y concisión, observando que:
8 . E n l a e c o n o m í a d e E s t a d o s U n i d os h a s i d o e l t a b a c o , e n t r e t o d a s e s t a s m e r c a n cías, la que hasta ahora desempeñó el papel más generalizado. Se u tilizó en las colonias del Sur durante cerca de siglo y medio, superando así holgadamente los períodos de preeminencia del oro, de la plata, del papel moneda y de los depósitos bancarios en tiempos m o d e r n o s . V é a s e m i o b r a M o n e y : W h e n c e it Ca rn e, W h e re it W e n t ( B o s t o n , H o u g h t o n M i ff li n , 1 9 7 5 ) , p á g s . 4 8 5 0 . E n l o q u e r e s p e c t a a l d i n e r o , h a s u b s i s t i d o u n f u e r t e i n s t i n t o arcaico que arguye siempre en favor de un retorno a usos anteriores, particularmente, en é p o c a s p a s a d a s , a l u s o d e l a p l a t a y e n t ie m p o s r e c i e n t e s a l d e l o r o. T a l v e z u n d í a , acaudillada por un senador vigorosamente regresivo de Carolina del Nort e, se suscite una d e m a n d a e n f a v o r d e u n r e t o rn o a l p a t r ó n t a b a co . 9. H e r o d o t o , L o s n u e v e li b r o s d e la h is to r ia , t r a d u c c i ó n d e B a r t o l o m é P o u ( M a d r i d , Perlado, 1905), Tomo I, Libro I, pág. 73. Es más que probable que la moneda acuñada haya estado ya en uso en la llanura del Indo, y en todo lo que se refi ere al dinero, incluido el papel moneda, puede suponerse todavía con mayor fundamento que la prioridad corresponde a los chinos.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
25
las distintas transacciones de la vida no se llevan a cabo con facilidad, motivo por el cual los hombres han convenido en emplear para sus tratos recíprocos algún elemento intrínsecamente útil y de fácil aplicación a los fines referidos, como, por ejemplo, el hierro, la plata o alguna substancia similar. El valor de estos elementos se medía inicialmente por el tamaño y el peso, pero con el tiem po se llegó a ponerles un sello, para evitarse la molestia de pesarlos y de marcar su valor. Habiendo identificado la naturaleza de la moneda y de la acuñación, Aristóteles pasa a considerar el lucro, que en su forma pura le parece aborrecible: «Hay hombres que convierten cualquier cualidad o cualquier arte en un medio de hacer dinero; lo toman por un fin en sí, y creen que todo debe contribuir a alcanzarlo.»^^ Lo mismo que en el caso de la definición de la usura, esta observación de Aristóteles ha conservado su exactitud a lo largo de los siglos. Un gran ejemplo moderno de su tesis lo constituye, induda ble m ente , el jo ven operador financie ro que dedica todos sus esfuerzos personales y toda su conciencia al lucro pecuniario y que mide por los resultados su logro personal. Quizá convendría que en Wall Street aún se leyera a Aristóteles. Empero, cuando prosigue con perceptible esfuerzo su análisis del asunto y se propone distinguir entre las formas legítimas e ilegítimas de lucro, no es mucho lo que puede enseñarnos. Al llegar a este punto debemos arriesgarnos a encarar la imperdonable verdad de que su contribución no tiene mucho sentido.
Los estudiosos que no han quedado satisfechos con la aportación de Aristóteles al tema de la economía ateniense han optado por Jenofonte (c. 440355 a.C.), discípulo de Sócrates y hombre de inclinaciones prácticas, quien, largo tiempo después de su campaña al servicio de Ciro el Joven y tras haberla relatado de manera inmortal en la Anabasis, se dedicó durante un breve período a la 10. Aristóteles, Política, Libro I, en E a r ly E c o n o m ic T h o u g h t, pág. 17. Aristóteles menciona la plata, pero no el oro. Durante toda la larga historia del dinero, la plata ha s i d o d e l ej o s el m á s i m p o r t a n t e d e lo s d o s m e t a l e s . C o n p l a t a s e p a g ó l a e n t r e g a d e J e s ú s a las autoridades locales; la plata, y no el oro, fue el gran tesoro del Nuevo Mundo; el oro fue adoptado por la comunidad mercantil europea como medio internacional sólo en el decenio de 1870. La plata dejó de ser acuñada libremente en Estado s Unidos en 1873, o c a s i o n a n d o u n a p o l é m i c a q u e d o m i n ó la p o l í ti c a n o r t e a m e r i c a n a ( y la o r a t o r i a d e W i l liam Jennings Bryan) durante todo el cuarto de siglo siguiente. 11. Aristóteles. Política, Libro I. en E a r ly E c o n o m ic T h o u g h t, pág. 19.
26
JOHN KENNETH GALBRAITH
economía. En su Ciropedia, anticipándose a Adam Smith, expone la ventaja que poseen las ciudades grandes sobre las pequeñas en cuanto a las oportunidades para especializarse en las actividades mercantiles mediante la división del trabajo. Y en otra de sus obras, el Tratado sobre las rentas: Orientaciones para la organiza ción de la hacienda pública en Atenas}^ considera las fuentes de la relativa prosperidad de la ciudad y las formas de aumentarla. Atribuye dicha prosperidad a la excelencia del entorno agrícola (algo que le costaría creer al visitante actual) y sostiene que la misma podría incrementarse otorgando hospitalidad y privilegios a los mercaderes y marinos extranjeros, sin excluir a los espartanos (su mujer lo era); prestando la debida atención a las obras públicas; enviando el m ayor núm ero posib le de trabaja dores a la s minas de plata, que a su criterio eran uno de los principales com ponentes de lo que hoy llam aría m os la bala nza de pagos de Atenas, y, por encima de todo, conservando la paz. Para Jenofonte, en los términos más paladinos, la guerra representa toda la diferencia entre la prosperidad y la catástrofe: «Pues sin duda los más prósperos son aquellos esta dos que permanecen en paz desde hace más tiempo, y de todos, Atenas es el mejor dotado por la naturaleza para florecer durante la paz.»*^ Es, por cierto, motivo de preocupación que sólo rara vez, en los dos mil quinientos años siguientes, se hayan ocupado los economistas de los costes económicos de la guerra y de los beneficios de la paz ni adoptado al respecto una actitud enérgica en tanto que profesionales. Aún no es demasiado tarde. Una cuestión final, suscitada por los griegos, de impresionante pertin encia p ara nuestro tiempo, es la re la tiva a la prin cip al fuerza organizadora y motivadora de la economía; a saber, en términos quizá demasiado bruscos, si se trata del interés propio o bien del comunismo. El origen de este dilema reside en la presumida o sospechada adhesión al comunismo del gran filósofo griego Platón (c. 428348 a.C.). Éste concibió un Estado que surgía esencialmente bajo la forma de una entidad económica, a saber, un conjunto de las diversas ocupaciones y profesiones necesarias para una vida civilizada. Pero al frente del gobierno, como guías y protectores del Es 12. 13.
En E a r ly E c o n o m ic T h o u g h t, págs. 3349. Jenofonte, T r a t a d o s o b r e l a s r e n t a s : O r i e n t a c i o n e s p a r a l a o r ga n i z a c i ó n d e l a h a c i e n d a p ú b l i c a e n A t e n a s , en E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, págs. 4647.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
27
tado, figuran los custodios, quienes llevan una vida de renuncia ascética y no tienen derecho a poseer más bienes que los indis pensable s, hallá ndose sus in gresos lim itados a lo rigurosam ente necesario. «Pero en el momento que ellos tengan tierras, casas y caudales propios, en vez de defensores se convertirán en mayordomos y labradores; y en vez de auxiliares del Estado, en enemigos y tiranos de sus compatriotas.»^'* Puede haber libre empresa en la base, pero el poder debe estar en manos de los de arriba, que profesan una pura ética comunista. La inclinación de Platón hacia el comunismo, por parcial que fuera, ha causado no poca preocupación a los historiadores más susceptibles entre quienes se ocuparon del asunto. Es penoso recordar que una figura de proporciones tan universales, si hubiera sobrevivido, habría podido ser objeto de vigilancia por parte del FBI y de denuncia por parte del malogrado senador Joseph R. McCarthy. El profesor Alexander Cray, conservador acérrimo,*^ se desvive por explicar que el Estado de Platón es el comunismo de un grupo limitado, el comunismo del campamento militar; que está lejísimos de tender (como otros han manifestado) a la revuelta o a los conceptos de la igualdad social, económica y política. Al contrario, establece una tajante división entre gobernantes y gobernados, entre elegidos y condenados; en fin, nada de verdaderas tendencias comunistas. Pero ya bastaba para tranquilizarse con la actitud asumida anteriormente por el más famoso discípulo de Platón, Aristóteles, quien se había declarado inequívocamente favora ble a la propie dad y al in te rés personal. «¡C uán in conm ensurable mente mayor es el placer, cuando el hombre siente que algo le pertenece, porque el am or pro pio es un sentim ie nto in culcado por la naturaleza, y no en vano... Si todo se poseyera en común, nadie podría ya d ar ejem plo de generosid ad ni desple gar liberalidad alguna, pues la liberalidad consiste en el uso que se hace de la pro piedad.»*^
Según se ha observado suficientemente, fue el juicio ético, y no la árida exposición de los temas económicos, lo que motivó a Aristó 14. P l a t ó n , L a R e p ú b li c a , t r a d u c c i ó n d e J o s é T o m á s y G a r c í a ( M a d r i d , L u i s N a v a r r o , e d i t o r , 1 8 86 ) , T o m o I , p á g . 1 9 5. C i t a d o e n C r a y , p á g . 19. 1 5. V é a s e la n o t a 3 e n e s t e c a p í t u l o . 16. Aristóteles, Política, L i b r o I I . e n E a rl y E c o n o m ic T h o u g h t, p á g . 2 5 .
28
JOHN KENNETH GALBRAITH
teles y a los demás grandes mentores de los griegos. Pero ya advertimos una tendencia que se reiterará a lo largo de toda la historia de la disciplina, y que es de principal importancia para su comprensión: tocante a la esclavitud, a la condición de la mujer y al interés público frente al interés personal, los juicios éticos muestran una fuerte tendencia a adecuarse a lo que a los ciudadanos influyentes les resulta agradable creer, reflejando de ese modo lo que en otra obra he denominado la Virtud Social Conveniente.^^ Durante los dos milenios y medio transcurridos desde aquella época, veremos a los economistas articulando la Virtud Social Conveniente ante el aplauso general. Pero también daremos con algunos que, impulsados por una fuerte dialéctica mental, expresan lo contrario y desafían aquello que a los privilegiados, acomodados e influyentes les parece cómodo creer. Sólo así puede entenderse plenamente el debate económico. Quienes han escrito sobre la historia de las ideas económicas coinciden en que la contribución romana fue mínima y hasta insignificante. Continuaron cantando loores a la agricultura para aca b a r entonando un him no tr iunfal. A ello sum aron m últ ip le s sugerencias sobre métodos y administración agrícola, pero siempre, bien entendido, refiriéndose a la unidad de explotación autosuficiente y no a una empresa comercial. Se plantearon algunas dudas sobre la eficacia de la esclavitud; por ejemplo, Plinio (c. 2379 d.C.) observó que «el peor sistema de todos es hacer labrar la tierra por esclavos recién salidos del correccional, como sucede con todo tra bajo confi ado a hom bre s que viven sin espe ranzas».^* En el bajo imperio, cuando las fincas habían llegado a adquirir enorme extensión, a la gente le preocupó la desaparición del pequeño cam pesin o y la apari ció n de los gra ndes la ti fu ndio s. E sta es otra de las preocupaciones que han sobrevivido: «Pase lo que pase, debemos salvaguardar la finca familiar.» Y sin embargo, hubo una importante contribución romana que por tra sc e n d e r los lím it es tr adicionales de la doctr ina ec onóm ica ha escapado a los debates más convencionales en la materia. Se trata del Derecho romano y su papel en la propiedad privada. La institución de la propiedad privada se remonta a la prehistoria; en las más primitivas comunidades tribales, los varones pro 17. 18.
En E c o n o m ic s a n d th e P u b li c P u rp o se ( B o s t o n , H o u g h t o n M i f f l i n , 1 9 7 3 ) . Plinio, H is to r ia N a tu r a l, c i t a d o e n C r a y , p á g . 3 7 .
HISTORIA DE LA ECONOMIA
29
clamaban como cosa propia armas, herramientas y mujeres. La prop ied ad personal está acep tad a en to d as la s socie dades, in clu ido el mundo socialista; las posesiones son en todas partes un as pecto de la m ism a p ersonali dad. Pero fue el Derech o rom ano el que otorgó a la propiedad su identidad formal y a su poseedor el dominium, es decir, los derechos que hoy se dan por supuestos. Estos derechos eran sumamente amplios: abarcaban no sólo el uso y el disfrute, sino también el mal uso y el abuso. A partir de entonces, toda intromisión ajena, incluida la del Estado, no podría legitimarse sin alegar alguna justificación. N in guna institució n del m u ndo no socialista h a podid o riv alizar con la propiedad privada en cuanto a importancia, utilización y afán de llegar a ella; a la vez, ninguna otra institución ha sido tan fértil como generadora de discordia social, económica o política. Los conservadores, en la economía no socialista, proclaman con irreflexiva elocuencia «los derechos de la propiedad privada», mientras que los de la izquierda social (liberales, en la jerga norteamericana) alegan en forma contenciosa pero a la vez cauta los intereses superiores del Estado o de la colectividad. Y la cuestión de la propied ad públi ca o p rivad a de los m edio s de producción m arc a la gran diferencia entre los mundos capitalista y socialista. De modo que aunque la aportación teórica romana haya sido escasa, no por ello dejó el genio romano de identificar y dar forma a la institución que, más que cualquier otra, constituiría el punto de mira de las aspiraciones personales, del desarrollo económico y del conflicto político en los siglos siguientes.
I I I.
E L P E R D U R A B L E IN T E R M E D I O
Aunque no reconocido como parte de la tradición histórica del pensam ie nto económ ico, el com pro m iso de los rom anos con la in stitución de la propiedad privada, como la llamaríamos hoy, ha constituido un legado de tremenda importancia para la vida económica y social. Sería el origen de innumerables revueltas campesinas contra el dominio de los terratenientes y los aristócratas, y finalmente, de la mayor revolución de los tiempos modernos: la revuelta socialista contra el poder y la capacidad de imponer la sumisión que acompaña, o acompañó, la posesión de la propiedad tanto industrial como rural. Ahora bien, la era romana, si no la misma Roma, dejó tam bié n otr o le gado quiz á to davía m ás im portante que fue la Cristiandad. Basada en la tradición, la ley y las enseñanzas judías a las que a su vez amplió grandemente, la Cristiandad tuvo tres efectos duraderos. Uno se logró mediante el ejemplo que sentó; otro, a través de las creencias y actitudes sociales que inculcó, y un tercero, por medio de las leyes económicas específicas que hubo de apoyar o de necesitar. El ejemplo fue el de Jesús, hijo de un artesano, que demostró la inexistencia de un derecho divino de los privilegiados; el poder podía te nerlo gente que trab ajaba con la s m anos. A com pañado por discípulos que en su mayor parte tenían orígenes igualmente humildes, Jesús desafió a los poderes constituidos de la monarquía de Herodes, y por consiguiente, al poder mucho más majestuoso del imperio romano.* El hecho mismo de que una sola persona, o 1. C o n r e s p e c t o a e s t a ú l t i m a c u e s t i ó n m e g u í o p o r m i a m i g o y c o l eg a K r i s te r S t e n d h a l. e x d e c a n o d e la F a c u l t a d d e T e ol o gí a d e H a r v a r d [ a c t u a l m e n t e o b i s p o d e E s to c o l ino). Véase su libro M e a n in g s: T he B ib le a s D o c u m e n t a n d a s a G u id e (Filadelfia, For iress Press, 1984), págs. 205 y ss. En la pág. 210 destaca «las crecien tes pruebas de que rl papel de Pilatos fue, en la ejecución de Jesús, bastante mayor de lo que la tradición y a u n e l E v a n g e l io n o s i n d u c e n a c r e e r . .. L a c r u c i f ix i ó n , m é t o d o r o m a n o d e e je c u c i ón , e s d e por sí e lo c u e n te , d a n d o a e n te n d e r q u e J e s ú s d e b e h a b e r sid o c o n s id e ra d o lo su fic ie n te í ii c nt c m e s iá n i c o , y n o só l o e n u n s e n t i d o p u r a m e n t e e s p i r i t u a l , c o m o p a r a c o n s t i t u i r u n a a m e n a z a a l o rd e n p o lí ti co d e s d e el p u n t o d e v i s ta d e l a s n o r m a s r o m a n a s »
32
JOHN KENNETH GALBRAITH
un pequeño grupo de tal linaje, pudiera adquirir semejante influencia, distinción y autoridad, se convirtió en un ejemplo a citar y en una influencia a sentir durante los dos milenios siguientes. A quienes en adelante se alzaron para protestar contra el orden económico establecido se los vituperó como agitadores de la plebe, y a la vez, pudo alegarse en su defensa que Jesús, al atacar a los dueños de la propiedad y del poder en Jerusalén (en términos denigrantes, los cambistas y usureros del templo), era en definitiva su modelo. Mucho más allá de lo que están dispuestos a admitir tantos cristianos conservadores, Jesucristo legitimó la revuelta contra el poder perverso o económicamente opresor. Los sacerdotes de América Central que actualmente se solidarizan con el pueblo para oponerse a autoridades rapaces o corruptas creen estar actuando según su ejemplo, y de esa manera disgustan gravemente a los círculos más selectos. La principal de las actitudes sociales perpetuadas por el cristianismo sienta el principio de la igualdad de todos los seres humanos. Siendo todos hijos de Dios, comparten por igual la fraternidad humana. Conforme a esta enseñanza, resultó inevitablemente sospechosa la riqueza en cuanto elemento diferenciador entre hermanos y como fuente de poder, prestigio y goces desiguales. Yendo un poco más allá en la aplicación de este principio, llegó a creerse también en las superiores virtudes de los pobres. Como p u ed e im agin ars e, se suscit a ro n a raíz de ellos p ersis te n tes y p erturbadores problemas relativos a la institución de la esclavitud, amén de otros anejos a la posesión y la prosecución de riquezas, hasta tal punto que desde entonces adquirió especial distinción aquel cristiano que formulara un voto de pobreza. Durante los dos milenios siguientes, y hasta los tiempos modernos, el gran propietario de esclavos cristiano y el rico devoto se vieron en la necesidad de procurar una justificación teológica especial a su buena fortuna, que por lo general obtenían a un coste razonable. Por cierto que en tiempos de los Papas del Renacimiento la propia Iglesia había llegado a reconciliarse con la acumulación de riquezas por parte de sus sacerdotes: las indulgencias se vendían tranquilamente, los cargos eclesiásticos se cedían al menor p osto r, y los ricos, cuyo acces o al re in o de los cielos se h a b ía considerado difícil, podían obtenerlo en seguida, con tal que sus solventes herederos les compraran un pasaje para atravesar sin más demora el purgatorio, método éste que debe de haber origina
m S r OK I A
DI '
I . A I . C ON OM I A
33
lio una seria aglomeración de pobres honrados en ese inhóspito para je. Pero en definitiva las actitudes cristianas hacia la riqueza, no menos que la igualdad de todos los hombres ante el Señor, sobrevivieron a tales aberraciones. Con la Reforma fueron corroboradas en las tesis de Martín Lutero, y en las normas adoptadas luego por la Iglesia rom ana. De este m odo, paralelam ente a u n a nota ble adaptación a las necesidades, preferencias y placeres terrenales, persis tieron la s doctrinas cristianas orig in ale s que preconizan el repudio de las aficiones mundanas, en el sentido pecuniario. La relación más específica del cristianismo con la economía se desarrolló en el terreno de las leyes relativas al préstamo con interés. Se consideraba que el trabajo, como factor de producción, era en sí algo bueno; Jesús y los apóstoles se refirieron a él en forma encomiástica; se estimaba que el trabajador era digno de su salario. Y no se criticaba con severidad la renta del terrateniente. Pero la doctrina cristiana primitiva condenaba seriamente el cobro de intereses; al igual que entre los griegos, se la considera ba como u n a exto rsió n que los m ás afo rtu nados in flig ían a los in fortunados, necios o empobrecidos, urgidos por necesidades y obligaciones superiores a sus medios. La concepción del préstamo como medio que el deudor pudiera utilizar a su vez para obtener ganancias no tenía curso en la antigua Roma y no justificaba el cobro de intereses. En verdad, la búsqueda de tal justificación preocuparía a algunas de las mentes más innovadoras durante mil ochocientos o más años; a lo largo de todo ese período el prestamista asumió un papel dudoso, hasta reprensible, y si se trataba de un judío (y por tanto, afectado en forma más ambigua por la pro hib ic ió n de cobrar in tereses) se convertía en un bla nco obvio del antisemitismo. En épocas recientes llegó a formularse una teoría nada razonable^ según la cual las restricciones que la religión cristiana imponía al préstamo por interés otorgó a los judíos un papel principal en el desarrollo in ic ia l del capita lism o. E sta tesis minimiza lamentablemente la capacidad de la doctrina cristiana de acomodarse a las necesidades económicas, y la señalada im 2
Su principal
te fue W
S
b a r t ( 1 8 6 3 1 9 4 1 ) , h i s t o r i a d o r e c o n
ista
34
JOHN KENNETH GALBRAITH
p o rta n c ia de p re s ta m ista s c ristia n o s, co m o los Fugger,* lo s Im hof y los Welser entre los grandes precursores europeos de ese gremio. Las dudas cristianas acerca de la licitud del préstamo con interés nunca fueron disipadas por completo. Como se ha observado en el capítulo anterior, el usurero vulgar se encuentra, hasta el día de hoy, al margen de la respetabilidad convencional, y sólo en épocas relativamente próximas a nuestros días los propios banqueros han llegado a sentirse cómodos dentro de sus límites. John Pierpont Morgan, el más preeminente de los magnates bancarios de Estados Unidos, se constituyó en todo un pilar sustentador muy visible de la Iglesia Protestante Episcopal, para lo cual, entre otros medios, prodigó la hospitalidad de su vagón ferroviario privado a obispos y teólogos que se trasladaban de un lugar a otro con motivo de reuniones eclesiásticas. Hubo quienes interpretaron esta actitud como una argucia destinada a contrarrestar su consabida imagen predatoria como máximo prestamista de su tiempo.
Los historiadores han escrutado muy atentamente y con poco éxito el pensamiento erudito y sacerdotal de los mil años que siguieron a la disolución del Imperio romano en busca de alguna expresión formal de ideas económicas: como en el caso de los griegos y de los romanos, el resultado ha sido exiguo. Y una vez más, el motivo no es difícil de averiguar. En efecto, la vida económica básica de la Edad Media se parecía muy poco a la actual, y por tanto no había necesidad de examinar temas como los que hoy consideramos importantes en el aspecto económico. En especial, el mercado, si bien fue adquiriendo importancia con el correr de los siglos, sólo constituía un elemento secundario de la existencia. La inmensa mayoría de los campesinos vivía de lo que ellos mismos cultivaban, criaban, cazaban o pescaban, se vestían con lo que hilaban y tejían, y entregaban parte de esos produ cto s a su s am os o señore s en pago de su dere cho a pro ceder así, y de la protección que les prestaban mientras lo hacían. Como trabajadores en campos y granjas, (dos campesinos podían ser esclavos, siervos, propietarios, aparceros o arrendatarios; podían tener por señores a la Iglesia, el rey, aristócratas, nobles, hidalgos O Fúcares, los famosos banqueros del emperador Carlos V.
(N. de t.)
HISTORIA DE LA ECONOMIA
35
y caballeros de mayor o menor rango, o ricos agricultores arrendatarios»,^ pero sea cual fuere la relación entre patrono y trabajador, ya se tratara de un estatuto tradicional, de una obligación o de una compulsión, el hecho es que los productos se entregaban, pero no se vendían. Siendo ésta la situ ación social de la in m ensa mayoría del pueblo, sería asombroso que hubieran llegado a concebirse sistemas desarrollados de ideas económicas según se las entiende actualmente. Lo importante, una vez más, fue la intromisión de la ética en la economía, a saber, la noción de equidad o de justicia en las relaciones entre amo y esclavo, señor y siervo, terrateniente y aparcero. Entre los factores que determinaban la renta desempeñaban un papel fundamental los conflictos o alianzas mediante los cuales un señor feudal ampliaba su territorio, y por consiguiente sus ingresos, a expensas de otros señores. Es entonces lógico que la historia habitual se ocupe de tales conflictos, y no de los vínculos económicos. Podría añadirse que esta relación de la propiedad territorial con la renta ha tenido un efecto duradero sobre el pensamiento político y militar. Hasta la fecha, el estratega militar intelectualmente rezagado contempla las fronteras en el mapa bajo la impresión de que algún señor feudal está al acecho para atravesarlas y apropiarse de tierras y otros bienes en algún país vecino. La mentalidad militar convencional no ha llegado todavía a comprender plenamente que apoderarse de una economía industrial moderna y administrarla con éxito es tarea más difícil que anexionarse territorios extranjeros.
Pero es preciso no llevar demasiado lejos, como circunstancia predominante, la ausencia de operaciones comerciales o de mercados en la Edad Media. Había entonces ciudades, aunque fueran minúsculas en comparación con las de épocas más recientes, y los señores feudales más prósperos tenían diversas necesidades o as piraciones que eran satisfechas por m ercaderes locales y extranje ros, o bien, mediante compra, por los artesanos de las corporaciones en el ámbito regional. Se trataba, en este caso, de un merca 3. Fe rnan d Braudel, Civilization and Capitalism, 15th-18th Century, vol. 2, The Wheel <}f Co m m erc e, traducción al inglés de Sian Reynolds (Nueva York, Harper and Row, 1982), l>á|' 256.
36
JOHN KENNETH GALBRAITH
do, pero como no daba la pauta de las relaciones cotidianas no era objeto de atención ni de reflexión especial. La economía, en todas sus manifestaciones modernas, tiene el mercado como centro, y a la inversa, en un m und o en el cual no correspondía a éste sino un papel subsidiario, y hasta esotérico, la teoría económica, tal como hoy la concebimos, no existía todavía. Y sin embargo, otra vez, hubo excepciones. Las actividades de compra y venta, en la medida en que las hubo, atrajeron la reflexión y movieron la pluma del máximo filósofo religioso de su milenio, el mara villosa m ente prolífico santo Tomás de Aquino (12251274), nacido en Italia, ciudadano francés, y en verdad, euro peo . Fue el pri m ero del gru po de filó so fo s religiosos conocid os en la historia como los escolásticos. Y el dinero, es decir, el tema que mayor sugestión mágica reviste en la economía, atrajo la atención de otro teólogo de rara coherencia intelectual, Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux (c. 13201382). Así como los mercados sólo ab arcab an en la Edad Media una p eq u eñ a p a rte de la vid a cotidia na, no de jaban de p resen ta r características especiales: muchas de las ventas, como por ejemplo las de ganado, ocurrían entre individuos particulares, o bien tenían lugar entre mercaderes aislados o agrupados, pudiendo tam bié n aju sta rse a la s re gla s de los ven ded ore s org aniz ados en cor pora cio nes. E sta s últ im as, rep resen tati v as de los gre m io s, constituían una característica muy relevante de la vida económica medieval. Su objeto era múltiple: garantizar la calidad de la mano de obra, organizar fiestas sumamente divertidas y otras celebraciones en fechas señaladas, ejercer influencia política y en especial, aunque no siempre con éxito, regular los precios y los jornales de los trabajadores. En el marco de referencia del mundo medieval, la fijación impersonal o competitiva de precios para las transacciones era bastante excepcional. Salvo en rarísimos casos, saltaba a la vista la presencia de un poder de negociación superior frente a otro inferior, de un mayor o menor grado de poder de monopolio. Y en tales circunstancias se planteó la cuestión de la equidad o justicia del precio, lo mismo que había sucedido en tiempos de Aristóteles, o como ocurre en la actualidad, cuando hay una situación de monopolio. Santo Tomás de Aquino se refirió precisamente al tema de la equidad de los precios: «Respondo que es totalmente pecaminoso incurrir en fraude con el expreso propósito de vender un objeto por un importe superior a su justo precio...
HISTORIA DE LA ECONOMIA
37
Vender algo más caro, o comprarlo más barato de lo que en realida d vale, es in trín se ca m en te u n a cto in ju sto e ilícito.»"^ De este modo, el Justo precio quedaba consagrado como obligación religiosa, y quien lo infringiera se vería sometido no sólo a la condenación moral de la comunidad, sino también a la sanción religiosa que correspondiera, si no en este mundo, en el más allá. El concepto del justo precio sobrevive, como ya he indicado, en las habituales referencias a lo que hay de justo, razonable o decente en el valor convenido mediante negociaciones entre las partes o tácitamente, cuando se repudia al especulador, al hombre de presa, al ex plo tad or o al v en d ed o r o c o m p ra d o r excesivam ente codicioso. Pero lo que nunca definió santo Tomás, por lo menos en términos seculares útiles, es la forma de determinar el justo precio. Se trata por cierto de otra cuestión en la cual tienden a divergir inevitablemente las respectivas opiniones de compradores y ven tledores, por honrados que sean. Y no puede suponerse que se tratara de un problema particularmente grato para Dios, a quien se refirieron en última instancia santo Tomás y los demás escolásticos. En este aspecto reside, pues, la más importante cuestión dialéctica de la vida económica, o sea, la relación entre la moralidad V el m ercado. De estos dos térm inos, el segundo h a sido evocado durante siglos, desde la época de santo Tomás, con un énfasis teológico aún mayor que el primero: «El mercado se encargará.» «Sólo cobro lo que el mercado admite.» Y con tal reiteración el mercado ha salido airoso; el justo preño de santo Tomás de Aquino se ha convertido en una curiosidad teológica, qu e ni siqu iera u n d evoto teólogo to m aría en serio. Y i l m ercado, por su p arte, h a ad qu irido u na po dero sa m oralidad piopia: «No hay que interferir en el mercado.» «'l odos tenem os derecho a u n ju sto precio de mercado.')^ Y sin em bargo, au nqu e sólo sea exiguam ente, tam bién h a solí irv ivido la noción de un ord en de ju stic ia su pe rior a la del mer i .ido. La legislación de s ala rio s m ínim os, po r ejemp lo, pu ede in
38
JOHN KENNETH GALBRAITH
a saber, «un precio justo para el productor)). Y lo mismo que los alquileres regulados en Nueva York y en otras grandes ciudades. Se trata en todos esos casos de situaciones que, según una bien establecida idea de nuestros días, menoscaba en grado sumo la eficacia del mercado. Pese a lo cual subsisten, como un eco, quizá muy distante, de las enseñanzas escolásticas. Como se ha dicho, el justo precio de santo Tomás era sumamente subjetivo. Pero en cambio se distinguía por su objetividad en otras materias. Por ejemplo, al examinar la cues tión de si un vendedor puede o debería vender un producto defectuoso, afirma que no debe hacerlo a sabiendas, y si llega a vender alguno por inadvertencia, debe indemnizar al comprador al descubrirse la falta. En cuanto a la cuestión de si el vendedor debe admitir la existencia de una imperfección en un artículo por otros conceptos acepta ble , d e s d e lu ego q u e de b e hacerl o, a m enos qu e «el defecto sea obvio, como en el caso de un caballo que sólo tiene un ojo)).^ De este modo, santo Tomás bien puede servir de guía para encarar la reciente agitación originada en Estados Unidos acerca de si los revendedores de coches usados deberían verse obligados a exhibir una lista de los defectos conocidos en los vehículos que tienen a la venta. Según las normas de santo Tomás, no habría por qué incluir en la lista los guardabarros abollados, pero en cambio tendrían que figurar en ella los carburadores defectuosos o las cajas de cambios averiadas. Santo Tomás no sólo aceptó, sino que sostuvo enérgicamente, la proscripción del cobro de intereses, a la vez que examinó la licitud del comercio en general. Pero no condenó totalmente las actividades comerciales: Hay dos clases de intercambios. Una de ellas puede denominarse natural y necesaria, y por su intermedio se cambia una cosa por otra, o cosa s po r dine ro, para sa tisfac er las necesidades de la vida... La otra clase de intercambios es la de dinero por dinero o de cosas por dinero, no para satisfacer las necesidades de la vida, sino para obtener un beneficio... La primera clase de intercambios es loable, por servir a las necesidades naturales, mientras que la segunda es justamente condenada.* 5. S an to T h o u g h t , p á g . 6. Sa nto T h o u g h t , p á g .
To m ás 61. Tom ás 63.
de
Aquino,
Su m m a
T h e o lo g ic a , A r t í c u l o
3.
e n E a r ly
E c o n o m ic
de
A q u i no ,
Su m m a
T h e o lo g ic a . A r t í c u l o
4.
e n E a r ly
E c o n o m ic
HISTORIA DE LA ECONOMIA
39
Con arreglo a esta definición, los comerciantes profesionales —ag en tes de bo lsa , p ira ta s fin an c iero s, e sp ecu lad o res, in te rm e d ia rio s— que daron sum idos en el oprobio m oral junto con los prestamistas. También en su caso iba a ser necesario un l argo proceso de rehabilitación. En Francia, durante el siglo XVIII, los fisiócratas, a quienes se hará referencia en el capítulo V, estimaron que el comercio era una actividad esencialmente estéril, ajena a la producción de toda riqueza real. Y hasta en nuestros días, cuando evocamos la creación de riqueza, tendemos a relacionarla con la p ro d u cc ió n de m e rc a n cía s c o n c re ta s v en d ib les, m ie n tra s que la compraventa y la prestación de servicios no gozan de un predicamento similar. A raíz de ello el mercader, hasta hace poco tiempo, estaba marcado con una especie de estigma social, condición que p a d e c ie ro n en G ran B re ta ñ a q u ie n e s a c tu a b a n aen el co mercio)) hasta bien entrado el siglo actual. Somerset Maugham, criado como huérfano en la familia de un clérigo, relató con elocuencia la generosidad de su tío, en su carácter de pastor protestante rural, al admitir en su feligresía a tenderos y otros comerciantes.
Es forzoso imaginar que durante los cien años transcurridos entre la época de santo Tomás y la de Nicolás de Oresme d eben de ha berse producid o cam bio s de actitudes m uy considerable s. Así com o el comercio (o sea, el capitalismo mercantil) era sospechoso a los ojos del primero, resultó en cambio de primordial importancia en opinión del segundo. Lo que debían hacer los príncipes era fomentar el comercio y crear para ello las condiciones favorables. Para Oresme, la principal de tales condiciones era la correcta administración financiera. No se incurre en fantasías si se lo considera como el primero de los monetaristas. Resumiendo brevemente la historia del dinero,^ refiere la forma en que la acuñación de m on ed as de oro, pla ta y cobre —con pe sos fijos y de ley— hizo superfina la tediosa labor de pesar las piezas de m etal. A partir de ese momento la responsabilidad de la acuñación quedó en manos del príncipe, es decir, del gobierno. Y Oresme, tras adjudicar al gobernante esa función, dedica muchas página s de su obra a enumerarle en el lenguaje más apremiante sus rest antes debe
7. E n s u T r a ic ti e d e la P r e m i é r e I n v e n t i o n d e s en la antología del inapreciable Monroe, págs. 81102.
M onn aies.
E s t a o b r a f ig u r a ta m b i é n
40
J O H N K E N N U T H G A E B R AI T H
res. Por encima de todo, dice Oresme, el príncipe no debe rebajar ( e n s u s p a l a b r a s , alterar) el contenido metálico de la moneda, advertencia que el filósofo repite varias veces: «¿Pues quién confiaría en un príncipe que disminuyera el peso o rebajara la pureza del metal de la moneda acuñada con su propia marca? »® En otro p a sa je : «Son en m i o p in ió n tre s la s m a n e ra s en q ue p u e d en o b te nerse beneficios del dinero, aparte de su uso natural. La primera de ellas es el arte del cambio, la custodia y el tráfico de la moneda; la segunda es la usura, y la tercera, la altera ción de la moneda. La primera es rastrera, la segunda es mala, y la tercera, aún peor.»^ Y en u n te rc e r lu g a r: «Es p re rro g a tiv a del so b era n o co n d e nar y castigar a los falsificadores y a cuantos practiquen cualquier clase de fraudes con el dinero. Esto dicho, ¡cuán avergonzado de b e ría se n tirse al re s u lta r c u lp ab le de u n crim e n q u e h a b ría de c a s tigar en otras personas con una muerte deshonrosa!»^® Oresme se expresa en términos particularmente severos contra el príncipe de un reino adyacente que había introducido de modo furtivo monedas adulteradas en la circulación monetaria de un país vecino, convencido de que los mercaderes extranjeros se abstendrían de hacer negocios dentro de un Estado cuya moneda no era de fiar. En efecto, la moneda buena y fiable favorece el comercio. Habiendo llegado a existir en su tiempo una gran cantidad de moneda de cobre, Oresme era partidario de acuñar pi ezas de oro y de plata (bimetalismo). Para los fines de las transacciones cotidianas debía debía fijarse una proporción entre ambos metales; a ese efecto dio como ejemplo proporciones en peso de 20 partes de p la ta p o r 1 de oro , o de 25 de p la ta p o r 3 de oro , sien do e sta última bastante más favorable a la plata que la tasa de 16 a 1 que conmovió al Oeste de Estados Unidos a finales del siglo pasado. N ue stro filósofo reconoció que la evolución del su m inistro de plata y de oro exigiría modificaciones en las tasas fijadas, pero alegó que éstas sólo debían alterarse si los aumentos o reducciones de la oferta eran de cierta importancia. Si bien no existen muchas leyes económicas inmutables, es cierto que hay algunas cuyo grado de certidumbre es equiparable al de la máxima de Calvin Coolidge, posiblemente apócrifa, según la 8. 9. 1 0. 1 1.
O resm e, O re sm e, O resm e, Vé ase el
p á g . 9 2. pá g. 9.*^. p á g . 9 7. cap ítulo X II.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
41
cual si se despide a mucha gente, sobreviene el paro. De similar categoría es la ley de Gresham, según la cual la moneda mala desaloja a la buena, o sea, que las personas y las empresas de toda clase, hallándose en posesión de dinero, parte del cual es sólido y acreditado, mientras que el resto está envilecido o es sospechoso p o r c u a lq u ie r m otiv o, tr a s p a s a r á n a o tro s e s ta ú ltim a m o n e d a y s e g ua r d a r á n l a pr i m e r a . E n e st a f o r m a , l a m a l a m o n e da d e s p l a z a a la buena de la circulación. Esta ley es atribuida a sir Thomas Gresham, el gran mercader, financiero y diplomático de la época isahelina, y uno de los fundadores de la Bolsa de Londres. Y sin e m b a r go , s e t r a t a d e u n a de l a s a t r i b u c i on e s má s e r r ón e a s de l a historia. Oresme advirtió esa tendencia dos siglos antes, y es por otra parte probiabe que ni siquiera él fuese el primero, pues se trata de la clase de descubrimientos económicos que están al alc a n c e de t o d o s . S u p o ni e n d o q u e e n es t e m i s m o m o me n t o h a y a a l g u n a p e r s o n a q u e t e n g a e n s u p o d e r p e s o s m e x i c a n o s ju n t o c o n d ó l a r e s e s t a d o u n id e n s e s o f r an c o s s u i z os , n o h a y q u e p e n s ar l o m u c h o p a r a s a b e r e n q u é f o rm a , t r a t á n do s e d e a l g u i e n e n s u s a n o ju icio , d isp o n d ría de e sa s d iv isa s re sp e c tiv a m e n te p a ra sa tisfa c e r sus necesidades actuales y para constituir sus reservas. Y al observar que todo el mundo hace lo mismo, es seguro que alguien formularía esta comprobación bajo la forma de una ley. Los grand e s l u g a r e s c o m u n e s d e l a e c o n o mí a n u n c a t i e n e n d e s c u b r i do r e s originales: son tan evidentes que cualquiera puede advertirlos.
Durante todo este largo período no sólo escribieron sobre el tema santo Tomás y Nicolás de Oresme, pero de todos modos no fue mucho lo que se escribió. Y la razón de ello es evidente: la economía, repetimos, no existe separadamente de la vida económica. La rígida estructura jerárquica de la sociedad feudal encargaba y distribuía bienes y servicios, no con el incentivo de sus respectivos precios, sino en respuesta al imperio de la ley, la costumbre y el temor a un castigo condigno y notoriamente doloroso. El mercado constituía una excepción esotérica, y nadie puede asombrarse de que los estudiosos no se ocuparan de él. Oresme, que en cambio lo hizo, reaccionó ante un mundo nuevo y en expansión, en el cual surgían con fuerza los mercados y el dinero. A ese
IV.
LOS MERCADERES Y EL ESTADO
Estramos ahora en uno de los períodos más acalorada mente discutidos que se examinan en esta historia, a saber, la era de los mercaderes, época de lo que se designa bajo el nombre de capitalismo mercantil o mercantilismo. Se considera que duró unos trescientos años, desde fechas bastantes inciertas del siglo XV h a s t a mediados del siglo xvill, viniendo a coincidir su final con los comienzos de la Revolución industrial, la Revolución norteamericana, y la publicación de La riqueza de las naciones, de Adam Smith. Esta gran obra apareció en 1776, año de la Declaración de Inde pen dencia de E sta d o s Unidos. A m bos acontecim ientos g u a rd aro n cierta relación, pues uno y otro fueron enérgicas reacciones contra las políticas y prácticas económicas de la era mercantilista. Durante esos tres siglos, la doctrina económica no tuvo ningún p o rta v o z ren o cid o c o m p a ra b le con A ristó te le s en G recia, sa n to Tomás de Aquino en la Edad Media y bajo la ética feudal regulada por la Iglesia, o Smith, Marx y Keynes en años posteriores. «El mercantilismo era cualquier cosa menos un “sistema”; fue fundamentalmente el producto mental de los estadistas, los funcionarios públicos y los líderes financieros y comerciales de la época.))* Al igual que acontecería en Estados Unidos durante el siglo XIX, las cuestiones y las teorías económicas hallaron su expresión en una amplia corriente de medidas de política económica, no en el p ensam ien to de d eterm inados econom istas o filó so fo s. Lueg o ab o rdaremos brevemente la labor de quienes estructuraro n las ideas del mercantilismo; por el momento, hemos de entender la economía de esta era sólo bajo el aspecto de las condiciones económicas que entonces prevalecían y de su efecto práctico reflejado en la acción pública y privada.
1. A l e x a n d e r C r a y , T h e D e v e l o p m e n t o f E c o n o m i c D o c t rin e ( L o n d r e s , L o n g m a n s , Oreen, 1948), pág. 74.
44
JOHN KENNETH GALBRAITH
Desde la Edad Media había tenido lugar una expansión irregular pero co ntinu a del com er cio dentr o de los país es euro peos, entr e ellos y entre Europa y el Mediterráneo oriental. En la época de los mercaderes se produjo un gran incremento del comercio tanto local como de larga distancia. Florecieron mercados muy diversos en los cuales se vendían tejidos, hilados, vinos, artículos de piel, za p ato s, cere ale s (principalm ente tr ig o) y m uchos otr os productos; estas actividades se desarrollaban en ferias, en grandes cobertizos o salas públicas y en terrenos circundantes.^ Los barcos transportaban productos de tierras cada vez más lejanas. Aparecieron los bancos, prim ero en Ita lia y después en E uropa del norte. Los puestos de los cambistas, en los cuales se pesaba y trocaban monedas de diferentes países, llegaron a convertirse en una característica habitual de la vida comercial. El mercader surgió de las sombras feudales para convertirse en un personaje bien definido, y cuando p ro sp e ra b a y o peraba en vasta esc ala , era acepta do en socie dad y se cubría de prestigio. En todo el continente europeo la máxima je ra rq u ía so cial continuó perteneciendo a los te rr ate nie nte s, los descendientes de los barones feudales, entre quienes había muchos que conservaban su especial tendencia instintiva al conflicto armado y a la autodestrucción correspondiente. Pero ya en el siglo XV las ciudades mercantiles, como Venecia, Florencia y Brujas, sucedidas luego por Amberes, Amsterdam, Londres y las de la Liga Hanseática, contaban con distinguidas comunidades mercantiles. Como en ellas el comercio era la ocupación general, desaparecía el estigma en un tiempo asignado a los mercaderes. Cabe añadir que se trataba de comunidades cuyo nivel artístico y cultural era por lo general más elevado que el de las viejas clases de propietarios rurales. En nuestros días, la arquitectura urbana residencial y comercial más admirada es la de los mercaderes. En las ciudades comerciales, los grandes mercaderes no sólo influían en el gobierno, sino que ellos mismos eran el gobierno. Y en toda Europa, desde el siglo XV hasta el siglo XVIII, fueron adquiriendo una creciente influencia en los nuevos Estados nacionales. Sus ideas llegaron a determinar la opinión pública, y a través de ella, la acción oficial. Cabe recordar también que su influencia 2. En la ob ra ya citada de Fern and Braudel, Civilization and Capitalism, 15th-18th C e n t u r y , t r a d u c c i ó n d e S i a n R e y n o l d s ( N u e v a Y o r k, H a r p e r a n d R o w , 1 9 8 2 ), to m o I I , T h e W h e e l s o f C o m m e r ce . f i g u r a u n a l ú c i d a e x p o s i c i ó n d e l d e s a r r o l l o d e l o s m e r c a d o s durante esos años.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
45
pro vin o en gra n parte del hecho de que p ara poder sobreviv ir, los mercaderes debían superar en inteligencia a los miembros hereditarios de las viejas clases terratenientes, inteligencia que por otra p arte llegó a in clu ir id eas m uy claras acerca de la fo rm a en que el Estado podía servir a sus intereses.
Conjuntamente con la proliferación de los mercados y el ascenso de la clase mercantil tuvieron lugar otros tres acontecimientos que habrían de influir en las actitudes y las políticas económicas de la época. El primero de ellos lo constituyeron los viajes de descubrimiento a América y el Lejano Oriente. En 1492 Colón, marino formado por los portugueses, llegaba a América. Cinco años más tarde, el navegante lusitano Vasco da Gama llegaría a la India, y en las décadas posteriores continuaron las expediciones, en un principio desde España y Portugal, y posteriormente desde Inglaterra, Francia y Holanda. Ello ocasionó un flujo de nuevos y exóticos producto s que se im portaban a E uropa desde el Oriente, y lo que es todavía más importante, una serie continua de cargamentos de oro y plata de las minas del Nuevo Mundo. Según uno de los mitos históricos más persistentes, se trataba del oro acumulado en los tesoros de los incas y de los demás pueblos americanos que sólo era cuestión de recoger. Pero en realidad, como se ha dicho, el metal importado en mayor cantidad era la plata, que no se encontraba en forma de lingotes ni de adornos, sino que era arrancada del subsuelo por el penoso trabajo de decenas y centenares de miles de indios, cuya vida laboral era tan breve como difícil en las minas de San Luis Potosí y de Guanajuato en México, y en las de otros parajes de la Nueva España. Entre 1531 y 1570, cuando esta corriente se acercaba a su culminación, la plata representó entre el 85 y el 97 por ciento del peso total de los tesoros transportados a Europa.^ Las minas del Nuevo Mundo y los galeones que, expuestos a los caprichos de los vientos, a las inclemencias del tiempo y a la ocasional intrusión de los piratas, tran sp orta ba n los metales pre 3. E s t a s c i f ra s f i g u r a n e n E a r l J . H a m i l to n , A m e r ic a n T re a s u re a n d th e P ri ce R ev ol u t i o n i n S p a i n , 1 5 0 1 -1 6 5 0 ( C a m b r i d g e , H a r v a r d U n i v e r s it y P r e s s , 1 9 34 ), p á g . 4 0. E l p r o fesor Hamilton, de la Universidad Duke y de la de Chicago, es la principal auto ridad sobre el flujo de metales preciosos a Europa y la consigu iente revolución de los preci os, como él optó por designarla. 4 . E l p a p e l d e l o s p i r a t a s , c o m o h a o b s e r v a d o H a m i lt o n , h a si d o t a m b i é n m u y e x a g e rado. La mayoría de los buques de la flota del teso ro llegaban intactos a los puertos espa-
46
JOHN KENNETH GALBRAITH
ciosos a la península ibérica fueron los factores que precipitaron el segundo gran acontecimiento de aquellos años, a saber, el nota ble ascenso de lo s precio s. El te soro aflu ía a E sp añ a, en donde, conforme a la ley, debía ser acuñado, y luego seguía viaje a otros p aíses europeos, p a ra p ag ar la s com puls iv as operacio nes m ilit ares españolas y pagar las mercancías que se importaban. Debe tenerse en cuenta que durante aquella época la guerra constituía una ocupación de capital importancia que se llevaba el grueso del gasto público. M ax W eber (1 86 419 20 ), el g ran sociólog o ale m án, calc uló que aproximadamente el 70 por ciento de los ingresos públicos de España y alrededor de las dos terceras partes de los ingresos de otras naciones europeas se gastaban de esa forma.^ El efecto de la gran afluencia de metales preciosos fue el incremento general de los precios, manifestación inicial de la teoría cuantitativa del dinero, según la cual, dado cierto volumen de intercambio, los precios varían en proporción directa con la oferta de dinero. El incremento de los precios se inició en España y se extendió luego al resto de Europa, siguiendo el itinerario de la plata y del oro. Entre 1500 y 1600 los precios probablemente se quintuplicaron en Andalucía. En Inglaterra, si se toma como base 100 el nivel de los precios durante la segunda mitad del siglo XV, o sea, poco antes de Colón, el aumento había llegado a 250 a fines del siglo XVI y aproximadamente a 350 durante el decenio de 16731682.^ En nuestros tiempos, para naciones como México, Brasil o Israel, una evolución similar sería considerada como un período de estabilidad monetaria. Pero en aquella época estos movimientos de precios mostraron que la existencia de una moneda metálica fu erte —el pa trón oro y pla ta — era co m patible con la inflación. La relación entre éstos y la oferta de dinero —asunto que en épocas posteriores llegaría a ocupar, de manera casi exclu yente, la atención del pen sam iento económ ico— emp ezó a ser un tema de los comentarios sobre economía de la época. Jean Bodin (15301596), al escribir en 1576 acerca de esta cuestión, cuando la importación de metales preciosos estaba en pleno auge, dijo lo si
5 . C i t a d o p o r E a r l J. H a m i l to n e n « A m e r ic a n T r e a s u r e a n d th e R i s e o f C a p i t a li s m (15001700)», en E c o n ó m ic a , vol. 9, nú m . 27 (no vie m bre de 1929), pág . 340. 6 . V é a s e A b b o t P a y s o n U s h e r , c i t a d o p o r G e o rg W i e be e n « P r i c e s o f W h e a t a n d C o m m o d i t y I n d e x e s f o r E n g l a n d , 1 2 5 9 1 9 3 0 » , e n T h e R e v í e w o f E c o n o m i c S ta t i s ti c s , vol. 13, n ú m . 3 (a g o s t o d e 1 9 31 ) , p á g s . 1 0 3 y s s . E l p r o f e s o r U s h e r s u b r a y a e x p r e s a m e n t e q u e e l incremento de los precios comenzó poco antes de iniciarse la gran afluencia de metales p r e c io s o s d e s d e el N u e v o M u n d o .
HISTORIA DE LA ECONOMIA
47
guíente: «Creo que los altos precios que rigen en la actualidad son ocasionados por cuatro o cinco causas distintas. La principal, y p o d ría decirse la ú nic a [a la q u e nadie se h a referido h a s ta ah o ra] es la abundancia de oro y plata.»^ Y a continuación señaló que el monopolio era la segunda de esas causas. Otro efecto de la gran afluencia de plata y oro fue el ejercido sobre el volumen del intercambio, o sea, sobre la magnitud de la pro p ia activ idad m ercanti l. H ubo quie nes creían, com o alg unos siguen opinando ahora, que el papel del dinero es fundamentalmente neutral: según ellos, se trata únicamente de un instrumento para la compra y venta de mercancías, un expediente para subsanar el lapso de tiempo que trancurre entre la venta y la compra de bienes, una forma conveniente de atesorar. Por otra parte, la situación del mercado, es decir, el volumen de mercancías y de servicios producidos y disponibles para la venta y la compra, depende, en el marco de esta hipótesis, de factores más fundamentales y más refinados. En realidad, puede asegurarse que la revolución de los precios, o sea, la inflación, ocurrida durante los siglo XVI y XVII, constituyó una fuerza muy estimulante, pues en esa situación, al revés de lo que sucedería en un período de disminución de los precios o de deflación, al contar con algún activo duradero, o al contratar alguna compra para reventa futura, podía preverse un beneficio en términos monetarios corrientes debido al esperado aumento de precios. Sería muy difícil poner en duda la tremenda influencia favorable que representó para el comercio la persistencia de tal estado de cosas, mientras continuaron afluyendo los metales precio sos d esd e A m érica. T am b ié n p u ed e su p o n erse que era cad a vez mayor el número de personas con acceso a la adquisición de dinero, propensas por lo mismo a considerarlos como un fin en sí. Esta inclinación fue probablemente enunciada en la forma más elocue nte po r el propio C ristóbal Colón. «El oro —dijo — es excelentísimo: del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al paraíso.»® 7 . J e a n B o d i n , S u p p l e m e n t a L e s S i x L i v r e s d e la R é p u b l iq u e , e n E a r ly E c o n o m ic T h o u g h t , a n t o l o g í a c o o r d i n a d a p o r A . E . M o n r o e ( C a m b r i d g e , H a r v a r d U n i v e r si t y P r e s s , 1924), pág. 127. 8. C itado en Eric Roll, A H is to r y o f E c o n o m i c T h o u g h t ( N u e v a Y o r k , P r e n t i c e H a l l , 1 9 4 2) , p á g . 6 1 . L a c it a p r o v i e n e d e u n a c a r t a r e m i t id a d e s d e J a m a i c a e n 1 50 3, c i t a d a t a m b i é n p o r M a r x e n s u Crítica de la Economía Política. U n a v e r s i ó n a l g o d i f e r e n t e f i g u r a e n R . H . T a w n e y , R e li g ió n a n d th e R is e o f C a p it a lim s ( N u e v a Y o rk , H a r c o u r t a n d B r a c e , 1 9 2 6 ), p á g . 8 9. [ F u e n t e e n c a s t e l l a n o : R e la c io n e s y c a r ta s d e C r is tó b a l C o ló n ( M a drid, B iblioteca Clásica, 1892, pág. 37 7)].
48
JOHN KENNETH GALBRAITH
También es cierto que el gran flujo de plata y oro contribuyó a fijar la atención de mercaderes y gobiernos sobre estos metales y sobre las políticas más eficaces para incrementar su cantidad, ya fuera en su propiedad o bajo su control. Esto último, en particular, fue un elemento decisivo para la concepción y la política del mercantilismo. El tercero y más importante de los acontecimientos de esos largos años fue la aparición y consolidación de la autoridad del Estado moderno, proceso que no llegaría a culminar hasta la unificación de Italia en 1861 y d e A lemania, en Ver salles, diez año s después. Los siglos anteriores habían visto la decadencia de los señores feudales compulsivamente belicosos, y el surgimiento del p o d e r d e lo s p rín c ip es y de la s a u to rid a d e s u rb a n a s. La creació n de los Estados nacionales fue sólo el último eslabón de una larga cadena de acontecimientos históricos. Con la aparición del Estado nacional sobrevino una vinculación todavía más íntima entre la autoridad pública y los intereses mercantiles. Durante mucho tiempo se ha discutido qué sucedió primero. ¿Fue el Estado quien se atrajo a los mercaderes para hacerlos p ro p icio s a su su p e rio r a u to rid a d ? ¿O bie n fu e u n E sta d o fu erte el instrumento necesario para el poder de los comerciantes? La teoría económica, como tantas otras, padece el problema de la prioridad entre el huevo y la gallina. Gustav Schmoller (18381917), historiador y economista alemán, y Eli Filip Heckscher (18791952), el gran historiador económico sueco, uno de los maestros de su profesión,^ sostuvieron que el servicio y sumisión a los intereses de los mercaderes fue la tendencia natural de los Estados nacionales; los mercaderes, por su parte, facilitaban al gobierno los recursos económicos que necesitaba para el sostenimiento de su poder tanto en el ám bit o in te rio r com o en la esfera in te rn acio nal. Ya fuera lu c h an d o entre sí, o a la inversa, en relaciones de cooperación, los comerciantes ayudaron a crear y consolidar el poder del Estado. «Las oscilaciones de la política oficial durante el largo período en el que el mercantilismo tuvo la hegemonía no pueden entenderse sin comprender hasta qué punto el Estado era criatura de intereses comerciales variables, cuyo único objetivo común era contar con un Estado fuerte, siempre que pudieran manipularlo exclusivamente en beneficio propio. 9 . Q u i e n s e o c u p ó e x t e n s a m e n t e d e e s t a s c u e s t io n e s e n l os d o s v o l ú m e n e s d e M e rc a n t i l i s m , o b r a t r a d u c i d a p o r M e n d e l S h a p i r o ( L o n d r e s . G e o r g e A l i e n a n d U n w i n , 1 9 3 5 ) . 10.
RoII, p ág . 59.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
49
A la inversa, según la concepción opuesta, la construcción de las naciones obedeció a una dinámica propia del poder, con res pecto a la cual la in fluencia y la riqueza de los com erciantes sólo fueron factores contribuyentes. Esta diferencia de opiniones no puede conciliarse, pero nadie discute seriamente la influencia de los mercaderes en los nuevos Estados nacionales. Tanto el orden interno como la protección exterior servían fuertemente a sus intereses, y éstos, a su vez, eran contrapuestos a las viejas rivalidades y conflictos feudales. Y se beneficiaban tam bién de polític as m ás especiales, favorables al bie nestar de los mercaderes. De estas necesidades y aspiraciones provienen las ideas y los actos inspirados por el mercantilismo, que examinaremos a continuación. Obvio es mencionar que el mercantilismo representó una señalada ruptura con las actitudes éticas y con las prescripciones de Aristóteles y de santo Tomás de Aquino, como con las propias del Medievo en general. Dado que los mercaderes buscaban abiertamente la riqueza en una sociedad en la eual ejercían influencia, por momentos dominante, tal actividad perdió sus connotaciones perversas o negativas. Los mercaderes eran acomodaticios en asuntos de conciencia. Es posible que el protestantismo o en particular el puritanismo^^ hayan coadyuvado a este proceso, pero en definitiva la fe religiosa, como siempre, se adaptó a las circunstancias y necesidades de la economía. A medida que la riqueza y las actividades destinadas a lograrla fueron haciéndose respetables, también adquirió respetabilidad, en ausencia de excesos, el préstamo con interés. Ésta fue otra forma de adaptación a la realidad imperante. Hacia fines de la Edad Media, como hemos podido verificar abundantemente, había surgido ya la distinción entre las diferentes clases de interés. Por ejemplo, podían condenarse con indignación los intereses que re presentaban una exacción im puesta a los m enesterosos por los afortunados. O bien los que se cobraban a algún noble o príncipe pródigo, que gracias a su importancia y a su buena oratoria podía 1 1. ( íE l e s p í r i t u c a p i t a l i s t a es t a n a n t i g u o c o m o la h i s to r i a » , o b s e r v ó R . H . T a w n e y , («y no fue, como se ha dicho a veces, engendrado por el puritanismo. Pero encontró en a l g u n o s a s p e c t o s d e l p u r i t a n i s m o t a r d í o u n t ó n i c o q u e p u s o e n a c c ió n s u s e n e r g í a s y fo r
50
JOHN KENNETH GALBRAITH
hacerse escuchar cuando protestaba contra los pagos abusivos que se le exigían. Pero no sucedía lo mismo cuando el prestatario obtenía beneficios de la utilización del préstamo. En ese caso, sobre la base de una elemental equidad podía sostenerse que debía com p a r tir s u s beneficios con el p re s ta m is ta q u e lo s h ab ía hecho p o si ble s, in d e m n iz á n d o lo al m ism o tiem po p o r el rie sgo de p érd id a . Tanto la doctrina de la Iglesia católica como la de las protestantes, aunque sólo gradualmente, y de mala gana, fueron haciendo las concesiones necesarias a las circunstancias de la economía. Así llegó a resultar legítima la financiación de las operaciones mercantiles con dinero prestado, y ya no se negó a los comerciantes el acceso al paraíso. El concepto del justo precio también fue perdiendo terreno ante el avance del mercantilismo, pues la suprema preocupación de los mercaderes no era sostener precios demasiado elevados, sino im p e d ir q u e la co m p eten cia lo s red u je ra en ex ceso , te m a q u e p ro n to examinaremos. Los salarios tuvieron un papel escaso o nulo en la teoría y en la práctica del mercantilismo. En esto fue determinante el papel del comercio exterior, como diríamos actualmente. Los trabajadores distantes, ya fueran esclavos, siervos u hombres libres, que p ro d u c ía n telas, esp e cias, a z ú c a r o ta b a c o en tie rra s re m o ta s de Oriente u Occidente, no eran tomados en cuenta para nada. Pero lo mismo sucedía con los trabajadores de regiones más cercanas. Las manufacturas domésticas implicaban que marido, mujer e hijos trabajaran en el hogar, transformando en telas la materia prima suministrada por el mercader. Tampoco en este caso se pagaba un salario propiamente dicho, pues el empresario mercantil pagaba simplemente por el trabajo la suma necesaria para que éste fuera ejecutado. Como sobre esta base no podía edificarse una teoría de salarios, no hubo ninguna que valiera la pena dentro del pensamiento mercantilista. La industria doméstica exige una atención particular. En siglos p o sterio re s, el siste m a fab ril, co n su s m iría d a s de tra b a ja d o re s en c u a d r a d o s y r e g i m e n t a d o s , e v o c a rí a u n a v iv id a im a g e n d e e x p l o ta ción. En cambio, las industrias domésticas o aldeanas parecerían suscitar, por contraste, una impresión de independencia familiar y de benévola autoridad y responsabilidad paterna, es decir, una escena traquila desde el punto de vista social. Las personas propensas a la ternura imaginan todavía hoy la posibilidad de dedicarse
HISTORIA DE LA ECONOMIA
51
a artes y oficios ejercidos en el hogar, para huir de las disciplinas más rigurosas del mundo económico. En la India se exige a todos los gobiernos, y a casi todos los políticos, según la mejor tradición gandhiana, que fomenten la recuperación de las industrias domésticas, incluidas las de hilados y tejidos que atrajeron a los mercaderes y a las grandes compañías mercantiles a Mad rás, Calcuta y Bengala en la era del capitalismo comercial. Son al parecer muchos los que han olvidado la terrible explotación infligida a hom b res y m ujeres b ajo la am e n aza de m o rir d e h a m b re , y de ig ual modo a los hijos por sus padres. Por otra parte, la gerencia de' sempeñada por un cabeza de familia no raya siempre a gran altura en cuanto a eficacia e inteligencia. Sería bueno que muchos de los que han descrito o celebrado el idilio hogareño de las industrias domésticas a lo largo de los siglos hubieran experimentado p e rs o n a lm e n te s u s rig o res c u a n d o c o n s titu ía la ú n ic a fu en te de ingresos.
Volviendo al m ercantilismo y a sus de ca ntad as creencias o errores, como se las d eno m inaría po steriorm en te—^^ debem os referirnos en primer lugar a la actitud negativa de los mercaderes con respecto a la competencia. Tanto la detestaban, que aprobaron la adopción del monopolio, o de la regulación monopolista de precios y productos. Asimismo, dada la influencia que los mercaderes ejercían sobre el Estado, prevaleció una honda creencia en la b en ig n id ad del m is m o y en la s v e n ta ja s de su in te rv en ció n en la economía. Y por último, como cuadraba a un medio en donde predominaba la mentalidad de los comerciantes, se convino con éstos en que la acum ulación de oro y plata —riquez a pe cu nia ria— debía constituir el primer objetivo de la política personal y pública, a la cual debían dirigirse invariablemente los esfuerzos individuales y la regulación pública; «Siempre es mejor vender mercancías a los demás que comprárselas, pues lo primero otorga ciertas ventajas, mientras que lo segundo acarrea inevitables perjuicios. 12 . « E l m e r c a n t i l is m o , c o m o el l e c t o r p u e d e y a h a b e r o b s e r v a d o , n o e s t á n i s i q u i e r a h o y c o m p l e ta m e n t e m u e r t o , p e r o s u s e r ro r e s f u e r o n d e n u n c i a d o s h a c e y a m u c h o ti em p o . » A l ly n Y o u n g , p r o fe s o r d e e co n o m í a m u y i n f l u y e n t e , d e la U n i v e r s i d a d d e H a r v a r d , q u e f a ll ec ió e n te m p r a n a e d a d , e n u n c i ó e s t a co m p r o b a c i ó n e n u n c e l e b r a d o a r t íc u l o p a r a l a e d i c i ó n d e 1 9 3 2 d e l a E n c y c lo p a e d ia B ri ta n n ic a , r e p r o d u c i d o l u e g o e n e d i c i o n e s p o s t e r i o res, vol. 7, pág. 926. 13, J o h a n n J o a c h i m B e c h e r, r e p r e s e n t a n t e a l e m á n d e l p e n s a m i e n t o m e r c a n t i l is t a , c itado en Roll, pág. 62.
52
JOHN KENNETH GALBRAITH
Con el transcurso de los años y con el ocaso de la era mercantil, el mercado competitivo pasó a convertirse en un tótem religioso, y el monopolio en el único defecto deplorable en el seno de un sistema por otros conceptos óptimo. Posteriormente se hizo evidente que la noción de la riqueza nacional no dependía de la oferta de dinero, sino de la producción total de bienes y servicios. Así resulta fácil comprender por qué se adoptó una actitud desdeñosa frente a la política m ercan tilista, y por qué en un m om ento dado p u d o c o n sid e ra rse que la peor falta en u n econom is ta o en u n le gislador o asesor en materia económica era su adhesión a las tendencias del mercantilismo. En esta forma llegaron a imponerse concepciones más acertadas, pero es preciso reconocer que el mercantilismo constituyó en su momento una expresión relevante y p red ecib le de los in te reses del p rín cip e y el com ercia nte . Como acaba de observarse, a los mercaderes de la era mercantilista no les agradaba la compentencia en materia de precios, desagrado éste que muchos comerciantes comparten todavía en la actualidad. En cambio, les convenían los métodos opuestos, como p o r ejem plo los convenio s o acuerdo s en tr e los vended ores resp ecto de los precios, el otorgamiento de concesiones o patentes de monopolio por parte de la Corona en relación con determinados productos, el monopolio del comercio con alguna región del planeta, y la prohibición de toda producción que pudiera presentar competencia, así como la venta de los productos respectivos en las colonias del Nuevo Mundo. La tendencia a identificar los intereses de determinado grupo con el interés nacional no es un factor que p u e d a s o rp re n d e r a lo s o b serv ad o res m odernos. En forma similar, las existencias de metales preciosos en manos de un comerciante era en aquellos tiempos el índice simple y fidedigno de su eficacia financiera. No hay tendencia más trillada que aquella según la cual lo que es hueno para el individuo es bueno p a ra el E sta do, o p in ió n que h a sido denom in ada ((falacia de la co m pos ición) ). Según é s ta , en su fo rm a m o d e rn a h ab itu al, lo que es conveniente para la economía privada en materia de ingresos, gastos y deudas, es conveniente pari p a ssu para el gobierno. Hace ya mucho tiempo que se considera que la insistencia mercantilista en la acumulación de oro y plata como objetivo de la política pú blica co n sti tu y e u n a fala cia de com posic ió n. No e stá cla ro q ue lo fuera. Como ya se ha observado, aquéllos eran años de persistentes conflictos bélicos, y con los metales preciosos podían com-
HISTORIA DE LA ECONOMIA
53
p ra rse los buques y los sum inistros indisp ensables p ara m antener las tropas y sostener las campañas militares. Las referencias al oro y la plata como «el nervio de la guerra» figuran con frecuencia en las exposiciones de la política mercantilista. De ello se deduce que los gobernantes estaban en lo cierto cuando vinculaban el poder m ilitar y la s fuerzas nacionales con políticas que les perm itían o parecían permitirles la acumulación de dichos metales. El mercantilismo tenía fuertes raíces en la defensa nacional y en las guerras de agresión. Sus manifestaciones prácticas, los decretos y leyes mercantilis tas, incluían la imposición de aranceles aduaneros y de distintas clases de prohibiciones a la importación. También implicaban la concesión de patentes de monopolio, la cual era práctica habitual en la Inglaterra isabelina y se llevaba a cabo incluso en artículos tan secundarios como las barajas de cartas. Estas concesiones fueron una merced oficial que continuó hasta que fueron derogadas por el Parlam ento du ran te el reinado de Jacobo I m ediante el E statuto de los Monopolios, adoptado en 16231624. También se practicaba el registro oficial de las grandes compañías mercantiles, tema al cual nos referiremos más adelante. Por último, tuvieron lugar persisten tes esfuerzos oficiales p a ra lim itar la exportació n de oro y plata. Éstos, según podemos suponer, fueron en gran parte infructuosos. Al igual que en el control de cambios actual, del que constituyó un precoz antecedente, la prohibición se burlaba con facilidad, y la evasión, a diferencia del hurto o el asesinato, no p e rtu rb a b a signif icativam ente el sentido m oral de la com unidad, ni el de quienes la perpetraban. Hacen legión los estudiosos que observaron la circunstancia de que la lucha de los Estados mercantilistas por obtener una balanza comercial favorable ~ o sea, que el valor de las exportaciones sea mayor que el de las importaciones— no era un juego en el que todos pudieran salir ganadores. Pocas verdades son más evidentes en el terreno de la economía. Pero esto no indujo a ningún Estado a desistir del esfuerzo, como tampoco lo induce ahora. Hasta el día de hoy, toda nación ha mirado a su balanza comercial y se ha preguntado si no podría mejorarse.*"*
54
JOHN KENNETH GALBRAITH
La era del capitalismo mercantilista que aquí analizamos fue rica en precedentes de políticas que luego asumirían imp ortancia y darían lugar a polémicas, como por ejemplo la intervención del Estado en favor de la industria, la protección arancelaria y una política de la balanza comercial. Pero mayor trascendencia que todos ellos revistió la aparición de un elemento que se convertiría, durante la época contemporánea, en la institución económica predominante, a saber, la gran empresa moderna. Al principio se trataba de una nueva asociación provisional de individuos que aunaban sus esfuerzos y sus capitales para una tarea común o para alguna expedición mercantil, y p ara asegurar p recios no com peti tiv os en la co m pra y venta de los p roductos re s p ectivos. Los orígenes de e s ta s asocia cio nes, o de o tra s sim ilares, p u e d e n r a s tre a rs e y a en lo s grem ios m edie vales. E n el sig lo XV los «Mercaderes Aventureros», mercaderes que vendían telas inglesas en el continente, se agruparon en una federación bastante laxa que con el tiempo fue adoptando una forma más cohes iva. Por aquel entonces, tanto en la Compañía de Moscovia, fundada en 1555, como en la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, creada en 1602, el capital ya no estaba comprometido exclusivamente a un viaje o una aetividad particular, sino que constituía la base permanente de todas las operaciones. Durant e ese mismo p erío d o se c o n stitu y ó la C o m p añ ía B ritán ica de las In d ia s O rien tales, institución que resultaría muy duradera (1600 a 1874),^^ y en 1670 la corporación elegantemente denominada ((Caballeros Aventureros Mercaderes de la Bahía de Hudson», que existe todavía, si b ie n su c a sa m a triz se h a tra sla d a d o de G ran B retañ a al C anadá. Por su parte, la Compañía Francesa de las Indias Or ientales obtuvo su patente en 1664. Cada una de esas compañías gozó de un monopolio concedido para explotar las regiones que se les habían asignado o que habían escogido. Todas ellas se veían asimismo en la necesidad de resistir, mediante el uso o la amenaza de las armas, la penetración de los restantes monopolios nacionales a quienes se habían otorgado privilegios similares. De esta forma, las em p re s a s hic ie ro n su a p a rie ió n no sólo com o in s tru m e n to s com erciales, sino también bélicos. A fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII prosiguió el
registro de compañías por acciones, como llegaron a titularse, con 1 5.
E n r e a l i d a d , t u v o f in l u e g o d e la R e b e l i ó n d e lo s C i p a y o s . e n 1 85 7.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
55
una creciente variedad de objetivos. Mediante este proceso, tanto el comercio con las colonias americanas como el gobierno de las mismas quedaron en manos de compañías registradas. En los decenios posteriores a 1700 surgió un nuevo y más es p e c ta cu la r an te ced en te de la s co rp o racio n es m o d e rn a s, co n cretad o en las alzas tan exuberantes como insensatas de las bolsas de valores de París y Londres. En la primera de estas dos ciudades, b ajo lo s au sp icio s (y d esd e cierto p u n to de v ista , g ra c ia s al genio ) de John Law, se desató una asombrosa inflación de las acciones emitidas por la Compañía del Mississippi (Compagnie d’Occident), que había sido creada para explotar unas minas de oro supuestamente ricas, pero por desgracia imaginarias, en el territorio de Lui siana. En Londres, a su vez, se crearon la Compañía de los Mares del Sur y otras por el estilo, entre ellas una destinada a la explotación de una fuente de energía hasta ahora insuficientemente utilizada, a saber, la rueda del movimiento continuo, y otra, muy celebrada en la historia de la especulación por su misterio, destinada a «ejecutar un proyecto muy rentable que nadie sabe en qué consiste».
Si bien la doctrina mercantilista puede ser entendida primordialmente sobre la base de sus orientaciones práticas y de su promoción empírica, hubo en todos los nuevos Estados nacionales autores que se dedicaron con cierta coherencia a estructurar sus principios generales. Cabe destacar a Antoine de Montchrétien (15761621) en Francia, Antonio Serra (datos biográficos imprecisos) en Italia, Philipp W. von Hornick (16381712) en Austria, Johann Joachim Becher (16351682) en Alemania, y Thomas Mun (15711641) en Inglaterra. Los estudiosos de esta materia han comprobado que las
1 6. C h a r l e s M a c k a y , M e m o ir s o f E x tr a o r d in a r y P o p u la r D e lu s io n s a n d th e M a d n e s s o f C r o w d s ( L o n d r e s , R i c h a r d B e n t le y , 1 8 41 ; B o s t o n , L , C . P a g e , 1 9 3 2 ) , p á g . 5 5 . E n e s t a obra se proporcionan otros detalles de interés. Tanto en Francia como en Inglaterra estos e p i so d i o s d e j a r í a n u n d u r a d e r o r e s i d u o d e d e s c o n f i a n z a . E n F r a n c i a , h a c i a l o s b an c o s , p o r q u e e n e s te p a í s la B a n q u e R o y a le d e J o h n L a w f u e p r o t a g o n i s t a d e lo o c u r r id o . E n I n g l a t e rr a , h a c i a l a s e m p r e s a s e n g e n e ra l , d a n d o l u g a r a l a a d o p c i ó n d e re g l a m e n t o s m á s e s t ri c to s , c o n f o r m e a l as l la m a d a s B u b b le A c t s ( L e y e s d e l a B u r b u j a ) [ d e a S o u t h S e a B u b b le » , l a « B u r b u j a d e l o s m a r e s d e l S u r » , n o m b r e q u e s e d i o a l a o p e r a c i ó n f r a u d u l e n t a d e R o b e r t H a r l e y . (N. de í . j ] A d a m S m i th , a l a t a c a r d u r a m e n t e l a s p o l ít ic a s d e la é p o c a d e l m e r c a n t i l is m o , n o e x c l u y e d e s u s c r í t ic a s a l a s so c i e d a d e s p o r a c c io n e s . L o s d i r ig e n t e s d e s o c i e d a d e s a n ó n i m a s y s u s p o r t a v o c e s q u e c i t a n h o y a S m i th c o m o f u e n t e d e to d a ju s t i fi c a c i ó n y d e t o d a v e r d a d s i n h a b e r s e t o m a d o l a m o l e s t ia d e le e rl o, q u e d a r í a n p a s m a d o s y d e p r i m id o s s i s e e n t e r a s e n d e q u e s i p o r é l h u b i e r a s id o , n o h a b r í a p e r m iti d o la e x is t e n c i a d e s u s r e s p e c t i v a s c o m p a ñ í a s .
56
JOHN KENNETH GALBRAITH
obras de todos ellos en general sólo brindan elementos de juicio restringidos, pues se limitan a exponer con mayor o menor brevedad los mismos conceptos, y presentan más afirmaciones que argumentos. Se intuye que sus opiniones, sin excepción, no son propias, sino más bien de los mercaderes de quienes fueron portavoces. Thomas Mun fue, en muchos aspectos, el más distinguido de todos, y desde luego el más conocido en el mundo de habla inglesa; su obra más notable, E n gla nd’s Treasure by Forraign Trade or The Balance o f our Forraign Trade is the Rule o f our Treasure,
fue publicada póstumamente en 1664. Lo mismo que James y John Stuart Mili en épocas posteriores, estuvo empleado al servicio de la gran Compañía de las Indias Orientales. Durante ese período, la compañía estaba autorizada a exportar para sus fines 30.000 libras esterlinas en oro o plata en ocasión de cada viaje, siempre que volviera a importar la misma suma en un plazo de seis meses. Éste era un recurso mercantilista preciso y práctico para conservar los fondos, que Mun preconizó entusiásticamente en sus primeros escritos. Más tarde, cuando ya no estuvo obligado a defender esta clase de argumentos, rectificó y se pronunció terminantemente en contra de una política tan dispendiosa. El único elemento que alivia el tedio de los escritos mercanti listas es su apelación expresa, a veces emotiva, y hasta lacrimosa, a los propios intereses, o en favor de éstos. Montchrétien, en un p a saje con delicad as reso nancias m odernas, describe a los le cto res (dos tiernos suspiros de las mujeres y los lamentables llantos de los niños de quienes han padecido en su trabajo los efectos de la c om p e te nc ia e x t r a n j e r a » . M u n , en Fn gl an d’s Treasure, presenta una docena de reglas para maximizar la riqueza y el bienestar de Inglaterra, incluida la abstención del ((elevado consumo de mercancías extranjeras en nuestra dieta y atavío... [si el consumo ha de ser pródigo] que sea utilizando nuestros propios materiales y manufacturas... para que así los excesos de los ricos puedan dar empleo a los pobres». Posteriormente (y aquí la cita va parafraseada) aconsejó que se vendiera siempre caro a los extranjeros lo que éstos no tenían, y barato lo que pueden obtener de otro modo; utilizar los buques propios para las exportaciones (idea mercantilista que sobrevive poderosamente en la legislación estadouniden 1 7. gina 83.
A n t o i n e d e M o n t c h r é t i e n , T r a i c t é d e l ' O e c o n o m i e P o l i t i q u e , c i t a d o e n C r a y , p á -
HISTORIA DE LA ECONOMIA
57
se actual); competir más eficazmente con los holandeses en materia de pesca; comprar barato, en lo posible en países lejanos, y no a mercaderes de ciudades comerciales vecinas; y no dar oportunidades comerciales a competidores cercanos.^® Sin embargo, una vez más, al examinar el mercantilismo, es preciso referirse a sus políti cas y a su s p rá c tic a s, y no a quie nes se conoce imprecisamente bajo el nombre de filósofos.
Adam Smith, al lanzar el más decisivo de todos los ataques que en el curso de la historia se han librado mediante ideas contra orientaciones prácticas establecidas, puso fin a la era mercantilis ta en 1776. Si bien subsistiría un sólido residuo de sus actitudes, al igual que un importante legado de sus instituciones, toda referencia al mercantilismo implicaría en lo sucesivo una connotación de error o de reproche. Pero ya habrá podido apreciarse que si tal reproche es justificado, no debería dirigirse a quienes expresaron sus ideas, sino más bien a las circunstancias de la época y a los intereses que sirvieron. Nos o cu p are m o s de A dam S m ith en el cap ítu lo VI. Pero an tes es necesario examinar las ideas que surgieron en Francia al final de la era mercantilista, y que celebraron, no ya a los mercaderes ni a los manufactureros, sino a los agricultores, cuyas explotaciones se distinguían en Francia por la variedad de su producción.
18.
L a s c i ta s , lo m i s m o q u e e l m a t e r i a l p a r a f r a s e a d o , s e e n c u e n t r a n i g u a l m e n t e e n
V.
EL PROYECTO FRANCÉS tv
A medida que fue transcurriendo el período que acaba de exíSj minarse tuvo lugar en Francia una combinación de factores eco nómicos, políticos e intelectuales que colocó a esta nación populosa, rica y siempre fascinante, en un nivel ideológico aparte del que p revale cía en el resto de E u ro p a. P a ra ese en to nces y a h a b ía n a p a recido en aquel país el capitalismo mercantil y el artesanado que lo surtía con sus productos, y posteriormente una variedad de manufacturas como las que estaban surgiendo en toda la Europa septentrional y en Inglaterra. París se había convertido en una ciudad de comerciantes y sus proveedores y de trabajadores, lo mismo que Lyon, Burdeos y otras grandes ciudades francesas. Pero en mayor medida que cualquier otro país europeo, Francia había conservado un fuerte interés en la agricultura, actividad a la que se eontinuó rindiendo un verdadero culto. En aquellos tiempos, como s i e m p r e , l a a g r i c u l t u r a e n Fr a n c i a e ra m á s q u e u n a o c u p a c i ó n : venía a constituir lo que con la solemnidad del caso llamaríamos hoy una forma de vida. Y también, en considerable proporción, una forma de arte. Los quesos y las frutas de Francia, y claro está, sus vinos, poseían una personalidad reconocida. Es cierto, empero, que el gobierno francés se había sometido menos que los de otros países a los intereses y políticas del mercantilismo. Luix XIV, apoyándose desde luego en distintas fuerzas de la nación, había reducido considerablemente y en muchos aspectos había destruido el poder independiente de la clase feudal. Su apremiante y persistente necesidad de recursos bélicos y sus inmensos gastos en tiempos de paz, además de su exigencia de que los aristócratas fueran a residir con gran pompa en la misma corte, donde él pudiera vigilarlos directamente, había em p o b recid o a la noble za. P a ra em p ez ar, este s istem a, u n id o a la s demandas de los recaudadores de impuestos de la Corona y a los trabajos forzosos de la corvée (nombre de los servicios obligato
60
JOHN KENNETH GALBRAITH
ríos prestados al señor feudal y al Estado) había ido trasladando los requerimientos pecuniarios de los aristócratas al sector social integrado por quienes en épocas posteriores llegarían a llamarse sus aparceros, o bien, en la medida en que subsistían en algunas p arte s de Francia , a sus siervo s, cu yo núm ero era meno r. Los agricultores independientes, por su parte, soportaban diferentes formas de exigentes exacciones reales. Y sin embargo, pese a tantos atropellos, la agricultura retuvo su poderío, y los intereses agrícolas siguieron gobernando a Francia. Fue en efecto la aristocracia terrateniente la que rodeó a los sucesores de Luis XIV en Versa lles, disfrutando del mayor rango y precedencia, y haciendo muchas menos concesiones a los designios e intereses de los mercaderes que sus homólogos ingleses, holandeses o italianos. En realidad, cabe preguntarse si, enfrascados como estaban en sus p ro p io s pla cere s y en sus re la cio nes y riv alidades personale s, llegaron alguna vez a advertir plenamente el papel nacional que iba asumiendo en forma progresiva la clase mercantil.^ Y sin embargo, los intereses de la clase terrateniente en Francia representaban un caso especial en un aspecto importante. Rara vez en la historia este sector de la sociedad ha llegado a exponer una justificación filosófica convincente de sus propios privilegios en vez de esgrimirlos, según ha solido ocurrir, como un derecho divino o simplemente irrecusable. Pero sucedió que la aristocracia francesa en Versalles se caracterizaba por su distinción artística e intelectual, siendo inevitable que algunos de sus miembros reflexionaran acerca del origen de su hegemonía, y, durante los reinados de Luis XIV y Luis XVI, sobre los medios para asegurarles una supervivencia cada vez más improbable. De esta manera se produjo en V ers alles u n a in tr om is ió n sin precedente s de l p e n sa miento en el ámbito de una clase terrateniente basada en la riqueza y en la tradición. De esta intromisión provino, una vez más de acuerdo con el marco de referencia contemporáneo, una aportación francesa su 1. C u e s t i ó n q u e s e p la n t e a , p o r e je m p l o , c u a n d o s e l e en l a s m e m o r i a s de l d u q u e de S a i n t S i m o n ( 1 6 7 5 1 7 5 5 ) . V é a s e S a i n í - S i m o n a t V e r s a i l l e s , en T h e M e m o i r s o f M . l e D u c de Saint-Simon, selección y traducción de Lucy Norton (Londres, Hamish Hamilton, 1958). A l c o m e n t a r e l ú l t i m o v o l u m e n d e l a g r a n t r i l o g í a d e F e r n a n d B r a u d e l , Civilization a n d C a p i t a l i s m , 1 5 t h - 1 8 t h C e n t u r y , vol. 3, T h e P e r s p e c t i v e o f t h e W o r l d , t r a d u c i d a p o r Sian Reynolds (Nueva York, Harper and Row, 1984), Christopher Hill ha expuesto hace p o c o , d e m a n e r a s u c in ta , la d ife re n c ia e n tr e lo s p a ís e s : « L a a r is to c r a c ia in g le s a se a d a p t ó a la sociedad mercantil de un modo que nunca llegó a hacerlo la aristocracia francesa.» { N e w S t a t e s m a n , 20 de julio de 1984, pág. 23 .)
HISTORIA DE LA ECONOMIA
61
mámente innovadora al pensamiento económico en la segunda mitad del siglo XVIII. Esta se produjo conforme al espíritu de la Ilustración, y del ánimo exploratorio y de los escritos de Voltairé, Diderot, Condorcet y, sobre todo, de Rousseau. En efecto, a la vez que compartía su visión del cambio, la esperanza y la reforma, respondía inequívocamente y con todo vigor a las grandes preocu pacio nes de la época. Su te m a centr al era el papel de la agric ultura como fuente de toda riqueza. Mientras que se acordaba a los mercaderes un estatuto subsidiario apropiado, se confirmaba la antigua eminencia del mundo rural, y éste surgía dominante y triunfador. Pero al mismo tiempo se reconocían las graves debilidades públi cas de la estr u ctu ra económ ica y política conte m porá nea, in dicando que tales deficiencias debían superarse. En esta forma, se combinó la afirmación de los valores históricos de la tierra y de su correspondiente poder político y precedencia social con la proclamada necesidad de su reforma, considerándose esta última indispensable para la supervivencia del sistema tradicional. Siempre ha sido objeto de controversia la denominación que debería aplicarse a los miembros de esta escuela del pensamiento económico. Ellos mismos se dieron el nombre de «economistas», notable por su modernidad, pues no llegaría a utilizarse este término para designar a los profesionales de la materia hasta des pués de Alfred M arshall, a fin es del siglo XIX. Adam Smith, que visitó Versalles y conversó con los principales progenitores de la escuela en 1765, asignó al conjunto de sus ideas el título de «sistema agrícola».^ Pero los historiadores del pensamiento económico han adoptado hace ya mucho tiempo la menos apropiada de las designaciones, a saber, la de «fisiócratas», o sea, aproximadamente, la de quienes sostienen el papel preponderante de la naturaleza. 2 . E n u n a d e s u s s i m p á t i c a s c o m b i n a c i o n e s d e e lo g io y m e n o s p r e c i o , S m i t h ,d ic e, e n L a r iq u e z a de la s n a c io n e s: Ese sistema, que describe la producción de la tierra como la única fuente de rentas y de riqueza en cualquier país, nunca, que yo sepa, ha llegado a adoptarse en ninguna nación, y en la actualidad sólo existe en las especulac iones de algunos hombres de gran saber e ingenio, en Francia. Seguramente no valdría la pena ponerse a examinar extensamente los errores de un sistema que nunca ha causado ningún daño, y posiblemente nunca llegue a causarlo, en ninguna parte de l mundo (Libro 4, cap. 9). Son tantas las ediciones de esta obra que parecería superfluo citar los n úmeros de páginas de algunas de ellas en particular. Una edición muy satisfactoria es la publicada en 1976 por la University of Chicago Press, basada en la anterior, y en muchos aspectos d efinitiva. de Edwin Cannan, publicada por la Universidad de Londres.
62
JOHN KENNETH GALBRAITH
Los fisiócratas, o economistas, constituían un grupo muy coherente, y muchas de sus ideas no se atribuyen a determinados autores, sino al conjunto. No obstante, destacan tres de sus miem bros. El prim ero, m ás in teresante e im po rta nte de ellos, fu e Fra n gois Quesnay (16941774), quien, demostrando con su ejemplo que una vida no debe darse por concluida prematuramente, se inició en la economía política a la edad de sesenta y dos años. Hasta entonces había ejercido como el más famoso médico de su época, y bajo todos los aspectos como el facultativo que disfrutaba de la más elevada posición. Había publicado trabajos relativos a la práctica de la sangría, a la índole y tratamiento de la gangrena y de las fiebres, y a una temprana edad había llegado a ocupar el cargo de secretario de la Academia de Cirugía, en París. Luego dio un p aso de in discutible im porta ncia p a ra su re puta ció n y posició n política y social al convertirse en médico personal de Madame de Pompadour, a cuyo efecto quedó alojado permanentemente en Ver salles, y después, en 1755, del propio Luis XV. Nunca ha habido otro economista que haya trabajado en situación tan favorable. El segundo del grupo, que superó a Quesnay como funcionario público, ya que no en el favor re al, fu e Anne Robert Jacq u es Tur got (17271781), hijo de un próspero comerciante, que no dejó de guardar cierta fidelidad a sus orígenes mercantiles. Gracias a su concepción plausiblemente más amplia de los intereses comerciales, llegó a ser considerado en Francia como el defensor de los mismos. Se hizo conocer en un principio como intendant ( a d m i n is t ra dor provincial) de Limoges, que era entonces una de las zonas más p o b res de F ra ncia . D u rante es e perí odo patr ocin ó u n conju nto de reformas destinado a fomentar la agricultura, promover el comercio local, mejorar el transporte por carretera y limitar los abusos fiscales. En 1774 fue trasladado a París por Luis XVI, quien lo nombró síndico general de cuentas y ministro de Hacienda, doble cargo en el cual sufrió la suerte de tantos reformadores. Percibiendo la grave amenaza de una gran revolución, trató de prevenirla mediante otra de menores proporciones, pero sus enemigos, como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia, prefirieron correr el mayor de ambos peligros. Al preconizar rígidas medidas restrictivas en los gastos de la Corte y en otros sectores públicos, ju n to con la refo rm a tr ib u taria , el libre com ercio de los cere ale s en el interior del Reino, la abolición de las sinecuras y monopolios pú bli cos, la to lerancia hacia los p ro te sta n te s y la p ro p u esta abolí
HISTORIA DE LA ECONOMIA
63
ción de la corvée, unió contra él a una impresionante variedad de intereses creados, que iban desde los terratenientes y aristócratas hasta los ostentadores de cargos públicos, los especuladores del comercio de cereales, el clero y la mismísima María Antonieta. Afectado también por las consecuencias de una mala cosecha, fue destituido en mayo de 1776 y reemplazado por Jacques Necker; posterio rm ente , reanudó la elaboració n del sis tem a de id eas gracias al cual se recuerda en nuestros días tanto a él como a sus correligionarios. El tercero en importancia entre los fisiócratas quizás haya ejercido una influencia práctica perdurable sobre la República estadounidense en mayor grado que cualquier otro francés de su época, sin excluir al propio marqués de Lafayette. Se trata de Fierre Samuel du Pont de Nemours (17381817), quien, luego de haber editado un periódico sobre cuestiones agrícolas y de haber escrito sobre temas políticos, compiló y publicó algunas de las obras de Quesnay bajo el título de La Physiocratie, del cual, evidentemente, proviene el nombre bajo el cual llegarían a ser conocidos tanto él como los demás integrantes de su escuela. Durante la Revolución francesa, Du Pont pasó un tiempo escondido, bajo la sospecha de albergar tendencias contrarrevolucionarias, y en 1800 emigró a los Estados Unidos junto con sus hijos, Éleuthére Irénée y Victor. En 1802 el primero de éstos inició la construcción de un molino de pólvora (rama del conocimiento en la cual había sido iniciado por el propio Lavoisier). Éstos fueron los principios de una de las más grandes empresas industriales norteamericanas, y, de lejos, la más duradera de las dinastías industriales. La familia Du Pont ha seguido desde entonces en plena posesión y adm in istració n de su vasta com pañía a lo largo de siglo y medio. Los fisiócratas eran hombres singulares, como en muchos as pecto s lo fue su sistem a, el cual constituía el prim er conju nto de ideas económicas digno de ese nombre. Una vez más, cabe recordar que su fin primordial era conservar, mediante reformas, una antigua sociedad en la que los pro pieta rio s rurales gozaban de superioridad social y privilegios, a la cual todos ellos eran adictos, y rechazar las pretensiones e intromisiones del capital mercantil y las rebeldes, crudas y vulgares fuerzas industriales (según el concepto que de ellas se tenía) por él engendradas.
64
JOHN KENNETH GALBRAITH
El principio básico de los fisiócratas era el concepto de derecho natural {le droit naturel), pues consideraban que era éste el que en última instancia regía el comportamiento económico y social. El derecho de los reyes y de los legisladores sólo resulta tolerable en la medida que es compatible con el derecho natural, o bie n en cuanto se lo tiene por u n a extensió n lim itada de éste. La existencia y protección de la propiedad concuerdan con el derecho natural, lo mismo que la libertad de comprar y vender —libertad de com ercio— y las disposiciones nece sarias pa ra aseg ura r la defensa del Reino. Lo más sabio es dejar que las cosas funcionen por su cuenta, conform e a los m otivos y re stric ció n natu rales. La norma orientadora en materia de legislación y, en general, de go bie rn o, debería ser laissez faire, laissez passer. Estas cuatro palabras, que encarnan el máximo legado de los fisiócratas, tienen diferentes significados. En épocas posteriores, el laissez faire llegó a ser entendido por los economistas como algo idéntico a las realizaciones del mercado competitivo —resultado óptimo, aunque no siempre agradable, que debe aceptarse con preferencia a cualquier intervención del Estado—. En este sentido, podría hablarse de un laissez faire limitado o técnico. Pero laissez faire llegaría también a ser la consigna de rigor contra toda forma de intervención del Estado en materia social. Según esto, en cualquier cuestión concebible, menos en materia de defensa nacional, si se deja la situación librada a sí misma, la solución vendrá por sí sola. A esto podría dársele el nombre de laisser faire teológico, dado que un poder superior garantiza el mejor resultado posible. El laisser faire teológico representa una fuerza notable aún en nuestros días, sin omitir a la ciudad de Washington en el decenio de 1980. Sus consecuencias prácticas se advierten con todo relieve en la forma en que tantos hombres de negocios actuales conciben el Estado, por lo menos hasta que la amenaza de bancarrota, una exagerada competencia extranjera o alguna otra amenazadora desgracia exige un retorno a la acción secular del Estado. Sobre la base del droit naturel se edificó el alegato contra el mercantilismo. Era obvio que los reglamentos favorables a los mercaderes —como por ejemplo, las concesiones monopolísticas, las abundantes restricciones proteccionistas sobre el comercio interior y los gremios m ercantiles s up erviv ientes— esta ba n en conflicto con el derecho natural. Al denunciar esta situación, los presuntos salvadores del Antiguo Régimen se alzaron contra los más flagrantes
HISTORIA DE LA ECONOMIA
65
privilegios del capitalism o com ercial. De esta fo rm a, como casi seguramente lo creyó Turgot, los mercaderes podrían quizá superar una incomprensión miope de sus propios intereses de largo plazo. No obstante, se había form ulado ya otra doctrina que resulta ba todavía m ás clara m ente opuesta al pre stigio y a la consiguiente influencia de los mercaderes. Se trataba de la noción del produit net. Ésta, en su forma escueta, afirmaba sencillamente que toda riqueza se origina en la agricultura, y ninguna en otras actividades económicas, oficios u ocupaciones. Según ella, los mercaderes, en particular, compraban y vendían el mismo producto, sin agregarle nada en este proceso. Y lo mismo sucedía, aunque de manera algo ambigua, en la industria, es decir, en la manufactura. Ésta sólo añadía un contenido de mano de obra a los productos de la tierra, pero no creaba nada nuevo. Además, estaba limitada en su extensión por sus orígenes y suministros agrícolas: ((Para que pueda aumentar el número de zapateros, debe aumentar la cantidad de cueros vacunos.»^ La estructura de clases de los fisiócratas guardaba una estrecha relación con el concepto del produit net. Había, en primer lugar, los terratenientes o propietarios, que orientaban, vigilaban o, en cualquier otra forma, presidían la producción agrícola, de modo que en definitiva se adjudicaban el produit net y sobre ellos recaían las responsabilidades sociales y políticas de la comunidad y del Estado. A continuación venía la clase de los productores, cuyos miembros practicaban la ganadería y labraban la tierra; y sólo una vez que se les había pagado su remuneración el produit net pasa ba a m anos de los propietarios. Finalm ente, en una categoría social muy inferior, figuraban los mercaderes, manufactureros y artesanos, a saber, la clase improductiva. Del concepto del produit net y de esta noción de la estructura de clases emergerían la más inequívoca defensa contra la intromisión de los mercaderes y la más enérgica apología de la agricultura y, a la vez, del poder de los terratenientes y aristócratas: de la agricultura provenía todo incremento de la riqueza; de los demás sectores no provenía nada: ((La agricultura es la fuente de toda la riqueza del Estado y de la riqueza de todos los ciudadanos.w"' En .3. A lex an de r C ray , T h e D e v e l o p m e n t o f E c o n o m i c D o c tr in e ( L o n d r e s , L o n g m a n s , (irren, 1948). La actitud general frente a la manufactura figura en la obra de Fran 90 is (Jiiesriay. S u r l e s T r a v a u x d e s A r t i s a n s . 4 l’ran^ois Qu esnay , M á x im e s G e n é ra le s, citado en Cray, op. cit., pág. 102.
66
JOHN KENNETH GALBRAITH
consecuencia, el fomento y la promoción de la agricultura eran no ya la mejor, sino la única forma de conseguir un mayor bienestar nacional. De ello se deducía que los impuestos aplicados al sector rural debían ser moderados; las actividades de los recaudadores no de b ía n ser explo ta doras ni errá ticas. De ta l m oderación dependía n la integridad del produit ne t y la prosperidad de la agricultura y del país . Pero en m ate ria de gra vám enes fiscales esta s considera cio nes iban acompañadas de una preocupación paralela bastante ingrata, pues si quie nes desem peñaban ocupacio nes d isti ntas de la agricultura no producían riqueza alguna, de ello se desprendía, al menos aparentemente, que no debían pagar ninguna contribución. En tal caso, no existiendo ningún excedente con el cual pudiera pagárseles, lo s trib u to s que se les co b raran vendría n a repercutir simplemente bajo la forma de precios inferiores o de costos más elevados de los productos necesarios para el mundo rural que el agricultor debía pagar restándolos de su produit net; es decir, que todos los impuestos terminarían siendo financiados por la fuente única de toda riqueza. En vista de ello, lo mejor sería desde un prin cip io ap li car la s contrib ucio nes directa m ente a los hacendados o a los agricultores propietarios de sus parcelas. Lo mismo que el laissez faire, se trataba de una noción que no llegaría a olvidarse nunca. La hipótesis de que la producción, de una u otra forma, crea (y oculta) una renta suplementaria —a m odo d e un a g racia pa rticu lar— en beneficio de ciertas clases, resurgió bajo un aspecto diferente al cabo de un siglo. Para ese entonces llegó a considerarse que eran los capitalistas, y no los terratenientes, quienes se apropiaban de la «plusvalía», una variedad distinta del produit net. Para Marx, éste sería objeto de especial atención y agitación revolucionarias. El concepto de producto neto experimentó un resurgimiento más específico en los Estados Unidos durante los últimos años del siglo pasado. Ello tu vo lu gar en las obras de H eniy George (18391897), el destacado y lúcido promotor del Impuesto Unico,^ a quien volveré a referirme en el capítulo XIII. En un principio, a George le llamó la atención el fantástico incremento del valor de las tierras en el Oeste norteamericano (y la consiguiente especulación) a raíz 5. E s p e c i a l m e n t e e n s u t r a t a d o m á s l eí do , P r o g r e s s a n d P o v e r t y , q u e m u c h a s v e c e reeditado y reimpreso ha sido tirado en millares de ejemplares y que cuent a todavía con un grupo pequeño pero ferviente de partidarios.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
67
del crecimiento demográfico, la construcción de los ferrocarriles y el desarrollo económico en general. De todos estos beneficios era poco o n ad a lo que podía a trib u irse a alg ún esfu erzo de los pro pie ta rio s. Y como eran los facto res socia le s los que h abían acarreado el incremento, la sociedad tenía derecho al mismo. De aquí la propuesta de un impuesto único sobre la tierra, que absorbía todo ese beneficio injustificado. Si bien la idea era convincente, no entusiasmó para nada a los propietarios de bienes raíces, quienes constituían una fuerza política de apreciables dimensiones. Y por otra parte tenían de su lado el concepto de derecho de propiedad originado en la antigua Roma. Si bien George se inspiró inicialmente en sus propias observaciones sobre la situación en California y en el Oeste de los Estados Unidos, en sus escritos posteriores se apoyó en las obras de los fisiócratas. De esta forma, como factor de largo alcance, aquella corriente de ideas' se proyectó desd e P arís du ran te los último s decenios del siglo XVIII a San Francisco cien años después. Una repercusión moderna más general del pensamiento de los fisiócratas se puede constatar en las frecuentes afirmaciones sobre la importancia de la agricultura como fuente originaria de la riqueza y del bienestar. Hasta la fecha, cuando los agricultores se reúnen para recibir los efectos calmantes y reparadores de la oratoria, se les dice, como les habría dicho Fran 90 is Quesnay, que son ellos quienes con sus faenas rurales sientan las bases de todo progreso económ ico, de to da riq ueza, v irtud y excelencia en el ám bito nacio nal. Los fisiócratas también analizaron, aunque marginalmente, el proble m a de la fija ció n de pre cio s: según ellos, la m an ufactu ra no añadía ningún valor al producto y, por tanto, los precios debían responder a los costes de producción, idea poco útil si no se sabía cómo evaluar lo que determinaba dichos costes. Y los fisiócratas se refirieron por otra parte, aunque sólo fuera de paso, a la fijación de los salarios según el mínimo necesario para la subsistencia del trabajador. Estas cuestiones serían objeto de un amplio de bate jr de ulterior desarrollo en Escocia e Inglaterra durante los años subsiguientes.
Pero hubo además otra contribución de los fisiócratas que durante mucho tiempo fue tenida por una novedad intrascendente, y que
68
JOHN KENNETH GALBRAITH
sin embargo ha adquirido también gran resonancia en nuestra época. Se trata del Tablean Économique, ingenioso modelo tam bién ideado por Frangois Q uesnay con el pro pósito de in dic ar cómo los productos circulaban del productor a los terratenientes o pro pietario s y de ésto s a los m ercaderes, fabric ante s u otras cla ses estériles, y cómo el dinero, por diversas vías, retornaba al productor. Así podía apreciarse cómo cada parte de la economía —cada una de las principales ram as de actividades, o de interese s— servía a las demás y era a su vez compensada. En esta forma, el sistema de compra y venta se reveló como un sistema completo de interconexiones. En su época, el Tablean fue acogido como una invención maravillosa —comparable a una revelación divina—. Victor Riquetti Mirabeau (17151789) —Mirabeau el Viejo, uno de los principales fisiócra tas— fue, posiblemente, qu ien le prodigó los elogios má s exagerados. En su opinión, el invento de Quesnay, junto con la escritura y el dinero, era una de las tres grandes proezas de la mente humana. Otros, a partir de Adam Smith, no lo juzgaron tan favorablemente, y a veces lo trataron con desdén, hasta que terminó por ser desechado. Ale xander C ray, por ejem plo, dice lo siguiente; «(Fue) en su momento la máxima realización de Quesnay y de la escuela fisiocrática, que en la actualidad tal vez sólo deba ser ob je to de u na nota de com pro m iso a pie de págin a. Y no está claro que pueda llegar a ser algo más que una gran mistificación.»® En el decenio de 1930, un joven economista de Harvard, Was sily Leontief (nacido en 1906),^ intentó elaborar amplios cuadros en los que consta lo que cada industria recibe de, y suministra a, las demás industrias. De este modo se representan los flujos de recursos a través del sistema y sus efectos en unos cuadros a los que se denominó, a veces en forma levemente irónica, «el Tablean Économique de Leontief». Éste se vio en grandes dificultades para obtener los fondos necesarios para financiar la ingente compilación de estadísticas necesarias. Pero en 1973, cuando su obra fue recompensada con el Premio Nobel de Economía, hubo un cambio de actitud y fue tratado con más respeto. Bajo el nombre de tablas input-output o, más elegantemente, tablas intersectoriales, este método se ha convertido en la piedra fundamental de modelos mo 6. 7.
Cray, op. cit., pág. 106. Qu ien volverá a aparec er en esta historia, en el capítulo XIX.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
69
demos, populares y a la vez provechosos utilizados para prever, y frecuentemente para pronosticar de forma errónea, las perspectivas de la economía y el efecto de los cambios ocurridos en materia de precios, salarios, tipo de interés, impuestos y demanda, tal y como se reflejan en las diferentes ramas de la actividad económica. Una vez más, pudo apreciarse el largo alcance de las teorías de Frangois Quesnay, de Francia y de Versalles.
Los fisiócratas procuraron reformar el viejo sistema y, al mismo tiempo, defenderlo. Considerándolo superior al mundo invasor del mercantilismo y del capitalismo industrial naciente, necesitaba, como lo creía en especial Turgot, liberarse de la corrupción, el derroche, las sinecuras, la extorsión y otros excesos de los privilegiados. A este respecto se plantea un interrogante que ha sido formulado, por cierto, miles de veces: Si se hubieran introducido estas reformas y otras complementarias, ¿habría podido prevenirse o im pedirs e la Revolución fr ancesa? E sta preg u n ta es ociosa, pues los ricos y privilegiados, cuando son a la vez corruptos e incompetentes, no aceptan las reformas que podrían salvarlos. En este aspecto, la falta de inteligencia es un obstáculo evidente, lo mismo que el orgullo, la indignación de la vanidad ofendida y el amor propio menoscabado. ¿Cómo podía llegar alguien a creer que las riquezas no estaban precisamente en las manos de quienes eran más dignos de poseerlas? También habrían influido al respecto los factores de preferencia temporal y de renuencia psicológica. ¿Por qué razón había que renunciar a las alegrías, comodidades y placeres a corto plazo en previsión de los horrores y desastres que habría de acarrear un plazo un poco más extenso? Las reformas de Quesnay, Turgot y sus confreres no eran más que un tenue resoplido enfrentado a un huracán en ciernes. Hay en este mundo revoluciones y revoluciones. Algunas, como la norteamericana, dejan intacta la estructura social y económica preexis te nte . O tras, como la ru sa y la chin a, b arren el pasado. La Revolución francesa arrasó el mundo que los fisiócratas habían tratado de defender y de salvar. No obstante, subsistió, como legado para la s generacio nes fu tu ras, la noció n de u n sis tem a económico en términos de una estructura interconectada e interdependiente, y una gama diversa y luminosa de conceptos, como los de un derecho natural que regula el comportamiento económico, la preeminen-
70
JOHN KKNNETH GALBRAITH
cia intrínseca de la agricultura, el laissez faire, el produit net, el Tablean Economique. Podríamos hacer nuestra la afirmación sor prendente m ente gener osa p ara la ép oca de Ada m Smith: «Este sistema... con todas sus imperfecciones, es, quizá, la mejor aproximación a la verdad que haya sido publicada hasta la fecha sobre el tema de la economía política.»®
8. Y l u e g o , e n u n c o m e n t a r i o b a s t a n t e c a r a c t e r í s t ic o , d e f u r t i v a e l e g a n c i a , c o n t i n ú a diciendo: «sus secuaces son muy numerosos, y como a los hombres les gustan las parad o j a s , y q u i e r e n a p a r e n t a r q u e e n t i e n d e n lo q u e s u p e r a l a c o m p r e n s i ó n d e l v u l g o , l a s q u e s o s t i e n e c o n r e s p e c to a l a n a t u r a l e z a i m p r o d u c t i v a d el tr a b a j o m a n u f a c t u r e r o q u i z á h a y a n c o n t r i b u i d o e n b u e n a m e d i d a a a u m e n t a r el n ú m e r o d e s u s a d m i ra d o r e s» . S m i th , op. cit., libro 4, cap. 9.
VI.
EL NUEVO MUNDO DE ADAM SMITH
La Revolución industrial, que tuvo lugar en Inglaterra y en el sur de Escocia durante el último tercio del siglo XVIII, desplazó hacia las fábricas y las ciudades industriales a los trabajadores que hasta entonces habían producido mercancías en sus cabañas o alimentos y lana en sus granjas. Y también trasladó a otros que habían producido muy poca cosa, o nada. Los capitales que en un tiempo eran invertidos por los mercaderes en materias primas que se enviaban a las aldeas para ser convertidas en tejidos, o que habían servido para adquirir la producción de artesanos independientes, comenzaron en esa época a invertirse en magnitudes mucho mayores en fábricas y maquinaria, o en los jornales nada generosos mediante los cuales subsistían los trabajadores, aunque sólo fuera por poco tiempo. La figura dominante en esta transformación, y por tanto cada vez más en la comunidad y en el Estado, ya no fue el mercader, cuya vocadión era la compra y venta de mercancías, sino el industrial, orientado hacia la producción de las mismas.
Los historiadores han debatido el tema de qué fue lo que inició el proceso. ¿Se originó acaso en fortuitos episodios de innovación, como el invento de la máquina de vapor de Watt para pro p u lsar el resto de la m aquin aria, y el de la m aq u in aria m ism a, creada, principalmente para las manufacturas textiles, de Ark wright, Kay y Hargreaves, así como de otros menos favorecidos por la fam a? (D icho sea de pas o, el producto textil, ju nto con el alimento y la vivienda, fue uno de los tres factores que en conjunto determinaban el nivel de vida de la gran mayoría de la población en aquellos tiempos.) ¿O acaso habrá sido la Revolución industrial resultado de un lúcido espíritu de empresa? ¿Se trataba quizá de un avance preliminar en un largo proceso mediante el cual las
72
JOHN KENNETH GALBRAITH
invenciones, muy lejos de constituir una fuerza independiente e innovadora, venían a ser el logro previsible de quienes, gracias a su ingenio e inspiración, habían descubierto las posibilidades del cambio? Pero no nos detengamos en este dilema. Sea cual fuere la fuente de la Revolución industrial, ésta modeló profundamente el desarrollo económico. Una vez más, lo que aquí interesa es el contexto. Y de él surgen las dos figuras más célebres en la historia de esta disciplina, a saber, Adam Smith y, tres cuartos de siglo más tarde, Karl Marx. El primero fue el profeta de sus realizaciones y el autor de sus reglas orientadoras; el segundo fue el crítico del p oder que es e pro ceso otorg ó a los dueños de lo que h ab ría de denominarse «medios de producción», y al mismo tiempo, el crítico de la pobreza y la opresión que el proceso conllevó a los tra baja dores. La figura de Smith presenta un problema de ubicación en el tiempo. Su gran tratado, A n In quiry into the Nature and Causes o f the Wealth o f Nations, se publicó, según queda dicho, en 1776. Para esas fechas los talleres y las minas de la era industrial eran ya una realidad en los campos de Inglaterra y en las Lowlands de Escocia. Según el gran historiador francés de la economía, Paul Mantoux (18771956): «Si nos limitamos a Inglaterra, es verdad que desde el reinado de Enrique VII en adelante varios ricos mercaderes de paños del Norte y del Oeste desempeñaron entonces, aunque en menor escala, el mismo papel que nuestros grandes industriales ejercen en la actualidad... En vez de limitarse a actuar como mercaderes, comprando telas de los tejedores y vendiéndolas en mercados y ferias, procedieron a instalar talleres que ellos mismos supervisaban. Eran fabricantes en el sentido moderno de la palabra.»^ Y sin embargo, Smith no llegó a ver gran cosa de lo que en el futuro habría de llamarse Revolución industrial; en efecto, no conoció las fábricas realmente grandes, ni las ciudades industriales, ni los regimientos de trabajadores dirigiéndose a los talleres y retornando de ellos, ni el surgimiento político y social de los
1. P a u l M a n t o u x , T h e I n d u s t r i a l R e v o l u t i o n i n t h e E i g h t e e n C e n t u r y , t r a d u c c i ó n a l i n g l é s d e M a r j o r i e V e r n o n ( N u e v a Y o r k , H a r c o u r t , B r a c e , 1 9 4 0 ), p á g . 3 3. E s t a o b r a , e x p o sición clásica de los orígenes y primeros tiempos de la Revolución industrial en Inglaterra, fue publicada por primera vez en París en 1905. Una nueva edición (prologada por mí) ha sido publicada por University of Chicago Press en 1983.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
73
empresarios. En realidad, la mayor parte del proceso tuvo lugar tlespués de la publicación de su obra. Smith describe el trabajo en una fábrica de alfileres, pero justamente de una índole muy distinta de lo que llegarían a ser las plantas industríales de los decenios posteriores. Probablemente, fue la fábrica más famosa en toda la historia de la empresa económica. Alcanzó para él, como para casi todos los que han escrito sobre este autor, una importancia casi mística. Lo que captó su atención no fue la maquinaria característica de la Revolución industrial, sino la forma en que el trabajo estaba dividido de modo que cada trabajador era un experto en una minúscula parte de todo el proceso. cdJn hombre tira del alam bre, otro lo endere za, un te rc ero lo corta, un cuarto lo afila, un quinto aguza el otro extremo para insertarle la cabeza; la fabricación de esta última exige dos o tres operaciones distintas; colocarla es tarea especial, y blanquear los alfileres, otra; hasta colocarlos en sus fundas de papel es todo un oficio.»^ De esta especiali zación, la división del trabajo, provino la gran eficiencia de la empresa contemporánea; combinada con la natural propensión humana a «trocar, permutar y cambiar una cosa por otra»,^ sentó las bases de todo el comercio. Pero ésta no fue la realidad de la Revolución industrial. Si Smith hubiera podido ver las fábricas humeantes, la maquinaria, las masas de trabajadores que hicieron su aparición a fines del siglo XVIII, eso es lo que le habría sorprendido, y no la fabricación de los alfileres ni la división del trabajo. Empero, aunque Smith no haya visto ni previsto por completo la Revolución industrial en su manifestación capitalista acabada, la verdad es que advirtió con gran claridad las contradicciones, la obsolescencia y, por encima de todo, el carácter socialmente restrictivo de las motivaciones individuales del viejo orden. Y si bien fue profeta del nuevo, más todavía era enemigo del antiguo. Nadie puede leer La riqueza de las naciones sin darse cuenta del deleite de su autor cuando aflige a los cómodos y preocupa a quienes profesaban las ideas y orientaciones convenientes y tradicionales de su época. La obra de Smith es rica en elementos razonables en favor del nuevo mundo que entonces alboreaba; su mayor contri bució n fu e la destinada a d estru ir el viejo m undo, y de esa fo rm a, abrir paso al porvenir.
74
JOHN KENNETH GALBRAITH
Adam Srnith nació en 1723 en una pequeña y poco brillante ciudad, Kirkcaldy, puerto poco importante situado frente a Edimburgo, en la margen opuesta del Firth of Forth, que años más tarde se haría célebre por sus fábricas de linóleo y su penetrante olor. Su padre era el agente de aduanas, representante local de la política proteccionista y de la fe mercantilista que su hijo atacaría tan tenazmente y llegaría a destruir con tanta eficacia. Después de la escuela municipal, Adam Smith asistió a la Universidad de Glasgow y luego al Balliol College, en Oxford, experiencia que celebra naciones con una enérgica censura a los proen La fesores públicos, como entonces se los llamaba, es decir, aquellos cuyos salarios eran independientes del tamaño de sus clases o del entusiasmo que provocaran en el alumnado. Así, desprovistos de todo incentivo, estos docentes, según afirma Smith, se esforzaban y trabajaban poco. A él le habría parecido mucho mejor que hu b ie ra n s id o rem u nerad o s, co mo él lo sería poste riorm ente en G la sgow, según el número de estudiantes atraídos por sus clases. Las opiniones de Smith en este aspecto no serían bien recibidas en una universidad norteamericana moderna. Desde Oxford, Smith retornó a la Universidad de Glasgow, en la cual fue profesor, primero, de lógica, y luego de filosofía moral. Allí, en 1759, publicó The Theory of Moral Sentiments, obra actualmente casi olvidada y en gran parte precursora de su interes en jg economía política. En 1763 renunció a la universidad p a ra c o n v e rtirse en tu to r de l jo ven duq u e de Bucc le uch y acom p a ñ a rlo e n su s via je s por el continente . Si bie n la h is to ria no re gistra los beneficios que el duque recibió de esta gira, en cam bio r e s u ltó ser u n a experiencia de su m a im p orta ncia p a ra Smith. En Suiza visitó a Voltaire en el hermoso palacete que todavía se levanto en las afueras de Ginebra, en lo que es hoy Ferney V oltaire, y gg Pa rís y Versalles conoció, entre otros, a Q uesnay y a Turgot. Un rasgo notable de La riqueza de las naciones es su tono cosmopolita; las ideas, observaciones e informaciones de su autor provenían de parajes muy distantes de las fronteras de Inglaterra o de Escocia. Ello se debe indudablemente a sus años de viaje. Smith comenzó a escribir La riqueza de las naciones en Francia, y continuó trabajando en ella durante diez años después de su regre so a In gla terra en 1766. Cuando finalmente la publicó, su éxito fue inm ed iat o : la prim era edición, en dos volúmenes, se vendió
HISTORIA DE LA ECONOMIA
75
totalmente casi en seguida."* Edward Gibbon, amigo del autor, escribió a Adam Ferguson en términos de aprobación extática: «¡Con qué excelente obra ha enriquecido al público nuestro común amigo el señor Adam Smith!», agregando que ésta ofrecía «las más profundas id eas expresadas en el le nguaje m ás lúcido».® Pero esta loa resulta tibia si se la compara con la de William Pitt, quince años más tarde, quien, hablando ante la Cámara de los Comunes, dijo de dicha obra que, en ella, ccel extenso conocimiento de detalle y la profundidad de investigación filosófica [de Smith] han de suministrar, según creo, la mejor solución de todas las cuestiones relacionadas con la historia del comercio y con el sistema de la economía política».® Como tuve ocasión de observar anteriormente, «Nunca, desde entonces, por lo menos en el mundo no socialista, ha habido político alguno que apostara tan valerosamente en favor de un economista».^ Después de la publicación de esta famosa obra, Smith fue designado inspector de aduanas en Edimburgo, sinecura de abolengo mercantilista que ya había desempeñado su padre, y que él, conforme a la reconocida tradición de su estirpe, era demasiado práctico p a ra rehusar. M urió en E dim burgo en 1790; su casa y su tumba están allí, en Canongate, y deberían ser visitadas por cuantos profesan aunque sólo sea un interés pasajero por la economía política.
La riqueza de las naciones es un extenso tratado que se caracteriza por su desorden, por sus divertidos pasajes y por su admira ble prosa, y ju n to con La Biblia y con El capital de Karl Marx, uno de los tres libros que los eruditos de pacotilla creen tener derecho a citar sin haber leído. Especialmente en el caso de Smith, 4. Su precio era de 1 libra y 16 chelines, y equ ivalía, de sco nta nd o la inflación y la tasa de cambio variable de la libra esterlina, a unos 50 o 60 dólares act uales; quizá más. No se s a b e c u á n to s e je m p la re s se im p rim ie r o n . En 1973, para celebrar el CCL aniversario del nacimiento de Adam Sm ith, un grupo ili* economistas británicos y de otros países se reunió en la ciudad de Kirca ldy. Parte del Iontenido de este capítulo lo he tomado de la conferencia que pronuncié en esa ocasión, p o ste rio r m e n te p u b lic a d a e n m i li b ro A n n a ls o f a n A b id in g L ib e r a l ( B o s t o n , H o u g h t o n Miiflin, 1979), págs. 86102. 5. Citado en Joh n Rae, L if e o f A d a m S m ith (Londres, Macmillan, 1895), pág. 287. I ii b i o g r a f ía d e R a e e s la o b r a c l á s i c a y q u i z á l a ú n i c a d e d i c a d a e s p e c i a l m e n t e a l a v i d a lie Smith. 6 W illiam Pitt, disc urs o de pre sen tació n del pre sup ue sto, 17 de febre ro de 1792, ci i.ulo en Rae, págs. 290291.
76
JOHN KENNETH GALBRAITH
tanto peor para ellos. Como dijera Gibbon, la redacción misma es encantadora, los «hechos curiosos», tan alabados por David Hume, son todavía motivo de placer o de sorpresa. Quizá convenga incurrir en una breve digresión, para dar unas cuantas muestras. Para los norteamericanos, allí está su observación de que «la reciente resolución de los cuáqueros en Pensilvania de poner en libertad a todos sus esclavos negros, debe bastarnos para saber que no tendrían muchos».* Y, anticipado a Thorstein Veblen, declara que «para la mayoría de los ricos, el principal goce de las riquezas consiste en exhibirlas».^ Con respecto a los accionistas y su función o inanidad, nadie sería más exacto en los dos siglos siguientes; «Rara vez pretenden comprender cosa alguna de los negocios de la compañía, y cuando no prevalece entre ellos el espíritu de facción, no se molestan en averiguar nada, sino que se contentan con percibir sus dividendos semestrales o anuales, en la cantidad que a los directivos les parece apropiado distribuirles.»^® La observación más útil de Smith, que siempre debería tenerse en cuenta cuando la alarma nacional sustituye al pensamiento, no se encuentra en La riqueza de las naciones, sino que fue pronunciada en respuesta a una declaración de sir John Sinclair en un ju ic io oral sobre la rendic ió n del genera l Burgoyne en S arato g a en octubre de 1777. Sinclair había expresado el temor de que la nación británica se viera en la ruina, a lo que respondió Smith: «Hay gran cantidad de ruina en una nación.»^^ También sabemos poj Smith que los gastos del gobierno civil de la Colonia de la Bahía de Massachusetts «antes del comienzo de los actuales desórdenes»,refiriéndose a la Revolución, ascendían más o menos a 18.000 libras esterlinas por año, suma bastante elevada si se la compara con las de Nueva York y de Pensilvania, 4.500 libras en casa caso, y de Nueva Jersey, de 1.200.*^ Y nos enteramos de que en ocasión de una gran tormenta, o «inundación», los ciudadanos del cantón suizo de Unterwald habían cele b ra d o u n a asam ble a, en la cual cada uno de ellos hizo decla ra ció n de bienes ante la multitud, para ser luego objeto de una contribu 8. Sm ith, op. cit., libro 3, cap. 2. 9. Ib id ., libro I, cap. 11, 2.® parte. 10. I b id ., libro 5, cap. 1, 3.® parte, artículo I. 11. C itado en Rae, op. cit., pág. 343. 12. Sm ith, op. cit., libro 4, cap. 7, 2.® parte. 13. E s t o s y o t r o s m u c h o s p o r m e n o r e s r e la t i v o s a l a s c o l o n ia s re v e l a n u n i n t e r é s q u e según Rae muy probablemente haya sido estimulado por Benjamín Franklin, a quien conoció en Londres, habiendo sido tal vez amigo suyo.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
77
ción proporcional destinada a reparar los daños, dando así uno de los primeros ejemplos de impuesto sobre el patrimonio.^'* Y por último, verificamos que Isócrates, según los cálculos extremadamente precisos efectuados por Smith, percibió la suma de 3.333 libras, 6 chelines y 8 peniques (o sea, más de 100.000 dólares actuales), en pago de
Son muchos los aspectos de la obra de Smith que seducen al lector y lo alejan del núcleo principal de su contribución a la historia de la economía, y muchos los lectores que a lo largo de los años han cedido a esa seducción. Pero hay tres temas fundamentales, ya señalados en el capítulo I, en los cuales debe fijarse la atención. El primero de ellos, la noción de las vastas fuerzas que motivan la vida y el esfuerzo económicos, o sea, como se diría ordinariamente, la naturaleza del sistema económico. El segundo, la forma en que se fijan los precios, y cómo se distribuyen consiguientemente los ingresos en salarios, beneficios y rentas. Finalmente, las políticas que el Estado aplica para fomentar y promover el progreso económico y la prosperidad. Como muestran los ejemplos reseñados, debe subrayarse una vez más que en La ri queza de las naciones na da es sistem ático; deb en pe dirs e disculpas a su auto r por sugerir un orden que a é l le hab ría parecido sor prendente . Para Smith, el incentivo fundamental de la actividad económica es el interés individual. Su consecución privada y competitiva es la fuente del máximo bien público. «No hemos de esperar que n u es tra com ida provenga —dice en su m ás célebre p as aje — de la benevole ncia del carn ic ero , ni del cervece ro , ni del panadero, sino de su propio interés. No apelamos a su humanitarismo, sino a su amor propio.»*^ Añade luego que el individuo «en este caso, como en tanto otros, es guiado por una mano invisible para la consecu 14. 15. 16.
Smith, op. cit., libro 5, cap. 2, 2.^ parte, artículo 2. Ib id ., libro I, cap. 10, 2.® parte. Ib id ., libro I, cap. 2.
78
JOHN KENNETH GALBRAITH
ción de un fin que no entraba en sus intenciones... Jamás he sabido que hagan mucho bien aquellos que simulan el propósito de comerciar por el bien común. Por cierto que no se trata de una p re te n sió n m uy com ún entr e los m erc aderes, y no hace falt a em p le a r m uc has p a la b ra s p ara d is u adir lo s de ella».*^ La referencia a una mano invisible tiene para muchos cierta resonancia mística; he aquí una fuerza espiritual que sostiene la b u sc a del in terés propio y que guía a los hom bres en el m erc ado hacia el más benigno de los fines. Esa creencia inflige a Smith una grave injusticia; en efecto, la mano invisible, la más famosa metáfora de la economía, sólo fue eso: una metáfora. Como hom b re de la Ilu str ació n , n u estr o au to r no tr a tó de p ro cu rar p a ra su argumento ningún apoyo sobrenatural. En los últimos capítulos se relatará cómo, en nuestra época, el mercado llegó a adquirir realmente un aire de beneficencia teológica que Smith no habría apro bado. Y sin embargo, como asunto puramente secular, el paso que dio Smith fue realmente enorme. Hasta aquel entonces, la persona dedicada a enriquecerse había sido objeto de duda, sospecha y desconfianza, sentimientos que databan no sólo de la Edad Media, sino de tiempos bíblicos y de las Sagradas Escrituras mismas. En cambio, ahora, al cultivar su propio interés, se convertía en bene factora pública. ¡Qué redención, qué transformación extraordinaria! Nunca en la historia se había prestado semejante servicio a la inclinación personal. Y este favor sigue vigente en la actualidad. Así como la voz de los fisiócratas se deja oír todavía en las reuniones de los agricultores, el egoísmo benéfico del carnicero, el cervecero o el panadero y la orientación benévola de la mano invisi ble reviv en cad a vez que los m ie m bro s de la C ám ara de Com ercio de los Estados Unidos, la Mesa Redonda de los Negocios, o bien, como en el momento de escribir estas líneas, el gabinete del presidente Reagan, se reúnen para promover el reforzamiento mutuo, el rejuvenecimiento retórico y oratorio, y el examen de la^políti cas y de la acción públicas^
El valor y la distribución —es decir, los precios y la adjudicación del pro du cto — con stituye n el segundo de los tem as bá sicos de la 17.
I b id . ,
libro 4, cap. 2.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
79
economía que encaró Smith, temas que sobreviven en los libros de texto de microeconomía de nuestros días. Al precisarlos y definirlos, Smith reveló su propia capacidad para interpretar su época. Cuando los trabajadores comenzaron a agruparse en las fábricas, adquirió gran relevancia la forma de determinar los salarios. Y a medida que el capitalista asumía el dominio de la producción, fue pla nte ándo se la cuestión de su ben eficio, de la form a en que és te debía determinarse y justificarse. Cuando el agricultor arrendatario reemplazó al aparcero o al siervo, la renta de la tierra se convirtió en asunto de importancia. Y se vio que los precios guarda b an u n a evid ente rela ció n con to dos esos ele m ento s constitu tivos. Adam Smith dio a la economía política su estructura moderna. Pero esta estructura le fue revelada, a su vez, por las etapas iniciales de la Revolución industrial. Si bien fue él quien precisó las cuestiones de los precios y de la distribución del producto como tema central para entender la economía, debe reconocerse también que sus respuestas no se consideraran satisfactorias durante mucho tiempo. Con respecto a los pre cio s, le in tr ig ó la circu nstan cia ta n in teresan te co mo p ertu rb adora, ya mencionada anteriormente, de que muchos de los elementos mejores o casi indispensables para la vida son gratuitos o poco menos. Así, el agua, por más variable que fuese en aquel entonces su calidad, era muy barata o gratuita, mientras que los diamantes, (da mayor de todas las superfluidades», eran, como hoy, sumamente caros. De aquí provenía la inquietante diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio. Como en el caso del agua pota ble , el valo r de uso podía ser m uy elevad o, y el valo r de cam bio m uy bajo. A la in versa, la s p ied ras precio sas, co n ta n poco valor de uso, tenían un gran valor de cambio. El enigma de la diferencia entre valor de uso y valor de cambio tardaría en resolverse otro siglo o más, hasta que, en uno de los triunfos secundarios de la teoría económica, se descubrió el concepto de utilidad m a rg in a l.S e g ú n éste, el factor determ inante es la necesidad o uso menos urgente, o marginal. La utilidad marginal del agua es p equ eña debid o a su abu n dan cia, m ien tr as que la del d ia m ante se mantiene elevada debido a su escasez. En un desierto, podría lie 18. H u b e r t P h i ll ip s e x pl ic ó u n a v e z e l d i l e m a d e S m i th e n v e r s o : « E l a s t u t o p á j a r o / n u n c a h a b í a o í d o / n a d a d e la u t i l id a d m a r g i n a l .» C i t a d o e n A l e x a n d e r C r a y , The Devel o p m e n t o f E c o n o m i c D o c t r i n e ( L o n d r e s , L o n g m a n s , C r e e n , 1 9 4 8 ) , op. cit., pág. 128. Sobre este concepto se dirá algo m ás en el capítulo IX.
80
JOHN KENNETH GALBRAITH
garse a cambiar la gema más grande y resplandeciente por un trago de agua, pues la escasez obra prodigios hasta en lo relativo a la utilidad marginal del agua. Smith resolvió el problema en su época limitándose a dejar de lado el valor de uso y preconizando un valor de cambio que era una versión de lo que llegaría a conocerse como la «teoría del valor trabajo». Según ésta, el valor de cualquier posesión se mide, en definitiva, por la cantidad de trabajo por la cual puede ser cam bia d a. «El valo r de cualq u ie r bie n... p a ra la persona que lo pose e... equivale a la cantidad de trabajo que con él puede comprar o encargar. En consecuencia, el trabajo es la medida real del valor de cambio de todos los bienes.»*® Pero esto no es todo. En otro de sus pasajes característicos, resulta que el valor de cambio depende, aparentemente, de todos los costes de producción de los bienes, solución que exige, como siempre, una buena explicación de qué es lo que determina los costes; de lo contrario, el problema de la determinación del precio se traslada simplemente de uno a otro conjunto de incógnitas. La ambigüedad en la cual Smith dejó finalmente la cuestión de la determinación del precio ha sido debatida interminablemente por los estudiosos. Pero éste es un entretenimiento que no debe preo cu p arn o s. El hecho es sim ple m ente que el pro pio Sm ith nff llegó a decidirse. Refiriéndonos a lo que determina la participación en los ingresos procedentes de la venta del producto, que debe adjudicarse res p ectiv am en te a tra b a ja d o re s , te rra te n ien te s y cap ita li sta s, Sm ith volvió a especificar la pregunta que debía formularse, y volvió a ser ambiguo en la respuesta. Según él, el salario era, en general, el coste de atraer al trabajador a su trabajo y de mantenerlo para que siguiera desem peñán dolo. Sobre esta base, D avid Ricardo íor m ularía la ley de bronce de los salarios, según la cual la c l a ^ trabajadora percibe la remuneración mínima indispensable para su^ supervivencia. \ La remuneración del capital^ del capitalista —pues no distingu ía claram en te entre interés y beneficio— es un asu nto q ue Smith sólo llegó a deducir, con cierta dificultad, de la teoría del valor trabajo. La cantidad de trabajo y el coste consiguiente para sustentarlo determinan el precio. Por lo tanto, la remuneración del 19.
Smit, o p . c i t . , libro I, cap. 5.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
81
capital debe constituir una exacción, por parte del capitalista, sobre la legítima porción perteneciente al trabajador, cuya labor establece el precio, y a quien corresponde, presumiblemente, el provecho obtenido de la venta del producto. De modo que se trata de la apropiación de un valor excedente, diferencia entre el valor creado por el trabajador y su paga, que, una vez más, tiene aparentemente derecho a reclamar. Y aquí dejó Smith la cuestión, en la medida en que su posición es clara. Esta noción inocentemente subversiva sería también elaborada y refinada por Ricardo en el siglo siguiente. Y se convertiría en una fuente principal de indignación y agitación revolucionarias en Karl Marx. Y por último, la renta de la tierra. La atención dedicada a este asunto en los escritos de Smith, y posteriormente en los de Ricardo y otros autores, presenta hoy un aspecto ligeramente arcaico. ¿Por qué se ocuparon tanto de esta cuestión particular del coste y de los ingresos? Debemos recordar la importancia que tenía la renta de la tierra en épocas en que la agricultura revestía una significación económica fundamental y el pago de los arrendatarios por el uso de la tierra constituía una de las principales (y opresivas) transferencias de renta. Con respecto a la renta de la tierra, una vez más, Smith emitió explicaciones diferentes y contradictorias. Luego de haber hecho de ella un determinante del precio, junto con los salarios y el beneficio, la convierte en un residuo de los ingresos por ventas una vez pagados los salarios y los beneficios. «La renta de la tierra... entra en la composición del precio de las mercancías de diferente manera que los salarios y el beneficio. Los salarios y los beneficios altos o bajos son la causa de los precios altos o bajos, mientras que la renta, baja o elevada, es su efecto.»^*’ Luego relaciona el nivel de este residuo con la calidad de la tierra; «La renta de la tierra se eleva en proporción con la calidad de los pastos. Aquí se desliza también un matiz fisiocrático; efectivamente, en materia de agricultura, sostiene Smith, la naturaleza trabaja ju n to co n el hom bre, ponie ndo algo de su p arte —u n a vez m ás un produit n e t—. Es particularmente perturbadora la contradicción entre la noción de precios propuesta por Smith, según la cual éstos 20. I b id ., libro I, cap. 11. En Eric Roll, A H isto r y o f E c o n o m ic T h o u g h t (Nueva York. I’irntice Hall. 1942), op. cit., p á g s . 1 73 y s s ., f i g u r a u n a e x p o s i c i ó n m á s d e t a l l a d a y su
JOHN KENNETH GALBRAITH
82
responden al coste del trabajo incorporado al producto, y su concepto de la función de la tierra, que ccen casi cualquier situación, pro duce u n a ca n tid a d de ali m entos m ayor de la n ecesa ria p a ra mantener a toda la mano de obra que se requiere para llevarla al m e rc a d o )) .L a solución a este problema es volver a poner a Smith en manos de quienes se ganan eruditamente el sustento ocupándose de sus contradicciones.
Y en tercer lugar, por último, veamos lo que dice Smith sobre lo que llamaríamos actualmente la política pública referente a los factores que estimulan el crecimiento económico. No todas sus ideas al respecto son originales, pues tiene una deuda en su ataque al pensam iento m ercantil is ta co n pre deceso re s ta n nota ble s como el muy inteligente sir William Petty (16231687). También se funda en los ensayos de su gran amigo de Edimburgo, David Hume (17111776). Pero muchas de sus teorías son producto de sus pro pia s observ acio nes, de su se ntido co m ún , y del ya m encio nado pla cer que experimentaba al desmantelar las creencias establecidas. Su recomendación más urgente en materia de política pública es la libertad de comercio interior e internacional. Gran parte de su razonamiento, quizá una parte excesiva, proviene de la fascinación que sentía por la división del trabajo —la famosa fábrica de a lfileres —. Sólo con la lib erta d de tru eq ue y de comercio pu eden algunos trabajadores especializarse en la fabricación de alfileres, otros en actividades diferentes, y entre todos establecer el intercambio que satisface las distintas necesidades del consumidor. Si no existe libertad de comercio, cada trabajador debe concentrarse de modo incompetente en la fabricación de sus propios alfileres, y desaparecen las economías de la especialización. De elfo Sm ith concluye que cu anto m ayor ^ el área de intercambio, mía yor resulta la oportunidad de especialización, es decir, de división del trabajo, y parí passu , mayor la eficiencia, o como diríamos ahora, la productividad del trabajo. La división del trabajo se ve limitada, en otra de las famosas conclusiones de Smith, por el tamaño del mercado. Esto arguye en favor de un área de libre comercio lo más vasta posible, que proporcionaría, consiguientemente, la máxima eficiencia posible del trabajo. 22. Ibid.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
83
Es sumamente probable que la aplicación de la energía y de la maquinaria a la producción, aun en tiempos de Smith, haya podido representar una fuente de eficiencia mucho mayor que la aplicación de los trabajadores a tareas especializadas. Y, sin duda, así ha ocurrido desde entonces. Pero ello no impide que en la actualidad la división del trabajo preconizada por Smith constituya todo un tótem de la eficiencia, un estereotipo en todo debate sobre políticas de comercio in ternacio nal. La defensa del libre cambio por parte de Smith se convierte en un ataque directo contra la concepción mercantilista del oro y la pla ta como fundam ento de la riq ueza nacional, y contra la creencia de que las restricciones al intercambio pueden aumentar las existencias de metales preciosos. Ya en las primeras líneas de La riqueza de las naciones Smith proclama que ni el oro ni la plata constituyen la riqueza de un país. Es ael trabajo anual de cada nación la fuente original que le proporciona la satisfacción de las necesidades y las comodidades de la vida».^^ La riqueza está en función de «la preparación, la destreza y el juicio que se des pliegan en la aplicación genera l del trabajo [de la nació n], y en segundo lugar, de la proporción entre el número de las personas empleadas en un trabajo útil, y el de las que no lo están». Tales son, pues, las cuestiones que deben encarar las políticas públicas, y, si lo hacen con acierto, los precios serán bajo s y el suministro de mercancías abundante. El oro y la plata vendrán del extranjero para adquirir los productos del país, y la acumulación de metales preciosos tendrá lugar espontáneamente. Los demás países, en efecto, no pueden impedir que sus habitantes envíen su oro y su plata al exterior. Formulando un descubrimiento en materia de regulación de cambios qqe se repetiría una y otra vez en lo sucesivo, observa que «todas las sanguinarias leyes de líspafia y Portugal son impotentes pará conservar en esos países el oro y la plata». Y con una reflexión muy suya, recuerda a quienes temen que llegue a escasear el dinero que ninguna queja «es más común que la de la escasez de dinero. Éste, como el vino, siempre resultará escaso para quienes carecen de los medios de comprarlo o del crédito para que se lo fíen.»^^ En una observación 23. Smith, In tr o d u c tio n . 24. Ib id
84
J O H N K1 N NI I I I ( . A l MR A I T H
congruente con la teoría monetaria clásica, recuerda que «Europa no se ha enriquecido mediante la iiiiporlación de oro y plata a raíz del descubrimiento de América. Dada la abundancia de las minas americanas, esos metales se han abaratado.» Pero Smith no es rígidamente dogmático en materia de comercio libre; admite la conveniencia de aranceles en industrias esenciales para la defensa y, dado el caso, con carácter de represalia p o r la apli cació n de o tras abusiv as en el extr anje ro , aconsejando a la vez que vaya retirándose gradualmente el apoyo a las empresas p ro teg id as y a sus traba ja d ores. Per o no m ucho m ás. «Es m áxim a de todo cabeza de familia prudente no intentar nunca fabricar en su casa lo que le salga más barato comprar... Y lo que es prudente en la economía doméstica, difícilmente podría resultar insensato en la de un gran reino.»^® Así como Smith era contrario a las restricciones en el intercambio internacional, también se oponía a las del comercio nacional y con las colonias. En una época en la que eran comunes los tratos de favor, los privilegios y la cesión de monopolios oficiales, se oponía a todos ellos. También se manifestó contrario a las asociaciones que formaban entre sí los productores y los trabajadores, si bien, en un comentario marginal característico, observó que existían más leyes contra prácticas similares de los mercaderes y manufactureros que los empleaban. Pero no era del todo optimista en cuanto a la posibilidad de hacer frente a las alianzas privadas. En efecto, el impulso favorable a esta clase de asociaciones era muy fuerte. En otro pasaje inmortal observa que «las personas de un mismo ramo rara vez llegan a reunirse, aunque sólo sea con fines de jolgorio y divei;^sión, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en alguna maquinación p a ra elevar los precios. Es impo sible... —sigue dicie nd o— im i p ed ir tales reuniones m edia nte cu alq u ie r ^ley aplicable , o com pati / ble co n la li berta d y la ju st ic ia . Pero si biqh la ley no puede im ped ir que las gentes de un mismo oficio o profesión se congreguen ocasionalmente, no debe hacer nada que facilite esas asambleas y, mucho menos, que las vuelva necesarias.»^^ í
27. Ih id . 28. Op. cit., l i b r o 4 , c a p . 2 . U n a v e z m á s , e l m o d e r n o e s t u d i o s o p u e d e d e s c u b r i r a q u í la falacia de composición. Una sabia política pública, con toda su di versidad de necesidades y con toda su complejidad, no tiene por qué coincidir con las reglas que rigen a una f a m i l ia , p o r m á s i l u s t r a d a y p r u d e n t e q u e é s t a s e a. 29. Ib id ., libro I, cap. 10, 2.® parte.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
85
Un siglo después, en Estados Unidos se intentó, en cierto modo, poner en práctic a lo que a Sm ith le parecía im posib le, y se trata de un esfuerzo que persistiría durante otros cien años. La ley Sher man, y otras posteriores, prohibirían que los integrantes de un mismo ramo, aun habiéndose reunido con fines de juerga y diversión, se pusieran a hablar, y mucho menos ponerse de acuerdo, sobre precios. Esta prohibición tropezó con no pocas de las dificultades previstas por Smith. De Smith proviene la adhesión a la competencia como princi pio de to das la s sociedades capitalis tas, suponié ndose que puede garantizar el mejor funcionamiento posible de la economía. Pero en cambio tuvo mucho menos influencia la advertencia del mismo autor en cuanto a la institución que, conjuntamente con el propio Estado, podría destruir la competencia. Se trataba de la compañía p aten tad a por el Esta do, o sea, en té rm in os m odernos, la so ciedad anónima. Su crítica de estas sociedades se dirigió especialmente contra las que disfrutaban de privilegios monopolistas, como ocurría en la era colonial. Pero por otra parte, tampoco tenía un concepto elevado de su eficacia. Refiriéndonos nuevamente al mundo actual, Smith quedaría aterrado ante un medio en el cual, como en Estados Unidos, un millar de sociedades anónimas dominan el panorama industrial, comercial y financiero, y son dirigidas por administradores asalariados, algo que para Smith debía deplorarse especialmente. «Siendo gestores del dinero ajeno, y no del propio, difícilmente puede esperarse que lo cuiden con la misma viva diligencia que suelen desplegar los miembros de una sociedad privada para vigilar sus fondos... En consecuencia, es evidente que la negligencia y la prodigalidad prevalecerán siempre, de uno u otro modo, en la administración de los asuntos de tal com pañía.))^*^
Los consejos y recomendaciones de Smith se extienden también a otros aspectos de la economía. Como cuadra a la reputación de sus antepasados étnicos, exhorta a la parsimonia en los gastos personales y hace extensivo este consejo, en términos enérgicos, al Estado. Limita rigurosamente la actividad del gobierno a la gestión de la defensa común, la administración de la justicia y la cons-
JOHN KRNNETH GALBRAITH
86
trucción de las obras públicas necesarias. Sus normas en materia tributaria, justamente célebres, prescriben que los impuestos sean de percepción segura, convenientes, y económicos en su evaluación y recaudación. Es partidario de que se aplique, como mínimo, un impuesto sobre la renta de carácter proporcional: «Los súbditos de todo Estado deberían contribuir al sostén del gobierno, lo más ajustadamente posible, en proporción a sus respectivas posi bilidades; es decir, en funció n de los in gresos que respectiv am ente perciben bajo la protección común del Estado. Pero no todas las ideas de Smith pueden comentarse aquí. Para intentarlo sería preciso escribir otro libro tan voluminoso como el suyo, y hacer menos claro, como él lo hace con su amor al detalle, el meollo central y vital de su pensamiento, o sea, precisamente el que hemos procurado describir en estas páginas.
31.
I b i d . ,
libro
5 ,
cap.
2,
2.® parte.
VII. REF INAM IENTO, AFIRMACIÓN Y LAS SEMILLAS DE LA REVUELTA Con Adam Smith la historia del pensamiento económico registró el mayor de sus progresos. Como dice Eric Roll, «el apóstol del liberalismo económico habló en términos lúcidos y persuasivos». Se dirigía a «una audiencia dispuesta a recibir su mensaje... [y con] la voz de los industriales que estaban ansiosos por barrer con todas las restricciones del mercado y de la oferta de mano de obra; remanentes del anticuado régimen del capital mercantil y de los intereses de los terratenientes».^ Durante los cien años siguientes, y aún más, los economistas de la escuela tradicional se dedicaron a enmendar y refinar sus conclusiones, a luchar para resolver sus ambigüedades y a buscar la forma de completar su sistema en otros aspectos. La obligación impuesta al historiador funcional, al escritor que no sólo se interesa por la historia sino también por su relevancia moderna, adquiere especial complejidad cuando examina la ciencia económica después de Adam Smith. A partir de entonces, en mayor grado que anteriormente, se le planteaba el problema, antes inadvertido, de seleccionar entre una gran cantidad de material las ideas de importancia principal y perdurable. Gran parte de las obras publicadas después de Smith revisten un interés puramente transitorio. Se presentaban ideas, se formulaban teorías, se hacían observaciones sobre las continuas y a veces amargas polémicas de la época, que no llegaron a sobrevivir. Hubo también elocuentes re presenta ntes de la tradición establecid a —como, por ejemplo, Jo hn S tua rt Mili— que fueron los gra ndes d ocentes de su época, pero que no modificaron en forma sustancial la ancha corriente del pensamiento económico. Gran parte de esta producción, especialmente en lo que se refiere a las polémicas, debe pasarse por alto para 1. E ric Roll, A H is to r y o f E c o n o m ic T h o u g h t, op . ci t. (Nueva York, Prentice Hall, 1942), pág. 156. (Versión castellana, FCE.)
88
JOHN KENNETH GALBRAITH
que los temas esenciales no se pierdan en la masa de referencias. Una vez más, la piedra de toque debe ser, no un examen general de todas las aportaciones —ya son demasiados los que han intentado hacerlo—, sino la seguridad de no haber omitido nada de im p o rta n cia p erm anente . En los años subsiguientes a la muerte de Smith, surgieron tres grandes figuras que refinaron y ampliaron su obra; se trataba de tres autores casi exactamente contemporáneos, a saber, un francés, JeanBaptiste Say (17671832) y dos ingleses, Thomas Robert Malthus (17661834) y David Ricardo (17721823). Los tres, pero M althus y Ric ard o en particula r, presencia ron el vigo ro so florecimiento de la Revolución industrial, y, perfeccionando la obra de Smith, trataron de que la ciencia económica se desarrollara en consonancia con este enorme cambio. Con ellos llegó la teoría económica correspondiente al orden industrial. JeanBaptiste Say era un hombre de negocios que desde tem p ra n a ed ad actu ó co m o precurso r en m ate ria de seguros de vida. Luego se convirtió en profesor y finalizó su carrera en el Collége de France. Por ser francés, y no pertenecer, por tanto, a la entonces (y después) hegemónica tradición del idioma inglés —resultante y exponente de la preeminencia industrial de Gran Bretaña—, los historiadores no se han ocupado tanto de él como de Malthus y de Ricardo. Hay quienes simplemente lo han dejado de lado considerándolo un autor que no aportó nada nuevo y que únicamente transmitió el mensaje de Adam Smith al público francés que lo necesitaba. En realidad, hizo mucho más que eso. La transformación del conjunto desordenado de ideas e información de La riqueza de las naciones en una presentación más ordenada, tan propia del pensamiento francés, fue sólo una parte de su tarea. En cuanto a la susodicha necesidad, no le cabía duda alguna: combinando con tacto excepcional la crítica y el encopiio, declaró que «la obra de Smith es sólo una confusa aglomeración de los principios más sólidos de la economía política, con apoyo de luminosos ejemplos y de las más curiosas nociones de estadística, mezcladas con reflexiones instructivas».^ Su propia obra principal. Traite d’Économie Politique, es un trabajo mucho más conciso, que tuvo una gran 2. J e a n B a p t i s t e S a y , Traite d ’Éc on om ie Po litique, c i t a d o e n A l e x a n d e r C r a y , T he D e v e lo p m e n t o f E c o n o m ic D o ctr in e ( L o n d r e s , L o n g m a n s , G r e e n , 1 9 4 8) , op. cit., pág. 267.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
89
circulación, tanto en francés como traducido. La menor estima en que se lo ha tenido, en comparación con las obras de otros autores de su tiempo, ha sido atribuida a su mayor legibilidad y popularidad. Esto es siempre un peligro. Sus antecedentes como hombre de negocios llevaron a Say a resaltar el bien definido e incluso decisivo papel del empresario, el individuo que concibe la empresa o se hace cargo de ella, descubre y explota la oportunidad, y encarna la fuerza motriz de las transformaciones y las mejoras de la economía. Al exponer estas ideas anticipó, entre otras, las de Joseph Alois Schumpeter. Pero la principal contribución de Say al pensamiento económico, que desde hace 130 años constituye una aportación perdurable y de suma influencia, fue su ley de los mercados. Los libros de texto actuales se siguen refiriendo a ella con el nombre de la ley de Say.^ La ley de Say sostiene que la producción de bienes genera una demanda agregada efectiva (es decir, realmente gastada) suficiente para comprar todos los bienes ofrecidos. Ni más, ni menos. Por lo tanto, nunca puede originarse en el sistema económico una su perproducció n generalizada. En térm in o s algo m ás m odern os, esta ley viene a expresar que el precio de cada unidad de producto vendido genera unos ingresos bajo la forma de salarios, intereses, beneficios o rentas de la tierra, suficientes para comprar dicho producto. Alguien, en alguna parte, percibe todo ese valor. Y una vez percib id o, lo desem bols a, h a s ta ig u ala r el precio de lo producid o. En consecuencia, nunca puede ocurrir una insuficiencia de la demanda, que es la otra cara de la moneda de la superproducción. Es posible, eso sí, que algunas personas ahorren parte de los ingresos resultantes de la venta. Pero una vez realizado ese ahorro, habrán de invertirlo, asegurando así la continuidad del gasto. Incluso en el caso de que atesoren parte de dichos ingresos no se modificará la situación, pues entonces los precios bajarán, para adaptarse al menor flujo de ingresos. Una vez más, no habrá exceso general de bienes ni insuficiencia generalizada de capacidad adquisitiva. No to dos acep ta ro n la ley de Say . Com o p ro n to verem os, Tho mas Robert Malthus tenía sus dudas, y con razón. Y en el decenio siguiente hubo períodos repetidos y cada vez más penosos de cri 3. V é a s e , p o r e j e m p l o , P a u l A . S a m u e l s o n y W i ll ia m D . N o r d h a u s , E c o n o m ic s , 12.^ edición (N ueva York, Mc G raw Hill, 1985). pá gs. 366367.
90
JOHN KENNETH GALBRAITH
sis y depresión, durante los cuales las mercancías no podían venderse y, en consecuencia, la fuerza de trabajo se quedaba sin empleo. Todo parecía indicar que, con toda seguridad, había algún factor en alguna parte de la economía que provocaba una insuficiencia del poder adquisitivo. Los economistas opusieron a esta idea el concepto de un ciclo económico recurrente que ocasionaba desajustes temporales, pero que no alteraba las condiciones fundamentales. Y de este modo sobrevivió la ley de Say. Y no sólo sobrevivió, sino que su aceptación llegó a convertirse en el índice de un adecuado nivel de refinamiento en materia de economía. Se trataba de la prueba de fuego mediante la cual se diferenciaba a los genuinos estudiosos de los farsantes y los maniáticos, o sea, de quienes por debilidad intelectual no podían o no querían ver cuán obviamente la oferta creaba su propia demanda. Era también una indispensable y aguerrida defensa contra aquellos que, mediante la monetarización de la plata, la impresión y puesta en circulación de papel moneda, y el endeudamiento y gasto gubernamental, se proponían aumentar el poder adquisitivo p a r a su p e ra r lo que era fals am en te perc ib id o co mo u n a in sufic ie ncia de la demanda. Se trataba de una receta contra un mal que no p o d ía existir. La ley de Say prevaleció triunfante hasta la Gran Depresión. Sólo en esas circunstancias pudo ser refutada por John Maynard Keynes, quien sostuvo y argumentó influyentemente, que podía haber (y que entonces había en efecto) una insuficiencia de la demanda. Podía en verdad darse una preferencia por la retención y atesoramiento de dinero, es decir, una preferencia por la liquidez; y que los precios no se ajustaran a un flujo de demanda menor. En este caso, las mercancías, en general, dejarían de venderse, y quienes las fabricaban quedarían sin empleo. El Estado, por su parte, podía y debía re m edia r la situación, endeudándose y gasta ndo para complementar el flujo de demanda. Esto puso fin al extraodinario reinado de JeanBaptiste Say. También acabó en esta forma una de las principales restricciones a la enseñanza de la ciencia ecoúómica y al pensamiento e imaginación de académicos, que había; afectado a cuantos habían hecho estudios en esta materia. Mientras se creyó que estaba asegurada una demanda suficiente de mercancías, el nivel de actividad del mercado era, en términos reales, óptimo; no hacía falta medida alguna del Estado ni del banco central para aumentarlo o
HISTORIA DE LA ECONOMIA
91
disminuirlo. Pero al perder vigencia la ley de Say, el control de la demanda agregada —o sea, lo que los gobiernos, directamente o por in te rm edio de los bancos centr ale s, deberían hacer p ara au m en tar o dism inu ir la renta y el po der a dq uis itivo — se convirtió en una preocupación obvia. El valor y la distribución, los precios, los salarios y otros conceptos perdieron muchos puestos en la jerarquía del pensamiento económico, como lo indica la actual designación de su estudio bajo el nombre de mzcroeconomía. En cam bio, la gestión de la dem anda se convirtió en el nuevo secto r al que se dedica mayor atención y se reconoce mayor prestigio, bajo el nombre augusto de macroeconomía. La macroeconomía nació al liberarse la disciplina del largo reinado de JeanBaptiste Say.
Thomas Robert Malthus, clérigo británico de instinto aristocrático, fue el primero de un trío de figuras importantes en la historia del pensamiento económico cuyos recursos financieros personales pro vin ie ron, no de la universid ad ni de honorario s por servicios de preceptor privado, como en el caso de Smith, ni del mundo de los negocios, como sucedió con Say y con Ricardo, sino del benévolo empleo que le ofreció la Compañía Británica de las Indias Orientales. Los otros dos integrantes de ese trío fueron James y John Stuart Mili. Todos ellos sirvieron a la John Company —como entonces se la den om inab a— sin hab er visitado jam ás la India. Malthus, en particular, desempeñó la docencia en el Haileybury College, de Hertfordshire, institución que formaba a los jóvenes p ara tra b a ja r en la Com pañía. Los dos libros de Malthus, A n Essay on the Principie o f Population y Principies o f Political E conomy, abarcan gran variedad de materias, pero sólo aportaron a la ciencia económica dos proposiciones, una de las cuales, rivalizando con la de Say, ha prevalecido poderosam ente h a sta la actuali dad. La o tr a, perd id a d u ran te un siglo, fue revivida por Keynes, reconociendo a su autor originario un mérito tan considerable, como lamentablemente postergado. La suprema contribución de Malthus —que ha incorporado la p alab ra maltusianismo a tod os los idiom as m od ern os — fue la ley cjue a su criterio regía el crecimiento demográfico, influyendo además en la determinación de los salarios. Para ello se remitió a una impresionante variedad de fuentes, desde los griegos y los cdnfeli
92
JOHN KENNETH GALBRAJTH
general de los viajeros, han sido colocados en el escalón más bajo entre los seres humanos»'* hasta los habitantes en mejor situación de Inglaterra. Pocos autores han acumulado más informaciones en una sola oración o, como en este caso, en tres: No se conocen muchos detalles acerca de la población de Irlan da. Por lo tanto, me limitaré a observar aquí que el cultivo creciente de la patata ha dado lugar a su rápida multiplicación durante el siglo pasado. Pero la baratura de esta raíz nutritiva y la pequeñez de la parcela que pa ra esta clase de cultivo bas ta para producir en años ordinarios el alimento de una familia, sumada a la ignorancia y depauperación de los habitantes que les han inducido a seguir sus inclinaciones sin otra perspectiva que la mera subsistencia inmediata, han fomentado hasta tal punto el matrimonio, que la población va aumentando mucho más allá de lo que permiten la indu stria y recursos presentes del país.^ A partir de sus observaciones y de alguna especulación más abstracta llegó Malthus a sus conclusiones básicas, la primera, bastante obvia, según la cual los medios de subsistencia limitan la pobla ció n; la segunda, que la pobla ció n aum enta cuando dic hos medios lo permiten, y lo hace en forma geométrica, mientras que la oferta de alimentos, en el mejor de los casos, sólo podría incrementarse aritméticamente; y la tercera, que esta asimetría persistirá, lo que significa que el incremento demográfico será limitado p o r la o ferta de alim ento s, a m enos que apare zcan antes o tr as limitaciones. Las posibles limitaciones previas son las restricciones morales, el vicio y la miseria. No puede esperarse mucho de las restricciones morales, y virtualmente nada después del matrimonio. El vicio, cuyo papel no está demasiado claro, no le parece a Malthus una forma recomendable de control de la natalidad. Sólo subsiste el hambre, a menos que se anticipen otros controles destructivos tales como la guerra, la peste u otras enfermedades. Malthus presenta a la humanidad una perspectiva muy^óco halagüeña. La situación no se puede m ejorar, ^ n efecto, cada vez que el 4 . T h o m a s R o b e r t M a l th u s , A n E ss a y o n th e P ri n cip ie o f P o p ula tion , 6.^ e d i c i ó n ( L o n d r e s , W a r d , L o c k , 1 8 90 ) . M a l t h u s a p o y a e s t a c o n c lu s i ó n b a s t a n t e g e n e r a l iz a d o r a re m i tiéndose a los informes del capitán Cook sobre su primer viaje. 5. M a l t h u s , p á g . 2 59 . D e b e t e n e r s e e n c u e n t a q u e e s t e p á r r a f o f u e e s c r i to v a r io s d e c e n io s a n t e s d e la g r a n h a m b r u n a e n I r la n d a .
HISTORIA DE LA ECONOMIA
93
listado, u otro benefactor omnipotente, se proponga mejorar la situación de las masas, la procreación desenfrenada de éstas las devolverá rápidamente a su estado anterior. Con tal hipótesis Mal thus proporcionó un poderoso argumento contra la caridad, pública o privada, y rindió un señalado servicio a quienes encuentran públicamente apro piado o personalm ente económico omitir la ayuda a los infortunados. No fue, al parecer, un hombre despiadado y meditó acerca de las medidas que podrían adoptarse para mejorar la situación, dentro de los límites impuestos por su ley. Consideró, por ejemplo, que la cuestión podría solu cio narse en parte poste rgando la edad del matrimonio. Propuso, asimismo, que en el servicio religioso de las bodas se insertara una advertencia dirigida a las parejas jóvenes, recordándoles que ellas mismas deberían sufragar los gastos y sufrir las consecuencias de su pasión.^ Pero nadie consiguió de una forma tan completa como Malthus cargar sobre las espaldas de los pobres el peso de su pobreza o de librar del mismo las de los ricos. Malthus ha sobrevivido como profeta de lo que se ha denominado la explosión demográfica, o bien, hasta para quienes tienen un mínimo de capacidad metafórica, la bomba de la población. Y por cierto que su te nia constitu ye u na am arga verdad en nuestro tiempo para los países agrícolas más pobres de Asia y África, mientras que el rico mundo industrial, ayudado por los contraceptivos y por el aborto, ha evitado esa amenaza. La segunda proposición por la que Malthus sigue siendo famoso en la actualidad es, cabe repetirlo, su actitud de duda ante la ley de Say. Como acaba de observarse, según aquel autor, los tra baja dores, los capitalistas y los te rratenientes debían recibir, del producto de la venta de las m ercancía s, los medio s p ara com pra r, pari passu, todo lo que pudieran producir mediante sus esfuerzos sumados, y era inevitable que así lo hicieran. Pero Malthus, que en años posteriores se pasó de la demografía a la economía política,^ sostuvo que, en realidad, no sucedería así. Como consecuencia de la pobreza de los trabajadores —reducidos por efecto de su 6 . C o n e l c o r r e r d el t ie m p o , q u i z á n o h a y a s i d o é s t a l a v a r i e d a d h i s t ó r i c a m e n o s p ro metedora del control de la natalidad. En el decenio de 1980, durante su primer mandato p re sid e n cia l, R o n a ld R e ag an ex p re só s u c re e n c ia d e q u e la lim it a c ió n d e m o g rá fic a d eb ía dejarse al juego del mercado. Pero hubo quien sugirió luego que la manifestación prácti ca «le tal actitud se concretaría en que las parejas apasionadas, en vez de ir a aco starse, se
94
JOHN KENNETH GALBRAITH
propia fecundid ad a nive les mín im os de sala ri os u otros in gresos— habría una tendencia a la producción de más mercancías de las que pudieran ser compradas y consumidas ya fuera por estos infortunados o por las clases más opulentas. Y esto ocurriría con tanta más razón cuanto que los capitalistas o industriales concentrasen obsesivamente su atención en los negocios absteniéndose, p o r lo m enos en cie rta m edid a, de los pla ceres de l consum o que bie n p odría n perm itirse. En conse cuen cia, sobrevendría u n a su per pro ducció n de m erc ancía s. M althus consideró que ta l situació n podría atenuarse hasta cierto punto gracias a la existencia de una clase de consumidores no productivos; sirvientes, políticos, soldados, jueces, abogados, médicos, cirujanos y clérigos. Todos ellos, a su entender, se afanaban sin llegar a producir nada, pero consumían. La idea de que los abogados, los médicos o los sirvientes pudieran ser gente útil, cuyos servicios fueran pagados de buena gana p o r o tra s p erso nas, no le e n tr a b a a M althus en la cabeza. Pero si bie n su dis tinció n entr e ocupacio nes productivas e im productivas no tiene cabida en la economía moderna, sobrevive sin embargo el instinto de creer que la creación de bienes visiblemente materiales reviste un carácter peculiarmente productivo. Todavía se opina que la fabricación de zapatos y de aparatos electrónicos es más útil, más beneficiosa desde el punto de vista económico, que los servicios del cantante, el artista o el investigador. Cuando las autoridades nacionales o municipales o las cámaras de comercio deliberan sobre el desarrollo económico, siguen pensando hoy en términos de fábricas que producen mercancías. Malthus no sólo sobrevive por esta idea, sino también por la más importante y amplia idea de que es posible que no se gasten la totalidad de los ingresos, de que la demanda de mercancías sea insuficiente, y de que, en consecuencia, es posible una superpro ducgión general, con estancamiento de la actividad económica y el consiguiente desastre. «Por primera vez, al menos en la teoría económica inglesa, se admitió la posibilidad de crisis originadas por causas inherentes al sistema capitalista.»^ Se admitió, sí, pero, ¡ay!, habrían de transcurrir varias generaciones antes de que se aceptara plenamente. Ricardo y Malthus escribieron sobre estas cuestiones durante 8.
Roll, op. cit., p. 224.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
95
los mismos años. Ricardo defendió la ley de Say del ataque maltusiano; para él, los ingresos procedentes de la producción de mercancías creaban en efecto su propia demanda. Durante poco más de un siglo a partir de entonces, prevaleció la tesis de Say, sostenida por Ricardo. Como dijera Maynard Keynes en una de sus más difundidas observaciones, Ricardo se impuso sobre esto en Gran Bretaña como la Santa Inquisición se había impuesto en España. Por último, Malthus dejó otro legado, aunque involuntario, cuya responsabilidad comparte con Ricardo. En lo sucesivo, la ciencia económica habría de caracterizarse por un matiz persistente de pesimismo y melancolía, y a los economistas (por intermedio de Carlyle) se les adjudicaría el nombre y la reputación que padecen hasta la fecha, de «respetables profesores de la ciencia lúgubre».^
David Ricardo es la figura más enigmática y en algunos aspectos la más polémica en la historia de su disciplina; enigmática, porque la naturaleza y la profundidad de su influencia sobre el tema están lejos de resultar claras, y polémica, porque dicha influencia prestó m ara villo sos servicios a quie nes, en opin ió n de muchos,, jio lo merecían, especialmente a Marx y los marxistas. El aspecto enigmático puede en parte obedecer al humor y estilo de su prosa. A diferencia de la de Smith, dotada de cierta exuberancia y claridad festivas, la de Ricardo es difícil y sombría. Tras el enorme esfuerzo de comprensión que su lectura exige, es posible que el lector se sienta legitimado para escoger libremente lo que encuentra digno de ser creído. En comparación con Smith, o con Malthus, Ricardo representó un cambio de método lógico muy convincente. Smith era empírico y didáctico, y a partir de sus propias observaciones, tan diversas como copiosas, iba extrayendo sus conclusiones. En cambio, Ricardo era teórico e inductivo; a partir de una proposición evidente o tenida por tal, continuaba razonando en forma abstracta fiasta llegar a un a conclusión p lausible, o quizá inevitable. E ra un M é todo que en lo sucesivo seduciría a los economistas, por no exigir muchos datos y porque en caso necesario puede divorciarse de una lealidad desagradable o inconveniente. A Ricardo le vino muy bien.'
96
JOHN KENNETH GALBRAITH
Utilizando su método y sus conclusiones, tanto los posteriores cam peones del capitalism o como su s m ás re su eltos adversari os, co n Marx a la cabeza, llegaron a conclusiones igualmente firmes. David Ricardo era hijo de un agente de bolsa, judío y anterior residente en Holanda. Se convirtió al cristianismo cuando contrajo matrimonio, hecho que le alejó de su familia original. Continuó su pro fe sió n b u rsá til por su propia cuenta y, en cosa de cinco años, amasó una fortuna suficiente como para retirarse y adquirir la finca de Gatcombe Park, residencia de campo que hacia 1970 habría de ser comprada a su vez por la reina Isabel II, quien la destinó a esos mismos fines en beneficio de la princesa Ana y su marido. En Gatcombe se dedicó a leer, y según puede suponerse, a escri b ir con gran des padecim ie nto s so bre ec on om ía. Fue ín tim o am igo de Malthus, y ambos matuvieron una copiosa correspondencia caracterizada por su mutuo desacuerdo y recíproca admiración.^® Ingresó en el Parlamento, donde hizo uso de la palabra y ejerció como miembro de comisión muy activo en cuestiones económicas, incluidas las monetarias. Gran parte de sus mejores trabajos versaron sobre asuntos de interés e importancia en su época, tras la conclusión de las guerras napoleónicas, y no correponde resumirlos aquí. En cambio, sus ideas más perdurables y significativas, que bien provienen de Smith o apuntan a enmendarlo,'^ pueden, con algún riesgo, ser dilucidadas razonablemente y expuestas con tolerable amplitud. Ricardo, siguiendo a Smith, definió los principales temas de la ciencia económica, pero con cierta vehemencia al denunciar los errores. Entre los factores que determinan el valor o precio de un 1 0. C o m o m i c o l eg a R o b e r t D o r f m a n m e h a re c o r d a d o e n o c a s ió n d e le e r e s t a s p á ginas. 11 . A s í l o r e c o n o c e R i c a r d o m u y s i n c e r a m e n t e . « E l a u t o r , a l c o m b a t i r l a s o p i n i o n e s aceptadas, ha encontrado necesario referirse más particularmente a aquellos pasajes de l o s e s c r i t o s d e A d a m S m i t h c o n lo s c u a l e s , a s u c r i t e ri o , t ie n e m o t i v o s p a r a d i v e r g e r; n o obstante, espera que no por ello se sospeche de él que no... participa en la admiración que la profunda obra de este celebrado autor suscita con tan justa razón.» Ricardo añade l u e g o q u e « i g u a l o b s e r v a c i ó n p u e d e a p l i c a r s e a l a s e x c e l e n t es o b r a s d e l S r . S a y» , d e q u i e n d i c e q u e « t o d o s l o s d e m á s e s c r i t o r e s d e l C o n t i n e n te j u n t o s » n o h a n c o n t r i b u i d o t a n t o a «preconizar favorablemente los principios de ese ilustrado y benéfico sistema», es decir, e l e n u n c i a d o o r i g i n a r i a m e n t e p o r S m i t h . (C i t a d e su l ib r o O n t h e P r i n c i p ie s o f P o l i ti c a l E c o n o m y a n d T a x a tio n , e d i t a d o c o m o p a r t e d e T h e W o r k s a n d C o r r e s p o n d e n ce o f D a v i d R ic a rd o p o r F i e r o S r a f f a , C a m b r i d g e , I n g l a t e r r a , C a m b r i d g e U n i v e r s i t y P r e s s , 1 9 5 1 , v o l . I, pág. 6.) Los libros, folletos y cartas de Ricardo fueron compilados y editados por Sraff a a lo l a rg o d e u n p e r í o d o d e m u c h o s a ñ o s , e j e c u t a n d o a s í u n a d e l a s m á s d i s t i n g u i d a s t a r e a s q u e s e h a y a n c u m p l i d o e n m a t e r i a d e e ru d i c i ó n e in v e s t ig a c i ó n e n l a ec o n o m í a m o d e r n a . S r a f f a f u e m i a m i g o d e s d e q u e n o s c o n o c i m o s e n la U n i v e r s i d a d d e C a m b r i d g e en años anteriores a la segunda guerra mundial, y a él debo en gran parte mi estima por Ricardo.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
97
pro ducto , cree que el prim ero es la uti li dad. ccSi u n a m ercancía no fuera útil en absoluto, es decir, si no pudiera contribuir a nuestra satisfacción, carecería también de valor de c a m b i o . C o n este juicio, aunque había precedentes, surge en primera aproximación el otro lado de la teoría moderna de la determinación de los precios, o sea, la interacción de la oferta y la demanda. Una vez establecida la necesidad de los productos «intercam bia bles», advierte luego que su valor provie ne ya sea de su escasez o de «la cantidad de trabajo necesaria para obtenerlos». Esto se aplica a todo lo reproducible; con excepción de las «estatuas y p in tu ras raras, libro s y m onedas escasos, vin os de calidad peculiar que sólo pueden elaborarse con uvas cultivadas en determinado s u e l o » . L a s mercancías y los artefactos no reproducibles constituyen un caso muy especial; los bienes reproducibles, cuyo valor de cambio está regido por el trabajo incorporado a los mismos, constituyen el caso general. Y en relación con esto cita a Smith p a ra apoyar su te oría; «Es n a tu ra l que lo que u sualm ente se p roduce en dos días, o en dos horas de trabajo, valga el doble de lo que por lo general es producido respectivamente en un día o en una hora de trabajo.»*'* Como los otros han observado ya, Ricardo llegó a matizar en sus últimos escritos ciertas actitudes originariamente muy severas, y esto ha ayudado considerablemente a quienes procuraron encontrar en él lo que deseaban creer. No obstante, su adhesión a una teoría del valor trabajo plenamente fundada es el elemento princi pal de la in fluencia que ll egaría a eje rc er en años poste riores. Obedeciendo, según parece evidente, a su posición como pro pie tario de ti erras, Ric ard o se ocupó luego de los in gresos del terrateniente en concepto de renta, que definió, en otro de los pasa jes inm utables de la eco nom ía, como «la porció n del producto de la tierra que se paga al terrateniente por el uso de los poderes originales e ind estru ctib les del suelo». Concibió esta categ oría de ingresos dentro del contexto maltusiano de la presión demográfica 12. Ricardo, op. cit., pág. 11. 13. A m bas citas de op. cit., pág. 12. 14. A dam Sm ith, L a r iq u e z a d e la s n a c io n e s, c i t a d a e n R i c a r d o , op. cit., pág. 13. R i c ar d o a g r eg a d e s p u é s : « E l h e c ho d e q u e é s t e s e a r e a l m e n t e e l f u n d a m e n t o d e l v a l o r d e ‘ . n n b i o d e to d a s l a s c o s a s , co n e xc e p c ió n d e l as q u e n o p u e d e n i n c r e m e n t a r s e m e d i a n t e • 1 irabajo humano, es una noción de máxima importancia en la econom ía política, pues l.iK v a g a s i d e a s q u e s e a d j u d i c a n a l t é r m i n o “ v a l o r ” c o n s t i t u y e n l a p r i n c i p a l f u e n t e d e
98
JOHN KENNETH GALBRAITH
sobre los medios de subsistencia; según él, su efecto era impulsar el cultivo de tierras cada vez más pobres. Esta presión habría de continuar hasta que el suelo, cada vez más empobrecido, sólo rindiera el mínimo necesario para sustentar las vidas de quienes lo trabajaban, y ese mímino, a su vez, determinaría en forma general las remuneraciones de todos los trabajadores y, en particular, las de todos los campesinos. De la posesión de las mejores tierras —superiores a las de peor calidad o m arg inale s— proven dría un excedente por encima del coste. Éste sería tanto mayor cuanto mejor fuera la calidad de los suelos y cuanto mayor fuese la presión general de la población sobre la oferta total de tierras. En esta forma, el propietario de las tierras más fértiles se beneficiaría no sólo de su buena fortuna, sino también de la creciente pobreza o mala fortuna de todos los demás. En el sistema ricardiano era muy bueno ser terrateniente, y a Ricardo no le importunaba la noción del ingreso inmerecido o del decoro social. La renta de la tierra no aumentaba los precios, sin o que consis tía en un resid uo que se acum ula ba pasivamente gracias al incremento de la población y al progreso general de la sociedad. «El aumento de la renta es siempre efecto de la creciente riqueza del país y de la dificultad de proveer alimentos p ara su m ayor població n. Volviendo a los salarios, Ricardo, en otro de sus pasajes muy citados, afirma que son «el precio necesario para permitir a los trabajadores subsistir y perpetuar su raza, sin aumento ni disminución».^^ Esta idea, como la Ley de Hierro de los Salarios, entraría en la historia yendo mucho más allá de la teoría económica propiam ente dic ha; según ella, quie nes trab ajaban tenían la po breza por destin o y no debía n ser redim id os por la com pasió n del Estado ni de los empleadores, ni tampoco por la organización sindical, ni por su propia iniciativa. Autores y oradores se dedicaron luego a dotar a la Ley de Hierro de un carácter más necesario y restrictivo del que presentaba en el lenguaje menos osado de Ricardo. La Ley de Hierro era el precio natural del trabajo, o como se diría ahora, el precio de equilibrio de la mano de obra, es decir, el nivel al que, permaneciendo igual todo lo demás, tenderían los salarios. Pero en Ricardo incluía no sólo las necesidades del tra 16. 17.
Ricardo, op. cit., pág. 77. La cursiva es del presente autor. Ricardo, op. cit., pág. 93.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
99
bajador, sin o tam bién (das convenie ncia s que h a n llegado a resu ltarle indispensables por costumbre».^® En su conjunto, se trataría de lo que hoy llamamos un nivel de vida convencional o acostumbrado. Y el precio de mercado de la mano de obra en una sociedad ccen proceso de mejoramiento», como, por ejemplo, la que fuera dotada progresivamente de mayores capitales y adelantos técnicos, podría superar la tasa de mercado durante mucho tiempo, «pues en cuanto se respondiera al impulso, originado por un incremento de capital, en favor de una mayor demanda de trabajo, otro aum ento de capital vendría a pro du cir el m ismo efecto». Las consecuencias de esta evolución serían sumamente benéficas, pues ((cuando el precio de mercado de la mano de obra excede su precio natural, la situación del trabajador es floreciente y feliz, teniendo a su alcance los medios de adquirir una mayor proporción de necesidades y disfrute de la vida, y consiguientemente, de criar una familia saludable y numerosa».^® Aunque todo esto era alentador, también sobrevendría, desgraciadamente, la otra tendencia más profunda: «Pero cuando, mediante el estímulo que los salarios más elevados otorgan al aumento de la población, el número de trabajadores aumenta, los salarios vuelven a descender a su precio natural, e incluso llegan a caer por debajo de éste, en un efecto de reacción.»^^ Debe reconocerse que quien aspire a defender la reputación de Ricardo del rigor de sus propias conclusiones —de la implacable Ley de H ierro — p od rá ap oy arse en cierto instin to de salvación. El creía que la aportación de capitales y nuevas tónicas podría continuar indefinidamente, con el correlativo efecto ascendente en el precio de mercado de la mano de obra. Y por cierto, esto ha resultado plenamente plausible en el curso de los acontecimientos. Pero a Ricardo se lo recordaría y conocería por su ley dominante, y no por la s excepciones a la m is m a. Y de esa ley dom inante provendría su convicción de la pobreza inevitable de quienes viven bajo el capitalismo, y de la futilidad y error de cualquier acción correctiva, que no titubeó en condenar expresamente: ((Como todos los demás contratos, los salarios deben quedar librados a la justa y Idire competencia del mercado, y nunca deberían someterse a la
100
JOHN KENNETH GALBRAITH
interferencia de la legislatura.»^^ La pobreza es inevitable; la ley económica que la exige no puede violarse. Así es el capitalismo, y eso es lo que Ricardo hizo por la reputación del sistema. Que nadie dude que simpatizantes y amigos pueden prestar un flaco servicio a una causa.
Desde los tiempos de Ricardo los economistas vienen tratando de aclarar su concepción de los beneficios. Tropiezan ahí con un pro b le m a en la m edid a en que s u s explicacio nes son m aravillosam ente confusas, y también debido a la circunstancia de que le costó muchísimo hallar en su sistema un resquicio para alojar dicha noción. En efecto; si el valor de un producto se determina por el coste del trabajo que con él puede encargarse en el punto marginal en el que no hay renta de la tierra y el excedente previo al margen es renta de la tierra, entonces no queda nada como beneficio del capital. Ingresos para el terrateniente los habrá, desde luego, pero no para el capitalista. Empero, es obvio que en realidad existen dichos ingresos, y Ricardo, sin extremar la claridad de su lenguaje, se los adjudica también a la mano de obra. Hubo quienes trabajaron antaño para edificar la fábrica y construir la maquinaria que integran la inversión de capital fijo, y para adquirir las mercancías en proceso de elaboración que constituyen el capital circulante o variable. El beneficio (incluido, todavía, el interés) es, según Ricardo, el pago diferido de todo este trabajo anterior. Esta explicación presenta graves problemas, no todos ellos disimulados por la enrevesada exposición de Ricardo. Pero una vez más, subsiste el aspecto central de la cuestión, que ha ejercido una influencia preponderante. Si los beneficios responden a los ingresos de la mano de obra empleada en el pasado para constituir el capital, se deduce que toda ganancia del capitalista representa una forma de robo sin disimulo. La verdad es que no le asiste ningún derecho, pues se está apropiando de lo que en justicia pertenece al trabajador. O por lo menos, esto es lo que fácilmente pued e hacerse cre er. Y así lo hizo creer, con efecto histórico, Karl Marx. Llegarían, pues, a desencadenarse revoluciones basadas en la tesis de Ricardo, con el apoyo de la Ley de Hierro y de la teoría 22.
Ricardo, op. cit., pág. 105
HISTORIA DE LA ECONOMIA
101
del valor trabajo, según la cual el capitalista, para obtener sus ingresos, menoscaba los legítimos haberes del trabajador. La justicia económica, según la definió David Ricardo, autor conservador, ex agente de bolsa, luego miembro del Parlamento y terrateniente, exigía que se pusiera término a esta situación. Algunos estudiosos, entre los cuales se destacó muy especialmente Joseph Schumpeter, han sostenido que se exagera la influencia de Ricardo en la historia de la ciencia económica. Tanto la rigurosa teoría del valor trabajo como su concepción paralela, la Ley de Hierro, fueron digresiones elucubradas a partir de una trayectoria más razonable, menos intransigente en el desarrollo del pensamiento económico. La cuestión puede discutirse. Pero nadie puede negarle a Ricard o su papel com o chispa y yesca del asalto venidero contra el sistema que trató de describir. (cSi Marx y Lenin m erecen bu sto s [en la galería de los héroe s revo luciona rios] , en algún lugar adyacente debería colocarse también una efigie de Ricardo. Obvio es decir que ni Malthus ni Ricardo fueron conscientes de que estaban poniendo las bases de los textos de la disidencia y la revolución. Las clases gobernantes, los privilegiados, siempre dirigen la vista, con talante aprobador, hacia su propio medio, y no hacia el exterior para preocuparse de aquellas gentes cuya ira y furor pueden estar suscitando o podrían suscitar en lo venidero. Y así sucedió tam bién en este caso. M althus y Ricardo eran portavoces de la nueva clase dirigente en un nuevo orden económico. Lomo habrían de hacerlo generaciones de economistas futuros, ha bla ban por bo ca de su público, y a él se dirig ía n. No h ab la b an liara quienes, en aquel entonces o posteriormente, pudieran sentirse incitados a la rebelión. Pero debe reconocerse también que el nuevo mundo industrial del cual y al cual hablaban, aunque fuera, según los críticos actuales, cruel y opresivo, representaba un gran adelanto en comparación con todos los precedentes. Durante milenios, como Keynes observaría más tarde y como habrá ocasión de volver a destacar, los seres humanos no habían experimentado ningún cambio bási K) y permanente en su nivel de vida: las cosas iban a veces un (loco mejor, a veces peor, pero no se definía ninguna tendencia Imidamental y duradera. En cambio, con la industrialización, había
102
JOHN KI'NNI'TH GAI.HRAITH
una mejora del bienestar; por mala que fuera la servidumbre fa b ril, e ra casi con seg u rid a d m ejo r p a ra to dos —salv o p a ra lo s absortos en el romanticismo, por ejemplo, Oliver Goldsmith—, mejor que la existencia anterior en las aldeas, trabajando interminablemente en los telares domésticos o en las faenas solitarias y mal remuneradas de la agricultura. En gran medida, sin que todavía haya llegado a reconocerse plenamente, fue ese mundo antiguo el que impulsó a la revolución, y todavía sigue haciéndolo. En Francia, en gran medida en la Rusia imperial, en México, China, Cuba, y ahora en Centroamérica, había o habría posteriormente mucho más odio militante contra los aristócratas feudales y contra los terratenientes que contra los industriales. Es un enigma, y hasta una paradoja, que precisamente las opiniones de Ricardo sobre la industria y el capitalismo terminasen por dar pábulo a la revuelta proletaria; en realidad, como autor del más insigne tratado sobre las ganancias inmerecidas de los terratenientes, debería haber sido el progenitor de las revueltas agrarias, mucho más ha b it u ale s. Sea como fuere, desde entonces se creó una división cada vez más hostil entre los portavoces del sistema y los de las masas, consideradas como víctimas del mismo. De Malthus, y especialmente de Ricardo, se tomarían ideas al servicio de ambos bandos.
V III.
LA GRAN TR A DIC IÓN CLÁSICA [1] POR LOS ALREDEDORES
Durante los setenta y cinco años siguientes a la muerte de David Ricardo, la economía experimentó una transformación de particular importancia. Dejó de ser un tema de contemplación y discusión por parte de personas que tenían otras ocupaciones y se convirtió en una profesión. Hubo hombres (y virtualmente ninguna mujer) que llegaron a ganarse la vida como economistas, y que se dieron a sí mismos durante mucho tiempo la denominación de economistas políticos. Las innovaciones en la disciplina se completaron con actividades de divulgación, instrucción y asesoramiento pú blico. Así pudo conta rse con distinguidos economistas políticos que decían muy poco de nuevo, pero que decían mejor que antes lo que ya se sabía. O bien lo dijeron con gran coherencia interna, o con unción más persuasiva. También hubo algunos que debieron su distinción a su capacidad para exponer de forma más elocuente o repetitiva lo que individuos influyentes se alegraban de oír. Dado que Gran Bretaña fue la potencia económica dominante en el mundo durante el siglo XIX, la economía fue abrumadoramente una disciplina británica. Una vez más es patente la vinculación que ya hemos observado entre el pensamiento económico y la vida económica. Y a pesar de la profesionalización de la economía y de la vasta ampliación del debate, hubo en su contenido más elementos de permanencia que de cambio. En sus aspectos más esenciales y profundos, no se desafiaron seriamente las ideas (o el sistema, como podríamos decir hoy con mayor precisión) de .Smith, Ricardo y Malthus. Ésta fue la atradición clásica de la economía», título que al parecer le fue inicialmente adjudicado por Marx.^ En su forma poste l. John M aynard Keynes, en T h e G e n er a l T h eo r y o f E m p l o y m e n t I n t e r e s t a n d M o n e y (Nueva York. Harcourt, Brace, 1936), pág. 4, adjudicó a las ideas con las cuales habría •If lidiar el nom bre de «P ostulad os de la econo m ía clásica». Este es el título del segu ndo t iipítulo de dich a o bra .
104
JOHN KENNETH GALBRAITH
rior, más refinada y pulida, se la denominaría «el sistema neoclásico», designación que ha sobrevivido para describir gran parte de la ciencia económica actual y que, sin embargo, no refleja un cam bio básic o en su contenid o sustancia l.
El examen de los años posteriores a Ricardo puede dividirse en tres amplias categorías. En primer lugar hubo críticas al sistema, en gran medida por parte de estudiosos alemanes, franceses y estadounidenses. En sus respectivos países, la situación económica, las tendencias filosóficas y las observaciones personales negaban o parecían negar las grandes verdades que emanaban del escenario económico británico. En segundo término, especialmente en Gran Bretaña, tuvo lugar durante esos años un esfuerzo permanente, a veces imaginativo, tendente a buscar una justificación social y moral al sistema clásico y a las extraordinarias diferencias de ingresos y de gratificaciones que éste proporcionaba a sus participantes. Y finalmente, en tercer lugar, se introdujeron modificaciones y refinamientos en la teoría de los precios y de la distribución, es decir, en la determinación de los precios, los salarios, los intereses, las rentas de la tierra y los beneficios. En esta forma quedaron moldeadas en un conjunto firme, intelectualmente com pleto e in ternam en te cohere nte, la s id eas in ferid as y a veces am b iguas de los fundadores; conjunto al cual, como quedó también demostrado durante esos años, podía dársele expresión matemática. Junto con estas tres corrientes de ideas y paralelamente a las mismas, a mediados del siglo pasado se desató la rebelión —en particular, la desidencia fu erte y penetr ante de Karl Marx—. Como se ha dicho en el capítulo anterior, ésta también tuvo sus orígenes en la tradición clásica, a saber, en la teoría del valor trabajo de Ricardo; en la noción de una plusvalía falsamente apropiada por el capitalista, y en el argumento arrasador según el cual todo el rendimiento de los bienes producidos pertenecía legítimamente a los trabajadores. Aquellos que todas las noches al acostarse dan gracias a los fundadores de la tradición clásica por explicar y justificar su buena fortuna, rinden homenaje involuntario en un mismo pasaje de su s ple garia s a los auto res de la s id eas en cam in adas a su expropiación. Vamos a examinar ahora las influyentes críticas a los padres fundadores del^istema clásico formuladas por distintos economis
HISTORIA DE LA ECONOMIA
105
liis alemanes, franceses y estadounidenses, y su creencia, implícita cuando no explícita, de que el sistema en cuestión puede haber sido excesivam ente conv eniente a los intereses britán icos. En el próxim o capítulo se exam in ará la tr adició n clá sic a d u ran te el apo p,eo del gran capitalism o. Luego se com enta rán la s id eas elaboradas específicamente para su refinamiento y su defensa, y después, la impetuosa intromisión disidente de Karl Marx.
A prin cip ios d el siglo XIX, Alem ania era t odav ía u n a m ezcla poliQp ticamente desordenada y económicamente atrasada de principados, cada uno de los cuales imponía tarifas aduaneras a los productos de los dem ás, actu aba celo sam ente en función de su s p ropio s intereses incon dicionalm ente enten didos, y re sp on día en m ayor o menor grado a la person alidad y con bas tan te frecu encia a la excentricidad de su respectivo príncipe. En este suelo árido germinó una respuesta notablemente abrupta a Adam Smith, y por extensión, a Ricardo y a Malthus. Si bien habían existido precedentes que se remontaban a los antiguos griegos, se iniciaba por entonces un debate que prosigue impetuosamente en nuestros tiempos y cuya retó rica es p arte integ ran te de la or ato ria electoral en los Estados Unidos y en Gran Bretaña. Para las doctrinas de Smith y de Ricardo era preciso e indis pensa ble que el Esta do existiera para el indiv id uo. ¿Y p ara qué otra cosa?, preguntarían sorprendidos la mayor parte de nuestros contemporáneos. Pues bien, la respuesta que daban los alemanes, a principios del siglo pa sad o, era que el individuo existía p ar a el Estado. Es este último el que le brinda protección y la posibilidad de una existencia civilizada ininterrumpida. A lo largo del lapso breve, in seguro y a m enudo in coherente de la vid a h u m an a individual, el Estado es el puente sólido que va del pasado al futuro. No es com ple ta m ente obvio, d ad a la índole y los m ín im os beneficios que re po rtab an a la población los princip ado s g erm ánicos de aquella época, el motivo por el cual se debía otorgar al Estado este papel su perio r. Pued e darse por seguro que el pensam iento y la orientación de la filosofía alemana ejercieron su influencia al res pecto. Pero en esta coyuntu ra , como siem pre , la s id eas económicas se adaptaron a lo que existía y resultaba evidente. El Estado era un factor omnímodo en Alemania; los príncipes no toleraban la oposición a sus políticas, y los estudiosos se mantenían sumisos.
1 06
JOHN KENNETH GALBRAITH
Los dos principales autores que formularon la respuesta alemana a los economistas clásicos británicos fueron Adam Müller (17791829) y, con una estatura muy superior, Georg Friedrich List (17891846). Müller, que le llevaba a List diez años de edad, tomó p arte , a dif ere ncia de éste , en lo que después se ll am aría el m ovimiento romántico alemán. Padeció un siglo de oscuridad (que algunos consideran merecida) hasta que fue sacado a la luz en los decenios de 1920 y 1930, atribuyéndosele, al menos en parte, el carácter de precoz profeta del nacionalsocialismo. Müller era un conservador que defendía los intereses de terratenientes y señores feudales, y su principal argumento, solemnemente reiterado, era que el Estado «no es meramente una necesidad humana fundamental, sino la necesidad humana suprema».^ En 1945, cuando los ejércitos rusos avanzaban inconteniblemente, atravesando el Oder y dirigiéndose a Berlín, Adolf Hitler fue notificado de las aterradoras pérdidas de jóvenes soldados alemanes muertos en un fútil intento de detener la invasión. Su respuesta, eco distante de Adam Müller, fue: «¿Y para qué otra cosa sirve la juventud?» Sin embargo, hay que ser imparcial, cueste lo que cueste. Durante todo el siglo XIX los partidarios de la economía política de Smith y de sus discípulos se encontraron, cada vez que visitaron Alemania, con un profundo respeto y una gran confianza en el Estado. Ello se debía al elevado prestigio de que disfrutaban los funcionarios públicos de todas las jerarquías, y muy posiblemente, también a su mayor competencia. Una parte del poder económico de Alemania en aquellos tiempos, que todavía perdura en la actualidad, se debió a que en este país se esquivó el tedioso, divisorio y retrógrado debate sobre los papeles apropiados e inapropiados del gobierno. En Alemania, lo mismo que en el Japón, quedó así expedito el camino a debates y acciones oportunas e inteligentemente pragmáticas. Esto se debe, en parte, al legado de Müller. El resto de su obra no ha sobrevivido. El segundo autor alemán que disintió con el mundo de Adam Smith fue Friedrich List, quien ejerció una influencia mucho mayor tanto en su propia época como posteriormente. Su temprana prédica en favor de políticas liberales de intercambio entre los Estados alemanes dio lugar al establecimiento de una zona de comer 2. A d a m M ü l le r , E le m e n te d e r S ta a t s k u n s t, c i t a d o e n A l e x a n d e r C r a y , T h e D e v e l o p m e n t o f E c o n o m i c D o c t ri ne ( L o n d r e s , L o n g m a n s , G r e e n , 1 9 4 8 ) , op. cit., pág. 219.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
107
libre en toda Alemania, que eventualmente se convirtió en la Zollverein. Suscitó también la extrema hostilidad de la que tan a menudo suelen ser víctimas quienes se adelantan a su tiempo, aunque sólo sea en cuestión de sentido común. Por esta herejía fue encarcelado, castigo que desde entonces muchos quisieran ver aplicado a quienes se oponen a los tan deseados aranceles proteccionistas. Una vez liberado, List se vio en la obligación de buscar refugio en Suiza, Francia, Inglaterra, y finalmente, Estados Unidos. Allí se convirtió en editor de un periódico en Reading, Pensilva nia, y en ferviente partidario del auge de la construcción de canales que entonces tenía lugar, a la vez que simpatizó con las opiniones de Alexander Hamilton sobre la necesidad y los medios de fomentar el desarrollo económico nacional, con las de Henry Clay respecto del Sistema Americano, y con las de Henry Carey, el crítico estadounidense de Ricardo, a quien se hará referencia más adelante. Asimismo, obtuvo la nacionalidad norteamericana. Luego, en 1831, regresó a Alemania con las ideas que se había ido formando en Norteamérica. Fue el primer caso de influencia norteamericana en el pensamiento económico europeo. De vuelta a su país natal, List, habiendo alcanzado una eminente respetabilidad, se convirtió en partidario de establecer aranceles para la Zollverein en su conjunto, defendiendo así para aquella vasta zona la protección a la que se había opuesto en el caso de sus pequeños Estados constituyentes. En su obra Das nationale System der politischen Oekonomie,^ inaugurando lo que iba a ser toda una importante tradición del pensamiento económico alemán, describió la vida económica no como una situación estática, sino como un proceso continuo que atraviesa etapas sucesivas de desarrollo —primitiva o salvaje, pastoral, agrícola y familiar, con una combinación, al alcanzar la madurez, de actividades agrícolas, manufactureras y comerciales—. El Estado, a su entender, desempeñó un papel indispensable al facilitar el tránsito desde las etapas primitivas hasta las más recientes, en las cuales se alcanzó el equilibrio entre la agricultura, la industria y el comercio, finalidad que en su opinión Adam Smith no había identificado adecuadamente ni compartido. En esta interpretación se perfilaba, de modo elemental, el co CÍO
3. T h e N a t i o n a l S y s t e m o f P o li ti ca l E c o n o m y , t r a d u c c i ó n a l i n g l é s d e S a m p s o n S . Lloyd (Londres. Longmans, Green, 1922).
108
JOHN KENNETH GALBRAITH
mienzo de otro debate de máxima relevancia en los tiempos modernos, respecto al carácter de la economía: ¿Se trata de un tema estático? ¿Buscan y encuentran, en consecuencia, los economistas verdades eternas como lo hacen, por ejemplo, los químicos y los físicos? ¿O acaso las instituciones de que se ocupan los economistas se encuentran en un permanente proceso de transformación al cual deben adaptarse en una evolución constante el tema de su estudio y, más particularmente, las políticas que preconiza? Frie drich List fue un profeta precursor de la segunda de estas concepciones, y no ha dejado de influir en el presente volumen. A criterio de List, el arancel proteccionista es un instrumento p rim ario en la ad ap tación al cam bio . Su papel difiere notable m ente según la etapa específica de desarrollo. No es útil para un país que atraviesa una etapa inicial o primitiva, ni es tampoco necesario para el que se encuentra en la etapa final. En cambio, es indispensable para aquella nación que, contando con los recursos naturales y humanos necesarios, se encamina hacia la culminación de su desarrollo, particularmente si algún otro país, o algunos otros países, la h an alc anzado prim ero. El libre cam bio era p a ra el recién llegado, mientras que para Gran Bretaña constituía, por cierto, un atractivo recurso para confinar a quienes venían detrás, dentro de sus etapas iniciales de desarrollo. Este es el más fuerte, el más duradero y, en definitiva, el más próxim o a la ir refuta bil id ad de los argum ento s contra A dam Sm ith y sus seguidores, y contra su tesis librecambista: éstos no afirma b an en rig or u n a verdad univ ers al; sim plem ente sostenían lo que obviamente era más ventajoso para el caso especial de Gran Bretaña. La postura adoptada por List tendría un eco muy resonante, aunque en gran medida independiente, en los Estados Unidos de esa época y durante muchos años a partir de entonces; el libre cambio defendía principalmente la ventaja original y todavía única de la industria británica establecida. La argumentación de List en favor del proteccionismo fue adoptada, y se convirtió, en el lenguaje norteamericano, en el argumento de las industrias nacientes: el principio del libre cambio era correcto, pero cabía una excepción válida en el caso del arancel que protegía y nutría el desarrollo de las industrias jóvenes y vulnerables. Ningún debate en el ámbito de la economía llegaría a ser más duradero que el entablado entre quienes, viendo el libre cambio como una rama de la teo
HISTORIA DE LA ECONOMIA
109
logia, no consentían ningún pecado, y aquellos que, atendiendo al tlifícil trance de las jóvenes empresas que se oponían a las viejas, liedían una absolución4irtóada. Finalmente, dicha excepción tuvo lugar en todos los países en proceso de industrialización: se im pla ntó el arancel a fin de pro te ger a la s ind ustrias nacie nte s, adolescentes o, en todo caso, nuevas. Las doctrinas de Adam Smith siguieron siendo ampliamente celebradas como depositarlas de la verdad, pero todas las naciones, a medida que iban incorporándose a la industria, fueron adaptándose a circunstancias aparentemente especiales. Si Friedrich List volviera hoy a los Estados Unidos, observaría allí con interés la versión moderna de su argumento favorable al pro te ccio nism o. El pro ceso evolutivo que describ ió no term in a, como él sostuvo, con un equilibrio de la industria desarrollada y de la agricultura, para las cuales la protección es irrelevante. Lo que sucede es que en ese punto se inicia un proceso de envejecimiento en los países más maduros que genera una presión favora ble a la pro tecció n contra nuevos y m ás vig orosos ele m ento s recién llegados al escenario industrial. De ahí la gran demanda actual en los Estados Unidos, Gran Bretaña y distintas naciones europeas, en favor de la protección de las industrias del acero, textil, automoción, electrónica y otras, frente a la superior competencia de Japón, Corea, Taiwan y el resto del nuevo mundo industrial. La antigua excepción para las industrias nacientes se ha convertido en la actual excepción para las industrias maduras y las seniles. Y en la diplomática terminología moderna no se le llama ((proteccionismo», sino ((política industrial».
La respuesta alemana a Smith y sus partidarios implicó la defensa del Estado, ya sea románticamente o bien, como en el caso de List, con una clara noción de su papel funcional. En Francia, con el mal recuerdo que se tenía del Estado tanto bajo el Antiguo Régimen como después de la Revolución, esto no podía tentar a nadie. Según hemos visto, el más influyente de los estudiosos franceses, JeanBaptiste Say, adoptó y organizó las concepciones de Smith y se convirtió, además de muchas otras cosas, en su portavoz francés. La tendencia de los críticos de Smith en Francia, que no era en absoluto extraña a la historia intelectual de este país, consistía en atenerse al sistema económico delineado y preconizado en La
l i o
JOHN KENNETH GALBRAITH
riqueza de las naciones. Pero a principios del siglo XIX el sistema estaba proclamando su realidad, incluidos sus efectos sociales sumamente visibles, y por tanto aquilataban también el valor y el objeto de todo ello. ¿Era eso, en realidad, lo que los seres humanos deseaban, o debían desear? Los franceses siempre han tenido el orgullo y el mérito de saborear en lo posible la calidad de la vida, sin confundirla demasiado fácilmente con la cantidad, incluida la cantidad de mercancías. Por ello no es sorprendente que las prim eras d u d as acerca de la deseabilid ad del logro in dustr ial se formularan en dicha nación. El más interesante de los críticos que escribieron en francés fue JeanCharles Léonard de Sismondi (17731842), que nació en Ginebra tres años antes de publicarse La riqueza de las naciones. Entre las circunstancias que le distinguieron en su momento hubo una larga relación con Madame de Staél, que se inició en 1803 en la cercana localidad de Coppet. La labor de quienes frecuentaban ese círculo, ya se ocuparan de economía o de otras materias, no solía pasar inadvertida a la atención del público. En sus escritos de entonces, siendo todavía un hombre relativamente joven, Sismondi se presentaba como un fervoroso discípulo de Adam Smith, pero dieciséis años después, cuando volvió a ocuparse del tem a, expresó serias reservas sobre sus anteriores opiniones. Hacia fines del siglo xvill, como ya se ha indicado, se habían puesto en evid encia los profundos efectos sociales de la Revolución industrial. Grandes masas de trabajadores —hombres, mujeres y niñ os — se conce ntrab an en las fábricas de las M idlands, en el centro de Inglaterra, y hacia el Norte, en Escocia. Lfna vez en la fábrica, o más exactamente, una vez en una ciudad industrial, quedaban a disposición de los patronos —es decir, de los dueños de los establecimientos, de los ca p italista s— y bajo su poder. No estaban en condiciones de protestar contra los salarios, las jornadas de trabajo, los ruidos y la contaminación de fábricas y viviendas, las fatigas y la brevedad de su existencia. Nada puede simbolizar mejor esa realidad que un intento de reformas que atrajo las visitas y la observación de casi todos los viajeros europeos. Se trata de New Lanark, centro industrial y residencial fundado por David Dale (17391806), capitalista y filántropo escocés, que se dirigió a los orfanatos de Glasgow y de Edimburgo, retiró de allí a todos los internos y los trasladó a pabellones con dormitorios en su ciudad industrial modelo. En ésta, los niños sólo debían trabajar trece
HISTORIA DE LA ECONOMIA
II
horas diarias, y años después, gracias a una asombrosa reforma introducida por su yerno, el"titop;^a Robert Owen (17711858), nada más que once. En sus horas libres niños y niñas participa b an en activid ades edu cativas y recreativas. Así era la reform a en aquellos tiempos."^ Sismondi reaccionó enérgicamente contra las aterradoras circunstancias sociales del nuevo capitalismo, que durante las primeras décadas del siglo XIX hicieron su aparición también en Francia. Algunas de sus objeciones recuerdan a List: «Todo el sufrimiento ha recaído sobre los productores continentales, y todas las ventajas las han conservado los ingleses.»® Lo mismo que Mal thus, opinaba que la industria moderna se entregaba desenfrenadamente a la superproducción. Cada empresario individual decidía lo que debía producir, y las masas amontonadas en las fábricas no podían opinar sobre lo que necesitaban. Sismondi creía que, en general, las invenciones tenían consecuencias perjudiciales. Pero lo que más le preocupó fue la situación de los trabajadores. La máxima contribución de Sismondi se cifra en el reconocimiento y caracterización de las clases sociales. Fue «uno de los prim eros econom is ta s que se refirie ron a la exis te ncia de dos cla ses sociales, a saber, los ricos y los pobres, o bien los capitalistas y los obreros, cuyos respectivos intereses, a su criterio, estaban... en permanente conflicto entre sí».^ En ese momento se inició un debate que, una vez asumido e intensificado por Marx y por Lenin, sería más fértil en invectivas que cualquier otro de la historia. Smith, Ricardo y Malthus ha bía n observado que el em pre sario, y desde lueg o el te rrate nie n te , se encontraban en mejor situación que el trabajador; más exactamente, lo habían considerado como algo natural e inevitable. Pero i) i mism o tiempo, no creían que el patro no , ya se tra ta ra de un capitalista o de un terrateniente, fuera el arquitecto de las desdichas del pobre. Los trabajadores, con su incontenible afán de procreación, forjaban su propia desgracia, su implacable declinación 4. Finalm ente, po dría agregarse, el instinto reform ista de Ow en y la considerac ión d r l<>s c o s t e s m o t i v a r o n o b j e c i o n e s d e s u s s o c i o s, r a z ó n p o r l a c u a l e m i g r ó a I n d i a n a , «dntulc fundó una comunidad plenamente socialista, que denominó «Nueva Armonía ». Esta •ii.ijo a algunos de los más redomados vividores de los Estados Unidos, y resultó un fra ,CMHO S J e a n C h a r l e s L é o n a r d d e S i s m o n d i , N o u v e a u x P rin cip es d 'É c o n o m ie P o li ti q u e, ci l ü d i i f n C r a y , op. cit., pág. 211. h E ric Roll, A H is to ry o f E co n o m ic T h o u g h t (Nueva York, PrenticeHall, 1942), op. W*/ pá gs . 254255.
12
lOIIN
KHNNHTIl
GAl.líRAITH
hacia la mera subsistencia. En cambio, para Sismondi los ricos eran los enemigos de los pobres, y los capitalistas, de los trabajadores. Por eso, era función del Estado proteger a los débiles contra los fuertes «para evitar que los hombres sean sacrificados en aras de una riqueza de la que no obtienen ningún provecho».^ De este modo, Sismondi infligió un fuerte golpe a los esfuerzos p o r re sp o n sab il izar a los pobres de su propia pobreza y po r tra n quilizar la conciencia de los ricos (asunto del que volveré a ocu p a rm e m á s ad elan te ). Lo s pobres, cabe re petir, no deben ser cul p a d o s del hecho de se rlo; los ricos son quie nes los m a ntienen en esa situación. Una clase oprime a la otra. Durante los 150 años siguientes, los afortunados deploraron y condenaron estas ideas. En época tan reciente como 1984, durante unas elecciones norteamericanas, el candidato republicano a la vicepresidencia, George Bush, hombre de sintaxis bastante flexible, reprochó a Walter Móndale, candidato del Partido Demócrata a la presidencia, «haber incitado al pueblo norteamericano a dividirse en clases: en ricos y pobre s». Per o la culp a no la te nía M ón dale, sino JeanC harles Léo nard de Sismondi. Para las personas sensatas, la solución de Sismondi tenía sentido; en ella, una vez más, aparecen los fuertes matices que caracterizan a Francia y al pensamiento económico francés. Debía volverse del capitalismo industrial a la agricultura y al trabajo inde p en d ien te del arte san o , quie n conocía, al contr ario del obre ro de fábrica, los productos que elaboraba. Y de esa forma, no sólo se librarían los trabajadores de la explotación, sino que se evitaría asimismo la superproducción, que Sismondi consideraba endémica en el sistema industrial.
Antes de partir de Francia en este viaje por los alrededores, debemos tomar nota de la fuente de otra disensión todavía más vigorosa. Se trata de PierreJoseph Proudhon (18091865), casi contem p o rán eo de M arx , pero cu yo desdén su scitó en num erosos aspectos.® Si bien aceptaba el carácter inevitable de la propiedad, Proudhon sostenía la inquietante aserción de que todos los ingresos originados por ella —rentas, beneficios, y especialmente intereses— 7 . S i s m o n d i , c i t a d o e n C r a y , op. cit., pág. 209. 8 . E l t í t u l o d e l a p r i n c i p a l o b r a d e P r o u d h o n , C o n t r a d i c t i o n s é c o n o m i q u e s , o Philos o p h i e d e l a M i s é r e , f u e p a r o d i a d o p o r M a r x e n s u M is e ria de la F il oso fía .
HISTORIA DE LA ECONOMIA
113
sólo eran formas de hurto. De ahí proviene la más famosa de sus iilirmaciones: «La propriété, c ’est le vol», o sea, «la propiedad es 11n robo». Su solución, en los términos más escuetos, consistía en abolir el interés (y demás ingresos procedentes del capital) y de posita r la propiedad en coopera tivas obreras o en asocia ciones voluntarias de trabajadores. Éstas serían financiadas mediante un banco especial, que em itiría bille te s que se utiliz arían para avalar la producción y la adquisición de mercancías. En la sociedad proudhonia na, el Esta do dejaría de existir. Los estudiosos han atribuido ordinariamente a Proudhon un lugar de importancia en la historia del socialismo, del sindicalismo y del anarquismo, pero no en la del pensamiento económico. Esta distinción carece de fundamento. En efecto, en el residuo moderno de las teorías de Proudhon sobreviven dos ideas influyentes. Una de ellas es la creencia, quizá el instinto, de que existe cierta superioridad moral en la institución cooperativa. O bien en la fábrica de propiedad de los trabajadores. Cada vez que los agricultores se agrupan para proveerse de fertilizantes, petróleo u otros producto s necesarios en el cam po, y sie m pre que los consum idores se asocian para comprar alimentos al por mayor, se realiza un homenaje a las ideas de Proudhon. Lo mismo ocurre cuando los trabajadores siderúrgicos se organizan para hacerse cargo y hacer funcionar una fábrica obsoleta, como se ha visto recientemente en Weirton, Virginia Occidental. Y Proudhon es sólo uno de los muchos progenitores de la fe perdurable en la magia monetaria; es decir, de la creencia de que pueden introducirse grandes reformas mediante la adopción de proyectos todavía no descubiertos en materia de innovaciones o manipulaciones financieras o monetarias. El banco de Proudhon era sólo una imitación dudosa del que había creado John Law para sorprender, deleitar y luego saquear a Francia un siglo antes.^ Hay ciertas lecciones económicas que nunca terminan de aprenderse. Una de ellas es la necesidad de mirar con la más profunda suspicacia toda innovación en materia monetaria, y más generalmente, en el ámbito de las finanzas. Se sigue creyendo que sin duda debe haber una forma todavía inédita de resolver sin dolor los grandes problemas sociales, pero lo cierto es que tal cosa no 9. Me refiero a Joh n Law en los cap ítulos IV y XII de esta historia, y he escrito s o b r e é l m á s d e t a l l a d a m e n t e e n M o n e y : W h e n c e it Ca rn e, W h e re it W e n t (Boston, Hough ton Mifflin, 1975), op. cit., págs. 21 y ss.
114
JOHN KENNETH GALBRAITH
existe. Sin excepción conocida, los ingeniosos instrumentos monetarios y financieros o son inocuos o constituyen fraudes al público y, frecuentemente, a sus propios impulsores. Proudhon no fue el p rim ero en d ep o sit ar su fe en la m agia m oneta ria , pero no deja de ser uno de los primeros apologistas de una duradera tradición.
El rasgo más prominente del discurso económico norteamericano en los años posteriores a Ricardo y a Malthus —de hecho, durante casi med io siglo— fue su au sen cia en cualq uier sentido form al. En efecto, como se explicará más adelante, predominó la creencia de que la economía era una materia en la cual nadie necesitaba orientación superior, algo sobre lo que todos tenían un derecho natural a la libertad de expresión. Se trataba, y así ha ocurrido siempre, de un producto de las circunstancias, pues para que tenga lugar un debate académico sobre cuestiones económicas, es preciso que exista un problema económico, y más en particular, una p en u ria o escasez recurrente . Hasta la Guerra de Secesión, e incluso después de ella, lo que distinguió a la realidad norteamericana fue una espaciosa abundancia, una perspectiva de ingresos y oportunidades para agricultores y obreros, no menos que para comerciantes y capitalistas, inconcebibles en Inglaterra o en el continente europeo. Como el trabajador podía en cualquier momento expresar su insatisfacción con sólo marcharse a la frontera, no había mayor base para una teoría de salarios. Pudiendo los agricultores poseer sus propias tierras y labrarlas, no había necesidad de una teoría de la renta de la tierra. Y sin determinar esos costes, no era posible elaborar una teoría de los precios. Prevalecía la misma situación excepcional —con re specto al pro ble m a ec on óm ico bás ico del valo r y de la dis trib uc ión — que la esclavitud h ab ía brindad o a los griegos. Es posible que la economía política no haya sido por entero una ciencia lúgubre, tal como se afirmaba el siglo pasado, pero desde luego no puede florecer en medio de oportunidades de expansión y optimismo generalizado. Pero no hay que exagerar al respecto, pues hasta las oportunidades y el optimismo en el ámbito económico se prestan en alguna medida a la creación literaria. A esto se dedicó a principios y mediados del siglo XIX Henry Charles Carey (17931879), de Fila delfia, editor de profesión, hijo de un inmigrante irlandés católi-
HISTORIA DE LA ECONOMIA
115
co. Una de sus desdichas fue haberse convertido en un escritor excesivamente prolífico. En economía es mucho más fácil ganarse una buena reputación con un solo gran libro, como, por ejemplo. La riqueza de las naciones, de Smith o los Principios, de Ricardo, es decir, un único volumen que los estudiosos lean de verdad. En su obra temprana. Carey muestra la fuerte influencia que sobre él ejercían Ricardo y el pensamiento clásico británico. Pero cuando trató de aplicar esa doctrina al ámbito americano, llegó a concebir ciertas dudas, y comprensiblemente, a proclamarlas. Ricardo había visto cómo el incremento de la población y la limitación de las tierras cultivables iban forzando a los trabajadores a un rendimiento marginal cada vez menor, que luego se convertía en el salario universal. Carey, en cambio, veía que ese mismo proceso porporcionaba a los trabajadores remuneraciones cada vez más elevadas, a medida que se trasladaban a empleos más productivos. En el Nuevo Mundo, algo que Ricardo ignoraba, la colonización se había iniciado en las tierras altas de las colinas, en las cuales los bosques eran menos densos y persistentes, y a las cuales los colonos, habiendo observado la tendencia a instalar allí la residencia feudal en Europa, pueden haber atribuido el máximo de valor, protección y prestigio. Luego, los pioneros se instalaron pro gre siv am ente en los valles m ás fé rtiles y pro ductivos, con lo cual fueron obteniendo, en lugar de un menor rendimiento, resultados cada vez más favorables. En esta forma, se desplazaron de las tierras más pobres a las más fértiles y por último a las de óptima calidad. Lo mismo sucedió cuando la atención de los agricultores se proyectó hacia la frontera, con sus grandes recursos inexplotados. Así como esta tendencia refutó las tesis de Ricardo, destruyó también las de Malthus. En efecto, se trataba de una po blación cre ciente que se rep artía u n a pro vis ió n de alim ento s, no inmutable, sino en rápido aumento. Henry Carey no desechaba la (losibilidad de que en un futuro distante pudiera llegar a haber demasiada población, y hasta llegó a utilizar la frase de «sitio en el que sólo se cabía de pie». Pero no le faltaba razón para creer t)ue ese mal no se presentaría por el momento. Dios había dicho: <'Oeced y multiplicaos.» Y valía más quedarse con las palabras de Dios que con las de Malthus: «No crezcáis y no os multipli ' • 10 10
M e n r y C h a r l e s C a r e y , c i t a d o e n C r a y , op. cit., pág. 254.
116
JOHN KENNETH GALBRAITH
Carey, según se ha observado, incurrió, como su compatriota Friedrich List, en una nueva concesión a las circunstancias. Luego de haber empezado por proclamar las virtudes del libre cambio, mudó de opinión y se puso a preconizar las del proteccionismo. Y en una segunda etapa, coincidiendo con List, defendió un equili brio en tre la in d u stria y la agric ultura. Tam bién le im presio nó es pecia lm ente el ahorro de coste s que rep resen tab a la cercanía de los centros industriales a los de consumo, evitando los gastos de transporte desde Gran Bretaña. El problema del proteccionismo es cómo armonizar su respeta bilid ad in tele ctu al con el argum ento poderosam ente lógico y a p a sionantemente teológico del libre cambio. En este esfuerzo, que se prolo ng aría la rg am ente en los E sta dos Unidos, H enry Carey fu e un precursor indiscutido. Con el transcurso del siglo XIX la frontera fue desapareciendo, y cuando los agricultores norteamericanos, en particular, empezaron a sentir las adversidades implícitas en el sistema, los debates económicos fueron creciendo y extendiéndose en los Estados Unidos. Reviviendo a Ricardo, Henry George, ya mencionado en esta obra, observó la presión sobre la oferta de tierras por parte de las pobla cio nes ru rale s y u rb a n as y el alz a consig uie nte del valo r de la tierra. Vio en ello un incremento inmerecido que, como se explicará, representaba un tremendo mal social, un enriquecimiento fortuito del terrateniente que se atraviesa en el camino del progreso y un elemento que entra en grave conflicto con la justicia distributiva. Pero esto no quita validez a la vasta generalización consabida, que sigue todavía en pie: durante el siglo XIX no hubo un am bie nte pro pic io p ara el exam en sis tem ático de las cuestiones económicas en los Estados Unidos, sobre todo en las primeras décadas. Como luego veremos, se debatirían muy intensamente la banca, la moneda (en especial, los billetes de banco y la acuñación de la p la ta ) y los arancele s, pero eso s d ebate s tu vie ron lu gar entre los políticos y el público en genera l, pero no entre los sole m nes especialistas en la materia. Cabe repetir que el debate económico requiere que haya un serio problema económico.
IX.
LA GRAN TRADICIÓN CLÁSICA [2] LA CORRIENTE PRINCIPAL
El centro de atención de la ciencia económica durante el siglo pasado, vir tu alm ente en to do el m undo, fu e lo que se consid eraba —y h a sta cierto punto se sig ue considerando to d a v ía — como el prin cip al conjunto de proble m as de la disciplina, a saber, la dete^j minación de los precios, salarios, intereses y beneficios. También se prestó mucha atención a la naturaleza en aquellos tiempos del dinero y al papel de la banca. El primero dejó de ser simplemente una mercancía —bajo la forma de oro, plata y cobre—, cuyas características la hacían particularmente apta para desempeñar una función intermediaria en el intercambio de bienes. En efecto, al estar depositado en bancos, y emitirse billetes que certificaban de pósitos, tale s bille te s y depósit os em pezaron a transferirse como medios de pago y el dinero pasó a adquirir una señalada personalidad propia. Además, como se explicará en el capítulo siguiente, se lúe desarrollando la defensa social y moral del sistema capitalista.
La explicación de los precios, o del valor, y de los ingresos corres pondie nte s, siguió u n a te ndencia únic a y dom inante en aquel período. Esa tendencia pasaba de un énfasis prioritario en el vendedor, a un énfasis prioritario en el comprador; de un énfasis prioritario en el coste, a un énfasis prioritario en la utilidad del consumidor; de una atención principal puesta en la oferta, a una atención principal dirigida a la demanda. Y después, al finalizar el siglo XIX, hay un reflujo del énfasis, que vuelve a encarar preferentemente la oferta, sobre todo en la obra del gran economista y sintetizador de ideas previas, profesor de la Universidad de Cam bridge, Alfred M arshall (18421924). Con Marshall, el examen del valor y la distribución, del precio
118
JOHN KENNETH GALBRAITH
y de quién recibe los beneficios, traspasa los umbrales de nuestra época. Mi generación, cuando estudiaba economía, leyó los Princi pios de Marshall, un abultado libro de texto que tuvo ocho ediciones. Cuando pasamos por Cambridge, íbamos a visitar con grave deferencia a Mary Marshall, la excelente colaboradora y luego longeva viuda del profesor. Pero ahora debo retornar a tiempos anteriores. Según se recordará, Ricardo había anclado firmemente en el coste el valor o precio de cualquier bien reproducible;^ el coste, a su vez, era el del trabajo incorporado al producto bajo las circunstancias menos satisfactorias posibles de producción. Y el precio del trabajo era el coste de manutención del trabajador. Los salarios de la mano de obra, dado el impulso procreador desenfrenado de las masas, hallaban su equilibrio en el nivel suficiente para conservar la vida; el excedente se acumulaba como renta del terrateniente, o bien, en forma considerablemente menos específica, como beneficio para el produ ctor o capita lis ta . Y por últim o, no existía nin guna alte rnativa aceptable. Puede repetirse la enérgica sentencia pronunciada por Ricardo: «Como todos los demás contratos, los salarios deben de jarse a la libre y equitativa com pete ncia del mercado, y nunca de bería n ser objeto de intervenciones legislativas.»^ Éste fue el punto de partida para el ulterior desarrollo de las ideas relativas al precio y a la distribución de los ingresos. La primera etapa en este proceso fue un esfuerzo destinado a perfeccio nar y refin ar los elemento s del coste. El hecho de que los ingresos del terrateniente bajo la forma de renta fuesen un residuo procedente del precio, devengado en proporción a la calidad de la tierra, y en tiempos modernos, sobre todo, a la ubicación de la propiedad, no preocupó a nadie. En grado muy considerable, esta concepción de la renta de la tierra sobrevive en nuestros días como una explicación del valor de los bienes inmuebles y del rendimiento de los mismos. Era mucho más serio el problema que implicaba la remuneración del capital y del trabajo. En una economía de Robinsones, es decir, no de un solo Crusoe, sino de varios, que vivieran cerca de 1. E xistía, segú n se ha observad o, una excepción ricardiana en el caso de cualquier artículo único y «no reproducible», como, por ejemplo, un cuad ro de Leonardo o de Rem brandt, o una gema que no pudiera ser superada por ningún hallazgo posterior de la minería. 2. Da vid Rica rdo, O n t h e P r i n c ip i e s o f P o l it ic a l E c o n o m y a n d T a x a t io n , en T h e W o r k s a n d C o r r e s p o n d e n c e o f D a v id R i c ar d o, edición a cargo de Fiero Sraffa (Cambridge, Inglaterra, Cambridge University Press, 1951), op. cit., vol. I, pág. 105.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
119
la playa, una teoría del valor basada en el trabajo estaría lejos de ser irrelevante. Los pí^oductos se intercambiarían, aproximadamente, en función del tiempo y esfuerzo invertidos en su cultivo o manufactura, o en su recuperación del mar, por más que aun en este aspecto la cuestión se complicara a causa de la diversidad de ha bilid ades, excepcionales o corriente s, de cada in div id uo. A m edid a que se inventaran y utilizaran máquinas y otros instrumentos, no cabría prácticamente duda alguna de que debería remunerarse a quienes suministran esos medios de mayor productividad. Tal vez podría argum entarse —co mo en efecto lo hizo R ic ard o— que el pago de la s m áqu inas y de la s fábricas en que aquéllas se insta la ban era m era m ente la re m uneración aplazad a del trabajo in vertido en su construcción, es decir, del trabajo incorporado. Pero hasta en economía política hay límites al alcance imaginativo del pensamiento subjetivo. Saltaba a la vista, en efecto, que el propietario de los bienes de capital también era remunerado, y no sólo eso, sino que los ingresos correspondientes, en concepto de intereses y beneficios, eran frecuente m ente m uy superiores a sus ante riores inversiones en salarios; en este aspecto, saltaba a la vista que el exceso en cuestión tenía algo que ver con las exigencias, la contri bució n o el poder del dueño del capital. La primera solución del problema fue proporcionada por uno de los primeros profesores de economía política, Nassau William Sénior (17901864), y a pesar de su extremada improbabilidad, se mantuvo intacta durante medio siglo. Según este autor, además del coste del trabajo incorporado al bien de capital, debía computarse también el precio que debía pagarse en concepto de intereses o beneficios para persuadir a los agentes económicos, incluido el capitalista, de que se abstuvieran del consumo corriente. En efecto, es esa abstinencia la que genera el poder adquisitivo necesario p ara com pra r fá bricas, m aquinaria, equipos, o la s m erc ancía s en elaboración o almacenadas para la venta en cualquier operación importante de manufactura o intercambio. No era cosa trivial la que merecía tal compensación. «Abstenernos del goce que tenemos a nuestro alcance, proponernos resultados distantes en vez de inmediatos, son actitudes que se cuentan entre los esfuerzos más penosos que puede ejecutar la voluntad hum ana.» ^ 3. N a s s a u W i l li a m S é n i o r , P o l i t i c a l E c o n o m y , o b r a c i t a d a e n A l e x a n d e r C r a y , The D e v e lo p m e n t o f E c o n o m ic D o c tr in e (L o n d r e s , L o n g m a n s , G r e e n , 1 9 48 ), op. cit., pág. 276.
120
JOHN KENNETH GALBRAITH
Así se formuló la teoría del interés o, en general, del rendimiento del capital basada en la abstinencia. El coste de inducir la abstinencia del consumo, sumado al coste de la mano de obra, totalizaba el coste de producción de un bien. De modo que este coste de producción venía a ser el nivel de equilibrio al que normalmente tenderían los precios. Si los precios subían, el incremento de la producción los reduciría hasta el nivel del coste determinado de esa forma. Ocurriría lo contrario si los precios estuvieran p o r debajo del co ste. Evidentemente, esta explicación de los precios y del rendimiento del capital es muy poco probable. Es indudable que hay quienes a ho rra n —es decir, se abstien en de co nsu m ir— pa ra obtener intereses. Pero la abstinencia no era precisamente una de las características observables en el nivel de vida ni en los hábitos adquisitivos de los grandes capitalistas, que suministraban el capital y obtenían los beneficios de estas operaciones, como tampoco en los estilos de consumo de sus banqueros y financieros. Especialmente en los Estados Unidos. Cornelius Vanderbilt, Jay Gould, Jim Fiske —hasta el primer Rockefeller, aunque más sobrio—, no fueron en modo alguno personajes parcos en el consumo. Y a medida que el siglo iba acercándose a su fin, la abstinencia no caracterizaba en absoluto el estilo de vida en Newport, Rhode Island. Por otra parte, tampoco prevalecía en la Inglaterra de los nuevos ricos de la industria; también allí predominaban excesos de prodigalidad a menudo ostentosos. En vista de la realidad, fue cayendo en desuso el empleo de la palabra abstinencia para explicar los ingresos del capitalista,"^ y la teoría se desplomó bajo el peso de su extrema improbabilidad. La verdad es que a lo largo de todo el siglo XIX no llegó a presen ta rse nin guna ju stificació n acepta ble del re ndim ie nto del ca pital, y en esa fo rm a se le abrió obvia m ente el paso a Karl Marx. Hubo que esperar a nuestro siglo para una explicación satisfactoria. El beneficio, diferenciado ahora del interés, vino a ser considerado, no sin alguna razón, como recompensa por la innovación y por el riesgo asumido.^ Y el interés vino a convertirse en el pago de equilibrio de quienes poseían recursos mayores de lo que nece 4 . C o m o s u c e d i ó p o s t e r i o r m e n t e c on e l s u c e d á n e o s e m á n t i c o d e A l f re d M a r s h a l l . E s te a u t o r c o n v i r t ió e l i n t e r é s e n e l p r e m i o d e l a e s p e r a , n e c e s a r i a p a r a t r o c a r u n g o c e a c t u a l menor por uno mayor en el futuro. 5 . V é a s e F r a n k H . K n i g h t , R is k , U n ce rta in ty a n d P ro fi t ( B o s t o n , H o u g h t o n M i lf li n 1921).
HISTORIA DE LA ECONOMÍA
121
sitaban o que podían utilizar en forma productiva a aquellos que tomaban dinero prestado porque tenían menos del que necesita ban o podían emplear productivamente. La ausencia de una teoría persuasiva del rendimiento del capital y de los capitalistas fue durante todo el siglo pasado un flanco vulnerable en la gran tradición clásica. Sin embargo, a medida que fue transcurriendo el siglo XIX llegó a subsanarse otro defecto más antiguo. La atención se desplazó del coste y la oferta como determinantes del precio, al deseo y la demanda como determinantes, no sólo del precio, sino también de lo que ahora se denomina factores de producción. Esta evolución provino de los esfuerzos por resolver el viejo y al parecer insoluble problema de averigar por qué los objetos más útiles, como el agua, son tan baratos o incluso gratuitos. La respuesta más antigua a esta cuesión, como se recordará, fue la distinción entre valor de uso y valor de cambio. Esta distinción era arbitraria y superficial, e ignoraba de manera harto obvia la infinidad de matices que caben entre ambas categorías. La vestimenta, por lo menos en climas fríos, tiene un evidente valor de uso. Pero en ciertas ocasiones su función protectora no es tan importante como la decorativa, como en el caso de las joyas. El alimento es necesario y nutritivo, pero también puede ser raro y exótico; una casa es indispensable como refugio, pero por su situación, arquitectura e historia puede ser única, y en tal caso, de lujo. Consiguientemente, la manera de eludir la cuestión no resuelta, planteada por Smith, del valor del uso y el valor de cambio, llegó a representar una de las principales preocupaciones de los economistas durante la segunda mitad del siglo pasado. En 1831, Auguste Walras (18011866), padre de otra figura notable de la historia del pensamiento económico, Léon Walras, había intentado resolver el problema.^ Al coste, que era elemento acep-
122
JOHN KENNETH GALBRAITH
Otros autores lidiaron con la cuestión de modo parecido, pero sin grandes progresos, hasta que en 1871 tuvo lugar la gran revelación. Ese año, William Stanley Jevons (18351882) en Inglaterra y Karl Mengel (18401921) en Austria, seguidos pocos años des pués p or John Bates Clark (18471938) en los E sta dos Unido s, profesores, respectivamente, de las universidades de Manchester y Londres, Viena y Columbia (iba entonces alboreando la era del profesor), reconocieron lo que los libros de texto de economía todavía siguen celebrando, a saber, el papel de la utilidad marginal, en vez de la general (aunque no todos utilizaran esa denominación). No debe en m odo alg uno suponers e que la utilidad m arg in al sea un concepto difícil. Lo que le da valor a un producto (o servicio) no es la satisfacción total proporcionada por su posesión y uso, sino la satisfac ción y el goce —la ut ilid ad — proc eden te de la última y menos deseada adición al consumo de un individuo dado. En efecto, el último bocado disponible de alimento en una familia tiene un valor muy grande y puede adquirir un precio considera ble , m ien tras que en u n a situ ación de abund ancia no vale n a d a y se tira a la basura. En circunstancias ordinarias, el agua, al revés que los diamantes, es muy abundante, y la última taza o el último litro tiene muy poca o ninguna utilidad; y su falta total de valor de cambio determina el valor de todo el resto. En cambio, en alta mar, a las órdenes del viejo marinero o del capitán Blight, dada la indudable escasez de agua potable, sería difícil imaginar el valor de cambio que habría alcanzado un taza de agua suplementaria, po r lo m enos h a s ta la próxim a lluv ia. Y de ahí se deduce la pro posic ió n que m illo nes de estud iantes han aprendido desde en ton ces: en idénticas circunstancias, la utilidad de cualquier bien o servicio disminuye en proporción directa con su disponibilidad, y es la utilidad de la porción final y menos deseada —o sea, la utilida d de la unid ad m arg ina l— la que determina el valor de las un idades restantes.
Había algo maravillosamente claro y lógico en el concepto de utilidad marginal; durante un tiempo pareció que iba a resolver íntegramente el problema del valor o precio. El precio era aquello que el consumidor pagaría por el último o menos deseado incremento. Los precios se establecerían a ese nivel. Cuando nadie quisiera más agua, en época de lluvias, su precio se fijaría efectivamente en cero.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
123
no sucedería lo mismo en el desierto. Y en tales circunstan l ias, ¿quién podría afirm ar qu e el coste de la prod ucción tenía re almente algo que ver con el asunto? En rigor, el carácter marginal de la utilidad sólo representó el prim er paso hacia ur^a form ula ció n fin al y m ás elaborada. Los in crementos marginales no sólo influían en la utilidad y en la demanda, sino también en la oferta. Las mercancías se producen a diferentes niveles de costos, cosa que ya Ricardo había señalado acerca de la producción agrícola. A medida que ésta crece, va abarcando tierras más pobres, y a raíz de ello va aumentando el contenido de mano de obra o costo unitario de producción. Pero ocurre que en la manufactura se presenta una situación análoga. Diferentes empresas, de distintas situaciones, o dotadas de eficacias desiguales, elaboran un mismo producto a diferentes costes. Del mismo modo, una empresa dada incurre en mayores costes a medida que trata de aumentar la producción obtenida con sus equi pam ie nto s y su pers onal. Por lo ta n to , lo m is m o en la in dustr ia que en la agricultura rige una ley omnipotente y omnipresente de rendimientos decrecientes, o sea, de costes crecientes. Y así como el papel decisivo lo desempeña la utilidad marginal, lo mismo sucede con los costes marginales. Específicamente, del decrecimiento de la utilidad marginal de los compradores proviene la reducción de la disposición a pagar. Así se originó la inflexible curva descendente de demanda, pues son necesarios precios cada vez menores para vaciar mercados con suministros cada vez mayores. Y de la elevación de los costes marginales de los productores, así como de los más elevados costes de los productores menos eficientes, provienen los costes cada vez mayores de los suministros adicionales. Cuanto más se exige, más debe pagarse. Esto origina a su vez la curva creciente de la oferta, es decir, los precios cada vez más elevados requeridos para com pensar los costes m arg in ale s in currid os al atra er al m erc ado m ayor cantidad de productos. Y en el punto de intersección de ambas curvas se encuentra el logro supremo, a saber, el precio. Se trata del precio necesario para inducir la oferta, y está en equilibrio con el precio determinado por la necesidad de mínima urgencia. A renglón seguido hizo su aparición el más celebrado de los lugares comunes de la economía, que aún hoy rara vez está ausente durante más de una semana entera de las conversaciones cotidianas, pues su invocación permite eludir muchas responsabiIV t
o
124
JOHN KENNETH GALBRAITH
lidades; «Después de todo, es la ley de la oferta y la demanda.» Los precios, al trasladar su base del coste de producción al de la oferta y la demanda, quedan en un equilibrio en perpetuo movimiento entre las dos. Fue este equilibrio el que establecieron a fines del siglo XIX las enseñanzas de Marshall y el que sigue inculcándose en la instrucción escolar convencional hasta la fecha.
Obvio es decir que en el prístino mundo clásico ningún trabajador tenía el poder de fijar su propio salario. Tampoco había sindicatos que se encargaran de ello. Y dejando a un lado el caso reconocidamente excepcional del monopolio, ningún empresario capitalista fijaba sus propios precios ni el rendimiento de sus inversiones. Unos y otros provenían también autónomamente del mercado. He aquí la magia de la marginalidad. Suponiendo la homogeneidad de la fuerza del trabajo y omitiendo las diferencias de ha bil id ad y diligenci a, como ocurr ía entr e la s m asas in cult as de las fábricas, el salario era fijado por el valor de la contribución del último trabajador disponible a la producción y los rendimientos. Si algún otro trabajador reclamaba más, quedaba en el acto sin empleo. De este modo, nadie podía pedir una remuneración superior a su contribución marginal a la empresa. Y tomados individualmente, uno a uno, todos los trabajadores podían intercambiarse con el trabajador marginal. Los excesos en materia de procreación podían incrementar la oferta de trabajadores y disminuir el rendimiento marginal, que de este modo era susceptible de caer a niveles de subsistencia. Pero la remuneración fijada por el equili brio podía ser m ás gen erosa : si la m ano de obra no era m uy abundante, las curvas de la oferta y la demanda de trabajo tendrían su intersección en un nivel superior al de subsistencia. A su vez, el interés del capitalista se explicaba en forma similar: quedaba establecido por la última y menos rentable unidad de inversión. Dada su indiscutida movilidad, el capital iría a reducir todo rendimiento a este nivel, condicionado siempre a una tolerancia importante y generalmente incalculable destinada a com p en sar la s difere ncia s de riesgos. Tendría lu gar un equilib rio entre el rendimiento marginal del capital y el incentivo necesario para atraer al ahorrador individual. Una vez más, la oferta y la demanda. (Y al mismo tiempo, se separaba del interés el beneficio, que compensaba el riesgo y premiaba al empresario arriesgado, vahen
HISTORIA DE LA ECONOMIA
125
te e innovador.) Así como la magia de la marginalidad había resuelto el problema de los precios y salarios, ahora rescataba el tipo de interés de sus precedentes previamente improbables.
Pero la aportacióp fue mayor, mucho mayor, en materia de refinamiento técnico. Y también apareció entonces, y fue explícitamente reconocida, una excepción importante en el sistema, a saber, el monopolio. El monopolista aumentaba la producción, no hasta el punto en que un precio de m ercado determ in ado im personalm ente cubría el coste marginal, sino hasta un nivel en el cual, gracias a la reducción de sus precios en general, su ingreso marginal en acelerado descenso cubría apenas el coste marginal.^ En ese punto era donde se maximizaba el beneficio. Nadie podía afirmar que en esta forma se fijaran de modo socialmente óptimo la producción y el precio. El nivel de producción era teóricamente inferior al de equilibrio. El precio era más elevado. Por ello, aunque todo el mundo estaba de acuerdo en que el sistema, en general, era benigno, el monopolio desde luego no lo era. Así fue cómo el mono polio se constitu yó en la únic a falla dentr o de un sis te m a que por lo demás parecía admirable y hasta perfecto.
En nuestros propios tiempos, como se destacará más adelante, la prin cipal preocupació n de toda política oficial no es la producció n de bienes, sino la provisión de empleos para todos aquellos que de sea n p rodu cirlos . Pero si bien no 4^^1tan pr od uc tos, en cam bio los puestos de trabajo escasean lamentablemente. Para Ricardo y p ara sus sucesores in m edia to s, el desem ple o no consti tuía un pro blem a; en efecto, los trabajadores sie m pre reducirían sus pro pio s salarios, en la proporción suficiente como para hacer rentable su empleo. Pero no ocurrió así, necesariamente, cuando pasaron los años y cambió la situación. A fines del siglo XIX, en Gran Bretaña los sindicatos eran ya un elemento permanente del escenario industrial. Mediante su acción, el coste marginal de la mano de obra se elevó y, de este modo, se redujo el número de quienes eran em 7 . E n u n a f o r m u l a c i ó n p o s t e r i o r y m á s t é c n i c a , c a d a v e n t a a d i c i o n a l v i e n e a re d u c i r rl precio, y consiguiéntemente, el ingreso procedente de todas las ven tas. A raíz de ello, la curva de ingreso marginal del monopolista siempre está por debaj o de la curva de la drinamla
126
JOHN KENNETH GALBRAITH
pic p ic a d o s O po p o d í a n se rlo rl o a u n re n d im ie n to q u e c u b r ie r a s u s a lari la rio o. Los sindicatos podían ser así causa del desempleo de sus propios afiliados. Y desde entonces, en forma ocasional, hubo desempleo. En esta situación se originó otra idea que habría de perdurar, y que no ha muerto aún. Los sindicatos llegarían finalmente a ser aceptados dentro del sistema clásico, pero su relación con éste sería incómoda. Desde luego, los sindicatos poseen un poder de mono po p o lio li o q u e s u s t r a e a los lo s s a la r io s d e la lib li b re e in te lig li g e n te o p e r a c ió n del mercado. Y es también una causa de desempleo, pues premia a los que ocupan empleos, a expensas de quienes se encuentran más allá del margen. Durante las décadas siguientes hubo especialistas en economía laboral que prestaron su simpatía y apoyo a los sindicatos, pero que fueron objeto de cierta sospecha por parte de sus colegas clásicos, para quienes los sindicatos, como cualquier otra institución pública o privada fijadora de precios, eran un ejemplo más del fallo que representaba el monopolio en el seno de un sistema por lo demás perfecto, o en todo caso perfectible.
Durante las primera décadas del siglo XX, si bien subsistieron lagunas, especialmente en la teoría de los beneficios, quedaron sentados los elementos esenciales del sistema clásico —o si se prefiere neo clásico — de Alfred Alfred M arshall. Si bien ya antes h ab ía recibido ese nombre, ahora lo merecía verdaderamente. Durante los años siguientes tendrían lugar, junto con los refinamientos técnicos aludidos, algunas modificaciones significativas, especialmente en lo que se refiere al monopolio y la competencia. Pero en lo que llegó a llamarse la microeconomía, disciplina que descendía directamente del sistema clásico, era mucho más lo que seguiría que lo modificado.
X.
LA GRA N TRA DIC IÓN CLASICA [3] LA DEFENS DEFENSA A
LA FE
Toda historia de la tradición clásica de la economía, una vez (ixaminadas las ideas fundamentales, debe explicar la forma en que ' éstas fueron fuero n defend d efendidas. idas. Es cierto cierto q ue en la exposición del siste ma en sí ya va implícita una defensa, pues la teoría económica combina la interpretación con la justificación. Pero hay también una defensa explícita, y en este capítulo hemos de referirnos tanto b las la s m a n ife if e s tac ta c io n e s d el p r im e r tip ti p o co com m o a las la s d el s eg eguu n d o . En las obras académicas sobre la historia del pensamiento económico no existe una tradición literaria dedicada por separado a la defensa del sistema. No obstante, ella ha revestido tremenda importancia, habiendo sido a la vez refugio y ocupación de cabezas de alto nivel intelectual, como todavía ocurre en la actualidad. Y entre los factores que lo estim ularo n no fue el el m eno enorr la apro ba ción ción —y —y retribu ció n— que les les otorga oto rgaba ba n y sigue siguenn otorgan do quieq uienes se beneficiaron, y aún se benefician, de lo defendido. Alfred Marshall observó que un economista nada debe temer más que el aplauso, pero éste es un temor que a través de los tiempos muchos académicos y economistas han llegado a superar con singular facilidad. En un importante aspecto, como se ha observado suficientemente, la tradición clásica no ha querido protección. Los bienes eran producidos con tal virtuosidad en el sistema por ella descrito y preconizado, que el éxito productivo se consideraba, hasta cierto punto, como un lugar común de la economía. Tradicionalmente, la economía se hallaba siempre en equilibrio con toda la mano de obra empleada, salvo la única y persistente excepción que introducían los sindicatos, al reclamar salarios superiores al valor del produc-
128
JOHN KENNETH GALBRAITH
to marginal. Y a la vez, tanto el capital como los ahorros que pro p o r c i o n a b a n c a p i t a l f u e r o n u ti liz li z a d o s y r e tr i b u id o s e n f o r m a s im ilar. Había por tanto una tendencia hacia el uso óptimo del trabajo y del capital, dentro de las condiciones permitidas por el estado del arte industrial. Luego, mediante el beneficio del empresario se introdujo una recompensa apropiada, y hasta generosa, para promover el perfeccionamiento de dicho arte. Quizá precisamente por p a r e c e r u n c la r o lu g a r c o m ú n , los lo s c ríti rí ticc o s del de l s is te m a c a p i ta l is ta han solido menospreciar con pertinacia el apoyo que el sistema ha recibido de sus propias realizaciones productivas.^ No obstante, había aspectos sumamente vulnerables y fallas que exigían una defensa específica, necesidad cada vez más evidente a medida que fue transcurriendo el siglo XIX.
Entre los problemas visibles sobresalía, en primer lugar, la aterradora diferencia entre los salarios y el consiguiente nivel de vida de los trabajadores por una parte, y los ingresos y la forma de vivir de los patronos o capitalistas por otra. Ya hemos visto que en los primeros años de la Revolución industrial los hombres y mujeres que acudían a las ciudades industriales y a las fábricas de Inglaterra y del sur de Escocia tenían virtualmente la certeza de que su existencia mejoraría. Las aldeas y las industrias caseras que habían abandonado poseían lasA/entajas del encanto vecinal, los p a i s a j e s r u r a le s , la v e g e ta c ió n i n t a c t a y el a ir e fr e s c o p o r to d a s p a r t e s , e s d e c ir , u n c o n j u n t a d e c i r c u n s t a n c i a s q u e c a s i c o n s e g u ridad resultaron más atractivas para los comentadores futuros que para los participantes de la época. (Así ha ocurrido, por otra p a r t e , c o n f r e c u e n c ia . E n g e n e ra l, n o se c o m p a d e c e m u c h o a q u ie nes sufren grandes privaciones mientras desarrollan sus tareas al aire libre, en campo abierto, como ha sucedido hasta hace poco tiempo con los pobres y en particular con los negros en el sur de los Estados Lfnidos.) Pero andando el tiempo, el contraste entre su anterior estilo de vida y la existencia más favorable que había impulsado hacia las fábricas a las generaciones precedentes fue atenuándose en el recuerdo y, simultáneamente, fueron disminuyendo sus efectos. A raíz de ello, se empezó a prestar mayor aten 1. N o a s í M a r x , q u i e n , p o r e l c o n t r a r i o , lo lo a f ir ir m ó , c o m o s e r e l a t a r á e n el el p r ó x i m o capítulo.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
129
>lón a la enorme diferencia en materia de bienestar entre quienes .iportaban su trabajo y quienes suministraban el capital industrial \ ejercían la autoridad. Ahora la comparación relevante no se es i.iblecía con lo que los trabajadores tenían antaño, sino con lo que i'i) el presente estaban recibiendo los demásT^^ A renglón seguido venía la desigual distribución\^e poder propió ilel sistema. El trabajador, ya fuera adulto o niño, estaba some iido a la disciplina que imponía la dependencia del empleo, condición indispensable, si no para la próxima comida, desde luego pa p a r a las la s n e c e sid si d a d e s b á s ic a s d e la s u p e r v iv e n c ia d u r a n t e el m e s siguiente. Los medios para satisfacer esas necesidades podía negarlos el patronocapitalista cuando le pareciera bien, y llegado el t aso así lo hacía. De modo que la consecuente referencia a la esclav itud —«los «los esclavos esclavos del sala rio» — no era u n a hipérbole. La tradición clásica no fue completamente muda respecto de esta sombría realidad. Adam Smith, según se recordará, observó que, mientras que no existían leyes contra las asociaciones de mercaderes o patronos para ejercer su fuerza colectiva, en cambio no había tal tolerancia para las organizaciones de los trabajadores. Jolin Stuart Mili, por su parte, formuló una enérgica advertencia «cerca de la relativa impotencia de los trabajadores, cuestión que pr p r o n t o s a l d r í a a re luc lu c ir. ir . P ero er o en g e n e ra l, la t r a d ic i ó n c lá sic si c a fue fu e reticente en lo referente al poder, es decir, la capacidad de algunos agentes del sistema económico para dominar o para conseguir de otro modo la obediencia de los demás, y el placer, prestigio y lucro que ello implica. Esta reticencia persiste todavía. La búsqueda del poder y de sus gratificaciones, tanto pecuniarias como psí íjnicas, sigue constituyendo el gran agujero negro en la línea de Investigación principal de la economía. Finalmente, a medida que iba transcurriendo el siglo XIX, y tnn mayor frecuencia durante las primeras décadas del siglo XX
130
lOIlN KI.NNI III (¡AI.MRAIl'II
minación de los precios y salarios, y con la teoría central del valor y de la distribución, teorías que colocan los precios y las remuneraciones en el margen, lo cual viene a significar que todos los productos se venden y que todos los trabajadores están empleados, hasta el margen. Y también aquí se suscitaba un conflicto con la ley de Say. Las mercancías por vender se iban apilando; no unos po p o c o s a r t íc u lo s , s in o u n v a s to exce ex ceso so de o f e rta rt a , u n a s u p e r p r o d u c ción generalizada. Y para esta oferta existía una palpable escasez de demanda, una obvia e ineludible deficiencia de capacidad adquisitiva. Empero, la ley de Say era todo un pilar de la doctrina. La desigual distribución de la renta y del poder, y la incapacidad de la teoría clásica de asimilar las crisis o las depresiones, eran los defectos para los cuales se necesitaba una defensa, y ésta llegó a resultar de urgente necesidad, pues tales defectos provocaron los dos ataques más importantes que sufriría el sistema clásico. La desigual distribución de la renta (con la noción implícita de que el capitalista disfrutaba de una plusvalía que en realidad pertenecía al trabajador) y la desigual distribución del poder, incluido el que el capitalista poseía en el Estado, serían la fuente y la sustancia de la Revolución marxista. La adhesión a la ley de Say, y la consiguiente incapacidad del sistema clásico de lidiar con la Gran Depresión, serían las circunstancias conducentes a lo que, con cierta exageración, se denominaría la Revolución keynesiana. Pero no anticipemos la historia. Primero es necesario examinar cómo la pro p i a t r a d i c ió n c lá s ic a e n c a ró la d e s ig u a l d a d y el p o d e r op resi re siv vo.
Ya hemos observado la defensa inicial postulada para el bajo salario del trabajador en comparación con los ingresos del capitalista y el terrateniente: la culpa era del exceso procreador, del abandono con el que los trabajadores, las clases inferiores, como entonces se las llamaba, continuaban reproduciéndose hasta ponerse al margen de la subsistencia. Este razonamiento, considerado actualmente como una curiosidad histórica, por lo menos en los países desarrollados, sobrevivía a mediados del siglo XIX, y aun más tarde. En su obra Principies of Political Economy, publicada por p r im e r a vez ve z e n 1848, 1848 , J o h n S t u a r t Mili Mi li a t r i b u í a c o n to d a s e r ie d a d la pobreza del trabajador, por una parte, a una inmutable ley de rendimientos decrecientes para la mano de obra, a medida que iban incorporándose más operarios al aparato productivo, y por otra.
132
JOHN KENNETH GALBRAITH
La defensa formulada por los benthamitas y los utilitaristas identificaba la felicidad o utilidad con «aquella propiedad de cualquier objeto por la cual tiende a producir beneficio, ventajas, placer, bien o felicidad» o, que; en forma similar, «evita el daño, el dolor, el mal o la infelicidad».^ De ello se deducía que la maximi zación del placer o de la felicidad podía conseguirse, y en realidad se conseguía, con la maximización de la producción de bienes, que era, como ya se ha visto, la proeza irrefutable del nuevo industrialismo. Se deducía, asimismo, que toda acción económica o política, conjuntamente o por separado, debía evaluarse rigurosamente atendiendo al efecto agregado sobre dicha producción. Aquello que fomentaba la producción era útil o beneficioso, independientemente de que redundara o no en sufrirhientos incidentales para las minorías; la regla básica, que se reiteraría interminablemente, era la provisión de «la máxima felicidad para el máximo número». De mo do q ue la" infelicidad de las m inorías, por ag ud a que fuera, debía, en consecuencia, ser aceptada. Y como asunto de política p r á c ti c a , los lo s u t i l i t a r i s t a s , y lo s b e n t h a m it a s e n g e n e r a l, n u n c a d u daron, en primer lugar, de que el principal objetivo de la humanidad era la búsqueda de la felicidad por parte del individuo y de los bienes que conducían a ese fin, y en segundo lugar, que dicha b ú s q u e d a te n ía t a n t o m a y o r é x ito it o c u a n t o m e n o s fu e s e e s t o r b a d a p o r o r ie n t a c io n e s , in te r v e n c io n e s , r e s tr ic c io n e s o r e g u la c io n e s , y a fueran del gobierno o de otros agentes. Lo que había que hacer era p o n e r s e u n a c o r a z a p a r a n o s e r a f e c ta d o p o r la c o m p a s ió n h a c ia los pocos —o por cu alq uie r acción en su fa v or — con el el fin de no no menoscabar el máximo bienestar de los muchos. El utilitarismo no se reducía a esto, pero con lo dicho se resume el núcleo excepcionalmente duro de su defensa del sistema clásico y de sus penalidades.
La filosofía utilitarista tuvo su expresión más despiadadamente rigurosa en las obras de James Mili (17731836). De su hijo mayor, un hombre tan poderosa y prodigiosamente instruido como John Stuart Mili (18061873), provino su exposición escrita más mara 5. J c r e m y B e n t h a m , A n I n t r o d u c ti o n to th e P ri n c ip ie s o f M o rá is a n d L e g is la ti o n ( N u e v a Y o r k , H a f n e r P u b l i s h i n g , 1 9 48 48 ) , p ág á g . 2 . E s t a o b r a , p u b l i c a d a p o r p r i m e r a v e z e n 1 78 78 9, 9, y q u e e j e r c ió i ó s u m á x i m a i n f l u e n c i a d u r a n t e e l s i g lo lo s i g u i e n te te , d e s a r r o l l ó p l e n a m e n t e e l s i s tema benthamita.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
133
vinosamente articulada. Y también de John Stuart Mili, debe agregarse, proviene una de las más convincentes expresiones de duda en cuanto al incuestionable mérito del sistema clásico. Tanto padre corrio^hijo, según se ha dicho ya, estuvieron em [ileados durante gran parte de sus vidas al servicio de la Compañía Británica de las Indias Orientales. La Compañía, con sus funciones acumuladas en los aspectos gubernativo, militar y —con los m ayores privilegios— en la esfera com ercial, venía a co nstituir poco menos que la más perfecta negación imaginable de la adhesión utilitarista al individuo, al interés privado y al laissez faire. Esto no parece haberles ocasionado mayor preocupación al pad re ni al hijo, quizás en p arte p o rq ue ninguno de lo s dos llegó nunca a ver personalmente las actividades de la Compañía en la India. James Mili, autor de una obra clásica como La historia de la India británica, atacó enérgicamente las tendencias no utilitarias del sistema de clases, la estructura social y la religión hindúes.^ Como íntimo amigo de Bentham, James Mili sostuvo insistentemente que cada individuo es responsable de su propia salvación. Y si cada persona se esfuerza por conseguirla, se logrará la salvación de todos. Nadie podría afirmar que esta concepción es perfecta, pero según dicho autor se acercaba a ello tanto como era posib le en u n m undo im perf ecto . Una vez m ás —repitiendo una observación tan fam iliar que llega a resu ltar te d ios a— cabe referirse al eco moderno de esa tesis; «El sistema de la libre empresa tiene sus penalidades, pero éstas son el precio que pagamos por el progreso y por el bien general.» Como puede apreciarse, la defensa del sistema económico ni siquiera en nuestros días llega a suscitar argumentos novedosos.
Una de las principales contribuciones de John Stuart Mili a la historia de la disciplina que cultivó fue la que aportó como autor de lo que podría considerarse razonablemente como el primer libro de texto de economía política, verdadero jalón precursor en lo que 6. D e l m i s m o m o d o q u e c o n d e n ó la c a l i d a d l it e r a r i a d e l M a h a b h a r a ta ; a c t i t u d b a s t a n t e a u d a z , p u e s n o p o d í a l e e rl o e n e l o r i g in a l , y to d a v í a n o h a b í a s i d o t r a d u c i d o a l i n g lé s . ( P a r a e x c u s a r s u f a l t a d e c o n o c i m i e n t o p e r s o n a l d e l p a í s , d e s u s c o s t u m b r e s y l i te r a t u r a , a l e g ó q u e e n e sa f o r m a p o d í a ju z g a r l o c o n m a y o r a m p l i t u d d e m i r a s . ) V é a se m i ( d n t r o d u c t i o n t q t h e H i s t o r y o f B r i t i s h I n d i a » , e n A V ie w f r o m th e S ta n d s ( B o s t o n , Houghton Mifflin, 1986), págs. 189197.
134
JOHN KHNNHTH GALI3KAITH
se convertiría en una vasta, muy influyente y a veces remunerado ra tradición literaria. Su obra Principies of Political Economy fue efectivamente utilizada con ese fin, y su sobresaliente calidad literaria no ha tenido rival hasta ahora. Mili el Joven volvió a formular el sistema clásico en una versión más reflexiva y exacta que la de Smith y Ricardo, y se adhirió a la defensa del utilitarismo que habían asumido su padre y Jeremy Bentham. Pero se trataba de un hombre sensible y abierto a distintas influencias humanitarias, algo no visto con buenos ojos por algunos de sus contemporáneos. Entre ellos, se puede mencionar al pensamiento socialista de su época y a las opiniones de Harriet Taylor, née Harriet Hardy, quien se casó con él en 1851 y lo convenció, cosa extraordinaria en su época, de que las mujeres debían gozar del derecho de voto. En el pensamiento de John Stuart Mili desempeña un papel p rin cip al la in d u d ab le cap acid ad del sistem a ec onóm ico p a ra pro ducir bienes, conjuntamente con la pertinencia aparentemente incuestionada de la defensa utilitarista de dicha proeza. Desde luego, había quienes sufrían, a saber, quienes contribuían a la obra resultante sin verse recompensados con honores ni con remuneraciones, y a este respecto Mili se refugió en la suposición de que las cosas andarían mejor en el porvenir. A su entender, no podía esperarse que la división de la raza humana en dos clases hereditarias, patrones y empleados, hubiera de mantenerse permanentemente. Y en el pasaje probablemente más citado de todos sus escritos, afirma lo siguiente: De modo que si hay que elegir entre el comunismo, con todas sus oportunidades, y el estado presente de la sociedad, con todos sus padecimientos e injusticias; si la institución de la propiedad privada acarrea necesariamente la consecuencia de que el producto del trabajo deba ser distribuido como vemos que se hace en la actualidad, casi en proporción inversa a la cantidad de trabajo, o sea, las partes mayores a quienes nunca han trabajado, las siguientes a aquellos cuyo tabajo es casi nominal, y así, en escala descendente, con las remuneraciones disminuyendo a medida que el trabajo va resultando más duro y más d esagradable, hasta que el trabajo corporal más fatigoso y agotador no brinda siquiera la necesidad de poder hacer frente a las más elementales necesidades de la vida, entonces, si hay que elegir entre esto y el comunismo, todas las dificultades, grandes o
HISTORIA DE LA ECONOMIA
135
pequ eñas, del comunismo, no serían más que polvo en la balanza.^ Sin embargp,^/lill no era un revolucionario, y las bibliotecas no corrían ningún peligro al tener los Principios en sus estanterías. Creía, en efecto, que el sistema clásico era brutalmente injusto, pero que, como ya se ha observado, habría de mejorar. Hasta los capitalistas se volverían más bondadosos. Mili hizo suya una restrictiva teoría de los salarios, una curiosidad histórica llamada la teoría del fondo de salarios que sostenía que el capital proporcionaba un total fijo de ingresos para la remuneración de todos los trabajadores y que se producía una inevitable disminución de la cuota de cada uno al aumentar el número de quienes participa ban en la div isió n, pero la ab an do n ó en su s últ im os años. Su conclusión final fue que se establecería un equilibrio más benévolo f—el es tad o es tacio na rio de M ili— en el cua l todo s sob reviv irían con cierto bienestar y satisfacción. En esta forma, para resumir, John Stuart Mili anunció dramáticamente las penalidades que los utilitaristas aceptaban como condición necesaria para el progreso. Y a la vez, como lo harían luego muchos de sus sucesores, formuló un llamamiento a la paciencia y la esperanza para mejor sobrellevarlas. Es de suponer que este remedio, como el conocimiento de ser sacrificado por un bien mayor, nunca fue plenamente satisfactorio para los afectados.
Y sin embargo, más adelante llegaría a formularse otra defensa todavía menos atractiva, esta vez fuera de la corriente principal del pensamiento económico. Se trata de la contribución de una nueva disciplina, la sociología, cuyos orígenes se encuentran en un autor tan impresionante por su erudición y tan prolífico como Her b ert Spencer (182 01903). D urante el m edio siglo que d uró su in fluencia, aproximadamente a partir de 1850, resolvió maravillosamente el problema que planteaban los impotentes y los pobres, especialmente aquellos que no podían sobrevivir en las condiciones del empleo industrial y de las privaciones que lo acompañaban. Los pobres y los que no sobrevivían, en la concepción spence riana, eran los más débiles, y su eutanasia era la forma utilizada 7.
Mili, op. cit., libro 2, cap. I, sección 3. pág. 208.
136
JOHN KENNETH GALBRAITH
po r la natu raleza p ara m ejo rar la esp ecie. <(Me limito a llevar adelante las opiniones del señor Darwin en sus aplicaciones a la raza humana... Sólo aquellos que progresan bajo Qa presión impuesta p o r el sistem a] ... llegan fin alm ente a so bre viv ir... [É sto s] deben ser los seleccionados de su generación.»® Fue Herbert Spencer, no Darwin, quien legó al mundo la inmortal expresión «superviviencia de los más aptos». También prestó el servicio de haber insistido para que nada detuviera ni estor b a ra este benig no proceso. «En p arte extirpando a los de m ín im o desarrollo, y en parte sometiendo a quienes subsisten a la inexora ble discip lina de la experiencia, la natura le za asegura el crecim iento de una raza que es capaz a la vez de entender las condiciones de la existencia y de actuar sobre ellas. Es imposible suprimir en grado alguno esta disciplina.»^ Que el Estado no debería intervenir para enmendar el proceso de selección natural era, desde luego, cosa elemental e indiscutida; urt poco más difícil era decidir si debía serlo también la caridad privada. Ésta también nutría a los ineptos y contribuía a su supervivencia antisocial, pero, finalmente, Spencer la admitió. Su efecto sobre el progreso social era innegablemente adverso, pero p ro h ib irla h ab ría sig nific ado u n a re stric ció n in acepta ble a la libertad del eventual donante. No se puede dejar de ad m irar la am plitu d con que Spencer y el darwinismo social contribuyeron a la defensa del sistema. La desigualdad y las privaciones se volvieron socialmente benéficas; la mitigación de los sufrimientos respectivos se convirtieron en un factor nocivo en la sociedad; los afortunados y opulentos no podían tener mala conciencia en absoluto, pues eran los beneficiarios naturales de su propia excelencia, y la naturaleza los había escogido como parte de un progreso inevitable hacia un mundo mejor. Las doctrinas de Spencer constituyeron una fuerza de primer orden en su época, especialmente en Estados Unidos. En aquella república todavía joven era tan fácil como conveniente creer que quien no pudiera salir adelante era un ser peculiarmente indigno, un baldón para la raza, que podía con justicia ser sacrificado. Los 8 . H e r b e r t S p e n c e r , T h e S t u d y o f S o c io l o g y (Nueva York, D. Appleton, 1882), pág i n a 4 1 8. S p e n c e r o b s e r v a e n e s t a o b r a ' q u e s u s o p i n i o n e s e n l a m a t e r i a p r e c e d i e ro n h a s t a cierto punto las de Darwin. 9 . H e r b e r t S p e n c e r , S o c i a l S t a t i c s (Nueva York, D. Appleton, 1878), pág. 413.
HISTORIA DE LA ECONOMIA
137
lih ros de S pencer se ven dían en cen ten ares de m iles de ejem plares; su visita a Nueva York en 1882 asumió algunos aspectos com parables co n el advenim ie nto de san Pablo , o en n u estro s día s, de una estrella del rock. Toda una generación de estudiosos norteamericanos se hizo eco de sus ideas. Uno de los más ardientes llegó a proclam ar que «los m illo nario s son u n produ cto de la selección p^atural... los agen tes n a tu ra lm e n te sele ccio nados de la socie dad para dete rm in ado tr abajo . Reciben ele vadas renum eracio nes y viven en el lujo, pero a la sociedad le conviene este t r a t o » . E s t e juicio proviene de W illiam G raham S um ner (1 8401910), profesor de la Universidad de Yale y el más eminente de los darwinistas sociales norteamericanos. Como he dicho en otro trabajo, resultaba satisfactorio que los hijos de los ricos pudieran ser favorecidos con la les en señ an zas.'^ Durante los primeros decenios del siglo actual, el darwinismo social entró en decadencia. Era demasiado conveniente para los afortunados, y llegó a ser considerado como una excusa para la indiferencia más que como un artículo de fe. Sin embargo, no desapareció del todo, y todavía subsisten sus resabios. La noción de que la ayuda a los pobres perpetúa su pobreza, y que sería mejor, desde el punto de vista social, abandonarlos al destino que les asignó la naturaleza, continúa emboscada en rincones de la opinión públi ca y del pensam ien to priv ado. E s ésta la excusa tá cita (coin cidente con la economía personal) para pasar de largo delante del mendigo que extiende su mano. La caridad es en cierto modo per ju dic ia l. La voz de Herbert Spencer puede también oírse todavía cuando se opone poderosa resistencia al papel protector más general del Estado. En su momento, reaccionando contra la intervención oficial en cuestiones tan diversas como las patentes para la venta de licores, los reglamentos sanitarios, la instrucción pública y otras, Spencer formuló la siguiente advertencia: «La función del liberalismo en el pasado era la de poner un límite a los poderes de los reyes. La función del verdadero liberalismo en el futuro será la de poner u n lím ite a los poderes de lo s parlam en tos.» '^ H echa la sal 10. W i ll ia m G r a h a m S u m n e r , T h e C h a ll en g e o f F a e t s a n d O t h e r E s s a y s , e d i c i ó n a cargo de Albert Galloway Keller (New Haven, Yale University Press, 1814), pág. 90. 1 1. M e h e r e f e r i d o a e s t a c u e s t i ó n , y a la i n f lu e n c i a d e S u m m e r e n g e n e r a l , e n T he A g e o f U n c e r ta in ty ( B o s t o n , H o u g h t o n M i ff li n, 1 9 7 7 ), p á g s . 4 4 y s s . 1 2. H erb ert Spe ncer, The Man Versus the State (Caldwell, Idaho, Caxton Printers, 1 9 40 ), p á g . 2 0 9 . E s t e li b r o s e p u b l i c ó p o r p r i m e r a v e z e n I n g l a t e r r a , e n 1 8 8 4.
138
JOHN KENNETH GALURAITH
vedad del cambio de significado de la palabra ((liberalismo» en los Estados Unidos, el profesor Milton Friedman volvió a formular esa misma reflexión cien años después. Tuvieron lugar además otros dos alegatos de defensa de la fe clásica, uno de ellos desvanecido actualmente casi por completo, mientras que el otro todavía ejerce cierta influencia. Vilfredo Pareto (18481923) provenía de una familia italiana con notorios antecedentes políticos y revolucionarios. Sucedió a Léon Walras, célebre exponente de la teoría clásica del equilibrio, como profesor de economía política en la Universidad de Lausma; conjuntamente con otros, ambos dieron a dicha institución la fama de haber originado y albergado lo que llegaría a llamárse (da Escuela de Lausa na». Pareto se interesó por una gran variedad de temas, en materia de economía, sociología y política, y entre otras cosas procedió a corregir, sin mayor trascendencia, el análisis de la utilidad y del equilibrio dentro de la corriente principal del pensamiento económico. Pero para defender el sistema clásico, lo que se proponía era preservar, dentro de éste, el concepto de la distribución de la renta. Remitiéndose a datos estadísticos elementales, incluidos los que figuraban en las primeras recaudaciones del impuesto sobre la renta, sacó la conclusión de que en todos los países, en todo momento, los ingresos se distribuían de manera parecida. La curva que indicaba las respectivas participaciones de los ricos y de los pobres perm anecía básicam ente inalte rada. Si bien esta distrib ución no tenía nada de equitativa, respondía sin embargo, en su opinión, a la distribución de la capacidad y del talento dentro del orden social. Quienes merecían la riqueza eran pocos, comparados con la multitud merecedora de la pobreza, y por cierto que quienes merecían grandes fortunas eran poquísimos. Ésta es la ley de Pareto sobre la distribución de la renta. Al igual que el darwinis mo social, era quizá demasiado conveniente o flagrante; su autoridad como defensa del sistema clásico ha perdido prácticamente toda su fuerza. Entre otras cosas, es evidente que la distribución de la renta puede modificarse para obtener una mayor equidad. Pero, una vez más, se oyen todavía ecos del pensamiento original: en efecto, subsiste la noción de que hay en el sistema una desigualdad normal que está justificada por la iniciativa y el talento. La última defensa de la fe es en nuestros días más influyente
HIS TOR I A DU I.A l' CONOMIA
13 9
que la ley de Pareto. No se refiere a las ideas de los economistas, smo suprime en ellas todo sentido de obligación social o moral. I.as cosas pueden andar menos que bien, menos que equitativamente, hasta menos que tolerablemente, pero ésta no es cuestión tpie interese al economista como tal. Si, tal como pretenden los economistas, la economía ha de ser considerada como una ciencia, hay que olvidarse de la justicia o la injusticia, del dolor y de las penalidades del sistema. La misión del economista es hacerse a un lado, analizar, describir, y en lo posible reducir a fórmulas matemáticas los hechos que estudia, pero no pronunciar juicios morales ni comprometerse en ningún otro aspecto. Ya durante la primera mitad del siglo pasado esta cuestión había sido enérgicamente planteada por Nassau Sénior. Así como la navegación es una técnica separada de la astronomía, y el astrónomo no proporciona orientación para pilotar una nave, así tam bién, a su crite rio, la ciencia de la econom ía política no tiene nada que ver con cuestiones prácticas ni morales, y consecuentemente los economistas no necesitan ni deben asesorar o pronunciarse sobre estos temas. En décadas posteriores se afirmó con fuerza este rechazo de las cuestiones y de los juicios prácticos. A ello contribuyó en gran medida William Stanley Jevons, quien, en su obra The Theory of Political Economy, llegó a declarar lo siguiente: «La economía, si ha de ser en absoluto una ciencia, deberá ser una ciencia matemática.»*^ Obviamente, los valores morales deben excluirse de una ciencia matemática. La neutralidad y la adhesión legitimadora a la validez científica por contraposición a las preocupaciones sociales ejercen especial influencia en nuestros días. Al desempeñar su papel profesional, el economista no se ocupa de la justicia ni de la benignidad de la economía clásica o neoclásica; hacerlo, sería negar la motivación científica. Denunciar la injusticia o el fracaso del sistema, formular juicios cualitativos sobre la actividad económica o prescribir con demasiada ligereza medidas para su mejoramiento, es una conducta que queda fuera de la esfera científica. En la práctica, es posible que esté bien que no todos los economistas se interesen por cuestiones morales y sociales, o se ocu 13. W illiam Stanley Jevon s, T h e T h e o r y o f P o l it i ca l E c o n o m y , 5.^ edición (Nueva York, A. M. Kelley, 1965), pág. 3.
140
JOHN
KENNHTH
GAI.URAITH
pen de te m as aplicados. El resu ltad o sería p ro b ab le m en te u n cla mor ensordecedor. Pero no debe negarse la historia: la pretensión de la economía de ser una ciencia está firmemente arraigada en la necesidad de eludir toda responsabilidad por las insuficiencias y por la s in ju sticias del sistem a del que se o cu p ab a la g ran tra d ición clásica. Y todavía en nuestros tiempos continúa sirviendo de defensa para una vida profesional tranquila y libre de controversias.
XI.
LA OFENSIVA GENERAL
La corriente principal de las ideas económicas, según fue desarrollándose a partir de Ricardo y de Malthus, junto con la argumentación defensiva por ella engendrada, llegó a revestir un poder muy considerable. Ya fuera obedeciendo a una enseñanza específica, o en virtud del estado general de los conocimientos en aquella (¡poca, constituyó la noción aceptada de la vida económica y de la acción pública, y las aspiraciones privadas se adaptaron a ella. Desde luego, en todos los países industriales se originaban críticas al sistema industrial, examinado por gente observadora, y hubo quien disintió con las ideas mediante las cuales se interpretaba y defendía. E ntre los disiden tes se enc on traban aquellos a quienes se acabó designando con el nombre de socialistas, quienes cuestionaban el poder, las motivaciones humanas y el comportamiento iisociados con la posesión de la propiedad privada y con la prosecución de la riqueza. En Francia especialmente se desencadenó una ofensiva de esa índole acaudillada por Claude Henri Saint Simon (17601825), Charles Fourier (17721837), Louis Blanc (18111882) y Fierre Proudhon. Poco después, en Alemania, Ferdi iiand Lassalle (18251864) y Ludwig Feuerbach (18041872) formularon críticas similares. Pero el destino de todos esos hombres, iilgunos de ellos dignos de considerable interés y dotados de no poca elo cuencia , fue el de q u e d a r releg ado s a las s o m b ra s p o r u n a personalid ad avasallad o ra, la de K ar l M arx (18181 883). Otros autores —Adam Smith, David Ricardo, Thomas Robert M althu s— dieron form a a la histo ria de la econom ía y a la noción del orden económico y social, pero Karl Marx dio forma a la historia del mundo. Los economistas clásicos escribieron, preconizaron y exhortaron, mientras que Marx fundo y encabezó un movimiento político que todavía hoy constituye la principal fuente de tensión política dentro de los países y entre ellos. No suele hablarse de smíthianos o ricardianos, y el adjetivo «keynesiano» es sólo
1 42
JOHN KENNETH GALBRAITH
un sosegado término descriptivo. En los países industriales de Occidente, y de modo especial en Estados Unidos, ser marxista puede significar, incluso a finales del siglo XX, verse excluido de los círculos de prestigio. Al estudiar a Marx como parte integrante de la historia de la economía, y lo mismo que sucederá luego con Keynes, es preciso ser rigurosa y hasta brutalmente selectivo. Marx pasó gran parte, quizá la mayor de su vida adulta, entregado a estudios económicos, políticos y sociales, y a escribir sobre estos temas; la Biblioteca del Museo Británico fue durante muchos años su refugio y su lugar de trabajo. También fue periodista, y a lo largo de los años financieramente difíciles que pasó en Londres subsistió con sus ingresos como colaborador del diario The New York Tribune, a n tecesor el The New York Herald Tribune, distinguido campeón del republicanismo, como harían bien en recordar todos los miembros moderadamente ardientes del actual Partido Republicano. A la vez, fue un activo y versátil revolucionario. Pero en la presente obra sólo debemos ocuparnos de la doctrina económica o de la economía política de Karl Marx, con exclusión de todo el resto. Como ya se ha dicho, las ideas dominantes y perdurables deben extraerse de la masa del conocimiento. No obstante, debemos empezar p o r re feri rn os bre vem ente a la s fu ente s de l pensam ie nto de Marx y a las experiencias que lo modelaron.
Karl Marx no se convirtió en disidente y revolucionario como reacción a privaciones y sufrimientos experimentados en su juventud. Sus discípulos modernos que van en peregrinación a Tréveris, su ciudad natal, situada en la cabecera del valle del Mosela, en Alemania, adyacente a las zonas rurales más hermosas de Europa, encuentran allí una residencia agradable y excepcionalmente espaciosa que, salvo en muy raros casos, es más elegante que las casas donde viven. El padre de Marx, principal abogado de Tréveris y funcionario del Tribunal Supremo, era miembro de una antigua familia judía. Cuando nació su hijo, hacía poco tiempo que se había convertido al protestantismo, pero se presume que su conversión no fue motivada por creencias religiosas, sino que, atendiendo a su cargo oficial en Prusia, no le resultaba fácil seguir siendo judío. Las personas con quienes se relacionaba Karl Marx eii su juven tud pertenecían a la élite de la sociedad; su ullerior i:asamictilo
HISTORIA DE LA ECONOMIA
143
con Jenny von Westphalen, hija del barón Ludwig von Westpha len, primer ciudadano de Tréveris, estuvo acorde con su posición social, siendo por otra parte una familia con la cual había establecido una estrecha y afectuosa relación. Los primeros años de la vida de Marx no presentan indicio alguno de que con el tiempo se convertiría en un disidente revolucionario tan impetuoso. Este ánimo disidente comenzó a perfilarse durante sus años de universidad, cuando, luego de haber pasado unos años románticamente indecisos en Bonn, se trasladó a Berlín, donde cayó bajo la influencia de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (17701831). De Hegel, o para ser más preciso, del formidable y a menudo aterrador agregado del pensamiento hegeliano, surgió una idea de su prem a im porta ncia, que ya habíam os enco ntr ad o en fo rm a muy elemental en la obra de Friedrich List. Se trata de la creencia de que la vida económica, social y política se desarrolla en un proceso de constante transformación. Tan pronto como una estructura o institución social asume autoridad o eminencia, surge otra para desafiarla. Y del desafío y del conflicto se originan una nueva síntesis y un nuevo poder, que son luego desafiados a su vez. El ejem plo de carne y hueso m ás obvio de e sta soberbia abstr acció n era la form a en que los capitalistas —los nuevos in d us triale s— es ta b an desafia ndo a la s antig u as cla ses dom in ante s terrate niente s. Y con sólo un pequeño esfuerzo de imaginación podía advertirse que la nueva burguesía, habiendo reducido apropiadamente el poder de la vieja aristocracia y habiendo alcanzado una nueva síntesis, se vería, a su vez, desafiada por los trabajadores que había congregado para su servicio. La tradición clásica, según hemos visto, había postulado un equilibrio, que llegaría a llamarse el «equilibrio económico». Según esta tesis, las relaciones básicas entre patronos y trabajadores, entre la tierra, el capital y el trabajo, nunca se modificaban. Podían producirse cambios en la oferta de mano de obra y de capital; pero sólo para determinar a su vez un nuevo equilibrio análogo. La identificación y el estudio de ese equilibrio final eran la sustancia de la ciencia económica. Marx, tomando a Fíegel como punto de p artida, se sin tió co m pelido a rech azar lo m ás fu n d amental de los supuestos en que se basaba la economía clásica. El tquilibrio no era para él el fin, sino sólo un incidente en un proceso de cambio mucho mayor, que alteraba por entero la relación
I
luir,
I
I
I
I I I
f . \l MH Al I M
Aquí está la bas e de la má s im pd it.mle di loilas las dilereii das en las actitudes económicas modeinas. I’ara los economistas de inclinación clásica o neoclásica subsiste todavía una norma fija, inmutable, a la cual tiende a volver la vida económica, sean cuales fueren las perturbaciones o interferencias momentáneas. La ciencia económica refina y perfecciona el conocimiento de las instituciones y relaciones básicas, que son constantes. A esta concepción se opone la creencia en un cambio continuo, al cual deben adaptarse los economistas y las ideas económicas, que es el legado de Hegel y de Marx. Todas las institucioneseconómicas —sindicatos, corporaciones, manifestaciones económicas y políticas del Estado o conflictos de clas es — está n en mov imiento o son un a fuente de movimiento. Creer en un equilibrio —o concebir el estudio de la economía como una búsqueda del conocimiento progresivo de un tem a fijo y final, a la m an era de ciencias com o la física o la qu ím ica— es dirigirse irrem ediablem ente a la obsolescencia. En Estados Unidos, como luego se verá, el pensamiento económico presenta en la actualidad una división entre los clasicistas —la m a y o ría a p l a s ta n te — y los in s titu c io n a lista s ; e n tre q u ie n es sostienen la existencia de un equilibrio inevitable y constante, y aquellos que, con una pretensión mucho menor de pre cisión científica, aceptan un mundo de evolución y de cambio permanente.' Una fuente de las ideas institucionalistas es Alemania, como ám bit o de la s id e as de H egel y d e M arx .
Hegel colocó a Marx en oposición a la tesis más fundamental de la economía clásica al hacerle aceptar la idea del cambio, incluido el cambio revolucionario, pero la experiencia práctica de la vida también contribuyó a hacer de Marx un revolucionario. Los acontecimientos que determinaron y dominaron su pensamiento son los ocurridos tras su partida de Berlín en 1841. De allí fue a Colonia, donde tuvo gran éxito como director de la Rheinische Zeitung, órgano de prensa bien financiado por los nuevos industriales del Ruhr y que no era precisamente un portavoz de la sedición. Pero Marx lo convirtió precisamente en eso, por lo menos en función de las pautas notablemente susceptibles de la Prusia
1. L o s ú l ti m o s e s t á n r e p r e s e n t a d o s p o r l a A s o c i ac ió n d e E c o n o m í a E v o l u c i o n a r ia , q u e p u b l i c a u n a r e v i s t a d i s i d e n t e : T h e J o u r n a l o f E c o n o m i c I s s u e s .
III'.MIKIA
ni
1 A I ( O N O M I A
14 S
(li l siglo XIX. Así lúe com o d ele nd ió el dere ch o p o p u la r de reco li ( lar leña seca en los bo squ es, an tiguo privilegio qu e en aq ue llos días, con el incremento del valor de la leña, se interpretaba como una violación de la propiedad privada. También criticó al zar de Klisia, pese a que en Prusia estaba entonces prohibido expresarse o Ultra los m on arcas de cualqu ier catego ría y de c ua lqu ier pa ís, y c.xhortó a debatir libremente los problemas de los viticultores del valle del Mosela, quienes padecían los efectos de la competencia como resultado de la Zollverein —el mercado común que los Esta d o s a l e m a n e s a c a b a b a n d e c o n s t i tu i r — , Y p r o p u s o a d e m á s u n a actitud más flexible ante el problema del divorcio. A causa de esas herejías fue deportado perentoriamente, y el periódico, clausurado. Sobrevinieron después, nue vas frustracion es. Fue a París, y trató de publicar allí un nuevo periódico para su distribución en Alemania, bajo el nombre de D eu ts che-F ra nzo si sc he Jahrb ücher, pero los censores intervinieron y confiscaron la única edición que llegó a imprimirse. En vista de ello se entregó a sus lecturas, y emprend i ó d e s p u é s u n a n u e v a p u b l i c a c i ó n , e l Vorwarts, q u e s e d e s t i n a b a a la importante colectividad de alemanes refugiados en París. Esto motivó una queja de la policía prusiana a las autoridades francesas: dar asilo a Marx era considerado como un acto poco amistoso. A raíz de ello tuvo qu e trasla d ars e a Bélgica. En 1848 tam b ién los belgas empezaron a hallar incómoda su presencia, pero en ese año de auge revolucionario —y de libe rtad — se le perm itió re tornar a Francia, y de allí, volver por un breve período a Alemania. Pero luego sobrevino la contrarrevolución y volvió a ser expulsado, dirigiéndose esta vez a Gran Bretaña. Alentó el propósito de emigrar a los Estados Unidos, pero no tenía dinero para el pasaje; es posible que una gran corriente de la historia haya sido alterada de forma harto interesante por la falta de unos pocos dólares o libras. Es preciso atribuir a la constante atención policial el fomento de la actitud cada día más revolucionaria de Marx; en efecto, una persona a quien se considera tan peligrosa tiene que sentirse forzosamente obligada a comportarse a la altura de su reputación. Marx todavía era suficientemente joven como para experimentar esa influencia cuando por último halló refugio en Londres; en efecto, sólo tenía treinta y un años de edad. Pero para entonces ya había publicado, en colaboración con Friedrich Engels (1820
146
J OHN K I NNl
m
( .Al I IKAI i II
1895), el más celebrado y más enérgicamente denunciado panfleto político de to dos los ti em pos, a saber, el Manifiesto com unis ta , en el cual se plasmó el descontento general expresado en los movimientos revolucionarios de 1848. La relación con Engels comenzó en una reunión celebrada en París unos años antes, y perduraría hasta la muerte de Marx. Engels, también alemán, vástago de una familia de fabricantes textiles del Ruhr, estaba a cargo de la empresa de sus parientes en Manchester, Inglaterra. Marx obtuvo de él asesoramiento intelectual, colaboración editorial, y, especialmente durante los primeros tiempos de indigencia en el centro de la ciudad de Londres, ayuda financiera. (Los años que Marx pasó en una agrable casa en Hampstead estuvieron lejos de ser incómodos.) Engels preparó la edición del primer volumen de El capitaE de Marx, y después de la muerte de éste, utilizando notas y fragmentos del manuscrito, terminó y publicó los otros dos volúmenes. Como anteriormente en Colonia, la deuda personal e intelectual de Marx no fue con los trabajadores cuya causa promovía, sino con los patronos burgueses cuya acción explotadora condena ba. Tam poco carece de im p o rtan cia el hecho de h ab er sid o G ran Bretaña, país de avanzada en el desarrollo capitalista, el que le diera asilo y le otorgara libertad de expresión. Las ideas liberales que permitieron al capital florecer independientemente del Estado fueron también las que protegieron al más eficaz crítico y antagonista del capitalismo.
Refiriéndose a Marx como economista y como investigador, Joseph Schumpeter, quien desde luego no era discípulo suyo, escribió que era «ante todo un hombre sumamente docto», agregando que «el frío metal de la teoría económica se sumerge en las páginas de Marx en semejante acopio de hirvientes frases que terminan por adquirir una temperatura de la cual carece naturalmente».^ En esas frases hirvientes sus lectores han encontrado infinitas oportunidades para la controversia respecto de lo que Marx quiso decir, y al
2. Un a edición reciente es Capital: A Critique of PoUtical Economy (Nueva York, Int e r n a t i o n a l P u b l i s h e r s , 1 9 6 7) , v o l. I . [ E d i c i ó n e n c a s t e l l a n o : E l c a p it a l, t o m o I , t r a d u c c i ó n d e W e n c e s l a o R o c e s (M a d r i d . E d i t o r i a l C é n i t, 1 9 3 5 ). ] 3 . J o s e p h A. S c h u m p e t e r , C a p i t a l i s m , S o c i a l i s m , a n d D e m o c r a c y ( N u e v a Y o r k , H a r p e r a n d B ro th e r s 1942 ), p á g 21
m S rO K lA
DI l .A I .C O NO M IA
14 7
mismo tiempo, una gran posibilidad de hallar en ellas lo que que tian creer. Como sucedería después con Keynes, los consiguientes debates acerca de lo que Marx realmente quiso decir le atrajeron p arti d ari os y agiganta ron su in fluencia . Pero de esa m a sa en eb u llición surgen, sin embargo, cuatro argumentos críticos muy sólidos contra el sistema clásico, que con gran precisión atacan al ca pitalism o de la época de M arx , y a la s id eas m ed ia n te la s que era interpretado y defendido.
Marx nunca puso en tela de juicio las realizaciones productivas del sistema; de éstas, como ya se ha dicho, formuló el mayor de los elogios; «Durante su hegemonía de apenas cien años, ha creado fuerzas de producción más sólidas y más colosales que las de todas las generaciones anteriores juntas.w"* Como proeza subsidiaria, «ha creado enormes ciudades, ha incrementado grandemente la población urbana con respecto a la rural, y así ha rescatado a una parte considerable de la población de la idiotez de la vida cam pesin a... Los bajo s precios de sus p roducto s son la artill e ría p e sa d a c on la c ua l de rr ib a to d a la s m u r al la s d e C h i n a . L o s t ra b a j a dores debían recordar también que el p rim er objetivo de su atención revolucionaria no debían ser los grandes capitalistas, que eran la fuente de esa capacidad productiva, sino «los residuos de la monarquía absoluta, los terratenientes, el burgués no industrial, la pequeña burguesía»,^ que son los enemigos del poder y de las realizaciones del capitalismo. Fue expresión del genio de Marx haber desplegado sus armas, en primera instancia, no contra los fuertes, sino contra los débiles. En su opinión, el primero de los puntos vulnerables del sistema capitalista y de la interpretación de éste era la distribución del pod er, que había sido ig nora da efec tiva y casi univ ers alm ente por los economistas clásicos. En segundo lugar, venía la distribución sumamente desigual de la renta, que la tradición clásica explicaba, pero no conseguía justi fic ar convin cente m ente . 4 . K a r l M a r x y F r i e d r i c h E n g e l s, T h e C o m m u n i s t M a n i f e s t ó ( N u e v a Y o r k , M o d e r n R e a d e r P a p e r b a c k s , 1 9 6 4) , p á g . 10. [ E d i c i ó n e n c a s t e l l a n o : M a n ifie s to d e l P a rti d o C o m u n i s t a , B a r c e l o n a , E d i c i o n e s E u r o p a A m é r ic a , s .f . ( S e r ie p o p u l a r d e c l á s ic o s d e l s o c i a lismo).] 5. I b id . pág. 9. 6. Ib id . pág. 17,
, I I N KI NN l
IM *iAl.lMtTH
En tercer lugar, la susceptibiliclail dd sisinna económico a la crisis y al des em pleo —en térm ino s motlcin os, a la de pre sión , un factor que, si bien había sido reconocido por los economistas clásicos, no estaba de modo alguno integrado en su teoría. La tendencia de la economía, según se entendía en el sistema clásico, como ya se ha observado, era el pleno empleo de los recursos productivos, incluida la oferta de trabajadores capaces y dispuestos a trabajar, el último de los cuales determinaba la magnitud del salario. Finalmente, el monopolio, defecto también reconocido por la tradición clásica. Pero para Marx no se trataba de un fenómeno aislado, sino de una tendencia básica, que influiría de modo decisivo en el destino final del capitalismo.
Para Marx, el poder era un factor ineludible de la vida económica; su origen residía en la posesión de bienes, y por ello era atri b u to n a tu ra l del c a p ita lista . El ca p ita lista «va al frente... y el qu e pose e la fuerza de trab a jo le sigue como su peón. El prim ero asum e aire de importancia, sonríe con suficiencia, va directo al grano, mientras que el otro anda, tímido y retraído, como quien lleva su p ro pia pie l al m e rc ad o y lo únic o qu e puede e sp e ra r es u n a b u e n a z u r r a . M e n o s m e t a fó r ic a m e n te , el t ra b a j a d o r , in c lu id o el n iñ o en repetidas referencias de Marx, va a la fábrica sin otra cosa que vender que su esfuerzo físico, y sin más alternativa que presentarse allí. Tal es el poder y la autoridad del capitalista, tal la impotencia del trabajador. Pero esta distribución desigual del poder no es original del capitalismo. Como ya se ha indicado, Marx destacó la anterior apropiación del poder por las clases feudales, aristocráticas y terratenientes. Tampoco creía que las industrias artesa nales que precedieron al capitalismo hubieran sido una panacea de la economía. «La explotación es más desvergonzada en la industria doméstica que en las manufacturas porque el poder de resistencia de los operarios va disminuyendo con su dispersión, y porque toda u n a serie de p ará sito s expoliadores se introducen entre el patrono y el trabajador.»^ Si bien aludió al posible papel corrector de los sindicatos o asociaciones de trabajadores, Marx señaló
7. 8.
Marx, op. cit., pág. 176. I b id , p á g . 4 6 2 .
IIIS IO KI A
DI-
l. A 1 ( O N O M I A
149
l;i subsistencia del hecho fundamental: en el capitalismo, el poder leside en el capitalista; en efecto, es el atributo natural de la pro pie dad p ro d u ctiv a q ue le perte nece. Los pagos q u e e m a n a n de ella imponen obediencia y sumisión a quienes carecen de propiedad y, por lo ta n to , de in g resos altern ativ o s. Y por otra parte, el poder del capitalista no se limita solamente a la empresa, sino que se extiende a la sociedad y al Estado. ((El poder ejecutivo del Estado moderno es tan sólo un comité administrativo de los asuntos comunes de la burguesía en su con ju nto .» ^ Y en u n a re fle xió n p a rtic u la rm e n te m o rd az, ex tie n d e este mismo carácter a los economistas y a los teóricos de la política que interpretan el sistema, y a la propia tradición clásica de la economía. «Las ideas dominantes de cada época dada han sido siempre las ideas de su clase dominantej),^° es decir, en tiempos de Marx, las de los capitalistas y de quienes exponían su sistema. En esta forma, la economía política y los economistas quedaban sometidos a la autoridad del poder dominante. En el mundo industrial de Occidente y especialmente en Estados Unidos, la etiqueta de ((marxista» es hoy, repetimos, toda una marca de oprobio. Y sin embargo, dos de las proposiciones de Marx en lo que se refiere al poder sobreviven en este clima hostil, a saber, como se repite a diario en las conversaciones políticas, que los Estados modernos sirven a los intereses del poder de las empresas y el mundo de los negocios, y que el pensamiento económico ortodoxo o aceptado va de acuerdo con los intereses económicos dominantes. En estas cuestiones son muchísimas las personas que, sin imaginárselo por un momento, hablan con las mismas palabras de Karl Marx.
Paralelamente a la extraordinaria desigualdad en la distribución del poder tiene lugar una distribución sumamente de sigual de la renta, el segundo de los argumentos críticos de Marx. Esta tesis la tomó de Ricardo, pero añadiéndole refinamientos, muchos alardes técnicos y no poca subjetividad, gracias a lo cual ha venido intrigando y extasiando a sus partidarios durante un siglo. El tra b a ja d o r m a rg in al recib e u n pag o com o salario q u e es ig ual a su
M a r x y E n g e i s , op. cit., p á g . I b id . pág. 17.
150
l Ol I N
K I . N NI
I II
( í A I . HUA I TH
contribución adicional al ingreso total de la empresa. Esta contri bución, p or la acció n inexorable de la ley de los rendim ientos decrecientes, disminuye a medida que aumenta el número de traba jadores. Y el salario m arginal d eterm in a el salario de todos. Pero los que están alejados del margen aportan a los ingresos de la empresa una contribución mayor, quizá mucho mayor, que la remuneración por ellos percibida. Éstos se encuentran en las etapas intramarginales, más fructíferas, del rendimiento decreciente. Así crean una plusvalía, que se adjudica, ¡ay!, no a quienes la producen, sino al capitalista. En justicia pertenece a los trabajadores, pero el cap italista interviene y se ap rop ia de ella. M arx observa que, mientras que existen leyes de la producción dictadas por la naturaleza, como la de los rendimientos decrecientes, en cambio las leyes de la distribución las dicta el hombre, y no hay ninguna razón superior en virtud de la cual los trabajadores deben acatar esos procedimientos instaurados por otros hombres." La noción de que los trabajadores aportan más de lo que cobran —y que está a su alcance corregir esta situación tam bién llegaría a ejercer gran influencia en el futuro, aunque sería exagerado atribuirla por entero a M arx. E ra u n a idea que llevaba en sí m ism a la capa ciedad de penetrar con gran vigor en las mentes de los trabajadores y de los dirigentes sindicales. El tercer argumento del ataque de Marx se refería a las crisis del capitalismo. Éstas, repetimos, no hacían acto de presencia en la tradición clásica; Marx, por su parte, hizo de ellas una característica inherente del capitalismo. Su explicación al respecto es actualmente una curiosidad histórica: la capacidad productiva del capitalismo, que Marx tanto respetaba, volcaría incansablemente bienes en el mercado, y a medida que la oferta de mano de obra se fuera agotando, los salarios aumentarían inevitablemente. A raíz de ello se produciría una disminución de la tasa de beneficios, con pérdidas y retracción por p arte de las em p resas p ro du cto ras, y un desequilibrio del proceso productivo. E n la práctica, el equilibrio sólo pod ría restablecerse cuando la disminución de la producción, con el consiguiente de 11. Q u i z á v a l g a l a p e n a r e p e t i r q u e é s t a e s u n a r e s e ñ a s u m a m e n t e d if íc il, y su c i n t a , d e u n a c u e s t i ó n q u e M a r x t r a t a i n e x t e n s o , y u n a v e z m á s , p a r a v o l v e r a r e p e t i r l o , c o n ánimo no muy equitativo y con bastante ofuscación.
IIISIOKIA
1)1
I .A i ; c ( ) N ( ) M I A
151
scmpleo y caída de las tasas de salarios, volvieran a hacer renta lile la producción. Para Marx era importante destacar que el sistema sólo era estable cuando la existencia de una res erva de traba ja dore s p a ra d o s —lo que él llam a b a el ejército in d u stria l d e reserva de los de sem plea do s— m an tenía los salarios a niveles bajos. El pleno em ple o era u n a situ a c ió n posib le , pero in e stab le. Si bien ya no se da crédito a la explicación de Marx, ni siquiera por parte de los propios marxistas, lo cierto es que identificó lo que llegaría a ser reconocido como el punto más vulnerable del capitalismo, cuando vio en la crisis una característica inherente del sistema. De modo que ni la desigual distribución del poder, ni la desigual distribución de la renta, serían la máxima amenaza para la supervivencia del capitalismo, sino su propensión a las depresiones y al desempleo. Y posteriormenente, en el próximo de los largos pasos que se alejaban del sistema clásico, fue también ésta la falla que Keynes habría de percibir, como Marx antes que él, considerándola como parte inherente del sistema.
En la tradición clásica, según hemos visto, el monopolio era un defecto que quedó especialmente grabado en la menta lidad y psicología norteamericanas. Pero incluso para los economistas clásicos se trataba simplemente de una excepción a la regla de la com p etencia , q u e no c o n sti tu ía u n a am e n a z a p a ra el siste m a en su conjunto. En cambio, para Marx era mueho más que un a falla: en efecto, a su criterio, la creciente concentración de la actividad económica en manos de un número cada vez menor de capi talistas constituía una tendencia orgánica del capitalismo que avanzaba con ímpetu irresistible. Esta concentración, junto con el carácter cada vez más clarividente y socializado de los trabajadores, a medida que éstos iban comprendiendo mejor el sistema capit alista y el p ap el q u e d e se m p e ñ a b a n en el m is m o, h a b ría n de c o n trib u ir en forma inevitable al derrumbe del sistema. Y es inte resante observar, en sus propias palabras, cómo Marx previó el desenlace. (Aunque era un escritor frecuentemente monótono, tuvo s us grandes momentos, y pocos pasajes de la historia de la economía política han sido más citados que éste.) Un capitalista siempre mata a muchos otros... Paralelamente a la constante disminución del número de magnates del capital, que
IS.>
lOIIN
Kl
\ M
III
I. AI
I I H A I I II
usurpan y monopoli/.aii tocias las veníalas ele c;stc proceso de transformación, aumenta el cúmulo de miseria, opresión, esclavitud, degradación, explotación; pero al mismo tiempo crece también la revuelta de la clase trabajadora, una clase cuyo número va siempre en aumento, y que es disciplinada, unida, organizada, por el pro pio mecanismo del proceso de la producción capitalista. El mono polio del capitalism o se convierte en una traba para el modo de producción que ha surgido y florecido con él, y bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan finalmente a un estado en el cual se vuelven incompatibles con su envoltura capitalista. Esta envoltura estalla. Tocan a muerto por la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son ex propiados.*^ En esta forma, según Marx, llegaría a su fin el sistema económico celebrado por la tradición clásica, y sería un fin acarreado por c a ra c te rístic a s de la s cuales la s m ás im p o rta n te s ya h a b ía n sido identificidas por Ricardo y los propios economistas clásicos.
Pero a su vez, el sistema de Marx tenía también sus aspectos vulnerables obvios, que resultaron serios y decisivos. En primer lugar, existía la amenaza de la reforma, o sea, la posibilidad de que las pen alid ad es del cap italism o lleg aran a m itigarse ta n to que ya no despertaran la furia revolucionaria de los trabajadores. Marx tenía conciencia de este peligro, pero sin embargo no podía condenar o resistir fácilmente aquellas reformas específicas que sirvieran a los intereses de los obreros. Efectivamente, no hay tal oposición en el Man ifiesto comunista-, en él se preconizan, entre otras muchas medidas, un impuesto progresivo sobre la renta, la propiedad pública de los ferrocarriles y de las comunicaciones, la enseñanza gratuita, la abolición del trabajo de los niños y empleo para todos. Los demócratas liberales de los Estados Unidos en el siglo XX coinciden en muchos aspectos con el M anifiesto comunista . También existía la posibilidad de que las organizaciones sindicales se desarrollaran y fortalecieran, recibieran protección oficial, y aliviaran o anulasen el progresivo empobrecimiento de los tra b ajad o res, que el sistem a m a rx ista preveía com o consecuencia de l incremento demográfico y de la continua disminución del rendi
III MOK I A DI- I A I ( ON OM I A
153
iiiiciito marginal de la mano de obra. Todo lo cual ha sucedido. Por otra parte, sería sumamer\te perjudicial para e l sistema nuirxista cualquier factor que aminorase el impacto de las crisis lid capitalismo. En una respuesta a Marx extraordinariamente lógica, el ulte I lor estab lecim iento del es tad o de b ien est ar, el fom ento de la edu I ación pop ular, la abolición del trab ajo de los n iño s y el enérgico iratamiento keynesiano de la crisis capitalista fueron a subsanar lodos los puntos vulnerables del sistema que Marx había identificado. Y no está de más recordar que en su momento, la totalidad de esas medidas adversas a Marx fueron en cierta medida condenadas por marxistas. Había, asimismo, otros dos factores potencialmente contrarios a Marx. Junto con las reformas contrarrevolucionarias que él mismo se había visto obligado a propiciar ya en su tiempo, entre las que se contaban las prestaciones de bienestar social (o sea, ingresos externos al sistema productivo) para ancianos, desempleados, minusválidos y menores de edad, habrían de ejercer luego sus lifectos las enormes fuerzas productivas del capitalismo, que Marx había destacado con tanta frecuencia. Esas fuerzas, en verdad, podía n m ulti plicar la dis ponibilid ad de bie nes, que p o d rían q u e d a r al alcance de la población trabajadora y actuar como una cobertu la de la pobreza y de las reivindicaciones. Y además, finalmente, existía otra posibilidad que Marx no pre vió, o que por lo menos, con seguridad, no enunció jamás: quizá el capitalismo, en sí, pudiera transformarse; quizá pudiera tener lugar un capitalismo que se desarrollara con un rumbo diferente; quizás el capitalista despiadadamente agresivo pudiera ser suplantado por una organización más madura, más inclinada a las negociaciones, como lo sería la burocracia propia de las sociedades anónimas. En ese caso, los resortes del poder no estarían en manos del capitalista, sino del tecnócrata y del ahombre de la organización». Todo esto ha llegado a ocurrir; en efecto, el desarrollo de la sociedad económica no ha sido clemente con Marx. Los países industriales adelantados han resultado en gran medida inmunes a su revolución. Las reformas, los sistemas de bienestar, las políticas macroeconómicas de los gobiernos, el auge de las burocracias de las sociedades anónimas y el «hombre de la organización» son factores que han atemperado e incluso destruido el ímpetu revolucio-
154
J O HN K E N N E T H ( l A I I I K A I I I I
nario del marxismo. Allí donde las ideas de Marx han tenido éxito, en cambio, no triunfaron sobre el capitalismo, sino contra los remanentes feudales en Rusia y en China, dentro de un marco de guerras y anarquía. Allí, como también en Cuba y luego en Cen troamérica, son los terratenientes y sus agentes gubernativos, no los industriales ni los capitalistas, quienes han suscitado el fervor revolucionario de los expoliados. En este sentido han sido muchísimo más influyentes que los capitalistas. La crítica de Marx fue también errónea en otro aspecto. Según él, una vez que el proletariado tomara el poder, el Estado iría desapareciendo gradualmente. Pero a la inversa, el Estado moderno, en su encarnación práctica aplastante, ha conservado el poder bajo el socialismo, y ello ha conducido a los problemas burocráticos con los que se enfrentan los marxistas modernos en puestos de mando. Y luchan a la vez con las dificultades consiguientes que abruman al aparato socialista en materia de producción. Marx creía que las fuerzas productivas del capitalismo avanzado serían transferidas, más o menos automáticamente, al socialismo, pero la cosa no resultó tan fácil. Sin embargo, hay que formular una advertencia. El relato de los errores de Marx es más que un mero esfuerzo literario: es, desde hace mucho tiempo, una pequeña industria al servicio de aquellos para quienes el marxismo continúa represen tando una grave amenaza. Incurriríamos en un gran error si menospreciáramos su potencialidad histórica, ignorando que en tantos aspectos del pensamiento y de la expresión en el mundo no socialista sigue constituyendo hasta hoy una de las principales influencias y una gran fuerza.
XII.
LA PECULIAR PERSONALIDAD DEL DINERO
Es necesario ahora retroceder un poco para examinar las fuentes de lo que, según algunos, vendría a ser la cuestión principal de los análisis y de las políticas modernas en materia de economía, a saber, el papel y la gestión del dinero, los orígenes de lo que hoy se conoce como monetarismo. Más que en ningún otro aspecto de la historia económica son aquí importantes las instituciones y la experiencia relativas al dinero, no las ideas formalmente expresadas al respecto, y a ese asunto dirigiremos desde ahora nuestra atención. Nos hem os referido an tes a lo s rem otos oríg enes de la m oneda, ya se tratara de su invención en China, o de las primeras acuñaciones de los lidios. También hemos mencionado la ley de Gres ham y la teoría cuantitativa del dinero que se desarrollaron a partir del flujo a Europa del oro y la plata del Nuevo Mundo. Al princip io , recordem os, el din ero era u n a m ercancía com o cu alq u ier otra, con la particularidad de que sus características físicas permitían dividirla en partes de peso diverso pero especificado, aparte de poseer bastante valor en pequeño volumen, lo cual permitía transportarla fácilmente. Gracias a ello pudo utilizarse como intermediario en el intercambio, eliminando las inconveniencias pro pia s del trueque, o se a, la necesidad de d ar co n alg uie n que tu viera en su poder el producto buscado y necesitara el producto ofrecido. Por otra parte, era una forma conveniente de atesorar riqueza, un depósito de valor. Pero hasta en los tiempos más remotos, cuando metales como la plata o el oro se empleaban como dinero, lo que se usaba desarrollaba una modesta personalidad propia. Así llegó a advertirse pronto , por eje m plo , q ue la s m onedas p o d ía n ser li g eram ente en vilecidas, o que en su aleación podía introducirse un metal de inferior calidad. Al hacerlo, se esperaba que la moneda de baja ley siguiera teniendo el mismo curso que la legítima, dedicando
15 6
lOIIN KI.NNI
1II
( . Al II KAI I II
a otros usos el metal economizado. Cabe añadir que ninguna otra práctica económica fu e jam ás condenada ta n univ ers alm ente como ésta. La frase «envilecimiento de la moneda» llegó a ser sinónima de corrupción fiscal, y su práctica en los últimos siglos del Imperio romano llegó a considerarse como el elemento típico de la degradación moral que condujo a la declinación y caída imperiales. Pero en un grado más importante, la identidad peculiar de la moneda, su personalidad, se descubrió con la creación de los bancos; por intermedio de ellos podía ir aumentándose la oferta de dinero, o llegado el caso, disminuirla bruscamente, y esto, virtualmente a discreción. Los recursos así proporcionados podían utilizarse para inversiones, para necesidades o superfluidades del consumo, o para los requerimientos del Estado. Las raíces del descubrimiento, o en todo caso su primera mani -1 festación moderna, datan de los siglos XIII y XIV, y se encuentran en Italia: primero en Venecia, y poco después, en las ciudades del valle del Po.* Hasta tal punto se identificaron con Italia las actividades bancarias y la profesión de prestamista, que en Londres, con el tiempo, la calle donde se desarrollaban recibió el nombre de Lombard Street. No obsta nte, los h isto riad o res acuerdan u n papel precu rso r y destacado al Banco de Amsterdam, que, a partir de 1609, al reci b ir sum as de m oneda de div ers os cuños y concie nzudam ente ad u lterada, procedía a pesarla, verificaba la ley y su auténtico valor, y entregaba al depositante un recibo por el mismo. Pronto fueron estableciéndose otros bancos custodios en diferentes ciudades, tam bié n en los País es Bajos —R ott erdam , Delft, M iddelburg—, y co n el correr del tiempo se fundaron en el extranjero establecimientos similares. En un principio el Banco de Amsterdam era simplemente un lugar de depósito, donde quedaba almacenado un peso exacto de metal genuino, a nombre del depositante. Cuando éste pedía que su depósito fuera transferido a un acreedor —o sea, que se utilizara como medio de pago—, dicha moneda era trasladada al depósito del acreedor en cuestión. En esta forma, el total del dinero 1. V é a s e C h a r l e s F . D u n b a r , « T h e B a n k o f V e n ic e », e n T h e Q u a r t e r ly J o u r n a l o f E c o n o m i c s , vol. 6, nú m . 3 (abril de 1892), págs . 308335, y Fre deric C. Lañe. «V enetian Ban kers, 14961533: A Study in the Early Stages of Dep osit Banking», en T h e J o u r n a l o f P ol it i c a l E c o n o m y , vol. 45, nú m . 2 (a br il de 1937), pá gs . 187206.
I I I S I OK I A
DI -
I . A l í C O NOM I A
157
disponible para transferencias y pagos no podía exceder de la cantidad original depositada. Pero esto no duró mucho tiempo. En breve hubo quienes se dirigieron al banco no sólo para depositar dinero, sino también para to m arlo presta do. Una vez que lo habían hecho, depositaban el dinero así obtenido y abrían su propia cuenta. Ésta no tenía un respaldo monetario específico como antes, sino general, y podía utilizarse para hacer pagos y costear gastos. En adelante, lo mismo podía n utilizarse fondos constituid os de esta m anera que los de pósitos origin ales. Y así se creaba m oneda, exacta m ente como si hubiera sido acuñada con mineral extraído mediante una brutal faena en el Cerro de Potosí. Pero como beneficio suplementario de este notable acto de creación, el banco obtenía un ingreso en concepto de intereses. La creación de dinero, lejos de ser un acto desinteresado, daba resultados muy lucrativos. El préstamo, y la consiguiente creación de dinero, asumieron también otra forma. En vez de movilizar un depósito, transfiriéndolo mediante una orden de pago —es decir, emitiendo instrucciones por escrito, o un cheque—, el prestatario podía tomar su préstamo en billetes de banco. Éstos atestiguaban que el metal corres pondie nte se halla ba depositado, y que quie n los re cib ía podía a su vez dirigirse al banco y retirarlo. O bien, más probablemente, podía trasp asar los billetes a otro proveedor o acreedor. E n tretanto, el metal original quedaba en las cajas fuertes del banco y tam bién podía presta rse. Lo m ism o que había ocurrid o con los depósitos venía a suceder con los billetes: había vuelto a crearse dinero. Sumados, los depósitos y los billetes representaban un valor mayor que el del metal sobre el cual se basaban. Pero este método era completamente seguro y aceptable con tal que todos los interesados —depositantes originarios, prestatarios y poseedores de bille tes— no acudieran sim ultá neam ente a reclam ar m oneda m etálica. Mientras no se suscitara ningún temor, pánico o rumor que pusiera en tela de juicio la competencia y la solidez del banco —posibilidad de ningún modo despre ciable—, ello no te nía por qué ocurrir. Dados los beneficios que podían obtenerse de esta fabricación de dinero —o sea, los intereses provenientes del fácil y cómodo acto de prestar—, es obvio que podía suscitarse la tentación de abusar de este maravilloso procedimiento. A causa de tal tentación se crea-
158
J OHN
KHNNi ; I II OAI II KAi I II
ron los bancos centrales y gran parte de la estructura reguladora b an ca ria m o dern a. D ota dos de d istin to s privilegio s, en tre ellos, en épocas posteriores, el derecho exclusivo a emitir papel moneda, fueron estableciéndose los bancos centrales, siendo el Banco de Inglaterra el ejemplo más significativo en 1694. Tales instituciones procedieron lu ego a reg u lar los p ré stam o s y la creació n de d inero por p a rte de los dem ás b ancos, p a ra lo cual ap licaro n m ed id as disciplinarias tan molestas como la devolución a éstos de su papel moneda para que lo convirtieran en metálico o la imposición de saldos de reservas mínimos como garantía de los depósitos: a esta cuestión nos referiremos más adelante.
El útimo gran paso para darle al dinero su personalidad autónoma y característica se dio cuando los monarcas, príncipes y parlamentos advirtieron que la creación de dinero podía sustituir a la recaudación de impuestos, o servir como alternativa para la obtención de préstamos concedidos por financieros demasiado sober bio s o reti centes. E ste d escu b rim ien to y a se h ab ía p refig u rad o d u rante el Imperio romano, cuando se rebajó el contenido metálico de la moneda para poder efectuar un mayor volumen de pagos con una cantidad determinada de metal, evitando así la imposición de nuevos tributos para satisfacer las necesidades de los em p erad o res y del E stado . Pero en té rm in o s m o dern os el d escu b rimiento tuvo lugar con el empleo generalizado del papel moneda. A partir de entonces, aplicando el mismo método que se ha descrito en el caso de los bancos, el Estado se dedicó a acumular moneda metálica, almacenándola en la tesorería oficial y emitiendo billetes que daban derecho a retirar la cantidad correspondiente de dicho depósito. También podía actuar así un banco que representara al gobierno. Una vez implantado este sistema aparentemente inocuo, venía a resultar prácticamente inevitable, asimismo, que el valor de los billetes puestos en circulación superase el del metal que los garantizaba. En tiempos normales podía suponerse que, mientras la emisión de papel moneda fuera objeto de una razonable restricción, no todo los depositantes irían simultáneamente a reclamar el dinero metálico al que tenían derecho. Pero subsistía siempre la tentación de pagar en papel los gastos habituales o urgentes del Estado, en vez de recurrir a la alternativa
i n s ro R i A
DI': i .a
i x ü n o m i a
159
tos. La necesidad, y no la prudencia, resultó ser el factor determinante. A veces, como ya se ha indicado, los billetes era emitidos por un banco central o patrocinado por el gobierno. En Gran Bretaña estas emisiones, a cargo del Banco de Inglaterra, contribuyeron a financiar las guerras contra Luis XIV durante los últimos decenios del siglo XVII. Algo parecido ocurrió en Francia, de 1716 a 1720, cuando John Law, quizá el más inventivo estafador de todos los tiempos, rescató al incompetente regente, Philippe, duque de Orleans, abrumado por los problemas fiscales mediante los billetes emitidos por la Banque Royale. Pero no era indispensable contar con un banco central; en efecto, tanto el papel moneda de las colonias británicas en Norteamérica antes de la Revolución como los assignats que ayudaron a financiar la Revolución francesa, los billetes co n ti n en ta le s con que se pagó a los ejé rc itos de W ash in g ton y los greenbacks de la guerra civil estadounidense, fueron todos emitidos directamente por los gobiernos. Y cuando el Estado no pudo ya re sp a ld a r m ed ia n te reservas m etáli cas el p ap el m oneda emitido, procedió una y otra vez a suspender la conversión de los billetes en monedas. Una nueva frase vino así a incorporarse al léxico económico: «Flan abandonado el patrón oro.»
Una vez reconocidas las diversas manifestaciones de la personalidad propia asum ida por el dinero cosa que rara vez se h a c e resulta posible entender fácilmente las opiniones y polémicas que el dinero ha suscitado en el marco del pensamiento económico. Por ejemplo, todas las revoluciones modernas —la norteamericana, la francesa, la ru sa — han sido financiadas m ediante em isiones de papel m oneda. A p e sa r de que la s re volu cio nes m ism as, en p a rticular la de Francia y la de los Estados Unidos, son muy celebradas y admiradas, los historiadores no cesan de deplorar los billetes con los que se financiaron.^ 2. E n f o r m a s i m i l a r s e h a d e p l o r a d o , c o m o y a d i j im o s , e l p a p e l d e l o s b a n c o s e n l a c r e a c i ó n d e d i n e r o , p o r l o m e n o s e n l o s c a s o s m á s e x t r a v a g a n t e s . E n 1 72 0, e l p r í n c i p e d e C o n ti , h a b i e n d o p e r d i d o l a c o n f i a n z a e n lo s b i l l e te s d e la B a n q u e R o y a l e d e L a w , l e e n v ió u n f aj o d e é s t o s p a r a s u c o n v e r si ó n . S e g ú n u n a l e y e n d a s u m a m e n t e d i s c u t i b l e , le tr a j e r o n e n t r e s c a r r e t a s e l o ro y l a p l a t a c o r r e s p o n d i e n t e s . Y a r e n g l ó n s e g u i d o e l r e g e n t e o r d e n ó al príncipe que devolviera el metálico al banco. Al cabo de un tiempo , tanto él como otros p o s e e d o re s d e d ic h o s b il le te s p e r d e r ía n s u m a s im p r e s io n a n te s . A ra íz d e el lo , d u r a n t e to d o el si g lo s ig u i e n t e l a o p i n i ó n p ú b l i c a m i r ó a l o s b a n c o s d e F r a n c i a d e m a n e r a m á s q u e suspicaz.
160
K ) l tN K I . NNI
I II ( . Al I IKAI I II
La polémica sobre la utilización del papel moneda como sustituto de los impuestos comenzó en Estados Unidos antes de la Revolución. Casi todas las colonias recurrían en mayor o menor medida a esa práctica. Las de la región central (Pensilvania, Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Maryland) emitían papel moneda p a ra p a g a r su s g asto s, en general p ru d en tem en te y sin ex tralim itarse. E n cam bio, Rhode Island, C arolina del Su r y M assa ch use tts actuaron con mucha menor discreción: el primero de esos tres estados, en rigor, observó al respecto una conducta sencillamente desenfadada, y sus billetes eran objeto de menosprecio, y quizá de alarma, hasta en Massachusetts. Ep las colonias de la región central, como han llegado por cierto a admitirlo algunos estudiosos de épocas recientes,^ la moderada emisión de papel moneda sirvió de forma subsidiaria para estabilizar los precios y estimular la actividad económica. Sobre este p artic u lar se suscitó y a p o r entonces u n a polé m ic a que d om in aría la política estadounidense durante los 150 años siguientes. Se trataba de dilucidar si debía utilizarse deliberadamente el dinero para influir —de m odo fav ora ble — sobre los precios, satisfaciendo a la vez las necesidades de capitales. Esta práctica era promovida es pecialm ente en las zon as fro n terizas y en el secto r agríc ola . M ediante el dinero creado por los bancos podían adquirirse tierras, ganado y maquinaria agrícola; el papel moneda o la plata libremente acuñada podían mejorar los precios y facilitar el reembolso de las ^ eu d as . En cambio, los centros bien establecidos del comercio y\la industria, que contaban en definitiva con el enérgico apoyo de los mejores publicistas económicos, resistían enconadamente esa acción. El dinero debía ser neutral en sus efectos sobre la economía. En particular, debía mantenerse escaso y valioso, como naturalmente deseaban quienes ya lo poseían. En la historia de la economía política es la opinión conservadora la que ha gozado siempre de aprobaeión casi universal. El concepto que se tenía en las regiones fronterizas del dinero como fuerza estimulante no prevaleció en las colonias; es más, ni siquiera llegó a imponerse cuando recibió la aprobación de un personaje tan importante como Benjamin Franklin. En 1751 el Parlamento de Londres, expresando la opinión admitida, prohibió la emi
3. E n p a r t i c u l a r , R i c h a r d A . L e s t e r , e n M o n e ta r y E x p e r i m e n t s : E a r ly A m e r ic a n a n d R e c e n t S c a n d in a v ia n ( P r i n c e t o n , P r i n c e t o r i U n i v e r s i t y P r e s s . 1 9 3 9 ) .
HIMOKIA
1)1
I A
1(
ONOMI A
IM
Moii de más papel moneda en Nueva Inglaterra, y aproximadamente diez años después extendió esta prohibición a las demás eolonias. Hasta tiempos muy recientes, esta medida fue considerada por los economistas como un acto de sabia y necesaria restric i lón. En 1900, Charles J. Bullock, un a de las au to rid ad es m ás res pi’ta d as en m ate ria de hacie nda públi ca co lo nial (y ta m bié n co ntem jKiránea), se re firió a los experim ento s m oneta ri os colo nia le s co m o «un carnaval de fraude y corrupción» y «un cuadro oscuro y lamentable». La medida restrictiva del Parlamento le parecía «saludable».'^ Davis Rich Dewey, otro experto monetario muy respetado de la misma generación, observó que «una parte considerable de la po blación, p arti cu larm en te en la s prin cip ale s ciu d ad es del E ste [de los Estados Unidos], se abstuvo de intervenir en la revuelta contra Inglaterra, no tanto por oponerse a ella como por temor a que la independencia acarreara emisiones excesivas de papel moneda, con lodos los trastornos consiguientes para los asuntos comerciales».^ Una cosa era la independencia, y otra dar gusto a quienes veían en el dinero un instrumento utilizable para su provecho personal. Los billetes llamados continentales, que financiaron la Revolución norteamericana, habiendo servido como sirvieron de sustituto de impuestos, o quizá podría decirse de un sistema impositivo, .suscitaron expresiones de repudio similares; gracias a ello se per petu ó en el vocabula rio n o rteam erican o u n a exp resió n de a b ru p ta y total condena; «no vale un continental». Algo parecido sucedió con los greenbacks, que el secretario de Hacienda Salmón P. Chase utilizó de modo bastante atinado para contribuir a la financiación de la guerra civil.^ La palabra «greenback» continúa hasta la fecha denotando algo profundamente despreciable. Y son pocos los autores que han precisado las alternativas ante las que se encontraba Chase.^ En definitiva, los resultados no fueron tan devasta 4. C ha rles J. Bullock, E s s a y s o n th e M o n e ta r y H is to r y o f th e U n it ed S t a t e s ( N u e v a Y o r k, M a c m i l la n , 1 9 00 ; G r e e n w o o d P r e s s , 1 9 6 9 ); p á g S ; 4 3 y s s . 5. D a v i d R i c h D e w e y , F i n a n c i a l H i s t o r y o f t h e U n i te d S t a t e s , 10.® edic ión (N ue va Y o r k , L o n g m a n s , G r e e n , 1 9 2 8 ) , p á g . 4 3. 6 . A c t it u d q u e d i s t a b a m u c h o d e s e r c o r r e c t a d e s d e el p u n t o d e v i s ta c o n s t it u c i o n a l . En efecto, la Constitución, haciéndose eco de la reacción contra el exceso colonial y la n e c e s i d a d r e v o l u c io n a r i a, p r o h i b í a l a e m i s ió n d e p a p e l m o n e d a p o r lo s E s t a d o s , y t a m b ié n , ¡a y !, p o r el G o b ie rn o F e d e ra l. 7. M e r e c e u n a e x c e p c ió n el d i s t in g u i d o h i s t o r i a d o r d e l a e c o n o m í a C h e s t e r W h i t n e y W r i g h t, d e q u i e n , s i n e m b a r g o , s e r í a d i fí c il a f i r m a r q u e j u s t i f i c ó l a e m i s i ó n d e l o s g r e e n backs. E n s u o p i n i ó n , ( d o s p r i n c i p a l e s e r r o r e s e n l a f i n a n c i a c i ó n d e l a g u e r r a f u e r o n l a o m i si ó n d e a p l i c a r i m p u e s t o s e n f o r m a r á p i d a y v i g o r o s a , y la u t il iz a c i ó n d e p a p e l m o n e d a , c o n t o d o s l o s m a l e s c o n s i g u i e n t e s » . E c o n o m ic H is to r y o f th e U n it e d S ta te s , 2.® e d ic i ó n ( N u e v a Y o r k, M c G r a w H i l l , 1 9 4 9 ) , p á g . 4 4 3.
162
J O H N KI N Nl ' l l l ( , AI H K A I l l l
dores, pues, en un país despedazado por cuatro años de aterradoi' conflicto, una mera duplicación de los precios fue, por lo menos desde el punto de vista actual, poco menos que un milagro. La adopción del papel moneda por parte de la Confederación, obvio es decirlo, fue todavía más vigorosamentte condenada. El más eminente historiador norteamericano de su época observó sin aire de sorprenderse que (dos autores nordistas que tienen en cuenta el aspecto económico han solido atribuir el desastre de la Confederación a su papel moneda, sus excesivas emisiones de bonos y sus expropiaciones)).* Aún en nuestros días se oye una y otra vez la advertencia de que el déficit público no debe financiarse mediante (da emisión de papel moneda». Todo esto revela hasta qué pu nto la s actitu des y expre sio nes contem poráneas están a rraig adas profundamente en la historia.
A medida que la civilización fue extendiéndose hacia el Sur y hacia el Oeste en Estados Unidos, durante las primeras décadas de la independencia, los colonos de las regiones que llegarían a convertirse en los estados de la frontera y del Medio Oeste se dedicaron con entusiasmo, como ya se ha dicho, a la creación de bancos, y por in term edio de éstos, a la cre ació n de din ero . Los préstam os que en ese proceso se otorgaron, y el dinero así creado, posibilitaron la implantación de la agricultura y del comercio. Se trataba de entidades que los estados autorizaban oficialmente y que la am pli a in icia tiv a ab aste cía de recursos. E n resp u esta a esta dem anda, se consideraba que toda localidad lo suficientemente grande como para contar con una iglesia, una taberna o una herrería reunía las condiciones para la instalación de un banco.^ ((Otras em p resas y m ás de u n com ercia nte o artesano, se pusieron a em iti r “m one da”. H asta los barbe ros y los tabernero s com petían con los bancos a este respecto... Casi todos los ciudadanos se creían a sistidos por el derecho constitucional de emitir dinero.))*^ Estas actitudes en exceso tolerantes, entraron, como podía esperarse, en vio
8. E d w a r d C h a n n i n g , A H is to r y o f th e U n it e d S ta te s ( N u e v a Y o rk , M a c m i l la n , 1 9 25 ), v o l. 6, p á g . 4 11 . M e h e re f e r i d o m á s e x t e n s a m e n t e a e s t a s a c t i t u d e s e n « T h e M o v i n g F in g e r S t i c k s » , T h e L i b e r a l H o u r ( B o s t o n , H o u g h t o n M i f f li n , 1 96 0 ) , p á g s . 7 9 9 2 . 9 . N o r m a n A n g e l í, T h e S to r y o f M o n e y ( N u e v a Y o r k, F r e d e r i c k A. S t o k e s , 1 9 2 9 ), p á gina 279. 10. A . B a r t o n H e p b u r n , A H is to r y o f C u r r e n c y in th e U n it e d S ta te s ( N u e v a Y o r k . M a c m i l la n , 1 9 1 5 ) , p á g . 1 0 2.
mSlOKIA
1) 1-,
I. A l ' C ONOMI A
163
lenta colisión con las opiniones e intereses conservadores. Era evi ticnte que el dinero tenia doble personalidad, y que las dos partes se oponían radicalmente entre sí. La lucha consiguiente tuvo pronto su foco sucesivo en dos instituciones, llamadas ambas «el Banco de los Estados Unidos», la prim era de ell as fu n d a d a en 1791 y extin g u id a en 1811, y la segunda, que duró de 1816 a 1836. Se trató en uno y otro caso de entidades privilegiadas que hacían la competencia a los bancos de los estados, creados sin mayores formalidades; eran también agentes financieros exclusivos del Gobierno Federal, y afortunados de positario s de su s fondos. Pero, lo que es m á s im p o rta n te , en su carácter de agentes del estrato social dominante y conservador de la región del Este, actuaban como muy ingratos celadores de los ban cos h ab ilit ad o s po r los esta d o s. Só lo a c e p ta b a n los b ille tes de los bancos menores que garantizaban su conversión en metálico. Al recibir esos billetes, el Banco de los Estados Unidos se los devolvía tranquilamente para que los convirtiera, procedimiento éste que los creadores del papel moneda se proponían y esperaban evitar, al menos parcialmente. En consecuencia, como es de suponer, la existencia del banco federal se convirtió, durante los dos períodos citados, en el principal problema político del momento. Y la oposición que provocaba fue aumentando a medida que la po blación y el peso de l p o der político se d e sp la z a b a hacia el O este. Su suerte quedó sellada con la elección, en 1828, de Andrew Jack son, presidente de probada fidelidad a los intereses de la región occidental. Durante un tiempo siguió librándose una guerra limitada entre el presidente y Nicholas Biddle, jefe ejecutivo del segundo banco, pero finalmente resultó decisiva la oposición política a esta entidad, reforzada por las objeciones de algunos banqueros del Este, partidarios de la tolerancia, a quienes también les parecía inconveniente la disciplina. Y la suspicacia hacia esas entidades hubo de persistir. Pasaron más de ochenta años antes de que la opinión política estadounidense admitiera un tercer intento de establecer una fuerza disciplinaria, que en este caso fue el Sistema de la Reserva Federal. Como ha podido observarse, la era de la banca libre y el período que la sucedió, relativamente plácido, favorecieron plenamente el desarrollo económico. Los agricultores y los pequeños comerciantes de la frontera obtuvieron préstamos y así pudieron com p rar ganad o, m aq u in a ria y o tr o s b ie nes de capita l, lo q u e le s h a -
1 6 4
J O H N K T. NNI
I I I ( , A I I I K Al I I I
b ría re s u lta d o im p o sib le si el em p ré stito y la creació n de din ero hubieran estado sometidos a limitaciones más severas. Pero el pensamiento clásico respetable no admite esa realidad ni siquiera actualmente. La banca libre es tenida por un capítulo nefasto de la historia económica estadounidense, y a Andrew Jackson, con salvedad de sus restantes cualidades, se le considera como una aberración desde el punto de vista financiero. Precisamente de ese período de banca libre provienen las modernas actitudes en materia de normativa bancaria. Mientras que se juzga innecesariamente gravosa la influencia ejercida por el Estado sobre las demás ramas de la actividad económica, nadie duda de que la banca representa un caso especial, objeto justificado de medidas más enérgicas.
Otros dos factores que contribuyeron decisivamente a plasmar las actitudes de la población estadounidense con respecto al dinero, durante el siglo pasado, fueron los greenbacks y la plata. Si bien la guerra civil había dado origen a esos billetes y al ámbito de irresponsabilidad financiera que los rodeaba, dio lugar también a q u e a b a n d o n a ra n W a s h i n g t o n l o s e s t a d i s t a s d e l S u r y d e l v a l l e meridional del Mississippi, partidarios de la liberalidad financiera. A consecuencia de ello, durante la guerra, y posteriormente, quedó interrumpida la corriente emisionista de papel moneda. En el caso de los bancos de los estados, los billetes fueron sometidos a una imposición punitiva; la emisión de papel moneda se reservó únicamente a los nuevos bancos nacionales, bajo la garantía de bonos del go bie rn o d e p o sit ad o s en fir m e en el Tesoro . E n 1866 se adoptaron disposiciones encaminadas a ir retirando los greenbacks ordenadamente, a saber, diez millones de ellos durante los primeros seis meses, y luego, a razón de cuatro millones por,mes. Finalmente, en 1873, al adoptarse una nueva medida que pareció entonces inocua, el país retornó al patrón oro. Y se abandonó asimismo la acuñación de plata, con la pequeña excepción de la moneda destinada al comercio con Oriente. La plata siempre había escaseado en relación con el oro. Por 23,22 gramos de oro resultaba posible comprar un dólar en la Casa de la Moneda, mientras que con los 371,25 gramos de plata que costaba esa misma operación era posible obtener más de un dólar vendiendo el metal a un particular. La tasa aceptada, aunque no antigua, de 16 partes de plata por una de oro había sido adversa a
IIISIDKIA !))■: I.A i:C()N()MlA
165
la plata, pero en un momento dado, con la abundancia de este metal originada por las nuevas minas del Oeste estadounidense, venía a resultar excesivamente favorable. Por consiguiente, se eliminó la plata del sistema monetario. Era demasiado abundante. En 1879, como medida final para volver a proporcionar una base sólida a la moneda norteamericana, se decretó la plena convertibilidad en oro de los greenbacks que todavía circulaban. Entretanto, durante esos años fueron disminuyendo los precios al consumo, y en particular los de los productos agrícolas, desde un índice medio de 162 en 1864 (en comparación con 100 durante el período de 19101914) a 128 en 1869 y a la escuálida cifra de 72 en 1879.^' Ello originó un nuevo y muy acalorado debate acerca de la personalidad apropiada del dinero. Ya no se trataba de su empleo como sustituto de los impuestos o de su creación por parte de los bancos para beneficio del comercio y de la agricultura en la frontera; la controversia atañía a su papel en el aumento o la réduc ción del nivel de precios. (Parte de la polémica fue originada, como llegaría a reconocerse más tarde, por la competitividad excepcionalmente vulnerable de los precios agrícolas.) Esta última disputa ha b ría de ser en m uchos asp ecto s la m á s e n c a rn iz a d a de to d a s. La caída de los precios fue atribuida al retiro de los greenbacks y su convertibilidad en oro; se alegó al respecto que si se emitieran más de esos billetes, los precios volverían a subir. La teoría cuantitativa del dinero había llegado a la pradera y a las llanuras de los Estados Unidos, no según la preconizaban los economistas, no como se enseñaba en las escuelas, sino como resultado de un instinto práctico. En 1878, el Partido de los Greenbacks, que se oponía al retiro total de los billetes y pedía, por el contrario, que se imprimieran más, obtuvo más de un millón de votos en dieciséis Estados, y con ellos, catorce parlamentarios. Era la primera vez en la historia que la política monetaria suscitaba semejante fuerza política. El Partido de los Greenbacks no consiguió que se ampliara la circulación de los billetes, pero se interrumpió su rescate y así quedaron en circulación hasta después de la segunda guerra mundial «greenbacks» por un valor aproximado de trescientos treinta millones de dólares. Pero esto sólo fue un comienzo. El monetarismo, que había crea 11.
O f i c i n a d e l C e n s o d e E s t a d o s U n i d o s , H is to r ia l S ta ti s t ic s o f th e U n it e d S ta te s , C o l o n i a l T i m e s t o 1 9 7 0, B i c e n t e n n i a l E d i t i o n ( W a s h i n g t o n , D . C ., 1 9 7 5 ) , 2.® p a r t e , p á g . 2 0 1 .
166
f Ol l N K I NNI I I I ( . \ I li li \| I II
do un partido político, procedió luego a capliiiar otro; el mismísimo Partido Demócrata, por intermedio de William Jennings Bryaii. Como la plata había llegado a resultar barata y abundante, su libre acuñ ación —p ar a us ar el lema entonces em plea do— en riqu ecería, según se opinaba, la oferta de dinero. Con más dinero en circulación, aumentarían los precios en general, y los de la producción agraria en particular. A la vez, las deudas y los tipos de interés seguirían inalterables, y en comparación con los precios de los productos agrícolas, el coste de los demás artículos aumentaría en menor grado. De modo que a las pretensiones de los mineras de la plata se sumaron las reclamaciones, mucho más potentes, de los agricultores. De unos y otros fue portavoz —¡la lengua de plata, n a t u r a l m en te!— W illiam Jen nin gs Bryan. Tres siglos despué s de que ese metal provocara la revolución de los precios del capitalismo mercantil, se esperaba que volviera a obrar la misma maravilla. No se sabe con certeza si Bryan y los demás partidarios de la libre acuñación de la patata, y del «Rescate nacional», que había llegado a denominarse «la cruz del oro», tuvieron plena conciencia de la posición central que habían asumido dentro de la gran corriente de la historia monetaria. Se llegaron a efectuar adquisiciones de plata como concesión a los agricultores y a los mineros de la plata, pero Bryan y su partido fueron derrotados tres veces en las elecciones nacionales. Una vez más, había triunfado la combinación de los intereses creados de la economía con lo que se consideraba una sólida política económica. Y todavía sigue victoriosa en los textos de historia relativos a aquella época, en los cuales William Jennings Bryan sobrevive, lo mismo que Jackson, como figura irresponsable e inacepta ble desde el p u n to de v ista de la econom ía , com o u n portavoz errante de masas ignorantes. Y sin embargo, podría alegarse que ningún político llegó jamás a representar mejor los intereses económicos de sus electores.
Como habrá podido observarse, las guerras monetarias del siglo p asa d o en E sta d os Unid os se lib raro n sin gran participación de los economistas y sin mayores disquisiciones académicas. Es más: las grandes batallas que acaban de describirse ni siquiera hoy se mencionan en las historias del pensamiento económico.
1 1 1 I
<» K' I A
I >1
I A
I
( ■) \ ( ) \ 1 l A
1()7
fún pcro , hac ia liiics de siglo, a m ed ida q ue los ec on om ista s pi'oie sionale s fu ero n ab rié n do se p aso en la s u n iv e rsid ad es n o rte a mericanas, pudieron llegar a hacerse oír acerca de los temas aquí examinados. Al dar su opinión, no se pusieron de parte de Bryan. Para ellos, la estricta aplicación del patrón oro era la expresión misma de la buena administración económica. No se concebía en aquel entonces que quien hablase en favor de los billetes de banco \ de la libre acuñación de la plata pudiera estar cualificado para impartir enseñanza a la juventud. En aquellos años. Charles Eliot, presid ente de la U niv ersid ad de H arv ard , aceptó en do nació n u n a suma de dinero de parte de David A. Wells, autor de obras importantes sobre temas económicos relativos al régimen fiscal y cuestiones similares en la segunda mitad del siglo XIX, p a ra re co m pensar perió dic am ente al a u to r de u n ensayo so bre econom ía política y costear la publicación del mismo. El Premio Wells sigue constituyendo hasta la fecha un señalado honor, aunque la cantidad en efectivo sea hoy insignificante, para los autores de tesis doctorales sobre economía en Harvard. Pues bien, cuando se instauró, se formularon instrucciones precisas para que no fuese otorgado a ninguna obra favorable a la depreciación de la moneda. Y en aquella época nadie opuso objeciones a lo que se consideraba un requisito razonable. Pero en aquellas mismas décadas se produjo una apertura que con el tiempo llegaría a representar una brecha considerable en la ortodoxia clásica, a saber, la tesis de que el dinero, o quizá cualquier otra mercancía, es un elemento pasivo y no manipulable en su papel de facilitar el intercambio. Un paso decisivo al respecto fue el nombramiento en 1898 de Irving Fisher (18641947), quien tenía entonces treinta y un años de edad, como profesor de economía política en Yale. Además de economista, Fisher fue matemático, inventor del número índice y de un sistema de ficheros que vendió por una buena suma a Remington Rand; uno de los primeros económetras, o sea, un precursor de la medición de los fenómenos económicos; fue defensor de la eugenesia; ardiente partidario de la Prohibición, en la que veía una poderosa herramienta para el incremento de la productividad del trabajo; y por último, sin ser lo menos importante, un especulador desastroso para sí mismo en la actividad bursátil. (En el otoño de 1929 llegó a la conclusión de que la bolsa había alcanzado un nuevo límite superior de cotizaciones, y actuando sobre la base de tal presunción perdió, según
168
lOllN
K l . N N l . 1II
( j A I I t K A I
I II
se dice, entre 8 y 10 millones de dólares n e t o s . A h o r a bien, es indiscutible que, junto con Thorstein Veblen, quien le precedió pocos años co mo estud iante en Yale, Irving F is her fue uno de los dos economistas más interesantes y originales de Estados Unidos. En 1911, en su obra The Purchasing Power of Money,^^ Fisher dio a conocer su inmortal contribución al pensamiento económico, o sea, su ecuación de cambio. Según él, los precios varían según el volumen de dinero en circulación, habida cuenta de su velocidad o ritmo de circulación y del número de transacciones en que se utiliza. En la siguiente ecuación, que no puede asustar a nadie, p
^
MV + M 'V T
P representa los precios; M, la cantidad de dinero en circulación; V, su velocidad o ritmo de circulación; M', los depósitos banca rios en cuenta corriente (utilizables como dinero por los bancos); V, la velocidad de circulación de tales depósitos, y T, el número de transacciones, o sea, aproximadamente, el nivel de la actividad económica. En ella está implícito el concepto de que la tasa de gasto del dinero es más o menos constante, y que el volumen de transacciones es relativamente estable a corto plazo. De modo que un aumento o una disminución de M o de M', magnitudes presuntamente expuestas a la acción y a la fiscalización del Estado, afectan directamente el nivel de los precios. N in guna o tr a fórm ula m atem áti ca en ec onomía, y quiz á ninguna otra en la historia, con excepción de la de Albert Einstein, ha llegado a adquirir mayor fama, y continúa disfrutándola sin mengua hasta la fecha. Con ella, el mismo Fisher originó la noción seriamente sediciosa de que modificando la oferta de dinero en la ecuación de cambio sin alterar los demás términos, en especial la velocidad y el volumen de las transacciones, es posible subir o b ajar el nivel de los precio s. Los m ovim ie nto s ascendente s podían detenerse reduciendo la oferta de dinero, y, lo que era más urgente en aquellos días, los precios podían elevarse medíante el incremento de dicha oferta. Con la ecuación de cambio nació el aparato teórico del monetarismo, que sería objeto del más intenso debate económico durante los decenios de 1970 y 1980. 1 2. I r v i n g N o r t o n F i s h e r , M y F a th e r I r v i n g F is h e r (Nueva York, Comet Press, 1956), p á g . 26 4. 13. Nu eva York, M acm illan.
IIIMOKIA Dli LA LXONOMIA
169
Éste fue un paso de fundamental importancia y de impresionante alcance en la historia de la economía. Anteriormente, la comunidad sabía por instinto que los experimentos monetarios coloniales, la emisión del papel moneda bancario en tiempos de Jack son, los greenbacks y la libre acuñación de la plata habían ejercido un efecto sobre los precios. Y ahora venía Fisher a otorgar respetabilidad a ese instinto, aunque sin adjudicarle todavía un carácter completamente oficial; a la vez, sentaba con ello la noción de que el Estado, o alguna autoridad por él delegada, tenía el deber de asumir, de forma deliberada y directa, la administración de la oferta monetaria, regulando el nivel de los precios. Posteriormente, durante los primeros años de la Gran Depresión, Fisher y sus discípulos pasarían a ocupar el centro de la atención en materia de política económica: ellos preconizaron, y en cierta medida llegaron a establecer, un plan destinado a contrarrestar la desastrosa deflación de los precios que por entonces se experimentaba. Con Fisher, la larga historia del dinero entró en la era moderna. La ecuación de cambio constituye el marco en el que se encuadra la influyente prédica del profesor Milton Friedman, a quien nos referiremos posteriormente. Regulando con firmeza la oferta de dinero, y permitiéndole que aumente sólo en la medida en que se incrementa el volumen de las transacciones, los precios alcanzarán la estabilidad, aunque ello demore algunos meses. En los años siguientes se plantearía el problema de determinar qué es realmente el dinero en el mundo de la banca moderna, pues los ahorros de libre disposición, el respaldo de las tarjetas de crédito, las líneas de crédito por utilizar, serían otros tantos factores que ha brían de desem peñar la fu nció n de la m oneda, parale la m ente con el dinero en efectivo disponible y con los depósitos en cuenta corriente. Además, se suscitaría asimismo otra cuestión más seria, respecto de cómo, en términos prácticos, podría regularse el papel desempeñado por el dinero. Y por último, se despertaría una preocupación en cuanto a la posibilidad de que el intento de reducir o regular la oferta monetaria llegara a producir, al contrario, un efecto poderosamente negativo sobre T, con secuelas particularmente dolorosas para la producción industrial y el empleo. Pero todos estos refinamientos tendrían lugar más tarde; con Irving Fisher y con su ecuación de cambio se proyectó de cuerpo entero en el presente la tradicional preocupación por el dinero, particularmente sensible en Estados Unidos.
XIII.
FOCOS DE INTERÉS EN ESTADOS UNIDOS EL COMERCIO Y LOS MONOPOLIOS; LOS ENRIQUECIDOS Y LOS RICOS
Durante el siglo pasado, Estados Unidos, como se ha dicho frecuentemente, eran un mundo de tierras cada vez más productivas, de vida cada día más próspera y de creciente bienestar. La civilización y el incremento demográfico iban impulsando las áreas cultivadas no hacia los peores suelos, sino hacia los mejores. Los valles boscosos de Nueva Inglaterra eran más fértiles que las colinas en las cuales se habían instalado al principio los colonos, y tam bién eran m ás fe ra ces la s exte nsi ones cubiertas co n espesa tierra negra en Ohio, en Indiana y más allá. Ello determinaba una economía, no de empobrecimiento progresivo, sino al revés, de manifiesta mejoría, y a este mundo más optimista no se le aplicaba la dinámica económica del Viejo Mundo. Habría cabido, por tanto, suponer que en un marco de referencia tan distinto se podría haber originado una nueva ciencia económica, más orientada hacia la esperanza, y sin embargo, según hemos visto, la mayor aproximación a la verdad es que durante casi todo este período no se publicaron en Estados Unidos estudios serios sobre temas económicos. Algunos investigadores apro pia dam ente in spir ados h an puesto em peño en tra ta r de d escu b rir un sistema peculiar y exclusivamente norteamericano, pero con escasos resultados coherentes. Una vez más se comprueba que el estudio de la economía es fomentado por la presencia visible del infortunio y la desesperación, mientras que el éxito, la propia estima y la satisfacción no llegan a inspirar de forma comparable. Pero se han dado también otros motivos que explican la ausencia de lo que podría considerarse como un pensamiento económico verdaderamente norteamericano. Estados Unidos era, en aquellos tiempos, un país de granjas familiares explotadas por sus pro
17 2
l OII N KI:NN1 II I (. AI IIHAI I II
pie ta rio s. Las superfic ie s de las parcela s respectivas eran p ara ese efecto muy adecuadas; los 160 acres [aprox. 65 ha.] que habían sido acordados a cada jefe de familia por las Hom estead Acts [leyes de asentamiento rural familiar] de 1862, conforme a la evaluación general de la superficie que se consideraba apta para el mantenimiento de una familia, constituían un vasto lote según la noción europea , y en realidad , seg ún cua lqu ier noción que se aplicara. Y ningún designio económico ha sido jamás recibido con una apro bació n ta n cercana a la univ ersalidad, a la vez por los particip an tes y por los observadores exteriores, como la venerada granja familiar. Esta aprobación social redujo aún más la necesidad de proceder a estudios y debates en materia económica. Y lo mismo sucedió, hasta la guerra civil, con el sistema de pla nta cio nes y de escla vism o en los esta dos del Sur. Las rem uneraciones y los gastos en concepto de salarios estaban fuera de cuestión, como en tiempos de Aristóteles, a consecuencia de la esclavitud, y lo mismo que en la antigua Grecia, el tema del esclavismo dirigió el foco de atención más hacia las cuestiones éticas y morales que hacia las económicas.
Pero si bien en Estados Unidos no se prestó mayor atención a los temas centrales de la economía clásica ni a los ataques que le dirigieron los marxistas y otros sectores, no dejó por ello de librarse una apasionada discusión sobre toda una gama de asuntos económicos eminentemente prácticos. Entre ellos se contaron los aranceles, los monopolios, el comportamiento social y la defensa de los muy ricos, y, en términos más urgentes, como se ha referido en el capítulo anterior, las diversas cuestiones relativas al dinero. Hacia fines de siglo las universidades crearon cátedras de economía política, que pronto pasarían a denominarse de «economía» a secas, pero sus titulares se limitaron, en forma generalizada, a, exponer por su cuenta la ortodoxia británica corriente. Había li bros de te xto norte am eric anos, pero los m is m os se b asab an desde luego en sus respectivos modelos ingleses, y no eran enteramente aceptados. La American Economic Association, fundada en 1885, constituyó inicialmente una manifestación de protesta contra el apoyo, de índole sumamente conservadora, otorgado al capitalismo industrial por la teoría clásica admitida y por su paralela adhesión al laissez faire. Y sin embargo, durante todo el siglo, como
III MOKIA
1)1
I.A
1(
ONOMIA
17.Í
lo lia observado el proicsor Robert Dorfman, cada norteamericano i lie su propio econom ista. La econom ía se mezcló de m an era in tliscriminada con la política, con la filosofía y hasta con la teología: «No hincarás la corona de espinas en la frente del trabajador. No cru cificarás a la hum anidad en una cru z de oro.»^ Sólo al finalizar el siglo surgieron dos figuras característicamente norteamericanas en el escenario de la economía: Henry George y Thorstein Veblen. De estos dos autores nos ocuparemos luego; antes debemos referirnos a las preocupaciones que les precedieron. A continuación de los bancos y del dinero, y de su adecuado carácter y apropiada regulación, el tema que motivó los debates más acalorados en materia económica durante todo el siglo XIX fue el de los aranceles. Éste comenzó a discutirse a partir del Rep ort on Manufactures de Alexander Hamilton, «quizá la más idónea presentación que se haya escrito en defensa del proteccionismo».^ Si bien Hamilton tenía en muchos aspectos una deuda para con Adam Smith, se apartó de él radicalmente en cuanto a las virtudes del libre cambio, terreno en el cual se jugaban los intereses de una joven nació n en competencia con la industria de un país m ás an tiguo, como Gran Bretaña. En la generación siguiente, este alegato fue reforzado por Henry Clay con la apología del «Sistema Americano», eufemismo utilizado para designar el desarrollo industrial bajo protecció n ara ncela ria. Lo mismo hizo Henry Carey, quie n, como ya se ha mencionado, instó a la promoción de la industria en equilibrio con la agricultura, y a la protección de las «industrias nacientes» de Estados Unidos, utilizando así una denominación que resultaría muy perdurable. Estas actitudes prevalecieron en los estados del Norte, pero el Sur, en cambio, era contrario a las políticas proteccionistas, en el deseo de poder exportar libremente sus productos a Europa e im portar a su vez artículo s baratos. Posib le m ente haya in fluid o tam bién en esta actitu d una prem onic ió n instintiva entre los plan tadores de que si se instalaban fábricas en los estados esclavistas. 1. W illiam Jennings Bryan, discurso ante la Convención N acional Dem ócrata en Chicago, 8 de julio de 1896, en S p e e c h e s o f W i l l i a m J e n n i n g s B r y a n (Nueva York, Funk & W agn alls, 1909), vol. I, pág . 249. 2. E rnest Ludlow Bogart, E c o n o m ic H is to r y o f th e A m e r ic a n P e o p le (Nueva York, Longman, Creen, 1930), pág. 388.
174
J OH N K l . N N l V m
(i Al.HKAm i
la esclavitud no sobreviviría mucho tiempo, ya que se trataba de una institución agrícola. El otro problema de la protección arancelaria —que exige una ard ua reflexión toda vía en la ac tua lida d— lo constituía la ten de ncia de los aranceles, que entonces eran todavía la principal fuente de ingresos para el erario público, a producir un molesto superávit en el Tesoro federal. En todo el cuarto de siglo siguiente a la guerra de 1812 dicho excedente fue endémico; durante dieciocho de los veintiún años transcurridos entre 1815 y 1836, el presupuesto presentó superávit, y hacia el último año la deuda federal se había saldado por completo. El excedente de los aranceles llegó a considerarse como un urgente problema, y el dilema era o bien devolver esos recursos a los estados, o gastarlos en obras o actividades de fomento dentro de la nación, medida que muchos juzgaban desacertada o anticonstitucional.^ Este problema encontró alivio a corto plazo, aunque no sin dolor, gracias a la depresión o recesión (como ahora se la llamaría) de 1837, la cual, lo mismo que otra recesión sobrevenida veinte años después, redujo muy notablemente los ingresos aduaneros. Empero, el problema del excedente del Tesoro constituyó un importante argumento para quienes se oponían en aquellos años a los aranceles en cuestión, como sucedería otra vez, en menor grado, cuando en el decenio de 1880 volvió a producirse un superávit imprevisto. No obsta nte , a m edia dos de siglo la G uerra de Secesión puso fin a las dos principales tendencias opuestas al proteccionismo. Los senadores y representantes del Sur ya no se encontraban entonces en Washington y no podían seguir oponiendo resistencia, y en vez de existir un superávit la emergencia bélica motivó urgentes necesidades de fondos. De ese modo, durante los setenta años siguientes las fuerzas favorables a las tarifas protectoras camparon por sus respeto s. El in cre m ento de las m anufactu ras y de la producción nacional de minerales y otras materias primas contribuyó a aumentar su poder, y la culminación de sus esfuerzos se produ jo con la adopció n de la ley Sm oothH awley sobre arancele s de 1930, la cual estableció aranceles comprendidos entre el 40 y el 50 por ciento del valo r de la im porta ció n. Es ta política encon tró apoyo en elocuentes racionalizaciones eco ' 3. Véase C atherine Ruggles G errish, «P ublic Fina nce an d Fiscal Policy, 17891865)), en T he G r o w t h o f th e A m e r i c a n E c o n o m y , 2.^ edición, bajo la dirección de Harold F. Wil liam son (N uev a York, Pren ticeHa ll, 1951), pág s. 296310.
IIIMOKIA
1)1
I . A l ' C O N O MI A
175
nómicas. El argumento de las industrias nacientes, o incipientes, fue cayendo en desuso de manera muy gradual, lo mismo que la p ropuesta de Henry Carey de econom iz ar g asto s de tra n sp o rte m ediante fabricaciones locales. Se argumentó, en cambio, que debía prote gers e el nive l de vid a no rte am eric ano , y tam b ié n , con sen ti do de urgencia, que las importaciones baratas ponían en peligro los salarios de los trabajadores estadounidenses, si bien a este res pe cto era sugestivo el silencio de los porta voces de tal p reo cu p ación cuando se fijaban o negociaban los salarios laborales. Ahora se hablaba de aranceles «científicos)), que exigían una cuidadosa equivalencia de los costes de producción nacionales y extranjeros. En realidad, como llegó a reconocerse intuitivamente, el proteccionismo era una manifestación de influencia por parte de los industriales, impulsados por una codicia bastante descarada. Cuando a fines de siglo llegó por último la hora de examinar formalmente las cuestiones económicas, no fue extraño que los economistas norteamericanos se ocuparan del proteccionismo más que de cualquier otro tema, hasta el punto de que éste llegó a constituirse en una grave preocupación. Pero mientras que los intereses económicos predominantes auspiciaban tarifas aduaneras elevadas, los economistas, excepcionalmente, se declararon en contra. La ortodoxia clásica británica, y su defensa de la política comercial li bera l, a tra v esaro n el A tlántico con to do su p rís ti n o vigor, h a s ta el p unto de que en el p rin cipal libro de te xto n o rte a m erican o de la época se sostenía que, con el libre cambio, «se importan mercancías que anteriormente eran fabricadas por industrias protegidas... El resultado final, dice el partidario del libre cambio, es que un mayor número de trabajadores irán a emplearse en las industrias más ventajosas, y se exportarán más mercancías a cambio de mayores importaciones; y los salarios se elevarán... gracias a la aplicación más productiva de la mano de obra. En todo este razonamiento, el partidario del libre cambio está acertado».^ A medida que fue pasando el tiempo, la ortodoxia económica llegó también a prevalecer en la formulación de las políticas oficiales. En 1930, a iniciativa de Clair Wilcox, profesor de economía
4. F r a n k W . T a u s i n g , P r i n c i p i e s o f E c o n o m i c s (Nueva York, Macmillan, 1911), vol. I, p ág . 515. E l p r o fe s o r T a u s s in g , d e la U n iv e r s id a d d e H a r v a r d , fu e d e le jo s el m á s in f lu yente maestro de economía política durante los primeros años del siglo actual, y desde 1917 hasta 1919 presidió la entonces flamante Comisión de Aranceles de Estados Unidos, la cual, sin embargo, no tuvo efecto perdurable sobre la política de comercio exterior.
176
l O l l N Kl . N Nt l l l ( l A l H K A i r i l
del Swarthmore College, que gozaba de la mejor reputación, y que fue ardiente defensor de una reglamentación liberal del intercam bio y luego uno de los prin cipale s arquitectos del Acu erdo General sobre Tarifas Aduaneras y Comercio (GATT), 1.028 economistas dirigieron conjuntamente, sin éxito, una petición al presidente Hoo ver para que vetara el proyecto de ley arancelaria de Smooth Hawley. En años posteriores el gabinete de Roosevelt, animado en esta cuestión por el secretario de Estado Cordell Hull, puso freno a la tendencia en pro de aranceles más elevados, mediante el programa de acuerdos comerciales recíprocos. A partir de entonces, Estados Unidos se comprometió a ceder ventajas en la misma medida en que otros lo hicieran. Así se puso en marcha un proceso, que duraría más de treinta y cinco años, favorable a la aplicación de menores aranceles con el apoyo casi unánime de los economistas norteamericanos. Este proceso puso de relieve asimismo la aparición de una solidaridad renovada del pensamiento económico estadounidense con los intereses económicos dominantes. Durante aquellos años —a saber, en el períod o com prendido por los decenios de 1930 a 1960— la industria y la agricultura norteamericanas, con algunas excepciones, competían eficazmente en los mercados mundiales. Las em presas tr ansnacio nales o m ultin acio nale s de E sta dos Unidos, ocu padas del traslado de m ate ria s prim as, com ponentes y producto s terminados entre diferentes fábricas y mercados en distintos países, en busca de los costes más bajos de producción, habían llegado a dominar el escenario, y consideraban que los aranceles eran en su mayor parte un obstáculo molesto. Y sin embargo, ya se sabía que en materia económica ninguna realidad es eterna. Durante las décadas de 1970 y 1980, la creciente competencia de las industrias japonesa, coreana y for moseña han debilitado considerablemente la adhesión estadounidense al libre cambio o al comercio libre. Se han renovado las peticiones en favor de la prote cció n —ahora , de la s ind u strias envejecidas y ma ltrechas de E stados Un idos— contra las jóvenes industrias de ultramar. Y con ello ha tenido lugar una previsible adaptación parcial del pensamiento económico. Especialistas prestigiosos de esta disciplina sostienen ahora la necesidad de una política industrial, eufemismo, como ya se ha visto, utilizado para designar un proteccionismo, ya sea mediante aranceles o cuotas de importación, o concediendo alguna forma de subsidio a la in-
HISIOKIA
1) 1.
I A i:( ( ) NU MI A
177
du stria nacional. A este asunto nos referiremos en u n capítulo posterior.
Si bien a fines del siglo pasado la ortodoxia clásica logró atravesar el Atlántico, la respuesta marxista a la misma no tuvo ocasión de hacerlo. Ello no obstante, en Estados Unidos se produjeron otras tres categorías de respuestas específicas, a saber, una acción resuelta contra el monopolio, la ya examinada adaptación al uso norteamericano del darwinismo social, y un ataque muy directo de Henry George y de Thorstein Veblen contra aquellos a quienes el sistema había enriquecido en sumo grado. La más fuerté de estas reacciones fue dirigida contra el mono polio, o, en la te rm in olo gía am eric an a, co n tra lo s trusts. En los años siguientes a la guerra de Secesión, había habido un espectacular despliegue de maniobras destinadas a controlar la competencia, algo que en principio tuvo un apoyo entusiasta, pero que luego a menudo fue deplorado en la práctica. Entre los monopolios se contaban coaliciones más o menos espontáneas; conjuntos de empresas en los cuales distintos fabricantes confiaban a una dirección común el rumbo de los negocios, para luego compartir los beneficios; trusts a los cuales los accionistas o los propietarios de compañías hasta entonces en competencia recíproca cedían sus acciones y el control de sus actividades; y compañías participati vas (holdings), de creación más reciente, en las que grupos de em p re sa s h a s ta ento nces en m u tu a com p ete ncia se s u b o rd in a b a n a la autoridad común de una compañía superior, poseedora de la mayoría de las acciones o de una proporción suficiente para ejercer el control del conjunto. Estas cortapisas a la competencia no podían conciliarse de ningún modo en términos plausibles con la teoría clásica, según la cual, como ya se ha visto, el monopolio constituye una grave anomalía, si bien con el atenuante de ser considerado excepcional. En una situación de monopolio los consumidores no tenían que pagar el precio óptimo al cual se cubrían meramente los costes marginales, sino que debían abonar un precio más elevado por la producción, menor que la óptima, que maximizaba los beneficios del monopolio. Tan grande era en los decenios de 1870 y 1880 la atención dedicada al «movimiento de las combinaciones», como llegó a llamarse, que el monopolio, y no la competencia, parecía ser la
178
JOHN k i : n n i :n i c í a i i i k a i i ii
norma. El caso más espectacular fue el de la Standard Oil. Esta empresa no sólo procedió en 1879 a la unificación generalizada de sus anteriores competidoras, luego de haberlas adquirido, sino que no vaciló en rebajar los precios del petróleo y en aceptar pérdidas en algunas zonas del país para eliminar a las firmas independientes. Hecho esto, aumentaba los precios para resarcirse del lucro cesante. Y a la vez negociaba para obtener tarifas de fletes excepcionalmente favorables, obteniendo rebajas no sólo en función de su pro pio volu m en de cargas, sino ta m bié n del de sus com petidore s. Estas agresiones contra los intereses del público y de los eventuales competidores motivaron la adopción en 1887 de la Ley de Comercio Interestatal, destinada a prohibir las más dolorosas manifestaciones de «combinación» y la consiguiente manipulación de los precios por parte de los ferrocarriles, y tres años más tarde, de la inmortal Sherman Act, que llevó al plano legislativo el repudio de la opinión pública contra el monopolio, estipulando que «en virtud de la presente hoy se declara ilegal todo contrato, combinación bajo la forma de monopolio o de otro modo, o cualquier cons piración, te ndente a restrin g ir el in te rcam bio o el comercio entr e diversos Estados, o con naciones extranjeras». Posteriormente se adoptaron normativas más específicas para los ferrocarriles, y, bajo Woodrow Wilson, un reforzamiento adicional y más minucioso de la legislación antimonopolista, mediante las leyes Clayton Antitrust Act y Federal Trade Commission Act. La Sherman Act, y las leyes que la complementaron, captaron el interés y excitaron la imaginación de los economistas norteamericanos con una intensidad sin precedentes, fenómeno que habría de prolongarse durante todo un siglo. La razón de ello es induda ble: gracias a e sta le gislació n, el apoyo al sis te m a clásico se había combinado con una adhesión aparentemente fervorosa al interés público. Y se p la n te ab a consig uie nte m ente un a reform a cuya p e rtinencia no podía negar ningún amigo del sistema clásico, y contra cuya necesidad no podían protestar fácilmente los conservadores. La legislación antimonopolista también logró el apoyo de los consumidores, y más aún de los pequeños comerciantes y agricultores, es decir, de aquellos que utilizaban los ferrocarriles y padecían las agresiones de los grandes monopolios.^ El promotor de la 5. Véase Joe S. Bain, «In du strial Co ncen tration and A ntitrust Policy», en T h e G r o w t h o f t h e A m e r i c a n E c o n o m y , o p . c i t. , págs. 616630.
H I S TO R I A
OE
I. A E C O N O M I A
179
ley contra los monopolios fue considerado un protector, no sólo del interés público, sino también de importantes intereses comerciales. Pero, por encima de todo, podía tenerse por un defensor de la ortodoxia clásica. En efecto, esta legislación se destinaba a corregir el único fallo reconocido en un sistema por otros conceptos irreprochable. Los amigos y partidarios de las empresas monopolistas habrían preferido el silencio, pero dadas sus creencias, no podía n queja rse. Rara vez el activism o económ ico h a co ntad o con una base tan segura y respetable. En los años siguientes a la adopción de la Sherman Act, los princip ale s casos ju dic ia le s que confir m aro n, reg u la ro n o lim it aron su aplicación —o sea, el de Trenton Potteries (1927), la fragmentación del monopolio de la Standard Oil y de Consolidated To bacco (1 911), la s querell as frac a sa d a s co n tra U nited Shoe M ac hi iiery Co mp any (1918) y co nt ra U.S. Steel (1 92 0) — se con virtie ron en parte integrante de la enseñanza económica en Estados Unidos. Las leyes antitrust también se constituyeron en una importante fuente de ingresos para los abogados, a la vez que proporcionaron modestos beneficios a los economistas cada vez que se solicitó su presunto asesoramiento de experto acerca de la existencia o inexistencia de prácticas monopolistas.^ La aplicación de las leyes antitrust adquirió en esta época el estatuto de una terapéutica general en el pensamiento económico norteamericano. Cualquier ejercicio aparentemente nocivo de poder económico —aplicación de precios d em asiado ele vados, pago de precio s d em asiad o bajo s, limitación de la producción y del empleo— da ba lu ga r a un rec urso a las leyes antitrust. Habiendo recomendado esta opción, los economistas se sentían dispensados de toda responsabilidad ulterior. La fe de la eficacia de las leyes antitrust consiguió sobrevivir a pesar del hecho, cada vez más visible, de que no parecían ejercer mayor efecto sobre la concentración de las actividades económicas. Pero aparte de algún pálido reflejo en Gran Bretaña y en Canadá, y de algunas leyes que se adoptaron en Alemania y en el Japón, inspiradas por economistas y abogados norteamericanos enemigos de los trusts después de la segunda guerra mundial,^ la 6 . E n la u n i v e r s i d a d d e P r i n c e t o n , a p r i n c i p i o s d e l p r e s e n t e s ig l o , F r a n k A . F e t te r , u n o d e lo s m á s d i s ti n g u i d o s e c o n o m i s ta s d e s u é p o ca , s e n t ó l a r e g la s e g ú n l a c u a l n i n g ú n e c o n o m i s ta q u e h u b i e r a p r e s t a d o t e s ti m o n i o a fa v o r d e u n a f i rm a p r i v a d a e n u n p r o c e s o antitrust debería ser promovido ni confirmado en su cátedra. 7 . A l g u n o s de el lo s a t r ib u y e r o n l a p r o p e n s i ó n y h a s t a e l e s t í m u l o a l c o m p o r t a m i e n t o agresivo y a la guerra por parte de los alemanes y japoneses a la influencia de los trusts e n A l e m a n i a y d e l o s z c ii b a ts u e n e l J a p ó n .
180
J OHN
K H N N H TH
CMI HR AI I H
devoción estadounidense hacia la política antimonopolista no llegó a ser emulada, sino que conservó su carácter excepcional. Y sin embargo, pese a tal devoción, no hay motivo para creer que el desarrollo económico en Estados Unidos haya sido diferente del que tuvo lugar en otras partes del mundo. Aquí, como en el extranjero, la dinámica superior de la concentración industrial ha seguido intacta. Lo que puede haber ocurrido, como resultado de dicha tendencia, es que se hayan establecido menos combinaciones en sentido horizontal, en un mismo ramo de negocios, y que en cambio se haya recurrido más a entidades conglomeradas. Pero en términos generales, el grado de concentración en Estados Unidos —con dos tercios de la producción industrial monopolizada por las mil y tan tas em presas m ás grand es del pa ís— ha sido el mismo q ue en los demás países industriales. Es cierto que todavía quedan algunos economistas norteamericanos, más románticos de la cuenta, según quienes, mediante una enérgica aplicación de las leyes antitrust, tal concentración podría haber sido evitada, pero en este criterio debe verse una expresión irrefutable de obstinada fe. Conjuntamente con las manifestaciones ulteriores de la teoría clásica, la noción del monopolio llegó a generalizarse a lo largo de los años; tanto la hegemonía de un pequeño número de firmas en el mercado, u oligopolio, como las características especiales de un pro ducto o servicio que se d is tinguía n por su origin alidad o que triunfaban a fuerza de publicidad y técnicas de ventas, llegaron a considerarse como formas del monopolio. Esta generalización, junto con la concentración de las actividades productivas, hicieron del monopolio no ya la excepción, sino quizá en cierto grado la regla. En tales circunstancias, al atacarlo podía entenderse que se esta b a atacando al sis te m a, y no m uchos alentaban la esperanza de que tal ataque tuviera éxito, suponiendo —cosa bastante improba b le— que así lo d esearan . La le gis la ció n a n titru s t c o n tin ú a en vigor, y los estudiantes siguen leyendo textos en que se describen los males del monopolio, pero el viejo entusiasmo ha ido apagándose. A esto volveremos a referirnos luego.
A medida que las ideas clásicas llegaban a Estados Unidos, lo hacían acompañadas por una gran teoría destinada a defenderlas. Se trata del ya mencionado darwinismo social de Herbert Spen cer. Esta doctrina llegó, fue aceptada y preconizada como una es
II IS IOKI A
DI '
LA
E C O N O MI A
181
ped e de re velación bíb lica, pues ésa era la form a que revestí a su prédica. Debem os ahora refe rirn os m ás exactam ente a la form a que asumió su peculiar manifestación norteamericana, y a los factores que giraban en torno a su exégesis en este país. Al poner de relieve que los ricos eran producto de la selección natural dentro del proceso darwiniano, Herbert Spencer, como se recordará, había eximido al elemento pudiente de todo sentimiento de culpa, haciéndole comprender, por el contrario, que sus privilegios eran la encarnación de su propia excelencia biológica. A la vez, con esto se había eliminado todo sentimiento de obligación o de preocupación con respecto a los pobres. Por cruel que fuera su eutanasia, contribuía al objetivo superior del perfeccionamiento general de la humanidad. Entre los portavoces norteamericanos influyentes de este mensaje se contó Henry Ward Beecher (18f3 1887), miembro de una de las familias más talentosas de Estados Unidos durante el siglo XIX y pastor en Brooklyn de una de las feligresías más adineradas de toda la República. Beecher, con una aleación de economía política, sociología y teología que podría considerarse típica de este país, tendió un puente por encima del abismo aparentemente insalvable que separaba, de un lado, a Darwin, Spencer y la evolución, y del otro, a la ortodoxia bíblica en lo referente al origen del hombre. Con ese propósito formuló una distinción entre la teología y la religión, definiendo a la primera como evolucionaria por naturaleza, y a la segunda, como immutable, por tratarse de la palabra de Dios en el Génesis. A pesar de que en lo sucesivo no hubo quien presumiera de entender semejante distinción, lo cierto es que, gracias a ella, Darwin, y con él Spencer, penetraron en las naves de los te m plo s n orteam ericanos. Eso sí, en un aspecto vital, por lo menos, Beecher se había despachado con toda claridad: según él, Spencer se había limitado tan sólo a expresar de una forma dada la voluntad divina. «Era intención del Señor que los grandes fueran grandes, y los pequeños, pequeños.» Ya se ha hecho alusión en este libro al más famoso discípulo norteamericano de Spencer, William Graham Sumner, profesor de ciencias políticas y sociales en Yale. Sumner había estudiado en Oxford, y como otros de su generación, también en Alemania.® Aun 8. E n d o n d e s e i n s c r ib i e r o n c o m o a l u m n o s d e l os g r a n d e s h i s t o r i a d o r e s e r u d i to s a l e m a n e s , a s a b e r , W i lh e lm R o s c h e r ( 18 1 7 1 8 9 4 ), B r u n o H i l d e b r a n d ( 1 8 1 2 1 8 7 8 ), e l y a m e n cionado Gustav Schmoller, Karl Knies (18211896) y Hermán Schumacher , padre del aún más distinguido E. F. Schumacher, autor de la frase «lo pequeño es hermoso».
1 82
loiiN k i :n n i
m
(. a i
i i k a i i ii
que conocía perfectamente el sistema clásico británico en sentido amplio, llegó a adquirir notoriedad por su adhesión al darwinis mo social. Al advertir las influencias políticas y el sentimiento de compasión que habrían de conducir en el futuro al estado de bienestar, se opuso tenazmente a tales tendencias. Según él, lo que debía hacerse era fomentar y retribuir las tendencias, típicas de la clase media, del ahorro, el trabajo diligente y la honesta vida de familia. Quienes obran de esta manera y recogen los frutos de sus afanes no tienen ninguna obligación moral de ayudar a las personas inadaptadas en el plano racial o mental, a las cuales la sociedad trata de inhibir y excluir. Sumner no creía que cuanto el Estado hiciera en favor o para la promoción del bienestar social fuese objetable, sino que era entusiasta partidario de la instrucción pública y de las bibliotecas como instrumentos de educación popular. Pero en cambio se oponía a que los recursos necesarios para esos fines se sustrajeran de las rentas de los ricos, y era reacio a cuanto sirviera para proteger y elevar a los pobres. Por ello, Richard T. Ely, fundador de la American Economic Association, se refirió a Sumner como ejemplo de la clase de economistas que no serían bien recibidos en la asociación. En Europa, la división entre el privilegio y la pobreza tenía lugar por clases sociales, pero en Estados Unidos se presentaba entre individuos, es decir, por una parte los ricos y suficientes, y por otra, los m arg in ados andra jo sos. Ahora bien: una selección dar winiana de individuos, una eutanasia darwiniana de los marginados, parecían más concebibles que las de toda una clase, razón adicional para explicar la peculiar atracción que Spencer ejercía sobre los norteamericanos. Pero con el tiempo el entusiasmo que suscitaban sus ideas fue disminuyendo, y ya avanzado el siglo XX, cualquier referencia al darwinismo social llegó a implicar, como ya he sugerido, un cierto mal gusto. A pesar de lo cual subsiste aún vigorosamente el argumento de Sumner contra el Estado del bienestar como ente incompatible con las virtudes familiares de ahorro, autosuficiencia y voluntad de éxito, e inclusive como destructor de las mismas. Y así es cómo la necesidad más general de encontrar fórmulas para que los pobres no pesen sobre la conciencia individual y colectiva sigue representando una constante en la historia social y económica.
M IS III M IA
I II
I A
I ( (IN IIM IA
Spcnccr y sus pmliliis marcaron el punto culminante en la defensa de los sectores sociales más ricos de Estados Unidos durante los años siguientes a la Guerra de Secesión. A su vez, como crítica y ataque contra tales opiniones se llegaron a difundir libros con ideas originales tan influyentes como Looking Backward, 2000-1887, de Edward Bellamy, publicado en 1888, y Wealth Against Comnionwealth (título maravilloso por cierto), de Henry Demarest Idoyd, que apareció en 1894. En términos generales, el interés por esas dos grandes obras no ha sobrevivido. En cambio, persiste la influencia de otros dos libros de aquella época. Uno de ellos, bi blia de un pequeño pero coherente grupo de verdadero s fieles , es Progress and Poverty, de Henry George, publicado en 1879 y ya mencionado en estas páginas, y el otro, que por muy poco no llegó a publicarse en el siglo XX, The Theory of the Leisure Class, de Thorstein Veblen, aparecido en 1899, y que hasta hoy continúa siendo uno de los textos de ideas innovadoras en materia económica y social más leídos por el público norteamericano. Con respecto a Henry George, se trata del autor norteamericano sobre temas de economía más leído en su propia época e inclusive hasta las décadas de 1920 y 1930, tanto en Estados Unidos como en Europa. Es más: ha sido uno de los más leídos entre todos los autores estadounidenses. Si bien era oriundo de Filadelfia, sus años más productivos transcurrieron en San Francisco, ciudad en la que desarrolló una carrera periodística financieramente accidentada y una carrera política uniformemente desafortunada. (Más tarde, en Nueva York, estuvo a punto de ser elegido alcalde.) También constituyó una pru eba viviente, pre coz pero du rad era, de que ningún periodista puede jam ás ser to m ado m uy en serio co m o econom is ta . Su obra Progress and Poverty, pese a su perdurable influencia social, sólo se menciona al pasar o no se cita en absoluto en las obras corrientes sobre historia del pensamiento económico. La idea principal de Henry George, a la cual nos hemos referido anteriormente, gira en torno al enriquecimiento fortuito e in ju st o que pro viene de la propie dad de la tierra, y de lo que esa circunstancia implica para la financiación del Estado moderno. A p artir de sus observ aciones pers onale s y de la lectura de Ric ard o, George había llegado a verificar que el incremento demográfico im p ulsab a a la rotu ración de tie rra s cada vez m á s distantes, au n qu e no necesariamente más pobres, provocando una ristra de privacio-
184
lO lI N
KI .N NI
I I I ( . A l I I K Al I II
nes. Pero desde su punto de mira en San I''rancisco, en medio del puja nte in cre m ento dem ográ fico y del auge ec onóm ico que había n sucedido a la fiebre del oro de 1849, pudo advertir con claridad mucho mayor otro aspecto del desarrollo en términos ricardinos. Se trataba del increíble y desmesurado enriquecimiento de los terratenientes a medida que avanzaba la frontera, aumentaba la po blación y te nía lu gar, co mo se diría actu alm ente, el desarrollo económico. A George le pareció intolerable el contraste resultante entre riqueza y miseria, y con él, la negación de cuanto podía llamarse pro greso. «M ie ntras la to tali d ad de la riqueza que ap o rta el progreso moderno vaya a engrosar grandes fortunas, a aumentar el lujo y a agudizar el contraste entre la opulencia y la necesidad, el pro gre so no será real y no p o drá resu lt ar perm anente.» ^ A partir de esta comprobación propuso el remedio que lo hizo famoso: había que aplicar un impuesto a los beneficios obtenidos sin ningún trabajo de la propiedad del suelo, es decir, que no procedieran de los esfuerzos ni de la inteligencia del propietario, sino que se originaran, pasivamente, del incremento general de la po bla ció n y de la in d ustria. A criterio de George, con los recursos obtenidos en esta forma podrían costearse holgadamente los gastos del Estado y todos los demás impuestos resultaríán superfluos e innecesarios. De aquí el nombre de su gran reforma, el Impuesto Unico, en torno al cual sus fervientes partidarios desplegaron su prédica y su agitación en el ámbito político. Pero esta fórmula involucraba unos cuantos problemas, lo cual puede ta l vez explicar en p arte el desdén que le pro fesan los economistas profesionales. El aumento del valor de la tierra estaba lejos de constituir la única forma fortuita de enriquecimiento. Muchas otras personas, además de los terratenientes, y sin excluir a los inversores pasivos en toda clase de empresas industriales, de transportes, de comunicaciones y de la banca, se enriquecían tam bién sin nin gún esfu erz o de su parte . ¿P or qué h ab ría de darse toda la culpa a los propietarios de la tierra? Era innegable, y así sé alegó, que Henry George se había dejado arrebatar por el gran aumento del valor de la tierra en California. Tampoco era cosa de confiscar el beneficio proveniente del aumento del valor de la tierra. Si Estados Unidos, o mejor aún las 9. H enry George, Progress and Poverty ( Nue va York , R ober t S cha lke nba ch F oun dat i o n , 1 9 5 5 ) , p á g . 1 0. ( H a y e d i c i o n e s e n c a s t e l l a n o ; v é a s e B i b l i o g r a f í a . )
H Is m u iA
DI
I A I ( ON OM IA
1rc'Cf Colonias, se liuhifran valido desdo un principio de la inven(v liva de Henry George, quizá habría sido posible aplicar un puesto cre cie nte con respecto al aum ento de la s ren ta s y del ingttó^ so, manteniendo así constante el valor de la tierra a medida qigpí se extendía la colonización y tenía lugar el desarrollo. Pero Ilegal^ más tarde y ponerse a reducir, y hasta a confiscar, mediante un impuesto, los valores de la propiedad de quienes habían comprado las tierras, en vez de proceder así con quienes habían invertido en ferrocarriles, fundiciones de acero u otras propiedades cuyo valor también crecía, habría sido indudablemente una medida discriminatoria. También se ha deliberado con toda solemnidad y se han hecho algunos cálculos para verificar si el impuesto preconizado por Henry George podría realmente haber financiado todos los gastos de un Estado moderno. Se planteaba por último otra dificultad, la mayor de todas, que por lo genera l no llegó siquie ra a m encio narse, a saber, que h ab ía muchísimos terratenientes, ricos y no tan ricos, que hubieran opuesto una resistencia fundada en serias razones y con un peso político decisivo. En torno a la ciudad de Estocolmo hay una franja de tierras públicas en la s que los particulares no pueden esp ecular con los beneficios pasiv am ente acum ulados de la expansión m etropolitana. Lo mismo sucede con el Greenbelt de Londres, aunque esas tierras sean propiedad privada. En 1901 Thomas L. Johnson fue elegido alcalde de Cleveland con una plataforma electoral que preconizaba el impuesto único, y en 1933 la ciudad de Pittsburgh hizo lo propio con William McNair, también para que aplicara esa iniciativa. Sin embargo, nin gun o de los dos pu do c on tar co n el man . dato necesario para implantar dicho impuesto. Una pequeña agru pació n de fieles, en Nueva York y en o tra s lo calidades, continú a pro m ovie ndo la s id eas y receta s de H enry Geo rge, a la vez que reimprimiendo sus obras. Pero como en el caso de Spencer, sus creencias aparec en m enos en la conciencia púb lica form al que en los trasfondos del subconsciente colectivo. Así ocurre, por ejemplo, que el agente de la propiedad inmobiliaria, beneficiario promotor del incremento del valor de la tierra, es po siblemen te el peo r m ira do de los todos los empresarios en Estados Unidos. Se considera, en efecto, que el especulador en bienes inmuebles es intrínsecamente menos honrado que quien compra y vende acciones, títulos, mercancías u opciones financieras. Y si bien no se profesa ningún cari-
lO MN
M
NM
II I
( . A l MWA I I II
ño al impuesto sobre la propiedad inmobiliaria, se lo considera socialmente superior al impuesto sobre las ventas y posiblemente has ta al imp uesto sobre la renta. En todas estas actitudes del público estadounidense perdura la distante influencia de Henry George. Y persiste también otro legado más específico. Estados Unidos comparte con Canadá y la Unión Soviética una profunda proclividad a la propiedad pública de la tierra, o sea, al dominio públito. Este dominio público... (dijo Henry George) ha venido siendo el gran factor que, desde los días en que comenzaron a instalarse las primeras colonias en la costa del Atlántico, fue modelando nuestro carácter nacional y coloreando nuestro pensamiento... La inteligencia general, el bienestar general, la fértil invención, el poder de adaptación y de asimilación, el espíritu libre e independiente, la energía y la esperanza que han caracterizado a nuestro pueblo, no son causas, sino resultados, pues son todos elementos surgidos de una tierra exenta de cercas.
Sin duda es una exageración, pero tanto en espíritu como en su efecto político práctico ha mantenido alerta al pueblo norteamericano en lo referente al dominio todavía vasto de las tierras públicas y a su pro tecció n. El socialism o no go za de fuerte p red icamento en los Estados Unidos, pero gracias a Henry George nadie pone en te la de ju icio sus vir tu des cuando se tra ta de parq u es o bosques nacio nale s, o de o tr as cate gorías de ti erras públicas.
Al sur de Minneapolis y St. Paul, en Minnesota, el paisaje suavemente ondulado nutre algunas de las explotaciones rurales mejor dotadas del continente americano, y aun del mundo entero. Allí puede experim entarse la sensació n de navegar en u n a an churosa y rica corriente que fluye hacia el horizonte, o más precisamente, hacia los lindes de lowa. En aquella región, sobre las adyacencias meridionales de la pequeña ciudad de Northfield, se encuentran las 107 hectáreas de tierra sumamente fértil a la cual llegó un día Thomas Veblen, y en las que edificó, con sus propias manos, una casa que hasta hoy sigue en pie.*^ Allí transcurrió la 10. George, op. cit., p á g s . 3 8 9 3 9 0 . 11. A l g u n o s d o c e n t e s b i e n i n s p i r a d o s d e l C a r l e t o n C o ll eg e , e n N o r t h f ie l d , d o n d e e s t u d ió T h o r s t e in V e b le n , h a n t o m a d o e n e s t o s ú l ti m o s a ñ o s , ju n t o c o n o t r o s n a t iv o s d e M i n nesota, la iniciativa de restaurar y conservar la vivienda rural de l a familia Veblen.
tttS H M 'l \ m
I A I
\ H 7
m iaiicia cic su lii|(> I liorslcin Veblen (18571929), qu e ha bía n a cido en otra granja más antigua de su familia en el condado de Manitowoc, estado de Wisconsin, y que fue luego a estudiar en el Carleton College de la Universidad de Johns Hopkins, y en Yale, donde uno de sus principales mentores fue William Graham Sumner. Reina en torno a la figura de Thorstein Veblen un mito según el cual había sido en sus orígenes un pobre muchacho campesino, que desde su adolescencia desentonó, tanto en el aspecto emotivo como en el intelectual, con la opulencia del mundo al que se vio luego expuesto. Pero en términos más prosaicos, si bien los Ve blen eran gente sobria, te nían un buen p asar, com o algunos de sus parientes llegaron a especificar más tarde de forma airada, y por cie rto que Thom as Veblen no d u daba en absolu to de su buena fortuna cuando se comparaba con las gentes a quienes había dejado atrás en Noruega. Los estudios de sus hijos fueron costeados con los recursos producidos por la granja familiar, si bien Thomas, en un gesto característico, edificó una casa en las afueras de Northfield para albergar a su prole mientras ésta concurría a clase en Carleton, forma sensata de reducir su coste de vida. Lo más probable es que en las obras de Veblen haya influido poderosamente la situación de su grupo étnico en la sociedad de Minnesota. Los granjeros noruegos eran una colectividad responsable, diligente, económicamente eficaz, pero socialmente inferior al estamento anglosajón de las ciudades. La inferioridad social puede ser ocasionalmente aceptada, pero cuando no se reconoce la superioridad intelectual, como no se les reconocía a los Veblen, ello puede suscitar un resentimiento más agudo. Parecía probable que de esta circunstancia proviniese el ataque vitalicio de Veblen contra quienes presumían de excelencia social. Después de Yaie, en donde escribió su tesis doctoral sobre Emmanuel Kant para el Departamento de Filosofía, y tras algunos años de desempleo y de lecturas otra vez en Northfield, fue a estudiar economía en Cornell y luego enseñó en las universidades de Chicago, Stanford y .Missouri, pa ra finalizar su ca rrer a en la New School for Social Research de Nueva York. La generación de escritores y críticos que nos ha precedido atribuyó gran importancia a las opiniones harto liberales de Veblen respecto de la vida matrimonial y de los asuntos sexuales para explicar
188
lO IlN
KI .N NI
I li (.Al
I I K A I I II
algunas de sus actitudes.'^ En la actualidad a nadie se le ocurriría formular ni siquiera una observación marginal sobre el tema. Thorstein Veblen aportó muchas contribuciones de influencia perdurable en la histo ria de la ec onomía, y una o dos de ellas re visten gran importancia. Para empezar, se erigió en crítico del sistema clásico, mediante una serie de ensayos breves publicados hacia fines del siglo XIX y principios del a c t u a l .E n ellos sostenía que las ideas centrales del sistema clásico no reflejaban una búsqueda de la verdad y de la realidad, sino que habían constituido y seguían constituyendo una celebración de las creencias admitidas. Cada sociedad cuenta con un sistema de pensamiento fundado no en la situación real, sino en aquello que agrada y conviene a los intereses dominantes. El hombre económico cuidadosamente calculador, dedicado a la obtención del máximo placer, descrito por la economía política clásica, no pasa de ser una creación artificial; en realidad, la motivación humana es mucho más diversa. La teoría económica es un ejercicio de ((adecuación ceremonial)), intemporal, de tendencia estática y universal y continuamente válida, como la religión; pero en cambio la vida económica, como se advierte con frecuencia, es evolutiva. Así como se transforman las instituciones económicas, va también cambiando, o debería cambiar, el tema de que se ocupa la economía política; sólo puede haber comprensión en la medida en que el estudioso tome nota de los cambios. De las consideraciones precedentes fue originándose un nuevo escepticismo, persistente y aun obligatorio, con respecto al sistema clásico. El que seguía apegado a éste en exceso perdía de vista la verdad, o más bien, según la formulación de Veblen, aceptaba una tendencia antropológica a la celebración litúrgica. Así queda ba defin id a la teorí a clásica. Este criterio ir respetu oso, casi agnóstico, llegó a caracterizar a todo un sector, que no es en absoluto insignificante, del pensamiento económico norteamericano. En vir 12. S e g ú n u n a l ey e n d a c u l t i v a d a e n H a r v a r d , V e b l e n fu e i n v i t a d o e n u n a o c a s i ó n a la u n i v e r s i d a d p o r el p r e s i d e n t e d e la m i sm a , A. L a w r e n c e L o w e ll, q u i e n d e s e a b a c o n s i d e rar su candidatura para un nombramiento de profesor en el Departamento de Economía P o l ít ic a . C o n c u r r i ó , p u e s , y l u e g o d e s e r a g a s a j a d o p o r v a r i o s c o l e g a s , c e n ó la ú l t i m a n o c h e c o n L o w e ll , q u ie n a p r o v e c h ó la o c a s i ó n p a r a m e n c i o n a r l e , e n f o r m a a p r o p i a d a m e n t e c a u t a , su más notorio inconveniente como candidato en el ámbito universitario, que era entonc e s o b j e to d e m u c h a s m u r m u r a c i o n e s . « U s te d c o m p r e n d e , d o c t o r V e b le n , q u e s i u s te d viene aquí, algunos de nuestros profesores se sentirán algo inquietos p or sus esposas.» A lo cual, según se dice, Veblen resp'ondió: «No tienen por qué preocuparse; ya las he visto.» Se me ocurre que esta anécdota es apócrifa. 1 3. R e c o p i la d o y v u e l t o a p u b l i c a r e n T h e P l ac e o f S c i e n c e i n M o d e r n C i v i l iz a t i o n ( N u e v a Y o r k , B. W . H u e b s c h , 1 9 1 9) .
HIM<
IKIA
1)1
I A I < <) N( )M I A
18')
lud dcl mismo his idisis admitidas pasaron a ser objeto de sospe i lias; los motivos deb ían cu es tion ars e; la acción oficial, au nq ue aparentemente estuviera movida por las mejores intenciones, debía contemplarse con escepticismo. Thorstein Veblen era un personaje irancamente destructivo, que casi nunca se rebajó a formular recomendaciones prácticas. De él proviene en gran medida la actitud premeditadamente crítica que se trasluce en las observaciones de algunos economistas norteamericanos actuales.
Otra aportación de Veblen, pre sen tad a con sum a eficacia en The Theory of Business Enterprise (1904), es la revelación de un enconado conflicto, dentro de la organización comercial moderna, entre dos bandos, constituido uno de ellos por ingenieros y hombres de ciencia —es decir, profesionales de elevadas calificaciones y gran potencial productivo— y el otro por hom bres de neg ocios en busca de beneficios. Estos últimos, para bien o para mal, ejercen un dominio sobre los talentos y tendencias de hombres de ciencia e ingenieros, y en caso necesario proceden a reprimirlos para mantener los precios y maximizar las ganancias. De esta concepción de la empresa comercial se desprende, a su vez, una conclusión obvia: si pudiera liberarse a los más eficaces, por su capacidad técnica y por su im ag inació n, de la s lim itacio nes im p uesta s por el sis tem a de los negocios, la actividad económica alcanzaría una productividad y una riqueza sin precedentes. Podría suponerse, para elaborar uno de los títulos de Veblen, la existencia de un conflicto entre los ingenieros y el sistema de precios. Podrían in venta rse cosas im posib le s de vender con b en eficio. Pero en ese caso subsistiría la necesidad de determinar en qué medida habría que dar estímulo a tal actividad, y hasta qué punto deb ería ser re strin gid a. Para ello, los ingenieros tend ría n que optar, ya sea por atenerse a la respuesta del mercado, o bien por subordinarse a alguna autoridad superior, que podría ser tal vez un sistema de planificación dominado por colegas suyos. En el primero de esos dos casos no ocurriría nada nuevo, pero en el segundo sería precisa una revolución. Veblen, por su parte, no escogió ninguna de las dos soluciones. Como ya se ha observado, tenía por norm a esquiv ar esas cuestiones prácti cas. Durante un tiempo, en el decenio de 1930, floreció un movimiento político vebleniano, fundado en tales opiniones, bajo la di-
190
lOIIN
KI:NNI
i
II
(. Al
lll.'AI I II
rección de Howard Scott. Se trataba de la tecnocracia, un proyecto económico y político que habría dado rienda suelta a las energías productivas de los ingenieros y de otros técnicos, reduciendo a la vez la importancia de los intereses comerciales. Su existencia fue efímera.*"^ También cabe mencionar las tesis de Veblen sobre otras dos cuestiones, posiblemente de menor importancia. Una de ellas se materializó en la especial atención que prestaba al interés con trasfondo artístico del trabajador ordinario o del artesano por la calidad de su desempeño: «Estoy orgulloso de mi trabajo.» Esta concepción la desarrolló en The Instinct of Workmanship (1914), y por cierto se trata de un factor que, una vez identificado, puede verificarse alegremente en la vida cotidiana. La otra es su examen maravillosamente ácido del mundo universitario en The Higher Learning in America (1918), obra en la que influyó no poco su propia experiencia peripatética, la cual, a su vez, fue fomentada en parte por el evid ente deseo de los adm in is tradores univ ers itario s de que se fuera a enseñar a otro lado. En aquella época, los colegios universitarios y las universidades estadounidenses dependían muy estrechamente de los intereses comerciales que las regían mediante sus patronatos. Se procedía a examinar con gran atención las opiniones de los docentes, a fin de prevenir toda herejía, o sea, cualquier punto de vista opuesto a lo que se estimaba conveniente para el mundo de los negocios. Veblen atacó esta situación con tanta energía como eficacia. Ahora bien, aunque las cosas hayan cambiado mucho desde entonces, puede percibirse aún hoy un eco de aquellas actitudes dominantes en la creencia perdurable de que la orientación definitiva del sistema universitario debe ser responsabilidad de hom bres de neg ocios (actualm ente , de dirig ente s de socie dades anónimas) con la debida experiencia en la práctica administrativa. Se reconoce que los profesores pueden actuar con éxito en asuntos de interés público, pero en cambio no hay que conferirles responsabilidades en materia de finanzas o en otros aspectos administrativos de la universidad.
14. Si bien Co ntinental H ead qu arters, Technocracy, Inc., en Sav ann ah, Ohio, continúa editando publicaciones sobre el tema.
I I I ■. I i
11(1 A
II I
1 A
I ( ( I N( i Ml A
19 1
lanío The Instituí of Workmanship como Higher Learning son obras que aún hoy intorman y divierten. Y sobre todo, en una cues lic'in definitiva y de vital importancia, Thorstein Veblen sigue haciéndose oír todavía con voz resonante, casi un siglo después de haber publicado su principal libro. Se trata de su soberbio análisis de las maneras y de los motivos de los ricos en su obra The Theory of the Leisure class, que puede ser y es en efecto leída hasta hoy con placer y con provecho y deleite intelectuales. Una vez que lo haya hecho, ningún lector despejado volverá a ver con los mismos ojos el mundo de la economía. El tema del libro es la colectividad de los norteamericanos, quienes, durante los decenios de 1880 y 1890, constituían el fenómeno más ostentoso en el escenario social estadounidense, y cada vez más, también del europeo. Los norteamericanos eran entonces en París o en la Riviera lo que serían más tarde, sucesivamente, los magnates griegos, los iraníes y los árabes en St. Moritz, Gstaad y Marbella. Como ya hemos visto, aun antes de Veblen, los ricos de la Era Dorada, que fueron quienes dieron a ésta ese nombre, no se ha bían vis to libre s de ataques. E ran en efe cto vulnerables, dado su potencial como m onopolista s, si bie n ocupaban su lu gar dentro del sistema clásico. Pero esa crítica les resultaba soportable, pues podían seguir creyendo que su buena fortuna era la recompensa de una iniciativa excepcional, o bien una manifestación de la excelencia biológica que les otorgaba Spencer. Era natural que se les tuviera envidia. También eran de esperar las arengas políticas dirigidas en forma compulsiva e irreflexiva a las masas populares, incluida la de Theodore Roosevelt, cuando en Provincetown, Massachusetts, se refirió en 1907 a los «malhechores de la gran riqueza». Pero en cambio, lo que no podía tolerarse era el ridículo, muy especialmente cuando éste permitía a intelectuales menesterosos sentirse socialmente superiores al hombre de medios. Este ridículo lo puso de manifiesto Veblen magistralmente en The Theory of the Leisure class, pues la denominación «clase ociosa», en la forma en que la utiliza, es sinónimo de «los ricos». El tono del libro es rigurosamente científico, bastante más que su método. Los ricos constituyen un fenómeno antropológico; no son distintos de las tribus primitivas que Veblen describe, y que ocasionalmente adapta a los fines de su tesis. La institución de una clase ociosa encuentra su mejor expresión en las etapas más elevadas
192
JO H N
KI .N NI . I II (, AI
M K A I I II
de la cultura bárbara»,'^ y los ritos tribales de ésta tienen su ré plica en la s cenas, baile s y otras div ers io nes de las gra ndes casas de Nueva York y Newport. Tanto en Papúa como en la Quinta Avenida lo que tiene lugar es un fenómeno de competición exhibicionista. «Los entretenimientos costosos, como el potlatch o las veladas danzantes, se prestan en especial a ese fin.»*^ El dirigente tribal, tanto en Papúa como en Nueva York, atribuye gran importancia al adorno de sus mujeres. Mientras que en el primer caso se infligen dolorosos tatuajes y mutilaciones a pechos y cuerpos, en el segundo las mujeres se ven sometidas a la constricción más o menos similar, por lo penosa, de los corsés. Empero, la moderna clase ociosa se ha alejado un poco de sus formas puramente bár b aras: «Com o últim o resultado de esta ev olu ción de u na in stitu ción arcaica, la espo sa, que e ra en. un princip io la acém ila y la esclava del hombre, tanto en la práctica como en la teoría —como p roductora de bie nes p a ra que él los co nsum iera—, h a llegado a convertirse en la consumidora ceremonial de los bienes por él producidos.»^^ Ninguna de estas situaciones arranca a Veblen una palabra de crítica o de lamentación; su único interés es la descripción objetiva de lo evidente, y hasta de lo obvio. Como ejemplo superior del método de Veblen puede citarse su análisis de la relación entre perro y amo. Vale la pena hacerlo con cierta extensión. El perro tiene sus ventajas tanto por su inutilidad como por sus dotes temperamentales particulares. Suele hablarse de él, eminentemente, como el amigo del hombre, y se encomian su inteligencia y su fidelidad. Esto quiere decir que el perro es el sirviente del hombre, y que posee el don del servilismo incuestionado y la rapidez del esclavo en captar el humor del amo. Junto con estos rasgos, que lo hacen adecuado para la relación de s t a t u s — y que a los fines presentes se han c ons idera do como ca racterística s útiles — , el perro posee otros que le confieren un val or estético más, equ ívoc o. . Es el más inmundo de los animales domésticos en cuanto a su hi
15. T h o r s t e i n V e b l e n , T h e T h e o r y o f t h e L e i s u r e C l a s s ( N u e v a Y o r k , T h e M o d e r n L i b r a r y , 19 34 ), p á g . 1. ( H a y e d ic ió n en c a s t e lla n o : Teoría de la clase ociosa.) 16. Veblen, op. cit., p á g . 7 5 . P e r o l a s c e l e b r a c i o n e s n o e r a n l a ú n i c a f u e n t e d e g r a n p re stig io . «L a e b r ie d a d y o t r a s c o n s e c u e n c ia s p a to ló g ic a s de l lib r e c o n s u m o d e e s t im u la n tes tienden, por lo tanto, a convertirse a su vez en un factor honoríf ico, por constituir en segundo grado un indicio del status superior de quienes pueden costearse ese lujo.» Ve b le n , ibid., pág. 70. 17. Veblen, ibid., pág. 83.
III
. lO K I A
DI
I A
I I O N O M IA
143
giene corpoiiil, y i'l más perverso en sus costumbres. Esto lo compensa adoptando una actitud servil y aduladora frente a su amo, unida a la disposición de hacer daño y causar molestias a todos los demás. De este modo, el perro nos cae simpático al darnos coba en nuestra propensión a ser mandones, y como es también un artículo costoso, y por lo general no rinde ningún beneficio en material laboral, se tiene bien ganado su lugar en la consideración del hombre como objeto de prestigio. Al mismo tiempo, está asociado en nuestra imaginación con la caza, que es a la vez un empleo meritorio y una expresión del honorable impulso de rapiña.'*
Sin embargo, la argumentación de Veblen no obtuvo sus mayores efectos sólo mediante esta clase de alegatos y de ejemplos maravillosamente concebidos, sino también, en grado extraordinario, con su utilización del lenguaje, y en particular de las dos frases «ocio ostentoso» y «consumo ostentoso». Para los ricos, según los concebía Veblen, la exención del trabajo y el gasto premeditadamente ostentoso era muestra de superioridad frecuentemente exhibidas: «La única forma practicable de impresionar con nuestra capacidad pecuniaria... es demostrar constantemente nuestra ca pacid ad de pagar.» '^ L as dos frases alu did as, especialm ente «consumo ostentoso», han llegado a formar parte integrante del lenguaje y de la cultura en Estados Unidos. Han influido en las actitudes y en el comportamiento económicos y sociales de incontables millones de personas que nunca oyeron hablar de Thorstein Ve blen. A raíz de ello, en la s esferas pud ien te s de E sta d o s U nid os el ocio ha llegado, desde luego entre los varones, pero también entre las mujeres, a «perder reputación». Todo el mundo está expuesto a la consabida pregunta: «¿Qué estás haciendo?» Y, más específicamente, ninguna diversión, ninguna casa, en cuanto asume ciertas proporciones o costes, puede librarse de esa descripción denigrante: «consumo ostentoso». El consumo había representado el fin supremo de la vida económica clásica, la fuente más excelsa de la «felicidad» para Bentham, la justificación final de todo esfuerzo y de todo trabajo. En cambio, con Veblen, en su última etapa, llegó a convertirse en algo vacuo, en un servicio prestado a un pueril engrandecimiento personal. ¿Es éste realmente el significado final del sistema económico? 18. 19.
Veblen, ibid., pág. 141. Veblen, ibid., pág. 87.
194
.loiiN k i :n n i .h i
( . a i h k a i i ii
Una consecuencia práctica de Veblen ha sido la modificaci(')ii de las actitude s contem porán eas respecto a la arq uitec tura y a l;i utilización de la riqueza personal. Los ingresos netos exceden actualmente cuanto se conoció en tiempos de Veblen, pero con ellos ya no se construyen palacetes en la Quinta Avenida ni en New port. La oste ntació n que pro porcio nan en Beverly Mills es apro pia da, pero de nin gún m odo com parable co n la de la E dad D orada. El avión de reacción al servicio de los dirigentes de empresa y los opulentos festivales que se celebran en ocasión de las convenciones de negocios deben ahora subordinarse al escudo protector de los servicios o necesidades de la sociedad anónima. Ya en ninguna parte puede pretender la riqueza el papel justificador de las ceremonias y celebraciones no funcionales de otrora. Claro que actúan hoy otras influencias represoras del alegre gasto monetario; en efecto, no se considera políticamente acertado que se haga ostentación de riqueza personal, y tampoco abundan los sirvientes y otros subordinados dispuestos a colaborar en el tema. Pero todo esto no pone en tela de juicio el legado de Ve blen, con su so nrisa de hom bre div ertid o ante la cultura b árb ara y el consumo ostentoso. Su influencia se pone también de relieve en el contraste entre las actitudes sociales de Estados Unidos y las de Europa. Tanto la Riviera como París y Suiza se han sustraído a la influencia de Veblen. Allí el consumo en su máxima expresión sigue siendo prestigioso; allí los norteamericanos ricos pueden ir todavía para proceder al goce irrestricto de la riqueza y al despliegue de la misma que se les niega en su país a causa de la diestra ridiculización perp etrada por Veblen.
XIV.
CULMINACIÓN Y CRÍTICA
En todo el mundo industrializado, durante las primeras décadas del siglo XX, las ideas clásicas no podían gozar de mejor salud. Marx había desaparecido del escenario tiempo atrás, y su elocuente heredero, más afortunado en materia política, Vladimir Ilich Ulia noff, conocido como Lenin (18701924), era al principio una figura distante, primero en Rusia y posteriormente en Cracovia, ciudad que formaba entonces parte del imperio austríaco. De Lenin emanarían ideas perturbadoras. Una de ellas fue que las grandes potencias industriales de Europa debían su éxito económico y su bienestar a los dominios imperiales que habían conquistado o sometido en África, Asia y la región del Pacífico. Tanto las clases dominantes de dichas potencias como sus trabajadores vivían a costa de las masas expoliadas de los países colonizados. Sin embargo, la economía del imperialismo no había ocupado un lugar central en el pensamiento clásico; ni siquiera había merecido la atención de autores como los Mili, padre e hijo, quienes, sin embargo, vivían de los beneficios proporcionados por el comercio en la India a través de la Compañía de las Indias Orientales. Y antes de Lenin, tampoco había sido un tema que interesara gran cosa a los socialistas. Marx había llegado hasta el punto de afirmar que los británicos constituían en la India una fuerza progresista. Pero con el tiempo esta cuestión fue abriéndose paso en las concepciones de los dirigentes políticos en las colonias, y entre ellos, no por casualidad, persiste de la manera más intensa. Andando los años, llegó a convertirse en parte de la conciencia política de la izquierda liberal en los países industriales, contribuyendo, junto con el declive del interés económico, a motivar el impulso incontenible de la descolonización. Pero entonces aún no se había llegado a esa etapa. También de Lenin, como antes de Marx, provino la noción de que la clase trabajadora de los países industriales carecía de pa-
196
J OHN
KI -NNI
I I I O A I I I K AI I I I
tria. El Es tad o era el ins tru m en to —el com ité eje cutiv o— de la clase capitalista. Los trabajadores no le debían ninguna lealtad, de modo que no tenían razones para servir de carne de cañón a sus opresores en nuevas guerras. Y a medida que fue cerniéndose en el horizonte el nubarrón de la amenaza bélica, esta opinión no dejó de causar preocupaciones, al menos en alguna gente. Pero ello no impidió que se disipara rápidamente al estallar la primera guerra mundial en 1914. Los socialistas de Alemania, que constituían el sector político más calificado, disciplinado e influyente desde el punto de vista político en toda Europa, votaron los créditos de guerra en el Reichstag y al igual que los proletarios de los demás país es in dustriales m archaron entusiásticam ente a su propia hecatombe. De esta forma, la adhesión al principio del internacionalismo proletario resultó ser un mito superficial. En cuanto a la tradición clásica, las enseñanzas impartidas personalmente por Alfred Marshall en la Universidad de Cambridge y la gran difusión de sus Principies of Economics gozaban de un prestigio inta chable en Ingla te rra. Y su in fluencia , dir ecta m ente o por m edio de dis cípulo s co mo F rank W. T aussig (18591940), de la Universidad de Harvard, alcanzó una importancia parecida en Estados Unidos. Los precios se ajustaban a los costes marginales; éstos, incluido el de mano de obra, se ajustaban a su vez bajando lo necesario para asegurar el empleo de toda la capacidad disponible de instalaciones, equipos, materias primas y, sobre todo, tra baja dores. Im peraba la Ley de Say. La dem anda era resp ald a d a adecuadamente por los desembolsos en concepto de salarios, intereses y beneficios, y los precios se modificaban acomodándose a cualquier interrupción en el flujo de la capacidad adquisitiva. El dinero seguía considerándose en aquel período como un intermediario predominantemente neutral que facilitaba el proceso del intercambio. Estaba constituido en gran parte por papel, y en mayor grado por depósitos en cuenta corriente, pero estos últimos eran convertibles en oro. Y los bancos centrales, cuyo ejemplo más elegante era el Banco de Inglaterra, velaban para poner freno a cualquier tendencia excesivamente liberal en materia de créditos o de creación de depósitos que pudiera poner en peligro la capacidad de cada banco, o de la banca en general, de convertir sus de pósitos en oro. En caso de que la concesión de présta m os parecie ra asumir proporciones demasiado liberales, podía procederse a la venta de bonos de la cartera del banco central. En esta forma el
n
I-.
I <)H I A DI' . I . A I (
I )N I
)M IA
197
dinero en electivo de los bancos subordinados utilizado para la compra sería transferido al banco central. A raíz de ello los bancos más pequeños se verían forzados a restringir la concesión de créditos, y a pedir préstamos al banco central a unos tipos de in icrés que en la actualidad resultarían sólo levemente punitivos. Y en caso de que la oferta de dinero pareciera insuficiente y los tipos tic interés demasiado elevados, podía aplicarse a la inversa el mismo procedimiento.
I’ero el sistema monetario y bancario que acaba de describirse ya no era privativo de Gran Bretaña. En 1913, al cabo de casi ochenta años, se había podido superar la suspicacia popular en Estados Unidos y establecer un banco central, si bien no había aún forma de ignorar el espíritu de Andrew Jackson. En vez de fundar un ba nc o se crearo n doce, que se d istribuyeron generosam ente po r todo el país, y, tal como se había concebido originalmente, en Washington se implantó tan sólo una comisión coordinadora reducida. Se había establecido un banco central cuidadosamente descentralizado. En los estados del Oeste persistieron las suspicacias que suscitaban los estamentos financieros del Este. Casi inmediatamente después de implantado, el Sistema de la Reserva Federal y sus principales autoridades se vieron rodeados de prestigios y misterio en el mundo de la economía. Nada realza tanto una reputación de perspicacia económica como la relación, po r te órica que sea, co n grandes sum as de din ero . La desig nació n para un cargo en la Ju n ta de Rese rv a F edera l, denom inada posteriormente Junta de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal, llegó a obrar milagros de promoción personal en beneficio de algunos de los participantes intelectualmente más rezagados del escenario político estadounidense. A éstos se les atribuyeron en seguida grandes dotes de refinamiento e intuición en materia de finanzas, gracias a lo cual sus observaciones exquisitamente convencionales fueron acogidas con un respeto lindante con la admiración. Y la economía política habría de ocuparse desde entonces del Sistema de la Reserva Federal y de sus operaciones con una minuciosidad no menos respetuosa. El dinero y la banca constituyeron por derecho propio una materia de estudio, dedicada en gran part e a los m is te rios sum am ente sin té ti cos de la polí ti ca de la Reserva Federal.
198
•IDIIN Kl-,NNl'.l 1! ( . M
UH Al I H
Si bien Alfred Marshall era la principal autoridad en aquellos tiem pos, su sis te m a hubo de experim enta r dos enm ie ndas de im portancia, una poco antes de la primera guerra mundial, y la otra unos veinte años después. La primera fue obra del ya mencionado Joseph A. Schumpeter (18831950), ministro de Hacienda de Austria durante los ingratos años de la primera posguerra, época en la que le tocó presidir la gran inflación; sucesivamente profesor en Czernovitz, Graz, Bonn y Harvard, y por un amplio margen la figura más romántica y teatral de la economía política en su tiem po. En su libro The Theory o f Economic D evelopment, ^ publicado originariamente en 1911, añadió una importante dimensión al equilibrio preconizado por Marshall. Se trataba del protagonista del sistema de Schumpeter, el empresario —factor al que ya nos hemos referido—, quien, ayudado por el crédito bancario, desafía al equilibrio establecido mediante el lanzamiento de un nuevo producto, un nuevo proceso o un nuevo modelo de organización productiva. De esta forma se determina una tendencia hacia un nuevo equili brio, un a esta bilidad en lo que Schum peter co ncebía como un flujo circular, en el cual la producción se desplaza en un sentido y el dinero en otro. Este nuevo equilibrio sería inevitablemente pertur bado y destr uido por el pró xim o in novador, o por la m odificac ión siguiente en el proceso productivo. Y en esta forma la vida económica continuaría e iría ampliándose, siendo ésa la naturaleza del desarrollo económico. El empresario siempre ha aportado una valiosa contribución a la economía, y sigue aportándola en la actualidad. Su figura res pla ndece en medio de su oscuro acom pañam ie nto de tr abajado res manuales, oficinistas, ejecutivos solemnes y de diversos burócratas. A diferencia del capitalista, el empresario no carga con las culpas denunciadas por Marx. Su distinción, que continúa brillando sin mayor mengua hasta nuestros días, constituye el principal legado de Schumpeter. Fue también Schumpeter quien, aunque con menores resultados, intentó reducir hasta cierto punto la maldición pronunciada 1. T r a d u c c i ó n a l i n g l é s d e R e d v e r s O p i e ( C a m b r i d g e , H a r v a r d U n i v e rs i ty P r e s s , 1 9 3 4 ). S c h u m p e t e r f u e t a m b i é n a u t o r d e o t r a s d o s i m p o r t a n t e s o b r a s : B u s in e s s C y cle s ( N u e v a Y o r k , M c G r a w H i l l , 1 9 3 9 ) e H is to r y o f E c o n o m ic A n a ly s is ( N u e v a Y o r k , O x f o r d U n i v e r s i ty P r e s s , 1 9 5 4 ). E s t e ú l t i m o li b r o f u e p u b l i c a d o p ó s t u m a m e n t e , e n e d ic i ó n p r e p a r a d a p o r su v iu d a , E li z a b e th B o o d y S c h u m p e te r, s i b ie n h a b ía q u e d a d o p a r c i a l m e n te in c o m p le to . C u a n d o a p a r e c ió e s c r ib í s o b r e él u n c o m e n ta r io b ib li o g rá fic o , y d e jo c o n s ta n c ia d e mi agradecimiento por haberme beneficiado de su influencia en términos generales.
ii i '. min A m
i a i
(o n o m i a
199
roiitra el monopolio, entendiendo que éste se redimía al aportar innovaciones. La innovación, aportación del empresario, se podía linanciar, alentar y recompensar adecuadamente cuando el innovador estaba libre de la amenaza de la imitación y de la compe lencia, y la máxima posibilidad al respecto se daba en condiciones de monopolio. El mundo de la competencia, en cambio, era, por contraste, rela tivam ente esté ril en cuanto a creacio nes. E ste argumento, por más plausible que fuera, no llegó a ejercer gran influencia. El sistema clásico estaba profundamente arraigado. El monopolio era perverso y no tenía redención posible. Los libros de texto mencionan el alegato de Schumpeter en favor del mono polio, pero no lo to m an en serio. Otra concepción del monopolio, que ampliaba su alcance y lo convertía potencialmente en una parte importante del sistema clásico, ha llegado en cambio a ser aceptada. Se trata de la segunda enmienda al sistema de Marshall. Aunque su gestación fue muy lenta, las ideas relevantes cristalizaron finalmente por completo en 1953, en la obra de dos economistas que trabajaron, independientemente el uno del otro, en las dos universidades situadas respectivamente en la ciudad de Cambridge del Reino Unido y en la del mismo nombre en Estados Unidos. Se trata de Edward H. Cham berlin (18991967), de H arvard, y de Jo an Robin so n (1903198 3), de la Universidad de Cambridge en Inglaterra.^ El primero, figura hasta cierto punto trágica, se limitó durante el resto de sus días a contemplar su admirable contribución, mientras que Joan Robinson, por el contrario, pasó otros cincuenta años criticando vigorosamente la ortodoxia clásica y siendo una figura dominante —y form idable— en el m und o académico anglosajón. E sta au to ra ra ra vez encaraba una proposición comúnmente aceptada en economía política sin oponerle rep aros de in m edia to . Tanto Chamberlin como Robinson llegaron a la conclusión de que entre el caso general de la competencia en el sistema clásico, en el cual ningún productor determinaba su propio precio ni influía sobre el mismo, y el caso excepcional del monopolio, en el que un solo vendedor podía fijar los precios para elevar al máximo sus beneficios, se escalonaban toda una variedad de posibilidades intermedias. Por ejemplo, el vendedor podía poseer una 2. V é a s e E d w a r d H . C h a m b e r l i n , T h e T h e o r y o f M o n o p o l i s ti c C o m p e t it io n ( C a m b r i d g e , H a r v a r d U n i v e r s i t y P r e s s , 1 9 3 3 ) , y J o a n R o b i n s o n , T he E c o n o m i cs o f I m p e r f e c t C o m p e tit io n ( L o n d r e s , M a c m i l l a n , 1 9 3 3 ) .
200
.KillN Kl
l i l i ( . Al l'.K \ l I II
marca registrada de un producto para el cual no hubiese ningún sustituto perfecto disponible. Esto le otorgaba una capacidad limi tada pero no necesariamente insignificante para determinar su pre c í o . Podía realzar esta libertad mediante la publicidad, fomentando así la lealtad hacía la marca. Asimismo, la ubicación de sii.s locales comerciales, y hasta su propia personalidad, diferenciaban su producto o su servicio y le conferían un grado proporcional de poder, m ás o m enos am plio, sobre el pre cio que p odía cobrar. A este proceso se le dio el nombre de competencia monopolista o imperfecta. Pero el más importante caso intermedio entre la competencia p u ra y el m onopolio era el de un núm ero pequeño de p articip a n tes en una misma industria. Se trataba del oligopolio, término que se incorporó rápidamente al léxico de la economía política. Casos evidentes de esta situación eran la industria automovilística en Estados Unidos, con tres principales participantes, y las del petróleo, el acero, los productos químicos, los neumáticos, las máquinasherramienta y la maquinaria agrícola, en cada una de las cuales sobresalían unos pocos gigantes. Se consideraba que el oli gopolista inteligente —hipótesis que ciertamente había que suponer—, al fijar sus precios, otorgaba atenta consideración a lo que resultaría más ventajoso para todos, suponiéndose asimismo que las demás empresas de su industria actuarían en forma análoga. De modo que, con algunos ajustes de menor cuantía, el precio y el ben eficio así determ in ados no sería n muy dif erente s de los e sta blecid os en condic io nes de monopolio. O tr a alternativa era confia r la iniciativa a un líder reconocido, quien se encargaría de calcular el precio más provechoso para la industria en su conjunto. Cabe repetir que el oligopolio requeriría no sólo inteligencia, sino tam bién m odera ció n. En cambio , no sería in dis pensable proceder a las comunicaciones directas tan tajantemente prohibidas por la legislación estadounidense contra los trusts. Siguiendo a Chamberlin y Robinson, ahora se suponía que en un vasto sector de la economía moderna, cada vez más concentrada, en vez de competencia perfecta había un monopolio o algo similar. De esta manera, ya no podía suponerse la vigencia de un precio y u n a producció n socia lm ente ópti m os co rrespon die n te s a un mercado competitivo. El concepto de oligopolio, y con menores efectos el de la competencia monopolista, se incorporaron al pensamiento clásico, o como
HISTORIA DH LA Í.CONOMIA
201
había empezado a ser designado, neoclásico, con una rapidez muy grande, casi asombrosa. Se convirtieron en elementos integrantes de la enseñanza y de los escritos económicos, y siguen siéndolo hasta hoy. Sólo les han opuesto resistencia los más resueltos defensores de la ortodoxia clásica, en la que durante un tiempo militaron los economistas estadounidenses afines a lo que llegó entonces a denominarse la Escuela de Chicago. Algunos investigadores consideraron que el oligopolio seguiría la aplicación mucho más enérgica de la legislación contra los trusts. En los años de la depresión se originó también una importante corriente de pensamiento que sostenía que el oligopolio y la restricción que éste ejercía sobre los precios y sobre el nivel de producción eran los responsables del ritmo a todas luces subóptimo de la actividad económica. Pero una condena total del oligopolio acarreaba problemas en la práctica. El más importante sector em presarial moderno del sistema económico se caracterizaba por una situación de oligopolio y, con monopolio o sin él. no se le podía declarar ilegal. A la vez, aunque el oligopolio fuera en principio socialmente inicuo, su papel real en el suministro de automóviles, neumáticos, gasolina, cigarrillos, pasta dentífrica y aspirinas no despertaba mucho resentimiento entre los consumidores. Por más que fuera repudiable en principio, era aceptable en la práctica. A raíz de ello los economistas lo contemplaron con cierta preocupación teórica, pero se abstuvieron de recomendar medidas prácticas para enfrentarlo. Y así. mientras que el monopolio siguió siendo deplorado, vino a aceptarse el oligopolio. Esta fórmula continúa figurando como solución en los libros de texto actuales.^ Y para los fines de ejercicios técnicos y matemáticos puede todavía suponerse el caso de la concurrencia pura, de modo que el mercado competitivo sigue siendo el tema central de la enseñanza. De este modo se ha superado lo que para algunos constituía una grave
202
lO lI N
K I . N NI - . I II ( i A I
H K A I l II
También influyó en esos años sobre la historia de la economía hi enorme y traumática convulsión producida en Rusia: la Revolii ción de Octubre de 1917. Como ya se ha dicho, no era ésta la clase de revuelta que los socialistas habían previsto, dirigida por los tra bajadores con tra el poder y la explo tació n capitalista .^ Como suce dería luego con levantamientos similares en el Lejano Oriente y en América Central, el de Rusia tuvo lugar contra un sistema agrícola arcaico y represivo, y contra un gobierno que había servido los intereses del mismo de forma despótica y corrupta. De modo que las causas precipitantes de la revolución en este siglo no fueron la industria y los capitalistas, sino la agricultura y los terratenientes. Y en Rusia, como luego en China y Vietnam, la revolución tuvo éxito en gran parte gracias a la desorganización, la desorientación y las penalidades ocasionadas por la guerra. Si se hubiera conservado la paz, hasta los zares y su régimen habrían subsistido, aunque sólo fuera por algún tiempo más. Todos los conservadores de bería n to m ar en cuenta que la guerra es u n a de la s circ unstancias a las que más difícilmente puede sobrevivir un sistema económico. Y debe ser también motivo de reflexión el que quienes con más empeño se presentan como defensores conservadores del status quo son precisamente los más dispuestos a aceptar los riesgos de un conflicto bélico. A partir de 1917, el nuevo hecho fundamental en economía fue la existencia de una alternativa, pues, para entonces, frente al sistema clásico había hecho su aparición el socialismo. En 1919, Lincoln Steffens, prolífico comentador de los abusos contemporáneos del poder económico y de aspectos afines de la política y la corrupción en el medio urbano, al volver de una visita a Rusia fue a saludar a Bernard Baruch, y en una efusión de espontaneidad cuidadosamente ensayada le dijo: «He estado en el futuro, y he visto que funciona.» En las dolorosas circunstancias de la posguerra y la revolución en Rusia, la observación de Steffens era sin duda sumamente exagerad a. Y sin em bargo , ¿quién p odía negar_ la p osib ilidad dp cjue en efecto el sistema funcionara? Lo cual representaba, en consecuencia, u n cambio verdaderamente mon umental^ Eh Rusia había dejado de existir la propiedad privada de los medios de produc 4. S i b i e n , c o m o h e m o s v is t o , M a r x c o n s i d e r ó q u e l a e l i m i n a c i ó n d e l o s r e s i d u o s d el viejo feudalismo era la primera tarea de la revolución.
II
lOIIIA
1)1
I A
I ( O N O M IA
203
»lón (y tambión gran parte de la propiedad personal); de este modo se había cortado una cadena que venía desde Roma, junto ion el Derecho romano. Ya no era el mercado el que decidiría lo que había de producirse, sino que una autoridad presuntamente sabia y diligente se encargaría de evaluar en forma racional las necesidades de la población y procedería a satisfacerlas. Y los seres humanos ya no trabajarían motivados por la perspectiva indigna de uná~fetríbuciÓn pecuniaria, o por la banal esperanza en su pro pio enriq uecim iento , sino que se entregarían a la tarea por el bien común. Para ello se evocaría y se pondría en práctica una mani lestación superior del espíritu humano. Esta visión tenía sus enormes dificultades intrínsecas. Con el tiempo, se comprobaría que tal manifestación superior del espíritu humano podría estar ausente. También, como pudo observar Lemn en su breve período de gobierno, la estructura burocrática necesaria para administrar el proceso era pesada y podía resultar inerte ~y depres ora, prob lem a qu e s ub sis te en la Unión S oviética hasta hoy. Desde el punto de vista intelectual y administrativo, défáhdo de lado los problemas especiales que la agricultura plantea para el socialismo, plaiiifiqar y. orientar la producción en una economía en la cual el alimento, la indumentaria y la vivienda fueran las necesidades primarias y casi únicas de la población, podría resultar factible. Pero se comprobaría que tal planificacióii sería mucho más difícil en una sociedad con un nivel de vida creciente y con demandas cada vez más diversas. Y entonces le llegaría su turno a lósiv Vissariónovich Dzhugashvili, llamado también Stalin, ^ y o ejercicio del poder contam inaría en el m undo entero la misma palabra socialismo —o c o m u n i s m o — y que acabaría repudiado por el pueblo y el sistema que había gobernado y oprimido. Pero todo esto era aún cosa del futuro. En la época de la Revolución rusa, y después, especialmente, con la Gran Depresión que se. produjo en América y en E uro pa trece años m ás ta rde , la nueva alternativa soviética pareció plausible, y hasta se la conci bió co mo un faro de esperanza; en p articu la r p a ra lo s economistas. En Inglaterra, en la Universidad de Cambridge, Maurice Dobb (19001976), del Trinity College, cuya formación había sido, en gran parte , rigurosam ente in sp irad a por las enseñanzas de M arshall, mantuvo hasta el fin de sus días una estrecha adhesión al Partido
204
II IN Kl NNI t II (. Al UKAI I II
Comunista británico. Y John Strachey (19011963), figura influyente ajena a la comunidad académica, pronosticó y preconizó la inminente revolución en una serie de obras muy leídas, en especial The Corning Struggle for Power.^ En Estados Unidos ningún estudioso de alto vuelo dentro de la disciplina económica abrazó la causa, pero sí lo hicieron otros más jóvenes, sobre todo durante los años de 1930. El ejemplo soviético era la alternativa obvia y disponible a las miserias de la Gran Depresión —con el fracaso palp able del sis te m a c a p ita lis ta—. Los econom is ta s te n ía n que rendirse a la evidencia. Además, durante algún tiempo esta actitud les reportaba respetabilidad social e intelectual en el ámbito universitario contemporáneo, ya fuera en Nueva York o en otros centros culturales. Pero a algunos de ellos esto iba a acarrearles graves inconvenientes en el decenio de 1950, cuando tuvo lugar la gran «caza de rojos».
La Revolución rusa tuvo además otro efecto sobre las actitudes y las orientaciones en materia económica. La caída de la Rusia im peria l a n u n ciab a que la re volu ció n era posib le . A raíz de ello so bre vin o en los círculo s ec onómic os pred o m in an te s u n a div is ió n ra dical, a veces muy antipática y violenta. Había quienes considera ban que la mod ificac ión y re fo rm a del sis te m a clásico, la co rrec ción de sus defectos más obvios, la atenuación de sus crueldades más flagrantes eran medidas para alejar la revolución. Lo mejor era implantar pensiones de vejez y subsidios de desempleo, fomentar la organización sindical, establecer salarios mínimos y muchas otras medidas por el estilo. A ello se oponían quienes veían en esas reformas una aproximación a la realidad soviética, un gran paso hacia u n a servid um bre su p u estam en te sim il ar. E ste conflicto, que se prolongaría durante nada menos que setenta años, persiste aún en nuestros días.
Durante las dos décadas siguientes a los trascendentales acontecimientos de 19171918, tuvo lugar otra importante influencia de la Europa central y oriental sobre la historia de la economía moderna, esta vez procedente de Polonia, Hungría, Austria y Rumania. N u e v a Y o rk , C ovic i F rie d e , 19 33 .
111 . I ( n-M \
DI
'Od
'•< concTctó m cd u iitc la (Mtiigración désele esos paíseís, en p arte a t lian Bretaña y en p arte a E stad os Unidos, de un gru po de economistas que en años posteriores participarían en forma considera ble, y a veces dom in ante , en los d eb ates económ ic os del m undo (le habla inglesa. En todos los casos sus respectivas actitudes venían motivadas, al menos parcialmente, por la situación que im peraba en los país es de donde h ab ían p artido. Q uie nes h a b ía n pa d(.:cido una represión conservadora, como los polacos y los húngaros, criticaban enérgicamente la ortodoxia clásica. En cambio, tmienes tenían experiencia del socialismo, como los austríacos de los períodos de entre guerras, se dedicaban por el contrario a defender el sistema clásico. De Polonia llegaron a Estados Unidos y a Inglaterra dos de los prin cip ale s prohom bres socia lista s de la época, quie nes volv erían a sus países de origen después de la segunda guerra mundial, para servir en ellos a la revolución, y en cierta medida para padecerla. Oskar Lange (19041965), un estudioso tranquilo, cortés, pero firme en sus convicciones, fue a instalarse en la Universidad de Michigan y después en la de Chicago, centro de la ortodoxia del mercado, pero que, como puede comprobarse, ofrecía un ambiente no del todo inhóspito a otras ideas. La noción central del pensamiento de Lange era que el socialismo, en su mejor expresión, podía replicar el funcionamiento teóricamente perfecto en lo referente a la libre elección del consumidor y a la eficiencia productiva de un sistema perfectamente competitivo, pero libre de los defectos de éste, a saber, el monopolio, la explotación, el desempleo recurrente, y otros por el estilo. Dos de sus distinguidos colegas de la Universidad de Chicago, Frank H. Knight (18851972) y Henry C. Simona (18891946), fueron, a su vez, los más notorios exponentes norteamericanos de la ortodoxia clásica de la época; Simona, en parti cula r, se dedic ó a p roponer en aquel entonces la s rig u ro sas políticas oficiales, in clu id a la estricta aplicació n de la s le yes contra los trusts, que asegurarían el mejor funcionamiento posible del mercado libre, exento de toda regulación.^ La noción de que el socialismo podía tomar el mercado como modelo era hasta cierto p unto un a idea acepta ble en la U niv ersid ad de Chicago. Michal Kalecki (18991970), que a diferencia de Lange se dis 6. En A P o sit iv e P ro g r a m fo r L a is s e z P air e, P u b l i c P o li c y P a m p h l e t N o . 1 5, e d i t a d o p o r H a r ry D. G id e o n se (C h ic a g o , T h e U n iv e rsit y o f C h ic a g o P re ss , 19 34) .
206
J O H N K I N N I ’. I H ( i A I I I K AI I M
tinguía por su carácter perpetuamente tenso y malhumorado, era hombre de una mentalidad notablemente fértil e inventiva, que constituía para muchos de sus colegas y amigos de la Universidad de Chicago, como posteriormente de Nueva York, una fuente de ideas que no siempre fue explícitamente reconocida.^ Tanto Lange como Kalecki volvieron, según se ha dicho, a im portantes puesto s en Polo nia después de la segunda guerra m undial. Kalecki estuvo durante un tiempo encargado de la planificación a largo plazo, mientras que Lange llegó a presidir el Consejo Económico Nacional de Polonia. Tanto Lange, durante el período stalinista de Boleslaw Bierut, como Kalecki en años posteriores, se vieron ocasionalmente en situaciones difíciles como parte de la vida cotidiana. Hacia el final de sus días, Lange le refirió a Paul M. Sweezy, el más conocido estudioso marxista norteamericano, que durante aquellos tiempos cada noche se iba a dormir pensando en la posibilidad de que vinieran a arrestarlo antes del amanecer. Por su parte, otros tres investigadores, los más enérgicos partidarios de que se reformara el sistema capitalista como alternativa a su autodestrucción, llegaron a Inglaterra procedentes de N ow osie litz a, lo calidad c erc an a a Czern ovitz, en A ustria (p o ste riormente incorporada a Rumania). Se trataba de Nicholas Kaldor, posteriorm ente lord Kaldor (19081986); Thomas Balogh, luego lord Balogh (19051985), y, como representante algo menos intransigente, Eric Roll (1907), hoy lord Roll de Ipsden. Kaldor y Balogh, ambos oriundos de Hungría, unieron a sus incesantes ataques contra la ortodoxia clásica en su país de adopción una activa partici pació n en los esfuerzos te ndente s a reform ar el sis te m a. Kaldor, inicialmente profesor en la London School of Economics y después, durante muchos años, en la Universidad de Cambridge, fue uno de los principales autores del Informe Veveridge, gran proyecto de posguerra p a ra la im plantació n del esta do de b ie n estar en G ran Bretaña. Fue también, entre otras muchas cosas, tenaz propulsor de una política progresiva en materia de impuestos, proponiendo, por ejem plo, que no se aplic aran tribu to s a las rentas personale s, sino a los gastos de los particulares, o sea, un impuesto sobre el
7. N i n g ú n a s p e c t o d e s u o b r a i n f lu y ó d e m a n e r a d e c i s iv a e n l a s p r i n c i p a l e s c o r r i e n t e s del pensamiento económico, pero muchas de sus ideas, incluida la n oción del riesgo crec i en t e c o m o e le m e n t o r e s t ri c ti v o d e l t a m a ñ o d e la e m p r e s a , l le g a r o n a c o n s t i t u i r m o d i fi c a ciones reveladoras del núcleo central, tanto del pensamiento ortodoxo como del socialista. V é a s e s u T h e o ry o f E c o t io m i c D y n a m i c s ( N u e v a Y o r k , R i n e h a r t , 1 9 5 4 ) .
IMS 1OK I A 1)1
I A I ( I ) M )M lA
207
j;asto, libcraiu io de ese modo de im posición tanto a los ahorros como a las inversiones. Instó con especial vehemencia a que im p lan taran este sis te m a a los países que se en con traban en la s p rimeras etapas de industrialización, dadas sus necesidades especiales en materia de ahorro y formación de capital. Thomas Balogh, profesor del Balliol College, en Oxford, y asesor influyente (vituperado por los conservadores) de los gobiernos laboristas, fue un crítico implacable de la ortodoxia clásica, y al igual que Kaldor, de la consiguiente fascinación por el monetaris mo, tem a al que volveremos a referirnos m ás ad elante. Fue ta m bién un vig oroso dif usor de la polí ti ca de ren ta s y precio s, en vez de recurrir a la capacidad industrial ociosa y al desempleo como remedio para la inflación. Definió el sistema clásico con un juicio muy explícito: «La historia moderna de la teoría económica es un relato de evasiones de la realidad.»® El tercero de estos autores, Eric Roll, ha dedicado la mayor part e de su vid a al se rvicio del E stado, especializándose en cuestiones de política económica internacional. Desempeñó un papel muy importante, quizá el principal, en las negociaciones que condujeron al Plan Marshall, a la constitución de la OTAN y al ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Europea. También ha sido un influyente colaborador de confianza de los gobiernos laboristas p ara tra ta r de adoptar u n a política eco nóm ica pro gre siv am ente ale jada del rigor clásico.^
Como ya se ha observado, los economistas polacos y húngaros se habían sustraído al dominio de los regímenes derechistas y cripto fascistas imperantes en sus respectivos países de origen durante el período que medió entre ambas guerras mundiales, y con precisión dialéctica asumieron una tendencia de izquierda, ya fuese revolucionaria o reformista. Durante esos mismos años, en cambio, se marcharon de Austria, alejándose de la orientación socialista y favorable a la clase trabajadora que allí predominaba, los más acérrimos exponentes, dentro de la profesión, de la ortodoxia clá
8 . T h o m a s B a l o g h , T h e I rr e le v a n c e o f C o n v e n t io n a l E c o n o m i c s ( L o n d r e s , W e i d en f e ld and Nicolson, 1982), pág. 32. 9 . Y e s c r i b i ó , e n t r e o t r o s li b r o s , in c l u i d a s s u s m e m o r i a s , A H i s to r y o f E c o n o m ic T h o u g h t ( N u e v a Y o r k , P r e n ti c e H a l l , 1 9 4 2) . A l c i t a r lo f r e c u e n t e m e n t e e n e s t a s p á g i n a s reconozco mi deuda para con esta obra indispensable.
208
l O l I N K l . N NI
l II ( , A 1 HKM I II
sica en su forma más pura. Se trataba de Ludwig von Mises (18801973), Friedrich A. von Hayeck (1899), Fritz Machlup, autor menos intransigente (19021983) y Gottfried Haberler (1900), figura de influencia algo men or. Todos ellos term inaron por ins talarse en Estados Unidos, luego de hacer escala, por ejemplo, en Ginebra o en Londres, tal como lo había hecho su compatriota Jo seph Schumpeter después de haber residido durante un tiempo en Bonn. Pero todos ellos, especialmente Von Mises y Von Hayek, coincidían en el dogma según el cual toda desviación de la ortodoxia clásica constituía un paso irreversible hacia el socialismo. Para ellos, si se considera la variedad de las necesidades humanas y la complejidad de la estructura de capital y trabajo requerida para satisfacerlas, el socialismo es una imposibilidad teórica (y práctica) que, por otra parte, se halla intrínsecamente en conflicto con la libertad. El subsidio de desempleo, las pensiones para la vejez y la asistencia a los pobres conducen a la represión socialista y a la consiguiente degradación del espíritu humano. Mediante esas reformas no se salvaría al sistema capitalista, sino que se le destruiría. Y en verdad, a criterio de Von Mises y Von Hayeck, ya estaba en camino de ser destruido. La perfección clásica no admitía transacciones. El monopolio, que tanto preocupaba a los economistas norteamericanos, era un factor en gran medida irrelevante, que no justificaba el mal mayor de una intervención gubernamental, si bien podían aplicarse algunas restricciones en lo relativo a los sindicatos. Von Mises, el más despiadado de los puristas, llegó a condenar la intervención en el tráfico de drogas como una interferencia indebida en el juego de las fuerzas del mercado y en las libertades para lelas del individuo. Y en ocasión de hab erse reunido con sus colegas de confesión ortodoxa en Mont Pelerin (Suiza), para conversar y prodigarse mutuas alabanzas, se dice —quiz á apócrifam ente— que dio lugar a seria s obje ciones cuando sugirió que todas las armadas nacionales deberían transferirse a la iniciativa privada. Austria, con posterioridad a la segunda guerra mundial, ha 10. D e b e m e n c i o n a r s e t a m b i é n a q u í a u n d i s t in g u i d o e s t u d i o s o h ú n g a r o , W i ll ia m J. F e l l n e r ( 1 9 0 5 1 9 8 3 ), d e l a U n i v e r s i d a d d e Y a l e, q u i e n p r o f e s ó i g u a l fe e n e l s i s t e m a c l á s i co y que formó parte del Consejo de Consultores Económicos bajo los presidentes Nixon y Ford, desde 1973 hasta 1975. 11. Véase H u m a n A c tio n : A T r e a tis e o n E c o n o m ic s ( N e w H a v e n , Y a l e U n i v e r s i t y P r e s s , 1 9 49 ) , p á g s . 7 2 8 7 2 9. L a s o p i n i o n s d e F r i e d r i c h v o n H a y e k h a n s i d o e x p u e s t a s e n su forma más completa en su obra, tan leída en aquella é poca, The Road to Serfdom (Chicago, The University of Chicago Press, 1944).
I I I M I IK I A
m
1 A 1 ( ( >N< ) M I A
2 0 ‘)
conslituido un modulo de buen funcionamiento de la economía. Du lante todo este período los precios han sido allí relativamente estables; la moneda, fuerte; el empleo, total, y la tranquilidad so i'ial, imperturbable. Este resultado se atribuye en gran parte a que dicha nación cuenta con un buen sistema de bienestar social, con un equilibrio entre los bancos oficiales y los privados, y entre las demás empresas, y con una política de economía social de mercado, la cual, como defensa contra la inflación, aplica restricciones cuidadosamente negociadas en materia de remuneraciones y de salarios, en lugar de políticas monetarias y fiscales rigurosas, y del consiguiente desempleo. De todo esto, ¡ay!, nada habría sido posi ble si la s grandes figuras de la econom ía política au stría c a d u ra n te las décadas de 1920 y de 1930 hubieran podido ejercer una influencia efectiva en su patria.
Desde luego, los emigrantes de la Europa central y oriental instalados en Occidente no fueron de ningún modo la única fuente de las ideas favorables a la revolución, a las reformas destinadas a impedirla, y a la rigurosa resistencia a la reforma por constituir un paso hacia la revolución. Pero lo cierto es que estos distinguidos economistas han enunciado opiniones muy claras y lo han hecho con una fuerza de expresión realmente notable. Es indiscutible qu e nadie ha sido m ás severo —o m ás in fluy en te— qu e Kal dor o que Balogh en su crítica de la ortodoxia clásica y en la necesidad de introducir reformas para mejorar la economía. Y nadie ha argumentado tan poderosamente en favor de la intransigencia ante las reformas como Friedrich von Hayek, quien todavía en la actualidad sigue haciéndolo de cuando en cuando.
XV. LA FUERZA PRIMORDIAL DE LA GRAN DEPRESIÓN
Un rasgo tan singular como significativo del sistema clásico es la ausencia de un^ teoría sobre las depresiones económicas. Ello no resuIta~sorprendente, pues, como ya hemos visto, el sistema, po r su propia natura le za, ex cluye la s cau sas re le vante s. El equili brio al cual se ajusta la econom ía se b a sa en el ple no em ple o, resultado al cual conducen inevitablemente los cambios en materia de salari^~y de precios. Y luego, también la ley de Say. Es evi tleiíte" q u e ^ n un a época de depresión las m ercancías se acum ulan por falta de com pra dore s, y lo s trab a jad o res perm anecen inactivos, pues habiendo existencias más que suficientes y con los almacenes repletos, ¿quién necesita más producción? Pero la falta de compradores equivale a una insuficiencia de la demanda, y sin embargo la ley de Say estipula en los términos más claros que esto no puede suceder. Sólo los analfabetos y, palabra desagrada ble pero frecu en te , los chiflados pien san de otr o m odo. Todo economista que se respete sabe que en todo momento la producción geñ S^ el flujo de capacidad adqu isitiva suficiente por su m isma naturaleza para comprar todo lo que se produce. De una manera u otra, ese flujo de recursos se gasta ya sea directamente en bienes de consumo, o bien, si es objeto de ahorros, en inversiones en bienes de eq uip o y capita l circ ula nte. De todo ello se desprende otra consecuencia obvia: no puede haber remedio para la depresión si ésta se halla excluida por la teoría. Ningún médico, por más prestigio que tenga, puede tratar una enfermedad inexistente. Esto no significa que durante los años anteriores a la Gran Depresión no se hayan dedicado estudios al ciclo comercial. De ninguna manera. Pero lo que pasaba era que el estudio y la enseñanza en la materia no formaban parte del núcleo central del p ensainiento económ ic o. Se tr a ta b a de u n a ra m a s e p a ra d a de
212
J O H N K } ' N N I ' I II O Al Al . H K Ai Ai r i l
investigación y docencia, llamada «los ciclos económicos», o sim ple p le m e n te «los «l os ciclo ci clos» s».. Y no h a b ía n in g ú n c o n s e n s o re s p e c to a las la s causas de las fluctuaciones económicas. Se argumentaba, por ejem plo, pl o, e n f o r m a no del de l to d o p la u s ib le, le , q u e t a l e s c iclo ic loss e r a n o r ig i n a dos por iHanchas sólares, las cuales influían directamente, aunque de manera bastante mística, sobre la economía, o bien indi rectamente, mediante su efecto en el cliina, y por tanto, ^n la pro p ro d u c c ió n a g r a r ia . O b ie n , q u e e r a n o c a s io n a d o s p o r cic ci c los lo s m e teorológicos. O más probablemente, que eran causados por los re pe p e tid ti d o s b r o te s e s p e c u la tiv ti v o s del de l siglo sig lo a n t e r io r , a s a b e r , p e r ío d o s de expansión basados en préstamos fácilmente otorgados por los excesivamente complacientes bancos de la época, con la inevitable contracción que sobrevenía cuando debían cancelarse los créditos o cuando se presentaban para su conversión los billetes y no Kabís liquidez con que responder. O si no, que se debían a olas de crecimiento de duración diferente e inmutable, cuyos orígenes eran considerablemente misteriosos. Finalmente, había quienes atribuían las depresiones a la restricción de la oferta monetaria y a la correlativa deflación de los precios, como sucedió cuando se adoptó el patrón brocen 1873. El estudio más competente, y en verdad brillante, del ciclo económico fue el efectuado por Wesley C. Mitchell (18741948) en un pri p rin n c ip io, io , c u a n d o e r a p r o f e s o r de la U n iv e r s id a d d e C a lifo li fo rn ia, ia , y durante un período mucho más extenso de su carrera en la Universidad de Columbia y en el National Burean of Economic Research. En su condición de estudioso emancipado de los vínculos restrictivos del sistema clásico, Mitchell sacó en conclusión que cada ciclo comercial constituía una serie única de acontecimientos, y tenía, a la vez, una única explicación, pues, como él decía, era consecuencia de una serie precedente de acontecimientos, tam bié b ié n únic ún ica. a.^ ^ No p o d ía p r e te n d e r s e q u e u n e c o n o m is ta h ic ie r a g r a n cosa para remediar los efectos de las manchas solares o del clima. Ni p a r a e n c a r a r la s c r is is f in a n c ie r a s q u e sólo só lo e r a n re c o n o c id a s , como era tendencia general, ex post facto. Y si en verdad, como sostenía Mitchell, las depresiones eran causadas por sucesos diferentes y heterogéneos, no podía concebirse ninguna fórmula general aplicable para su prevención o cura. 1. Vé ase W esley C. M itchell, B u s i n e s s C y c le s ( N u e v a Y o rk rk , N a t io io n a l B u r e a u o f E c o nomic Research, 1927).
I I I S r O K l A
1) 1
I
A
1
A
213
l.ii consccucnciii df todo este cuadro, cuando sobrevino la Gran Depresión, una vez producido el derrumbe de la bolsa en octubre de 1929, fue que los economistas de la escuela clásica, o sea casi lodos, se hicieron a un lado. Era de esperar. Dos de las principales figuras de la época, Joseph Schumpeter, en ese momento pro lesor en Harvard, y Lionel Robbins, de la London School of Eco iiomics, salieron a la palestra para exhortar concretamente a que no se hiciera nada. En efecto, la depresión debía seguir libremente ■iu curso, ú nica form a en que llegaría a cu rarse , de mo do e sp on táneo. La causa de la crisis era la acumulación de venenos en el sistema; a su vez, las penalidades resultantes eliminarían la ponzoña y devolverían la salud a la economía. Según lo declaró explícitamente Joseph Schumpeter, el restablecimiento del sistema siem pre pr e te n ía lu g a r e s p o n tá n e a m e n te . Y a ñ a d ió : «Y e s o n o e s to d o : nuestro análisis nos conduce a creer que la recuperación sólo puede ser efectiva si se produce por sí misma. Durante los años restantes del período presidencial de Herbert Hoover, hasta marzo de 1933, la política económica de Estados Unidos siguió las prescripciones del sistema clásico. Se esperaba la recuperación y se la predecía de modo apremiante. Tan apremiante, que la bolsa tendía a caer inmediatamente después de los pr p r o n ó s tic ti c o s ofic of icia iale les. s. T a n to e s a s í q u e u n p r e s i d e n t e d e l C o m ité it é Na N a c ion io n a l del de l P a r tid ti d o R e p u b lic li c a n o llegó lle gó a c u l p a r a l P a r t id o D e m ó crata de conspirar en Wall Street. Pero por más políticos que fueran sus auspicios, debe repetirse que esa clase de predicciones se b a s a b a n p o r e n te r o e n la t e o r í a c lá s ic a ; el e q u ilib il ib r io , c a r a c t e r i z a do por el pleno empleo, era un rasgo inherente del sistema, y por lo tanto la recuperación era inevitable. No era preciso tomar ninguna medida para promover lo que de todos modos iba a ocurrir. Herbert Hoover, cuya reputación es tan baja en la historia de la economía, no hizo en realidad más que acatar por completo las ideas económicas admitidas en su época. Con Franklin Roosevelt llegaron finalmente a producirse importantes desviaciones de la ortodoxia clásica, por más que no hubieran sido prometidas en absoluto durante su campaña electoral de 1932. La depresión revestía tres facetas visibles. La primera, una incontenible deflación de los precios, con la consiguiente ola de 2. Josep h A. Sch um peter, «D epressions», en T h e E c o n o m i c s o f th th e R e c o v e ry ry P r o g r a m (Nueva York, Whittlesey House, McGrawHill, 1934), pág. 20. Lionel Robbins formuló observaciones similares en The Great Depression (Londres, Macmillan, 1934).
II IS IO K IA
m
I .A .A
I
215
Dos de los miembros del equipo de expertos de Roosevelt, Rex lord Guy Tugwell (18911979) y Adolf A. Berle, Jr. (18951971) iran personajes de particular distinción en materia económica. Tugwell, en sus tiempos de profesor ayudante en la Universidad de (blumbia, durante el decenio de 1920, había persuadido a un grupo de jóvenes economistas conocidos suyos a que eolaborasen en la edición de una obra colectiva que proyeetaba publiear bajo el título de The Trend of Economics^ Consideraba, y esperaba, que se trataría de (cuna especie de manifiesto de la joven generación», observando que se podría decir, de sus colaboradores, que ((ninguno ha publicado uno de esos libros tradicionales llamados Principios de economía política)).'^ El foeo central de interés en el libro era la neeesidad de proceder a un examen de las institueiones económicas —empresas comereiales, administraeión pública, grupos de intere ses — al igual igual que de los incen incen tivos p ecu nia rios y (( ((no com erciales». Todos esos factores debían ser encarados en su realidad concreta, en vez de acomodarlos a las necesidades de la eeonomía po p o líti lí ticc a c lási lá sicc a. Al m ism is m o tie ti e m p o , se i n s t a b a a la m e d ició ic ió n e s t a dística de los fenómenos económicos, molestia que por lo general no se tomaban los representantes del sistema clásico. Trends, nombre bajo el cual vino a ser conoeido el libro de Tugwell, fue un documento precursor dentro de una tradieión eco nómica típicamente norteamericana que, originada en la obra de Veblen, examinaba la economía política con un criterio antropológico y, al no verse limitada por el rigor clásico, estaba abierta a reformas pragmáticas. Con el tiempo, esta eorriente reformista recibiría el nombre de eeonomía institucional o institucionalismo, y a sus adherentes se les denominaría, en conjunto, ((Escuela institucional». Rex Tugwell, como se le conocía universalmente, tuvo una par tieipación de primera importancia tanto en el equipo de expertos anterior a la elección, como posteriormente durante el período de démicos conservadores más dis tinguidos, o sea, de los rigurosamente clási cos, de aqu ella época. Hay una anécdota, pos iblemente exagerada, acerca de uno de ellos; Thomas Ñixo n Carver, de Harvard, sin percatarse de que su nombramiento haría que la gente es cuchara sus palabras —que usualmente pasaban desapercibidas—, preconizó públicamente la c onveniencia de esterilizar a todos los pobres de solemnidad en Estados Unidos, para q ue no p u d i e r a n r e p r o d u c ir s e y p e r p e t u a r s u li n a je . D e fi n ió e s t a c a t e g o r í a d e m e n e s t e r o s o s c o m o la de quienes tenían un ingreso anual inferior a 1.800 dólares, o sea, en aque l entonces, más o menos la mit ad de todas las familias del país. Después de esto, el b r a i n t r u s t del Partido Republicano fue silenciosa e irrevocablemente suprimido. 4. Nu eva York, Alfred A. Kno pf, 1924. 1924. 5. Am bas citas están tom ada s de la introducción a T h e T r e n d o f E c o n o m i c s , pág. ix.
216
J O H N K E N N U T l l ( i A I . I IK IKAI Tl I
gobierno de Roosevelt. Gracias a sus credenciales universitarias, estaba en una situación sumamente favorable para persuadir a Roosevelt de que podía romper con la ortodoxia clásica, lo cual representaba un riesgo nada pequeño en aquellos tiempos. El segundo economista del grupo de expertos (aBrain Trust») fue Adolf A. Berle, Jr., también de la Universidad de Columbia. Aunque era abogado de profesión, y no economista, escribió, en colaboración con Gardiner C. Means (1896), joven economista de la Universidad de Columbia, un ataque de suma importancia —y de gran influen cia po ten cial— con tra el sistem a clásico. clásico. Si esto no se reconoció inmediatamente, quizá pueda explicarse en parte por la circunstancia de que Berle, al ser jurista, no fue tomado muy en serio por los economistas reconocidos, precisamente por referirse a una cuestión de máxima importancia para la disciplina. También puede responder parcialmente al hecho de que la obra de Berle y Means era sencillamente demasiado perjudicial para el sistema clásico, de modo que más convenía ignorarla. La obra en cuestión, The Modern Corporation and Prívate Pro pert pe rty, y,^^ se ocupaba de la administración y el control de la gran empresa moderna, y en ella se exponía con impresionante apoyo de estadísticas^ la concentración industrial en Estados Unidos: se calculaba en efecto que las doscientas sociedades anónimas principales, con excepción de las bancarias, poseían casi la mitad de la riqueza del país en poder de sociedades, salvo la correspondiente a los bancos, o sea, casi la cuarta parte de la riqueza nacional total. Y, lo que era igualmente importante, en la mitad de esas firmas, los accionistas habían dejado de ejercer un papel significativo. El poder, a todos los efectos prácticos, había sido transferido de modo irreversible a los directivos, quienes sólo rendían cuentas, si acaso, a un consejo de administración designado por ellos mismos. Ciertamente, esto era subversivo. Una vez admitida semejante concen tración, la no rm a venía a s er el oligopoli oligopolio o y.nola. y.nola. Jibre com pet p eten en c ia. ia . D ich ic h a te n d e n c ia , se g ú n la h a b í a p r e v isto is to M arx, ar x, h a b í a veve nido desarrollándose obviamente en forma acelerada. Pero todavía 6 . N u e v a Y o r k , M a c M i l la la n , 1 9 32 32 . 7 . S i b i e n s u o b r a , e n c o n j u n t o , n o fu fu e o b j e t o d e c r í ti ti c a i n m e d i a t a , t u v i e r o n l u g a r e n efecto d e c i d i d a s t e n t a t i v a s d e c u e s t i o n a r l a s e s t a d í s t i c a s e n q u e s e a p o y a b a . E n e s t a e m p r e s a tu v o u n p a p e l d e s t a c a d o u n e s t a d í s t i c o d e H a r v a r d , W . L e o n a rd C ru m , q u ie n , c a d a vez que volvía a ver algún colega suyo al cabo de algunos meses , le contaba que había descubierto nuevos errores en los cálculos de Berle y Means.
II IMOK IA
m ; I .A . A l ,( , ( O N OM OM I A
217
laltaba lo peor. (Juieties habían asumido la casi totalidad del control de las empresas no eran los capitalistas a quienes se refería Marx, sino los directivos profesionales. De modo que había llegado a existir el poder sin propiedad.* La figura dominante venía a ser el burócrata de la gran compañía, no el tan celebrado empresario tradicional. El espíritu empresarial se veía sustituido por la bu b u r o cra cr a cia. ci a. P ero er o en e s ta s c o n d icio ic io n e s , ¿se ¿s e d e d i c a r ía n los lo s d ir e c titi vos a maximizar los beneficios para propietarios a quienes no conocían, o bien optarían por hacerlo en provecho propio? O alternativamente, ¿se propondrían otros fines distintos y en conflicto con los antedichos? ¿Podrían, por ejemplo, promover el crecimiento de la empresa, por tratarse del objetivo más apto para realzar su propio prestigio y poder, en vez de perseguir la multiplicación de las ganancias de accionistas ignotos? Todas estas alternativas eran de lo más inquietante. En el sistema de competencia imperfecta o monopolista de Joan Robinson y de Edward Chamberlin seguía mandando el capitalista o empresario, y éste persistía en su esfuerzo por maximizar los beneficios. Si bien los resultados no eran socialmente óptimos, podían compaginarse con el pensamiento clásico. Pero no ocurría lo mismo con las concepciones de Berle y de Means. En consecuencia, la mejor solución era ignorarlas, cosa que se hizo en medida muy considerable.^ Una vez que Roosevelt fue elegido presidente, Berle, si bien pro p ro n to lle ll e g a ría rí a a c o n v e rtir rt irss e e n f ig u r a in f lu y e n te e n W a s h in g to n , no asumió en seguida funciones oficiales. Pero en cambio sí lo hizo Tugwell, y con él, Gardiner Means, a quien se hará referencia más adelante. Estos dos personajes, con otros que en breve les acom pa p a ñ a r ía n , fu e ro n p r e c u r s o r e s d e l p a p e l d e los lo s e c o n o m is ta s e n la vida pública estadounidense. Y la opinión pública no los recibió con gran entusiasmo: los caricaturistas de los periódicos celebraron su presencia en la capital de la nación tipificando el N e w Deal De al en la figura de un sujeto ridículo revestido con la toga universitaria. No o b s ta n te , la in te rv e n c ió n d e los lo s e c o n o m is ta s d u r a n t e el a ñ o inicial de la primera presidencia de F. D. Roosevelt, que fue objeto 8. T í t u l o d e u n li li b r o p o s t e r i o r d e A d o l f A . B e r k, k, J r . ( N u e v a Y o r k , H a r c o u r t , B r a c e , 1959). 9. H a s t a c i e rt r t o p u n t o B e rl r l e c o n t i n ú a s i e n d o i g n o r a d o . P o r e j e m p l o , e n el el í n d i c e a l f a bé b é ti c o d el te x to d e C a m p b e ll R. M c C o n n el l E c o n o m ic s , 9 . ^ e d i c i ó n ( N u e v a Y o r k , M e G r a w H i ll ll , 19 19 8 5 ), ), P a u l A. A . S a m u e l s o n y W i ll ll i a m D . N o r d h a n s r e c o n o c e n d e b i d a m e n t e l a i n f l u e n cia del «estudio clásico» de Berle y Means.
218
J OHN KHNNl KHNNl ' I'll (i AI MKA MKAII I H
de los más ardientes debates, no provino del grupo original de ex pe p e r to s , s in o q u e s u s p r o ta g o n i s ta s fu e r o n o tro tr o s , y, c o n fo rm e a la más antigua tradición norteamericana, tuvo por eje la cuestión monetaria. Cuando Roosevelt asumió la presidencia en marzo de 1933, hacía tres años que los precios, tanto los industriales como, en especial, los agrícolas, habían venido experimentando una caída devastadora. Y por todo el país cundían llamamientos inspirados en la antigua prédica de Bryan para que se procediera a la adopción de medidas monetarias destinadas a contrarrestar dicha tendencia, instando, por ejemplo, al abandono del patrón oro, a emitir nuevos billetes de banco (greenbacks) (recurso autorizado, pero no prescrito por la Ley de Ajuste Agrícola de los primeros días del nuevo gobierno) y a la remonetarización de la plata. Estos llamamientos no provemáh, jpor otra parte, tan sólo de los agricultores y de los estados del Oeste, fuentes tradicionales de la agitación favorable al dinero fácil, sino que se sumaron a ellos respeta ble b less h o m b r e s d e n eg o cio ci o s, in c lu id o s u n o s c u a n t o s b a n q u e r o s . En 1921, Irving Fisher, con el apoyo de Wesley C. Mitchell y de otros economistas disonantes, conjuntamente con el futuro secretario de agricultura y vicepresidente Henry A. Wallace, y con John G. Winnant, posteriormente gobernador de New Hampshire y embajador ante la corte de St. James, había fundado la Asociación Pro Moneda Estable. La misma tenía por objeto aumentar o disminuir la oferta de dinero, en los términos de la ecuación de Fisher, para obtener un nivel de precios estable, en lugar de la inestabilidad que suponía el patrón oro, especialmente por las tendencias aparentemente deflacionistas del mismo. Y entonces, a pri p rin n c ip io s d e 1933, 1933 , se creó cr eó u n ó rg a n o b a jo la im p r e s io n a n te d e n o minación de Comité Nacional para la Reconstrucción de los Precios y de la Capacidad Adquisitiva, que tenía a Fisher entre sus asesores. Lo presidía Frank A. Vanderlip, ex presidente del National City Bank, y entre sus miembros se contaban los presidentes de Sears, Roebuck, Remington Rand y de la cadena de periódicos Gannett. De modo que la tendencia favorable al dinero regulado, nada menos que el monetarismo, había penetrado en las altas esferas de las sociedades anónimas, aunque no hubiese llegado de ninguna manera a dominarlas. Durante los primeros días del N New ew Deal, Roosevelt suspendió los pagos en oro dé los bancos y prohibió el atesoramiento, es
III MOKI A 1)1 I.A I -Í ONO MI A
219
decir, la tenencia di oro por los particulares. De este modo, no sólo se suspendió el patrón oro, sino que también se puso fin a la retención de este metal para beneficiarse del aumento de su precio en HSrares. Aunque los precios de las mercancías experimentaron un breve incremento en el verano de 1933, las medidas adoptadas por el presidente no contribuyeron en absoluto a incrementar la capacidad adquisitiva ni la demanda. Y la nueva adminis tracíoñT'liconrpañándolas con un ejercicio ortodoxo paralelo, em prendió u n a se rie de im porta ntes re duccio nes de sala rio s en la fu n ción pública y de otros gastos oficiales, poniendo de relieve una tendencia conservadora en materia fiscal más allá de lo meramente simbólico. A fines de verano y principios de otoño volvieron a caer lamentablemente los precios, especialmente los de la producción agrícola, y el monetarismo acudió en socorro de la economía. En la Universidad de Cornell, no en el Departamento de Economía, que entonces respondía a una tendencia decorosamente clásica, sino en lo alto de una colina, por encima de hermosos parques universitarios, en el Colegio de Agricultura, trabajaban dos econom istas agrarios, George F. W arren (18741938) y Fra nk A. Pearson (18871946), quienes se sentían personalmente preocupados por los efectos perjudiciales de la deflación de los precios sobre los agricultores. Hacía ya varias décadas que habían venido calculando la evolución de las relaciones entre los precios de las mercancías y los del oro. Cada vez que el precio de este metal subía, también lo hacía el precio de las mercancías, lo cual no era del todo sorprendente. Cuando se había procedido a emitir la moneda continental y los greenbacks para contribuir a la financiación de la revolución y de la guerra civil, los precios de las mercancías también habían subido. Y así como la capacidad adquisitiva del dólar había descendido en consecuencia, también había disminuido notablemente su capacidad para comprar oro, o sea, que el precio de este metal había subido. Sobre la base de estos hechos com probados y de otros menos trascen den ta les se p resen tó la p ro p o sición de Warren: «aumentad el precio al que el Tesoro público compra el oro, y de esa forma subirán los precios», particularmente los agrícolas, que eran motivo de especial preocupación. Al formular su propuesta, Warren contaba con el apoyo de Ir ving Fisher y de uno de sus colegas más influyentes en Yale, James Harvey Rogers, si bien los colegas economistas de estos dos últimos consideraban que su criterio en esta cuestión era algo más
220
J O HN K H N N l . n i C ;A1 H K A H 11
refinado, sin dejar de ser peligrosamente erróneo. En otoño de 1933, con el beneplácito de los discípulos de Bryan y del Comité Nacional, el gobie rn o comenzó a ofre cer precio s progresiv am ente más elevados por el oro que se llevaba al Tesoro para ser cambiado por dólares. Se trataba del metal recién extraído de las minas, pues el de propie dad p riv ada ya había sid o entre gado. Y aquí se advirtió el principal defecto del plan. Si se hubiera empezado por permitir a los particulares que guardaran su oro, habrían podido obtener ganancias imprevistas en dólares al entregarlo. Quizá (nadie puede saberlo) ello habría ocasionado una ola de gastos que hubieran hecho subir los precios. Pero como el oro había sido secuestrado, tal cosa no podía suceder, y aquellos que por puro descuid o aú n no hubie sen entregado el oro que poseía n, se veían en la imposibilidad de confesar tal omisión yendo a convertirlo y gastándose el producto respectivo. En consecuencia, el valor del dólar cayó en los mercados de cambios extranjeros, por cuanto los demás países, que mantenían el patrón oro y cuyas monedas seguían siendo convertibles en este metal, pudieron a partir de entonces comprar más dólares, ocasionando así la depreciación de la divisa estadounidense. Al parecer, el abaratamiento de ésta dio lugar a algún aumento de las exportaciones, pero los beneficios correspondientes no pudieron advertirse en un país cuya economía dependía en forma tan preponderante del mercado interno. Pero en cambio fue considerable la reacción de los profesionales de la economía política, y la de los círculos financieros más respetables. Esta reacción no se dirigió contra la evidente ineficacia de la política, sino contra su aparente temeridad al menosca b a r el prin cip io de u n a m oneda sólidam ente fundada, convertida en oro, independiente de toda manipulación del Estado, y por encima de tales riesgos. Era muy preferible la deflación a tan im p rudente in fracció n de sólidos princip io s clá sicos. La más famosa autoridad monetaria del momento era un profesor excepcionalmente amable de Princeton, Edwin W. Kemme rer (18751945). Había adquirido su experiencia monetaria como jefe de m is io nes enviadas a países ta n div ers os co mo los de América Central y Polonia para poner en orden sus monedas. Su tera pia había consis tido en concerta r p ara esos E stados présta m os con bancos de N ueva York, cuyo m onto en dóla res se uti li zaría para devolver al patrón oro la moneda devaluada del infortunado país en cuestión. A veces se daba a esta moneda un nuevo nombre.
niMOKiA
d i
: i .a
e c o n o m í a
221
l)or ejemplo, el de algún personaje teóricamente bienamado de la historia nacional. Si bien los éxitos así obtenidos por Kemmerer eran objeto de general aplauso, la verdad es que después de su retorno a Princeton no era raro, al cabo de algún tiempo, que el país alu dido volviera a desente nderse del p atrón oro. Pero llegó el momento en que el profesor Kemmerer pudo dirigir su atención al patrón oro de su propio país. Bajo su presidencia se creó el Comité de Economistas sobre Política Monetaria. Él mismo congregó a toda la sólida opinión clásica, en oposición a lo que había llegado a denominarse el Plan Warren. El Comité Nacional recibió un fuerte apoyo de la prensa y de los sectores financieros, y su oposición al Plan Warren fue alentada y realzada por un acontecimiento al cual se dio gran publicidad, a saber, la protesta y dimisión de tres altos funcionarios del Tesoro: Dean Ache son, años después secretario de Estado; James P. Warburg, personaje liberal de Wall Street que llegaría con el tiempo a renegar de su excepcional descenso a la ortodoxia, y O. M. W. Sprague, profesor de Harvard que gozaba de reputación como gran autoridad en temas financieros. También se ha hecho hincapié repetidamente en el hecho de que el profesor Warren fuese economista agra rio. Se trataba de un sector de la profesión económica sumamente denigrado, en opinión de muchos con justa razón —más adelante volveremos a examinar este asunto—, y no se estimaba apropiado que política alguna relacionada con el dinero fuese elaborada por un economista agrario o, como solía decirse, campesino. En enero de 1934, en gran medida como resultado de la respetada oposición de los profesionales, pero también, lo que es más seguro, a consecuencia de la notoria falta de influencia de la política de compra de oro sobre los precios, se procedió a dejar sin efecto el Plan Warren. El precio del oro aumentó de 20,67 dólares por onza, que se había fijado hacía mucho tiempo, a 35 dólares por onza, precio en el cual quedó estabilizado el metal amarillo por algo más de un tercio de siglo. El estudiante de nuestros días habrá de preguntarse, casi automáticamente, por qué esta política giraba en torno del precio del oro. ¿No habría sido acaso mejor, una vez suspendidos los pagos en oro en las transacciones dentro del país, implantar una fuerte política liberal bajo la dirección del Sistema de la Reserva Federal?
I n s
I ( ) U
1A 1) 1',
I. A
l U
( ) N ( ) M
I A
223
cambio no estaba a su alcance asegurar el aumento de la demanda mediante la reducción de los tipos de interés y la expansión de los créditos bancarios. A raíz de ello, el incremento del gasto pú blico para estim ula r la dem anda constitu yó la respuesta a la inefi c;acia de la política monetaria aplicada durante la depresión. Hntretanto, la depresión y la deflación de los precios habían conducido a otros dos esfuerzos más espectaculares para obtener la subida de los precios, uno de ellos recurriendo a una acción directa, y el otro, mediante la limitación de la oferta. La acción directa encaminada a la subida de los precios, principalmente los de los productos industriales, tuvo lugar por intermedio de la Ley de Recuperación Nacional —la NRA, con su Aguila Azul, tan simbólica—. Se reunió a los vendedores para consultarles y proceder el establecimiento de precios mínimos. Como quid pro quo, se les exigió que permitieran a los trabajadores hacer lo mismo, o sea, proceder a negociaciones colectivas bajo normas de equidad. Se trataba de una iniciativa cuyo mérito era innegable. En efecto, como lo habían demostrado Berle y Means, se había producido una gran concentració n industrial y, en consecuencia, había en la mayor parte de los sectores industriales una cantidad adecuada de empresas con las cuales podían efectuarse consultas para estable cer acuerdos. El olígopolío, y no la com petencia, había llegado a convertirse en la norma industrial. Habiendo llegado a esa posición, cada firma podía por sí misma influir poderosamente en sus propios precios, y en particular, rebajando sus salarios, podía operar provechosam ente o con m enos pérdida m ediante precios más bajos, obteniendo así por lo menos una ventaja pasajera sobre las demás empresas de la industria. Éstas, a su vez, harían lo mismo, provocando de ese modo una espiral competitiva descendente de salarios y precios, verdadera réplica, en todo sentido, de la espiral ascendente que algún día llegaría a ser reconocida, aunque de mala gana, cono una nueva y poderosa forma de inflación. En aquel entonces, las compañías, respondiendo a las instancias de la NRA, se pusieron de acuerdo para detener la espiral descendente. Pero esta concepción del problema no llegó a ser admitida. Los economistas no encontraron ninguna justificación económica a la NRA, sino que vieron en ella el m ás form idable ataque jam ás p er-
224
JOHN KHNNr. TH ( i Al HKAI TH
geñado contra el sistema clásico. Resultaba que la NRA venía a procla m ar la nociv id ad de la com petencia del m erc ado con su si' cuela de reducción de precios, declarando que la misma era contra ria al interés público, al mismo tiempo que el monopolio, la gran falla reconocida del sistema clásico, se consideraba aceptabl^ y se pro m ovía por in te rm edio de sus có digos. Y adem ás, m edia nte una iniciativa suplementaria, que no podía en modo alguno pasarse poi alto, ignoraba la legislación antitrust, cuya existencia presentaba el máximo apoyo oficial otorgado al sistema clásico. Así las cosas, ¿qué subsistía en verdad de dicho sistema? A diferencia del caso del programa de compra de oro, no tuvo lugar ningún ataque organizado de los economistas contra la NRA; como siempre, la crisis del dinero suscitó una reacción litúrgica más importante. Unos pocos economistas trabajaron para la NRA —en aquella época era muy difícil conseguir em ple o—, sie ndo po llo menos permisible formar parte de una oficina creada para servir de portavoz a los intereses del consumidor. Para la profesión en su conjunto, la NRA fue un símbolo de egregio error oficial, y así quedó descrita en los relatos de la época. El 27 de mayo de 1935 la Corte Suprema anuló las normativas codificadoras de la NRA, precipitando así el experimento a un abrupto fin; no cuesta mucho creer que la actitud adversa de los economistas haya contribuido a sentar las bases de este desenlace. En épocas recientes, la NRA y el ámbito en que ésta se desarrolló han llegado a producir, como acaba de advertirse, un efecto de imagen en el espejo. Se ha considerado que la acción recíproca entre salarios y precios —un juego en el cual los salarios ocasionan la subida de los precios, y éstos a su vez la de los salarios— constituyó una causa de inflación. La intervención del Estado para detener el proceso en espiral —la regulación de salarios y precios— se ha convertido en asunto de debate, y la respuesta clásica que obró tan enérgicamente contra la NRA ha vuelto una vez más a convertirse en una influyente oposición. Una vez más, el pasado es presagio del presente.
El segundo gran esfuerzo desarrollado para el sostenimiento de los pre cio s ta m b ié n constitu yó u n ataq u e con tr a la fe clásic a, y tuvo lugar no en la industria, sino en la agricultura. En el mundo rural,
m
, 11 )K 1 A DI'. I.A
!■:( O N O M lA
225
la competencia seguía en vigor, encarnando una réplica razonablemente fiel del modelo clásico: millares, hasta millones de productores se supeditaban a la vigencia de precios que ninguno de ellos podía determ in ar, y en los que ni siquie ra soñ ab an en in flu ir . En la agricultura no había paro visible, y la remuneración del trabajo se aju stab a razonablemente a su rendim iento m arginal. El tr a baja dor, ya se tra ta ra de un cam pesin o in dependie nte , de u n a p a rcero o de un peón agrícola, tenía que aceptar este trato. Ningún economista de la tradición clásica podía contemplar este modelo sin darle su aprobación. Pero en cambio, para los participantes, éste ya había sido en el decenio de 1920 motivo de grave descontento, y en los primeros años de la década de 1930 se había convertido en algo insostenible en los aspectos económico, social y político. La administración Hoover se vio obligada a intervenir. Mediante la promoción de las cooperativas mediante fondos oficiales de un organismo especial creado a tal fin, a saber, la Junta Rural Federal, el Estado se propuso otorgar a los agricultores, al menos en parte, la influencia sobre sus propios precios que prevalecían en el sector industrial. Esperanza vana: salvo para una limitada variedad de productos —principalmente la naranja, la uva y el melocotón—, la organización necesaria desbordaba las posibilidades. Hacia 1933 se planteó la necesidad ineludible de adoptar alguna medida para mitigar la grave situación que padecía este sector idílicamente aceptable del sistema. En esos momentos, Gardiner C. Means, designado consejero en Washington, trataba de demostrar que los precios de la agricultura habían sido mucho más vulnerables que los de la industria a la deflación ocasionada por la crisis.^* La operación de rescate fue, en abrumadora mayoría, ejecutada por economistas, pero se trataba de una rama teórica e ideológicamente desconectada de la profesión. A partir del siglo pasado, el Gobierno Federal y los de los estados habían venido subvencionando con donaciones de tierras la investigación y la enseñanza agrícolas en las escuelas universitarias y en las universidades. Una
1 0. L a f u e r z a d e t r a b a j o a g r í c o l a c r e ci ó d u r a n t e la d e p r e s i ó n , a m e d i d a q u e lo s t r a b a ja d o r e s d e s p e d id o s d e la s in d u s t r i a s se d ir ig ía n a l c a m p o e n b u s c a d e s u s t e n t o . 11. I n d u s tr ia l P ri ces a n d T h e ir R e la ti v a I n fle x ib il it y , D o c u m e n t o d e l S e n a d o n ú m . 13, C o n g r e s o d e l o s E s t a d o s U n i d o s d e A m é r i c a , 7 4 P p e r í o d o d e s e s i o n e s , 1.® s e s i ó n ( W a s h ington, D.C., 1935).
226
loiiN k i ;n n i rii <,a i u k a i i h
parte de los recursos resp ectivos se había destinado a investiga ción y enseñanza en materia de economía agraria en general, y de ad m inistrac ión de establecim ientos agrícolas privado s. E n el De partam ento de A gricultura en W ashin gto n fu ncio naba u n centio de grandes proporciones dedicado a estas actividades, intelectual mente muy activo, en el marco de la Oficina de Economía Agrícola, la cual disfrutaba del mayor prestigio. La actitud asumida por dicho centro al examinar las cuestio nes relativas a la evolución de los precios agrícolas, las fuentes y la utilización del crédito agrícola, las cooperativas agrícolas, los mercados rurales y la administración de fincas fue sumamente pra gm ática, pues de lo contrario los legisladore s no le h ab ría n destinado el volumen necesario de recursos financieros. Y los economistas rurales respectivos mantenían estrecha comunicación con los demás especialistas agrícolas y con su clientela en el campo, quienes les solicitaban continuamente soluciones para elevar sus ingresos y mejorar el funcionamiento de sus explotaciones. Absor bid os p or esta m isió n, no les quedaba tiem po p a ra to m ar en cuenta las exigencias del sistema clásico, del cual muchos de ellos sólo tenían noticias distantes; en cambio, a partir del decenio de 1920, su principal preocupación la constituyeron los problemas económicos de los agricultores y, en especial, los bajos precios de la pro ducció n agrícola. Varios estu dio sos, como por ejem plo John D. Black, ex profesor de la Universidad de Minnesota, y en ese entonces de Harvard; M. L. Wilson, de la Universidad de Montana; Ho ward R. Tolley, director de la Fundación Giannini de Economía Agrícola en la Universidad de California, y otros, empezaron a investigar con empeño los remedios que podían aplicarse, y los medios idóneos para conseguir la subida de los precios. La alternativa consistía en conseguirlo mediante una regulación de la producción agrícola, o bien introduciendo una separación entre los precios de la producción agrícola en el mercado nacional y los bajos precios imperantes en el mercado mundial, o sea, implantando un sistema dual de precios. Esto último podría llevarse a la práctica mediante subsidios a la exportación (dumping) manteniendo a la vez mediante aranceles una apropiada protección de los mercados nacionales. Pero ya fuera que se adoptase ese método o algún otro, el modelo competitivo clásico sería desechado, pues el gobierno, y no el mercado, ejercería una influencia determinante sobre los precios de la producción agrícola.
I I I . l O K l A DI
I A l,( ( I NOMIA
227
('on d aclvciiiiiiÍDiilo dcl nuevo gobierno en 1933, llegaron tam iiién a Washington los economistas agrarios. Bajo su égida, y bajo ui dirección simbólica de veteranos partidarios de la legislación iL'rícola, se creó la Administración de Ajustes de la Agricultura la «triple A»—. Y con ella nació también, lo cual es más notable 'odavía, una nueva política de fijación de precios mínimos o de ingresos mínimos para los productores de los principales renglones de la agricultura, procediendo, en caso necesario, a limitar la nroducción y a suministrar silos, asegurando así la efectividad [le tales precios. Esta política, que habría de sobrevivir, no tuvo equivalente en ninguno de los países industríales. De este modo, aquella rama de la economía que más se había adaptado al modelo clásico ya no seguiría funcionando según los principios del mismo. Durante los años del N ew Deal, la reacción de los exponentes de la economía tradicional contra la herejía agrícola fue bastante menos enérgica de lo que había sido su respuesta organizada contra el monetarismo de la compra de oro, y menor también que su objeción más generalizada contra la NRA. La agricultura era un caso especial, y los buenos economistas profesionales no pretendían entender sus aberraciones económicas y políticas. El bando de los economistas agrarios tenía su propio culto. Thorstein Ve blen había in troducido una distinción entre el conocim iento esotérico y el exotérico, de los cuales el primero poseía elevada reputación, pero no daba mayores resultados prácticos, mientras que el segundo, a la inversa, gozaba de escaso prestigio, pero en cambio daba grandes resultados en la práctica. Durante mucho tiempo, los profesores de economía de las universidades habían considerado a sus colegas, los economistas agrarios, como un elemento exótico bastante sórdido. Y ahora, este mismo concepto se aplicaba a las políticas por ellos preconizadas. La creencia de que la regulación de los precios y de la producción en la agricultura es intrínsecamente perversa no se ha disipado todavía 7 Aun en los prim eros año s del decenio d e 1980, la ad ministración Reagan empezó por acordarles lo que pronto llegaría a reconocerse como una oposición retórica, pero pronto se produjo una renovada intervención a un coste sin precedentes. Los profesores Samuelson y Nordhaus, en su obra de texto, se despachan contra esa política en términos despectivamente lacónicos: «Uno de los programas oficiales corrientes consiste en subir los ingre
228
J O HN K E N N I Í T H G A I U K A I T H
de los agricultores reduciendo la producción agraria... Dado que ía demanda de la mayoría de los productos alimenticios es inelástíca7Ta“restricción de los cultivos aumenta en efecto sus ingresos... Desde luego, los que pagan la exorbitante factura corres pondie nte son los consum id ore s.» Pero esta política no puede des echa rse con tan ta facilidad. H1 hecho de que el sistema clásico, en su forma más pura, no sea tolerado por sus participantes constituye un dato muy significativo de la vida económica moderna. Y la circunstancia de que no se lo tolere en ninguno de los países industriales representa a su vez una terminante confirmación. Así ocurre por ejemplo en el Japón, donde los precios agrícolas están fuertemente protegidos; en el Mercado Común Europeo, donde los precios de la producción agraria se llevan la parte del león en materia de subsidios y atenciones, y en Suiza, supuestamente el país de la libre empresa, donde las vacas viven de la hierba de las montañas y sus dueños de las subvenciones oficiales. Es preciso volver a destacar el fondo de la cuestión: la historia de la economía en tiempos recientes demuestra bie n a las claras que el sis te m a clá sico de m erc ado ya no se to le ra allí donde se presenta en su forma más pura. SOS
12. S a m u e l s o n y N o r d h a u s , op. cit., p á g . 3 8 9 . Q u i z á c o m o c o n s e c u e n c i a d e s u s i t u a c i ó n e n e l l l a m a d o « c i n t u r ó n a g r í c o l a » ( F a r m B e l t ) , C a m p b e l l M c C o n n e ll , p r o f e s o r d e la universidad de Nebraska, examina esta política en forma bastante más se ria y favorable. McConnell, op. cit., p á g s . 6 3 4 6 3 8 .
XVI.
EL NACIMIENTO DEL ESTADO DE BIENESTAR
Uno de los fenómenos más relevantes que se produjeron en Estados Unidos^omo respuesta a la gran depresión fue el surgimiento ^d i^lq ^u e con el tiempo, a veces en form a ap rob ad ora , y con Irecuencia en tono condenatorio, llegaría a denominarse el estado de bienestar. Ésta sería la creación más perdurable de la revolución rooseveltiana. Pero los norteamericanos no pueden adoptar la actitud provinciana de arrogarse esta innovación, por cuanto Estados Unidos no fueron de ningún modo precursores en la materia. En efecto, los”orígenes ambientales y las fuentes intelectuales de este cambio trascendental en la vida económica han de rastrearse en Europa medio siglo antes. El estado de bienestar nació en la Alemania del conde Otto von Bismarck (18151898). Durante el decenio de 1880 el desenvolvimiento de la sociedad alemana no se vio perturbado por las restricciones ricardianas y clásicas al papel del Estado. Los economistas alemanes se ocupa ban de la histo ria , y de sus obras no solía n desprenderse graves advertencias con respecto a las intromisiones del gobierno. Conforme a la tradición prusiana y alemana, el Estado era competente, benéfico y sumamente prestigioso. Lo que se consideraba como princip al peligro de la época era la activ a m ilitancia de la cla se obrera industrial en rápido crecimiento, con su ostensible proclividad a las ideas revolucionarias, y en particular, a las que provenían de su compatriota recientemente fallecido, Karl Marx. Pro porcio nando el m ás claro ejemplo de tem or a la revolu ció n como incentivo para la reforma, Bismarck urgió a que se mitigaran las más flagrantes crueldades del capitalismo. En 1884 y en 1887, des pués de apasionadas polémicas, el Reichstag adoptó un conju nto de leyes que otorgaban una protección elemental bajo la forma de seguros en previsión de accidentes, enfermedades, ancianidad e invalidez. Aunque fragmentariamente, se adoptaron luego disposicio-
230
J O H N K H N N i n II r , AI H K A H H
nes similares en Austria, Hungría y en otros países europeos. Quienes en la actualidad condenan el estado de bienestar se insertan en una gran tradición histórica, pues el debate acerca de su valor y legitimidad viene desarrollándose desde hace casi exactamente cien años. Una etapa de mayor alcance y en cierta medida más influyante de este proceso sobrevino en Gran Bretaña veinticinco años des pués de la gran in ic ia tiva de Bismarc k. En este caso se tr atab a rnucho menos del miedo a la revolución que de la agitación concienzuda e informada de hombres, mujeres y organizaciones preocupados por el destino de la sociedad, como Sidney y Beatrice Webb, H. G. Wells, George Bernard Shaw, la Sociedad Fabiana y los sindicatos obreros, que eran en aquel entonces influyentes y tenían objetivos bien formulados. Bajo el patrocinio de Lloyd George, ministro de Hacienda de Gran Bretaña, se adoptaron en 1911 leyes mediante las cuales se implantaron los seguros oficiales de enfermedad y de invalidez, y posteriormente de desempleo. Con anterioridad a esto ya se había promulgado una ley que establecía pensio nes de ancia nid ad sin aporta cio nes de los parti cula res, pero no había previsto las contribuciones necesarias para su mantenimiento. El subsidio de desempleo británico vino a superar considerablemente las proporciones de su precursor alemán, que Lloyd George se había ocupado de estudiar personalmente; en realidad, sólo en 1927 llegó a existir en Alemania un seguro de desempleo propia m ente dicho. Paralelamente a la implantación de los impuestos correspondientes —que se incluyeron por primera vez en el presupuesto de 1910—, la legislación de bienestar social en Gran Bretaña desencadenó conflictos y perturbaciones sociales sin precedentes. Esta situación dio lugar a que se celebraran elecciones en 1910, a la vez que se suscitó una memorable crisis constitucional, durante la cual la oposición a los impuestos necesarios, en la Cámara de los Lores, sólo pudo superarse cuando los liberales amenazaron con crear tantos nuevos pares como fuesen precisos para que se aprobara dicha legislación. Si es verdad que tanto en Gran Bretaña como en Alemania las medidas de promoción del bienestar venían a proteger a los afortunados contra futuras agresiones, salta a la vista que los privilegiados no se daban cuenta entonces de semejante necesidad. Literalmente hablando, el triunfo de Lloyd George en 1910 y
H I -s I ( ) K 1A
1)1
I A I ( ( ) \ l >M 1A
23 1
l‘M1 abrió c;l camino p ara el cambio que sob reven dría en E stad os luidos cinco lustros más tarde. Gran Bretaña era la patria de la iii'todoxia clásica, pero había llegado a aceptar, aunque fuera con icuuencia, una transformación muy importante del sistema, o en lérminos más concretos, una atenuación realmente sustancial de sus rigores. Se trataba de un ejemplo que Estados Unidos bien podían em ula r.
Durante los años siguientes a la iniciativa de Lloyd George tuvo lugar en Gran Bretaña una perceptible suavización de las actitudes clásicas hacia la legislación social. En 1920, Arthur C. Pigou (18771959), sucesor de Alfred Marshall tanto en prestigio como en su cátedra en la Universidad de Cambridge, publicó su obra básica de econom ía política, ré plica de los Principies de aquel autor que databan de treinta años atrás. Su título, bastante significativo, fue The Economics of Welfare (La economía de bienestar). ^ Pigou no era hombre propenso a innovaciones radicales; en efecto, todavía en 1933 afirmaba lo siguiente; «En condiciones de competencia perfectamente libre —que él daba por supuesta en gran medida, aunque no de m anera to tal— siempre hab rá un a fuerte tendencia hacia el pleno empleo. El desempleo existente en cualquier momento dado proviene por entero de resistencias por efecto de fricción, que impiden el ajuste instantáneo apropiado de precios y salarios.»^ Y sin embargo, su pronunciamiento era subversivo con respecto a la doctrina clásica en un aspecto sutil, pero fundamental. En su expresión más rigurosa, la teoría tradicional había sostenido siempre —como por cierto siguió haciéndolo después de Pigou— que la utilidad m arginal del dinero, p ara cad a com prad or individual, a diferencia de la utilidad marginal de cada mercancía tomada por separado, no podía bajar. Permanecía constante, y por tanto, una mayor cantidad de dinero no implicaría ninguna disminución de la satisfacción por unidad añadida. Y en términos todavía más perentorios, la teoría admitida afirmaba también que no se podían hacer com paraciones interper sonales de u tilidad. Al ir 1. Lo nd res, M acM illan, 1920. 2 . E s t e p a s a j e , c i t a d o p o r P a u l A . S a m u e l s o n y W i ll ia m D . N o r d h a u s e n E c o n o m ic s , 12.® edición (Nueva York, MacGraw~Hill, 1985), págs. 366367, proviene de Pigou, T h e T h e o r y o f U n e m p l o y m e n t , y v a a c o m p a ñ a d o p o r l a o b s e r v a c ió n d e d i c h o s a u t o r e s d e q u e el em p l e o e n E s t a d o s U n i d o s c u a n d o P i g ou e s c r ib i ó s u l i b r o e ra a p r o x i m a d a m e n t e e l 25 p o r c ie n to d e la fu e rz a d e tr a b a jo .
232
J O HN
K E N N E TU
G A I . H R A I TU
adquiriendo cantidades cada vez mayores de un producto dado, el usuario iría obteniendo, de cada incremento, una satisfacción cada vez menor. Pero no podía en cambio sostenerse que quien poseyera más recibiera de cada incremento menos satisfacción que quien poseyera m enos. Los senti m ie nto s de dif erente s personas no eran comparables; establecer semejantes comparaciones equivalía a negar la profundidad y complejidad de las emociones humanas, y ello representaba una negación de las modalidades de razonamiento científicas a las que aspiraba todo economista cabal y de buena reputación. Por esotérico que todo ello pudiera parecer, los resultados prácticos de este postulado fueron impresionantes. De allí se deducía que en términos económicos estrictos no había ninguna razón para transferir rentas (o riqueza acumulada) de los ricos a los pobres. La estima y el goce del dinero por parte del rico no disminuía con el incremento de la cantidad. En consecuencia, no podía afirmarse que el rico, por el hecho de serlo, sufriese menos que los pobres cualquier pérdida de riqueza o ingreso marginales. Tampoco podía sostenerse que la satisfacción proveniente del consumo al que renunciaban hubiera sido menor que la satisfacción —es decir, la utilid ad — ob tenida por el pobre. E n términos de teoría económica estricta se trataba de una comparación ilegítima. Por tanto, la economía clásica no era partidaria de la redistribución de la renta. Y aquí llegamos al aspecto decisivo de la cuestión: de una u otra forma, las medidas de bienestar social siempre implican una redistribución, de modo que la ortodoxia clásica continuó oponiéndose a ellas. Para los ricos, ésta volvía a ser una muy adecuada conclusión. Pigou propuso una alternativa a esta línea del pensamiento clásico. Según él, mientras la producción total no disminuyera a consecuencia del cambio introducido, la economía del bienestar, o sea, la suma total de satisfacción proporcionada por el sistema, era realzada por la transferencia de recursos disponibles para el gasto de ricos a pobres. Según su criterio, la utilidad marginal del dinero disminuía al aumentar su cantidad, y en consecuencia, el hombre pobre , o la fam ilia m enesterosa, d isfru tab an m ás que los ricos de un incremento de ingresos o de mercancías obtenido en esa forma. Con esto no se asestaba un golpe mortal a las actitudes ortodoxas, pues la comparación interpersonal de las utilidades siguió constituyendo objeto de sospecha. Y hasta cierto punto sigue ocu
I I I M OK I A
mí
I . A l í C O N OM I A
233
Hiendo hasta la fecha. Pero las opiniones de Pigou proporcionaron un clamoroso apoyo a la redistribución de la renta implicada por las m edid as de bie nestar. Y tal aprobación ha provenid o del interior mismo de la corriente hegemónica contemporánea. La brecha en la ortodoxia clásica que acaba de describirse representó un factor favorable en la evolución hacia el estado de bienestar. Pero en Estados Unidos asumió mayor importancia el surgimiento, entre los propios economistas profesionales, de un grupo influyente que de forma expresa abrazó sus finalidades. Hacia 1935, un número considerable de jóvenes economistas habían ido a trabajar a Washington. Además de la principal concentración de estos profesionales en el Departamento de Agricultura —donde no por casualidad Rexford Tugwell había sido designado subsecretario—, otros muchos fueron ocupando cargos en diversas oficinas públicas. A causa de ellos, la palabra profesor había adquirido para mucha gente una connotación política oprobiosa, algo así como desviado sexual. Así como los economistas agrarios, que en el aspecto académico se habían visto libres de las restricciones clásicas, se encargaban de la política y la administración en materia de agricultura, los institucionalistas, exentos igualmente de tales limitaciones, tomaron a su cargo la promoción y el diseño del estado de bienestar. Si bien hubo francotiradores en otras partes, como Eveline M. Burns (19001985) en la Universidad de Columbia, y Paul H. Dou glas^ (18921976) en la de Chicago, la Universidad de Wisconsin constituyó la fuente a la vez de las ideas y de la iniciativa práctica fundamentales en la legislación del estado de bienestar. John R. Commons (18621945), catedrático de dicha universidad, es en Estados Unidos la figura equivalente a Bismarck o a Lloyd George. En su edad madura, Commons encarnaba el resultado brillante y extraordinariamente influyente de una educación caótica y de una carrera universitaria inicial desastrosa. Ésta le condujo a una sucesión de colegios universitarios y de universidades del Medio Oeste y del Este de Estados Unidos, a saber, Ohio, Wesleyan, Ober 3. Q u i e n v e n í a d e s a r r o ll a n d o a l a v ez u n a n o t a b l e c a r r e r a u n i v e r s i t a r ia y u n a d i s t i n guida actuación política como senador de los Estados Unidos.
234
J O HN
K E NNE TH
G AI . UR A I TH
lin, Indiana y Syracuse. Todas estas instituciones, como ya había ocurrido con Veblen, prefirieron verlo ejercer la docencia en otra parte . Pero quiz á lo m ás nota ble no es que fu era ta n sistem áticamente despedido, sino que con igual regularidad llegara a ser nuevamente contratado. Uno de los personajes que más contribuyeron a rescatarlo de su odisea fue Richard T. Ely (18541943), quien por su parte había actuado también como precursor de la disensión en la economía política esta dounid ense, y que, según dije ante s, hab ía sido antes uno de los fundadores de la American Economic Association. Ely fue quien finalmente llevó a Commons a la Universidad de Wis consin, donde este último escribió una cantidad de obras académicas en las que de manera amplia, y a veces incoherente, investigaba la influencia de la organización sobre el ciudadano, sin omitir la del Estado. Para analizarla procedió a enumerar los fundamentos jurídicos de esta relación, y su historia en la teoría y en la práctica a lo largo de los siglos. Los libros de Commons, entonces como ahora, no llegaron a contar con muchos lectores. Lo más que consiguió fue reunir en torno suyo a un brillante y devoto círculo de colegas y estudiantes que al no estar atados a los principios clásicos ortodoxos se pusieron en forma sumamente práctica a enderezar los evidentes entuertos sociales de la época. Sus instrumentos primordiales fueron el gobierno del estado de Wisconsin, con sede en Madison, capital oportunamente próxima a la universidad, y su familia gobernante, a saber, Robert La Follette y sus dos hijos. El Plan Wisconsin, obra conjunta de economistas y políticos, estaba integrado por una ley de administración pública del Estado de características progresistas; una normativa eficaz de las tarifas de los servicios públicos; una limitación de los intereses crediticios (si bien con un máximo todavía prohibitivo del 3,5 por ciento mensual, o sea, el 42 por ciento anual); una política de apoyo al movimiento sindical de los trabajadores; un impuesto estatal sobre la renta, y por último, en 1932, un sistema estatal de subsidio de desempleo. Esta última medida tuvo un efecto muy considerable en las actitudes económicas y políticas estadounidenses, y ningún otro factor contribuyó de forma tan directa a la adopción de la legislación federal en la materia tres años después. Y fueron los economistas del equipo de Commons y de la Universidad de Wisconsin, una vez más, quienes llevaron adelante la ini
IIISMIKIA
1) 1.
I.A
I
235
i'iativa en el ámbito federal. Edwin E. Witte (18871960), profesor d
l,a primera etapa de la legislación federal en la materia, cuyo proyecto fue redactado en 1935 por Thomas H. Eliot (1907), nieto de iin presidente de Harvard, que fue abogado en Massachusetts en su juventud, luego miembro del Congreso por dicho estado, y posteriormente rector de la Washington University en St. Louis, preveía un sistema de subvenciones a los estados con destino a los ancianos necesitados y a los hijos a cargo de familias de bajos recursos, así como a otros aspectos de la previsión social. Tam bién esta ble ció un ré gim en conju nto federal y de los estados p a ra las indemnizaciones de desempleo, al igual que un sistema obligatorio de pensiones de vejez para los trabajadores de los principales sectores industriales y comerciales de la economía. El plan de pensiones, de proporciones muy modestas, se basa ba en una caja cuyos fo ndos provendrían de una ta sa específic a descontada sobre los salarios, con cuyas reservas podrían costearse las prestaciones cada vez más cuantiosas que sería necesario pagar a m edid a que un m ayor núm ero de trabajadores fu ese alcanzando la edad de la jubilación. En un país que todavía experimentaba los efectos de una grave deflación, dicho plan era abiertamente deflacionario, pues el monto de los recursos retirados del circulante, en detrimento de la capacidad adquisitiva, era mayor que el devuelto por medio de las prestaciones corrientes. En cam bio, la alte rnativ a de fin ancia r la s prestacio nes con recursos del presupuesto genera l del E sta do habría aum enta do el déficit, o ha bría requerido un in cre m ento de la s contribucio nes m enos específico, posiblemente una elevación del impuesto sobre la renta. El prim ero de estos dos pro cedim ie nto s quedaba excluido por la perdurable adhesión de los economistas al sistema financiero conservador, y el segundo, por la resistencia política a aplicar un im-
236
J OH N
K F . NN i n i l
C Al. HKAm i
puesto a los m ás opule nto s p ara beneficio de los m ás pobre s, de los niños y de los ancianos. El principio de que los recursos de la seguridad social, y en particular los de la pensión de vejez, deben constituirse mediante un impuesto percibido de los propios interesados, ha subsistido desde entonces casi sin oposición. Y sin em barg o, sólo por consid eracio nes de aparen te oportu n id ad política en el momento de su implantación no llegó a establecerse como una partida más de los presupuestos generales del Estado. El subsidio de desempleo costeado mediante los impuestos sobre los salarios exigió a su vez una intrincada combinación de disposiciones federales y de los Estados, con las consiguientes diferencias de prestaciones entre estos últimos. Lamentablemente, se alentó en gran medida a los estados a que se esforzaran más bien menos que más, mejorando así sus respectivas posiciones en la competencia del mercado al imponer menores gravámenes a las industrias en ellos establecidas, o a las que deseaban atraer. Pero por lo m enos fue un co mienzo.
La reacción de los economistas ortodoxos ante la Ley de Seguridad Social, como en el caso de la legislación agrícola, y en contraste con la que habían asumido ante la NRA y en especial ante el experimento de la compra de oro, fue relativamente moderada. A diferencia de la NRA o de la compra de oro, la nueva legislación propuesta no implicaba un choque frontal contra las creencias clásicas. La existencia del desempleo y de las descalificaciones económicas de la edad avanzada eran indiscutibles; quizá debiera procurarse remediarlas. El subsidio de desempleo re p resen ta b a u n puente ra zonable p ara salv ar la fa se deprim id a del ciclo comercial. Las pensiones a la vejez se pagaban solas; des pués de todo, eran u n seguro , y no te nía n n ad a de radic al. Una figura tan prestigiosa como Pigou les había otorgado una cierta aprobación. Y los profesores de Wisconsin, por disonantes que fueran sus opiniones, eran, por lo menos en términos generales, verdaderos economistas, no miembros de algún estrato inferior de la pro fesión. Pero el mundo de los negocios, cuyas opiniones exigen aquí especial audiencia, no fue tan tolerante. Ningún texto jurídico en la historia de Estados Unidos fue tan enconadamente atacado por los portavoces de ese medio como el proyecto de la Ley de Seguri
m siOKIA
1)1
I A 1 (O NO MIA
237
liad Social. H1 (Á)iiscji) de la Conferencia Nacional de la I n d u stria hizo la advertencia de que el «seguro de desempleo no puede fundarse sobre una base financiera sólida»; la Asociación Nacional de Fabricantes declaró que dicha ley facilitaría «la dominación de linitiva del socialismo sobre la vida y la industria»; Alfred P. Sloan, •Ir., entonces jefe soberano de la General Motors, aseguró categóricamente que «los peligros están a la vista»; James L. Donnelly, de la Asociación de Fabricantes de Illinois, proclamó que se trataba de una conspiración destinada a socavar la vida nacional, «destruyendo la iniciativa, desalentando el ahorro y sofocando la responsabilidad individual»; Charles Denby, Jr., miembro de la Asociación Americana de Abogados, manifestó que «en un momento u otro acarreará el inevitable abandono del capitalismo privado»; y George P. Chandler, de la Cámara de Comercio de Ohio, dictaminó, de forma algo sorprendente, que la caída de Roma había sido originada por una medida de esa índole. En una paráfrasis destinada a abarcar todas esas actitudes, Arthur M. Schlesinger, Ir., escribió lo siguiente: «Con el seguro de desempleo, nadie trabajaría; con el seguro de vejez y de supervivientes, nadie ahorraría, y el resultado final sería la decadencia moral, la bancarrota financiera y el derrumbe de la República.» El representante John Taber, del norte del estado de Nueva York, dijo en el Congreso, como portavoz de la oposición: «Nunca en la historia del m undo se ha preconizado una m edid a tan insid iosam ente d estinada a im pedir la recuperación de los negocios, a esclavizar a los trabajadores y a eliminar toda posibilidad de que la patronal cree puestos de tra bajo.» Uno de sus colegas, el representante Daniel Reed, fue m ás escueto: «El látigo del dictador se hará sentir.» El Partido Repu blicano votó casi unánim em ente el retorno a com isió n del proyecto, lo cual equivalía a terminar con él, pero cuando se procedió a votación nominal en la Cámara prevaleció la reflexión y fue apro bado por abrum adora mayoría, a saber, 371 voto s a favor y 33 en contra."^ Pero éstos eran tan sólo los comienzos. Después vendrían el seguro de salud, la asistencia a las familias con hijos a su cargo, la vivienda para familias de bajos ingresos, los subsidios de vivienda, la formación profesional y otras prestaciones suplementarias 4.
Véase A rthur M. Schlesinger, Jr., T h e A g e o f R o o s e v e l t , vol. 2, The Corning o f the N e w D eal (Boston, Houghton Mifflin, 1958), págs. 311312. He tomado del profesor Schlesinger el relato de la conducta asumida por la oposición.
238
l OI I N Kl \ M
1 II ( . Al H KAI I II
p ara los necesitados. Y lo m ism o que en E stados Unidos sucedió en todos los países industriales. También sobrevino, paralelamente, una corriente interminable de preocupaciones y lamentos de quienes, como los dirigentes em presariale s m encio nados, veían en las m edid as de previsió n el enemigo natural de la libre empresa, el agente destructor de la motivación que hacía girar sus engranajes. En épocas posteriorés se sumarían a este coro las voces de gobiernos abiertamente conservadores en Estados Unidos y en Gran Bretaña. Y no les faltarían acólitos obsecuentes que salieran a proclamar, a menudo con una autocomplacencia de supuestos innovadores, las antiguas verdades de Bentham, Spencer y William Graham Sumner.^ Entretanto, a medida que iban apaciguándose la furia y la alienación de los desposeídos, calmados precisamente por el estado de bienestar, iba también disipándose el temor bismarekiano a la revolución. Y el socialismo, acosado por persistentes problemas de ineficacia, fue perdiendo importancia como solución alternativa. A raíz de ello se intensificó la ofensiva verbal contra las medidas sociales. Pero con el notable detalle de que, en general, tan am plia y efu siv a retó ric a no tu vo aplicació n práctica en nin gún país industrializado. Enfrentados a la realidad y, entre otros aspectos, a las formidables consecuencias políticas que podían acarrear los intentos de desmantelar el estado de bienestar, tanto los legisladores como los Ministerios se echaron atrás llegado el caso,® tal como hizo la Cámara de Representantes de Estados Unidos en aquella ocasión inicial. El estado de bienestar, mal que pese a toda retórica, se ha convertido en una sólida parte integrante del capitalismo moderno y de la moderna vida económica. La seguridad social es objeto al mismo tiempo de amor y de odio, pero el amor es el que triunfa.
La reacción del mundo empresarial contra la Ley de Seguridad Social señaló el inicio de un cambio en las relaciones entre ese sector y el de los economistas; en lo sucesivo prevaleció cierta ten
5. Véase Geo rge Gilder, W e a l t h a n d P o v e r t y (Nueva York, Basic Books, 1981), y Charles Murray, L o s in g G ro u n d : A m e r i c a ’s S o c ia l P ol ic y, 1950-1 980 (Nueva York, Basic Books, 1984). 6. Véase, al respecto, David Stockm an, T h e T r i u m p h o f P o l it ic s ( N u e v a Y o r k , H a r p e r and Row, 1986).
H I H ' I o K I A
m i LA l . ( ONOM I A
239
si6ii. I.OS economistas ya dejaron de ser una fuente de bonachona racionalización de los acontecimientos económicos como en épo las anteriores y, por el contrario, algunos de ellos comenzaron a pro m over id eas y acto s profundam ente reñid os con la s circu n stan cias. Esto ya había podido advertirse inicialmente en ocasión de la compra de oro; pero con el advenimiento del estado de bienestar la transformación fue evidente. Y muy pronto, con John May nard Keynes, llegaría a serlo con la mayor vivacidad. Cabe preguntarse por qué los intereses empresariales se resistieron a la adopción de medidas económicas tan patentemente destinadas a proteger el sistema económico, y esta pregunta se planteó, una y otra vez, de modo enérgico y urgente, a raíz de la actuación de Keynes. Tradicionalmente, tal resistencia se ha atribuido a la miopía —o bien, para quienes carecen de tacto, a la falta de inteligencia soc ial— de los ho m bre s de negocios, y en pa rticu lar, de sus portavoces más consecuentes. Pero ésta es una opinión de limitados alcances. Los intereses pecuniarios no llegan a ser trascendentales en estas cuestiones, y las convicciones religiosas tam bién desem peñan aquí su papel. P ara los actores en el escenario em presarial, el sistem a clásico era —y sigue sien do — algo má s que un dispositivo para producir bienes y servicios y para defender los beneficios personales. Era también un tótem, una manifestación de fe religiosa. Y en ese carácter, se le debía respeto y protección. Los hombres de negocios, los directivos de empresa, los capitalistas, se alzaron por encima de los intereses para defender la fe. Y muchos siguen haciéndolo actualmente. Pero hubo además otra razón para que actuaran así. Los negocios no sólo tienen por objeto procurar dinero: también son un medio para lograr el éxito y, en consecuencia, para reforzar el amor pro pio. Es un hec ho poco grato pero in elu dib le que al evalu ar en qué medida se han obtenido estas ventajas, el éxito relativo se advierte más fácilmente en las épocas de crisis que en las de prosperidad. En los períodos de general infortunio, los hombres de negocios afortunados y coherentes pueden verificar en detalle qué es lo que han conseguido mediante sus propios esfuerzos (o los de algún antepasado próspero) y qué es lo que han sustraído a éstos. Ahora bien, si la generalidad de las personas está en buena posición, o tiene al menos un pasar, este rito de autoestimación no complace mucho. Ya no cabe entonces felicitarse con frases por el estilo de «Yo sí que he llegado», ni complacerse en reflexiones acer-
240
JOHN KENNETH GALBRAITH
ca de las cualidades superiores que han permitido ese éxito. De modo que atribuir a miopía intelectual o a un estrecho interés pecuniario la resistencia del mundo de los negocios a las tendencias benéficas de la segurid ad social (y m ás ta rde, a la s de lo rd Key nes), es no comprender bien una parte muy importante de la rpoti vación capitalista y competitiva. Algo, quizá mucho, debe ser atri buid o ta m b ié n al pla cer de g anar en un ju ego en el que m uchos pierd en.
XVII.
JOHN MAYNARD KEYNES
A causa de la incesante presión ejercida por los acontecimientos sobre las ideas económicas, y sobre todo de la que en general ocasionaba la Gran Depresión, el decenio de 1930 fue, especialmente en Estados Unidos, el más fértil en innovaciones. Como ya se ha observado, se adoptaron medidas directas para afrontar la caída de los precios industriales y agrícolas; se proveyó auxilio organizado a quienes más lo necesitaban; se emprendieron obras pú blicas p ara crear oportunidades de empleo, y en 1935 se im p lan taron el subsidio de desempleo y el sistema de pensiones a la vejez. Pero, con todo ello, subsistía el problema que implicaba el grave fracaso del sistema en su conjunto. En 1936, cuarto año del N ew Deal, después de una leve recuperación (que como luego se com pro baría, fue sólo m om entánea), los gasto s personale s seguían siendo bajos, el 17 por ciento de la fuerza de trabajo estadounidense continuaba desempleada, y el Producto Nacional Bruto equivalía a sólo el 95 por ciento de lo que había sido en el año ya lejano de 1929. En efecto, no habían tenido lugar los grandes incrementos anuales prometidos por todos los políticos. En 1937 volvió a producirse una abrupta caída de la actividad económica; como ya existía una depresión, hubo que buscarle otro nombre, y se llamó a esto una recesión, o sea, una depresión dentro de una depresión. La ortodoxia económica no podía explicar ninguno de estos fenómenos. En ella, debemos repetir, la economía encontraba su equilibrio con el pleno empleo y de éste, a su vez, provenía la demanda que lo sustentaba. Así reza la ley de Say. Persistía la posibilidad de Jos déficits pa sajeros, q ue era algo aceptado, pero desde luego ninguno que pudiera durar, como éste, hacia 1936, unos seis años de interminable lobreguez. Un siglo antes, Thomas Robert Malthus había sostenido la posibilidad de una superproducción generalizada como contrapartida a una escasez de la demanda.^ Esta 1.
Véa se el cap ítulo VIL
242
JOHN KENNETH GAI.HRAITH
hipótesis fue considerada como posiblemente excéntrica y, desde luego, errónea. Se habían mantenido, como verdad aceptada, las opiniones de Say y de David Ricardo, y con ellas, el rechazo de lo que era designado casi universalmente como la falacia del subconsumo y la escasez de la demanda. Y si no podía en verdad hab>er tal escasez, era bastante obvio que no incumbía al Estado adoptar medidas para promover la demanda: aparte de ser innecesario, hu bie ra rep resentado u n a violación de los cánones de toda política fiscal correcta. El gobierno, lo mismo que los hogares, vivía dentro de sus medios. O, por lo menos, debía hacerlo. Era plausible, y hasta evidente, la posibilidad de que los tipos de interés pudieran reducirse mediante la intervención de los bancos centrales, pero a mediados de la década de 1930 eran ya tan bajos que no podía aplic arse tal re curs o p ara seguir fo m enta ndo los créditos y las inversiones. De estas circunstancias, y con una fuerza que sólo puede evaluarse debidamente si se la ve en ese contexto, surgió, con tremendos efectos, la obra de John Maynard Keynes (18831946). Los elementos básicos de su alegato estaban destinados, en forma tan sencilla como directa, a liberar a la política antidepresiva de sus restricciones clásicas. Según él, la economía moderna no encuentra necesariamente su equilibrio en el pleno empleo, sino que puede hallarlo aunque el desempleo subsista, o en otros términos, es posible un equilibrio con paro. En este caso la ley de Say ya no rige, y puede haber una escasez de la demanda. Entonces, el gobierno puede y debe tomar medidas para subsanarla. Cuando aparece una depresión, los preceptos de la hacienda pública correcta deben inclinarse ante esta necesidad. El equilibrio con subempleo, la abolición de la ley de Say, la necesidad de promover la demanda recurriendo a gastos públicos, más allá del límite de los ingresos disponibles, son los elementos básic os del sis tem a de Keynes, a los cuale s volv ere mos a referirnos. Ellos resumen lo que, con una hipérbole inofensiva, se ha dado en llamar la Revolución keynesiana.
Uno de los rasgos más notables de esta revolución es que muchos la habían previsto. En efecto, hubo keynesianos antes de Keynes. Uno de ellos fue Adolf Hitler, quien, libre de las cadenas de una teoría económica, emprendió un gran programa de obras públicas
I l l S I OKI A
DI -
I.A
1C O N O M I A
243
íil tomar el poder en 1933, entre las cuales el ejemplo más visible i nerón las Aut ob ah nen . En verdad, empezó invirtiendo en obras de ingeniería civil, antes de emprender los gastos armamentistas. Los nazis tampoco hacían ningún caso a las limitaciones de los ingresos públicos, pues recurrían sin escrúpulos a la financiación a través del déficit. De esta forma, la economía alemana pudo recuperarse de la caída devastadora sufrida anteriormente. Hacia 1936, el desempleo, que había ejercido una influencia tan considerable en el acceso de Hitler al poder, había sido eliminado en gran medida. Pero este proceso no impresionó al mundo económico; en efecto, Hitler y los nacionalsocialistas no eran un modelo a imitar. En aquellos años, los economistas y los portavoces más expresivos de la sapiencia financiera que visitaban el Reich, predijeron unánimemente un desastre económico. Según ellos, como resultado de aquellas políticas temerarias, si no demenciales, la economía alemana se desmoronaría por completo, y el nacionalsocialismo, a su vez, quedaría desacreditado y desaparecería. Heinrich Brüning, el canciller rígidamente ortodoxo que había presidido la anterior etapa de desempleo y privaciones, fue contratado como catedrático en Harvard, y desde ese puesto declaró públicamente una y otra vez que Alemania padecería las graves consecuencias del abandono de sus políticas rigurosamente austeras que, en su opinión, no tenían nada que ver con la situación desesperada que había conducido al auge del fascismo. Más civilizado y mucho más conforme a un pensamiento económico deliberado y solvente fue el caso de Suecia. En ese país, durante dos generaciones, un grupo alerta de economistas había venido desarrollando un examen crítico de las ideas económicas en su relación con los asuntos públicos. Y más allá de esta reflexión, recurriendo a la enseñanza y a la publicación de sus escritos, lograron que sus conceptos y orientaciones se convirtieran en políticas y en m éto dos práctic os de la adm inistración públi ca. La figura fundadora de la primera generación fue Knut Wick sell (18511926), un estudioso de la tradición clásica y utilitarista, pero a la vez de m enta li dad fuerte m ente independie nte y origin al, dotado de un talento que lo impulsaba a lo imprevisible y, dado el caso, a la herejía declarada. Entre otras cosas, fue muy criticado por su pionera defensa en favor del control de la natalidad; en 1908, habiendo expresado en una conferencia ciertas opiniones
244
JO HN KHNNHTH OAI.MKAH H
poco reverente s sobre la Inm acula da Concepción, fue condenado a dos meses de cárcel. Algunos creían, por lo visto, que los economistas debían ser menos eclécticos en su herejía. Las opiniones de Wicksell sentaron los precedentes de muchos debates posteriores en la materia; por ejemplo, anticipándose a Chamberlin y a Robinson, sostuvo que el monopolio y la coriipe tencia eran los extremos opuestos de un espectro en el cual se alineaban muchas formas distintas de organización del mercado. Ésta y otras actitudes irrespetuosas hacia las doctrinas de la ortodoxia le mantuvieron durante toda su vida en conflicto con Gustav Cas sel (18661944), pilar del pensamiento económico conservador en Suecia y, en cierta medida, en toda Europa. Cassel fue defensor acérrimo del sistema clásico, del patrón oro y de una apropiada limitación, si no un alcance mínimo, de la intervención del gobierno en la economía. Dada su vehemente adhesión a sus propias creencias, y el entusiasta apoyo que éstas encontraron entre los conservadores en toda Europa, Cassel inspiró grandes polémicas. En realidad, lo que con el tiempo llevaría a la ruptura de Suecia con la economía clásica tuvo mucho que ver con la disponibilidad de un contrincante tan tenazmente ortodoxo. En las filas de la oposición a Cassel se distinguió toda una segunda generación de economistas notables por su mentalidad independiente, como Gunnar Myrdal (1899), Bertil G. Ohlin (1899 1979), Erik Lindahl (18911960), Erik F. Lundberg (1907) y Dag Hammarskjóld (19051961), luego secretario general de Naciones Unidas, quien pereció en acto de servicio. Buenos conocedores de la teoría clásica y conscientes de sus limitaciones, se enfrentaron directamente a los problemas prácticos de la economía, la sociedad y la política de Suecia. A medida que se ahondaba la depresión, comenzaron a dedicar especial interés a las consecuencias de ésta, como, por ejemplo, la deflación de los precios, la disminución de la producción, el desempleo y el desastre agrícola. En las dimensiones relativamente pequeñas de la comunidad sueca, los economistas se hallaban en estrecha comunicación, inclusive cotidianamente, con los dirigentes políticos y los funcionarios públicos, cuando no ejercían ellos mismos esas funciones. De esta asociación surgió un amplio proyecto encaminado a aliviar las penurias y a mejorar el funcionamiento general de la economía. En este proyecto estaba comprendido lo que para las pautas de la época era un sistema de seguridad social bien desarrollado, y además, pre-
I ORIA
1)1
I. A I ( ( I N O M I A
245
nos de apoyo para la agricultura. Finalmente, como complemento V correctivo del capitalismo y de la em pres a com petitiva, se p revio un sistema muy estructurado de cooperativas agrarias y de con ■amio. Pero para nuestro tema actual lo que más interesa es la utilización deliberada del presupuesto del estado para respaldar la demanda y el empleo. La depresión condujo a los economistas de lístocolmo a abandonar la esperanza de que el banco central, reduciendo los tipos de interés, pudiera inducir un aumento efectivo de la inversión, el gasto correspondiente y la demanda. Una vez más, habría sido inútil empujar la cuerda. Por el contrario, afirmaron que si bien en épocas normales el presupuesto estatal debía mantenerse equilibrado, en tiempos de depresión, a la inversa, convenía desequilibrarlo deliberadamente, de modo que el excedente de los gastos sobre los ingresos contribuyera a sostener la demanda y el empleo. Todo esto se decía y se hacía en Estocolmo en la década de 1930, mucho antes de Keynes; para utilizar una terminología exacta, no debería actualmente aludirse a la revolución keynesiana, sino más bien a la revolución sueca. A mediados del decenio, las noticias relativas a las novedades del pensamiento sueco fueron penetrando lentamente en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Al cabo de un tiempo, Suecia fue presentada como la Vía Intermedia^ a un mundo perturbado por la idea de que el socialismo y el comunismo eran las únicas alternativas a un capitalismo rigurosamente ortodoxo; para ello se destacaban su sistema de bienestar social, ya entonces bien desarrollado, sus cooperativas agrarias y de consumo, su tolerancia general de la modificación y enmienda del rigor clásico, y su utilización del presupuesto del Estado para respaldar la demanda. Pero como ha destacado Ben B. Seligman,^ la barrera lingüística ha impedido durante mucho tiempo la difusión de este modelo. Y por otra parte, no se concebía que la s grandes id eas económ ic as se orig inaran en pequeños países.
2.
Pa rte del título del libro m uy difun did o de M arqu is W. Childs, S w e d e n ; T h e M i d dle Way ( N e w H a v e n , Y a l e U n i v e r s i t y P r e s s , 1 9 3 6 ) . 3. En M a in C u r ren ts in M o d e r n E c o n o m ic s ( N u e v a Y o r k , T h e F r e e P r e s s o f G l e n c o e , 1 96 2) , p á g s . 5 3 9 y s s . E s t a e n o r m e o b r a , c o n j u s t o m o t i v o, e x p r e s a u n a g r a n a d m i r a c i ó n p o r lo s e c o n o m is ta s su e c o s.
246
JOHN k i ; n n i :t i i o a i u k a u ii
También en Estados Unidos tuvo Keynes sus precursores. En rl decenio de 1920, William Trufant Foster (18791950) y Waddill Cat chings (18791967), el primero de ellos economista con reputación de excéntrico, y el segundo un Wunderkind de las grandes promociones (y desastres) de los trusts de inversiones en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la crisis de 1929, publicaron una serie de libros en los cuales se exhortaba enérgicamente a reclamar la intervención del Estado para apoyar y reforzar la demanda. El blanco de sus tiros era la ley de Say y las creencias económicas en las que ésta se apoyaba: «Estos señores feudales de la teoría económica (los economistas clásicos) se limitaron a suponer, sin intentar siquiera probarlo, que la financiación de la pro ducc ió n, por sí sola, sum in istra a la gen te los m edio s p ara co m prarla.»'^ Las ideas de Foster y de Catchings no carecían por completo de atractivo para la opinión pública; así es cómo en los primeros años de la depresión tuvieron una considerable audiencia entre los profanos, y se les com entó exte nsam ente . Pero entre los econom is tas respetables sirvieron principalmente como ejemplo de un error p opula r y superfic ia l, y fueron citados u n a y o tra vez co m o exponentes de la tendencia a ese error.^ Finalmente, vino a servir de precedente a Keynes la aplicación sumamente práctica en Estados Unidos de un elemento que ha b ría de co n stitu ir su prescrip ció n m ás im porta nte, a saber, que el Estado debe recurrir a la deuda pública para financiar parte de su gasto con el fin de sostener la demanda y el empleo. Durante la mayor parte del decenio de 1930 el gobierno federal estadounidense mantuvo en su presupuesto un déficit considerable. A partir de 1933, éste fue aumentando a raíz de los gastos en auxilio social directo, obras públicas y otras medidas públicas para promover el empleo, particularmente por intermedio de la Administración Federal de Auxilio de Urgencia, la Administración de Obras Públicas y la Administración de Obras en Ejecución. Hasta 1936, habiendo transcurrido tres años del New Deal, y en lo que podría llamarse el año de Keynes, sólo se financiaba con las rentas fede 4 . W i U i am T r u f a n t F o s t e r y W a d d i l l C a t c h i n g s , T h e R o a d t o P l e n t y ( B o s t o n , H o u g h ton Mifflin, 1928), pág. 128. 5. No en todo s los casos. Joh n H. W illiam s (18871980), ca tedr ático qu e pre stó servicios durante muchos años en la Universidad de Harvard, y que se especializó en cuestiones de moneda y de banca, habiendo sido en otra época funcionario del Ban co de la Reserva F e d e r a l d e N u e v a Y o r k, d e s p e r t ó i n t e r é s e n s u s c u r s o s y a l a r m ó a s u s c o le g a s a l a f i r m a r que Foster y Catchings tenían razón en algunos aspectos y que no de bían ser ignorados.
HISTORIA D1-. i,A HCONOMÍA
241
rales el 59 por ciento de los gastos, es decir, p(K‘ 0 más de la mitad. El déficit equivalía al 4,2 por ciento del Producto Nacional Bruto de ese año.^ O sea, que las difíciles circunstancias de la época —esa fuerza inexorable de la economía- habían impuesto ya lo que Keynes vendría a proponer. Y por ello, en opinión de muchos, sin excluir al presidente Franklin D. Roosevelt, la economía key> nesiana no sería considerada, durante largo tiempo, como un acto inspirado por el saber en materia económica, sino como una ra cionalización refinada de lo que había resultado a todas luces po líticamente inevitable.
Entre las primeras iniciativas tendentes a promover la política keynesiana se contaron enérgicos intentos del propio Keynes para ejer cer la persuasión. En una notable «Carta Abierta al Presidente», publicada en el N ew York Times el 31 de diciembre de 1933, du rante el primer año del New Deal, hizo saber al nuevo gobierno que le parecía indispensable dedicar «una atención predominante en el más alto grado al incremento de la capacidad de compra na cional resultante de los gastos públicos, financiados mediante em préstitos»,^ y el año siguiente celebró una entrevista con Roose velt, sin mucho éxito, para insistir en su recomendación. Pero nin guna de estas tentativas iniciales rivalizan en importancia con la publicación en 1936 de The General Theory of Employment Interest and Money,^ acontecimiento en la historia de la economía política comparable en importancia con la aparición de La riqueza de las naciones en 1776 y con la primera edición de El capital en 1867. Ella asestó, como Keynes se lo había propuesto, un golpe mortal a las conclusiones clásicas^ relativas a la demanda, la producción y el empleo, y a la política fundada en las mismas.
248
JOHN KENNETH GALBRAITH
Como se desprende de lo antedicho, La teoría general fue aceptada, en gran medida, a consecuencia de la Gran Depresión y de la incapacidad de la economía clásica para lidiar con un suceso tan umversalmente desestabilizador. Pero esa aceptación también se debió en gran parte a la seguridad de que Keynes hizo gala en materia de argumentación y análisis económico, y en la confiada originalidad de su expresión y de su actitud. La confianza es un rasgo digno de destacarse especialmente. En efecto, ningún economista es tenido en más de lo que él mismo se estima, si es secundado con mayor certidumbre que la que él mismo manifiesta. Y la influencia de Keynes también provino en gran parte de sus antecedentes, reputación y prestigio personales. Es muy posible que si La teoría general hubiese sido obra de un autor carente de dichas calificaciones, se habría perdido de vista sin dejar rastro. Veamos ahora de qué calificaciones se trataba. Los orígenes familiares y las credenciales académicas de Keynes difícilmente podrían haber sido más favorables. Su padre, John Neville Keynes, fue un econom ista de la Univ ersidad de Cam brid ge, de excelente reputación. Durante quince años fue el encargado del registro, o sea, el principal funcionario administrativo de la universidad. La madre de Maynard Keynes, Florence Ada Keynes, ejerció con verdadera abnegación un papel dirigente en la comunidad, y llegaría con el tiempo a convertirse en alcaldesa de Cam bridge. Ambos sobrevivieron a su famoso hijo, y asistieron a sus funerales en la abadía de Westminster, en abril de 1946. John Maynard Keynes fue alumno de Eton y luego de la Universidad de Cambridge, en la que estudió con Lytton Strachey, Leo nard Woolf y Clive Bell. Éstos, junto con Virginia Woolf, Vanessa Bell y otros, integrarían posteriormente en Londres el Grupo de Bloomsbury, luego tan celebrado, quizá en exceso. Para Keynes esos amigos representaron una ventana abierta al mundo y fueron interlocutores agradablemente distintos de los austeros portavoces de la teoría económica, mientras que él, a su vez, representaría para ellos un vínculo sum am ente im probable, h asta podría decirse desconcertante, con el mundo de la economía y de los asuntos políticos prácticos. Una vez diplomado en Cambridge en 1905, se presentó a los exámenes del Servicio Civil y fracasó en economía política. (cEvi
IIISIOKIA DI I.A 1,(ONOMIA
249
(Icntemente, sabía más de esta materia que mis examinadores. Habiendo sobrevivido a esta ignorancia oficial, fue durante un tiem po funcio nario de la Oficina de la In dia , escrib ió u n a o b ra em inentemente técnica y muy celebrada sobre la teoría de la probabilidad, empezó a redactar otra sobre la moneda en la India, y volvió a Cambridge con una beca otorgada personalmente por el pro fe so r A rth ur Pigou. La guerra y la posguerra de 19141918 reportarían fama a Key iies, y con ella, la seguridad característica que en adelante asumiría su palabra ante la opinión pública, otorgándole una influencia cada vez mayor y finalmente irresistible. Durante esos años fue luncionario del Tesoro, donde adquirió notable reputación por la competencia e ingeniosidad que desplegó para la administración de los ingresos británicos en las operaciones de cambio de divisas extranjeras, los procedentes de los empréstitos y los reportados por los títulos extranjeros adquiridos y vendidos en el exterior. Tam bién se distinguió por su hab ili dad en la o p o rtu n a d is tribu ción de los ingresos entre las importaciones y gastos necesarios en ultramar, y por la orientación y ayuda que prestó a sus colegas franceses y rusos en esas mismas actividades. Al finalizar la guerra era tan conocido por su capacidad en política económica y en administración, que fue escogido para integrar la delegación de Gran Bretaña a la Conferencia de París en 1919, en un cargo de particular interés y distinción. El comportamiento futuro de este joven especialista (Keynes sólo tenía entonces treinta y seis años) que tuvo acceso, durante la Conferencia de París, a una compañía tan impresionante como la de David Lloyd George, Georges Clemenceau y Woodrow Wil son, y a la no menos impresionante tarea de asegurar la paz mundial, parecía fácil de predecir. Era de esperar que un hombre tan selecto y afortunado disfrutara de los halagos de su situación y de la envidia de los menos favorecidos; que prestara su asesora miento con toda la deferencia apropiada, y que aceptara y aun defendiera sus resultados, por molestos, desacertados o extraños que parecieran, como lo mejor que podía haberse hecho. En efecto, pro ceder de otro modo habría equivalido a desvirtuar el sabio juicio y a herir el amor propio de quien lo había designado. Pero Keynes, que no necesitaba estímulos en materia de amor propio, parió .
K e y n e s , c i t a d o e n H a r r o d , p á g . 1 21.
250
JOHN KENNETH GALBRAITH
tió de París en junio de 1919 animado de un profundo desprecio por las actuaciones de la C onferencia. Volv ió a In glaterra para escribir The Econo mic C onseq uences o f the Peace,^^ cosa que hizo en los dos meses siguientes. Este libro se publicó en InglateiTa ese mismo año, se vendieron de él ochenta y cuatro mil ejemplares en la edición británica, fue traducido a muchos idiomas y continúa siendo hasta la fecha el más importante documento económi co sobre la primera guerra mundial y la posguerra. Es también, como se ha dicho con frecuencia, una de las diatribas más elocuentes que jamás se hayan escrito. Describe el am biente de la Conferencia com o vengativo, m iope y profundamente reñido con la realidad. Y así son tratados por su parte los grandes estadistas: Wilson, aquel «Don Quijote ciego y sordo»;*’ Cle menceau, que sólo tenía una ilusión, Francia, y una desilusión, la humanidad;*^ Lloyd George, descrito en un pasaje que fue suprimido en el último momento como un «bardo con patas de chivo, visitante semihumano de nuestra época, salido de los bosques plagados de brujas, mágicos y encantados de la antigüedad celta». Pero fueron las cláusulas de reparaciones las que suscitaron particularm ente la condenación profesional de Keynes. Alemania, a su entender, no podía pagar las sumas fijadas con los ingresos obtenidos de las exportaciones; asimismo, sus esfuerzos en esta dirección y la dislocación resultante del comercio y las finanzas serían desastrosos no sólo para el enemigo derrotado, sino tam bién para toda Europa. De esta conclusión, m ás bien que de ninguna otra fuente, provendría la convicción, prevalenciente en los decenios de 1920 y 1930, de que las condiciones de la paz habían sido, en realidad, como las impuestas a Cartago. En consecuencia, Alemania ya no aparecía ante los ojos del mundo como un agresor castigado, sino como una víctima. Éste fue el legado de Keynes. Y hubo consecuencias de largo alcance. Después de la segunda guerra mundial, la iniciativa de imponer reparaciones a Alemania y Japón, bajo la forma de transferencias monetarias, fue uniformemente rechazada; el error estigmatizado por Keynes no debería
i n s i D K IA
DI-
I .A
l'C O N O M I A
251
p;iraciones en especie, particula rm ente bajo la form a de plantas industriales y bienes de equipo. Lo triste del caso es que éstas, salvo por la circunstancia de no poder llevarse fácilmente a la práctica, resultaron todavía bastante más perturbadoras y crueles que las otras. Los trabajadores y las comunidades enteras tuvieron que presenciar el desm ante la m ie nto y el despojo de las fábricas y m áquinas que constituían su medio de vida. Por el momento, al menos, se había evaporado toda esperanza en el futuro. En síntesis, ésta sí que era una paz como la impuesta a Cartago, cuyas consecuencias sólo fueron limitadas por los problemas prácticos que representaba el traslado y utilización de las plantas industriales. Durante el decenio de 1920 y principios del de 1930, Keynes escri liió prodigiosamente, se interesó en las artes, fue presidente del New Sta te sm an and Nation, form ó parte del im portante órgano oficial denominado Comité de Investigación de las Finanzas y la Industria, desempeñó la presidencia de una empresa de seguros, fue director de becas y subsidios del King’s College en Cambridge, y especuló, al principio desastrosamente (tuvo que ser sacado a flote por su padre y por sus amigos en la City) y luego con éxito, por su propia cuenta, y lo que es aún más singular dadas las razona bles restricciones acostu m bradas al respecto, por cuenta del King’s College. En 1925, al plantearse la cuestión del patrón oro, y al amenazar lo que llegaría a convertirse, como él pronto lo advirtió, en una temporada tempestuosa, sostuvo una brillante polémica con i;l entonces ministro de hacienda (Chancellor of the Exchequer) Winston Churchill. Se trataba del retorno de la libra, luego del deterioro experimentado durante la guerra, a su antiguo valor en metal de 123,7 granos de oro fino, y a su anterior paridad de 4,87 dólares estadounidenses por una libra esterlina. Ésta era una medida reclamada por la solemne sabiduría financiera y la tradición en Gran Bretaña, pero sucedía a la vez que con una libra esterlina cara, los precios de exportación de los productos británicos, y en particula r del carbón, venían a situ arse en un 10 por ciento por encima del precio del mercado mundial. Desde el punto de vista de sus efectos sobre las exportaciones e importaciones, se creaba la situación inversa de la política de comprar oro y reducir el pre-
252
JOHN KENNETH GALBRAITH
de este metal adoptada por Roosevelt ocho años después, y fue la contrapartida para el alto valor del dólar a mediados de los años ochenta. A fin de poder afrontar la competencia, debían reducirse los precios de la s m ercancía s b ritánicas, y co mo condic ió n p ara ello, también los costes y, en especial, los salarios. Gradual y penosamente, luego de una larga y muy ingrata huelga de los mineros del carbón, y de la gran Huelga General de 1926, se bajaron los salarios. En síntesis, el retorno de Gran Bretaña al patrón oro en 1925 todavía se recuerda como una de las decisiones más evidentemente equivocadas en la larga e impresionante historia del error económico. Keynes fue implacable en su oposición a Churchill, y particularmente en las críticas que le dirigió; pero el ministro, por su parte, como luego se su po, te nía ta m bié n sus serias dudas en cuanto al acierto de esa medida. Keynes preguntó entonces: «¿Por qué ha adoptado Churchill una medida tan tonta?», y se contestó él mismo en los siguientes términos: «porque carece de juicio instintivo que le impida cometer (semejantes) errores..., porque está ensordecido por el clamor de los financieros convencionales, y... porque sus expertos le han aconsejado muy mal».^^ Habiendo encontrado una vez un buen título, Keynes no vacilaba en usarlo por segunda vez. El ensayo en el cual figuraba este ataque se tituló Consecuencias económicas del señor Churchill. Finalmente, en 1930, Keynes publicó su obra en dos tomos Treatise on Money. La aparición del libro fue saludada como todo un acontecimiento. En él figuraba una fascinante historia de la moneda, con la notable observación de que el oro debía su distinción a un atractivo freudiano, y un cálculo según el cual todo el oro acumulado en el mundo desde los tiempos más remotos hasta el presente podía en aquel entonces (como seguirá ocurriendo sin duda ahora) transportarse a través del Atlántico en un solo barco. También aparecían ideas que presagiaban La teoría general. «Podría suponerse, y se ha supuesto con frecuencia, que la suma total de las inversiones es necesariamente igual a la suma total de los ahorros. Pero si se reflexiona, se comprobará que esto no es c ío
15. J o h n M a y n a r d K e y n e s , E s s a y s in P e rsu a sió n , c i t a d o e n R o b e r t L e c k a c h m a n , The A g e o f K e y n e s ( N u e v a Y o r k , R a n d o m H o u s e , 1 9 6 6 ) , p á g . 4 7 .
insroKiA m', i
a
iu o n o m i a
253
cierto.»^® En este enunciado, en términos moderados, figura una tesis que posteriormente sería expuesta en toda su significación: no puede tenerse la seguridad de que toda la renta haya de refluir necesariamente bajo la forma de demanda de mercancías y servicios, como lo prescribe la ley de Say. Una parte de esos recursos han de perderse bajo la forma de ahorros no utilizados o no invertidos. En cambio, con respecto a otras cuestiones, Keynes llegaba a conclusiones que luego habría de rebatir en La teoría general. No se ocupaba de los factores que causan los cambios en el nivel de pro ducció n y en el consig uie nte volu m en de em ple o en la economía en su conjunto, omisión que por otra parte reconoció. Este «desarrollo dinámico (es decir, los cambios que acaban de mencionarse), a diferencia de la fotografía instantánea de la realidad económica, quedó incompleto y extremadamente confuso». Keynes fue un lúcido maestro de la prosa inglesa, fértil en recursos idiomáticos, lo mismo que Smith, Bentham, Malthus, los dos Mili, Marshall y Veblen. En realidad, con la posible excepción de Ricardo, estas mismas cualidades han distinguido a todos los autores de gran importancia en la historia del pensamiento económico inglés. No obstante, The General Theory of Employment Interest and Money es una obra compleja, mal estructurada y a veces oscura, como lo reconoció el mismo Keynes, quien observó asimismo que el público en general, «aunque sea admitido en el debate, sólo lo es en calidad de oyente», tratándose de este esfuerzo técnico necesario para persuadir a sus colegas los economistas. Y son muy pocas las personas ajenas a la profesión de la economía política que han llegado a aceptar alguna vez la invitación de Keynes a escuchar. Y sin embargo, las ideas centrales del libro, como ya se ha dicho, no presentan, relativamente, muchas dificultades. El pro ble ma dec isiv o de la econom ía no es el de d e te rm in a r có m o se e stablece el precio de las mercancías. Tampoco la forma de distri buir los in gre sos resu ltan te s. La cuestió n im p o rta n te es av erigu ar cómo se determinan los niveles de producción y de empleo.^® A me
16. J o h n M a y n a r d K e y n e s , A T re a ti se o n M o n e y ( N u e v a Y o rk , H a r c o u r t , B r a c e , 1 9 3 0 ) , vol. I, pág. 172. 17. Keynes, T h e G e ne r al T h e o ry o f E m p l o y m e n t I n t e r e s t a n d M o n e y , p á g . 8 . 18. Q u e d io lu g a r p o s t e ri o r m e n t e a la d i f u n d i d a p r e o c u p a c i ó n p o r la t a s a d e e x p a n s ió n l la m a d a c r e c im i e n t o .
254
JOHN KENNETH KENNETH GAEBRAITH AEBRAITH
nudo, cuando aumentan la producción, el empleo y la renta, va disminuyendo el consumo obtenido de los aumentos adicionales del ingreso, es decir —en los términos de la formulación histórica de Keyne Keyness —, decrece decrece la pro prope pens nsió ión n marg ma rgin inal al al consumo. 0 sea, que los ahorros aumentan. No hay ninguna seguridad de que, como creían los economistas clásicos, con el descenso de los tipos de interés tales ahorros vayan a ser invertidos, o sea, gastados. Pue den en efecto permanecer sin gastar, por una variedad de razones precauto precautorias rias que que responden responden a la necesidad o el deseo deseo del indivi duo o de la empresa de contar con liquidez, es decir, otra vez en i la terminología de Keynes, en función de la preferencia por la li- j quidez. Si los ingresos se ahorran y no se gastan, tendrá lugar una reducción de la demanda total de bienes y servicios (deman da agregada efectiva), y con ello, del producto y del empleo. Yla reducción continuará hasta que se reduzcan los ahorros al nivel apropiado. Este descenso se produce porque la reducción de los ingresos induce, e incluso fuerza, una propensión marginal al con sumo cada vez mayor. El menor volumen de ahorro es entonces absorbido por el gasto en inversión, cuyo descenso es más lento. Lo mismo que en la concepción clásica del problema, el ahorro y la inversión deben deben ser s er igual iguales. es. La difer dif eren enci ciaa es que ya no se igualan necesariamente, ni siquiera normalmente, en los niveles co rrespondientes al pleno empleo. Para igualar los ahorros a las in versiones, y para asegurar que los primeros sean gastados, puede resultar necesario reducir los ingresos y forzar una reducción del gasto. De modo que la situación de equilibrio en la economía no asegura el pleno empleo obligatoriamente, sino que puede asumir distintos grados de desocupación, inclusive en severas proporcio nes. Como ya hemos visto, a este fenómeno se le ha dado el nom bre de equilibrio con subempleo. Se tra tr a ta b a de upa up a situa situació ción n que en 1936 el profano podía verificar a simple vista. Hubo además otra nota discordante en la cuerda keynesiana. Desde el punto de vista de la economía clásica, una situación de
IIIMOKIA
di: i a
1 (ONOMIA
nal de incrementar la Tuerza de trabajo, no alcanzaban, sencil mente, para poder pagar los salarios pretendidos. En ese caso, basí*;iq (aba con reducir los salarios, superando todas las resistencias a tal medida, y los trabajadores desempleados volverían a encontrar tra bajo ba jo.. E n o p in ió n de K eyn ey n es —y e s to tie ti e n e u n a i m p o r t a n c i a d e c i s i va—, tal hipótesis ya no respondía en absoluto a la realidad, pues li) que podía oc urrir en el caso de un em presa rio p artic ula r no tenía por qué suceder con el conjunto de los patronos. Esto es lo que los economistas, y otros autores que aluden a la tendencia de pro p rocc e d e r d e lo sim si m p le a lo c o m p lejo le jo,, co m o, p o r e je m p lo , d e l a s fifi nanzas del hogar a las del Estado, llaman la falacia de composición. Si los empresarios en general redujeran los salarios en una situación de desempleo, el flujo de la capacidad adquisitiva, es decir, la demanda efectiva agregada, disminuiría pa p a r i p a s s u con la reducción de los salarios. Y en ese caso, la contracción de la demanda efectiva incrementaría el desempleo. De modo que ya no po p o d ría rí a a c h a c a r s e el d e s e m p l e o a la s e l e v a d a s r e m u n e r a c i o n e s n i a los sindicatos. Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt, el segundo mediante la NRA, habían coincidido por lo menos en este princi pio d e o r ie n ta c ió n : a m b o s se h a b í a n o p u e s t o a la r e d u c c ió n d e los lo s salarios. En cambio los economistas, fieles a su fe clásica, habían criticado a ambos presidentes; fue Keynes quien los reivindicó. Con el diagnóstico llegó la cura. Ya no podían los gobiernos esperar el remedio de fuerzas autocorrectivas, pues el equilibrio con subempleo podía resultar estable y persistente. Ya no había que esperar a que el desempleo redujera los salarios, pues ello, po r el c o n t ra r io , p o d ía c o n d u c i r a u n e q u i li b ri o c o n u n n iv e l i n fe rior de producción y de empleo. No podía contarse con que la reducción de los tipos de interés provocara el aumento de la inversión y de los gastos de inversión, pues cabía la posibilidad contraria de que sólo fueran a reforzar la preferencia por la liquidez. En verdad, ¿por qué razón habría de renunciarse a las diversas ventajas de poseer dinero en efectivo a cambio de un beneficio puramente simbólico? Y a mayor abundamiento, era también harto evidente en el escenario económico contemporáneo que hasta las más sorprendentes rebajas de los tipos de interés que entonces se producían resultaban insuficientes para estimular la inversión, dado el gran exceso de la capacidad productiva y la ausencia de un beneficio aceptable. En definitiva, quedaba un recurso, y tan sólo uno, a saber, la
256
JOHN KENNETH GALHKAITH
intervención del Estado para elevar el nivel de los gastos de inversión: la emisión de deuda pública y el aumento del gasto público. El déficit deliberado. Sólo en esta forma podría destruirse el equilibrio con subempleo, gastando, en forma voluntaria e intencional, los ahorros no utilizados del sector privado. Venía así a confirmarse terminantemente el acierto de lo que ya venía haciéndose ba b a jo la p r e s ió n d e la s c i rc u n s t a n c i a s .
Tales son los elementos esenciales de la Revolución keynesiana. Pero el propio Keynes no llegó a formularlos en esos términos. En rigor, el debate económico que suscitó la publicación de La teoría general vino a lidiar interminablemente, para mayor placer de los contrincantes, con las complejidades y oscuridades de la obra. Prevalecía al respecto cierta satisfacción profesional en mantener el asunto cubierto con un velo de misterio, pues difícilmente podría esperarse que entendiera el profano lo que los académicos se desvivían por dominar.
En particular, hubo una característica de la Revolución keynesiana que casi no llegó a mencionarse. Al impresionarse tanto con la magnitud de los cambios introducidos, los economistas no se detuvieron a reflexionar acerca de lo mucho que permanecía invaria ble. bl e. Ello El lo m o tiv ti v ó q ue , e n a d e la n te , se c o n f ia ra al E s t a d o l a m isió is ió n de dirigir el funcionamiento general de la economía. Aunque hu bie b ie ra d e s a c u e rd o s a c e rc a de la s m e d id a s q u e d e b í a n a p l ic a rs e , no los hubo en cuanto a la responsabilidad del gobierno o, por lo menos, del banco central. Se había disipado la creencia en la posi bil b il id a d del de l p le n o em pleo pl eo con co n el m a n te n im ie n to d e p reci re ci o s e s ta b le s , que sólo persistió en las mentes de algunos excéntricos. Pero la enseñanza y los debates acerca de cómo podrían asegurarse el ple p le n o e m p le o y la e s t a b i li d a d d e los lo s p re c io s q u e d a r o n e n lo s u c e sivo integrados en una rama especial por separado dentro de la economía, que recibiría el nombre de «macroeconomía».^^ Algunos 19. L o c u a l l l e g a r ía í a d e s p u é s a o b s t a c u l i z a r c o n s i d e r a b l e m e n t e l a c o m p r e n s i ó n d e la economía. Como se observará más adelante, la vida económica constituye una sola unidad, y la separación entre micro y macroeconomía impidió una evaluación apropiada de la fuerte influencia de la macroeconomía sobre los acontecimientos mic roeconómicos, en p a r t i c u l a r d e l a s o c i e d a d a n ó n i m a y lo s s i n d i c a t o s m o d e r n o s , y la a c c ió n r e c í p r o c a d e lo s salarios y los precios, en particular.
m s i OK I A
DI DI '
l . A l ' C O N OM OM I A
257
economistas, utilizando una contracción de singular mal gusto, ha brí b ríaa n d e re fe r i rs e a s u e s p e c ia li d a d c o m o «m a cro cr o ». P e ro e n c a m bio, K ey n es no llegó lle gó a a b o r d a r n i a p e r t u r b a r e n a b s o l u t o lo q u e se llamaría luego amicroeconomía)), es decir, lo que con un voca blo d e la je rga rg a p ro fesi fe sio o n a l ig u a lm e n te d e lez le z n a b le se d e s ig n a a vece ve cess como amicro». En la microeconomía el mercado seguía igual así como la firma comercial y el empresario. Y también el monopolio, la competencia, la competencia imperfecta y la teoría de la distri buci bu ción ón.. De m o d o q u e , p a r a r e s u m i r , e n e s te s e c to r el s i s t e m a c l á sico quedaba en términos generales intacto. Este sistema funcionaba dentro de un flujo de demanda regulado, y en ese ámbito, la mayor parte de la vida económica casi no había cambiado en absoluto. La distribución del poder entre las corporaciones, los sindicatos, los trabajadores a título individual y los consumidores subsistía dentro de su concepción clásica. Con respecto a todas estas cuestiones, el Estado no tenía por qué intervenir más de lo que había intervenido en épocas anteriores. Keynes conjuró al íncubo de la depresión y del desempleo, li be b e r a n d o d e él al c a p i ta l is m o , o a l m e n o s e s o fu e lo q u e s e p r o p u so. Así eliminó el único aspecto que el capitalismo no podía explicar y que, según Marx, no podía superar. Pero eso fue todo. La Revolución keynesiana, desde este punto de vista, no sólo fue limitada, sino también intensamente conservadora. En 1935, el primer día del año, en respuesta a una carta de George Bernard Shaw en la que éste ponía sobre el tapete un juicio formulado por Marx, Keynes replicó: «Pero para entender mi estado de ánimo, debe usted saber que creo estar escribiendo un libro sobre teoría económica que en gran parte revolucionará (no en seguida, me imagino, sino en los próximos diez años) el pensamiento mundial acerca de los problemas económicos.»^® Esta previsión no era por entero infundada. Desde luego que sobrevendría un cambio. Pero en contraste con el que Marx había preconizado y previsto, la proeza de Keynes se cifra en haber dejado tantas cosas como antes. Durante las dos décadas siguientes, sobre todo en Estados Unidos, el nombre de Keynes llegaría a adquirir una señalada connotación de radicalismo. Entre los hombres de negocios y en el mundo bancario llegaría a considerarse a los keynesianos tan ene 20
K e y n e s , c i t a d o e n H a r r o d , op. cit., pág. 462.
25H 25 H
JOHN KBNNKTM GALBRAITU
mí«(m í«(m (Irl i»ulc*n e sta st a b lec le c id o corn c orno o lo s m is m o s m arxi ar xista stas. s. e inclusi ve com o un un peligro m ás co nc ret o e in m in en te a corto pla plazo He mpií otra gran constante de la vida económica; cuando se trata (fe elegir entre el desastre definitivo y las reformas conservadoras que podrían evitarlo, lo más frecuente es que se opte por lo primero
XVIII. XV III.
LA CONFIRMACIÓN DE MART MARTE E
En otoño de 1936, pocas semanas antes de las elecciones pre sidenciales celebradas ese año, la Universidad de Harvard conme moró su tercer centenario.^ Cada uno de los departamentos que la integraban fue invitado a presentar candidatos para los títulos ho norarios que se otorgarían con tal motivo. En un admirable gesto de liberalismo, las autoridades de la universidad pidieron al efecto la opinión del personal docente más joven, de menor jerarquía re lativa, a saber, profesores titulares y ayudantes. Los del Departa mento de Ciencias Políticas, tratando en todo lo posible de provo car desconcierto, propusieron el nombre de León Trotsky. Sus coe táneos del Departamento de Economía, en el afán de no parecer más dóciles, sometieron el de John Maynard Keynes. Ambas su gerencias fueron sesudamente desechadas. Y en lugar de Keynes, el doctorado honoris causa se confirió en esa eventualidad a Dennis (más tarde sir Dennis) Robertson (1890-1963), del Trinity College, Cambridge, economista tan agra dable por su trato como por su reputación. No se trataba de un ideólogo clásico acérrimo; al contrario, Robertson había coincidi do en época temprana con Keynes al rechazar la ley de Say, pues to que si el ahorro y la inversión eran actividades ejecutadas por diferentes personas y por diferentes instituciones, no existía en ver dad ningún motivo para suponer que habrían de ser iguales. Pero a la vez, admitió una relación entre el desempleo y los salarios exageradamente altos, y compartió otros puntos de vista del sta tus quo. Y así fue cómo viajó de la Cambridge inglesa a la Cam-
260
JOHN KENNETH GALHRAITH
bridge es tadounid ense, ha ciendo un alto en su perm anente polémica con Keynes ocasionada por las opiniones heréticas de este último. La división que así se había puesto de relieve entre titulares, la vieja y la nueva generación de profesores en Harvard, era a la vez simbólica y sustantiva. En todas partes, el pensamiento de Keynes atraía a los economistas más jóvenes; sus teorías representaban una grata alternativa al desempleo y a la miseria que ya no podían seguir defendiéndose, y también a una posible adhesión a Marx y a la revolución, que, si bien iba ganando terreno, era indiscutiblemente poco ventajosa para jóvenes estudiosos bien colocados. Pero la respuesta de los jóvenes economistas de Harvard fue específica, pues por su in te rm edio llegó a E sta dos Unidos el sis te m a keyne siano. Así como Wisconsin sería el vivero de la seguridad social, y Yale de las innovaciones monetaristas, Harvard, en un tiempo cindadela de la respetable ortodoxia, se convertiría en el centro germinal de la economía keynesíana en el escenario estadounidense. Desde luego, ya existían otros conversos, pero lo cierto es que en su mayor parte los economistas de sólida reputación no se contaban entre ellos, y más de uno se salvó de ser tentado absteniéndose simplemente de leer La teoría general. En cambio, uno de los que sí la leyeron fue Joseph Schumpeter, quien para ese entonces se encontraba en Harvard desde hacía varios años. Este autor condenó la obra enérgicamente: en su opinión, entre los errores y defectos más lamentables de Keynes se contaba su insistencia en aunar la teoría económica con la política económica práctica.^ En una oportunidad Schumpeter dijo que Keynes estaba afiliado a
M I M O K I A m-, I A l . l O N O M I A
261
de índole más técnica. Cuando le llegó el momento de leer La teo ría general, expresó su desaprobación en términos mesurados: «No se trata de un hito, en el sentido de que suministre las bases de lina “nueva economía”...; más que una piedra fundamental sobre la cual pueda edificarse una ciencia, es un síntoma de ciertas tendencias económicas.»^ Luego, en los meses siguientes a la emisión de este juicio, mientras Hansen salía en defensa de sus propias críticas y participaba en el debate suscitado por la obra de Key nes, fue cambiando de opinión, acontecimiento relativamente raro entre los profesionales y que llama mucho la atención cuando su i.:ede. Así es como llegó a convertirse en el máximo y más eficaz exponente en Estados Unidos del diagnóstico keynesiano, y en particular del tratamiento propuesto por Keynes, empresa en la cual lo siguió de cerca, más que ningún otro, su colaborador, asistente y leal amigo Paul A. Samuelson (1915), mucho más joven que él, cuyo libro de texto Economics, an In troductory Analy sis ha difundido el pensamiento de Keynes entre millones de estudiantes en todo el mundo, a partir de su publicación en 1948. Al finalizar el decenio de 1930, y después de la segunda guerra mundial, el seminario sobre política fiscal que dirigía Alvin Han sen atraía participantes de lugares tan remotos como Washington, y los presentes, desbordando el aula, seguían las sesiones desde un salón contiguo. Sus artículos y sus libros eran muy leídos y se comentaban ávidamente, en especial su tratado Fiscal Policy and Business Cycle^ (publicado cinco años después de La teoría gene ral), trabajo en el cual se presenta una exposición más lúcida y con mayor fundamento empírico del núcleo teórico keynesiano que la contenida en el propio texto clásico de dicho autor. En un aspecto importante Hansen fue más allá de Keynes, al sostener que el equilibrio con subempleo —según su terminología, la tendencia al estancam iento secu lar— era norm al y previsible en la econom ía m oderna, y que sólo podía contrarrestarse mediante una resuelta intervención del Estado.^ 3 . A l v in H . H a n s e n , r e s e ñ a b i b l i o g r á f i c a d e T h e G e n er a l T h e o ry o f E m p l o y m e n t I n t er e s t a n d M o n e y , e n T h e J o u r n a l o f P o l i t i c a l E c o n o m y , c i ta d o e n R o b e r t L e k a c h m a n , T he A g e o f K e y n e s (N u e v a Y o r k , R a n d o m H o u s e , 1 9 6 6 ), p á g . 1 2 7. 4. Nu eva York, W. W. N orton, 1941. 5 . A q u e l l o s l e c to r e s q u e d e s e e n c o n o c e r d e f o r m a m á s c o m p l e t a l a s o p i n i o n e s d e H a n s en , c o n j u n t a m e n t e co n u n a e x p o s i c ió n p r o f e s i o n a l m e n t e m u y id ó n e a d e K e y n e s , d e la t e or ía k e y n e s i a n a y d e su i n f lu e n c i a , p u e d e n r e m i t ir s e a l a o b r a y a c i t a d a d e R o b e r t L ek a c h m a n , T h e A g e o f K e y n e s . R e c o n o zc o m u y g u s t o s o m i d e u d a c o n e l a u t o r y e n p a r t i cular hacia ese libro suyo.
262
J O H N K H N N H T H G AI . H KA I I H
Hansen no sólo presidió el debate sobre el sistema keynesiano en lo que respecta a Estados Unidos, sino que hizo también las veces de baluarte defensivo para los estudioso más jóvenes que habían asumido una posición similar. En años posteriores, a medida que el conocimiento de la herejía keynesiana iba penetrando en mentalidades reacias a otras innovaciones, se produjo un cpna to de caza de brujas, tendente a exterminar en las universidades y en la administración pública los gérmenes de esta hechicería. Una vez más se desataban, como ya lo hemos mencionado respecto de casos anteriores, una furia pretenciosa y una serie de iniciativas aparentemente espontáneas dirigidas a salvar el sistema económico. Así fue como en los primeros años siguientes al fin de la segunda guerra mundial, los sucesivos consejos superiores de la Universidad de Harvard expresaron grave preocupación acerca de esta desviación albigense. La comisión permanente del Consejo encargada de supervisar el Departamento de Economía despertó de su estado normal de aquiescencia y sonambulismo para enfrentar semejante error. Un grupo de diplomados de Harvard creó la Fundación Veritas, destinada a extirpar a Keynes de la enseñanza en dicha universidad, pues dicho autor era incompatible con la verdad. Una organización adventicia mucho más vasta, de proporciones nacionales, encaró el problema, todavía más grave, del libro de texto de Samuelson, y exigió, si no su supresión lisa y llana, por lo m enos que se evitara su adopció n y su uso en los estu dio s. Contra estas corrientes, Hansen se mantuvo firme como una roca. Mientras siguió en su puesto, tales exigencias siguieron repitiéndose sin efecto, pues nadie podía prevalecer razonablemente contra un nativo del Medio Oeste, de edad madura y de sólida ascendencia escandinava, verdadero epítome de la calma y de la respetabilidad en el mundo universitario. Ello no significa que Hansen no fuera criticado, pero su norma explícita para afrontar la situación era no contestar jamás, bajo ningún pretexto. En gran parte, la reacción contra Keynes en Estados Unidos, tanto en el aspecto político como en el universitario, no se produ jo h as ta después de la segunda guerra m undia l, po rq ue an tes no había alcanzado aún la distinción de ser reconocido como una amenaza. Se decía a menudo que Marx había sido protegido, a este lado del Atlántico, por la confusión general de su apellido con el de los famosos cómicos cinematográficos, y con la gran firma de fabricantes de ropa Hart, Schaffner y Marx. Después de la según
IIISroKIA
m-
I.A l'.( ( ) N( ) MI A
263
lia guerra mundial, d nom bre de John M ayna rd Keynes llegó a carecer hasta de una protección como ésa. Pero no nos adelantemos. Debemos retornar a la influencia de Keynes durante los últimos tiempos de la depresión y en los años de la guerra.
Hn los años siguientes a la publicación de La teoría general su mensaje fue transmitido desde Cambridge a Washington por economistas americanos jóvenes, mientras que los canadienses lo hicieron llegar a Ottawa. Especial mención se debe a Robert Bryce, quien antes de ir a Harvard había asistido al seminario de Keynes en el King’s College. En consecuencia, Canadá fue el primer país, con la excepción del caso especial de Suecia, en aceptar e imple mentar el enfoque keynesiano para su economía. El principal portavoz keynesiano en el gobierno americano fue Lauchlin Currie (1902), también ex alumno de Harvard, cuyo libro The Supply and Control of Money in the United States^ se había anticipado a Keynes en algunos aspectos importantes, una circunstancia que en aquellos tiempos le puede haber valido una promoción en Harvard. En Washington, al principio, trabajó en la Reserva Federal; más tarde fue el influyente y primer asesor económico, aunque oficioso, de la Casa Blanca. Hizo uso eficaz de ambos cargos para promover políticas keynesianas en el gobierno y para recomendar el nombramiento de personas afines a su visión económica. En la Reserva Federal, Currie contaba con el apoyo activo de su director Marriner Eccles (18901977), un banquero de Utah, miembro de una importante familia mormona, quien antes de su nombramiento oficial había presenciado con pena cómo sus clientes granjeros terminaban en bancarrota ante las fuerzas deflacio narias de la Depresión. Esto le había llevado a cuestionar, dados los resultados, si estaban justificadas la política monetarista rígida, la ortodoxia fiscal y la actitud no intervencionista del gobierno. Jamás un banco central se había mostrado vulnerable a semejante herejía, y ciertamente ningún otro lo ha hecho desde entonces. En los años posteriores a La teoría general, los keynesianos de Washington se reunían periódicamente para darse mutuo apoyo y 6.
C a m b r i d g e , H a r v a r d U n i v e r s i ty P r e s s , 19 34 .
264
JOHN KENNl'.TH GALBRAITH
p ara exam in ar posib le s medio s, op ortu n id ades y vía s de p e rsu asión. Si se hubiera sabido lo frecuentes que eran esos encuentros, quizá se habría hablado de una conspiración. Sus opiniones se reforzaron y sus creencias hubieron de confirmarse cuando tuvo lugar la depresión de los años 1937 y 1938, que a su vez dio lugar a una campaña bien publicitada en favor de una política fiscal más conservadora, a fuerza de incrementos impositivos, reducción de gastos y nuevas promesas de presupuestos equilibrados. También se desarrolló en esa época un debate en tono menor entre los keynesianos y aquellos a quienes puede calificarse de li berales clásicos. Estos últim os, buscando alg una causa p ara el continuo estancamiento, creyeron haberla encontrado dentro del marco de referencia de su propia ortodoxia. A su entender, debía ser atri buid a a la dec linació n de la com petencia, a los avances del m ono po lio y a la s concentracio nes de las socie dades anónim as dentro del mercado. Estos factores, según ellos, habían restringido la producción y, en consecuencia, también el empleo. Al parecer, prueba de ello era la elevada frecuencia del desempleo en la industria pesada concentrada en unas pocas empresas, y en su baja difusión o su inexistencia en la agricultura, sector clásicamente competitivo. De modo que si se extirpara el monopolio y se invirtiera la tendencia a la concentración que caracterizaba a las sociedades anónimas, la economía habría de funcionar de acuerdo con el modelo clásico. En esa forma el empleo se extendería prácticamente a todos los trabajadores. La consecuencia práctica de esta opinión fue un reavivamiento de la tendencia favorable al refuerzo de la legislación antitrust. Su cabecilla fue Thurman Arnold (18911969), ex profesor de Derecho en la Universidad de Yale sumamente interesado en la economía, quien desempeñaba por entonces el cargo de procurador general auxiliar, a cargo de la División de Represión del Monopolio.^ Y durante 1937 y 1938, los liberales clásicos del poder ejecutivo se unieron con legisladores de iguales opiniones o inclinaciones, en el Parlamento Federal, para crear el Comité Económico Nacional Provisional (TNEC), órgano mixto ejecutivolegislativo cuya misión era examinar en su totalidad la estructura de la competen 7. A n t e s d e t r a s l a d a r s e a W a s h i n g t o n h a b í a e s c r i to T h e F o l k lo r e o f C a p i t a l i s m ( N e w Haven, Yale University Press, 1937), obra muy leída que atacaba con si ngular encono la legislación antitrust, a la vez que le quitaba toda importancia. E l exceso de coherencia es invariablemente el duende que espanta a las mentalidades mezquinas.
ms
I
I lUI A m-, I. A !•( 0 \ ( »M lA
265
l ia en la economía estado unid en se y recom end ar las refo rm as del aso. Allí, en la microeconomía —como pronto llegaría a llamar .0 —, podría n encontrarse las causas del fracaso m acro económ ic o. í’ues no sólo la competencia desleal, no sólo los beneficios de los monopolios, sino también el desempleo y la capacidad de produc •ión ociosa durante la depresión, tenían su origen en el monopolio \ en la competencia imperfecta. En esta forma, del corazón mismo de la teoría clásica surgió la explicación del desastre contemporáneo. Adoptando la base ra ■ional aceptada, y hasta reverenciada, del capitalismo, se la volvió Iontra sus propios progenitores. Para alcanzar la salvación basta ba con que los grandes pontífices del capita lis m o se atuvieran a la doctrina aceptada. Era cosa comprobada que el sistema competitivo clásico funcionaba como es debido. En este caso, el reformador se limitaba a reiterar los principios básicos del sistema frente a quienes, cediendo ante el monopolio y la concentración industrial, los habían abandonado en la práctica. El reformador no era un izquierdista radical, sino que simplemente proclamaba con mayor energía los principios a los cuales se suponía que debían adherirse los conservadores, los defensores del sistema. La guerra terminó casi por completo con este resurgimiento final del clasicismo. El último informe del TNEC, publicado en 1941, estuvo lejos de despertar el mismo interés que las audiencias anteriores del comité, y pasó inadvertido en medio de las urgentes preocupaciones originadas por el conflicto bélico. La aplicación de las leyes antitrust fue suspendida durante ese período, conjuntamente con los mercados libres que presuntamente debía proteger. Con el advenim ie nto de la paz, revivió h a sta cierto punto el interés en la observancia de dicha legislación, cuando se recomendó, y en parte se obtuvo, que se la impusiera en Japón y Alemania. Se consideró que en estos países era la réplica a las grandes sociedades anónimas, coaliciones de empresas y cárteles que los economistas clásicos fervientes y los abogados enemigos de los trusts, tolerando en este caso la compañía de los marxistas, tenían por responsables, al menos parcialmente, del militarismo ja ponés y del nacionalsocia lism o de Adolf Hitler. La política a n timonopolista subsistiría en Estados Unidos como respuesta al monopolio ostentoso, a la flagrante fijación arbitraria de los precios y a los abusos cometidos en perjuicio de los consumidores, a la vez que se le daría un tratamiento respetuoso en los libros de texto
266
JOHN KENNETH GALHRAITH
pa p a r a la e n s e ñ a n z a . P ero er o n o v o lve lv e ría rí a a s u r g ir co com m o rea re a c c ión ió n seri se riaa contra la ineficacia general de la economía, ni como antídoto del desempleo. La segunda guerra mundial acarreó importantes consecuencias j^ara el sistema keynesiano. Como ya se ha observado, gracias a él hubo economistas que tuvieron acceso a puestos influyentes en Washington; en efecto, con el tiempo llegó a no haber órgano oficial encargado de asuntos bélicos que no estuviese administrado u orientado en mayor o menor medida por economistas en su mayor parte miembros de la nueva generación keynesiana. En cambio, los economistas tradicionales, de la escuela clásica, o bien no se sintieron atraídos por tales cargos en forma similar, o sencillamente no fueron contratados para desempeñarlos. Los empresarios, por su pa p a r te , tuv tu v ie r o n q u e a c u d i r a W a s h in g to n e n g r a n n ú m e ro , p ero er o , con notables excepciones, se trataba de los responsables de relaciones públicas, o bien de directivos cuya presencia en las oficinas centrales de la empresa no se consideraba imprescindible. Y otra vez con algunas excepciones, fueron personas carentes de toda concepción utilizable en las faenas económicas de alto nivel originadas por la movilización bélica, y asimismo, salvo en casos rarísimos, sin noción alguna sobre lo que el sistema económico podía dar de sí. Éste fue un vacío que los economistas de las nuevas pr p r o m o c ion io n e s fu e ro n a c o lm a r s in h a c e r s e r e p e tir ti r la inv in v ita it a c ión ió n . Y, po p o r o tra tr a p a r te , c o n ta b a n co conn el r e s p a ld o d e u n a g r a n a u t o r i d a d : en efecto, para entonces Alvin Hansen había ingresado en la Junta de la Reserva Federal, mientras que el propio John Maynard Key nes llegó de Inglaterra para efectuar gestiones en nombre del go bie b iern rnoo d e S u M a jes je s tad ta d . U na ve vezz en W a s h in g t o n p u d o co conn o c e r p e r sonalmente a esta nueva generación de discípulos suyos, y no ocultó su aprobación y su apoyo: Hay aquí en Washington todo un abismo entre la perspectiva intelectual de la gente mayor y la de los jóvenes. Pero durante mi visita me ha impresionado notablemente la calidad de los economistas y funcionarios públicos incorporados en los últimos tiempos a la Administración... La guerra será el gran cedazo mediante el cual se seleccionará a los más aptos para ocupar los cargos importantes. A nosotros, en Londres, no nos faltan unos cuantos
I I I S K I K I A m - I . A E C O NO N O MI MI A
buenos candidatos, pero no hay punto de comparación con las t i d a d e s que ustedes pueden producir aquí.**
267
c a n
La predicción de Keynes se cumplió, y la guerra dio amplia oportunidad a los keynesianos para ocupar cargos influyentes. Otro servicio que prestó la guerra fue haber puesto en vivido relieve un modelo estadístico de la economía que otorgaba amplio apoyo cuantitativo a las ideas keynesianas. Ello fue obra de Simón Kuznets (19011985). Si bien se trataba de un hombre tranquilo y reservado, totalmente ajeno a cuanto pudiera considerarse como argumentación pública en favor de sus opiniones, llegó a convertirse, conjuntamente con Alvin Hansen, en uno de los divulgadores más influyentes del sistema keynesiano. Y lo hizo por intermedio de la Contabilidad Nacional. Sobre la base de la importante obra precursora de Colin Grant Clark (1905) en Inglaterra, de Wil dred I. King (18801962) en Estados Unidos, y de otros autores, y con la ayuda de jóvenes estudiosos plenamente dedicados a ese pro p ro p ó s ito it o , K u z n e ts d io s u fo r m a y s u s v a lo re s e s ta d í s ti c o s a c t u a les a lo que hoy son los conceptos corrientes de producto nacional br b r u to e in g re s o n a c io n a l y a s u s e le m e n to s c o n s titu ti tu ti v o s . Durante muchos decenios, las estadísticas fueron las parientas po p o b re s y, e n g e n er a l, p a s iv a s , d e la e c o n o m ía . Lo s n ú m e r o s ín d ic e de los precios, creación anterior de Irving Fisher, que ya habían sido inventados y calculados, indicaban que esos factores varia ba b a n s e g ú n p a u t a s q u e c a s i to d o el m u n d o c o n o c ía d e a n t e m a n o . También había llegado a contarse con cifras relativas a la producción en la agricultura y en la industria. Asimismo se habían ela bo b o r a d o té c n ic a s d e m u e s t r e n m e d ia n te la s c u a le s r e s u lt ó p o s ib le efectuar encuestas y proceder a análisis de correlación para asociar causas y efectos. Pero nada de todo esto había ejercido gran influencia en el desarrollo del pensamiento económico. En los de p a r ta m e n t o s d e e c o n o m ía d e la s u n iv e r s i d a d e s , s i b ie n s e c o n s id e raba que el profesor de estadística constituía desde luego un elemento necesario, se lo consideraba por completo ajeno a la corriente principal del interés económico. Por ejemplo, en la Universidad de Harvard, W. Leonard Crum, luego de haber tratado sin éxito 8. C a r t a d e l 2 7 d e j u li li o d e 1 94 94 1 d e J o h n M a y n a r d K e y n e s a W a l t e r S . S a l a n t , u n o d e l o s s u s o d i c h o s d i sc s c í p u lo lo s , y d u r a n t e m u c h o t ie ie m p o , u n a v e z t e r m i n a d a l a g u e r r a , f i g u r a s u m a m e n t e r e s p e t a d a d e l a B r o o k i n g s I n s t i t u t i o n . R e i m p r e s a e n T h e C o l le le c t ed ed W r i tt tt n g s o f J o h n M a y n a r d K e y n es es , vol. 23, A c ti v it i e s , 1 9 4 0 1 9 4 3 , b a j o l a d i r e c c i ó n e d i t o r i a l d e D o n a l d M o g g r id id g e (C ( C a m b r i d g e , I n g l a t e r r a , C a m b r i d g e U n i v e r s it it y P r e s s , 1 9 79 79 ), ), p á g . 1 93 93 .
268
JOHN KENNETH GALURAITH
de refutar las conclusiones de Berle y Means sobre la concentración en la industria norteamericana,^ se había puesto a corregir los pronósticos de The Literary Digest —emitidos según proyecciones qu e hab ía calculado dicha rev ista — de los los resu ltad os electorales en 1936. Mientras que, según éstos, Alfred Landon halaría de ganar por un margen considerable, Crum, habiendo rectificado los errores de maestreo, predijo que el triunfo de Landon sería aún mucho mayor. Esto era, en términos generales, lo que se es p e r a b a d e los lo s e s ta d ís tic ti c o s c u a n d o se d e d ic a b a n a o tr a c o s a q u e a la simple tabulación de magnitudes demográficas, de producción y de precios. Hasta en cuestiones urgentes subsistían serías lagunas estadísticas. Ya bastante avanzados los años de la depresión en Estados Unidos, se carecía aún de cifras utilizables sobre el nivel o la distribución del paro. Claro que había en esto cierta lógica clásica: no era cosa de ponerse a gastar dinero compilando datos que, según los principios básicos de la teoría económica, no po p o d ía n e x isti is tir. r. De esta vulgar tradición comenzaron a surgir entonces las estadísticas que, con su poderoso efecto práctico, hicieron ineludible la aceptación del pensamiento de Keynes. Gracias a ellas pudo conocerse el valor total de la producción de bienes y servicios de toda índole, públicos y privados. O sea, el producto nacional bruto. Y paralelamente, un conjunto de cuadros en los que aparecían los ingresos respectivos clasificados por categorías y por procedencias. Es decir, la renta nacional. En adelante, nadie podía ignorar que la segunda tenía que resultar suficiente para adquirir el primero. Ni ta m p o c o la n o ció ci ó n d e q u e lo s a h o r r o s p r o c e d e n te s d e los lo s in g r e sos que allí aparecían podrían no ser utilizados íntegramente, es decir, que podrían no ser absorbidos por los gastos en bienes de inversión también indicados en los cuadros. Y resultaba asimismo evidente la valiosa función del aumento de la renta, debido por ejemplo al gasto público, para compensar cualquier déficit en los gastos de inversión o en el endeudamiento de los consumidores, y p a r a p r o m o v e r la c o m p ra y la p r o d u c c ió n d e m e rc a n c ía s . Una cosa era oponerse a la teoría de Keynes; otra mucho más difícil, resistirse a las estadísticas de Kuznets. Pero tuvo lugar, por otra parte, un efecto aún más poderoso. Las cifras de Kuznets, a principios del decenio de 1940, habían 9.
Véase el cap ítulo XV.
msroKiA
d i
; i .a I ' C O N o m i a
269
pu p u e sto st o de relie re lieve ve q u e a la luz lu z d e s u d e s a r r o llo ll o h istó is tó r ic o y c o n el incremento normal de la fuerza de trabajo, el sistema económico estaba funcionando muy por debajo de su capacidad. Y con ello, demostraron también que la economía estaba en condiciones de pr p r o d u c ir m u c h o m á s, t a n to p a r a el c o n s u m o civi ci vill co com m o p a r a las la s exigencias militares, con sólo utilizar el capital y la fuerza de tra baj b ajoo q u e se e n c o n t r a b a n ina in a c tiv ti v o s . Por una de esas coincidencias que vienen a redimir hasta a aquellas administraciones públicas menos meritorias, uno de los estudiantes más inteligentes y persuasivos de Kuznets, Robert Roy N a th a n (190 (1 908) 8),, tuv tu v o u n a a c tiv ti v a p a r tic ti c ip a c ió n e n la J u n t a d e P r o ducción de Guerra desde que ésta fue creada en 1942. El año anterior, durante los últimos meses que precedieron el ataque a Pearl Harbour, Nathan y su equipo de colaboradores habían preparado un plan de producción de armamento —aviones, tanques, municione ciones, s, bu q ue s— deno m inado «Pro gram a Victor Victoria» ia».. É ste su pe rab a de lejos todo lo que los funcionarios de Washington, incluidos sus futuros colegas en la Junta de Producción de Guerra, habían creído posible o, lo que es más, dentro de los límites de la cordura. Pero allí estaban los cuadros estadísticos: en ellos podía observarse la gran magnitud de los recursos sin utilizar que se encontra ba b a n d isp is p o n ible ib less . El Programa Victoria fue adoptado, y se llevó a la práctica sin demasiada dificultad. Esto hecho, Nathan, conjuntamente con Kuznets, se convirtió en un hombre muy poderoso en todo lo referente a la determinación de sus componentes y al control de las exigencias y propuestas más irresponsables de los militares. De esta forma se ganó la animadversión de aquellos que eran incapaces de refutar sus estadísticas. Cuando en 1943 fue alistado en el ejército hubo muchos que por fin respiraron, aunque no dijeran nada, si bien no faltó quien declarara su alivio.*® En Gran Bretaña, por su parte, cálculos análogos del producto nacional bruto y de sus componentes fueron también un marco de referencia orientador de la movilización, tarea que se ejecutó en aquel país con gran competencia y de manera muy completa. En cambio, Alemania carecía de una contabilidad nacional útil para esos fines, pues el concepto de producto nacional bruto (que por casualidad era en gran medida de origen judío) no había arraiga 10.
A g r a d e z c o a l p r o p i o N a t h a n h a b e r m e t r a n s m i t id i d o e s t a i n f o rm rm a c i ó n .
MISIOKIA
1
D -: I . A
I X ON OM I A
271
ple p leto to d e g u e r r a los n o r te a m e r i c a n o s e s t a b a n v ivie iv ien n d o m e jo r q u e en ninguna época anterior. Nadie podía dudar seriamente de que éste fuera el resultado de una creciente presión de la demanda pú bli b lica ca s o b re la eco ec o n o m ía, ía , p u e s la s c o m p ra s d e b ie n e s y s e rv icio ic io s po p o r p a r t e d el g o b iern ie rno o f e d e ra l d u r a n t e e s o s a ñ o s a u m e n t a r o n d e 22.800 millones de dólares en 1939 a 269.700 millones en 1944.^^ Marte, el dios de la guerra, con su intromisión tan ineludible como imprevisible, había suministrado a Keynes una demostración más completa de lo que nadie hubiera podido (ni debido) exigir. El Estado no se había mantenido pasivo en este período, tal como requerían la doctrina clásica y el laissez faire; al contrario, había actuado e intervenido en proporciones sin precedentes y hasta entonces nunca imaginadas. Y el resultado de esa intervención pública constituyó una proeza de la cual se enorgullecieron todos los norteamericanos. Posteriormente, algunas de las formas de intervencionismo aplicadas durante la guerra no llegaron a sobrevivir. La regulación general de los precios, apoyada en la medida necesaria por el racionamiento, los mantuvo estables desde que se implantó plenamente en 1943, hasta que se suprimió en otoño de 1946. El mercado negro fue de pequeñas dimensiones, y podría decirse, si se toman en cuenta las proporciones de la regulación, que resultó insignificante. A diferencia de la primera guerra mundial o de las postrimerías del decenio de 1970, los tiempos de la segunda guerra mundial no se recuerdan, en la memoria colectiva, como época de inflaci flación. ón. Pero la regulación de los precios o de los sa lario s no fue p a r te c o n s titu ti tu tiv ti v a d el s is te m a k e y n e s ian ia n o . A u n q u e s e r e s ta b le c ió en ocasión de la guerra de Corea, y Richard Nixon volvió a im p l a n ta r l a d u r a n t e el p e r ío d o 1971 19 71197 1973, 3, e n a d e l a n t e só lo t e n d r í a una existencia fugaz en el pensamiento y en las políticas económicas de los países de habla inglesa. La misma palabra control h a llegado a desaparecer: cuando se necesita regular los precios y salarios no se habla de control de precios y salarios, sino de política de rentas y precios. Mayor importancia tuvo el efecto de la guerra sobre el sistema
15. E c o n o m i c R e p o r t o f t h e P r e s id e n t, 19 85 , o p . c it ., pág. 235. 1 6. 6. M e h e o c u p a d o d e e s t a s c u e s t i o n e s , e n t é r m i n o s g e n e r a l e s , e n A L if e in O u r T im e s ( B o s t o n , H o u g h t o n M i ff ff li li n, n, 1 9 8 1 ) , p á g s . 1 24 24 y s s . V é a s e t a m b i é n e l r e c i e n t e e s t u d i o d e H u g h R o c k o f f , D r a st ic m e a s u r e s : A H i s to r y o f W a g e a n d P ri c e C o n tr o ls in t h e U n it e d S t a t e s ( C a m b r i d g e , I n g l a t e r r a , C a m b r i d g e U n i v e r s i t y P r e s s , 1 9 8 4 ) .
272
JOHN KP.NNHTH GAI.DKAITH
tributario. Según los criterios actuales, los impuestos eran insignificantes antes de 1941. Mientras que en 1939 los ingresos federales en Estados Unidos sumaban poco menos de cinco mil millones de dólares, hacia 1945 ascendían a más de 44.000 millones en moneda corriente. corriente. D urante los años posteriores, con tinuaro n a un nivel aproximadamente diez veces superior al de antes de la guerra. Mientras que en 1929 el tipo marginal más alto del impuesto pe p e r s o n a l s o b r e la r e n t a e r a d el 24 p o r c ien ie n to, to , e n 1944 h a b í a a s c e n dido al 94 por ciento.*® Con la guerra, y como justificación de esos impuestos, se ha bía b ía d if u n d id o c i e r ta n o c ión ió n d e ig u a ld a d a n t e el sa c rif ri f icio ic io:: los lo s p o br b r e s c o n t r i b u ir ía n c on s u s v id a s , o b ie n c u m p lie li e n d o c on el s e r v icio militar, o simplemente con su trabajo, mientras que los ricos, especialmente quienes no hacían nada de eso, contribuirían mediante el pago de sus impuestos. En 1942 el presidente Roosevelt pr p r o p u s o q u e m i e n tr a s d u r a s e la g u e r r a los lo s in g r e s o s p e r s o n a le s se limitaran a un máximo de 25.000 dólares por año, una vez descontados los impuestos, pero tropezó con la oposición de quienes pe p e r c i b ía n s u m a s s u p e r io r e s , y la in ic ia tiv ti v a n o fu e a d o p t a d a ; a s í y todo, el principio de un impuesto fuertemente progresivo, con efectos reales de redistribución de la renta, sobrevivió hasta épocas recientes. Como podrá observarse, las proezas realizadas en Estados Unidos y Gran Bretaña durante la guerra fueron objeto de amplia apro ba b a c i ó n . Y se t r a t ó d e é x ito it o s o b t e n id o s p o r el g o b i e r n o —p o r el Estado—. Esta circunstancia no dejó de ser mencionada por los pro pr o fe sio si o n a les le s ni p a s ó in a d v e r tid ti d a p a r a la op inió in ión n p ú b lic li c a. Y la c o nclusión era evidente: lo que tan útil había sido durante la guerra, seguramente que también habría de serlo en la paz. Así como la guerra había sentado el prestigio de Keynes, también había acarreado un gran revés para el laissez faire clásico. Sin embargo, los portavoces de la gran tradición no permanecían callados en absoluto. En 1944, cuando culminaban a la vez el esfuerzo de guerra y la intervención del Estado, Friedrich von Hayer, entonces profesor de la Universidad de Chicago, volvió a la carga afirmando tan rigurosa como severamente las reglas de la economía clásica: «El sistema de precios cumplirá su función... sólo 17. E c o n o m i c R e p o r t o f t h e P r e s i d e n t ( W a s h i n g t o n , D . C ., ., U. U. S. S. G o v e r n m e n t P r i n t i n g Office, 1964), pág. 274. 1 8 . L o s d a t o s s o n d e J o s e p h P e c h m a n d e l a B r o o k i n g s I n s t i tu tu t i o n .
msrOKIA
1) 1-,
I. A l' . CONOMIA
273
si prevalece la competencia, es decir, si el productor particular tiene que adaptarse a los cambios de precios y no puede regularlos Pero hasta él subrayó, no la ineficacia de la intervención del Estado, sino la amenaza que ésta representaba para la libertad. A tal amenaza, al menoscabo que ella infligía a la libertad de escoger, irían luego refiriéndose cada vez con mayor frecuencia él y su ayudante, el profesor Milton Friedman.^*^ No obstante, la guerra había asestado un golpe devastador a la clásica desaprobación de la intervención pública. Durante el conflicto bélico no fue un tema convincente, pues millones de personas habían disfrutado entonces de la libertad de empleo y de dinero para gastar —o sea, de libertades que quienes hablaban con la mayor solemnidad de economía libre estaban muy dispuestos a ignorar—. Y en la profesión económica la adopción de nuevas nociones acerca del Estado y del valor de su intervención llegaría a constituir una de las principales consecuencias económicas de la guerra. Una vez más fueron los acontecimientos, y no los economistas, los que marcaron el rumbo; acontecimientos silenciosos, mudos y, por su mismo anonimato, exentos de oposición.
19. F ried rich A. von Ha yek, T h e R o a d t o S e r f d o m ( C h i c a g o , U n i v e r s i t y o f C h i c a g o Press, 1944), pág. 49. (La cursiva es del autor.) 2 0. F r i e d m a n , p r in c i p a l m e n t e e n s u o b r a t a n l e íd a F r e e t o C h o o s e ( N u e v a Y o r k , H a r c o u r t B r a c e J o v a n o vi c h , 1 9 8 0) , e s c r i t a e n c o l a b o r a c i ó n c o n s u e s p o s a . R o s e F r i e d m a n .
XIX.
PLENO MEDIODÍA
Después de una guerra, el vencedor sagaz consolida sus conquistas. Eso fue lo que hicieron los keynesianos después de la segunda guerra mundial. La contienda había eliminado el paro. Lo que correspondía, pues, era adoptar las medidas para asegurar que lo que había sido consecuencia pasiva de la movilización bélica se transformara en un objetivo activo de la política del gobierno. Los keynesianos estaban todavía en Washington, gozaban aún de influencia, y contaban con aliados en el mundo de los negocios, a los que nos referiremos pronto. En vista de todo ello, tomaron la iniciativa para que los preceptos de Keynes se incorporasen a la legislación. En adelante ya no se consideraría que el empleo es consecuencia autónoma de la economía competitiva. Se admitió la posib ilid ad de equilib rio con subem pleo, y en lo sucesiv o el E sta do procuraría deliberadamente desbaratar dicho equilibrio y asegurar, en cambio, el pleno empleo. Esta tendencia comenzó a manifestarse incluso antes del fin de las hostilidades. En Estados Unidos, lo mismo que en Gran Bretaña, los previsibles alegatos oratorios de la época destacaban que quienes arriesgaban sus vidas contra Hitler y contra el militarismo japonés tenían derecho, al regresar, a encontrarse con algo mejor que el desempleo y el marasmo económico de los años de la depresión. En Gran Bretaña, el Informe Beveridge, en cuya elaboración influyó grandemente Nicholas Kaldor,^ prometió un sistema de seguridad social muy perfeccionado; en Estados Unidos arreció el debate, por desorientado que fuera, sobre la planificación de posguerra a fin de que la reconversión económica se lograra eficazmente y de que la vida económica floreciera sin demasiados cambios destructivos. Y se desarrolló además una corriente de ideas más precisas, que tuvo su eco entre los hombres
276
J O HN
K H N NH ' n i
G A I . H H An H
de negocios. Durante los años de la guerra, un grupo de empresarios liberales, entre ellos Ralph E. Flanders, fabricante de máquinasherramienta en Vermont y luego senador de ese Estado, y Beardsley Ruml, ex profesor de economía que se había convertido en alto cargo de R. H. Macy, firma propietaria de los famosos almacenes neoyorquinos, crearon el Comité para el Desarrollo Económico. Éste tenía por objeto examinar los medios que podían aplicarse para reducir el paro y mejorar el funcionamiento de la economía cuando llegara la paz. El Comité no declaró públicamente su adhesión a las doctrinas de Keynes, pues ello podría haber alarmado a muchos ejecutivos y empresarios de mentalidad tradicional. Tampoco aprobó explícitamente la financiación mediante el déficit que venía practicando el Gobierno Federal, pues eso era aún considerado como muestra de grave irresponsabilidad. En cambio, haciendo suya una fórmula pergeñada por Ruml, sostuvo que el presupuesto general debía, desde luego, equilib rarse, pero que este equilibrio debía definirse en términos de una situación de pleno empleo.2 Un hábil consejero siempre subraya los aspectos positivos. En enero de 1945, cuando ya se divisaba el fin de la guerra, tuvo lugar un avance más resuelto y mucho más influyente desde el punto de vista económico. Para entonces, los keynesianos en el gobierno prepararon un proyecto de ley (S380) destinado a incor porar a la legislación, en form a plena y definitiv a, la economía de John Maynard Keynes; este proyecto fue a renglón seguido patrocinado por cuatro senadores, a saber, Robert F. Wagner, de Nueva York, y tres del Oeste liberal: James E. Murray, de Montana; El bert Thomas, de Utah, y Joseph O’Mahoney, de Wyoming.^ En sus prim eras versiones, estos texto s legislativos obligaban al gobierno a practicar una política destinada a garantizar el plen o empleo, declarando abiertamente que «en la medida en que el pleno em pleo no pueda asegurarse de otro modo, el gobierno federal tiene además la responsabilidad de aumentar las inversiones y los gastos federales en la medida necesaria para asegurar la permanen 2. Véase The Com m ittee for Econ om ic Development, J o b s a n d M a r k e ts (Nueva York, McGrawHill, 1946). Cuando escribí una reseña bibliográfica sobre este libro para F o r t u ne , T h e o d o r e Y n t e m a , p r i n c i p a l e c o n o m i s t a d e l C o m i t é , m e p i d i ó q u e p u s i e r a c u i d a d o e n no identificar las ideas de dicho órgano con las de Keynes. 3. La historia de esta legislación figura i n e x t e n s o e n l a o b r a d e S t e p h e n K e m p B a i ley, C o n g re ss M a k e s a L a w ; T h e S to r y B e h i n d t h e E m p l o y m e n t A c t o f 19 46 (Nueva York Columbia University Press, 1950).
I II S IORI A m
I A i : ( O N O MI A
277
cia del pleno eiiipkoo. En el proyecto de ley se requería la presentación anual de un presupuesto general del Estado en el cual se especificaran, entre otros elementos, la magnitud de la fuerza de trabajo, las perspectivas de empleo de la misma, y los gastos e inversiones federales requeridos para asegurar «un volumen de producción que implique el pleno em p leo » .S e preveían tam bién v astas atribuciones a una autoridad ejecutiva para la preparación y presenta ció n de dicho presu pu esto de ple no em pleo, ad em ás del establecimiento paralelo de un comité del Congreso a cargo de su examen y sanción. Este primer proyecto de ley señala el momento de máximo auge en la marea del sistema keynesiano, no sólo en Estados Unidos, sino también en el conjunto de los países industriales. Pero, para continuar con la metáfora, la marea descendió en seguida y no volvió a alcanzar jamás esa elevada cota. Pronto se reanudó la contienda ya habitual entre quienes creían estar salvando el capitalismo y los que se esforzaban por protegerlo de sus salvadores. La Asociación Nacional de Fabricantes, que era entonces la más influyente de las organizaciones empresariales, enca bezó la lu cha contra el pro yecto de ley y co ntra lo s sindicatos de trabajadores y la Unión Nacional de Agricultores, la más liberal de las organizaciones agrícolas, que eran partidarios de la legislación propuesta. El principal documento presentado por la asociación (NAM) proclamaba, en los títulos sucesivos de sus secciones, que ese texto jurídico introduciría nuevas regulaciones oficiales, destruiría la empresa privada, incrementaría las atribuciones del poder ejecutivo, legalizaría el gasto federal para fomentar artificialmente la actividad económica, conduciría al socialismo, prometería demasiado y sería, por otra parte, ridículo.^ Como puede observarse, se trataba de una condena sin atenuantes. A la vista de semejantes consecuencias, resultó imposible que el proyecto de ley fuera aprobado con su texto original. Pero ante el espectro de un posible retorno del paro, tampoco era posible negar la necesidad de que se legislase en la materia. En vista de ello, se rebajó el «pleno empleo» a ccempleo» solamente; a una política así orientada nadie podía oponerse con seriedad. En su texto definitivo, el proyecto de ley advertía severamente que estaba des 4 . A m b a s c i t a s d e l a l ey e s t á n t o m a d a s d e B a i le y , op. cit., p á g . 2 4 4 . 5. Véase Robe rt Lekach m an, The Age of Keynes (Nueva York, Random House, 1966), p á g . 16 8.
278
JOHN KE NNE TH
G A I . H R A I TI I
tinada a las personas «capaces y deseosas de trabajar, y en busca de trabajo»; esto también era tranquilizante. Anunciaba, por otra part e, que la s energ ías de la in dustria, la agric ultu ra y lo s recu rsos humanos serían coordinadas y utilizadas «en forma calculada p a ra fo m enta r y promov er la libre empresa competitiva y el bienestar general».* Como puede advertirse, el sistema clásico no quedaba relegado a las trastiendas de la historia. Pero la retirada fue todavía más lejos. Se abandonó el presu puesto dir ig id o al ple no em pleo, y co n él, los pro cedim ie nto s del poder ejecutivo y del Congreso desti nados a su ap licación . En cam bio se dispu so que en adelante tres personas com pete ntes en m ateria económica se ocuparan, actuando como un consejo de asesores económicos, de dar su dictamen al presidente sobre las medidas destinadas a promover el empleo y sobre la política económica en general. Todos los años, en el mes de enero, dicho consejo presentaría una memoria sobre las perspectivas de la economía, ante un comité mixto de la Cámara de Representantes y del Senado, si bie n dic ho órg ano, con toda in te nció n, no d ispond ría de atribuciones en materia legislativa. Con el tiempo, llegado el caso, los admiradores del arte de la castración legislativa han tomado como modelo el proceso observado en el trámite de la Ley del Empleo de 1946. El presidente Harry S. Traman tomó esta nueva ley con toda calma, y durante varios meses se abstuvo de designar a sus nuevos consejeros. Cuando lo hizo, nombró, para presidir el consejo, a Edwin G. Nourse (18831974), economista con mucho don de gentes, ortodoxo probado y maduro en años, quien había prestado servicios durante mucho tiempo en la Brookings Institution. Nourse estaba libre de todo matiz keynesiano, hasta tal punto que muy p robable m ente nunca leyó La teoría general ni consideró que valiera la pena utilizar su tiempo con ese fin.^ No obsta nte, pese a la castr ación perpetrada, la adopción de la Ley del Empleo de 1946, con la implantación de un consejo de 6. E s t a c i ta d e l a L e y d e E m p l e o d e 1 94 6 e s t á t o m a d a d e B a il e y , op. cit., pág. 228. (La cursiva es mía.) 7. F u e p r o n t o s u c e d i d o p o r L e ón K e y s e rl i n g ( 1 9 0 8 ), e x c o l a b o r a d o r d e l s e n a d o r R o b e r t W a g n e r y e n t u s i a s t a y c o h e r e n t e p a r t i d a r i o d e lo s f in e s d e la L e y d e l E m p l e o y d e l C o n sejo creado en virtud de ésta. Llegado el momento en que Keyserling tuvo que v érselas con los economistas universitarios más susceptibles desde el punto de vista profesi onal, si bien tenía una formación completa en economía, tropezó con el prejuicio su scitado por la circ u n s t a n c i a d e q u e , a l i g u a l q u e A d o l f B er le , h a b í a e m p e z a d o p o r c u r s a r l a c a r r e r a d e Derecho.
IMS K )K1A DI'
I. A i:( ( ) N( IM l A
279
íisesores económicos, representó un progreso de señalada importancia en la historia de la economía política. En efecto, de ese modo los economistas y el asesoramiento económico quedaron firmemente implantados en el centro mismo de la administración pública moderna en Estados Unidos. Innovaciones similares, aunque con carácter menos institucional, se introdujeron luego en los demás país es in dustriale s. Los veinticinco años siguientes a la adopción de esta ley fueron muy prósperos desde el punto de vista económico, y sin lugar a dudas fueron también los mejores para los economistas, desde el punto de vista profesional, en toda la historia de la disciplina. En Estados Unidos y en otras naciones el paro era relativamente reducido, en comparación con lo que se había visto antes y con lo que vendría después. Lo mismo sucedió con los movimientos de precio s, pues tu vo lu gar un ligero aum ento de lo s m ism os. Sólo en tres años, durante todo ese período, no se produjo un incremento del producto nacional bruto de Estados Unidos (denominación que ya había llegado a ser de uso común), y en dos de esos años la reducción fue mínima. Toda esta bonanza se atribuyó a los economistas, y ellos aceptaron el mérito sin pestañear. En enero de 1969, cuando la Ley del Empleo llevaba veintidós años de vigencia, se encomendó al Consejo de Asesores Económicos una reseña de sus resultados. Vale la pena reproducir con cierta amplitud el texto en que se celebró a sí mismo: La Nación se encuentra ahora en su nonagésimo quinto mes de progreso económico sostenido. Tanto por su fuerza como por su duración, esta prosperidad no tiene precedentes en nuestra historia. Nos hemos librado de las recesiones del ciclo económico, que generación tras generación habían venido apartándonos repetidamente del sendero del crecimiento y del progreso... Ya no con cebi mo s nue s tra vi d a e conóm ic a como u na in ces a nte marea, con su flujo y su reflujo. Ya no tememos que la automatización y el progreso técnico arrebaten sus puestos a los trabajadores, en vez de ayudarnos a conseguir una mayor abundancia. Ya no consideramos que la pobreza y el subempleo hayan de representar elementos permanentes de nuestro sistema económico... Desde la histórica sanción de la Ley del Empleo en 1946, las políticas económicas han respondido a la alarma de incendio de la recesión y de la bonanza. Durante el decenio de 1960 hemos adoptado una nueva estrategia, destinada a la prevención de incendios.
280
J O H N K H N N H T I l OA I l i K AI l II
sosteniendo la prosperidad y eliminando la recesión, o la inflación grave, antes de que puedan materializarse... Durante este período se han edificado cimientos sólidos sobre los cuales podrá fundarse un crecimiento sostenido en los años venideros.®
Debe reconocerse que en aquellos años los economistas estuvieron acertados en un aspecto: eligieron el momento apropiado p ara practic ar su pro fe sió n. En nin guna otra oca sió n, desde los tiempos de Adam Smith, y tampoco en ningún momento futuro, después de esta época de posguerra, habían podido ni volverían a poder m irar los econom is ta s con m ayor aprobació n su propia actuación y, lo que es tal vez más importante todavía, contar con una aprobación tan general. Pero valdría la pena haber recordado que (Júp iter derriba a los titanes / no cuando se ponen a apilar m ontañas, / sino cuando están colocando la última roca para coronar su tarea». Al expirar el decenio de 1960, Júpiter aguardaba que los economistas estuvieran a punto de techar su edificio key nesiano. El revés sobrevendría en parte como consecuencia de una interpretación errónea de las condiciones económicas de los veinticinco años favorables. En esa época una serie de fuerzas expansivas, completamente ajenas a toda orientación recomendada por los economistas, habían estimulado la economía norteamericana y la mundial. Entre ellas se contaba la inyección en los gastos de consumo de los abundantes ahorros acumulados durante la guerra, que al finalizar ésta ascendían más o menos a 250.000 millones de dólares en Estados Unidos.^ El dinero así disponible convirtió la depresión de posguerra, casi universalmente profetizada, en una prosperid ad sin precedente s que se m antu vo m ientras los consumidores verificaban que no llegaban la depresión y el paro, amenaza de la que muchos se habían protegido ahorrando en los años anteriores. Además, el gasto interior en Estados Unidos venía reforzado por u n a aflu encia de capacid ad adquis itiv a pro cedente del ex tran jero. En aquellos años, como el país se h abía vis to libre de la devastación bélica, contaba con una balanza de pagos sumamente 8. E c o n o m ic R e p o rt o f th e P re s id e n t ( W a s h i n g t o n , D . C ., U .S . G o v e r n m e n t P r i n t in g Office, 1969), págs. 45. 9. L e k a c h m a n , op. cit., pág. 164.
msKIKIA
DI'.
I A I l O N OM I A
281
lavorablc, lo nial sinnitica que los extranjeros gastaban más en producto s y em pleo esta dounid enses, que lo que los norte am ericanos estaban gastando a su vez en el exterior, con el resultado estimulante correspondiente. Este es un punto que no se ha evaluado como es debido, y que contrasta agudamente con las circunstancias del decenio de 1980, cuando una balanza de pagos fuertemente negativa significaba que la población estadounidense gastaba en la compra de productos importados y en viajes al exterior mucho más de lo que los extranjeros gastaban en Estados Unidos. El dinero así gastado en ultramar disminuye notablemente la demanda efectiva dentro del país. Además, a medida que pasaba el tiempo, se sumaron los gastos para la guerra de Corea, para el armamento de la guerra fría, y más tarde para la intervención cada vez más generalizada en Vietnam. En épocas anteriores, Keynes había propuesto que los billetes de libras este rlinas se en terraran en m inas de carbón ab an donadas, pues al excavar luego para recuperarlos se promovería el empleo y aumentaría el poder de compra. El armamento ingentemente costoso que no podía utilizarse a causa de su poder destructivo casi infinito, llegó entonces, de manera creciente, a servir los mismos fines económicos que la moneda enterrada. Por último, intervino también el modesto efecto estabilizador del estado de bienestar. En esos días se descubrió que el subsidio de desempleo presentaba una oportuna tendencia a aumentar cada vez que disminuían la tasa de actividad económica y el empleo, actuando así como fuerza compensatoria de la contracción económica y de la falta de trabajo. Otros gastos en materia de bienestar servían de amortiguadores y aseguraban la permanencia del poder adquisitivo. En 1948, los gastos e inversiones federales de toda índole ha bían llegad o a su nivel m ás bajo de posguerra, co n u n total algo inferior a 30.000 millones de dólares; veinte años después, en 1968, año que dio origen a la mencionada reflexión sobre el éxito de la economía, fueron superiores a 183.000 millones, o sea, aproximadamente se habían multiplicado por seis.^° El gobierno federal había contribuido, en esta forma, a mantener un flujo de gastos constante y creciente. También tuvo su influencia el sistema de E c o n o m ic R e p o rt o f th e P r e s id e n t ( W a s h i n g t o n , D . C., U .S . G o v e r n m e n t P r in t i n g 10. Office, 1985), pág. 318.
282
luHN k i :n n i .h i ( ía i i i k a i i ii
impuestos, considerablemente progresivo, que transfería recursos de los ricos a los necesitados, manteniendo la capacidad adquisitiva de estos últimos, a la vez que sostenía moderadamente la pro pensión m arginal al consumo ta nto de los contrib uyente s como de quienes recibían fondos del gobierno. N ada de todo esto, es decir, ni los ahorros gasta dos con mayor efectividad, ni el saldo favorable de la balanza comercial, ni el gasto en armamento durante las dos grandes guerras, ni el inesperado efecto estabilizador de los gastos de seguridad social, podían atri buirse a un diseño económico deliberado. La economía, tan a menudo víctima de sucesos adversos, y que pronto volvería a serlo, por una vez se beneficiaba de una circ unstancia sum am ente favorable. No obsta nte , en 1964 tuvo lu gar un acontecim iento que era en efecto atribuible a una intervención económica estudiada. Se trataba de la reducción de impuestos introducida ese año, a iniciativa de Walter W. Heller (1915), quien, junto con León Keyserling, de un gobierno anterior, fue uno de los dos miembros más influyentes del Consejo de Asesores Económicos en toda su historia. El tipo marginal del impuesto personal sobre la renta, que era entonces teóricamente del 77 por ciento, se rebajó al 70 por ciento; hubo también otras reducciones impositivas, como en el impuesto de sociedades. Estas medidas no se debían en absoluto a una menor necesidad de ingresos para el fisco, sino que se procuró deliberadamente ampliar la capacidad adquisitiva y el empleo, y evitar un excedente presupuestario que, en condiciones de pleno empleo, podría ocasionar una depresión. Ésta fue probablemente la medida tributaria más discutida en toda la historia norteamericana hasta la fecha, con la posible excepción de la que condujo en 1913 a la implantación con carácter perm anente del im puesto personal sobre la renta. Desde luego, ninguna otra disposición ejerció mayor influencia por el ejemplo que sentó. Diecisiete años después se la citaría una y otra vez como precedente para las grandes reducciones im positivas adoptadas por el gobierno de Ronald Reagan. A pesar de lo antedicho, durante este período de cinco lustros el alcance y la influencia del asesoramiento prestado por los economistas estuvo una vez más, como tan frecuentemente en el pasado, subordinado por lo general a la fuerza imperiosa de los acontecimientos.
m . I O K I A DI
I. A 1 ( C I N O M I A
2 83
Como ha p o d i d o obsi't varse, las ideas eco nóm icas son tam bién , en gran medida, |)roducto de la adversidad. Durante la guerra y la depresión, en su intento de racionalizar o, más raramente, de afrontar la pobreza y las privaciones, los economistas se ven obligados y aun estimulados a pensar, mientras que en tiempos de prosperidad predomina entre ellos una agradable disposición a dejarse estar, bajo la euforia de su amor propio satisfecho. No habiendo grandes problemas ni asuntos de urgencia, no se encara ninguno. Así fue cómo la economía perdió su sentido de la urgencia durante aquellos veinticinco años de bienestar. Hubo, en cambio, una activa preocupación por el problema de la reconstrucción de posguerra en Europa y en el Japón, si bien ésta, en gran medida, precedió a la elaboración de una teoría orientadora. También se suscitó, por primera vez, un vivo interés en el proceso de desarrollo de los países recientemente emancipados del dominio colonial. El desarrollo económico se convirtió en un sector de estudios e investigaciones por separado, que ha padecido una considerable inclinación a preconizar políticas y sistemas administrativos apropiados para las etapas avanzadas del desarrollo industrial en países que se encontraban en etapas previas de su desarrollo agrícola. Y como sucedió, por ejemplo, en América Central, hubo también una tendencia a ignorar las estructuras políticas feudales que por su pro pia índole cavernícola eran to ta lm ente advers as a cualq uie r clase de desarrollo. Pero la historia de estas cuestiones deberá esperar otro libro y otro autor. La formulación matemática de las relaciones económicas, a saber, de los costes con respecto a los precios, de los ingresos de los consumidores con respecto a las características de la función de demanda, y muchas otras por el estilo, también hubo de florecer durante esos años. Y se debatió además permanentemente la utilidad de la economía matemática, llamada a menudo teoría matemática. Sobre esto los especialistas en la ciencia de los números adoptaban una actitud favorable, mientras que quienes carecían de esa calificación encaraban lo que no entendían con un criterio cautamente desfavorable. La habilidad matemática en teoría económica llegó a adquirir cierto valor objetivo como billete de entrada en la profesión económica, como un dispositivo para excluir a quienes sólo poseían un talento puramente verbal. Y si bien se estaba de acuerdo en que tal teoría no contribuiría gran cosa a la orientación de las políticas económicas, desempeñaban en cambio
284
JOHN Kl'NNIVni (ÍA1 KKAmi
otra función. Las formulaciones técnicas cada vez más complejas y el debate sobre su validez y precisión dieron empleo a muchos de los miles y miles de economistas que de ese modo llegaron a necesitarse en las universidades y en otros establecimientos de enseñanza alrededor del mundo. Si todos ellos hubieran tratado de hacer oír sus respectivas voces en cuestiones prácticas, el clamor resultante habría sido desorientador y posiblemente insoportable. Asimismo, la economía matemática brindó a la economía un lustre profesionalmente positivo de certidumbre y precisión científicas, incrementando de manera provechosa el prestigio de los economistas universitarios en relación con sus colegas de las demás ciencias sociales y de las llamadas ciencias exactas. Pero uno de los costes de estos diversos servicios fue el ulterior alejamiento de la disciplina con respecto al mundo real. No todos los ejercicios matemáticos, pero sí muchos de ellos, empezaban (como todavía sucede en la actualidad) con la frase «Dando por supuesta una competencia perfecta...». En el mundo real la competencia perfecta, si no había desaparecido del todo, sólo mantenía una existencia cada vez más esotérica, y la teoría matemática vino a convertirse hasta cierto punto en el envoltorio sumamente refinado dentro del cual el concepto pudo sobrevivir. Hubo durante este período otros dos acontecimientos mucho más importantes por sus consecuencias y por su utilidad práctica. Uno de ellos, con antecedentes en la década de 1930, y antes todavía, como ya hemos dicho, con Fran^ois Quesnay, fue el análisis inputoutput de Wassily W. Leontief, por el cual se le otorgó el Premio Nobel en 1973. Como se re cord ará , las tabla s de Leontief in dic aban el valor de lo que cada industria, y, en forma más laboriosa y refinada, de lo que cada subsector de cada industria vendía a los demás y recibía de ellos. El gran complejo así obtenido mostraba la forma en que cualquier cambio ejerce sus efectos a través de todo el sistema económico; por ejemplo, cuáles serían los requerimientos que una ampliación de la industria automotriz vendría a imponer con respecto a los diversos productos de la industria siderúrgica, así como en materia de carbón y de aleaciones ferrosas. Y también, lo cual fue otra importante contribución de Leontief, qué recursos utilizaban las fuerzas armadas, y qué devolvían a su vez para la venta. 11. V é a n s e W a s s i l y W . L e o n t i e f , I n p u t - O u p u t E c o n o m ic s ( N u e v a Y o r k , O x f o r d U n i versity Press, 1966) y mi anterior exposición relativa a la obra del profesor Leontief en el capítulo V.
m s lOK IA
DI'
1,A
l■.(■()N()MIA
285
En los años ele la posguerra esa empresa estadística sumamente informativa, si bien bastante costosa, fue asumida por el Estado. Interrumpida por el gobierno de Eisenhower, se reanudó bajo el de Kennedy, en 1961. Casi to dos los países in d u striales —G ra n Breta ña, Japón, C anadá, Ita lia, H o lan da y o tro s — se p u sieron a examinar en forma parecida sus propias relaciones interindustriales. Y lo mismo hicieron la Unión Soviética y sus satélites. Nacido en 1906 en San P ete rs burgo en el seno de u n a fam ili a de industriales textiles de ideología socialrevolucionaria, es decir, antibolchevique, Leontief llegó a Estados Unidos luego de haber residido en Berlín y en China, habiéndose exiliado voluntariamente unos años después de la Revolución rusa. Las tablas interindustriales que luego ideó y elaboró, si bien son interesantes e informativas para el capitalismo, resultaron también muy funcionales para la planificación socialista, pues ésta exige de manera elemental e ineludible el conocimiento de los suministros significativos que cada industria necesita de las demás. En consecuencia, Leontief ha tenido el singular destino, tras haber vivido y trabajado en Estados Unidos, de ser famoso en la Unión Soviética y de habérsele dado allí luego la bienvenida como uno de los que más aportaron al éxito del sistema socialista.
La segunda innovación de aquel período, relacionada con la antedicha, y un poco posterior, resultado a su vez de los grandes progresos de la ingeniería en materia de técnicas para el almacenamiento y tratamiento de datos, estuvo constituida por los modelos econométricos o de simulación por ordenador de la actividad económica. Si bien el profano les atribuye un carácter bastante misterioso, los elementos básicos de los modelos econométricos no son difíciles de entender. Yendo más allá de Keynes, Kuznets y Leontief tratan de reproducir, con ayuda de ordenadores, los efectos ampliamente distribuidos de todos los grandes cambios del sistema económico, por ejemplo, en materia de gasto público, impuestos, tipos de interés, salarios, beneficios, producción industrial por sectores, construcción de viviendas, y muchos otros aspectos de la economía, en la medida en que todos ellos, relacionados en diversa medida con otros factores, influyen, de manera real o supuesta, sobre todas las demás magnitudes económicas. Evidentemen-
28 6
JOHN
KHNNKTIl
GAI.HRAITH
te, el juicio humano interviene en las ecuaciones que denotan el efecto de cualquier cambio dado. La labor precursora en estos modelos de la economía la efectuó Jan Tinbergen (1903), economista holandés internacionalmente famoso y respetado, quien dedicó también sus innovadoras preocupaciones a otras muchas materias, incluida la orientación de la política económ ic a de los P aís es Bajos y lo s proble m as del d esarrollo en las naciones pobres. Los primeros trabajos de Tinbergen fueron luego proseguidos por John Richard Stone (1913), de la Universidad de Cambridge; Lawrence R. Klein (1920), de la Universidad de Pensilvania, y Otto Eckstein (19261984), de la de Harvard, con juntam ente con centenares —en térm inos litera les— de asistentes anónimos pero informados y laboriosos. Por estas realizaciones y otras vinculadas con ellas, Tinbergen, Klein y Stone recibieron cada uno de ellos el Premio Nobel. A esto cabe agregar que ningún otro esfuerzo en economía fue jamás tan lucrativo desde el punto de vista comercial, pues sobre la base de los modelos se elaboraron pronósticos e informes más específicos y relevantes para las decisiones de las grandes empresas con fines eminentemente comerciales. En 1979, Data Resources, firma de consultores económicos creada por Otto Eckstein, fue vendida a la editorial McGrawHill por 103 millones de dólares. No abundan los profesores de economía que hayan amasado semejante capital en todo el curso de su vida profesional.
Como ya se ha dicho, una de las aplicaciones más importantes de los modelos fue la formulación de pronósticos, tanto del nivel de producció n, la ren ta , el em ple o y los pre cio s en el conjunto de la economía, como de la forma en que todos estos factores podrían afectar a cada rama de la actividad económica. Esta aplicación exige un comentario especial. Los pronósticos sistemáticos, a diferencia de los ocasionales e improvisados, no son en absoluto una función reciente de los economistas. Ya en los años 1920, como producto de la descon sid erad a arrogancia económ ic a de aq u el período, un grupo de economistas de la universidad de Harvard ha bía co nsti tu id o la Socie dad Económ ic a de H arv ard , con el obje to de predecir los principales acontecimientos económicos. Para ese fin se recurrió a la econometría elemental. Pero la sociedad no tuvo mucho éxito. Entre junio y septiembre de 1929 pronosticó un leve
HIS IOK IA
m:
I . A l ' . C ONOMI A
empeoramiento de la situación del mercado, y cuando ésta síepro dujo efectivamente en octubre, su perspicacia quedó ad m ira b f^ e n te confirmada. Pero, por desgracia, siguió luego destacando vedad de la declinación económica, y a medida que ésta iba agra vándose, continuó proclamando su certeza de que la recuperación tendría lugar a breve plazo, pues tal era la tendencia básica del ciclo comercial en la teoría clásica. Y así prosiguió emitiendo pronósticos alentadores mientras la situación económica iba de mal en peor. Finalmente, esta labor previsora sucumbió a los efectos de la depresión, y como tantas otras empresas, fue liquidada. La elaboración de pronósticos no llegó a convertirse en un fenómeno económico del todo respetable hasta que se construyeron modelos econométricos acabados. Gracias a este invento, los factores que influyen en la evolución de los negocios y en sus resultados —el ritmo del mercado, los gastos de los consumidores y del Estado, sus orígenes y sus componentes y la producción prevista, el empleo y los precios agrega dos y en d eta lle— pu die ron ser objeto de predicciones y llegaron a ser medidos. Hecho esto, se consideró que era posible prever también los efectos económicos de mayor alcance. A ello condujo también la creencia de que algunos de los factores determinantes de los pronósticos, en especial el gasto público, los impuestos y los tipos de interés de los bancos centrales, e stab a n bajo el dom in io del E stado , lo cu al sig nificaba que la economía, administrada o por lo menos orientada de esa manera, era predictible, lo cual resultaba inconcebible en el mundo prekeynesiano. Pero sucedió que la nueva fe en el pronóstico se extendió mucho más allá de los modelos econométricos.^^ Rara era la semana, y a veces el día, en que no se les preguntaba a los economistas keyne sianos cuál era su opinión profesional acerca de las perspectivas del crecimiento económico, es decir, con respecto a los incrementos esperados del producto nacional bruto, o bien con referencia a los futuros cambios en materia de precios, niveles de empleo y posib le ev olu ción de d eterm in ad as ram as de la activ id ad económ ica. En aquellos años favorables, se consideraba que los economistas eran dignos de confianza. Muchos de ellos respondían a tales consultas en forma más o menos automática, por deformación profesional. En efecto, se trataba de datos que los economistas de 12.
E s t a c u e s t i ó n la h e a b o r d a d o a n t e r i o r m e n t e e n e l c a p í t u l o I d e l a p r e s e n t e o b r a .
^
288
JOHN
KliNNI'.ni
g a i . h r a h h
bía n co noce r. R ara vez en la his to ria se h a proporcio nado ta n confiadamente tanta información cuestionable. En realidad, los pronósticos son intrínsecamente poco fiables. Si no lo fueran, sus responsables jamás los transmitirían al público. Ello representaría un acto de generosidad inconcebible, ya que si se guardaran para uso exclusivo de las personas o de las organizaciones que los elaboran, los beneficios resultantes darían una acumulación de riqueza casi infinita. Como puede advertirse, los beneficios de la s in versio nes efe ctu adas confo rm e a ta le s p ro n ósti cos serían completamente seguros, y los activos comprables vendrían a afluir incesantemente a las manos o, mejor dicho, a las carteras de personas o de instituciones que jamás podrían perder. Una vez alcanzada semejante certeza, el capitalismo, el sistema de la libre empresa, en cualquiera de sus formas conocidas hasta hoy, dejaría de existir. En realidad, resultaría vulnerable a todo pronóstico de una exactitud asegurada superior al 50 por ciento. Hay dos razones para que los pronósticos fallen. Por una parte, las ecuaciones que relacionan el cambio introducido con el resultado —los tipos de interés con las inversiones, los gastos netos del Estado con la demanda de los consumidores, y esta última con los prec ios— están ba sad as, como ya se ha dicho, en juicios h umanos apoyados en el conocimiento estadístico de tales relaciones en el pasado. Pero los juicios pueden ser erróneos, y las relaciones pueden cambiar. Por otra parte, muchas de las fuerzas que inician el cambio no pueden ser previstas, pues no entran en el campo de conocimiento de los economistas. Las guerras y las tensiones internacionales, las manipulaciones monetarias de los bancos centrales, el auge y la caída de los cárteles internacionales, las decisiones por parte de los países deudores de efectuar o no los pagos de sus deudas respectivas, los resultados de las negociaciones en materia de salarios, y muchos, muchos otros factores, son, por su misma índole, otras tantas incógnitas. Las mejores ecuaciones posibles formuladas para relacionar los tipos de interés con los valores de bienes inmuebles no proporcionarán ninguna información sobre estos últimos a menos que se conozca el tipo de interés de aplicación general en cada momento dado. Y sin embargo, subsiste una razón favorable a esta gran preocupación económica. A diario, en millares de coyunturas diferentes, tanto jefes de empresa como funcionarios públicos se ven en la necesidad absoluta de adoptar decisiones que exigen cierta pre
I I I S I O R I A m . I .A l, ( O N O M I A
289
visión del luí uro el cual es po r natu ralez a descon oc ido —. La gran empresa comercial moderna, a la inversa de su precursora, la pequeña empresa, caracterizada por su flexibilidad y su rápida adaptación, debe forzosamente planificar también. Y la planificación siempre implica el futuro. Los pronósticos —es decir, los datos que los modelos econométricos ofrecen a una industria acerca de sus precios, de sus coste s o de la probable d em an d a de su s p ro d u cto s— ayudan a establecer mag nitudes prob ables y a m an tene r las decisiones dentro de un margen plausible. Pero por otra parte, y esto tiene todavía una importancia mucho mayor, los pronósticos liberan a la persona que debe adoptar decisiones sobre lo venidero de una responsabilidad muy seria y hasta peligrosa. Dado que este individuo no puede saber cuál será la demanda de fertilizantes, de locales para oficinas en el ámbito urbano, de vehículos para el ocío, o de los medios de transporte ferroviario, aéreo o automotriz que deben proveerse, el pronóstico le permite atribuir la res ponsabilid ad del conocim ie nto en la m ate ria al pro n osti cad o r. Si el juicio resulta erróneo, la culpa no será del interesado, sino del mejor profesional del cual podía valerse, y ésta es una protección importante en un mundo caracterizado por tensos conflictos burocráticos. El auge de la industria de los pronósticos y el síndrome de su utilización, como episodio de principal importancia en la historia de la economía en los años posteriores a Keynes, no fueron resultado de una mayor certidumbre en la perspectiva económica. Tuvieron mucho que ver, según se ha observado ya anteriormente, con el incremento de la autoconfianza entre los economistas, y de la fe que en ellos depositó el público. Pero un factor mucho más importante es la circunstancia de que los pronosticadores salvaron a los empresarios y ejecutivos —burócratas vulnerables a quienes se encomienda el conocimiento del futu ro — de las s ecuelas de insuficiencias inevitables en todo saber basado en previsiones del futuro.
Los veinticinco años de bonanza tocaron a su fin. Como se ha dicho, la exuberante confianza que caracterizó a aquel período impidió el ejercicio de la introspección. La separación entre ma croeconomía y microeconomía conservó dentro de esta última una vertiente afín a la estructura competitiva clásica, pero, como vere
290
JOHN KE NNHTH (¡AI HKAUII
mos, también ella desvió la atención de acontecimientos totalmente adversos a la macroeconomía o la administración según la doctrina keynesiana. Y con respecto a la economía keynesiana surgió otra circunstancia sumamente inhibitoria, que todavía no ha llegado a evaluarse como es debido, a saber, su grave asimetría política. En efecto, lo que era políticamente posible en una lucha contra la deflación y la depresión, no lo es en cambio, o por lo menos no es factible, contra la inflación. Éste es el triste panorama que describiremos en el capítulo siguiente.
XX.
CREPÚSCULO Y TOQUE DE ORACIÓN
Aunque cada vez más evidente, la declinación del sistema key nesiano pasó inadvertida largo tiempo, y todavía no se la reconoce del todo. Como se ha indicado en el capítulo anterior, aquellos aspectos del funcionamiento del sistema que parecían simétricos desde el punto de vista económico, resultaron ser asimétricos políticamente. La deflación y el desempleo exigían un mayor gasto pú blico y m enore s im puesto s, o sea , m edid as políticam ente g ratas. Pero, en cambio, la inflación de los precios requería una disminución del gasto público y una elevación de los impuestos, cuya aplicación estaba lejos de ser agradable desde el punto de vista político. Además, como pronto veremos, no eran medidas muy efectivas contra la forma moderna de la inflación, que llegó a denominarse ((inflación de precios y salarios». La política keynesiana era una calle de dirección única o, más exactamente, una avenida muy cómoda y placentera para ser recorrida cuesta abajo, pero sumamente abrupta y difícil para quienes debían transitarla cuesta arriba. Hubo dos razones para que esta situación no fuera reconocida en la mayoría de los debates sobre temas económicos. En primer lugar. La teoría general de Keynes era eminentemente un tratado relativo a la Gran Depresión. En esa coyuntura, se trataba de los pro ble m as del paro y de la caíd a de los pre cio s, de m odo q ue los prim ero s keynesia nos tu vie ron poco o nin gún in te rés en la in fl ación, y ninguno en absoluto en los aspectos políticos de las medidas destinadas a combatirla. Esta negligencia prosiguió y fue agravada por el creciente divorcio entre la economía y la política. La disciplina que durante el siglo XIX se había llamado ((economía política» fu e desig nada, a p a rtir de Alfred M arshall, con el n om bre de ((economía»,* y a m edid a que los docente s y profe sio nale s * E n e l o r i g i n a l i n g l é s , e c o n o m i c s , a d i f e r e n c i a d e e c o n o m y , q u e e s la r e a l i d a d e c o n ó m i c a m i s m a , y q u e e n c a s t e l l a n o s e d e s i g n a c o n l a m i s m a p a l a b r a . (N. de t.)
292
JOHN
KE NNE TH
G AI H R A I T H
se esforzaban cada vez más por adjudicarle el prestigio de una ciencia, lo cierto es que la enseñanza y el asesoramiento sobre política económica fueron alejándose en forma acelerada de las duras realidades políticas. En Estados Unidos, durante la mayor parte de los veinticinco años de bonanza la inflación nunca había llegado a constituir un pro ble m a. Dejando de la do un breve período, d uran te la gu erra de Corea, en el que tuvieron lugar algunas tendencias al alza de los precios, el aum ento de éstos fu e m uy pequeño, pues h a sta 1966 sólo representó el uno o dos por ciento anual en el índice de los pre cio s al consum o. Los econom is ta s, como sie m pre , no se ocupa ban en absolu to de aquello que no presentaba ninguna am enaza visible. Pero el ritmo de la inflación comenzó a acelerarse a partir de 1966 y ascendió a más del 6 por ciento entre 1969 y 1970, a casi el 8 por ciento entre 1972 y 1973, y cerca del 14 por ciento entre 1974 y 1975,^ período que dio origen a la expresión ((inflación de dos dígitos», con efectos desastrosos para la terminología económica norteamericana. En estas nuevas circunstancias la asimetría política resultó por completo evidente. Así como los asesores económicos del presidente habían concurrido en un tiempo a su despacho para preconizar los méritos relativos de la reducción de los impuestos o del aumento del gasto público, ahora comenzaron a recomendar el aumento de la presión fiscal y la reducción del gasto. Y mientras que en otras épocas su aparición en las audiencias de la Casa Blanca era acogida con beneplácito, desde entonces llegó a convertirse en una perspectiva sórdida y deprimente que debía postergarse mediante cualquier excusa, por poco razonable que resultara. Otro problema, todavía más grave, en todos los países industriales fue la nueva forma asumida por la inflación. Se trataba de los incrementos de precios y salarios ocasionados por las mutuas influencias de las grandes organizaciones dentro de la economía moderna. Como resultado de la concentración industrial, las sociedades anónimas habían llegado a adquirir un dominio muy considerable sobre sus precios, poder éste que la economía ortodoxa reconocía en los casos de monopolio y de oligopolio, sin llegar a
III S rORIA
DE
LA
E C O N OM I A
293
admitir del todo su existencia en la vida real. Y los sindicatos ha bía n conseguid o, por su parte , u n a v asta in fluencia en los sala rios y prestaciones otorgados a sus afiliados. Del interior de dichas entidades había surgido de ese modo una fuerza inflacionaria nueva y poderosa: la fuerte presión al alza de los convenios salariales sobre los precios, y recíprocamente, de los aumentos de precios y del coste de la vida sobre los salarios. A este fenómeno de interacción se le dio el nombre de espiral de precios y salarios. Para enfrentar esta dinámica de acción recíproca, la Revolución keynesiana sólo había dejado una herencia completamente negativa. En efecto, la determinación de precios y salarios era un fenómeno microeconómico, y la microeconomía había sido separada por Keynes, quien la había abandonado a la ortodoxia clásica del mercado. Pero en la microeconomía ortodoxa, la espiral de precios y salarios no podía ocurrir: en efecto, los productores de mercancías, y los salarios que éstos pagaban a sus trabajadores, continuaban sometidos a fuerzas del mercado que los empresarios no estaban en condiciones de regular. Y cuando podían hacerlo, como en los casos de monopolio y de oligopolio, se valían de ello para aumentar al máximo sus beneficios, no para recuperar los incrementos en los costes salariales forzados por la acción sindical. La exclusión de la microeconomía de la esfera de la teoría y la política ec onóm ica keynesia nas preservó de este m odo u n m odelo microeconómico en el que la inflación no tenía cabida. Esta separación era muy importante, pues venía a constituir el núcleo mismo del gran pacto de Keynes con la escuela clásica, mediante el cual se había conservado el papel del mercado. Pero si se reconocía el papel in flacio nario de la espir al precio ssala rio s, q u ed ab a d e s tru ido dicho pacto. Peor todavía: equivalía a proponer políticas, como las de restricción o regulación de precios y salarios, que sometían el mercado, en mayor o menor medida, a la autoridad del Estado. Y había otra objeción más. Resultaba evidente que, a través de su capacidad para influir sobre precios y salarios, para no ha bla r de su influen cia sobre los consum id ores m edia nte la publicid ad y las técnicas de ventas, las sociedades anónimas (junto con los sindicatos) tenían ahora un poder importante sobre la asignación del capital, el trabajo y las materias primas, es decir, de los recursos económicos. Esto tampoco podía reconocerse, de modo que, con no poca solemnidad, se afirmó que toda restricción en materia de precios y salarios distorsionaría la asignación de los recursos.
294
.loiiN
Ki:NNi:rii
( . a i iiKAi rii
En Europa —en Alemania, Austria, Suiza, Holanda, Escandi na vi a— y en Japó n, el pac to keynesiano, la sep aració n de la mi croeconomía como reserva privilegiada del mercado, tuvo menor influencia que en Gran Bretaña y Estados Unidos. En consecuencia, a medida que la inflación fue convirtiéndose en una amenaza durante el decenio de 1970, aquellos países aceptaron con mayor facilidad los efectos inflacionarios de la acción recíproca entre precios y salarios. Por ello, las medidas adoptadas para limitar los aumentos de estos últimos a las posibilidades de la estructura de pre cio s exis te nte s se convirtieron en u n a política norm al y acepta da. En Austria, que representó el caso más avanzado y de mayor éxito, la regulación de los salarios y un sistema paralelo de control de los precios fijados por las empresas se implantaron con gran formalidad mediante lo que se llamaría la Economía Social de Mercado. En otros países, los procedimientos aplicados no revistieron un carácter tan oficial, y los salarios se negociaron dentro del marco de referencia de los precios existentes, con la previsión general de mantenerlos estables. En Estados Unidos y Gran Bretaña, al igual que en Canadá, tuvieron lugar durante esos años esfuerzos de persuasión, iniciativas voluntarias y algunas disposiciones jurídicas con el objetivo de detener la espiral de precios y salarios, y durante el período 19711973 el gobierno de Richard Nixon implantó una regulación oficial de precios y salarios, medida que, combinada con una política fiscal y monetaria relajada, le resultó favorable para las elecciones de 1972. Pero ninguna de estas iniciativas fue considerada seria o legítima. Se pensó que eran medidas circunstanciales, independientemente de su acierto o desacierto, destinadas a ganar tiempo hasta que la política macroeconómica keynesiana cumpliera de algún modo la misión que se le había adjudicado de com b in a r razo n ab le m en te el ple no em pleo co n la e stab ilid a d de los precios. Dado que en los países de habla in gle sa ni la s organizaciones sindicales ni las empresas se inclinaban a aceptar la intervención pública en materia de salarios y precios, los defensores tradicionales de la integridad del mercado microeconómico contaban con aliados muy poderosos. Finalmente, en las postrimerías de 1973, empezó a producirse el gran aumento de los precios del petróleo, ocasionado por el cártel constituido por la organización de los países exportadores de petróleo, la OPEP. E ntre 1972 y 1981, el ín dice de los pre cio s de
I I I S I ( ) K1 A 1)1
I A l .C O N O M I A
295
los combustibles para consumo doméstico en Estados Unidos subió de 118,5 (1967 = 100) a 675,9, o sea, casi seis veces.^ Éste era también un fenómeno microeconómico fuera del alcanee de la política macroeconómica keynesiana. En esas circunstancias se reconoció el papel del aumento de los precios del petróleo como fuerza inflacionaria. Su carácter excepcional se puso de relieve en la terminología entonees utilizada, al hablarse del ((choque, o la conmoeión, del petróleo». El aumento de dichos precios contribuyó quizá en un 10 por ciento a la inflación en la eeonomía de esos años, pero su efecto proclamado fue mucho mayor. Como los precios y los salarios no servían como factores causales según la ortodoxia predominante, quedaba el recurso sumamente oportuno de echar la culpa de la inflaeión a los lejanos árabes y a sus eolegas del monopolio petrolero. Y así como la inflación de precios y salarios quedaba fuera del alcance de la ortodoxia keynesiana, lo mismo oeurría con los precios de la OPEE. Saltaba a la vista que el sistema keynesiano era impotente. En 1975 el presidente Gerald Ford convocó a una conferencia a algunos de los economistas más conocidos del país a fin de que prescribieran soluciones para la inflación, que había alcanzado ese año el 13,5 por ciento, según el cálenlo del índiee de Precios al Consumo. Los participantes sólo estuvieron plenamente de acuerdo en una recomendación: que se debían revisar las regulaciones del gobierno para eliminar cualquier impedimento obvio a la libre competencia del mercado. Desde un punto de vista práctico, se trataba de una fórmula tan eficaz como la preconizada por el mismo presidente, quien pedía a la población que usara broches con la inscripción WIN, iniciales de Whip Inflation Now (¡Batid a la inflación ahora!). Sin embargo, aún existía un curso de aceión políticamente muy al aleance del gobierno: recurrir a la política monetaria, al mone tarismo. Se trataba de un método que a mediados de la década de 1970 tenía partidarios influyentes y que se expresaban eon elocuencia; asimismo, era para ese entonces —argumento aún más im presionante— lo único que quedaba por haeer en m ateria de poli 2.
Op. cit., pág. 292.
296
JOHN KENNETH GALBRAITH
tica económica, pues en este terreno ninguna otra solución era políticamente viable. Desde el final del episodio relativo a la compra de oro durante la administración Roosevelt, la política monetaria en los Estaaos Unidos, como en los demás países industriales, venía desempeñar do un papel pasivo, y hasta exiguo. Durante la segunda guerra mundial no tuvo ninguna función; los tipos de interés se mantenían constantes y a bajo nivel, y las alteraciones de la oferta de dinero, de cualquier modo que se las midiera, no llamaban para nada la atención. Esta situación no se modificó significativamente durante los veintinco años de prosperidad. No había que preocu parse mucho por la gestión de la oferta m onetaria p ara regular los precios, ya que éstos eran de todas maneras estables. El legado de Irving Fisher no había sido olvidado, pero cualquier estudioso que dedicara una atención demasiado persistente a la función del dinero en la orientación de la economía se arriesgaba a ser tomado por un chiflado. La información sobre la oferta monetaria —a saber, M, para designar la moneda en circulación, y M', para denom inar los depósitos b ancarios— podía seguir siendo obtenida por aquellos economistas de tendencias esotéricas en aquellos años, pero ningún periódico publicaba esos detalles, y si alguna vez lo hacían, no suscitaban atención o comentario alguno.
Y sin em bargo, allí estaba, espe rando su turno , d ur an te la década de los 60 y los primeros años de 1970, un economista que llegaría a convertirse en la figura quizá más influyente de la segunda mitad del siglo: Milton Friedman (1912), profesor de la Universidad de Chicago, luego al servicio del Instituto Hoover sobre la Guerra, la Revolución y la Paz, promotor diligente, y hasta infatigable, de la orientación que vendría a colmar el vacío dejado por Keynes, especialmente en los países de habla inglesa.
roKlA
DI', I.A l.( I )N OM l A
297
t ión de la economía, d monopolio, el oligopolio y la com pe ten cia imperfecta no desempeñan ningún papel importante. Friedman ha sido siempre un enérgico opositor de la regulación gubernamental \ , en general, de tod a actividad del Estad o. En su o pinión, la li bertad alc anza su m áxim a expresió n cuando se perm ite al ind iv iduo que utilice sus ingresos como mejor le parezca. Pero a la vez Friedman, a diferencia de sus secuaces menos refinados, no se ha mostrado por entero indiferente a la libertad que se obtiene mediante la posesión de recursos para gastar. Esta pre ocupació n le h a in ducid o a elab orar la p ro p u esta m ás rad ical en materia de bienestar que se ha presentado en años posteriores a la segunda guerra mundial. A su entender, el impuesto sobre la renta debería, como siempre, ir reduciéndose hasta anularse cuando se aplica a las categorías de ingresos más reducidos. Y a partir de ese momento debería convertirse en una renta, progresivamente más elevada a medida que los haberes van disminuyendo. Esto es lo que se conoce como impuesto negativo sobre la renta, o sea, un impuesto mínimo asegurado para todos. No hay muchos economistas de izquierda que puedan jactarse de haber propuesto una innovación tan impresionante.^ Con todo, la principal contribución de Friedman a la historia de la economía ha sido la importancia que ha atribuido a la influencia reguladora de las medidas monetarias sobre la economía y, en particular, sobre los precios. Según su teoría, al cabo de unos meses, los precios siempre reflejan los cambios en la oferta monetaria. De modo que si se la controla —limitando su incremento a las exigencias en lenta expansión del intercambio, o sea, la T de la histórica ecuación de Fisher—, los precios permanecerán estables. En una impresionante demostración estadística, Friedman, en colaboración con Anna Jacobson Schwartz, trató de probar que esta relación se ha mantenido, o al menos ha parecido mantenerse, durante un largo período histórico,^ siendo asimismo presumible que siga manteniéndose en lo venidero. 3. E l i m p u e s t o n e g a t i v o s o b r e l a r e n t a , d e f o r m a m o d i f ic a d a , f u e c o n s i d e r a d o fa v o r a b le m e n te p o r el g o b ie rn o N ix o n , a in s ta n c ia s d e D a n ie l P a tr ic k M o y n ih a n , u n o d e s u s p rin c ip a le s p ro m o to re s , lu e g o s e n a d o r p o r N u e v a Y o rk , y p o r el e n to n c e s s e n a d o r G e o rg e M c G o v e rn , q u i e n i n t ro d u j o u n a v a r i a n t e d e e s a i n i c i a ti v a e n t r e l o s p r i n c i p a l e s t e m a s d e s u p r o g r a m a p a r a s u c a m p a ñ a p r e s i d e n c i a l e n 1 97 2; s i n e m b a r g o , a d i f e re n c i a d e l a s p e n s io n e s p a r a la v eje z, d e l s u b s id io d e d e s e m p le o y d e l s e g u ro d e s a lu d , d ic h a p r o p u e s ta no llegó a obtener un apoyo político efectivo y duradero. 4. V é a s e M i lt on F r ie d m a n y A n n a Ja c o b s o n S c h w a r t z , A M o n e ta r y H is to r y o f th e United Sta tes, 186 7-1960 ( P r i n c e t o n , P r i n c e t o n U n i v e r s i t y P r e s s , 1 9 6 3 ) .
29 8
J OHN
Kl -. NNM II I .Al HKAI MI
Friedman no se quedó corto en argumentos para apoyar su tesis. Como en la mayoría de las relaciones estadísticas, en su demostración se planteaban dudas acerca de qué factores eran en verdad causas, efectos o tan sólo coincidencias. Podía suponerse, por ejemplo, que eran la s m odific acio nes de los precio s o del volu men del intercambio las que ocasionaban cambios en la oferta monetaria. Tampoco estaba siempre totalmente claro el nexo económico entre la oferta monetaria y los precios. Pero según sostuvo Friedman, había también distintas relaciones en la naturaleza, y en las ciencias naturales, que no dejaban de ser verdaderas por más que careciesen de explicación. Empero, la receta de Friedman presentaba una dificultad más grave todavía, a la cual ya nos hemos referido, o sea, que en la economía moderna nadie sabe con certeza lo que es el dinero. Lo son, sin duda, el dinero en efectivo y los depósitos a la vista. Pero ¿qué diremos de los depósitos de ahorro permanentemente disponibles para retirar fondos, y de los que pueden convertirse fácilmente en cuentas corrientes? ¿Cómo puede definirse la capacidad adquisitiva que proporcionan las tarjetas de crédito, o las líneas de crédito que todavía no han sido utilizadas? Y además, estos agregados monetarios, por más arbitraria que sea su designación como dinero, ¿pueden en verdad ser objeto de regulación? Resultó que no podían serlo. Friedman terminó por acusar a la Reserva Federal de los Estados Unidos y al Banco de Inglaterra de burda incompetencia en sus esfuerzos por conseguirlo. A lo cual podría habérsele contestado que toda política económica debe necesariamente encontrarse dentro de las competencias de quienes están encargados de su administración, por modestas que ellas sean. Desvirtuando estas objeciones, y proporcionando apoyo a la incansable y eficaz promoción de las tesis de Friedman por su pro pio auto r, vin o a im ponerse, u n a vez m ás, el m arco de refe re ncia, es decir, el mundo poskeynesiano, en el cual las cuestiones micro económicas estaban separadas por completo de la administración m acroeconómica. Y de esa form a, el mo netarism o ve ndría a proU ger la ortodoxia microeconómica. Según ésta, no tenía por qué pro ducírse ningún efecto inflacionario; la competencia y el mercado continuaban rigiendo la economía, y no podía tener lugar ninguna intervención directa para regular los salarios o los precios, o para influir sobre ellos. Así, el monetarismo ayudaría también a sosia
: ( ) K 1 A m - l . A l-( O N O M I A
299
yar la penosa asitiwtría política de la orientación keynesiana. No se necesitaría ningún incremento impositivo ni reducción alguna del gasto público. Tampoco se requeriría ampliar las funciones del Estado, sino que toda la política monetaria podía quedar a cargo del banco central, y, en Estados Unidos, del Sistema de la Reserva Federal, con un número insignificante de colaboradores. Para algunos, la política monetarista tenía (y sigue teniendo) otro atractivo, aún mayor, que en forma curiosa y hasta imperdonable ha pasado inadvertido para los economistas: el de no ser socialmente neutral. Obra contra la inflación elevando los tipos de interés, con lo cual, sucesivamente, inhibe las operaciones de crédito de los bancos y la resultante creación de depósitos, es decir, de dinero. Los altos tipos de interés son sumamente gratos para las personas e instituciones que disponen de dinero para prestar, las cuales poseen normalmente más recursos que quienes carecen de fondos con ese objeto, o bien, salvo muchas excepciones, que quienes toman dinero prestado. Se trata de una verdad tan evidente como impropia. Al favorecer de este modo a los individuos e instituciones opulentos, una política monetaria restrictiva viene a ser todo lo contrario de una política fiscal restrictiva, la cual, al fundarse efectivamente en un incremento de las contribuciones de los particulares y de las empresas, afecta negativamente a los ricos. Los conservadores de los países industriales, principalmente los de Gran Bretaña y Estados Unidos, apoyan vigorosamente la política monetarista. Su instinto ha sido en todo momento mucho más certero que el de los economistas, quienes, como el público en general, han dado por supuesta su neutralidad en materia social. Los nutridos aplausos que los conservadores ricos tributan al profesor Friedman están muy lejos de ser inmerecidos. A medida que transcurrió el decenio de 1970, la inflación siguió su curso. Los posibles remedios, a saber, la elevación de los impuestos, la reducción del gasto público, la intervención directa sobre salarios y precios, fueron desechados sucesivamente. Como se ha observado una y otra vez, sólo subsistió la política monetarista. De modo que al finalizar la década, tanto la administración ostensiblemente liberal del presidente Jimmy Cárter en Estados Unidos, como el gobierno declaradamente conservador de Marga ret Thatcher en Gran Bretaña, estaban aplicando enérgicas medidas de esa naturaleza. La Revolución keynesiana había pasado a mejor
300
JOHN KI 'NNi;i ll OAUIK AI I ll
vida. En la h isto ria de la econom ía, a la era de Jo hn May na id Keynes le sucedió la era de Milton Friedman. Pero para ese entonces el sistema keynesiano había penetratlo tan to en la m en talid ad económ ica como en los libros de texto. Y a raíz de ello, la política monetaria, en general, no fue bien recibitla por los econom is tas. Por o tra parte , sus p rim eros resultad os, a fines del decenio de 1970 y principios del de 1980, habían estado lejos de constituir un éxito. En esos años, la expansión económica se detuvo, pero la acción recíproca de precios y salarios prosiguió imp erturbab lem ente. Y tam bié n los efectos del cártel de la O PE l’ Y la inflación.® Así llegó a incorporarse al léxico de los economistas otro vocablo singularmente ingrato: estanflación, para denominar una economía estancada en la cual prosiguen las tendencias inflacionistas. Finalmente, la inflación fue aplastada. El dinero no está vinculado con los precios a través de la magia misteriosa de la ecuación de F ish er n i de la fe de F ried m an , sino de los alto s tip os tic* interés, mediante los cuales se regulan los préstamos y la creación de depósitos bancarios (y de otra índole). A principios del decenio de 1980, los tipos de interés se elevaron a niveles sin precedentes en Estados Unidos, hasta tal punto que a la inflación de dos dígitos se le contrapusieron tipos de interés de esta misma magnitud. Estos últimos redujeron la demanda de nuevos edificios, de automóviles y de otras adquisiciones financiadas con créditos. Y durante 1982 y 1983 acarrearon también una brusca restricción de los gastos de inversión de las empresas. Esto, a su vez, produjo un gran incremento del paro, que ascendió al 10,7 por ciento de la fuerza de trabajo a fines de 1982. Se llegó también a la más elevada cantidad de quiebras de pequeñas empresas desde el decenio de 1930,^ y a un serio deterioro de los precios agrícolas. Además, 5. A m edida que esta política fue alcanz an do su plena aplicación en Estad os Unidos \ Gran Bretaña durante los primeros años del decenio de 1980, continuaron produciéndos» también grandes alteraciones aleatorias en la oferta de dinero, definida en formas divo» gentes y arbitrarias. Esto indujo a Friedman a condenar la competen cia de la acción n guiadora desarrollada por los bancos centrales. Marx, por su parte, e n sus últimos añoi. h a b í a r e p u d i a d o a l o s e l e m e n t o s d e l a c l a s e t r a b a j a d o r a q u e i n t r o d u j e r o n d e s v i a c i o n e s c*n s u d o c t r i n a , e n s u f a m o s a d e c l a r a c i ó n : « S i e s t o e s m a r x i s m o , y o y a n o s o y m a r x i s t a . » l.n 1 98 3, el p r o f e s o r F r i e d m a n c r e y ó o p o r t u n o m a n i f e s t a r a s u v e z: « S i l a p o l í t ic a q u e a p l i f .t l a R e s e r v a F e d e r a l e s m o n e t a r i s t a , e n t o n c e s y o n o lo so y . » E s t o h i zo t e m e r l a e v e n t u a l l dad de que sus amigos conservadores se sintieran alarmados por la posible índole de su lecturas. 6. E c o n o m ic R e p o r t o f th e P re s id e n t, op. c it ., 1985, pág. 337. En 1940, la tasa dr q u i e b r a s e m p r e s a r i a l e s h a b í a s i d o d e 63 p o r c a d a 1 0.0 00 e m p r e s a s . E n 1 98 2 a s c e n d i ó i 89 por 10.000, y en 1983, a 109,7.
II
I
. rOKI A m
l,A I -Í' ONOMIA
301
los elevados tipos de interés produjeron un gran flujo de divisas, las cuales reforzaron el valor del dólar, redujeron las exportaciones estadounidenses y favorecieron sobremanera las importaciones, especialmente del Japón. El resultado de todo esto fue el advenimiento de la peor crisis económica desde la Gran Depresión.^ Pero en 1981 y 1982 volvió a declinar notablemente la tasa de inflación en E sta do s Unidos, y ello se rep itió en 1983, y a fina les de 1984 el índice de precios al consumo había llegado a estabilizarse. En Gran Bretaña, a su vez, tuvo lugar un descenso de la tasa de inflación similar, aunque no tan abrupto, a raíz de haberse aplicado políticas monetaristas parecidas. En síntesis, el monetarismo o, más exactamente, el efecto restrictivo de los altos tipos de interés sobre los gastos de consumo y sobre las inversiones había dado resultado, como saltaba a la vista, al producir una severa disminución de la actividad económica, aplicando así un remedio no menos penoso que la enfermedad. El éxito de esa política en Estados Unidos se debió también a una circunstancia afín, escasamente prevista por la profesión económica, a saber, la excepcional vulnerabilidad de la empresa industrial moderna a los efectos combinados de una política monetaria restrictiva, de los elevados tipos de interés a través de los que opera y del consiguiente deterioro de la relación real de intercambio. Estos efectos se verían amplificados por la progresiva senilidad de las empresas, lo cual concedía ventajas adicionales a la competencia extranjera. El hecho de que el paro —inducido por la política monetarista y por los elevados tipos de inte rés — red un da ra en un a dism inu ción del poder de negociación de las organizaciones sindicales, no es en absoluto sorprendente. La economía ortodoxa aceptaba que el desempleo redujera los salarios; así es cómo desde el punto de vista clásico se llegaba al pleno empleo. La organización sindical era simplemente un obstáculo que se oponía a ese ajuste, y en 7. L o s t é r m i n o s recesión y d e p r e s i ó n n o t ie n e n s i g n i f i c a d o p r e c i s o ; a m b o s r e f l e j a n e l instinto de propensión hacia el disfraz semántico que predomina en economía. Durante el s i g l o p a s a d o s e h a b l a b a , e n c a m b i o , d e p á n ic o s y d e crisis. C o n e l t i e m p o e s t o s v o c a b l o s l le g a r o n a p a r e c e r d e m a s i a d o r u d o s , e x c e s i v a m e n t e v io l e n t o s , y p o r e ll o, a l a r m a n t e s , d e modo que al producirse el descenso de la actividad económica después de la primera guer r a m u n d i a l s e u t i l i z ó l a p a l a b r a m á s t r a n q u i l i z a d o r a d e d e p r e s i ó n . L u e g o , d u r a n t e e l d e c e nio de 1930, esta palabra asumió por su parte la coloración ominosa del desastre de la é p o c a , y e n 1 9 3 7, c u a n d o d e c l in ó la r e c u p e r a c i ó n , s e h a b l ó , c o m o h e m o s v i s t o , d e u n a m o d e s t a recesión. A h o r a, h a b i e n d o e s t a ú l t i m a a d q u i r id o t a m b i é n c o n n o t a c io n e s i n c ó m o das, la terminología empleada es la de reajustes deslizantes, reajustes de crecimiento o p e r ío d o s d e p a u s a y e s p e ra e n la a c tiv id a d e c o n ó m ic a .
11 r . I ( U
303
/ación, publicidad, finanzas, personal, relaciones públicas e insti lucionales, creación de nuevos productos, estrategias de adquisición, y muchos otros más. También ha de haber una división de liabajo intelectual. Diferentes personas aportan a la firma diversas cualificaciones en ciencias, ingeniería, diseño, derecho, finanzas, comercialización y economía. La organización que abarca todas estas especialidades es la que posee el poder de decisión, poder tlue ya no es propiedad de los dueños de las empresas. Así es cómo las conclusiones precursoras de Berle y Means® son hoy universalmente aceptadas, con la única excepción de los tradicionalistas acérrimos. Y a su vez, las características resultantes de la organización tienen una gran importancia microeconómica. En primer lugar, se trata de la relación entre la autoridad dentro de la empresa y la maximización del beneficio. Evidentemente, ningún economista de la gran tradición clásica podría lamentar la maximización del beneficio ni se opondría a ella. Y nadie podría atribuir ese afán a otro motivo que un ansia profundamente personal que cada individuo alienta en beneficio de sí mismo, y no gratuitamente para favorecer a los demás. Sin embargo, se supone que en la sociedad anónima moderna los titulares de la dirección deben procurar que los beneficios sean para otros, es decir, para los accio nis ta s, que son a la vez anónim os e im pote nte s. Pero en la práctica, y en épocas recientes de manera espectacular, la maximización del propio beneficio ha sido el objetivo de quienes poseen el poder de decisió n. Son los directiv os de la em p re sa los que se adjudican a sí mismos los sueldos, gratificaciones, prestaciones y privilegios, a manera de paracaídas dorados en caso de llegar a ser víctimas de un revés en la lucha por el dominio de la firma. El cálculo de esos costes no está sometido a ninguna mini mización; por el contrario, viene a incrementarlos la más ortodoxa de las motivaciones clásicas tendentes a servir los intereses de la organización.^ 8. Véase el cap ítulo XV. 9 . V é a s e « W h y E x e c u t i v e s ’ P a y K e e p s R i s i n g », e n F o r t u n e , 1 de abr il de 1985, págs . 6 6 68 . E s t e a s u n t o h a t e r m i n a d o p o r e n t r a r e n l os l i b ro s d e t e x to , a u n q u e c o n e v i d e n t e renuencia por parte de sus autores. Los profesores Samuelson y Nordhaus, por ejemplo, l ue g o de h a b e r a s e g u r a d o q u e , « e n t é r m i n o s g e n e r a l e s , n o h a b r á n i n g ú n c o n f li c to e n m a t e r i a d e o b j e t iv o s e n t r e l a d i re c c i ó n d e l a s e m p r e s a s y lo s a c c i o n i s t a s » , f o r m u l a n l a a d v e r tencia de que «los iniciados, o sea, los miembros de la direc ción, pueden votar para sí mismos y para sus amigos o parientes, altos salarios, generosas cuentas de gastos, gratificaciones y suculentas jubilaciones, a costa de los accionistas». Paul A. Sa muelson y Wil l i a m D . N o r d h a u s , E c o n o m ic s , 1 2.^ e d i c i ó n ( N u e v a Y o r k , M c G r a w H i l l, 1 9 8 5 ) , p á g . 4 4 4. E l p r o fe s o r C a m p b e ll M c C o nn e ll , d e s p u é s d e f o r m u l a r o b s e r v a c i o n e s s i m i l a r e s s o b r e l a
306
JOHN KHNNi n il (;AI II KAU li
eficiencia de las empresas más jóvenes, y por tanto más flexibles y adaptables en los aspectos conceptuales y organizativos, de los nuevos países industriales, como Japón, Corea del Sur, Formosa y Singapur. Y se ha examinado también el problema de la estasis burocrática en el m undo socia lis ta —en la URSS, China, Polonia, Rumania y otros países—, así como las diversas formas de afrontarla. Pero, una vez más, estas cuestiones no han hecho todavía su aparición en la teoría económica convencional de la empresa y sus motivaciones.
Finalmente, aunque sea relativamente marginal al tema que nos ocupa, se plantea la posibilidad de que haya entrado en obsolescencia la relación de mando, rasgo profundamente arraigado y característica aceptada de la empresa industrial desde la Revolución industrial y desde el nacimiento de la economía clásica. Entre el personal de dirección de la empresa moderna se distinguen los jefes y los subordinados, los que mandan y los mandados. Pero ocurre también que, a modo de requisito esencial y virtud reconocida en el seno de la organización, se recurre a la negociación como medio de atemperar el autoritarismo. Es enteramente normal, por ejemplo, que un técnico, un diseñador o un vendedor resulten más importantes para la empresa que la persona que los supervisa. En estos casos, la autoridad no da instrucciones, sino que debe recurrir al estímulo y a la persuasión, y no tiene más remedio que aprender. De esta forma, la relación jerárquica es sustituida por la cooperación. Luego, progresivamente, esta relación va extendiéndose al taller, donde el trabajador constituye un factor genuino de verificación de la calidad, de la productividad y de la regulación de operaciones sometidas a una progresiva automatización técnica. Nuevas publicaciones al respecto, algunas de ellas estudiando en especial la experiencia japonesa, argumentan que la tradición y la autogratificación del gerente o del patrón preserv an u n a rela ció n que, de hech o, ha perd id o to talm ente su valor original.*'^ Todo ello viene a asestar un golpe definitivo a la microecono mía ortodoxa. A medida que la ética y la práctica de la organiza 14. V é a s e e n p a r t i c u l a r S a m u e l B o w l e s , D a v id M . G o r d o n y T h o m a s E . W e i s sk o p f , B e y o n th e W a s te L a n d : A D e m o c r a ti c A lt e r n a ti v e to E c o n o m ic D ecli ne ( C a r d e n C i t y , N u e v a Y o r k ; A n c h o r P r e s s , D o u b l e d a y , 1 9 8 3 ).
I I I S I O K I A DI -, l . A I X ' O N O M I A
307
ción van abarcando a un número cada vez mayor de trabajadores, la equivalencia clásica del coste marginal del salario y del ingreso marginal se convierte cada vez más en una caricatura improbable. Esta equivalencia sólo tenía relevancia inteligible para una clase obrera generalmente homogénea, una fuerza de trabajo que pudiera ser ocupada y despedida a voluntad sin coste para la organización. Ahora, el empleo de trabajadores y de personal técnico muy cualificado en organizaciones y jerarquías complejas no permite en absoluto un cálculo fácil del coste y del rendimiento marginales de los asalariados. Éste ha sido el destino de la Revolución keynesiana. Como tantas otras contribuciones a la ciencia económica, cumplió su cometido en su época y luego fue condenada por el flujo del tiempo. Los años han acarreado la asimetría política y la dinámica y las mutaciones microeconómicas de un mundo sumamente organizado, que el keynesiamismo ya no puede explicar eficazmente. Todo esto ex plica en parte la baja condición a que h a sido reducida la ciencia económica moderna, por lo menos a los ojos de la mayoría. En el siguiente capítulo nos referiremos a esta situación y a las perspectivas futuras.
XXL
EL PRESENTE COMO FUTURO [1]
La historia no termina con el presente, sino que se proyecta, en perpetuo cambio, hacia la eternidad. La única diferencia es que el historiador no la acompaña allí, sino que su viaje, por tentadora que sea la perspectiva, debe finalizar con el presente. Aunque no por entero, pues así como mucho del pasado sobrevive en el pre sente , ta m bié n h ab rá m ucho del presente en el futu ro , in clu idos muchos elementos que ahora todavía no hemos llegado a descubrir y que sólo llegarán a penetrar plenamente en la conciencia general con ayuda del tiempo. Y con respecto a esta circunstancia, es decir, qué elementos del pasado y del presente formarán p arte de la his to ri a fu tu ra, el h is toria d or ec onóm ico tiene alg o que decir. El más famoso pronóstico sobre la evolución de la economía lo formuló hace poco más de medio siglo John Maynard Keynes, al observar que «desde los tiempos más primitivos de los cuales tenemos constancia —digamos, desde hace dos mil años antes de Je su cris to — h as ta comienzos del siglo XVIII, no tuvo lugar ninguna transformación verdaderamente importante en el nivel de vida del hombre común, morador de los centros civilizados de la tierra. Hubo, desde luego, sus más y sus menos. Rachas de peste, ham bre y guerra, co n in te rvalo s de prosperid ad . Pero n in g ún cam bio radical en el sentido del progreso».^ Después de aludir al gran aumento de la productividad y de los bienes a partir de la Revolución industrial, y adivinando certeramente que el progreso técnico «pronto puede hacer irrupción en la agricultura»,^ Keynes concluye que «el problem a económico —si lo proyecta m os en el fut u ro — no es el problema permanente de la raza humana».^ El estudio de 1. J o h n M a y n a r d K e y n e s , E s s a y s in P e rs u a sió n ( N u e v a Y o rk , H a r c o u r t , B r a c e , 1 9 3 2 ), p á g . 36 0. 2. Keynes, op. cit., p á g . 3 6 4 . A q u í K e y n e s t u v o u n m a g n í f i c o a c i e r t o a l u t i l i z a r s u f a m o s a f r a s e r e l a t i v a a u n a d e c i s ió n d e l p r e s i d e n t e R o o s e v el t. 3. I b id ., p á g . 3 6 6 . ( L a c u r s i v a e s d e l p r o p i o K e y n e s . )
310
l OII N KI . NNI I II ( . Al HKAI I II
la economía, en su opinión, se convertiría en un menester de especialistas útiles, pero sin mayor relieve, «como la odontología». Y añadió: «Si los economistas consiguieran ganarse la reputación de gente modesta y competente, a la altura de los dentistas, sería es pléndido.»"* Al cabo de cincuenta años, la predicción de Keynes está muy lejos de realizarse. Es cierto que algunas de las influencias económicas anteriormente poderosas están disminuyendo en los países industriales. Como explicaremos más adelante, la producción de mercancías es en la actualidad asunto de mucha menor urgencia, lo mismo que la cuestión de fijar los precios de las mismas. Tam bién, aunque no ta nto , h a perd id o im porta ncia la fo rm a en que ha de distribuirse la renta obtenida de una producción adecuada y segura. Pero la economía, como disciplina, tiene un valor de supervivencia que no depende de cuán urgentes sean los problemas económicos. La influencia de intereses creados en el mundo del conocimiento, y con mayor amplitud en el de la economía misma, ha obrado para conservarla en su forma tradicional o clásica, con su aparente relevancia. Y han surgido, por otra parte, nuevos problemas, en particular, como ya hemos visto, el de la certidumbre o incertidumbre con los que se generan el empleo y los ingresos correspondientes. Asimismo, conjuntamente con las realizaciones de la gran organización —de la bu roc racia— ha n ido presentándo se sus tende ncias social y económicamente regresivas. Keynes no llegó a prever esto. Además, tampoco advirtió, o por lo menos no destacó, las aterradoras y crecientes diferencias en materia de bienestar entre los países ricos y pobres. Ni pudo percibir, lo cual es razonable, las diferencias en eficiencia productiva entre los países industriales más antiguos y las nuevas naciones industrializadas, como Corea del Sur, Formosa, Hong Kong y, desde luego, Japón; ni hasta qué punto , como volv erem os a com enta r luego, esta s últim as hic iero n estragos en las industrias burocráticas y a veces seniles de sus anteriores competidores en el mercado mundial. En términos más generales, Keynes, al prever el futuro de la economía, no llegó a conjeturar cuán profunda sería la adhesión de los economistas tradicionales a los valores y conceptos clásicos, ni el grado en que su validez y su importancia serían defendí 4.
I b id ., p á g . 3 7 3 .
i n s i OK I A m
I.A ( . ( ON OM I A
311
das frente a la intromisión de los cambios sobrevenidos. Su fuerza, como hemos observado, proviene del servicio que prestan a los intereses profesionales y a los intereses creados cuyo poder creía Keynes inferior al de las ideas. Cuando contemplamos el futuro de la economía, lo primero que debemos destacar es el persistente triunfo de la teoría clásica.
Lo que más ata la economía a la tradición clásica o neoclásica es el compromiso de los intelectuales con los dogmas establecidos. Se trata, en verdad, de una poderosa restricción. Son pocos los economistas que están dispuestos a desechar lo que aprendieron durante sus primeros estudios, y que luego defendieron y elaboraron en su propia enseñanza, en sus escritos y en su discurso académico. Todos nos resistimos a abandonar lo que hemos aprendido y enseñado, pues ello equivale a reconocer errores del pasado. Y también somos reacios a las exigencias mentales que impone la adaptación al cambio. Los economistas están lejos de ser los únicos que encuentran molestas y hasta dolorosas las transformaciones. Otro factor que promueve la resistencia a una realidad cam b ia n te es , co mo en épocas p a s a d a s, el an sia de co n sid era r la ec onomía como una ciencia. En el mundo universitario, en el que se enseña economía, la pauta de la precisión intelectual la sientan las llamadas ((ciencias puras». Los economistas y otros estudiosos de las ciencias sociales aspiran, quizá inevitablemente, a la reputación intelectual de los químicos, físicos, biólogos y microbiólogos. Esto exige que la economía presente sus proposiciones definitivamente válidas, como si se tratase de las estructuras de neutrones, protones, átomos y moléculas, que, una vez descubiertas, rigen p a ra sie m pre. T am bié n se o pin a que la m oti vación h u m a n a es in mutable en una economía de mercado competitivo. Estas verdades fijas y permanentes permiten a los economistas concebir su disciplina como una ciencia. La paradoja de la economía es que es precisamente el ansia de definirse en estos términos la que la hace envejecer en un mundo cambiante, lo que a la luz de cualquier pauta científica es deplorable. Otro factor que contribuye a retenerla en el pasado y en el molde clásico es lo que podríamos llamar la fuga técnica de la realidad. El supuesto fundamental de la economía clásica, o sea, la competencia pura en el mercado, que se extiende desde los pre
312
J OHN KKNNI- I II (. Al ll RAl l II
cios de los productos hasta la fijación de los costes de los factores de producción, se presta admirablemente al refinamiento técnico y matemático. Este, a su vez, no es puesto a prueba por su representación del mundo real, sino por su lógica interna y por la com pete ncia te óri ca y m ate m ática uti li zada en el anális is y en la exposición. De este ejercicio intelectual cerrado, que fascina a sus participantes, están excluidos los intrusos y los críticos, a menudo por su propia volu nta d, d ad a su falt a de ca lificac iones té cnic as. Y también, lo cual es aún más importante, queda excluida la realidad de la vida económica, que por desgracia, dado su abigarrado desorden, no se presta a la formalización matemática. Otro factor que am arr a la economía a la ortodoxia clásica, y que continuará ejerciendo ese papel en el futuro, es, como ya dijimos, el gran poder de los intereses económicos. El gran juego dialéctico de nuestros tiempos ya no es, como antaño, y como algunos todavía creen, la pugna entre el capital y el trabajo, sino entre la empresa económica y el Estado. Los trabajadores y sus organizaciones sindicales ya no son los enemigos primordiales de la em presa y de quie nes dirig en sus opera cio nes, sin o que el verdadero enemigo —dejando de lado el papel peligrosamente provechoso de la pro duc ción m ilita r— es el gobierno. En efecto, es este último el que responde a las preocupaciones de un electorado que desborda en gran medida el mundo de los trabajadores, por cuanto agrupa también a ancianos, pobres urbanos y rurales, minorías étnicas, consumidores, agricultores, ecologistas, partidarios de la intervención en esferas en donde se hacen sentir las deficiencias de la iniciativa privada, como la vivienda, el transporte público y la atención de la salud, y simpatizantes del fomento oficial de la enseñanza y de los servicios públicos en general. Algunas de las actividades así preconizadas menoscaban la autoridad o la autonomía de la empresa privada, mientras que otras la sustituyen mediante la acción gubernamental, y todas ellas, en mayor o menor medida, son a costa de la empresa privada o de sus participantes. Así puede definirse el actual conflicto entre la empresa y el Estado. Para la defensa de la empresa privada contra el Estado es de vital importancia la preservación del mercado clásico. Si el mercado, en términos generales, funciona óptimamente, los que tienen que justificar su actitud son quienes reclaman la intervención o la regulación del Estado.
m S KI KI A m
I. A l '( D N O M I A
313
En la fecha de la entrada en prensa de este libro hay en el poder gobie rnos d eclarad am en te co n serv ad o res en v ario s de lo s prin cip ale s países in d ustr ializados, y ha te nid o lu g ar u n a in ten sa revitalización de la retórica del mercado en Estados Unidos, con el presidente Ronald Reagan, y en Gran Bretaña, con la primera ministro Margaret Thatcher. Ello es tan plausible como predeci ble. La retó ric a de m erc ado del conservaduris m o actual está a rra igada de manera firme y efectiva en los intereses económicos; la devoción de estos intereses hacia el mercado clásico, la instrucción que en su nombre se imparte y su papel ampliamente difundido en la opinión pública, sirven perfectamente a dichos intereses y revisten una cualidad teológica que se lleva muy por encima de cualquier necesidad de prueba empírica.^ Finalmente, la economía clásica ha de perdurar porque resuelve el problema del poder en la economía y la política. No puede dudarse de que hoy la gran empresa constituye un instrumento p ara el ejercicio del poder —de sple gado, en m ayor o m enor m edida, sobre sus trabajadores y sus salarios, sobre los precios aplicados a los proveedores y a los consumidores, y por intermedio de la publicidad, sobre la resp ue sta del mercado de con sum o—. Pero mediante la tradición clásica es factible rodear este ejercicio del poder con una luz más matizada. El poder se subordina eficazmente al mercado: según se afirma, es éste el que fija los salarios, los intereses y los precios aplicables a los proveedores y al consumidor soberano. Al poseer el mercado esta autoridad, ni los partic ula re s ni la em pre sa pueden dis poner de ella. Y en esa fo rm a, a las imputaciones de abuso del poder se responde con esta afirmación tan sencilla como de alcance universal: a quien se está acusando es al mercado. De nuevo, la paradoja del poder en la tradición clásica consiste en que, aunque todos están de acuerdo en que de hecho el poder existe, en principio no existe. Al evaluar el futuro de la economía, nadie podría sabiamente negar los servicios y, por tanto, la durabilidad de la tradición clásica y neoclásica. Sin embargo, su influencia no es plenaria ni ha 5. C o m o b i e n h a p o d i d o a p r e c i a rs e , l o s i n t e r e se s e c o n ó m i c o s p r o d u c e n t r a d i c i o n a l m e n te u n a r e a c c i ó n e co n ó m i c a c o n s a g r a to r i a , y a s í h a s u c e d i d o t a m b i é n e n e s t e c a s o . L o q u e se llama economía basada en la oferta surgió en Estados Unidos específicamente para l e g i ti m a r la r e d u c c i ó n d e i m p u e s t o s y la s r e b a j a s e n m a t e r i a d e s e g u r i d a d s o c i a l q u e d e seaba aplicar el gobierno Reagan. Pero es preciso destacar que a pesar de todo no ha c o n s e g u i d o p e n e t r a r s ig n i f i c a ti v a m e n t e en l a e n s e ñ a n z a n i e n el p e n s a m i e n t o e c o n ó m i c o s p r e d o m in a n te s . Su p ro p ó sito r e s u lta b a h a r to e v id e n te : a r b i t r a r u n a a d a p ta c ió n s u p e r f in a mente refinada a los intereses pecuniarios.
314
J OH N K H N N I M I ( . A I H K A I I I I
de serlo en el futuro. La realidad también tiene derecho a ser tomada en cuenta por el pensamiento, y mediante su presencia persistente y molesta se hace notar por su relevancia práctica y, en algunos casos, por su misma inconveniencia. Veamos ahora qué papel desem peña la realid ad al hacer irrupción en el confo rm is m o neoclásico.
Para empezar, una cuestión poco novedosa: el papel dominante y sumamente visible en la economía moderna de la gran empresa se manifiesta por su control, en todos los Estados industriales más avanzados, de una gran parte de toda la producción. Como se ha observado con frecuencia, aproximadamente dos tercios de la producción industrial de Estados Unidos proviene de las mil mayores firmas industriales. La competencia entre esas firmas y sus pares de ultramar es continua. Pero al fijar sus precios ponen sumo cuidado en prever la reacción que pueden provocar en sus rivales. El resultado de esta preocupación, y de modo similar los precios negociados con los proveedores y con las organizaciones sindicales de trabajadores, no guardan ninguna relación teórica con lo que sucede en el mercado competitivo. Esto no lo niega la teoría clásica, sino que lo acepta como rasgo básico característico del oligopolio. Lo que se destaca es que la gran firma dominante y sus satélites —como por ejem plo G enera l M otors , G eneral Electric, General Dynamics, General Mills— rep rese nta n casos especiales, y por tanto q ued an al margen de la corriente principal del debate teórico clásico.^ A medida que la realidad irrumpa en la ortodoxia neoclásica, la economía se ocupará de forma creciente de la dinámica externa y también de la interna de la gran compañía: externamente, en cuanto influencia o regula sus relaciones de precios y de mercados, a la vez que orienta y modela las reacciones de sus consumidores, sin excluir las actitudes y medidas que adopta el Estado; internamente, en cuanto organiza la experiencia y la capacidad intelectual de sus trabajadores. 6. «A p e s a r d e l a s d u d a s q u e t a n t o S c h u m p e t e r c o m o G a l b r a it h h a n t r a t a d o d e i n t r o ducir en las mentes de sus colegas, los economistas, prescindiendo de o tros temas en los cuales puedan diferir entre sí, siguen inclinados a considerar la sociedad anónima gigante (megacorp) y su correspondiente estructura de mercado oligopolista como una desviac ión d e l i d e al d e u n a m u l t it u d d e e m p r e s a s c o m p i ti e n d o e n m e r c a d o s a t o m i z a d o s . » A l f re d S. E i c h n e r , T o w a r d a N e w E c o n o m i c s (Armonk, Nueva York, M. E. Sharpe, 1985), pág. 23.
in si O K IA
DI
I A I (O NO M IA
,)1S
La organización es una de las grandes realidades de la vida contemporánea. De ella provienen las principales proezas de la industria moderna y del Estado, en tareas que superan en mucho las posibilidades tanto físicas como intelectuales del individuo. Lo hace combinando cualificaciones intelectuales diversamente especializadas, para alcanzar resultados superiores a los que de otro modo serían posibles. Y como en cada decisión influyen muchas y muy distintas consideraciones científicas, técnicas y empíricas, la organización concentra en su seno el crucial poder de decisión. La futura teoría de la empresa, para que sea pertinente, deberá constituir ante todo una teoría de la estructura y de la organización burocráticas. La te oría clá sica de la em p resa sólo p o d rá sobreviv ir si guarda relación con el sector menor de la economía, el de la pequeña em pre sa. El em presario a tí tu lo in divid ual, el héroe de los economistas, seguirá siendo celebrado, pero sólo en la medida en que opere en un sector secundario de una economía que está dominada por las grandes sociedades anónimas.
A medida que el papel de la gran organización está siendo progresivamente apreciado en la vida económica, va en camino de entenderse la naturaleza de otro curioso fenómeno moderno de adaptación a la realidad. En las universidades y en los colegios universitarios estadounidenses, y también en los de otros países, la economía en sus diversas especialidades es un tema de estudio que goza de popularidad entre los alumnos. Pero ya no se la considera imprescindible para hacer carrera en la vida económica. Para eso, los estudiantes cursan administración de empresas.^ En las facultades de estudios empresariales, tanto entre los estudiantes como entre los docentes, la empresa se concibe tal como es en la realidad. En ese ámbito, todo se encara bajo el concepto de la organización, es decir, de la burocracia. En efecto, la enseñanza de la administración de empresas tiene por objeto la supervivencia, la pro moción y la solución de los pro blem as. El estu diante ve p la sm ado su futuro dentro de la estructura de la organización.
7. O b i e n , c a d a v e z e n m a y o r n ú m e r o . D e r e c h o , d i s c i p l in a d e l a q u e p r o v i e n e e l c o n o c i m i e n t o n e c e sa r io p a r a e n t e n d e r l a s f u s io n e s , a d q u i s ic i o n e s y a c t i v i d a d e s e n m a t e r i a d e a c c i ó n e m p r e s a r i a l s o b r e e l p a p e l , m e n c i o n a d a s e n el c a p í t u l o X X .
31 6
J O H N k i : n n i ; i II ( í a i . i i k a i n
i
No h a de suponerse que estas cuestiones p asen inadvertid as, pues ha surgido en nuestros días una joven generación de economistas® que están poniendo en tela de juicio los dogmas del sistema neoclásico y que están exhortando a que se introduzcan en el mismo toda una serie de enmiendas y de modificaciones importantes: reforma de la burocracia y animación de los métodos directivos hoy estáticos de las empresas; participación de los trabajadores en la dirección y en la propiedad de las firmas; un papel activo del Estado en materia de inversiones, especialmente en lo que se refiere a la innovación tecnológica; un programa social más concreto; un mayor fomento de la educación y el desarrollo de los recursos humanos, y muchas otras iniciativas. N ada de todo esto h a cristalizado todavía en un sis te m a, pero se trata de una corriente de pensamiento que, como ciertamente uno espera, será parte muy considerable del futuro.
Por su parte, los temas clásicos de los libros de texto sufrirán el impacto de un golpe más banal durante los próximos años, que ya puede pronosticarse, pero que aún no se quiere ver. El golpe estará dirigido contra la preocupación tradicional de la economía por el valo r y la dis tr ibució n, que es como se determ in an los p recios de bienes y servicios, y por la manera en que se distribuyen los beneficios resultantes. Los determinantes de los precios de los distintos productos, a diferencia de los movimientos de precios en general —es decir, de la inflación, o más improbablemente, de la deflación—, ya han disminuido enormemente en interés y en im porta ncia . En el fu tu ro, el econom ista que se ocupe con dem asia da exclusividad de lo que se llamaba antiguamente la teoría de los pre cio s p erd erá prestigio a los ojos del público y no ten d rá un estatuto superior al del dentista de Keynes. El hecho decisivo en este marco de referencia es, simplemente, que en un país rico los precios individuales no revisten gran im porta ncia social. En la socie dad pobre de antaño, el coste alim entario, de indumentaria, de combustible y de la vivienda medía en
8. E n t r e e l lo s , p o r e j e m p l o , S a m u e l B o w l e s y H e r b e r t G i n t is , d e l a U n i v e r s i d a d d e M a s s a c h u s e t t s ; B a r r y B l u e s t o n e y B e n n e t t H a r r i s o n , d e l C o le g io d e B o s t o n y d e l I n s t i t u t o T e c n o ló g i c o d e M a s s a c h u s e t t s ( M I T ) , re s p e c t iv a m e n t e , y S t e p h e n M a r g li n , d e l a U n i v e r s idad de Harvard. También debe mencionarse, junto con muchos otros, a un autor margin a l m e n t e m á s o r t o d o x o , p e r o d il i g e n t e y p r o l íf ic o , c o m o L e s t e r T h u r o w , ta m b i é n d e l M I T.
mSIOKIA
1) 1.
I.A l UON OMI A
317
términos muy elocuentes las penas y los goces de la vida. Un precio alto aplicado a cualquier mercancía necesaria —y había pocas que no lo fu er an — imp onía la privac ión de ese artículo o, si no, de algún otro no menos necesitado. A raíz de ello, la economía otorgaba gran atención a la fijación de los precios; en efecto, se trataba de un tema que revestía gran significación para el individuo y para la sociedad. Por ello, debía dedicarse evidentemente rápida atención a cualquier ineficiencia o incompetencia remedia ble en la producció n de lo s bienes, o a cualquie r influ encia mono pólica en la dete rm in ació n de los pre cio s. Los tiempos han cambiado. El nivel de vida moderno en los países in dustr iale s, con la únic a ex cepción de lo s colectiv os de in gresos más bajos, abarca una vasta gama de productos y servicios, incluidos artículos de considerable y hasta de extrema frivolidad e insignificancia. Sólo el precio de la vivienda continúa siendo motivo de considerable preocupación y angustia para el consumidor, especialmente en Estados Unidos. La oferta insuficiente de viviendas a un coste moderado puede considerarse como el prin cipal fracaso del capitalis m o m odern o. En gran medida, las necesidades son ahora modeladas por la publicid ad que efe ctú an la s firm as producto ras y la s em presas que suministran los bienes y servicios. El mero hecho de que ello resulte posible revela la escasa importancia de cada producto individual. En estas condiciones, cuando el precio de un artículo en particular es evidentemente elevado, pueden presentarse quejas o suscitarse indignación, pero no se corre peligro de padecer penurias o sufrimientos como en el pasado. En consecuencia, mientras que en los libros de texto el proceso de fijación de los precios sigue constituyendo un tema central, ni siquiera el más inteligente defensor futuro de la ortodoxia clásica podría revestirlo de la importancia que en un tiempo tuvo. Otra consecuencia de esta situación es que la cuestión del monopolio en sus diversas formas, y de los métodos destinados a restringirlo, irá perdiendo importancia ante la opinión pública. En Estados Unidos las leyes antitrust terminarán por caer en desuso, como ya está ocurriendo bajo el régimen del señor Reagan.
Suficiente con los precios. En cuanto a la distribución de los beneficios, el tiempo y el creciente bienestar se encargarán de ir di-
31 8
J OHN
K I ' NNi n i l
r . Al . HK AI I M
sipando también toda preocupación al respecto. Es otro fenómeno que puede darse por supuesto porque ya está sucediendo. En los países in dustriales la m ayoría de la gente, mientras tiene empleo, no alienta una preocupación primordial por su nivel de renta. Es cierto que procuran aumentarlo, a menudo con viva diligencia, pero la insuficiencia de su renta no es lo que más importa dentro del vasto panorama de la vida laboral. Su principal preocupación es el peligro de perder sus ingresos, ya sea parcial o totalmente, es decir, de quedarse sin trabajo, con la consiguiente pérdida de la totalidad o poco menos de sus medios de vida. Éste es el temor que aflige a la mayoría de las personas en casi todos los niveles sociales, desde las naves industriales hasta las oficinas administrativas y los despachos de la dirección. Por tanto, los factores que afectan a la seguridad del empleo revisten en la actualidad una importancia mucho mayor que la atribuida a los determinantes de la remuneración. Y así como está ocurriendo en el presente, ocurrirá también en el futuro. Durante la grave recesión de los primeros años del decenio de 1980 en Estados Unidos y en otros países industriales, la producción de bienes y servicios declinó en grandes proporciones. No obstante, no llegó a considerarse que nadie pudiera sufrir a consecuencia de lo que dejaba de producirse, con la posible excepción, una vez más, de la vivienda. Esta clase de privación no fue mencionada en absoluto, sino que todos los padecimientos fueron identificados con la interrupción del flujo de los ingresos, es decir, con el desempleo o con la pérdida del trabajo. Es algo demostrable que esta preocupación, y no los precios ni la distribución desigual de los ingresos, constituye el mayor factor de angustia en la sociedad contemporánea. En la economía industrial moderna la producción es importante, no por los bienes que produce, sino por el em pleo y por los ingresos que proporc iona.
XXII.
EL PRESENTE COMO FUTURO [2]
Es evidente que los países industriales más antiguos enseñaron su propia economía a los nuevos, sin omitir, y eso también queda claro, lo que más podía convenirles en materia de comercio internacional. Esta es la clase de lecciones que a lo largo de los años fue dictando Gran Bretaña a Alemania y a Estados Unidos en favor del mercado clásico y del libre comercio, y posteriormente la instrucción menos específica sobre el método histórico que Alemania impartió luego a toda una generación de estudiosos norteamericanos, a fin de siglo, al igual que la enseñanza económica vastamente generalizada en Estados Unidos en épocas recientes. Pero en la etapa siguiente el Japón, hasta hace poco consumidor de las ideas económicas estadounidenses, se convirtió en una fuente de sabiduría para otros países aún más nuevos en el escenario industrial, y este saber, asimismo, originó pronto un reflujo que se volcó a su vez sobre Estados Unidos y Europa. Y otra vez más el futuro puede ya percibirse en el presente. El mundo industrial —y Estados Unidos en grado no menor que otros p a íse s — tiene u n a cre cie nte pre ocupació n por la s id eas económ icas, y especialmente la forma en que Japón las pone en práctica, haciendo de este país y de su vida económica una importante materia de estudio. Las ideas centrales del pensamiento económico japonés provienen en gran parte de la tradición estadounidense y británica, pero con un componente marxista más considerable de lo que se consideraría decoroso en los países de habla inglesa. Se ha observado a menudo que muchos japoneses, actualmente en posiciones directivas dentro de las empresas y en altos cargos oficiales, fueron marxistas en su juventud. Esto no quiere decir que vaya a resultar probable una revolución, pero indudablemente la influencia del marxismo tiene una consecuencia importante en el sentido de que el pensamiento económico y político japonés se ve aliviado de la
320
l Ol I N Kl NNl
I II ( . Al II KAI I II
noción de dicotomía social, y hasta de conflicto, entre la economía del mercado y el Estado, conflicto teórico que ejerce un peso considerable sobre el pensamiento convencional de los economistas norteamericanos y británicos. En Japón, el Estado es efectivamente, como Marx lo había afirmado en otro contexto, el comité ejecutivo de la clase capitalista. Esto se considera allí normal y natural. Lo cual da lugar a una cooperación plenamente aceptada entre el mundo de los negocios y el gobierno en materia, por ejemplo, de inversiones públicas, planificación y apoyo a las innovaciones técnicas, cosa inconcebible, cuando no llega a considerarse subversiva, en la tradición estadounidense y británica. Se recibirán al respecto otras lecciones más, y ellas seguirán viniendo del Japón. Las actitudes económicas japonesas implican una visión clara de las inversiones en capital humano, es decir, en la educación entendida en sentido amplio. De ahí proviene la elevada competencia de la fuerza de trabajo japonesa, y ello explica sus vastas disponibilidades de talentos para la ingeniería y la administración. También ha contribuido poderosamente al éxito de Japón la abstención de invertir, de manera relativamente estéril e improductiva, en operaciones y en artefactos militares. La utilización de una generosa corriente de ahorros de la población para la constitución dq capitales civiles, a diferencia de usos militares, y la abundancia de talentos en materia de ingeniería, ciencias y administración de empresas para la industria civil, explican en gran medida del éxito industrial del Japón, como también el de Alemania des pués de la segunda guerra m undial. Como ya hem os visto, el pensamiento, la orientación y el desarrollo económico de Estados Unidos recibieron una decisiva influencia de la guerra, y lo mismo le sucedió al Japón. Entre 1941 y 1945 este país descubrió que la agresión militar no es el camino que conduce a la grandeza nacional, y por eso se dedica ahora, en cambio, a realizar proezas en el ámbito industrial. Otra influencia que ha de ejercer Japón consistirá en una mejor comprensión de la dinámica y de las motivaciones de la gran sociedad anónima moderna. Estas organizaciones, como es hoy evidente, funcionan allí con mayor eficacia que en los países industriales del mundo occidental. Entre los elementos de importancia p ara el éxito del modelo japonés se cuentan sin du da la a d a p ta ción, más flexible a las transformaciones, un reconocimiento posi-
I I I S ' I ( ) 1< I A 1)1
I A l <( I N O M I A
321
ble m ente m ás pers pic az de los ta le nto s, y desde lueg o u n senti do de pertenencia a la empresa que comparten hasta los trabajadores de los talleres: y, sin duda, esta última cualidad es la más importante de todas. Hemos visto que, según la concepción clásica, se pro cedía a in corporar en la em presa a un trab a ja d o r cu an do su contribución marginal era superior a su costo. En cambio, el tra b ajad o r japonés es in corp ora do como p arte in teg ran te con cará cter vitalicio. No es sorprendente que este método induzca a una lealtad que en la tradición occidental sería poco probable y hasta po co posible. Los economistas japoneses de la presente generación, Hirofu mi Uzawa, de la Universidad de Tokio, considerado como el principal economista japonés; Shigeto Tsuru, formado en Harvard, am pliam ente cono cido y adm ir ado en E sta do s Unido s (y que en su juven tu d fu e uno de los prin cip ale s estu diosos m a rx ista s); Ryuta ro Komiya, también formado en Estados Unidos, e igualmente profesor de la Universidad de Tokio, y Kazushi Ohkawa, diseñador de la contabilidad de la renta y del producto nacional de Japón, conjuntamente con otros colegas y sucesores en los años venideros, irán ganándose un reconocimiento cada día mayor en todo el mundo. Y a diferencia de sus homólogos norteamericanos o británicos, podrán contar con el apoyo de una economía que funciona satisfactoriamente. Como lo reveló la experiencia de Estados Unidos durante los decenios de prosperidad que siguieron a la segunda guerra mundial, nada hay que más pueda contribuir a realzar la reputación y la propia estimación de los economistas.
El surgimiento y el éxito del capitalismo japonés, lo mismo que el de las demás naciones conocidas bajo el nombre de «nuevos países industrializados», habrán de suscitar una mayor atención res pec to de la s circ unsta ncia s de la com pete ncia in ternacio nal. Las organizaciones comerciales más antiguas, más rígidas y más cómodamente instaladas, como las de Estados Unidos y de Gran Bretaña, están amenazadas, y seguirán estándolo en lo sucesivo, por las empresas más jóvenes, más adaptables y menos escleróticas del Japón, como así también de Corea, Singapur, Brasil y, potencialmente, de la India. Hay diversos recursos para sustraerse a la disciplina del mercado, incluida la que imponen los competidores más jóvenes, más
322
JOH N
KI .NNI
ril
C A I H UA I I II
flexibles y más agresivos. En primer lugar, el retorno al proteccionismo arancelario. Enfrentadas con la competencia extranjera, las grandes sociedades anónimas industriales reclaman la implantación de aranceles y de cuotas de importación que las preserven de la influencia ejercida por la presión del mercado. Después de haber rendido un homenaje ritual al mercado libre, exhortan a introducir una fundada excepción. Habiendo ya tenido lugar durante estos años una reanimación de las tendencias y de la legislación proteccionista, sólo puede preverse en el futuro una intensificación de esta corriente. Antaño, las barreras aduaneras protegían a las industrias incipientes; ahora, en cambio, se levantan para amparar a las viejas y presuntamente seniles. Un segundo recurso probado para afrontar la competencia es sencillamente su adquisición. Éste es el propósito de las multinacionales. Durante mucho tiempo se ha creído que estas empresas eran un instrumento de agresión, y aun de imperialismos, en el escenario mundial. En realidad, mucho más importante es su misión protectora, su profundamente importante servicio como vía de escape de las restricciones del mercado. La evasión de la disciplina del mercado se pone gradualmente más de relieve en la tercera categoría de recursos aludidos, a saber, la que consiste, por parte de las empresas más antiguas, burocráticas e intelectualmente más rígidas, en adjudicar a firmas de los nuevos países industriales las actividades que ya no pueden desarrollarse competitivamente en los países de añeja industrialización. Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los numerosos convenios concertados en nuestros días entre las compañías norteamericanas de automóviles, de ordenadores y otros productos electrónicos, y sus homólogas japonesas, mediante los cuales estas últimas se encargan de efectuar en Japón procesos industriales costosos y com plicados, cu ya producció n se im porta a Esta dos Unidos a un coste menor que el aplicable si la fabricación se realizara en este país. Por último, otro recurso del cual pueden valerse las empresas priv adas envejecid as e ineficaces es reclam ar la in tervenció n directa del Estado. Esto, en la práctica, significa mucho más que buscar prote cció n co ntra la com pete ncia extranje ra. En Estados Unidos, mientras se redactan estas líneas, el gobierno Reagan viene deponiendo una y otra vez su retórica de mercado libre para acudir en auxilio de bancos en quiebra y de los exportadores necesitados, y sobre todo, a un coste sin precedentes, para proteger a
H IS IO KI A
1)1
I .A I I O N O M I A
323
los agricultores contra el mercado libre. Una vez más, luego de haber pronunciado el discurso de práctica en homenaje a las eternas verdades de la libre empresa, se esgrimen las razones para pro ceder a una excepción particula r. El socialism o en nuestr os día s no es un producto de la acción de los socialistas; en realidad, el socialismo moderno es el hijo fracasado del capitalismo. Y seguirá siéndolo en los años venideros.
Hay otros tres elementos que en la economía ejercen su influencia en el presente y que en el futuro se batirán contra la tradición neoclásica para lograr su pleno reconocimiento. La primera de esas novedades es la gradual inoperancia y futura desaparición de la distinción entre microeconomía y macroeconomía. Esta distinción, que, como se recordará, fue legado de Keynes, depositaba en el Estado y en el banco central la responsabilidad del funcionamiento general de la economía, a la vez que dejaba librado el papel tradicional del mercado clásico a los distintos sectores de la actividad económica. La inflación y el paro debían ser objeto de la atención de la macroeconomía; una vez que ésta los tuviera regulados, en caso de ser ello posible, el comportamiento microeconó mico del mercado podía confiarse por entero a los epígonos de la ortodoxia clásica. En épocas recientes, la distinción entre microeconomía y macroeconomía ha sido objeto de críticas por miembros de un con jun to de econom is ta s im pecablem ente situa do s dentro de la tra d ición clásica, quienes han sostenido que cuando se tiene conocimiento de las medidas macroeconómicas que pueden adoptarse —a saber, modificaciones de los tipos impositivos del gasto público, de la política del banco c en tral— su a plicación será pre vista, y en consecuencia sus efectos serán nulos. En esta forma, las expectativas racionales microeconómicas de los cambios macroeconómi cos frustran totalmente la política macroeconómica. Esta posición —de sig nada con el nom bre de escuela de las expectativas racion ales — tiene ciertos ribetes de m isticismo, lo cual lim ita su ace pta ción inclusive entre quienes mantienen, por otros conceptos, su adhesión a la ortodoxia clásica. No por ello deja de representar un interesante deterioro de la dicotomía micromacroeconómica. La dinámica de precios y salarios como factor determinante tanto de la inflación como del paro contribuirá a ir disipando to-
324
JOHN k i : n n i ; i i i <;a i u i M m i
davía más la distinción entre micro y macroeconomía. Los precios y salarios, al ser establecidos por la interacción entre los poderes de los sindicatos de trabajadores y de las sociedades anónimas, han sido en el pasado una fuente de inflación. Pero esto nunca ha sido aceptado por la teoría clásica microeconómica del mercado, en virtud de la cual los precios y los salarios se determinan inde pendie nte m ente del poder de los com pra dores y vendedore s de tr a bajo. Lo que es evid ente en la práctic a es un a vez m ás negado por lo menos parcialmente en principio. En épocas recientes, como ya se ha dicho, los países de habla inglesa, mucho más devotos de la microeconomía clásica que Austria, Suiza, Alemania y Japón, han hecho frente con mucho menor eficacia a la inflación de precios y salarios. Ello se debe a que su persuasión teórica les ha impedido intervenir mediante una regulación de precios y salarios —en otros términos, u na política de renta s y de precios — con tra una fuente de inflación que en la teoría microeconómica aceptada sencillamente no existe. En cambio, los países europeos continentales y Japón han aceptado que las negociaciones salariales deben efectuarse dentro del marco de referencia de los precios existentes. En vez del paro, el exceso de capacidad productiva; esta lim itació n directamente asociada ha representado, desde el punto de vista social, su mejor respuesta a la dinámica de precios y salarios y a la inflación consiguiente. Tarde o temprano los países de habla inglesa se verán en la necesidad de reconocer esta situación, y con tal reconocimiento desaparecerá la distinción entre micro y macroeconomía, que es uno de los errores intelectualmente sofocantes de la economía moderna. El paro ha sido casi universalmente considerado hasta nuestros días como un problema macroeconómico, que podía ocasionarse o remediarse mediante el diseño general y la gestión de la po lítica fiscal y m oneta ria . E sto ta m bién p asará a la his to ria ; cada vez más, se advertirá que el paro proviene de la gestión no óptima y de los cambios de competitividad de determinadas industrias. En Estados Unidos, por ejemplo, es el caso de las empresas industriales más antiguas, como las de la minería del carbón, siderurgia, metalurgia, automovilística y producción de textiles e indumentaria. Si bien las políticas macroeconómicas pueden aliviar o empeorar el paro, no pueden remediarlo dadas las características propias de estas industrias. Así como la inflación requiere un estudio detallado de sus fuen-
HISTORIA DE LA ECONOMIA
325
tes, lo mismo sucede con el paro. La compartimentalización de la economía en micro y macroeconomía esconde la causa más persistente del desempleo en las naciones industriales maduras, a saber, la decadencia de las industrias más antiguas. Y también oculta las soluciones pertinentes. El desempleo, tal como existe en términos microeconómicos, puede ser corregido hasta cierto punto mediante el readiestramiento para nuevos empleos, la creación de em ple os de se rv icio público, la im pla ntación de aran c ele s prote ccio nistas, y medidas destinadas a mejorar las relaciones laborales subóptimas y la mejor capacitación del personal directivo de las empresas. En cambio, no puede remediarse recurriendo a un im p u esto genera l, a g asto s públi cos ni a p olí ticas m o n e tarista s.
Otra de las principales preocupaciones del futuro será la relación entre la política monetaria y fiscal nacional y la posición internacional del país. Esto tam bién resu lta ya evidente en E stad os Unidos. El gobierno Reagan, reflejando las actitudes liberales de la Revolución keynesiana en asuntos presupuestarios, y el recurso nada sorprendente de beneficiar a su propio electorado, notoriamente opulento, con reducciones de impuestos, ha contraído y prolongado una serie de déficits sin precedentes en las finanzas públicas. En principio, éstos deberían haber ejercido un importante efecto expansivo y estimulante. Pero los tipos de interés relativamente altos, residuo del experimento monetarista, conjuntamente con la reputación de Estados Unidos como lugar de seguridad financiera, atrajeron un gran flujo de fondos extranjeros. Durante un tiempo, éstos sostuvieron un elevado valor del dólar en los mercados de cambio. Sumado esto al envejecimiento industrial ya mencionado, Estados Unidos se convirtió en un país en donde resultaba fácil vender bienes, y a la inversa, difícil comprarlos. El resultado fue un gran déficit en la balanza comercial del mismo orden de magnitud que el déficit presupuestario.^ El dinero gastado en el extranjero en bienes y servicios y los viajes de los residentes estadounidenses, al superar en mucho lo que los extranjeros gastaban en Estados Unidos, tuvo un efecto económico precisamente opuesto al de un déficit público expan 1. D u r a n t e e l e j e r c ic i o d e 1 9 86 , e l d é f i c i t p r e s u p u e s t a r i o f u e d e 2 05 m i l e s d e m i l l o n e s de dólares. El correspondiente déficit de la balanza comercial fue d e 140 mil millones de dólares.
326
JOHN KENNETH GALBRAITH
sionista. El efecto keynesiano del déficit presupuestario fue anulado a mediados de los años ochenta por el efecto negativo del déficit comercial. Desde luego, es un efecto que volverá a cambiar en función de los cambios que experimenten en el futuro las mutuas relaciones entre esas diversas magnitudes. Esta circunstancia, conjuntamente con las transferencias de ingresos a otros países, necesarias para satisfacer la deuda pública (y también privada), notablemente aumentada, ha de representar en lo venidero un tema constante de estudio y comentario para la disciplina económica.
Como estas páginas han dejado lo bastante claro, la economía no existe aparte de la política, y es de esperar que lo mismo siga sucediendo en el futuro. La asimetría política de la Revolución key nesiana —es decir, la asimetría de las medidas políticas necesarias para remediar el paro general, en comparación con las destinad as a c on trarres tar un exceso general de la de m and a— ha sido objeto de adecuada observación. La falta de reconocimiento de las consecuencias prácticas de este fenómeno ha constituido, y sigue constituyendo, uno de los mayores errores de la doctrina económica. Otro gran error ha sido la creencia de que la política monetaria es política y socialmente neutral —o sea, que los ingresos re porta dos por los altos tipos de in terés a quie nes p re sta n din ero representan otra cosa que una manifestación racional de los intereses creados de quienes disponen de dinero para prestar—. Tam bién ha sido err óneo no haber re conocido el papel po lítico de la propia dis ciplina económica en la dia lé ctica entre la em presa comercial y el Estado. La persistente supervivencia de la teoría clásica sólo puede entenderse al comprobar que las creencias clásicas protegen la autonomía y los ingresos del sector empresarial, a la vez que sirven para ocultar el poder económico que ejerce como algo natural la empresa moderna al declarar que todo poder pertenece de hecho al mercado. La separación entre la econopiía y la política y las motivaciones políticas es algo estéril. Es Una pantalla que oculta la realidad del poder y de las motivaciones económicas. Y es, por otra parte, una fuente principal de errores y confusiones en la orientación de la economía. Ningún libro sobre historia de la economía puede concluir sin expresar la esperanza de que la disciplina vuelva a unir-
HI S TOR I A 1)1- l,A l ' CONOMI A
327
se con la política para volver a constituir la disciplina más amplia de la economía política.
Así llegamos al final del recorrido. Es de esperar que algunas cosas hayan quedado claras. Hemos visto que el pasado no es un asunto de interés pasivo. No sólo forma activa y poderosamente el presente, sino también el futuro. En lo que se refiere a la economía, la historia es sumamente funcional. No se debe comprender el presente ignorando el pasado. También es de esperar que sea muy claro el que la economía no existe fuera de contexto, aparte de la vida contemporánea económica y política que le da forma ni de los intereses implícitos o explícitos que la conforman según sus necesidades. Tal como afirmaba Keynes, las ideas económicas guían la política. Pero las ideas también son hijas de la política y de los intereses a que sirven. El largo alcance de la historia establece otra verdad. Se trata del modo en que los cambios de la vida económica y de las instituciones se reflejan en el pensamiento económico. La economía no trata, como a menudo se cree, de lograr un sistema definitivo e inmutable. Es una acomodación constante y a menudo renuente al cambio. No verla así es una fórmula segura para la obsolescencia y el error acumulativo. De esto también nos ha contado bastante la historia. Por último, uno desea creer que la economía y su historia no necesitan ser un asunto antipático ni abrumadoramente solemne. Aquí hemos observado una procesión nada aburrida de acontecimientos y un desfile nada pedestre de personalidades y talentos. Escribir esto ha tenido unos momentos muy agradables. Uno es pera que el pla cer hay a sid o com partido en alguna m edida p or el lector.
330
JOHN KENNETH GAEBRAITH
Jevons, W. S., Teoría de la Economía política, Fondo de Cultura Económica, México. Kalecki, M., Teoría de la dinámica económica, traducción de F. Pazos y V. L. Urquidi, Fondo de Cultura Económica, México, 1973. Keynes, J. M., Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, traducción de E. Hornedo, Fondo de Cultura Económica, México, 1977. — Las consecuencias económicas de la paz, Calpe, Madrid, 1920. (Existe edi ción posterior, Crítica, Barcelona, 1987.) Knight, F. FI., Riesgo, incertidumbre y beneficio, traducción de R. Verea, Aguilar, Madrid, 1947. Lekachman, R., La Era de Keynes, traducción de R. Ortega, Alianza, Madrid, 1970. Leontief, W. W., Análisis Económico input-output, Gustavo Gili, Barcelona, 1970. List, F., Sistema nacional de Economía política, Aguilar, Madrid, 1955. (Existe edición anterior con traducción de M. Sánchez Sarto, Fondo de Cultura Eco nómica, México, 1942.) Malthus, T. R., Principios de Economía política, con traducción de J. Márquez, Fondo de Cultura Económica, México, 1946. — Ensayo sobre el Principio de la población. Fondo de Cultura Económica, Mé xico, 1951. Mantoux, P., La Revolución Industria l en el s. XV III, Aguilar, Madrid, 1962. Marshall, A., Principios de Economía, traducción de E. Figueroa, Aguilar, Ma drid, 1954. Marx, K., Miseria de la Filosofía, traducción de D. Negro Pavón, Aguilar, Ma drid, 1971. (Existe edición anterior, Ciencia Nueva, Madrid, 1970.) — El Capital, traducción de P. Scaron, Siglo XXI, Madrid, 1983. (Existen edi ciones anteriores con traducción de M. Sacristán, Grijalbo, Barcelona, 1976, y con traducción de W. Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1968.) Marx, K.; Engels, F., Manifiesto Comunista, en Biografía del Manifiesto Comu nista, Compañía General de Ediciones, México, 1970. (Existe edición ante rior, Manifiesto del Partido Comunista, con traducción de L. Mames, Crítica, Barcelona, 1878.) Mili, J. S., Principios de Economía Política con algunas de sus aplicaciones a la Filosofía social. Fondo de Cultura Económica, México, 1951. Mises, L. von. La acción humana. Tratado de Economía, traducción de J. Reig Albiol, Unión Editorial, Madrid, 1980. Pigou, A. C., La Economía del bienestar, traducción de F. Sánchez Ramos, Agui lar, Madrid, 1946. Platón, La República, traducción de J. Tomás, Luis Navarro, Madrid, 1886. Proudhon, P. J., Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la mi seria, Alfonso Durán, Madrid, 1970. (Existe edición anterior, Americalee, Bue nos Aires, 1945.) Quesnay, F., Máximas Generales del gobierno económico de un reino agricultor, traducción de M. Belgrano, Ramón Ruiz, Madrid, 1794. Robinson, J., La Economía de la competencia imperfecta, Aguilar, Madrid, 1946. (Existe edición posterior, Martínez Roca, Barcelona, 1973.) Roll, E., Historia de las doctrinas Económicas, traducción de F. M. Torner. Schlesinger, A., La Era de Roosevelt, Uteha, México, 1968.
HISTORIA
m-
I.A l i C O N O M I A
3.31
Schumpeter, J. A., Capitalismo, Socialismo y Democracia, Aguilar, Madrid, 1968. — Teoría del desenvolvimiento económico. Fondo de Cultura Económica, Méxi co, 1967. — Historia del Análisis económico, traducción de M. Sacristán, Ariel, Barcelo na, 1971. Seligman, B. B., Principales corrientes de la ciencia económica moderna, OikosTau, Barcelona, 1967. Smith, A., Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las nacio nes, Fondo de Cultura Económica, México, 1958. Spencer, H., El hombre contra el Estado, Aguilar, Buenos Aires. Stockman, D., El triunfo de la política, traducción de J. A. Bravo, Grijalbo, Bar celona, 1986. Taussig, F. W., Principios de Economía, Espasa Calpe, Madrid, 1945. Tawney, R. H., La Religión en el origen del capitalismo. Dédalo, Buenos Aires, 1959. Veblen, T., Teoría de la clase ociosa. Fondo de Cultura Económica, México, 1966.
BIBLIOGRAFIA*
Aristóteles, Política, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1951. Braudel, F., Civilización material y capitalismo, traducción de J. Gómez Mendo za, Labor, Barcelona, 1974. Carlyle, T., Folletos de última hora, Daniel Jorro, Madrid, 1909. Chamberlin, E. H., Teoría de la competencia monopólica, traducción de C. Lara Beautell y V. L. Urquidi, Fondo de Cultura Económica, México, 1956. Finley, M. I., La Economía de la Antigüedad, Fondo de Cultura Económica, Mé xico, 1974. Friedman, M.; Friedman, R., Libertad de elegir, traducción de C. Rocha Pujol, Grijalbo, Barcelona, 1980. Galbraith, J. K., La Era de la incertidumbre. Plaza & Janés, Barcelona, 1981. — La hora liberal, traducción de C. Grau Petit, Ariel, 1961. — Memorias.' una vida de nuestro tiempo, traducción de J. A. Bravo, Grijalbo, Barcelona, 1982. — El Dinero.' de dónde vino, adónde fue. Plaza & Janés, Barcelona, 1977. (Exis te edición posterior con traducción de J. Ferrer Aleu, Orbis, Barcelona, 1983.) — La Economía y el objetivo público. Plaza & Janés, Barcelona, 1975. — Anales de un liberal impenitente, Gedisa, Barcelona, 1982. George, H., Progreso y pobreza, Cedel, Viladrau, 1978. (Existe edición anterior. Progreso y miseria. Fomento de Cultura, Valencia, 1963.) Gilder, G., Riqueza y pobreza, traducción de R. Urbino, Sudamericana, Buenos Aires, 1982. Hamilton, E. J., El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650, traducción de A. Abad, Ariel, Barcelona, 1975. Hansen, A., Política fiscal y ciclo económico. Fondo de Cultural Económica, Mé xico, 1963. Harrod, R. F., La vida de John Maynard Keynes, Fondo de Cultura Económica, México, 1958, Hayek, F. von. Camino de Servidumbre, traducción de J. Vergara Doncel, Revis ta de Derecho Privado, Madrid, 1950. Heckscher, E. F., La época mercantilista, traducción de M. San Miguel, Fondo de Cultura Económica, México, 1943. Herodoto, Los nueve libros de la Historia, traducción de B. Pou, Perlado, Ma drid, 1905. *
R e l a ci ó n p r e p a r a d a p o r R o s a r io G ó m e z ( I n s t i t u t o d e A n á l is i s E c o n ó m i c o , C S I C ).