I.
UNA V I S I Ó N P A N O R Á M I C A
Es cosa admitida en el m u n d o académico que no se puede entender la economía sin conocimiento de su historia. Y sin embargo, por razones nada difíciles de averiguar, la historia de las ideas económicas nunca ha sido un campo popular de estudio ni en todo caso ventajoso. Existen al respecto muchos libros de no poco mérito académico y todos los economistas tienen contraída una considerable deuda con sus autores. Pero hasta los mejores, en su esfuerzo por alcanzar la excelencia académica o a fin de protegerse de la critica profesional, han prodigado su atención no sólo a los temas importantes, sino también a los secundarios. No han querido correr el riesgo de que se les imputara haber pasado por alto tal o cual observación formulada por Adam Smith, David Ricardo o Karl Marx, y a raíz de ello, las ideas realmente decisivas, acertadas o erróneas, con frecuencia se han perdido en el montón; de ese modo, ha llegado a quedar oscurecido lo que hoy continúa siendo de interés o de importancia. Y hay todavía otro problema aún más serio: gran parte de estas obras, quizá la mayoría, han supuesto que las ideas económicas están d o t a d a s de una vida y de un desarrollo propios. Los progresos en la disciplina se dan en un ámbito abstracto: mientras un estudioso revela un talento indiscutible para la innovación, otros se dedican a corregir y prolongar sus trabajos, sin que ninguno haga referencia directa al marco general y concreto de la ecoinomía. ' De hecho, las ideas económicas siempre son producto de su época y lugar; no se las puede ver al margen del mundo que interpretan. Y ese mundo evoluciona, hallándose por cierto en continuo proceso de transformación, lo cual exige que dichas ideas, para conservar su pertinencia, se modifiquen consiguientemente. En los últimos cien años, la vida económica se ha visto radicalmente alterada, y hasta revolucionada, por todo un gran conjunto de facto-
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res, a saber, el surgimiento de las g r a n d e s sociedades a n ó n i m a s , el sindicalismo, la depresión y la guerra, el incremento y difusión de la p r o s p e r i d a d , la naturaleza c a m b i a n t e del dinero, el papel nuevo y poderoso del banco central, la pérdida de protagonismo de la agricultura paralela a la urbanización y el incremento de la pobreza en las ciudades, la aparición del estado de bienestar, las nuevas responsabilidades de los gobiernos en lo referente al funcionamiento general de la economía, y finalmente, la implantación de los e s t a d o s socialistas. Así como ha ido t r a n s f o r m á n d o s e el m u n d o económico, debe también ir c a m b i a n d o necesariamente la economía en tanto que materia de estudio. Pero en el mejor de los casos las transformaciones de la economía han sido de difícil gestación y sólo se han aceptado con renuencia. Quienes se benefician del status quo se oponen al cambio, y también aquellos economistas que tienen intereses creados en algo que siempre han enseñado y creído. A e s t a s cuestiones me referiré luego nuevamente. Debe reconocerse a d e m á s que mucho de c u a n t o se ha escrito sobre historia de las ideas económicas es s o b e r a n a m e n t e aburrido. Un número considerable de estudiosos, sin distinción de sexos, opinan que cualquier esfuerzo a f o r t u n a d o por hacer las ideas animadas, inteligibles e interesantes es síntoma de deficiente preparación. Y éste es un baluarte en el que normalmente se refugian quienes sólo mantienen un mínimo de coherencia.
De los p á r r a f o s precedentes se d e s p r e n d e mi propósito al emprender esta historia. Procuro concebir la economía como un reflejo del m u n d o en el que se han desarrollado ideas económicas específicas: las de Adam Smith en el contexto del primer t r a u m a de la Revolución industrial, las de David Ricardo en las e t a p a s posteriores y m á s m a d u r a s de la misma, las de Karl Marx en la era del poderío capitalista d e s e n f r e n a d o , las de J o h n M a y n a r d Keynes como respuesta al implacable d e s a s t r e de la Gran Depresión. Con respecto a aquellas épocas o sectores en los cuales hay poco de interés a la vista y m e n o s aún susceptible de ser descubierto en la vida económica, como en los tiempos anteriores al surgimiento del capitalismo o en las economías de subsistencia actuales, me he resignado a esa circunstancia. En efecto, las ideas económicas no son muy i m p o r t a n t e s allí donde no hay economía.
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No soy contrario, ocasionalmente, a a b o r d a r detalles periféricos en el desarrollo del pensamiento económico si éstos a ñ a d e n algo de interés a la historia. Pero mi principal preocupación es aislar y destacar la idea o ideas centrales de cada autor, escuela o época, y fijar la atención, sobre todo, en aquellas que tienen consecuencias d u r a d e r a s y vigencia actual. En cambio, trato escrupulosamente de ignorar todo lo transitorio, al igual que cualquier cuerpo de conocimientos integrante de la corriente principal que no altere ni desvíe significativamente el curso de la m i s m a . ' Dado que ésta es una historia de la economía, y no m e r a m e n t e de los economistas y de su pensamiento, voy m á s allá de los eruditos y de su erudición para referirme a los acontecimientos que conformaron la materia. Y en caso necesario, aludo a sucesos que p l a s m a r o n la historia de la economía cuando no había economistas. El siglo pasado, como veremos, fue en E s t a d o s Unidos una época de ¡menso debate económico sobre la banca, la política bancaria, el dinero y la política monetaria, el comercio internacional y la política arancelaria. Pero sólo de m a n e r a muy tardía, en las últimas décadas, apareció un niimero apreciable de economistas capaces de dirigir el d e b a t e o por lo menos de participar en él. Si en esta historia me limitara a la expresión formal del p e n s a m i e n t o económico, ignoraría con ello u n a corriente r a u d a y caudalosa en el flujo de las ideas económicas. Ya he dicho que las obras, o m u c h a s de ellas, han sido aburrid a s y a veces ostensiblemente oscuras. No creo que esto sea necesario. T a n t o las ideas c e n t r a l e s c o m o su m a r c o de referencia rebosan de interés; han retenido el mío d u r a n t e m á s de medio siglo, desde mi primer contacto en la Universidad de California en Berkeley, allá en 1931, bajo la orientación de dos persuasivos profesores, Leo Rogin y el imponente Cari C. Plenh.^ Me inclino a pensar que pueden resultar del mismo grado de interés para otras I Por e j e m p l o , no m e o c u p o con detalle de J o h n S t u a r t Mill, figura d e i n d i s c u t i b l e import.incia. pero c o m p l e t a m e n t e d e n t r o de la c o r r i e n t e principal Y p a s o p o r alto, sin m á s , a los g r a n d e s a u t o r e s a l e m a n e s q u e se o c u p a r o n de la historia e c o n ó m i c a d u r a n t e el siglo p a s a d o sin llegar a influir g r a n cosa en su d e s a r r o l l o , si bien d e b o c o n f e s a r mi falta de interés en su o b r a . 2. Mi e n t u s i a s m o se vio luego i n c r e m e n t a d o por las e n s e ñ a n z a s r e c i b i d a s de c u a t r o viejos c a t e d r á t i c o s de H a r v a r d , a s a b e r , C. J Dullock, h o m b r e de p o d e r o s a s c o n v i c c i o n e s p r e c á m b r i c a s . A E. Monroe, Overton Taylor y, sin lugar a d u d a s , J o s e p h A. S c h u m p e t e r . Tal vez sc me p e r m i t a a ñ a d i r algo m á s . La vida s i s t e m á t i c a d e la ciencia e c o n ó m i c a tiene, a p a r t i r de A d a m S m i t h , no m á s d e d o s c i e n t o s a ñ o s . Con cierta s o r p r e s a c o n s t a t o q u e he t e n i d o u n a p r e s e n c i a p r o f e s i o n a l y he c o n o c i d o a la m a y o r í a de los a u t o r e s d u r a n t e la c u a r t a p a r t e d e t o d o e s e período.
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personas. Y no se trata de a s u n t o s que pongan a prueba la comprensión del lector. Como ya he sostenido en ocasiones anteriores, no hay en materia de economía proposiciones útiles que no puedan formularse con exactitud en el lenguaje corriente, sin fiorituras y sin necesidad de artificios.
Debo ahora referirme brevemente a la utihdad práctica de la historia, y concretamente, de una historia como ésta. Mi tesis al respecto debe formularse con cuidado. Todos e s t a r á n de a c u e r d o en que la economía, tal como hoy se la teoriza, alienta u n a obsesiva preocupación por el futuro. En Estados Unidos, cada mes, s u p u e s t a s a u t o r i d a d e s en teoría económica se desplazan por la nación para exponer s u s opiniones acerca de la perspectiva económica, y también sobre las previsiones sociales y políticas. Miles de personas los escuchan. Los ejecutivos o s u s e m p r e s a s pagan elevadas s u m a s por el placer de oírlos, lo cual no impide que, si la prudencia los asiste, interpreten los conocimientos así adquiridos con un inteligente escepticismo. En efecto, la característica m á s c o m ú n del futurólogo económico no es la de saber, sino la de no saber q u e no sabe. Su máxima ventaja es que todas las predicciones, acertadas o inexactas, se olvidan con rapidez. Hay d e m a s i a d a s , y si pasa un lapso de tiempo razonable no sólo se habrá perdido la memoria de lo dicho, sino que h a b r á desaparecido también un apreciable n ú m e r o de quienes las formularon o escucharon. Como dijo Keynes, «a largo plazo todos estaremos muertos». Si el conocimiento económico fuera impecable, el sistema económico vigente en el m u n d o no socialista no podría sobrevivir. Si alguien pudiera saber con precisión y certeza q u é había de suceder con los salarios, los tipos de interés, los precios de los bienes, el d e s e m p e ñ o de diferentes e m p r e s a s e i n d u s t r i a s y los precios de valores y títulos, se trataría de una persona privilegiada que no tendría ningún interés en transmitir o vender su información al prójimo, sino que la utilizaría en su propio beneficio. En un mundo de incertidumbre, su monopolio de la certeza sería s u p r e m a m e n t e rentable. Pronto estaría en posesión de todos los bienes intercambiables, mientras que c u a n t o s se vieran e n f r e n t a d o s a semejante conocimiento tendrían que sucumbir. Dios nos aguarde que alguien tan bien dotado fuera socialista. En realidad, el sistema económi-
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CO moderno sobrevive, no a causa de la excelencia de la labor de quienes pronostican su futuro, sino gracias a su i n q u e b r a n t a b l e tendencia al error. Sin embargo, hay una posibilidad de redención: vale la pena tratar de entender el presente, pues el f u t u r o inevitablemente conservará elementos i m p o r t a n t e s de lo que hoy existe. Y el presente, a su vez. es un producto directo del p a s a d o . Como se verá en las páginas siguientes, lo q u e actualmente creemos en materia económica tiene raíces p r o f u n d a s en la historia. Sólo en la medida en que dichas raíces son objeto de la comprensión, sólo si se dirige la vista al p a s a d o en materia de precios y producción, empleo y desempleo, distribución de la renta y de la riqueza, ahorro, banca e inversión, y la naturaleza y p r o m e s a s del capitalismo y el socialismo. sólo entonces podrá entenderse el presente, y por tanto, con m u c h a s limitaciones, se atisbará con algún tino el futuro. Tal es la comprensión a la q u e se dedican e s t a s páginas. Pero no de f o r m a exclusiva. No todo ha de medirse con una vara rígida y utilitarista. Hay en estas cuestiones, o por lo menos debería haber, margen para un deleite p u r a m e n t e desinteresado. La historia a la cual me refiero aquí es, según quisiera creer, interesante por sí m i s m a . Ofrece múltiples aspectos, tanto en los hechos intrínsecos como en el carácter a b s u r d o q u e éstos a veces presentan, aptos para incitar y deleitar a una mente curiosa. Mucho sentiría, por cierto, que estas páginas no llegaran a provocar reacciones de esa índole. Ahora, ha llegado el m o m e n t o de a b o r d a r brevemente la naturaleza y el contenido de la economía p r o p i a m e n t e dicha.
«La economía política —dijo Alfred Marshall, el gran maestro de la Universidad de Cambridge cuyo libro de texto fue el faro orientador y a veces la desesperación de m u c h a s generaciones de estudiantes universitarios a principipios de este siglo— estudia la humanidad en las actividades ordinarias de la vida.»^ Éste es un ámbito de estudio s u m a m e n t e amplio, pues no hay m u c h o en el comportamiento h u m a n o que pueda excluirse como irrelevante. Pero a los fines prácticos, la investigación y el interés debe limitarse sólo 3. Alfred Marshiill. Principies 1920). vol. 1. pág. 1.
of Economics,
octav.n cdición ( L o n d r e s ,
Macmillnn.
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a aquellos Interrogantes m á s comunes. Y d e b e m o s tener en cuenta que estos interrogantes adquieren mayor o menor urgencia según varían las circunstancias p r e d o m i n a n t e s y a medida que van pas a n d o los años. En todo análisis económico y en toda enseñanza de la disciplina es crucial p r e g u n t a r s e qué es lo que determina los precios de los bienes y servicios. Y cómo se distribuyen los beneficios de esta actividad económica. Y qué es lo que determina la participación de los salarios, los intereses, los beneficios, y asimismo, aunque de m a n e r a m e n o s precisa, la renta de la tierra y de otros medios fijos e inmutables utilizados en la producción. A lo largo de la vida moderna de la economía, estos dos temas, la teoría del valor y la teoría de la distribución, h a n polarizado el máximo interés. Todavía hoy se considera que la economía llegó a su madurez c u a n d o e s t a s dos cuestiones fueron t r a t a d a s sistemáticamente a fines del siglo XVIII, principalmente por Adam Smith. Pero aquí, en el meollo mismo del asunto, se h a n producido cambios formidables en un contexto también c a m b i a n t e . En tiempos remotos, como veremos después, ni los factores d e t e r m i n a n t e s de los precios ni los que f i j a b a n los niveles salariales, los tipos de interés u otros factores distributivos tenían m a y o r importancia. Dado que la producción y el c o n s u m o tenían por centro la unidad familiar, no había necesidad de una teoría de los precios, y con esclavos, no era indispensable u n a teoría de los salarios. En épocas muy recientes, a u n q u e el cambio de cuestión no ha sido reconocido por los economistas m á s e s c r u p u l o s a m e n t e convencionales, ha vuelto a declinar la importancia de la determinación de los precios y de los factores q u e condicionan la distribución del producto. Los precios, en una sociedad pobre o de escasos recursos, corresponden a los artículos de primera necesidad, y el precio del pan determina en gran m e d i d a el nivel de alimentación popular. En cambio, t r a t á n d o s e de un m u n d o generalmente próspero, si el precio del pan es elevado, se renuncia a algún otro bien de poca importancia para poder comprarlo, o bien se consume otro alimento en su sustitución. En la actualidad, m u c h a s compras, y el c o n s u m o correspondiente, son de escasa significación en comparación con el p a s a d o . Lo m i s m o ocurre con los precios. Una vez m á s puede advertirse la necesidad de colocar cada cuestión en su marco de referencia. J u n t o con lo q u e determina los precios y la distribución están
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los d e m á s t e m a s capitales. El primero de ellos es cómo se d i f u n d e o c o n c e n t r a el ingreso nacional d i s t r i b u i d o b a j o la f o r m a de salarios, intereses, beneficios y rentas, o sea, en qué medida es o no equitativa la distribución de la renta. Las explicaciones y racionalizaciones acerca de la desigualdad resultante han sido durante siglos la tarea de algunos de los talentos económicos más g r a n d e s e ingeniosos. En casi toda la historia de la economía, la mayoría de la gente ha sido pobre, m i e n t r a s q u e unos pocos han sido muy ricos. En consencuencia, se ha planteado la imperiosa necesidad de explicar por qué sucede esto, y, frecuentemente, por q u é debe ser así. En tiempos modernos, con el incremento y la generalización de la prosperidad, los términos de la cuestión se han modificado considerablemente. Y sin embargo, la distribución de la renta sigue siendo la cuestión m á s delicada que t r a t a n los economistas. ~ En segundo término, la economía se ocupa de los factores que conducen a un mejor o peor funcionamiento económico del conj u n t o social. En un principio se t r a t a b a de investigar q u é factores perjudicaban o mejoraban el estado de los negocios, como entonces se decía. Ahora, en cambio, se hace referencia a los elementos que restringen o estimulan el crecimiento económico. Y a los q u e causan fluctuaciones, ya sean rítmicas o de otra índole, en la producción de bienes y servicios. También aparece hoy el problema urgente, a u n q u e relativamente nuevo, de por qué es imposible en la economía m o d e r n a encontrar empleo útil para m u c h a gente dispuesta a trabajar. En el siglo xix, apenas se hablaba de paro; sólo en nuestro siglo la dificultad de asegurar un s u m i n i s t r o a d e c u a d o de bienes se ha visto d e s p l a z a d a por la dificultad m u c h o mayor, y mucho m á s discutida, de hallar empleo a p r o p i a d o para el mayor número posible de p e r s o n a s en la producción de bienes. Paralelamente a todas e s t a s cuestiones, hay que considerar las instituciones implicadas en la actividad económica, o sea, en la producción y fijación de precios de bienes y servicios, y en la distribución de los resultados de las transacciones. Se trata del papel de la empresa comercial, grande y pequeña, y de la banca, el banco central, el dinero en s u s diversas f o r m a s y funciones, y los problemas especiales del comercio internacional. Sin olvidar a los gobiernos y a las políticas que éstos aplican, pues las m i s m a s influyen, en mayor o menor medida, sobre todos los procesos e instituciones mencionados.
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Finalmente, y de m a n e r a menos específica, debe considerarse el marco de referencia político y social m á s amplio en el cual se desenvuelve toda la vida económica. Aquí cabe aludir a la naturaleza y eficacia respectivas del capitalismo, de la libre e m p r e s a , del estado de bienestar, del socialismo y del c o m u n i s m o . Con respecto a estas cuestiones, según puede observarse, la economía experimenta una modificación radical. Deja de constituir un tema desapasionado, s u p u e s t a m e n t e científico, para convertirse en el teatro de agrias polémicas. El investigador más imparcial, el directivo más rabiosamente pragmático, o el político menos propenso a cualquier proceso intelectual elitista, todos reaccionan con una pasión visible e incluso violenta. Este tipo de reacción es el que procurará evitar esta obra. Todos estos problemas, las soluciones p r o p u e s t a s y los cursos de atención pública o privada que se preconizan, constituyen el tema de la historia del pensamiento económico. Obvio es decir que el punto de partida obligado para cualquier estudio de dicha historia se encuentra en el m u n d o clásico.
II.
DESPUÉS DE ADÁN
Puede ocurrir en cualquier periodo determinado una ausencia de respuestas a los interrogantes del capítulo anterior porque el pensamiento económico no ha alcanzado el grado de sutileza requerido. También puede suceder que la ausencia de respuestas obedezca a que los interrogantes aún no se han formulado. Con ilustres excepciones, la mayoría de los historiadores de la teoría económica han atribuido la falta de respuestas a la primera de esas deficiencias. Corresponde atribuirle un papel m á s importante a la segunda. En tiempos de las polis griegas y del imperio ateniense y luego en la época romana, muchos, si no la inmensa mayoría de los problemas mencionados, no existían siquiera. La actividad económica básica era tanto en Grecia como en Roma la agricultura, la unidad de producción era el hogar, y la fuerza de trabajo era los esclavos. La vida intelectual, política y cultural, y en buena medida la vida residencial, se concentraban en las ciudades, y por eso la historia de aquel período es la historia de los centros urbanos: Esparta, Corinto, Atenas y, sobre todo, Roma. Pero las ciudades de la antigüedad, grandes o, como solían serlo, bastantes pequeñas, con excepción de Roma y de u n a s pocas urbes italianas, no eran centros económicos en su significado actual. Había mercados y artesanos, en su mayoría esclavos, pero poca actividad industrial en el sentido que hoy se atribuye al término.' El uso o consumo de bienes —viviendas elementales, alimentos básicos, tal vez ciertas bebidas elaboradas, algunos tejidos y poco más— era infinitesimal, salvo para una reducida minoría gobernante. Y para esta minoría, el principal consumo consistía en 1. David H u m e no podia lírccordar un solo p a s a j t . en ningún a u t o r antiguo, en d o n d e se a t r i b u y e r a el c r e c i m i e n t o de u n a c i u d a d al e s t a b l e c i m i c n t p de u n a m a n u f a c t u r a » . Citado en M. I. Finlev. The Ancicnl Economy (Berkeley y Los Angeles. University of California P r e s s . 1973). pág. 22.
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servicios —una vez más, provistos por los esclavos—. Las economías de Grecia y de Roma en la antigüedad, indiscutiblemente, no eran en modo alguno economías de bienes de c o n s u m o . No se tiene noción exacta de la forma en que los habitantes de las ciudades griegas e italianas, incluida Roma, p a g a b a n las provisiones alimenticias y el vino que obtenían del m u n d o rural. La gran mayoría de los bienes materiales se c o m p r a b a n probablemente con las rentas o las exacciones de las cuales se beneficiaban los terratenientes absentistas que vivían en las ciudades, cuyo producto se utilizaba a su vez p a r a pagar los productos agrícolas. Puede suponerse también que en algunos casos los pagos a los residentes de las ciudades se efectuaban simplemente en especie. O quizá, que percibían sus ingresos en forma de impuestos, susceptibles de ser utilizados a su vez para pagar los productos. Y las minas de plata proporcionaban ingresos a Atenas, así como el tributo militar se los facilitaba a Roma. Es cierto que los cereales y otros productos llegaban en grandes cantidades a los puertos de El Píreo y de Ostia, pero se desconoce qué p r o d u c t o s se e x p o r t a b a n a cambio.^
El examen de las cuestiones económicas de esta época figura principalmente en los escritos de Aristóteles (384-322 a.C.) y por cierto que no proporciona m u c h o s elementos de juicio. Nadie puede leer sus o b r a s sin sospechar secretamente algún grado de elocuente incoherencia en materia económica. cfSecretamente», porque siendo Aristóteles el autor, nadie se arriesgaría a sugerir algo semejante. También es verdad que muy pocas de las cuestiones q u e luego se constituyeron en m a t e r i a económica podían h a b e r sido aplicables a la sociedad de la que h a b l a b a Aristóteles. Los problem a s que ocuparon su atención —para él, inexplicables — , tenían un notable acento ético. Como dijo Alexander Gray, distinguido estudioso de la historia de las ideas económicas, «la economía [en la Grecia a n t i g u a ] no fue simplemente colaboradora y criada de la ética [como quizá debería serlo siempre], sino que fue a p l a s t a d a y demolida por su h e r m a n a m á s próspera y m i m a d a , y los excavadores posteriores, en busca de los orígenes de la teoría económica, 2. Véase al r c s p c c i o Finicy, The Ancient Economy, p á g s 123-149. El p r o f e s o r Finicy. a u t o r tan c a u t o c o m o p e r s u a s i v o en e s t a s c u e s t i o n e s , f u e c a t e d r á t i c o de historia a n t i g u a en la U n i v e r s i d a d de C a m b r i d g e de 1970 a 1979
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sólo han podido recuperar f r a g m e n t o s inconexos y restos mutilados».-' Dejando de lado el carácter elemental de la vida económica, la razón m á s importante de que en el m u n d o antiguo se atendiera a las cuestiones éticas, desechando las económicas, es la existencia de la esclavitud. «En todas las épocas, y en todos los lugares, el m u n d o griego se basó en alguna forma [o f o r m a s ] de t r a b a j o dependiente para satisfacer sus necesidades, tanto públicas como privadas... Por t r a b a j o dependiente entiendo la labor ejecutada bajo compulsiones distintas de las vinculadas con el parentesco o con las obligaciones comunales.»" Como el t r a b a j o no era r e m u n e r a d o , es obvio que no había necesidad alguna de un criterio p a r a determinar el monto de los salarios. Esto ocurría no sólo en Atenas, sino en todas las ciudades helénicas. Dado que el trabajo era hecho por esclavos, se le asignaba una categoría subalterna que contribuía a excluirlo del c a m p o de los estudios. En cambio, llegó a resultar de interés la justificación ética de la esclavitud, al igual que las características del tratamiento que se daba a los esclavos, como puede observarse en la defensa aristotélica de la institución: «Los de m á s baja índole son esclavos por naturaleza, y ello r e d u n d a en su beneficio, pues como a todos los inferiores, les conviene estar bajo el dominio de un amo... En verdad, no hay gran diferencia entre la utilización de los esclavos y la de los a n i m a l e s domesticados.»^
El problema era similar con respecto al interés en ausencia de capital. La gente toma dinero prestado y paga intereses por dos ra3. A l e x a n d e r G r a y , The Development of Economic Doctrine (Londres. Longmans. Green. 1948). p á g . 14 G r a y f u e d u r a n t e m u c h o s a ñ o s p r o f e s o r de c c o n o m i a política en la Universidad de E d i m b u r g o . Los p e n s a m i e n t o s de Aristóteles en m a t e r i a e c o n ó m i c a e s t á n o r d e n a d a m e n t e e x p u e s tos en Early Economic Thought, aniologia c o o r d i n a d a por A. H. M o n r o e ( C a m b r i d g e , Harv a r d University P r e s s . 1924). de la cual no se e n c u e n t r a n f á c i l m e n t e e j e m p l a r e s en la actu.-ilidiid. 4. M. 1. Finley. Economy and Society in Ancient Greece, edición d e Brent D. S h a w y Richard P. Salier ( N u e v a York. Viking P r e s s . 19B2). pág 97 5. Aristóteles. Política, Libro 1. en Early Economic Thought, pág. 10. Aristóteles .-iñade: " E s p u e s e v i d e n t e q u e a l g u n o s h o m b r e s s o n por n a t u r a l e z a libres, y o t r o s e s c l a v o s , y q u e p a r a e s t o s ú l t i m o s la e s c l a v i t u d es a la vez c o n v e n i e n t e y j u s t a . » P u e d e o b s e r v a r s e q u e a b r i g a b a la m i s m a certeza con r e s p e c t o a las m u j e r e s : « U n a vez m á s , el v a r ó n es por n a t u r a l e z a s u p e r i o r , y la h e m b r a , inferior: y m i e n t r a s q u e u n o d o m i n a , la otra es d o m i n a d a : este p r m c i p i o , n e c e s a r i a m e n t e , se e x t i e n d e a t o d a la humanidad.>i ¡bid. Si Aristóteles r e t o r n a r a p a r a d i c t a r c á t e d r a o p a r a recibir un g r a d o h o n o r a r i o en a l g u n a u n i v e r s i d a d m o d e r n a , d i f i c i l m e n t e se le o t o r g a r í a u n a b i e n v e n i d a u n á n i m e .
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zones, o bien desea poseer bienes de capital o capital circulante con el cual obtener un rendimiento, es decir, contar con m á q u i n a s y equipos que contribuyan a la afluencia de ingresos o con mercancías en proceso de fabricación y venta que han de proporcionarles beneficios. O, en otro caso, esa gente paga intereses porque alguien que tiene menos dinero lo toma prestado de alguien que tiene más, para satisfacer distintas necesidades personales urgentes, para permitirse lujos o para pagar las d e u d a s contraídas por ese motivo. Si los bienes de capital y el circulante son de poca importancia visible en la economía, como sucedió en el sistema de economía doméstica de la Grecia aristotélica, ocurre que la mayor parte de los p r é s t a m o s se otorgan y se contraen para satisfacer fines de la segunda categoría, o sea, para necesidades personales.^ En tales circunstancias, el interés no se considera como un coste de la producción, sino m á s bien como un gavamen que los m á s favorecidos imponen a los menos a f o r t u n a d o s o menos prudentes. De modo q u e una vez más, como en el caso de la esclavitud, se plantea un problema de ética, a saber, qué es lo correcto, justo y decente en materia de relaciones entre los que poseen amplios recursos financieros y los débiles o necesitados. No es de e x t r a ñ a r q u e Aristóteles condene enérgicamente el cobro de interés: «La forma m á s odiada [de lucro] y con toda razón, es la usura... Pues la moneda se ha hecho para el intercambio, pero no para la acumulación mediante el interés.»^ Por esa misma razón —es decir, porque el interés r e p r e s e n t a b a una indigna extorsión de los menos a f o r t u n a d o s b a s a d a en la posesión de dinero por los más pudientes— siguió siendo condenado de manera inequívoca d u r a n t e la Edad Media. Hay aquí un matiz que luego adquiriría una mayor importancia: el interés sólo llega a adquirir respetabilidad c u a n d o se lo define en otros términos, o sea, como pago por un capital productivo; c u a n d o resulta del todo evidente que quien toma el p r é s t a m o lo utiliza para g a n a r dinero, y q u e por ello es muy j u s t o que dé alguna participación de sus beneficios al prestamista original. A partir de ese m o m e n t o ya no resultó excepcional que el precepto religioso y la ética dominante se a j u s t a r a n a esta circunstancia. En cambio, el cobro de intereses por p r é s t a m o s destinados a satisfacer necesidades personales, 6. « E s i n d u d a b l e q u e los p r é s t a m o s en Grecia se o t o r g a b a n con fines n o productivos.)i Finley. The Ancieni Economy, pág. 141. 7 Aristóteles. Polílica, Libro I. en Early Economic Thought, pág. 20.
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O al USO individual, continuó siendo objeto de una reputación liger a m e n t e m a l s a n a , y hasta sospechosa. En esto, el p a s a d o remoto tiene todavía un eco en la actualidad, pues el interés cobrado por préstamos personales no está exento de cierto oprobio, considerándose que debe ser reglamentado. El u s u r e r o es repudiado, y se supone, por lo general no sin motivo, que alienta u n a reprensible tendencia a la asociación delictiva. Dado que en el m u n d o antiguo no existían salarios ni intereses, tampoco podía haber una teoría de los precios tal como hoy se la concibe. Los precios derivan, de una u otra forma, de los costes de producción, y éstos carecían de función visible para los propietarios de esclavos. En consecuencia, lo único q u e p u d o preguntarse Aristóteles fue si los precios eran justos o equitativos, preocupación que sería el meollo del pensamiento económico en los dos siguientes milenios y que representa el n u d o gordiano del interrogante aún vigente en nuestros días: ¿es ése realmente un precio justol Nada ha o c u p a d o tanto la atención de la doctrina económica d u r a n t e siglos como la necesidad de persuadir a la gente de q u e el precio de mercado tiene una justificación superior a cualquier preocupación ética. A esta cuestión volveré a referirme m á s adelante. Aristóteles también prestó atención a otro problema de proyección ética que continuaría luego preocupando a los economistas: ¿Por qué a l g u n a s de las cosas m á s útiles son las q u e tienen los precios m á s b a j o s en el mercado, m i e n t r a s q u e a l g u n a s de las menos útiles se cotizan a precios muy elevados? Ya muy e n t r a d o el siglo XIX, los autores económicos habrían de continuar todavía lidiando con el motivo de la diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio: por ejemplo, con el hecho de que el pan y el agua potable sean útiles y relativamente baratos, mientras que las s e d a s y los d i a m a n t e s son m u c h o m e n o s útiles y d e s d e luego mucho m á s caros. Con seguridad que en este aspecto hay, o había, algo éticamente perverso. Se consideraría un gran progreso de la teoría económica el momento en que finalmente encontrara solución este problema. En lo q u e se refiere al desarrollo comercial, Aristóteles, precursor distante de la preocupación por el crecimiento económico, se limitó, como los r o m a n o s que le sucedieron, a f o r m u l a r sugerencias sobre m e j o r a s en materia de oganización y prácticas agrícolas. Y al igual que los romanos, atribuyó gran superioridad moral
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a la economía agraria, opinión que hallaría fuerte eco en los economistas franceses del siglo XVI(I y que sigue vigente aún hoy entre los agricultores. En c u a n t o a la moneda en s u s f o r m a s y usos m á s elementales, no es mucho lo que puede decirse. Se trata de una mercancía que por su divisibilidad, durabilidad, disponibilidad a d e c u a d a pero no ilimitada, y, en consecuencia, por su aceptabilidad, ocupa un papel intermediario en el intercambio. Este papel ha sido d e s e m p e ñ a d o por el oro, la plata, el cobre, el hierro, a l g u n a s c o n c h a s marinas, el tabaco,® el g a n a d o y el whisky, así como el papel moneda y los depósitos bancarios. C u a n d o una mercancía se utiliza como dinero adquiere cierta personalidad, carácter místico y escasez, y su precio —es decir, las c a n t i d a d e s o volúmenes de otras mercancías que deben cederse para obtenerla— se convierte en un problema especial. C u a n d o la mercancía es sustituida por elementos puramente representativos, como el papel moneda o los depósitos bancarios, adquiere cierto aire de misteriosa gravedad aquello que determina el valor del dinero, o sea, en lenguaje ordinario, el nivel general de precios determinado por el valor del dinero. En la época de Aristóteles, c u a n d o corría el siglo IV a.C., ya hacía mucho tiempo que se a c u ñ a b a m o n e d a en Grecia, y ya un siglo antes Herodoto (c. 484-425 a.C.) había p r o n u n c i a d o su soberbio non sequitur sobre esta cuestión: «Los Hdios se gobiernan por u n a s leyes muy parecidas a las de los griegos, a excepción de la c o s t u m b r e que hemos referido h a b l a n d o de s u s hijas [la prostitución consuetud i n a r i a ] . Ellos fueron, al menos q u e s e p a m o s , los primeros q u e acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata.»' Aristóteles describe los orígenes del dinero con a d m i r a b l e claridad y concisión, o b s e r v a n d o que:
8. En la e c o n o m í a d e E s t a d o s U n i d o s ha s i d o el t a b a c o , e n t r e t o d a s e s t a s m e r c a n cías. la q u e h a s t a a h o r a d e s e m p e ñ ó el papel m á s g e n e r a l i z a d o . Sc utilizó en las c o l o n i a s del S u r d u r a n t e cerca d e siglo y m e d i o , s u p e r a n d o así h o l g a d a m e n t e los p e r i o d o s d e preem i n e n c i a del oro, de la p l a t a , del papel m o n e d a y d e los d e p ó s i t o s b a n c a r i o s en t i e m p o s m o d e r n o s . Véase mi o b r a Money: Whcncc il Came, Where it Wen! ( B o s t o n . H o u g h t o n Mifflin, 1975), p á g s . 48-50. En lo q u e r e s p e c t a al d i n e r o , ha s u b s i s t i d o u n f u e r t e i n s t i n t o a r c a i c o q u e a r g u y e s i e m p r e en f a v o r d e un r e t o r n o a u s o s a n t e r i o r e s , p a r t i c u l a r m e n t e , en ¿ p o c a s p a s a d a s , al u s o d e la p l a t a y en t i e m p o s recientes al del oro. Tal vez u n día. a c a u d i l l a d a por un s e n a d o r v i g o r o s a m e n t e regresivo de C a r o l i n a del Norte, se s u s c i t e u n a d e m a n d a en f a v o r d e u n r e t o r n o al p a t r ó n t a b a c o . 9. H é r o d o t e , Los nueve libros Je ¡a historia, t r a d u c c i ó n d e B a r t o l o m é Pou ( M a d r i d , Perlado. 1905), T o m o I, L i b r o I, pág. 73. E s m á s q u e p r o b a b l e q u e la m o n e d a a c u ñ a d a h a y a e s t a d o ya en u s o en la l l a n u r a del Indo, y en t o d o lo q u e sc refiere al dinero, incluido el papel m o n e d a , p u e d e s u p o n e r s e todavía con m a y o r f u n d a m e n t o q u e la p r i o r i d a d c o r r e s p o n d e a los chinos.
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las distintas transacciones de la vida no se llevan a cabo con facilidad, motivo por el cual los hombres han convenido en emplear para sus tratos recíprocos algún elemento intrínsecamente útil y de fácil aplicación a los fines referidos, como, por ejemplo, el hierro," la plata o alguna substancia similar. El valor de estos elementos se medía inicialmente por el tamaño y el peso, pero con el tiempo se llegó a ponerles un sello, para evitarse la molestia de pesarlos y de marcar su valor.'" Habiendo identificado la naturaleza de la moneda y de la acuñación, Aristóteles pasa a considerar el lucro, que en su forma pura le parece aborrecible: «Hay hombres que convierten cualquier cualidad o cualquier arte en un medio de hacer dinero; lo toman por un fin en sí, y creen que todo debe contribuir a a l c a n z a r l o . » " Lo mismo q u e en el caso de la definición de la u s u r a , esta observación de Aristóteles ha conservado su exactitud a lo largo de los siglos. Un gran ejemplo moderno de su tesis lo constituye, indudablemente, el joven o p e r a d o r financiero q u e dedica todos s u s esfuerzos personales y toda su conciencia al lucro pecuniario y que mide por los resultados su logro personal. Quizá convendría que en Wall Street aún se leyera a Aristóteles. Empero, c u a n d o prosigue con perceptible esfuerzo su análisis del a s u n t o y se p r o p o n e distinguir entre las f o r m a s legítimas e ilegítimas de lucro, no es mucho lo que puede e n s e ñ a r n o s . Al llegar a este p u n t o d e b e m o s arriesgarnos a encarar la imperdonable verdad de que su contribución no tiene mucho sentido.
Los estudiosos que no han q u e d a d o satisfechos con la aportación de Aristóteles al tema de la economía ateniense han o p t a d o por Jenofonte (c. 440-355 a.C.), discípulo de Sócrates y h o m b r e de inclinaciones prácticas, quien, largo tiempo d e s p u é s de su c a m p a ñ a a! servicio de Ciro el Joven y tras haberla relatado de m a n e r a inmortal en la Anabasis, se dedicó d u r a n t e un breve período a la 10. Aristóteles. Potinca. L i b r o I. en Early Economic Thought, pág. 17. Aristóteles m e n c i o n a la p l a t a , p e r o no el o r o . D u r a n t e t o d a la larga historia del dinero, la p l a t a ha sido de lejos el m á s i m p o r t a n t e de los d o s m e t a l e s . Con plata se p a g ó la e n t r e g a de J e s ú s a las a u t o r i d a d e s locales; la p l a t a , y no el oro, f u e el g r a n tesoro del N u e v o M u n d o : el o r o fue a d o p t a d o por la c o m u n i d a d m e r c a n t i l e u r o p e a c o m o m e d i o i n t e r n a c i o n a l sólo en el decenio de 1870. La p l a t a d e j ó de ser a c u ñ a d a l i b r e m e n t e en E s t a d o s U n i d o s en 1873. o c a s i o n a n d o u n a polémica q u e d o m i n ó la política n o r t e a m e r i c a n a (y la o r a t o r i a de William J e n n i n g s B r y a n ) d u r a n t e t o d o el c u a r t o de siglo siguiente. II Aristóteles, Polilica, L i b r o L en Early Economic Thought, pág. 19.
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economía. En su Ciropedia, anticipándose a Adam Smith, expone la ventaja que poseen las ciudades grandes sobre las p e q u e ñ a s en c u a n t o a las o p o r t u n i d a d e s para especializarse en las actividades mercantiles m e d i a n t e la división del trabajo.' Y en otra de s u s obras, el Tratado sobre las rentas: Orientaciones para la organización de la hacienda pública en Atenas,^^ considera las fuentes de la relativa prosperidad de la ciudad y las f o r m a s de a u m e n t a r l a . Atribuye dicha prosperidad a la excelencia del entorno agrícola (algo q u e le costaría creer al visitante actual) y sostiene que la misma podría incrementarse otorgando hospitalidad y privilegios a los mercaderes y marinos extranjeros"' sin excluir a los espartanos (su m u j e r lo era); p r e s t a n d o la debida atención a las o b r a s públicas; enviando el mayor n ú m e r o posible de t r a b a j a d o r e s a las minas de plata, que a su criterio eran uno de los principales componentes de lo que hoy llamaríamos la balanza de pagos de Atenas, y, por encima de todo, conservando la paz. Para Jenofonte, en los términos m á s paladinos, la guerra representa toda la diferencia entre la prosperidad y la catástrofe: «Pues sin d u d a los m á s prósperos son aquellos estados que permanecen en paz desde hace m á s tiempo, y de todos, Atenas es el mejor dotado por la naturaleza para florecer d u r a n t e la paz.»'^ Es, por cierto, motivo de preocupación que sólo rara vez, en los dos mil quinientos años siguientes, se hayan o c u p a d o los economistas de los costes económicos de la guerra y de los beneficios de la paz ni a d o p t a d o al respecto una actitud enérgica en tanto que profesionales. Aún no es demasiado tarde. Una cuestión final, suscitada por los griegos, de impresionante pertinencia para nuestro tiempo, es la relativa a la principal fuerza organizadora y motivadora de la economía; a saber, en términos quizá d e m a s i a d o bruscos, si se trata del interés propio o bien del comunismo. El origen de este dilema reside en la p r e s u m i d a o sospechada adhesión al c o m u n i s m o del gran filósofo griego Piatön (c. 428-348 a.C.). Éstefconcibió un E s t a d o que surgía esencialmente bajo la forma de u'na entidad económica!! a saber, un conjunto de las diversas ocupaciones y profesiones necesarias para una vida civilizada. Pero al frente del gobierno, como guías y protectores del Es12. En Early Economic Tho¿ighl. p á g s . 33-49 13. Junorontc, Tratado sobre Ins remas: Orienlacioncs para la organización cienila pública en Aleñas, en Early Economic Thought, p á g s 46-47
de la ha-
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tado, figuran los custodios, quienes llevan una vida de renuncia ascética y no tienen derecho a poseer m á s bienes que los indispensables, hallándose s u s ingresos limitados a lo rigurosamente necesario. «Pero en el m o m e n t o que ellos tengan tierras, c a s a s y caudales propios, en vez de defensores se convertirán en mayord o m o s y labradores; y en vez de auxiliares del Estado, en enemigos y tiranos de s u s compatriotas.»'"' Puede haber libre empresa en la base, pero el poder debe estar en m a n o s de los de arriba, que profesan u n a p u r a ética comunista. La inclinación de Platón hacia el c o m u n i s m o , por parcial que fuera, ha c a u s a d o no poca preocupación a los historiadores m á s susceptibles entre quienes se ocuparon del a s u n t o . Es penoso recordar que una figura de proporciones tan universales, si hubiera sobrevivido, habría podido ser objeto de vigilancia por parte del FBI y de denuncia por parte del m a l o g r a d o s e n a d o r Joseph R. McCarthy. El profesor Alexander Gray, conservador acérrimo,'^ se desvive por explicar q u e el E s t a d o de Platón es el c o m u n i s m o de un grupo limitado, el comunismo del c a m p a m e n t o militar; que está lejísimos de tender (como otros han m a n i f e s t a d o ) a la revuelta o a los conceptos de la igualdad social, económica y política. Al contrario, establece una t a j a n t e división entre gobernantes y gobernados, entre elegidos y condenados; en fin, nada de verdaderas tendencias c o m u n i s t a s . Pero ya b a s t a b a para tranquilizarse con la actitud a s u m i d a anteriormente por el m á s famoso discípulo de Platón, Aristóteles, quien se había declarado inequívocamente favorable a la propiedad y al interés personal. «¡Cuán inconmensurablemente mayor es el placer, c u a n d o el h o m b r e siente q u e algo le pertenece, porque el a m o r propio es un sentimiento inculcado por la naturaleza, y no en vano... Si todo se poseyera en común, nadie podría ya dar ejemplo de generosidad ni desplegar liberalidad alguna, pues la liberalidad consiste en el uso que se hace de la propiedad.»'^
Según se ha observado suficientemente, fue el juicio ético, y no la árida exposición de los t e m a s económicos, lo que motivó a Aristó14. P l a l ó n . La República, Ir.-iducción d«! Jose T o m á s y G:irciu ( M . i d r i d . Luis Navarro. editor, 1886), T o m o I. pág- 195. C i l a d o en G r a y , p á g . 19. I.S. Véase la n o t a 3 en e s t e c a p i t u l a . 16 Aristóteles. Política. Libro II. en F.arty ficonamic Thouf^ht. pág. 25.
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teles y a los d e m á s grandes mentores de los griegos. Pero ya advertimos una tendencia q u e se reiterará a lo largo de toda la historia de la disciplina, y q u e es de principal importancia para su comprensión: tocante a la esclavitud, a la condición de la m u j e r y al interés público frente al interés personal, los juicios éticos muestran una fuerte tendencia a a d e c u a r s e a lo q u e a los c i u d a d a n o s influyentes les resulta agradable creer, reflejando de ese modo lo que en otra obra he d e n o m i n a d o la Virtud Social C o n v e n i e n t e . " D u r a n t e los dos milenios y medio t r a n s c u r r i d o s d e s d e aquella época, veremos a los economistas articulando la Virtud Social Conveniente ante el a p l a u s o general. Pero también d a r e m o s con algunos que, i m p u l s a d o s por una fuerte dialéctica mental, expresan lo contrario y desafían aquello que a los privilegiados, a c o m o d a d o s e influyentes les parece cómodo creer. Sólo así puede entenderse plen a m e n t e el debate económico. Quienes han escrito sobre la historia de las ideas económicas coinciden en q u e la contribución r o m a n a fue mínima y hasta insignificante. Continuaron cantando loores a la agricultura para acabar e n t o n a n d o un himno triunfal. A ello s u m a r o n múltiples sugerencias sobre métodos y administración agrícola, pero siempre, bien entendido, refiriéndose a la unidad de explotación autosuficiente y no a una e m p r e s a comercial. Se plantearon a l g u n a s d u d a s sobre la eficacia de la esclavitud; por ejemplo, Plinio (c. 23-79 d.C.) observó q u e «el peor sistema de todos es hacer l a b r a r la tierra por esclavos recién salidos del correccional, como sucede con todo trabajo confiado a h o m b r e s q u e viven sin esperanzas».'® En el bajo imperio, c u a n d o las fincas habían llegado a adquirir enorme extensión, a la gente le preocupó la desaparición del pequeño campesino y la aparición de los g r a n d e s latifundios. Ésta es otra de las preocupaciones q u e han sobrevivido: «Pase lo q u e pase, debemos s a l v a g u a r d a r la finca familiar.» Y sin embargo, h u b o una importante contribución r o m a n a que por trascender los límites tradicionales de la doctrina económica ha e s c a p a d o a los d e b a t e s m á s convencionales en la materia. Se trata del Derecho r o m a n o y su papel en la propiedad privada. La institución de la propiedad privada se r e m o n t a a la prehistoria; en las m á s primitivas comunidades tribales, los varones pro17. 18.
En Economics and the Public Purpose ( B o s t o n . H o u g h t o n Mifflin, I 9 7 Í ) . Plinio. Historia Natural, c i t a d o en G r a y . pág. 37
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c l a m a b a n como cosa propia a r m a s , h e r r a m i e n t a s y mujeres. La propiedad personal está aceptada en todas las sociedades, incluido el m u n d o socialista; las posesiones son en todas partes un aspecto de la misma personalidad. Pero fue el Derecho r o m a n o el que otorgó a la propiedad su identidad formal y a su poseedor el dominium, es decir, los derechos que hoy se dan por s u p u e s t o s . Estos derechos eran s u m a m e n t e amplios: a b a r c a b a n no sólo el uso y el disfrute, sino también el mal uso y el abuso. A partir de entonces, toda intromisión ajena, incluida la del Estado, no podría legitimarse sin alegar alguna justificación. Ninguna institución del m u n d o no socialista ha podido rivalizar con la propiedad privada en c u a n t o a importancia, utilización y afán de llegar a ella; a la vez, ninguna otra institución ha sido tan fértil como generadora de discordia social, económica o política. Los conservadores, en la economía no socialista, proclaman con irreflexiva elocuencia «los derechos de la propiedad privada», mientras que los de la izquierda social (liberales, en la jerga norteamericana) alegan en f o r m a contenciosa pero a la vez cauta los intereses superiores del E s t a d o o de la colectividad. Y la cuestión de la propiedad pública o privada de los medios de producción marca la gran diferencia entre los m u n d o s capitalista y socialista. De modo que a u n q u e la aportación teórica romana haya sido escasa, no por ello dejó el genio romano de identificar y dar forma a la institución que, m á s q u e cualquier otra, constituiría el p u n t o de mira de las aspiraciones personales, del desarrollo económico y del conflicto político en los siglos siguientes.
III.
EL P E R D U R A B L E
INTERMEDIO
Aunque no reconocido como parte de la tradición histórica del pensamiento económico, el compromiso de los romanos con la institución de la propiedad privada, como la llamaríamos hoy, ha constituido un legado de tremenda importancia para la vida económica y social. Sería el origen de innumerables revueltas campesinas contra el dominio de los terratenientes y los aristócratas, y finalmente, de la mayor revolución de los tiempos modernos: la revuelta socialista contra el poder y la capacidad de imponer la sumisión que acompaña, o acompañó, la posesión de la propiedad tanto industrial como rural. Ahora bien, la era romana, si no la misma Roma, dejó también otro legado quizá todavía más importante que fue la Cristiandad. Basada en la tradición, la ley y las enseñanzas judías a las que a su vez amplió grandemente, la Cristiandad tuvo tres efectos duraderos. Uno se logró mediante el ejemplo que sentó; otro, a través de las creencias y actitudes sociales que inculcó, y un tercero, por medio de las leyes económicas específicas que hubo de apoyar o de necesitar. El ejemplo fue el de Jesús, hijo de un artesano, que demostró la inexistencia de un derecho divino de los privilegiados; el poder podía tenerlo gente que trabajaba con las manos. Acompañado por discípulos que en su mayor parte tenían orígenes igualmente humildes, Jesús desafió a los poderes constituidos de la monarquía de Merodes, y por consiguiente, al poder mucho m á s majestuoso del imperio romano.' El hecho mismo de que una sola persona, o t. Con r c s p c c t o a esta ú l t i m a c u c s t i ó n m e gtiío p o r mi a m i g o y colega Krister Stendhal. ex d e c a n o d e la F a c u l t a d d e Teología d e H a r v a r d | a c i u a l m e n t e o b i s p o de listocolm o j . Véase su libro Meanings: The Rible as Doct4nicni and as a Cuide (í-iladelfia. Fortress P r e s s . 1984). p á g s . 205 y s s . En la pág. 210 d e s t a c a «las c r e c i e n t e s p r u e b a s de q u e el papel d e Pilatos f u e . en la e j e c u c i ó n de J e s ú s , b a s t a n t e m a y o r d e lo q u e la t r a d i c i ó n y a u n el Evangelio n o s i n d u c e n a creer... La crucifixión, m é t o d o r o m a n o d e ejecución, es d e por si elocuente, d a n d o a e n t e n d e r q u e J e s ú s d e b e h a b e r s i d o c o n s i d e r a d o lo suficientem e n t e m e s i á n i c o . y no sólo en un s e n t i d o p u r a m e n t e e s p i r i t u a l , c o m o p a r a c o n s t i t u i r u n a a m e n a z a al orden político d e s d e el p u n t o de vista de las n o r m a s r o m a n a s ».
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un pequeño grupo de tal linaje, pudiera adquirir semejante influencia, distinción y a u t o r i d a d , se convirtió en un ejemplo a citar y en una influencia a sentir d u r a n t e los dos milenios siguientes. A quienes en adelante se alzaron para protestar contra el orden económico establecido se los vituperó como agitadores de la plebe, y a la vez. p u d o alegarse en su defensa q u e Jesús, al a t a c a r a los dueños de la propiedad y del poder en Jerusalén (en términos denigrantes, los c a m b i s t a s y usureros del templo), era en definitiva su modelo. Mucho m á s allá de lo que están d i s p u e s t o s a admitir tantos cristianos conservadores, Jesucristo legitimó la revuelta contra el poder perverso o económicamente opresor. Los sacerdotes de América Central que actualmente se solidarizan con el pueblo para oponerse a a u t o r i d a d e s r a p a c e s o c o r r u p t a s creen e s t a r a c t u a n d o según su ejemplo, y de esa manera disgustan gravemente a los círculos m á s selectos. La principal de las actitudes sociales p e r p e t u a d a s por el cristianismo sienta el principio de la igualdad de todos los seres hum a n o s . Siendo todos hijos de Dios, comparten por igual la fraternidad h u m a n a . Conforme a esta enseñanza, resultó inevitablemente sospechosa la riqueza en c u a n t o elemento diferenciador entre h e r m a n o s y como fuente de poder, prestigio y goces desiguales. Yendo un poco m á s allá en la aplicación de este principio, llegó a creerse también en las superiores virtudes de los pobres. Como puede imaginarse, se suscitaron a raíz de ellos persistentes y pert u r b a d o r e s problemas relativos a la institución de la esclavitud, a m é n de otros anejos a la posesión y la prosecución de riquezas, h a s t a tal p u n t o q u e desde entonces a d q u i r i ó especial distinción aquel cristiano que formulara un voto de pobreza. Durante los dos milenios siguientes, y hasta los tiempos modernos, el gran propietario de esclavos cristiano y el rico devoto se vieron en la necesidad de procurar una justificación teológica especial a su buena fortuna, que por lo general obtenían a un coste razonable. Por cierto que en tiempos de los Papas del Renacimiento la propia Iglesia había llegado a reconciliarse con la acumulación de riquezas por parte de sus sacerdotes: las indulgencias se vendían tranquilamente, los cargos eclesiásticos se cedían al menor postor, y los ricos, cuyo acceso al reino de los cielos se había considerado difícil, podían obtenerlo en seguida, con tal que s u s solventes herederos les c o m p r a r a n un pasaje para a t r a v e s a r sin m á s d e m o r a el purgatorio, método éste que debe de h a b e r origina-
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do una seria aglomeración de pobres h o n r a d o s en ese inhóspito paraje. Pero en definitiva las actitudes cristianas hacia la riqueza, no menos que la igualdad de todos los h o m b r e s ante el Señor, sobrevivieron a tales aberraciones. Con la Reforma fueron c o r r o b o r a d a s en las tesis de Martín Lutero, y en las n o r m a s a d o p t a d a s luego por la Iglesia r o m a n a . De este modo, paralelamente a una notable adaptación a las necesidades, preferencias y placeres terrenales, persistieron las doctrinas cristianas originales q u e preconizan el repudio de las aficiones m u n d a n a s , en el sentido pecuniario. La relación m á s especifica del cristianismo con la economía se desarrolló_en el terreno d e j a s leyes relativas al p r é s t a m o con interés. Se consideraba q u e el trabajo, como f a c t o F S e producción, era en sí algo bueno; J e s ú s y los apóstoles se refirieron a él en forma encomiástica; se e s t i m a b a que el t r a b a j a d o r era digno de su salario. Y no se criticaba con severidad la renta del terrateniente. Pero la doctrina cristiana primitiva c o n d e n a b a s e r i a m e n t e el cobro de intereses; al igual q u e entre los griegos, se la consideraba como una extorsión que los m á s a f o r t u n a d o s infligían a los infortunados, necios o empobrecidos, urgidos por necesidades y obligaciones s u p e r i o r e s a s u s medios. La concepción del p r é s t a m o como medio q u e el deudor pudiera utilizar a su vez para obtener g a n a n c i a s no tenía curso en la antigua Roma y no justificaba el cobro de intereses. En verdad, la búsqueda de tal justificación preoc u p a r í a a a l g u n a s de las m e n t e s m á s i n n o v a d o r a s d u r a n t e mil ochocientos o más años; a lo largo de todo ese período el prestamista a s u m i ó un papel dudoso, h a s t a reprensible, y si se t r a t a b a de un judío (y por tanto, afectado en forma m á s a m b i g u a por la prohibición de cobrar intereses) se convertía en un blanco obvio del antisemitismo. En épocas recientes llegó a formularse una teoría nada razonable^ según la cual las restricciones que la religión cristiana imponía al p r é s t a m o por interés otorgó a los judíos un papel principal en el desarrollo inicial del capitalismo. Esta tesis minimiza lamentablemente la capacidad de la doctrina cristiana de a c o m o d a r s e a las necesidades económicas, y la señalada im2. Su principal e x p o n e n t o f u e W c m c r S o m b a r I (1863-1941). h i s t o r i a d o r - e c o n o m i s i a .-ilvmún, I n v e s t i g a d o r diligente pero no del todo f i d e d i g n o . Dado su c a r á c t e r i n t u i t i v o y s u s inclinnciones q u e p o d r í a n c o n s i d e r a r s e a h i e r t u m e n e a n t i s e m i t a s , p r o c u r ó en s u s últim o s a ñ o s p r o p o r c i o n a r cierta b a s e teórica al n a c i o n a l s o c i a l i s m o . Véase, a e s t e r e s p e c t o . Ben B. Seli£;man, Main Currreftts in Modern Economics ( N u e v a York. T h e Free P r e s s of Glencoe. 1962), p á g s . 18-21.
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portancia de p r e s t a m i s t a s cristianos, como los Fugger,* los Imhof y los Weiser entre los grandes precursores europeos de ese gremio. Las d u d a s cristianas acerca de la licitud del p r é s t a m o con interés nunca fueron d i s i p a d a s por completo. Como se ha observado en el capítulo anterior, el usurero vulgar se encuentra, hasta el día de hoy, al margen de la respetabilidad convencional, y sólo en épocas relativamente próximas a nuestros días los propios banqueros han llegado a sentirse cómodos d e n t r o de s u s límites. John Pierpont Morgan, el m á s preeminente de los m a g n a t e s bancarios de Estados Unidos, se constituyó en todo un pilar sustentador muy visible de la Iglesia Protestante Episcopal, para lo cual, entre otros medios, prodigó la hospitalidad de su vagón ferroviario privado a obispos y teólogos que se t r a s l a d a b a n de un lugar a otro con motivo de reuniones eclesiásticas. Hubo quienes interpretaron esta actitud como una argucia destinada a contrarrestar su consabida imagen predatoria como máximo prestamista de su tiempo.
Los historiadores han escrutado muy atentamente y con poco éxito el pensamiento erudito y sacerdotal de los mil años que siguieron a la disolución del Imperio romano en busca de alguna expresión formal de ideas económicas: como en el caso de los griegos y de los romanos, el resultado ha sido exiguo. Y una vez más, el motivo no es difícil de averiguar. En efecto, la vida económica básica de la Edad Media se parecía muy poco a la actual, y por t a n t o no había necesidad de e x a m i n a r t e m a s como los que hoy consideramos importantes en el aspecto económico. En especial, el mercado, si bien fue a d q u i r i e n d o importancia con el correr de los siglos, sólo constituía un elemento secundario de la existencia. La inmensa mayoría de los c a m p e s i n o s vivía de lo que ellos m i s m o s cultivaban, criaban, cazaban o pescaban, se vestían con lo que hilaban y tejían, y entregaban parte de esos productos a sus a m o s o señores en pago de su derecho a proceder así, y de la protección que les prestaban mientras lo hacían. Como t r a b a j a d o r e s en c a m p o s y granjas, «los c a m p e s i n o s podían ser esclavos, siervos, propietarios, a p a r c e r o s o a r r e n d a t a r i o s ; podían tener por señores a la Iglesia, el rey, aristócratas, nobles, hidalgos ' o Fúcarc.í. los f ü m o s o s b^inqiicrns del cmpcr.Tclor C a r l o s V. (N
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y caballeros de mayor o menor rango, o ricos agricultores arrendatarios».^ pero sea cual fuere la relación entre patrono y trabajador, ya se tratara de un e s t a t u t o tradicional, de u n a obligación o de una compulsión, el hecho es que los p r o d u c t o s se entregaban, pero no se vendían. Siendo ésta la situación social de la inmensa mayoría del pueblo, sería a s o m b r o s o que hubieran llegado a concebirse sistemas desarrollados de ideas económicas según se las entiende actualmente. Lo importante, una vez más, fue la intromisión de la ética en la economía, a saber, la noción de equidad o de justicia en las relaciones entre a m o y esclavo, señor y siervo, terrateniente y aparcero. Entre los factores que d e t e r m i n a b a n la renta d e s e m p e ñ a b a n un papel f u n d a m e n t a l los conflictos o alianzas mediante los cuales un señor feudal a m p l i a b a su territorio, y por consiguiente sus ingresos, a expensas de otros señores. Es entonces lógico que la historia habitual se ocupe de tales conflictos, y no de los vínculos económicos. Podría añadirse que esta relación de la propiedad territorial con la renta ha tenido un efecto d u r a d e r o sobre el p e n s a m i e n t o político y militar. Hasta la fecha, el estratega militar intelectualmente rezagado contempla las fronteras en el mapa bajo la impresión de que algún señor feudal está al acecho para a t r a v e s a r l a s y apropiarse de tierras y otros bienes en algún país vecino. La mentalidad militar convencional no ha llegado todavía a c o m p r e n d e r plenamente que a p o d e r a r s e de una economía industrial moderna y administrarla con éxito es tarea más difícil que anexionarse territorios extranjeros.
Pero es preciso no llevar d e m a s i a d o lejos, como circunstancia predominante, la ausencia de operaciones comerciales o de mercados en la Edad Media. Había entonces ciudades, a u n q u e fueran minúsculas en comparación con las de épocas m á s recientes, y los señores feudales m á s prósperos tenían diversas necesidades o aspiraciones que eran satisfechas por mercaderes locales y extranjeros, o bien, mediante c o m p r a , por los artesanos de las corporaciones en el á m b i t o regional. Se trataba, en este caso, de un merca3. Fern.nnd Braudel. Civilization and Capitalism. lülh lSth Century, vol. 2. The Wheels of Commerce. Ii'.'ulucción al infjlc.s de Sian Rcyntilds (Nueva York, l i a r p u r a n d Row, 1982), páp. 256. Du m a n e r a p r o g r e s i v a , a m e d i d a q u e los e s c l a v o s f u e r o n e s c a s e a n d o en la era r o m a n a y con p o s t e r i o r i d a d , la e s c l a v i t u d f u e r e e m p l a z a d a por a l g u n a f o r m a d e a p a r c e r í a , c o m o s u c e d i ó d e s p u é s d e la g u c i r a civil en l i s t a d o s Unidos.
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do, pero como no d a b a la pauta de las relaciones cotidianas no era objeto de atención ni de reflexión especial. La economía, en todas s u s manifestaciones modernas, tiene el mercado como centro, y a la inversa^ en un m u n d o en el cual no correspondía a éste sino un papel subsidiario, y hasta esotérico, la teoría económica, tal como hoy la concebimos, no existía todavía. Y sin embargo, otra vez, h u b o excepciones. Las actividades de compra y venta, en la medida en que las hubo, atrajeron la reflexión y movieron la pluma del máximo filósofo religioso de su milenio, el m a r a v i l l o s a m e n t e prolífico s a n t o T o m á s de Aquino (1225-1274), nacido en Italia, ciudadano francés, y en verdad, europeo. Fue el primero del grupo de filósofos religiosos conocidos en la historia como los escolásticos. Y el dinero, es decir, el tema que mayor sugestión mágica reviste en la economía, a t r a j o la atención de otro teólogo de rara coherencia intelectual, Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux (c. 1320-1382). Así como los mercados sólo a b a r c a b a n en la Edad Media una pequeña parte de la vida cotidiana, no dejaban de p r e s e n t a r características especiales: m u c h a s de las ventas, como por ejemplo las de ganado, ocurrían entre individuos particulares, o bien tenían lugar entre mercaderes aislados o a g r u p a d o s , pudiendo también a j u s t a r s e a las reglas de los vendedores organizados en corporaciones. Estas últimas, representativas de los gremios, constituían u n a característica muy relevante de la vida económica medieval. Su objeto era múltiple: garantizar la calidad de la m a n o de obra, organizar fiestas s u m a m e n t e divertidas y otras celebraciones en fechas señaladas, ejercer influencia política y en especial, a u n q u e no siempre con éxito, regular los precios y los jornales de los t r a b a j a d o r e s . En el m a r c o de referencia del m u n d o medieval, la fijación impersonal o competitiva de precios p a r a las transacciones era b a s t a n t e excepcional. Salvo en rarísimos casos, saltaba a la vista la presencia de un poder de negociación superior frente a otro inferior, de un mayor o menor grado de poder de monopolio. Y en tales circunstancias se planteó la cuestión de la equidad o justicia del precio,i lo mismo q u e había sucedido en tiempos de Aristóteles, o como ocurre en la actualidad, c u a n d o hay una situación de monopolio. Santo Tomás de Aquino se refirió precisamente al tema de la equidad de los precios: «Respondo que es totalmente pecaminoso incurrir en f r a u d e con el expreso propósito de vender un objeto por un importe superior a su justo precio...
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Vender algo m á s caro, o comprarlo m á s barato de lo que en realid a d vale, es i n t r í n s e c a m e n t e un acto i n j u s t o e ilícito.»"' De este modo, el j u s t o precio q u e d a b a c o n s a g r a d o como obligación religiosa, y quien lo infringiera se vería sometido no sólo a la condenación moral de la c o m u n i d a d , sino t a m b i é n . a la sanción religiosa que correspondiera, si no en este mundo, en el más allá. El concepto del justo precio sobrevive, como ya he indicado, en las habituales referencias a lo que hay de justo, razonable o decente en el valor convenido mediante negociaciones entre las partes o tácitamente, c u a n d o se repudia al especulador, al h o m b r e de presa, al explotador o al vendedor o c o m p r a d o r excesivamente codicioso. Pero lo que nunca definió s a n t o Tomás, por lo menos en términos seculares útiles, es la forma de d e t e r m i n a r el j u s t o precio. Se trata por cierto de otra cuestión en la cual tienden a divergir inevitablemente las respectivas opiniones de compradores y vendedores, por honrados que sean. Y no puede suponerse que se tratara de un problema particularmente grato para Dios, a quien se refirieron en última instancia santo Tomás y los demás escolásticos. En este aspecto reside, pues, la m á s i m p o r t a n t e cuestión dialéctica de la vida económica, o sea, la relación entre la moralidad y el mercado. De estos dos términos, el s e g u n d o ha sido evocado durante siglos, desde la época de s a n t o Tomás, con un énfasis teológico aún mayor que el primero: «El mercado se encargará.» «Sólo cobro lo que el mercado admite.» Y con tal reiteración el mercado ha salido airoso; el justo precio de s a n t o T o m á s de Aquino se ha convertido en u n a curiosidad teológica, que ni siquiera un devoto teólogo tomaría en serio. Y el mercado, por su parte, ha adquirido una poderosa moralidad propia: «No hay que interferir en el mercado.» «Todos t e n e m o s derecho a un j u s t o precio de mercado.i) Y sin embargo, a u n q u e sólo sea exiguamente, también ha sobrevivido la noción de un orden de justicia superior a la del mercado. La legislación de salarios mínimos, por ejemplo, puede int e r p r e t a r s e c o m o m a n i f e s t a c i ó n necesaria de dicha justicia. Lo mismo ocurre con los precios mínimos de los productos agrícolas, 4. S n n t o T o m á s ele A q u i n o , Sumitia Tlieotofiica. Cuestión 77. « S o b r e cl f r a u d e comclido en la c o m p r a v e n t a » , en í-arly Ucunamic Thought, antología c o o r d i n a d a p o r A. U M o n r o e ( C a m b r i d g e , H a r v a r d University P r e s s . 192-1). págs. 54-55.
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a saber, «un precio j u s t o para el productor». Y lo mismo que los alquileres regulados en Nueva York y en otras g r a n d e s ciudades. Se trata en todos esos casos de situaciones que, según una bien establecida idea de nuestros días, menoscaba en grado s u m o la eficacia del mercado. Pese a lo cual subsisten, como un eco, quizá muy distante, de las e n s e ñ a n z a s escolásticas. Como se ha dicho, ,el justo precio de s a n t o T o m á s era sumamente subjetivo. Pero en cambio .se distinguía por su objetividad en otras materias. Por ejemplo, al e x a m i n a r la cuestión de si un vendedor puede o debería vender un producto defectuoso, a f i r m a que no debe hacerlo a sabiendas, y si llega a vender alguno por inadvertencia, debe indemnizar al comprador al descubrirse la falta. En cuanto a la cuestión de si el vendedor debe admitir la existencia de una imperfección en un artículo por otros conceptos aceptable, desde luego que debe hacerlo, a menos que «el defecto sea obvio, como en el caso de un caballo que sólo tiene un ojo))."^ De este modo, s a n t o T o m á s bien puede servir de guía para encarar la reciente agitación originada en E s t a d o s Unidos acerca de si los revendedores de coches u s a d o s deberían verse obligados a exhibir una lista de los defectos conocidos en los vehículos que tienen a la venta. Según las n o r m a s de santo Tomás, no habría por qué incluir en la lista los g u a r d a b a r r o s abollados, pero en cambio tendrían que figurar en ella los c a r b u r a d o r e s defectuosos o las c a j a s de cambios averiadas. Santo Tomás no sólo aceptó, sino q u e sostuvo enérgicamente, la proscripción del cobro de intereses, a la vez que examinó la licitud del comercio en general. Pero no condenó t o t a l m e n t e las actividades comerciales: Hay dos clases de intercambios. Una de ellas puede denominarse natural y necesaria, y por su intermedio se cambia una cosa por otra, o cosas por dinero, para satisfacer las necesidades de la vida... La otra clase de intercambios es la de dinero por dinero o de cosas por dinero, no para satisfacer las necesidades de la vida, sino para obtener un beneficio... La primera clase de intercambios es loable, por servir a las necesidades naturales, mientras que la segunda es justamente condenada.*^ 5. S a n t o Thou^bi, pág. 6. S a n t o 'lliniifíhi. páp.
T o m á s de A q u i n o . Sitiii'iia 61. T o m á s d e A q u i n o . Summa f)3.
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Con arreglo a esta definición, los comerciantes profesionales —agentes de bolsa, piratas financieros, especuladores, intermediarios— quedaron s u m i d o s en el oprobio moral junto con los prestamistas. También en su caso iba a ser necesario un largo proceso de rehabilitación. En Francia, d u r a n t e el siglo XVIII, los fisiócratas, a quienes se hará referencia en el capítulo V, estimaron que el comercio era una actividad esencialmente estéril, ajena a la producción de toda riqueza real. Y hasta en nuestros días, c u a n d o evocamos la creación de riqueza, tendemos a relacionarla con la producción de m e r c a n c í a s concretas vendibles, m i e n t r a s q u e la compraventa y la prestación de servicios no gozan de un predicamento similar. A raíz de ello el mercader, hasta hace poco tiempo, estaba m a r c a d o con u n a especie de estigma social, condición que padecieron en Gran Bretaña quienes a c t u a b a n «en el comercio» hasta bien entrado el siglo actual. Somerset Maugham, criado como huérfano en la familia de un clérigo, relató con elocuencia la generosidad de su tío, en su carácter de pastor protestante rural, al admitir en su feligresía a tenderos y otros comerciantes.
Es forzoso imaginar que d u r a n t e los cien a ñ o s t r a n s c u r r i d o s entre la época de s a n t o T o m á s y la de Nicolás de Oresme deben de haberse producido cambios de actitudes muy considerables. Así como el comercio (o sea. el capitalismo mercantil) era sospechoso a los ojos del primero, resultó en cambio de primordial importancia en opinión del segundo. Lo que debían hacer los príncipes era fomentar el comercio y crear para ello las condiciones favorables. Para Oresme, la principal de tales condiciones era la correcta administración financiera. No se incurre en f a n t a s í a s si se lo considera como el primero de los monetaristas. Resumiendo brevemente la historia del dinero,^ refiere la forma en que la acuñación de monedas de oro, plata y cobre —con pesos fijos y de ley— hizo superflua la tediosa labor de pesar las piezas de metal. A partir de ese m o m e n t o la r e s p o n s a b i l i d a d de la a c u ñ a c i ó n q u e d ó en m a n o s del príncipe, es decir, del gobierno. Y Oresme. tras adjudicar al gobernante esa función, dedica m u c h a s páginas de su obra a enumerarle en el lenguaje m á s a p r e m i a n t e s u s restantes debe7. lin su Traidic de I» Premiere hivenlimi des Moiiuaic.1. cu la aniiilía del inaprcciablt' M o n r o e , p á ^ s . «1-102.
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res. Por encima de todo, dice Oresme, el principe no debe rebajar (en s u s palabras, alterar) el contenido metálico de la moneda, advertencia q u e el filósofo repite varias veces: «¿Pues quién confiaría en un príncipe que disminuyera el peso o r e b a j a r a la pureza del metal de la moneda a c u ñ a d a con su propia marca?»" En otro pasaje: «Son en mi opinión tres las m a n e r a s en que pueden obtenerse beneficios del dinero, a p a r t e de su uso natural. La primera de ellas es el arte del cambio, la custodia y el tráfico de la moneda; la segunda es la u s u r a , y la tercera, la alteración de la moneda. La primera es rastrera, la segunda es mala, y la tercera, aún peor.»^ Y en un tercer lugar: «Es prerrogativa del s o b e r a n o condenar y castigar a los falsificadores y a cuantos practiquen cualquier clase de f r a u d e s con el dinero. Esto dicho, ¡cuán avergonzado debería sentirse al resultar culpable de un crimen que habría de castigar en otras personas con una muerte deshonrosa!»'® Oresme se expresa en términos particularmente severos contra el príncipe de un reino adyacente que había introducido de modo furtivo monedas adulteradas en la circulación monetaria de un país vecino, convencido de que los mercaderes extranjeros se abstendrían de hacer negocios dentro de un Estado cuya moneda no era de fiar. En efecto, la moneda buena y fiable favorece el comercio. Habiendo llegado a existir en su tiempo una gran cantidad de moneda de cobre, Oresme era partidario de a c u ñ a r piezas de oro y de plata (bimetalismo). Para los fines de las transacciones cotid i a n a s debía debía fijarse una proporción entre a m b o s metales; a ese efecto dio como ejemplo proporciones en peso de 20 partes de plata por 1 de oro, o de 25 de plata por 3 de oro, siendo esta última b a s t a n t e m á s favorable a la plata q u e la tasa de 16 a 1 que conmovió al Oeste de E s t a d o s Unidos a finales del siglo pasad o . " Nuestro filósofo reconoció que la evolución del s u m i n i s t r o de plata y de oro exigiría modificaciones en las t a s a s fijadas, pero alegó que éstas sólo debían alterarse si los a u m e n t o s o reducciones de la oferta eran de cierta importancia. Si bien no existen m u c h a s leyes económicas inmutables, es cierto que hay a l g u n a s cuyo grado de c e r t i d u m b r e es equiparable al de la máxima de Calvin Coolidge, posiblemente apócrifa, según la 8. 9. V. lü. II
Oresme. uOrreessm e . Oresme. Véase el
pág 92 pág. pag. 95. ya. pág. 97. c a p í t u l o XIl
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cual si se despide a mucha gente, sobreviene el paro. De similar categoría es la ley de G r e s h a m . según la cual la moneda mala desaloja a la buena, o sea, que las personas y las e m p r e s a s de toda clase, hallándose en posesión de dinero, parte del cual es sólido y acreditado, mientras que el resto está envilecido o es sospechoso por cualquier motivo, t r a s p a s a r á n a otros esta última moneda y se g u a r d a r á n la primera. En esta forma, la mala moneda desplaza a la buena de la circulación. Esta ley es atribuida a sir T h o m a s G r e s h a m , el gran mercader, financiero y diplomático de la época isabelina, y uno de los f u n d a d o r e s de la Bolsa de Londres. Y sin embargo, se trata de una de las atribuciones m á s erróneas de la historia. Oresme advirtió esa tendencia dos siglos antes, y es por otra parte problabe que ni siquiera él fuese el primero, pues se trata de la clase de descubrimientos económicos que están al alcance de todos. Suponiendo q u e en este m i s m o m o m e n t o haya alguna persona q u e tenga en su poder pesos mexicanos j u n t o con dólares e s t a d o u n i d e n s e s o f r a n c o s suizos, no hay q u e pensarlo mucho para saber en q u é forma, t r a t á n d o s e de alguien en su sano juicio, dispondría de e s a s divisas respectivamente para satisfacer sus necesidades actuales y para constituir s u s reservas. Y al observar que todo el m u n d o hace lo mismo, es seguro que alguien formularía esta comprobación bajo la forma de una ley. Los grandes lugares c o m u n e s de la economía nunca tienen descubridores originales: son tan evidentes que cualquiera puede advertirlos.
Durante todo este largo período no sólo escribieron sobre el tema s a n t o T o m á s y Nicolás de Oresme, pero de todos m o d o s no fue mucho lo que se escribió. Y la razón de ello es evidente: la economía, repetimos, no existe s e p a r a d a m e n t e de la vida económica. La rígida estructura jerárquica de la sociedad feudal encargaba y distribuía bienes y servicios, no con el incentivo de sus respectivos precios, sino en respuesta al imperio de la ley, la c o s t u m b r e y el temor a un castigo condigno y notoriamente doloroso. El mercado constituía una excepción esotérica, y nadie puede a s o m b r a r se de que los estudiosos no se ocuparan de él. Oresme, q u e en cambio lo hizo, reaccionó ante un m u n d o nuevo y en expansión, en el cual s u r g í a n con fuerza los m e r c a d o s y el dinero. A ese mundo, y a las ideas económicas que originó, dedicaremos ahora nuestra atención.
IV.
LOS M E R C A D E R E S Y EL ESTADO
Estramos ahora en uno de los períodos más acaloradamente discutidos que se examinan en esta historia, a saber, la era de los mercaderes, época de lo que se designa bajo el nombre de capitalismo mercantil o mercantilismo. Se considera que duró unos trescientos años, desde fechas bastantes inciertas del siglo XV hasta mediados del siglo XVlll, viniendo a coincidir su final con los comienzos de la Revolución industrial, la Revolución norteamericana, y la publicación de La riqueza de las naciones, de Adam Smith. Esta gran obra apareció en 1776, año de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Ambos acontecimientos guardaron cierta relación, pues uno y otro fueron enérgicas reacciones contra las políticas y prácticas económicas de la era mercantilista. Durante esos tres siglos, la doctrina económica no tuvo ningún portavoz renocido c o m p a r a b l e con Aristóteles en Grecia, s a n t o Tomás de Aquino en la Edad Media y bajo la ética feudal regulada por la Iglesia, o Smith, Marx y Keynes en años posteriores. «El mercantilismo era cualquier cosa menos un "sistema"; fue fundamentalmente el producto mental de los estadistas, los funcionarios públicos y los líderes financieros y comerciales de la época.»' Al igual que acontecería en Estados Unidos durante el siglo XIX, las cuestiones y las teorías económicas hallaron su expresión en una amplia corriente de medidas de política económica, no en el pensamiento de determinados economistas o filósofos. Luego abordaremos brevemente la labor de quienes estructuraron las ideas del mercantilismo; por el momento, hemos de entender la economía de esta era sólo bajo el aspecto de las condiciones económicas que entonces prevalecían y de su efecto práctico reflejado en la acción pública y privada. 1. Ali;.xander G r a y , Tßtc Development Green. I')48). pág. 74.
of Economic
Doctrine
(Londres.
Longmans.
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Desde la Edad Media había tenido lugar una expansión irregular pero continua del comercio dentro de los países europeos, entre ellos y entre Europa y el Mediterráneo oriental. En la época de los mercaderes se produjo un gran incremento del comercio tanto local como de larga distancia. Florecieron mercados muy diversos en los cuales se vendían tejidos, hilados, vinos, artículos de piel, zapatos, cereales (principalmente trigo) y m u c h o s otros productos; estas actividades se desarrollaban en ferias, en g r a n d e s cobertizos o salas públicas y en terrenos circundantes.- Los barcos transportaban productos de tierras cada vez m á s lejanas. Aparecieron los bancos, primero en Italia y después en Europa del norte. Los puestos de los c a m b i s t a s , en los cuales se pesaba y trocaban m o n e d a s de diferentes países, llegaron a convertirse en una característica habitual de la vida comercial. mercader surgió de las s o m b r a s feudales para convertirse en un personaje bien definido, y c u a n d o p r o s p e r a b a y operaba en vasta escala, era aceptado en sociedad y se cubría de prestigio.,, En todo el continente europeo la máxima jerarquía social continuó perteneciendo a los terratenientes, los descendientes de los barones feudales, entre quienes había muchos que conservaban su especial tendencia instintiva al conflicto armado y a la autodestrucción correspondiente. Pero ya en el siglo XV las ciudades mercantiles, como Venecia, Florencia y Brujas, sucedidas luego por Amberes, A m s t e r d a m , Londres y las de la Liga Hanseática, c o n t a b a n con distinguidas c o m u n i d a d e s mercantiles. Como en ellas el comercio era la ocupación general, desaparecía el estigma en un tiempo asignado a los mercaderes. Cabe a ñ a d i r que se trataba de c o m u n i d a d e s cuyo nivel artístico y cultural era por lo general m á s elevado q u e el de las viejas clases de propietarios rurales. En nuestros días, la arquitectura u r b a n a residencial y comercial m á s a d m i r a d a es la de los mercaderes. lEn las ciudades comerciales, los g r a n d e s mercaderes no sólo influían en el gobierno, sino que ellos m i s m o s eran el gobierno. Y en toda Europa, desde el siglo XV hasta el siglo XVlll, fueron adquiriendo una creciente influencia en los nuevos Estados nacionales. Sus ideas llegaron a d e t e r m i n a r la opinión pública, y a través de ella, la acción oficial. Cabe recordar también que su influencia 2. En la o b r a ya c i t a d a de F e r n a n d Braudi:!, Civilization and Capilalisni, I5lli-18lli Century, tr.iducción d e Sian R e y n o l d s ( N u e v a York. H u r p e r a n d Row. 1982). l o m o II. The Wheels of Commerce, figura u n a lúcida exposición del d e s a r r o l l o d e los m e r c a d o s durante esos años.
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provino en gran parte del hecho de que para poder sobrevivir, los mercaderes debían s u p e r a r en inteligencia a los m i e m b r o s hereditarios de las viejas clases terratenientes, inteligencia que por otra parte llegó a incluir ideas muy claras acerca de la forma en que el E s t a d o podía servir a s u s intereses.
C o n j u n t a m e n t e con la proliferación de los m e r c a d o s y el ascenso de la clase mercantil tuvieron lugar otros tres acontecimientos que habrían de influir en las actitudes y las políticas económicas de la época. El primero de ellos lo constituyeron los viajes de descubrimiento a América y el Lejano Oriente., En 1492 Colón, m a r i n o form a d o por los p o r t u g u e s e s , llegaba a América. Cinco a ñ o s m á s tarde, el navegante lusitano Vasco da G a m a llegaría a la India, y en las décadas posteriores continuaron las expediciones, en un principio desde E s p a ñ a y Portugal, y posteriormente desde Inglaterra, Francia y Holanda. Ello ocasionó un flujo de nuevos y exóticos productos que se i m p o r t a b a n a Europa desde el Oriente, y lo que es todavía m á s importante, una serie continua de c a r g a m e n t o s de oro y plata de las minas del Nuevo Mundo. Según uno de los mitos históricos m á s persistentes, se trataba del oro a c u m u l a d o en los tesoros de los incas y de los d e m á s pueblos americanos que sólo era cuestión de recoger. Pero en realidad, como se ha dicho, el metal importado en mayor cantidad era la plata, que no se encontraba en forma de lingotes ni de adornos, sino que era arrancada del subsuelo por el penoso t r a b a j o de decenas y centenares de miles de indios, cuya vida laboral era tan breve como difícil en las minas de San Luis Potosí y de G u a n a j u a t o en México, y en las de otros parajes de la Nueva España. Entre 1531 y 1570, cuando esta corriente se acercaba a su culminación, la plata representó entre el 85 y el 97 por ciento del peso total de los tesoros transportados a Europa.^ L a s minas del Nuevo Mundo y los galeones que^ expuestos a los caprichos de los vientos, a las inclemencias del tiempo y a la ocasional intrusión de los piratas,'' t r a n s p o r t a b a n los metales pre3. CsCis c i f r a s f i g u r a n en Barl J. H a m i l l o n , Amcricaii Treasure and lite Price Kevohilioii in S/iain, 1501-1650 ( C a m b r i d g e . H a r v a r d University Press, 1934). p á g . 40. El profesor H a m i l l o n . de la Universidad Duke y d e la de Chicago, es la principal a u t o r i d a d s o b r e el flujo de metales preciosos a E u r o p a y la c o n s i g u i e n t e revolución de los precias, c o m o él o p t ó por d e s i g n a r l a . 4. El papel de los p i r a t a s , c o m o ha o b s e r v a d o H a m i l l o n . ha s i d o t a m b i é n m u y exagerado. La mayoria de los b u q u e s de la flota del tesoro llegaban i n t a c t o s a los p u e r t o s españoles: el n ú m e r o d e p é r d i d a s q u e se l a m e n t a r o n y c e l e b r a r o n f u e r e l a t i v a m e n t e p e q u e ñ o .
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ciosos a la peninsula ibérica fueron los factores que precipitaron el segundo gran acontecimiento de aquellos años, a saber, el notable ascenso de los precioso El tesoro afluía a E s p a ñ a , en donde, conforme a la ley, debía ser acuñado, y luego seguía viaje a otros países europeos, para pagar las compulsivas operaciones militares españolas y pagar las mercancías que se i m p o r t a b a n . Debe tenerse en cuenta que d u r a n t e aquella época la guerra constituía una ocupación de capital importancia que se llevaba el grueso del gasto público. Max Weber (1864-1920), el gran sociólogo alemán, calculó que a p r o x i m a d a m e n t e el 70 por ciento de los ingresos públicos de E s p a ñ a y alrededor de las dos terceras partes de los ingresos de otras naciones europeas se g a s t a b a n de esa forma.^ El efecto d e j a gran afluencia de metales preciosos fue el incremento general de los precios» j n a n i f e s t a c i ó n inicial de la teoría cuantitativa del dinero, según la cual, d a d o cierto volumen de intercambio, los precios varían en proporción directa con la oferta de dinero. El incremento de los precios se inició en E s p a ñ a y se extendió luego al resto de Europa, siguiendo el itinerario de la plata y del oro- Entre 1500 y 1600 los precios probablemente se quintuplicaron en Andalucía. En Inglaterra, si se toma como base 100 el nivel de los precios d u r a n t e la segunda mitad del siglo XV, o sea, poco antes de Colón, el a u m e n t o había llegado a 250 a fines del siglo XVI y a p r o x i m a d a m e n t e a 350 d u r a n t e el decenio de 1673-1682.^ En nuestros tiempos, para naciones como México, Brasil o Israel, una evolución similar sería considerada como un período de estabilidad monetaria. P e r o ^ n aquella época estos movimientos de precios mostraron que la existencia de una moneda metálica f u e r t e —el p a t r ó n oro y plata— era c o m p a t i b l e con la inflacióru^La relación entre éstos y la oferta de dinero —asunto que en épocas posteriores llegaría a ocupar, de m a n e r a casi excluyente, la atención del p e n s a m i e n t o económico— empezó a ser un tema de los comentarios sobre economía de la época. Jean Bodin (1530-1596), al escribir en 1576 acerca de esta cuestión, c u a n d o la importación de metales preciosos estaba en pleno auge, dijo lo si-
5. Ciindo p o r Earl J. H a m i l t o n en « A m e r i c a n T r e a s u r e und ihc Rise of C a p i l a l i s m (I500-1700)>1. en Economica, vol. 9, n u m . 27 ( n o v i e m b r e d e ¡929). pág. 340 6. v é a s e Abbol P a y s a n Usher, c i t a d o p o r Georg Wiehe en
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guienie: «Creo q u e los altos precios que rigen en la actualidad son ocasionados por cuatro o cinco c a u s a s distintas. La principal, y podría decirse la única [a la que nadie se ha referido h a s t a a h o r a ] es la a b u n d a n c i a de oro y plata.»' Y a continuación señaló que el monopolio era la segunda de e s a s c a u s a s . Otro efecto de la gran afluencia de plata y oro fue el ejercido sobre el volumen del intercambiol o sea, sobre la magnitud de la propia actividad mercantil.! H u b o quienes creían, como algunos siguen opinando ahora, que el papel del dinero es f u n d a m e n t a l m e n te neutral: según ellos, se trata únicamente de un instrumento para la c o m p r a y venta de mercancías, un expediente para s u b s a n a r el lapso de tiempo que trancurre entre la venta y la c o m p r a de bienes, una forma conveniente de atesorar. Por otra parte, la situación del mercado, es decir, el volumen de mercancías y de servicios producidos y disponibles para la venta y la c o m p r a , depende, en el marco de esta hipótesis, de factores m á s f u n d a m e n t a l e s y más refinados. ^En realidad, puede asegurarse que la revolución de los precios, o sea, la inflación, ocurrida d u r a n t e los siglo XVI y XVII, constituyó una fuerza muy estimulante, pues en esa situación, al revés de lo q u e sucedería en un período de d i s m i n u c i ó n de los precios o de deflación, al contar con algún activo duradero, o al contratar alguna compra para reventa f u t u r a , podía preverse un beneficio en términos monetarios corrientes debido al e s p e r a d o a u m e n t o de precios. Sería muy difícil poner en d u d a la t r e m e n d a influencia favorable que representó para el comercio la persistencia de tal estado de cosas, mientras continuaron afluyendo los metales preciosos desde América. También puede s u p o n e r s e que era cada vez mayor el n ú m e r o de personas con acceso a la adquisición de dinero, p r o p e n s a s por lo m i s m o a considerarlos como un fin en sí. Esta inclinación fue probablemente enunciada en la forma m á s elocuente por el propio Cristóbal Colón. «El oro —dijo— es excelentísimo: del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el m u n d o y llega a que echa las á n i m a s al paraíso.
7 J e a n Bodin. Supptemcut n Les Six Livres de ta Rèpuhlitftie. en F.arty Ecotunnic Thoughl, aniologiii c o o r d i n a d a por A. t . M o n r o e ( C a m b r i d g e , H a r v a r d University Press, 1924). pág. 127. 8 C i t a d o en Eric Roll. A History of Economic Thought ( N u e v a York. P r e n t i c e Hall. 1^42). pág. 61. Lii cita p r o v i e n e de u n a c a r t a r e m i t i d a d e s d e J a m a i c a en 1503. citada t a m b i é n por Marx en su Crítica de la Hcottomia Puliiica. Una versión algo d i f e r e n t e figura en R. H. T a w n c y , Religion and the Rise of Capitalinis ( N u e v a York, Harcoijrt a n d Urace, 1926), pág. 89. ( F u e n t e en c a s t e l l a n o : Relaciones y cartas de Cristóbal Colón ( M a d r i d . Biblioteca Clásica, l«92, pág. 377)].
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También es cierto q u e el gran flujo de plata y oro contribuyó a fijar la atención de mercaderes y gobiernos sobre estos metales y sobre las políticas m á s eficaces para incrementar su cantidad, ya fuera en su propiedad o bajo su control. Esto último, en particular, fue un elemento decisivo p a r a la concepción y la política del mercantilismo. .El tercero y m á s importante de los acontecimientos de esos largos a ñ o s fue la aparición y consolidación de la autoridad del Estado moderno; proceso que no llegaría a culminar hasta la unificación de Italia en 1861 y de Alemania, en Versalles, diez años después.» Los siglos anteriores habían visto la decadencia de los señores feudales c o m p u l s i v a m e n t e belicosos, y el surgimiento del poder de los príncipes y de las a u t o r i d a d e s u r b a n a s . iLa creación de los E s t a d o s nacionales fue sólo el último eslabón de una larga cadena de acontecimientos históricoSuN Con la aparición del Estado nacional sobrevino una vinculación todavía m á s íntima entre la autoridad pública y los intereses mercantiles.« Durante mucho tiempo se ha discutido qué sucedió primero. ¿Fue el E s t a d o quien se a t r a j o a los mercaderes para hacerlos propicios a su superior a u t o r i d a d ? ¿O bien fue un E s t a d o fuerte el instrumento necesario para el poder de los comerciantes^ La teoría económica, como t a n t a s otras, padece el problema de la prioridad entre el huevo y la gallina. Gustav Schmoller (1838-1917), historiador y economista alemán, y Eli Filip Heckscher (1879-1952), el gran historiador económico sueco, uno de los maestros de su profesión,' sostuvieron que el servicio y sumisión a los intereses de los mercaderes fue la tendencia natural de los Estados nacionales; los mercaderes, por su parte, facilitaban al gobierno los recursos económicos que necesitaba para el sostenimiento de su poder tanto en el ámbito interior como en la esfera internacional. Ya fuera luchando entre si, o a la inversa, en relaciones de cooperación, los comerciantes ayudaron a crear y consolidar el poder del E s t a d a , «Las oscilaciones de la política oficial d u r a n t e el largo período en el que el mercantilismo tuvo la hegemonía no pueden entenderse sin comprender hasta qué punto el Estado era criatura de intereses comerciales variables, cuyo único objetivo común era contar con un Estado fuerte, siempre que pudieran manipularlo exclusivamente en beneficio propio.»'" 9 Ouicn se o c u p ó e x t c n s a m e n l c de c s i a s c u e s t i o n e s en los d o s v o l ú m e n e s d e Mcrcanlitism. o b r a t r a d u c i d a por Mendel S h a p i r o ( L o n d r e s . G e o r g e Allen a n d U n w i n . 1935). 10 Roll. pág. 59.
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A la inversa, según la concepción opuesta, la construcción de las naciones obedeció a u n a dinámica propia del poder, con respecto a la cual la influencia y la riqueza de los comerciantes sólo fueron factores contribuyentes. Esta diferencia de opiniones no puede conciliarse, pero nadie discute seriamente la influencia de los mercaderes en los nuevos E s t a d o s nacionales. T a n t o el orden interno como la prolección exterior servían f u e r t e m e n t e a s u s intereses, y éstos, a su vez, eran c o n t r a p u e s t o s a las viejas rivalidades y conflictos feudales. Y se beneficiaban también de políticas m á s especiales, favorables al bienestar de los mercaderes. De estas necesidades y aspiraciones provienen las ideas y los actos inspirados por el mercantilismo, q u e e x a m i n a r e m o s a continuación.
Obvio es mencionar que e! mercantilismo representó una señalada r u p t u r a con las actitudes éticas y con las prescripciones de Aristóteles y de s a n t o T o m á s de Aquino, como con las p r o p i a s del Medievo en general.! Dado que los mercaderes b u s c a b a n abiertamente la riqueza en una sociedad en la cual ejercían influencia, por m o m e n t o s dominante, tal actividad perdió sus connotaciones perversas o negativas. Los mercaderes eran acomodaticios en asuntos de conciencia. Es posible que el p r o t e s t a n t i s m o o en particular el p u r i t a n i s m o " hayan coadyuvado a este proceso, pero en definitiva la fe religiosa, como siempre, se a d a p t ó a las circunstancias y necesidades de la economía. A medida q u e la riqueza y las actividades d e s t i n a d a s a lograrla fueron haciéndose respetables, también adquirió respetabilidad, en ausencia de excesos, el p r é s t a m o con interés. Ésta fue otra forma de adaptación a la realidad imperante. Hacia fines de la Edad Media, como hemos podido verificar a b u n d a n t e m e n t e , había surgido ya la distinción entre las diferentes clases de interés. Por ejemplo, podían condenarse con indignación los intereses que representaban una exacción impuesta a los menesterosos por los afort u n a d o s . O bien los que se c o b r a b a n a algún noble o príncipe pródigo, que gracias a su importancia y a su buena oratoria podía 1I »Iii cspirilu c a p i t n i i s i a es tan n n l i g u o c o m o l.n hisloria», o b s e r v ó R. H. T a w n c y . ny no fue. c o m o se ha d i c h o a veces, e n g e n d r a d o p o r el p u r i l a n i s m o . Pero e n c o m r ó en a l g u n o s a s p e c t o s del p u r i t a n i s m o t a r d í o un tónico q u e p u s o en acción s u s e n e r g í a s y fortificó su t e m p e r a m e n t o ya vigorosoii. T a w n c y , pág. 226.
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hacerse escuchar cuando protestaba contra los pagos abusivos que se le exigían. Pero no sucedía lo nnismo c u a n d o el prestatario obtenía beneficios de la utilización del préstamo. En ese caso, sobre la base de una elemental equidad podía sostenerse que debía compartir s u s beneficios con el p r e s t a m i s t a q u e los había hecho posibles. indemnizándolo al m i s m o tiempo por el riesgo de pérdida. T a n t o la doctrina de la Iglesia católica como la de las protestantes, a u n q u e sólo g r a d u a l m e n t e , y de mala gana, fueron haciendo las concesiones necesarias a las circunstancias de la economía. Así llegó a resultar legítima la financiación de las operaciones mercantiles con dinero prestado, y ya no se negó a los comerciantes el acceso al paraíso. concepto del justo precio también fue perdiendo terreno ante el avance del mercantilismo, pues la s u p r e m a preocupación de los mercaderes no era sostener precios d e m a s i a d o elevados, sino impedir que la competencia los redujera en excesfl^ tema q u e pronto examinaremos. Los salarios tuvieron un papel escaso o nulo en la teoría y en la práctica del mercantilismo. En esto fue d e t e r m i n a n t e el papel del comercio exterior, como d i n a m o s actualmente. Los trabajadores distantes, ya fueran esclavos, siervos u h o m b r e s libres, que producían telas, especias, azúcar o tabaco en tierras remotas de Oriente u Occidente, no eran t o m a d o s en cuenta para n a d a . Pero lo mismo sucedía con los t r a b a j a d o r e s de regiones m á s cercanas. Las m a n u f a c t u r a s domésticas implicaban que marido, mujer e hijos t r a b a j a r a n en el hogar, t r a n s f o r m a n d o en telas la materia prima s u m i n i s t r a d a por el mercader. Tampoco en este caso se pagaba un salario propiamente dicho, pues el empresario mercantil pagaba simplemente por el t r a b a j o la s u m a necesaria para que éste fuera ejecutado. Como sobre esta base no podía edificarse una teoría de salarios, no h u b o ninguna que valiera la pena dentro del pensamiento mercantilista. La industria doméstica exige una atención particular. En siglos posteriores, el sistema fabril, con sus miríadas de t r a b a j a d o r e s enc u a d r a d o s y regimentados, evocaría u n a vivida imagen de explotación. En cambio, las industrias domésticas o a l d e a n a s parecerían suscitar, por contraste, una impresión de independencia familiar y de benévola autoridad y responsabilidad paterna, es decir, una escena traquila desde el p u n t o de vista social. Las p e r s o n a s propensas a la ternura imaginan todavía hoy la posibilidad de dedicarse
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a artes y oficios ejercidos en el hogar, para huir de las disciplinas más rigurosas del m u n d o económico. En la India se exige a todos los gobiernos, y a casi todos los políticos, según la mejor tradición gandhiana, que fomenten la recuperación de las industrias domésticas, incluidas las de hilados y tejidos que atrajeron a los mercaderes y a las g r a n d e s c o m p a ñ í a s mercantiles a M a d r a s , Calcuta y Bengala en la era del capitalismo comercial. Son al parecer muchos los que han olvidado la terrible explotación infligida a hombres y mujeres bajo la a m e n a z a de morir de h a m b r e , y de igual modo a los hijos por s u s padres. Por otra parte, la gerencia des e m p e ñ a d a por un cabeza de familia no raya siempre a gran altura en c u a n t o a eficacia e inteligencia. Sería bueno q u e muchos de los que han descrito o celebrado el idilio hogareño de las industrias domésticas a lo largo de los siglos h u b i e r a n experimentado p e r s o n a l m e n t e s u s rigores c u a n d o constituía la única f u e n t e de ingresos.
Volviendo al mercantilismo y a sus d e c a n t a d a s creencias —o errores, como se las denominaría posteriormente — d e b e m o s referirnos en primer lugar a la «actitud negativa de los mercaderes con respecto a la competencia. T a n t o la detestaban, que a p r o b a r o n la adopción del monopolio, o de la regulación monopolista de precios y productos. Asimismo, dada la influencia que los mercaderes ejercían sobre el Estado, prevaleció una honda creencia en la benignidad del m i s m o y en las v e n t a j a s de su intervención en la economía. Y Por último, como c u a d r a b a a un medio en d o n d e pred o m i n a b a la mentalidad de los comerciantes, se convino con éstos en que la acumulación de oro y plata —riqueza pecuniaria— debía constituir el primer objetivo de la política personal y pública^ a la cual debían dirigirse invariablemente los esfuerzos individuales y la regulación pública: «Siempre es mejor vender mercancías a los d e m á s que comprárselas, pues lo primero otorga ciertas ventajas, mientras que lo segundo acarrea inevitables perjuicios.»'^ 12. kHI m e r c a n t i l i s m o , c o m o el luctor puccJu ya h a b e r o b s e r v a d a , no esiá ni s i q u i e r a hoy c o m p l e l a m c n i c m u e r t o , pero s u s e r r o r e s f u e r o n d e n u n c i a d o s hace ya m u c h o tiempn.ii Allyn Young, p r o f e s o r de e c o n o m í a m u y inriuycnle. d e la U n i v e r s i d a d d e H a r v a r d , q u e falleció en t e m p r a n a e d a d , e n u n c i ó esta c o m p r o b a c i ó n en un c e l e b r a d o a r t i c u l o p a r a la edición de 1932 de la Rncyctopaedia Uriiannica. r e p r o d u c i d o luego en e d i c i o n e s posteriores, vol. 7. pág. 926 13 J o h a n n J o a c h i m Hecher. r e p r e s e n t a n t e a l e m á n del p e n s a m i e n t o m e r c a n t i l i s t a . cit a d o un Roll, pág. 62.
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Con el t r a n s c u r s o de los años y con el ocaso de la era mercantil, el mercado competitivo pasó a convertirse en un tótem religioso, y el monopolio en el único defecto deplorable en el seno de un sistema por otros conceptos óptimo: Posteriormente ,se hizo evidente que la noción de la riqueza nacional/no dependía de la oferta de dinero, sino de la producción total de bienes y servicios.' Asi resulta fácil compt^ender por qué se a d o p t ó una actitud desdeñosa frente a la política mercantilista, y por qué en un m o m e n t o d a d o p u d o considerarse q u e la peor falta en un economista o en un legislador o asesor en materia económica era su adhesión a las tend e n c i a s del m e r c a n t i l i s m o ^ En esta f o r m a llegaron a i m p o n e r s e concepciones m á s acertadas, pero es preciso reconocer que el mercantilismo constituyó en su m o m e n t o una expresión relevante y predecible de los intereses del príncipe y el comerciante. Como acaba de observarse, a los mercaderes de la era mercantilista no les a g r a d a b a la compentencia en materia de precios, desagrado éste q u e m u c h o s comerciantes comparten todavía en la actualidad. En cambio, les convenían los métodos opuestos, como por ejemplo los convenios o acuerdos entre los vendedores respecto de los precios, el otorgamiento de concesiones o patentes de monopolio por parte de la Corona en relación con d e t e r m i n a d o s productos, el monopolio del comercio con alguna región del planeta, y la prohibición de toda producción que pudiera p r e s e n t a r competencia, así como la venta de los productos respectivos en las colonias del Nuevo Mundo. La tendencia a identificar los intereses de d e t e r m i n a d o g r u p o con el interés nacional no es un factor q u e pueda sorprender a los observadores modernos. En forma similar, las existencias de metales preciosos en manos de un comerciante era en aquellos tiempos el índice simple y fidedigno de su eficacia financiera. No hay tendencia m á s trillada que aquella según la cual lo que es bueno para el individuo es bueno para el Estado, opinión que ha sido denominada «falacia de la composición». Según ésta, en su f o r m a moderna habitual, lo que es conveniente para la economía privada en materia de ingresos, gastos y d e u d a s , es conveniente pari passu para el gobierno. ,Hace ya mucho tiempo que se considera q u e la insistencia mercantilista en la acumulación de oro y plata como objetivo de la política pública constituye u n a falacia de composición.. No está claro que lo fuera. Como ya se ha observado, aquéllos eran a ñ o s de persistentes conflictos bélicos, y con los metales preciosos podían com-
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p r a i s e los b u q u e s y los suministros indispensables para m a n t e n e r las tropas y sostener las c a m p a ñ a s militares. Las referencias al oro y la plata como «el nervio de la guerra» figuran con frecuencia en las exposiciones de la política mercantilista. De ello se deduce q u e los g o b e r n a n t e s e s t a b a n en lo cierto c u a n d o v i n c u l a b a n el poder militar y las fuerzas nacionales con políticas que les permitían o parecían permitirles la acumulación de dichos metales. mercantilismo tenía fuertes raíces en la defensa nacional y en las guerras de agresión^ § u s manifestaciones prácticas, los decretos y leyes mercantilistas, incluían la imposición de aranceles a d u a n e r ö s y de distintas clases de prohibiciones a la importación^ También implicaban la concesión de patentes de monopolio^ la cual era práctica habitual en la Inglaterra isabelina y se llevaba a cabo incluso en artículos tan secundarios como las baraja» de cartas. E s t a s concesiones fueron una merced oficial que continuó hasta que fueron derogadas por el Parlamento d u r a n t e el reinado de J a c o b o I mediante el Estatuto de los Monopolios, adoptado en 1623-1624. J a m b i é n se practicaba el registro oficial de las grandes compañías mercantiles^ tema al cual nos referiremos m á s adelante. ^Por último, tuvieron lugar persistentes esfuerzos oficiales para limitar la exportación de oro y plata^, Éstos, según podemos suponer, fueron en gran parte infructuosos. Al igual que en el control de c a m b i o s actual, del que constituyó un precoz antecedente, la prohibición se b u r l a b a con facilidad, y la evasión, a diferencia del hurto o el asesinato, no p e r t u r b a b a significativamente el sentido moral de la c o m u n i d a d , ni el de quienes la p e r p e t r a b a n . Hacen legión los estudiosos que observaron la circunstancia de que la lucha de los E s t a d o s mercantilistas por obtener una balanza comercial favorable —o sea, que el valor de las exportaciones sea mayor que el de las importaciones— no era un juego en el que todos pudieran salir ganadores. Pocas verdades son m á s evidentes en el terreno de la economía. Pero esto no indujo a ningún E s t a d o a d e s i s t i r del e s f u e r z o , como t a m p o c o lo i n d u c e a h o r a . Hasta el día de hoy, toda nación ha mirado a su balanza comercial y se ha p r e g u n t a d o si no podría mejorarse.''*
M. Con la n n i n b l e exccpciñn. en el m o m e n t o d e r c d a c t u r e s t a s linens, del J a p ó n a m e d i a d o s del decenio d e 1980.
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La era del capitalismo mercantilista que aquí analizamos fue rica en precedentes de políticas q u e luego asumirían importancia y darían lugar a polémicas, como por ejemplo la intervención del Estado en favor de la industria, la protección arancelaria y una política de la balanza comercial. Pero mayor trascendencia que lodos ellos revistió la aparición de un elemento que se convertiría, durante la época contemporánea, en la institución económica predominante, a saber, la gran empresa moderna., Al principio se t r a t a b a de una nueva asociación provisional de individuos que a u n a b a n s u s esfuerzos y sus capitales para u n a tarea común o para alguna expedición mercantil, y para asegurar precios no competitivos en la compra y venta de los productos respectivos. Los orígenes de estas asociaciones, o de otras similares, pueden rastrearse ya en los gremios medievales. En el siglo XV los «Mercaderes Aventureros», mercaderes que vendían telas inglesas en el continente, se a g r u p a r o n en una federación b a s t a n t e laxa que con el tiempo fue a d o p t a n d o una forma m á s cohesiva. Por aquel entonces, tanto en la Compañía de Moscovia, f u n d a d a en 1555, como en la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, creada en 1602, el capital ya no estaba comprometido exclusivamente a un viaje o una actividad particular, sino que constituía la base p e r m a n e n t e de t o d a s las operaciones. Durante ese mismo período se constituyó la Compañía Británica de las Indias Orientales, institución que resultaría muy d u r a d e r a (1600 a 1874),'^ y en 1670 la corporación elegantemente denominada «Caballeros Aventureros Mercaderes de la Bahía de Hudson», q u e existe todavía, si bien su casa matriz se ha t r a s l a d a d o de Gran Bretaña al Canadá. Por su parte, la Compañía Francesa de las Indias Orientales obtuvo su patente en 1664., Cada una de esas c o m p a ñ í a s gozó de un monopolio concedido para explotar las regiones que se les habían asignado o que habían escogido. Todas ellas se veían a s i m i s m o en la necesidad de resistir, mediante el uso o la amenaza de las armas, la penetración de los restantes monopolios nacionales a quienes se habían otorgado privilegios similares. De esta forma, las empresas hicieron su aparición no sólo como i n s t r u m e n t o s comerciales, sino también bélicos. A f i n e s del s i g l o XVII y p r i n c i p i o s del s i g l o XVlll p r o s i g u i ó el registro de c o m p a ñ í a s por a c c i o n e s , c o m o llegaron a titularse, c o n 15.
En rcnlidnd. l u v o fin luego d e la Rebelión de los C i p a y o s . en 1857.
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una creciente variedad de objetivos. Mediante este proceso, tanto el comercio con las colonias a m e r i c a n a s como el gobierno de las m i s m a s q u e d a r o n en m a n o s de c o m p a ñ í a s registradas. En los decenios posteriores a 1700 surgió un nuevo y m á s espectacular antecedente de las corporaciones modernas, concretado en las alzas tan e x u b e r a n t e s como i n s e n s a t a s de las bolsas de valores de París y Londres. En la primera de estas dos ciudades, bajo los auspicios (y desde cierto p u n t o de vista, gracias al genio) de John Law, se desató una a s o m b r o s a inflación de las acciones emitidas por la Compañía del Mississippi (Compagnie d'Occident), que había sido creada para explotar u n a s m i n a s de oro s u p u e s t a mente ricas, pero por desgracia imaginarias, en el territorio de Luisiana. En Londres, a su vez, se crearon la Compañía de los Mares del Sur y otras por el estilo, entre ellas una destinada a la explotación de una f u e n t e de energía hasta ahora insuficientemente utilizada, a saber, la rueda del movimiento continuo, y otra, muy celebrada en la historia de la especulación por su misterio, destinada a «ejecutar un proyecto muy rentable q u e nadie s a b e en qué consiste».'^
Si bien la doctrina mercantilista puede ser entendida primordialmente sobre la base de sus orientaciones práticas y de su promoción empírica, hubo en todos los nuevos Estados nacionales autores que se dedicaron con cierta coherencia a e s t r u c t u r a r s u s principios generales. Cabe destacar a Antoine de Montchrétien (1576-1621) en Francia, Antonio Serra ( d a t o s biográficos i m p r e c i s o s ) en Italia, Philipp W. von Hornick (1638-1712) en Austria, J o h a n n Joachim Becher (1635-1682) en Alemania, y Thomas Mun (1571-1641) en Inglaterra. Los estudiosos de esta materia han c o m p r o b a d o q u e las 16. C h a r l e s Mackay, Memoirs of Extraordinary Popular Delusions and the Madness nf Crowds ( L o n d r e s , Richard Bentley. 1841; Boston. L. C. Page. 1932), pág 55. En esta libra se p r o p o r c i o n a n o t r o s d e t a l l e s de i n t e r é s . T a n t o en I-rancia c o m o en I n g l a t e r r a e s t o s e p i s o d i o s d e j a r i a n un d u r a d e r o r e s i d u o d e d e s c o n f i a n z a En F r a n c i a , hacia los b a n c o s , p a r q u e en este p a í s la B a n q u e Royale de J o h n Law f u e p r o t a g o n i s t a d e lo o c u r r i d o . En I n g l a t e r r a , hacia las e m p r e s a s en general, d a n d o l u g a r a l:i a d o p c i ó n de r e g l a m e n t o s m á s estrictos, c o n f o r m e a las l l a m a d a s Bubble Acts (Leyes de la B u r b u j a ) [de iiSoulli Sea nubble», la « B u r b u j a de los m a r e s del S u m , n o m b r e q u e se dio a la o p e r a c i ó n f r a u d u l e n ta d e Robert Harley. (N. de l.)] A d a m S m i t h , al a t a c a r d u r a m e n t e las pnliticas de la época del m e r c a n t i l i s m o , no excluye d e s u s criticas a las s o c i e d a d e s por a c c i o n e s . Los d i r i g e n t e s de s o c i e d a d e s a n ó n i m a s y s u s p o r t a v o c e s q u e citan hoy a S m i l h c o m o f u e n t e de toda justificación y de toda v e r d a d sin h a b e r s e t o m a d o la molestia de leerlo, q u e d a r í a n p a s m a d o s y d e p r i m i d o s si se e n t e r a s e n de q u e si p o r él h u b i e r a sido, no h a b r i a p e r m i t i d o la existencia de s u s r e s p e c t i v a s c o m p a ñ í a s .
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obras de todos ellos en general sólo brindan elementos de juicio restringidos, pues se limitan a exponer con mayor o menor brevedad los mismos conceptos, y presentan más afirmaciones que argumentos. Se intuye que s u s opiniones, sin excepción, no son propias, sino m á s bien de los mercaderes de quienes fueron portavoces. T h o m a s Mun fue, en muchos aspectos, el m á s distinguido de todos, y desde luego el m á s conocido en el m u n d o de habla inglesa; su obra m á s notable, England's Treasure by Forraign Trade or The Balance of our Forraign Trade is the Rule of our Treasure, fue publicada p o s t u m a m e n t e en 1664. Lo mismo que J a m e s y John Stuart Mill en épocas posteriores, estuvo empleado al servicio de la gran Compañía de las Indias Orientales. Durante ese período, la compañía estaba autorizada a exportar p a r a s u s fines 30.000 libras esterlinas en oro o plata en ocasión de cada viaje, siempre que volviera a importar la misma s u m a en un plazo de seis meses. Éste era un recurso mercantilista preciso y práctico p a r a conservar los fondos, que Mun preconizó e n t u s i á s t i c a m e n t e en s u s primeros escritos. Más tarde, c u a n d o ya no estuvo obligado a defender esta clase de a r g u m e n t o s , rectificó y se pronunció terminantemente en contra de una política tan dispendiosa. El único elemento que alivia el tedio de los escritos mercantilistas es su apelación expresa, a veces emotiva, y h a s t a lacrimosa, a los propios intereses, o en favor de éstos. Montchrétien, en un p a s a j e con delicadas resonancias m o d e r n a s , describe a los lectores «los tiernos suspiros de las m u j e r e s y los lamentables llantos de los niños de quienes han padecido en su t r a b a j o los efectos de la competencia extranjera».'^ Mun, en England's Treasure, presenta u n a docena de reglas para maximizar la riqueza y el bienestar de Inglaterra, incluida la abstención del «elevado c o n s u m o de mercancías extranjeras en n u e s t r a dieta y atavío... [si el c o n s u m o ha de ser pródigo] q u e sea utilizando nuestros propios materiales y m a n u f a c t u r a s . . . p a r a que así los excesos de los ricos puedan d a r empleo a los pobres». Posteriormente (y aquí la cita va p a r a f r a s e a d a ) aconsejó q u e se vendiera siempre caro a los extranjeros lo que éstos no tenían, y barato lo que pueden obtener de otro modo; utilizar los b u q u e s propios para las exportaciones (idea mercantilista que sobrevive p o d e r o s a m e n t e en la legislación estadouniden-
17. A n t o i n e d e M o n t c h r é t i e n . Traiclé gina 83.
de l'Oeconomie
Politique,
c i t a d o en Gray, pá-
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se actual); competir m á s eficazmente con los holandeses en materia de pesca; c o m p r a r barato, en lo posible en países lejanos, y no a mercaderes de ciudades comerciales vecinas; y no dar oportunid a d e s comerciales a competidores cercanos.'® Sin embargo, una vez más, al e x a m i n a r el mercantilismo, es preciso referirse a s u s políticas y a sus prácticas, y no a quienes se conoce imprecisamente bajo el nombre de filósofos.
Adam Smith, al lanzar el m á s decisivo de todos los a t a q u e s q u e en el curso de la historia se han librado mediante ideas contra orientaciones prácticas establecidas, p u s o fin a la era mercantilista en 1776.i Si bien subsistiría un sólido residuo de s u s actitudes, al igual que un i m p o r t a n t e legado de sus instituciones, toda referencia al mercantilismo implicaría en lo sucesivo una connotación de error o de reproche., Pero ya h a b r á podido apreciarse q u e si tal reproche es justificado, no debería dirigirse a quienes expresaron s u s ideas, sino m á s bien a las circunstancias de la época y a los intereses q u e sirvieron. Nos o c u p a r e m o s de Adam Smith en el capítulo VI. Pero antes es necesario e x a m i n a r las ideas q u e surgieron en Francia al final de la era mercantilista, y que celebraron, no ya a los mercaderes ni a los m a n u f a c t u r e r o s , sino a los agricultores, cuyas explotaciones se distinguían en Francia por la variedad de su producción.
18. Liis cilns. lo m i s m o q u e ul m a t e r i a l p a r a f r a s e a d a , se e n c u e n t r a n i g u a l m e n t e en pMrly Ecnttomic Thntighi. p á g s . 172-174 En G r a y , p á g s . 86 y ss., figura un r e s u m e n d e las reglas o r i e n t a d o r a s de M u n . en el c u a l se t r a s l u c e cierta i n d i g n a c i ó n .
V.
EL P R O Y E C T O FRANCÉS
A medida que fue transcurriendo el período que acaba de examinarse tuvo lugar en Francia una combinación de factores económicos, políticos e intelectuales que colocó a esta nación populosa, rica y siempre fascinante, en un nivel ideológico aparte del que prevalecía en el resto de Europa. Para ese entonces ya habían aparecido en aquel país el capitalismo mercantil y el artesanado que lo surtía con sus productos, y posteriormente una variedad de manufacturas como las que estaban surgiendo en toda la Europa septentrional y en Inglaterra. París se había convertido en una ciudad de comerciantes y sus proveedores y de trabajadores,! lo mismo que Lyon, Burdeos y otras grandes ciudades francesas. Pero en mayor medida que cualquier otro país europeo, Francia había conservado un fuerte interés en la agricultura, actividad a la que se continuó rindiendo un verdadero culto. En aquellos tiempos, como siempre, la agricultura en Francia era m á s que una ocupación: venía a .constituir lo que con la solemnidad del caso llamaríamos hoy una forma de vida, Y también, en considerable proporción, una forma de arte. Los quesos y las f r u t a s de Francia, y claro está, sus vinos, poseían una personalidad reconocida. Es cierto, empero, que el gobierno francés se había sometido menos que los de otros países a los intereses y políticas del mercantilismo. Luix XIV. apoyándose desde luego en distintas fuerzas de la nación, había reducido considerablemente y en muchos aspectos había destruido el poder independiente de la clase feudal. Su apremiante y persistente necesidad de recursos bélicos y sus inmensos gastos en tiempos de paz, a d e m á s de su exigencia de que los a r i s t ó c r a t a s fueran a residir con gran pompa en la misma corte, donde él pudiera vigilarlos directamente, había empobrecido a la nobleza.I Para empezar, este sistema, unido a las d e m a n d a s de los recaudadores de impuestos de la Corona y a los trabajos forzosos de la corvée (nombre de los servicios obligato-
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rios p r e s t a d o s al señor feudal y al Estado) había ido t r a s l a d a n d o los requerimientos pecuniarios de los a r i s t ó c r a t a s al sector social integrado por quienes en épocas posteriores llegarían a llamarse sus aparceros, o bien, en la medida en que subsistían en algunas partes de Francia, a s u s siervos, cuyo número era menor. Los agricultores independientes, por su parte, s o p o r t a b a n diferentes formas de exigentes exacciones reales. Y sin embargo, pese a tantos atropellos, la agricultura retuvo su poderío, y los intereses agrícolas siguieron g o b e r n a n d o a Francia. Fue en efecto la aristocracia terrateniente la que rodeó a los sucesores de Luis XIV en Versalles, d i s f r u t a n d o del mayor rango y precedencia, y haciendo muchas menos concesiones a los designios e intereses de los mercaderes que sus homólogos ingleses, holandeses o italianos. En realidad, c a b e p r e g u n t a r s e si, e n f r a s c a d o s como e s t a b a n en s u s propios placeres y en s u s relaciones y rivalidades personales, llegaron alguna vez a advertir plenamente el papel nacional que iba a s u m i e n d o en forma progresiva la clase mercantil.' Y sin embargo, los intereses de la clase terrateniente en Francia representaban un caso especial en un aspecto importante. Rara vez en la historia este sector de la sociedad ha llegado a exponer una justificación filosófica convincente de s u s propios privilegios en vez de esgrimirlos, según ha solido ocurrir, como un derecho divino o simplemente irrecusable. Pero sucedió q u e la aristocracia francesa en Versalles se caracterizaba por su distinción artística e intelectual, siendo inevitable que algunos de s u s miembros reflexionaran acerca del origen de su hegemonía, y. d u r a n t e los reinados de Luis XIV y Luis XVI, sobre los medios para asegurarles una supervivencia cada vez m á s improbable. De esta manera se p r o d u j o en Versalles una intromisión sin precedentes del pensa^ miento en el á m b i t o de una clase terrateniente b a s a d a en la riqueza y en la tradición. De esta intromisión provino, una vez m á s de acuerdo con el marco de referencia contemporáneo, una aportación francesa su1. Cuestión q u e se p l a n t e a , por e j e m p l o , c u . m d o se leen las m e m o r í a s del d u q u e de S a i n t - S i m o n (1675-1753). Véase Saiiil-Simoti at Versailles, en The Memoirs of M. le Duc de Saitit-Simoii, selección y traducción d e Lucy Norton ( L o n d r e s , l l a i n i s h H a m i l t o n . 1958). Al c o m e n t a r el ú l t i m o v o l u m e n de la g r a n trilagia de F e r n a n d B r a u d e l , Civilization and Capitalism, I5th-I8ih Century, vol. 3. The Perspective of the World, t r a d u c i d a por Sian R e y n o l d s ( N u e v a York, H a r p e r a n d Row. 1984), C h r i s t o p h e r Hill ha e x p u e s t o h a c e poco, d e m a n e r a s u c i n t a , la d i f e r e n c i a e n t r e los p n i s e s : «La a r i s t o c r a c i a inglesa so a d a p t ó a la s o c i e d a d m e r c a n t i l de un m o d o q u e n u n c a llegó a h a c e r l o l.-i a r i s t o c r a c i a f r a n c e s a . » (A/fti' Statesman. 20 de julio d e 1984, pág. 23,)
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m á m e n t e i n n o v a d o r a al p e n s a m i e n t o económico en la s e g u n d a mitad del siglo" XVIII. Ésta se p r o d u j o conforme al espíritu de la IlustracióñT^ del á n i m o exploratorio y de los escritos de Voltaire, DidérotrCi5ndorcëryrsobrë~todo, de Rousseau. En efecto, a la vez que compartía su vision del cambio, la esperanza y la reforma, respondía inequívocamente y con todo vigor a las g r a n d e s preocupaciones de la época.\Su tema central era el papel de la agricuitu-'. ra como fuente d e toda riqueza.', Mientras que se a'córaá"Bi~a los mercaderes un estatuto subsidiario apropiado, se confirmaba la antigua eminencia del m u n d o rural, y éste surgía dominante y triunfador. Pero al mismo tiempo se reconocían las graves debilidades públicas de la estructura económica y política contemporánea, indicando que tales deficiencias debían superarse. En esta forma, se combinó la afirmación de los valores históricos de la tierra y de . su correspondiente poder político y precedencia social con la proclamada necesidad de su reforma, considerándose esta última indispensable para la supervivencia del sistema tradicional. Siempre ha sido objeto de controversia la denominación q u e debería aplicarse a los m i e m b r o s de esta escuela del p e n s a m i e n t o económico. Ellos m i s m o s se dieron el n o m b r e de «economistas», notable por su modernidad, pues no llegaría a utilizarse este término para designar a los profesionales de la materia h a s t a después de Alfred Marshall, a fines del siglo XIX. 'Adam Smith; que visitó Versalles y conversó con los principales progenitores de la escuela en 1765, asignó al conjunto de sus ideas el título de «sistema agrícola».^ Pero los historiadores del p e n s a m i e n t o económico han a d o p t a d o hace ya mucho tiempo la menos a p r o p i a d a de las designaciones, a saber. Ja de «fisiócratas», o sea, a p r o x i m a ^ m e n te, la de quienes sostienen el papel p r e p o n d e r a n t e de la n a t u r a leza. 2. En u n a d e s u s s i m p á i i c n s c o m b i n a c i o n e s d e elogio y m e n o s p r e c i o . S m i t h dice, en La riqueza de las naciones: [•se s i s t e m a , q u e d e s c r i b e la p r o d u c c i ó n de la tierra c o m o la ú n i c a f u e n t e d e rentas y de r i q u e z a en c u a l q u i e r país, n u n c a , q u e yo s e p a , ha llegado a a d o p t a r s e en n i n g u n a nación, y en la a c t u a l i d a d sólo existe en las e s p e c u l a c i o n e s d e a l g u n o s h o m b r e s de g r a n s a b e r e ingenio, en F r a n c i a . S e g u r a m e n t e no valdría la pena pon e r s e a e x a m i n a r e x t e n s a m e n t e los e r r o r e s d e un s i s t e m a q u e n u n c a ha c a u s a d o n i n g ú n d a ñ o , y p o s i b l e m e n t e n u n c a llegue a c a u s a r l o , en n i n g u n a p a r t e del m u n d o ( L i b r o 4. c a p P). Son t a n t a s las e d i c i o n e s de esta o b r a q u e parecería s u p e r f l u o c i t a r los n ú m e r o s d e pág i n a s d e a l g u n a s d e ellas en p a r t i c u l a r . Una edición m u y s a t i s f a c t o r i a es la p u b l i c a d a en 1976 por la University of Chicago Press, b a s a d a en la anterior, y en m u c h o s a s p e c t o s definitiva. de E d w i n C a n n a n , p u b l i c a d a por la Universidad de L o n d r e s .
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Los fisiócratas, o economistas, constituían un g r u p o muy coherente, y m u c h a s de s u s ideas no se atribuyen a d e t e r m i n a d o s autores, sino al conjunto. No obstante, destacan tres de sus miembros. El primero, m á s interesante e i m p o r t a n t e de ellos, f u e François Quesnay (1694-1774),^ quien, d e m o s t r a n d o con su ejemplo que una vida no debe d a r s e por concluida p r e m a t u r a m e n t e , se inició en la economía política a la edad de sesenta y dos años. Hasta entonces había ejercido como el m á s f a m o s o médico de su época, y bajo todos los aspectos como el facultativo q u e d i s f r u t a b a de la m á s elevada posición. Había publicado t r a b a j o s relativos a la práctica de la sangría, a la índole y tratamiento de la gangrena y de las fiebres, y a una t e m p r a n a edad había llegado a ocupar el cargo de secretario de la Academia de Cirugía, en París. Luego dio un paso de indiscutible importancia para su reputación y posición política y social al convertirse en médico personal de M a d a m e de Pompadour, a cuyo efecto quedó alojado permanentemente en Versalles, y después, en 1755, del propio Luis XV. Nunca ha habido otro economista que haya t r a b a j a d o en situación tan favorable. El segundo del grupo, que superó a Quesnay como funcionario público,! ya que no en el favor real,, fue Axine-RoberL J a c q u e s Turgot ( 1727-1781)^ hijo de un próspero comerciante, que no dejó de g u a r d a r cierta fidelidad a s u s orígenes mercantiles. Gracias a su concepción plausiblemente m á s amplia de los interesas comerciales, illegó a ser considerado en Francia como el defensor 1 de los mismos. Se hizo conocer en un principio como intendant (administrador provincial) de Limoges, que era entonces una de las zonas más pobres de Francia. Durante ese período patrocinó un conjunto de reformas destinado a f o m e n t a r la agricultura, promover el comercio local, mejorar el t r a n s p o r t e por carretera y limitar los a b u s o s fiscales. En 1774 fue t r a s l a d a d o a París por Luis XVI, quien lo n o m b r ó síndico general de c u e n t a s y ministro de Hacienda, doble cargo en el cual sufrió la suerte de tantos reformadores. Percibiendo la grave amenaza de una gran revolución, trató de prevenirla mediante otra de menores proporciones, pero sus enemigos, como t a n t a s veces ha ocurrido a lo largo de la historia, prefirieron correr el mayor de a m b o s peligros. Al preconizar rígidas m e d i d a s restrictivas en los gastos de la Corte y en otros sectores públicos, j u n t o con la reforma tributaria, el libre comercio de los cereales en el interior del Reino, la abolición de las sinecuras y monopolios públicos, la tolerancia hacia los protestantes y la propuesta aboli-
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ción de la corvée, unió contra él a una impresionante variedad de intereses creados, que iban desde los terratenientes y aristócratas hasta los ostentadores de cargos públicos, los especuladores del connercio de cereales, el clero y la m i s m í s i m a María Antonieta. Afectado también por las consecuencias de una mala cosecha, fue destituido en mayo de 1776 y reemplazado por J a c q u e s Necker; posteriormente, r e a n u d ó la elaboración del sistema de ideas gracias al cual se recuerda en nuestros días tanto a él como a sus correligionarios. El tercero en importancia e n ^ e . l o s fisiócratas quizás haya ejercido una influencia práctica p e r d u r a b l e sobre la República estadounidense en mayor grado que cualquier otro francés de su época, sin excluir al propio m a r q u é s de Lafayette. Se trata de Pierre, ßamuel du Pont de Nemours (1738-1817), quien, luego de haber editado un periódico sobre cuestiones agrícolas y de h a b e r escrito sobre t e m a s políticos, compiló y publicó algunas de las o b r a s de Ouesnay bajo el título de La Physiocratie. del cual, evidentemente, proviene el nombre bajo el cual llegarían a ser conocidos tanto él como los d e m á s integrantes de su escuela. Durante la Revolución francesa, Du Pont pasó un tiempo escondido, bajo la sospecha de albergar tendencias contrarrevolucionarias, y en 1800 emigró a los Estados Unidos junto con s u s hijos, Éleuthère Irénée y Víctor. En 1802 el primero de éstos inició la construcción de un molino de pólvora ( r a m a del conocimiento en la cual había sido iniciado por el propio Lavoisier). Éstos fueron los principios de una de las m á s g r a n d e s e m p r e s a s industriales norteamericanas, y, de lejos, la m á s d u r a d e r a de las d i n a s t í a s industriales. La familia Du Pont ha seguido desde entonces en plena posesión y administración de su vasta compañía a lo largo de siglo y medio. Los fisiócratas eran h o m b r e s singulares, como en m u c h o s aspectos lo fue su sistema, el cual constituía el primer conjunto de ideas económicas digno de ese nombre. Una vez más, cabe recordar que su fin primordial era conservar, mediante reformas, una antigua sociedad en la q u e los propietarios rurales gozaban de superioridad social y privilegios, a la cual todos ellos eran adictos, y rechazar las pretensiones e intromisiones del capital mercantil y las rebeldes, c r u d a s y vulgares fuerzas industriales (según el concepto que de ellas se tenía) por él e n g e n d r a d a s .
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El principio básico de los fisiócratas era el concepto de derecho n a t u r a l {le droit naturel), pues consideraban que era éste el que en última instancia regía el c o m p o r t a m i e n t o económico y social.*ÍEi derecho de los reyes y de los legisladores sólo resulta tolerable en la medida que es compatible con el derecho natural, o bien en c u a n t o se lo tiene por una extensión limitada de éste. La existencia y protección de la propiedad concuerdan con el derecho natural, lo mismo q u e la libertad de c o m p r a r y vender —libertad de comercio— y las disposiciones necesarias para asegurar la defensa del Reino. Lo m á s sabio es dejar q u e las cosas funcionen por su cuenta, conforme a los motivos y restricción naturales. La norma orientadora en materia de legislación y, en general, de gobierno, debería ser laissez faire, laissez passer. Estas cuatro palabras, que e n c a r n a n el máximo legado de los fisiócratas, tienen diferentes significados. En épocas posteriores, el laissez faire llegó a ser entendido por los economistas como algo idéntico a las realizaciones del mercado competitivo —resultado óptimo, a u n q u e no siempre agradable, que debe aceptarse con preferencia a cualquier intervención del Estado—. En este sentido, podría hablarse de un laissez faire limitado o técnico. Pero laissez faire llegaría también a ser la consigna de rigor contra toda forma de intervención del E s t a d o en materia social. Según esto, en cualquier cuestión concebible, menos en materia de defensa nacional, si se deja la situación librada a sí misma, la solución vendrá por sí sola. A esto podría dársele el n o m b r e de laisser faire teológico, d a d o que un poder superior garantiza el mejor resultado posible. El laisser faire teológico representa una fuerza notable aún en nuestros días, sin omitir a la ciudad de Washington en el decenio de 1980. Sus consecuencias prácticas se advierten con todo relieve en la forma en q u e tantos h o m b r e s de negocios actuales conciben el Estado, por lo menos hasta que la a m e n a z a de bancarrota, una exagerada competencia extranjera o alguna otra a m e n a z a d o r a desgracia exige un retorno a la acción secular del Estado. Sobre la base del droit naturel se edificó el alegato contra el mercantilismo. Era obvio que los reglamentos favorables a los mercaderes —como por ejemplo, las concesiones monopolísticas, las a b u n d a n t e s restricciones proteccionistas sobre el comercio interior y los gremios mercantiles supervivientes— e s t a b a n en conflicto con el derecho natural. Al denunciar esta situación, los p r e s u n t o s salvadores del Antiguo Régimen se alzaron contra los m á s flagrantes
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privilegios del capitalismo comercial. De esta lorma, como casi seguramente lo creyó i'urgot, los mercaderes podrían quizá s u p e r a r una incomprensión miope de sus propios intereses de largo plazo. No obstante, se había formulado ya otra doctrina que resultaba todavía m á s claramente opuesta al prestigio y a la consiguiente iníluencia de los mercaderes. Se t r a t a b a de la noción del produit net. Ésta, en su forma escueta, a f i r m a b a sencillamente que \ toda riqueza se origina en la agricultura, y ninguna en otras actividades económicas, oficios u ocupaciones. Según ella, los mercaderes, en particular, c o m p r a b a n y vendían el mismo producto, sin agregarle n a d a en este proceso. Y lo mismo sucedía, a u n q u e de manera algo a m b i g u a , en la industria, es decir, en la m a n u f a c t u ra. Ésta sólo añadía un contenido de m a n o de obra a los productos de la tierra, pero no creaba nada nuevo. Además, estaba limitada en su extensión por s u s orígenes y s u m i n i s t r o s agrícolas: «Para que pueda a u m e n t a r el n ú m e r o de zapateros, debe a u m e n tar la cantidad de cueros vacunos.»' La estructura de clases de los fisiócratas g u a r d a b a una estrecha relación con el concepto del produit net. Había, en primer lugar, los terratenientes o propietarios, que orientaban, vigilaban o, en cualquier otra forma, presidían la producción agrícola, de modo que en definitiva se a d j u d i c a b a n el produit net y sobre ellos recaían las responsabilidades sociales y políticas de la c o m u n i d a d y del Estado. A continuación venía la clase de los productores, cuyos miembros practicaban la ganadería y labraban la tierra; y sólo una vez que se les había pagado su remuneración el produit net pasaba a manos de los propietarios. Finalmente, en una categoría social muy inferior, figuraban los mercaderes, m a n u l a c t u r e r o s y artesanos, a saber, la clase improductiva. Del concepto del produit net y de esta noción de la estructura de clases emergerían la m á s inequívoca defensa contra la intromisión de los mercaderes y la m á s enérgica apología de la agricultura y, a la vez, del poder de los terratenientes y aristócratas: de la agricultura provenía todo incremento de la riqueza; de los d e m á s sectores no provenía n a d a : «La agricultura es la fuente de toda la riqueza del Estado y de la riqueza de todos los ciudadanos.»"^ En ^ Alcx;intÍL'r Or.'iy. The nwcíopttwttt nf licniinitiic Pnctrnt*' ( L^mclrcs, L o n ^ n i a n s . Grofii, l'M8). La a c l i l u d (;i.-ni:r¡il frc-nlL- ¡i la i i i a m i f a c l u r a figura en la o h r a du F r a n ç o i s O n c s n a y . Sitr les Trnvnttx Jes Artisans. 4 F r a n ç o i s O u c s n a y . Maximes Générales, ciladci en G r a y . up. cil., pay. 102.
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consecuencia, el f o m e n t o y la promoción de la agricultura eran no ya la mejor, sino la única forma de conseguir un mayor bienestar nacional. De ello se deducía que los impuestos aplicados al sector rural debían ser moderados; las acti.vidades de los r e c a u d a d o r e s no debían ser explotadoras ni erráticas. De tal moderación dependían la integridad del produit net y la prosperidad de la agricultura y del país. Pero en materia de gravámenes fiscales estas consideraciones iban a c o m p a ñ a d a s de una preocupación paralela b a s t a n t e ingrata, pues si quienes d e s e m p e ñ a b a n ocupaciones distintas de la agricultura no p r o d u c í a n riqueza a l g u n a , de ello se d e s p r e n d í a , al menos a p a r e n t e m e n t e , que no debían pagar ninguna contribución. En tal caso, no existiendo ningún excedente con el cual pudiera pagárseles, los tributos que se Ies c o b r a r a n vendrían a repercutir simplemente bajo la forma de precios inferiores o de costos m á s elevados de los productos necesarios para el m u n d o rural que el agricultor debía pagar restándolos de su produit net; es decir, que todos los impuestos terminarían siendo financiados por la fuente única de toda riqueza. En vista de ello, lo mejor sería desde un principio aplicar las contribuciones directamente a los h a c e n d a d o s o a los agricultores propietarios de sus parcelas. Lo mismo que el laissez faire, se t r a t a b a de una noción que no llegaría a olvidarse nunca. La hipótesis de q u e la producción, de una u otra forma, crea (y oculta) una renta s u p l e m e n t a r i a —a modo de una gracia particular— en beneficio de ciertas clases, resurgió bajo un aspecto diferente al cabo de un siglo. Para ese entonces llegó a considerarse que eran los capitalistas, y no los terratenientes, quienes se a p r o p i a b a n de la «plusvalía», una varied a d distinta del produit net. Para Marx, éste sería objeto de especial atención y agitación revolucionarias. El concepto de producto neto experimentó un resurgimiento m á s específico en los Estados Unidos durante los últimos años del siglo pasado. Ello tuvo lugar en las obras de Henry George (1839-1897), el destacado y lúcido promotor del I m p u e s t o Único,® a quien volveré a referirme en el capítulo XIIL En un principio, a George le llamó la atención el fantástico incremento del valor de las tierras en el Oeste norteamericano (y la consiguiente especulación) a raíz 5. E s p e c i a l m e n l c en su t r a t a d a m á s leído. I'rogress and Povcriy. q u e m u c h a s veces reeditada y r e i m p r e s o ha sido tirado en millares de e j e m p l a r e s y q u e c u e n t a todavía con un g r u p o p e q u e ñ o p e r o ferviente d e piirtidarios.
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del crecimiento demográfico, la construcción de los ferrocarriles y el desarrollo económico en general. De todos estos beneficios era poco o nada lo que podía atribuirse a algún esfuerzo de los propietarios. Y como eran los factores sociales los que habían acarreado el incremento, la sociedad tenía derecho al mismo. De aquí la propuesta de un impuesto único sobre la tierra, q u e absorbía todo ese beneficio injustificado. Si bien la idea era convincente, no e n t u s i a s m ó para nada a los propietarios de bienes raíces, quienes constituían una fuerza política de apreciables dimensiones. Y por otra parte tenían de su lado el concepto de derecho de propiedad originado en la antigua Roma. Si bien George se inspiró inicialmente en s u s propias observaciones sobre la situación en California y en el Oeste de los Estados Unidos, en sus escritos posteriores se apoyó en las o b r a s de los fisiócratas. De esta forma, como factor de largo alcance, aquella corriente de ideas se proyectó desde París d u r a n t e los últimos decenios del siglo XVlll a San Francisco cien años después. Una repercusión moderna m á s general del p e n s a m i e n t o de los fisiócratas se puede constatar en las frecuentes afirmaciones sobre la importancia de la agricultura como fuente originaria de la riqueza y del bienestar. Hasta la fecha, c u a n d o los agricultores se reúnen para recibir los efectos calmantes y r e p a r a d o r e s de la oratoria, se les dice, como les habría dicho François Quesnay, que son ellos quienes con s u s faenas rurales sientan las bases de todo progreso económico, de toda riqueza, virtud y excelencia en el ámbito nacional. Los fisiócratas también analizaron, a u n q u e marginalmente, el problema de la fijación de precios: según ellos, la m a n u f a c t u r a no a ñ a d í a ningún valor al producto y, por tanto, ,'los precios debían responder a los costes de producción,)idea poco útil si no se sabía cómo evaluar lo q u e d e t e r m i n a b a dichos costes. Y los fisiócratas se refirieron por otra parte, a u n q u e sólo fuera de paso, a la fijación de los salarios según el mínimo necesario p a r a la subsistencia del trabajador. E s t a s cuestiones serían objeto de un amplio debate y de ulterior desarrollo en Escocia e Inglaterra d u r a n t e los a ñ o s subsiguientes.
Pero h u b o a d e m á s otra contribución de los fisiócratas que durante mucho tiempo fue tenida por una novedad intrascendente, y que
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sin e m b a r g o ha a d q u i r i d o también gran resonancia en n u e s t r a época. Se trata del Tableau Économique, ingenioso modelo también ideado por François Quesnay con el propósito de indicar cómo los productos circulaban del productor a los terratenientes o propietarios y de éstos a los mercaderes, fabricantes u otras clases estériles, y cómo el dinero, por diversas vías, retornaba al productor. Asi podía apreciarse cómo cada parte de la economía —cada una de las principales r a m a s de actividades, o de intereses— 'servía a las d e m á s y era a su vez c o m p e n s a d a . En esta lorma, el sistema de compra y venta se reveló como un sistema completo de interconexiones. En su época, el Tableau fue acogido como una invención maravillosa — c o m p a r a b l e a una revelación divina — . Victor Riquetti Mirabeau (I715-I789) —Mirabeau el Viejo, uno de los principales fisiócratas— fue, posiblemente, quien le prodigó los elogios más exagerados. En su opinión, el invento de Quesnay. j u n t o con la escritura y el dinero, era una de las tres g r a n d e s proezas de la mente h u m a n a . Otros, a partir de Adam Smith, no lo juzgaron tan favorablemente. y a veces lo trataron con desdén, hasta que terminó por ser desechado. Alexander Gray, por ejemplo, dice lo siguiente: «(Fue) en su m o m e n t o la máxima realización de Quesnay y de la escuela fisiocrática. que en la actualidad tal vez sólo deba ser objeto de una nota de compromiso a pie de página. Y no está claro que pueda llegar a ser algo m á s que una gran mistificación.»^ En el decenio de 1930, un joven economista de Harvard, Wassily Leontief (nacido en 1906),' intentó elaborar amplios cuadros en los que consta lo q u e cada industria recibe de, y suministra a, las d e m á s industrias. De este modo se representan los flujos de recursos a través del sistema y sus efectos en u n o s c u a d r o s a los que se denominó, a veces en forma levemente irónica, «el Tablean Économique de Leontief». Éste se vio en g r a n d e s dificultades para obtener los fondos necesarios para financiar la ingente compilación de estadísticas necesarias. Pero en 1973, c u a n d o su obra fue recompensada con el Premio Nobel de Economía, h u b o un cambio de actitud y fue tratado con m á s respeto. Bajo el nombre de tablas input-output o. más elegantemente, tablas intersectoriales, este método se ha convertido en la piedra f u n d a m e n t a l de modelos mofi. 7
Gr.iy. o/>. rit , pá(; lOti OuÍL-n volvcr.í .t ¡ip:ir(.'cer en o.sl;i li¡sti>ri:i, cii i-l c:ip!liilo XIX.
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d e m o s , populares y a la vez provechosos utilizados para prever, y frecuenlemenle para pronosticar de forma errónea, las perspectivas de la economía y el efecto de los c a m b i o s ocurridos en materia de precios, salarios, tipo de interés, impuestos y d e m a n d a , tal y como se reflejan en las diferentes r a m a s de la actividad económica. Una vez más, p u d o apreciarse el largo alcance de las teorías de François Quesnay, de Francia y de Versalles.
Los fisiócratas procuraron reformar el viejo sistema y, al m i s m o tiempo, defenderlo. Considerándolo superior al m u n d o invasor del mercantilismo y del c a p i t a l i s m o industrial naciente, necesitaba, como lo creía en especial Turgot, liberarse de la corrupción, el derroche, las sinecuras, la extorsión y otros excesos de los privilegiados. A este respecto se plantea un interrogante que ha sido formulado, por cierto, miles de veces: Si se hubieran introducido estas reformas y otras complementarias, ¿habría podido prevenirse o impedirse la Revolución francesa? Esta pregunta es ociosa, pues los ricos y privilegiados, c u a n d o son a la vez corruptos e incompetentes, no aceptan las r e f o r m a s que podrían salvarlos. En este aspecto, la falta de inteligencia es un obstáculo evidente, lo mismo que el orgullo, la indignación de la vanidad ofendida y el a m o r propio menoscabado. ¿Cómo podía llegar alguien a creer q u e las riquezas no estaban precisamente en las m a n o s de quienes eran m á s dignos de poseerlas? También habrían influido al respecto los factores de preferencia temporal y de renuencia psicológica. ¿Por qué razón había que renunciar a las alegrías, c o m o d i d a d e s y placeres a corto plazo en previsión de los horrores y desastres que habría de acarrear un plazo un poco m á s extenso? Las reformas de Quesnay, Turgot y s u s confrères no eran más que un tenue resoplido e n f r e n t a d o a un huracán en ciernes. Hay en este m u n d o revoluciones y revoluciones. Algunas, como la norteamericana, dejan intacta la estructura social y económica preexistente. Otras, como la r u s a y la china, barren el pasado. La Revolución francesa arrasó el mundo que los fisiócratas habían tratado de defender y de salvar. No obstante, subsistió, como legado para las generaciones f u t u r a s , la noción de un sistema económico en términos de una estructura interconectada e interdependiente, y una gama diversa y luminosa de conceptos, como los de un derecho natural que regula el comportamiento económico, la preeminen-
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d a intrínseca de la agricultura, el laissez faire, el produit net, el Tableau Économique.iPoáúamos hacer nuestra la afirmación sorprendentemente generosa para la época de Adam Smith: «Este sistema... con todas sus imperfecciones, es, quizá, la mejor aproximación a la verdad que haya sido publicada hasta la fecha sobre el tema de la economía política.»''
8. Y luego, en un c o m c n i a r í o b a s t a n t e c a r a c l e r i s t i c o . de f u r t i v a cicgancia. c o n t i n ú a d i c i e n d o : « s u s s e c u a c e s son m u y n u m e r o s o s , y c o m o a los h o m b r e s les g u s t a n las p a r a d o j a s , y q u i e r e n a p a r e n t a r q u e e n t i e n d e n lo q u e s u p e r a la c o m p r e n s i ó n del vulgo, Lis c|ue sostiene con r e s p e c t o a la n a t u r a l e z a i m p r o d u c t i v a del t r a b a j o m a n u f a c t u r e r o q u i z á h a y a n c o n t r i b u i d o en b u e n a m e d i d a a a u m e n t a r el n ú m e r o de s u s a d m i r a d o r e s » . S m i t h , op. cit.. libro 4, c a p . 9.
VI.
EL NUEVO M U N D O DE A D A M S M I T H
• La Revolución industrial, que tuvo lugar en Inglaterra y en el sur de Escocia durante el último tercio del siglo XVIIl, desplazó hacia las fábricas y las ciudades industriales a los trabajadoresque hasta entonces habían producido mercancías en s u s c a b a ñ a s o alimentos y lana en sus granjas. Y también trasladó a otros que habían producido muy poca cosa, o n a d a - L o s capitales que en un tiempo eran invertidos por los mercaderes en materias primas que se enviaban a las aldeas para ser convertidas en tejidos, o que habían servido para adquirir la producción de artesanos independientes, comenzaron en esa época a invertirse en magnitudes mucho mayores en fábricas y maquinaria.-o en los jornales nada generosos mediante los cuales subsistían los trabajadores, a u n q u e sólo fuera por poco tiempo. La figura dominante,en esta transformación, y por tanto cada vez más en la comunidad y en el Estado, ya no fue el mercader, cuya vocación era la compra y venta de mercancías, sino el industrial, orientado hacia la producción de las mismas.
Los historiadores han debatido el tema de qué fue lo que inició el proceso. ¿Se originó acaso en fortuitos episodios de innova ción, como el invento de la máquina de vapor de Watt para pro pulsar el resto de la maquinaria, y el de la maquinaria misma creada, principalmente para las m a n u f a c t u r a s textiles, de Ark wright, Kay y Hargreaves, así como de otros menos favorecidos por la fama? (Dicho sea de paso, el producto textil, junto con el alimento y la vivienda, fue uno de los tres factores que en conjunto determinaban el nivel de vida de la gran mayoría de la población en aquellos tiempos.) ¿O acaso habrá sido la Revolución industrial resultado de un lúcido espíritu de empresa? ¿Se trataba quizá de un avance preliminar en un largo proceso mediante el cual las
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invenciones, muy lejos de constituir una fuerza independiente e innovadora. venían a ser el logro previsible de quienes, gracias a su ingenio e inspiración, habían descubierto las posibilidades del cambio? Pero no nos detengamos en este dilema. Sea cual lucre la fuente de la Revolución industrial, ésta modeló p r o f u n d a m e n t e el desarrollo económico. Una ve/ más, lo que aquí interesa es el contexto. Y de él surgen las dos figuras más célebres en la historia de esta disciplina, a saber, Adam Smith y. tres cuartos de siglo más tarde. Karl Marx. El primero fue el profeta de s u s realizaciones y el autor de s u s reglas orientadoras; el segundo fue el crítico del poder que ese proceso otorgó a los d u e ñ o s de lo que habría de denominarse «medios de producción», y al mismo tiempo, el crítico de la pobreza y la opresión que el proceso conllevó a los trabajadoresj La figura de Smith presenta un problema de ubicación en el tiempo. Su gran tratado, Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, se publicó, según q u e d a dicho, en 1776. Para esas fechas los talleres y las minas de la era industrial eran ya una realidad en los c a m p o s de Inglaterra y en las Lowlands de Escocia. Según el gran historiador f r a n c é s de la economía, Paul Mantoux (1877-1956): «Si nos limitamos a Inglaterra, es verdad que desde el reinado de Enrique VII en adelante varios ricos mercaderes de p a ñ o s del Norte y del Oeste d e s e m p e ñ a r o n entonces, a u n q u e en menor escala, el m i s m o papel que nuestros g r a n d e s industriales ejercen en la actualidad... En vez de limitarse a a c t u a r como mercaderes, c o m p r a n d o telas de los tejedores y vendiéndolas en mercados y ferias, procedieron a instalar talleres que ellos mismos supervisaban. Eran fabricantes en el sentido moderno de la palabra.»' Y sin embargo. Smith no llegó a ver gran cosa de lo que en el f u t u r o habría de llamarse Revolución industrial; en efecto, no conoció las fábricas realmente grandes, ni las ciudades industriales, ni los regimientos de t r a b a j a d o r e s dirigiéndose a los talleres y retornando de ellos, ni el surgimiento político y social de los
I. P:iul Mnnlou.x. The InJusirial licvoliiliu» iii the Eighteen Century, Iradiicción .-il ingles de M a r j o r i c Vernon ( N u e v a York. Ilarcoiirt. Hracc. 1140). pág. .VV h s l a o b r a , exposición clásica d e los o r í p e n e s y p r i m e r o s l i e i n p u s de lü Revolución i n d u s t r i a l en Ingliilerra. fue p u b l i c a d a p o r p r i m e r a ve,! en P a r í s en 190.S. Una n u e v a edición ( p r o l o g a d a por mi) ha sido p u b l i c a d a por University of Chicago P r e s s en 1983.
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empresarios. En realidad, la mayor parte del proceso tuvo lugar d e s p u é s de la publicación de su o b r a . ^ m i t h describe el t r a b a j o en una fábrica de alfileres, pero j u s t a m e n t e de u n a índole muy distinta de lo que llegarían a ser las p l a n t a s industriales de los decenios posteriores. Probablemente, fue la fábrica más famosa en toda la historia de la empresa económica."Alcanzó para él, como para casi todos los que han escrito sobre este autor, una importancia casi mística. Lo q u e captó su atención no fue la m a q u i n a r i a característica de la Revolución industrial, sino la forma en que el t r a b a j o estaba dîvidîdo de modo q u e " " : a d ^ t r a b a j a d o r era jjn_experLo~en u n a minúscula parte de todo el proceso. «Un hombre tira del alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto lo afila, un quinto aguza el otro extremo para insertarle la cabeza; la fabricación de esta última exige dos o tres operaciones distintas; colocarla es tarea especial, y b l a n q u e a r los alfileres, otra; hasta colocarlos en sus f u n d a s de papel es todo un oficio.))- De esta especialización, la división del t r a b a j o , provino la gran eficiencia de la empresa contemporánea; combinada con la natural propensión humana a «trocar, p e r m u t a r y c a m b i a r una cosa por otra)),^ sentó las bases de todo el comercio. Pero ésta no fue la realidad de la Revolución industrial. Si Smith hubiera podido ver las fábricas humeantes, la maquinaria, las m a s a s de t r a b a j a d o r e s que hicieron su aparición a fines del siglo XVIII, eso es lo que le habría sorprendido, y no la fabricación de los alfileres ni la división del trabajo. Empero, a u n q u e Smith no haya visto ni previsto por completo la Revolución industrial en su manifestación capitalista a c a b a d a , la verdad es que advirtió con gran claridad las contradicciones, la obsolescencia y, por encima de todo, el carácter socialmente restrictivo de las motivaciones individuales del viejo orden. Y si bien fue profeta del nuevo, m á s todavía era enemigo del antiguo. Nadie puede leer La riqueza de las naciones sin d a r s e cuenta del deleite de su autor cuando aflige a los cómodos y preocupa a quienes profesaban las ideas y orientaciones convenientes y tradicionales de su época. La obra de Smith es rica en elementos razonables en favor del nuevo m u n d o q u e entonces alboreaba; su mayor contribución fue la destinada a destruir el viejo m u n d o , y de esa forma, abrir paso al porvenir. 2. V
Achim S m i l h , l.a riqueza Ibid. lihrn I. c a p . 2
de Iiis iiacioiics.
libro I, cap. I
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Adam Smith nació en 1723 en una pequeña y poco brillante ciudad. Kirkcaldy, puerto poco importante situado Erente a Edimburgo, en la margen opuesta del Firth of Forth, que a ñ o s m á s tarde se haría célebre por s u s fábricas de linóleo y su penetrante olor. Su padre era el agente de a d u a n a s , representante local de la política proteccionista y de la fe mercantilista que su hijo atacaría tan tenazmente y llegaría a destruir con tanta eficacia. Después de la escuela municipal, Adam Smith asistió a la Universidad de Glasgow y luego al Balliol College, en Oxford, experiencia que celebra en La riqueza de ¡as naciones con una enérgica censura a los profesores públicos, como entonces se los llamaba, es decir, aquellos cuyos salarios eran independientes del t a m a ñ o de s u s clases o del e n t u s i a s m o q u e provocaran en el a l u m n a d o . Así, desprovistos de todo incentivo, estos docentes, según afirma Smith, se esforzaban y t r a b a j a b a n poco. A él le habría parecido m u c h o mejor que hubieran sido remunerados, como él lo sería posteriormente en Glasgow, según el n ú m e r o de e s t u d i a n t e s atraídos por s u s clases. Las opiniones de Smith en este aspecto no serían bien recibidas en una universidad norteamericana moderna. Desde Oxford, Smith retornó a la Universidad de Glasgow, en la cual fue profesor, primero, de lógica, y luego de filosofía moral. Allí, en 1759, publicó The Theory of Moral Sentiments, obra actualmente casi olvidada y en gran parte precursora de su interés en la economía política. En 1763 renunció a la universidad para convertirse en tutor del joven d u q u e de Buccleuch y acompañarlo en s u s viajes por el continente. Si bien la historia no registra los beneficios que el d u q u e recibió de esta gira, en cambio resultó ser una experiencia de s u m a importancia para Smith. En Suiza visitó a Voltaire en el hermoso palacete q u e todavía se levanta en las a f u e r a s de Ginebra, en lo que es hoy FerneyVoltaire, y en París y Versalles conoció, entre otros, a Quesnay y a Turgot. Un rasgo notable de La riqueza de las naciones es su tono cosmopolita; las ideas, observaciones e informaciones de su autor provenían de p a r a j e s muy distantes de las f r o n t e r a s de Inglaterra o de Escocia. Ello se debe i n d u d a b l e m e n t e a s u s años de viaje. Smith comenzó a escribir La riqueza de las naciones en Francia, y continuó t r a b a j a n d o en ella d u r a n t e diez años después de su regreso a Inglaterra en 1766. Cuando finalmente la publicó, su éxito fue inmediato: la primera edición, en dos volúmenes, se vendió
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totalmente casi en s e g u i d a . E d w a r d Gibbon, amigo del autor, escribió a Adam Ferguson en términos de a p r o b a c i ó n extática: «¡Con qué excelente obra ha enriquecido al público n u e s t r o común amigo el señor Adam Smitlil», agregando que ésta ofrecía «las más p r o f u n d a s ideas e x p r e s a d a s en el lenguaje m á s lúcido».^ Pero esta loa resulta tibia si se la c o m p a r a con la de William Pitt, quince años m á s tarde, quien, h a b l a n d o ante la C á m a r a de los Comunes, dijo de dicha obra que, en ella, «el extenso conocimiento de detalle y la p r o f u n d i d a d de investigación filosófica [de S m i t h ] han de suministrar, según creo, la mejor solución de todas las cuestiones relacionadas con la historia del comercio y con el sistema de la economía política».^ Como tuve ocasión de observar anteriormente, «Nunca, desde entonces, por lo menos en el m u n d o no socialista, ha habido político alguno que apostara tan valerosamente en favor de un economista».^ Después de la publicación de esta f a m o s a obra. Smith fue designado inspector de a d u a n a s en Edimburgo, sinecura de abolengo mercantilista que ya había d e s e m p e ñ a d o su padre, y q u e él, conforme a la reconocida tradición de su estirpe, era d e m a s i a d o práctico para rehusar. Murió en Edimburgo en 1790; su casa y su t u m b a están allí, en Canongale, y deberían ser visitadas por cuantos profesan a u n q u e sólo sea un interés p a s a j e r o por la economía política.
La riqueza de las naciones es un extenso t r a t a d o que se caracteriza por su desorden, por s u s divertidos p a s a j e s y por su admirable prosa, y junto con La Biblia y con El capital de Karl Marx, uno de los tres libros que los eruditos de pacotilla creen tener derecho a citar sin haber leído. Especialmente en el caso de Smith, 4 Su precio era d e I libra y 16 chclinos, y c q u i v a l i a , d c s c u n t a n d o la inflación y la tasa de c a m b i o v a r i a b l e d e la libra e s t e r l i n a , a u n o s 50 o 60 dolare.'; a c t u a l e s : quizá m á s . No se s a b e c u á n t o s e j e m p l a r e s se i m p r i m i e r o n . En 1973, p a r a c e l e b r a r el CCL a n i v e r s a r i a del n a c i m i e n t o de Ad:im S m i t h , u n g r u p o de e c o n o m i s t a s b r i t á n i c o s y de o t r o s p a i s e s se r e u n i ó en la c i u d a d de Kircaldy. P a r t e del c o n t e n i d o de este c a p i t u l o lo he t o m a d o de la c o n f e r e n c i a q u e p r o n u n c i é en esa o c a s i ó n , p o s t e r i o r m e n t e p u b l i c a d a en mi libro Annals af an Abiding Liberal ( B o s t o n . H o u g h t o n Mifflin, 1979), p á g s . 86-102. 5 Cit.-ido en J o h n Rae, Life of Adam Smith ( L o n d r e s . M a c m i l l a n . 1895), pág. 287, La biografía d e Rae es la o b r a clásica y q u i / á la única d e d i c a d a e s p e c i a l m e n t e a la vida de S m i t h 6 William Pitt, d i s c u r s o d e p r e s e n t a c i ó n del p r e s u p u e s t o , 17 de f e b r e r o de 1792, cit a d o en Rae, págs. 290-291 7. Annals of an Abiding Liberal, op. cit., pág. 88,
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lanlo peor para ellos. Como dijera Gibbon, la redacción m i s m a es encantadora, los «hechos curiosos», tan alabados por David Hume, son todavía motivo de placer o de sorpresa. Quizá convenga incurrir en una breve digresión, para d a r u n a s c u a n t a s m u e s t r a s . Para los norteamericanos, allí está su observación de que «la reciente resolución de los c u á q u e r o s en Pensilvania de poner en libertad a todos s u s esclavos negros, debe b a s t a r n o s para saber que no tendrían muchos».'' Y, anticipado a Thorstein Vehlen, declara que «para la mayoría de los ricos, el principal goce de las riquezas consiste en exhibirlas».^ Con respecto a los accionistas y su lunción o inanidad, nadie sería m á s exacto en los dos siglos siguientes: «Rara vez pretenden comprender cosa alguna de los negocios de la compañía, y c u a n d o no prevalece entre ellos el espíritu de facción, no se molestan en averiguar nada, sino q u e se contentan con percibir s u s dividendos semestrales o anuales, en la cantidad q u e a los directivos les parece a p r o p i a d o distribuirles.»'" La observación m á s útil de Smith, q u e siempre debería tenerse en cuenta c u a n d o la alarma nacional sustituye al pensamiento, no se encuentra en La riqueza de las naciones, sino q u e fue pronunciada en respuesta a una declaración de sir John Sinclair en un juicio oral sobre la rendición del general Burgoyne en Saratoga en octubre de 1777. Sinclair había expresado el temor de que la nación británica se viera en la ruina, a lo que respondió Smith: «Hay gran cantidad de ruina en una nación.»" También s a b e m o s por Smith que los gastos del gobierno civil de la Colonia de la Bahía de M a s s a c h u s e t t s «antes del comienzo de los actuales d e s ó r d e n e s » , ' ' refiriéndose a la Revolución, ascendían m á s o menos a 18.000 libras esterlinas por año, s u m a bastante elevada si se la c o m p a r a con las de Nueva York y de Pensilvania, 4.500 libras en casa caso, y de Nueva Jersey, de 1.200.'^ Y nos e n t e r a m o s de que en ocasión de una gran tormenta, o «inundación», los c i u d a d a n o s del cantón suizo de Untervvald habían celebrado una asamblea, en la cual cada uno de ellos hizo declaración de bienes ante la multitud, para ser luego objeto de una contribu8. Siniili, op. cil., libro 3, ciip 2. f Ibid., libro I. c:ip. I I . 2.-' p a r l e . 10 Ibid., libro 5, c a p . I. 3." purtc. a r l i c u l o I. 11. C i t a d o en Rae, op. cit., pá(í. 343. 12. S m i t h , op. cit.. librn 4, c a p . 7, 2.^ p a r l e . 13. E s t o s y o t r o s tniichos p o r m e n o r e s relativos a las c o l o n i a s revelan un interés q u e s e g ú n Rae m u y p r o b a b l e m e n t e h a y a s i d o e s t i m u l a d o p o r n e n j a m i n F r a n k l i n , a q u i e n conoció en L o n d r e s , h a b i e n d o s i d o t:il vez a m i g o suyo.
HISTORIA
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ción proporcional destinada a reparar los daños, d a n d o así uno de los primeros ejemplos de impuesto sobre el patrimonio.''' Y por último, verificamos que Isócrates, según los cálculos extremadamente precisos efectuados por Smith, percibió la s u m a de 3.333 libras, 6 chelines y 8 peniques (o sea, m á s de 100.000 dólares actuales), en pago de «lo q u e hoy llamaríamos un curso lectivo, importe que no parecerá extraordinario como remuneración de tan importante ciudad a tan f a m o s o profesor, quien a d e m á s e n s e ñ a b a la ciencia entonces m á s de moda, la retórica».'^ Y a ñ a d e que Plutarco g a n a b a lo mismo. Quizá haya logrado destacar d e b i d a m e n t e la diversidad de intereses de Adam Smith.
Son muchos los aspectos de la obra de Smith que seducen al lector y lo alejan del núcleo principal de su contribución a la historia de la economía, y muchos los lectores que a lo largo de los años han cedido a esa seducción. Pero hay tres t e m a s f u n d a m e n t a l e s , ya señalados en el capítulo I, en los cuales debe fijarse la atención. El primero de ellos, la noción de las vastas fuerzas que motivan la vida y el esfuerzo económicos, o sea, como se diría ordinariamente, la naturaleza del sistema económico. El segundo, la forma en que se fijan los precios, y cómo se distribuyen consiguientemente los ingresos en salarios, beneficios y rentas. Finalmente, las políticas q u e el E s t a d o aplica para fomentar y promover el progreso económico y la prosperidad. Como m u e s t r a n los ejemplos reseñados, debe s u b r a y a r s e una vez m á s que en La riqueza de las naciones n a d a es sistemático; deben pedirse disculpas a su autor por sugerir un orden que a él le habría parecido sorprendente. Para Smith, el incentivo f u n d a m e n t a l de la actividad económica es el interés individual. Su consecución privada y competitiva es la fuente del máximo bien público. «No h e m o s de esperar q u e nuestra comida provenga —dice en su m á s célebre pasaje— de la benevolencia del carnicero, ni del cervecero, ni del panadero, sino de su propio interés. No a p e l a m o s a su h u m a n i t a r i s m o , sino a su a m o r propio.»"' Añade luego que el individuo «en este caso, como en tanto otros, es guiado por una mano invisible para la consecuN. 15. Ih.
Sniiili, of>. cií . liliro .S, c a p . 2. 2." p;irtc, ai'tíciilo 2. Ihid.. libro I. c a p 10. 2.-'> p a r l e . Ibid.. libro I. c a p . 2.
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ción de un fin que no e n t r a b a en s u s intenciones... J a m á s he sabido que hagan mucho bien aquellos q u e simulan el propósito de comerciar por el bien común. Por cierto q u e no se trata de una pretensión muy común entre los mercaderes, y no hace falta emplear m u c h a s p a l a b r a s para disuadirlos de ella».'^ La referencia a una m a n o invisible tiene para m u c h o s cierta resonancia mística: he aquí u n a fuerza espiritual que sostiene la busca del interés propio y que guía a los h o m b r e s en el mercado hacia el m á s benigno de los fines. Esa creencia inflige a Smith una grave injusticia; en efecto, la m a n o invisible, la m á s famosa metáfora de la economía, sólo fue eso: u n a metáfora. Como hombre de la Ilustración, nuestro autor no trató de procurar para su argumento ningún apoyo sobrenatural. En los últimos capítulos se relatará cómo, en nuestra época, el mercado llegó a adquirir realmente un aire de beneficencia teológica que Smith no habría aprobado. Y sin embargo, como a s u n t o p u r a m e n t e secular, el paso que dio Smith fue realmente enorme. Hasta aquel entonces, la persona dedicada a enriquecerse había sido objeto de duda, sospecha y desconfianza, sentimientos que d a t a b a n no sólo de la Edad Media, sino de tiempos bíblicos y de las S a g r a d a s Escrituras mismas. En cambio, ahora, al cultivar su propio interés, se convertía en benefactora pública. ¡Qué redención, qué transformación extraordinaria! Nunca en la historia se había prestado semejante servicio a la inclinación personal. Y este favor sigue vigente en la actualidad. Así como la voz de los fisiócratas se deja oír todavía en las reuniones de los agricultores, el egoísmo benéfico del carnicero, el cervecero o el p a n a d e r o y la orientación benévola de la m a n o invisible reviven cada vez que los miembros de la C á m a r a de Comercio de los Estados Unidos, la Mesa Redonda de los Negocios, o bien, como en el momento de escribir e s t a s líneas, el gabinete del presidente Reagan, se reúnen para promover el reforzamiento mutuo, el rejuvenecimiento retórico y oratorio, y el examen de las políticas y de la acción públicas.
El valor y la distribución —es decir, los precios y la adjudicación del producto— constituyen el segundo de los t e m a s básicos de la 17.
Ibid..
libro 4. c a p . 2.
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economía que encaró Smith, t e m a s q u e sobreviven en los libros de texto de microeconomía de nuestros días. Al precisarlos y definirlos, Smith reveló su propia capacidad para interpretar su época. Cuando los t r a b a j a d o r e s comenzaron a a g r u p a r s e en las fábricas, adquirió gran relevancia la forma de d e t e r m i n a r los salarios. Y a medida que el capitalista a s u m í a el dominio de la producción, fue planteándose la cuestión de su beneficio, de la forma en q u e éste debía determinarse y justificarse. Cuando el agricultor arrendatario reemplazó al aparcero o al siervo, la renta de la tierra se convirtió en a s u n t o de importancia. Y se vio que los precios guardaban u n a evidente relación con todos esos elementos constitutivos. Adam Smith dio a la economía política su estructura moderna. Pero esta estructura le fue revelada, a su vez, por las e t a p a s iniciales de la Revolución industrial. Si bien fue él quien precisó las cuestiones de los precios y de la distribución del producto como tema central para entender la economía, debe reconocerse también que sus respuestas no se consideraran satisfactorias d u r a n t e mucho tiempo. Con respecto a los precios, le intrigó la circunstancia tan interesante como perturbadora, ya mencionada anteriormente, de que muchos de los elementos mejores o casi indispensables para la vida son gratuitos o poco menos. Así, el agua, por m á s variable que fuese en aquel entonces su calidad, era muy b a r a t a o gratuita, mientras que los diamantes, «la mayor de todas las superfluidades», eran, como hoy, sum a m e n t e caros. De aquí provenía la inquietante diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio. Como en el caso del agua potable, el valor de uso podía ser muy elevado, y el valor de cambio muy bajo. A la inversa, las piedras preciosas, con tan poco valor de uso, tenían un gran valor de cambio. El enigma de la diferencia entre valor de uso y valor de cambio tardaría en resolverse otro siglo o más, hasta que, en uno de los triunfos secundarios de la teoría económica, se descubrió el concepto de utilidad marginal.'® Según éste, el_ factgr determinajrite-_e.s__la necesidad o uso menos urgente, o marginal. La es pequeña debido a su a b u n d a n c i a , mientras q u e la del d i a m a n t e se mantiene elevada debido a su escasez. En un desierto, podría liéis H u b e r i Phillips cxplicó u n a ve?. ul dilcmn do S m i t h en v e r s o : «El a s t u t o p á j a r o / n u n c a h a b l a o í d o / n a d a d e la u t i l i d a d m a r g i n a l . » C i t a d o en A l e x a n d e r G r a y . The Dcve¡opmem o! Economic Dodrinc ( L o n d r e s , L o n g m a n s . Green, 1948). op. cit., pág. 128 S o b r e este c o n c e p t o se dirá algo m á s en el c a p i t u l o IX.
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garse a cambiar la gema más grande y resplandeciente por un trago de agua, pues la escasez obra prodigios hasta en lo relativo a la utilidad marginal del agua. Smith resolvió el problema en su época limitándose a dejar de lado el valor de uso y preconizando un valor de cambio que era una versión de lo que llegaría a conocerse como la «teoría del valor trabajo». Según esta, el valor de cualquier posesión se mide, en definitiva, por la cantidad de t r a b a j o por la cual puede ser cambiada. «El valor de cualquier bien... para la persona que lo posee... equivale a la cantidad de t r a b a j o que con él puede c o m p r a r o encargar. En consecuencia, el t r a b a j o es la medida real del valor de cambio de todos los bienes.»'^ Pero esto no es lodo. En otro de s u s p a s a j e s característicos, resulta que el valor de cambio depende, aparentemente, de lodos los costes de producción de los bienes, solución q u e exige, como siempre, una buena explicación de qué es lo que determina los costes; de lo contrario, el problema de la determinación del precio se traslada simplemente de uno a otro c o n j u n t o de incógnitas. I.a a m b i g ü e d a d en la cual Smith dejó finalmente la cuestión de la determinación del precio ha sido debatida interminablemente por los estudiosos. Pero éste es un entretenimiento q u e no debe preocuparnos. El hecho es simplemente que el propio Smith no llegó a decidirse. Refiriéndonos a lo q u e determina la participación en los ingresos procedentes de la venta del producto, que debe adjudicarse respectivamente a t r a b a j a d o r e s , terratenientes y capitalistas. Smith volvió a especificar la pregunta que debía formularse, y volvió a ser a m b i g u o en la respuesta. Según él, el salario era, en general, el coste de atraer al t r a b a j a d o r a su t r a b a j o y de mantenerlo para que siguiera desempeñándolo. Sobre esta base. David Ricardo formularía la ley de bronce de los salarios, según la cual la clase trabajadora percibe la remuneración mínima indispensable para su supervivencia. La remuneración del capital y del capitalista —pues no distinguía claramente entre interés y beneficio— es un a s u n t o que Smith sólo llegó a deducir, con cierta dificultad, de la teoría del valor trabajo. La cantidad de t r a b a j o y el coste consiguiente para sustentarlo determinan el precio. Por lo tanto, la remuneración del |y.
Sniil. op. cil.,
libro I, c a p . 5.
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capital debe c o n s t i t u i r u n a exacción, por p a r l e del c a p i t a l i s t a , sobre la legítima porción perteneciente al t r a b a j a d o r , cuya labor establece el precio, y a quien corresponde, presumiblemente, el provecho obtenido de la venta del producto. De modo q u e se trata de la apropiación de un valor excedente, diferencia entre el valor creado por el t r a b a j a d o r y su paga, que, una ve/ más, tiene aparentemente derecho a reclamar. Y aquí dejó Smith la cuestión, en la medida en que su posición es clara. Esta noción inocentemente subversiva sería también elaborada y refinada por Ricardo en el siglo siguiente. Y se convertiría en una fuente principal de indignación y agitación revolucionarias en Karl Marx. Y por último, la renta de la tierra. La atención dedicada a este a s u n t o en los escritos de Smith, y posteriormente en los de Ricardo y otros autores, presenta hoy un aspecto ligeramente arcaico. ¿Por qué se ocuparon tanto de esta cuestión particular del coste y de los ingresos? Debemos recordar la importancia que tenía la renta de la tierra en épocas en que la agricultura revestía una significación económica f u n d a m e n t a l y el pago de los a r r e n d a t a r i o s por el uso de la tierra constituía una de las principales (y opresivas) transferencias de renta. Con respecto a la renta de la tierra, una vez más. Smith emitió explicaciones diferentes y contradictorias. Luego de haber hecho de ella un d e t e r m i n a n t e del precio, j u n t o con los salarios y el beneficio, la convierte en un residuo de los ingresos por ventas una vez pagados los salarios y los beneficios. «La renta de la tierra... entra en la composición del precio de las mercancías de diferente manera que los salarios y el beneficio. Los salarios y los beneficios altos o bajos son la causa de los precios altos o bajos, mientras que la renta, baja o elevada, es su efecto.»^" Luego relaciona el nivel de este residuo con la calidad de la tierra: «La renta de la tierra se eleva en proporción con la calidad de los pastos.»^' Aquí se desliza también un matiz fisiocrático; efectivamente, en materia de agricultura, sostiene Smith, la naturaleza t r a b a j a junto con el hombre, poniendo algo de su parte —una vez m á s un produit net — . Es p a r t i c u l a r m e n t e p e r t u r b a d o r a la contradicción entre la noción de precios propuesta por Smith, según la cual éstos 20. Ihid , lilim 1. cap. II Un Eric Rol!. A ¡lislitry nf r.cmutmic Thought (Niicvíi York, l'rcnlicc Hall, L')42). O/J CI/., p:ii;s. 173 y ss . r¡t;ur:i una exposición m á s dcialladn y suinaiHL-nli.- iclíinca de las ideas de Smith s o b r e la reiila 21 SiTiilli. i>i>. cil., libro I. cap. II, parle
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responden al coste del t r a b a j o incorporado al producto, y su concepto de la función de la tierra, que
Y en tercer lugar, por último, veamos lo que dice Smith sobre lo que llamariamos actualmente la política pública referente a los factores que estimulan el crecimiento económico. No todas s u s ideas al respecto son originales, pues tiene una d e u d a en su a t a q u e al pensamiento mercantilista con predecesores tan notables como el muy inteligente sir William Petty (1623-1687). T a m b i é n se f u n d a en los e n s a y o s de su gran a m i g o de E d i m b u r g o , David H u m e (1711-1776). Pero m u c h a s de s u s teorías son producto de sus propias observaciones, de su sentido común, y del ya mencionado placer que experimentaba al d e s m a n t e l a r las creencias establecidas. Su recomendación m á s urgente en materia de política pública es la libertad de comercio interior e internacional. Gran parte de su razonamiento, quizá una parte excesiva, proviene de la fascinación que sentía por la división del t r a b a j o —la f a m o s a fábrica de alfileres — . Sólo con la libertad de t r u e q u e y de comercio pueden algunos t r a b a j a d o r e s ^ s p e c i a l i z a r s e en la fabricación de alfileres. otros en activida"3es diferentes, y entre todos establecer el intercambio q u e satisface las distintas necesidades del consumidor. Si no existe libertad de comercio, cada t r a b a j a d o r debe concentrarse de m o d o i n c o m p e t e n t e en la fabricación de s u s propios alfileres, y desaparecen las economías de la especialización. De ello Smith concluye que cuanto mayor es el área de intercambio, mayor resulta la o p o r t u n i d a d de especialización, es decir, de división del trabajo, y pari passu, mayor la eficiencia, o como diríamos ahora, la productividad del trabajo. La división del t r a b a j o se ve limitada, en otra de las f a m o s a s conclusiones de Smith, por el t a m a ñ o del mercado. Esto arguye en favor de un área de libre comercio lo m á s vasta posible, que proporcionaría, consiguientemente, la máxima eficiencia posible del trabajo. 22.
Ibid
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Es s u m a m e n t e probable que la aplicación de la energía y de la maquinaria a la producción, aun en tiempos de Smith, haya podido representar una fuente de eficiencia mucho mayor q u e la aplicación de los t r a b a j a d o r e s a tareas especializadas. Y, sin d u d a , así ha ocurrido desde entonces. Pero ello no impide que en la actualidad la división del t r a b a j o preconizada por Smith constituya todo un tótem de la eficiencia, un estereotipo en todo debate sobre políticas de comercio internacional. La defensa del libre cambio por parte de Smith se convierte en un a t a q u e directo contra la concepción mercantilista del oro y la plata como f u n d a m e n t o de la riqueza nacional, y contra la creencia de que las restricciones al intercambio pueden a u m e n t a r las existencias de metales preciosos. Ya en las p r i m e r a s líneas de La riqueza de las naciones Smith proclama que ni el oro ni la plata constituyen la riqueza de un país. Es «el t r a b a j o anual de cada nación la f u e n t e original q u e le proporciona la s a t i s f a c c i ó n de las necesidades y las comodidades de la vida».^^ La riqueza está en función de «la preparación, la destreza y el juicio que se despliegan en la aplicación general del t r a b a j o [de la nación], y en segundo lugar, de la proporción entre el número de las p e r s o n a s e m p l e a d a s en un t r a b a j o útil, y el de las q u e no lo están».^" Tales son, pues, las cuestiones q u e deben encarar las políticas públicas, y, si lo hacen con acierto, los precios serán b a j o s y el suministro de mercancías a b u n d a n t e . El oro y la plata vendrán del extranjero para adquirir los productos del país, y la acumulación de metales preciosos t e n d r á lugar e s p o n t á n e a m e n t e . Los d e m á s países, en efecto, no pueden impedir que s u s habitantes envíen su oro y su plata al exterior. F o r m u l a n d o un descubrimiento en materia de regulación de cambios que se repetiría una y otra vez en lo sucesivo, observa que «todas las s a n g u i n a r i a s leyes de E s p a ñ a y Portugal son impotentes para conservar en esos países el oro y la plata».^^ Y con una reflexión muy suya, recuerda a quienes temen que llegue a escasear el dinero q u e ninguna queja «es m á s común que la de la escasez de dinero. Éste, como el vino, siempre resultará escaso para quienes carecen de los medios de comprarlo o del crédito para que se lo fíen.»^^ En una observación 23. 24. 25. 26.
Smith, Introduction. Ibid. S m i t h , op. cit., libro 4. c a p . 1. Ibid
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congruente con la teoría monetaria clásica, recuerda que «Europa no se ha enriquecido mediante la importación de oro y plata a raíz del descubrimiento de América. Dada la a b u n d a n c i a de las minas americanas, esos metales se han abaratado.»^^ Pero Smith no es rígidamente dogmático en materia de comercio libre; a d m i t e la conveniencia de aranceles en industrias esenciales para la defensa y, d a d o el caso, con carácter de represalia por la aplicación de o t r a s a b u s i v a s en el extranjero, a c o n s e j a n d o a la vez que vaya retirándose g r a d u a l m e n t e el apoyo a las e m p r e s a s protegidas y a sus t r a b a j a d o r e s . Pero no mucho m á s . «Es m á x i m a de todo cabeza de familia prudente no intentar nunca fabricar en su casa lo que le salga m á s barato comprar... Y lo que es prudente en la economía doméstica, difícilmente podría resultar insensato en la de un gran reino. Así como Smith era contrario a las restricciones en el intercambio internacional, también se oponía a las del comercio nacional y con las colonias. En una época en la que eran c o m u n e s los tratos de favor, los privilegios y la cesión de monopolios oficiales, se oponía a todos ellos. También se manifestó contrario a las asociaciones que f o r m a b a n entre sí los productores y los trabajadores, si bien, en un comentario marginal característico, observó que existían m á s leyes contra prácticas similares de los mercaderes y m a n u f a c t u r e r o s que los e m p l e a b a n . Pero no era del todo optimista en cuanto a la posibilidad de hacer frente a las alianzas privadas. En efecto, el impulso favorable a esta clase de asociaciones era muy fuerte. En otro pasaje inmortal observa que «las person a s de un mismo r a m o rara vez llegan a reunirse, a u n q u e sólo sea con fines de jolgorio y diversión, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en alguna maquinación para elevar los precios. Es imposible... —sigue diciendo— impedir tales reuniones mediante cualquier ley aplicable, o compatible con la libertad y la justicia. Pero si bien la ley no puede impedir que las gentes de un mismo oficio o profesión se congreguen ocasionalmente, no debe hacer nada que facilite esas a s a m b l e a s y, mucho menos, que las vuelva necesarias.»^' 27. ¡bid. 28. Op. cit.. libro 4, c a p . 2. Unn vez m ú s , cl m o d e r n o e s t u d i o s o p u e d e d e s c u b r i r a q u i la falacia d e c o m p o s i c i ó n . Una s a b i a política pi'iblica, con loda su d i v e r s i d a d d e necesidad e s y con t o d a su c o m p l e j i d a d , no tiene por c;uê coincidir con las reglas q u e rigen a u n a familia, por m á s i l u s t r a d a y p r u d e n t e q u e ésta s e a . 29. Ibid., libro I. c a p . 10. 2." p a r t e .
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Un siglo después, en Estados Unidos se intentó, en cierto modo, poner en práctica lo que a Smith le parecía imposible, y se trata de un esfuerzo que persistiría durante otros cien años. La ley Sherm a n , y o t r a s posteriores, prohibirían que los integrantes de un mismo ramo, a u n habiéndose reunido con fines de juerga y diversión, se pusieran a hablar, y m u c h o menos ponerse de acuerdo, sobre precios. Esta prohibición tropezó con no pocas de las dificultades previstas por Smith. De Smith proviene la adhesión a la competencia como principio de todas las sociedades capitalistas, suponiéndose que puede garantizar el mejor funcionamiento posible de la economía. Pero en cambio tuvo mucho menos influencia la advertencia del m i s m o autor en cuanto a la institución que, c o n j u n t a m e n t e con el propio Estado, podría destruir la competencia. Se t r a t a b a de la c o m p a ñ í a p a t e n t a d a por el Estado, o sea, en términos modernos, la sociedad a n ó n i m a . Su crítica de e s t a s sociedades se dirigió especialmente contra las que disfrutaban de privilegios monopolistas, como ocurría en la era colonial. Pero por otra parte, tampoco tenía un c o n c e p t o elevado de su eficacia. Refiriéndonos n u e v a m e n t e al m u n d o actual. Smith quedaría a t e r r a d o ante un medio en el cual, como en E s t a d o s Unidos, un millar de sociedades a n ó n i m a s dominan el p a n o r a m a industrial, comercial y financiero, y son dirigid a s por a d m i n i s t r a d o r e s asalariados, algo que para Smith debía deplorarse especialmente. «Siendo gestores del dinero ajeno, y no del propio, difícilmente puede esperarse que lo cuiden con la misma viva diligencia que suelen desplegar los miembros de una sociedad privada para vigilar s u s fondos... En consecuencia, es evidente que la negligencia y la prodigalidad prevalecerán siempre, de uno u otro modo, en la administración de los a s u n t o s de tal compañía.»^"
Los consejos y recomendaciones de Smith se extienden también a •<^tros aspectos de la economía. Como c u a d r a a la reputación de s u s a n t e p a s a d o s étnicos, exhorta a la parsimonia en los gastos personales y hace extensivo este consejo, en términos enérgicos, al Estado. Limita rigurosamente la actividad del gobierno a la gestión de la defensa común, la administración de la justicia y la cons30.
Op. cit., iibro 5. .3.*' pîirlu. a r t i c u l o I.
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trucción de las o b r a s públicas necesarias. Sus n o r m a s en materia tributaria, j u s t a m e n t e célebres, prescriben que los impuestos sean de percepción segura, convenientes, y económicos en su evaluación y recaudación. Es partidario de que se aplique, como mínimo, un impuesto sobre la renta de carácter proporcional: «Los subditos de todo E s t a d o deberían contribuir al sostén del gobierno, lo m á s a j u s t a d a m e n t e posible, en proporción a s u s respectivas posibilidades; es decir, en función de los ingresos que respectivamente perciben bajo la protección común del Estado.»^' Pero no todas las ideas de Smith pueden comentarse aquí. Para intentarlo sería preciso escribir otro libro tan voluminoso como el suyo, y hacer menos claro, como él lo hace con su a m o r al detalle, el meollo central y vital de su pensamiento, o sea, precisamente el que hemos p r o c u r a d o describir en estas páginas.
31
¡bid.,
libro 5. c a p . 2. 2.'' p a r t e
VII. R E F I N A M I E N T O . A F I R M A C I Ó N Y LAS S E M I L L A S DE LA REVUELTA
Con Adam Smith la historia del pensamiento económico registró el mayor de sus progresos. Como dice Eric Roll, «el apóstol del liberalismo económico habló en términos lúcidos y persuasivos». Se dirigía a «una audiencia dispuesta a recibir su mensaje... [y con] la voz de los industriales que estaban ansiosos por barrer con todas las restricciones del mercado y de la oferta de mano de obra; remanentes del anticuado régimen del capital mercantil y de los intereses de los terratenientes».' Durante los cien años siguientes, y aún más, los economistas de la escuela tradicional se dedicaron a enmendar y refinar sus conclusiones, a luchar para resolver s u s ambigüedades y a buscar la forma de completar su sistema en otros aspectos. La obligación impuesta al historiador funcional, al escritor que no sólo se interesa por la historia sino también por su relevancia moderna, adquiere especial complejidad cuando examina la ciencia económica después de Adam Smith. A partir de entonces, en mayor grado que anteriormente, se le planteaba el problema, antes inadvertido, de seleccionar entre una gran cantidad de material las ideas de importancia principal y perdurable. Gran parte de las obras publicadas después de Smith revisten un interés puramente transitorio. Se presentaban ideas, se formulaban teorías, se hacían observaciones sobre las continuas y a veces a m a r g a s polémicas de la época, que no llegaron a sobrevivir. Hubo también elocuentes representantes de la tradición establecida —como, por ejemplo. John Stuart Mill— que fueron los grandes docentes de su época, pero que no modificaron en forma sustancial la ancha corriente del pensamiento económico. Gran parte de esta producción, especialmente en lo que se refiere a las polémicas, debe pasarse por alto para 1. Eric Roll. A History of Economic Thoug/U. m 4 2 ) . pág. 156. ( V e r s i ó n c a s t e l l a n a . F C E . )
op. cil. (Nuuv.-i York. Prentice Hall.
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que los t e m a s esenciales no se pierdan en la m a s a de referencias. Una vez más, la piedra de toque debe ser, no un examen general de todas las aportaciones —ya son d e m a s i a d o s los q u e han intentado hacerlo—, sino la seguridad de no haber omitido n a d a de importancia permanente. ^ E n los a ñ o s subsiguientes a la muerte de Smith, surgieron tres g r a n d e s f i g u r a s q u e refinaron y a m p l i a r o n su o b r a ; se t r a t a b a de tres a u t o r e s casi e x a c t a m e n t e c o n t e m p o r á n e o s , a s a b e r , un francés, J e a n - B a p t i s t e Say (1767-1832) y dos ingleses, T h o m a s Robert Malthus (1766-1834) y David Ricardo (1772-1823). Los tres, pero Malthus y Ricardo en particular, presenciaron el vigoroso florecimiento de la Revolución industrial, y, perfeccionando la obra de Smith, trataron de que la ciencia económica se desarrollara en consonancia con este enorme cambio. Con ellos llegó la teoría económica correspondiente al orden industrial. Jean-Baptiste Say era un hombre de negocios que desde temprana edad actuó como precursor en materia de seguros de vida. Luego se convirtió en profesor y finalizó su carrera en el Collège de France. Por ser francés, y no pertenecer, por tanto, a la entonces (y d e s p u é s ) hegemónica tradición del idioma inglés - r e s u l tante y exponente de la preeminencia industrial de Gran Bretaña — , los historiadores no se han ocupado tanto de él como de Malthus y de Ricardo. Hay quienes simplemente lo han dejado de lado considerándolo un a u t o r que no aportó nada nuevo y que únicamente transmitió el mensaje de Adam Smith al público francés que lo necesitaba. En realidad, hizo m u c h o m á s que eso. La transformación del conjunto d e s o r d e n a d o de ideas e información de La riqueza de las naciones en una presentación m á s o r d e n a d a , tan propia del pensamiento francés, fue sólo una parte de su tarea. En c u a n t o a la susodicha necesidad, no le cabía d u d a alguna: c o m b i n a n d o con tacto excepcional la crítica y el encomio, declaró que «la obra de Smith es sólo una c o n f u s a aglomeración de los principios m á s sólidos de la economía política, con apoyo de luminosos ejemplos y de las m á s curiosas nociones de estadística, mezcladas con reflexiones instructivas».^ Su propia obra principal, Traité d'Économie Politique, es un t r a b a j o mucho más conciso, que tuvo una gran 2 J e a n Uuptislc Say. Traite d'ficnnnmic PtilHù/iir. ciladci en A l e x a n d e r G r a y . The DevelnpmetU n{ Economic Doctrine ( L o n d r e s . I . o n g m n n s . Orcen. 19-4(1). op. cit.. pág 267.
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circulación, tanto en francés como traducido. La menor estima en que se lo ha tenido, en comparación con las o b r a s de otros autores de su tiempo, ha sido atribuida a su mayor legibilidad y popularidad. Esto es siempre un peligro. Sus antecedentes como hombre de negocios llevaron a Say a resaltar el bien definido e incluso decisivo papel del empresario, el individuo que concibe la e m p r e s a o se hace cargo de ella, descubre y explota la o p o r t u n i d a d , y encarna la fuerza motriz de las transformaciones y las mejoras de la economía. Al exponer estas ideas anticipó, entre otras, las de Joseph Alois S c h u m p e t e r . Pero la principal contribución de Say al p e n s a m i e n t o económico, que desde hace 130 a ñ o s constituye una aportación p e r d u r a b l e y de s u m a influencia, fue su ley de los mercados. Los libros de texto actuales se siguen refiriendo a ella con el nombre de la ley de Say.^ La ley de Say sostiene q u e la producción de bienes genera una d e m a n d a agregada efectiva (es decir, realmente g a s t a d a ) suficiente p a r a c o m p r a r todos los bienes ofrecidos. Ni más, ni menos. Por lo tanto, nunca puede originarse en el sistema económico una superproducción generalizada. En términos algo m á s modernos, esta ley viene a expresar que el precio de cada unidad de producto vendido genera u n o s ingresos bajo la forma de salarios, intereses, beneficios o rentas de la tierra, suficientes para c o m p r a r dicho producto. Alguien, en alguna parte, percibe todo ese valor. Y una vez percibido, lo desembolsa, hasta igualar el precio de lo producido. En consecuencia, nunca puede ocurrir una insuficiencia de la dem a n d a , que es la otra cara de la moneda de la superproducción. Es posible, eso sí, que algunas personas ahorren parte de los ingresos resultantes de la venta. Pero una vez realizado ese ahorro, h a b r á n de invertirlo, a s e g u r a n d o así la continuidad del gasto. Incluso en el caso de que atesoren parte de dichos ingresos no se modificará la situación, pues entonces los precios b a j a r á n , para a d a p t a r s e al menor flujo de ingresos. Una vez más, no h a b r á exceso general de bienes ni insuficiencia generalizada de capacidad adquisitiva. No todos aceptaron la ley de Say. Como pronto veremos, Thom a s Robert Malthus tenía sus d u d a s , y con razón. Y en el decenio siguiente hubo períodos repetidos y cada vez m á s penosos de cri3. V>l-:ise. por e j e m p l o . Pnul A. Sainiicison y William I). N o r d h : i u s , fdiciíin ( N u e v a York. M c G r a w Mili, 1985). p.ñgs. 366-367.
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sis y depresión, d u r a n t e los cuales las mercancías no podían venderse y, en consecuencia, la fuerza de t r a b a j o se q u e d a b a sin empleo. Todo parecía indicar que, con toda seguridad, había algún factor en alguna parte de la economía q u e provocaba una insuficiencia del poder adquisitivo. Los economistas opusieron a esta idea el concepto de un ciclo económico recurrente que ocasionaba d e s a j u s t e s temporales, pero q u e no alteraba las condiciones fundamentales. Y de este modo sobrevivió la ley de Say. Y no sólo sobrevivió, sino que su aceptación llegó a convertirse en el índice de un a d e c u a d o nivel de refinamiento en materia de economía. Se t r a t a b a de la prueba de fuego mediante la cual se diferenciaba a los genuinos estudiosos de los f a r s a n t e s y los maniáticos, o sea-, de quienes por debilidad intelectual no podían o no querían ver cuán obviamente la oferta creaba su propia demanda. Era t a m b i é n una i n d i s p e n s a b l e y a g u e r r i d a d e f e n s a contra aquellos que, mediante la monetarización de la plata, la impresión y puesta en circulación de papel moneda, y el e n d e u d a m i e n t o y gasto g u b e r n a m e n t a l , se proponían a u m e n t a r el poder adquisitivo para s u p e r a r lo que era falsamente percibido como una insuficiencia de la d e m a n d a . Se trataba de una receta contra un mal que no podía existir. ' L a ley de Say prevaleció triunfante hasta la Gran Depresión. Sólo en e s a s circunstancias pudo ser r e f u t a d a por John Maynard Keynes, quien s o s t u v o y a r g u m e n t ó influyentemente, que podía haber (y que entonces había en efecto) una insuficiencia de la dem a n d a . Podía en verdad d a r s e una preferencia por la retención y atesoramiento de dinero, es decir, una preferencia por la liquidez; y que los precios no se ajustaran a un flujo de d e m a n d a menor. En este caso, las mercancías, en general, dejarían de venderse, y quienes las fabricaban q u e d a r í a n sin empleo. El Estado, por su parte, podía y debía remediar la situación, endeudándose y gastando para complementar el flujo de d e m a n d a . ^ E s t o p u s o fin al extraodinario reinado de Jean-Baptiste Say. También acabó en esta forma una de las principales restricciones a la enseñanza de la ciencia económica y al p e n s a m i e n t o e imaginación de académicos, q u e había afectado a cuantos habían hecho estudios en esta materia. Mientras se creyó q u e estaba aseg u r a d a una d e m a n d a suficiente de mercancías, el nivel de actividad del mercado era, en términos reales, óptimo; no hacía falta medida alguna del E s t a d o ni del banco central para a u m e n t a r l o o
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disminuirlo. Pero al perder vigencia la ley de Say, el control de la d e m a n d a agregada —o sea, lo que los gobiernos, directamente o por intermedio de los bancos centrales, deberían hacer para aumentar o disminuir la renta y el poder adquisitivo— se convirtió en una preocupación obvia. El valor y la distribución, los precios, los salarios y otros conceptos perdieron muchos puestos en la jerarquía del p e n s a m i e n t o económico, como lo indica la actual designación de su estudio bajo el nombre de microeconomia. En cambio, la gestión de la d e m a n d a se convirtió en el nuevo sector al que se dedica mayor atención y se reconoce mayor prestigio, bajo el nombre a u g u s t o de macroeconomía. La macroeconomía nació al liberarse la disciplina del largo reinado de Jean-Baptiste Say.
T h o m a s Robert MalthuSj clérigo británico de instinto aristocrático, fue el primero de un trio de figuras importantes en la historia del pensamiento económico cuyos recursos financieros personales provinieron, no de la universidad ni de honorarios por servicios de preceptor privado, como en el caso de Smith, ni del m u n d o de los negocios, como sucedió con Say y con Ricardo, sino del benévolo empleo que le ofreció la Compañía Británica de las Indias Orientales. Los otros dos integrantes de ese trío fueron J a m e s y John Stuart Mill. Todos ellos sirvieron a la John Company —como entonces se la denominaba— sin h a b e r visitado j a m á s la India. Malthus, en particular, d e s e m p e ñ ó la docencia en el Haileybury College, de Hertfordshire, institución q u e f o r m a b a a los jóvenes para t r a b a j a r en la Compañía. Los dos libros de Malthus, An Essay on the Principle of Population y Principles of Political Economy, a b a r c a n gran variedad de materias, pero sólo aportaron a la ciencia económica dos proposiciones, una de las cuales, rivalizando con la de Say, ha prevalecido poderosamente hasta la actualidad. La otra, perdida d u r a n t e un siglo, fue revivida por Keynes, reconociendo a su a u t o r originario un mérito tan considerable, como lamentablemente postergado. La s u p r e m a contribución de M a l t h u s —que ha incorporado la palabra maltusianismo a todos los idiomas modernos— fue la ley que a su criterio regía el crecimiento demográfico, influyendo además en la determinación de los salarios. Para ello se remitió a una impresionante variedad de fuentes, desde los griegos y los «infelices h a b i t a n t e s de la Tierra del Fuego (quienes), según el consenso
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general de los viajeros, han sido colocados en el escalón m á s bajo entre los seres humanos»'' hasta los habitantes en mejor situación de Inglaterra. Pocos autores han a c u m u l a d o m á s informaciones en una sola oración o, como en este caso, en tres: No se conocen muchos detalles acerca de la población de Irlanda. Por lo tanto, me limitaré a observar aqui que el cultivo creciente de la patata ha dado lugar a su rápida multiplicación durante el siglo pasado. Pero la baratura de esta raiz nutritiva y la pequcñcz de la parcela que para esta clase de cultivo basta para producir en años ordinarios el alimento de una familia, sumada a la ignorancia y depauperación de los habitantes que les han inducido a seguir sus inclinaciones sin otra perspectiva que la mera subsistencia inmediata, han fomentado hasta tal punto el matrimonio, que la población va aumentando mucho más allá de lo que permiten la industria y recursos presentes del país.^ A partir de s u s observaciones y de alguna especulación m á s abstracta llegó Malthus a sus conclusiones básicas, la primera, bastante obvia, según la cual los medios de subsistencia limitan la población; la segunda, que la p o b T a c i ó n ~ u m e n t a "cuando dichos medios lo permiten, y lo hace en forma geométrica, mientras que la oferta de alimentos, en el mejor de los casos, sólo podría increm e n t a r s e aritméticamente; y la tercera, que esta asimetría persistirá, lo que significa que el incremento demográfico será limitado por la oferta de alimentos, a menos que aparezcan antes otras limitaciones. "Tas posibles limitaciones previas son las restricciones morales, el vicio y la miseria." No puede esperarse mucho de las restricciones morales, y v i r t u a l m e n t e n a d a d e s p u é s del m a t r i m o n i o . El vicio,' cuyo papel no está d e m a s i a d o claro, "ho le parece a Malthus una forma recomendable de control de la natalidad. Sólo subsiste el hambre, a menos que se anticipen otros controles destructivos tales como la guerra, la peste u otras e n f e r m e d a d e s . Malthus presenta a la h u m a n i d a d u n a perspectiva muy poco halagüeña. La situación no se puede mejorar. Én efecto, cada vez que el 4 Tliortiiis Kobvn Malthus. Aii tissay on the Principle of l'optiliilion, ö.-" udiciúii (Lond r e s . W a r d . Lock, 1890). M a l l l i u s a p o y a csia c o n c l u s i ó n b a s c a n t e g c n c r a l i z a d o r a rcmilic-ndosc a los i n f o r m e s del c a p i t á n Cook s o b r e su p r i m e r viaje. 5. M a l t h u s . pí'nj. 259. Debe t e n e r s e en c u e n t a q u e e s t e p á r r a f o f u e e s c r i t o v a r i o s decenios a n t e s d e la g r a n h a m b r u n a en I r l a n d a
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Estado, u otro benefactor omnipotente, se proponga mejorar la situación de las masas, la procreación d e s e n f r e n a d a de é s t a s las devolverá r á p i d a m e n t e a su estado anterior.] Con tal hipótesis Malthus proporcionó un poderoso a r g u m e n t o contra la caridad, pública o privada, y rindió un señalado servicio a quienes encuentran públicamente apropiado o personalmente económico omitir la ayuda a los infortunados. No fue, al parecer, un h o m b r e d e s p i a d a d o y meditó acerca de las m e d i d a s que podrían a d o p t a r s e para mejorar la situación, dentro de los límites impuestos por su ley. Consideró, por ejemplo, que la cuestión podría solucionarse en parte posterg a n d o la edad del m a t r i m o n i o j Propuso, asimismo, q u e en el servicio religioso de las bodas se insertara u n a advertencia dirigida a las parejas jóvenes, recordándoles que ellas m i s m a s deberían^ sufragar los gastos y sufrir las consecuencias de su pasión.'' Pero nadie consiguió de una forma tan completa como Malthus cargar sobre las e s p a l d a s de los pobres el peso de su pobreza o de librar del mismo las de los ricosMalthus ha sobrevivido como profeta de lo que se ha denominado la explosión demográfica, o bien, hasta para quienes tienen un mínimo de capacidad metafórica, la bomba de la población. Y por cierto q u e su tenia constituye una a m a r g a verdad en nuestro tiempo para los países agrícolas más pobres de Asia y África, mientras que el rico m u n d o industrial, a y u d a d o por los contraceptivos y por el aborto, ha evitado esa amenaza. ^'La segunda proposición por la que Malthus sigue siendo famoso en la actualidad es, cabe repetirlo, su actitud de d u d a ante la ley de Say. Como acaba de observarse, según aquel autor, los trabajadores, los capitalistas y los terratenientes debían recibir, del producto de la venta de las mercancías, los medios para c o m p r a r , pari passu, todo lo q u e pudieran producir mediante s u s esfuerzos s u m a d o s , y era inevitable que así lo hicieran. Pero Malthus; que en a ñ o s posteriores se pasó de la demografía a la economía política,^ sostuvo que; en realidad, no sucedería así. Como consecuencia de la pobreza de los t r a b a j a d o r e s —reducidos por efecto de su íi. Con el c o r r c r del (icmpíi, c|iii/;'i no híiy.T s i d o ¿sia In varicciud íiístórica m e n o s promi-icdora del conirol de l:i niitnlidad. En el d e c e n i o de l'JSO. d u r a n t e su p r i m e r m a n d a t o presidencial, Konaid R e a g a n c x j i r e s ó su creencia d e q u e la limitación demogrâTica debía ilejarsc al j u e g o del m e r c a d o . Pero hiiho q u i e n sugirió luego q u e la m a n i f e s t a c i ó n p r á c t i c a de tal a c t i t u d se c o n c r e t a r l a en q u e las p a r e j a s a p a s i o n a d a s , en ve?, ele ir a a c o s t a r s e , se dirigirían al c e n t r o c o m e r c i a ! m á s pró,\imo. 7 I-n t'riticiplvs tif Pftlitical lU-t}ttoitiy ( I . o n d r e s , J o h n M u r r a y , 1820).
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propia fecundidad a niveles mínimos de salarios u otros i n g r e s o s habría una tendencia a la producción de m á s mercancías de las que pudieran ser c o m p r a d a s y c o n s u m i d a s ya fuera por estos inf o r t u n a d o s o por las clases m á s opulentas. Y esto ocurriría con tanta m á s razón c u a n t o que los capitalistas o industriales concentrasen obsesivamente su atención en los negocios absteniéndose, por lo menos en cierta medida, de los placeres del c o n s u m o que bien podrían permitirse. En consecuencia, sobrevendría una superproducción de mercancías. Malthus consideró que tal situación podría a t e n u a r s e h a s t a cierto punto gracias a la existencia de una clase de consumidores no productivos:i sirvientes, políticos, soldados, jueces, abogados, médicos, cirujanos y clérigos. Todos ellos, a su entender, se a f a n a b a n sin llegar a producir nada, pero consumían. La idea de q u e los abogados, los médicos o los sirvientes pudieran ser gente útil, cuyos servicios fueran pagados de buena gana por o t r a s personas, no le entraba a Malthus en la cabeza. Pero si bien su distinción entre ocupaciones productivas e improductivas no tiene cabida en la economía moderna, sobrevive sin e m b a r g o el instinto de creer que la creación de bienes visiblemente materiales reviste un carácter peculiarmente productivo. Todavía se opina que la fabricación de z a p a t o s y de a p a r a t o s electrónicos es m á s útil, m á s beneficiosa desde el p u n t o de vista económico, q u e los servicios del cantante, el artista o el investigador. Cuando las autoridades nacionales o municipales o las c á m a r a s de comercio deliberan sobre el desarrollo económico, siguen p e n s a n d o hoy en términos de fábricas que producen mercancías. Malthus no sólo sobrevive por esta idea, sino también por la m á s importante y amplia idea de que es posible que no se gasten la totalidad de los ingresos, de q u e la d e m a n d a de mercancías sea insuficiente, y de que, en consecuencia, es posible una superproducción general, con e s t a n c a m i e n t o de la actividad económica y el consiguiente desastre. «Por primera vez, al menos en la teoría económica inglesa, se admitió la posibilidad de crisis originadas por causas inherentes al sistema capitalista.»® Se admitió, sí, pero, ¡ay!, habrían de transcurrir varias generaciones antes de que se aceptara plenamente. Ricardo y Malthus escribieron sobre estas cuestiones d u r a n t e 8
Roll. op. cit.. p. 224.
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los m i s m o s años.iÍRicardo defendió la ley de Say del a t a q u e maltusiano; para él, los ingresos procedentes de la producción de mercancías creaban en efecto su propia d e m a n d a . Durante poco m á s de un siglo a partir de entonces, prevaleció la tesis de Say, sostenida por Ricardo. Como dijera Maynard Keynes en una de s u s m á s d i f u n d i d a s observaciones, Ricardo se impuso sobre esto en Gran Bretaña como la Santa Inquisición se habla impuesto en E s p a ñ a . Por último, Malthus dejó otro legado, aunque involuntario, cuya responsabilidad c o m p a r t e con Ricardo. En lo sucesivo, la ciencia económica habría de caracterizarse por un matiz persistente de pes i m i s m o y melancolía, y a los economistas^ ( p o r i n t e r m e d i o de Carlyle) se les adjudicaría el n o m b r e y la reputación que padecen hasta la fecha, de «respetables profesores de la ciencia lúgubre».^
David Ricardo es la figura m á s enigmática y en algunos aspectos la m á s polémica en la historia de su disciplina; enigmática, porque la naturaleza y la p r o f u n d i d a d de su influencia sobre el tema están lejos de resultar claras, y polémica, p o r q u e dicha influencia prestó maravillosos servicios a quienes, en opinión de muchos, no lo merecían, especialmente a Marx y los marxistas. El aspecto enigmático puede en parte obedecer al h u m o r y estilo de su prosa. A diferencia de la de Smith, dotada de cierta exuberancia y claridad festivas, la de Ricardo es difícil y sombría. Tras el e n o r m e esfuerzo de comprensión q u e su lectura exige, es posible que el lector se sienta legitimado para escoger libremente lo que encuentra digno de ser creído. En comparación con Smith? o con Malthus, Ricardo representó un cambio de método lógico muy convincente. Smith era empírico y didáctico, y a partir de s u s propias observaciones, tan diversas como copiosas, iba extrayendo s u s conclusiones. En cambio, Ric a r d o era teórico e inductivo; a partir de una proposición evidente o tenida por tal, continuaba razonando en forma a b s t r a c t a hasta llegar a una conclusión plausible, o quizá inevitable. Era un método que en lo sucesivo seduciría a los economistas, por no exigir muchos datos y porque en caso necesario puede divorciarse de una realidad desagradable o inconveniente. A Ricardo le vino muy bien. 9. T h o m a s Carlyle. Latler-Day 1899). p.ig, 44
Pamphlets,
num.
1 (Londres. Chapman and
Hall.
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Utilizando su método y sus conclusiones, tanto los posteriores campeones del capitalismo como s u s m á s resueltos adversarios, con Marx a la cabeza, llegaron a conclusiones igualmente lirmes. David Ricardo era hijo de un agente de bolsa, judío y anterior residente en Holanda. Se convirtió al cristianismo c u a n d o contrajo matrimonio, hecho que le alejó de su familia original. Continuó su profesión bursátil por su propia cuenta y, en cosa de cinco años, amasó una fortuna suficiente como para retirarse y adquirir la finca de Gatcombe Park, residencia de c a m p o que hacia 1970 habría de ser c o m p r a d a a su vez por la reina Isabel II, quien la destinó a esos m i s m o s fines en beneficio de la princesa Ana y su marido. Bn Gatcombe se dedicó a leer, y según puede suponerse, a escribir con g r a n d e s padecimientos sobre economía. Fue íntimo amigo de Malthus. y a m b o s matuvieron una copiosa correspondencia caracterizada por su mutuo desacuerdo y recíproca admiración.'" Ingresó en el Parlamento, donde hizo uso de la p a l a b r a y ejerció como miembro de comisión muy activo en cuestiones económicas, incluidas las monetarias,^ Gran parte de s u s mejores t r a b a j o s versaron sobre a s u n t o s de interés e importancia en su época, tras la conclusión de las g u e r r a s napoleónicas, y no correponde resumirlos aquí. En cambio, sus ideas m á s p e r d u r a b l e s y significativas, que bien provienen de Smith o a p u n t a n a e n m e n d a r l o , " pueden, con algún riesgo, ser dilucidadas razonablemente y expuestas con tolerabl^amplitud. Rícarji^, siguiendo a Smith, definió los principales temas de la ciencia" económica, pero con cierta vehemencia ai d e n u n c i a r los errores. Entre los factores que determinan el valor o precio de un 10. C o m o mi colcgii Robert D o r f m a n m e ha r e c o r d a d o en oc;isi(>n d e leer e s t a s páginas. 11. Asi lo recom>ce Ricardo m u y s i n c e r a m e n t e . "F.l a u t o r , al c o m b a t i r las o p i n i o n e s a c e p t a d a s , ha e n c o n t r a d o n e c e s a r i o r e f e r i r s e m.-is p a r t i c u l a r m e n t e a a q u e l l o s p a s a j e s de los e s c r i t o s d e A d a m S m i t h con los cuales, a su criterio, tiene m o t i v o s p a r a d i v e r g e r : no o b s t a n t e , e s p e r a q u e no por ello se s o s p e c h e d e el q u e no... p a r t i c i p a en la a d m i r a c i ó n q u e la p r o f u n d a o b r a d e e s t e c e l e b r a d o a u t o r s u s c i t a con tan j u s t a r a z ó n . » Ricardo a ñ a d e luego q u e «igual o b s e r v a c i ó n p u e d e a p l i c a r s e a las excelentes o b r a s del Sr. Sayn, de q u i e n dice q u e « t o d o s los d e m á s e s c r i t o r e s del C o n t i n e n t e j u n t o s » no h a n c o n t r i b u i d o t a n t o a « p r e c o n i z a r f a v o r a b l e m e n t e los principios de ese i l u s t r a d o y b e n é f i c o s i s t e m a » , es decir, el e n u n c i a d o o r i g i n a r i a m e n t e por S m i t h . (Cita d e su libro Orí ihc Principia nf Pnlilical Economy aiiil Taxation, e d i t a d o c o m o p a r t e de Thu IVoris uní! Currcspotidcncc of David Ricardo por Fiero S r a f f a . C a m b r i d g e . I n g l a t e r r a . C a m b r i d g e University P r e s s . I l f i l . vol 1. pág. 6.) Los libros, folletos y c a r t a s de Ricardo f u e r o n c o m p i l a d o s y e d i t a d o s p o r Sralfa a lo l a r g o d e un p e r i o d o d e m u c h o s a ñ o s , e j e c u t a n d o asi u n a ele las m á s dfstinguid.'is l a r c a s q u e se h a y a n c u m p l i d o en materia de e r u d i c i ó n e investigación en la e c o n o m í a m o d e r n a . Sr;iffa f u e mi a m i g o d e s d e q u e nos c o n o c i m o s en la U n i v e r s i d a d de C a m b r i d g e en a ñ o s a n t e r i o r e s a la s e g u n d a g u e r r a m u n d i a l , y a él d e b o en g r a n p a r t e mi e s t i m a por Ricardo.
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producto, cree que el primero es la utilidad.J«Sj u n a mercancía no Fuera útil en oboohiig, es decir, si no pudiera contribuir á nuestra satisfacción—carecería también de valor de cambio.»'^ Con este juicio'. a u n q u e había precedentes, surge en primera aproximación el otro lado de la teoría moderna de la determinación de los precios, o sea. la interacción de la oferta y la d e m a n d a . Una vez establecida la necesidad de los productos «intercambiables)). advierte luego que su valor proviene ya sea de su escasez o de «la cantidad de t r a b a j o necesaria para obtenerlos)7.'~Esto se aplica a todo lo reproducible; con excepción de las «estatuas y pinturas raras, libros y m o n e d a s escasos, vinos de calidad peculiar que sólo pueden elaborarse con uvas cultivadas en d e t e r m i n a d o s u e l o ) ) . L a s mercancías y los artefactos no reproducibles constituyen un caso muy especial; los bienes reproducibles. cuyo valor de cambio está regido por el t r a b a j o incorporado a los mismos, constituyen el caso general. Y en relación con esto cita a Smith para a p o y a r su teoría: «Es natural que lo que u s u a l m e n t e se produce en dos días, o en dos horas de trabajo, valga el doble de lo que por lo general es producido respectivamente en un día o en una hora de trabajo.))''' Como los otros han observado ya. Ricardo llegó a m a t i z a r en sus últimos escritos ciertas actitudes originariamente muy severas, y esto ha a y u d a d o considerablemente a quienes procuraron encontrar en él lo q u e deseaban creer. No obstante, su adhesión a u n a teoría del valor t r a b a j o plenamente f u n d a d a es el elemento principal de la influencia q u e llegaría a ejercer en años posteriores^ Obedeciendo, según parece evidente, a su posición como propietario de tierras. R i c a r d a se ocupó luego de los ingresos del terrateniente en concepto de renta, que definió, en otro de los pasajes inmutables de la economía, como «la porción del p r o d u c t o de la tierra que se paga al terrateniente;, por el j a s o de los poderes originales e indestructibles del s u e l o ) ) . C o n c i b i ó esta categoría de ingresos dentro del contexto maltusiano de la presión demográfica 12. Ric:irdo. np. cil., p.iß I I . n. A m b a s citas d e op. cil., pág. 12. M. Adain Smith, Ln riqueza tic las naciones, c i t a d a en Ricardo, np. cil-, piigRicardo agrci;.-! d e s p u é s : «El h e c h o d e q u e é s t e sea r e a l m e n t e el f u n d a m e n t o del v a l o r d e c a m b i o de t o d a s las c o s a s , cnn excepción de las q u e no p u e d e n i n c r e m e n t a r s e m e d i a n t e el t r a b a j o h u m a n o , es u n a noción de m á x i m a i m p o r t a n c i a en la e c o n o m i a politica, p u e s l;)s v a g a s i d e a s q u e se a d j u d i c a n al t é r m i n o " v a l o r " c o n s t i t u y e n la p r i n c i p a l f u e n t e d e d i f e r e n c i a s de o p i n i o n e s y de i d e a s v a g a s en la m a t e r i a . » /bid. IS Ricardo, np cil., pág. fi7 ^
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sobre los medios de subsistencia; según él, su efecto era impulsar el cultivo de tierras cada vez m á s pobres. I ^ t a nresinn habría HP continuar h a s t a q u e ei suelo, üüda Vez m á s empobrecido, sólo rindierä" i l mínimo necesario p a r a s u s t e n t a r las vidas" d ^ q u i e ñ e s lo tra^ajaJban. y ese mímino, a su vez, determinaría en forma general las remuneraciones de todos los t r a b a j a d o r e s y, en particular, las de todos los campesinos.! De la posesión de las mejores tierras; — superiores a las de peor calidad o marginales— iprovendría un excedente por encima del coste. Éste sería tanto mayor c u a n t o mejor fuera la calidad de los suelos y c u a n t o mayor fuese la presión general de l a ~ ^ 6 l a c i ó n sobre l a o ^ f f i r t a T t o ^ Q F j i e r r ^ . j En esta forma, el propietario de las tierras m á s fértiles se beneficiaría no sólo de^su bueni"'förtüna, sino también de la creciente pobreza o mala fortuna de töäos^ los d e n y s . ^ E n el~sfstema ricardiano era muy bueno ser terrateniente, y a Ricardo no le i m p o r t u n a b a la noción del ingreso inmerecido o del decoro social. La renta de la tierra no a u m e n t a b a los precic«, sino que consistía en un residuo q u e se a c u m u l a b a pasiv a m e j ^ gracias al incremento de la población y al progreso general J e la sociedad. «El a u m e n t o de la renta es siempre efecto de la creciente riqueza del país y de la dificultad de proveer alimentos para su mayor población.»'N Volviendo a Iq^^lajTos]) Ricardo, en otro de sus pasajes muy citados, afirma que son «el precio necesario para permitir a_^los t r a b a j a d o r g s subsistir y perpetuar su raza^ sin aumênto_ni disminuciónw.J*^ E^ta idea, como'la Ley de Hierro de los Salarios, entraría en la historia yendo m u c h o m á s allá de la teoría económica propiamente dicha; según ella, quienes t r a b a j a b a n tenían la pobreza por destino, y no debían ser redimidos por la compasión del E s t a d o ni de los empleadores, ni t a m p o c o por la organización sindical, ni por su propia iniciativa. Autores y oradores se dedicaron luego a d o t a r a la Ley de Hierro de un carácter m á s necesario y restrictivo del q u e presentaba en el lenguaje menos osado de Ricardo. La Ley de Hierro era el precio natural del trabajo, o como se diría ahora, el precio de equilibrio de la m a n o de obra, es decir, el nivel al que, permaneciendo igual todo lo demás, tenderían los salarios. Pero en Ricardo incluía no sólo las necesidades del tra16. 17.
Ricarda, ap. cil., Ricarda, op. cil.,
pág. 77. La c u r s i v a es del p r é s e n l e a u t o r . pág. 93.
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bajador, sino también «las conveniencias q u e han llegado a resultarle indispensables por costumbre».'® En su conjunto, se trataría de lo que hoy llamamos un nivel de vida convencional o acost u m b r a d o . Y el precio de m e r c a d o de la m a n o de obra en u n a sociedad «en proceso de mejoramiento»? como, por ejemplo, la que fuera dotada progresivamente de mayores capitales y adelantos técnicos, podría s u p e r a r la tasa de mercado d u r a n t e mucho tiempo, «pues en c u a n t o se respondiera al impulso, originado por un incremento de capital, en favor de una mayor d e m a n d a de trabajo, otro aumento de capital vendría a producir el mismo efecto».'J Las consecuencias! de esta evolución serían s u m a m e n t e benéficas, pues «cuando el precio de mercado de la m a n o de obra excede su precio natural, la situación del t r a b a j a d o r es floreciente y feliz, teniendo a su alcance los medios de adquirir una mayor proporción de necesidades y d i s f r u t e de la vida.i y consiguientemente, de criar una familia saludable y numerosa».^® Aunque todo esto era alentador, también sobrevendría, desgraciadamente, la otra tendencia m á s p r o f u n d a : («Pero c u a n d o , mediante el estímulo que los salarios m á s elevados olQrgan _al.aum e n t o d e j a población, el n ú m e r o de t r a b a j a d o r e s a u m e n t a , los salarios vuelven a d e s c e n d í a su precio natural, e incluso llegan a caer por d e b a j o de éste, en un efecto de reacción.»^') Debe reconocerse que quien aspire a defender la reputación de Ricardo del rigor de sus propias conclusiones —de la implacable Ley de Hierro— podrá apoyarse en cierto instinto de salvación. lÉl creía que la aportación de capitales y nuevas ténicas podría continuar indefinidamente, con el correlativo efecto ascendente en el precio de mercado de la m a n o de obra. Y por cierto, esto ha resultado plenamente plausible en el curso de los acontecimientos. Pero a Ricardo se lo recordaría y conocería por su ley dominante, y no por las excepciones a la m i s m a . Y de esa ley d o m i n a n t e provendría su convicción de la pobreza inevitable de quienes viven bajo el capitalismo, y de la futilidad y error de cualquier acción correctiva, que no titubeó en condenar expresamente: «Como todos los d e m á s contratos, los salarios deben q u e d a r librados a la j u s t a y libre competencia del mercado, y nunca deberían someterse a la 18. ifl. 19. 20. 21.
Ibid tota. Ricardo, op. cil., pág. 95 Ric.irdo, op. cil., pág. 94 Ihiil.
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interferencia de la legislatura.»^^ La pobreza es inevitable; la ley económica que la exige no puede violarse. Así es el capitalismo, y eso es lo que Ricardo hizo por la reputación del s i s t e m é Que nadie d u d e que simpatizantes y amigos pueden prestar un flaco servicio a una causa.
Desde los tiempos de Ricardo ,'los economistas vienen t r a t a n d o de aclarar su concepción de los beneficios, i Tropiezan ahí con un problema en la medida en q u e s u s explicaciones son maravillosamente c o n f u s a s , y también debido a la circunstancia de que le costó muchísimo hallar en su sistema un resquicio para alojar dicha noción. En efecto: si jel valor de un producto se determina por el coste del t r a b a j o que con él puede encargarse en el p u n t o marginal en el que no hay renta de la tierra y el excedente previo al margen es renta de la tierra, entonces no q u e d a nada como beneficio del capital. Ingresos p a r a el terrateniente los habrá, desde luego, pero no para el capitalista.^ i m p e r o , es obvio que en realidad existen dichos ingresos, y Ricardc^ sin extremar la claridad de su lenguaje, se los a d j u d i c a también a la m a n o de obra.' Hubo quienes t r a b a j a r o n a n t a ñ o para edificar la fábrica y construir la maquinaria q u e integran la inversión de capital fijo, y para adquirir las mercancías en proceso de elaboración q u e constituyen el capital circulante o variable. F | hpnpfirín (incluido, todavía, el interés) es, según Ricardo. e l j ) ^ o diferjdn de todo este t r a b a j o a n ^ terior.j'Esta explicación presenta graves problemas, no todos ellos disimulados por la enrevesada exposición de Ricardo. Pero una vez m á s . subsiste el aspecto central de la cuestión, que ha ejercido una influencia preponderante. iSi los beneficios responden a los ingresos de la m a n o de obra empleada en el p a s a d o p a r a constituir el capital, se deduce q u e toda ganancia del capitalista representa u n a forma de robo sin disimulo. La verdad es q u e no le asiste ningún derecho, pues se está a p r o p i a n d o de lo que en justicia pertenece al trabajadoc? O por lo menos, esto es lo que fácilmente puede hacerse creer. Y así lo hizo creer; con efecto histórico. Karl TVIarx.7 Llegarían, pues, a d e s e n c a d e n a r s e revoluciones b a s a d a s en la tesis de Ricardo, con el apoyo de la Ley de Hierro y de la teoría 22
Ricnrdo. op. cil.,
pág. 1115
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del valor trabajo, según la cual el capitalista, para obtener s u s ingresos. menoscaba los legítimos haberes del t r a b a j a d o r . La justicia económica, según la definió David Ricardo,^ a u t o r conservador, ex agente de bolsa, luego miembro del Parlamento y terrateniente, exigía que se pusiera término a esta s i t u a c i ó n . j Algunos estudiosos, entre los cuales se destacó muy especialmente Joseph Schumpeter, han sostenido que se exagera la influencia de Ricardo en la historia de la ciencia económica. T a n t o la rigurosa teoría del valor trabajo como su concepción paralela, la Ley de Hierro, fueron digresiones e l u c u b r a d a s a partir de u n a trayectoria m á s razonable, menos intransigente en el desarrollo del pens a m i e n t o económico. La cuestión p u e d e discutirse. Pero nadie puede negarle a Ricardo su papel como chispa y yesca del asalto venidero contra el sistema que trató de describir. «Si Marx y Lenin merecen bustos [en la galería de los héroes revolucionarios] , en algún lugar adyacente debería colocarse también una efigie de Ricardo. Obvio es decir que ni Malthus ni Ricardo fueron conscientes de que estaban poniendo las bases de los textos de la disidencia y la revolución. Las clases gobernantes, los privilegiados, siempre dirigen la vista, con talante aprobador, hacia su propio medio, y no hacia el exterior para preocuparse de aquellas gentes cuya ira y furor pueden e s t a r suscitando o podrían suscitar en lo venidero. Y así sucedió también en este caso. Malthus y Ricardo eran portavoces de la nueva clase dirigente en un nuevo orden económico. Como habrían de hacerlo generaciones de economistas futuros, hablaban por boca de su público, y a él se dirigían. No h a b l a b a n para quienes, en aquel entonces o posteriormente, pudieran sentirse incitados a la rebelión. Pero debe reconocerse también que el nuevo m u n d o industrial del cual y al cual h a b l a b a n , a u n q u e fuera, según los críticos actuales, cruel y opresivo, representaba un gran adelanto en comparación con todos los precedentes. Durante milenios, como Keynes observaría m á s tarde y como habrá ocasión de volver a destacar, los seres h u m a n o s no habían experimentado ningún cambio básico y p e r m a n e n t e en su nivel de vida: las cosas iban a veces un poco mejor, a veces peor, pero no se definía ninguna tendencia fundamental y duradera. En cambio, |Con la industrialización, había G r a y , o/i
cil., páj;. 170
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una mejora del bienestar; por mala que fuera la servidumbre fabril, era casi con s e g u r i d a d mejor p a r a todoa}—salvo p a r a los a b s o r t o s en el r o m a n t i c i s m o , por ejemplo, Oliver G o l d s m i t h — , mejor q u e la existencia anterior en las aldeas, t r a b a j a n d o interminablemente en los telares domésticos o en las faenas solitarias y mal r e m u n e r a d a s de la agricultura. En gran medida, sin que todavía haya llegado a reconocerse plenamente, fue ese m u n d o antiguo el que impulsó a la revolución, y todavía sigue haciéndolo. En Francia, en gran medida en la Rusia imperial, en México. China, Cuba, y ahora en Centroamérica, había o habría posteriormente mucho m á s odio militante contra los aristócratas feudales y contra los terratenientes que contra los industriales. Es un enigma, y h a s t a una p a r a d o j a , q u e p r e c i s a m e n t e las opiniones de Ricardo sobre la industria y el capitalismo terminasen por dar pábulo a la revuelta proletaria; en realidad, como autor del m á s insigne tratado sobre las g a n a n c i a s inmerecidas de los terratenientes, debería h a b e r sido el progenitor de las revueltas agrarias, mucho más habituales. Sea como fuere, desde entonces se creó u n a división cada vez m á s hostil entre los portavoces del sistema y los de las m a s a s , consideradas como víctimas del mismo. De Malthus, y especialmente de Ricardo, se tomarían ideas al servicio de a m b o s bandos.
VIII.
LA G R A N T R A D I C I Ó N CLÁSICA [1] POR LOS ALREDEDORES
Durante los setenta y cinco a ñ o s siguientes a la m u e r t e de David Ricardo, la economía experimentó una transformación de particular importancia. Dejó de ser un tema de contemplación y discusión por parte de personas que tenían otras ocupaciones y se convirtió en una profesión. Hubo hombres (y virtualmente ninguna mujer) que llegaron a ganarse la vida como economistas, y que se dieron a sí mismos durante mucho tiempo la denominación de economistas políticos. Las innovaciones en la disciplina se completaron con actividades de divulgación, instrucción y asesoramiento público. Así pudo contarse con distinguidos economistas políticos que decían muy poco de nuevo, pero que decían mejor que antes lo que ya se sabía. O bien lo dijeron con gran coherencia interna, o con unción m á s persuasiva. También hubo algunos que debieron su distinción a su capacidad para exponer de forma más elocuente o repetitiva lo que individuos influyentes se alegraban de oír. Dado que Gran Bretaña fue la potencia económica dominante en el mundo durante el siglo XIX, la economía fue abrumadoramente una disciplina británica. Una vez m á s es patente la vinculación que ya hemos observado entre el pensamiento económico y la vida económica. Y a pesar de la profesionalización de la economía y de la vasta ampliación del debate, hubo en su contenido más elementos de permanencia que de cambio. En sus aspectos m á s esenciales y profundos, no se desafiaron seriamente las ideas (o el sistema, como podríamos decir hoy con mayor precisión) de Smith, Ricardo y Malthus. Ésta fue la «tradición clásica de la economía», título que al parecer le fue inicialmente adjudicado por Marx.' En su forma posteI. John M a y n a r d Keynes, en The General Theory of Httiploymenl Interest and Money (Nuuva York, H a r c o u r t , Brace, 1936), p a g . •), a d j u d i c ó a las ideas con las c u a l e s h a b r i a dc lidiar cl n o m b r e de « P o s t u l a d o s de la e c o n o m i a clásica». Éste es el título del s e g u n d o c a p í t u l o de d i c h a nbrii.
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rior, m á s refinada y pulida, sc la denominaría «el sistema neoclásico», designación que ha sobrevivido para describir gran parte de la ciencia económica actual y que, sin embargo, no refleja un cambio básico en su contenido sustancial.
El examen de los a ñ o s posteriores a Ricardo puede dividirse en tres a m p l i a s categorías. En primer lugar h u b o críticas al sistema, en gran medida por parte de estudiosos alemanes, franceses y estadounidenses. En s u s respectivos países, la situación económica, las tendencias filosóficas y las observaciones personales negaban o parecían negar las g r a n d e s verdades que e m a n a b a n del escenario económico británico. En s e g u n d o término, especialmente en Gran Bretaña, tuvo lugar d u r a n t e esos a ñ o s un esfuerzo permanente, a veces imaginativo, tendente a buscar una justificación social y moral al sistema clásico y a las extraordinarias diferencias de ingresos y de gratificaciones que éste proporcionaba a sus participantes. Y finalmente, en tercer lugar, se introdujeron modificaciones y refinamientos en la teoría de los precios y de la distribución, es decir, en la determinación de los precios, los salarios, los intereses, las rentas de la tierra y los beneficios. En esta forma quedaron m o l d e a d a s en un conjunto firme, intelectualmente completo e internamente coherente, las ideas inferidas y a veces ambiguas de los f u n d a d o r e s ; conjunto al cual, como quedó también dem o s t r a d o d u r a n t e esos años, podía dársele expresión matemática. J u n t o con estas tres corrientes de ideas y paralelamente a las mismas, a mediados del siglo p a s a d o se desató la rebelión —en particular, la desidencia fuerte y penetrante de Karl Marx—. Como se ha dicho en el capítulo anterior, ésta también tuvo s u s orígenes en la tradición clásica, a saber, en la teoría del valor t r a b a j o de Ricardo; en la noción de una plusvalía falsamente apropiada por el capitalista, y en el a r g u m e n t o a r r a s a d o r según el cual todo el rendimiento de los bienes producidos pertenecía legítimamente a los t r a b a j a d o r e s . Aquellos q u e todas las noches al acostarse dan gracias a los f u n d a d o r e s de la tradición clásica por explicar y justificar su buena fortuna, rinden homenaje involuntario en un mismo pasaje de s u s plegarias a los autores de las ideas e n c a m i n a d a s a su expropiación. Vamos a examinar ahora las influyentes críticas a los p a d r e s f u n d a d o r e s del sistema clásico f o r m u l a d a s por distintos economis-
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las alemanes, franceses y estadounidenses, y su creencia, implícita c u a n d o no explicita, de que el sistema en cuestión puede haber sido excesivamente conveniente a los intereses británicos. En el próximo capítulo se examinará la tradición clásica d u r a n t e el apogeo del gran capitalismo. Luego se comentarán las ideas elaboradas específicamente para su refinamiento y su defensa, y después, la impetuosa intromisión disidente de Karl Marx.
A principios del siglo XIX, Alemania era todavía una mezcla polilicamente desordenada y económicamente a t r a s a d a de principados, cada uno de los cuales imponía tarifas a d u a n e r a s a los productos de los demás, a c t u a b a celosamente en función de sus propios intereses incondicionalmente entendidos, y respondía en mayor o menor grado a la personalidad y con b a s t a n t e frecuencia a la excentricidad de su respectivo príncipe. En este suelo árido germinó una respuesta notablemente a b r u p t a a Adam Smith, y por extensión. a Ricardo y a Malthus. Si bien habían existido precedentes que se r e m o n t a b a n a los antiguos griegos, se iniciaba por entonces un debate que prosigue i m p e t u o s a m e n t e en nuestros tiempos y cuya retórica es parte integrante de la oratoria electoral en los Estados Unidos y en Gran Bretaña. Para las doctrinas de Smith y de Ricardo era preciso e indispensable que el Estado existiera para el individuo. ¿Y para qué otra cosa?, preguntarían s o r p r e n d i d o s la mayor parte de nuestros contemporáneos. Pues bien, la respuesta que d a b a n los alemanes, a principios del siglo pasado, era que el individuo existia para el Estado. Es este último el q u e le brinda protección y la posibilidad de una existencia civilizada ininterrumpida. A lo largo del lapso breve, inseguro y a m e n u d o incoherente de la vida h u m a n a individual. el Estado es el puente sólido que va del p a s a d o al futuro. No es completamente obvio, d a d a la índole y los m í n i m o s beneficios que reportaban a la población los principados germánicos de aquella época, el motivo por el cual se debía otorgar al Estado este papel superior. Puede darse por seguro que el p e n s a m i e n t o y la orientación de la filosofía alemana ejercieron su influencia al respecto. Pero en esta coyuntura, como siempre, las ideas económicas se a d a p t a r o n a lo que existía y resultaba evidente. El Estado era un factor o m n í m o d o en Alemania; los príncipes no toleraban la oposición a sus políticas, y los estudiosos se mantenían sumisos.
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Los dos principales autores que formularon la respuesta alem a n a a los economistas clásicos británicos fueron Adam Müller (1779-1829) y, con una estatura muy superior, Georg Friedrich List (1789-1846). Müller, q u e le llevaba a List diez años de edad, tomó parte, a diferencia de éste, en lo que d e s p u é s se llamaría el movimiento romántico alemán. Padeció un siglo de oscuridad (que algunos consideran merecida) hasta que fue sacado a la luz en los decenios de 1920 y 1930, atribuyéndosele, al menos en parte, el carácter de precoz profeta del nacionalsocialismo. Müller era un conservador que defendía los intereses de terratenientes y señores feudales, y su principal argumento, solemnemente reiterado, era q u e el E s t a d o «no es m e r a m e n t e u n a necesidad h u m a n a f u n d a mental, sino la necesidad h u m a n a suprema».^ En 1945, cuando los ejércitos rusos a v a n z a b a n inconteniblemente, a t r a v e s a n d o el Oder y dirigiéndose a Berlín, Adolf Hitler fue notificado de las aterradoras pérdidas de jóvenes soldados alemanes m u e r t o s en un fútil intento de detener la invasión. Su respuesta, eco distante de Adam Müller, fue: «¿Y para qué otra cosa sirve la juventud?» Sin embargo, hay que ser imparcial, cueste lo que cueste. Durante todo el siglo XIX los partidarios de la economía política de Smith y de s u s discípulos se encontraron, cada vez que visitaron Alemania, con un p r o f u n d o respeto y una gran confianza en el Estado. Ello se debía al elevado prestigio de que d i s f r u t a b a n los funcionarios públicos de todas las jerarquías, y muy posiblemente, también a su mayor competencia. Una parte del poder económico de Alemania en aquellos tiempos, q u e todavía p e r d u r a en la actualidad, se debió a q u e en este país se esquivó el tedioso, divisorio y retrógrado debate sobre los papeles a p r o p i a d o s e inapropiados del gobierno. En Alemania, lo m i s m o q u e en el J a p ó n , quedó así expedito el camino a d e b a t e s y acciones o p o r t u n a s e inteligentemente pragmáticas. Esto se debe, en parte, al legado de Müller. El resto de su obra no ha sobrevivido. El segundo a u t o r alemán que disintió con el m u n d o de Adam Smith fue Friedrich List, quien ejerció una influencia mucho mayor tanto en su propia época como posteriormente. Su t e m p r a n a prédica en favor de políticas liberales de intercambio entre los Estados alemanes dio lugar al establecimiento de una zona de comer2. A d a m Müller, Elcmcnle der Slaaiskunsi, c i t a d o en A l e x a n d e r G r a y . The Development of Economic Doctrine ( L o n d r e s . L o n g m a n s , Green, 1948), op. cit.. pág. 219.
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CÍO libre en toda Alemania, q u e eventualmente se convirtió en la Zollverein. Suscitó también la extrema hostilidad de la que tan a menudo suelen ser víctimas quienes se adelantan a su tiempo, aunque sólo sea en cuestión de sentido común. Por esta herejía fue encarcelado, castigo que desde entonces muchos quisieran ver aplicado a quienes se oponen a los tan deseados aranceles proteccionistas. Una vez liberado, List se vio en la obligación de buscar refugio en Suiza, Francia, Inglaterra, y finalmente, Estados Unidos. Allí se convirtió en editor de un periódico en Reading, Pensilvania, y en ferviente partidario del auge de la construcción de canales que entonces tenia lugar, a la vez que simpatizó con las opiniones de Alexander Hamilton sobre la necesidad y los medios de fomentar el desarrollo económico nacional, con las de Henry Clay respecto del Sistema Americano, y con las de Henry Carey, el crítico estadounidense de Ricardo, a quien se hará referencia m á s adelante. Asimismo, obtuvo la nacionalidad norteamericana. Luego, en 1831, regresó a Alemania con las ideas que se había ido form a n d o en Norteamérica. Fue el primer caso de influencia norteamericana en el p e n s a m i e n t o económico europeo. De vuelta a su país natal, List, habiendo alcanzado una eminente respetabilidad, se convirtió en partidario de establecer aranceles para la Zollverein en su conjunto, defendiendo así para aquella vasta zona la protección a la q u e se había opuesto en el caso de s u s pequeños E s t a d o s constituyentes. En su obra Das nationale System der politischen Oekonomie,^ i n a u g u r a n d o lo q u e iba a ser toda una importante tradición del pensamiento económico alemán, describió la vida económica no como una situación estática, sino como un proceso continuo que atraviesa e t a p a s sucesivas de desarrollo —primitiva o salvaje, pastoral, agrícola y familiar, con una combinación, al alcanzar la madurez, de actividades agrícolas, m a n u f a c t u r e r a s y comerciales — . El Estado, a su entender, des e m p e ñ ó un papel indispensable al facilitar el tránsito desde las e t a p a s primitivas h a s t a las m á s recientes, en las cuales se alcanzó el equilibrio entre la agricultura, la industria y el comercio, finalidad que en su opinión Adam Smith no había identificado adecuad a m e n t e ni compartido. En esta interpretación se perfilaba, de m o d o elemental, el co3. The National System of Political Economy, Lloyd ( L o n d r e s , L o n g m a n s , G r e e n , 1922).
t r a d u c c i ó n al ingles de S a m p s o n S
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mienzo de otro d e b a t e de m á x i m a relevancia en los tiempos modernos, respecto al carácter de la economía: ¿Se trata de un tema estático? ¿Buscan y encuentran, en consecuencia, los economistas verdades eternas como lo hacen, por ejemplo, los químicos y los físicos? ¿O acaso las instituciones de q u e se ocupan los economistas se encuentran en un p e r m a n e n t e proceso de transformación al cual deben a d a p t a r s e en una evolución constante el tema de su estudio y, m á s particularmente, las políticas que preconiza? Friedrich List fue un profeta precursor de la segunda de estas concepciones, y no ha dejado de influir en el presente volumen. A criterio de List, el arancel proteccionista es un i n s t r u m e n t o primario en la adaptación al cambio. Su papel difiere notablemente según la etapa específica de desarrollo. No es útil para un país que atraviesa una e t a p a inicial o primitiva, ni es tampoco necesario para el q u e se encuentra en la etapa final. En cambio, es indispensable para aquella nación que, contando con los recursos naturales y h u m a n o s necesarios, se encamina hacia la culminación de su desarrollo, particularmente si algún otro país, o algunos otros países, la han alcanzado primero. El libre cambio era para el recién llegado, mientras que para Gran Bretaña constituía, por cierto, un atractivo recurso para confinar a quienes venían detrás, dentro de s u s e t a p a s iniciales de desarrollo. Éste es el m á s fuerte, el más d u r a d e r o y, en definitiva, el m á s próximo a la irrefutabilidad de los argumentos contra Adam Smith y sus seguidores, y contra su tesis librecambista: éstos no afirmaban en rigor una verdad universal; simplemente sostenían lo que obviamente era m á s ventajoso para el caso especial de Gran Bretaña. La postura a d o p t a d a por List tendría un eco muy resonante, a u n q u e en gran medida independiente, en los E s t a d o s Unidos de esa época y d u r a n t e m u c h o s años a partir de entonces; el libre cambio defendía principalmente la ventaja original y todavía única de la industria británica establecida. La argumentación de List en favor del proteccionismo fue a d o p t a d a , y se convirtió, en el lenguaje norteamericano, en el a r g u m e n t o de las industrias nacientes: el principio del libre cambio era correcto, pero cabía una excepción válida en el caso del arancel q u e protegía y nutría el desarrollo de las industrias jóvenes y vulnerables. Ningún debate en el ámbito de la economía llegaría a ser m á s d u r a d e r o que el entablado entre quienes, viendo el libre cambio como una r a m a de la teo-
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logia, no consentían ningún pecado, y aquellos que, atendiendo al difícil trance de las jóvenes e m p r e s a s que se oponían a las viejas, pedían una absolución limitada. Finalmente, dicha excepción tuvo lugar en todos los países en proceso de industrialización: se implantó el arancel a fin de proteger a las i n d u s t r i a s nacientes, adolescentes o, en lodo caso, nuevas. Las doctrinas de A d a m Smith siguieron siendo a m p l i a m e n t e celebradas como depositarías de la verdad, pero todas las naciones, a medida que iban incorporándose a la industria, fueron a d a p t á n d o s e a circunstancias aparentemente especiales. Si Friedrich List volviera hoy a los E s t a d o s Unidos, observaría allí con interés la versión m o d e r n a de su a r g u m e n t o favorable al proteccionismo. El proceso evolutivo q u e describió no t e r m i n a , como él sostuvo, con un equilibrio de la industria desarrollada y de la agricultura, para las cuales la protección es irrelevante. Lo que sucede es q u e en ese p u n t o se inicia un proceso de envejecimiento en los países m á s m a d u r o s que genera una presión favorable a la protección contra nuevos y m á s vigorosos elementos recién llegados al escenario industrial. De ahí la gran d e m a n d a actual en los E s t a d o s Unidos, Gran Bretaña y d i s t i n t a s naciones europeas, en favor de la protección de las industrias del acero, textil, automoción, electrónica y otras, frente a la superior competencia de J a p ó n , Corea, Taiwan y el resto del nuevo m u n d o industrial. La antigua excepción para las industrias nacientes se ha convertido en la actual excepción para las industrias m a d u r a s y las seniles. Y en la diplomática terminología m o d e r n a no se le llama «proteccionismo», sino «política industrial».
La respuesta alemana a Smith y s u s partidarios implicó la defensa del Estado, ya sea r o m á n t i c a m e n t e o bien, como en el caso de List, con una clara noción de su papel funcional. En Francia, con el mal recuerdo que se tenía del E s t a d o tanto bajo el Antiguo Régimen como después de la Revolución, esto no podía tentar a nadie. Según hemos visto, el m á s influyente de los estudiosos franceses, Jean-Baptiste Say, a d o p t ó y organizó las concepciones de Smith y se convirtió, a d e m á s de m u c h a s otras cosas, en su portavoz francés. La tendencia de los críticos de Smith en Francia, que no era en absoluto extraña a la historia intelectual de este país, consistía en atenerse al sistema económico delineado y preconizado en La
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riqueza de las naciones. Pero a principios del siglo XIX el sistema estaba p r o c l a m a n d o su realidad, incluidos s u s efectos sociales sum a m e n t e visibles, y por tanto aquilataban también el valor y el objeto de todo ello. ¿Era eso, en realidad, lo que los seres h u m a nos d e s e a b a n , o debían desear? Los franceses siempre han tenido el orgullo y el mérito de saborear en lo posible la calidad de la vida, sin confundirla demasiado fácilmente con la cantidad, incluida la cantidad de mercancías. Por ello no es s o r p r e n d e n t e que las primeras d u d a s acerca de la deseabilidad del logro industrial se formularan en dicha nación. El m á s interesante de los críticos que escribieron en francés fue Jean-Charles Léonard de Sismondi (1773-1842), que nació en Ginebra tres años antes de publicarse La riqueza de las naciones. Entre las circunstancias que le distinguieron en su m o m e n t o h u b o una larga relación con M a d a m e de Staël, que se inició en 1803 en la cercana localidad de Coppet. La labor de quienes frecuentaban ese círculo, ya se ocuparan de economía o de o t r a s materias, no solía p a s a r inadvertida a la atención del público. En s u s escritos de entonces, siendo todavía un h o m b r e relativamente joven, Sismondi se presentaba como un fervoroso discípulo de Adam Smith, pero dieciséis años después, c u a n d o volvió a o c u p a r s e del tema, expresó serias reservas sobre sus anteriores opiniones. Hacia fines del siglo XVlll, como ya se ha indicado, se habían puesto en evidencia los p r o f u n d o s efectos sociales de la Revolución industrial. G r a n d e s m a s a s de t r a b a j a d o r e s —hombres, mujeres y niños— se concentraban en las fábricas de las Midlands, en el centro de Inglaterra, y hacia el Norte, en Escocia. Una vez en la fábrica, o m á s exactamente, una vez en una ciudad industrial, qued a b a n a disposición de los patronos —es decir, de los dueños de los establecimientos, de los capitalistas— y bajo su poder. No estaban en condiciones de protestar contra los salarios, las j o r n a d a s de trabajo, los ruidos y la contaminación de fábricas y viviendas, las fatigas y la brevedad de su existencia. Nada puede simbolizar mejor esa realidad que un intento de r e f o r m a s q u e a t r a j o las visitas y la observación de casi todos los viajeros europeos. Se trata de New Lanark, centro industrial y residencial f u n d a d o por David Dale (1739-1806), capitalista y filántropo escocés, que se dirigió a los o r f a n a t o s de Glasgow y de Edimburgo, retiró de allí a todos los internos y los trasladó a pabellones con dormitorios en su ciudad industrial modelo. En ésta, los niños sólo debían trabajar trece
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horas diarias, y años después, gracias a u n a a s o m b r o s a reforma introducida por su yerno, el utopista Robert Owen (1771-1858), nada m á s q u e once. En s u s horas Ubres niños y niñas participaban en actividades educativas y recreativas. Así era la reforma en aquellos tiempos.'' Sismondi reaccionó enérgicamente contra las a t e r r a d o r a s circ u n s t a n c i a s sociales del nuevo capitalismo, q u e d u r a n t e las primeras décadas del siglo XIX hicieron su aparición también en Francia. Algunas de s u s objeciones recuerdan a List: «Todo el sufrimiento ha recaído sobre los productores continentales, y todas las ventajas las han conservado los ingleses.»^ Lo m i s m o que Malthus, opinaba que la industria moderna se entregaba desenfrenad a m e n t e a la superproducción. Cada e m p r e s a r i o individual decidía lo que debía producir, y las m a s a s a m o n t o n a d a s en las fábricas no podían opinar sobre lo que necesitaban. Sismondi creía que, en general, las invenciones tenían consecuencias perjudiciales. Pero lo que m á s le preocupó f u e la situación de los t r a b a j a d o r e s . La m á x i m a contribución de Sismondi se cifra en el reconocimiento y caracterización de las clases sociales. Fue «uno de los primeros economistas que se refirieron a la existencia de dos clases sociales, a saber, los ricos y los pobres, o bien los capitalistas y los obreros, cuyos respectivos intereses, a su criterio, estaban... en p e r m a n e n t e conflicto entre sí».^ En ese m o m e n t o se inició un d e b a t e que, una vez a s u m i d o e intensificado por Marx y por Lenin, sería m á s fértil en invectivas que cualquier otro de la historia. Smith, Ricardo y M a l t h u s habían observado que el empresario, y desde luego el terrateniente, se encontraban en mejor situación que el t r a b a j a d o r ; m á s exactamente, lo habían considerado como algo n a t u r a l e inevitable. Pero al mismo tiempo, no creían que el patrono, ya se tratara de un capitalista o de un terrateniente, fuera el arquitecto de las desdichas del pobre. Los t r a b a j a d o r e s , con su incontenible a f á n de procreación, forjaban su propia desgracia, su implacable declinación 4 F i n a l i n c n i c . p o d r í a n g r c g a r s c , el i n s i i n l o r e f o r m i s t a d e Ou/cn y la c o n s i d e r a c i ó n de los c o s t e s m o t i v a r o n o b j e c i o n e s de s u s socios, razón por la cual e m i g r ó a I n d i a n a , d o n d e Fundó u n a c o m u n i d a d p l e n a m e n t e socialista, q u e d e n o m i n ó «Nueva Armonía)!. É s t a a t r a j o a a l g u n o s de los m á s r e d o m a d o s vividores d e los E s t a d o s Unidos, y r e s u l t ó un fracaso. 5. J e a n C h a r l e s L é o n a r d de S i s m o n d i . Nnuvcaux Principes d'Économie Politique, cit a d o en Gray. op. cil., púg. 211 6. Eric Roll. A History of Economic Thought ( N u e v a York, Prentice-Hall, 1942), op. cit.. págs. 2.S4-255.
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hacia la mera subsistencia. En cambio, p a r a Sismondi los ricos eran los enemigos de los pobres, y los capitalistas, de los trabajadores. Por eso, era función del Estado proteger a los débiles contra los fuertes «para evitar q u e los h o m b r e s sean sacrificados en a r a s de una riqueza de la que no obtienen ningún provecho».^ De este modo, Sismondi infligió un fuerte golpe a los esfuerzos por responsabilizar a los pobres de su propia pobreza y por tranquilizar la conciencia de los ricos ( a s u n t o del que volveré a ocup a r m e m á s adelante). Los pobres, cabe repetir, no deben ser culp a d o s del hecho de serlo; los ricos son quienes los mantienen en esa situación. Una clase oprime a la otra. Durante los 150 años siguientes, los a f o r t u n a d o s deploraron y condenaron estas ideas. En época tan reciente como 1984, d u r a n t e u n a s elecciones norteamericanas, el c a n d i d a t o republicano a la vicepresidencia, George Bush, hombre de sintaxis bastante flexible, reprochó a Walter Mondale, c a n d i d a t o del Partido Demócrata a la presidencia, «haber incitado al pueblo norteamericano a dividirse en clases: en ricos y pobres». Pero la culpa no la tenía Móndale, sino Jean-Charles Léonard de Sismondi. Para las personas sensatas, la solución de Sismondi tenia sentido; en ella, una vez más, aparecen los fuertes matices que caracterizan a Francia y al p e n s a m i e n t o económico francés. Debía volverse del capitalismo industrial a la agricultura y al t r a b a j o independiente del artesano, quien conocía, al contrario del obrero de fábrica, los p r o d u c t o s que elaboraba. Y de esa forma, no sólo se librarían los t r a b a j a d o r e s de la explotación, sino q u e se evitaría a s i m i s m o la superproducción, que Sismondi consideraba endémica en el sistema industrial.
Antes de partir de Francia en este viaje por los alrededores, debemos t o m a r nota de la fuente de otra disensión todavía m á s vigorosa. Se trata de Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), casi contemporáneo de Marx, pero cuyo desdén suscitó en n u m e r o s o s aspectos.® Si bien aceptaba el carácter inevitable de la propiedad, Proudhon sostenía la inquietante aserción de q u e todos los ingresos originados por ella —rentas, beneficios, y especialmente intereses— 7. 8. snphie
S i s m o n d i . c i t a d o en G r a y , op. cit., pág. 2C19. El titulo d e la p r i n c i p a l o b r a de P r o u d i i n n . Coniradiclions di- la Misère, f u e p a r o d i a d o por Marx en su Miseria de la
¿cnmtmiqucs, FUnsnfia.
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sólo eran f o r m a s de hurto. De ahí proviene la m á s lamosa de s u s afirmaciones: «La propriété, c'est le voh. o sea, «la propiedad es un robo». Su solución, en los términos m á s escuetos, consistía en abolir el interés (y d e m á s ingresos procedentes del capital) y depositar la propiedad en cooperativas obreras o en asociaciones voluntarias de t r a b a j a d o r e s . Éstas serian financiadas mediante un banco especial, q u e emitiría billetes que se utilizarían para avalar la producción y la adquisición de mercancías. L^n la sociedad proudhoniana, el Estado dejaría de existir. Los estudiosos han atribuido o r d i n a r i a m e n t e a Proudhon un lugar de importancia en la historia del socialismo, del sindicalismo y del a n a r q u i s m o , pero no en la del pensamiento económico. Esta distinción carece de f u n d a m e n t o . En efecto, en el residuo moderno de las teorías de Proudhon sobreviven dos ideas influyentes. Una de ellas es la creencia, quizá el instinto, de q u e existe cierta superioridad moral en la institución cooperativa. O bien en la fábrica de propiedad de los t r a b a j a d o r e s . Cada vez que los agricultores se agrupan para proveerse de fertilizantes, petróleo u otros productos necesarios en el campo, y siempre que los consumidores se asocian para c o m p r a r alimentos al por mayor, se realiza un homenaje a las ideas de Proudhon. Lo m i s m o ocurre c u a n d o los t r a b a j a d o r e s siderúrgicos se organizan p a r a hacerse cargo y hacer funcionar una fábrica obsoleta, como se ha visto recientemente en Weirton, Virginia Occidental. Y Proudhon es sólo u n o de los muchos progenitores de la fe p e r d u r a b l e en la magia monetaria; es decir, de la' creencia de q u e pueden introducirse g r a n d e s r e f o r m a s mediante la adopción de proyectos todavía no descubiertos en materia de innovaciones o manipulaciones financieras o monetarias. El banco de Proudhon era sólo una imitación dudosa del que había creado John Law para sorprender, deleitar y luego s a q u e a r a Francia un siglo antes.'' Hay ciertas lecciones económicas que nunca terminan de aprenderse. Una de ellas es la necesidad de mirar con la m á s p r o f u n d a suspicacia toda innovación en materia monetaria, y m á s generalmente, en el á m b i t o de las finanzas. Se sigue creyendo que sin d u d a debe haber u n a forma todavía inédita de resolver sin dolor los grandes p r o b l e m a s sociales, pero lo cierto es que tal cosa no 9. Mi' refiero ;i J o h n L:iw en los c a p í t u l o s IV y XII de estii h i s t o r i a , y he escrito s o b r e él m á s d e t a l l a d a m e n t e en .Moiiry. Wlicncc il Cama, U'/ifrc- il Went ( D o s t o n . I l o u g h lon Mirilin. 1975). np. cit.. p á p s . 21 y s s .
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existe. Sin excepción conocida, los ingeniosos i n s t r u m e n t o s monetarios y financieros o son inocuos o constituyen f r a u d e s al público y, frecuentemente, a sus propios impulsores. Proudhon no fue el primero en depositar su fe en la magia monetaria, pero no deja de ser u n o de los primeros apologistas de una d u r a d e r a tradición.
El rasgo m á s prominente del discurso económico norteamericano en ios años posteriores a Ricardo y a Malthus —de hecho, durante casi medio siglo— f u e su ausencia en cualquier sentido formal. En efecto, como se explicará m á s adelante, predominó la creencia de que la economía era u n a materia en la cual nadie necesitaba orientación superior, algo sobre lo que todos tenían un derecho natural a la libertad de expresión. Se t r a t a b a , y así ha ocurrido siempre, de un producto de las circunstancias, pues para que tenga lugar un debate académico sobre cuestiones económicas, es preciso que exista un problema económico, y m á s en particular, u n a penuria o escasez recurrente. Hasta la Guerra de Secesión, e incluso d e s p u é s de ella, lo que distinguió a la realidad norteamericana fue u n a espaciosa abundancia, una perspectiva de ingresos y o p o r t u n i d a d e s para agricultores y obreros, no menos q u e para comerciantes y capitalistas, inconcebibles en Inglaterra o en el continente europeo. Como el t r a b a j a d o r podía en cualquier m o m e n t o expresar su insatisfacción con sólo m a r c h a r s e a la frontera, no había mayor base para una teoría de salarios. Pudiendo los agricultores poseer sus propias tier r a s y labrarlas, no había necesidad de una teoría de la renta de la tierra. Y sin determinar esos costes, no era posible elaborar una teoría de los precios. Prevalecía la m i s m a situación excepcional —con respecto al problema económico básico del valor y de la distribución— q u e la esclavitud había b r i n d a d o a los griegos. Es posible que la economía política no haya sido por entero u n a ciencia lúgubre, tal como se a f i r m a b a el siglo p a s a d o , pero desde luego no puede florecer en medio de o p o r t u n i d a d e s de expansión y optimismo generalizado. Pero no hay que exagerar al respecto, pues h a s t a las oportunid a d e s y el optimismo en el á m b i t o económico se prestan en alguna medida a la creación literaria. A esto se dedicó a principios y mediados del siglo XIX Henry Charles Carey (1793-1879), de Filadelfia, editor de profesión, hijo de un inmigrante irlandés católi-
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CO. Una de s u s desdichas fue haberse convertido en un escritor excesivamente prolífico. En economía es mucho m á s fácil ganarse una buena reputación con un solo gran libro, como, por ejemplo, La riqueza de las naciones, de Smith o los Principios, de Ricardo, es decir, un único volumen que los estudiosos lean de verdad. En su obra t e m p r a n a . Carey muestra la fuerte influencia que sobre él ejercían Ricardo y el p e n s a m i e n t o clásico británico. Pero cuando trató de aplicar esa doctrina al á m b i t o americano, llegó a concebir ciertas d u d a s , y comprensiblemente, a proclamarlas. Ricardo había visto cómo el incremento de la población y la limitación de las tierras cultivables iban forzando a los t r a b a j a d o r e s a un rendimiento marginal cada vez menor, que luego se convertía en el salario universal. Carey, en cambio, veía que ese m i s m o proceso p o r p o r c i o n a b a a los t r a b a j a d o r e s r e m u n e r a c i o n e s cada vez más elevadas, a medida que se t r a s l a d a b a n a empleos m á s productivos. En el Nuevo Mundo, algo que Ricardo ignoraba, la colonización se había iniciado en las tierras altas de las colinas, en las cuales los bosques eran menos densos y persistentes, y a las cuales los colonos, habiendo observado la tendencia a instalar allí la residencia feudal en Europa, pueden h a b e r atribuido el máximo de valor, protección y prestigio. Luego, los pioneros se instalaron progresivamente en los valles m á s fértiles y productivos, con lo cual fueron obteniendo, en lugar de un menor rendimiento, resultados cada vez m á s favorables. En esta forma, se desplazaron de las tierras m á s pobres a las m á s fértiles y por último a las de óptima calidad. Lo m i s m o sucedió c u a n d o la atención de los agricultores se proyectó hacia la frontera, con s u s g r a n d e s recursos inexplotados. Así como esta tendencia refutó las tesis de Ricardo, destruyó también las de Malthus. En efecto, se t r a t a b a de u n a población creciente q u e se repartía u n a provisión de alimentos, no inmutable, sino en rápido a u m e n t o . Henry Carey no desechaba la posibilidad de que en un f u t u r o distante pudiera llegar a haber d e m a s i a d a población, y hasta llegó a utilizar la f r a s e de asitio en el que sólo se cabía de pie». Pero no le faltaba razón para creer que ese mal no se presentaría por el momento. Dios había dicho: «Creced y multiplicaos.» Y valía m á s q u e d a r s e con las p a l a b r a s de Dios que con las de Malthus: «No crezcáis y no os multipliquéis.»'" 10
Henry C h a r l e s Carey, c i t a d o en G r a y . op. cil., p á g . 2S4.
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Carey, según se ha observado, incurrió, como su compatriota hriedrich List, en una nueva concesión a las circunstancias. Luego de h a b e r empezado por proclamar las virtudes del libre cambio, m u d ó de opinión y se puso a preconizar las del proteccionismo. Y en una segunda etapa, coincidiendo con List, defendió un equilibrio entre la industria y la agricultura. También le impresionó especialmente el ahorro de costes q u e representaba la cercanía de ios centros industriales a los de consumo, evitando los gastos de t r a n s p o r t e desde Gran Bretaña. El problema del proteccionismo es cómo a r m o n i z a r su respetabilidad intelectual con el a r g u m e n t o p o d e r o s a m e n t e lógico y apasionantemente teológico del libre cambio. En este esfuerzo, que se prolongaría largamente en los E s t a d o s Unidos, Henry Carey fue un precursor indiscutido. Con el t r a n s c u r s o del siglo XIX la frontera fue desapareciendo, y c u a n d o los agricultores norteamericanos, en particular, empezaron a sentir las a d v e r s i d a d e s implícitas en el sistema, los debates económicos fueron creciendo y extendiéndose en los E s t a d o s Unidos. Reviviendo a Ricardo. Henry George, ya mencionado en esta obra, observó la presión sobre la oferta de tierras por parte de las poblaciones rurales y u r b a n a s y el alza consiguiente del valor de la tierra. Vio en ello un incremento inmerecido que, como se explicará, representaba un tremendo mal social, un enriquecimiento fortuito del terrateniente q u e se atraviesa en el c a m i n o del progreso y un elemento que entra en grave conflicto con la justicia distributiva. Pero esto no quita validez a la vasta generalización consabida, que sigue todavía en pie: d u r a n t e el siglo XIX no h u b o un ambiente propicio para el examen sistemático de las cuestiones económicas en los E s t a d o s Unidos, sobre todo en las primeras décadas. Como luego veremos, se debatirían muy intensamente la banca, la moneda (en especial, los billetes de banco y la acuñación de la plata) y los aranceles, pero esos d e b a t e s tuvieron lugar entre los políticos y el público en general, pero no entre los solemnes especialistas en la materia. Cabe repetir que el debate económico requiere que haya un serio problema económico.
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Carey, según se ha observado, incurrió, como su compatriota Friedrich List, en una nueva concesión a las circunstancias. Luego de haber e m p e z a d o por proclamar las virtudes del libre cambio, m u d ó de opinión y se puso a preconizar las del proteccionismo. Y en una segunda etapa, coincidiendo con List, defendió un equilibrio entre la industria y la agricultura. También le impresionó especialmente el ahorro de costes q u e representaba la cercanía de los centros industriales a los de consumo, evitando los gastos de t r a n s p o r t e desde Gran Bretaña. El problema del proteccionismo es cómo armonizar su respetabilidad intelectual con el a r g u m e n t o p o d e r o s a m e n t e lógico y apasionantemente teológico del libre cambio. En este esfuerzo, que se prolongaría largamente en los Estados Unidos, Henry Carey fue un precursor indiscutido. Con el t r a n s c u r s o del siglo XIX la frontera fue desapareciendo, y c u a n d o los agricultores norteamericanos, en particular, empezaron a sentir las adversidades implícitas en el sistema, los debates económicos fueron creciendo y extendiéndose en los E s t a d o s Unidos. Reviviendo a Ricardo, Henry George, ya mencionado en esta obra, observó la presión sobre la oferta de tierras por parte de las poblaciones rurales y u r b a n a s y el alza consiguiente del valor de la tierra. Vio en ello un incremento inmerecido que, como se explicará, representaba un tremendo mal social, un enriquecimiento fortuito del terrateniente que se atraviesa en el camino del progreso y un elemento que entra en grave conflicto con la justicia distributiva. Pero esto no quita validez a la vasta generalización consabida, que sigue todavía en pie: d u r a n t e el siglo XIX no hubo un ambiente propicio para el examen sistemático de las cuestiones económicas en los E s t a d o s Unidos, sobre todo en las primeras décadas. Como luego veremos, se debatirían muy intensamente la banca, la moneda (en especial, los billetes de banco y la acuñación de la plata) y los aranceles, pero esos debates tuvieron lugar entre los políticos y el público en general, pero no entre los solemnes especialistas en la materia. Cabe repetir que el debate económico requiere que haya un serio problema económico.
IX.
LA GRAN T R A D I C I Ó N CLÁSICA |2| LA CORRIUNTK PRINCIPAL
El centro de atención de la ciencia económica durante el siglo pasado, virtualmente en todo el mundo, lue lo que se consideraba —y hasta cierto punto se sigue considerando todavía— como el principal conjunto de problemas de la disciplina, a saber, la detefr minación de los precios, salarios, intereses y benelicios. También se prestó mucha atención a la naturaleza en aquellos tiempos del dinero y al papel de la banca. El primero dejó de ser simplemente una mercancía —bajo la forma de oro, plata y cobre — , cuyas características la hacían particularmente apta para desempeñar una función intermediaria en el intercambio de bienes. En efecto, al estar depositado en bancos, y emitirse billetes que certificaban depósitos, tales billetes y depósitos empezaron a transferirse como medios de pago y el dinero pasó a adquirir una señalada per,sonalidad propia. Además, como .se explicará en el capítulo siguiente, se fue desarrollando la defensa social y moral del sistema capitalista.
La e.xplicación de los precios, o del valor, y de los ingresos correspondientes, siguió una tendencia única y dominante en aquel período. Esa tendencia pasaba de un énfasis prioritario en el vendedor, a un énfasis prioritario en el comprador; de un énfasis prioritario en el coste, a un énfasis prioritario en la utilidad del consumidor; de una atención principal puesta en la oferta, a una atención principal dirigida a la demanda. Y después, al finalizar el siglo XIX, hay un reflujo del énfasis, que vuelve a encarar preferentemente la oferta, sobre todo en la obra del gran economista y sintctizador de ideas previas, profesor de la Universidad de Cambridge, Alfred Marshall (1842-1924). Con J1 examen del v Ui .n, d--' >
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y de quién recibe los ' t r a s p a s a los u m b r a l e s de nuestra época. Mi generación, c u a n d o estudiaba economía, leyó los Principios de Marshall, un a b u l t a d o libro de texto que tuvo ocho ediciones. Cuando p a s a m o s por Cambridge, íbamos a visitar con grave deferencia a Mary Marshall, la excelente colaboradora y luego longeva viuda del profesor. Pero ahora debo retornar a tiempos anteriores. Según se recordará, I había anclado firmemente en el coste el valor o precio de cualquier bien reproducible;' el coste, a su vez, era el del t r a b a j o incorporado al producto bajo las circunstancias menos satisfactorias posibles de producción. Y el precio del t r a b a j o era el coste de manutención del t r a b a j a d o r . Los salarios de la m a n o de obra, d a d o el impulso procreador d e s e n f r e n a d o de las m a s a s , hallaban su equilibrio en el nivel suficiente para conservar la vida; el excedente se a c u m u l a b a como renta del terrateniente, o bien, en forma considerablemente menos específica, como beneficio para el productor o capitalista. Y por último, no existía ninguna alternativa aceptable. Puede repetirse la enérgica sentencia pronunciada por Ricardo: «Como todos los d e m á s contratos, los salarios deben dejarse a la libre y equitativa competencia del mercado, y nunca deberían ser objeto de intervenciones legislativas.»^ Éste fue el punto de partida para el ulterior desarrollo de las ideas relativas al precio y a la distribución de los ingresos. La primera etapa en este proceso fue un esfuerzo destinado a perfeccionar y refinar los elementos del coste. El hecho de que los ingresos del terrateniente bajo la forma de renta fuesen un residuo procedente del precio, devengado en proporción a la calidad de la tierra, y en tiempos modernos, sobre todo, a la ubicación de la propiedad, no preocupó a nadie. En grado muy considerable, esta concepción de la renta de la tierra sobrevive en nuestros días como una explicación del valor de los bienes inmuebles y del rendimiento de los mismos. Era mucho más serio el problema q u e implicaba la remuneración del capital y del t r a b a j o . En una economía de Robinsones, es decir, no de un solo Crusoe, sino de varios, que vivieran cerca de I ExLstia. según se ha observado, una excepción ricardiana en el caso de cualquier articulo único y «no rcproducible». como, por ejemplo, un c u a d r o de Leonardo o de R e m b r a n d i , o una gema q u e no pudiera ser s u p e r a d a por ningún hallazgo posterior de la minería. 2. David Ricardo. On the Principies of Political Economy and Taxation, en The Works and Correspondence of David Ricardo, edición a cargo de Fiero S r a f f a ( C a m b r i d g e . Inglaterra. C a m b r i d g e University Press. 1951). op. cit., vol. I. pág. 105.
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la playa, una teoría del valor basada en el t r a b a j o estaría lejos de ser irrelevante. Los productos se intercambiarían, aproximadamente, en función del tiempo y esfuerzo invertidos en su cultivo o manufactura. o en su recuperación del mar, por m á s q u e aun en este aspecto la cuestión se complicara a causa de la diversidad de habilidades, excepcionales o corrientes, de cada individuo. A medida que se inventaran y utilizaran m á q u i n a s y otros instrumentos, no cabría prácticamente d u d a alguna de que debería r e m u n e r a r s e a quienes s u m i n i s t r a n esos medios de mayor productividad. Tal vez podría a r g u m e n t a r s e —como en efecto lo hizo Ricardo— q u e el pago de las m á q u i n a s y de las fábricas en q u e aquéllas se instalaban era m e r a m e n t e la remuneración aplazada del t r a b a j o invertido en SM construcción, es decir, del trabajo incorporado. Pero hasta en economía política hay límites al alcance imaginativo del pensamiento subjetivo. Saltaba a la vista, en efecto, que el propietario de los bienes de capital también era remunerado, y no sólo eso, sino q u e los ingresos correspondientes, en concepto de intereses y beneficios, eran frecuentemente muy superiores a sus anteriores inversiones en salarios; en este aspecto, saltaba a la vista q u e el exceso en cuestión tenía algo que ver con las exigencias, la contribución o el poder del dueño del capital. La primera solución del problema fue proporcionada por uno de los primeros profesores de economía política, Nassau William Senior (1790-1864), y a pesar de su extremada improbabilidad, se m a n t u v o intacta d u r a n t e medio siglo. Según este autor, a d e m á s del coste del t r a b a j o incorporado al bien de capital, debía computarse también el precio que debía pagarse en concepto de intereses o beneficios para persuadir a los agentes económicos, incluido el capitalista, de que se abstuvieran del consumo corriente. En efecto, es esa abstinencia la que genera el poder adquisitivo necesario para c o m p r a r fábricas, m a q u i n a r i a , equipos, o las mercancías en elaboración o a l m a c e n a d a s para la venta en cualquier operación importante de m a n u f a c t u r a o intercambio. No era cosa trivial la que merecía tal compensación. «Abstenernos del goce que tenemos a nuestro alcance, proponernos resultados distantes en vez de inmediatos. son actitudes que se cuentan entre los esfuerzos m á s penosos que puede ejecutar la voluntad humana.»^
3. N a s s a u William Senior. Political Kcnntiniy. o b r a c i t a d a en Alexander Gray. The nevelopmem of Economic Doctrine (Londre.s. L o n | ; m a n s , G r e e n . 19-48), op. cil., pág. 276.
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Así se Tormiiló la teoría del interés o, en general, de! rendimiento del capital b a s a d a en la abstinencia. El coste de inducir la abstinencia del consumo, s u m a d o al coste de la m a n o de obra, totalizaba el coste de producción de un bien. De modo que este coste de producción venía a ser el nivel de equilibrio al que normalmente tenderían los precios. Si los precios subían, el incremento de la producción los reduciría hasta el nivel del coste determinado de esa forma. Ocurriría lo contrario si los precios estuvieran por debajo del coste. Hvidentemente, esta explicación de los precios y del rendimiento del capital es muy poco probable. Es indudable que hay quienes ahorran —es decir, se abstienen de consumir— para obtener intereses. Pero la abstinencia no era precisamente una de las características observables en el nivel de vida ni en los hábitos adquisitivos de los g r a n d e s capitalistas, que s u m i n i s t r a b a n el capital y obtenían los beneficios de estas operaciones, como tampoco en los estilos de c o n s u m o de sus b a n q u e r o s y financieros. Especialmente en los E s t a d o s Unidos. Cornelius Vanderbilt. Jay Gould, Jim Fiske —hasta el primer Rockefeller, a u n q u e m á s sobrio—, no fueron en modo alguno personajes parcos en el consumo. Y a medida que el siglo iba acercándose a su fin, la abstinencia no caracterizaba en absoluto el estilo de vida en Newport, Rhode Island. Por otra parte, tampoco prevalecía en la Inglaterra de los nuevos ricos de la industria: también allí p r e d o m i n a b a n excesos de prodigalidad a m e n u d o ostentosos. En vista de la realidad, fue cayendo en desuso el empleo de la palabra abstinencia para explicar los ingresos del capitalista."* y la teoría se desplomó bajo el peso de su extrema improbabilidad. 1.a verdad es que a lo largo de todo el siglo XIX no llegó a presentarse ninguna justificación aceptable del rendimiento del capital, y en esa forma se le abrió obviamente el paso a Karl Marx. Hubo que esperar a nuestro siglo para una explicación satisfactoria. El beneficio, diferenciado ahora del interés, vino a ser considerado. no sin alguna razón, como recompensa por la innovación y por el riesgo asumido.^ Y el interés vino a convertirse en el pago de equilibrio de quienes poseían recursos mayores de lo que nece•). Como suCL'ilió posteriormente- con el <¡uce
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sitaban o que podían utilizar en iornia productiva a aquellos que lomaban dinero prestado porque tenían menos del que necesitaban o podían emplear productivamente. La ausencia de una teoria persuasiva del rendimiento del capital y de los capitalistas lue durante todo el siglo p a s a d o un flanco vulnerable en la gran tradición clásica.
Sin embargo, a medida que lue transcurriendo el siglo XIX llegó a s u b s a n a r s e otro defecto m á s antiguo. I.a atención se desplazó del coste y la oferta como d e t e r m i n a n t e s del precio, al deseo y la dem a n d a como determinantes, no sólo del precio, sino también de lo que ahora se denomina factores de producción. Esta evolución provino de los esfuerzos por resolver el viejo y al parecer insoluble problema de averigar por qué los objetos m á s útiles, como el agua, son tan baratos o incluso gratuitos. I.a respuesta m á s antigua a esta cuesión, como se recordará, fue la distmción entre valor de uso y valor de cambio. Esta distinción era arbitraria y superficial, e ignoraba de m a n e r a h a r t o obvia la infinidad de matices q u e caben entre a m b a s categorías. La vestimenta, por lo menos en climas fríos, tiene un evidente valor de uso. Pero en ciertas ocasiones su función protectora no es tan importante como la decorativa, como en el c a s o de las joyas. El a l i m e n t o es necesario y nutritivo, pero t a m b i é n p u e d e ser r a r o y exótico; u n a c a s a es indispensable como refugio, pero por su situación, arquitectura e historia puede ser única, y en tal caso, de lujo. Consiguientemente, la m a n e r a de eludir la cuestión no resuelta, p l a n t e a d a por Smith, del valor del uso y el valor de cambio, llegó a representar una de las principales preocupaciones de los economistas d u r a n t e la segunda mitad del siglo pasado. En 1831, Auguste " ' (1801-1866), p a d r e de otra figura notable de la historia del pensamiento económico, Léon Walras, había intentado resolver el problema." Al coste, que era elemento aceptado como luente de valor, le agregó la utilidad o provecho. Pero en su opinión, todo producto, para ser valioso, necesitaba también ser escaso, poseer la propiedad que llamó rareté, r e s u m i e n d o a la vez utilidad y escasez. La rareté era una cualidad que evidentemente no solía poseer el agua. ti.
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Otros autores lidiaron con la cuestión de modo parecido, pero sin g r a n d e s progresos, hasta que en 1871 tuvo lugar la gran revelación. Ese año, William Stanley Jevons (1835-1882) en Inglaterra y Karl Mengel (1840-1921) en Austria, seguidos pocos años después por John Bates Clark (1847-1938) en los Estados Unidos, profesores, respectivamente, de las u n i v e r s i d a d e s de Manchester y Londres, Viena y Columbia (iba entonces alboreando la era del profesor), reconocieron lo q u e los libros de texto de economía todavía siguen celebrando, a saber, el papel de la utilidad marginal, en vez de la general ( a u n q u e no todos utilizaran esa denominación). No debe en modo alguno suponerse que la utilidad marginal sea un concepto difícil. Lo que le da valer a un producto (o servicio) no es la satisfacción totáT ^ o p o r c ï ô n à d â ~ ' p o r su posesión y liso, sino la satisfacción y el goce —la utilidad— procedente de la última y menos deseáHa~ádición al consumo de un individuo dado. En efecto, el ú l t i m a i r o c a d o ' d i s p o n i b l e de alimento en una familia tiene un valor muy grande y puede adquirir un precio considerable, m i e n t r a s q u e en u n a situación de a b u n d a n c i a no vale nada y se tira a la b a s u r a . En circunstancias ordinarias, el agua, al revés que los d i a m a n t e s , es muy a b u n d a n t e , y la última taza o el último litro tiene muy poca o ninguna utilidad; y su falta total de valor de cambio determina el valor de todo el resto. En cambio, en alta mar, a las órdenes del viejo marinero o del capitán Blight, dada la indudable escasez de agua potable, sería difícil imaginar el valor de c a m b i o que habría alcanzado un taza de agua suplementaria, por lo menos hasta la próxima lluvia. Y de ahí se deduce la proposición que millones de e s t u d i a n t e s han a p r e n d i d o desde entonces: en idénticas circunstancias, la utilidad de cualquier bien o servicio disminuye en proporción directa con su disponibilidad, y es la utilidad de la porción final y menos deseada —o sea, la utilidad de la unidad marginal— la que determina el valor de las unidades restantes.
Había algo maravillosamente claro y lógico en el concepto de utilidad marginal; d u r a n t e un tiempo pareció que iba a resolver ínteg r a m e n t e el problema del valor o precio. El precio era aquello que el consumidor pagaría por el último o menos deseado incremento. Los precios se establecerían a ese nivel. Cuando nadie quisiera más agua, en época de lluvias, su precio se fijaría efectivamente en cero.
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Pero no sucedería lo mismo en el desierto. Y en tales circunstancias, ¿quién podría afirmar que el coste de la producción tenia realmente algo que ver con el a s u n t o ? En rigor, el carácter marginal de la utilidad sólo representó el primer p a s o hacia una formulación final y m á s elaborada. Los incrementos marginales no sólo influían en la utilidad y en la demanda, sino también en la oferta. Las mercancías se producen a diferentes niveles de costos, cosa que ya Ricardo había s e ñ a l a d o acerca de la producción agrícola. A m e d i d a q u e ésta crece, va a b a r c a n d o tierras m á s pobres, y a raíz de ello va a u m e n t a n d o el contenido de m a n o de obra o costo unitario de producción. Pero ocurre q u e en la m a n u f a c t u r a se presenta una situación análoga. Diferentes e m p r e s a s , de distintas situaciones, o d o t a d a s de eficacias desiguales, elaboran un mismo producto a diferentes costes. Del mismo modo, una empresa d a d a incurre en mayores costes a medida que trata de aumentar la producción obtenida con sus equipamientos y su personal. Por lo tanto, lo mismo en la industria que en la agricultura rige una ley omnipotente y omnipresente de rendimientos decrecientes, o sea, de costes crecientes. Y así como el papel decisivo lo d e s e m p e ñ a la utilidad marginal, lo m i s m o sucede con los costes marginales. Específicamente, del decrecimiento de la utilidad marginal de los c o m p r a d o r e s proviene la reducción de la disposición a pagar. Así se originó la inflexible curva descendente de d e m a n d a , pues son necesarios precios cada vez menores para vaciar mercados con suministros cada vez mayores. Y de la elevación de los costes marginales de los productores, así como de los más elevados costes de los productores menos eficientes, provienen los costes cada vez mayores de los s u m i n i s t r o s adicionales. Cuanto m á s se exige, m á s debe pagarse. Esto origina a su vez la curva creciente de la oferta, es decir, los precios cada vez m á s elevados requeridos para compensar los costes marginales incurridos al atraer al mercado mayor cantidad de productos. Y en el p u n t o de intersección de a m b a s curvas se encuentra el logro supremo, a saber, el precio. Se trata del precio necesario para inducir la oferta, y está en equilibrio con el precio determinado por la necesidad de mínima urgencia. A renglón seguido hizo su aparición el m á s celebrado de los lugares c o m u n e s de la economía, que aún hoy rara vez está ausente d u r a n t e m á s de una s e m a n a entera de las conversaciones cotidianas, pues su invocación permite eludir m u c h a s responsabi-
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lidades: «Después de todo, es la ley de la oferta y la d e m a n d a . » Los precios, al t r a s l a d a r su base del coste de producción al de la oíerta y la d e m a n d a , q u e d a n en un equilibrio en perpetuo movimiento entre las dos. Fue este equilibrio el que establecieron a fines del siglo XIX las e n s e ñ a n z a s de Marshall y el q u e sigue inculcándose en la instrucción escolar convencional hasta la fecha.
Obvio es decir que en el prístino m u n d o clásico ningún t r a b a j a d o r tenía el poder de fijar su propio salario. J'ampoco había sindicatos que se encargaran de ello. Y dejando a un lado el caso reconocidamente excepcional del monopolio, ningún einpresario capitalista fijaba sus propios precios ni el rendimiento de sus inversiones. Unos y otros provenían también a u t ó n o m a m e n t e del mercado. He aquí la magia de la marginalidad. Suponiendo la homogeneidad de la luerza del trabajo y omitiendo las diferencias de habilidad y diligencia, como ocurría entre las m a s a s incultas de las fábricas, el salario era lijado por el valor de la contribución del último t r a b a j a d o r disponible a la producción y los rendimientos. Si algún otro t r a b a j a d o r reclamaba más, q u e d a b a en el acto sin empleo. De este modo, nadie podía pedir una remuneración superior a su contribución inarginal a la e m p r e s a . Y t o m a d o s individualmente, uno a uno, todos los trabajadores podían intercambiarse con el t r a b a j a d o r marginal. l,os excesos en materia de procreación podían incrementar la oferta de t r a b a j a d o r e s y disminuir el rendimiento marginal, que de este modo era susceptible de caer a niveles de subsistencia. Pero la remuneración fijada por el equilibrio podía ser m á s generosa: si la m a n o de obra no era muy abundante, las curvas de la oferta y la d e m a n d a de t r a b a j o tendrían su intersección en un nivel superior al de subsistencia. A su vez, el interés del capitalista se explicaba en forma similar: q u e d a b a establecido por la última y menos rentable unidad de inversión. Dada su indiscutida movilidad, el capital iría a reducir todo rendimiento a este nivel, condicionado siempre a una tolerancia i m p o r t a n t e y generalmente incalculable destinada a compensar las diferencias de riesgos, lendría lugar un equilibrio entre el rendimiento marginal del capital y el incentivo necesario para atraer al a h o r r a d o r individual. Una vez más, la oferta y la demanda. (Y al m i s m o tiempo, se s e p a r a b a del interés el beneficio, que compensaba el riesgo y premiaba al empresario arriesgado, valien-
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te e innovador.) Así como la magia de la marginalidad había resuelto el problema de los precios y salarios, ahora rescataba el tipo de interés de s u s precedentes previamente improbables.
Pero la aportación fue mayor, mucho mayor, en materia de refinamiento técnico. Y también apareció entonces, y fue explícitamente reconocida, una excepción i m p o r t a n t e en el sistema, a saber, el monopolio. El monopolista a u m e n t a b a la producción, no hasta el punto en que un precio de mercado d e t e r m i n a d o i m p e r s o n a l m e n t e cubría el coste marginal, sino hasta un nivel en el cual, gracias a la reducción de s u s precios en general, su ingreso marginal en acelerado descenso cubría a p e n a s el coste m a r g i n a l . ' En ese p u n t o era donde se maximizaba el beneficio. Nadie podía a f i r m a r q u e en esta forma se fijaran de modo socialmente ó p t i m o la producción y el precio. El nivel de producción era teóricamente inferior al de equilibrio. El precio era m á s elevado. Por ello, a u n q u e todo el m u n d o estaba de acuerdo en que el sistema, en general, era benigno, el monopolio desde luego no lo era. Así fue cómo el monopolio se constituyó en la única falla dentro de un sistema q u e por lo d e m á s parecía a d m i r a b l e y h a s t a perfecto.
En nuestros propios tiempos, como se destacará m á s adelante, la principal preocupación de toda política oficial no es la producción de bienes, sino la provisión de empleos para todos aquellos que desean producirlos. Pero si bien no faltan productos, en cambio los puestos de t r a b a j o escasean lamentablemente. Para Ricardo y para s u s sucesores inmediatos, el desempleo no constituía un problema; en efecto, los t r a b a j a d o r e s siempre reducirían s u s propios salarios, en la proporción suficiente como para hacer rentable su empleo. Pero no ocurrió así, necesariamente, c u a n d o pasaron los a ñ o s y cambió la situación. A fines del siglo XlX. en Gran Bretaña los sindicatos eran ya un elemento p e r m a n e n t e del escenario industrial. Mediante su acción, el coste marginal de la mano de obra se elevó y, de este modo, se redujo el n ú m e r o de quienes eran em7. En iiii:i f o r m u l a c i ó n p o s i c r i o r y m ñ s l¿'ciiic:i. c;icl¡i vcnt:i :KIÍI:Í
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picados O podían serlo a un rendimiento q u e cubriera su salario. Los sindicatos podían ser así causa del desempleo de s u s propios afiliados. Y desde entonces, en forma ocasional, hubo desempleo. En esta situación se originó otra idea que habría de perdurar, y que no ha muerto aún. Los sindicatos llegarían finalmente a ser aceptados dentro del sistema clásico, pero su relación con éste sería incómoda. Desde luego, los sindicatos poseen un poder de monopolio q u e s u s t r a e a los salarios de la libre e inteligente operación del mercado. Y es también una c a u s a de desempleo, p u e s premia a los que ocupan empleos, a expensas de quienes se encuentran m á s allá del margen. Durante las d é c a d a s siguientes h u b o especialistas en economía laboral que prestaron su simpatía y apoyo a los sindicatos, pero que fueron objeto de cierta sospecha por parte de s u s colegas clásicos, para quienes los sindicatos, como cualquier otra institución pública o privada fijadora de precios, eran un ejemplo más del fallo que representaba el monopolio en el seno de un sistema por lo d e m á s perfecto, o en todo caso perfectible.
Durante las primera d é c a d a s del siglo XX, si bien subsistieron lagunas, especialmente en la teoría de los beneficios, q u e d a r o n sent a d o s los elementos esenciales del sistema clásico —o si se prefiere neoclásico— de Alfred Marshall. Si bien ya antes había recibido ese nombre, ahora lo merecía verdaderamente. Durante los años siguientes tendrían lugar, j u n t o con los refinamientos técnicos aludidos, algunas modificaciones significativas, especialmente en lo que se refiere al monopolio y la competencia. Pero en lo que llegó a llamarse la microeconomía, disciplina que descendía directamente del sistema clásico, era mucho más lo que seguiría q u e lo modificado.
X.
LA G R A N T R A D I C I Ó N CLÁSICA [3] LA DEFENSA DE LA FE
Toda historia de la tradición clásica de la economía, una vez examinadas las ideas fundamentales, debe explicar la forma en que éstas fueron defendidas. Es cierto que en la exposición del sistema en sí ya va implícita una defensa, pues la teoría económica combina la interpretación con la justificación. Pero hay también una defensa explícita, y en este capítulo hemos de referirnos tanto a las manifestaciones del primer tipo como a las del segundo. En las obras académicas sobre la historia del pensamiento económico no existe una tradición literaria dedicada por separado a la defensa del sistema. No obstante, ella ha revestido tremenda importancia, habiendo sido a la vez refugio y ocupación de cabezas de alto nivel intelectual, como todavía ocurre en la actualidad. Y entre los factores que lo estimularon no fue el menor la aprobación —y retribución— que les otorgaban y siguen otorgando quienes se beneficiaron, y aún se benefician, de lo defendido. Alfred Marshall observó que un economista nada debe temer m á s que el aplauso, pero éste es un temor que a través de los tiempos muchos académicos y economistas han llegado a superar con singular facilidad.
En un importante aspecto, como se ha observado suficientemente, la tradición clásica no ha querido protección. Los bienes eran producidos con tal virtuosidad en el sistema por ella descrito y preconizado, que el éxito productivo se consideraba, hasta cierto punto, como un lugar común de la economía. Tradicionalmente, la economía se hallaba siempre en equilibrio con toda la mano de obra empleada, salvo la única y persistente excepción que introducían los sindicatos, al reclamar salarios superiores al valor del produc-
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to marginal. Y a la vez, tanto el capital como los ahorros que proporcionaban capital fueron utilizados y retribuidos en forma similar. Había por tanto una tendencia hacia el uso óptimo del t r a b a j o y del capital, dentro de las condiciones permitidas por el estado del arte industrial. Luego, mediante el beneficio del empresario se introdujo una recompensa apropiada, y hasta generosa, para promover el perfeccionamiento de dicho arte. Quizá precisamente por parecer un claro lugar común, los críticos del sistema capitalista han solido menospreciar con pertinacia el apoyo que el sistema ha recibido de sus propias realizaciones productivas.' No obstante, había aspectos s u m a m e n t e vulnerables y fallas que exigían una defensa específica, necesidad cada vez m á s evidente a medida que fue transcurriendo el siglo XIX.
lintre los problemas visibles sobresalía, en primer lugar, la aterradora diferencia entre los salarios y el consiguiente nivel de vida de los t r a b a j a d o r e s por una parte, y los ingresos y la forma de vivir de los patronos o capitalistas por otra. Ya hemos visto que en los primeros a ñ o s de la Revolución industrial los h o m b r e s y mujeres que acudían a las ciudades industriales y a las fábricas de Inglaterra y del s u r de Escocia tenían virtualmente la certeza de que su existencia mejoraría. Las aldeas y las industrias caseras que habían a b a n d o n a d o poseían las v e n t a j a s del encanto vecinal, los paisajes rurales, la vegetación intacta y el aire fresco por todas partes, es decir, un c o n j u n t o de circunstancias que casi con seguridad resultaron m á s atractivas para los c o m e n t a d o r e s f u t u r o s que para los participantes de la época. (Así ha ocurrido, por otra parte, con frecuencia. En general, no se compadece mucho a quienes sufren g r a n d e s privaciones mientras desarrollan s u s tareas al aire libre, en c a m p o abierto, como ha sucedido hasta hace poco tiempo con los pobres y en particular con los negros en el sur de los E s t a d o s Unidos.) Pero a n d a n d o el tiempo, el contraste entre su anterior estilo de vida y la existencia m á s favorable q u e había impulsado hacia las fábricas a las generaciones precedentes fue a t e n u á n d o s e en el recuerdo y, simultáneamente, fueron disminuyendo sus efectos. A raíz de ello, se empezó a p r e s t a r mayor aten-
I Nil :isi Mnrx. qiiicn. por i-l ciiiilr.-iriii. Ici a f i r m ó , ctimo s e rcl:il.-irñ en el p r ó x i m o oipiluln.
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ción a la enorme diferencia en materia de bienestar entre quienes a p o r t a b a n su t r a b a j o y quienes s u m i n i s t r a b a n ei capital industrial y ejercían la autoridad. Ahora la comparación relevante no se establecía con lo que los t r a b a j a d o r e s tenían a n t a ñ o , sino con lo que en el presente e s t a b a n recibiendo los d e m á s . A renglón seguido venía la desigual distribución de poder propio del sistema. El t r a b a j a d o r , ya fuera adulto o niño, estaba sometido a la disciplina que imponía la dependencia del empleo, condición indispensable, si no para la próxima comida, desde luego para las necesidades básicas de la supervivencia d u r a n t e el mes siguiente. Los medios p a r a satisfacer esas necesidades podía negarlos el patrono-capitalista c u a n d o le pareciera bien, y llegado el caso así lo hacía. De m o d o q u e la consecuente referencia a la esclavitud —«los esclavos del Salario»— no era una hipérbole. La tradición clásica no fue completamente m u d a respecto de esta sombría realidad. Adam Smith, según se recordará, observó que, mientras que no existían leyes contra las asociaciones de mercaderes o patronos para ejercer su f u e r / a colectiva, en cambio no había tal tolerancia para las organizaciones de los t r a b a j a d o r e s . John Stuart Mill, por su parte, formuló una enérgica advertencia acerca de la relativa impotencia de los t r a b a j a d o r e s , cuestión que pronto saldría a relucir. Pero en general, la tradición clásica fue reticente en lo referente al poder, es decir, la capacidad de algunos agentes del sistema económico para d o m i n a r o para conseguir de otro modo la obediencia de los demás, y el placer, prestigio y lucro que ello implica. Esta reticencia persiste todavía. La búsqueda del poder y de sus gratificaciones, tanto pecuniarias como psíquicas. sigue constituyendo el gran agujero negro en la línea de investigación principal de la economía. Finalmente, a medida que iba transcurriendo el siglo XIX, y con mayor frecuencia d u r a n t e las primeras d é c a d a s del siglo XX —en 1907, 1921 y, obvio es decirlo, en 1930-1940 — , hizo su aparición en escena el fenómeno denominado, según el caso, pánico, crisis, depresión o recesión, con su secuela de desempleo y de desesperación generalizada, fenómeno horrible y teóricamente incompatible con el sistema clásico. Se presentaba aquí un grave conflicto con la teoría de la deter2. Con el [ictnpo, t u v o lug.nr un c a m b i o üc ucliiiid s i m i l a r m u r e los t r a b . i j a d o r o s q u e jrtuvLTon del Viejo M u n d o a las m i n a s y a las c i u d a d e s de la i n d u s t r i a sidcrúrgiica en los instados Unidos, igual q u e e n t r e s u s d e s c e n d i e n t e s .
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minación de los precios y salarios, y con la teoría central del valor y de la distribución, teorías que colocan los precios y las remuneraciones en el margen, lo cual viene a significar que todos los productos se venden y que todos los t r a b a j a d o r e s están empleados, hasta el margen. Y también aquí se suscitaba un conflicto con la ley de Say. Las mercancías por vender se iban apilando; no unos pocos artículos, sino un vasto exceso de oferta, una superproducción generalizada. Y para esta oferta existía u n a palpable escasez de d e m a n d a , una obvia e ineludible deficiencia de capacidad adquisitiva. Empero, la ley de Say era todo un pilar de la doctrina. La desigual distribución de la renta y del poder, y la incapacidad de la teoría clásica de asimilar las crisis o las depresiones, eran los defectos para los cuales se necesitaba una defensa, y ésta llegó a resultar de urgente necesidad, pues tales defectos provocaron los dos a t a q u e s m á s importantes que sufriría el sistema clásico. La desigual distribución de la renta (con la noción implícita de que el capitalista d i s f r u t a b a de una plusvalía que en realidad pertenecía al t r a b a j a d o r ) y la desigual distribución del poder, incluido el que el capitalista poseía en el Estado, serían la fuente y la sustancia de la Revolución marxista. La adhesión a la ley de Say, y la consiguiente incapacidad del sistema clásico de lidiar con la Gran Depresión, serían las circunstancias conducentes a lo que, con cierta exageración, se denominaría la Revolución keynesiana. Pero no anticipemos la historia. Primero es necesario examinar cómo la propia tradición clásica encaró la desigualdad y el poder opresivo.
Ya hemos observado la defensa inicial postulada para el bajo salario del t r a b a j a d o r en comparación con los ingresos del capitalista y el terrateniente: la culpa era del exceso procreador, del abandono con el que los t r a b a j a d o r e s , las clases inferiores, como entonces se las llamaba, continuaban reproduciéndose hasta ponerse al margen de la subsistencia. Este razonamiento, considerado actualmente como una curiosidad histórica, por lo menos en los países desarrollados, sobrevivía a mediados del siglo XIX, y aun más tarde. En su obra Principies of Political Economy, publicada por primera vez en 1848, John Stuart Mill atribuía con toda seriedad la pobreza del t r a b a j a d o r , por una parte, a una inmutable ley de rendimientos decrecientes para la mano de obra, a medida que iban incorporándose m á s operarios al a p a r a t o productivo, y por otra.
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al desenfrenado impulso reproductivo de las masas. En esta misma vena, predicaba lo siguiente: «Poca mejoría puede e s p e r a r s e en la moralidad mientras no se tenga, del incremento de las familias numerosas. el m i s m o concepto que se tiene de la embriaguez o de otros excesos físicos.»^ Había p r u e b a s muy plausibles que reforzaban este a r g u m e n t o teórico. En la Irlanda de aquellos tiempos, y en forma similar, aunque menos notoria, en las Highlands de Escocia, era obvia la tendencia de los habitantes a reproducirse hasta salirse de los márgenes de subsistencia proporcionados por la patata. Durante la s e g u n d a mitad del siglo pasado, sin embargo, la idea de que la causa de la miseria de los t r a b a j a d o r e s residía en su irresponsable c o m p o r t a m i e n t o sexual fue perdiendo influencia en los países industriales. En efecto, c u a n d o en años posteriores los salarios de la industria se elevaron por encima de los niveles de subsistencia, resultó evidente que con la industrialización urbana iba produciéndose un descenso de la tasa de natalidad. Pero en los países no industrializados de la actualidad, en lo que se ha dado en llamar el Tercer Mundo, los pobres, con su impulso procreador, continúan sobrellevando la responsabilidad de su propia pobreza. Y subsiste a s i m i s m o por lo menos un eco de la teoría en los países industriales, especialmente en los E s t a d o s Unidos. Pero la procreación excesiva no es lo que se considera un problema actualmente, sino m á s bien la disposición de las mujeres a tener hijos en ausencia de un h o m b r e que los mantenga. Esta explicación cuadra perfectamente con la gran tradición de buscar las c a u s a s de la pobreza. Ricardo, M a l t h u s y Mili continúan teniendo una presencia algo m á s q u e fugitiva en los barrios negros de BedfordStuyvesant y South Bronx, y en las o b r a s de los m á s empecinados críticos del estado de bienestar. La segunda defensa del sistema clásico provino de un sector ligeramente desplazado con respecto a la corriente central de la ciencia económica. Se t r a t a b a del utilitarismo, cuya voz innovadora más respetada fue, indiscutiblemente, la de Jeremías Bentham (1748-1832). Alfred Marshall lo consideraba «en términos generales el más influyente de los sucesores inmediatos de Adam Smith»."' 3. J o h n S t u a r t Mill, Principles of Polilical Economy, edición a cargu d e W. J. Ashley (Londre.s, L o n g m a n s , Green, 1929), libro 2. c a p . 13, sección L pág. 375. •1. Alfred Marsliall. Principles of Economics. 8,'" edición ( L o n d r e s , M a c m i l l a n . 1920). vol. I, pâli. Vhtl.
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La defensa formulada por los b e n t h a m i t a s y los utilitaristas identificaba la felicidad o utilidad con «aquella propiedad de cualquier objeto por la cual tiende a producir beneficio, ventajas, placer, bien o felicidad» o, que; en forma similar, «evita el daño, el dolor, el mal o la infelicidad».^ De ello se deducía que la maximización del placer o de la felicidad podía conseguirse, y en realidad se conseguía, con la maximización de la producción de bienes, que era, como ya se ha visto, la proeza irrefutable del nuevo industrialismo. Se deducía, asimismo, que toda acción económica o política, c o n j u n t a m e n t e o por separado, debía evaluarse rigurosamente atendiendo al efecto agregado sobre dicha producción. Aquello que f o m e n t a b a la producción era útil o beneficioso, independientemente de que r e d u n d a r a o no en sufrirtiientos incidentales para las minorías; la regla básica, que se reiteraría interminablem.ente, era la provisión de «la máxima felicidad para el m á x i m o número». De modo q u e la" infelicidad de las minorías, por a g u d a q u e fuera, debía, en consecuencia, ser aceptada. Y como a s u n t o de política práctica, los utilitaristas, y los b e n t h a m i t a s en general, nunca dudaron, en primer lugar, de que el principal objetivo de la humanidad era la b ú s q u e d a de la felicidad por parte del individuo y de los bienes q u e conducían a ese fin, y en s e g u n d o lugar, que dicha b ú s q u e d a tenía tanto mayor éxito c u a n t o menos fuese estorbada por orientaciones, intervenciones, restricciones o regulaciones, ya fueran del gobierno o de otros agentes. Lo que había que hacer era ponerse una coraza para no ser afectado por la compasión hacia los pocos - o por cualquier acción en su favor— con el fin de no m e n o s c a b a r el máximo bienestar de los muchos. El utilitarismo no se reducía a esto, pero con lo dicho se r e s u m e el núcleo excepcionalmente d u r o de su defensa del sistema clásico y de sus penalidades.
La filosofía utilitarista tuvo su expresión m á s d e s p i a d a d a m e n t e rigurosa en las o b r a s de J a m e s Mili (1773-1836). De su hijo mayor, un h o m b r e tan poderosa y prodigiosamente instruido como John Stuart Mill (1806-1873), provino su exposición escrita m á s mara5. Juromy Uenih.nin, Aii hilrtiHiirlinji li> ihr Principles of Morals niitl l.ci'Jslalion (Nin;v¡i York. H a f n e r I'ublisliing. 194}!), p.-ig. 2. l-.st.n iibra, piiblicnd:i por priinura vez t n 1789, y q u o cjcrcici sii m á x i m a infiiicncin d i i r a n i c cl sigin siguiente, tic.sarrollo p l e n a m e n t e el sistema bcniliamiia
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vinosamente articulada. V también de John Stuart Mili, debe agregarse, proviene una de las m á s convincentes expresiones de d u d a en cuanto al incuestionable mérito del sistema clásico. Tanto padre como hijo, según se ha dicho ya, estuvieron empleados d u r a n t e gran parte de sus vidas al servicio de la Compañía Británica de las Indias Orientales. La Compañía, con s u s funciones a c u m u l a d a s en los a s p e c t o s gubernativo, militar y —con los mayores privilegios— en la esfera comercial, venía a constituir poco menos que la m á s perfecta negación imaginable de la adhesión utilitarista ai individuo, al interés privado y al laissez faire. Esto no parece haberles ocasionado mayor preocupación al padre ni al hijo, quizás en parte p o r q u e ninguno de los dos llegó nunca a ver personalmente las actividades de la Compañía en la India. J a m e s Mili, autor de u n a obra clásica como La historia de la India británica, atacó enérgicamente las tendencias no utilitarias del sistema de clases, la estructura social y la religión hindúes.'' Como íntimo amigo de Bentham, J a m e s Mili sostuvo insistentemente que cada individuo es responsable de su propia salvación. Y si cada persona se esfuerza por conseguirla, se logrará la salvación de todos. Nadie podría a f i r m a r que esta concepción es perfecta. pero según dicho autor se acercaba a ello t a n t o como era posible en un m u n d o imperfecto. Una vez m á s —repitiendo una observación tan familiar q u e llega a resultar tediosa— cabe referirse al eco moderno de esa tesis: «El sistema de la libre empresa tiene sus penalidades, pero éstas son el precio que p a g a m o s por el progreso y por el bien general.» Como puede apreciarse, la defensa del sistema económico ni siquiera en nuestros días llega a suscitar a r g u m e n t o s novedosos.
Una de las principales contribuciones de John Stuart Mill a la historia de la disciplina que cultivó fue la que aportó como autor de lo que podría considerarse razonablemente como el primer libro de texto de economía política, verdadero jalón precursor en lo que 6. Del m i s m o m o d o q u e condcnci I:* c a l i d a d líturiiriu del Mahtihharnra: a c t i t u d b.-islantu a u d n z . p u e s mi podiíi leerlo en el orit;in:il, y lodüvia iio h a b í a s i d o t r a d u c i d o al inglés. (Par.i excvi.';ar su falla d e c o n o c i m i c n l o p e r s o n a l tiei p;iis, de s u s c o s t u m b r e s y literatura, alegó q u e en esa f o r m a podia j u z g a r l o con m a y o r a m p l i t u d d e m i r a s . ) Véase mi " I n t r o d u c t i o n lo llie l l i s l o r v of Hrilish lndia>i. en /I Wi'w frnm the Sliintls (Boston Iliuiphlon Milfiin. 1986). p á g s . I « ' M ' J 7
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se convertiría en una vasta, muy influyente y a veces remuneradora tradición literaria. Su obra Principies of Political Economy fue efectivamente utilizada con ese fin. y su sobresaliente calidad literaria no ha tenido rival h a s t a ahora. Mili el Joven volvió a formular el sistema clásico en una versión más reflexiva y exacta que la de Smith y Ricardo, y se adhirió a la defensa del utilitarismo que habían a s u m i d o su padre y Jeremy Bentham. Pero se trataba de un h o m b r e sensible y abierto a distintas influencias h u m a n i t a r i a s , algo no visto con buenos ojos por algunos de sus contemporáneos. Entre ellos, se puede mencionar al p e n s a m i e n t o socialista de su época y a las opiniones de Harriet Taylor, née Harriet Hardy, quien se casó con él en 1851 y lo convenció, cosa extraordinaria en su época, de que las mujeres debían gozar del derecho de voto. En el pensamiento de John Stuart Mill d e s e m p e ñ a un papel principal la i n d u d a b l e capacidad del sistema económico para producir bienes, c o n j u n t a m e n t e con la pertinencia a p a r e n t e m e n t e incuestionada de la defensa utilitarista de dicha proeza. Desde luego, había quienes s u f r í a n , a saber, quienes contribuían a la obra resultante sin verse r e c o m p e n s a d o s con honores ni con remuneraciones. y a este respecto Mili se refugió en la suposición de que las cosas a n d a r í a n mejor en el porvenir. A su entender, no podía esperarse q u e la división de la raza h u m a n a en dos clases hereditarias. patrones y empleados, hubiera de m a n t e n e r s e permanentemente. Y en el p a s a j e probablemente m á s citado de todos sus escritos. afirma lo siguiente: De modo que si hay que elegir entre el comunismo, con todas sus oportunidades, y el estado presente de la sociedad, con todos sus padecimientos e injusticias: si la institución de la propiedad privada acarrea necesariamente la consecuencia de que el producto del trabajo deba ser distribuido como vemos que se hace en la actualidad, casi en proporción inversa a la cantidad de trabajo, o sea, las partes mayores a quienes nunca han trabajado, las siguientes a aquellos cuyo tabajo es casi nominal, y así, en escala descendente, con las remuneraciones disminuyendo a medida que el trabajo va resultando más duro y más desagradable, hasta que el trabajo corporal más fatigoso y agotador no brinda siquiera la necesidad de poder hacer frente a las más elementales necesidades de la vida, entonces, si hay que elegir entre esto y el comunismo, todas las dificultades, grandes o
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pequeñas, del comunismo, no serían más que polvo en la balanza.^ Sin embargo, Mili no era un revolucionario, y las bibliotecas no corrían ningún peligro al tener los Principios en s u s estanterías. Creia, en efecto, que el sistema clásico era b r u t a l m e n t e injusto, pero que, como ya se ha observado, habría de mejorar. Hasta los capitalistas se volverían más bondadosos. Mili hizo suya una restrictiva teoría de los salarios, una curiosidad histórica llamada la teoría del fondo de salarios que sostenía que el capital proporcionaba un total fijo de ingresos para la remuneración de todos los t r a b a j a d o r e s y que se producía una inevitable disminución de la cuota de cada u n o al a u m e n t a r el n ú m e r o de quienes participaban en la división, pero la a b a n d o n ó en sus últimos años. Su conclusión final fue que se establecería un equilibrio m á s benévolo — el estado estacionario de Mili— en el cual todos sobrevivirían con cierto bienestar y satisfacción. En esta forma, para resumir, John Stuart Mill anunció d r a m á ticamente las penalidades que los utilitaristas aceptaban como condición necesaria para el progreso. Y a la vez, como lo harían luego muchos de s u s sucesores, formuló un llamamiento a la paciencia y la esperanza para mejor sobrellevarlas. Es de suponer q u e este remedio, como el c o n o c i m i e n t o de ser s a c r i f i c a d o por un bien mayor, nunca fue p l e n a m e n t e satisfactorio para los afectados.
Y sin embargo, m á s adelante llegaría a formularse otra defensa todavía menos atractiva, esta vez fuera de la corriente principal del p e n s a m i e n t o económico. Se trata de la contribución de u n a nueva disciplina, la sociología, cuyos orígenes se encuentran en un autor tan impresionante por su erudición y tan prolífico como Herbert Spencer (1820-1903). Durante el medio siglo que d u r ó su influencia. a p r o x i m a d a m e n t e a partir de 1850. resolvió maravillosamente el problema que planteaban los impotentes y los pobres, especialmente aquellos que no podían sobrevivir en las condiciones del empleo industrial y de las privaciones q u e lo a c o m p a ñ a b a n . Los pobres y los que no sobrevivían, en la concepción spenceriana, eran los m á s débiles, y su eutanasia era la forma utilizada Mili. op ci! . libro 2. c a p
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por la naturaleza para mejorar la especie. «Me limito a llevar adelante las opiniones del señor Darwin en s u s aplicaciones a la raza h u m a n a . . . Sólo aquellos que progresan bajo [la presión impuesta por el s i s t e m a ] ... llegan finalmente a sobrevivir... [Éstos] deben ser los seleccionados de su generación.»"® Fue Herbert Spencer, no Darwin, quien legó al m u n d o la inmortal expresión «superviviencia de los m á s aptos». También prestó el servicio de haber insistido para que nada detuviera ni estorbara este benigno proceso. «En parte extirpando a los de mínimo desarrollo, y en parte sometiendo a quienes subsisten a la inexorable disciplina de la experiencia, la naturaleza asegura el crecimiento de una raza que es capaz a la vez de entender las condiciones de la existencia y de a c t u a r sobre ellas. Es imposible suprimir en grado alguno esta disciplina.»^ Que el E s t a d o no debería intervenir para e n m e n d a r el proceso de selección natural era, desde luego, cosa elemental e indiscutida; un poco m á s difícil era decidir si debía serlo también la caridad privada. Ésta también nutría a los ineptos y contribuía a su supervivencia antisocial, pero, finalmente, Spencer la admitió. Su efecto sobre el progreso social era innegablemente adverso, pero prohibirla habría significado una restricción inaceptable a la libertad del eventual donante. No se puede dejar de a d m i r a r la amplitud con q u e Spencer y el d a r w i n i s m o social contribuyeron a la defensa del sistema. La desigualdad y las privaciones se volvieron socialmente benéficas; la mitigación de los sufrimientos respectivos se convirtieron en un factor nocivo en la sociedad; los a f o r t u n a d o s y opulentos no podían tener mala conciencia en absoluto, pues eran los beneficiarios naturales de su propia excelencia, y la naturaleza los había escogido como parte de un progreso inevitable hacia un m u n d o mejor. Las doctrinas de Spencer constituyeron una fuerza de primer orden en su época, especialmente en E s t a d o s Unidos. En aquella república todavía joven era tan fácil como conveniente creer que quien no pudiera salir adelante era un ser peculiarmente indigno, un baldón para la raza, q u e podía con justicia ser sacrificado. Los H H c r h e n S p e n c c r . The Sliidy of Sociology (Nucv.n York. D. Appluton. 18S2). páyinü 418. S p c n c c r observ-D c;n es«;» o b r a q u e s u s opinionL's cii l:i m a t e r i a p r e c e d i e r o n liasia cierui p u n t o las de D.irwin. •> H e r b e r t S p e n c e r . Social Sialics ( N u e v a York. D A p p i c t o n . 1878). pay -IIS.
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libros de Spencer se vendían en centenares de miles de ejemplares; su visita a Nueva York en 1882 asumió algunos aspectos comparables con el advenimiento de san Pablo, o en nuestros días, de una estrella del rock. Toda una generación de estudiosos norteamericanos se hizo eco de s u s ideas. Uno de los más ardientes llegó a proclamar q u e «los millonarios son un producto de la selección natural... los a g e n t e s n a t u r a l m e n t e seleccionados de la sociedad para determinado trabajo. Reciben elevadas renumeraciones y viven en el lujo, pero a la sociedad le conviene este trato».'" Este juicio proviene de William G r a h a m S u m n e r (1840-1910), profesor de la Universidad de Yale y el m á s eminente de los d a r w i n i s t a s sociales norteamericanos. Como he dicho en otro trabajo, resultaba satislactorio que los hijos de los ricos pudieran ser favorecidos con tales e n s e ñ a n z a s . " Durante los primeros decenios del siglo actual, el d a r w i n i s m o social entró en decadencia. Era d e m a s i a d o conveniente para los afortunados, y llegó a ser considerado como una excusa para la indiferencia m á s que como un artículo de fe. Sin embargo, no desapareció del todo, y todavía subsisten s u s resabios. La noción de que la ayuda a los pobres perpetúa su pobreza, y q u e sería mejor, desde el punto de vista social, abandonarlos al destino que les asignó la naturaleza, continúa e m b o s c a d a en rincones de la opinión pública y del p e n s a m i e n t o privado. Es ésta la excusa tácita (coincidente con la economía personal) para p a s a r de largo delante del mendigo que extiende su mano. La caridad es en cierto modo perjudicial. La voz de Herbert Spencer puede también oírse todavía cuando se opone poderosa resistencia al papel protector m á s general del Estado. En su momento, reaccionando contra la intervención oficial en cuestiones tan diversas como las patentes para la venta de licores, los reglamentos sanitarios, la instrucción pública y otras, Spencer formuló la siguiente advertencia: «La función del liberalismo en el p a s a d o era la de poner un límite a los poderes de los reyes. La función del verdadero liberalismo en el f u t u r o será la de poner un límite a los poderes de los p a r l a m e n t o s . » ' - Hecha la salín
William G r a h a m S u m n e r . The Cbatteune
nf Facia and
Other
Ksxays,
cclicinn a
c a r g o d c A l b t r i G a l l o w a y Keller ( N e w Huven. Yale Univcrsily Press. 1814), páy. MO. II Me he referiilo a esia eiiesliñn. y :i la inlhiencia d e S u m m e r on general, en The Age of Uticeriaimy ( l i o s i n n , H o u g h t o n Mifflin. 1477). p á g s 44 y s s . 12. H e r b e n S p e n c e r . The Man Versus the State ( C a l d w e l l . I d a h o , C a x l u n P r i m e r s , p:ig. F.sle librci sc p u b l i c ó pcir p r i m e r a vez en I n g l a t e r r a , en 1884.
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vedad del cambio de significado de la palabra «liberalismo» en los Estados Unidos, el profesor Milton Friedman volvió a formular esa misma reflexión cien a ñ o s después.
Tuvieron lugar a d e m á s otros dos alegatos de defensa de la fe clásica, uno de ellos desvanecido actualmente casi por completo, mientras que el otro todavía ejerce cierta influencia. Vilfredo Pareto (1848-1923) provenía de una familia italiana con notorios antecedentes políticos y revolucionarios. Sucedió a Léon Walras, célebre exponente de la teoría clásica del equilibrio, como profesor de economía política en la Universidad de L a u s a n a : c o n j u n t a m e n t e con otros, a m b o s dieron a dicha institución la f a m a de haber originado y albergado lo que llegaría a llamarse «la Escuela de Lausana». Pareto se interesó por una gran variedad de lemas, en materia de economía, sociología y política, y entre o t r a s cosas procedió a corregir, sin mayor trascendencia, el análisis de la utilidad y del equilibrio dentro de la corriente principal del pensamiento económico.' Pero para defender el sistema clásico, lo que se proponía era preservar, dentro de éste, el concepto de la distribución de la renta. Remitiéndose a d a t o s estadísticos elementales, incluidos los que figuraban en las primeras recaudaciones del impuesto sobre la renta, sacó la conclusión de que en todos los países, en todo momento, los ingresos se distribuían de manera parecida. La curva que indicaba las respectivas participaciones de los ricos y de los pobres permanecía básicamente inalterada. Si bien esta distribución no tenía n a d a de equitativa, respondía sin embargo, en su opinión, a la distribución de la capacidad y del talento dentro del orden social. Quienes merecían la riqueza eran pocos, c o m p a r a d o s con la multitud merecedora de la pobreza, y por cierto que quienes merecían g r a n d e s f o r t u n a s eran poquísimos. Ésta es la ley de Pareto sobre la distribución de la renta. Al igual que el darwinismo social, era quizá d e m a s i a d o conveniente o flagrante; su autorid a d como defensa del sistema clásico ha perdido prácticamente toda su fuerza. Entre otras cosas, es evidente que la distribución de la renta puede modificarse para obtener una mayor equidad. Pero, una vez más, se oyen todavía ecos del p e n s a m i e n t o original: en efecto, subsiste la noción de que hay en el sistema una desigualdad normal que está justificada por la iniciativa y el talento. La última defensa de la fe es en nuestros días m á s influyente
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que la ley de Parcto. No se refiere a las ideas de los economistas, sino suprime en ellas todo sentido de obligación social o moral. Las cosas pueden a n d a r menos q u e bien, menos que equitativamente, hasta menos que tolerablemente, pero ésta no es cuestión que interese al economista como tal. Si, tal como pretenden los economistas, la economía ha de ser considerada como u n a ciencia, hay que olvidarse de la justicia o la injusticia, del dolor y de las penalidades del sistema. La misión del economista es hacerse a un lado, analizar, describir, y en lo posible reducir a f ó r m u l a s matemáticas los hechos q u e estudia, pero no pronunciar juicios morales ni comprometerse en ningún otro aspecto. Ya d u r a n t e la p r i m e r a mitad del siglo p a s a d o esta cuestión habia sido enérgicamente planteada por Nassau Senior. Así como la navegación es u n a técnica s e p a r a d a de la astronomía, y el astrónomo no proporciona orientación para pilotar una nave, así también, a su criterio, la ciencia de la economía política no tiene nada que ver con cuestiones prácticas ni morales, y consecuentemente los economistas no necesitan ni deben a s e s o r a r o p r o n u n c i a r s e sobre estos lemas. En décadas posteriores se a f i r m ó con fuerza este rechazo de las cuestiones y de los juicios prácticos. A ello contribuyó en gran medida William Stanley Jevons, quien, en su obra The Theory of Political Economy, llegó a declarar lo siguiente: «La economía, si ha de ser en absoluto una ciencia, deberá ser una ciencia matemática.»'^ Obviamente, los valores morales deben excluirse de una ciencia matemática. La neutralidad y la adhesión legitimadora a la validez científica por contraposición a las preocupaciones sociales ejercen especial influencia en nuestros días. Al d e s e m p e ñ a r su papel profesional. el economista no se ocupa de la justicia ni de la benignidad de la economía clásica o neoclásica; hacerlo, sería negar la motivación científica. Denunciar la injusticia o el fracaso del sistema, formular juicios cualitativos sobre la actividad económica o prescribir con d e m a s i a d a ligereza m e d i d a s para su mejoramiento, es una conducta que queda fuera de la esfera científica. En la práctica, es posible que esté bien q u e no todos los economistas se interesen por cuestiones morales y sociales, o se ocu13. William Sliinlcv Jevons, Ttw Theory A M. Kcllcy. 19fi5). pág. 3.
nf PtiUtical ficoriorny.
cdición (Nucv:i York.
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pen de temas aplicados. El resultado sería probablemente un clamor ensordecedor. Pero no debe negarse la historia: la pretensión de la economía de ser una ciencia está firmemente arraigada en la necesidad de eludir toda responsabilidad por las insuficiencias y por las injusticias del sistema del que se ocupaba la gran tradición clásica. Y todavía en nuestros tiempos continúa sirviendo de defensa para una vida profesional tranquila y libre de controversias.
XL
LA O F E N S I V A G E N E R A L
La corriente principal de las ideas económicas, según fue desarrollándose a partir de Ricardo y de Malthus. junto con la argumentación defensiva por ella engendrada, llegó a revestir un poder muy considerable. Ya fuera obedeciendo a una enseñanza específica, o en virtud del estado general de los conocimientos en aquella época, constituyó la noción aceptada de la vida económica y de la acción pública, y las aspiraciones privadas se adaptaron a ella. Desde luego, en todos los países industriales se originaban críticas al sistema industrial, examinado por gente observadora, y hubo quien disintió con las ideas mediante las cuales se interpretaba y defendía. Entre los disidentes se encontraban aquellos a quienes se acabó designando con el nombre de socialistas, quienes cuestionaban el poder, las motivaciones h u m a n a s y el comportamiento asociados con la posesión de la propiedad privada y con la prosecución de la riqueza. En Francia especialmente se desencadenó una ofensiva de esa índole acaudillada por Claude Henri SaintSimon (1760-1825), Charles Fourier (1772-1837), Louis Blanc (1811-1882) y Pierre Proudhon. Poco después, en Alemania, Ferdinand Lassalle (1825-1864) y Ludwig Feuerbach (1804-1872) formularon críticas similares. Pero el destino de todos esos hombres, algunos de ellos dignos de considerable interés y dotados de no poca elocuencia, fue el de q u e d a r relegados a las s o m b r a s por una personalidad avasalladora, la de Karl Marx (1818-1883). Otros autores —Adam Smith, David Ricardo, Thomas Robert Malthus— dieron forma a la historia de la economía y a la noción del orden económico y social, pero Karl Marx dio forma a la historia del mundo. Los economistas clásicos escribieron, preconizaron y. exhortaron, mientras que Marx fundo y encabezó un movimiento político que todavía hoy constituye la principal fuente de tensión política dentro de los países y entre ellos. No suele hablarse de smithianos o ricardianos, y el adjetivo «keynesiano» es sólo
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un sosegado término descriptivo. En los países industriales de Occidente, y de modo especial en Estados Unidos, ser marxista puede significar, incluso a finales del siglo XX, verse excluido de los circuios de prestigio. Al e s t u d i a r a Marx como parte integrante de la historia de la economía, y lo mismo que sucederá luego con Keynes, es preciso ser rigurosa y hasta b r u t a l m e n t e selectivo. Marx p a s ó gran parte, quizá la mayor de su vida adulta, entregado a estudios económicos. políticos y sociales, y a escribir sobre estos temas; la Biblioteca del Museo Británico fue d u r a n t e muchos a ñ o s su refugio y su lugar de trabajo. También fue periodista, y a lo largo de los años financieramente difíciles que p a s ó en Londres subsistió con sus ingresos como colaborador del diario The New York Tribune, antecesor el The New York Herald Tribune, distinguido campeón del republicanismo, como harían bien en recordar todos los miembros m o d e r a d a m e n t e ardientes del actual Partido Republicano. A la vez. fue un activo y versátil revolucionario. Pero en la presente obra sólo d e b e m o s o c u p a r n o s de la doctrina económica o de la economía política de Karl Marx, con exclusión de todo el resto. Como ya se ha dicho, las ideas d o m i n a n t e s y p e r d u r a b l e s deben extraerse de la masa del conocimiento. No obstante, d e b e m o s empezar por referirnos brevemente a las fuentes del pensamiento de Marx y a las experiencias que lo modelaron.
Karl Marx no se convirtió en disidente y revolucionario como reacción a privaciones y sufrimientos experimentados en su juventud. Sus discípulos modernos que van en peregrinación a Tréveris, su ciudad natal, situada en la cabecera del valle del Mosela, en Alemania. adyacente a las zonas rurales m á s h e r m o s a s de Europa, encuentran allí una residencia agradable y excepcionalmente espaciosa que, salvo en muy raros casos, es m á s elegante que las casas donde viven. El padre de Marx, principal a b o g a d o de Tréveris y funcionario del Tribunal Supremo, era miembro de una antigua familia judía. Cuando nació su hijo, hacía poco tiempo que se había convertido al protestantismo, pero se p r e s u m e q u e su conversión no fue motivada por creencias religiosas, sino que. atendiendo a su cargo oficial en Prusia, no le resultaba fácil seguir siendo judío. Las personas con quienes se relacionaba Karl Marx en su juventud pertenecían a la élite de la sociedad; su ulterior casamiento
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con Jenny von Westphalen, hija del barón Ludwig von Westphalen, primer c i u d a d a n o de Tréveris, estuvo acorde con su posición social, siendo por otra parte una familia con la cual había establecido una estrecha y afectuosa relación. Los primeros a ñ o s de la vida de Marx no presentan indicio alguno de que con el tiempo se convertiría en un disidente revolucionario tan impetuoso. Este á n i m o disidente comenzó a perfilarse d u r a n t e s u s años de universidad, cuando, luego de haber p a s a d o unos a ñ o s románticamente indecisos en Bonn, se trasladó a Berlín, donde cayó bajo la influencia de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). De Hegel, o para ser m á s preciso, del formidable y a m e n u d o aterrador agregado del pensamiento hegeliano, surgió una idea de suprema importancia, que ya h a b í a m o s encontrado en forma muy elemental en la obra de Friedrich List. Se trata de la creencia de que la vida económica, social y política se desarrolla en un proceso de constante transformación. Tan pronto como una estructura o institución social a s u m e autoridad o eminencia, surge otra para desafiarla. Y del desafío y del conflicto se originan una nueva síntesis y un nuevo poder, que son luego desafiados a su vez. El ejemplo de carne y hueso m á s obvio de esta soberbia abstracción era la forma en que los capitalistas —los nuevos industriales— estaban d e s a f i a n d o a las a n t i g u a s clases d o m i n a n t e s terratenientes. Y con sólo un pequeño esfuerzo de imaginación podía advertirse que la nueva burguesía, habiendo reducido a p r o p i a d a m e n t e el poder de la vieja aristocracia y habiendo alcanzado una nueva síntesis, se vería, a su vez, d e s a f i a d a por los t r a b a j a d o r e s que había congregado para su servicio. La tradición clásica, según hemos visto, había p o s t u l a d o un equilibrio, que llegaría a llamarse el «equilibrio económico». Según esta tesis, las relaciones básicas entre p a t r o n o s y t r a b a j a d o r e s , entre la tierra, el capital y el trabajo, nunca se modificaban. Podían producirse cambios en la oferta de m a n o de obra y de capital; pero sólo para determinar a su vez un nuevo equilibrio análogo. La identificación y el estudio de ese equilibrio final eran la sustancia de la ciencia económica. Marx, t o m a n d o a Hegel como punto de partida, se sintió compelido a rechazar lo m á s fundamental de los s u p u e s t o s en que se b a s a b a la economía clásica. El equilibrio no era para él el fin, sino sólo un incidente en un proceso de cambio mucho mayor, que alteraba por entero la relación entre capital y trabajo.
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Aquí está la base de la m á s importante de todas las diferencias en las actitudes económicas m o d e r n a s . Para los economistas de inclinación clásica o neoclásica subsiste lodavía una norma fija, inmutable, a la cual tiende a volver la vida económica, sean cuales fueren las p e r t u r b a c i o n e s o interferencias m o m e n t á n e a s . La ciencia económica refina y perfecciona el conocimiento de las instituciones y relaciones básicas, que son constantes. A esta concepción se opone la creencia en un cambio continuo, al cual deben a d a p t a r s e los economistas y las ideas económicas, que es el legado de Hegel y de Marx. Todas las instituciones'económicas —sindicatos, corporaciones, manifestaciones económicas y políticas del Estado o conflictos de clases— están en movimiento o son una fuente de movimiento. Creer en un equilibrio —o concebir el estudio de la economía como una b ú s q u e d a del conocimiento progresivo de un tema fijo y final, a la manera de ciencias como la física o la química— es dirigirse irremediablemente a la obsolescencia. En E s t a d o s Unidos, como luego se verá, el p e n s a m i e n t o económico presenta en la actualidad una división entre los clasicistas — la mayoría aplastante— y los institucionalistas; entre quienes sostienen la existencia de un equilibrio inevitable y constante, y aquellos que, con una pretensión mucho menor de precisión científica, aceptan un m u n d o de evolución y de c a m b i o p e r m a n e n t e . ' Una fuente de las ideas institucionalistas es Alemania, como ámbito de las ideas de Hegel y de Marx.
Hegel colocó a Marx en oposición a la tesis m á s f u n d a m e n t a l de la economía clásica al hacerle aceptar la idea del cambio, incluido el cambio revolucionario, pero la experiencia práctica de la vida también contribuyó a hacer de Marx un revolucionario. Los acontecimientos que determinaron y dominaron su pensamiento son los ocurridos t r a s su partida de Berlín en 1841. De allí fue a Colonia, donde tuvo gran éxito como director de la Rheinische Zeitung, órgano de prensa bien financiado por los nuevos industriales del Ruhr y que no era precisamente un portavoz de la sedición. Pero Marx lo convirtió precisamente en eso. por lo menos en función de las p a u t a s notablemente susceptibles de la Prusia 1. Los ú l t i m o s e s t á n rcprcsciit:idos por hi Asociación ilc r . c o n n m i a l-.voliicion.iria. q u e piihlic.i u n a revista d i s i d e n t e : The .Itiiiriiiil of liconomic ISSIIL-S.
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del siglo XIX. Así fue como defendió el derecho popular de recolectar leña seca en los bosques, antiguo privilegio que en aquellos días, con el incremento del valor de la leña, se interpretaba como una violación de la propiedad privada. También criticó al zar de Rusia, pese a q u e en Prusia estaba entonces prohibido expresarse contra los m o n a r c a s de cualquier categoría y de cualquier país, y exhortó a debatir libremente los problemas de los viticultores del valle del Mosela. quienes padecían los efectos de la competencia como resultado de la Zollverein —el mercado común q u e los Estados alemanes a c a b a b a n de constituir—. Y p r o p u s o a d e m á s una actitud m á s Flexible a n t e el p r o b l e m a del divorcio. A c a u s a de esas herejías fue deportado perentoriamente, y el periódico, clausurado. Sobrevinieron después nuevas frustraciones. Fue a París, y trató de publicar allí un nuevo periódico para su distribución en Alemania, bajo el nombre de Deutsche-Französische Jahrbücher, pero los censores intervinieron y confiscaron la única edición que llegó a imprimirse. En vista de ello se entregó a sus lecturas, y emprendió después una nueva publicación, el Vorwärts, q u e se destinaba a la importante colectividad de alemanes refugiados en París. Esto motivó una queja de la policía prusiana a las a u t o r i d a d e s francesas: dar asilo a Marx era considerado como un acto poco amisto•so. A raíz de ello tuvo que trasladarse a Bélgica. En 1848 también los belgas empezaron a hallar incómoda su presencia, pero en esc año de auge revolucionario —y de libertad— se le permitió retornar a Francia, y de allí, volver por un breve período a Alemania. Pero luego sobrevino la contrarrevolución y volvió a ser expulsado, dirigiéndose esta vez a Gran Bretaña. Alentó el propósito de emigrar a los Estados Unidos, pero no tenía dinero para el pasaje; es posible que una gran corriente de la historia haya sido alterada de forma harto interesante por la falta de unos pocos dólares o libras. Es preciso atribuir a la constante atención policial el fomento de la actitud cada día m á s revolucionaria de Marx; en efecto, una persona a quien se considera tan peligrosa tiene que sentirse forzosamente obligada a comportarse a la altura de su reputación. Marx todavía era suficientemente joven como para experimentar esa influencia c u a n d o por último halló refugio en Londres; en efecto, sólo tenía treinta y un años de edad. Pero para entonces ya había publicado, en colaboración con Friedrich Engels (1820-
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1895), el m á s c e l e b r a d o y m á s e n é r g i c a m e n t e d e n u n c i a d o p a n f l e t o político de todos los t i e m p o s , a s a b e r , el Manifiesto comunista, en el cual se p l a s m ó el d e s c o n t e n t o general e x p r e s a d o en los movim i e n t o s revolucionarios de 1848. La relación con Engels c o m e n z ó en u n a reunión celebrada en P a r í s u n o s a ñ o s a n t e s , y p e r d u r a r í a h a s t a la m u e r t e de Marx. Engels. t a m b i é n a l e m á n , v á s t a g o de u n a familia de f a b r i c a n t e s textiles del Ruhr, e s t a b a a cargo de la e m p r e s a de s u s p a r i e n t e s en M a n c h e s t e r , Inglaterra. Marx o b t u v o de él a s e s o r a m i e n t o intelectual, colaboración editorial, y, e s p e c i a l m e n t e d u r a n t e los p r i m e r o s t i e m p o s de indigencia en el centro de la c i u d a d de Londres, a y u d a f i n a n c i e r a . ( L o s a ñ o s q u e M a r x p a s ó en u n a a g r a b l e c a s a en H a m p s t e a d estuvieron lejos de ser i n c ó m o d o s . ) Engels p r e p a r ó la edición del p r i m e r volumen de El capital^ de Marx, y d e s p u é s de la m u e r t e de éste, utilizando n o t a s y f r a g m e n t o s del m a n u s c r i t o , t e r m i n ó y publicó los o t r o s dos v o l ú m e n e s . Como a n t e r i o r m e n t e en Colonia, la d e u d a p e r s o n a l e intelectual de Marx no f u e con los t r a b a j a d o r e s cuya c a u s a promovía, sino con los p a t r o n o s b u r g u e s e s cuya acción e x p l o t a d o r a c o n d e n a ba. T a m p o c o carece de i m p o r t a n c i a el hecho de h a b e r sido G r a n Bretaña, país de a v a n z a d a en el desarrollo c a p i t a l i s t a , el q u e le diera asilo y le o t o r g a r a libertad de expresión. Las ideas liberales q u e permitieron al capital florecer i n d e p e n d i e n t e m e n t e del E s t a d o f u e r o n t a m b i é n las q u e protegieron al m á s eficaz crítico y antagonista del c a p i t a l i s m o .
Refiriéndose a Marx c o m o economista y como investigador, J o s e p h S c h u m p e t e r , q u i e n d e s d e luego no era discípulo suyo, escribió q u e era « a n t e todo un h o m b r e s u m a m e n t e docto», a g r e g a n d o q u e «el frío metal de la teoría económica se s u m e r g e en las p á g i n a s de Marx en s e m e j a n t e acopio de hirvientes f r a s e s q u e t e r m i n a n por adquirir una t e m p e r a t u r a de la cual carece naturalmente».^ En esas f r a s e s hirvientes s u s lectores han e n c o n t r a d o i n f i n i t a s o p o r t u n i d a d e s p a r a la controversia respecto de lo q u e Marx q u i s o decir, y al
2 Una edición rccicnie es Cupital: /I Critique nf l'oliiical liconomy (Nuuvü York. Intcrnniionnl Puhlishcr.s. 1967). vol. I. [ E d i c i ó n en c a s l e l l a n o : El capital, l o m o I. t r a d u c c i ó n de W e n c e s l a o Roces ( M a d r i d . Editorial Cénit. liJJS).] 3. J o s e p h A. S c h u m p e t e r . Capitalism, Socialism, and Democracy ( N u e v a York. Harper .ind Hrothers. 1942). pág. 21
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mismo tiempo, una gran posibilidad de hallar en ellas lo que querían creer. Como sucedería d e s p u é s con Keynes, los consiguientes debates acerca de lo que Marx realmente quiso decir le atrajeron partidarios y agigantaron su influencia. Pero de esa masa en ebullición surgen, sin embargo, cuatro a r g u m e n t o s críticos muy sólidos contra el sistema clásico, que con gran precisión atacan al capitalismo de la época de Marx, y a las ideas mediante las que era interpretado y defendido.
Marx nunca puso en tela de juicio las realizaciones productivas del sistema; de éstas, como ya se ha dicho, formuló el mayor de los elogios: «Durante su hegemonía de a p e n a s cien años, ha creado fuerzas de producción m á s sólidas y m á s colosales que las de todas las generaciones anteriores j u n t a s . C o m o proeza subsidiaria, «ha creado e n o r m e s ciudades, ha incrementado g r a n d e m e n t e la población u r b a n a con respecto a la rural, y así ha rescatado a una parte considerable de la población de la idiotez de la vida campesina... Los bajos precios de s u s productos son la artillería pesada con la cual derriba toda las murallas de C h i n a . L o s trabajadores debían recordar también que el primer objetivo de su atención revolucionaria no debían ser los grandes capitalistas, que eran la fuente de esa capacidad productiva, sino «los residuos de la monarquía absoluta, los terratenientes, el burgués no industrial, la pequeña burguesía»," q u e son los enemigos del poder y de las realizaciones del c a p i t a l i s m o . F u e expresión del genio de Marx haber desplegado s u s a r m a s , en primera instancia, no contra los fuertes, sino contra los débiles. En su opinión, el primero de los puntos vulnerables del sistema capitalista y de la interpretación de éste era la distribución del poder, que había sido ignorada efectiva y casi universalmente por los economistas clásicos. En segundo lugar, venía la distribución s u m a m e n t e desigual de la renta, que la tradición clásica explicaba, pero no conseguía justificar convincentemente. 4. Karl Marx y Friedrich Engels. The Communist Manifesto ( N u e v a York. M o d e r n Reader P a p e r b a c k s , 1964], pag. 10. [Edición en c a s t e l l a n o : Manifiesto del Partido Comunista, Eiarcelona, E d i c i o n e s Kur
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En tercer lugar, la susceptibilidad del sistema económico a la crisis y al desempleo —en términos modernos, a la depresión — , un factor que, si bien había sido reconocido por los economistas clásicos, no estaba de modo alguno integrado en su teoría. La tendencia de la economía, según se entendía en el sistema clásico, como ya se ha observado, era el pleno empleo de los recursos productivos, incluida la oferta de t r a b a j a d o r e s capaces y dispuestos a trabajar, el último de los cuales d e t e r m i n a b a la magnitud del salario. Finalmente, el monopolio, defecto también reconocido por la tradición clásica. Pero para Marx no se t r a t a b a de un fenómeno aislado, sino de una tendencia básica, que influiría de modo decisivo en el destino final del capitalismo.
Para Marx, el poder era un factor ineludible de la vida económica; su origen residía en la posesión de bienes, y por ello era atributo natural del capitalista. El capitalista «va al frente... y el q u e posee la fuerza de trabajo le sigue como su peón. El primero asume aire de importancia, sonríe con suficiencia, va directo al grano, mientras que el otro a n d a , tímido y retraído, como quien lleva su propia piel al mercado y lo único que puede esperar es una buena z u r r a . M e n o s metafóricamente, el t r a b a j a d o r , incluido el niño en repetidas referencias de Marx, va a la fábrica sin otra cosa que vender que su esfuerzo físico, y sin m á s alternativa que presentarse allí. Tal es el poder y la autoridad del capitalista, tal la impotencia del t r a b a j a d o r . Pero esta distribución desigual del poder no es original del capitalismo. Como ya se ha indicado, Marx destacó la anterior apropiación del poder por las clases feudales, aristocráticas y terratenientes. Tampoco creía que las industrias artesanales que precedieron al capitalismo hubieran sido una panacea de la economía. «La explotación es m á s desvergonzada en la industria doméstica que en las m a n u f a c t u r a s porque el poder de resistencia de los operarios va disminuyendo con su dispersión, y porque toda una serie de parásitos expoliadores se introducen entre el patrono y el trabajador.»" Si bien aludió al posible papel corrector de los sindicatos o asociaciones de trabajadores, Marx señaló
7 H.
Mnrx, op. cit., pi'ig ¡hid. p á s 462.
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la subsistencia del hecho f u n d a m e n t a l : en el capitalismo, el poder reside en el capitalista; en efecto, es el atributo natural de la propiedad productiva q u e le pertenece. Los pagos que e m a n a n de ella imponen obediencia y sumisión a quienes carecen de propiedad y, por lo tanto, de ingresos alternativos. Y por otra parte, el poder del capitalista no se limita solamente a la e m p r e s a , sino que se extiende a la sociedad y al Estado. «El poder ejecutivo del Estado moderno es tan sólo un comité administrativo de los a s u n t o s c o m u n e s de la burguesía en su conjunto.»^ Y en una reflexión particularmente mordaz, extiende este mismo carácter a los economistas y a los teóricos de la política que interpretan el sistema, y a la propia tradición clásica de la economía. «Las ideas d o m i n a n t e s de cada época d a d a han sido siempre las ideas de su clase dominante^),'" es decir, en tiempos de Marx, las de los capitalistas y de quienes exponían su sistema. En esta forma, la economía política y los economistas q u e d a b a n sometidos a la autoridad del poder dominante. En el m u n d o industrial de Occidente y especialmente en Estados Unidos, la etiqueta de «marxista» es hoy, repetimos, toda una marca de oprobio. Y sin embargo, dos de las proposiciones de Marx en lo que se refiere al poder sobreviven en este clima hostil, a saber, como se repite a diario en las conversaciones políticas, que los Estados m o d e r n o s sirven a los intereses del poder de las empresas y el m u n d o de los negocios, y que el p e n s a m i e n t o económico ortodoxo o aceptado va de acuerdo con los intereses económicos dominantes. En e s t a s cuestiones son m u c h í s i m a s las personas que. sin imaginárselo por un momento, hablan con las mismas p a l a b r a s de Karl Marx.
Paralelamente a la extraordinaria desigualdad en la distribución del poder tiene lugar u n a distribución s u m a m e n t e desigual de la renta, el s e g u n d o de los a r g u m e n t o s críticos de Marx. Esta tesis la tomó de Ricardo, pero añadiéndole refinamientos, m u c h o s alardes técnicos y no poca subjetividad, gracias a lo cual ha venido intrigando y extasiando a s u s partidarios d u r a n t e un siglo. El trabajador marginal recibe un pago como salario que es igual a su 9. 10
Mnrx v Engels, np. cil., Ihiil pag. 17.
p.ig
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contribución adicional al ingreso total de la e m p r e s a . Esta contribución, por la acción inexorable de la ley de los rendimientos decrecientes, disminuye a medida que a u m e n t a el n ú m e r o de trabajadores. Y el salario marginal determina el salario de todos. Pero los que están alejados del margen aportan a los ingresos de la empresa una contribución mayor, quizá mucho mayor, que la remuneración por ellos percibida. Éstos se encuentran en las e t a p a s intramarginales, m á s fructíferas, del rendimiento decreciente. Así crean una plusvalía, que se adjudica, ¡ay!, no a quienes la producen, sino al capitalista. En justicia pertenece a los trabajadores, pero el capitalista interviene y se apropia de ella. Marx observa que, mientras que existen leyes de la producción dictadas por la naturaleza, como la de los rendimientos decrecientes, en cambio las leyes de la distribución las dicta el hombre, y no hay ninguna razón superior en virtud de la cual los t r a b a j a d o r e s deben acatar esos procedimientos i n s t a u r a d o s por otros h o m b r e s . " La noción de que los t r a b a j a d o r e s aportan m á s de lo que cobran —y que está a su alcance corregir esta situación— también llegaría a ejercer gran influencia en el futuro, a u n q u e sería exagerado atribuirla por entero a Marx. Era una idea que llevaba en sí misma la capaciedad de penetrar con gran vigor en las mentes de los trabajadores y de los dirigentes sindicales.
El tercer a r g u m e n t o del a t a q u e de Marx se refería a las crisis del capitalismo. Éstas, repetimos, no hacían acto de presencia en la tradición clásica; Marx, por su parte, hizo de ellas una característica inherente del capitalismo. Su explicación al respecto es actualmente una curiosidad histórica: la capacidad productiva del capitalismo, que Marx tanto respetaba, volcaría incansablemente bienes en el mercado, y a medida que la oferta de m a n o de obra se fuera agotando, los salarios a u m e n t a r í a n inevitablemente. A raíz de ello se produciría una disminución de la tasa de beneficios, con p é r d i d a s y retracción por parte de las e m p r e s a s productoras, y un desequilibrio del proceso productivo. En la práctica, el equilibrio sólo podría restablecerse c u a n d o la disminución de la producción, con el consiguiente deI I . Ouizii valgn la pcn.-i rcpi:tir q u e esta es u n a rcscñ.i s u i n a m c n i c diíicil, y s u c i n t a , de u n a c u e s t i ó n q u e Mar.\ t r a t a in exieii.to. y u n a vez m á s . p a r a volver a repetirlo, con á n i m o no m u y e q u i t a t i v o y con b a s t a n t e o f u s c a c i ó n .
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sempleo y caída de las t a s a s de salarios, volvieran a hacer rentable la producción. Para Marx era importante d e s t a c a r q u e el sistema sólo era estable c u a n d o la existencia de una reserva de trabajadores parados —lo que él llamaba el ejército industrial de reserva de los desempleados— mantenía los salarios a niveles bajos. El pleno empleo era una situación posible, pero inestable. Si bien ya no se da crédito a la explicación de Marx, ni siquiera por parte de los propios marxistas, lo cierto es q u e identificó lo que llegaría a ser reconocido como el p u n t o m á s vulnerable del capitalismo, c u a n d o vio en la crisis una característica inherente del sistema. De m o d o que ni la desigual distribución del poder, ni la desigual distribución de la renta, serían la máxima amenaza para la supervivencia del capitalismo, sino su propensión a las depresiones y al desempleo. Y posteriormenente, en el próximo de los largos pasos que se alejaban del sistema clásico, fue también ésta la falla que Keynes habría de percibir, como Marx antes que él, considerándola como parte inherente del sistema.
En la tradición clásica, según hemos visto, el monopolio era un defecto que q u e d ó especialmente g r a b a d o en la mentalidad y psicología norteamericanas. Pero incluso para los economistas clásicos se t r a t a b a simplemente de una excepción a la regla de la competencia, que no constituía una a m e n a z a para el sistema en su conjunto. En cambio, para Marx era m u c h o más q u e u n a falla: en efecto, a su criterio, la creciente concentración de la actividad económica en m a n o s de un n ú m e r o cada vez menor de capitalistas constituía una tendencia orgánica del capitalismo que avanzaba con ímpetu irresistible. Esta concentración, j u n t o con el carácter cada vez m á s clarividente y socializado de los trabajadores, a medida que éstos iban c o m p r e n d i e n d o mejor el sistema capitalista y el papel que d e s e m p e ñ a b a n en el mismo, habrían de contribuir en forma inevitable al d e r r u m b e del sistema. Y es interesante observar, en sus propias palabras, cómo Marx previó el desenlace. (Aunque era un escritor frecuentemente monótono, tuvo sus g r a n d e s momentos, y pocos pasajes de la historia de la economía política han sido m á s citados que éste.) Un capitalista siempre mata a muchos otros... Paralelamente a la constante disminución del número de magnates del capital, que
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usurpan y monopoli/an todas las ventajas de este proceso de transformación, aumenta el cúmulo de miseria, opresión, esclavitud, degradación, explotación; pero al mismo tiempo crece también la revuelta de la clase trabajadora, una clase cuyo número va siempre en aumento, y que es disciplinada, unida, organizada, por el propio mecanismo del proceso de la producción capitalista. El monopolio del capitalismo se convierte en una traba para el modo de producción que ha surgido y florecido con él, y bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan finalmente a un estado en el cual se vuelven incompatibles con su envoltura capitalista. Esta envoltura estalla. Tocan a muerto por la propiedad priváda capitalista. Los expropiadores son expropiados.'^ En esta forma, según Marx, llegaría a su fin el sistema económico celebrado por la tradición clásica, y sería un fin acarreado por características de las cuales las m á s importantes ya habían sido identificidas por Ricardo y los propios economistas clásicos.
Pero a su vez, el sistema de Marx tenía también s u s aspectos vulnerables obvios, que resultaron serios y decisivos. En primer lugar, existía la amenaza de la reforma, o sea. la posibilidad de que las penalidades del capitalismo llegaran a mitigarse tanto q u e ya no despertaran la furia revolucionaria de los trabajadores. Marx tenía conciencia de este peligro, pero sin e m b a r g o no podía condenar o resistir fácilmente aquellas reformas específicas q u e sirvieran a los intereses de los obreros. Efectivamente, no hay tal oposición en el Manifiesto comunista: en él se preconizan, entre otras m u c h a s medidas, un impuesto progresivo sobre la renta, la propiedad pública de los ferrocarriles y de las comunicaciones, la enseñanza gratuita. la abolición del t r a b a j o de los niños y empleo para todos. Los demócratas liberales de los Estados Unidos en el siglo XX coinciden en muchos aspectos con el Manifiesto comunista. También existía la posibilidad de que las organizaciones sindicales se desarrollaran y fortalecieran, recibieran protección oficial, y aliviaran o anulasen el progresivo empobrecimiento de los trabajadores, que el sistema marxista preveía como consecuencia del incremento demográfico y de la continua disminución del rendi12.
Marx, op. cit.. pay. 763
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miento marginal de la m a n o de obra. Todo lo cual ha sucedido. Por otra parte, seria s u m a m e n t e perjudicial p a r a el s i s t e m a marxista cualquier factor q u e a m i n o r a s e el impacto de las crisis de! capitalismo. En una respuesta a Marx extraordinariamente lógica, el ulterior establecimiento del estado de bienestar, el fomento de la educación popular, la abolición del trabajo de los niños y el enérgico tratamiento keynesiano de la crisis capitalista fueron a s u b s a n a r todos los p u n t o s vulnerables del sistema que Marx había identificado. Y no está de m á s recordar que en su momento, la totalidad de esas medidas a d v e r s a s a Marx fueron en cierta medida conden a d a s por marxistas. Había, asimismo, otros dos factores potencialmente contrarios a Marx. J u n t o con las r e f o r m a s c o n t r a r r e v o l u c i o n a r i a s q u e él mismo se había visto obligado a propiciar ya en su tiempo, entre las que se c o n t a b a n las prestaciones de bienestar social (o sea, ingresos externos al sistema productivo) para ancianos, desempleados, minusválidos y menores de edad, habrían de ejercer luego sus electos las enormes fuerzas productivas del capitalismo, que Marx había d e s t a c a d o con t a n t a frecuencia. E s a s fuerzas, en verdad, podían multiplicar la disponibilidad de bienes, que podrían quedar al alcance de la población t r a b a j a d o r a y actuar como una cobertura de la pobreza y de las reivindicaciones. Y además, finalmente, existía otra posibilidad que Marx no previo, o que por lo menos, con seguridad, no enunció j a m á s : quizá el capitalismo, en sí, pudiera t r a n s f o r m a r s e ; quizá pudiera tener lugar un capitalismo que se desarrollara con un r u m b o diferente; quizás el capitalista d e s p i a d a d a m e n t e agresivo pudiera ser suplantado por una organización m á s m a d u r a , más inclinada a las negociaciones, como lo sería la burocracia propia de las sociedades anónimas. En ese caso, los resortes del poder no estarían en m a n o s del capitalista, sino del tecnócrata y del «hombre de la organización». Todo esto ha llegado a ocurrir; en efecto, el desarrollo de la sociedad económica no ha sido clemente con Marx. Los países industriales a d e l a n t a d o s han resultado en gran medida i n m u n e s a su revolución. Las reformas, los sistemas de bienestar, las políticas macroeconómicas de los gobiernos, el auge de las burocracias de las sociedades a n ó n i m a s y el «hombre de la organización» son factores que han a t e m p e r a d o e incluso destruido el ímpetu revolucio-
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nario del marxismo. Allí donde las ideas de Marx han tenido éxito, en cambio, no triunfaron sobre el capitalismo, sino contra los remanentes feudales en Rusia y en China, dentro de un marco de guerras y a n a r q u í a . Allí, como también en Cuba y luego en Centroamérica, son los terratenientes y s u s agentes gubernativos, no los industriales ni los capitalistas, quienes han suscitado el fervor revolucionario de los expoliados. En este sentido han sido muchísimo más influyentes que los capitalistas. La crítica de Marx fue también errónea en otro aspecto. Según él, una vez q u e el proletariado tomara el poder, el Estado ¡ría desapareciendo gradualmente. Pero a la inversa, el E s t a d o moderno, en su encarnación práctica aplastante, ha conservado el poder bajo el socialismo, y ello ha conducido a los problemas burocráticos con los q u e se enfrentan los marxistas modernos en puestos de mando. Y luchan a la vez con las dificultades consiguientes que a b r u m a n al aparato socialista en materia de producción. Marx creía que las fuerzas productivas del capitalismo avanzado serían transferidas, más o menos automáticamente, al socialismo, pero la cosa no resultó tan fácil. Sin embargo, hay que formular una advertencia. El relato de los errores de Marx es m á s que un mero esfuerzo literario: es, desde hace m u c h o tiempo, u n a pequeña industria al servicio de aquellos para quienes el m a r x i s m o continúa r e p r e s e n t a n d o una grave a m e n a z a . Incurriríamos en un gran error si menospreciáramos su potencialidad histórica, ignorando que en tantos aspectos del pensamiento y de la expresión en el m u n d o no socialista sigue constituyendo hasta hoy u n a de las principales influencias y una gran fuerza.
XII.
LA PECULIAR P E R S O N A L I D A D D E L D I N E R O
Es necesario ahora retroceder un poco para examinar las fuentes de lo que, según algunos, vendría a ser la cuestión principal de los análisis y de las políticas modernas en materia de economía, a saber, el papel y la gestión del dinero, los orígenes de lo que hoy se conoce como monetarismo. Más que en ningún otro aspecto de la historia económica son aquí importantes las instituciones y la experiencia relativas al dinero, no las ideas formalmente expresadas al respecto, y a ese asunto dirigiremos desde ahora nuestra atención. Nos hemos referido antes a los remotos orígenes de la moneda, ya se tratara de su invención en China, o de las primeras acuñaciones de los lidios. También hemos mencionado la ley de Gresham y la teoría cuantitativa del dinero que se desarrollaron a partir del flujo a Europa del oro y la plata del Nuevo Mundo. Al principio, recordemos, el dinero era una mercancía como cualquier otra, con la particularidad de que sus características físicas permitían dividirla en partes de peso diverso pero especificado, aparte de poseer bastante valor en pequeño volumen, lo cual permitía transportarla fácilmente. Gracias a ello pudo utilizarse como intermediario en el intercambio, eliminando las inconveniencias propias del trueque, o sea, la necesidad de dar con alguien que tuviera en su poder el producto buscado y necesitara el producto ofrecido. Por otra parte, era una forma conveniente de atesorar riqueza, un depósito de valor. Pero hasta en los tiempos más remotos, cuando metales como la plata o el oro se empleaban como dinero, lo que se usaba desarrollaba una modesta personalidad propia. Así llegó a advertirse pronto, por ejemplo, que las monedas podían ser ligeramente envilecidas, o que en su aleación podía introducirse un metal de inferior calidad. Al hacerlo, se esperaba que la moneda de baja ley siguiera teniendo el mismo curso que la legítima, dedicando
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a otros usos el metal economizado. Cabe a ñ a d i r que ninguna otra práctica económica fue j a m á s condenada tan universalmente como ésta. La frase «envilecimiento de la moneda» llegó a ser sinónima de corrupción fiscal, y su práctica en los últimos siglos del Imperio romano llegó a considerarse como el elemento típico de la degradación moral que condujo a la declinación y caída imperiales. Pero en un grado m á s importante, la identidad peculiar de la moneda, su personalidad, se descubrió con la creación de los bancos; por intermedio de ellos podía ir a u m e n t á n d o s e la oferta de dinero, o llegado el caso, disminuirla bruscamente, y esto, virtualmente a discreción. Los recursos así proporcionados podían utilizarse para inversiones, para necesidades o s u p e r f l u i d a d e s del consumo, o para ios requerimientos del Estado. Las raíces del descubrimiento, o en todo caso su primera manifestación moderna, d a t a n de los siglos .XMI y XIV, y se encuentran en Italia: primero en Venecia, y poco después, en las ciudades del valle del Po.' Hasta tal punto se identificaron con Italia las actividades b a n c a d a s y la profesión de prestamista, que en Londres, con el tiempo, la calle d o n d e se d e s a r r o l l a b a n recibió el n o m b r e de Lombard Street. No obstante, los historiadores a c u e r d a n un papel precursor y destacado al Banco de A m s t e r d a m , que, a partir de 1609, al recibir s u m a s de moneda de diversos cuños y concienzudamente adulterada, procedía a pesarla, verificaba la ley y su auténtico valor, y entregaba al depositante un recibo por el mismo. Pronto fueron estableciéndose otros bancos custodios en diferentes ciudades, también en los Países Bajos —Rotterdam, Delft. Middelburg—, y con el correr del tiempo se f u n d a r o n en el extranjero establecimientos similares. En un principio el Banco de A m s t e r d a m era simplemente un lugar de depósito, d o n d e q u e d a b a a l m a c e n a d o un peso exacto de metal genuino, a nombre del depositante. C u a n d o éste pedía que su depósito fuera transferido a un acreedor —o sea. que se utilizara como medio de pago—, dicha moneda era trasladada al depósito del acreedor en cuestión. En esta forma, el total del dinero 1. v t a s c Ch.nrlcs I- Diinbiir. icTht Bank of Venicc». t;n The O'iarlarly Journal of Hconomics. vol 6. n ú m . 3 ( a b r i l di: I8y2). p á g s . 3Ü8-3.15. y 1-rcdcric C. Lanc. «Vcnclian Bankers. l'IQö-15.1.3: A S t u d y in llic Early S t a g e s of P f p o s i l Banking», en The Journal of Political Economy, vtil 45. n ú m . 2 (abril d e iy37). p á g s . 187-2()fi
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disponible para transferencias y pagos no podía exceder de la cantidad origina! depositada. Pero esto no d u r ó m u c h o tiempo. En breve hubo quienes se dirigieron al banco no sólo para depositar dinero, sino también para tomarlo prestado. Una vez que lo habían hecho, depositaban el dinero así obtenido y abrían su propia cuenta. Ésta no tenía u n respaldo monetario específico como antes, sino general, y podía utilizarse para hacer pagos y costear gastos. En adelante, lo mismo podían utilizarse fondos constituidos de esta m a n e r a que los depósitos originales. Y así se creaba moneda, exactamente como si hubiera sido a c u ñ a d a con mineral extraído mediante una brutal faena en el Cerro de Potosí. Pero como beneficio suplementario de este notable acto de creación, el banco obtenía un ingreso en concepto de intereses. La creación de dinero, lejos de ser un acto desinteresado, d a b a resultados muy lucrativos. El préstamo, y la consiguiente creación de dinero, asumieron también otra forma. En vez de movilizar un depósito, transfiriéndolo mediante una orden de pago —es decir, emitiendo instrucciones por escrito, o un cheque—, el prestatario podía t o m a r su préstamo en billetes de banco. Éstos atestiguaban q u e el metal correspondiente se hallaba depositado, y que quien los recibía podía a su vez dirigirse al banco y retirarlo. O bien, m á s probablemente, podía t r a s p a s a r los billetes a otro proveedor o acreedor. Entretanto, el metal original q u e d a b a en las c a j a s fuertes del banco y también podía prestarse. Lo mismo que había ocurrido con los depósitos venía a suceder con los billetes: había vuelto a crearse dinero. Sumados, los depósitos y los billetes representaban un valor mayor que el del metal sobre el cual se b a s a b a n . Pero este método era completamente seguro y aceptable con tal que todos los interesados —depositantes originarios, prestatarios y poseedores de billetes— no acudieran s i m u l t á n e a m e n t e a reclamar moneda metálica. M i e n t r a s no se s u s c i t a r a n i n g ú n temor, p á n i c o o r u m o r que pusiera en tela de juicio la competencia y la solidez del banco — posibilidad de ningún modo despreciable—, ello no tenía por qué ocurrir. Dados los beneficios q u e podían obtenerse de esta fabricación de dinero —o sea, los intereses provenientes del fácil y cómodo acto de prestar—, es obvio q u e podía suscitarse la tentación de a b u s a r de este maravilloso procedimiento. A causa de tal tentación se crea-
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ron los bancos centrales y gran parte de la estructura reguladora bancaria moderna. Dotados de distintos privilegios, entre ellos, en épocas posteriores, el derecho exclusivo a emitir papel moneda, fueron estableciéndose los bancos centrales, siendo el Banco de Inglaterra el ejemplo m á s significativo en 1694. Tales instituciones procedieron luego a regular los p r é s t a m o s y la creación de dinero por parte de los d e m á s bancos, para lo cual aplicaron m e d i d a s disciplinarias tan molestas como la devolución a éstos de su papel moneda para que lo convirtieran en metálico o la imposición de saldos de reservas mínimos como garantía de los depósitos: a esta cuestión nos referiremos m á s adelante.
El útimo gran p a s o para darle al dinero su personalidad autónoma y característica se dio cuando los monarcas, príncipes y parlamentos advirtieron q u e la creación de dinero podía sustituir a la recaudación de impuestos, o servir como alternativa para la obtención de préstamos concedidos por financieros demasiado soberbios o reticentes. Este descubrimiento ya se había prefigurado durante el Imperio romano, c u a n d o se rebajó el contenido metálico de la m o n e d a para poder efectuar un mayor volumen de pagos con una cantidad d e t e r m i n a d a de metal, evitando así la imposición de nuevos tributos para satisfacer las necesidades de los emperadores y del Estado. Pero en términos m o d e r n o s el descubrimiento tuvo lugar con el empleo generalizado del papel moneda. A partir de entonces, aplicando el mismo método que se ha descrito en el caso de los bancos, el E s t a d o se dedicó a a c u m u l a r moneda metálica, almacenándola en la tesorería oficial y emitiendo billetes que d a b a n derecho a retirar la cantidad correspondiente de dicho depósito. T a m b i é n podía a c t u a r así un banco q u e representara al gobierno. Una vez implantado este sistema aparentemente inocuo, venía a resultar prácticamente inevitable, asimismo, que el valor de los billetes puestos en circulación s u p e r a s e el del metal que los garantizaba. En tiempos normales podía suponerse que, mientras la emisión de papel moneda fuera objeto de una razonable restricción, no todo los depositantes irían simultáneamente a reclamar el dinero metálico al que tenían derecho. Pero subsistía siempre la tentación de pagar en papel los gastos habituales o urgentes del Estado, en vez de recurrir a la alternativa ingrata y frecuentemente impracticable de a u m e n t a r los impues-
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tos. La necesidad, y no la prudencia, resultó ser el factor determinante. A veces, como ya se ha indicado, los billetes era emitidos por un banco central o patrocinado por el gobierno. En Gran Bretaña estas emisiones, a cargo del Banco de Inglaterra, contribuyeron a financiar las guerras contra Luis XIV d u r a n t e los últimos decenios del siglo XVII. Algo parecido ocurrió en Francia, de 1716 a 1720, cuando John Law, quizá el m á s inventivo estafador de todos los tiempos, rescató al incompetente regente, Philippe, d u q u e de Orleans, a b r u m a d o por los problemas fiscales mediante los billetes emitidos por la Banque Royale. Pero no era indispensable contar con un banco central; en efecto, tanto el papel moneda de las colonias británicas en Norteamérica antes de la Revolución como los assignats q u e a y u d a r o n a financiar la Revolución francesa, los billetes continentales con q u e se pagó a los ejércitos de Washington y los greenbacks de la guerra civil estadounidense, fueron todos emitidos directamente por los gobiernos. Y c u a n d o el E s t a d o no pudo ya respaldar mediante reservas metálicas el papel moneda emitido, procedió u n a y otra vez a s u s p e n d e r la conversión de los billetes en m o n e d a s . Una nueva f r a s e vino así a incorporarse al léxico económico: «Han a b a n d o n a d o el patrón oro.»
Una vez reconocidas las diversas manifestaciones de la personalidad propia a s u m i d a por el dinero —cosa que rara vez se h a c e resulta posible entender fácilmente las opiniones y polémicas que el dinero ha suscitado en el marco del pensamiento económico. Por ejemplo, todas las revoluciones m o d e r n a s —la norteamericana, la francesa, la rusa— han sido financiadas mediante emisiones de papel moneda. A pesar de que las revoluciones mismas, en particular la de Francia y la de los Estados Unidos, son muy celebradas y a d m i r a d a s , los historiadores no cesan de deplorar los billetes con los que se financiaron.^ 2. En f o r m a s i m i l a r s e lia d u p l o r n d o . c o m o ya d i j i m o s , d p:ipL'l du los b a n c o s un l:i crL-ación de dinero, por lo m e n o s en los c n s o s m á s e x t r a v a g a n t e s . En 1720. el príncipe de Conti, h a b i e n d o p e r d i d o la c o n f i a n / a en los billetes d e la B a n q u e Royale de Law, le envió un fajo de é s t o s p a r a s u c o n v e r s i ó n . S e g ú n u n a leyenda s u m a m e n t e d i s c u t i b l e , le t r a j e r o n en tres c a r r e t a s el o r o y la plata c o r r e s p o n d i e n t e s . Y a renglón seizuiüu el regente o r d e n ó ni principu q u e devolviera el metálico al b a n c o . Al c a b o de un t i e m p o , t a n t o él c o m o o t r o s poseedores de dichos billetes p e r d e r í a n s u m a s i m p r e s i o n a n t e s . A riiiz de ello, d u r a n t e todo el siglo s i g u i e n t e la o p i n i ó n piiblica miró a los b a n c o s d e I-rancia d e m a n e r a m á s q u e suspicaz.
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La polémica sobre la utilización del papel moneda como sustituto de los impuestos c o m e n / ó en Estados Unidos antes de la Revolución. Casi todas las colonias recurrían en mayor o menor medida a esa práctica. Las de la región central ( Pensilvania, Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Maryland) emitían papel moneda para pagar s u s gastos, en general p r u d e n t e m e n t e y sin extralimitarse. En cambio, Rhode Island, Carolina del Sur y M a s s a c h u s e t t s actuaron con m u c h a menor discreción: el primero de esos tres estados, en rigor, observó al respecto una conducta sencillamente des e n f a d a d a , y s u s billetes eran objeto de menosprecio, y quizá de alarma, h a s t a en Massachusetts. En las colonias de la región central, como han llegado por cierto a admitirlo algunos estudiosos de épocas recientes,-' la moderada emisión de papel moneda sirvió de Forma subsidiaria para estabilizar los precios y estimular la actividad económica. Sobre este particular se suscitó ya por entonces u n a polémica que dominaría la política e s t a d o u n i d e n s e d u r a n t e los 150 a ñ o s siguientes. Se trataba de dilucidar si debía utilizarse deliberadamente el dinero para influir —de m o d o favorable— sobre los precios, satisfaciendo a la vez las necesidades de capitales. Esta práctica era promovida especialmente en las zonas fronterizas y en el sector agrícola. Mediante el dinero creado por los bancos podían adquirirse tierras, g a n a d o y maquinaria agrícola; el papel moneda o la plata libremente a c u ñ a d a podían mejorar los precios y facilitar el reembolso de las d e u d a s . En cambio, los centros bien establecidos del comercio y la industria, que contaban en definitiva con el enérgico apoyo de los mejores publicistas económicos, resistían enconadamente esa acción. El dinero debía ser neutral en sus efectos sobre la economía. En particular, debía m a n t e n e r s e escaso y valioso, como n a t u r a l m e n t e deseaban quienes ya lo poseían. En la historia de la economía política es la opinión conservadora la que ha gozado siempre de aprobación casi universal. El concepto que se tenía en las regiones fronterizas del dinero como fuerza estimulante no prevaleció en las colonias; es más, ni siquiera llegó a imponerse cuando recibió la aprobación de un personaje tan importante como Benjamín Franklin. En 1751 el Parlamento de Londres, expresando la opinión admitida, prohibió la emi3. Iti'cciil
En p.-iriiculnr, Richard A I.cstL-r. en Mondury Expcrimcms: ScatiHinaviari ( l'rinci-lon. I'rinccton liiiiversily P r e s s . I'>.V)).
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sión de m á s papel moneda en Nueva Inglaterra, y aproximadamente diez a ñ o s d e s p u é s extendió esta prohibición a las d e m á s colonias. Hasta tiempos muy recientes, esta medida lue considerada por los economistas como u n acto de sabia y necesaria restricción. En 190Ü, Charles J. Bullock, u n a de las a u t o r i d a d e s m á s respetadas en materia de hacienda pública colonial (y también contemporánea), se refirió a los experimentos monetarios coloniales como ((un carnaval de f r a u d e y corrupción» y «un c u a d r o oscuro y lamentable». La medida restrictiva del Parlamento le parecía «saludable»."* Davis Rich Dewey, otro experto monetario muy respetado de la misma generación, observó que «una parte considerable de la población, particularmente en las principales ciudades del Este [de los Estados Unidos], se abstuvo de intervenir en la revuelta contra Inglaterra, no tanto por oponerse a ella como por temor a que la independencia acarreara emisiones excesivas de papel moneda, con lodos los trastornos consiguientes para los a s u n t o s comerciales».'' Una cosa era la independencia, y otra dar gusto a quienes veían en el dinero un i n s t r u m e n t o utilizable para su provecho personal. Los billetes llamados continentales, q u e financiaron la Revolución norteamericana, habiendo servido como sirvieron de sustituto de impuestos, o quizá podría decirse de un sistema impositivo, suscitaron expresiones de repudio similares; gracias a ello se perpetuó en el vocabulario norteamericano u n a expresión de a b r u p t a y total condena: «no vale un continental». Algo parecido sucedió con los greenbacks, que el secretario de Hacienda Salmon P. Chase utilizó de modo b a s t a n t e atinado para contribuir a la financiación de la guerra civil.'" La palabra «greenback» continúa hasta la fecha denotando algo p r o f u n d a m e n t e despreciable. Y son pocos los autores que han precisado las alternativas ante las q u e se encontraba Chase.^ En definitiva, los resultados no fueron tan devasta'I Charlus J. Bullock. Essays on lite Monetary ílislory of I he Utiiliitl Slalcs (Nucv.-i York. M a c m i l l a n . 1900: G r u u n w o o d Press. I969J: pátis. -IS y s s . 5. O.-ivid Rich Dcwcy. Fiiiaticial History of the United Stales, 10." cdición (Nuov.t York. Longm.nns. Green. 1928). pág. 43. ó. Actitud q u e distnb:i m u c h o de ï;L>r corrccl.i d e s d e el p u n t o d e vista constitución.'!!. I'.n efecto. In C o n s t i t u c i ó n , h a c i é n d o s e eco d e la reacción c o n t r a el exceso colonial y la necesidad r e v o l u c i o n a r i a , p r o h i b i a la e m i s i ó n de papel m o n e d a p o r los l i s t a d o s , y tainhién, ¡ay!. por el G o b i e r n o Federal. 7. Merece u n a excepción el d i s t i n g u i d o h i s t o r i a d o r d e la e c o n o m í a C h e s t e r W h i t n e y Wright, de quien, sin e m b a r g o , serí.n difícil a f i r m a r q u e j u s t i f i c ó la e m i s i ó n
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dores, pues, en un país d e s p e d a z a d o por cuatro a ñ o s de aterrador conflicto, una mera duplicación de los precios fue, por lo menos desde el p u n t o de vista actual, poco menos que un milagro. La adopción del papel moneda por parte de la Confederación, obvio es decirlo, fue todavía m á s vigorosamentte c o n d e n a d a . El m á s eminente historiador norteamericano de su época observó sin aire de sorprenderse que «los autores nordistas que tienen en cuenta el aspecto económico han solido atribuir el d e s a s t r e de la Confederación a su papel moneda, sus excesivas emisiones de bonos y s u s expropiaciones».** Aún en nuestros días se oye una y otra vez la advertencia de que el déficit público no debe financiarse mediante «la emisión de papel moneda». Todo esto revela hasta qué punto las actitudes y expresiones c o n t e m p o r á n e a s están arraigad a s p r o f u n d a m e n t e en la historia.
A medida que la civilización fue extendiéndose hacia el Sur y hacia el Oeste en E s t a d o s Unidos, d u r a n t e las primeras d é c a d a s de la independencia, los colonos de las regiones q u e llegarían a convertirse en los e s t a d o s de la frontera y del Medio Oeste se dedicaron con entusiasmo, como ya se ha dicho, a la creación de bancos, y por intermedio de éstos, a la creación de dinero. Los préstamos que en ese proceso se otorgaron, y el dinero así creado, posibilitaron la implantación de la agricultura y del comercio. Se t r a t a b a de entidades que los estados autorizaban oficialmente y que la amplia iniciativa abastecía de recursos. En respuesta a esta demanda, se consideraba que toda localidad lo suficientemente grande como para contar con una iglesia, una taberna o una herrería reunía las condiciones para la instalación de un banco.'' «Otras empresas y m á s de un comerciante o artesano, se pusieron a emitir " m o n e d a " . Hasta los barberos y los taberneros competían con los bancos a este respecto... Casi todos los c i u d a d a n o s se creían asistidos por el derecho constitucional de emitir dinero.»'® E s t a s actitudes en exceso tolerantes, entraron, como podía esperarse, en vio-
8. Hdwiird Cliunning, A History of the Unilcd Stales ( N u e v a York. Macmilinn. I92S). vol fa. p:ie. <411. Mc he r e f e r i d o m á s cxicn.-snmcnle a e s t a s a c t i t u d e s en n T h c Moving Finger Sticks», The Liberal Hour ( B o s t o n . H o u g h t o n MifMin. 1960). p á g s . 79-92. 9. N o r m a n Angelí. The Slory of Money ( N u e v a York. Frederick A. Stukes, 1929). página 279. 10. A B a r t o n H e p b u r n , A History of Currency in the United Suites ( N u e v a York, M a c m i l l a r . 191S). pág 102.
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lenta colisión con las opiniones e intereses conservadores. Era evidente que el dinero tenía doble personalidad, y que las dos partes se oponían radicalmente entre sí. La lucha consiguiente tuvo pronto su foco sucesivo en dos instituciones. llamadas a m b a s «el Banco de los E s t a d o s Unidos», la primera de ellas f u n d a d a en 1791 y extinguida en 1811, y la segunda, que d u r ó de 1816 a 1836. Se trató en uno y otro caso de entidades privilegiadas q u e hacían la competencia a los bancos de los estados, creados sin mayores formalidades; eran también agentes financieros exclusivos del Gobierno Federal, y a f o r t u n a d o s depositarios de s u s fondos. Pero, lo que es m á s importante, en su carácter de agentes del estrato social d o m i n a n t e y conservador de la región del Este, a c t u a b a n como muy ingratos celadores de los bancos habilitados por los estados. Sólo a c e p t a b a n los billetes de los bancos menores que garantizaban su conversión en metálico. Al recibir esos billetes, el Banco de los Estados Unidos se los devolvía t r a n q u i l a m e n t e para q u e los convirtiera, procedimiento éste que los creadores del papel m o n e d a se proponían y e s p e r a b a n evitar, al menos parcialmente. En consecuencia, como es de suponer, la existencia del banco federal se convirtió, d u r a n t e los dos períodos citados, en el principal problema político del momento. Y la oposición q u e provocaba f u e a u m e n t a n d o a medida q u e la población y el peso del poder político se desplazaba hacia el Oeste. Su suerte quedó sellada con la elección, en 1828, de Andrew Jackson, presidente de p r o b a d a fidelidad a los intereses de la región occidental. Durante un tiempo siguió librándose una guerra limitada entre el presidente y Nicholas Biddle, jefe ejecutivo del segundo banco, pero finalmente resultó decisiva la oposición política a esta entidad, reforzada por las objeciones de algunos b a n q u e r o s del Este, partidarios de la tolerancia, a quienes también les parecía inconveniente la disciplina. Y la suspicacia hacia esas entidades hubo de persistir. Pasaron m á s de ochenta años a n t e s de que la opinión política estadounidense admitiera un tercer intento de establecer una fuerza disciplinaria, que en este caso fue el Sistema de la Reserva Federal. Como ha podido observarse, la era de la banca libre y el período que la sucedió, relativamente plácido, favorecieron plenamente el desarrollo económico. Los agricultores y los p e q u e ñ o s comerciantes de la frontera obtuvieron p r é s t a m o s y así pudieron comprar ganado, m a q u i n a r i a y otros bienes de capital, lo que les ha-
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bria resultado imposible si el empréstito y la creación de dinero hubieran estado sometidos a limitaciones más severas. Pero el pensamiento clásico respetable no admite esa realidad ni siquiera actualmente. La banca libre es tenida por un capítulo nefasto de la historia económica estadounidense, y a Andrew Jackson, con salvedad de s u s restantes cualidades, se le considera como una aberración desde el punto de vista financiero. Precisamente de ese periodo de banca libre provienen las m o d e r n a s actitudes en materia de normativa bancaria. Mientras que se juzga innecesariamente gravosa la influencia ejercida por el E s t a d o sobre las d e m á s r a m a s de la actividad económica, nadie d u d a de que la banca representa un caso especial, objeto justificado de m e d i d a s m á s enérgicas.
Otros dos factores que contribuyeron decisivamente a p l a s m a r las actitudes de la población estadounidense con respecto al dinero, d u r a n t e el siglo pasado, fueron los greenbacks y la plata. Si bien la guerra civil había d a d o origen a esos billetes y ai ámbito de irresponsabilidad financiera que los rodeaba, dio lugar también a q u e a b a n d o n a r a n W a s h i n g t o n los e s t a d i s t a s del S u r y del valle meridional del Mississippi, partidarios de la liberalidad financiera. A consecuencia de ello, d u r a n t e la guerra, y posteriormente, quedó interrumpida la corriente emisionista de papel moneda. En el caso de los bancos de los estados, los billetes fueron sometidos a una imposición punitiva: la emisión de papel moneda se reservó únicamente a los nuevos bancos nacionales, bajo la garantía de bonos del gobierno depositados en firme en el Tesoro. En 1866 se adoptaron disposiciones encaminadas a ir retirando los greenbacks o r d e n a d a m e n t e , a saber, diez millones de ellos d u r a n t e los primeros seis meses, y luego, a razón de cuatro millones por, mes. Finalmente, en 1873, al a d o p t a r s e una nueva medida que pareció entonces inocua, el país retornó al patrón oro. Y se a b a n d o n ó asimismo la acuñación de plata, con la pequeña excepción de la moneda destinada al comercio con Oriente. La plata siempre había escaseado en relación con el oro. Por 23,22 gramos de oro resultaba posible comprar un dólar en la Casa de la Moneda, m i e n t r a s que con los 371,25 g r a m o s de plata que costaba esa m i s m a operación era posible obtener m á s de un dólar vendiendo el metal a un particular. La tasa aceptada, a u n q u e no antigua, de 16 partes de plata por una de oro había sido adversa a
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la plata, pero en un m o m e n t o dado, con la a b u n d a n c i a de este metal originada por las nuevas minas del Oeste estadounidense, venía a resultar excesivamente favorable. Por consiguiente, se eliminó la plata del sistema monetario. Era d e m a s i a d o a b u n d a n t e . En 1879. como medida final para volver a proporcionar una base sólida a la moneda norteamericana, se decretó la plena convertibilidad en oro de los greenbacks q u e todavía circulaban. Entretanto, d u r a n t e esos años fueron disminuyendo los precios al consumo, y en particular los de los productos agrícolas, desde un índice medio de 162 en 1864 (en comparación con 100 d u r a n t e el período de 1910-1914) a 128 en 1869 y a la escuálida cifra de 72 en 1879." Ello originó un nuevo y muy acalorado debate acerca de la personalidad a p r o p i a d a del dinero. Ya no se t r a t a b a de su empleo como sustituto de los impuestos o de su creación por parte de los bancos para beneficio del comercio y de la agricultura en la frontera; la controversia atañía a su papel en el aumento o la reducción del nivel de precios. (Parte de la polémica fue originada, como llegaría a reconocerse m á s larde, por la competilividad excepcionalmente vulnerable de los precios agrícolas.) Esta última disputa habría de ser en muchos aspectos la m á s encarnizada de todas. La caída de los precios fue atribuida al retiro de los greenbacks y su convertibilidad en oro; se alegó al respecto que si se emitieran más de esos billetes, los precios volverían a subir. La teoría cuantitativa del dinero había llegado a la pradera y a las llanuras de los E s t a d o s Unidos, no según la preconizaban los economistas, no como se enseñaba en las escuelas, sino como resultado de un instinto práctico. En 1878, el Partido de los Greenbacks, que se oponía al retiro total de los billetes y pedía, por el contrario, que se imprimieran más, obtuvo más de un millón de votos en dieciséis Estados, y con ellos, catorce parlamentarios. Era la primera vez en la historia que la política monetaria suscitaba semejante fuerza política. El Partido de los Greenbacks no consiguió q u e se ampliara la circulación de los billetes, pero se interrumpió su rescate y así q u e d a r o n en circulación h a s t a d e s p u é s de la segunda guerra mundial «greenbacks» por un valor aproximado de trescientos treinta millones de dólares. Pero esto sólo fue un comienzo. El monetarismo, que había creaII Oficin.T del Censo de r.sl.-idn<; Unidos, flislorial Sttilislics of Ihc United Stales, CoIniüiil Tiiiiex lo 1970. Bicentennial l-dition ( W a s h i n g l o n , D C.. 1975), 2." p a r t e , pág. 201.
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do un partido político, procedió luego a c a p t u r a r otro: el mismísimo Partido Demócrata, por intermedio de William Jennings Bryan. Como la plata había llegado a resultar b a r a t a y a b u n d a n t e , su libre acuñación —para u s a r el lema entonces empleado— enriquecería, según se opinaba, la oferta de dinero. Con m á s dinero en circulación, a u m e n t a r í a n los precios en general, y los de la producción agraria en particular. A la vez, las d e u d a s y los tipos de interés seguirían inalterables, y en comparación con los precios de los productos agrícolas, el coste de los d e m á s artículos aumentaría en menor grado. De modo q u e a las pretensiones de los mineros de la plata se s u m a r o n las reclamaciones, mucho m á s potentes, de los agricultores. De unos y otros fue portavoz —¡la lengua de plata, naturalmente!— William Jennings Bryan. Tres siglos d e s p u é s de que ese metal provocara la revolución de los precios del capitalismo mercantil, se esperaba que volviera a o b r a r la misma maravilla. No se sabe con certeza si Bryan y los d e m á s partidarios de la libre acuñación de la plata, y del «Rescate nacional», que había llegado a d e n o m i n a r s e «la cruz del oro», tuvieron plena conciencia de la posición central q u e habían a s u m i d o dentro de la gran corriente de la historia monetaria. Se llegaron a efectuar adquisiciones de plata como concesión a los agricultores y a los mineros de la plata, pero Bryan y su partido fueron derrotados tres veces en las elecciones nacionales. Una vez más, había t r i u n f a d o la combinación de los intereses creados de la economía con lo q u e se consideraba una sólida política económica. Y todavía sigue victoriosa en los textos de historia relativos a aquella época, en los cuales William Jennings Bryan sobrevive, lo m i s m o que Jackson, como figura irresponsable e inaceptable desde el p u n t o de vista de la economía, como un portavoz errante de m a s a s ignorantes. Y sin embargo, podría alegarse que ningún político llegó j a m á s a representar mejor los intereses económicos de s u s electores.
Como h a b r á podido observarse, las guerras monetarias del siglo p a s a d o en Estados Unidos se libraron sin gran participación de los economistas y sin mayores disquisiciones académicas. Es más: las g r a n d e s batallas que a c a b a n de describirse ni siquiera hoy se mencionan en las historias del pensamiento económico.
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Empero, hacia fines de siglo, a medida que los economistas profesionales fueron abriéndose paso en las universidades norteamericanas, pudieron llegar a hacerse oír acerca de los t e m a s aquí examinados. Al d a r su opinión, no se pusieron de parte de Bryan. Para ellos, la estricta aplicación del patrón oro era la expresión misma de la buena administración económica. No se concebía en aquel entonces que quien hablase en favor de los billetes de banco y de la libre acuñación de la plata pudiera estar cualificado para impartir enseñanza a la juventud. En aquellos años, Charles Eliot, presidente de la Universidad de Harvard, aceptó en donación una suma de dinero de parte de David A. Wells, autor de o b r a s importantes sobre t e m a s económicos relativos al régimen fiscal y cuestiones similares en la segunda mitad del siglo XIX, para recompensar periódicamente al autor de un ensayo sobre economía política y costear la publicación del mismo. El Premio Wells sigue constituyendo h a s t a la fecha un señalado honor, a u n q u e la cantidad en efectivo sea hoy insignificante, para los autores de tesis doctorales sobre economía en Harvard. Pues bien, c u a n d o se instauró, se formularon instrucciones precisas para que no fuese otorgado a ninguna obra favorable a la depreciación de la moneda. Y en aquella época nadie o p u s o objeciones a lo que se consideraba un requisito razonable. Pero en aquellas m i s m a s d é c a d a s se p r o d u j o una a p e r t u r a que con el tiempo llegaría a representar una brecha considerable en la ortodoxia clásica, a saber, la tesis de que el dinero, o quizá cualquier otra mercancía, es un elemento pasivo y no manipulable en su papel de facilitar el intercambio. Un p a s o decisivo al respecto fue el n o m b r a m i e n t o en 1898 de Irving Fisher (1864-1947), quien tenía entonces treinta y un años de edad, como profesor de economía política en Yale. Además de economista, Fisher fue matemático, inventor del n ú m e r o índice y de un sistema de ficheros que vendió por una buena s u m a a Remington Rand; u n o de los primeros económetras, o sea, un precursor de la medición de los fenómenos económicos; fue defensor de la eugenesia; ardiente partidario de la Prohibición, en la que veía una poderosa herramienta para el incremento de la productividad del trabajo; y por último, sin ser lo menos importante, un especulador desastroso para sí mismo en la actividad bursátil. (En el otoño de 1929 llegó a la conclusión de que la bolsa había alcanzado un nuevo límite superior de cotizaciones, y actuando sobre la base de tal presunción perdió, según
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se dice, entre 8 y 10 millones de dólares n e t o s . A h o r a bien, es indiscutible que, j u n t o con Thorstein Vehlen, quien le precedió pocos a ñ o s como e s t u d i a n t e en Yale, Irving Fisher fue uno de los dos economistas m á s interesantes y originales de E s t a d o s Unidos. En 1911, en su o b r a The Purchasing Power of MoneyFisher dio a conocer su inmortal contribución al p e n s a m i e n t o económico, o sea, su ecuación de cambio. Según él, los precios varían según el volumen de dinero en circulación, habida cuenta de su velocidad o ritmo de circulación y del n ú m e r o de transacciones en que se utiliza. En la siguiente ecuación, que no puede a s u s t a r a nadie, p_
MV + M'V T
P representa los precios; M, la cantidad de dinero en circulación; V, su velocidad o ritmo de circulación; M'. los depósitos bancarios en cuenta corriente (utilizables como dinero por los bancos): V, la velocidad de circulación de tales depósitos, y T. el número de transacciones, o sea, aproximadamente, el nivel de la actividad económica. En ella está implícito el concepto de que la tasa de gasto del dinero es m á s o m e n o s constante, y q u e el volumen de transacciones es relativamente estable a corto plazo. De modo que un a u m e n t o o una disminución de M o de Ai', m a g n i t u d e s presuntamente expuestas a la acción y a la fiscalización del Estado, afectan directamente el nivel de los precios. Ninguna otra fórmula matemática en economía, y quizá ninguna otra en la historia, con excepción de la de Albert Einstein, ha llegado a a d q u i r i r mayor fama, y continúa d i s f r u t á n d o l a sin mengua hasta la fecha. Con ella, el mismo Fisher originó la noción seriamente sediciosa de que modificando la oferta de dinero en la ecuación de c a m b i o sin alterar los d e m á s términos, en especial la velocidad y el volumen de las transacciones, es posible subir o bajar el nivel de los precios. Los movimientos ascendentes podían detenerse reduciendo la oferta de dinero, y, lo que era m á s urgente en aquellos días, los precios podían elevarse mediante el incremento de dicha oferta. Con la ecuación de cambio nació el aparato teórico del monetarismo, que sería objeto del m á s intenso debate económico d u r a n t e los decenios de 1970 y 1980. 12. Irving Norton Fisher, My Father pág. 264. 13. Nueva York. Macniillan.
Irving
Fislii-r (tiuuva
York. C o m c i Hrcss. 1956).
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Éste fue un paso de Fundamental importancia y de impresionante alcance en la historia de la economía. Anteriormente, la comunidad sabía por instinto que los experimentos monetarios coloniales, la emisión del papel moneda bancario en tiempos de Jackson, los greenbacks y la libre acuñación de la plata habían ejercido un electo sobre los precios. Y ahora venía Fisher a otorgar respetabilidad a ese instinto, a u n q u e sin adjudicarle todavía un carácter completamente oficial; a la vez, sentaba con ello la noción de que el Estado, o alguna autoridad por él delegada, tenía el deber de asumir, de forma deliberada y directa, la administración de la oferta monetaria, regulando el nivel de los precios. Posteriormente. d u r a n t e los primeros años de la Gran Depresión, Fisher y sus discípulos pasarían a o c u p a r el centro de la atención en materia de política económica: ellos preconizaron, y en cierta medida llegaron a establecer, un plan destinado a c o n t r a r r e s t a r la desastrosa deflación de los precios que por entonces se experimentaba. Con Fisher, la larga historia del dinero entró en la era moderna. La ecuación de cambio constituye el marco en el que se encuadra la influyente prédica del profesor Milton Friedman, a quien nos referiremos posteriormente. Regulando con firmeza la oferta de dinero, y permitiéndole que a u m e n t e sólo en la medida en que se incrementa el volumen de las transacciones, los precios alcanzarán la estabilidad, a u n q u e ello demore algunos meses. En los años siguientes se plantearía el problema de determinar qué es realmente el dinero en el m u n d o de la banca moderna, pues los ahorros de libre disposición, el respaldo de las tarjetas de crédito, las líneas de crédito por utilizar, serían otros tantos factores que habrían de d e s e m p e ñ a r la función de la moneda, paralelamente con el dinero en efectivo disponible y con los depósitos en cuenta corriente. Además, se suscitaría asimismo otra cuestión m á s seria, respecto de cómo, en términos prácticos, podría regularse el papel desempeñado por el dinero. Y por último, se despertaría una preocupación en c u a n t o a la posibilidad de q u e el intento de reducir o regular la oferta monetaria llegara a producir, al contrario, un efecto poderosamente negativo sobre T, con secuelas particularmente dolorosas para la producción industrial y el empleo. Pero todos estos refinamientos tendrían lugar m á s tarde; con Irving Fisher y con su ecuación de cambio se proyectó de cuerpo entero en el presente la tradicional preocupación por el dinero, particularmente sensible en Estados Unidos.
XIII.
FOCOS DE INTERÉS EN ESTADOS U N I D O S EL COMERCIO Y LOS MONOPOLIOS; LOS ENRIQUECIDOS Y LOS RICOS
Durante el siglo pasado, Estados Unidos, como se ha dicho frecuentemente, eran un mundo de tierras cada vez m á s productivas, de vida cada día más próspera y de creciente bienestar. La civilización y el incremento demográfico iban impulsando las áreas cultivadas no hacia los peores suelos, sino hacia los mejores. Los valles boscosos de Nueva Inglaterra eran m á s fértiles que las colinas en las cuales se habían instalado al principio los colonos, y también eran más feraces las extensiones cubiertas con espesa tierra negra en Ohio, en Indiana y más allá. Ello determinaba una economía, no de empobrecimiento progresivo, sino al revés, de manifiesta mejoría, y a este m u n d o m á s optimista no se le aplicaba la dinámica económica del Viejo Mundo. Habría cabido, por tanto, suponer que en un marco de referencia tan distinto se podría haber originado una nueva ciencia económica, más orientada hacia la esperanza, y sin embargo, según hemos visto, la mayor aproximación a la verdad es que durante casi todo este período no se publicaron en Estados Unidos estudios serios sobre temas económicos. Algunos investigadores apropiadamente inspirados han puesto empeño en tratar de descubrir un sistema peculiar y exclusivamente norteamericano, pero con escasos resultados coherentes. Una vez más se comprueba que el estudio de la economía es fomentado por la presencia visible del infortunio y la desesperación, mientras que el éxito, la propia estima y la satisfacción no llegan a inspirar de forma comparable. Pero se han dado también otros motivos que explican la ausencia de lo que podría considerarse como un pensamiento económico verdaderamente norteamericano. Estados Unidos era, en aquellos tiempos, un país de granjas familiares explotadas por sus pro-
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pietarios. Las superficies de las parcelas respectivas cran para ese efecto muy a d e c u a d a s ; los 160 acres [aprox. 65 ha.] q u e habían sido acordados a cada jefe de familia por las Homestead Acts [leyes de asentamiento rural familiar] de 1862, conforme a la evaluación general de la superficie que se consideraba apta para el mantenimiento de una familia, constituían un vasto lote según la noción europea, y en realidad, según cualquier noción que se aplicara. Y ningún designio económico ha sido j a m á s recibido con una aprobación tan cercana a la universalidad, a la vez por los participantes y por los observadores exteriores, como la venerada granja familiar. Esta aprobación social redujo aún más la necesidad de proceder a estudios y debates en materia económica. Y lo m i s m o sucedió, hasta la guerra civil, con el sistema de plantaciones y de esclavismo en los estados del Sur. Las remuneraciones y los g a s t o s en concepto de salarios e s t a b a n fuera de cuestión, como en tiempos de Aristóteles, a consecuencia de la esclavitud, y lo mismo que en la antigua Grecia, el tema del esclavismo dirigió el foco de atención m á s hacia las cuestiones éticas y morales que hacia las económicas.
Pero si bien en E s t a d o s Unidos no se prestó mayor atención a los t e m a s centrales de la economía clásica ni a los a t a q u e s que le dirigieron los marxistas y otros sectores, no dejó por ello de librarse una a p a s i o n a d a discusión sobre toda una gama de a s u n t o s económicos eminentemente prácticos. Entre ellos se contaron los aranceles, los monopolios, el c o m p o r t a m i e n t o social y la defensa de los muy ricos, y, en términos m á s urgentes, como se ha referido en el capítulo anterior, las diversas cuestiones relativas al dinero. Hacia fines de siglo las universidades crearon c á t e d r a s de economía política, que pronto pasarían a d e n o m i n a r s e de «economía» a secas, pero s u s titulares se limitaron, en forma generalizada, a exponer por su cuenta la ortodoxia británica corriente. Había libros de texto norteamericanos, pero los m i s m o s se b a s a b a n desde luego en sus respectivos modelos ingleses, y no eran enteramente aceptados. La American Economic Association, f u n d a d a en 1885, constituyó inicialmente una manifestación de protesta contra el apoyo, de índole s u m a m e n t e conservadora, otorgado al capitalismo industrial por la teoría clásica admitida y por su paralela adhesión al laissez faire. Y sin embargo, d u r a n t e todo el siglo, como
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lo ha observado el profesor R o b e n Dorlman, cada norteamericano fue su propio economista. La economía se mezcló de m a n e r a indiscriminada con la política, con la filosofía y hasta con la teología: «No hincarás la corona de e s p i n a s en la frente del t r a b a j a d o r . No crucificarás a la h u m a n i d a d en una cruz de oro.»' Sólo al finalizar el siglo surgieron dos figuras característicamente norteamericanas en el escenario de la economía: Henry George y Thorstein Vehlen. De estos dos autores nos o c u p a r e m o s luego; antes debemos referirnos a las preocupaciones q u e les precedieron.
A continuación de los bancos y del dinero, y de su a d e c u a d o carácter y apropiada regulación, el tema que motivó los debates más acalorados en materia económica d u r a n t e todo el siglo XIX fue el de los aranceles. Éste comenzó a discutirse a partir del Report on Manufactures de Alexander Hamilton, «quizá la m á s idónea presentación que se haya escrito en defensa del proteccionismo».^ Si bien Hamilton tenía en muchos aspectos una deuda para con Adam Smith, se a p a r t ó de él radicalmente en c u a n t o a las virtudes del libre cambio, terreno en el cual se j u g a b a n los intereses de una joven nación en competencia con la industria de un país m á s antiguo. como Gran Bretaña. En la generación siguiente, este alegato fue reforzado por Henry Clay con la apología del «Sistema Americano». e u f e m i s m o utilizado para designar el desarrollo industrial bajo protección arancelaria. Lo mismo hizo Henr>' Carey, quien, como ya se ha mencionado, instó a la promoción de la industria en equilibrio con la agricultura, y a la protección de las «industrias nacientes» de Estados Unidos, utilizando así una denominación que resultaría muy perdurable. Estas actitudes prevalecieron en los estados del Norte, pero el Sur, en cambio, era contrario a las políticas proteccionistas, en el deseo de poder exportar libremente s u s productos a Europa e importar a su vez artículos baratos. Posiblemente haya influido también en esta actitud una premonición instintiva entre los plantadores de que si se instalaban fábricas en los estados esclavistas,
I Williïim J e n n i n g s DrVinn, djscur.so a n t e hi Convención Nncinniil Dt^mñcrnln en Chicagd, 8 de julio de IS9(i. en Speeches nf Williaiti JetininKS Hrviiti ( N u e v a York, F u n k Si Wiignalls. I9Ü9). vol I. pñy. 249. 2. Rrnesl L u d l o w BoßnrI. Economic History nf the American People ( N u e v a York. L o n p m a n . O r e e n . If.Kl). páy JSS.
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la esclavitud no sobreviviría m u c h o tiempo, ya que se trataba de una institución agrícola. El otro problema de la protección arancelaria —que exige una a r d u a reflexión todavía en la actualidad— lo constituía la tendencia de los aranceles, que entonces eran todavía la principal fuente de ingresos para el erario público, a producir un molesto superávit en el Tesoro federal. En todo el cuarto de siglo siguiente a la guerra de 1812 dicho excedente fue endémico; d u r a n t e dieciocho de los veintiún años transcurridos entre 1815 y 1836, el presupuesto presentó superávit, y hacia el último año la deuda federal se había saldado por completo. El excedente de los aranceles llegó a considerarse como un urgente problema, y el dilema era o bien devolver esos recursos a los estados, o gastarlos en o b r a s o actividades de fomento dentro de la nación, medida que muchos juzgaban desacertada o anticonstitucional.^ Este problema encontró alivio a corto plazo, a u n q u e no sin dolor, gracias a la depresión o reccsión (como ahora se la llamaría) de 1837, la cual, lo mismo que otra recesión sobrevenida veinte años después, redujo muy notablemente los ingresos a d u a n e r o s . Empero, el problema del excedente del Tesoro constituyó un importante a r g u m e n t o para quienes se oponían en aquellos años a los aranceles en cuestión, como sucedería otra vez, en menor grado, c u a n d o en el decenio de 1880 volvió a producirse un superávit imprevisto. No obstante, a mediados de siglo la Guerra de Secesión puso fin a las dos principales tendencias o p u e s t a s al proteccionismo. Los senadores y representantes del Sur ya no se e n c o n t r a b a n entonces en Washington y no podían seguir oponiendo resistencia, y en vez de existir un superávit la emergencia bélica motivó urgentes necesidades de fondos. De ese modo, d u r a n t e los setenta años siguientes las fuerzas favorables a las tarifas protectoras camparon por s u s respetos. El incremento de las m a n u f a c t u r a s y de la producción nacional de minerales y o t r a s materias primas contribuyó a a u m e n t a r su poder, y la culminación de s u s esfuerzos se produjo con la adopción de la ley Smooth-Hawley sobre aranceles de 1930, la cual estableció aranceles comprendidos entre el 40 y el 50 por ciento del valor de la importación. Esta política encontró apoyo en elocuentes racionalizaciones eco3 Vóastr CiilhcríriL' Ru);y:lL-s Gcrrisli. "Publie F¡n¡mcc anci Fiscal Policy. 1789-1865». en The Growth of the American Rcotinttiy, 2.^ edición, b a j o la diri^cción de Marold F. Williamsiin ( N u e v a York, Prcnticc-llall, 1951), p a y s . 2<)6-.110.
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nómicas. El a r g u m e n t o de las industrias nacientes, o incipientes, fue cayendo en desuso de m a n e r a muy gradual, lo mismo q u e la propuesta de Henry Carey de economizar gastos de transporte mediante fabricaciones locales. Se argumentó, en cambio, que debía protegerse el nivel de vida norteamericano, y también, con sentido de urgencia, que las importaciones b a r a t a s ponían en peligro los salarios de los t r a b a j a d o r e s estadounidenses, si bien a este respecto era sugestivo el silencio de los portavoces de tal preocupación cuando se fijaban o negociaban los salarios laborales. Ahora se hablaba de aranceles «científicos», que exigían una cuidadosa equivalencia de los costes de producción nacionales y extranjeros. En realidad, como llegó a reconocerse intuitivamente, el proteccionismo era una manifestación de influencia por parte de los industriales, impulsados por una codicia b a s t a n t e d e s c a r a d a . Cuando a fines de siglo llegó por último la hora de examinar formalmente las cuestiones económicas, no fue extraño que los economistas norteamericanos se ocuparan del proteccionismo m á s que de cualquier otro tema, hasta el punto de q u e éste llegó a constituirse en una grave preocupación. Pero mientras q u e los intereses económicos predominantes auspiciaban tarifas a d u a n e r a s elevadas, los economistas, excepcionalmente, se declararon en contra. La ortodoxia clásica británica, y su defensa de la política comercial liberal, atravesaron el Atlántico con todo su prístino vigor, h a s t a el punto de que en el principal libro de texto norteamericano de la época se sostenía que, con el libre cambio, «se importan mercancías que anteriormente eran fabricadas por industrias protegidas... El resultado final, dice el partidario del libre cambio, es que un mayor n ú m e r o de t r a b a j a d o r e s irán a emplearse en las industrias más ventajosas, y se exportarán m á s mercancías a cambio de mayores importaciones; y los salarios se elevarán... gracias a la aplicación m á s productiva de la m a n o de obra. En todo este razonamiento, el partidario del libre cambio está acertado»."* A medida que fue p a s a n d o el tiempo, la ortodoxia económica llegó también a prevalecer en la formulación de las políticas oficiales. En 1930, a iniciativa de Clair Wilcox, profesor de economía •4. l-rank W. TausinB. Principias of Economics (Nul'víi York. M.-icmillun. 1911). vol. 1. p i g . 515 P.l prnfcsor T a u s s i n g . de la Universitlad de H a r v a r d , fue de lejos el m á s influycnCe inacslro de economia política d u r a n t e los p r i m e r o s a ñ o s del si|¡lo actual, y desde 1917 hasta 1919 presidió la entonces Flamarte Comisitin de Aranceles de E s t a d o s Unidos, la cual, sin e m b a r g o , r o tuvo efccio p e r d u r a b l e sobre la política de comercio exterior.
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del S w a r t h m o r e College, que gozaba de la mejor reputación, y que fue ardiente defensor de una reglamentación liberal del intercambio y luego uno de los principales arquitectos del Acuerdo General sobre Tarifas A d u a n e r a s y Comercio (GATT), 1.028 economistas dirigieron conjuntamente, sin éxito, una petición al presidente Hoover p a r a q u e vetara- el proyecto de ley a r a n c e l a r i a de SmoothHavvley. En a ñ o s posteriores el gabinete de Roosevelt, a n i m a d o en esta cuestión por el secretario de Estado Cordell Hull, puso freno a la tendencia en pro de aranceles m á s elevados, mediante el programa de acuerdos comerciales recíprocos. A partir de entonces, Estados Unidos se comprometió a ceder ventajas en la misma medida en que otros lo hicieran. Así se puso en m a r c h a un proceso, q u e d u r a r í a m á s de treinta y cinco años, favorable a la aplicación de menores aranceles con el apoyo casi u n á n i m e de los economistas norteamericanos. Este proceso p u s o de relieve asimismo la aparición de una solidaridad renovada del pensamiento económico estadounidense con los intereses económicos dominantes. D u r a n t e aquellos a ñ o s —a saber, en el período comprendido por los decenios de 1930 a I960 — la industria y la agricultura norteamericanas, con algunas excepciones, competían eficazmente en los mercados mundiales. Las empresas transnacionales o multinacionales de E s t a d o s Unidos, ocup a d a s del traslado de materias primas, c o m p o n e n t e s y productos terminados entre diferentes fábricas y mercados en distintos países, en busca de los costes m á s bajos de producción, habían llegado a d o m i n a r el escenario, y consideraban q u e los aranceles eran en su mayor parte un obstáculo molesto. Y sin embargo, ya se sabía que en materia económica ninguna realidad es eterna. Durante las d é c a d a s de 1970 y 1980, la creciente competencia de las industrias japonesa, coreana y formoseña han debilitado considerablemente la adhesión estadounid e n s e al libre capibio o al comercio libre. Se h a n r e n o v a d o las peticiones en favor de la protección —ahora, de las industrias envejecidas y maltrechas de Estados Unidos— contra las jóvenes ind u s t r i a s de u l t r a m a r . Y con ello ha tenido lugar una previsible adaptación parcial del pensamiento económico. Especialistas prestigiosos de esta disciplina sostienen ahora la necesidad de una política industrial, eufemismo, como ya se ha visto, utilizado para designar un proteccionismo, ya sea mediante aranceles o cuotas de importación, o concediendo alguna forma de subsidio a la in-
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dustria nacional. A este a s u n t o nos reteriremos en un capítulo posterior.
Si bien a fines del siglo p a s a d o la ortodoxia clásica logró atravesar el Atlántico, la respuesta marxista a la m i s m a no tuvo ocasión de hacerlo. Ello no obstante, en Estados Unidos se produjeron otras tres categorías de r e s p u e s t a s específicas, a saber, u n a acción resuelta contra el monopolio, la ya examinada adaptación al uso norteamericano del d a r w i n i s m o social, y un a t a q u e muy directo de Henry George y de Thorstein Vehlen contra aquellos a quienes el sistema había enriquecido en s u m o grado. La m á s fuerte de e s t a s reacciones fue dirigida contra el monopolio, o, en la terminología americana, contra los trusts. En los años siguientes a la guerra de Secesión, había habido un espectacular despliegue de m a n i o b r a s d e s t i n a d a s a controlar la competencia. algo que en principio tuvo un apoyo entusiasta, pero que luego a menudo fue deplorado en la práctica. Entre los monopolios se contaban coaliciones m á s o menos e s p o n t á n e a s ; c o n j u n t o s de empresas en los cuales distintos fabricantes confiaban a una dirección común el r u m b o de los negocios, p a r a luego compartir los beneficios; trusts a los cuales los accionistas o los propietarios de compafiías hasta entonces en competencia recíproca cedían s u s acciones y el control de sus actividades; y c o m p a ñ í a s participativas (holdings), de creación más reciente, en las que grupos de empresas hasta entonces en m u t u a competencia se s u b o r d i n a b a n a la autoridad c o m ú n de una compañía superior, poseedora de la mayoría de las acciones o de una proporción suficiente para ejercer el control del conjunto. Estas cortapisas a la competencia no podían conciliarse de ningún modo en términos plausibles con la teoría clásica, según la cual, como ya se ha visto, el monopolio constituye una grave anomalía, si bien con el a t e n u a n t e de ser considerado excepcional. En una situación de monopolio los c o n s u m i d o r e s no tem'an que pagar el precio óptimo al cual se cubrían m e r a m e n t e los costes marginales. sino que debían a b o n a r un precio más elevado por la producción, menor que la óptima, q u e maximizaba los beneficios del monopolio. Tan g r a n d e era en los decenios de 1870 y 1880 la atención dedicada al «movimiento de las combinaciones», como llegó a llamarse, que el monopolio, y no la competencia, parecía ser la
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norma. El caso m á s espectacular fue el de la S t a n d a r d Oil. Esta empresa no sólo procedió en 1879 a la unificación generalizada de sus anteriores competidoras, luego de haberlas adquirido, sino que no vaciló en r e b a j a r los precios del petróleo y en aceptar pérdidas en algunas zonas del país para eliminar a las f i r m a s independientes. Hecho esto, a u m e n t a b a los precios para resarcirse del lucro cesante. Y a la vez negociaba para obtener tarifas de fletes excepcionalmente favorables, obteniendo rebajas no sólo en función de su propio volumen de cargas, sino también del de s u s competidores. Estas agresiones contra los intereses del público y de los eventuales competidores motivaron la adopción en 1887 de la Ley de Comercio Interestatal, destinada a prohibir las m á s dolorosas manifestaciones de «combinación» y la consiguiente manipulación de los precios por parte de los ferrocarriles, y tres años m á s tarde, de la inmortal Sherman Act, que llevó al plano legislativo el repudio de la opinión pública contra el monopolio, estipulando que «en virtud de la presente hoy se declara ilegal todo contrato, combinación bajo la forma de monopolio o de otro modo, o cualquier conspiración, tendente a restringir el intercambio o el comercio entre diversos Estados, o con naciones extranjeras». Posteriormente se adoptaron normativas m á s específicas para los ferrocarriles, y, bajo Woodrow Wilson, un reforzamiento adicional y m á s minucioso de la legislación antimonopolista, mediante las leyes Clayton Antitrust Act y Federal Trade Commission Act. La Sherman Act, y las leyes que la complementaron, captaron el interés y excitaron la imaginación de los economistas norteamericanos con una intensidad sin precedentes, fenómeno que habría de prolongarse d u r a n t e todo un siglo. La razón de ello es indudable: gracias a esta legislación, el apoyo al sistema clásico se había c o m b i n a d o con u n a adhesión a p a r e n t e m e n t e fervorosa al interés público. Y se planteaba consiguientemente una reforma cuya pertinencia no podía negar ningún amigo del sistema clásico, y contra cuya necesidad no podían protestar fácilmente los conservadores. La legislación antimonopolista también logró el apoyo de los consumidores, y m á s aún de los pequeños comerciantes y agricultores, es decir, de aquellos que utilizaban los ferrocarriles y padecían las agresiones de los grandes monopolios.^ El promotor de la 5. VóasL* Joe S. B;iin. « I n d u s i r i a l Conccnirnlinn ;ind Anti-trusI Policy", en The oí ihr Auiericaii F.cnuomy, op. cil., p á g s . 616-630.
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ley contra los monopolios fue considerado un protector, no sólo del interés público, sino también de importantes intereses comerciales. Pero, por encima de todo, podía tenerse por un defensor de la ortodoxia clásica. En efecto, esta legislación se destinaba a corregir el único fallo reconocido en un sistema por otros conceptos irreprochable. Los amigos y partidarios de las e m p r e s a s monopolistas habrían preferido el silencio, pero d a d a s s u s creencias, no podían quejarse. Rara vez el activismo económico ha contado con una base tan segura y respetable. En los años siguientes a la adopción de la Sherman Act. los principales casos judiciales q u e confirmaron, regularon o limitaron su aplicación —o sea, el de Trenton Potteries (1927), la fragmentación del monopolio de la Standard Oil y de Consolidated Tobacco (1911), las querellas f r a c a s a d a s contra United Shoe Machinery Company (1918) y contra U.S. Steel (1920)— se convirtieron en parte integrante de la enseñanza económica en E s t a d o s Unidos. Las leyes antitrust también se constituyeron en una importante fuente de ingresos para los abogados, a la vez que proporcionaron modestos beneficios a los economistas cada vez que se solicitó su presunto asesoramiento de experto acerca de la existencia o inexistencia de prácticas monopolistas.*" La aplicación de las leyes antitrust adquirió en esta época el estatuto de una terapéutica general en el pensamiento económico norteamericano. Cualquier ejercicio aparentemente nocivo de poder económico —aplicación de precios d e m a s i a d o elevados, pago de precios d e m a s i a d o bajos, limitación de la producción y del empleo— d a b a lugar a un recurso a las leyes antitrust. Habiendo recomendado esta opción, los economistas se sentían d i s p e n s a d o s de toda responsabilidad ulterior. La fe de la eficacia de las leyes antitrust consiguió sobrevivir a pesar del hecho, cada vez m á s visible, de que no parecían ejercer mayor efecto sobre la concentración de las actividades económicas. Pero a p a r t e de algún pálido reflejo en Gran Bretaña y en Canadá, y de algunas leyes que se a d o p t a r o n en Alemania y en el Japón, inspiradas por economistas y a b o g a d o s norteamericanos enemigos de los trusts d e s p u é s de la segunda guerra m u n d i a l , ' la 6. En la univursidaci íIl- P r i n c c i o n . a principios del iircsuntc siyio. F r a n k A. Fctlcr. uno de los m á s d i s t i n g u i d o s e c o n o m i s t a s de su época, s c n i ó la rcyla s e g ú n la cual n i n g ú n economista q u e h u b i e r a p r e s t a d o t e s t i m o n i o a favor de u n a f i r m a p r i v a d a en un p r o c e s o a n t i t r u s t d e b e r í a s e r p r o m o v i d o ni c o n f i r m a d o en su c á t e d r a . 7. Algunos de ellos a t r i b u y e r o n la p r o p e n s i ó n y h a s t a el e s t i m u l a al c o m p o r t a m i e n t o agresivo y n la g u e r r a por p a r t e de los a l e m a n e s y j a p o n e s e s a In i n f l u e n c i a d e Itis Iriiíls en Alemania y de los zaibalsii en el J a p ó n .
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devoción e s t a d o u n i d e n s e hacia la política antimonopoÜsta no llegó a ser ennulada. sino q u e conservó su carácter excepcional. Y sin embargo, pese a tal devoción, no hay motivo para creer que el desarrollo económico en Estados Unidos haya sido diferente del que tuvo lugar en otras partes del mundo. Aquí, como en el extranjero. la dinámica superior de la concentración industrial ha seguido intacta. Lo que puede haber ocurrido, como resultado de dicha tendencia, es que se hayan establecido menos combinaciones en sentido horizontal, en un m i s m o ramo de negocios, y q u e en cambio se haya recurrido m á s a entidades conglomeradas. Pero en términos generales, el grado de concentración en E s t a d o s Unidos —con dos tercios de la producción industrial monopolizada por las mil y t a n t a s e m p r e s a s m á s g r a n d e s del país— ha sido el mismo que en los d e m á s países industriales. Es cierto q u e todavía q u e d a n algunos economistas norteamericanos, más románticos de la cuenta, según quienes, mediante una enérgica aplicación de las leyes antitrust, tal c o n c e n t r a c i ó n podría h a b e r sido evitada, pero en este criterio debe verse una expresión irrefutable de o b s t i n a d a fe. C o n j u n t a m e n t e con las manifestaciones ulteriores de la teoría clásica, la noción del monopolio llegó a generalizarse a lo largo de los años; tanto la hegemonía de un p e q u e ñ o n ú m e r o de firmas en el mercado, u oligopolio, como las características especiales de un producto o servicio que se distinguían por su originalidad o que triunfaban a fuerza de publicidad y técnicas de ventas, llegaron a considerarse como formas del monopolio. Esta generalización, junto con la concentración de las actividades productivas, hicieron del monopolio no ya la excepción, sino quizá en cierto grado la regla. En tales circunstancias, al atacarlo podía entenderse q u e se estaba a t a c a n d o al sistema, y no m u c h o s alentaban la esperanza de que tal a t a q u e tuviera éxito, suponiendo —cosa b a s t a n t e improbable— q u e así lo d e s e a r a n . La legislación a n t i t r u s t c o n t i n ú a en vigor, y los e s t u d i a n t e s siguen leyendo textos en q u e se describen los males del monopolio, pero el viejo e n t u s i a s m o ha ido apagándose. A esto volveremos a referirnos luego.
A medida que las ideas clásicas llegaban a E s t a d o s Unidos, lo hacían a c o m p a ñ a d a s por una gran teoría destinada a defenderlas. Se trata del ya mencionado d a r w i n i s m o social de Herbert Spencer. Esta doctrina llegó, fue aceptada y preconizada como una es-
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pecie de revelación bíblica, pues ésa era la forma q u e revestía su prédica. Debemos ahora reíeririios m á s exactamente a la forma que asumió su peculiar manifestación norteamericana, y a los factores que giraban en torno a su exégesis en este país. Al poner de relieve que los ricos eran producto de la selección natural dentro del proceso darwiniano. Herbert Spencer, como se recordará, había eximido al elemento pudiente de todo sentimiento de culpa, haciéndole comprender, por el contrario, que sus privilegios eran la encarnación de su propia excelencia biológica. A la vez, con esto se había eliminado todo sentimiento de obligación o de preocupación con respecto a los pobres. Por cruel que fuera su eutanasia, contribuía al objetivo superior del perfeccionamiento general de la h u m a n i d a d . Entre los portavoces norteamericanos influyentes de este m e n s a j e se contó Henry Ward Beecher (18131887), miembro de una de las familias m á s talentosas de Estados Unidos d u r a n t e el siglo XIX y pastor en Brooklyn de una de las feligresías m á s a d i n e r a d a s de toda la República. Beecher, con una aleación de economía política, sociología y teología que podría considerarse típica de este país, tendió un puente por encima del abismo a p a r e n t e m e n t e insalvable que s e p a r a b a , de un lado, a Darwin, Spencer y la evolución, y del otro, a la ortodoxia bíblica en lo referente al origen del hombre. Con ese propósito formuló una distinción entre la teología y la religión, definiendo a la primera como evolucionaría por naturaleza, y a la segunda, como immutable, por tratarse de la palabra de Dios en el Génesis. A pesar de que en lo sucesivo no h u b o quien presumiera de entender semejante distinción, lo cierto es que, gracias a ella, Darwin, y con él Spencer, penetraron en las naves de los templos norteamericanos. Eso sí, en un aspecto vital, por lo menos. Beecher se había d e s p a c h a d o con toda claridad: segijn él, Spencer se había limitado tan sólo a expresar de una forma d a d a la voluntad divina. «Era intención del Señor que los g r a n d e s fueran grandes, y los pequeños, pequeños.» Ya se ha hecho alusión en este libro al más famoso discípulo norteamericano de Spencer, William G r a h a m Sumner, profesor de ciencias políticas y sociales en Yale. S u m n e r había e s t u d i a d o en Oxford, y como otros de su generación, también en Alemania." AunR Un d o n d e .se i n s c r i h i c m n coiîifi ;iliimn
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que conocía perfectamente el sistema clásico británico en sentido amplio, llegó a adquirir notoriedad por su adhesión al darwinism e social. Al advertir las influencias políticas y el sentimiento de compasión que habrían de conducir en el f u t u r o al estado de bienestar, se opuso tenazmente a tales tendencias. Según él, lo que debía hacerse era fomentar y retribuir las tendencias, típicas de la clase media, del ahorro, el t r a b a j o diligente y la honesta vida de familia. Quienes obran de esta manera y recogen los f r u t o s de sus a f a n e s no tienen ninguna obligación moral de a y u d a r a las personas i n a d a p t a d a s en el plano racial o mental, a las cuales la sociedad trata de inhibir y excluir. S u m n e r no creía que cuanto el E s t a d o hiciera en favor o para la promoción del bienestar social fuese objetable, sino que era entusiasta partidario de la instrucción pública y de las bibliotecas como i n s t r u m e n t o s de educación popular. Pero en cambio se oponía a que los recursos necesarios para esos fines se s u s t r a j e r a n de las rentas de los ricos, y era reacio a c u a n t o sirviera para proteger y elevar a los pobres. Por ello, Richard T. Ely, fundador de la American Economic Association, se refirió a S u m n e r como ejemplo de la clase de economistas que no serían bien recibidos en la asociación. En Europa, la división entre el privilegio y la pobreza tenía lugar por clases sociales, pero en Estados Unidos se presentaba entre individuos, es decir, por una parte los ricos y suficientes, y por otra, los marginados andrajosos. Ahora bien: una selección darwiniana de individuos, una eutanasia d a r w i n i a n a de los marginados, parecían m á s concebibles q u e las de toda una clase, razón adicional p a r a explicar la peculiar atracción que Spencer ejercía sobre los norteamericanos. Pero con el tiempo el e n t u s i a s m o que suscitaban s u s ideas fue disminuyendo, y ya avanzado el siglo XX, cualquier referencia al d a r w i n i s m o social llegó a implicar, como ya he sugerido, un cierto mal gusto. A pesar de lo cual subsiste a ú n vigorosamente el argumento de S u m n e r contra el Estado del bienestar como ente incompatible con las virtudes familiares de ahorro, autosuficiencia y voluntad de éxito, e inclusive como destructor de las m i s m a s . Y así es cómo la necesidad m á s general de encontrar f ó r m u l a s para que los p o b r e s no pesen sobre la conciencia individual y colectiva sigue r e p r e s e n t a n d o una constante en la historia social y económica.
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Spencer y sus profetas m a r c a r o n el p u n t o culminante en la defensa de los sectores sociales m á s ricos de E s t a d o s Unidos d u r a n t e los años siguientes a la Guerra de Secesión. A su vez, como crítica y a t a q u e contra tales opiniones se llegaron a difundir libros con ideas originales tan influyentes como Looking Backward, 2000-1887, de E d w a r d Bellamy, publicado en 1888, y Wealth Against Commonwealth (título maravilloso por cierto), de Henry D e m a r e s t Lloyd, que apareció en 1894. En términos generales, el interés por esas dos g r a n d e s o b r a s no ha sobrevivido. En cambio, persiste la influencia de otros dos libros de aquella época. Uno de ellos, biblia de un pequeño pero coherente grupo de verdaderos fieles, es Progress and Poverty, de Henry George, publicado en 1879 y ya mencionado en estas páginas, y el otro, que por muy poco no llegó a publicarse en el siglo XX, The Theory of the Leisure Class, de Thorstein Vehlen, a p a r e c i d o en 1899, y q u e h a s t a hoy continua siendo uno de los textos de ideas innovadoras en materia económica y social m á s leídos por el público norteamericano. Con respecto a Henry George, se trata del a u t o r norteamericano sobre t e m a s de economía m á s leído en su propia época e inclusive hasta las décadas de 1920 y 1930, tanto en E s t a d o s Unidos como en Europa. Es m á s : ha sido u n o de los m á s leídos entre todos los autores estadounidenses. Si bien era o r i u n d o de Filadelfia, s u s a n o s m á s productivos transcurrieron en San Francisco, ciudad en la que desarrolló una carrera periodística financieramente accidentada y una carrera política uniformemente d e s a f o r t u n a d a . (Más tarde, en Nueva York, estuvo a p u n t o de ser elegido alcalde.) T a m b i é n constituyó una prueba viviente, precoz pero d u r a d e r a , de que ningún periodista puede j a m á s ser t o m a d o muy en serio como economista. Su obra Progress and Poverty, pese a su perdurable influencia social, sólo se menciona al p a s a r o no se cita en absoluto en las o b r a s corrientes sobre historia del pensamiento económico. La idea principal de Henry George, a la cual nos hemos referido anteriormente, gira en torno al enriquecimiento fortuito e injusto que proviene de la propiedad de la tierra, y de lo q u e esa circunstancia implica para la financiación del Estado moderno. A partir de sus observaciones personales y de la lectura de Ricardo, George había llegado a verificar que el incremento demográfico impulsaba a la roturación de tierras cada vez m á s distantes, a u n q u e no necesariamente m á s pobres, provocando una ristra de privacio-
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nes. Pero desde su punto de mira en San 1-rancisco, en medio del pujante incremento demográfico y del auge económico q u e habían sucedido a la liebre del oro de 1849. pudo advertir con claridad mucho mayor otro aspecto del desarrollo en términos ricardinos. Se trataba del increíble y d e s m e s u r a d o enriquecimiento de ios terratenientes a medida q u e avanzaba la Irontcra, a u m e n t a b a la población y tenía lugar, como se diría actualmente, el desarrollo económico. A George le pareció intolerable el contraste resultante entre riqueza y miseria, y con él. la negación de c u a n t o podía llamarse progreso. «Mientras la totalidad de la riqueza que aporta el progreso moderno vaya a engrosar grandes fortunas, a a u m e n t a r el lujo y a agudizar el contraste entre la opulencia y la necesidad, el progreso no .será real y no podrá resultar p e r m a n e n t e . » ' A partu- de esta comprobación propuso el remedio que lo hizo lamoso: había que aplicar un impuesto a los beneficios obtenidos sin ningún t r a b a j o de la propiedad del suelo, es decir, que no procedieran de los esfuerzos ni de la inteligencia del propietario, sino que se originaran, pasivamente, del incremento general de la población y de la industria. A criterio de George, con los recursos obtenidos en esta forma podrían costearse holgadamente los gastos del listado y todos los d e m á s impuestos resultarían superfinos e innecesarios. De aquí el nombre de su gran reforma, el Impuesto Único, en torno al cual s u s fervientes partidarios desplegaron su prédica y su agitación en el á m b i t o político. Pero esta fórmula involucraba unos cuantos problemas, lo cual puede tal vez explicar en parte el desdén q u e le profesan los economistas profesionales. El a u m e n t o del valor de la tierra estaba lejos de constituir la única forma fortuita de enriquecimiento. Muchas otras personas, a d e m á s de los terratenientes, y sin excluir a los inversores pasivos en toda clase de e m p r e s a s industriales, de transportes, de comunicaciones y de la banca, se enriquecían también sin ningún esfuerzo de su parte. ¿Por q u é habría de darse toda la culpa a los propietarios de la tierra? Era innegable, y así se alegó, que Henry George se había dejado a r r e b a t a r por el gran a u m e n t o del valor de la tierra en California. Tampoco era cosa de confiscar el beneficio proveniente del aumento del valor de la tierra. Si Estados Unidos, o mejor aún las •j IlL-nr>- George. I'mgrcas uitil Pnvrriy (N'ncvii York. Rcibi-rl Siliiilki-iihücli Fmindalion. 1955), p!l^> in. ( H a y c d i c i o n c s cii castcllaiin: vú.nsc Hihlitiyrníia.)
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Trece Colonias, se hubieran valido desde un principio de la inventiva de Henry George, quizá habría sido posible aplicar un impuesto creciente con respecto al a u m e n t o de las rentas y del ingreso, manteniendo así constante el valor de la tierra a medida que se extendía la colonización y tenía lugar el desarrollo. Pero llegar más tarde y ponerse a reducir, y hasta a confiscar, mediante un impuesto, los valores de la propiedad de quienes habían comprado las tierras, en vez de proceder así con quienes habían invertido en ferrocarriles, fundiciones de acero u o t r a s p r o p i e d a d e s cuyo valor también crecía, habría sido indudablemente una medida discriminatoria. También se ha deliberado con toda solemnidad y se han hecho algunos cálculos para verificar si el impuesto preconizado por Henrj' George podría realmente haber linanciado todos los gastos de un Estado moderno. Se planteaba por último otra dificultad, la mayor de todas, que por lo general no llegó siquiera a mencionarse, a saber, que había m u c h í s i m o s t e r r a t e n i e n t e s , ricos y no tan ricos, q u e h u b i e r a n opuesto una resistencia f u n d a d a en serias razones y con un peso político decisivo. En torno a la ciudad de Estocolmo hay una f r a n j a de tierras públicas en las que los particulares no pueden especular con los beneficios pasivamente a c u m u l a d o s de la e.xpansión metropolitana. Lo mismo sucede con el Greeiibell de Londres, a u n q u e esas tierras sean propiedad privada. En 1901 T h o m a s L. .lohnson fue elegido alcalde de Cleveland con una plataforma electoral que preconizaba el impuesto único, y en 19.3.1 la ciudad de Pittsburgh hizo lo propio con William McNair, también para que aplicara esa iniciativa. Sin embargo, ninguno de los dos p u d o contar con el mandato necesario para implantar dicho impuesto. Una pequeña agrupación de fieles, en Nueva York y en otras localidades, continúa promoviendo las ideas y recetas de Ileniy George, a la vez que reimprimiendo s u s obras. Pero como en el caso de Spencer, sus creencias aparecen menos en la conciencia pública formal que en los trasfondos del subconsciente colectivo. Así ocurre, por ejemplo, que el agente de la propiedad inmobiliaria, beneficiario promotor del incremento del valor de la tierra, es posiblemente el peor mirado de los todos los empresarios en Estados Unidos. Se considera, en efecto, que el especulador en bienes inmuebles es intrínsecamente menos h o n r a d o que quien compra y vende acciones, títulos, mercancías u opciones financieras. Y si bien no se profesa ningún cari-
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ño al impuesto sobre la propiedad inmobiliaria, se lo considera socialmente superior al impuesto sobre las ventas y posiblemente hasta al impuesto sobre la renta. En todas estas actitudes del público estadounidense perdura la distante influencia de Henry George. Y persiste también otro legado m á s específico. E s t a d o s Unidos comparte con Canadá y la Unión Soviética una p r o f u n d a proclividad a la propiedad pública de la tierra, o sea, al dominio público. Este dominio público... (dijo Henry George) ha venido siendo el gran factor que, desde los días en que comenzaron a instalarse las primeras colonias en la costa del Atlántico, fue modelando nuestro carácter nacional y coloreando nuestro pensamiento... La inteligencia general, el bienestar general, la fértil invención, el poder de adaptación y de asimilación, el espíritu libre e independiente, la energía y la esperanza que han caracterizado a nuestro pueblo, no son causas, sino resultados, pues son todos elementos surgidos de una tierra exenta de cercas.'" Sin d u d a es una exageración, pero tanto en espíritu como en su efecto político práctico ha mantenido alerta al pueblo norteamericano en lo referente al dominio todavía vasto de las tierras públicas y a su protección. El socialismo no goza de fuerte predicamento en los Estados Unidos, pero gracias a Henry George nadie pone en tela de juicio s u s virtudes c u a n d o se trata de p a r q u e s o bosques nacionales, o de otras categorías de tierras públicas.
Al sur de Minneapolis y St. Paul, en Minnesota, el paisaje suavemente o n d u l a d o nutre algunas de las explotaciones rurales mejor d o t a d a s del continente americano, y aun del m u n d o entero. Allí puede experimentarse la sensación de navegar en una a n c h u r o s a y rica corriente que fluye hacia el horizonte, o m á s precisamente, hacia los lindes de Iowa. En aquella región, sobre las adyacencias meridionales de la pequeña ciudad de Northfield, se encuentran las 107 hectáreas de tierra s u m a m e n t e fértil a la cual llegó un día T h o m a s Vehlen, y en las que edificó, con sus propias manos, una casa que hasta hoy sigue en p i e . " Allí transcurrió la 10. George, op. cit.. p a p s JSQ-Jyo 11. Algunos d o c e n t e s bien i n s p i r a d o s del Carlelon College, en Northfield. d o n d e estudió Tliorstein Vehlen, h a n t o m a d o en e s t o s últimos a n o s , j u n t o con o t r o s n a t i v o s de Minnesota la iniciativa de r e s t a u r a r y c o n s e r v a r la vivienda r u r a l de In f.Tmilia Vehlen.
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infancia de su hijo Thorstein Vehlen (1857-1929), que habia nacido en otra granja m á s antigua de su familia en el c o n d a d o de Manitowoc, estado de Wisconsin, y que fue luego a estudiar en el Carleton College de la Universidad de J o h n s Hopkins, y en Yale, donde uno de sus principales mentores fue William G r a h a m Sumner. Reina en torno a la figura de Thorstein Vehlen un mito según el cual había sido en s u s orígenes un pobre muchacho campesino, que desde su adolescencia desentonó, tanto en el aspecto emotivo como en el intelectual, con la opulencia del m u n d o al que se vio luego expuesto. Pero en términos m á s prosaicos, si bien los Vehlen eran gente sobria, tenían un buen p a s a r , como algunos de sus parientes llegaron a especificar m á s tarde de forma airada, y por cierto que Thomas Vehlen no d u d a b a en absoluto de su buena fortuna c u a n d o se c o m p a r a b a con las gentes a quienes había dejado atrás en Noruega. Los estudios de s u s hijos fueron costeados con los recursos producidos por la granja familiar, si bien Thomas, en un gesto característico, edificó una casa en las a f u e r a s de Northfield para albergar a su prole mientras ésta concurría a clase en Carleton, forma sensata de reducir su coste de vida. Lo más probable es que en las o b r a s de Vehlen haya influido poderosamente la situación de su g r u p o étnico en la sociedad de Minnesota. Los granjeros noruegos eran una colectividad responsable, diligente, económicamente eficaz, pero socialmente inferior al estamento anglosajón de las ciudades. La inferioridad social puede ser ocasionalmente aceptada, pero c u a n d o no se reconoce la superioridad intelectual, como no se les reconocía a los Veblen, ello puede suscitar un resentimiento m á s agudo. Parecía probable que de esta circunstancia proviniese el a t a q u e vitalicio de Veblen contra quienes presumían de excelencia social. Después de Yale, en d o n d e escribió su tesis doctoral sobre Emmanuel Kant para el Departamento de Filosofía, y tras algunos años de desempleo y de lecturas otra vez en Northfield, fue a estudiar economía en Cornell y luego enseñó en las universidades de Chicago, Stanford y.Missouri, para finalizar su carrera en la New School for Social Research de Nueva York. La generación de escritores y críticos que nos ha precedido atribuyó gran importancia a las opiniones harto liberales de Veblen respecto de la vida matrimonial y de los a s u n t o s sexuales para explicar
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algunas de sus a c t i t u d e s . ' - En la actualidad a nadie se le ocurriría formular ni siquiera una observación marginal sobre el tema. Thorstein Vehlen aportó muchas contribuciones de influencia perdurable en la historia de la economía, y una o dos de ellas revisten gran importancia. Para empezar, se erigió en crítico del sistema clásico, mediante una serie de ensayos breves publicados hacia fines del siglo XIX y principios del actual.'^ En ellos sostenía que las ideas centrales del sistema clásico no reflejaban una b ú s q u e d a de la verdad y de la realidad, sino que habían constituido y seguían constituyendo una celebración de las creencias a d m i t i d a s . Cada sociedad cuenta con un sistema de pensamiento f u n d a d o no en la situación real, sino en aquello que agrada y conviene a los intereses dominantes. El h o m b r e económico c u i d a d o s a m e n t e calculador, dedicado a la obtención del máximo placer, descrito por la economía política clásica. no pasa de ser una creación artificial; en realidad, la motivación h u m a n a es mucho más divei'sa. La teoría económica es un ejercicio de «adecuación ceremonial», intemporal, de tendencia estática y universal y c o n t i n u a m e n t e válida, como la religión; pero en cambio la vida económica, como se advierte con frecuencia, es evolutiva. Así como se t r a n s f o r m a n las instituciones económicas, va también cambiando, o debería cambiar, el tema de que se ocupa la economía política; sólo puede haber comprensión en la medida en que el estudioso tome nota de los cambios. De las consideraciones precedentes fue originándose un nuevo escepticismo, persistente y aun obligatorio, con respecto al sistema clásico. El que seguía apegado a éste en exceso perdía de vista la verdad, o m á s bien, según la formulación de Veblen, aceptaba una tendencia antropológica a la celebración litúrgica. Así quedaba definida la teoría clásica. Este criterio irrespetuoso, casi agnóstico, llegó a caracterizar a todo un sector, que no es en absoluto insignificante, del pensamiento económico norteamericano. En virI.?. Sc^;iiii iiiwi luycnd.n L'ijhivadn un H a r v a r d . Vuhlt^n fiic invitadci un iinn o c a s i ó n a la u n i v e r s i d a d por t"l p r e s i d u r t i : de la m i s m a . A I.awrcnCL- Lowull, q u i e n d u s u a h n c o n s i d e r a r su c a n d i d a t i i r . ) p a r a un n o n i h r a m i u n t o d e p r o f e s o r en el D e p a r i a n i c n t o d e t i c o n u m í a l'iilltica. C o n c u r r i ó , p u e s , y luego d e ser a g a s a j a d o por v a r i o s coluBas. c e n ó la ú l i i m a nuctie con Lowull. <]uicn n p r o v u c l i ó la o c a s i ó n p a r a m e n c i o n a r l e , en f u r n i a a p r o p i ; i d a m e n t e c a u t a , su m á s n o l o r i o incf)nvenienle c o m o c a n d i d a t o un el á m b i t o u n i v e r s i t a r i o , q n e era e n t o n c e s ohjut(> du m u c h a s m u r m n r a c i í ^ n u s . íillsted Cfimprundu. docicup.Trse: ya las Ite visto.» Se m e o c u r r e q u e e s t a a n é c d o t a e s a p ó c r i f a . 13 Kecopiladii v v u e l t o a p u b l i c a r en The l'lacc of Scuncc iti iMadnrn Civilizalion ( N u e v a York. H. W I l n e b s c h . I f l i y ) .
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lud del mismo las ideas a d m i t i d a s pasaron a ser objeto de sospeciias; los motivos debían cuestionarse; la acción oficial, a u n q u e aparentemente estuviera movida por las mejores intenciones, debía contemplarse con escepticismo. Thorstein Vehlen era un personaje francamente destructivo, que casi nunca se rebajó a formular recomendaciones prácticas. De el proviene en gran medida la actitud p r e m e d i t a d a m e n t e crítica que se trasluce en las observaciones de algunos economistas norteamericanos actuales.
Otra aportación de Veblen, presentada con s u m a eficacia en The Theory of Business Enterprise (1904), es la revelación de un enconado conflicto, dentro de la organización comercial moderna, entre dos bandos, constituido uno de ellos por ingenieros y h o m b r e s de ciencia —es decir, profesionales de elevadas calificaciones y gran potencial productivo— y el otro por hombres de negocios en busca de beneficios. Estos últimos, para bien o para mal. ejercen un dominio sobre los talentos y tendencias de h o m b r e s de ciencia e ingenieros, y en caso necesario proceden a reprimirlos para mantener los precios y maximizar las ganancias. De esta concepción de la empresa comercial se desprende, a su vez, una conclusión obvia: si pudiera liberarse a los m á s eficaces, por su capacidad técnica y por su imaginación, de las limitaciones i m p u e s t a s por el sistema de los negocios, la actividad económica alcanzaría una productividad y una riqueza sin precedentes. Podría suponerse, para elaborar uno de los títulos de Veblen, la existencia de un conflicto entre los ingenieros y el sistema de precios. Podrían inventarse cosas imposibles de vender con beneficio. Pero en ese caso subsistiría la necesidad de d e t e r m i n a r en qué medida habría q u e dar estímulo a tal actividad, y hasta q u é punto debería ser restringida. Para ello, los ingenieros tendrían que optar, ya sea por atenerse a la respuesta del mercado, o bien por subordinarse a alguna autoridad superior, que podría ser tal vez un sistema de planificación dominado por colegas suyos. En el primero de esos dos casos no ocurriría nada nuevo, pero en el segundo sería precisa una revolución. Veblen, por su parte, no escogió ninguna de las dos soluciones. Como ya se ha observado, tenía por norma esquivar e s a s cuestiones prácticas. Durante un tiempo, en el decenio de 1930, floreció un movimiento político vebleniano, f u n d a d o en tales opiniones, bajo la di-
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rección de Howard Scott. Se trataba de la tecnocracia, un proyecto económico y político q u e habría d a d o rienda suelta a las energías productivas de los ingenieros y de otros técnicos, reduciendo a la vez la importancia de los intereses comerciales. Su existencia fue efímera.''' También c a b e mencionar las tesis de Veblen sobre otras dos cuestiones, posiblemente de menor importancia. Una de ellas se materializó en la especial atención que prestaba al interés con trasfondo artístico del t r a b a j a d o r ordinario o del a r t e s a n o por la calidad de su desempeño: «Estoy orgulloso de mi trabajo.» Esta concepción la desarrolló en The Instinct of Workmanship (1914), y por cierto se trata de un factor que, una vez identificado, puede verificarse alegremente en la vida cotidiana. La otra es su examen maravillosamente ácido del m u n d o universitario en The Higher Learning in America (1918), obra en la que influyó no poco su propia experiencia peripatética, la cual, a su vez, fue f o m e n t a d a en parte por el evidente deseo de los a d m i n i s t r a d o r e s universitarios de que se fuera a e n s e ñ a r a otro lado. En aquella época, los colegios universitarios y las universidades estadounidenses dependían muy estrechamente de los intereses comerciales que las regían mediante sus patronatos. Se procedía a examinar con gran atención las opiniones de los docentes, a fin de prevenir toda herejía, o sea, cualquier punto de vista opuesto a lo que se estimaba conveniente para el m u n d o de los negocios. Veblen atacó esta situación con tanta energía como eficacia. Ahora bien, a u n q u e las cosas hayan c a m b i a d o mucho desde entonces, puede percibirse aún hoy un eco de aquellas actitudes d o m i n a n t e s en la creencia perdurable de que la orientación definitiva del sistema universitario debe ser responsabilidad de hombres de negocios (actualmente, de dirigentes de sociedades anón i m a s ) con la debida experiencia en la práctica administrativa. Se reconoce que los profesores pueden actuar con éxito en a s u n t o s de interés público, pero en cambio no hay que conferirles responsabilidades en materia de finanzas o en otros aspectos administrativos de la universidad.
H . Si bien Contincninl H e a d q u a r t e r s . T e c h n o c r a c y , Inc.. en S a v n n n a h . Ohio, continúa cdiinncio p u b l i c a c i o n e s s o b r e el t e m a .
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Tanto The Instinct of Workmanship como Higher Learning son obras que aún hoy informan y divierten. Y sobre todo, en una cuestión definitiva y de vital importancia, Thorstein Vehlen sigue haciéndose oír todavía con voz resonante, casi un siglo d e s p u é s de haber publicado su principal libro. Se trata de su soberbio análisis de las m a n e r a s y de los motivos de los ricos en su o b r a The Theory of the Leisure class, que puede ser y es en efecto leída hasta hoy con placer y con provecho y deleite intelectuales. Una vez que lo haya hecho, ningún lector despejado volverá a ver con los mismos ojos el m u n d o de la economía. El tema del libro es la colectividad de los norteamericanos, quienes, d u r a n t e los decenios de 1880 y 1890, constituían el fenómeno más ostentoso en el escenario social estadounidense, y cada vez más, también del europeo. Los norteamericanos eran entonces en París o en la Riviera lo que serían m á s tarde, sucesivamente, los magnates griegos, los iraníes y los á r a b e s en St. Moritz, Gstaad y Marbella. Como ya hemos visto, a u n antes de Veblen, los ricos de la Era Dorada, que fueron quienes dieron a ésta ese nombre, no se habían visto libres de ataques. Eran en efecto vulnerables, d a d o su potencial como monopolistas, si bien o c u p a b a n su lugar dentro del sistema clásico. Pero esa crítica les resultaba soportable, pues podían seguir creyendo que su buena fortuna era la recompensa de una iniciativa excepcional, o bien una manifestación de la excelencia biológica q u e les otorgaba Spencer. Era natural que se les tuviera envidia. T a m b i é n e r a n de e s p e r a r las a r e n g a s políticas dirigidas en forma compulsiva e irreflexiva a las m a s a s populares, incluida la de Theodore Roosevelt, c u a n d o en Provincetown, Massachusetts, se refirió en 1907 a los «malhechores de la gran riqueza». Pero en cambio, lo que no podía tolerarse era el ridículo, muy especialmente c u a n d o éste permitía a intelectuales menesterosos sentirse socialmente superiores al h o m b r e de medios. Este ridículo lo puso de manifiesto Veblen magistralmente en The Theory of the Leisure class, pues la denominación «clase ociosa», en la forma en que la utiliza, es sinónimo de «los ricos». El tono del libro es rigurosamente científico, bastante m á s que su método. Los ricos constituyen un fenómeno antropológico; no son distintos de las tribus primitivas que Veblen describe, y que ocasionalmente a d a p t a a los fines de su tesis. La institución de una clase ociosa encuentra su mejor expresión en las e t a p a s m á s elevadas
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cle la cultura bárbara»,'^ y los ritos tribales de ésta tienen su réplica en las cenas, bailes y otras diversiones de las grandes casas de Nueva York y Newport. T a n t o en P a p u a como en la Quinta Avenida lo que tiene lugar es un fenómeno de competición exhibicionista. «Los entretenimientos costosos, como el potlatch o las veladas d a n z a n t e s , se prestan en especial a ese fin.»"' El dirigente tribal, tanto en P a p u a como en Nueva York, atribuye gran importancia al a d o r n o de sus mujeres. Mientras que en el primer caso se infligen dolorosos t a t u a j e s y mutilaciones a pechos y cuerpos, en el segundo las m u j e r e s se ven sometidas a la constricción m á s o menos similar, por lo penosa, de los corsés. Empero, la moderna clase ociosa se ha alejado un poco de s u s f o r m a s p u r a m e n t e bárbaras: «Como último resultado de esta evolución de una institución arcaica, la esposa, q u e era en un principio la acémila y la esclava del hombre, tanto en la práctica como en la teoría —como productora de bienes para que él los consumiera—, ha llegado a convertirse en la consumidora ceremonial de los bienes por él prod u c i d o s . » ' ' Ninguna de estas situaciones arranca a Veblen una palabra de critica o de lamentación; su único interés es la descripción objetiva de lo evidente, y hasta de lo obvio. Como ejemplo superior del método de Veblen p u e d e citarse su análisis de la relación entre perro y amo. Vale la pena hacerlo con cierta extensión. ni perro tiene sus ventajas tanto por su inutilidad como por sus dotes temperamentales particulares. Suele hablarse de él, eminentemente, como el amigo del hombre, y se encomian su inteligencia y su fidelidad. Esto quiere decir que el perro es el sirviente cid hombre, y que posee el don del servilismo incuestionado y la rapidez del esclavo en captar el humor del amo. Junto con estos rasgos, que lo hacen adecuado para la relación de status —y que a los fines presentes se han considerado como características útiles- , el perro posee otros que le confieren un valor estético más equívoco. F.s el más inmundo de los animales domésticos en cuanto a su hi-
1Ï. T h o r s i c i n Vehlen, The Theory of ihc Leisure Class ( N u e v a York. T h e M o d e m Lihfiiry. pág. I (Muy edición en cusicllaiiu: Teoría dr la dase ociosa í 1(1. Vehlen. •>/>. cil., p á p 75. l'ero las c e l e b r a c i o n e s no e r a n la ú n i c a f u c n l e de g r a n prestigio, til.a e b r i e d a d y u i r a s c o n s e c u e n c i a s p a t o l ó g i c a s del libre c o n s u m o de e s t i m u l a n tes tienden, por lo t a n t o , a c o n v e r t i r s e a su vc7 en un f a c t o r honorífico, p o r c o n s t i t u i r en s e g u n d o g r a d o un indicio del staíiis s u p e r i o r d e q u i e n e s p u e d e n c o s t e a r s e ese luju.» Veblen. ibid.. pág- 70. 17 Veblen. ibid.. p.-ig 83.
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giene corporal, y el más perverso en sus costumbres. Esto lo compensa adoptando una actitud servil y aduladora frente a su amo, unida a la disposición de hacer daño y causar molestias a todos los demás. De este modo, el perro nos cae simpático al darnos coba en nuestra propensión a ser mandones, y como es también un artículo costoso, y por lo general no rinde ningún beneficio en material laboral, se tiene bien ganado su lugar en la consideración del hombre como objeto de prestigio. Al mismo tiempo, está asociado en nuestra imaginación con la caza, que es a la vez un empleo meritorio y una expresión del honorable impulso de rapiña.'" Sin embargo, la argumentación de Vehlen no obtuvo s u s mayores efectos sólo mediante esta clase de alegatos y de ejemplos maravillosamente concebidos, sino también, en grado extraordinario, con su utilización del lenguaje, y en particular de las dos frases «ocio ostentoso» y «consumo ostentoso». Para los ricos, según los concebía Veblen, la exención del t r a b a j o y el gasto premeditadamente ostentoso era muestra de superioridad frecuentemente exhibidas: «La única forma practicable de impresionar con nuestra capacidad pecuniaria... es d e m o s t r a r c o n s t a n t e m e n t e nuestra capacidad de pagar.»'" Las dos f r a s e s aludidas, especialmente «cons u m o ostentoso», han llegado a formar parte integrante del lenguaje y de la cultura en E s t a d o s Unidos. Han influido en las actitudes y en el comportamiento económicos y sociales de incontables millones de p e r s o n a s que nunca oyeron hablar de Thorstein Veblen. A raíz de ello, en las esferas pudientes de E s t a d o s Unidos el ocio ha llegado, desde luego entre los varones, pero también entre las mujeres, a «perder reputación». Todo el m u n d o está expuesto a la consabida pregunta: «¿Qué estás haciendo?» Y, m á s específicamente, ninguna diversión, ninguna casa, en c u a n t o a s u m e ciertas proporciones o costes, puede librarse de esa descripción denigrante: «consumo ostentoso». El c o n s u m o había representado el fin s u p r e m o de la vida económica clásica, la fuente m á s excelsa de la «felicidad» para Bentham, la justificación final de todo esfuerzo y de todo trabajo. En cambio, con Veblen, en su última etapa, llegó a convertirse en algo vacuo, en un servicio p r e s t a d o a un pueril engrandecimiento personal. ¿Es éste realmente el significado final del sistema económico? IH. I').
Vublcn. Veblen.
ibid., ibid..
p j g . 1-11. pág. 87.
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Una consecuencia práctica de Vehlen ha sido la modificación de las actitudes c o n t e m p o r á n e a s respecto a la arquitectura y a la utilización de la riqueza personal. Los ingresos netos exceden actualmente c u a n t o se conoció en tiempos de Vehlen, pero con ellos ya no se construyen palacetes en la Quinta Avenida ni en Newport. La ostentación que proporcionan en Beverly Hills es apropiada, pero de ningún modo c o m p a r a b l e con la de la Edad Dorada. El avión de reacción al servicio de los dirigentes de empresa y los opulentos festivales que se celebran en ocasión de las convenciones de negocios deben ahora s u b o r d i n a r s e al escudo protector de los servicios o necesidades de la sociedad a n ó n i m a . Ya en ninguna parte puede pretender la riqueza el papel justificador de las ceremonias y celebraciones no funcionales de otrora. Claro que a c t ú a n hoy o t r a s influencias r e p r e s o r a s del alegre gasto monetario: en efecto, no se considera políticamente acertado que se haga ostentación de riqueza personal, y tampoco a b u n d a n los sirvientes y otros s u b o r d i n a d o s dispuestos a colaborar en el tema. Pero todo esto no pone en tela de juicio el legado de Vehlen, con su sonrisa de h o m b r e divertido ante la cultura b á r b a r a y el c o n s u m o ostentoso. Su influencia se pone también de relieve en el contraste entre las actitudes sociales de Estados Unidos y las de Europa. Tanto la Riviera como París y Suiza se han s u s t r a í d o a la influencia de Vehlen. Allí el consumo en su máxima expresión sigue siendo prestigioso; allí los norteamericanos ricos pueden ir todavía para proceder al goce irrestricto de la riqueza y al despliegue de la misma que se les niega en su país a causa de la diestra ridiculización perpetrada por Vehlen.
XIV.
C U L M I N A C I Ó N Y CRÍTICA
En lodo el mundo industrializado, durante las primeras décadas del siglo XX, las ideas clásicas no podían gozar de mejor salud. Marx había desaparecido del escenario tiempo atrás, y su elocuente heredero, más afortunado en materia política, Vladimir Ilich UlianolT, conocido como Lenin (1870-1924), era al principio una figura distante, primero en Rusia y posteriormente en Cracovia, ciudad que formaba entonces parte del imperio austríaco. De Lenin emanarían ideas perturbadoras. Una de ellas fue que las grandes potencias industriales de Europa debían su éxito económico y su bienestar a los dominios imperiales que habían conquistado o sometido en África, Asia y la región del Pacífico. Tanto las clases dominantes de dichas potencias como sus trabajadores vivían a costa de las m a s a s expoliadas de los países colonizados. Sin embargo, la economía del imperialismo no había ocupado un lugar central en el pensamiento clásico; ni siquiera había merecido la atención de autores como los Mili, padre e hijo, quienes, sin embargo, vivían de los beneficios proporcionados por el comercio en la India a través de la Compañía de las Indias Orientales. Y antes de Lenin, tampoco había sido un tema que interesara gran cosa a los socialistas. Marx había llegado hasta el punto de afirmar que los británicos constituían en la india una fuerza progresista. Pero con el tiempo esta cuestión fue abriéndose paso en las concepciones de los dirigentes políticos en las colonias, y entre ellos, no por casualidad, persiste de la manera m á s intensa. Andando los años, llegó a convertirse en parte de la conciencia política de la izquierda liberal en los países industriales, contribuyendo, junto con el declive del interés económico, a motivar el impulso incontenible de la descolonización. Pero entonces aún no se había llegado a esa etapa. También de Lenin, como antes de Marx, provino la noción de que la clase trabajadora de los países industriales carecía de pa-
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iria. El E s t a d o era el i n s t r u m e n t o —el comité ejecutivo— de la clase capitalista. Los t r a b a j a d o r e s no le debían ninguna lealtad, de modo que no tenían razones para servir de carne de cañón a sus opresores en nuevas guerras. Y a medida q u e lue cerniéndose en el horizonte el n u b a r r ó n de la a m e n a z a bélica, esta opinión no dejó de causar preocupaciones, al menos en alguna gente. Pero ello no impidió que se disipara r á p i d a m e n t e al estallar la primera guerra mundial en 1914. Los socialistas de Alemania, que constituían el sector político m á s calificado, disciplinado e influyente desde el p u n t o de vista político en toda Europa, votaron los créditos de guerra en el Reichstag y al igual que los proletarios de los d e m á s países industriales marcharon entusiásticamente a su propia hecatombe. De esta forma, la adhesión al principio del internacionalismo proletario resultó ser un mito superficial. En cuanto a la tradición clásica, las enseñanzas impartidas personalmente por Alfred Marshall en la Universidad de Cambridge y la gran difusión de s u s Principles of Economics gozaban de un prestigio intachable en Inglaterra. Y su influencia, directamente o por medio de discípulos como Frank W. Taussig (1859-1940), de la Universidad de Harvard, alcanzó una importancia parecida en Estados Unidos. Los precios se a j u s t a b a n a los costes marginales; éstos, incluido el de m a n o de obra, se a j u s t a b a n a su vez b a j a n d o lo necesario para asegurar el empleo de toda la capacidad disponible de instalaciones, equipos, materias primas y, sobre todo, trabajadores. I m p e r a b a la Ley de Say. La d e m a n d a era respaldada a d e c u a d a m e n t e por los desembolsos en concepto de salarios, intereses y beneficios, y los precios se modificaban a c o m o d á n d o s e a cualquier interrupción en el flujo de la capacidad adquisitiva. El dinero seguía considerándose en aquel período como un intermediario p r e d o m i n a n t e m e n t e neutral que facilitaba el proceso del intercambio. Estaba constituido en gran parte por papel, y en mayor grado por depósitos en cuenta corriente, pero estos últimos eran convertibles en oro. Y los bancos centrales, cuyo ejemplo más elegante era el Banco de Inglaterra, velaban para poner freno a cualquier tendencia excesivamente liberal en materia de créditos o de creación de depósitos que pudiera poner en peligro la capacidad de cada banco, o de la banca en general, de convertir sus depósitos en oro. En caso de que la concesión de p r é s t a m o s pareciera a s u m i r proporciones d e m a s i a d o liberales, podía procederse a la venta de bonos de la cartera del banco central. En esta forma el
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dinero en efectivo de ios bancos s u b o r d i n a d o s utilizado para la compra sería transferido al banco central. A raíz de ello los bancos más pequeños se verían forzados a restringir la concesión de créditos, y a pedir p r é s t a m o s al banco central a unos tipos de interés que en la actualidad resultarían sólo levemente punitivos. Y en caso de que la oferta de dinero pareciera insuficiente y los tipos de interés d e m a s i a d o elevados, podía aplicarse a la inversa el mismo procedimiento.
Pero el sistema monetario y bancario que acaba de describirse ya no era privativo de Gran Bretaña. En 1913, al cabo de casi ochenta años, se había podido s u p e r a r la suspicacia popular en Estados Unidos y establecer un banco central, si bien no había a ú n forma de ignorar el espíritu de Andrew Jackson. En vez de f u n d a r un banco se crearon doce, q u e se distribuyeron g e n e r o s a m e n t e por todo el país, y, tal como se había concebido originalmente, en Washington se implantó tan sólo una comisión coordinadora reducida. Se había establecido un banco central c u i d a d o s a m e n t e descentralizado. En los estados del Oeste persistieron las suspicacias q u e suscitaban los e s t a m e n t o s financieros del Este. Casi inmediatamente d e s p u é s de implantado, el Sistema de la Reserva Federal y s u s principales a u t o r i d a d e s se vieron rodeados de prestigios y misterio en el m u n d o de la economía. Nada realza tanto una reputación de perspicacia económica como la relación, por teórica que sea, con g r a n d e s s u m a s de dinero. La designación para un cargo en la J u n t a de Reserva Federal, d e n o m i n a d a posteriormente J u n t a de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal, llegó a obrar milagros de promoción personal en beneficio de algunos de los participantes intelectualmente m á s rezagados del escenario político estadounidense. A éstos se les atribuyeron en seguida grandes dotes de refinamiento e intuición en materia de finanzas, gracias a lo cual s u s observaciones exquisitamente convencionales fueron acogidas con un respeto lindante con la admiración. Y la economía política habría de ocuparse d e s d e entonces del Sistema de la Reserva Federal y de sus operaciones con una minuciosidad no menos respetuosa. El dinero y la banca constituyeron por derecho propio una materia de estudio, dedicada en gran parte a los misterios s u m a m e n t e sintéticos de la política de la Reserva Federal.
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Si bien Alfred Marshall era la principal autoridad en aquellos tiempos. su sistema h u b o de experimentar dos e n m i e n d a s de importancia, una poco a n t e s de la primera guerra mundial, y la otra unos veinte a ñ o s después. La primera fue obra del ya mencionado Joseph A. Schumpeter (1883-1950), ministro de Hacienda de Austria d u r a n t e los ingratos años de la primera posguerra, época en la que le tocó presidir la gran inflación; sucesivamente profesor en C/.ernovitz. Graz, Bonn y Harvard, y por un amplio margen la figura m á s romántica y teatral de la economía política en su tiempo. En su libro The Theory of Economic Development,^ publicado originariamente en 1911, añadió una importante dimensión al equilibrio preconizado por Marshall. Se t r a t a b a del protagonista del sistema de Schumpeter, el empresario —factor al que ya nos hemos referido — , quien, a y u d a d o por el crédito bancario, desafía al equilibrio establecido mediante el lanzamiento de un nuevo producto, un nuevo proceso o un nuevo modelo de organización productiva. De esta forma se determina una tendencia hacia un nuevo equilibrio, una estabilidad en lo que Schumpeter concebía como un flujo circular, en el cual la producción se desplaza en un sentido y el dinero en otro. Este nuevo equilibrio sería inevitablemente perturbado y destruido por el próximo innovador, o por la modificación siguiente en el proceso productivo. Y en esta forma la vida económica continuaría e iría ampliándose, siendo ésa la naturaleza del desarrollo económico. El e m p r e s a r i o siempre ha a p o r t a d o una valiosa contribución a la economía, y sigue aportándola en la actualidad. Su figura resplandece en medio de su oscuro a c o m p a ñ a m i e n t o de t r a b a j a d o r e s manuales, oficinistas, ejecutivos solemnes y de diversos burócratas. A diferencia del capitalista, el empresario no carga con las culpas d e n u n c i a d a s por Marx. Su distinción, q u e continúa brillando sin mayor mengua hasta nuestros días, constituye el principal legado de Schumpeter. Fue también Schumpeter quien, a u n q u e con menores resultados. intentó reducir hasta cierto p u n t o la maldición pronunciada I. Trüducción al ingles de Kcdvers Opic (CambridgL-. Ilnr\':ird University Press. 1934). S c h u m p c i e r f u e M m b i é n a u t o r d e o t r a s d o s i m p o r t a n t e s o b r a s : Diistness Cycles ( N u e v a Yiirk. M c G r a w - l l i l l . 1939) e History of Economic Analysis ( N u e v a York. O.xford Univcrsily P r e s s . I<)54). Este ú l l i m n libro fue p u b l i c a d o p ó s t u m a m c n t e . en edición p r e p a r a d a por su v i u d a . Elizabeth Boody S c h u m p e t e r , si bien h a b i a q u e d a d o p a r c i a l m e n t e incompleto C u a n d o a p a r e c i ó escribí s o b r e él un c o m e n t a r i o bibliográfico, y d e j o c o n s t a n c i a de mi a g r a d e c i m i e n t o p o r h a b e r m e b e n e f i c i a d o d e su influencia en t é r m i n o s g e n e r a l e s .
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contra el monopolio, entendiendo que éste se redimía al a p o r t a r innovaciones. La innovación, aportación del empresario, se podia financiar, alentar y r e c o m p e n s a r a d e c u a d a m e n t e c u a n d o el innovador estaba libre de la a m e n a z a de la imitación y de la competencia, y la máxima posibilidad al respecto se d a b a en condiciones de monopolio. El m u n d o de la competencia, en cambio, era, por contraste, relativamente estéril en cuanto a creaciones. Este argumento, por m á s plausible que fuera, no llegó a ejercer gran influencia. El sistema clásico estaba p r o f u n d a m e n t e arraigado. El monopolio era perverso y no tenía redención posible. Los libros de texto mencionan el alegato de S c h u m p e t e r en favor del monopolio, pero no lo toman en serio. Otra concepción del monopolio, que ampliaba su alcance y lo convertía potencialmente en una parte importante del sistema clásico, ha llegado en cambio a ser aceptada. Se trata de la segunda enmienda al sistema de Marshall. Aunque su gestación fue muy lenta, las ideas relevantes cristalizaron finalmente por completo en 1953, en la obra de dos economistas que t r a b a j a r o n , independientemente el uno del otro, en las dos universidades s i t u a d a s respectivamente en la ciudad de Cambridge del Reino Unido y en la del mismo n o m b r e en E s t a d o s Unidos. Se trata de E d w a r d H. Chamberlin (1899-1967), de H a r v a r d , y de Joan Robinson (1903-1983), de la Universidad de Cambridge en Inglaterra.^ El primero, figura hasta cierto p u n t o trágica, se limitó d u r a n t e el resto de s u s días a contemplar su admirable contribución, mientras que Joan Robinson, por el contrario, pasó otros cincuenta a ñ o s criticando vigorosamente la ortodoxia clásica y siendo una figura d o m i n a n t e —y formidable— en el m u n d o académico anglosajón. Esta autora rara vez encaraba una proposición c o m ú n m e n t e aceptada en economía política sin oponerle reparos de inmediato. Tanto Chamberlin como Robinson llegaron a la conclusión de que entre el caso general de la competencia en el sistema clásico, en el cual ningún productor determinaba su propio precio ni influía sobre el mismo, y el caso excepcional del monopolio, en el que un solo vendedor podía fijar los precios para elevar al máximo sus beneficios, se escalonaban toda una variedad de posibilid a d e s i n t e r m e d i a s . Por ejemplo, el v e n d e d o r podía p o s e e r u n a 2. Vcjisc E d w a r d 11. C h a m b e r l i n , The Theory of Monopolistic CotupetiUoti (Cambridge. Ilíirviircl University Press, 1933). y J o a n R n b i n s o n . The lícotíoinics of Imperfect Competition (l.iindres, M a c m i l l a n , 1933).
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marca registrada de un producto para el cual no hubiese ningún sustituto perfecto disponible. Esto le otorgaba u n a capacidad limitada pero no necesariamente insignificante para determinar su precio. Podía realzar esta libertad mediante la publicidad, fomentando así la lealtad hacia la marca. Asimismo, la ubicación de sus locales comerciales, y hasta su propia personalidad, diferenciaban su producto o su servicio y le conferían un grado proporcional de poder, m á s o menos amplio, sobre el precio q u e podía cobrar. A este proceso se le dio el nombre de competencia monopolista o imperfecta. Pero el m á s importante caso intermedio entre la competencia pura y el monopolio era el de un n ú m e r o pequeño de participantes en una misma industria. Se t r a t a b a del oligopolio, termino que se incorporó r á p i d a m e n t e al léxico de la economía política. Casos e v i d e n t e s de esta situación eran la i n d u s t r i a automovilística en Estados Unidos, con tres principales participantes, y las del petróleo, el acero, los productos químicos, los neumáticos, las máquinas-herramienta y la m a q u i n a r i a agrícola, en cada una de las cuales sobresalían unos pocos gigantes. Se consideraba que el oligopolista inteligente —hipótesis q u e ciertamente había q u e suponer—, al fijar s u s precios, otorgaba atenta consideración a lo que resultaría m á s ventajoso para todos, suponiéndose a s i m i s m o que las d e m á s e m p r e s a s de su industria actuarían en forma análoga. De modo que. con algunos a j u s t e s de menor cuantía, el precio y el beneficio así d e t e r m i n a d o s no serían muy diferentes de los establecidos en condiciones de monopolio. Otra alternativa era confiar la iniciativa a un líder reconocido, quien se encargaría de calcular el precio m á s provechoso para la industria en su conjunto. Cabe repetir que el oligopolio requeriría no sólo inteligencia, sino también moderación. En cambio, no sería indispensable proceder a las comunicaciones directas tan t a j a n t e m e n t e prohibidas por la legislación e s t a d o u n i d e n s e contra los trusts. Siguiendo a Chamberlin y Robinson, ahora se suponía que en un vasto sector de la economía moderna, cada vez m á s concentrada. en vez de competencia perfecta había un monopolio o algo similar. De esta manera, ya no podía suponerse la vigencia de un precio y una producción socialmente óptimos correspondientes a un mercado competitivo. El concepto de oligopolio. y con menores efectos el de la competencia monopolista, se incorporaron al pensamiento clásico, o como
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había empezado a ser designado, neoclásico, con una rapidez muy grande, casi a s o m b r o s a . Se convirtieron en elementos integrantes de la enseñanza y de los escritos económicos, y siguen siéndolo hasta hoy. Sólo les han opuesto resistencia los m á s resueltos defensores de la ortodoxia clásica, en la que d u r a n t e un tiempo militaron los economistas e s t a d o u n i d e n s e s afines a lo q u e llegó entonces a denominarse la Escuela de Chicago. Algunos investigadores consideraron q u e el oligopolio seguiría la aplicación mucho más enérgica de la legislación contra los trusts. En los años de la depresión se originó también una importante corriente de p e n s a m i e n t o q u e sostenía que el oligopolio y la restricción que éste ejercía sobre los precios y sobre el nivel de producción eran los responsables del ritmo a t o d a s luces s u b ó p t i m o de la actividad económica. Pero una condena total del oligopolio acarreaba problemas en la práctica. El más importante sector empresarial moderno del sistema económico se caracterizaba por una situación de oligopolio y, con monopolio o sin él, no se le podía declarar ilegal. A la vez, a u n q u e el oligopolio fuera en principio socialmente inicuo, su papel real en el s u m i n i s t r o de automóviles, neumáticos, gasolina, cigarrillos, pasta dentífrica y a s p i r i n a s no despertaba mucho resentimiento entre los consumidores. Por m á s que fuera repudiable en principio, era aceptable en la práctica. A raíz de ello los economistas lo contemplaron con cierta preocupación teórica, pero se abstuvieron de recomendar m e d i d a s prácticas para enfrentarlo. Y así, mientras que el monopolio siguió siendo deplorado, vino a aceptarse el oligopolio. Esta fórmula continúa figurando como solución en los libros de texto actuales.^ Y para los fines de ejercicios técnicos y matemáticos p u e d e todavía suponerse el caso de la concurrencia pura, de modo q u e el mercado competitivo sigue siendo el tema central de la e n s e ñ a n z a . De este modo se ha superado lo que para algunos constituía una grave amenaza a la tradición clásica: la tendencia general al monopolio o al criptomonopolio. 3. Vcüsu Puul A. S ü n i u c i s u n y William U. Nurdliuus. Lcottomics, 12.*' edición (Nui.'v;i York. McGr.iw-Ilill. 1^85). p/iys 541-542. y Cjimphcll R McConncll. F.cimnmics. •) •' i'dicián ( N u e v a York, M a c G r a w - H i l l , piigs. 532-534. [-stos d o s libros d e texto, los má.^ impurtüiitcs d e la a c t u a l i d a d en e c o n o m í a política, e n c a r a n a m b o s la c u e s t i ó n del oligopolio con reservas, c o n s i d e r á n d o l o conin un o b s t á c u l o al r e n d i m i e n t o m á x i m o , p e r o no llegan a preconizar n i n g u n a politica p a r a o p o n é r s e l e s e r i a m e n t e . Uno y o t r o se a p o y a n hasl;i cierto p u n t o en las o p i n i o n e s d e J o s e p h S c h u m p e t e r c i t a d a s a n t e r i o r m e n t e , y en a l g u n o s de mis p r o p i o s a r g u m e n t o s r e l a t i v o s al p r o g r e s o técnico en s i t u a c i ó n de oligopolio y a la lendcncin de toilo foco d e p n d e r econr'imico a g e n e r a r , c o m o reacción, un d e s a r r o l l o neuIralizador de p o d e r c o m p e n s a d o r
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También influyó en esos años sobre la historia de la economía la enorme y traumática convulsión producida en Rusia: la Revolución de Octubre de 1917. Como ya se ha dicho, no era ésta la clase de revuelta que los socialistas habían previsto, dirigida por los trab a j a d o r e s contra el poder y la explotación capitalista."' Como sucedería luego con levantamientos similares en el Lejano Oriente y en América Central, el de Rusia tuvo lugar contra un sistema agrícola arcaico y represivo, y contra un gobierno que había servido los intereses del m i s m o de forma despótica y corrupta. De modo que las c a u s a s precipitantes de la revolución en este siglo no fueron la industria y los capitalistas, sino la agricultura y los terratenientes. Y en Rusia, como luego en China y Vietnam, la revolución tuvo éxito en gran parte gracias a la desorganización, la desorientación y las penalidades ocasionadas por la guerra. Si se hubiera conservado la paz, hasta los zares y su régimen habrían subsistido, aunque sólo fuera por algún tiempo más. Todos los conservadores deberían tomar en cuenta que la guerra es una de las circunstancias a las que m á s difícilmente puede sobrevivir un sistema económico. Y debe ser también motivo de reflexión el que quienes con m á s empefio se presentan como defensores conservadores del status quo son precisamente los m á s dispuestos a aceptar los riesgos de un conflicto bélico. A partir de 1917, el nuevo hecho f u n d a m e n t a l en economía fue la existencia de una alternativa, pues, para entonces, frente al sistema clásico había hecho su aparición el socialismo. En 1919, Lincoln Steffens, prolífico c o m e n t a d o r de los a b u s o s contemporáneos del poder económico y de aspectos afines de la política y la corrupción en el medio urbano, al volver de una visita a Rusia fue a s a l u d a r a Bernard Baruch, y en una efusión de espontaneidad cuid a d o s a m e n t e e n s a y a d a le dijo: «He estado en el futuro, y he visto que funciona.» En las dolorosas circunstancias de la posguerra y la revolución en Rusia, la observación de Steffens era sin d u d a s u m a m e n t e exagerada. Y sin embargo, ¿quién podía negar la posibilidad de que en efecto el sistema funcionara? Lo cual r e p r e s e n t a b a , en consecuencia, un cambio verdaderamente monumental. En Rusia había dejado de existir la propiedad privada de los medios de produc4. Si bien, c o m o h e m o s visto. Mnrx c o n s i d e r ó q u e la eliminación d e los r e s i d u o s del viejo íeud.'ilismo ern l:i p r i m e r a tarea d e la revolución.
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ción (y t a m b i é n gran p a r t e de la p r o p i e d a d p e r s o n a l ) ; de este modo se había cortado una cadena que venia desde Roma, j u n t o con el Derecho romano. Ya no era el mercado el q u e decidida lo que había de producirse, sino que una autoridad p r e s u n t a m e n t e sabia y diligente se encargaría de evaluar en forma racional las necesidades de la población y procedería a satisfacerlas. Y los seres h u m a n o s ya no t r a b a j a r í a n motivados por la perspectiva indigna de una retribución pecuniaria, o por la banal esperanza en su propio enriquecimiento, sino q u e se entregarían a la tarea por el bien común. Para ello se evocaría y se pondría en práctica una manifestación superior del espíritu h u m a n o . Esta visión tenía sus enormes dificultades intrínsecas. Con el tiempo, se comprobaría que tal manifestación superior del espíritu h u m a n o podría estar ausente. También, como p u d o observar Lenin en su breve período de gobierno, la estructura burocrática necesaria para a d m i n i s t r a r el proceso era pesada y podía resultar inerte y depresora, problema q u e subsiste en la Unión Soviética hasta hoy. Desde el p u n t o de vista intelectual y administrativo, dejando de lado los problemas especiales que la agricultura plantea para el socialismo, planificar y orientar la producción en una economía en la cual el alimento, la indumentaria y la vivienda fueran las necesidades primarias y casi únicas de la población, podría resultar factible. Pero se c o m p r o b a r í a q u e tal planificación sería mucho m á s difícil en u n a sociedad con un nivel de vida creciente y con d e m a n d a s cada vez m á s diversas. Y entonces le llegaría su turno a lósiv Vissariónovich Dzhugashvili, llamado también Stalin, cuyo ejercicio del poder c o n t a m i n a r í a en el m u n d o entero la misma palabra socialismo —o comunismo— y que acabaría repudiado por el pueblo y el sistema que había gobernado y oprimido. Pero todo esto era a ú n cosa del futuro. En la época de la Revolución rusa, y después, especialmente, con la Gran Depresión que se produjo en América y en Europa trece años m á s tarde, la nueva alternativa soviética pareció plausible, y hasta se la concibió como un faro de e s p e r a n z a ; en p a r t i c u l a r p a r a los economistas. En Inglaterra, en la Universidad de Cambridge, Maurice Dobb (1900-1976), del Trinity College, cuya formación había sido, en gran parte, r i g u r o s a m e n t e i n s p i r a d a por las e n s e ñ a n z a s de Marshall, mantuvo hasta el fin de s u s días una estrecha adhesión al Partido
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Comunista británico. Y John Strachey (1901-1963), figura influyente ajena a la c o m u n i d a d académica, pronosticó y preconizó la inminente revolución en una serie de o b r a s muy leidas, en especial The Corning Struggle for Power.^ En E s t a d o s Unidos ningún estudioso de alto vuelo dentro de la disciplina económica abrazó la causa, pero si lo hicieron otros más jóvenes, sobre todo d u r a n t e los años de 1930. El ejemplo soviético era la alternativa obvia y disponible a las miserias de la Gran Depresión —con el fracaso palpable del sistema capitalista—. Los economistas tenían q u e rendirse a la evidencia. Además, d u r a n t e algún tiempo esta actitud les reportaba respetabilidad social e intelectual en el ámbito universitario contemporáneo, ya fuera en Nueva York o en otros centros culturales. Pero a algunos de ellos esto iba a acarrearles graves inconvenientes en el decenio de 1950, cuando tuvo lugar la gran «caza de rojos)>.
La Revolución rusa tuvo a d e m á s otro efecto sobre las actitudes y las orientaciones en materia económica. La caída de la Rusia imperial a n u n c i a b a q u e la revolución era posible. A raíz de ello sobrevino en los círculos económicos p r e d o m i n a n t e s una división radical, a veces muy antipática y violenta. Había quienes consideraban que la modificación y reforma del sistema clásico, la corrección de s u s defectos m á s obvios, la atenuación de s u s crueldades m á s flagrantes eran m e d i d a s para alejar la revolución. Lo mejor era implantar pensiones de vejez y subsidios de desempleo, fomentar la organización sindical, establecer salarios m í n i m o s y m u c h a s otras medidas por el estilo. A ello se oponían quienes veían en esas r e f o r m a s u n a aproximación a la realidad soviética, un gran p a s o hacia una s e r v i d u m b r e s u p u e s t a m e n t e similar. Este conflicto. que se prolongaría d u r a n t e nada menos que setenta años, persiste aún en nuestros días.
Durante las dos d é c a d a s siguientes a los trascendentales acontecimientos de 1917-1918, tuvo lugar otra importante influencia de la Europa central y oriental sobre la historia de la economía moderna, esta vez procedente de Polonia, Hungría, Austria y Rumania. .5
Niicv.n York. Covici Friede. 1933.
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Se concretó mediante la emigración desde esos países, en parle a Gran Bretaña y en parte a Estados Unidos, de un g r u p o de economistas que en años posteriores participarían en Ibrma considerable. y a veces dominante, en los debates económicos del m u n d o de habla inglesa. En todos los casos sus respectivas actitudes venían motivadas, al menos parcialmente, por la situación que imperaba en los países de donde habían partido. Quienes habían padecido una represión conservadora, como los polacos y los húngaros. criticaban e n é r g i c a m e n t e la ortodoxia clásica. En c a m b i o , quienes tenían experiencia del socialismo, como los austríacos de los períodos de entre guerras, se dedicaban por el contrario a defender el sistema clásico. De Polonia llegaron a Estados Unidos y a Inglaterra dos de los principales p r o h o m b r e s socialistas de la época, quienes volverían a sus paí.ses de origen después de la segunda guerra mundial, para servir en ellos a la revolución, y en cierta medida para padecerla. Oskar Lange (1904-1965), un estudioso tranquilo, cortés, pero firme en sus convicciones, fue a instalarse en la Universidad de Michigan y después en la de Chicago, centro de la ortodoxia del mercado, pero que, como puede comprobarse, ofrecía un a m b i e n t e no del todo inhóspito a otras ideas. La noción central del pensamiento de Lange era que el socialismo, en su mejor expresión, podía replicar el funcionamiento teóricamente perfecto en lo referente a la libre elección del c o n s u m i d o r y a la eficiencia productiva de un sistema perfectamente competitivo, pero libre de los defectos de éste, a saber, el monopolio, la explotación, el desempleo recurrente. y otros por el estilo. Dos de sus distinguidos colegas de la Universidad de Chicago. Frank H. Knight (1885-1972) y Henry C. Simons (1889-1946), fueron, a su vez. los m á s notorios exponentes norteamericanos de la ortodoxia clásica de la época; Simons, en particular, se dedicó a proponer en aquel entonces las rigurosas políticas oficiales, incluida la estricta aplicación de las leyes contra los trusts, que asegurarían el mejor funcionamiento posible del mercado libre, exento de toda regulación." La noción de que el socialismo podía t o m a r el m e r c a d o como modelo era h a s t a cierto punto una idea aceptable en la Universidad de Chicago. Michal Kalecki (1899-1970), que a diferencia de Lange se disfi. Rn A Paxitivc Prnftrain fnr l.aisücz h'nirc. Piihlic Policy P a m p h l e t No. 15, i.*djindo por Harry D O i d c o n s c (Chicago. T h e University of C h i c a g o i'rcss. IP-M).
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tinguia por su carácter p e r p e t u a m e n t e tenso y m a l h u m o r a d o , era h o m b r e de una mentalidad n o t a b l e m e n t e fértil e inventiva, que constituía para m u c h o s de s u s colegas y amigos de la Universidad de Chicago, como posteriormente de Nueva York, una fuente de ideas que no siempre fue explícitamente reconocida.^ Tanto Lange como Kalecki volvieron, según se ha dicho, a importantes puestos en Polonia d e s p u é s de la s e g u n d a guerra mundial. Kalecki estuvo d u r a n t e un tiempo e n c a r g a d o de la planificación a largo plazo, mientras que Lange llegó a presidir el Consejo Económico Nacional de Polonia. Tanto Lange, d u r a n t e el período stalinista de Boleslaw Bierut, como Kalecki en años posteriores, se vieron ocasionalmente en situaciones difíciles como parte de la vida cotidiana. Hacia el final de s u s días, Lange le refirió a Paul M. Sweezy, el m á s conocido estudioso marxista norteamericano, que d u r a n t e aquellos tiempos cada noche se iba a d o r m i r p e n s a n d o en la posibilidad de que vinieran a arrestarlo antes del amanecer. Por su parte, otros tres investigadores, los m á s enérgicos partidarios de q u e se r e f o r m a r a el s i s t e m a capitalista como alternativa a su autodestrucción, llegaron a Inglaterra procedentes de Nowosielitza, localidad c e r c a n a a Czernovitz, en Austria (posteriormente incorporada a Rumania). Se trataba de Nicholas Kaldor, posteriormente lord Kaldor (1908-1986); Thomas Balogh, luego lord Balogh (1905-1985), y, como representante algo menos intransigente, Eric Roll (1907), hoy lord Roll de Ipsden. Kaldor y Balogh ambos oriundos de Hungría, unieron a sus incesantes a t a q u e s con tra la ortodoxia clásica en su país de adopción una activa partiel pación en los esfuerzos tendentes a r e f o r m a r el sistema. Kaldor inicialmente profesor en la London School of Economics y después d u r a n t e m u c h o s años, en la Universidad de Cambridge, fue uno de los principales autores del Informe Veveridge, gran proyecto de posguerra para la implantación del e s t a d o de bienestar en Gran Bretaña. Fue también, entre otras m u c h a s cosas, tenaz propulsor de una política progresiva en materia de impuestos, proponiendo, por ejemplo, que no se aplicaran tributos a las rentas personales, sino a los gastos de los particulares, o sea, un impuesto sobre el
7 Ningún aspi:cIo d t su o b r a influyó dt- m u ñ e r a decisiva en las principales corrientes del p e n s a m i e n t o e c o n ó m i c o , pero m u c h a s de s u s ideas, incluida la noción del riesgo creciente c o m o e l e m e n t o restrictivo del t a m a ñ o d e la e m p r e s a , llegaron a c o n s t i t u i r modificaciones r e v e l a d o r a s del n ú c l e o c e n t r a l , t a n t o del p e n s a m i e n t o o r t o d o x o c o m o del socialista, v é a s e su Theory of Economic Dynamics ( N u e v a York, Rinehart. 1954).
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gasto, liberando de ese modo de imposición tanto a los ahorros como a las inversiones. Instó con especial vehemencia a que implantaran este sistema a los países que se e n c o n t r a b a n en las primeras e t a p a s de industrialización, d a d a s sus necesidades especiales en materia de a h o r r o y formación de capital. T h o m a s Balogh, profesor del Balliol College, en Oxford, y asesor influyente (vituperado por los conservadores) de los gobiernos laboristas, fue un crítico implacable de la ortodoxia clásica, y al igual que Kaldor, de la consiguiente fascinación por el monetarismo, tema al que volveremos a referirnos m á s adelante. Fue también un vigoroso difusor de la política de rentas y precios, en vez de recurrir a la capacidad industrial ociosa y al desempleo como remedio para la inflación. Definió el sistema clásico con un juicio muy explícito: «La historia moderna de la teoría económica es un relato de evasiones de la realidad.»® El tercero de estos autores, Eric Roll, ha dedicado la mayor parte de su vida al servicio del Estado, especializándose en cuestiones de política económica internacional. Desempeñó un papel muy importante, quizá el principal, en las negociaciones que condujeron al Plan Marshall, a la constitución de la OTAN y al ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Europea. También ha sido un influyente colaborador de confianza de los gobiernos laboristas para tratar de adoptar una política económica progresivamente alejada del rigor clásico.'
Como ya se ha observado, los economistas polacos y h ú n g a r o s se habían s u s t r a í d o al dominio de los regímenes derechistas y criptofascistas imperantes en s u s respectivos países de origen d u r a n t e el período que medió entre a m b a s guerras mundiales, y con precisión dialéctica asumieron una tendencia de izquierda, ya fuese revolucionaria o reformista. Durante esos m i s m o s años, en cambio, se marcharon de Austria, alejándose de la orientación socialista y favorable a la clase trabajadora que allí predominaba, los m á s acérrimos exponentes, d e n t r o de la profesión, de la ortodoxia clá-
8. T h o m í i s Bîilofjïh. Thtí ¡rrclevaitce of Coiivetttional Ecatinmics (Londres, Wcídcnfeld and Nicolson. 1982), pág. 32. 9. Y cscribió, e n t r e otro.s libros, i n c l u i d a s s u s m e m o r i a s , A History of Hconomic Thought ( N u e v a York. Prentice-Hall, 1942). AI citarlo f r e c u e n t e m e n t e en e s t a s p á g i n a s r e c o n o / c o mi d e u d a p a r a con e s t a o b r a i n d i s p e n s a b l e .
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sica en su forma m á s p u r a . Se t r a t a b a de Ludwig von Mises (1880-1973), Friedrich A. von Hayeck (1899). Fritz Machlup, autor menos intransigente (1902-1983) y Gottfried Haberler (1900), figura de influencia algo m e n o r . T o d o s ellos terminaron por instalarse en Estados Unidos, luego de hacer escala, por ejemplo, en Ginebra o en Londres, tal como lo había hecho su compatriota Joseph Schumpeter d e s p u é s de haber residido d u r a n t e un tiempo en Bonn. Pero todos ellos, especialmente Von Mises y Von Hayek, coincidían en el dogma según el cual toda desviación de la ortodoxia clásica constituía un paso irreversible hacia el socialismo. Para ellos, si se considera la variedad de las necesidades h u m a n a s y la complejidad de la estructura de capital y t r a b a j o requerida para satisfacerlas, el socialismo es una imposibilidad teórica (y práctica) que, por otra parte, se halla intrínsecamente en conflicto con la libertad. El subsidio de desempleo, las pensiones para la vejez y la asistencia a los pobres conducen a la represión socialista y a la consiguiente degradación del espíritu h u m a n o . Mediante esas r e f o r m a s no se salvaría al sistema capitalista, sino que se le destruiría. Y en verdad, a criterio de Von Mises y Von Hayeck, ya estaba en camino de ser destruido. La perfección clásica no admitía transacciones. El monopolio, q u e tanto preocupaba a los economistas norteamericanos, era un factor en gran medida irrelevante, que no justificaba el mal mayor de una intervención gubernamental, si bien podían aplicarse algunas restricciones en lo relativo a los sindicatos. Von Mises, el m á s d e s p i a d a d o de los puristas, llegó a c o n d e n a r la intervención en el tráfico de drogas como una interferencia indebida en el juego de las fuerzas del mercado y en las libertades paralelas del i n d i v i d u o . " Y en ocasión de haberse reunido con s u s colegas de confesión ortodo.xa en Mont Pelerin (Suiza), para conversar y prodigarse m u t u a s a l a b a n z a s , se dice —quizá apócrifamente— que dio lugar a serias objeciones c u a n d o sugirió que todas las a r m a d a s nacionales deberían transferirse a la iniciativa privada. Austria, con posterioridad a la s e g u n d a guerra mundial, ha lU. I)t'bc nicncioiiíirsc t:imbicn un distiii^iiiclo csiiiclioso liúnj^iiru, William J. I'clincr ( I')().s-I<))i3). de hi Univc-rsidiul ilc Yak-, C|iiii.n prciÍL'sñ igual li; en el s i s i c m a clásico V c|u«; f o r m ó parle del Consejo de C o n s n i l o r e s Kconóniicos b a j o los p r e s i d e n t e s Nixon y Knrd. d e s d e 1973 h a s l a 1975, It Véase Ilttntan Adían: A Traatistí on ¡iconontics ( N e w Híivcn. Yale University l'ress, 1949). pá|;s. 72K-729. Las o p i n i o n s de Triedrich von Hayek h a n sidn e x p u e s t a s en su f o r m a m.ís c o m p l e t a en su o b r a . tiMi leída en aquella época. The Koni! ío Serfdom (Cliicauo. The University ol Cliicapo Press. 1944)
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constituido un modelo de buen funcionamiento de la economía. Durante todo este período los precios han sido allí relativamente estables; la moneda, íuerle; el empleo, total, y la tranquilidad social, imperturbable. Este resultado se atribuye en gran parte a que dicha nación cuenta con un buen sistema de bienestar social, con un equilibrio entre los bancos oficiales y los privados, y entre las d e m á s e m p r e s a s , y con una política de economía social de mercado, la cual, como defensa contra la inflación, aplica restricciones cuidadosamente negociadas en materia de remuneraciones y de salarios, en lugar de políticas monetarias y fiscales rigurosas, y del consiguiente desempleo. De todo esto, ¡ay!, nada habría sido posible si las grandes figuras de la economía política austríaca durante las décadas de 1920 y de 1930 hubieran podido ejercer una influencia efectiva en su patria.
Desde luego, los emigrantes de la Europa central y oriental instalados en Occidente no fueron de ningún modo la única fuente de las ideas favorables a la revolución, a las r e f o r m a s d e s t i n a d a s a impedirla, y a la rigurosa resistencia a la reforma por constituir un paso hacia la revolución. Pero lo cierto es que estos distinguidos e c o n o m i s t a s han e n u n c i a d o opiniones muy c l a r a s y lo han hecho con una fuerza de expresión realmente notable. Es indiscutible que nadie ha sido más severo —o m á s influyente— que Kaldor o que Balogh en su crítica de la ortodoxia clásica y en la necesidad de introducir r e f o r m a s para mejorar la economía. Y nadie ha a r g u m e n t a d o tan poderosamente en favor de la intransigencia ante las r e f o r m a s como Friedrich von Hayek, quien todavía en la actualidad sigue haciéndolo de c u a n d o en cuando.
XV. LA FUERZA P R I M O R D I A L DE LA GRAN D E P R E S I Ó N
Un rasgo tan singular como significativo del sistema clásico es la ausencia de una teoría sobre las depresiones económicas. Ello no resulta sorprendente, pues, como ya hemos visto, el sistema, por su propia naturaleza, excluye las causas relevantes. El equilibrio al cual se ajusta la economía se basa en el pleno empleo, resultado al cual conducen inevitablemente los cambios en materia de salarios y de precios. Y luego, también la ley de Say. Es evidente que en una época de depresión las mercancías se acumulan por falta de compradores, y los trabajadores permanecen inactivos, pues habiendo existencias más q u e suficientes y con los almacenes repletos, ¿quién necesita más producción? Pero la falta de compradores equivale a una insuficiencia de la d e m a n d a , y sin embargo la ley de Say estipula en los términos m á s claros que esto no puede suceder. Sólo los analfabetos y, palabra desagradable pero frecuente, los chiflados piensan de otro modo. Todo economista que se respete sabe que en todo momento la producción genera el flujo de capacidad adquisitiva suficiente por su misma naturaleza para comprar todo lo que se produce. De una manera u otra, ese flujo de recursos se gasta ya sea directamente en bienes de consumo, o bien, si es objeto de ahorros, en inversiones en bienes de equipo y capital circulante. De todo ello se desprende otra consecuencia obvia: no puede haber remedio para la depresión si ésta se halla excluida por la teoría. Ningún médico, por m á s prestigio que tenga, puede tratar una enfermedad inexistente. Esto no significa que d u r a n t e los años anteriores a la Gran Depresión no se hayan dedicado estudios al ciclo comercial. De ninguna manera. Pero lo que pasaba era que el estudio y la enseñanza en la materia no formaban parte del núcleo central del p e n s a m i e n t o económico. Se t r a t a b a de una r a m a s e p a r a d a de
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investigación y docencia, llamada «los ciclos económicos», o simplemente «los ciclos». Y no había ningún consenso respecto a las causas de las fluctuaciones económicas. Se argumentaba, por ejemplo, en forma no del todo plausible, que tales ciclos eran originados por m a n c h a s solares, las cuales influían directamente, aunque de m a n e r a b a s t a n t e mística, sobre la economía, o bien indir e c t a m e n t e , m e d i a n t e su efecto en el clima, y por tanto, en la producción agraria. O bien, que eran ocasionados por ciclos meteorológicos. O m á s probablemente, que eran c a u s a d o s por los repetidos brotes especulativos del siglo anterior, a saber, períodos de expansión b a s a d o s en p r é s t a m o s fácilmente otorgados por los excesivamente complacientes bancos de la época, con la inevitable contracción que sobrevenía c u a n d o debían cancelarse los créditos o c u a n d o se presentaban para su conversión los billetes y no había liquidez con que responder. O si no. que se debían a olas de crecimiento de duración diferente e inmutable, cuyos orígenes eran considerablemente misteriosos. Finalmente, había quienes atribuían las depresiones a la restricción de la oferta monetaria y a la correlativa deflación de los precios, como sucedió c u a n d o se adoptó el patrón oro en 1873. El estudio más competente, y en verdad brillante, del ciclo económico fue el efectuado por Wesley C. Mitchell (1874-1948) en un principio, c u a n d o era profesor de la Universidad de California, y d u r a n t e un período mucho m á s extenso de su carrera en la Universidad de Columbia y en el National Bureau of Economic Research. En su condición de estudioso e m a n c i p a d o de los vínculos restrictivos del sistema clásico, Mitchell sacó en conclusión que cada ciclo comercial constituía una serie única de acontecimientos, y tenía, a la vez, una única explicación, pues, como él decía, era consecuencia de una serie precedente de acontecimientos, también única.' No podía pretenderse que un economista hiciera gran cosa para remediar los efectos de las m a n c h a s solares o del clima. Ni para encarar las crisis financieras que sólo eran reconocidas, como era tendencia general, ex post facto. Y si en verdad, como sostenía Mitchell, las depresiones eran c a u s a d a s por sucesos diferentes y heterogéneos, no podía concebirse ninguna fórmula general aplicable para su prevención o cura.
1 Vcasc W f s i c y C MilchtII. niisiiicss noniic Rcsu;irch. 1927).
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(Nuc-v;i Yoik. Nnlionnl ÍJurL-au of Kco-
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La consecuencia de todo este cuadro, c u a n d o sobrevino la Gran Depresión, una vez producido el d e r r u m b e de la bolsa en octubre de 1929, fue que los economistas de la escuela clásica, o sea casi todos, se hicieron a un lado. Era de esperar. Dos de las principales figuras de la época, Joseph Schumpeter, en ese m o m e n t o profesor en Harvard, y Lionel Robbins, de la London School of Economics, salieron a la palestra para exhortar concretamente a que no se hiciera nada. En efecto, la depresión debía seguir libremente su curso, única forma en que llegaría a curarse, de modo espontáneo. La causa de la crisis era la acumulación de venenos en el sistema; a su vez, las penalidades resultantes eliminarían la ponzoña y devolverían la salud a la economía. Según lo declaró explícitamente Joseph Schumpeter, el restablecimiento del sistema siempre tenía lugar e s p o n t á n e a m e n t e . Y añadió: «Y eso no es todo: nuestro análisis nos conduce a creer que la recuperación sólo puede ser efectiva si se produce por sí m i s m a . Durante los años r e s t a n t e s del período presidencial de Herbert Hoover, hasta marzo de 1933, la política económica de Estados Unidos siguió las prescripciones del sistema clásico. Se esperaba la recuperación y se la predecía de modo a p r e m i a n t e . Tan apremiante, que la bolsa tendía a caer i n m e d i a t a m e n t e d e s p u é s de los pronósticos oficiales. Tanto es así que un presidente del Comité Nacional del Partido Republicano llegó a culpar al Partido Demócrata de conspirar en Wall Street. Pero por m á s políticos que fueran sus auspicios, debe repetirse q u e esa clase de predicciones se basaban por entero en la teoría clásica; el equilibrio, caracterizado por el pleno empleo, era un rasgo inherente del sistema, y por lo tanto la recuperación era inevitable. No era preciso tomar ninguna medida para promover lo que de todos modos iba a ocurrir. Herbert Hoover, cuya reputación es tan baja en la historia de la economía, no hizo en realidad m á s que a c a t a r por completo las ideas económicas a d m i t i d a s en su época. Con Franklin Roosevelt llegaron finalmente a producirse importantes desviaciones de la ortodoxia clásica, por m á s que no hubieran sido prometidas en absoluto d u r a n t e su c a m p a n a electoral de 1932. La depresión revestía tres facetas visibles. La primera, una incontenible deflación de los precios, con la consiguiente ola de 2. J o s e p h A. S c h u m p e l ü r , « D e p r e s s i o n s » , en The Econnniics of the Recovery Pragrani (Nueva York. Whittlesey H o u s e . M c G r a w - H i l l . 1934). päp. 20. Lionel R o b b i n s f o r m u l ó o b s e r v a c i o n e s s i m i l a r e s en The Crem Depression ( L o n d r e s . Mncmillan. 1934).
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quiebras en la industria y en la agricultura. La segunda, el desempleo. Y la tercera, los padecimientos que la depresión acarreó para los grupos sociales especialmente vulnerables: los ancianos, la juventud, los e n f e r m o s y los que se encontraron sin vivienda o mal alojados, c o n j u n t a m e n t e con los p a r a d o s en general. El primer tipo de m e d i d a s aplicadas por Roosevelt t r a t a b a n de aliviar el problema de los precios; el segundo, prestar ayuda a los desempleados, s u m i n i s t r á n d o l e s trabajo, y el tercero, mitigar los sufrimientos de la población m á s necesitada. Esta última categoría de m e d i d a s fue la génesis del estado de bienestar, que ya había hecho su aparición en Europa y que ahora comenzaba a implantarse en E s t a d o s Unidos. Con respecto a los esfuerzos dirigidos a defender los precios, en la medida en que los i n s p i r a b a n o concebían los economistas, la cuestión se a b o r d a r á m á s adelante en este mismo capítulo. Los intentos directos de suministrar empleos pueden p a s a r s e por alto; entendidos como m e d i d a s de urgencia, no atrajeron m u c h o el interés de la profesión. La incipiente economía de bienestar se examinará en el próximo capítulo. Luego dirigiremos la atención hacia el extranjero, m á s precisamente hacia Keynes y hacia el a t a q u e emprendido, no contra los efectos y penalid a d e s manifiestos de la depresión, sino contra la tendencia generalizada hacia ella.' Pero antes debemos referirnos brevemente a la participación de los economistas en el gobierno, a s u n t o que hoy se da por aceptado, pero q u e en el decenio de 1930 constituía una significativa innovación.
Durante la presidencia de Roosevelt un pequeño grupo de estudiosos se había congregado en torno al primer m a n d a t a r i o . En seguida se les dio el n o m b r e colectivo de «Brains Trust» (gabinete de consejeros ilustrados, o equipo de expertos), luego «Brain Trust», en tiempos en que la p a l a b r a trust todavía resultaba s u m a m e n t e evocadora en el lenguaje norteamericano. Según las tendencias de quien la utilizara; su significado podía resultar favorable, irrespetuoso o adverso, pero lo cierto es que desde entonces ningún candidato a la presidencia dejaría de tener en lo sucesivo un grupo de colaboradores de esas características.^ 3. No s i e m p r e con r c s u l t n d o s benéficos En abril de I93() el C o m i l é Nacional del Partido R e p u b l i c a n o c o n s t i t u y ó un g r u p o d e e x p e r t o s ibrain tntsí) en m a t e r i a de ecnnoinia, s i g u i e n d o el m o d e l o de Roosevelt, c o m p u e s t o , c o m o era d e e s p e r a r , de v a r i o s de los aca-
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Dos de los miembros del equipo de expertos de Roosevelt, Rexford Guy Tugwell (1891-1979) y Adoll A. Berle, Jr. (1895-1971) eran personajes de particular distinción en materia económica. Tugwell, en sus tiempos de profesor a y u d a n t e en la Universidad de Columbia, durante el decenio de 1920, había persuadido a un grupo de jóvenes economistas conocidos suyos a que colaborasen en la edición de una obra colectiva q u e proyectaba publicar bajo el título de The Trend of Economics.'^ Consideraba, y esperaba, q u e se trataría de «una especie de manifiesto de la joven generación», observando q u e se podría decir, de sus colaboradores, q u e «ninguno lia publicado uno de esos libros tradicionales llamados Principios de economía política»} El foco central de interés en el libro era la necesidad de proceder a un examen de las instituciones económicas —empresas comerciales, administración pública, grupos de intereses— al igual q u e de los incentivos pecuniarios y «no comerciales». Todos esos factores debían ser encarados en su realidad concreta, en vez de acomodarlos a las necesidades de la economía política clásica. Al mismo tiempo, se instaba a la medición estadística de los fenómenos económicos, molestia que por lo general no se t o m a b a n los representantes del sistema clásico. Trends, n o m b r e bajo el cual vino a ser conocido el libro de Tugwell, fue un d o c u m e n t o precursor dentro de una tradición económica típicamente norteamericana que. originada en la obra de Veblen, examinaba la economía política con un criterio antropológico y, al no verse limitada por el rigor clásico, estaba abierta a reformas pragmáticas. Con el tiempo, esta corriente reformista recibiría el n o m b r e de economía institucional o institucionalismo, y a sus adherentes se les denominaría, en conjunto, «Escuela institucional». Rex Tugwell, como se le conocía universalmente, tuvo una participación de primera importancia tanto en el equipo de expertos anterior a la elección, como posteriormente d u r a n t e el período de dúmicos c o n s e r v a d o r e s m u s d i s t i n g u i d o s , o sea. d e los r i g u r o s a m e n t e clásicos, d e a q u e l l a ¿puca. Hay u n a a n é c d o t a , p u s i b l e m u n t e e x a g e r a d a , a c e r c a de u n o de ellos: T h o m a s Nixon Carver, de H a r v a r d , sin p e r c a t a r s e de q u e su n o m b r a m i e n t o haria q u e la g e n t e e s c u c h a r a sus p a l a b r a s —que u s u a l m e n t e p a s a b a n d e s a p e r c i b i d a s — , preconizó p ú b l i c a m e n t e la conveniencia d e esterilizar a t o d o s los p o b r e s de s o l e m n i d a d en E s t a d o s Unidos, p a r a q u e no p u d i e r a n r e p r o d u c i r s e y p e r p e t u a r su linaje. Definió esta c a t e g o r í a de m e n e s t e r o s o s c o m o la de q u i e n e s t e n í a n un i n g r e s o a n u a l inferior a 1.800 d ó l a r e s , o sea, en a q u e l e n t o n c e s , m á s o m e n o s la mitad de t o d a s las f a m i l i a s del pais. D e s p u é s de esto, el brain Irusi del P a r t i d o R e p u b l i c a n o f u e silenciosa e i r r e v o c a b l e m e n t e s u p r i m i d o . 4. Nueva York. Alfred A. K n o p f , 1924. .S A m b a s citas e s t á n t o m a d a s de la i n t r o d u c c i ó n a The Trend of Ecotiotnics. pág. ix.
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gobierno de Roosevelt. Gracias a sus credenciales universitarias, estaba en una situación sumamente favorable para persuadir a Roosevelt de q u e podía romper con la ortodoxia clásica, lo cual representaba un riesgo nada pequeño en aquellos tiempos. El s e g u n d o economista del grupo de expertos («Brain Trust») fue Adolf A. Berle, Jr., también de la Universidad de Columbia. A u n q u e era abogado de profesión, y no economista, escribió, en colaboración con Gardiner C. Means (1896), joven economista de la Universidad de Columbia, un a t a q u e de s u m a importancia —y de gran influencia potencial— contra el sistema clásico. Si esto no se reconoció inmediatamervte. quizá pueda explicarse en parte por la circunstancia de que Berle, al ser jurista, no fue t o m a d o muy en serio por los economistas reconocidos, precisamente por referirse a una cuestión de m á x i m a importancia para la disciplina. También puede responder parcialmente al hecho de que la obra de Berle y Means era sencillamente d e m a s i a d o perjudicial para el sistema clásico, de modo que m á s convenía ignorarla. La obra en cuestión, The Modern Corporation and Private Property," se o c u p a b a de la administración y el control de la gran empresa m o d e r n a , y en ella se exponía con impresionante apoyo de estadísticas^ la concentración industrial en E s t a d o s Unidos: se calculaba en efecto q u e las doscientas sociedades a n ó n i m a s principales, con excepción de las bancarias, poseían casi la mitad de la riqueza del país en poder de sociedades, salvo la correspondiente a los bancos, o sea, casi la cuarta parte de la riqueza nacional total. Y, lo que era igualmente importante, en la mitad de esas firmas, los accionistas habían dejado de ejercer un papel significativo. El poder, a todos los efectos prácticos, había sido transferido de modo irreversible a los directivos, quienes sólo rendían cuentas, si acaso, a un consejo de administración designado por ellos mismos. Ciertamente, esto era subversivo. Una vez admitida semejante concentración, la norma venía a ser el oligopolio y no la libre competencia. Dicha tendencia, según la había previsto Marx, había venido desarrollándose obviamente en forma acelerada. Pero todavía 6 Niiuv.n Ynrk. M.-icMillan. 1032. 7 Si bien su o b r a , un c n n i u n l o . nn í u c o b j e i o de crílica i n m c d i u l n . tuvieron l u y a r en rfccto d u c l d t d n s t e n t a t i v a s d e c u e s t i o n a r las e s t a d i s l i c n s en q u e se apoyab;i. lin esta empresa tuvo un papel d e s t a c a d a un c s t a d i s t i c o d e H a r v a r d . W. L e o n a r d C r u m . q u i e n , c a d a v e / q u e volvía <'i ver a l g ú n colega s u y o al c a b o de a l g u n o s m e s e s , le c o n t a b a q u e h a b i a d e s c u b i e r t o n u e v o s e r r o r e s en los c á l c u l o s de Uerle y M e a n s .
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fallaba lo peor. Quienes habían a s u m i d o la casi totalidad del control de las e m p r e s a s no eran los capitalistas a quienes se referia Marx, sino los directivos profesionales. De modo que había llegado a existir el poder sin propiedad."^ La figura d o m i n a n t e venía a ser el burócrata de la gran compañía, no el tan celebrado empresario tradicional. El espíritu empresarial se veía sustituido por la burocracia. Pero en e s t a s condiciones, ¿se dedicarían los directivos a maximizar los beneficios p a r a propietarios a quienes no conocían. o bien optarían por hacerlo en provecho propio? O alternativamente. ¿se propondrían otros fines distintos y en conflicto con los antedichos? ¿Podrían, por ejemplo, promover el crecimiento de la empresa, por tratarse del objetivo m á s apto para realzar su propio prestigio y poder, en vez de perseguir la multiplicación de las ganancias de accionistas ignotos? Todas estas alternativas eran de lo m á s inquietante. 'En el sistema de competencia imperfecta o monopolista de Joan^Robinson y de E d w a r d Chamberlin seguía m a n d a n d o el capitalista o empresario, y éste persistía en su esfuerzo por maximizar los beneficios. Si bien los resultados no eran socialmente óptimos, podían compaginarse con el pensamiento clásico. Pero no ocurría lo mismo con las concepciones de Borle y de Means. En consecuencia, la mejor solución era ignorarlas, cosa que se hizo en medida muy considerable.^ Una vez q u e Roosevelt fue elegido presidente, Berle, si bien pronto llegaría a convertirse en figura influyente en Washington, no asumió en seguida funciones oficiales. Pero en cambio sí lo hizo Tugweil. y con él, Gardiner Means, a quien se hará referencia m á s adelante. Estos dos personajes, con otros que en breve les acompañarían. fueron precursores del papel de los economistas en la vida pública estadounidense. Y la opinión pública no los recibió con gran e n t u s i a s m o : los caricaturistas de los periódicos celebraron su presencia en la capital de la nación tipificando el New Deal en la figura de un sujeto ridículo revestido con la toga universitaria. No obstante, la intervención de los economistas d u r a n t e el año inicial de la primera presidencia de F. D. Roosevelt, q u e fue objeto 8. Titulo de un llhro p o s i e r i o r de Adolf A Berk. Jr (Nucvn York. H a r c o u r t . Brace. 1959). 9 Mast.T c i e n o ptintci Berlc c o n l i n ú n s i e n d o ignorndo. Por e j e m p l o , en el índice alfnbélico del texto de Campbell R. McConnell Economics, 9." edición (Nueva York. Me GrawIlill. 1985). P:iul A S a m u e l s o n y William D. N o r d h a n s reconocen d e b i d a m e n t e la influencia del f
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de los m á s ardientes debates, no provino del g r u p o original de expertos, sino que s u s protagonistas fueron otros, y, conforme a la más antigua tradición norteamericana, tuvo por eje la cuestión monetaria. C u a n d o Roosevelt a s u m i ó la presidencia en m a r z o de 1933, hacía tres años que los precios, tanto los industriales como, en especial, los agrícolas, habían venido e x p e r i m e n t a n d o una caída devastadora. Y por todo el país cundían llamamientos inspirados en la antigua prédica de Bryan para que se procediera a la adopción de medidas monetarias d e s t i n a d a s a c o n t r a r r e s t a r dicha tendencia, instando, por ejemplo, al a b a n d o n o del patrón oro, a emitir nuevos billetes de banco (greenbacks) (recurso autorizado, pero no prescrito por la Ley de Ajuste Agrícola de los primeros días del nuevo gobierno) y a la remonetarización de la plata. Estos llamamientos no provenían, por otra parte, tan sólo de los agricultores y de los e s t a d o s del Oeste, fuentes tradicionales de la agitación favorable al dinero fácil, sino que se s u m a r o n a ellos respetables hombres de negocios, incluidos unos c u a n t o s b a n q u e r o s . En 1921, Irving Fisher, con el apoyo de Wesley C. Mitchell y de otros economistas disonantes, c o n j u n t a m e n t e con el f u t u r o secretario de agricultura y vicepresidente Henry A. Wallace, y con John G. Winnant, posteriormente gobernador de New H a m p s h i r e y e m b a j a d o r ante la corte de St. J a m e s , había fundado! la Asociación Pro Moneda Estable. La misma tenía por objeto a u m e n t a r o disminuir la oferta de dinero, en los términos de la ecuación de Fi&her, para obtener un nivel de precios estable, en lugar de la inestabilidad que suponía el patrón oro, especialmente por las tend e n c i a s a p a r e n t e m e n t e d e f l a c i o n i s t a s del m i s m o . Y entonces, a principios de 1933, se creó un órgano bajo la impresionante denominación de Comité Nacional para la Reconstrucción de los Precios y de la Capacidad Adquisitiva, que tenía a Fisher entre sus asesores. Lo presidía Frank A. Vanderlip, ex presidente del National City Bank, y entre sus miembros se contaban los presidentes de Sears, Roebuck, Remington Rand y de la cadena de periódicos Gannett. De modo q u e la tendencia favorable al dinero regulado, nada menos que el monetarismo, había penetrado en las altas esferas de las sociedades a n ó n i m a s , a u n q u e no hubiese llegado de ninguna manera a dominarlas. Durante 1os primeros días del New Deal, Roosevelt suspendió los pagos en oro de los bancos y prohibió el atesoramiento, es
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decir, la tenencia de oro por los particulares. De este modo, no sólo se suspendió el patrón oro. sino que también se puso fin a la retención de este metal para beneficiarse del a u m e n t o de su precio en dólares. Aunque los precios de las mercancías experimentaron un breve incremento en el verano de 1933, las m e d i d a s adopt a d a s por el presidente no contribuyeron en absoluto a incremen» tar la capacidad adquisitiva ni la d e m a n d a . Y la nueva administración, a c o m p a ñ á n d o l a s con un ejercicio ortodoxo paralelo, emprendió una serie de importantes reducciones de salarios en la función pública y de otros gastos oficiales, poniendo de relieve una tendencia conservadora en materia fiscal m á s allá de lo meramente simbólico. A fines de verano y principios de otoño volvieron a caer lamentablemente los precios, especialmente los de la producción agrícola, y el m o n e t a r i s m o acudió en socorro de la economía. En la Universidad de Cornell, no en el Departamento de Economía, que entonces respondía a una tendencia decorosamente clásica, sino en lo alto de u n a colina, por encima de h e r m o s o s parques universitarios, en el Colegio de Agricultura, t r a b a j a b a n dos economistas agrarios. George F. Warren (1874-1938) y Frank A. Pearson (1887-1946), quienes se sentían personalmente preocupados por los efectos perjudiciales de la deflación de los precios sobre los agricultores. Hacía ya varias d é c a d a s que habían venido calculando la evolución de las relaciones entre los precios de las mercancías y los del oro. Cada vez que el precio de este_metal subía, también lo hacía el precio de las mercancías, lo cual no era del todo sorprendente. C u a n d o se había procedido a emitir la moneda continental y los greenbacks para contribuir a la financiación de la revolución y de la guerra civil, los precios de las mercancías también habían subido. Y así como la capacidad adquisitiva del dólar había descendido en consecuencia, también había disminuido notablemente su capacidad para c o m p r a r oro, o sea, que el precio de este metal había subido. Sobre la base de estos hechos comprobados y de otros menos trascendentales se presentó la proposición de W a r r e n : « a u m e n t a d el precio al q u e el Tesoro público compra el oro. y de esa forma subirán los precios», particularmente los agrícolas, q u e eran motivo de especial preocupación. Al f o r m u l a r su p r o p u e s t a . Warren contaba con el apoyo de Irving Fisher y de uno de sus colegas más influyentes en Yale, J a m e s Harvey Rogers, si bien los colegas economistas de estos dos últimos consideraban que su criterio en esta cuestión era algo m á s
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refinado, sin dejar de ser peligrosamente erróneo. En otoño de 1933, con el beneplácito de los discípulos de Bryan y del Comité Nacional, el gobierno comenzó a ofrecer precios progresivamente más elevados por el oro q u e se llevaba al Tesoro para ser cambiado por dólares. Se t r a t a b a del metal recién extraído de las minas, pues el de propiedad privada ya había sido entregado. Y aquí se advirtió el principal defecto del plan. Si se hubiera empezado por permitir a los particulares que g u a r d a r a n su oro, habrían podido obtener ganancias imprevistas en dólares al entregarlo. Quizá (nadie puede saberlo) ello habría ocasionado una ola de gastos que hubieran hecho subir los precios. Pero como el oro había sido secuestrado, tal cosa no podía suceder, y aquellos que por puro descuido aún no hubiesen entregado el oro que poseían, se veían en la imposibilidad de confesar tal omisión yendo a convertirlo y g a s t á n d o s e el producto respectivo. En consecuencia, el v^or_deLíÍólaiLcayó-en los mercados de cambios extranjeros, por cuanto los d e m á s países, que mantenían el patrón oro y cuyas monedas seguían siendo convertibles en este metal, pudieron a partir de entonces c o m p r a r m á s dólares, ocasionando así la depreciación de la divisa estadounidense. Al parecer, el abaratamiento~de ésta dio lugar a algún a u m e n t o de las exportacipnes, pero los beneficios correspondientes no pudieron advertirse en un país cuya economía dependía en forma tan p r e p o n d e r a n t e del mercado interno. '
Pero en c a m b i o fue considerable la reacción de los profesionales de la economía política, y la de los círculos financieros m á s respetables. Esta reacción no se dirigió contra la evidente ineficacia de la política, sino contra su aparente temeridad al menoscabar el principio de una m o n e d a sólidamente f u n d a d a , convertida en oro, independiente de toda manipulación del Estado, y por encima de tales riesgos. Era muy preferible la deflación a tan imprudente infracción de sólidos principios clásicos. La m á s famosa autoridad monetaria del m o m e n t o era un profesor excepcionalmente a m a b l e de Princeton, Edwin W. Kemmerer (1875-1945). Había adquirido su experiencia monetaria como jefe de misiones enviadas a países tan diversos como los de América Central y Polonia para poner en orden s u s m o n e d a s . Su terapia había consistido en concertar para esos Estados préstamos con bancos de Nueva York, cuyo monto en dólares se utilizaría para devolver al patrón oro la moneda devaluada del i n f o r t u n a d o país en cuestión. A veces se daba a esta moneda un nuevo nombre,
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por ejemplo, el de algún personaje teóricamente b i e n a m a d o de la historia nacional. Si bien los éxitos así obtenidos por Kemmerer eran objeto de general aplauso, la verdad es que d e s p u é s de su retorno a Princeton no era raro, al cabo de algún tiempo, que el país aludido volviera a desentenderse del patrón oro. Pero llegó el m o m e n t o en q u e el profesor Kemmerer p u d o dirigir su atención al patrón oro de su propio país. Bajo su presidencia se creó el Comité de Economistas sobre Política Monetaria. Él mismo congregó a toda la sólida opinión clásica, en oposición a lo que había llegado a d e n o m i n a r s e el Plan Warren. El Comité Nacional recibió un fuerte apoyo de la prensa y de los sectores financieros, y su oposición al Plan Warren fue alentada y realzada por un acontecimiento al cual se dio gran publicidad, a saber, la protesta y dimisión de tres altos funcionarios de! Tesoro: Dean Acheson, años después secretario de Estado; J a m e s P. Warburg, personaje liberal de Wall Street que llegaría con el tiempo a renegar de su excepcional descenso a la ortodoxia, y O. M. W. Sprague, profesor de Harvard que g o / a b a de reputación como gran autoridad en t e m a s financieros. También se ha hecho hincapié repetidamente en el hecho de que el profesor Warren fuese economista agrario. Se t r a t a b a de un sector de la profesión económica s u m a m e n t e denigrado, en opinión de m u c h o s con justa razón —más adelante volveremos a e x a m i n a r este asunto—, y no se e s t i m a b a a p r o p i a d o que política alguna relacionada con el dinero fuese elaborada por un economista agrario o, como solía decirse, campesino. En enero de 1934, en gran medida como resultado de la respetada oposición de los profesionales, pero también, lo q u e es m á s seguro, a consecuencia de la notoria falta de influencia de la política de c o m p r a de oro s o b r e los precios, se procedió a d e j a r sin efecto el Plan Warren. El precio del oro a u m e n t ó de 20.67 dólares por onza, q u e se había fijado hacía mucho tiempo, a 35 dólares por onza, precio en el cual quedó estabilizado el metal amarillo por algo m á s de un tercio de siglo.
El estudiante de nuestros días habrá de preguntarse, casi automáticamente, por qué esta política giraba en torno del precio del oro. ¿No habría sido acaso mejor, una vez s u s p e n d i d o s los pagos en oro en las transacciones dentro del país, i m p l a n t a r una fuerte política liberal bajo la dirección del Sistema de la Reserva Federal?
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Podia en efecto h a b e r s e fijado el tipo de interés de los p r é s t a m o s —o tasa de redescuento, y m á s tarde, de descuento— de la Reserva Federal a un nivel bajo, haber permitido que los bancos de la Reserva c o m p r a s e n bonos del gobierno y a m p l i a r a n las reservas de los bancos comerciales, y por último, haber dejado que los bancos comerciales p r e s t a r a n dinero libremente, con lo cual, gracias a la consiguiente expansión de los depósitos, habría a u m e n t a d o la oferta monetaria. En realidad, todo esto se había hecho. D u r a n t e los últimos años de la presidencia de Hoover se redujeron los tipos de interés a niveles que, según los criterios actuales, serían p u r a m e n t e simbólicos. En efecto, d u r a n t e 1931, la tasa de redescuento del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, que había sido del 6 por ciento antes de la crisis, fue reducida, por fracciones del 0,5 por ciento, hasta el 1,5 por ciento. Eran m u c h o s los bancos que nadaban en la a b u n d a n c i a de efectivo; en efecto, uno de los cálculos contables bancarios de la época era el del exceso de reservas disponibles en los b a n c o s comerciales p a r a r e s p a l d a r la concesión de p r é s t a m o s . Todo esto no surtió muchos resultados. Los bancos, que e s t a b a n recuperándose lentamente de la gran crisis banc a d a con que se inauguró el decenio de 1930, y que habían cerrado u n á n i m e m e n t e s u s puertas el día de la asunción de la presidencia por Roosevelt, habían a d o p t a d o una actitud de cautela sin precedentes o, m á s bien, de miedo y a u n de pánico. Y los posibles prestatarios, que tenían que vérselas con precios reducidos, y en el caso del h o m b r e de la calle, con la necesidad de a s e g u r a r s e la subsistencia cotidiana, no acudieron a solicitar p r é s t a m o s . En esa forma, el acervo de m e t á f o r a s económicas, acumulación prodigiosa que sigue a ú n hoy en incremento, se enriqueció con u n a nueva, cuya imagen central era una cuerda: es posible, como quien tira de un cordel, disminuir el volumen de p r é s t a m o s bancarios mediante la aplicación de u n a política austera por parte del banco central, restringiendo y a u n reduciendo de este modo la oferta monetaria. Pero, a la inversa, e m p u j a n d o la cuerda no se puede incrementar el volumen de p r é s t a m o s de los bancos ni la oferta monetaria. Esta asimetría de la política monetaria y bancaria sería objeto de gran interés por parte de Keynes en los a ñ o s siguientes. Resultaba desde entonces evidente q u e el Estado podía ampliar la dem a n d a mediante el e n d e u d a m i e n t o y el gasto público, pero que en
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cambio no estaba a su alcance asegurar el a u m e n t o de la demanda mediante la reducción de los tipos de interés y la expansión de los créditos bancarios. A raíz de ello, el incremento del gasto público para estimular la d e m a n d a constituyó la respuesta a la ineficacia de la política monetaria aplicada d u r a n t e la depresión.
Entretanto, la depresión y la deflación de los precios habían conducido a otros dos esfuerzos m á s espectaculares p a r a obtener la s u b i d a de los precios, uno de ellos recurriendo a una acción directa, y el otro, mediante la limitación de la oferta. La acción directa e n c a m i n a d a a la subida de los precios, principalmente los de los productos industriales, tuvo lugar por intermedio de la Ley de Recuperación Nacional —la NRA, con su Águila Azul, tan simbólica — . Se reunió a los vendedores p a r a consultarles y proceder el establecimiento de precios mínimos. Como quid pro quo, se les exigió q u e permitieran a los t r a b a j a d o r e s hacer lo mismo, o sea, proceder a negociaciones colectivas bajo n o r m a s de equidad. Se t r a t a b a de una iniciativa cuyo mérito era innegable. En efecto, como lo habían d e m o s t r a d o Berle y Means, se había producido una gran concentración industrial y, en consecuencia, había en la mayor parte de los sectores industriales una cantidad a d e c u a d a de e m p r e s a s con las cuales podían efectuarse consultas para establecer acuerdos. El oligopolio, y no la competencia, había llegado a convertirse en la n o r m a industrial. H a b i e n d o llegado a esa posición, cada firma podía por sí misma influir p o d e r o s a m e n te en s u s propios precios, y en particular, r e b a j a n d o s u s salarios, podía operar provechosamente o con menos pérdida mediante precios m á s bajos, obteniendo así por lo menos u n a ventaja p a s a j e r a sobre las d e m á s e m p r e s a s de la industria. Éstas, a su vez, harían lo mismo, provocando de ese modo una espiral competitiva descendente de salarios y precios, verdadera réplica, en todo sentido, de la espiral ascendente q u e algún día llegaría a ser reconocida, a u n q u e de mala gana, cono una nueva y poderosa f o r m a de inflación. En aquel entonces, las c o m p a ñ í a s , r e s p o n d i e n d o a las instancias de la NRA, se pusieron de acuerdo para detener la espiral descendente. Pero esta concepción del problema no llegó a ser admitida. Los economistas no encontraron ninguna justificación económica a la NRA, sino que vieron en ella el m á s formidable a t a q u e j a m á s per-
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geñado contra el sistema clásico. Resultaba que la NRA venia a proclamar la nocividad de la competencia del mercado con su secuela de reducción de precios, declarando que la misma era contraria al interés público, al mismo tiempo que el monopolio, la gran falla reconocida del sistema clásico, se consideraba aceptable y se promovía por intermedio de s u s códigos. Y a d e m á s , mediante una iniciativa suplementaria, que no podía en modo alguno pasarse por alto, ignoraba la legislación antitrust, cuya existencia presentaba el má.ximo apoyo oficial otorgado al sistema clásico. Así las cosas, ¿qué subsistía en verdad de dicho sistema? A diferencia del caso del p r o g r a m a de compra de oro, no tuvo lugar ningún a t a q u e organizado de los economistas contra la NRA; como siempre, la crisis del dinero suscitó una reacción litúrgica m á s importante. Unos pocos economistas t r a b a j a r o n para la NRA —en aquella época era muy difícil conseguir empleo — , siendo por lo menos permisible formar parte de una oficina creada para servir de portavoz a los intereses del consumidor. Para la profesión en su conjunto, la NRA fue un símbolo de egregio error oficial, y así q u e d ó descrita en los relatos de la época. El 27 de mayo de 1935 la Corte S u p r e m a anuló las normativas c o d i f i c a d o r a s de la NRA, p r e c i p i t a n d o así el e x p e r i m e n t o a un a b r u p t o fin; no cuesta mucho creer q u e la actitud adversa de los economistas haya contribuido a sentar las bases de este desenlace. En épocas recientes, la NRA y el á m b i t o en q u e ésta se desarrolló han llegado a producir, como a c a b a de advertirse, un efecto de imagen en el espejo. Se ha considerado q u e la acción recíproca entre salarios y precios —un juego en el cual los salarios ocasionan la subida de los precios, y éstos a su vez la de los s a l a r i o s constituyó una causa de inflación. La intervención del Estado para detener el proceso en espiral —la regulación de salarios y precios— se ha convertido en a s u n t o de debate, y la respuesta clásica que obró tan enérgicamente contra la NRA ha vuelto una vez m á s a convertirse en una influyente oposición. Una vez más, el p a s a d o es presagio del presente.
El segundo gran esfuerzo desarrollado para el sostenimiento de los precios también constituyó un a t a q u e contra la fe clásica, y tuvo lugar no en la industria, sino en la agricultura. En el m u n d o rural.
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la competencia seguía en vigor, e n c a r n a n d o una réplica razonablemente fiel del modelo clásico: millares, hasta millones de productores se s u p e d i t a b a n a la vigencia de precios q u e ninguno de ellos podía determinar, y en los que ni siquiera s o ñ a b a n en influir. En la agricultura no había paro visible, y la remuneración del t r a b a j o se a j u s t a b a razonablemente a su rendimiento m a r g i n a l . ' " El trabajador, ya se tratara de un campesino independiente, de un aparcero o de un peón agrícola, tenia que aceptar este trato. Ningún economista de la tradición clásica podía c o n t e m p l a r este modelo sin darle su aprobación. Pero en cambio, para los participantes, éste ya había sido en el decenio de 1920 motivo de grave descontento, y en los primeros a ñ o s de la década de 1930 se había convertido en algo insostenible en los aspectos económico, social y político. La administración Hoover se vio obligada a intervenir. Mediante la promoción de las cooperativas mediante fondos oficiales de un organismo especial creado a tal fin, a saber, la J u n t a Rural Federal, el E s t a d o se p r o p u s o otorgar a los agricultores, al menos en parte, la influencia sobre s u s propios precios que prevalecían en el sector industrial. E s p e r a n z a vana: salvo para u n a limitada variedad de productos —principalmente la naranja, la uva y el melocotón—, la organización necesaria d e s b o r d a b a las posibilidades. Hacia 1933 se planteó la necesidad ineludible de a d o p t a r alguna medida p a r a mitigar la grave situación q u e padecía este sector idílicamente aceptable del sistema. En esos m o m e n t o s , Gardiner C. Means, designado consejero en Washington, t r a t a b a de demostrar q u e los precios de la agricultura habían sido mucho m á s vulnerables que los de la industria a la deflación ocasionada por la crisis." La operación de rescate fue, en a b r u m a d o r a mayoría, ejecutada por economistas, pero se t r a t a b a de una r a m a teórica e ideológicamente desconectada de la profesión. A partir del siglo p a s a d o , el Gobierno Federal y los de los e s t a d o s habían venido subvencion a n d o con donaciones de tierras la investigación y la enseñanza agrícolas en las escuelas universitarias y en las universidades. Una
10. La fuurza de irabiijo agrícola creció d u r a n t e la d e p r e s i ó n , a m e d i d a q u e Ins trab a j a d o r e s d e s p e d i d o s de las i n d u s t r i a s se dirigían al c a m p o en b u s c a de s u s t e n t o . I 1. hidustriat Pnces and Their Relative Inflexibility. D o c u m e n t o del S e n a d o n u m . 13, CiinBre.so d e los E s t a d o s U n i d o s d e A m é r i c a , 7 4 " p e r í o d o d e s e s i o n e s , I." sesión ( W a s h ington, D.C.. ¡935).
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parte de los recursos respectivos se había destinado a investigación y enseñanza en materia de economía agraria en general, y de administración de establecimientos agrícolas privados. En el Dep a r t a m e n t o de Agricultura en Washington funcionaba un centro de grandes proporciones dedicado a estas actividades, intelectualmente muy activo, en el marco de la Oficina de Economía Agrícola. la cual d i s f r u t a b a del mayor prestigio. La actitud a s u m i d a por dicho centro al e x a m i n a r las cuestiones relativas a la evolución de los precios agrícolas, las fuentes y la utilización del crédito agrícola, las cooperativas agrícolas, los m e r c a d o s rurales y la administración de fincas fue s u m a m e n t e pragmática, pues de lo contrario los legisladores no le habrían destinado el volumen necesario de recursos financieros. Y los economistas rurales respectivos mantenían estrecha comunicación con los d e m á s especialistas agrícolas y con su clientela en el campo, quienes les solicitaban c o n t i n u a m e n t e soluciones para elevar s u s ingresos y mejorar el funcionamiento de sus explotaciones. Absorbidos por esta misión, no les q u e d a b a tiempo para t o m a r en cuenta las exigencias del sistema clásico, del cual m u c h o s de ellos sólo tenían noticias distantes; en cambio, a partir del decenio de 1920, su principal preocupación la constituyeron los problemas económicos de los agricultores y, en especial, los bajos precios de la producción agrícola. Varios estudiosos, como por ejemplo John D. Black, ex profesor de la Universidad de Minnesota, y en ese entonces de Harvard; M. L. Wilson, de la Universidad de Montana; Howard R. Tolley. director de la Fundación Giannini de Economía Agrícola en la Universidad de California, y otros, empezaron a investigar con e m p e ñ o los remedios que podían aplicarse, y los medios idóneos para conseguir la subida de los precios. La alternativa consistía en conseguirlo mediante una regulación de la producción agrícola, o bien introduciendo una separación entre los precios de la producción agrícola en el mercado nacional y los bajos precios imperantes en el mercado mundial, o sea, implantando un sistema dual de precios. Esto último podría llevarse a la práctica mediante subsidios a la exportación (dumping) m a n t e n i e n d o a la vez mediante aranceles una apropiada protección de los mercados nacionales. Pero ya fuera que se a d o p t a s e ese método o algún otro, el modelo competitivo clásico sería desechado, pues el gobierno, y no el mercado, ejercería una influencia determinante sobre los precios de la producción agrícola.
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Con el advenimiento del nuevo gobierno en 1933, llegaron también a Washington los economistas agrarios. Bajo su égida, y bajo la dirección simbólica de veteranos p a r t i d a r i o s de la legislación agrícola, se creó la Administración de Ajustes de la Agricultura — la «triple A» — . Y con ella nació también, lo cual es m á s notable todavía, una nueva política de fijación de precios m í n i m o s o de ingresos mínimos para los productores de los principales renglones de la agricultura, procediendo, en caso necesario, a limitar la producción y a s u m i n i s t r a r silos, a s e g u r a n d o así la efectividad de tales precios. 'Esta política, que habría de sobrevivir, no tuvo equivalente en ninguno de los países industriales. De este modo, aquella rama de la economía que m á s se había a d a p t a d o al modelo clásico ya no seguiría f u n c i o n a n d o según los principios del mismo. Durante los años del New Deal, la reacción de los exponentes de la economía tradicional contra la herejía agrícola fue b a s t a n t e menos enérgica de lo q u e había sido su respuesta organizada contra el monetarismo de la c o m p r a de oro, y menor también q u e su objeción m á s generalizada contra la NRA. La agricultura era un caso especial, y los buenos economistas profesionales no pretendían entender s u s aberraciones económicas y políticas. El b a n d o de los economistas agrarios tenía su propio culto. Thorstein Vebien había introducido una distinción entre el conocimiento esotérico y el exotérico, de los cuales el primero poseía elevada reputación, pero no daba mayores resultados prácticos, mientras que el segundo, a la inversa, gozaba de escaso prestigio, pero en cambio daba grandes resultados en la práctica. Durante mucho tiempo, los profesores de economía de las universidades habían considerado a sus colegas, los economistas agrarios, como un elemento exótico bastante sórdido. Y ahora, este mismo concepto se aplicaba a las políticas por ellos preconizadas. La creencia de que la regulación de los precios y de la producción en la agricultura es intrínsecamente perversa no se ha disipado todavía. Aun en los primeros años del decenio de 1980, la administración Reagan empezó por acordarles lo que pronto llegaría a reconocerse como una oposición retórica, pero pronto se produjo una renovada intervención a un coste sin precedentes. Los profesores Samuelson y Nordhaus, en su obra de texto, se d e s p a c h a n contra esa política en términos despectivamente lacónicos: «Uno de los p r o g r a m a s oficiales corrientes consiste en subir los ingre-
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SOS de los agricultores reduciendo la producción agraria... Dado q u e la d e m a n d a de la mayoría de los productos alimenticios es inelástica, la restricción de los cultivos a u m e n t a en efecto s u s ingresos... Desde luego, los que pagan la exorbitante factura correspondiente son los c o n s u m i d o r e s . » ' Pero esta política no puede desecharse con tanta facilidad. El hecho de q u e el sistema clásico, en su f o r m a m á s pura, no sea tolerado por sus participantes constituye un dato muy significativo de la vida económica moderna. Y la circunstancia de q u e no se lo tolere en ninguno de los países industriales representa a su vez una terminante confirmación. Así ocurre por ejemplo en el J a p ó n , donde los precios agrícolas están fuertemente protegidos; en el Mercado Común Europeo, donde los precios de la producción agraria se llevan la parte del león en materia de subsidios y atenciones, y en Suiza, s u p u e s t a m e n t e el país de la libre e m p r e s a , d o n d e las vacas viven de la hierba de las m o n t a ñ a s y sus dueños de las subvenciones oficiales. Es preciso volver a destacar el fondo de la cuestión: la historia de la economía en tiempos recientes demuestra bien a las claras q u e el sistema clásico de mercado ya no se tolera allí d o n d e se presenta en su forma m á s p u r a .
12. S n m u c i s o n y N o r d h . i u s . op. cil., pág 389 Oiiizá c o m o c o n s e c u c n c i a He su situación en el l l a m a d o n c i n t u r ó n agrícola» (Farm Bell), C a m p b e l l McConncll. p r o f e s o r d e la u n i v c r s i ü ü d de N e b r a s k a , e x a m i n a esta política en f o r m a biistiintc m á s seria y f a v o r a b l e . McConnell. op. cil., p á g s . 634-638.
XVI.
EL N A C I M I E N T O DEL ESTADO DE BIENESTAR
Uno de los fenómenos más relevantes que se produjeron en Estados Unidos como respuesta a la gran depresión fue el surgimiento de lo que con el tiempo, a veces en forma aprobadora, y con frecuencia en tono condenatorio, llegaría a denominarse el estado de bienestar. Ésta sería la creación m á s perdurable de la revolución rooseveltiana. Pero los norteamericanos no pueden adoptar la actitud provinciana de arrogarse esta innovación, por cuanto Estados Unidos no fueron de ningún modo precursores en la materia. En efecto, los orígenes ambientales y las fuentes intelectuales de este cambio trascendental en la vida económica han de rastrearse en Europa medio siglo antes. El estado de bienestar nació en la Alemania del conde Otto von Bismarck (1815-1898). Durante el decenio de 1880 el desenvolvimiento de la sociedad alemana no se vio perturbado por las restricciones ricardianas y clásicas al papel del Estado. Los economistas alemanes se ocupaban de la historia, y de sus obras no solían desprenderse graves advertencias con respecto a las intromisiones del gobierno. Conforme a la tradición prusiana y alemana, el Estado era competente, benéfico y s u m a m e n t e prestigioso. Lo que se consideraba como principal peligro de la época era la activa militancia de la clase obrera industrial en rápido crecimiento, con su ostensible proclividad a las ideas revolucionarias, y en particular, a las que provenían de su compatriota recientemente fallecido, Karl Marx. Proporcionando el m á s claro ejemplo de temor a la revolución como incentivo para la reforma, Bismarck urgió a que se mitigaran las más flagrantes crueldades del capitalismo. En 1884 y en 1887, después de apasionadas polémicas, el Reichstag adoptó un conjunto de leyes que otorgaban una protección elemental bajo la forma de seguros en previsión de accidentes, enfermedades, ancianidad e invalidez. Aunque fragmentariamente, se adoptaron luego disposicio-
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ncs similares en Austria, Hungría y en otros países europeos. Quienes en la actualidad condenan el estado de bienestar se insertan en una gran tradición histórica, pues el debate acerca de su valor y legitimidad viene desarrollándose desde hace casi exactamente cien años. Una etapa de mayor alcance y en cierta medida m á s influyente de este proceso sobrevino en Gran Bretaña veinticinco años después de la gran iniciativa de Bismarck. En este caso se trataba mucho menos del miedo a la revolución que de la agitación concienzuda e informada de hombres, mujeres y organizaciones preoc u p a d o s por el destino de la sociedad, como Sidney y Beatrice Webb, H. G. Wells, George Bernard Shaw, la Sociedad Fabiana y los sindicatos obreros, q u e eran en aquel entonces influyentes y tenían objetivos bien formulados. Bajo el patrocinio de Lloyd George, ministro de Hacienda de Gran Bretaña, se a d o p t a r o n en 1911 leyes mediante las cuales se implantaron los seguros oficiales de enfermedad y de invalidez, y posteriormente de desempleo. Con anterioridad a esto ya se había p r o m u l g a d o una ley q u e establecía pensiones de ancianidad sin aportaciones de los particulares^ pero no había previsto las contribuciones necesarias para su mantenimiento. El subsidio de desempleo británico vino a s u p e r a r considerablemente las proporciones de su precursor alemán, que Lloyd George se había o c u p a d o de estudiar personalmente; en realidad, sólo en 1927 llegó a existir en Alemania un seguro de desempleo propiamente dicho. Paralelamente a la implantación de los impuestos correspondientes —que se incluyeron por primera vez en el p r e s u p u e s t o de 1910—, la legislación de bienestar social en Gran Bretaña desencadenó conflictos y perturbaciones sociales sin precedentes. Esta situación dio lugar a q u e se celebraran elecciones en 1910, a la vez que se suscitó una memorable crisis constitucional, d u r a n t e la cual la oposición a los impuestos necesarios, en la Cámara de los Lores, sólo pudo superarse cuando los liberales amenazaron con crear tantos nuevos pares como fuesen precisos para que se aprobara dicha legislación. Si es verdad q u e tanto en Gran Bretaña como en Alemania las m e d i d a s de promoción del bienestar venían a proteger a los a f o r t u n a d o s contra f u t u r a s agresiones, salta a la vista que los privilegiados no se d a b a n cuenta entonces de semejante necesidad. Literalmente hablando, el triunfo de Lloyd George en 1910 y
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1911 abrió el camino p a r a el cambio q u e sobrevendría en E s t a d o s Unidos cinco lustros m á s tarde. Gran Bretaña era la patria de la ortodoxia clásica, pero había llegado a aceptar, a u n q u e fuera con renuencia, una t r a n s f o r m a c i ó n muy i m p o r t a n t e del sistema, o en términos m á s concretos, una atenuación realmente sustancial de sus rigores. Se t r a t a b a de un ejemplo q u e E s t a d o s Unidos bien podían emular.
Durante los años siguientes a la iniciativa de Lloyd George tuvo lugar en Gran Bretaña una perceptible suavización de las actitudes clásicas hácia la legislación social. En 1920, Arthur C. Pigou (1877-1959), sucesor de Alfred Marshall tanto en prestigio como en su cátedra en la Universidad de Cambridge, publicó su obra básica de economía política, réplica de los Principies de aquel autor que d a t a b a n de treinta a ñ o s atrás. Su título, b a s t a n t e significativo, fue The Economics of Welfare (La economía de bienestar).^ Pigou no era h o m b r e p r o p e n s o a innovaciones radicales; en electo, todavía en 1933 a f i r m a b a lo siguiente: «En condiciones de competencia p e r f e c t a m e n t e libre —que él d a b a por s u p u e s t a en gran medida, aunque no de manera total— siempre habrá una fuerte tendencia hacia el pleno empleo. El desempleo existente en cualquier m o m e n t o d a d o proviene por entero de resistencias por efecto de fricción, que impiden el ajuste instantáneo apropiado de precios y salarios.»^ Y sin embargo, su pronunciamiento era subversivo con respecto a la doctrina clásica en un aspecto sutil, pero fundamental. En su expresión m á s rigurosa, la teoría tradicional había sostenido siempre —como por cierto siguió haciéndolo d e s p u é s de Pigou— que la utilidad marginal del dinero, para cada c o m p r a d o r individual, a diferencia de la utilidad marginal de cada mercancía tomada por separado, no podía bajar. Permanecía constante, y por tanto, una mayor cantidad de dinero no implicaría ninguna disminución de la satisfacción por unidad a ñ a d i d a . Y en términos todavía m á s perentorios, la teoría admitida a f i r m a b a también que no se podían hacer comparaciones interpersonales de utilidad. Al ir 1 L o n d r e s . M a c M i l l a n . I<)20. 2 Esti: píisiiji:, cit;idn por l'aul A. Suiiiuclsiin y W i l l i j m D. Nnrdhíiiis un Econtimics, 12." cdiciñn (Niicvn York. M n c G r a w - l ü l l . I9K5). págs. .1(16-167. p r o v i e n t do Pigou. TUc Theory uf Uiidniployniciil. y va ncunipiiñiidu por Iii o b s e r v a c i ó n d e üiclios ¡lutores d e q u e el e m p l e o en E s u d n s Unidos c u a n d o Pigou c s c r i b i ó s u libro era a p r o x i m a d a m e n t e el 25 por ciento de la f u c n í a de t r a b a j o .
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adquiriendo c a n t i d a d e s cada vez mayores de un producto dado, el usuario iría obteniendo, de cada incremento, una satisfacción cada vez menor. Pero no podía en cambio sostenerse q u e quien poseyera m á s recibiera de cada incremento menos satisfacción que quien poseyera menos. Los sentimientos de diferentes personas no eran c o m p a r a b l e s ; e s t a b l e c e r s e m e j a n t e s c o m p a r a c i o n e s equivalía a negar la p r o f u n d i d a d y complejidad de las emociones h u m a n a s , y ello representaba una negación de las modalidades de razonamiento científicas a las que aspiraba todo economista cabal y de buena reputación. Por esotérico que todo ello pudiera parecer, los resultados prácticos de este postulado fueron impresionantes. De allí se deducía que en términos económicos estrictos no había ninguna razón para transferir r e n t a s (o riqueza a c u m u l a d a ) de los ricos a los pobres. La estima y el goce del dinero por parte del rico no disminuía con el incremento de la cantidad. En consecuencia, no podía a f i r m a r s e que el rico, por el hecho de serlo, sufriese menos que los pobres cualquier pérdida de riqueza o ingreso marginales. Tampoco podía sostenerse q u e la satisfacción proveniente del c o n s u m o al que ren u n c i a b a n hubiera sido menor que la satisfacción —es decir, la utilidad— obtenida por el pobre. En términos de teoría económica estricta se t r a t a b a de una comparación ilegítima. Por tanto, la economía clásica no era partidaria de la redistribución de la renta. Y aquí llegamos al aspecto decisivo de la cuestión: de una u otra forma, las m e d i d a s de bienestar social siempre implican u n a redistribución, de m o d o que la ortodoxia clásica continuó oponiéndose a ellas. Para los ricos, ésta volvía a ser u n a muy adecuada conclusión. Pigou propuso una alternativa a esta línea del pensamiento clásico. Segiin él, m i e n t r a s la producción total no disminuyera a consecuencia del cambio introducido, la economía del bienestar, o sea, la s u m a total de satisfacción proporcionada por el sistema, era realzada por la transferencia de recursos disponibles para el gasto de ricos a pobres. Según su criterio, la utilidad marginal del dinero disminuía al a u m e n t a r su cantidad, y en consecuencia, el h o m b r e pobre, o la familia menesterosa, d i s f r u t a b a n m á s que los ricos de un incremento de ingresos o de mercancías obtenido en esa forma. Con esto no se a s e s t a b a un golpe mortal a las actitudes ortodoxas, pues la comparación interpersonal de las utilidades siguió constituyendo objeto de sospecha. Y hasta cierto p u n t o sigue ocu-
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h a s t a la fecha. Pero las opiniones de Pigou proporcionaclamoroso apoyo a la redistribución de la renta implicada medidas de bienestar. Y tal aprobación ha provenido del mismo de la corriente hegemónica contemporánea.
La brecha en la ortodoxia clásica q u e acaba de describirse representó un factor favorable en la evolución hacia el estado de bienestar. Pero en E s t a d o s Unidos asumió mayor importancia el surgimiento, entre los propios economistas profesionales, de u n grupo influyente que de forma expresa abrazó sus finalidades. Hacia 1935, un n ú m e r o considerable de jóvenes economistas habían ido a t r a b a j a r a Washington. Además de la principal concentración de estos profesionales en el D e p a r t a m e n t o de Agricultura —donde no por casualidad Rexford Tugwell había sido designado subsecretario—, otros m u c h o s fueron ocupando cargos en diversas oficinas públicas. A causa de ellos, la palabra profesor había adquirido para mucha gente u n a connotación política oprobiosa, algo así como desviado sexual. Así como los economistas agrarios, que en el aspecto académico se habían visto libres de las restricciones clásicas, se e n c a r g a b a n de la política y la administración en materia de agricultura, los institucionalistas, exentos igualmente de tales limitaciones, tomaron a su cargo la promoción y el diseño del estado de bienestar. Si bien hubo francotiradores en otras partes, como Eveline M. Burns (1900-1985) en la Universidad de Columbia, y Paul H. Douglas^ (1892-1976) en la de Chicago, la Universidad de Wisconsin constituyó la f u e n t e a la vez de las ideas y de la iniciativa práctica f u n d a m e n t a l e s en la legislación del estado de bienestar. John R. C o m m o n s (1862-1945), c a t e d r á t i c o de dicha u n i v e r s i d a d , es en E s t a d o s Unidos la figura equivalente a Bismarck o a Lloyd George. En su edad m a d u r a . C o m m o n s e n c a m a b a el resultado brillante y extraordinariamente influyente de una educación caótica y de una carrera universitaria inicial desastrosa. Ésta le c o n d u j o a u n a sucesión de colegios universitarios y de universidades del Medio Oeste y del Este de Estados Unidos, a saber, Ohio, Wesleyan, Ober3. Ouicn venia d c s n r r o i l a n d o n In vez u n a n o t a b l e c a r r e r a u n i v e r s i t a r i a y u n a distinguida a c t u a c i ó n política c o m o s e n a d o r d e los E s t a d o s Unidos.
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lin, Indiana y Syracuse. Todas estas instituciones, como ya había ocurrido con Vehlen, prefirieron verlo ejercer la docencia en otra parte. Pero quizá lo m á s notable no es q u e fuera tan sistemáticamente despedido, sino que con igual regularidad llegara a ser nuevamente contratado. Uno de los personajes que más contribuyeron a rescatarlo de su odisea fue Richard T. Ely (1854-1943), quien por su parte había actuado también como precursor de la disensión en la economía política estadounidense, y que, según dije antes, había sido antes uno de los f u n d a d o r e s de la American Economic Association. Ely fue quien finalmente llevó a Commons a la Universidad de Wisconsin, donde este último escribió una cantidad de o b r a s académ i c a s en las q u e de m a n e r a a m p l i a , y a veces incoherente, investigaba la influencia de la organización sobre el ciudadano, sin omitir la del Estado. Para analizarla procedió a e n u m e r a r los fund a m e n t o s jurídicos de esta relación, y su historia en la teoría y en la práctica a lo largo de los siglos. Los libros de Commons, entonces como ahora, no llegaron a contar con m u c h o s lectores. Lo m á s que consiguió fue reunir en torno suyo a un brillante y devoto círculo de colegas y estudiantes que al no estar a t a d o s a los principios clásicos ortodoxos se pusieron en forma s u m a m e n t e práctica a enderezar los evidentes entuertos sociales de la época. Sus i n s t r u m e n t o s primordiales fueron el gobierno del estado de Wisconsin, con sede en Madison, capital o p o r t u n a m e n t e próxima a la universidad, y su familia gobernante, a saber, Robert La Follette y sus dos hijos. El Plan Wisconsin, obra conjunta de economistas y políticos, e s t a b a integrado por una ley de administración pública del Estado de características progresistas; una normativa eficaz de las tarifas de los servicios públicos; una limitación de los intereses crediticios (si bien con un máximo todavía prohibitivo del 3,5 por ciento mensual, o sea, el 42 por ciento a n u a l ) ; una política de apoyo al movimiento sindical de los t r a b a j a d o r e s ; un impuesto estatal sobre la renta, y por último, en 1932, un sistema estatal de subsidio de desempleo. Esta última medida tuvo un efecto muy considerable en las actitudes económicas y políticas estadounidenses, y ningún otro factor contribuyó de forma tan directa a la adopción de la legislación federal en la materia tres años después. Y fueron los economistas del equipo de Commons y de la Universidad de Wisconsin, u n a vez más, quienes llevaron adelante la ini-
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d a t i v a en el á m b i t o federal. Edwin E. Witte (J887-1960), profesor de economia política en dicha universidad, y arquitecto del Plan Wisconsin, fue director ejecutivo del Comité de Seguridad Económica del gabinete que redactó la legislación federal. En estrecha cooperación con él t r a b a j ó Arthur J. Altmeyer (1891-1972), quien también había colaborado en las r e f o r m a s de Wisconsin. De modo que quien desee ir en peregrinación a las fuentes del estado de bienestar no puede omitir una reverente visita a Madison, Wisconsin.
La primera etapa de la legislación federal en la materia, cuyo proyecto fue redactado en 1935 por T h o m a s H. Eliot (1907), nieto de un presidente de Harvard, que fue a b o g a d o en M a s s a c h u s e t t s en su juventud, luego miembro del Congreso por dicho estado, y posteriormente rector de la Washington University en St. Louis, preveía un sistema de subvenciones a los e s t a d o s con destino a los ancianos necesitados y a los hijos a cargo de familias de bajos recursos, así como a otros aspectos de la previsión social. También estableció un régimen conjunto federal y de los e s t a d o s para las indemnizaciones de desempleo, al igual que un sistema obligatorio de pensiones de vejez para los t r a b a j a d o r e s de los principales sectores industriales y comerciales de la economía. El plan de pensiones, de proporciones muy modestas, se basaba en una caja cuyos fondos provendrían de una tasa específica descontada sobre los salarios, con cuyas reservas podrían costearse las prestaciones cada vez m á s cuantiosas q u e sería necesario pagar a medida que un mayor número de t r a b a j a d o r e s fuese alcanzando la edad de la jubilación. En un país q u e todavía experimentaba los efectos de una grave deflación, dicho plan era abiertamente deflacionario, pues el monto de los recursos retirados del circulante, en detrimento de la capacidad adquisitiva, era mayor que el devuelto por medio de las prestaciones corrientes. En cambio, la alternativa de financiar las prestaciones con recursos del presupuesto general del Estado habría a u m e n t a d o el déficit, o habría requerido un incremento de las contribuciones menos específico, posiblemente una elevación del impuesto sobre la renta. El primero de estos dos procedimientos q u e d a b a excluido por la perdurable adhesión de los economistas al sistema financiero conservador. y el segundo, por la resistencia política a aplicar un im-
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puesto a los m á s opulentos para beneficio de los m á s pobres, de los niños y de los ancianos. El principio de q u e los recursos de la seguridad social, y en particular los de la pensión de vejez, deben constituirse mediante un impuesto percibido de los propios interesados, ha subsistido desde entonces casi sin oposición. Y sin embargo, sólo por consideraciones de a p a r e n t e o p o r t u n i d a d política en el m o m e n t o de su implantación no llegó a establecerse como una partida más de los p r e s u p u e s t o s generales del Estado. El s u b s i d i o de d e s e m p l e o c o s t e a d o m e d i a n t e los i m p u e s t o s sobre los salarios exigió a su vez una intrincada combinación de disposiciones federales y de los Estados, con las consiguientes diferencias de prestaciones entre estos últimos. Lamentablemente, se alentó en gran medida a los estados a q u e se esforzaran m á s bien menos q u e m á s , m e j o r a n d o así sus respectivas posiciones en la competencia del mercado al imponer menores g r a v á m e n e s a las industrias en ellos establecidas, o a las q u e deseaban atraer. Pero por lo menos fue un comienzo.
La reacción de los economistas ortodoxos ante la Ley de Seguridad Social, como en el caso de la legislación agrícola, y en contraste con la que habían a s u m i d o ante la NRA y en especial ante el e x p e r i m e n t o de la c o m p r a de oro, f u e r e l a t i v a m e n t e moderada. A diferencia de la NRA o de la compra de oro, la nueva legislación p r o p u e s t a no implicaba u n c h o q u e f r o n t a l contra las creencias clásicas. La existencia del desempleo y de las descalificaciones económicas de la edad avanzada eran indiscutibles; quizá debiera procurarse remediarlas. El subsidio de desempleo rep r e s e n t a b a un puente razonable para salvar la fase deprimida del ciclo comercial. Las pensiones a la vejez se p a g a b a n solas: después de todo, eran un seguro, y no tenían nada de radical. Una figura tan prestigiosa como Pigou les había otorgado una cierta aprobación. Y los profesores de Wisconsin, por disonantes que fueran s u s opiniones, eran, por lo menos en términos generales, verdaderos economistas, no m i e m b r o s de algún estrato inferior de la profesión. Pero el m u n d o de los negocios, cuyas opiniones exigen aquí especial audiencia, no fue tan tolerante. Ningún texto jurídico en la historia de E s t a d o s Unidos fue tan e n c o n a d a m e n t e atacado por los portavoces de ese medio como el proyecto de la Ley de Seguri-
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dad Social. El Consejo de la Conferencia Nacional de la Industria hizo la advertencia de que el «seguro de desempleo no puede fundarse sobre una base financiera sólida»; la Asociación Nacional de Fabricantes declaró q u e dicha ley facilitaría «la dominación definitiva del socialismo sobre la vida y la industria»; Alfred P. Sloan, Jr., entonces jefe soberano de la General Motors, aseguró categóricamente que «los peligros están a la vista»; J a m e s L. Donnelly, de la Asociación de Fabricantes de Illinois, proclamó q u e se t r a t a b a de una conspiración destinada a socavar la vida nacional, «destruyendo la iniciativa, d e s a l e n t a n d o el ahorro y s o f o c a n d o la responsabilidad individual»; Charles Denby, Jr., m i e m b r o de la Asociación Americana de Abogados, manifestó que «en un m o m e n t o u otro acarreará el inevitable a b a n d o n o del capitalismo privado»; y George P. Chandler, de la C á m a r a de Comercio de Ohio, dictaminó, de forma algo sorprendente, que la caída de Roma había sido originada por una medida de esa índole. En una p a r á f r a s i s destinada a a b a r c a r todas esas actitudes, Arthur M. Schlesinger, Jr., escribió lo siguiente: «Con el seguro de desempleo, nadie trabajaría; con el seguro de vejez y de supervivientes, nadie ahorraría, y el resultado final sería la decadencia moral, la bancarrota financiera y el d e r r u m b e de la República.» El representante John Taber, del norte del estado de Nueva York, dijo en el Congreso, como portavoz de la oposición: «Nunca en la historia del m u n d o se ha preconizado u n a medida tan insidiosamente d e s t i n a d a a impedir la recuperación de los negocios, a esclavizar a los t r a b a j a d o r e s y a eliminar toda posibilidad de que la patronal cree puestos de trabajo.» Uno de sus colegas, el representante Daniel Reed, fue m á s escueto: «El látigo del dictador se hará sentir.» El Partido Republicano votó casi u n á n i m e m e n t e el retorno a comisión del proyecto, lo cual equivalía a terminar con él, pero c u a n d o se procedió a votación nominal en la C á m a r a prevaleció la reflexión y fue aprobado por a b r u m a d o r a mayoría, a saber, 371 votos a favor y 33 en contra.'' Pero éstos eran tan sólo los comienzos. Después vendrían el seguro de salud, la asistencia a las familias con hijos a su cargo, la vivienda para familias de bajos ingresos, los subsidios de vivienda, la formación profesional y otras prestaciones s u p l e m e n t a r i a s •1. VéaSL- A r t h u r M. Schlcsingur. Jr., Tßic Age of Roosevell, vol. 2. The Corning of thc New Deal (Boston. Iliuighton MiFllin. 1958). págs. 31I-.3I2 He l o m a d o del p r o f e s o r Schlesinger cl rehilo d e I3 c o n d u c t a .-isumidn por la oposición.
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para los necesitados. Y lo mismo q u e en E s t a d o s Unidos sucedió en todos los países industriales. También sobrevino, paralelamente, una corriente interminable de preocupaciones y lamentos de quienes, como los dirigentes empresariales mencionados, veían en las medidas de previsión el enemigo natural de la libre e m p r e s a , el agente destructor de la motivación que hacía girar s u s engranajes. En épocas posteriores se s u m a r í a n a este coro las voces de gobiernos a b i e r t a m e n t e conservadores en E s t a d o s Unidos y en Gran Bretaña. Y no les faltarían acólitos obsecuentes q u e salieran a proclamar, a m e n u d o con una autocomplacencia de s u p u e s t o s innovadores, las antiguas verdades de Bentham, Spencer y William G r a h a m Sumner.^ Entretanto, a medida que iban apaciguándose la furia y la alienación de los desposeídos, c a l m a d o s precisamente por el estado de bienestar, iba también disipándose el temor bismarckiano a la revolución. Y el socialismo, acosado por persistentes problemas de ineficacia, fue perdiendo importancia como solución alternativa. A raíz de ello se intensificó la ofensiva verbal contra las medidas sociales. Pero con el notable detalle de que, en general, tan amplia y efusiva retórica no tuvo aplicación práctica en ningún país industrializado. E n f r e n t a d o s a la realidad y, entre otros aspectos, a las formidables consecuencias políticas que podían acarrear los intentos de d e s m a n t e l a r el estado de bienestar, tanto los legisladores como los Ministerios se echaron atrás llegado el caso,^ tal como hizo la C á m a r a de Representantes de E s t a d o s Unidos en aquella ocasión inicial. El estado de bienestar, mal q u e pese a toda retórica, se ha convertido en una sólida parte integrante del capitalismo moderno y de la moderna vida económica. La seguridad social es objeto al mismo tiempo de a m o r y de odio, pero el a m o r es el que triunfa.
La reacción del m u n d o empresarial contra la Ley de Seguridad Social señaló el inicio de un cambio en las relaciones entre ese sector y el de los economistas; en lo sucesivo prevaleció cierta ten5 Véase George Gilder. Wealth and Povcriy (Niiev.-i York. Basic Bonks. iqRI), y Charles M u r r a y . Losing Ground: America's Social Policy, /9jO-í9SO ( N u e v a York. Basic Books. 1984). 6 v é a s e , al respecto. David S t o c k m a n . The Triumph of Politics ( N u e v a York. H a r p e r :inil R
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sión. Los economistas ya dejaron de ser una fuente de bonachona racionalización de los acontecimientos económicos como en épocas anteriores y, por el contrario, algunos de ellos comenzaron a promover ideas y actos p r o f u n d a m e n t e reñidos con las circunstancias. Esto ya había podido advertirse inicialmente en ocasión de la compra de oro; pero con el advenimiento del estado de bienestar la transformación fue evidente. Y muy pronto, con John Maynard Keynes, llegaría a serlo con la mayor vivacidad. Cabe preguntarse por qué los intereses empresariales se resistieron a la adopción de medidas económicas tan patentemente destinadas a proteger el sistema económico, y esta pregunta se planteó, una y otra vez, de modo enérgico y urgente, a raíz de la actuación de Keynes. Tradicionalmente, tal resistencia se ha atribuido a la miopía —o bien, para quienes carecen de tacto, a la falta de inteligencia social— de los h o m b r e s de negocios, y en particular, de sus portavoces m á s consecuentes. Pero ésta es u n a opinión de limitados alcances. Los intereses pecuniarios no llegan a ser trascendentales en e s t a s cuestiones, y las convicciones religiosas también d e s e m p e ñ a n aquí su papel. Para los actores en el escenario empresarial, el sistema clásico era —y sigue siendo— algo m á s que un dispositivo para producir bienes y servicios y para defender los beneficios personales. Era también un tótem, una manifestación de fe religiosa. Y en ese carácter, se le debía respeto y protección. Los h o m b r e s de negocios, los directivos de e m p r e s a , los capitalistas, se alzaron por encima de los intereses para defender la fe. Y muchos siguen haciéndolo actualmente. Pero hubo a d e m á s otra razón para que a c t u a r a n así. Los negocios no sólo tienen por objeto procurar dinero: también son un medio para lograr el éxito y, en consecuencia, para reforzar el amor propio. Es un hecho poco grato pero ineludible q u e al evaluar en qué medida se han obtenido estas ventajas, el éxito relativo se advierte más fácilmente en las épocas de crisis que en las de prosperidad. En los períodos de general infortunio, los h o m b r e s de negocios a f o r t u n a d o s y coherentes pueden verificar en detalle qué es lo que han c o n s e g u i d o m e d i a n t e s u s propios e s f u e r z o s (o los de algún a n t e p a s a d o próspero) y qué es lo que han s u s t r a í d o a éstos. Ahora bien, si la generalidad de las personas está en buena posición, o tiene al menos un pasar, este rito de autoestimación no complace mucho. Ya no cabe entonces felicitarse con f r a s e s por el estilo de «Yo sí que he llegado», ni complacerse en reflexiones acer-
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ca de las cualidades superiores que han permitido ese éxito. De modo que atribuir a miopía intelectual o a un estrecho interés pecuniario la resistencia del m u n d o de los negocios a las tendencias benéficas de la seguridad social (y m á s tarde, a las de lord Keynes), es no comprender bien una parte muy importante de la motivación capitalista y competitiva. Algo, quizá mucho, debe ser atribuido también al placer de ganar en un juego en el q u e muchos pierden.
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A causa de la incesante presión ejercida por los acontecimientos sobre las ideas económicas, y sobre todo de la que en general ocasionaba la Gran Depresión, el decenio de 1930 fue, especialmente en listados Unidos, el más fértil en innovaciones. Como ya se ha observado, se adoptaron medidas directas para afrontar la caída de los precios industriales y agrícolas; se proveyó auxilio organizado a quienes más lo necesitaban; se emprendieron obras públicas para crear oportunidades de empleo, y en 1935 se implantaron el subsidio de desempleo y el sistema de pensiones a la vejez. Pero, con todo ello, subsistía el problema que implicaba el grave fracaso del sistema en su conjunto. En 1936, 'cuarto año del New Djial, después de una leve recuperación (que como luego se comprobaría, fue sólo momentánea), los gastos personales seguían siendo bajos, el 17 por ciento de la fuerza de trabajo estadounidense continuaba desempleada, y el Producto Nacional Bruto equivalía a sólo el 95 por ciento de lo que había sido en el año ya lejano de 1929. En efecto, no habían tenido lugar los grandes incrementos anuales prometidos por todos los políticos. En 1937 volvió a producirse una abrupta caída de la actividad económica; como ya existía una depresión, hubo que buscarle otro nombre, y se llamó a esto una recesión, o sea, una depresión dentro de una depresión. La ortodoxia económica no podía explicar ninguno de estos fenómenos. En ella, debemos repetir, la economía encontraba su equilibrio con el pleno empleo y de éste, a su vez, provenía la demanda que lo sustentaba. Así reza la ley de Say. Persistía la posibilidad de los déficits pasajeros, que era algo aceptado, pero desde luego ninguno que pudiera durar, como éste, hacia 1936, unos seis años de interminable lobreguez. Un siglo antes, T h o m a s Robert Malthus había sostenido la posibilidad de una superproducción generalizada como contrapartida a una escasez de la d e m a n d a . ' Esta I.
Véase el c a p i t u l o VII.
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hipótesis fue considerada como posiblemente excéntrica y, desde luego, errónea. Se habían mantenido, como verdad aceptada, las opiniones de Say y de David Ricardo, y con ellas, el rechazo de lo que era designado casi universalmente como la falacia del subcons u m o y la escasez de la d e m a n d a . Y si no podía en verdad haber tal escasez, era b a s t a n t e obvio q u e no incumbía al E s t a d o a d o p t a r medidas para promover la d e m a n d a : aparte de ser innecesario, hubiera representado una violación de los cánones de toda política fiscal correcta. El gobierno, lo mismo que los hogares, vivía dentro de s u s medios. O. por lo menos, debía hacerlo. Era plausible, y hasta evidente, la posibilidad de que los tipos de interés pudieran reducirse mediante la intervención de los bancos centrales, pero a m e d i a d o s de la década de 1930 eran ya tan bajos que no podía aplicarse tal recurso para seguir f o m e n t a n d o los créditos y las inversiones. De e s t a s circunstancias, y con una fuerza que sólo puede evaluarse d e b i d a m e n t e si se la ve en ese contexto, surgió, con tremendos efectos, la obra de John Maynard Keynes (1883-1946). Los elementos básicos de su alegato estaban destinados, en forma tan sencilla como directa, a liberar a la política antidepresiva de sus restricciones clásicas. Según él, la economía moderna no encuentra necesariamente su equilibrio en el pleno empleo, sino que puede hallarlo a u n q u e el desempleo subsista, o en otros términos, es posible un equilibrio con paro. En este caso la ley de Say ya no rige, y puede haber una escasez de la d e m a n d a . Entonces, el gobierno puede y debe tomar medidas para subsanarla. Cuando aparece una depresión, los preceptos de la hacienda pública correcta deben inclinarse ante esta necesidad. El equilibrio con subempleo, la abolición de la ley de Say, la necesidad de promover la d e m a n d a recurriendo a gastos públicos, más allá del límite de los ingresos disponibles, son los elementos básicos del sistema de Keynes, a los cuales volveremos a referirnos. Ellos resumen lo que, con una hipérbole inofensiva, se ha dado en llamar la Revolución keynesiana.
Uno de los rasgos m á s notables de esta revolución es que muchos la habían previsto. En efecto, hubo keynesianos antes de Keynes. Uno de ellos fue Adolf Hitler, quien, libre de las c a d e n a s de una teoría económica, e m p r e n d i ó un gran programa de o b r a s públicas
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al lomar el poder en 1933, entre las cuales el ejemplo m á s visible fueron las Autobahnen. En verdad, empezó inviniendo en o b r a s de ingeniería civil, antes de e m p r e n d e r los gastos a r m a m e n t i s t a s . Los nazis tampoco hacían ningún caso a las limitaciones de los ingresos públicos, pues recurrían sin escrúpulos a la financiación a través del déficit. De esta forma, la economía a l e m a n a pudo rec u p e r a r s e de la caída d e v a s t a d o r a s u f r i d a a n t e r i o r m e n t e . Hacia 1936, el desempleo, q u e había ejercido una influencia tan considerable en el acceso de Hitler al poder, había sido eliminado en gran medida. Pero este proceso no impresionó al m u n d o económico; en efecto, Hitler y los nacionalsocialistas no eran un modelo a imitar. En aquellos a ñ o s , los e c o n o m i s t a s y los portavoces m á s expresivos de la sapiencia financiera que visitaban el Reich, predijeron unánimemente un d e s a s t r e económico. Según ellos, como resultado de aquellas políticas temerarias, si no demenciales, la economía alem a n a se d e s m o r o n a r í a por completo, y el nacionalsocialismo, a su vez, quedaría desacreditado y desaparecería. Heinrich Brüning, el canciller rígidamente ortodoxo que había presidido la anterior etapa de desempleo y privaciones, fue c o n t r a t a d o como catedrático en Harvard, y desde ese puesto declaró públicamente una y otra vez que Alemania padecería las graves consecuencias del a b a n d o n o de sus políticas rigurosamente a u s t e r a s que, en su opinión, no tenían nada que ver con la situación desesperada q u e había conducido al auge del fascismo. Más civilizado y mucho más conforme a un p e n s a m i e n t o económico deliberado y solvente fue el caso de Suecia. En ese país, d u r a n t e dos generaciones, un grupo alerta de economistas había venido desarrollando un examen critico de las ideas económicas en su relación con los a s u n t o s públicos. Y más allá de esta reflexión, recurriendo a la enseñanza y a la publicación de s u s escritos, lograron que s u s conceptos y orientaciones se convirtieran en políticas y en métodos prácticos de la administración pública. La figura f u n d a d o r a de la primera generación fue Knut Wicksell (1851-1926), un estudioso de la tradición clásica y utilitarista, pero a la vez de mentalidad f u e r t e m e n t e independiente y original, dotado de un talento q u e lo impulsaba a lo imprevisible y, d a d o el caso, a la herejía declarada. Entre o t r a s cosas, fue muy criticado por su pionera defensa en favor del control de la natalidad; en 1908, habiendo e x p r e s a d o en una conferencia ciertas opiniones
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poco reverentes sobre la Inmaculada Concepción, fue condenado a dos meses de cárcel. Algunos creían, por lo visto, q u e los economistas debían ser m e n o s eclécticos en su herejía. Las opiniones de Wicksell sentaron los precedentes de muchos d e b a t e s posteriores en la m a t e r i a ; por ejemplo, a n t i c i p á n d o s e a Chamberlin y a Robinson, sostuvo que el monopolio y la competencia eran los extremos opuestos de un espectro en el cual se alineaban muchas formas distintas de organización del mercado. Ésta y otras actitudes irrespetuosas hacia las doctrinas de la ortodoxia le mantuvieron d u r a n t e toda su vida en conflicto con Gustav Cassel (1866-1944), pilar del p e n s a m i e n t o económico conservador en Suecia y, en cierta medida, en toda Europa. Cassel fue defensor acérrimo del sistema clásico, del patrón oro y de una apropiada limitación, si no un alcance mínimo, de la intervención del gobierno en la economía. Dada su vehemente adhesión a s u s propias creencias; y el entusiasta apoyo que éstas encontraron entre los conservadores en toda Europa, Cassel inspiró g r a n d e s polémicas. En realidad, lo q u e con el tiempo llevaría a la r u p t u r a de Suecia con la economía clásica tuvo mucho q u e ver con la disponibilidad de un contrincante tan tenazmente ortodoxo. En las filas de la oposición a Cassel se distinguió toda una segunda generación de economistas notables por su mentalidad independiente, como G u n n a r Myrdal (1899), Bertil G. Ohlin (18991979X Erik Lindahl (1891-1960), Erik F. L u n d b e r g (1907) y Dag H a m m a r s k j ö l d (1905-1961), luego secretario general de Naciones Unidas, quien pereció en acto de servicio. Buenos conocedores de la teoría clásica y conscientes de sus limitaciones, se enfrentaron directamente a los problemas prácticos de la economía, la sociedad y la política de Suecia. A medida q u e se a h o n d a b a la depresión, comenzaron a dedicar especial interés a las consecuencias de ésta, como, por ejemplo, la deflación de los precios, la disminución de la producción, el desempleo y el desastre agrícola. En las dimensiones relativamente pequeñas de la comunidad sueca, los econ o m i s t a s se hallaban en estrecha comunicación, inclusive cotidianamente, con los dirigentes políticos y los funcionarios públicos, cuando no ejercían ellos mismos esas funciones. De esta asociación surgió un amplio proyecto e n c a m i n a d o a aliviar las penurias y a mejorar el funcionamiento general de la economía. En este proyecto estaba c o m p r e n d i d o lo que para las p a u t a s de la época era un sistema de seguridad social bien desarrollado, y a d e m á s , pre-
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cios de apoyo para ia agricultura. Finalmente, como complemento y correctivo del capitalismo y de la empresa competitiva, se previo un sistema muy estructurado de cooperativas agrarias y de consumo. Pero para n u e s t r o tema actual lo que m á s interesa es la utilización deliberada del p r e s u p u e s t o del estado para respaldar la dem a n d a y el empleo. La depresión condujo a los economistas de Estocolmo a a b a n d o n a r la esperanza de q u e el banco central, reduciendo los tipos de interés, pudiera inducir un a u m e n t o efectivo de la inversión, el gasto correspondiente y la d e m a n d a . Una vez más, habría sido inútil e m p u j a r la cuerda. Por el contrario, afirmaron que si bien en épocas normales el presupuesto estatal debía mantenerse equilibrado, en tiempos de depresión, a la inversa, convenía desequilibrarlo deliberadamente, de modo q u e el excedente de los gastos sobre los ingresos contribuyera a sostener la d e m a n da y el empleo. Todo esto se decía y se hacía en Estocolmo en la década de 1930, mucho antes de Keynes; para utilizar una terminología exacta. no debería actualmente aludirse a la revolución keynesiana. sino m á s bien a la revolución sueca. A mediados del decenio, las noticias relativas a las novedades del pensamiento sueco fueron penetrando lentamente en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Al cabo de un tiempo. Suecia fue presentada como la Vía Intermedia^ a un m u n d o p e r t u r b a d o por la idea de que el socialismo y el c o m u n i s m o eran las únicas alternativas a un capitalismo rigurosamente ortodoxo; para ello se destacaban su sistema de bienestar social, ya entonces bien desarrollado. sus cooperativas agrarias y de consumo, su tolerancia general de la modificación y enmienda del rigor clásico, y su utilización del presupuesto del Estado para respaldar la d e m a n d a . Pero como ha d e s t a c a d o Ben B. Seligman,^ la barrera lingüística ha impedido d u r a n t e m u c h o tiempo la difusión de este modelo. Y por otra parte, no se concebía que las g r a n d e s ideas económicas se originaran en p e q u e ñ o s países.
2. Parte del titulo del libro muy d i f u n d i d o de M a r q u i s W. Childs, Swtfrfen; Thf Middle Way ( N e w Hoven, Yale University P r e s s , 1936). 3. En Main Currents in Modern Economics ( N u e v a York, T h e Free P r e s s of Glencne, 1962), p á g s . 539 y s s . Esta e n o r m e o b r a , con j u s t o motivo, e x p r e s a u n a g r a n a d i n i r a c i ó n p o r los e c o n o m i s t a s s u e c o s .
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T a m b i é n en E s t a d o s Unidos tuvo Keynes s u s precursores. En el decenio de 1920, William Trufant Foster (1879-1950) y Waddill Catchings (1879-1967), el primero de ellos economista con reputación de excéntrico, y el s e g u n d o un Wunderkind de las g r a n d e s promociones (y d e s a s t r e s ) de los trusts de inversiones en los a ñ o s inmed i a t a m e n t e anteriores y posteriores a la crisis de 1929, publicaron una serie de libros en los cuales se e x h o r t a b a e n é r g i c a m e n t e a rec l a m a r la intervención del E s t a d o p a r a a p o y a r y reforzar la dem a n d a . El blanco de s u s tiros era la ley de Say y las creencias económicas en las q u e ésta se a p o y a b a : « E s t o s señores feudales de la teoría económica (los e c o n o m i s t a s clásicos) se limitaron a suponer, sin i n t e n t a r siquiera probarlo, q u e la financiación de la producción, por sí sola, s u m i n i s t r a a la gente los medios para comprarla.»"' Las ideas de Foster y de Catchings no carecían por completo de atractivo para la opinión pública; así es c ó m o en los p r i m e r o s a ñ o s de la depresión tuvieron u n a considerable audiencia entre los p r o f a n o s , y se les c o m e n t ó e x t e n s a m e n t e . Pero entre los economistas r e s p e t a b l e s sirvieron p r i n c i p a l m e n t e c o m o ejemplo de un error p o p u l a r y superficial, y fueron citados u n a y otra vez c o m o exponentes de la tendencia a ese error.^ Finalmente, vino a servir de precedente a Keynes la aplicación s u m a m e n t e práctica en E s t a d o s Unidos de un elemento q u e habría de constituir su prescripción m á s i m p o r t a n t e , a saber, q u e ej E s t a d o dej3te_recurrir a la d e u d a pública p a r a f i n a n c i a r p a r t e Je su g a s t o Gon el fin de sostener la d e m a n d a y el empleo. D u r a n t e la m a y o r p a r t e del decenio de 1930 el gobierno federal estadounid e n s e m a n t u v o en su p r e s u p u e s t o un déficit considerable. A partir de 1933, éste fue a u m e n t a n d o a raíz de los g a s t o s en auxilio social directo, o b r a s p ú b l i c a s y o t r a s m e d i d a s públicas p a r a promover el empleo, p a r t i c u l a r m e n t e por intermedio de la Administración Federal de Auxilio de Urgencia, la Administración de O b r a s Públicas y la Administración de O b r a s en Ejecución. H a s t a 1936, h a b i e n d o t r a n s c u r r i d o 1res a ñ o s del New Deal, y en lo q u e podría llamarse el a ñ o de Keynes, sólo se f i n a n c i a b a con las r e n t a s fede•) William T r u f . i n i Foster y Wuddill C a l c h i n g s . Tlíc Raad ¡o Plenty (Busluii, HoughIon Mifflin, 1928). pág. 128 5. No en t o d o s los c a s o s . J o h n H. Williams (1887-1980). c a t e d r á t i c o q u e p r e s t ó servicios d u r a n t e m u c h o s a ñ o s en la Universidad de H a r v a r d , y q u e se especializó en cuestiones de m o n e d a y de b a n c a , h a b i e n d o s i d o en otra é p o c a f u n c i o n a r i o del B a n c o de la Reserva l-ederal d e Nueva York, d e s p e r t ó i n t e r é s en s u s c u r s o s y a l a r m ó a s u s colegas al a f i r m a r qtie P o s i e r y C a i c h i n p s tenían razón en a l g u n o s a s p e c t o s y q u e no d e b i n n ser i g n o r a d o s .
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rales el 59 por ciento de los gastos, es decir, poco más de la mitad. El déficit equivalía al 4,2 por ciento del Producto Nacional Bruto de ese año.^ O sea, q u e las difíciles c i r c u n s t a n c i a s de la época —esa fuerza inexorable de la economía— habían impuesto ya lo que Keynes vendría a proponer. Y por ello, en opinión de muchos, sin excluir al presidente Franklin D. Roosevelt, la economía keynesiana no sería considerada, d u r a n t e largo tiempo, como un acto inspirado por el saber en materia económica, sino como una racionalización refinada de lo que había resultado a todas luces políticamente inevitable.
Entre las primeras iniciativas tendentes a promover la politica keynesiana se contaron enérgicos intentos del propio Keynes para ejercer la persuasión. En una notable «Carta Abierta al Presidente», publicada en el New York Times el 31 de diciembre de 1933, durante el primer año del New Deal, hizo saber al nuevo gobierno que le parecía indispensable dedicar «una atención p r e d o m i n a n t e en el m á s alto grado al incremento de la capacidad de compra nacional resultante de los gastos públicos, financiados mediante empréstitos»,^ y el año siguiente celebró una entrevista con Roosevelt, sin mucho éxito, para insistir en su recomendación. Pero ninguna de estas tentativas iniciales rivalizan en importancia con la publicación en 1936 de The General Theory of Employment Interest and Money,^ acontecimiento en la historia de la economía política comparable en importancia con la aparición de La riqueza de las naciones en 1776 y con la primera edición de El capital en 1867. Ella asestó, como Keynes se lo había propuesto, un golpe mortal a las conclusiones clásicas^ relativas a la d e m a n d a , la producción y el empleo, y a la política f u n d a d a en las m i s m a s . 6. A m o d o de c o m p a r a c i ó n , p u e d e m e n c i n n a r s c q u e el lan d e b a l i d i i déficil d e l'asti r e p r e s e n t a b a a p r o x i m a d a m e n l e el 4.9 p o r cíenlo del l ' r o d u c l o Nacional Uruto. 7. C i t a d o por R F l l a r r o d . Thf Life of Jahn Mayttard Keynes ( N u e v a York. Ilarc o u r t . Brace. 1951). pág. 447. 8. Nueva York. Ilurcouri. Brace. Keynes umitio las c o m a s en cl titulo: posteriormente, los c o m e n t a r i s t a s casi s i e m p r e las i n t r o d u j e r o n 9. Hebo o b s e r v a r n u e v a m e n t e que. c o m o lo hizo Kcynes. utilizo la p a l a b r a ctáxica para d e s i g n a r toda la g a m a del p e n s a m i e n t o o r t o d o x o , d e s d e S m i t h y Ricardo en a d e l a n t e . En t i e m p o s de Keynes la relerencia h a b i t u a l a l u d í a a la e c o n o m í a n e o c l á s i c a , a u n q u e ésta r e p r e s e n t a b a la e t a p a s u p e r i o r a la clásica. No hubo', sin emb:irgo. n i n g u n a r u p t u r a ter* m i n a n t e con la a r g u m e n t a c i ó n a n t e r i o r : el n u e v o t e r m i n o sólo vino a l o m a r en c u e n t a los a b u n d a n t e s r e f i n a m i e n t o s a los c u a l e s se ha hecho a l u s i ó n en la p r e s e n t e historia. La d e s i g n a c i ó n de iieconomia c l á s i c a s viene en realidad a d e s i g n a r con m a y o r e x a c t i t u d la c o r r i e n t e del p e n s a m i e n t o t r a d i c i o n a l , por lo m e n o s h a s t a Keynes.
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Como se desprende de lo antedicho, La teoría general fue aceptada. en gran medida, a consecuencia de la Gran Depresión y de la incapacidad de la economía clásica p a r a lidiar con un suceso tan universalmente desestabilizador. Pero esa aceptación también se debió en gran parte a la seguridad de que Keynes hizo gala en materia de argumentación y análisis económico, y en la confiada originalidad de su expresión y de su actitud. La confianza es un rasgo digno de destacarse especialmente. En efecto, ningún economista es tenido en m á s de lo que él mismo se estima, si es secundado con mayor c e r t i d u m b r e que la q u e él m i s m o manifiesta. Y la influencia de Keynes también provino en gran parte de s u s antecedentes. reputación y prestigio personales. Es muy posible que si La teoría general hubiese sido obra de un a u t o r carente de dichas calificaciones, se habría perdido de vista sin dejar rastro. Veamos ahora de qué calificaciones se t r a t a b a .
Los orígenes familiares y las credenciales académicas de Keynes difícilmente podrían haber sido m á s favorables. Su padre, John Neville Keynes, fue un economista de la Universidad de Cambridge, de excelente reputación. Durante quince años fue el encargado del registro, o sea, el principal funcionario administrativo de la universidad. La m a d r e de Maynard Keynes, Florence Ada Keynes, ejerció con verdadera abnegación un papel dirigente en la comunidad, y llegaría con el tiempo a convertirse en alcaldesa de Cambridge. A m b o s sobrevivieron a su famoso hijo, y asistieron a s u s funerales en la a b a d í a de Westminster, en abril de 1946. John Maynard Keynes fue a l u m n o de Eton y luego de la Universidad de Cambridge, en la que estudió con Lytton Strachey, Leonard Woolf y Clive Bell. Éstos, junto con Virginia Woolf, Vanessa Bell y otros, integrarían posteriormente en Londres el G r u p o de Bloomsbury, luego tan celebrado, quizá en exceso. Para Keynes esos amigos representaron una ventana abierta a l H i u n d o y fueron interlocutores a g r a d a b l e m e n t e distintos de los austeros portavoces de la teoría económica, mientras que él, a su vez, representaría para ellos un vínculo s u m a m e n t e improbable, hasta podría decirse desconcertante, con el m u n d o de la economía y de los a s u n t o s políticos prácticos. Una vez diplomado en Cambridge en 1905, se presentó a los exámenes del Servicio Civil y fracasó en economía política. «Evi-
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dentemenle, sabía m á s de esta materia que mis examinadores. Habiendo sobrevivido a esta ignorancia oficial, fue durante un tiempo funcionario de la Oficina de la India, escribió una obra eminentemente técnica y muy celebrada sobre la teoría de la probabilidad, empezó a redactar otra sobre la moneda en la India, y volvió a C a m b r i d g e con u n a beca o t o r g a d a p e r s o n a l m e n t e por el profesor Arthur Pigou. La guerra y la posguerra de 1914-1918 reportarían fama a Keynes, y con ella, la seguridad característica que en adelante asumiría su p a l a b r a ante la opinión pública, otorgándole una influencia cada vez mayor y finalmente irresistible. Durante esos a ñ o s fue funcionario del Tesoro, donde adquirió notable reputación por la competencia e ingeniosidad que desplegó para la administración de los ingresos británicos en las operaciones de c a m b i o de divisas extranjeras, los procedentes de los empréstitos y los reportados por los títulos extranjeros adquiridos y vendidos en el exterior. También se distinguió por su habilidad en la o p o r t u n a distribución de los ingresos entre las importaciones y gastos necesarios en ultramar, y por la orientación y a y u d a q u e prestó a s u s colegas franceses y rusos en esas m i s m a s actividades. Al finalizar la guerra era tan conocido por su capacidad en política económica y en administración, que fue escogido para integrar la delegación de Gran Bretaña a la Conferencia de París en 1919, en un cargo de particular interés y distinción. El c o m p o r t a m i e n t o f u t u r o de este joven especialista (Keynes sólo tenía entonces treinta y seis a ñ o s ) que tuvo acceso, d u r a n t e la Conferencia de París, a una compañía tan impresionante como la de David Lloyd George, Georges Clemenceau y Woodrow Wilson, y a la no menos impresionante tarea de asegurar la paz mundial, parecía fácil de predecir. Era de esperar que un h o m b r e tan selecto y a f o r t u n a d o d i s f r u t a r a de los halagos de su situación y de la envidia de los menos favorecidos; que prestara su asesoramiento con toda la deferencia apropiada, y q u e aceptara y a u n defendiera sus resultados, por molestos, desacertados o extraños que parecieran, como lo mejor que podía haberse hecho. En efecto, proceder de otro modo habría equivalido a desvirtuar el sabio juicio y a herir el a m o r propio de quien lo había designado. Pero Keynes, que no necesitaba estímulos en materia de a m o r propio, parió
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tió de París en junio de 1919 a n i m a d o de un p r o f u n d o desprecio por las actuaciones de la Conferencia. Volvió a Inglaterra para escribir The Economic Consequences of the Peace,^^ cosa que hizo en los dos meses siguientes. Este libro se publicó en Inglaterra ese mismo año, se vendieron de él ochenta y cuatro mil ejemplares en la edición británica, fue traducido a m u c h o s idiomas y continúa siendo hasta la fecha el m á s importante d o c u m e n t o económico sobre la primera guerra mundial y la posguerra. Es también, como se ha dicho con frecuencia, una de las diatribas m á s elocuentes que j a m á s se hayan escrito. Describe el ambiente de la Conferencia como vengativo, miope y p r o f u n d a m e n t e reñido con la realidad. Y así son tratados por su parte los grandes estadistas: Wilson, aquel «Don Quijote ciego y s o r d o » ; C l e menceau, que sólo tenía una ilusión, Francia, y u n a desilusión, la h u m a n i d a d ; ' ^ Lloyd George, descrito en un pasaje que fue suprimido en el último m o m e n t o como un «bardo con p a t a s de chivo, visitante s e m i h u m a n o de nuestra época, salido de los bosques plagados de brujas, mágicos y e n c a n t a d o s de la antigüedad celta».''' Pero fueron las cláusulas de reparaciones las que suscitaron particularmente la condenación profesional de Keynes. Alemania, a su entender, no podía pagar las s u m a s fijadas con los ingresos obtenidos de las exportaciones; asimismo, sus esfuerzos en esta dirección y la dislocación resultante del comercio y las finanzas serían d e s a s t r o s o s no sólo para el enemigo derrotado, sino también para toda Europa. De esta conclusión, m á s bien que de ninguna otra fuente, provendría la convicción, prevalenciente en los decenios de 1920 y 1930, de q u e las condiciones de la paz habían sido, en realidad, como las impuestas a Cartago. En consecuencia, Alemania ya no aparecía ante los ojos del m u n d o como un agresor castigado, sino como una víctima. Éste fue el legado de Keynes. Y hubo consecuencias de largo alcance. Después de la segunda guerra mundial, la iniciativa de imponer reparaciones a Alemania y J a p ó n , bajo la forma de transferencias monetarias, f u e uniformemente rechazada; el error estigmatizado por Keynes no debería repetirse. A cambio de ellas, esta vez, sería m á s s e n s a t o exigir re11. 12. 13. 14
Nueva York, t t o r c o u r t . Bracc a n d Howe, 1920. Ktîvnes. The Rconomic Comcqitcnces nf the Pcacc. K t y n c s . ihid . pág 32. Keynes, c i t a d o en H a r r o d . pág. 256.
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paraciones en especie, particularmente bajo la forma de plantas industriales y bienes de equipo. Lo triste del caso es q u e éstas, salvo por la circunstancia de no poder llevarse lacilmente a la práctica, resultaron todavía b a s t a n t e m á s p e r t u r b a d o r a s y crueles que las otras. Los trabajadores y las comunidades enteras tuvieron que presenciar el d e s m a n t e l a m i e n t o y el despojo de las fábricas y máq u i n a s q u e c o n s t i t u í a n su medio de vida. Por el m o m e n t o , al menos, se había evaporado toda esperanza en el futuro. En síntesis, ésta sí que era una paz como la impuesta a Cartago, cuyas consecuencias sólo fueron limitadas por los p r o b l e m a s prácticos que representaba el traslado y utilización de las plantas industriales.
Durante el decenio de 1920 y principios del de 1930, Keynes escribió prodigiosamente, se interesó en las artes, fue presidente del Nev^/ Statesman and Nation, formó parte del importante órgano oficial d e n o m i n a d o Comité de Investigación de las Finanzas y la Industria, desempeñó la presidencia de u n a e m p r e s a de seguros, fue director de becas y subsidios del King's College en Cambridge, y especuló, al principio desastrosamente (tuvo que ser sacado a flote por su padre y por sus amigos en la City) y luego con éxito, por su propia cuenta, y lo que es aún m á s singular d a d a s las razonables restricciones a c o s t u m b r a d a s al respecto, por cuenta del King's College. En 1925, al p l a n t e a r s e la cuestión 4 g j . p a t r ó n oro. y al amenazar lo cfiie llegaría a convertirse, como él ^ôrîE5~lô~advirtiô, en una t e m p o r a d a t e m p e s t u o s a , sostuvo una brillante polémica con el entonces ministro de hacienda (Chancellor of the Exchequer) Winston Churchill. Se trataba del reiomQ_de la libra, luego del detejioro e x p e r i m e n t a d o d u r a n t e la guerra, a s u ^ i h t i g u o valor en metal de 123,7 granos de oro fino, y a su anterior paridad de 4,87 dólares estadounidenses por una libra esterlina. Ésta era u n a medida reclamada por la solemne sabiduría financiera y la tradición en Gran Bretaña, pero sucedía a la vez que con una libra esterlina cara, los precios de exportación de los productos británicos, y en particular del carbón, venían a situarse en un 10 por ciento por encima del precio del mercado mundial. Desde el p u n t o de vista de sus_£fectos_sobre las e x p o r t ^ i o n e s e importaciones, se creaba la situación inversa de la política de c o m p r a r ^ o ~ y reducir el pre-
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d o de este metal a d o p t a d a -por-Roosevell ocho años después, y fue la contrapartida para el alto valor de! dólar a mediados de los años ochenta. A fin de poder a f r o n t a r la competencia, debían reducirse los precios de las mercancías británicas, y como condición para ello, también los costes y. en especial, los salarios. G r a d u a l y penosamente, luego de una larga y muy ingrata huelga de los mineros del carbón, y de la gran Huelga General de 1926, se bajaron los salarios. En síntesis, el retorno de Gran Bretaña al patrón oro en 1925 todavía se recuerda como una de las decisiones m á s evidentemente equivocadas en la larga e impresionante historia del error económico. Keynes fue implacable en su oposición a Churchill, y particularmente en las críticas q u e le dirigió; pero el ministro, por su parte, como luego se supo, tenía también sus serias d u d a s en cuanto al acierto de esa medida. Keynes preguntó entonces: «¿Por q u é ha a d o p t a d o Churchill una m e d i d a tan tonta?», y se contestó él mismo en los siguientes términos: «porque carece de juicio instintivo q u e le impida cometer ( s e m e j a n t e s ) errores..., porque está ensordecido por el clamor de los financieros convencionales, y... porque sus expertos le han aconsejado muy mal».'^ Habiendo encontrado una vez un buen título, Keynes no vacilaba en usarlo por segunda vez. El ensayo en el cual figuraba este a t a q u e se tituló Consecuencias económicas del señor Churchill. Finalmente, en 1930, Keynes publicó su obra en dos tomos Treatise on Money. La aparición del libro fue s a l u d a d a como todo un acontecimiento. En él figuraba una fascinante historia de la moneda, con la notable observación de que el oro debía su distinción a un atractivo freudiano, y un cálculo según el cual todo el oro a c u m u l a d o en el m u n d o desde los tiempos m á s remotos hasta el presente podía en aquel entonces (como seguirá ocurriendo sin d u d a a h o r a ) t r a n s p o r t a r s e a - t r a v é s del Atlántico en un solo barco. También aparecían ideas que presagiaban La teoría general: «Podría suponerse, y se ha s u p u e s t o con frecuencia, q u e la s u m a total de las inversiones es necesariamente igual a la s u m a total de los ahorros. Pero si se reflexiona, se c o m p r o b a r á que esto no es
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15. Jolin M n y n a r d Kuynes, Essays in Persuasion, c i t a d o en Robert I.uckachm.nn. The of Keynes ( N u e v a York. R a n d o m House, 1966), pág. «17.
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cierto.»'" En este enunciado, en términos moderados, figura una tesis que posteriormente sería expuesta en toda su significación: no puede tenerse la seguridad de que toda la renta haya de refluir necesariamente bajo la f o r m a de d e m a n d a de mercancías y servicios, como lo prescribe la ley de Say. Una parte de esos recursos han de perderse bajo la forma de ahorros no utilizados o no invertidos. En cambio, con respecto a otras cuestiones, Keynes llegaba a conclusiones q u e luego habría de rebatir en La teoría general. No se ocupaba de los factores que causan los cambios en el nivel de producción y en el consiguiente volumen de empleo en la economía en su conjunto, omisión que por otra parte reconoció. Este «desarrollo dinámico (es decir, los c a m b i o s q u e a c a b a n de mencionarse), a diferencia de la fotografía instantánea de la realidad económica, q u e d ó incompleto y e x t r e m a d a m e n t e confuso».'^ Keynes fue un lúcido maestro de la prosa inglesa, fértil en recursos idiomáticos, lo m i s m o q u e Smith, Bentham, Malthus, los dos Mili, Marshall y Veblen. En realidad, con la posible excepción de Ricardo, e s t a s m i s m a s cualidades han distinguido a lodos los autores de gran importancia en la historia del p e n s a m i e n t o económico inglés. No obstante, The General Theory of Employment Interest and Money es una obra compleja, mal estructurada y a veces oscura, como lo reconoció el mismo Keynes, quien observó asimismo que el público en general, « a u n q u e sea a d m i t i d o en el debate, sólo lo es en calidad de oyente», t r a t á n d o s e de este esfuerzo técnico necesario para p e r s u a d i r a s u s colegas los economistas. Y son muy pocas las personas a j e n a s a la profesión de la economía política que han llegado a aceptar alguna vez la invitación de Keynes a escuchar. Y sin embargo, las ideas centrales del libro, como ya se ha dicho, no presentan, relativamente, m u c h a s dificultades. El problema decisivo de la economía no es el de d e t e r m i n a r cómo se establece el precio de las mercancías. T a m p o c o la forma de distribuir los ingresos resultantes. La cuestión importante es averiguar cómo se determinan los niveles de producción y de empleo.'® A me-
16. John Maynurd Keynes. A Treatise on Money ÏNueva York. Miircourt, Bracc. 1930). vol. I. pág. 172. 17. Kuyncs, The General Theory o[ Einptoyinent Interest and Money, pág. 8. 18. O u c (lin lugur p n s t c r i n r m i ' n t c .n la d i f u n d i d a p r e o c u p a c i ó n p o r la l a s a d e e x p a n sión l l a m a d a c r c c i m i e n t o .
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nudo, c u a n d o a u m e n t a n la producción, el empleo y la renta, va disminuyendo el c o n s u m o obtenido de los a u m e n t o s adicionales del ingreso, es decir —en los términos de la formulación histórica de Keynes —, decrece la propensión marginal al consumo. O sea, que los ahorros aumentan. No hay ninguna seguridad de que, como creían los economistas clásicos, con el descenso de los tipos de interés tales a h o r r o s vayan a ser invertidos, o sea, gastados. Pueden en efecto permanecer sin gastar, por una variedad de razones precautorias que responden a la necesidad o el deseo del individuo o de la empresa de contar con liquidez, es decir, otra vez en la terminología de Keynes, en función de la preferencia por la liquidez. Si los ingresos se ahorran y no se gastan, tendrá lugar una reducción de la d e m a n d a total de bienes y servicios (demanda agregada efectiva), y con ello, del producto y del empleo. Y la reducción continuará hasta que se reduzcan los a h o r r o s al nivel apropiado. Este descenso se produce porque la reducción de los ingresos induce, e incluso fuerza, una propensión marginal al cons u m o cada vez mayor. El menor volumen de ahorro es entonces a b s o r b i d o por el gasto en inversión, cuyo descenso es m á s lento. Lo mismo q u e en la concepción clásica del problema, el ahorro y la inversión deben ser iguales. La diferencia es que ya no se igualan necesariamente, ni siquiera normalmente, en los niveles correspondientes al pleno empleo. Para igualar los a h o r r o s a las inversiones, y para asegurar que los primeros sean gastados, puede resultar necesario reducir los ingresos y forzar una reducción del gasto. De modo que la situación de equilibrio en la economía no asegura el pleno empleo obligatoriamente, sino q u e puede a s u m i r distintos g r a d o s de desocupación, inclusive en severas proporciones. Como ya hemos visto, a este fenómeno se le ha dado el nombre de equilibrio con subempleo. Se trataba de una situación que en 1936 el profano podía verificar a simple vista. Hubo a d e m á s otra nota discordante en la cuerda keynesiana. Desde el p u n t o de vista de la economía clásica, una situación de desempleo, d e j a n d o a p a r t e aquellos t r a b a j a d o r e s que estaban mom e n t á n e a m e n t e d e s o c u p a d o s por hallarse c a m b i a n d o de empleo o p o r q u e s u s calificaciones no c u a d r a b a n con las necesidades de los puestos disponibles, se debía a que los salarios eran demasiado elevados o d e m a s i a d o rígidos. En ese caso, era evidente que los c a u s a n t e s eran los sindicatos con s u s exigencias. Los beneficios adicionales de a ñ a d i r nuevos trabajadores, el ingreso margi-
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nal de incrementar la fuerza de trabajo, no alcanzaban, sencillamente, para poder pagar los salarios pretendidos. En ese caso, bastaba con reducir los salarios, s u p e r a n d o todas las resistencias a tal medida, y los t r a b a j a d o r e s desempleados volverían a encontrar trabajo. En opinión de Keynes —y esto tiene una importancia decisiva—, tal hipótesis ya no respondía en absoluto a la realidad, pues lo que podía ocurrir en el caso de un e m p r e s a r i o particular no tenía por qué suceder con el conjunto de los p a t r o n o ^ Esto es lo que los economistas, y otros autores que aluden a la tendencia de proceder de lo simple a lo complejo, como, por ejemplo, de las finanzas del hogar a las del Estado, llaman la falacia de composición. Si los empresarios en general redujeran los salarios en una situación de desempleo, el flujo de la capacidad adquisitiva, es decir, la d e m a n d a efectiva agregada, disminuiría pari passu con la reducción de los salarios. Y en ese caso, la contracción de la d e m a n d a efectiva incrementaría el desempleo. De modo que ya no podría a c h a c a r s e el desempleo a las elevadas remuneraciones ni a los sindicatos.' Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt, el segundo mediante la NRA, habían coincidido por lo menos en este principio de orientación: a m b o s se habían opuesto a la reducción de los salarios. En cambio los economistas, fieles a su fe clásica, habían criticado a a m b o s presidentes; fue Keynes quien los reivindicó. Con el diagnóstico llegó la cura. Ya no podían los gobiernos esperar el remedio de f u e r z a s autocorrectivas, p u e s el equilibrio con subempleo podía resultar estable y persistente. ,Ya no había que esperar a que el desempleo redujera los salarios, p u e s ello, por el contrarío, podía conducir a un equilibrio con un nivel inferior de producción y de empleo. No podía contarse con que la re-' ducción de los tipos de interés provocara el a u m e n t o de la inversión y de los gastos de inversión, pues cabía la posibilidad contraria de que sólo fueran a reforzar la preferencia por la liquidez. En verdad, ¿por qué razón habría de renunciarse a las diversas ventajas de poseer dinero en efectivo a c a m b i o de un beneficio puramente simbólico? Y a mayor abundamiento, era también harto evidente en el escenario económico contemporáneo que hasta las más sorprendentes r e b a j a s de los tipos de interés que entonces se producían resultaban insuficientes para estimular la inversión, d a d o el gran exceso de la capacidad productiva y la ausencia de un beneficio aceptable. ; En definitiva, q u e d a b a un recurso, y tan sólo uno, a saber, la
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intervención del E s t a d o para elevar el nivel de los gastos de inversión: la emisión de d e u d a pública y el a u m e n t o del gasto público. El déficit deliberado. Sólo en esta forma podría destruirse el equilibrio con subempleo, gastando, en forma voluntaria e intencional, los ahorros no utilizados del sector privado. Venía así a confirm a r s e t e r m i n a n t e m e n t e el acierto de lo que ya venía haciéndose bajo la presión de las circunstancias.
Tales son los elementos esenciales de la Revolución keynesiana. Pero el propio Keynes no llegó a formularlos en esos términos. En rigor, el debate económico que suscitó la publicación de La teoría general vino a lidiar interminablemente, para mayor placer de los contrincantes, con las complejidades y oscuridades de la obra. Prevalecía al respecto cierta satisfacción profesional en m a n t e n e r el a s u n t o cubierto con un velo de misterio, pues difícilmente podría esperarse q u e entendiera el profano lo que los académicos se desvivían por dominar.
En particular, h u b o una característica de la Revolución keynesiana que casi no llegó a mencionarse. Al impresionarse tanto con la magnitud de los cambios introducidos, los economistas no se detuvieron a reflexionar acerca de lo mucho que permanecía invariable. Ello motivó que, en adelante, se confiara al Estado la misión de dirigir el funcionamiento general de la economía. Aunque hubiera d e s a c u e r d o s acerca de las m e d i d a s que debían aplicarse, no los h u b o en c u a n t o a la r e s p o n s a b i l i d a d del gobierno o, por lo menos, del banco central. Se había disipado la creencia en la posibilidad del pleno empleo con el mantenimiento de precios estables, q u e sólo persistió en las mentes de algunos excéntricos. Pero la enseñanza y los d e b a t e s acerca de cómo podrían a s e g u r a r s e el pleno empleo y la estabilidad de los precios q u e d a r o n en lo sucesivo integrados en una r a m a especial por s e p a r a d o dentro de la economía, q u e recibiría el nombre de «macroeconomía».''' Algunos IQ. l.n c u a l llcgarin d e s p u é s a obstaculi/.:ir c o n s i d c r n b l e m e n t c la c o m p r e n s i ó n de la c c o n o m í a . C o m o se o b s e r v a r á m á s a J e l a n i e , la vida e c o n ó m i c a c o n s t i t u y e u n a sula unid a d . y la s e p a r a c i ó n e n t r e m i c r o y macroeconomí.'i i m p i d i ó u n a e v a l u a c i ó n a p r o p i a d a d e la f u e r t e i n f l u e n c i a de la i n a c r o e c o n o m i a s o b r e los a c o n t e c i m i e n t o s m i c r o e c o n ó m i c o s . en p a r t i c u l a r de la s o c i e d a d a n ó n i m a y los s i n d i c a t o s m o d e r n o s , y la acción recíproca de los s a l a r i o s y los precios, en p a r t i c u l a r .
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economistas, utilizando una contracción de singular mal gusto, habrían de referirse a su especialidad como «macro». Pero en cambio, Keynes no llegó a a b o r d a r ni a p e r t u r b a r en absoluto lo que se llamaría luego «microeconomía», es decir, lo que con un vocablo de la jerga profesional igualmente deleznable se designa a veces como «micro». En la microeconomía el mercado seguía igual así como la firma comercial y el empresario. Y también el monopolio, la competencia, la competencia imperfecta y la teoría de la distribución. De modo que, para resumir, en este sector el sistema clásico q u e d a b a en términos generales intacto. Este sistema funcion a b a dentro de un flujo de d e m a n d a regulado, y en ese ámbito, la mayor parte de la vida económica casi no había c a m b i a d o en absoluto. La distribución del poder entre las corporaciones, los sindicatos, los t r a b a j a d o r e s a título individual y los c o n s u m i d o r e s subsistía dentro de su concepción clásica. Con respecto a todas estas cuestiones, el E s t a d o no tenía por qué intervenir m á s de lo que había intervenido en épocas anteriores. Keynes conjuró al íncubo de la depresión y del desempleo, liberando de él al capitalismo, o al menos eso fue lo que se propuso. Así eliminó el único aspecto que el capitalismo no podía explicar y que, según Marx, no podía superar. Pero eso fue todo. La Revolución keynesiana, desde este punto de vista, no sólo fue limitada, sino también intensamente conservadora. En 1935, el primer día del año, en respuesta a una carta de George Bernard S h a w en la q u e éste ponía sobre el tapete un juicio formulado por Marx, Keynes replicó: «Pero para entender mi estado de ánimo, debe usted saber que creo estar escribiendo un libro sobre teoría económica que en gran parte revolucionará (no en seguida, me imagino, sino en los próximos diez a ñ o s ) el pensamiento mundial acerca de los problemas económicos.»^" Esta previsión no era por entero infundada. Desde luego que sobrevendría un cambio. Pero en contraste con el que Marx había preconizado y previsto, la proeza de Keynes se cifra en haber d e j a d o t a n t a s cosas como antes. Durante las dos décadas siguientes, sobre dos, el n o m b r e de Keynes llegaría a adquirir tación de r a d i c a l i s m o . E n t r e los h o m b r e s m u n d o bancario llegaría a considerarse a los 20.
Keynes, c i i n d o en l l a r r o d . op
cit..
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462.
todo en Estados Uniuna señalada connode negocios y en el keynesianos tan ene-
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migos del orden establecido como los mismos marxistas, e inclusive como un peligro m á s concreto e inminente a corto plazo. He aquí otra gran constante de la vida económica: c u a n d o se trata de elegir entre el desastre definitivo y las reformas conservadoras que podrían evitarlo, lo m á s frecuente es que se opte por lo primero.
XVIII.
LA C O N F I R M A C I Ó N DE MARTE
En otoño de 1936, pocas s e m a n a s antes de las elecciones presidenciales celebradas ese año, la Universidad de Harvard conmemoró su tercer centenario.' Cada uno de los departamentos que la integraban fue invitado a presentar candidatos para los títulos honorarios que se otorgarían con tal motivo. En un admirable gesto de liberalismo, las autoridades de la universidad pidieron al efecto la opinión del personal docente más joven, de menor jerarquía relativa, a saber, profesores titulares y ayudantes. Los del Departamento de Ciencias Políticas, tratando en todo lo posible de provocar desconcierto, propusieron el nombre de León Trotsky. Sus coetáneos del Departamento de Economía, en el afán de no parecer más dóciles, sometieron el de John Maynard Keynes. Ambas sugerencias fueron sesudamente desechadas. Y en lugar de Keynes, el doctorado honoris causa se confirió en esa eventualidad a Dennis ( m á s tarde sir Dennis) Robertson (1890-1963), del Trinity College, Cambridge, economista tan agradable por su trato como por su reputación. No se trataba de un ideólogo clásico acérrimo; al contrario, Robertson había coincidido en época temprana con Keynes al rechazar la ley de Say, puesto que si el ahorro y la inversión eran actividades ejecutadas por diferentes personas y por diferentes instituciones, no existía en verdad ningún motivo para suponer que habrían de ser iguales. Pero a la vez, admitió una relación entre el desempleo y los salarios exageradamente altos, y compartió otros puntos de vista del status quo. Y así fue cómo viajó de la Cambridge inglesa a la Cam1. Debo c o n f e s a r a q u í q u e estoy c i t a n d o un i n c i d e n t e ya r e l a t a d o en Money; Wliencc Il Came, Where II WtMf ( D o s t o n . H o u g h t o n Mifflin, 1975). p á g s . 227-228. T a m b i é n mu valgo p a r a el p r e s e n t e c a p i t u l o de o t r o e s t u d i o a n t e r i o r . En 1965. The New York Times Book Review d e s c u b r i ó con p e s a r q u e la edición original d e La teoría general, de Keynes, n u n c a h a b í a s i d o o b j e t o d e u n a reseñíi en s u s p á g i n a s : r e t r o s p e c t i v a m e n t e , se h a b l a t r a t a d o d e u n a o m i s i ó n m a y ú s c u l a . A invitación d e la revista, utilicé gr.'in p a r t e de su e s p a c i o d i s p o n i b l e p a r a p u b l i c a r u n a r e s e ñ a bibliográfica t i t u l a d a » H o w Keynes C a m e lo America» q u e a p a r e c i ó en el n ú m e r o del 16 de m a y o de ese a ñ o
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bridge estadounidense, haciendo un alto en su permanente polémica con Keynes ocasionada por las opiniones heréticas de este último. La división que así se había puesto de relieve entre titulares, la vieja y la nueva generación de profesores en Harvard, era a la vez simbólica y sustantiva. En todas partes, el pensamiento de Keynes atraía a los economistas más jóvenes; sus teorías representaban una grata alternativa al desempleo y a la miseria que ya no podían seguir defendiéndose, y también a una posible adhesión a Marx y a la revolución, que, si bien iba g a n a n d o terreno, era indiscutiblemente poco ventajosa para jóvenes estudiosos bien colocados. Pero la respuesta de los jóvenes economistas de Harvard fue específica, pues por su intermedio llegó a E s t a d o s Unidos el sistema keynesiano. Así como Wisconsin sería el vivero de la seguridad social, y Yale de las innovaciones monetaristas, Harvard, en un tiempo ciudadela de la respetable ortodoxia, se convertiría en el centro germinal de la economía keynesiana en el escenario estadounidense. Desde luego, ya existían otros conversos, pero lo cierto es que en su mayor parte los economistas de sólida reputación no se contaban entre ellos, y m á s de uno se salvó de ser tentado absteniéndose simplemente de leer La teoría general. En cambio, uno de los que sí la leyeron fue Joseph Schumpeter, quien para ese entonces se encontraba en Harvard desde hacia varios años. Este a u t o r c o n d e n ó la o b r a e n é r g i c a m e n t e : en su opinión, entre los errores y defectos m á s lamentables de Keynes se contaba su insistencia en a u n a r la teoría económica con la política económica práctica.^ En u n a o p o r t u n i d a d S c h u m p e t e r dijo q u e Keynes e s t a b a afiliado a «la secta de la utilidad», veredicto q u e para q u i e n e s buscaban ansiosamente una política contra la depresión no venía a representar desde luego una objeción considerable. Mucho m á s influyente fue Alvin Harvey Hansen (1887-1975), quien ocupó su cátedra en Harvard en 1937. Era por aquel entonces un defensor idóneo del mercado, del libre intercambio internacional y de los m e c a n i s m o s generales autocorrectivos de la economía clásica. Se t r a t a b a de un investigador y de un docente de criterio amplio, con quien s i m p a t i z a b a n por igual sus e s t u d i a n t e s y colegas, y q u e tiempo a t r á s se había opuesto con b a s t a n t e severidad a las opiniones e x p r e s a d a s por Keynes en o b r a s anteriores y 2. J o s e p h A. S c h u m p e l e r , rcstín:i bibliográfica de The General Theory of Employment ¡nieresi and Money, en The Journal of the American Statistical Association, vol. 31. n ú m i m ( d i c i c m b r c de 1936). p á g s . 791-795.
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de índole m á s técnica. Cuando le llegó el m o m e n t o de leer La teoría general, expresó su desaprobación en términos mesurados: «No se trata de un hito, en el sentido de q u e suministre las b a s e s de una "nueva economía"...; m á s q u e una piedra f u n d a m e n t a l sobre la cual pueda edificarse una ciencia, es un síntoma de ciertas tendencias económicas.»^ Luego, en los meses siguientes a la emisión de este juicio, mientras Hansen salía en defensa de s u s propias críticas y participaba en el debate suscitado por la obra de Keynes, fue c a m b i a n d o de opinión, acontecimiento relativamente raro entre los profesionales y que llama mucho la atención c u a n d o sucede. Así es como llegó a convertirse en el máximo y m á s eficaz exponente en Estados Unidos del diagnóstico keynesiano, y en particular del tratamiento propuesto por Keynes, e m p r e s a en la cual lo siguió de cerca, m á s que ningún otro, su colaborador, asistente y leal amigo Paul A. Samuelson (1915), mucho m á s joven que él, cuyo libro de texto Economics, an Introductory Analysis ha difundido el pensamiento de Keynes entre millones de estudiantes en todo el mundo, a partir de su publicación en 1948. Al finalizar el decenio de 1930, y d e s p u é s de la s e g u n d a guerra mundial, el seminario sobre política fiscal que dirigía Alvin Hansen atraía participantes de lugares tan remotos como Washington, y los presentes, d e s b o r d a n d o el aula, seguían las sesiones desde un salón contiguo. Sus artículos y s u s libros eran muy leídos y se comentaban ávidamente, en especial su t r a t a d o Fiscal Policy and Business Cycle* (publicado cinco años d e s p u é s de La teoría general). trabajo en el cual se presenta una exposición más lúcida y con mayor f u n d a m e n t o empírico del núcleo teórico keynesiano q u e la contenida en el propio texto clásico de dicho autor. En un aspecto importante Hansen fue más allá de Keynes, al sostener que el equilibrio con subempleo —según su terminología, la tendencia al estancamiento secular— era normal y previsible en la economía moderna, y que sólo podía contrarrestarse mediante una resuella intervención del Estado.^ 3. Alvin H. Mnnscn. reseña bibliográrica de The General Theory of KmploynienI Interes! and Money, en The Journal of Hnliiical Economy, cit;ido en Robert L e k a c h m a n , The Agf of Keynes ( N u e v a York. R a n d u m I l u u s e , iy()6). pág. 127. 4 Nueva York. W W. Norton, 1941 5. Aquellos lectores q u e d e s e e n conocer d e f o r m a m á s c o m p l e t a las o p i n i o n e s de Han* s e n . c o n j u n t a m e n t e con un.-i exposición profesion.Tlmente muy idónea d e Keynes, de la teoria keynesiana y de su i n f l u e n c i a , p u e d e n r e m i t i r s e a la o b r a ya c i t a d a de Robert Lek a c l i m a n . The Age of Keynes. Reconozco m u y yustosii mi d e u d a con el a u t o r y en partic u l a r hacía esc libro s u y o .
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Hansen no sólo presidió el debate sobre el sistema keynesiano en lo que respecta a E s t a d o s Unidos, sino que hizo también las veces de baluarte defensivo para los estudioso m á s jóvenes que habían a s u m i d o una posición similar. En a ñ o s posteriores, a medida que el conocimiento de la herejía keynesiana iba p e n e t r a n d o en m e n t a l i d a d e s reacias a otras innovaciones, se p r o d u j o un conato de caza de brujas, tendente a exterminar en las universidades y en la administración pública los gérmenes de esta hechicería. Una vez m á s se d e s a t a b a n , como ya lo hemos mencionado respecto de casos anteriores, una furia pretenciosa y una serie de iniciativas a p a r e n t e m e n t e e s p o n t á n e a s dirigidas a salvar el sistema económico. Así fue como en los primeros años siguientes al fin de la segunda guerra mundial, los sucesivos consejos superiores de la Universidad de Harvard expresaron grave preocupación acerca de esta desviación albigense. La comisión p e r m a n e n t e del Consejo encargada de supervisar el Departamento de Economía despertó de su estado normal de aquiescencia y s o n a m b u l i s m o para e n f r e n t a r semejante error. Un grupo de diplomados de Harvard creó la Fundación Veritas, destinada a extirpar a Keynes de la enseñanza en dicha universidad, pues dicho autor era incompatible con la verdad. Una organización adventicia m u c h o m á s vasta, de proporciones nacionales, encaró el problema, todavía m á s grave, del libro de texto de Samuelson, y exigió, si no su supresión lisa y llana, por lo menos q u e se evitara su adopción y su uso en los estudios. Contra estas corrientes, Hansen se m a n t u v o firme como una roca. Mientras siguió en su puesto, tales exigencias siguieron repitiéndose sin efecto, pues nadie podía prevalecer razonablemente contra un nativo del Medio Oeste, de edad m a d u r a y de sólida ascendencia escandinava, verdadero epítome de la calma y de la respelabilidad en el m u n d o universitario. Ello no significa q u e Hansen no fuera criticado, pero su norma explícita para a f r o n t a r la situación era no contestar j a m á s , bajo ningún pretexto. En gran parte, la reacción contra Keynes en E s t a d o s Unidos, tanto en el aspecto político como en el universitario, no se produjo hasta d e s p u é s de la segunda guerra mundial, porque antes no había alcanzado aún la distinción de ser reconocido como una amenaza. Se decía a m e n u d o que Marx había sido protegido, a este lado del Atlántico, por la confusión general de su apellido con el de los f a m o s o s cómicos cinematográficos, y con la gran firma de fabricantes de ropa Hart, Schaffner y Marx. Después de la según-
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da guerra mundial, el nombre de John Maynard Keynes llegó a carecer hasta de una protección como ésa. Pero no nos adelantemos. Debemos retornar a la iníluencia de Keynes d u r a n t e los últimos tiempos de la depresión y en los años de la guerra.
En los años siguientes a la publicación de La teoría general su mensaje fue transmitido desde Cambridge a Washington por economistas americanos jóvenes, m i e n t r a s que los c a n a d i e n s e s lo hicieron llegar a O t t a w a . Especial mención se debe a Robert Bryce, quien antes de ir a Harvard había asistido al seminario de Keynes en el King's College. En consecuencia, Canadá f u e el primer país, con la excepción del caso especial de Suecia, en aceptar e implementar el enfoque keynesiano p a r a su economía. El principal portavoz keynesiano en el gobierno americano fue Lauchlin Currie (1902), también ex a l u m n o de Harvard, cuyo libro The Supply and Control of Money in the United States^ se había anticipado a Keynes en algunos aspectos importantes, una circunstancia que en aquellos tiempos le puede haber valido u n a promoción en Harvard. En Washington, al principio, t r a b a j ó en la Reserva Federal; m á s larde fue el influyente y primer asesor económico, a u n q u e oficioso, de la Casa Blanca. Hizo uso eficaz de a m b o s cargos para promover políticas keynesianas en el gobierno y para recomendar el n o m b r a m i e n t o de personas afines a su visión económica. En la Reserva Federal, Currie contaba con el apoyo activo de su director Marriner Eccles (1890-1977), un b a n q u e r o de Utah, miembro de una importante familia m o r m o n a , quien a n t e s de su nombramiento oficial había presenciado con pena cómo s u s clientes granjeros t e r m i n a b a n en bancarrota ante las fuerzas deflacionarias de la Depresión. Esto le había llevado a cuestionar, d a d o s los resultados, si e s t a b a n justificadas la política monetarista rígida, la ortodoxia fiscal y la actitud no intervencionista del gobierno. J a m á s un banco central se había m o s t r a d o vulnerable a semejante herejía, y ciertamente ningún otro lo ha hecho desde entonces. En los a ñ o s posteriores a La teoría general, los keynesianos de Washington se reunían periódicamente para d a r s e m u t u o apoyo y 6.
C a m b r i d g e . H a r v a r d Universily P r e s s . 1934.
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para e x a m i n a r posibles medios, o p o r t u n i d a d e s y vías de persuasión. Si se hubiera s a b i d o lo frecuentes q u e eran esos encuentros, quizá se habría hablado de una conspiración. Sus opiniones se reforzaron y sus creencias hubieron de confirmarse cuando tuvo lugar la depresión de los a ñ o s 1937 y 1938, que a su vez dio lugar a una c a m p a ñ a bien publicitada en favor de una política fiscal m á s conservadora, a fuerza de incrementos impositivos, reducción de gastos y nuevas p r o m e s a s de p r e s u p u e s t o s equilibrados. También se desarrolló en esa época un debate en tono menor entre los keynesianos y aquellos a quienes puede calificarse de liberales clásicos. Estos últimos, buscando alguna causa para el continuo estancamiento, creyeron haberla encontrado dentro del marco de referencia de su propia ortodoxia. A su entender, debía ser atribuida a la declinación de la competencia, a los avances del monopolio y a las concentraciones de las sociedades a n ó n i m a s dentro del mercado. Estos factores, según ellos, habían restringido la producción.y, en consecuencia, también el empleo. Al parecer, prueba de ello era la elevada frecuencia del desempleo en la industria pesada concentrada en u n a s pocas e m p r e s a s , y en su baja difusión o su inexistencia en la agricultura, sector clásicamente competitivo. De modo que si se extirpara el monopolio y se invirtiera la tendencia a la concentración que caracterizaba a las sociedades a n ó n i m a s , la economía habría de funcionar de acuerdo con el modelo clásico. En esa forma el empleo se extendería prácticamente a todos los t r a b a j a d o r e s . La consecuencia práctica de esta opinión fue un reavivamiento de la tendencia favorable al refuerzo de la legislación a n t i t r u s t . Su cabecilla fue T h u r m a n Arnold (1891-1969), ex profesor de Derecho en la Universidad de Yale s u m a m e n t e interesado en la economía, quien d e s e m p e ñ a b a por entonces el cargo de procurador general auxiliar, a cargo de la División de Represión del Monopolio.^ Y d u r a n t e 1937 y 1938, los Uberales clásicos del poder ejecutivo se unieron con legisladores de iguales opiniones o inclinaciones, en el Parlamento Federal, para crear el Comité Económico Nacional Provisional (TNEC), órgano mixto ejecutivo-legislativo cuya misión era e x a m i n a r en su totalidad la estructura de la competen7 A n t e s d e Ira.sladnrsc a W a s h i n g t o n h a b i a e s c r i t o The Folklore of Capitalism (New Hüven, Yale University P r e s s . 19.17). obru m u y leída q u e ntncab<-i con s i n g u l a r e n c o n o la legislación a n t i t r u s t , a la vez q u e le q u i t a b a toda i m p o r t a n c i a , lil e.tceso de c o h e r e n c i a es i n v a r i a b l e m e n t e el d u e n d e q u e e s p a n t a a l a s m e n t a l i d a d e s m e z q u i n a s .
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cia en la economía e s t a d o u n i d e n s e y recomendar las r e f o r m a s del caso. Allí, en la microeconomía —como pronto llegaría a llamarse—, podrían encontrarse las c a u s a s del fracaso macroeconómico. Pues no sólo la competencia desleal, no sólo los beneficios de los monopolios, sino también el desempleo y la capacidad de producción ociosa d u r a n t e la depresión, tenían su origen en el monopolio y en la competencia imperfecta. En esta forma, del corazón m i s m o de la teoría clásica surgió la explicación del d e s a s t r e contemporáneo. A d o p t a n d o la base racional aceptada, y hasta reverenciada, del capitalismo, se la volvió contra s u s propios progenitores. Para alcanzar la salvación bastaba con que los grandes pontífices del capitalismo se atuvieran a la doctrina aceptada. E r a cosa c o m p r o b a d a que el sistema competitivo clásico funcionaba como es debido. En este caso, el reformador se limitaba a reiterar los principios básicos del sistema frente a quienes, cediendo ante el monopolio y la concentración industrial, los habían a b a n d o n a d o en la práctica. El r e f o r m a d o r no era un izquierdista radical, s i n o q u e s i m p l e m e n t e p r o c l a m a b a con mayor energía los principios a los cuales se suponía que debían adherirse los conservadores, los defensores del sistema. La guerra t e r m i n ó casi por completo con este resurgimiento final del clasicismo. El último informe del TNEC, p u b l i c a d o en 1941, estuvo lejos de despertar el m i s m o interés que las audiencias anteriores del comité, y p a s ó inadvertido en medio de las urgentes preocupaciones originadas por el conflicto bélico. La aplicación de las leyes a n t i t r u s t fue suspendida d u r a n t e ese período, c o n j u n t a m e n t e con los mercados libres que p r e s u n t a m e n t e debía proteger. Con el advenimiento de la paz, revivió hasta cierto punto el interés en la observancia de dicha legislación, c u a n d o se recomendó, y en parte se obtuvo, que se la impusiera en J a p ó n y Alemania. Se consideró que en estos países era la réplica a las grandes sociedades a n ó n i m a s , coaliciones de e m p r e s a s y cárteles que los economistas clásicos fervientes y los abogados enemigos de los trusts, tolerando en este caso la c o m p a ñ í a de los marxistas, tenían por responsables, al menos parcialmente, del militarismo japonés y del nacionalsocialismo de Adolf Hitler. La política antimonopolista subsistiría en E s t a d o s Unidos como r e s p u e s t a al monopolio ostentoso, a la flagrante fijación arbitraria de los precios y a los a b u s o s cometidos en perjuicio de los consumidores, a la vez que se le daría un tratamiento respetuoso en los libros de texto
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para la enseñanza. Pero no volvería a surgir como reacción seria contra la ineficacia general de la economía, ni como antídoto del desempleo.
La segunda guerra mundial acarreó importantes consecuencias para el sistema keynesiano. Como ya se ha observado, gracias a él hubo economistas que tuvieron acceso a puestos influyentes en Washington; en efecto, con el tiempo llegó a no h a b e r órgano oficial encargado de a s u n t o s bélicos que no estuviese a d m i n i s t r a d o u orientado en mayor o menor medida por economistas en su mayor parte m i e m b r o s de la nueva generación keynesiana. En cambio, los economistas tradicionales, de la escuela clásica, o bien no se sintieron atraídos por tales cargos en forma similar, o sencillamente no fueron c o n t r a t a d o s para desempeñarlos. Los empresarios, por su parte, tuvieron que acudir a Washington en gran número, pero, con notables excepciones, se trataba de los r e s p o n s a b l e s de relaciones públicas, o bien de directivos cuya presencia en las oficinas centrales de la empresa no se consideraba imprescindible. Y otra vez con algunas excepciones, fueron personas carentes de toda concepción utilizable en las f a e n a s económicas de alto nivel origin a d a s por la movilización bélica, y asimismo, salvo en casos rarísimos, sin noción alguna sobre lo q u e el sistema económico podía dar de sí. Éste fue un vacío que los economistas de las nuevas promociones fueron a colmar sin hacerse repetir la invitación. Y, por otra parte, c o n t a b a n con el respaldo de u n a gran autoridad: en efecto, para entonces Alvin Hansen había ingresado en la J u n t a de la Reserva Federal, mientras que el propio John Maynard Keynes llegó de Inglaterra para efectuar gestiones en n o m b r e del gobierno de Su Majestad. Una vez en Washington p u d o conocer personalmente a esta nueva generación de discípulos suyos, y no ocultó su aprobación y su apoyo:
Hay aquí en Washington todo un abismo entre la perspectiva intelectual de la gente mayor y la de los jóvenes. Pero durante mi visita me ha impresionado notablemente la calidad de los economistas y funcionarios públicos incorporados en los últimos tiempos a la Administración... La guerra será el gran cedazo mediante el cual se seleccionará a los más aptos para ocupar los cargos importantes. A nosotros, en Londres, no nos faltan unos cuantos
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buenos candidatos, pero no hay punto de comparación con las cantidades que ustedes pueden producir aquí.'"' La predicción de Keynes se cumplió, y la guerra dio amplia oportunidad a los keynesianos para o c u p a r cargos influyentes. Otro servicio que prestó la guerra fue haber puesto en vivido relieve un modelo estadístico de la economía q u e otorgaba amplio apoyo cuantitativo a las ideas keynesianas. Ello fue obra de Simon Kuznets (1901-1985). Si bien se trataba de un h o m b r e tranquilo y reservado, totalmente ajeno a c u a n t o pudiera considerarse como argumentación pública en favor de s u s opiniones, llegó a convertirse, c o n j u n t a m e n t e con Alvin Hansen, en uno de los divulgadores m á s influyentes del sistema keynesiano. Y lo hizo por intermedio de la Contabilidad Nacional. Sobre la base de la importante obra precursora de Colin Grant Clark (1905) en Inglaterra, de Wildred 1. King (1880-1962) en Estados Unidos, y de otros autores, y con la ayuda de jóvenes estudiosos plenamente dedicados a ese propósito, Kuznets dio su f o r m a y sus valores estadísticos actuales a lo que hoy son los conceptos corrientes de p r o d u c t o nacional bruto e ingreso nacional y a sus elementos constitutivos. Durante muchos decenios, las estadísticas fueron las parientas pobres y, en general, pasivas, de la economía. Los n ú m e r o s índice de los precios, creación anterior de Irving Fisher, q u e ya habían sido inventados y calculados, indicaban q u e esos factores variaban según p a u t a s q u e casi todo el m u n d o conocía de a n t e m a n o . También había llegado a contarse con cifras relativas a la producción en la agricultura y en la industria. Asimismo se habían elaborado técnicas de muestreo mediante las cuales resultó posible efectuar encuestas y proceder a análisis de correlación para asociar c a u s a s y efectos. Pero nada de lodo esto había ejercido gran influencia en el desarrollo del pensamiento económico. En los dep a r t a m e n t o s de economía de las universidades, si bien se consideraba que el profesor d e estadística constituía desde luego un elemento necesario, se lo consideraba por completo ajeno a la corriente principal del interés económico. Por ejemplo, en la Universidad de Harvard, W. Leonard Crum, luego de haber t r a t a d o sin éxito 8. Carla del 27 de julio de 1941 de Jolin M a y n a r d Keynes a W a l l e r S. S a l n n t , u n o de los s u s o d i c h a s d i s c í p u l o s , y d u r a n t e m u c h o t i e m p o , u n a vez t e r m i n a d a la g u e r r a , figura s u m a m e n i e r e s p e t a d a de la Hrookings I n s l i t u t i o n . R e i m p r e s a en The Collecleíl WriliitRS nf Juhti MíiyttarJ Kcynci, vol. 23, Activities, 1940-1943. b a j o la dirección editorial de Oniiald Miiiigridgc ( C a m b r i d g e . I n g l a t e r r a , C a m b r i d g e University P r e s s . 1979), pág. 193.
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de r e f u t a r las conclusiones de Berle y Means sobre la concentración en la industria n o r t e a m e r i c a n a , ' se habla puesto a corregir los pronósticos de The Literary Digest —emitidos segiin proyecciones que había calculado dicha revista— de los resultados electorales en 1936. Mientras que, según éstos, Alfred Landon habría de g a n a r por un margen considerable, Crum, habiendo rectificado los errores de muestreo, predijo que el triunfo de Landon sería aún mucho mayor. Esto era, en términos generales, lo que se esperaba de los estadísticos c u a n d o se dedicaban a otra cosa que a la simple tabulación de magnitudes demográficas, de producción y de precios. Hasta en cuestiones urgentes subsistían serias lagunas estadísticas. Ya b a s t a n t e avanzados los a ñ o s de la depresión en E s t a d o s Unidos, se carecía aún de cifras utilizables sobre el nivel o la distribución del paro. Claro que había en esto cierta lógica clásica: no era cosa de ponerse a gastar dinero compilando datos que, según los principios básicos de la teoría económica, no podían existir. De esta vulgar tradición comenzaron a surgir entonces las estadísticas que, con su poderoso efecto práctico, hicieron ineludible la aceptación del pensamiento de Keynes. Gracias a ellas p u d o conocerse el valor total de la producción de bienes y servicios de toda índole, públicos y privados. O sea. el producto nacional bruto. Y paralelamente, un conjunto de cuadros en los que aparecían los ingresos respectivos clasificados por categorías y por procedencias. Es decir, la renta nacional. En adelante, nadie podía ignorar que la segunda tenía que resultar suficiente para adquirir el primero. Ni tampoco la noción de que los a h o r r o s procedentes de los ingresos que allí aparecían podrían no ser utilizados íntegramente, es decir, que podrían no ser a b s o r b i d o s por los gastos en bienes de inversión también indicados en los cuadros. Y resultaba asimismo evidente la valiosa función del a u m e n t o de la renta, debido por ejemplo al gasto público, para c o m p e n s a r cualquier déficit en los gastos de inversión o en el e n d e u d a m i e n t o de los consumidores, y para promover la compra y la producción de mercancías. Una cosa era oponerse a la teoría de Keynes; otra mucho más difícil, resistirse a las estadísticas de Kuznets. Pero tuvo lugar, por otra parte, un efecto aún m á s poderoso. Las cifras de Kuznets, a principios del decenio de 1940, habían 9
Véase el c a p i t u l o XV.
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puesto de relieve que a la luz de su desarrollo histórico y con el incremento normal de la fuerza de trabajo, el sistema económico estaba funcionando muy por d e b a j o de su capacidad. Y con ello, demostraron también que la economía estaba en condiciones de producir mucho más, tanto para el c o n s u m o civil como para las exigencias militares, con sólo utilizar el capital y la fuerza de trabajo que se e n c o n t r a b a n inactivos. Por una de esas coincidencias que vienen a redimir hasta a aquellas administraciones públicas menos meritorias, u n o de ios estudiantes más inteligentes y persuasivos de Kuznets, Robert Roy Nathan (1908), tuvo u n a activa participación en la J u n t a de Producción de Guerra desde que ésta fue creada en 1942. El año anterior, durante los últimos meses que precedieron el ataque a Pearl Harbour, Nathan y su equipo de colaboradores habían p r e p a r a d o un plan de producción de a r m a m e n t o —aviones, tanques, municiones. buques— d e n o m i n a d o «Programa Victoria». Éste s u p e r a b a de lejos todo lo que los funcionarios de Washington, incluidos sus futuros colegas en la J u n t a de Producción de Guerra, habían creído posible o, lo que es más, dentro de los límites de la cordura. Pero allí e s t a b a n los c u a d r o s estadísticos: en ellos podía observarse la gran magnitud de los recursos sin utilizar que se encontraban disponibles. El Programa Victoria fue adoptado, y se llevó a la práctica sin demasiada dificultad. Esto hecho, Nathan, c o n j u n t a m e n t e con Kuznets, se convirtió en un hombre muy poderoso en todo lo referente a la determinación de sus componentes y al control de las exigencias y p r o p u e s t a s m á s irresponsables de ios militares. De esta forma se ganó la animadversión de aquellos que eran incapaces de refutar sus estadísticas. Cuando en 1943 fue alistado en el ejército hubo muchos que por fin respiraron, a u n q u e no dijeran nada, si bien no faltó quien declarara su alivio.'" En Gran Bretaña, por su parte, cálculos análogos del producto nacional bruto y de s u s c o m p o n e n t e s fueron también un marco de referencia orientador de la movilización, tarea que se ejecutó en aquel país con gran competencia y de m a n e r a muy completa. En cambio, Alemania carecía de una contabilidad nacional útil para esos fines, pues el concepto de producto nacional bruto (que por casualidad era en gran medida de origen judío) no había arraígalo
A g r a d e z c o al p r o p i o N a t h a n h a b e r m e I r a n s m i t i d u esin inform.-ición.
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do en el Tercer Reich. Al desconocerse la forma en que se empleaban los recursos, tanto el c o n s u m o como la utilización de la fuerza de t r a b a j o en el sector civil permanecieron a un nivel inconteniblemente elevado d u r a n t e todo el t r a n s c u r s o de la g u e r r a . " Bien puede a f i r m a r s e que Simon Kuznets destaca como uno de los pilares menos reconocidos del poder aliado d u r a n t e la segunda guerra mundial. Efectivamente, una vez m á s él y sus colaboradores lograron en esta emergencia traducir el pensamiento de Keynes a un lenguaje estadístico irrefutable, d e m o s t r a n d o las vent a j a s que reportaban en tiempo de guerra la r u p t u r a del equilibrio con subempleo, y la decisión de producir al m á x i m o de la capacidad instalada, proceso d u r a n t e el cual convirtieron el PNB en una expresión de uso cotidiano. Todo esto sigue siendo a ú n hoy de rigurosa actualidad. Sin «esta gran invención del siglo XX (la contabilidad nacional)... la macroeconomía continuaría a la deriva en un m a r de d a t o s desorganizados».'^ La contribución final de la guerra a la divulgación de la doctrina de Keynes fue que en esas circunstancias se demostró lo que sus principios económicos podían realizar al aplicarse por intermedio del Estado. Desde 1939 hasta 1944, año en que culminaron las actividades bélicas, el producto nacional b r u t o en dólares constantes (de 1972) a u m e n t ó de 320.000 millones a 569.000 millones de dólares, o sea, que casi se duplicó. Mientras que se aludía c o n s t a n t e m e n t e a las privaciones ocasionadas por la guerra, lo cierto es que los gastos de c o n s u m o personal, también en dólares constantes, no disminuyeron, sino que por el contrario a u m e n t a r o n de 220.000 millones a 255.000 millones de dólares.'^ El desempleo, que en 1939 c o m p r e n d í a el 17,2 por ciento de la fuerza de t r a b a j o civil, había descendido en 1944 a sólo el 1,2 por ciento.'"' Es cierto que los bienes de c o n s u m o duraderos fabricados con metal, como nuevos automóviles, no eran artículos de consumo usual, pero en general, en el último año com-
11. Vcasc US Strategic Bombing Sttrvuy. The Effects of Strategic noinbing on the German War ticonomy ( W a s h i n g t o n . D C . . U.S. G o v e r n m e n t Printing Office. 1945), y Burton H. Klein, Germany's Economic Preparations for War ( C a m b r i d g e , H a r v a r d University Press. 1959) Las p r i m e r a s m e d i c i o n e s c o m p e t e n t e s del p r o d u c t o a g r e g a d o d e A l e m a n i a y de s u s c o m p o n e n t e s , f u e r o n e f e c t u a d a s por los e s t a d í s t i c o s n o r t e a m e r i c a n o s q u e eval u a r o n . d e s p u é s de la g u e r r a , los efectos de los a t . i q u e s a é r e o s . 12. Paul A. S a m u e l s o n v William D. N o r d h a u s . Economics, 12.' edición ( N u e v a York. M c G r a w - H i l l . 1983). pág. 102. 13. A m b o s c o n j u n t a s de c i f r a s provienen del Economic Report of the President ( W a s h ington. D C . . G o v e r n m e n t Printing Office. 1985). pág 234 La b a s e de d ó l a r e s c o n s t a n tes de 1972 es la q u e se utiliza h a b i t u a l m e n t c . 14 C i t a d o en L e k a c h m a n , op. cit., p á g s . 142 y 150.
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pleto de guerra los norteamericanos estaban viviendo mejor que en ninguna época anterior. Nadie podía d u d a r seriamente de que éste fuera el resultado de una creciente presión de la d e m a n d a pública sobre la economía, pues las c o m p r a s de bienes y servicios por parte del gobierno federal d u r a n t e esos años a u m e n t a r o n de 22.800 millones de dólares en 1939 a 269.700 millones en 1944. Marte, el dios de la guerra, con su intromisión tan ineludible como imprevisible, había s u m i n i s t r a d o a Keynes u n a demostración m á s completa de lo que nadie hubiera podido (ni debido) exigir. El Estado no se había m a n t e n i d o pasivo en este período, tal como requerían la doctrina clásica y el laissez faire-, al contrario, había a c t u a d o e intervenido en p r o p o r c i o n e s sin p r e c e d e n t e s y hasta entonces nunca i m a g i n a d a s . Y el resultado de esa intervención pública constituyó una proeza de la cual se enorgullecieron todos los norteamericanos. Posteriormente, algunas de las formas de intervencionismo aplicadas durante la guerra no llegaron a sobrevivir. La regulación general de los precios, a p o y a d a en la medida necesaria por el racionamiento, los m a n t u v o estables desde que se implantó plenamente en 1943, hasta que se suprimió en otoño de 1946. El mercado negro fue de p e q u e ñ a s dimensiones, y podría decirse, si se toman en cuenta las proporciones de la regulación, que resultó insignificante. A diferencia de la primera guerra mundial o de las postrimerías del decenio de 1970, los tiempos de la segunda guerra mundial no se recuerdan, en la memoria colectiva, como época de inflación.'^ Pero la regulación de los precios o de los salarios no fue parte constitutiva del sistema keynesiano. A u n q u e se restableció en ocasión de la guerra de Corea, y Richard Nixon volvió a implantarla d u r a n t e el período 1971-1973, en adelante sólo tendría una existencia fugaz en el p e n s a m i e n t o y en las políticas económicas de los países de habla inglesa. La m i s m a p a l a b r a control ha llegado a desaparecer: c u a n d o se necesita regular los precios y salarios no se habla de control de precios y salarios, sino de política de rentas y precios. Mayor importancia tuvo el efecto de la guerra sobre el sistema 15. Rconotnic Repon of the Presiiicnl, ;9S.5. op. cil., pay 23S 16. Me he ocupudfi de e s t a s cucslionc^s. en l é r m i n o s générales, en A Life iri Our Times ( B o s t o n . H o u g h t o n M i f d i n . 1981). p á g s . 124 y s s . V é a s e t a m b i é n el reciente e s t u d i o de Hugh Kockoff, Drastic measures: A History of Wage and Price Controls in the Uttiteil Slates (Ciimhridge, I n g l a t e r r a . C a m b r i d g e University Press. 1984)
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tributario. Según los criterios actuales, los i m p u e s t o s eran insignificantes antes de 1941. Mientras que en 1939 los ingresos federales en E s t a d o s Unidos s u m a b a n poco m e n o s de cinco mil millones de dólares, hacia 1945 ascendían a m á s de 44.000 millones en moneda corriente.'^ Durante los años posteriores, continuaron a un nivel a p r o x i m a d a m e n t e diez veces superior al de antes de la guerra. Mientras que en 1929 el tipo marginal m á s alto del impuesto personal sobre la renta era del 24 por ciento, en 1944 había ascendido al 94 por ciento.'" Con la guerra, y como justificación de esos impuestos, se había d i f u n d i d o cierta noción de igualdad ante el sacrificio: los pobres contribuirían con s u s vidas, o bien cumpliendo con el servicio militar, o simplemente con su trabajo, mientras que los ricos, especialmente quienes no hacían nada de eso, contribuirían mediante el pago de s u s impuestos. En 1942 el presidente Roosevelt propuso que m i e n t r a s d u r a s e la guerra los ingresos personales se limitaran a un m á x i m o de 25.000 dólares por año, una vez descontados los impuestos, pero tropezó con la oposición de quienes percibían s u m a s superiores, y la iniciativa no fue a d o p t a d a ; así y todo, el principio de un impuesto fuertemente progresivo, con efectos reales de redistribución de la renta, sobrevivió h a s t a épocas recientes. Como podrá observarse, las proezas realizadas en Estados Unidos y Gran Bretaña durante la guerra fueron objeto de amplia aprobación. Y se t r a t ó de éxitos o b t e n i d o s por el g o b i e r n o —por el Estado—. Esta circunstancia no dejó de ser mencionada por los profesionales ni pasó inadvertida para la opinión pública. Y la conclusión era evidente: lo que tan útil había sido d u r a n t e la guerra, s e g u r a m e n t e que también habría de serlo en la paz. Así como la guerra había sentado el prestigio de Keynes, también había acarreado un gran revés p a r a el laissez faire clásico. Sin embargo, los portavoces de la gran tradición no permanecían callados en absoluto. En 1944, c u a n d o c u l m i n a b a n a la vez el e s f u e r z o de g u e r r a y la intervención del E s t a d o , Friedrich von Hayer, entonces profesor de la Universidad de Chicago, volvió a la carga a f i r m a n d o tan rigurosa como severamente las reglas de la economía clásica: «El sistema de precios cumplirá su función... sólo 17. Economic Repon of the Presiden! ( W a s h i n g t o n . D.C.. U.S. G o v e r n m e n t Office. 1964). p á g . 274. 18. Los d a l o s son de J o s e p h Pcchttian de la B r o o k i n g s I n s t i t u t i o n .
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si prevalece la competencia, es decir, si el productor particular tiene que adaptarse a los cambios de precios y no puede regularlos.n^"* Pero hasta él subrayó, no la ineficacia de la intervención del Estado, sino la a m e n a z a q u e ésta representaba para la libertad. A tal amenaza, al menoscabo q u e ella infligía a la libertad de escoger, irian luego refiriéndose cada vez con mayor frecuencia él y su ayudante, el profesor Milton Friedman.^" No obstante, la guerra había asestado un golpe d e v a s t a d o r a la clásica desaprobación de la intervención pública. Durante el conflicto bélico no fue un tema convincente. pues millones de personas habían d i s f r u t a d o entonces de la libertad de empleo y de dinero para g a s t a r —o sea, de libertades que quienes h a b l a b a n con la mayor solemnidad de economía libre estaban muy d i s p u e s t o s a ignorar—. Y en la profesión económica la adopción de nuevas nociones acerca del E s t a d o y del valor de su intervención llegaría a constituir una de las principales consecuencias económicas de la guerra. Una vez m á s fueron los acontecimientos, y no los economistas, los que marcaron el rumbo; acontecimientos silenciosos, mudos y, por su mismo anonimato, exentos de oposición.
19 F r i e d r i c h A von ll.iyck. The Road In Serfdom ( C h i c a g n . Univursily of Chicn|:o Press. 19<)4). pág. 49. (l.a c u r s i v a es del a u t o r . ) 20. F r i e d m a n , p r i n c i p a l m e n t e en su o b r a t a n leida Free In Choose ( N u e v a York. I l a r c o u r i Brace J o v a n o v i c ü . 1980). escrita en c o l a b o r a c i ó n con su e s p o s a . Rose F r i e d m . m
XIX.
PLENO MEDIODÍA
Después de una guerra, el vencedor sagaz consolida sus conquistas. Eso fue lo que hicieron los keynesianos después de la segunda guerra mundial. La contienda había eliminado el paro. Lo que correspondía, pues, era adoptar las medidas para asegurar que lo que había sido consecuencia pasiva de la movilización bélica se transformara en un objetivo activo de la política del gobierno. Los keynesianos estaban todavía en Washington, gozaban aún de influencia, y contaban con aliados en el m u n d o de los negocios, a los que nos referiremos pronto. En vista de todo ello, tomaron la iniciativa para que los preceptos de Keynes se incorporasen a la legislación. En adelante ya no se consideraría que el empleo es consecuencia autónoma de la economía competitiva. Se admitió la posibilidad de equilibrio con subempleo. y en lo sucesivo el Estado procuraría deliberadamente desbaratar dicho equilibrio y asegurar, en cambio, el pleno empleo. Esta tendencia comenzó a manifestarse incluso antes del fin de las hostilidades. En Estados Unidos, lo mismo que en Gran Bretaña, los previsibles alegatos oratorios de la época destacaban que quienes arriesgaban sus vidas contra Hitler y contra el militarismo japonés tenían derecho, al regresar, a encontrarse con algo mejor que el desempleo y el m a r a s m o económico de los años de la depresión. En Gran Bretaña, el Informe Beveridge, en cuya elaboración influyó grandemente Nicholas Kaldor, ' prometió un sistema de seguridad social muy perfeccionado; en E s t a d o s Unidos arreció el debate, por desorientado que fuera, sobre la planificación de posguerra a fin de que la reconversión económica se lograra eficazmente y de que la vida económica floreciera sin demasiados cambios destructivos. Y se desarrolló a d e m á s una corriente de ideas más precisas, que tuvo su eco entre los hombres 1.
Véase el c a p í t u l o XIV.
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de negocios. Durante los años de la guerra, un grupo de ennpresarios liberales, entre ellos Ralph E. Flanders, fabricante de máquinas-herramienta en Vermont y luego senador de ese Estado, y Beardsley Ruml, ex profesor de economía que se había convertido en alto cargo de R. H. Macy, firma propietaria de los famosos almacenes neoyorquinos, crearon el Comité para el Desarrollo Económico. Éste tenía por objeto examinar los medios que podían aplicarse para reducir el paro y mejorar el funcionamiento de la economía c u a n d o llegara la paz. El Comité no declaró públicamente su adhesión a las doctrinas de Keynes, pues ello podría haber alarm a d o a muchos ejecutivos y empresarios de mentalidad tradicional. Tampoco aprobó explícitamente la financiación mediante el déficit que venía practicando el Gobierno Federal, p u e s eso era a ú n considerado como muestra de grave irresponsabilidad. En cambio, haciendo suya una fórmula pergeñada por Ruml, sostuvo que el presupuesto general debía, desde luego, equilibrarse, pero que este equilibrio debía definirse en términos de una situación de pleno empleo.^ Un hábil consejero siempre s u b r a y a los aspectos positivos. En enero de 1945, c u a n d o ya se divisaba el fin de la guerra, tuvo lugar un avance m á s resuelto y m u c h o m á s influyente desde el punto de vista económico. Para entonces, los keynesianos en el gobierno prepararon un proyecto de ley (S380) destinado a incorporar a la legislación, en forma plena y definitiva, la economía de John Maynard Keynes; este proyecto fue a renglón seguido patrocinado por cuatro senadores, a saber, Robert F. Wagner, de Nueva York, y tres del Oeste liberal: J a m e s E. Murray, de Montana; Elbert Thomas, de Utah, y Joseph O'Mahoney, de Wyoming.^ En s u s primeras versiones, estos textos legislativos obligaban al gobierno a practicar una política destinada a garantizar el pleno empleo, declarando a b i e r t a m e n t e que «en la medida en que el pleno empleo no pueda a s e g u r a r s e de otro modo, el gobierno federal tiene a d e m á s la responsabilidad de a u m e n t a r las inversiones y los gastos federales en la medida necesaria para asegurar la permanen-
2. Véase T h e C o m m i l l t i ; for E c o n o m i c O c v e l o p m c n l . Jobs and Markets ( N u e v a York. McGrnw-IIill. 1946). C u a n d o cscribi u n a reseña bibliográfica s o b r e e s t e libro p a r a Fortune, T h e o d o r e Y n i e m a . p r i n c i p a l e c o n o m i s t a del Comité, m e pidió q u e p u s i e r a c u i d a d o en no i d e n t i f i c a r las i d e a s d e d i c h o ó r g a n o con las d e Keynes. 3. La historia de esta legislación f i g u r a tu extenso en la o b r a de S t e p h e n K e m p Bailey. Congress Makes a Law; The Story Behind the Employmetit Act of 1946 ( N u e v a York. C o l u m b i a University Press. 1950).
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cia del pleno empleo». En el proyecto de ley se requería la presentación anual de un p r e s u p u e s t o general del E s t a d o en el cual se especificaran, entre otros elementos, la magnitud de la fuerza de trabajo, las perspectivas de empleo de la m i s m a , y los gastos e inversiones federales requeridos para asegurar (cun volumen de producción que implique el pleno e m p l e o » / Se preveían también vastas atribuciones a una autoridad ejecutiva para la preparación y presentación de dicho p r e s u p u e s t o de pleno empleo, a d e m á s del establecimiento paralelo de un comité del Congreso a cargo de su examen y sanción. Este primer proyecto de ley señala el m o m e n t o de m á x i m o auge en la marea del sistema keynesiano, no sólo en E s t a d o s Unidos, sino también en el conjunto de los países industriales. Pero, p a r a continuar con la metáfora, la marea descendió en seguida y no volvió a alcanzar j a m á s esa elevada cota. Pronto se reanudó la contienda ya habitual entre quienes creían estar salvando el capitalismo y los que se esforzaban por protegerlo de sus salvadores. La Asociación Nacional de Fabricantes, q u e era entonces la m á s influyente de las organizaciones empresariales, encabezó la lucha contra el proyecto de ley y contra los sindicatos de t r a b a j a d o r e s y la Unión Nacional de Agricultores, la m á s liberal de las organizaciones agrícolas, q u e eran partidarios de la legislación propuesta. El principal d o c u m e n t o presentado por la asociación (NAM) p r o c l a m a b a , en los títulos sucesivos de s u s secciones, que ese texto jurídico introduciría nuevas regulaciones oficiales, destruiría la empresa privada, incrementaría las atribuciones del poder ejecutivo, legalizaría el gasto federal para fomentar artificialmente la actividad económica, conduciría al socialismo, prometería d e m a s i a d o y sería, por otra parte, ridículo.^ Como puede observarse, se t r a t a b a de una condena sin a t e n u a n t e s . A la vista de s e m e j a n t e s consecuencias, resultó imposible que el proyecto de ley fuera a p r o b a d o con su texto original. Pero ante el espectro de un posible retorno del paro, t a m p o c o era posible negar la necesidad de que se legislase en la materia. En vista de ello, se rebajó el «pleno empleo» a «empleo» solamente; a u n a política así orientada nadie podía oponerse con seriedad. En su texto definitivo, el proyecto de ley advertía severamente que e s t a b a des4. 5.
A m b a s c i t a s d e la ley e s t á n l o m a d a s d e Bailey, op. cit., pág. 244. v é a s e Robert L c k a c h m a n , The Age of Keynes ( N u e v a York. R a n d o m H o u s e . 1966),
pig IhK.
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tinada a las personas «capaces y deseosas de t r a b a j a r , y en busca de trabajo»; esto también era tranquilizante. Anunciaba, por otra parte, que las energías de la industria, la agricultura y los recursos h u m a n o s serían coordinadas y utilizadas «en forma calculada para fomentar y promover la libre empresa competitiva y el bienestar general».^ Como puede advertirse, el sistema clásico no qued a b a relegado a las trastiendas de la historia. Pero la retirada fue todavía m á s lejos. Se a b a n d o n ó el presupuesto dirigido al pleno empleo, y con él, los procedimientos del poder ejecutivo y del Congreso destinados a su aplicación. En cambio se d i s p u s o que en adelante tres personas competentes en materia económica se o c u p a r a n , a c t u a n d o como un consejo de asesores económicos, de dar su dictamen al presidente sobre las medid a s destinadas a promover el empleo y sobre la política económica en general. Todos los años, en el mes de enero, dicho consejo presentaría una memoria sobre las perspectivas de la economía, ante un comité mixto de la C á m a r a de Representantes y del Senado, si bien dicho órgano, con toda intención, no d i s p o n d r í a de atribuciones en materia legislativa. Con el tiempo, llegado el caso, los admiradores del arte de la castración legislativa han t o m a d o como modelo el proceso o b s e r v a d o en el trámite de la Ley del Empleo de 1946. El presidente Harry S. T r u m a n tomó esta nueva ley con toda calma, y d u r a n t e varios meses se abstuvo de designar a s u s nuevos consejeros. C u a n d o lo hizo, nombró, para presidir el consejo, a Edwin G. Nourse (1883-1974), economista con mucho don de gentes, ortodoxo p r o b a d o y m a d u r o en años, quien había prestado servicios d u r a n t e mucho tiempo en la Brookings Institution. Nourse estaba libre de todo matiz keynesiano, hasta tal p u n t o que muy probablemente nunca leyó La teoría general ni consideró que valiera la pena utilizar su tiempo con ese fin.' No obstante, pese a la castración perpetrada, la adopción de la Ley del Empleo de 1946, con la implantación de un consejo de fi. E s i a cila d e la Ley de E m p l e o de 19-46 esiá Inm:ida de Bniley. op. cil., pág. 228. (La eursiv.n es m í a . ) 7. I-uc p r o n t o s u c e d i d o por Leon Keyserling ( 1908). ex c o l a b o r a d o r del s e n a d o r R o b e n W a g n e r y e n t u s i a s t a y c o h e r e n t e p a r t i d a r i o d e los fines d e la Ley del E m p i c o y del Consejo c r e a d o en virtud de é s t a . Llegado el m o m e n t o en q u e Keyserling tuvo q u e vérselas con los e c o n o m i s t a s universitarios m á s s u s c e p t i b l e s d e s d e el p u n t o de vista profesional, si bien tenia u n a f o r m a c i ó n c o m p l e t a en e c o n o m í a , t r o p e z ó con el p r e j u i c i o s u s c i t a d o por la circ u n s t a n c i a d e q u e . al igual q u e Adolf Berle, h a b l a e m p e z a d o p o r c u r s a r la c a r r e r a de Derecho.
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asesores económicos, representó un progreso de s e ñ a l a d a importancia en la historia de la economía política. En efecto, de ese modo los economistas y el asesoramiento económico quedaron Firmemente implantados en el centro mismo de la administración pública moderna en E s t a d o s Unidos. Innovaciones similares, a u n q u e con carácter menos institucional, se introdujeron luego en los d e m á s países industriales. Los veinticinco a ñ o s siguientes a la adopción de esta ley fueron muy prósperos desde el p u n t o de vista económico, y sin lugar a d u d a s fueron también los mejores para los economistas, desde el punto de vista profesional, en toda la historia de la disciplina. En Estados Unidos y en otras naciones el paro era relativamente reducido, en comparación con lo que se había visto antes y con lo que vendría después. Lo m i s m o sucedió con los movimientos de precios, pues tuvo lugar un ligero a u m e n t o de ios mismos. Sólo en tres años, d u r a n t e lodo ese período, no se p r o d u j o un incremento del producto nacional bruto de E s t a d o s Unidos (denominación que ya había llegado a ser de uso común), y en dos de esos años la reducción fue mínima. Toda esta bonanza se atribuyó a los economistas, y ellos aceptaron el mérito sin pestañear. En enero de 1969, c u a n d o la Ley del Empleo llevaba veintidós años de vigencia, se encomendó al Consejo de Asesores Económicos una reseña de sus resultados. Vale la pena reproducir con cierta amplitud el texto en q u e se celebró a sí mismo: La Nación se encuentra ahora en su nonagésimo quinto mes de progreso económico sostenido. Tanto por su Fuerza como por su duración, esta prosperidad no tiene precedentes en nuestra historia. Nos hemos librado de las rccesiones del ciclo económico, que generación tras generación habían venido apartándonos repetidamente del sendero del crecimiento y del progreso... Ya no concebimos nuestra vida económica como una incesante marea, con su Flujo y su reflujo. Ya no tememos que la automatización y el progreso técnico arrebaten sus puestos a los trabajadores, en vez de ayudarnos a conseguir una mayor abundancia. Ya no consideramos que la pobreza y el subempleo hayan de representar elementos permanentes de nuestro sistema económico... Desde la histórica sanción de la Ley del Empleo en 1946, las políticas económicas han respondido a la alarma de incendio de la recesión y de la bonanza. Durante el decenio de I960 hemos adoptado una nueva estrategia, deslinada a la prevención de incendios.
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sosteniendo la prosperidad y eliminando la recesión, o la inflaciór grave, antes de que puedan materializarse... Durante este período se han edificado cimientos sólidos sobre los cuales podrá fundarse un crecimiento sostenido en los años ve nideros.® Debe reconocerse q u e en aquellos a ñ o s los economistas estuvieron acertados en un aspecto: eligieron el momento apropiado para practicar su profesión. En ninguna otra ocasión, desde los tiempos de Adam Smith, y tampoco en ningún m o m e n t o f u t u r o d e s p u é s de esta época de posguerra, habían podido ni volverían £ poder mirar los economistas con mayor aprobación su propia actuación y, lo que es tal vez más importante todavía, contar cor una aprobación tan general. Pero valdría la pena h a b e r recordado que «Júpiter derriba a los titanes / no c u a n d o se ponen a apilai montanas, / sino cuando están colocando la última roca para coro nar su tarea». Al expirar el decenio de 1960, Júpiter aguardaba que los economistas estuvieran a p u n t o de techar su edificio keynesiano. El revés sobrevendría en parte como consecuencia de una interpretación errónea de las condiciones económicas de los veinticinco a ñ o s favorables. En esa época una serie de fuerzas expansivas, completamente a j e n a s a toda orientación recomendada por los economistas, habían e s t i m u l a d o la economía norteamericana y la mundial. Entre ellas se contaba la inyección en los gastos de cons u m o de los a b u n d a n t e s ahorros a c u m u l a d o s d u r a n t e la guerra, que al finalizar ésta ascendían m á s o menos a 250.000 millones de dólares en E s t a d o s Unidos.' El dinero así disponible convirtió la depresión de posguerra, casi universalmente profetizada, en una prosperidad sin precedentes q u e se m a n t u v o m i e n t r a s los consumidores verificaban que no llegaban la depresión y el paro, amenaza de la q u e muchos se habían protegido a h o r r a n d o en los años anteriores. Además, el gasto interior en E s t a d o s Unidos venía reforzado por una afluencia de capacidad adquisitiva procedente del extranjero. En aquellos años, como el país se había visto libre de la devastación bélica, c o n t a b a con u n a balanza de pagos s u m a m e n t e 8. Economic Repon of the President Office. 1969). p á g s . 4-5 9. Lukiichm:in. op. cit.. p á g . 164.
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favorable, lo cual significa que los extranjeros g a s t a b a n m á s en productos y empleo estadounidenses, que lo que los norteamericanos estaban g a s t a n d o a su vez en el exterior, con el resultado estimulante correspondiente. Éste es un p u n t o que no se ha evaluado como es debido, y que contrasta a g u d a m e n t e con las circunstancias del decenio de 1980, cuando una balanza de pagos fuertemente negativa significaba que la población e s t a d o u n i d e n s e g a s t a b a en la compra de productos importados y en viajes al exterior mucho más de lo que los extranjeros g a s t a b a n en E s t a d o s Unidos. El dinero asi g a s t a d o en u l t r a m a r disminuye notablemente la d e m a n d a efectiva dentro del país. Además, a medida q u e p a s a b a el tiempo, se s u m a r o n los gastos para la guerra de Corea, para el a r m a m e n t o de la guerra fría, y m á s tarde para la intervención cada vez m á s generalizada en Vietnam. En épocas anteriores, Keynes había p r o p u e s t o que los billetes de libras esterlinas se enterraran en m i n a s de carbón abandonadas, p u e s al excavar luego para recuperarlos se promovería el empleo y a u m e n t a r í a el poder de compra. El a r m a m e n t o ingentemente costoso que no podía utilizarse a c a u s a de su poder destructivo casi infinito, llegó entonces, de m a n e r a creciente, a servir los mismos fines económicos q u e la moneda e n t e r r a d a . Por último, intervino también el modesto efecto estabilizador del estado de bienestar. En esos días se descubrió que el subsidio de desempleo presentaba una oportuna tendencia a a u m e n t a r cada vez que disminuían la tasa de actividad económica y el empleo, actuando así como fuerza compensatoria de la contracción económica y de la falta de trabajo. Otros gastos en materia de bienestar servían de a m o r t i g u a d o r e s y a s e g u r a b a n la permanencia del poder adquisitivo. En 1948, los gastos e inversiones federales de toda índole habían llegado a su nivel m á s bajo de posguerra, con un total algo inferior a 30.000 millones de dólares; veinte años después, en 1968, año que dio origen a la mencionada reflexión sobre el éxito de la economía, fueron superiores a 183.000 millones, o sea, aproximad a m e n t e se h a b í a n multiplicado por s e i s . ' " El g o b i e r n o federal había contribuido, en esta forma, a m a n t e n e r u n flujo de gastos constante y creciente. También tuvo su influencia el sistema de 10. Rcononiic Repnrt Olficc. 1985), pñg. 318.
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impuestos, considerablemente progresivo, q u e transferia recursos de los ricos a los necesitados, manteniendo la capacidad adquisitiva de estos últimos, a la vez que sostenía m o d e r a d a m e n t e la propensión marginal al c o n s u m o tanto de los contribuyentes como de quienes recibían fondos del gobierno. Nada de todo esto, es decir, ni los ahorros g a s t a d o s con mayor efectividad, ni el saldo favorable de la balanza comercial, ni el gasto en a r m a m e n t o d u r a n t e las dos g r a n d e s guerras, ni el inesperado efecto estabilizador de los gastos de seguridad social, podían atribuirse a un diseño económico deliberado. La economía, tan a menudo víctima de sucesos adversos, y que pronto volvería a serlo, por una vez se beneficiaba de una circunstancia s u m a m e n t e favorable. No obstante, en 1964 tuvo lugar un acontecimiento que era en efecto atribuible a una intervención económica e s t u d i a d a . Se trataba de la reducción de impuestos introducida ese año, a iniciativa de Walter W. Heller (1915), quien, j u n t o con Leon Keyserling, de un gobierno anterior, fue uno de los dos m i e m b r o s m á s influyentes del Consejo de Asesores Económicos en toda su historia. El tipo marginal del impuesto personal sobre la renta, que era entonces teóricamente del 77 por ciento, se rebajó al 70 por ciento; h u b o también o t r a s reducciones impositivas, como en el impuesto de sociedades. E s t a s m e d i d a s no se d e b í a n en a b s o l u t o a una menor necesidad de ingresos para el fisco, sino q u e se procuró deliberadamente ampliar la capacidad adquisitiva y el empleo, y evitar un excedente presupuestario que, en condiciones de pleno empleo, podría ocasionar una depresión. Ésta fue p r o b a b l e m e n t e la medida tributaria m á s discutida en toda la historia norteamericana hasta la fecha, con la posible excepción de la q u e condujo en 1913 a la implantación con carácter permanente del impuesto personal sobre la renta. Desde luego, ninguna otra disposición ejerció mayor influencia por el ejemplo que sentó. Diecisiete años d e s p u é s se la citaría una y otra vez como precedente para las grandes reducciones impositivas adoptadas por el gobierno de Ronald Reagan. A pesar de lo antedicho, d u r a n t e este período de cinco lustros el alcance y la influencia del asesoramiento p r e s t a d o por los economistas estuvo una vez más, como tan frecuentemente en el pasado, subordinado por lo genera! a la fuerza imperiosa de los acontecimientos.
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Como ha podido observarse, las ideas económicas son también, en gran medida, producto de la adversidad. Durante la guerra y la depresión, en su intento de racionalizar o, más raramente, de afrontar la pobreza y las privaciones, los economistas se ven obligados y aun estimulados a pensar, mientras q u e en tiempos de prosperidad predomina entre ellos una agradable disposición a dejarse estar, bajo la euforia de su a m o r propio satisfecho. No habiendo grandes problemas ni a s u n t o s de urgencia, no se encara ninguno. Así fue cómo la economía perdió su sentido de la urgencia durante aquellos veinticinco años de bienestar. Hubo, en cambio, una activa preocupación por el problema de la reconstrucción de posguerra en Europa y en el J a p ó n , si bien ésta, en gran medida, precedió a la elaboración de una teoría orientadora. También se suscitó, por primera vez, un vivo interés en el proceso de desarrollo de los países recientemente e m a n c i p a d o s del dominio colonial. El desarrollo económico se convirtió en un sector de estudios e investigaciones por separado, q u e ha padecido una considerable inclinación a preconizar políticas y s i s t e m a s administrativos apropiados para las e t a p a s a v a n z a d a s del desarrollo industrial en países que se encontraban en e t a p a s previas de su desarrollo agrícola. Y como sucedió, por ejemplo, en América Central, h u b o también una tendencia a ignorar las e s t r u c t u r a s políticas feudales que por su propia índole cavernícola eran totalmente adversas a cualquier clase de desarrollo. Pero la historia de estas cuestiones deberá esperar otro libro y otro autor. La formulación m a t e m á t i c a de las relaciones económicas, a saber, de los costes con respecto a los precios, de los ingresos de los consumidores con respecto a las características de la función de d e m a n d a , y m u c h a s o t r a s por el estilo, también h u b o de florecer durante esos años. Y se debatió a d e m á s p e r m a n e n t e m e n t e la utilidad de la economía matemática, llamada a m e n u d o teoría matemática. Sobre esto los especialistas en la ciencia de los n ú m e r o s a d o p t a b a n una actitud favorable, mientras que quienes carecían de esa calificación e n c a r a b a n lo que no entendían con un criterio cautamente desfavorable. La habilidad matemática en teoría económica llegó a a d q u i r i r cierto valor objetivo como billete de entrada en la profesión económica, como un dispositivo para excluir a quienes sólo poseían un talento p u r a m e n t e verbal. Y si bien se estaba de acuerdo en q u e tal teoría no contribuiría gran cosa a la orientación de las políticas económicas, d e s e m p e ñ a b a n en cambio
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Otra función. Las formulaciones técnicas c a d a vez m á s complejas y el debate sobre su validez y precisión dieron empleo a muchos de los miles y miles de economistas que de ese modo llegaron a necesitarse en las universidades y en otros establecimientos de enseñanza alrededor del m u n d o . Si todos ellos hubieran tratado de hacer oír s u s respectivas voces en cuestiones prácticas, el clamor resultante habría sido desorientador y posiblemente insoportable. Asimismo, la economía matemática brindó a la economía un lustre profesionalmente positivo de c e r t i d u m b r e y precisión científicas, incrementando de manera provechosa el prestigio de los economistas universitarios en relación con s u s colegas de las d e m á s ciencias sociales y de las llamadas ciencias exactas. Pero uno de los costes de estos diversos servicios fue el ulterior alejamiento de la disciplina con respecto al m u n d o real. No todos los ejercicios matemáticos, pero sí m u c h o s de ellos, e m p e z a b a n (como todavía sucede en la a c t u a l i d a d ) con la f r a s e «Dando por s u p u e s t a una competencia perfecta...». En el m u n d o real la competencia perfecta, si no había desaparecido del todo, sólo mantenía una existencia cada vez m á s esotérica, y la teoría matemática vino a convertirse h a s t a cierto p u n t o en el envoltorio s u m a m e n t e refinado dentro del cual el concepto p u d o sobrevivir. Hubo durante este período otros dos acontecimientos mucho más importantes por sus consecuencias y por su utilidad práctica. Uno de ellos, con antecedentes en la década de 1930, y antes todavía, como ya hemos dicho, con François Quesnay, fue el análisis inputoutput de Wassily W. Leontief, por el cual se le otorgó el Premio Nobel en 1973. Como se recordará, las tablas de Leontief indicaban el valor de lo que cada industria, y, en forma m á s laboriosa y refinada, de lo que cada subsector de cada industria vendía a los demás y recibía de ellos. El gran complejo así obtenido m o s t r a b a la forma en que cualquier cambio ejerce sus efectos a través de todo el sistema económico; por ejemplo, cuáles serían los requerimientos que una ampliación de la industria automotriz vendría a imponer con respecto a los diversos productos de la industria siderúrgica, así como en materia de carbón y de aleaciones ferrosas. Y también, lo cual fue otra importante contribución de Leontief, qué recursos utilizaban las fuerzas armadas, y qué devolvían a su vez para la v e n t a . " II V é a n s e W a s s i l y W. Lcontief, Inpui-Otipiii Economics ( N u e v a York. O x f o r d Univcrsily l'ress, I9íifi) y mi a n i c r i o r euposición relativa n la obra dul p r o f e s o r I.eontief en el e a p i l u l o V.
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En los años de la posguerra esa e m p r e s a estadística sumamente informativa, si bien b a s t a n t e costosa, fue a s u m i d a por el Estado. I n t e r r u m p i d a por el gobierno de Eisenhower, se r e a n u d ó bajo el de Kennedy, en 1961. Casi todos los países industriales — Gran Bretaña, J a p ó n , C a n a d á . Italia, Holanda y otros— se pusieron a examinar en forma parecida sus propias relaciones interindustriales. Y lo mismo hicieron la Unión Soviética y sus satélites. Nacido en 1906 en San Petersburgo en el seno de u n a familia de industriales textiles de ideología socialrevolucionaria, es decir, antibolchevique. Leontief llegó a E s t a d o s Unidos luego de haber residido en Berlín y en China, habiéndose exiliado voluntariamente unos años d e s p u é s de la Revolución rusa. Las tablas interindustriales que luego ideó y elaboró, si bien son interesantes e informativas para el capitalismo, resultaron también muy funcionales para la planificación socialista, p u e s ésta exige de m a n e r a elemental e ineludible el conocimiento de los suministros significativos que cada industria necesita de las d e m á s . En consecuencia, Leontief ha tenido el singular destino, tras haber vivido y t r a b a j a d o en E s t a d o s Unidos, de ser famoso en la Unión Soviética y de habérsele d a d o allí luego la bienvenida como uno de los que m á s aportaron al éxito del sistema socialista.
La segunda innovación de aquel período, relacionada con la antedicha, y un poco posterior, resultado a su vez de los g r a n d e s progresos de la ingeniería en materia de técnicas para el almacenamiento y tratamiento de datos, estuvo constituida por los modelos econométricos o de simulación por o r d e n a d o r de la actividad económica. Si bien el p r o f a n o les atribuye un carácter b a s t a n t e misterioso, los elementos básicos de los modelos econométricos no son difíciles de entender. Yendo m á s allá de Keynes. Kuznets y Leontief tratan de reproducir, con a y u d a de ordenadores, los efectos ampliamente distribuidos de todos los g r a n d e s c a m b i o s del sistema económico, por ejemplo, en materia de gasto público, impuestos. tipos de interés, salarios, beneficios, producción industrial por sectores, construcción de viviendas, y muchos otros aspectos de la economía, en la medida en que todos ellos, relacionados en diversa medida con otros factores, influyen, de m a n e r a real o supuesta, sobre todas las d e m á s magnitudes económicas. Evidentemen-
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te, el juicio h u m a n o interviene en las ecuaciones q u e denotan el efecto de cualquier cambio dado. La labor precursora en estos modelos de la economía la efectuó J a n Tinbergen (1903), economista holandés internacionalmente famoso y respetado, quien dedicó también sus innovadoras preocupaciones a otras m u c h a s materias, incluida la orientación de la política económica de los Países Bajos y los problemas del desarrollo en las naciones pobres. Los primeros t r a b a j o s de Tinbergen fueron luego proseguidos por John Richard Stone (1913), de la Universidad de Cambridge; Lawrence R. Klein (1920), de la Universidad de Pensilvania, y Otto Eckstein (1926-1984), de la de Harvard, c o n j u n t a m e n t e con centenares —en términos literales— de asistentes a n ó n i m o s pero i n f o r m a d o s y laboriosos. Por e s t a s realizaciones y o t r a s v i n c u l a d a s con ellas. T i n b e r g e n , Klein y Stone recibieron cada u n o de ellos el Premio Nobel. A esto cabe agregar que ningún otro esfuerzo en economía fue j a m á s tan lucrativo desde el p u n t o de vista comercial, pues sobre la base de los modelos se elaboraron pronósticos e informes m á s específicos y relevantes para las decisiones de las g r a n d e s e m p r e s a s con fines eminentemente comerciales. En 1979, Data Resources, firma de consultores económicos c r e a d a por Otto Eckstein, f u e vendida a la editorial McGraw-Hill por 103 millones de dólares. No a b u n d a n los profesores de economía que hayan a m a s a d o semejante capital en todo el curso de su vida profesional.
Como ya se ha dicho, u n a de las aplicaciones m á s i m p o r t a n t e s de los modelos fue la formulación de pronósticos, t a n t o del nivel de producción, la renta, el empleo y los precios en el conjunto de la economía, como de la forma en que todos estos factores podrían afectar a cada r a m a de la actividad económica. E s t a aplicación exige un comentario especial. Los pronósticos sistemáticos, a diferencia de los ocasionales e improvisados, no son en absoluto una función reciente de los economistas. Ya en los años 1920, como producto de la desconsiderada arrogancia económica de aquel período, un g r u p o de economistas de la universidad de Harvard había constituido la Sociedad Económica de Harvard, con el objeto de predecir los principales acontecimientos económicos. Para ese fin se recurrió a la econometría elemental. Pero la sociedad no tuvo mucho éxito. Entre junio y septiembre de 1929 pronosticó un leve
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empeoramiento de la situación del mercado, y c u a n d o ésta se produjo electivamente en octubre, su perspicacia quedó admirablemente confirmada. Pero, por desgracia, siguió luego d e s t a c a n d o la levedad de la declinación económica, y a medida q u e ésta iba agravándose, continuó p r o c l a m a n d o su certeza de que la recuperación tendría lugar a breve plazo, pues tal era la tendencia básica del ciclo comercial en la teoría clásica. Y así prosiguió emitiendo pronósticos alentadores mientras la situación económica iba de mal en peor. Finalmente, esta labor previsora s u c u m b i ó a los efectos de la depresión, y como t a n t a s otras e m p r e s a s , fue liquidada. La elaboración de pronósticos no llegó a convertirse en un fenómeno económico del todo respetable hasta que se construyeron modelos econométricos acabados. Gracias a este invento, los factores que influyen en la evolución de los negocios y en s u s resultados —el ritmo del mercado, los gastos de los c o n s u m i d o r e s y del Estado, sus orígenes y s u s c o m p o n e n t e s y la producción prevista, el empleo y los precios agregados y en detalle— pudieron ser objeto de predicciones y llegaron a ser medidos. Hecho esto, se consideró q u e era posible prever también los efectos económicos de mayor alcance. A ello condujo también la creencia de que algunos de los factores d e t e r m i n a n t e s de los pronósticos, en especial el gasto público, los impuestos y los tipos de interés de los bancos centrales, e s t a b a n bajo el dominio del Estado, lo cual significaba que la economía, a d m i n i s t r a d a o por lo menos orientada de esa manera, era predictible, lo cual resultaba inconcebible en el m u n d o prekeynesiano. Pero sucedió que la nueva fe en el pronóstico se extendió mucho más allá de los modelos econométricos.'^ Rara era la s e m a n a , y a veces el día, en q u e no se les p r e g u n t a b a a los economistas keynesianos cuál era su opinión profesional acerca de las perspectivas del crecimiento económico, es decir, con respecto a los incrementos esperados del producto nacional bruto, o bien con referencia a los futuros cambios en materia de precios, niveles de empleo y posible evolución de d e t e r m i n a d a s r a m a s de la actividad económica. En aquellos a ñ o s favorables, se consideraba que los economistas eran dignos de confianza. Muchos de ellos respondían a tales consultas en forma m á s o menos automática, por deformación profesional. En efecto, se t r a t a b a de d a t o s que los economistas de12.
H.stn cuestión l:i he a b o r d a d o a n t e r i o r m e n t e en el c a p i t u l o I d e la p r e s e n t e o b r a .
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bían conocer. Rara vez en la historia se ha proporcionado tan confiadamente tanta información cuestionable. En realidad, los pronósticos son intrínsecamente poco fiables. Si no lo fueran, s u s responsables j a m á s los transmitirían al público. Ello representaría un acto de generosidad inconcebible, ya que si se g u a r d a r a n para uso exclusivo de las p e r s o n a s o de las organizacione • que los elaboran, los beneficios resultantes darían u n a acumulación de riqueza casi infinita. Como puede advertirse, los beneficios de las inversiones e f e c t u a d a s conforme a tales pronósticos serían completamente seguros, y los activos c o m p r a b l e s vendrían a afluir incesantemente a las m a n o s o, mejor dicho, a las carteras de personas o de instituciones que j a m á s podrían perder. Una vez alcanzada semejante certeza, el capitalismo, el sistema de la libre empresa, en cualquiera de sus formas conocidas hasta hoy, dejaría de existir. En realidad, resultaría vulnerable a todo pronóstico de una exactitud a s e g u r a d a superior al 50 por ciento. Hay dos razones para que los pronósticos fallen. Por una parte, las ecuaciones que relacionan el c a m b i o introducido con el resultado — los tipos de interés con las inversiones, los gastos netos del Estado con la d e m a n d a de los consumidores, y esta última con los precios— están b a s a d a s , como ya se ha dicho, en juicios humanos apoyados en el conocimiento estadístico de tales relaciones en el pasado. Pero los juicios pueden ser erróneos, y las relaciones pueden cambiar. Por otra parte, m u c h a s de las fuerzas que inician el cambio no pueden ser previstas, pues no entran en el campo de conocimiento de los economistas. Las guerras y las tensiones internacionales, las manipulaciones m o n e t a r i a s de los bancos centrales, el auge y la caída de los cárteles internacionales, las decisiones por parte de los países deudores de efectuar o no los pagos de s u s d e u d a s respectivas, los resultados de las negociaciones en materia de salarios, y muchos, m u c h o s otros factores, son, por su misma índole, otras t a n t a s incógnitas. Las mejores ecuaciones posibles f o r m u l a d a s para relacionar los tipos de interés con los valores de bienes inmuebles no proporcionarán ninguna información sobre estos últimos a menos que se conozca el tipo de interés de aplicación general en cada m o m e n t o dado. Y sin embargo, subsiste una razón favorable a esta gran preocupación económica. A diario, en millares de c o y u n t u r a s diferentes, tanto jefes de e m p r e s a como funcionarios públicos se ven en la necesidad absoluta de a d o p t a r decisiones que exigen cierta pre-
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visión del futuro —el cual es por naturaleza desconocido—. La gran empresa comercial moderna, a la inversa de su precursora, la pequeña empresa, caracterizada por su flexibilidad y su rápida adaptación, debe f o r z o s a m e n t e planificar t a m b i é n . Y la planificación siempre implica el futuro. Los pronósticos —es decir, los datos que los modelos econométricos ofrecen a una industria acerca de sus precios, de sus costes o de la probable d e m a n d a de s u s productos— ayudan a establecer magnitudes probables y a m a n t e n e r las decisiones dentro de un margen plausible. Pero por otra parte, y esto tiene todavía una importancia mucho mayor, los pronósticos liberan a la persona q u e debe a d o p t a r decisiones sobre lo venidero de una responsabilidad muy seria y hasta peligrosa. Dado que este individuo no puede saber cuál será la d e m a n d a de fertilizantes, de locales para oficinas en el ámbito urbano, de vehículos para el ocio, o de los medios de t r a n s p o r t e ferroviario, aéreo o automotriz que deben proveerse, el pronóstico le permite atribuir la responsabilidad del conocimiento en la materia al pronosticador. Si el juicio resulta erróneo, la culpa no será del interesado, sino del mejor profesional del cual podía valerse, y ésta es una protección importante en un m u n d o caracterizado por tensos conflictos burocráticos. El auge de la industria de los pronósticos y el síndrome de su utilización, como episodio de principal importancia en la historia de la economía en los años posteriores a Keynes, no fueron resultado de una mayor c e r t i d u m b r e en la perspectiva económica. Tuvieron mucho q u e ver, según se ha observado ya anteriormente, con el incremento de la autoconfianza entre los economistas, y de la fe que en ellos depositó el público. Pero un factor m u c h o m á s importante es la circunstancia de que los pronosticadores salvaron a los empresarios y ejecutivos —burócratas vulnerables a quienes se encomienda el Conocimiento del futuro— de las secuelas de insuficiencias inevitables en todo saber b a s a d o en previsiones del futuro.
Los veinticinco a ñ o s de b o n a n z a tocaron a su fin. Como se ha dicho, la e x u b e r a n t e c o n f i a n z a q u e caracterizó a aquel período impidió el ejercicio de la introspección. La separación entre macroeconomía y microeconomía conservó dentro de esta última una vertiente afín a la estructura competitiva clásica, pero, como vere-
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mos, también ella desvió la atención de acontecimientos totalmente adversos a la macroeconomía o la administración según la doctrina keynesiana. Y con respecto a la economía keynesiana surgió otra circunstancia s u m a m e n t e inhibitoria, q u e todavía no ha llegado a evaluarse como es debido, a saber, su grave asimetría política. En efecto, lo que era políticamente posible en una lucha contra la deflación y la depresión, no lo es en cambio, o por lo menos no es factible, contra la inflación. Éste es el triste p a n o r a m a que describiremos en el capítulo siguiente.
XX.
CREPÚSCULO Y TOQUE DE O R A C I Ó N
Aunque cada vez m á s evidente, la declinación del sistema keynesiano pasó Inadvertida largo tiempo, y todavía no se la reconoce del todo. Como se ha indicado en el capítulo anterior, aquellos aspectos del funcionamiento del sistema que parecían simétricos desde el punto de vista económico, resultaron ser asimétricos políticamente. La deflación y el desempleo exigían un mayor gasto público y menores impuestos, o sea, medidas políticamente gratas. Pero, en cambio, la inflación de los precios requería una disminución del gasto público y una elevación de los impuestos, cuya aplicación estaba lejos de ser agradable desde el punto de vista político. Además, como pronto veremos, no eran medidas muy efectivas contra la forma moderna de la inflación, que llegó a denominarse «inflación de precios y salarios». La política keynesiana era una calle de dirección única o, m á s exactamente, una avenida muy cómoda y placentera para ser recorrida cuesta abajo, pero sumamente abrupta y difícil para quienes debían transitarla cuesta arriba. Hubo dos razones para que esta situación no fuera reconocida en la mayoría de los debates sobre temas económicos. En primer lugar, La teoría general de Keynes era eminentemente un tratado relativo a la Gran Depresión. En esa coyuntura, se trataba de los problemas del paro y de la caída de los precios, de modo que los primeros keynesianos tuvieron poco o ningún interés en la inflación, y ninguno en absoluto en los aspectos políticos de las medidas destinadas a combatirla. Esta negligencia prosiguió y fue agravada por el creciente divorcio entre la economía y la política. La disciplina que d u r a n t e el siglo XIX se había llamado «economía política» fue designada, a partir de Alfred Marshall, con el nombre de «economía»,* y a medida que los docentes y profesionales * En el originnl inglés, economics, a diferencia de economy, q u e es la r e a l i d a d economic.! mism.-i, y q u e en cnstell.-ino se d e s i g n a con la m i s m a p a l a b r a . (N. de I.)
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se esforzaban cada vez más por adjudicarle el prestigio de una ciencia, lo cierto es que la enseñanza y el asesoramiento sobre política económica fueron alejándose en forma acelerada de las d u r a s realidades políticas. En E s t a d o s Unidos, d u r a n t e la mayor parte de los veinticinco años de bonanza la inflación nunca había llegado a constituir un problema. Dejando de lado un breve período, d u r a n t e la guerra de Corea, en el que tuvieron lugar algunas tendencias al alza de los precios, el a u m e n t o de éstos fue muy pequeño, pues hasta 1966 sólo representó el u n o o dos por ciento anual en el índice de los precios al consumo. Los economistas, como siempre, no se ocupaban en absoluto de aquello que no presentaba ninguna amenaza visible. Pero el ritmo de la inflación comenzó a acelerarse a partir de 1966 y ascendió a m á s del 6 por ciento entre 1969 y 1970, a casi el 8 por ciento entre 1972 y 1973, y cerca del 14 por ciento entre 1974 y 1975,' período que dio origen a la expresión «inflación de dos dígitos», con efectos desastrosos para la terminología económica norteamericana. En estas nuevas circunstancias la asimetría política resultó por completo evidente. Así como los asesores económicos del presidente habían concurrido en un tiempo a su d e s p a c h o para preconizar los m é r i t o s relativos de la reducción de los i m p u e s t o s o del a u m e n t o del gasto público, ahora comenzaron a recomendar el a u m e n t o de la presión fiscal y la reducción del gasto. Y mientras que en otras épocas su aparición en las audiencias de la Casa Blanca era acogida con beneplácito, desde entonces llegó a convertirse en u n a perspectiva s ó r d i d a y d e p r i m e n t e q u e debía p o s t e r g a r s e mediante cualquier excusa, por poco razonable que resultara. Otro problema, todavía m á s grave, en todos los países industriales fue la nueva forma a s u m i d a por la inflación. Se t r a t a b a de los incrementos de precios y salarios ocasionados por las m u t u a s influencias de las g r a n d e s organizaciones dentro de la economía moderna. Como resultado de la concentración industrial, las socied a d e s a n ó n i m a s habían llegado a adquirir un dominio muy considerable sobre s u s precios, poder éste q u e la economía ortodoxa reconocía en los casos de monopolio y de oligopolio, sin llegar a 1. Economic Repon of lile PresidcíU ( W a s h i n g t o n , U.C.. U.S. G o v c r n m c n l Printing Office. 1985). pág. 291. Base del ¡ncJicc de Precios al C o n s u m a : 1967 = IQO.
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admitir del todo su existencia en la vida real. Y los sindicatos habían conseguido, por su parte, una vasta influencia en los salarios y prestaciones otorgados a s u s afiliados. Del interior de dichas entidades había surgido de ese modo u n a fuerza inflacionaria nueva y poderosa: la fuerte presión al alza de los convenios salariales sobre los precios, y recíprocamente, de los a u m e n t o s de precios y del coste de la vida sobre los salarios. A este fenómeno de interacción se le dio el nombre de espiral de precios y salarios. Para enfrentar esta dinámica de acción recíproca, la Revolución keynesiana sólo había dejado una herencia completamente negativa. En efecto, la determinación de precios y salarios era un fenómeno microeconómico, y la microeconomía había sido separada por Keynes, quien la había a b a n d o n a d o a la ortodoxia clásica del mercado. Pero en la microeconomía ortodoxa, la espiral de precios y salarios no podía ocurrir: en efecto, los productores de mercancías, y los salarios que éstos pagaban a s u s trabajadores, continuaban sometidos a fuerzas del mercado q u e los e m p r e s a r i o s no estaban en condiciones de regular. Y cuando podían hacerlo, como en los casos de monopolio y de oligopolio, se valían de ello para a u m e n t a r al máximo s u s beneficios, no para recuperar los incrementos en los costes salariales forzados por la acción sindical. La exclusión de la microeconomía de la esfera de la teoría y la política económica keynesianas preservó de este m o d o un modelo microeconómico en el q u e la inflación no tenía cabida. Esta separación era muy importante, pues venía a constituir el núcleo mismo del gran pacto de Keynes con la escuela clásica, mediante el cual se había conservado el papel del mercado. Pero si se reconocía el papel inflacionario de la espiral precios-salarios, q u e d a b a destruido dicho pacto. Peor todavía: equivalía a proponer políticas, como las de restricción o regulación de precios y salarios, q u e sometían el mercado, en mayor o menor medida, a la autoridad del Estado. Y había otra objeción m á s . Resultaba evidente que, a través de su capacidad para influir sobre precios y salarios, para no hablar de su influencia sobre los consumidores mediante la publicidad y las técnicas de ventas, las sociedades a n ó n i m a s (junto con los sindicatos) tenían a h o r a un poder importante sobre la asignación del capital, el t r a b a j o y las materias primas, es decir, de los recursos económicos. Esto tampoco podía reconocerse, de modo que, con no poca solemnidad, se afirmó que toda restricción en materia de precios y salarios distorsionaría la asignación de los recursos.
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En Europa —en Alemania. Austria, Suiza, Holanda, Escandinavia— y en J a p ó n , el pacto keynesiano, la separación de la microeconomia como reserva privilegiada del mercado, tuvo menor influencia que en Gran Bretaña y E s t a d o s Unidos. En consecuencia, a medida que la inflación fue convirtiéndose en una amenaza d u r a n t e el decenio de 1970, aquellos países aceptaron con mayor facilidad los efectos inflacionarios de la acción recíproca entre precios y salarios. Por ello, las m e d i d a s a d o p t a d a s p a r a limitar los a u m e n t o s de estos últimos a las posibilidades de la estructura de precios existentes se convirtieron en una política normal y aceptada. En Austria, que representó el caso m á s a v a n z a d o y de mayor éxito, la regulación de los salarios y un sistema paralelo de control de los precios fijados por las e m p r e s a s se implantaron con gran formalidad mediante lo que se llamaría la Economía Social de Mercado. En otros países, los procedimientos aplicados no revistieron un carácter tan oficial, y los salarios se negociaron dentro del marco de referencia de los precios existentes, con la previsión general de mantenerlos estables. En E s t a d o s Unidos y Gran Bretaña, al igual que en Canadá, tuvieron lugar d u r a n t e esos años esfuerzos de persuasión, iniciativas voluntarias y a l g u n a s disposiciones jurídicas con el objetivo de detener la espiral de precios y salarios, y d u r a n t e el período 1971-1973 el gobierno de Richard Nixon implantó u n a regulación oficial de precios y salarios, medida que, c o m b i n a d a con una política fiscal y monetaria relajada, le resultó favorable p a r a las elecciones de 1972. Pero ninguna de estas iniciativas fue considerada seria o legítima. Se pensó que eran m e d i d a s circunstanciales, independientemente de su acierto o desacierto, d e s t i n a d a s a ganar tiempo hasta que la política macroeconómica keynesiana cumpliera de algún modo la misión que se le había a d j u d i c a d o de comb i n a r r a z o n a b l e m e n t e el pleno empleo con la e s t a b i l i d a d de los precios. Dado que en los países de habla inglesa ni las organizaciones sindicales ni las e m p r e s a s se i n c l i n a b a n a a c e p t a r la intervención pública en materia de salarios y precios, los defensores tradicionales de la integridad del mercado microeconómico contaban con aliados muy poderosos. Finalmente, en las postrimerías de 1973, empezó a producirse el gran a u m e n t o de los precios del petróleo, ocasionado por el cártel constituido por la organización de los países exportadores de petróleo, la O P E P . Entre 1972 y 1981, el índice de los precios de
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los combustibles para consumo doméstico en Estados Unidos subió de 118,5 (1967 = 100) a 675.9, o sea, casi seis veces.^ Éste era también un fenómeno microeconómico fuera del alcance de la política macroeconómica keynesiana. En esas circunstancias se reconoció el papel del a u m e n t o de los precios del petróleo como fuerza inflacionaria. Su carácter excepcional se puso de relieve en la terminología entonces utilizada, al hablarse del «choque, o la conmoción, del petróleo». El aumento de dichos precios contribuyó quizá en un 10 por ciento a la inflación en la economía de esos años, pero su efecto proclamado f u e mucho mayor. Como los precios y los salarios no servían como factores causales según la ortodoxia predominante, quedaba el recurso s u m a m e n t e o p o r t u n o de echar la culpa de la inflación a los lejanos á r a b e s y a s u s colegas del monopolio petrolero.
Y así como la inflación de precios y salarios q u e d a b a fuera del alcance de la ortodoxia keynesiana, lo mismo ocurría con los precios de la O P E P . Saltaba a la vista q u e el sistema keynesiano era impotente. En 1975 el presidente Gerald Ford convocó a u n a conferencia a algunos de los economistas m á s conocidos del país a fin de que prescribieran soluciones para la inflación, que había alcanzado ese año el 13,5 por ciento, según el cálculo del índice de Precios al Consumo. Los participantes sólo estuvieron plenamente de acuerdo en u n a recomendación: que se debían revisar las regulaciones del gobierno para eliminar cualquier impedimento obvio a la libre competencia del mercado. Desde un p u n t o de vista práctico, se trataba de u n a fórmula tan eficaz como la preconizada por el mismo presidente, quien pedía a la población q u e u s a r a broches con la inscripción WIN, iniciales de Whip Inflation Now (¡Batid a la inflación ahora!). Sin embargo, aún existia un curso de acción políticamente muy al alcance del gobierno: recurrir a la política monetaria, al monetarismo. Se t r a t a b a de un método que a mediados de la década de 1970 tenía partidarios influyentes y que se expresaban con elocuencia; asimismo, era para ese entonces —argumento a ú n m á s impresionante— lo único que q u e d a b a por hacer en materia de polí2.
Op. cit., pág. 292.
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tica económica, pues en este terreno ninguna otra solución era políticamente viable. Desde el final del episodio relativo a la c o m p r a de oro d u r a n t e la administración Roosevelt, la política monetaria en los Estados Unidos, como en los d e m á s países industriales, venía desempeñando un pape! pasivo, y hasta exiguo. Durante la segunda guerra mundial no tuvo ninguna función; los tipos de interés se mantenían constantes y a bajo nivel, y las alteraciones de la oferta de dinero, de cualquier modo que se las midiera, no llamaban para nada la atención. Esta situación no se modificó significativamente d u r a n t e los veintinco a ñ o s de prosperidad. No había que preocuparse mucho por la gestión de la oferta monetaria para regular los precios, ya que éstos eran de t o d a s m a n e r a s estables. El legado de Irving Fisher no había sido olvidado, pero cualquier estudioso que dedicara una atención d e m a s i a d o persistente a la función del dinero en la orientación de la economía se arriesgaba a ser t o m a d o por un chiflado. La información sobre la oferta monetaria —a saber. M. para designar la moneda en circulación, y Ai', para d e n o m i n a r los depósitos bancarios— podía seguir siendo obtenida por aquellos economistas de tendencias esotéricas en aquellos años, pero ningún periódico publicaba esos detalles, y si alguna vez lo hacían, no suscitaban atención o comentario alguno.
Y sin e m b a r g o allí e s t a b a , e s p e r a n d o su turno, d u r a n t e la década de los 60 y los primeros a ñ o s de 1970, un economista q u e llegaría a convertirse en la figura quizá más influyente de la segunda mitad del siglo: Milton Friedman (1912), profesor de la Universidad de Chicago, luego al servicio del Instituto Hoover sobre la Guerra, la Revolución y la Paz, promotor diligente, y h a s t a infatigable, de la orientación que vendría a colmar el vacío dejado por Keynes, especialmente en los países de habla inglesa. Friedman es físicamente h o m b r e de p e q u e ñ a e s t a t u r a , de vigorosa expresión, vehemente en d e b a t e s y polémicas, libre por completo de las d u d a s que de c u a n d o en c u a n d o acosan a estudiosos intelectualmente m á s vulnerables. Friedman ha sido d u r a n t e años, y continúa siendo, el principal exponente norteamericano del mercado competitivo clásico, que a su entender sigue existiendo sin mayores alteraciones, salvo en la medida que ha sufrido los efectos de improcedentes intervenciones del gobierno. En su concep-
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ción de la economía, el monopolio, el oligopolio y la competencia imperfecta no d e s e m p e ñ a n ningún papel importante. Friedman ha sido siempre un enérgico opositor de la regulación g u b e r n a m e n t a l y, en general, de toda actividad del Estado. En su opinión, la libertad alcanza su máxima expresión c u a n d o se permite al individuo que utilice s u s ingresos como mejor le parezca. Pero a la vez Friedman, a diferencia de sus secuaces menos refinados, no se ha m o s t r a d o por entero indiferente a la libertad que se obtiene mediante la posesión de recursos para gastar. Esta preocupación le ha inducido a elaborar la p r o p u e s t a m á s radical en materia de bienestar q u e se ha presentado en años posteriores a la segunda guerra mundial. A su entender, el impuesto sobre la renta debería, como siempre, ir reduciéndose hasta a n u l a r s e cuando se aplica a las categorías de ingresos m á s reducidos. Y a partir de ese m o m e n t o debería convertirse en una renta, progresivamente más elevada a medida q u e los haberes van disminuyendo. Esto es lo que se conoce como impuesto negativo sobre la renta, o sea, un impuesto mínimo a s e g u r a d o para todos. No hay m u c h o s economistas de izquierda que puedan jactarse de haber propuesto una innovación tan impresionante.^ Con todo, la principal contribución de Friedman a la historia de la economía ha sido la importancia que ha atribuido a la influencia reguladora de las m e d i d a s monetarias sobre la economía y, en particular, sobre los precios. Según su teoría, al cabo de unos meses, los precios siempre reflejan los cambios en la oferta monetaria. De modo que si se la controla —limitando su incremento a las exigencias en lenta expansión del intercambio, o sea, la T de la histórica ecuación de Fisher—, los precios p e r m a n e c e r á n estables. En una impresionante demostración estadística, F r i e d m a n , en colaboración con Anna Jacobson Schwartz, trató de p r o b a r q u e esta relación se ha mantenido, o al menos ha parecido mantenerse, durante un largo período histórico,'* siendo asimismo presumible que siga manteniéndose en lo venidero. 3. El i m p u e s t o nugalivo s o b r e la r e n t a , de f o r m a m o d i f i c a d a , f u e c o n s i d e r a d o favorah l c m c n i c por el g o b i e r n a Nixon, a i n s t a n c i a s de Daniel Patrick M o y n i h a n , u n o de s u s principales p r o m o t o r e s , luego s e n a d o r por Nueva York, y por el e n t o n c e s s e n a d o r George McGovcrn, q u i e n i n t r o d u j o u n a v a r i a n t e d e esa iniciativa e n t r e los p r i n c i p a l e s t e m a s de su p r o g r a m a p a r a su c a m p a n a p r e s i d e n c i a l en 1972: sin e m b a r g o , a d i f e r e n c i a de las p e n s i o n e s p a r a la vejez, del s u b s i d i o d e d e s e m p l e o y del s e g u r o d e salud, d i c h a p r o p u e s ta no llegó a o b t e n e r un a p o y o político efectivo y d u r a d e r o . 4. Véase Milton F r i e d m a n y A n n a J a c o b s o n S c h w a r t z , A Mnnetary History of the United Slates. ;S67-y960 ( P r i n c e t o n . P r i n c e t o n University Press, 1963).
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F r i e d m a n no se q u e d ó corto en a r g u m e n t o s para a p o y a r su tesis. Como en la mayoría de las relaciones estadísticas, en su demostración se planteaban d u d a s acerca de q u é factores eran en verdad c a u s a s , efectos o tan sólo coincidencias. Podía suponerse, por ejemplo, que eran las modificaciones de los precios o del volumen del intercambio las que ocasionaban cambios en la oferta monetaria. T a m p o c o estaba siempre totalmente claro el nexo económico entre la oferta monetaria y los precios. Pero según sostuvo Friedman, había también distintas relaciones en la naturaleza, y en las ciencias naturales, que no d e j a b a n de ser v e r d a d e r a s por m á s que careciesen de explicación. Empero, la receta de Friedman presentaba una dificultad m á s grave todavía, a la cual ya nos hemos referido, o sea, que en la economía moderna nadie sabe con certeza lo que es el dinero. Lo son, sin d u d a , el dinero en efectivo y los depósitos a la vista. Pero ¿qué diremos de los depósitos de a h o r r o p e r m a n e n t e m e n t e disponibles para retirar fondos, y de los que pueden convertirse fácilmente en c u e n t a s corrientes? ¿Cómo puede definirse la capacidad adquisitiva q u e proporcionan las tarjetas de crédito, o las líneas de crédito que todavía no han sido utilizadas? Y a d e m á s , estos agregados monetarios, por m á s arbitraria que sea su designación como dinero, ¿pueden en verdad ser objeto de regulación? Resultó que no podían serlo. Friedman terminó por a c u s a r a la Reserva Federal de los E s t a d o s Unidos y al Banco de Inglaterra de b u r d a incompetencia en sus esfuerzos por conseguirlo. A lo cual podría habérsele contestado que toda política económica debe n e c e s a r i a m e n t e e n c o n t r a r s e dentro de las competencias de quienes están encargados de su administración, por modestas que ellas sean. Desvirtuando estas objeciones, y proporcionando apoyo a la incansable y eficaz promoción de las tesis de Friedman por su propio autor, vino a imponerse, una vez más, el m a r c o de referencia, es decir, el m u n d o poskeynesiano, en el cual las cuestiones microeconómicas estaban s e p a r a d a s por completo de la administración macroeconómica. Y de esa forma, el m o n e t a r i s m o vendría a proteger la ortodoxia microeconómica. Según ésta, no tenía por q u é producirse ningún efecto inflacionario; la competencia y el mercado c o n t i n u a b a n rigiendo la economía, y no podía tener lugar ninguna intervención directa para regular los salarios o los precios, o para influir sobre ellos. Así, el m o n e t a r i s m o ayudaría también a sosia-
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yar la penosa asimetría política de la orientación keynesiana. No se necesitaría ningún incremento impositivo ni reducción alguna del gasto público. Tampoco se requeriría ampliar las funciones del Estado, sino que toda la política monetaria podía q u e d a r a cargo del banco central, y, en Estados Unidos, del Sistema de la Reserva Federal, con un n ú m e r o insignificante de colaboradores. Para algunos, la política monetarista tenía (y sigue teniendo) otro atractivo, aún mayor, que en forma curiosa y h a s t a imperdonable ha p a s a d o inadvertido para los economistas: el de no ser socialmente neutral. Obra contra la inflación elevando los tipos de interés, con lo cual, sucesivamente, inhibe las operaciones de crédito de los bancos y la resultante creación de depósitos, es decir, de dinero. Los altos tipos de interés son s u m a m e n t e gratos para las personas e instituciones q u e disponen de dinero p a r a prestar, las cuales poseen n o r m a l m e n t e m á s recursos que quienes carecen de fondos con ese objeto, o bien, salvo m u c h a s excepciones, quequienes toman dinero prestado. Se trata de una verdad tan evidente como impropia. Al favorecer de este modo a los individuos e instituciones opulentos, una política monetaria restrictiva viene a ser todo lo contrario de una política fiscal restrictiva, la cual, al f u n d a r s e efectivamente en un incremento de las contribuciones de los particulares y de las empresas, afecta negativamente a los ricos. Los conservadores de los países industriales, principalmente los de Gran Bretaña y E s t a d o s Unidos, apoyan vigorosamente la política monetarista. Su instinto ha sido en todo momento mucho más certero que el de los economistas, quienes, como el público en general, han dado por supuesta su neutralidad en materia social. Los nutridos a p l a u s o s que los conservadores ricos tributan al profesor Friedman están muy lejos de ser inmerecidos. A medida que transcurrió el decenio de 1970, la inflación siguió su curso. Los posibles remedios, a saber, la elevación de los impuestos, la reducción del gasto público, la intervención directa sobre salarios y precios, fueron desechados sucesivamente. Como se ha observado u n a y otra vez, sólo subsistió la política monetarista. De modo que al finalizar la década, tanto la administración ostensiblemente liberal del presidente J i m m y Carter en E s t a d o s Unidos, como el gobierno d e c l a r a d a m e n t e conservador de Margaret Thatcher en Gran Bretaña, estaban aplicando enérgicas medidas de esa naturaleza. La Revolución keynesiana había p a s a d o a mejor
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vida. En la historia de la economía, a la era de John Maynard Keynes le sucedió la era de Milton Friedman. Pero para ese entonces el sistema keynesiano había penetrado tanto en la mentalidad económica como en los libros de texto. Y a raíz de ello, la política monetaria, en general, no fue bien recibida por los e c o n o m i s t a s . Por otra parte, s u s p r i m e r o s resultados, a fines del decenio de 1970 y principios del de 1980, habían estado lejos de constituir un éxito. En esos años, la expansión económica se detuvo, pero la acción recíproca de precios y salarios prosiguió imperturbablemente. Y también los efectos del cártel de la O P E P . Y la inflación.5 Así llegó a incorporarse al léxico de los economistas otro vocablo singularmente ingrato: estanflación, para denominar una economía e s t a n c a d a en la cual prosiguen las tendencias inflacionistas. Finalmente, la inflación fue a p l a s t a d a . El dinero no está vinculado con los precios a través de la magia misteriosa de la ecuación de Fisher ni de la fe de Friedman, sino de los altos tipos de interés, mediante los cuales se regulan los p r é s t a m o s y la creación de depósitos bancarios (y de otra índole). A principios del decenio de 1980, los tipos de interés se elevaron a niveles sin precedentes en E s t a d o s Unidos, h a s t a tal p u n t o q u e a la inflación de dos dígitos se le contrapusieron tipos de interés de esta misma magnitud. Estos últimos redujeron la d e m a n d a de nuevos edificios, de automóviles y de otras adquisiciones financiadas con créditos. Y durante 1982 y 1983 acarrearon también una brusca restricción de los gastos de inversión de las e m p r e s a s . Esto, a su vez, produjo un gran incremento del paro, que ascendió al 10,7 por ciento de la fuerza de t r a b a j o a fines de 1982. Se llegó también a la m á s elevada cantidad de q u i e b r a s de pequeñas e m p r e s a s desde el decenio de 1930,^ y a un serio deterioro de los precios agrícolas. Además, 5. A medida que csia pnlílic.-i Tuu a l c a n z a n d o su plena aplicación en E s t a d o s Unidos y G r a n B r e t a ñ a d u r a n t e los p r i m e r o s a ñ o s del d e c e n i o de 1980. c o n t i n u a r o n p r o d u c i é n d o s e t a m b i é n g r a n d e s a l t e r a c i o n e s a l e a t o r i a s en la oferta d e d i n e r o , d e f i n i d a en f o r m a s diverg e n t e s y a r b i t r a r i a s . E s t o i n d u j o a F r i e d m a n a c o n d e n a r la c o m p e t e n c i a de la acción reg u l a d o r a d e s a r r o l l a d a por los b a n c o s c e n t r a l e s . Marx, p o r su p a n e , en s u s ú l t i m o s a ñ o s h a b í a r e p u d i a d o a los e l e m e n t o s de la clase t r a b a j a d o r a q u e i n t r o d u j e r o n d e s v i a c i o n e s en su d o c t r i n a , en su f a m o s a d e c l n r a c i ó n ; «Si e s t o es m a r x i s m o , yo ya no soy m a r x i s t a . » En 1983. el p r o f e s o r F r i e d m a n creyó o p o r t u n o m a n i f e s t a r a su ve/.: «Si la política q u e aplica la Reserva F e d e r a l es m o n e t a r i s t a . e n t o n c e s yo no lo soy.» E s t o hizo t e m e r la eventualid a d de q u e s u s a m i y o s c o n s e r v a d o r e s se s i n t i e r a n a l a r m a d o s p o r la p o s i b l e índole de s u s lecturas. 6. Economic Repon of lite President, op. cit., 1985, pág. 337. En 1940, la t a s a d e q u i e b r a s e m p r e s a r i a l e s h a b í a s i d o d e 63 por c a d a 10.000 e m p r e s a s En 1982 a s c e n d i ó a 89 por 10.000, y en 1983, a 109,7.
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los elevados tipos de interés p r o d u j e r o n u n gran flujo de divisas, las cuales reforzaron el valor del dólar, redujeron las exportaciones estadounidenses y favorecieron sobremanera las importaciones, especialmente del J a p ó n . El resultado de todo esto fue el advenimiento de la peor crisis económica desde la Gran Depresión.^ Pero en 1981 y 1982 volvió a declinar notablemente la tasa de inflación en E s t a d o s Unidos, y ello se repitió en 1983, y a finales de 1984 el índice de precios al c o n s u m o había llegado a estabilizarse. En Gran Bretaña, a su vez, tuvo lugar un descenso de la tasa de inflación similar, a u n q u e no tan a b r u p t o , a raíz de haberse aplicado políticas m o n e t a r i s t a s parecidas. En síntesis, el m o n é t a r i s m e o, m á s exactamente, el efecto restrictivo de los altos tipos de interés sobre los gastos de c o n s u m o y sobre las inversiones había dado resultado, como saltaba a la vista, al producir una severa disminución de la actividad económica, aplicando así un remedio no menos penoso que la enfermedad. El éxito de esa política en E s t a d o s Unidos se debió también a una circunstancia afín, e s c a s a m e n t e prevista por la profesión económica, a saber, la excepcional vulnerabilidad de la e m p r e s a industrial moderna a los efectos c o m b i n a d o s de una política monetaria restrictiva, de los elevados tipos de interés a través de los q u e opera y del consiguiente deterioro de la relación real de intercambio. Estos efectos se verían amplificados por la progresiva senilidad de las empresas, lo cual concedía v e n t a j a s adicionales a la competencia extranjera. El hecho de que el paro —inducido por la política monetarista y por los elevados tipos de interés— r e d u n d a r a en una disminución del poder de negociación de las organizaciones sindicales, no es en absoluto sorprendente. La economía ortodoxa aceptaba que el desempleo redujera los salarios; así es cómo desde el p u n t o de vista clásico se llegaba al pleno empleo. La organización sindical era simplemente un obstáculo que se oponía a ese ajuste, y en 7. Los t é r m i n o s reccxióri y deprcsinti no tienen s i g n i f i c a d o p r e c i s o : a m b o s reflejan el i n s t i n t o de p r o p e n s i ó n hacia el d i s f r a z s e m á n t i c o q u e p r e d o m i n a en e c o n o m í a . U u r a n i e el siglo p a s a d o so h a b l a b a , en c a m b i o , d e pánicos y de crisis. Con el t i e m p o e s i o s v o c a b l o s llegaron a p a r e c e r d e m a s i a d o r u d o s , e x c e s i v a m e n t e violentos, y p o r ello, a l a r m a n t e s , de m o d o q u e al p r o d u c i r s e el d e s c e n s o d e la a c t i v i d a d e c o n ó m i c a d e s p u é s de la p r i m e r a guerra m u n d i a l se utilizó la p a l a b r a m á s t r a n q u i l i z a d o r a de depresión. Luego, d u r a n t e el decenio de 1930, esta p a l a b r a a s u m i ó por su p a r t e la coloración o m i n o s a del d e s a s t r e d e la é p o c a , y en 1937. c u a n d o declinó la r e c u p e r a c i ó n , se habló, c o m o h e m o s visto, de u n a m o d e s t a reccsiótt. A h o r a , h a b i e n d o esta ú l t i m a a d q u i r i d o t a m b i é n c o n n o t a c i o n e s incómod a s . la t e r m i n o l o g í a e m p l e a d a es la d e reajustes deslizantes, reajustes de crecitnienlo o periodos de pausa v espera en la actividad económica.
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caso de que el p a r o fuera lo b a s t a n t e grave, tendría que transigir. Pero en cambio no había previsto el efecto de este proceso sobre las e m p r e s a s empleadoras. En las industrias siderúrgica, automovilística, metalúrgica, minera, del t r a n s p o r t e aéreo y otras, el efecto agregado de tal política, incluida la competencia extranjera, red u j o las ventas, condujo a un exceso de capacidad ociosa en las fábricas, y creó a m e n a z a s de quiebra y cese de las operaciones. En esta situación, los sindicatos no sólo se vieron obligados a prescindir de los a u m e n t o s salariales, sino q u e debieron negociar reducciones de jornales y de prestaciones. Aunque hasta cierto p u n t o no tomaran en cuenta, al hacerlo, el infortunio personal de los trab a j a d o r e s sin empleo —pues la influencia decisiva la ejercían los que permanecían mayoritariamente empleados—, la verdad es que no podían ignorar el peligro de que se p r o d u j e r a un desempleo total si u n a fábrica o u n a industria llegaba a q u e d a r totalmente paralizada. Y esta perspectiva se presentó a principios de los años 80, en una serie de i n d u s t r i a s p e s a d a s norteamericanas. No se había c o m p r e n d i d o hasta entonces q u e para ejercer una acción sindical fuerte era indispensable que los empleadores lo fueran a su vez: en efecto, al debilitarse la patronal, se deterioró gravemente la posición sindical. Y del mismo modo, los sucesos ocurridos en la esfera microeconómica m e n o s c a b a r o n la competitividad de las empresas.
Como se ha dejado dicho, el pacto keynesiano dejó los problemas microeconómicos en m a n o s del mercado clásico. La dinámica de la relación entre precios y salarios, con sus efectos macroeconómicos, vino a representar un serio a t a q u e contra dicho pacto. Otro a t a q u e paralelo provino del cambio experimentado en la naturaleza interna de las u n i d a d e s productivas de la economía y la evidencia de su carácter cambiante. En épocas recientes, este fenómeno ha d a d o lugar a m u c h a s publicaciones económicas y a un debate general todavía m á s frondoso. Al mismo tiempo, ha d e m o s t r a d o una vez m á s la capacidad de resistencia de la ortodoxia clásica. En este proceso d e s e m p e ñ a un papel principal la circunstancia, por otra parte b a s t a n t e obvia, de q u e la e m p r e s a económica moderna, la g r a n firma característica c o n t e m p o r á n e a , exige u n a muy vasta organización para desarrollar s u s operaciones. Ello implica una intrincada división del trabajo: producción, comerciali-
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zación, publicidad, finanzas, personal, relaciones públicas e institucionales, creación de nuevos productos, estrategias de adquisición, y muchos otros m á s . También ha de haber una división de trabajo intelectual. Diferentes personas aportan a la firma diversas cualificaciones en ciencias, ingeniería, diseño, derecho, finanzas, comercialización y economía. La organización que abarca todas estas especialidades es la que posee el poder de decisión, poder que ya no es propiedad de los dueños de las empresas. Así es cómo las conclusiones p r e c u r s o r a s de Berle y Means® son hoy universalmente aceptadas, con la única excepción de los tradicionalistas acérrimos. Y a su vez, las características resultantes de la organización tienen una gran importancia microeconómica. En primer lugar, se trata de la relación entre la a u t o r i d a d dentro de la e m p r e s a y la maximización del beneficio. Evidentemente, ningún economista de la gran tradición clásica podría lamentar la maximización del beneficio ni se opondría a ella. Y nadie podría atribuir ese a f á n a otro motivo que un ansia p r o f u n d a m e n t e personal que cada individuo alienta en beneficio de sí mismo, y no gratuitamente para favorecer a los d e m á s . Sin embargo, se supone que en la sociedad a n ó n i m a moderna los titulares de la dirección deben procurar que los beneficios sean p a r a otros, es decir, para los accionistas, que son a la vez anónimos e impotentes. Pero en la práctica, y en épocas recientes de m a n e r a espectacular, la maximización del propio beneficio ha sido el objetivo de quienes poseen el poder de decisión. Son los directivos de la e m p r e s a los que se a d j u d i c a n a sí m i s m o s los sueldos, gratificaciones, prestaciones y privilegios, a m a n e r a de p a r a c a í d a s d o r a d o s en caso de llegar a ser víctimas de un revés en la lucha por el dominio de la firma. El cálculo de esos costes no está sometido a ninguna minimización; por el contrario, viene a incrementarlos la m á s ortodoxa de las motivaciones clásicas tendentes a servir los intereses de la organización.' 8. Véase el c a p i t u l o XV. 9. Véase « W h y Executives' Pay Kcups Rising», en Fortune. 1 de abril de 1985, p á g s . 66-68. E s t e a s u n t o ha l e r m i n a d o por e n t r a r en los libros de texto, a u n q u e con e v i d e n t e r e n u e n c i a por p a r t e de s u s a u t o r e s . Los p r o f e s o r e s S a m u e l s o n y N o r d h a u s . por ejemplo, luego d e h a b e r a s e g u r a d o q u e , »en t é r m i n o s g e n e r a l e s , no h a b r á n i n g ú n c o n ñ i c t o en materia d e o b j e t i v o s e n t r e la dirección de las e m p r e s a s y los a c c i o n i s t a s » , f o r m u l a n la advertencia d e q u e «los iniciados, o sea, los m i e m b r o s d e la dirección, p u e d e n v o t a r p a r a si m i s m o s y p a r a s u s a m i g o s o p a r i e n t e s , a l t o s s a l a r i o s , g e n e r o s a s c u e n t a s d e g a s t o s , gratificaciones y s u c u l e n t a s jubilaciones, a costa d e los accionistas». Paul A. S a m u e l s o n y William D N o r d h a u s . Economics. 12." edición ( N u e v a York. M c G r a w - H i l l . 1985). pág. 444. El p r o f e s o r C a m p b e l l McConnell, d e s p u é s de f o r m u l a r o b s e r v a c i o n e s s i m i l a r e s s o b r e la
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Mediante la transmisión de la a u t o r i d a d plenaria al personal de dirección, este último no sólo se recompensa a sí mismo con retribuciones monetarias, sino también con prestigio. Este proceso, lo mismo q u e la justificación del pago en metálico otorgado al personal directivo, se ve notablemente reforzado en proporción directa con el t a m a ñ o de la e m p r e s a . De modo que el t a m a ñ o de ésta se convierte, para su personal de dirección, en un importante objetivo, paralelamente con el nivel retributivo. Estas nuevas necesidades, estas nuevas motivaciones, han dado lugar al surgimiento de los m o d e r n o s conglomerados y del consiguiente proceso de c a p t u r a s interempresariales. Se trata de un método que sólo para los creyentes m á s s u m i s o s puede contribuir a realzar la eficacia de la empresa, como podría sostenerlo la teoría tradicional. Lo que en realidad sucede es que tales fusiones y combinaciones, a diferencia del crecimiento de la antigua, conducen por u n a ruta mucho m á s corta al poder y al prestigio, y también a las retribuciones m á s elevadas, q u e son los gajes de la gran escala. De este complejo de motivos, a su vez, proceden la planificación estratégica y la «acción empresarial sobre el p a p e l » , q u e ocupan un lugar de primer orden en la orientación de las sociedades a n ó n i m a s actuales. Si bien estas novedades han d a d o pie a un amplio debate, sucede, como en el caso de la maximización de los beneficios, q u e h a s t a la fecha sólo han influido marginalmente en la teoría y en la enseñanza corrientes de la economía. Los profesores Samuelson y Nordhaus, g u a r d a n d o s a g a z m e n t e cierta distancia con respecto a la cuestión, sacan en conclusión que «los econ o m i s t a s no se han puesto de acuerdo (sobre e s a s cuestiones)..., de modo que tal vez la mejor actitud consista en observar atentamente la s i t u a c i ó n » . " m a x i m i z a c i ó n d e los b u n c f i c i o s p e r s o n a l e s por p a r l e de los d i r e c t i v o s d e e m p r e s a , d e s l a c a q u e «la separ.-ición e n t r e la p r o p i e d a d y el g o b i e r n o de la e m p r e s a p l a n t e a c u e s t i o n e s imp o r t a n t e s y s u g e s t i v a s acerca de la d i s t r i b u c i ó n del p o d e r y d e la a u t o r i d a d . . . y s o b r e la p o s i b i l i d a d d e conflictos i n t e s t i n a s e n t r e el p e r s o n a l de dirección y los a c c i o n i s t a s » . Econotiiics. 9.» edición ( N u e v a York. M c G r a w - H i l l . 1984), p.igs. I02-IG3. 10. La d e n o m i n a c i ó n de «acción e m p r e s a r i a l s o b r e el papel» proviene de Robert Reich, The Next American h'ranlier ( N u e v a York, T i m e s Books, 1983). El p r o f e s o r Reich es u n o de los p r i n c i p a l e s p a r t i c i p a n t e s en el d e b a t e , perú p o r t r a t a r s e d e u n j u r i s t a d i p l o m a d o los e c o n o m i s t a s p r o f e s i n n a l e s lo c o n s i d e r a n c o m o un e l e m e n t o a j e n o a la c o r r i e n t e principal de la teoría e c o n ó m i c a . Esta c u e s t i ó n se e x p o n e a p r o p i a d a m e n t e en Megamergers: Corporate America's BillionDollar Takeovers, de K e n n e t h M. D a v i d s o n ( C a m b r i d g e , Ballinger, 1985). P a r su parte, Mark G r e e n y J o h n F. Berry, en The Challenge of Hidden Profits: Reducing Corporate Bureaucracy and Waste ( N u e v a York, M o r r o w . 1985) e n c a r a n e s t e a s u n t o e n é r g i c a m e n t e , q u i z á con excesiva v i v a c i d a d , al igual q u e o t r a s c u e s t i o n e s e x a m i n a d a s en este c a p í t u l d . 11. S a m u e l s o n y N o r d h a u s , pág. 549.
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Hay a d e m á s otra tendencia poderosa que actúa en el seno de la sociedad a n ó n i m a moderna. El prestigio y la posición de una persona en el seno de cualquier organización dependen considerablemente del n ú m e r o de sus s u b o r d i n a d o s . Y la sensación de comodidad y bienestar a u m e n t a n notablemente en proporción directa con la disponibilidad de s u b o r d i n a d o s a quienes puede delegar las reflexiones tediosas y las obligaciones molestas. Por lo tanto, la primera inclinación de quien es designado en una sociedad anónima para d e s e m p e ñ a r cualquier empleo superior a la categoría minima es asegurarse los servicios de asistentes que contribuyan de ese modo a realzar su prestigio y a c e n t u a r su c o m o d i d a d . De esto, a su vez, proviene el potente d i n a m i s m o de la expresión burocrática. Durante la recesión de 1981-1983, m u c h a s de las grandes e m p r e s a s norteamericanas —de los r a m o s del automóvil, maquinaria pesada, acero, finanzas— a n u n c i a r o n despidos de s u s colaboradores, en m á s de una o p o r t u n i d a d por millares. En todos los casos esto se consideró como una contribución a la eficiencia. Pero no h u b o quien p r e g u n t a r a , en primer lugar, por qué esas personas habían sido originariamente c o n t r a t a d a s , y por qué, al producirse una situación financiera difícil, resultaba tan ventajoso prescindir de ellas. En todo caso la respuesta puede hallarse en la expansión organizativa o burocrática que acaba de describirse, fenómeno del que la microeconomía moderna no ha podido d a r razón. Ni se ha producido, por otra parte, ninguna reacción ante la notoria tendencia hacia la estasis organizativa y la senilidad de la gran empresa c o n t e m p o r á n e a . El empresario de la teoría económica tradicional envejece y es reemplazado, tanto en su parte de capital como en la dirección, por recién llegados que se elevan en la cresta de la ola innovadora. Éste es el proceso —«las oleadas de creación d e s t r u c t o r a » - que hiciera famoso a Joseph Schumpeter.'^ En la sociedad a n ó n i m a m o d e r n a no hay tal cosa, sino que, al revés, padece de la grave tara funcional de la inmortalidad y no está expuesta a la muerte terapéutica. Estos rasgo característicos de la burocracia actual han sido comentados abundantemente.'^ Se ha reconocido asimismo la mayor 12. Véase J o s e p h A. S c h u m p e t c r . The Theory nf Ecnnornic Development. Iraducciñn :il inglés de R e d v c r s O p i e ( C a m b r i d g e . H a r v a r d University Press, 1934). I.Î. En especial, lacncca. An Autobiof^raphy. por l.ec A. l a c o c c a , con la colabfiracinn de William Novak ( N u e v a York. B a n t a m , 1984) y The Reckoning, por David H a l b c r s t a m ( N u e v a York. M o r r o w , 1986): en a m b a s u b r a s se e x a m i n a n de f o r m a c o n v i n c e n t e tales lendenci.is d e n t r o de la i n d u s t r i a del a u t o m ó v i l
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eficiencia de las e m p r e s a s m á s jóvenes, y por t a n t o m á s flexibles y a d a p t a b l e s en los aspectos conceptuales y organizativos, de los nuevos países industriales, como J a p ó n , Corea del Sur, Formosa y Singapur. Y se ha e x a m i n a d o también el problema de la estasis burocrática en el m u n d o socialista —en la URSS, China, Polonia, Rumania y otros países—, así como las diversas f o r m a s de afrontarla. Pero, una vez m á s , estas cuestiones no han hecho todavía su aparición en la teoría económica convencional de la empresa y sus motivaciones.
Finalmente, a u n q u e sea relativamente marginal al tema q u e nos ocupa, se plantea la posibilidad de que haya e n t r a d o en obsolescencia la relación de m a n d o , rasgo p r o f u n d a m e n t e arraigado y característica a c e p t a d a de la e m p r e s a industrial desde la Revolución industrial y desde el nacimiento de la economía clásica. Entre el personal de dirección de la e m p r e s a moderna se distinguen los jefes y los subordinados, los que m a n d a n y los mandados. Pero ocurre también que, a m o d o de requisito esencial y virtud reconocida en el seno de la organización, se recurre a la negociación como medio de a t e m p e r a r el autoritarismo. Es enteramente normal, por ejemplo, que un técnico, un diseñador o un vendedor resulten m á s i m p o r t a n t e s para la e m p r e s a que la persona que los supervisa. En estos casos, la autoridad no da instrucciones, sino que debe recurrir al estímulo y a la persuasión, y no tiene m á s remedio que aprender. De esta forma, la relación jerárquica es sustituida por la cooperación. Luego, progresivamente, esta relación va extendiéndose al taller, donde el t r a b a j a d o r constituye un factor genuino de verificación de la calidad, de la productividad y de la regulación de operaciones sometidas a una progresiva automatización técnica. Nuevas publicaciones al respecto, algunas de ellas e s t u d i a n d o en especial la experiencia japonesa, argumentan q u e la tradición y la autogratificación del gerente o del patrón preservan una relación que. de hecho, ha perdido totalmente su valor original.'"' Todo ello viene a asestar un golpe definitivo a la microeconomía ortodoxa. A medida que la ética y la práctica de la organiza14. Véase en p a r t i c u l a r S a m u e l Bowles, David M G o r d o n y T h o m a s E. W c i s s k o p f . Beyon ihe Waste ¡.and: A Democratic Alternative to Economic Decline ( G a r d e n City. Nueva York: A n c h o r P r e s s . D o u b l e d a v . 1983).
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ción van a b a r c a n d o a un n ú m e r o cada vez mayor de t r a b a j a d o r e s , la equivalencia clásica del coste marginal del salario y del ingreso marginal se convierte cada vez m á s en una caricatura improbable. Esta equivalencia sólo tenía relevancia inteligible para una clase obrera generalmente homogénea, una fuerza de t r a b a j o que pudiera ser ocupada y despedida a voluntad sin coste para la organización. Ahora, el empleo de t r a b a j a d o r e s y de personal técnico muy cualificado en organizaciones y jerarquías complejas no permite en absoluto un cálculo fácil del coste y del rendimiento marginales de los asalariados.
Éste ha sido el destino de la Revolución keynesiana. Como t a n t a s otras contribuciones a la ciencia económica, cumplió su cometido en su época y luego fue condenada por el flujo del tiempo. Los años han acarreado la asimetría política y la dinámica y las mutaciones microeconómicas de un m u n d o s u m a m e n t e organizado, que el keynesiamismo ya no puede explicar eficazmente. Todo esto explica en parte la baja condición a que ha sido reducida la ciencia económica moderna, por lo menos a los ojos de la mayoría. En el siguiente capítulo nos referiremos a esta situación y a las perspectivas f u t u r a s .
XXI.
EL PRESENTE C O M O FUTURO [1]
La historia no termina con el presente, sino que se proyecta, en perpetuo cambio, hacia la eternidad. La única diferencia es que el historiador no la acompaña allí, sino que su viaje, por tentadora que sea la perspectiva, debe finalizar con el presente. Aunque no por entero, pues así como mucho del pasado sobrevive en el presente, también habrá mucho del presente en el futuro, incluidos muchos elementos que ahora todavía no hemos llegado a descubrir y que sólo llegarán a penetrar plenamente en la conciencia general con ayuda del tiempo. Y con respecto a esta circunstancia, es decir, qué elementos del pasado y del presente formarán parte de la historia futura, el historiador económico tiene algo que decir. El más famoso pronóstico sobre la evolución de la economía lo formuló hace poco m á s de medio siglo John Maynard Keynes, al observar que «desde los tiempos m á s primitivos de los cuales tenemos constancia —digamos, desde hace dos mil años antes de Jesucristo— hasta comienzos del siglo XVIll, no tuvo lugar ninguna transformación verdaderamente importante en el nivel de vida del hombre común, morador de los centros civilizados de la tierra. Hubo, desde luego, sus m á s y sus menos. Rachas de peste, hambre y guerra, con intervalos de prosperidad. Pero ningún cambio radical en el sentido del progreso».' Después de aludir al gran aumento de la productividad y de los bienes a partir de la Revolución industrial, y adivinando certeramente que el progreso técnico «pronto puede hacer irrupción en la agricultura»,- Keynes concluye que «el problema económico —si lo proyectamos en el futuro — no es el problema permanente de la raza humana».^ El estudio de 1. Joliii M a y n a r d Kcynus, líssays in Persuusioii ( N u e v a York. I l a r c o u r t . Urncc, 1932). pág. 360. 2. Kcvncs. itp. cit.. pág- 3b4. Aquí Kcyncs t u v o ud m a g n i f i c o a c i c n o al u l i l i / a r su f a m o s a f r a s e relativa a u n a decisión del p r e s i d e n t e Roosevelt. 3. Ibid., piiy. 3iifï. (La c u r s i v a es del p r o p i o K e y n e s . )
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la economía, en su opinion, se convertiria en un menester de especialistas utiles, pero sin mayor relieve, «como la odontología». Y añadió: «Si los economistas consiguieran g a n a r s e la reputación de gente modesta y competente, a la altura de los dentistas, sería espléndido.»'' Al cabo de cincuenta años, la predicción de Keynes está muy lejos de realizarse. Es cierto que a l g u n a s de las influencias económicas anteriormente poderosas están d i s m i n u y e n d o en los países industriales. Como explicaremos m á s adelante, la producción de mercancías es en la actualidad a s u n t o de mucha menor urgencia, lo m i s m o q u e la cuestión de fijar los precios de las m i s m a s . También, a u n q u e no tanto, ha perdido importancia la forma en que ha de distribuirse la renta obtenida de una producción a d e c u a d a y segura. Pero la economía, como disciplina, tiene un valor de supervivencia que no depende de cuan urgentes sean los problemas económicos. La influencia de intereses creados en el m u n d o del conocimiento, y con mayor amplitud en el de la economía misma, ha o b r a d o para conservarla en su forma tradicional o clásica, con su a p a r e n t e relevancia. Y han surgido, por otra parte, nuevos problemas, en particular, como ya hemos visto, el de la c e r t i d u m b r e o i n c e r t i d u m b r e con los q u e se generan el empleo y los ingresos correspondientes. Asimismo, c o n j u n t a m e n t e con las realizaciones de la gran organización —de la burocracia— han ido presentándose s u s tendencias social y económicamente regresivas. Keynes no llegó a prever esto. Además, t a m p o c o advirtió, o por lo menos no destacó, las a t e r r a d o r a s y crecientes diferencias en materia de bienestar entre los países ricos y pobres. Ni p u d o percibir, lo cual es razonable, las diferencias en eficiencia productiva entre los países industriales m á s antiguos y las nuevas naciones industrializadas, como Corea del Sur, Formosa, Hong Kong y, desde luego, Japón; ni hasta qué punto, como volveremos a c o m e n t a r luego, estas últimas hicieron estragos en las i n d u s t r i a s burocráticas y a veces seniles de s u s anteriores competidores en el mercado mundial. En términos m á s generales, Keynes, al prever el f u t u r o de la economía, no llegó a conjeturar cuán p r o f u n d a sería la adhesión de los economistas tradicionales a los valores y conceptos clásicos, ni el grado en que su validez y su importancia serían defendiA.
Ihiii..
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das frente a Ja intromisión de los cambios sobrevenidos. Su tuerza, como hemos obser\'ado, proviene del servicio que prestan a los intereses profesionales y a los intereses creados cuyo poder creía Keynes inferior al de las ideas. Cuando c o n t e m p l a m o s el f u t u r o de la economía, lo primero que debemos destacar es el persistente triunfo de la teoría clásica.
Lo que m á s ata la economía a la tradición clásica o neoclásica es el compromiso de los intelectuales con los d o g m a s establecidos. Se trata, en verdad, de u n a poderosa restricción. Son pocos los economistas que están dispuestos a desechar lo que aprendieron d u r a n t e sus primeros estudios, y que luego defendieron y elaboraron en su propia enseñanza, en sus escritos y en su discurso académico. Todos nos resistimos a a b a n d o n a r lo que h e m o s aprendido y enseñado, pues ello equivale a reconocer errores del pasado. Y también somos reacios a las exigencias mentales q u e impone la adaptación al cambio. Los economistas están lejos de ser los únicos que encuentran molestas y hasta dolorosas las transformaciones. Otro factor que promueve la resistencia a una realidad cambiante es, como en épocas p a s a d a s , el ansia de considerar la economía como una ciencia. En el m u n d o universitario, en el que se enseña economía, la pauta de la precisión intelectual la sientan las llamadas «ciencias puras». Los economistas y otros estudiosos de las ciencias sociales aspiran, quizá inevitablemente, a la reputación intelectual de los químicos, físicos, biólogos y microbiólogos. Esto exige que la economía presente sus proposiciones definitivamente válidas, como si se tratase de las e s t r u c t u r a s de neutrones, protones, átomos y moléculas, que, una vez descubiertas, rigen para siempre. También se opina que la motivación h u m a n a es inmutable en una economía de mercado competitivo. Estas verdades fijas y p e r m a n e n t e s permiten a los economistas concebir su disciplina como una ciencia. La paradoja de la economía es que es precisamente el ansia de definirse en estos términos la que la hace envejecer en un m u n d o cambiante, lo que a la luz de cualquier pauta científica es deplorable. Otro factor que contribuye a retenerla en el p a s a d o y en el molde clásico es lo que p o d r í a m o s llamar la fuga técnica de la realidad. El s u p u e s t o f u n d a m e n t a l de la economía clásica, o sea, la competencia pura en el mercado, que se extiende desde los pre-
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cios de los productos hasta la lijación de los costes de los factores de producción, se presta a d m i r a b l e m e n t e al refinamiento técnico y matemático. Éste, a su vez. no es puesto a prueba por su representación del m u n d o real, sino por su lógica interna y por la competencia teórica y m a t e m á t i c a utilizada en el análisis y en la exposición. De este ejercicio intelectual cerrado, que fascina a sus participantes, están excluidos los intrusos y los críticos, a menudo por su propia voluntad, d a d a su falta de calificaciones técnicas. Y también, lo cual es aún m á s importante, q u e d a excluida la realidad de la vida económica, que por desgracia, d a d o su abigarrado desorden, no se presta a la formalización m a t e m á t i c a . Otro factor que a m a r r a la economía a la ortodoxia clásica, y que continuará ejerciendo ese papel en el futuro, es. como ya dijimos, el gran poder de los intereses económicos. El gran juego dialéctico de nuestros tiempos ya no es. como antaño, y como algunos todavía creen, la pugna entre el capital y el trabajo, sino entre la e m p r e s a económica y el Estado. Los t r a b a j a d o r e s y s u s organizaciones sindicales ya no son los enemigos primordiales de la empresa y de quienes dirigen s u s operaciones, sino que el verdadero enemigo —dejando de lado el papel peligrosamente provechoso de la producción militar— es el gobierno. En efecto, es este último el que r e s p o n d e a las preocupaciones de un electorado que desborda en gran medida el m u n d o de los t r a b a j a d o r e s , por c u a n t o agrupa también a ancianos, pobres urbanos y rurales, minorías étnicas, consumidores, agricultores, ecologistas, partidarios de la intervención en e s f e r a s en d o n d e se hacen sentir las deficiencias de la iniciativa privada, como la vivienda, el transporte público y la atención de la salud, y simpatizantes del fomento oficial de la enseñanza y de los servicios públicos en general. Algunas de las actividades así preconizadas m e n o s c a b a n la a u t o r i d a d o la a u t o n o m í a de la e m p r e s a privada, m i e n t r a s que otras la sustituyen mediante la acción gubernamental, y todas ellas, en mayor o menor medida, son a costa de la e m p r e s a privada o de sus participantes. Así puede definirse el actual conflicto entre la e m p r e s a y el Estado. Para la defensa de la empresa privada contra el Estado es de vital importancia la preservación del mercado clásico. Si el mercado, en términos generales, funciona ó p t i m a m e n t e , los que tienen que justificar su actitud son quienes reclaman la intervención o la regulación del Estado.
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En la lecha de la entrada en prensa de este libro hay en el poder gobiernos d e c l a r a d a m e n t e c o n s e r v a d o r e s en varios de los principales países industrializados, y ha tenido lugar u n a intensa revitalización de la retórica del mercado en E s t a d o s Unidos, con el presidente Ronald Reagan, y en Gran Bretaña, con la primera ministro Margaret Thatcher. Ello es tan plausible como predecible. La retórica de mercado del c o n s e r v a d u r i s m o actual está arraigada de m a n e r a firme y efectiva en los intereses económicos; la devoción de estos intereses hacia el mercado clásico, la instrucción que en su n o m b r e se imparte y su papel a m p l i a m e n t e difundido en la opinión pública, sirven perfectamente a dichos intereses y revisten una cualidad teológica que se lleva muy por encima de cualquier necesidad de prueba e m p í r i c a . ' Finalmente, la economía clásica ha de p e r d u r a r p o r q u e resuelve el problema del poder en la economía y la política. No puede d u d a r s e de q u e hoy la gran empresa constituye un i n s t r u m e n t o para el ejercicio del poder —desplegado, en mayor o menor medida, sobre s u s t r a b a j a d o r e s y s u s salarios, sobre los precios aplicados a los proveedores y a los consumidores, y por intermedio de la publicidad, sobre la respuesta del mercado de consumo—. Pero mediante la tradición clásica es factible rodear este ejercicio del poder con una luz m á s matizada. El poder se s u b o r d i n a eficazmente al mercado: según se afirma, es éste el que fija los salarios, los intereses y los precios aplicables a los proveedores y al consumidor soberano. Al poseer el mercado esta autoridad, ni los particulares ni la empresa pueden disponer de ella. Y en esa forma, a las imputaciones de a b u s o del poder se r e s p o n d e con esta afirmación tan sencilla como de alcance universal: a quien se está a c u s a n d o es al mercado. De nuevo, la p a r a d o j a del poder en la tradición clásica consiste en que, a u n q u e todos están de acuerdo en que de hecho el poder existe, en principio no existe. Al evaluar el f u t u r o de la economía, nadie podría s a b i a m e n t e negar los servicios y, por tanto, la durabilidad de la tradición clásica y neoclásica. Sin embargo, su influencia no es plenaria ni ha s Cíiiiui h¡L-n luí piidido ;iprcci;irsi;. los inlcrvscs económicos p r o d u c e n tradicionalnit.nIc iin;i reacción e c o n ó m i c a c o n s n g r a t u r i n , y asi ha s u c e d i d o l a n i h i e n en e s t e c a s n . í.o L|iie se llama econoniia b a s a d a en la o f e r t a s u r g i ó en l i s i a d o s U n i d o s e s p e c í f i c a m e n t e p a r a legitimar In r e d u c c i ó n de i m p u e s t o s y las r e b a j a s en m a t e r i a d e s e g u r i d a d scicial q u e des e a b a aplicar el g o b i e r n o R e a g a n . Pero es p r e c i s o d e s t a c a r q u e a p e s a r de todo no ha c o n s e g u i d o p e n e t r a r s i g n i f i c a t i v a m e n t e en la e n s e ñ a n z a ni en el p e n s a m i e n t o e c o n ó m i c o s p r e d o m i n a n t e s . Su p r o p ó s i t o r e s u l t a b a h a r t o e v i d e n t e : a r b i t r a r u n a a d a p t a c i ó n s u p e r f l u a m e n t e r e f i n a d a a los i n t e r e s e s p e c u n i a r i o s .
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de serlo en el futuro. La realidad también tiene derecho a ser tom a d a en cuenta por el pensamiento, y mediante su presencia persistente y molesta se hace notar por su relevancia práctica y, en algunos casos, por su m i s m a inconveniencia. Veamos ahora qué papel d e s e m p e ñ a la realidad al hacer irrupción en el conformismo neoclásico.
Para empezar, una cuestión poco novedosa: el papel dominante y s u m a m e n t e visible en la economía moderna de la gran e m p r e s a se manifiesta por su control, en todos los E s t a d o s industriales m á s avanzados, de una gran parte de toda la producción. Como se ha observado con frecuencia, a p r o x i m a d a m e n t e dos tercios de la producción industrial de E s t a d o s Unidos proviene de las mil mayores firmas industriales. La competencia entre esas f i r m a s y s u s p a r e s de u l t r a m a r es continua. Pero al fijar s u s precios ponen s u m o cuidado en prever la reacción que pueden provocar en sus rivales. El resultado de esta preocupación, y de modo similar los precios negociados con los proveedores y con las organizaciones sindicales de trabajadores, no g u a r d a n ninguna relación teórica con lo q u e sucede en el mercado competitivo. Esto no lo niega la teoría clásica, sino que lo acepta como rasgo básico característico del oligopolio. Lo que se destaca es que la gran firma d o m i n a n t e y sus satélites —como por ejemplo General Motors, General Electric, General Dynamics, General Mills— representan casos especiales, y por t a n t o q u e d a n al margen de la corriente principal del debate teórico clásico.^ A medida que la realidad i r r u m p a en la ortodoxia neoclásica, la economía se ocupará de forma creciente de la dinámica externa y también de la interna de la gran c o m p a ñ í a : externamente, en c u a n t o influencia o regula sus relaciones de precios y de mercados, a la vez que orienta y modela las reacciones de s u s consumidores, sin excluir las actitudes y m e d i d a s q u e a d o p t a el Estado; internamente, en c u a n t o organiza la experiencia y la capacidad intelectual de s u s t r a b a j a d o r e s . b. (lA p e s a r di; las d u d n s q u e t a n t o S c h u m p c t c r c o m o G a l b r a l t h h a n t r a t a d o de introd u c i r en las m e n t e s de s u s colegas, los e c o n o m i s t a s , p r e s c i n d i e n d o de otros t e m a s en los cunle.s p u e d a n diferir e n t r e si, s i g u e n i n c l i n a d o s a c o n s i d e r a r la s o c i e d a d a n ó n i m a g i g a n t e tineRacorp) y su c o r r e s p o n d i e n t e e s t r u c t u r a de m e r c a d o oligopolista c o m o u n a desviación del ideal d e u n a m u l t i t u d de e m p r e s a s c o m p i t i e n d o en m e r c a d o s a t o m i z a d o s . » Alfred S. liicliner. Toward a New f-cononiics ( A r m o n k . Nueva York. M. K. S h a r p e . 1985). pág. 23.
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La organización es una de las g r a n d e s realidades de la vida contemporánea. De ella provienen las principales proezas de la industria moderna y del Estado, en tareas que s u p e r a n en mucho las posibilidades tanto físicas como intelectuales del individuo. Lo hace c o m b i n a n d o cualificaciones intelectuales diversamente especializadas, para alcanzar resultados superiores a los que de otro modo serian posibles. Y como en cada decisión influyen m u c h a s y muy distintas consideraciones científicas, técnicas y empíricas, la organización concentra en su seno el crucial poder de decisión. La futura teoría de la empresa, para que sea pertinente, deberá constituir ante todo u n a teoría de la estructura y de la organización burocráticas. La teoría clásica de la e m p r e s a sólo podrá sobrevivir si guarda relación con el sector menor de la economía, el de la pequeña empresa. El empresario a título individual, el héroe de los economistas, seguirá siendo celebrado, pero sólo en la medida en que opere en un sector secundario de una economía q u e está dominada por las g r a n d e s sociedades anónimas.
A medida que el papel de la gran organización está siendo progresivamente apreciado en la vida económica, va en c a m i n o de entenderse la naturaleza de otro curioso fenómeno moderno de adaptación a la realidad. En las universidades y en los colegios universitarios estadounidenses, y también en los de otros países, la economía en sus diversas especialidades es un tema de estudio que goza de popularidad entre los alumnos. Pero ya no se la considera imprescindible para hacer carrera en la vida económica. Para eso, los estudiantes c u r s a n administración de e m p r e s a s . ' En las facultades de estudios empresariales, t a n t o entre los e s t u d i a n t e s como entre los docentes, la e m p r e s a se concibe tal como es en la realidad. En ese ámbito, todo se encara bajo el concepto de la organización, es decir, de la burocracia. En efecto, la enseñanza de la administración de e m p r e s a s tiene por objeto la supervivencia, la promoción y la solución de los problemas. El estudiante ve plasmado su f u t u r o dentro de la estructura de la organización.
7. o bien, c a d a vez en m a y o r n ú m e r o . Herecho. disciplina d e la q u e p r o v i e n e el conoc i m i c n i o n e c e s a r i o p a r a e n t e n d e r las l u s i o n e s , a d q u i s i c i o n e s y a c t i v i d a d e s en m a t e r i a de acción e m p r e s a r i a l s o b r e el papel, mencionada.s en el c a p i t u l o XX.
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No ha de suponerse que e s t a s cuestiones pasen inadvertidas, pues ha surgido en nuestros días una joven generación de economistas® que están poniendo en tela de juicio los d o g m a s del sistema neoclásico y que están exhortando a que se introduzcan en el mismo toda una serie de e n m i e n d a s y de modificaciones importantes: reforma de la burocracia y animación de los métodos directivos hoy estáticos de las e m p r e s a s ; participación de los t r a b a j a d o r e s en la dirección y en la propiedad de las firmas; un papel activo del Estado en materia de inversiones, especialmente en lo que se refiere a la innovación tecnológica; un programa social m á s concreto; un mayor fomento de la educación y el desarrollo de los recursos humanos, y m u c h a s o t r a s iniciativas. Nada de todo esto ha cristalizado todavía en un sistema, pero se trata de una corriente de pensamiento que, como ciertamente uno espera, será parte muy considerable del futuro.
Por su parte, los t e m a s clásicos de los libros de texto sufrirán el impacto de un golpe m á s banal d u r a n t e los próximos años, que ya puede pronosticarse, pero que aún no se quiere ver. El golpe estará dirigido contra la preocupación tradicional de la economía por el valor y la distribución, q u e es como se determinan los precios de bienes y servicios, y por la m a n e r a en que se distribuyen los beneficios resultantes. Los d e t e r m i n a n t e s de los precios de los distintos productos, a diferencia de los movimientos de precios en general —es decir, de la inflación, o m á s improbablemente, de la deflación — , ya han disminuido e n o r m e m e n t e en interés y en importancia. En el futuro, el economista que se ocupe con demasiada exclusividad de lo que se llamaba a n t i g u a m e n t e la teoría de los precios perderá prestigio a los ojos del público y no tendrá un estatuto superior al del dentista de Keynes. El hecho decisivo en este marco de referencia es, simplemente, que en un país rico los precios individuales no revisten gran importancia social. En la sociedad pobre de a n t a ñ o , el coste alimentario. de indumentaria, de combustible y de la vivienda medía en
8. íinire ellos, p o r e j e m p l o , Snmiiel Bowles y H e r b e r t G i n i i s . d e la U n i v e r s i d a d de M.-issiichusetts; Barrj- B l u e s i o n e y Bennett H a r r i s o n , del Colegio d e Boston y del I n s t i t u t o Tecnoló|;ico d e M a s s a c h u s e t t s ( M I T ) , r e s p e c t i v a m e n t e , y S t e p h e n M a r g l i n . d e la Universid a d d e H a r v a r d . T a m b i é n d e b e m e n c i o n a r s e , j u m o con m u c h o s o t r o s , a un a u t o r margin a l m e n t e m á s ortodoxo, pero diligente y prolifico. c o m o Lester T h u r o w . t a m b i é n del MIT.
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términos muy elocuentes las p e n a s y los goces de la vida. Un precio alto aplicado a cualquier mercancía necesaria —y había pocas que no lo fueran— imponía la privación de ese artículo o. si no, de algún otro no menos necesitado. A raíz de ello, la economía otorgaba gran atención a la fijación de los precios; en efecto, se trataba de un tema que revestía gran significación para el individuo y para la sociedad. Por ello, debía dedicarse evidentemente rápida atención a cualquier ineficiencia o incompetencia remediable en la producción de los bienes, o a cualquier influencia monopólica en la determinación de los precios. Los tiempos han cambiado. El nivel de vida m o d e r n o en los países industriales, con la única excepción de los colectivos de ingresos m á s bajos, a b a r c a u n a vasta gama de productos y servicios, incluidos artículos de considerable y hasta de extrema frivolidad e insignificancia. Sólo el precio de la vivienda continúa siendo motivo de considerable preocupación y angustia para el consumidor, especialmente en E s t a d o s Unidos. La oferta insuficiente de viviendas a un coste m o d e r a d o puede considerarse como el principal f r a c a s o del capitalismo moderno. En gran medida, las necesidades son ahora m o d e l a d a s por la publicidad que efectúan las firmas productoras y las e m p r e s a s que s u m i n i s t r a n los bienes y servicios. El mero hecho de que ello resulte posible revela la escasa importancia de cada producto individual. En estas condiciones, cuando el precio de un artículo en particular es evidentemente elevado, pueden presentarse quejas o suscitarse indignación, pero no se corre peligro de padecer penurias o sufrimientos como en el p a s a d o . En consecuencia, mientras que en los libros de texto el proceso de fijación de los precios sigue constituyendo un tema central, ni siquiera el más inteligente defensor f u t u r o de la ortodoxia clásica podría revestirlo de la importancia que en un tiempo tuvo. Otra consecuencia de esta situación es que la cuestión del monopolio en s u s diversas formas, y de los métodos destinados a restringirlo, irá perdiendo importancia ante la opinión pública. En Estados Unidos las leyes antitrust terminarán por caer en desuso, como ya está ocurriendo bajo el régimen del señor Reagan.
Suficiente con los precios. En c u a n t o a la distribución de los beneficios, el tiempo y el creciente bienestar se e n c a r g a r á n de ir di-
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sipando también toda preocupación al respecto. Es otro fenómeno que puede d a r s e por s u p u e s t o porque ya está sucediendo. En los países industriales la mayoría de la gente, mientras tiene empleo, no alienta una preocupación primordial por su nivel de renta. Es cierto que procuran aumentarlo, a menudo con viva diligencia, pero la insuficiencia de su renta no es lo que m á s importa dentro del vasto p a n o r a m a de la vida laboral. Su principal preocupación es el peligro de perder s u s ingresos, ya sea parcial o totalmente, es decir, de q u e d a r s e sin trabajo, con la consiguiente pérdida de la totalidad o poco menos de s u s medios de vida. Éste es el temor que aflige a la mayoría de las p e r s o n a s en casi todos los niveles sociales, desde las naves industriales h a s t a las oficinas administrativas y los despachos de la dirección. Por tanto, los factores que afectan a la seguridad del empleo revisten en la actualidad una importancia m u c h o mayor que la atribuida a los determinantes de la remuneración. Y así como está ocurriendo en el presente, ocurrirá también en el futuro. Durante la grave recesión de los primeros a ñ o s del decenio de 1980 en E s t a d o s Unidos y en otros países industriales, la producción de bienes y servicios declinó en grandes proporciones. No obstante, no llegó a considerarse q u e nadie pudiera s u f r i r a consecuencia de lo que dejaba de producirse, con la posible excepción, una vez más, de la vivienda. Esta clase de privación no fue mencionada en absoluto, sino que todos los padecimientos fueron identificados con la interrupción del flujo de los ingresos, es decir, con el desempleo o con la pérdida del trabajo. Es algo demostrable que esta preocupación, y no los precios ni la distribución desigual de los ingresos, constituye el mayor factor de angustia en la sociedad contemporánea. En la economía industrial moderna la producción es importante, no por los bienes que produce, sino por el empleo y por los ingresos que proporciona.
XXII.
EL P R E S E N T E C O M O FUTURO [2]
Es evidente que los países industriales más antiguos enseñaron su propia economía a los nuevos, sin omitir, y eso también queda claro, lo que m á s podía convenirles en materia de comercio internacional. Ésta es la clase de lecciones que a lo largo de los años fue dictando Gran Bretaña a Alemania y a Estados Unidos en favor del mercado clásico y del libre comercio, y posteriormente la instrucción menos específica sobre el método histórico que Alemania impartió luego a toda una generación de estudiosos norteamericanos, a fin de siglo, al igual que la enseñanza económica vastamente generalizada en Estados Unidos en épocas recientes. Pero en la etapa siguiente el Japón, hasta hace poco consumidor de las ideas económicas estadounidenses, se convirtió en una fuente de sabiduría para otros países aún m á s nuevos en el escenario industrial, y este saber, asimismo, originó pronto un reflujo que se volcó a su vez sobre Estados Unidos y Europa. Y otra vez m á s el f u t u r o puede ya percibirse en el presente. El mundo industrial —y Estados Unidos en grado no menor que otros países— tiene una creciente preocupación por las ideas económicas, y especialmente la forma en que Japón las pone en práctica, haciendo de este país y de su vida económica u n a i m p o r t a n t e materia de estudio. Las ideas centrales del pensamiento económico japonés provienen en gran parte de la tradición estadounidense y británica, pero con un componente marxista m á s considerable de lo que se consideraría decoroso en los países de habla inglesa. Se ha observado a menudo que muchos japoneses, actualmente en posiciones directivas dentro de las empresas y en altos cargos oficiales, fueron marxistas en su juventud. Esto no quiere decir que vaya a resultar probable una revolución, pero indudablemente la influencia del marxismo tiene una consecuencia importante en el sentido de que el pensamiento económico y político japonés se ve aliviado de la
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noción de dicotomía social, y hasta de conflicto, entre la economía del mercado y el Estado, conflicto teórico q u e ejerce un peso considerable sobre el p e n s a m i e n t o convencional de los economistas norteamericanos y británicos. En J a p ó n , el Estado es efectivamente, como Marx lo había a f i r m a d o en otro contexto, el comité ejecutivo de la clase capitalista. Esto se considera allí normal y natural. Lo cual da lugar a una cooperación plenamente aceptada entre el m u n d o de los negocios y el gobierno en materia, por ejemplo, de inversiones públicas, planificación y apoyo a las innovaciones técnicas, cosa inconcebible, c u a n d o no llega a considerarse subversiva, en la tradición estadounidense y británica. Se recibirán al respecto otras lecciones más, y ellas seguirán viniendo del J a p ó n . Las actitudes económicas j a p o n e s a s implican una visión clara de las inversiones en capital h u m a n o , es decir, en la educación entendida en sentido amplio. De ahí proviene la elevada competencia de la fuerza de t r a b a j o japonesa, y ello explica s u s vastas disponibilidades de talentos para la ingeniería y la administración. T a m b i é n ha contribuido p o d e r o s a m e n t e al éxito de J a p ó n la abstención de invertir, de m a n e r a relativamente estéril e improductiva, en operaciones y en artefactos militares. La utilización de una generosa corriente de ahorros de la población p a r a la constitución de capitales civiles, a diferencia de usos militares, y la abundancia de talentos en materia de ingeniería, ciencias y administración de e m p r e s a s para la industria civil, explican en gran medida del éxito industrial del Japón, como también el de Alemania después de la segunda guerra mundial. Como ya h e m o s visto, el pensamiento, la orientación y el desarrollo económico de E s t a d o s Unidos recibieron una decisiva influencia de la guerra, y lo mismo le sucedió al J a p ó n . Entre 1941 y 1945 este país descubrió que la agresión militar no es el camino que conduce a la grandeza nacional, y por eso se dedica ahora, en cambio, a realizar proezas en el á m b i t o industrial. Otra influencia que ha de ejercer J a p ó n consistirá en una mejor comprensión de la dinámica y de las motivaciones de la gran sociedad a n ó n i m a m o d e r n a . E s t a s organizaciones, como es hoy evidente, funcionan allí con mayor eficacia que en los países industriales del m u n d o occidental. Entre los elementos de importancia para el éxito del modelo japonés se cuentan sin d u d a la adaptación, m á s flexible a las transformaciones, un reconocimiento posi-
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blemente más perspicaz de los talentos, y desde luego un sentido de pertenencia a la empresa q u e comparten hasta los t r a b a j a d o r e s de los talleres; y, sin d u d a , esta última cualidad es la m á s importante de todas. Hemos visto que, según la concepción clásica, se procedía a incorporar en la e m p r e s a a un t r a b a j a d o r c u a n d o su contribución marginal era superior a su costo. En cambio, el trabajador japonés es incorporado como parte integrante con carácter vitalicio. No es s o r p r e n d e n t e que este método induzca a una lealtad que en la tradición occidental sería poco probable y hasta poco posible. Los economistas j a p o n e s e s de la presente generación, Hirofumi Uzawa, de la Universidad de Tokio, considerado como el principal economista japonés; Shigeto Tsuru, f o r m a d o en Harvard, ampliamente conocido y a d m i r a d o en E s t a d o s Unidos (y q u e en su juventud fue uno de los principales estudiosos m a r x i s t a s ) ; Ryutaro Komiya, también formado en Estados Unidos, e igualmente profesor de la Universidad de Tokio, y Kazushi O h k a w a , diseñador de la contabilidad de la renta y del producto nacional de J a p ó n , c o n j u n t a m e n t e con otros colegas y sucesores en los a ñ o s venideros, irán g a n á n d o s e un reconocimiento cada día mayor en todo el mundo. Y a diferencia de sus homólogos norteamericanos o británicos, p o d r á n contar con el apoyo de una economía que funciona satisfactoriamente. Como lo reveló la experiencia de E s t a d o s Unidos d u r a n t e los decenios de prosperidad q u e siguieron a la segunda guerra mundial, n a d a hay que m á s pueda contribuir a realzar la reputación y la propia estimación de los economistas.
El surgimiento y el éxito del capitalismo japonés, lo m i s m o que el de las d e m á s naciones conocidas bajo el n o m b r e de «nuevos países industrializados», h a b r á n de suscitar una mayor atención respecto de las circunstancias de la competencia internacional. Las organizaciones comerciales m á s antiguas, m á s rígidas y m á s cómodamente instaladas, como las de Estados Unidos y de Gran Bretaña, están a m e n a z a d a s , y seguirán estándolo en lo sucesivo, por las e m p r e s a s m á s jóvenes, m á s a d a p t a b l e s y menos escleróticas del J a p ó n , como así también de Corea, Singapur. Brasil y, potencialmente, de la India. Hay diversos recursos p a r a s u s t r a e r s e a la disciplina del mercado, incluida la q u e imponen los competidores m á s jóvenes, m á s
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flexibles y m á s agresivos. En primer lugar, el retorno al proteccionismo arancelario. E n f r e n t a d a s con la competencia extranjera, las g r a n d e s sociedades a n ó n i m a s industriales reclaman la implantación de aranceles y de cuotas de importación q u e las preserven de la influencia ejercida por la presión del mercado. Después de haber rendido un h o m e n a j e ritual al mercado libre, exhortan a introducir una f u n d a d a excepción. Habiendo ya tenido lugar d u r a n t e estos a ñ o s una reanimación de las tendencias y de la legislación proteccionista. sólo puede preverse en el f u t u r o una intensificación de esta corriente. Antaño, las barreras a d u a n e r a s protegían a las ind u s t r i a s incipientes; ahora, en cambio, se levantan para amparar a las viejas y p r e s u n t a m e n t e seniles. Un s e g u n d o recurso p r o b a d o para a f r o n t a r la competencia es sencillamente su adquisición. Éste es el propósito de las multinacionales. Durante m u c h o tiempo se ha creído que e s t a s empresas eran un i n s t r u m e n t o de agresión, y aun de imperialismos, en el escenario mundial. En realidad, m u c h o m á s i m p o r t a n t e es su misión protectora, su p r o f u n d a m e n t e i m p o r t a n t e servicio como vía de escape de las restricciones del mercado. La evasión de la disciplina del mercado se pone gradualmente más de relieve en la tercera categoría de recursos aludidos, a saber, la q u e consiste, por parte de las e m p r e s a s m á s antiguas, burocráticas e intelectualmente m á s rígidas, en a d j u d i c a r a f i r m a s de los nuevos países industriales las actividades que ya no pueden desarrollarse competitivamente en los países de añeja industrialización Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los n u m e r o s o s convenios concertados en nuestros días entre las c o m p a ñ í a s norteamericanas de automóviles, de o r d e n a d o r e s y otros productos electrónicos, y s u s homologas japonesas, mediante los cuales e s t a s ijltimas se encargan de efectuar en J a p ó n procesos industriales costosos y complicados, cuya producción se importa a Estados Unidos a un coste menor q u e el aplicable si la fabricación se realizara en este país Por último, otro recurso del cual pueden valerse las empresas privadas envejecidas e ineficaces es reclamar la intervención directa del Estado. Esto, en la práctica, significa m u c h o m á s que b u s c a r protección contra la competencia e x t r a n j e r a . En Estados Unidos, mientras se redactan estas líneas, el gobierno Reagan viene deponiendo una y otra vez su retórica de m e r c a d o libre para acudir en auxilio de bancos en quiebra y de los exportadores necesitados, y sobre todo, a un coste sin precedentes, para proteger a
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los agricultores contra el mercado libre. Una vez m á s , luego de haber pronunciado el discurso de práctica en h o m e n a j e a las eternas verdades de la libre empresa, se esgrimen las razones para proceder a una excepción particular. El sociaUsmo en nuestros días no es un producto de la acción de los socialistas; en realidad, el socialismo moderno es el hijo f r a c a s a d o del capitalismo. Y seguirá siéndolo en los a ñ o s venideros.
Hay otros tres elementos q u e en la economía ejercen su influencia en el presente y que en el f u t u r o se batirán contra la tradición neoclásica para lograr su pleno reconocimiento. La primera de esas novedades es la gradual inoperancia y f u t u r a desaparición de la distinción entre microeconomía y macroeconomía. Esta distinción, que, como se recordará, f u e legado de Keynes, depositaba en el Estado y en el banco central la responsabilidad del funcionamiento general de la economía, a la vez que dejaba librado el papel tradicional del mercado clásico a los distintos sectores de la actividad económica. La inflación y el paro debían ser objeto de la atención de la macroeconomía; una vez q u e ésta los tuviera regulados, en caso de ser ello posible, el c o m p o r t a m i e n t o microeconómico del mercado podía confiarse por entero a los epígonos de la ortodoxia clásica. En épocas recientes, la distinción entre microeconomía y macroeconomía ha sido objeto de criticas por m i e m b r o s de un conjunto de economistas impecablemente situados dentro de la tradición clásica, quienes han sostenido q u e c u a n d o se tiene conocimiento de las medidas macroeconómicas que pueden adoptarse —a saber, modificaciones de los tipos impositivos del gasto público, de la política del banco central— su aplicación será prevista, y en consecuencia s u s efectos serán nulos. En esta forma, las expectativas racionales microeconómicas de los c a m b i o s macroeconómicos f r u s t r a n totalmente la política macroeconómica. Esta posición — designada con el n o m b r e de escuela de las expectativas racionales— tiene ciertos ribetes de misticismo, lo cual limita su aceptación inclusive entre quienes mantienen, por otros conceptos, su adhesión a la ortodoxia clásica. No por ello deja de representar un interesante deterioro de la dicotomía micro-macroeconómica. La d i n á m i c a de precios y salarios como factor d e t e r m i n a n t e tanto de la inflación como del paro contribuirá a ir d i s i p a n d o to-
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davia m á s la distinción entre micro y macroeconomía. Los precios y salarios, al ser establecidos por la interacción entre los poderes de los sindicatos de t r a b a j a d o r e s y de las sociedades anónimas, han sido en el p a s a d o una fuente de inflación. Pero esto nunca ha sido aceptado por la teoría clásica microeconómica del mercado, en virtud de la cual los precios y los salarios se determinan independientemente del poder de los compradores y vendedores de trabajo. Lo que es evidente en la práctica es una vez m á s negado por lo menos parcialmente en principio. En épocas recientes, como ya se ha dicho, los países de habla inglesa, m u c h o m á s devotos de la microeconomía clásica que Austria, Suiza, Alemania y J a p ó n , han hecho frente con mucho menor eficacia a la inflación de precios y salarios. Ello se debe a que su persuasión teórica les ha impedido intervenir mediante u n a regulación de precios y salarios —en otros términos, una política de rentas y de precios— contra una fuente de inflación que en la teoría microeconómica aceptada sencillamente no existe. En cambio, los países europeos continentales y Japón han aceptado que las negociaciones salariales deben efectuarse dentro del m a r c o de referencia de los precios existentes. En vez del paro, el exceso de capacidad productiva; esta limitación directamente asociada ha representado, desde el punto de vista social, su mejor respuesta a la dinámica de precios y salarios y a la inflación consiguiente. Tarde o t e m p r a n o los países de habla inglesa se verán en la necesidad de reconocer esta situación, y con tal reconocimiento desaparecerá la distinción entre micro y macroeconomía. que es uno de los errores intelectualmente sofocantes de la economía m o d e r n a . El paro ha sido casi universalmente considerado hasta nuestros días como un problema macroeconómico. que podía ocasionarse o remediarse mediante el diseño general y la gestión de la política fiscal y monetaria. Esto también pasará a la historia; cada vez más, se advertirá que el paro proviene de la gestión no óptima y de los c a m b i o s de competitividad de d e t e r m i n a d a s industrias. En E s t a d o s Unidos, por ejemplo, es el caso de las e m p r e s a s industriales m á s antiguas, como las de la minería del carbón, siderurgia, metalurgia, automovilística y producción de textiles e ind u m e n t a r i a . Si bien las políticas macroeconómicas pueden aliviar o empeorar el paro, no pueden remediarlo d a d a s las características propias de estas industrias. Así como la inflación requiere un estudio detallado de sus fuen-
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tes. lo mismo sucede con el paro. La compartimentalización de la economía en micro y macroeconomía esconde la causa m á s persistente del desempleo en las naciones industriales m a d u r a s , a saber, la decadencia de las i n d u s t r i a s m á s antiguas. Y también oculta las soluciones pertinentes. El desempleo, tal como existe en términos microeconómicos, puede ser corregido h a s t a cierto p u n t o mediante el readiestramiento para nuevos empleos, la creación de empleos de servicio público, la implantación de aranceles proteccionistas, y m e d i d a s d e s t i n a d a s a mejorar las relaciones laborales s u b ó p t i m a s y la mejor capacitación del personal directivo de las empresas. En cambio, no puede remediarse recurriendo a un impuesto general, a gastos públicos ni a políticas monetaristas.
Otra de las principales preocupaciones del f u t u r o será la relación entre la política monetaria y fiscal nacional y la posición internacional del país. Esto también resulta ya evidente en E s t a d o s Unidos. El gobierno Reagan, reflejando las actitudes liberales de la Revolución keynesiana en a s u n t o s p r e s u p u e s t a r i o s , y el r e c u r s o nada sorprendente de beneficiar a su propio electorado, notoriamente opulento, con reducciones de impuestos, ha contraído y prolongado una serie de déficits sin precedentes en las finanzas públicas. En principio, éstos deberían haber ejercido un importante efecto expansivo y estimulante. Pero los tipos de interés relativamente altos, residuo del experimento monetarista, c o n j u n t a m e n t e con la reputación de Estados Unidos como lugar de seguridad financiera, atrajeron un gran flujo de fondos extranjeros. Durante un tiempo, éstos sostuvieron un elevado valor del dólar en los m e r c a d o s de cambio. S u m a d o esto al envejecimiento industrial ya mencionado, Estados Unidos se convirtió en un país en d o n d e resultaba fácil vender bienes, y a la inversa, difícil comprarlos. El resultado fue un gran déficit en la balanza comercial del mismo orden de magnitud que el déficit presupuestario.' El dinero g a s t a d o en el extranjero en bienes y servicios y los viajes de los residentes estadounidenses, al s u p e r a r en mucho lo que los extranjeros g a s t a b a n en Estados Unidos, tuvo un efecto económico precisamente opuesto al de un déficit público expanI. O u r n n i c el ejercicio d e 1986. el déficit p r e s u p u e s t . n r i o f u e de 205 miles de millones de dóhires. El c o r r e s p o n d i e n t e déficit d e lu bulan/.:i comcrci:il fue de 140 mil millones d e dólares
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sionista. El efecto keynesiano del déficit p r e s u p u e s t a r i o fue anulado a m e d i a d o s de los a ñ o s ochenta por el efecto negativo del déficit comercial. Desde luego, es un efecto que volverá a c a m b i a r en función de los cambios que experimenten en el f u t u r o las mutuas relaciones entre esas diversas magnitudes. Esta circunstancia. c o n j u n t a m e n t e con las transferencias de ingresos a otros países, necesarias para satisfacer la deuda pública (y también privada), notablemente a u m e n t a d a , ha de representar en lo venidero un tema constante de estudio y comentario para la disciplina económica.
Como e s t a s páginas han dejado lo bastante claro, la economía no existe a p a r t e de la política, y es de esperar que lo m i s m o siga sucediendo en el f u t u r o . La asimetría política de la Revolución keynesiana —es decir, la asimetría de las m e d i d a s políticas necesarias para remediar el paro general, en comparación con las destin a d a s a c o n t r a r r e s t a r un exceso general de la d e m a n d a — ha sido objeto de a d e c u a d a observación. La falta de reconocimiento de las consecuencias prácticas de este fenómeno ha constituido, y sigue constituyendo, uno de los mayores errores de la doctrina económica. Otro gran error ha sido la creencia de que la política monetaria es política y socialmente neutral —o sea, q u e los ingresos reportados por los altos tipos de interés a quienes prestan dinero representan otra cosa que una manifestación racional de los intereses creados de quienes disponen de dinero para prestar—. También ha sido erróneo no haber reconocido el papel político de la propia disciplina económica en la dialéctica entre la e m p r e s a comercial y el Estado. La persistente supervivencia de la teoría clásica sólo puede entenderse al c o m p r o b a r que las creencias clásicas protegen la a u t o n o m í a y los ingresos del sector empresarial, a la vez que sirven para ocultar el poder económico q u e ejerce como algo natural la empresa moderna al declarar que todo poder pertenece de hecho al mercado. La separación entre la economía y la política y las motivaciones políticas es algo estéril. Es una pantalla q u e oculta la realidad del poder y de las motivaciones económicas. Y es, por otra parte, una fuente principal de errores y confusiones en la orientación de la economía. Ningún libro sobre historia de la economía puede concluir sin expresar la esperanza de que la disciplina vuelva a unir-
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se con la política para volver a constituir la disciplina m á s amplia de la economía política.
Así llegamos al final del recorrido. Es de esperar que algunas cosas hayan q u e d a d o claras. Hemos visto que el p a s a d o no es un asunto de interés pasivo. No sólo forma activa y p o d e r o s a m e n t e el presente, sino también el futuro. En lo q u e se refiere a la economía, la historia es s u m a m e n t e funcional. No se debe comprender el presente ignorando el p a s a d o . También es de esperar que sea muy claro el que la economía no existe fuera de contexto, a p a r t e de la vida c o n t e m p o r á n e a económica y política que le da forma ni de los intereses implícitos o explícitos que la c o n f o r m a n según sus necesidades. Tal como afirmaba Keynes, las ideas económicas guían la política. Pero las ideas también son hijas de la política y de los intereses a que sirven. El largo alcance de la historia establece otra verdad. Se trata del modo en que los c a m b i o s de la vida económica y de las instituciones se reflejan en el pensamiento económico. La economía no trata, como a m e n u d o se cree, de lograr un sistema definitivo e inmutable. Es una acomodación constante y a m e n u d o renuente al cambio. No verla así es una fórmula segura para la obsolescencia y el error acumulativo. De esto también nos ha c o n t a d o bastante la historia. Por último, uno desea creer que la economía y su historia no necesitan ser un a s u n t o antipático ni a b r u m a d o r a m e n t e solemne. Aquí hemos o b s e r v a d o u n a procesión nada a b u r r i d a de acontecimientos y un desfile n a d a pedestre de personalidades y talentos. Escribir esto ha tenido unos m o m e n t o s muy agradables. Uno espera que el placer haya sido c o m p a r t i d o en alguna medida por el lector.
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ÍNDICE
Agradecimientos I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX. X. .XI. XII. XIII. XIV. XV. XVI. XVII. XVIII. XIX. XX. XXI. XXII.
Una visión panorámica Después de Adán El perdurable intermedio Los mercaderes y el Estado El proyecto francés El nuevo mundo de Adam Smith Refinamiento, afirmación y las semillas de la revuelta La gran tradición clásica [1]: Por los alrededores . La gran tradición clásica [2]: La corriente principal La gran tradición clásica [3]: La defensa de la fe . La ofensiva general La peculiar personalidad del dinero Focos de interés en Estados Unidos: El comercio y los monopolios; los enriquecidos y los ricos Culminación y crítica La fuerza primordial de la Gran Depresión . . . . El nacimiento del Estado del bienestar John Maynard Keynes La confirmación de Marte Pleno mediodía Crepúsculo y toque de oración El presente como futuro [I] El presente como futuro [II]
Bibliografía
9 11 19 31 43 59 71 87 103 117 127 141 155 171 195 211 229 241 259 275 291 309 319 329