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Colección Alfredo Maneiro Politica y sociedad Serie testimonio
La guerrilla tupamara
Caracas,Venezuela 2006
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MINISTERIO DE LA CULTURA FUNDACION EDITORIAL EL PERRO Y LA RANA
La guerrilla tupamara
Maria Esther Gilio
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Ministerio de la Cultura
©Maria Esther Gilio ©Fundacion Editorial el perro y la rana Av. Panteon, Foro Libertador Edif. Archivo General de la Nacion, Planta Baja, Caracas, 1010. Telfs.: (58-0212) 564 24 69 / Fax: 564 14 11
[email protected] [email protected] Hecho el Depósito de Ley Deposito legal If40220063201053 ISBN 980-396-058-X Diseño de la colección Emilio Gómez Impreso en Venezuela
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A LOS “INNOMBRABLES” MUERTOS Mario Robaina Carlos Flores Alfredo Cultelli Ricardo Zabalza Jorge Salerno Indalecio Olivera Fernán Pucurull
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Introducción
Uruguay se aproxima cada vez más al conjunto de las naciones latinoamericanas. Esta aproximación se produce a través de la convulsión política y social y de la violencia. El fenómeno uruguayo puede resultar incomprensible para la mayoría de los latinoamericanos y aun también para muchos uruguayos desprevenidos. El hecho de que haya aparecido un foco armado en este país ha resultado insólito, no esperado ni por la izquierda ni por la derecha y no explicable por los esquemas liberales del pasado, traducidos en frases como "Uruguay, la Suiza de América", "Uruguay, retrato de una democracia"... Sin embargo, cuando se analizan deteniente las aceleradas transformaciones sufridas en las dos últimas décadas, resulta explicable la aparición del foco. Lo que sigue siendo de difícil explicación son las formas particulares que asume el enfrentamiento entre el foco y las fuerzas el régimen; el carácter poco cruento del combate y la gran envergadura que a pesar de ese estilo, este ha ido adquiriendo. En la interpretación de las características del enfrentamiento juega un papel clave la supervivencia de las formas ideológicas correspondientes a un pasado de estabilidad política y de excepcional prosperidad económica que hicieron posible la legitimación de las formas liberales, democrátias, de gobierno. Es a la luz del proceso histórico uruguayo que pueden formularse algunas hipótesis interpretativas en un primer intento de explicar los dos fenómenos descritos. El Uruguay como estado independiente es un fruto paradójico. Su pueblo, encabezado por el caudillo José Artigas luchó contra la hegemonía española por un proyecto americanista e integrador. El punto central de su pensamiento era la premisa de que no hay libertad política sin libertad económica. Su reglamento agrario, las leyes proteccionistas de las artesanías autóctonas y su voluntad irreductible en defensa de la soberanía de los pueblos, lo ubican como la expresión de un intento de real autodeterminación e independencia. Pero la aspiración artiguista fracasó; su proyecto no era históricamente factible. Uruguay, desde la conquista, se articuló —y sólo podía ser así— como país dependiente de las metrópolis alternativamente hegemónicas. En el "país criollo" de entonces, frente al patriciado, nutrido de los sectores mercantiles y urbanos y estrechamente imbricados con los sectores agrarios estaba
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la población marginada de la estructura productiva, sin garantías de existencia física y política y masa disponible de los caudillos: el gaucho. La consolidación del patriciado como burguesía agraria se realizó sobre la base de la penetración del capitalismo en el agro en privilegiadas condiciones naturales de clima y territorio que hicieron de la Banda Oriental la "Vaquería del mar". La liquidación del caudillaje y el logro de la unificación nacional a principios de siglo garantizaron el predominio de las relaciones de producción capitalista en el campo. Uruguay se afirmó como proveedor de materias primas a la metrópoli reteniendo la clase capitalista ganadera altos volúmenes de plusvalía. La temprana democratización de las estructuras de poder, se llevó a cabo sobre la base de un compromiso entre los sectores agroexportadores y los sectores orientados hacia el mercado interno, en un primer intento de industrialización que no afectó los intereses básicos de la clase ganadera. Con José Batlle y Ordóñez se instauró un sistema bonapartista en el que el Estado actuó como redistribuidor e incorporó, en una suerte de capitalismo de estado, a amplios sectores medios que se constituyeron en la búsqueda civil del sistema y en uno de los pilares de estabilidad. A su vez, la inmigración masiva proveyó de mano de obra al proletariado naciente, soporte de la industria local. Las vacas se vendían bien, había dinero y una fuerte clase media que consumía y que imprimió al país su tónica ideológica: Uruguay es un país sin lucha de clases, sin clases antagónicas. La crisis mundial de 1929 puso en cuestión el proyecto batllista. El debilitamiento de los factores externos que impulsaron su economía, con el consiguiente estancamiento del sector agropecuario, abrió un período de ruptura de las condiciones de equilibrio en que se fundaba el batllismo. La Segunda Guerra Mundial posibilitó el surgimiento de una industrialización sustitutiva en condiciones de aflojamiento de las relaciones de dependencia de la metrópoli. La industria pasó a ser el polo dinámico de la economía, situación que, favorecida por la guerra de Corea, se mantuvo hasta 1955, a partir de esta fecha las condiciones que hicieron posible esa industrialización se debilitaron. El estancamiento agrario condujo al progresivo endeudamiento extremo para financiar la instalación industrial. Estados Unidos, que había salido triunfante del conflicto bélico, pasó a ser la potencia mundial hegemónica. La financiación de la deuda creciente se realizó a través de un proceso inflacionario que llevó al deterioro de los sectores asalariados. La desocupación fue grave, más grave cada vez más. La clase dirigente comenzó a utilizar al Estado como seguro de paro. Aún tenía capacidad de maniobra por el dinero dejado por la guerra de Corea. Pero este no era inagotable. Los amortiguadores de la tremenda crisis económica que empezó a tomar cuerpo fueron insuficientes, más que insuficientes: no sirvieron ya. La democracia, instrumento político de las épocas de bonanza, empezó a fracasar. Pero mientras se pudiera mantener la máscara había que mantenerla. La gran habilidad de la burguesía uruguaya ha sido la de suavizar las contradicciones, no polarizar. En el Uruguay siempre hubo miseria, aun cuando se notara poco. La clase media, la más numerosa,
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estaba satisfecha. Comía, se instruía, sabía que el mundo era cambiante. Tenía un horizonte cultural. Cuando empezó el deterioro los hombres más politizados de esta clase se dieron cuenta de lo profundo de la crisis. Al mismo tiempo, los trabajadores sintieron en carne propia sus efectos. El pueblo se aprestó a luchar con las armas que tenía a mano: partidos políticos y sindicatos. Pero vino el contragolpe y se cerraron locales, se prohibieron diarios, se encarcelaron militantes, se atacaron a balazos las manifestaciones. La legalidad se tambaleó. Si en algún sentido se mantuvo, fue gracias al soporte de una reforma constitucional que dio poderes dictatoriales al gobierno. Es la dictadura con la piel del cordero. Este proceso no tomó a todo el mundo de sorpresa. La izquierda tradicional uruguaya había hecho un análisis correcto de la crisis. Sabía lo que estaba pasando y lo que iba a pasar desde el punto de vista económico, político y social. Pero falló en las conclusiones y por lo tanto en la línea de su quehacer político. Sin embargo, hubo quienes han sacado otras conclusiones de ese mismo análisis. Y su praxis fue i distinta. Tal vez han pensado que a la fuerza hay que oponer la fuerza y la astucia. Hay que hacérselo saber. Pero no con las tablas de la ley, con su propia experiencia directa.
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Signos del deterioro*
*Los fragmentos que se transcriben a continuación pertenecen a reportajes tomados ente 1965 y 1970.
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Pensiones a la vejez ¿Previsión o perversión social?
Cuando los esquimales llegan a la edad en que ya no pueden cazar ni pescar se envuelven en sus pieles menos valiosas y abrigadas, y tras caminar durante horas se reclinan sobre la tierra helada y esperan la muerte. Esto no conmueve a nadie. Tienen la fisonomía de los hechos naturales y todos están preparados para aceptarlo. Aquí, en este país subtropical, que está al lado del río Uruguay, no tenemos extensas llanuras heladas donde los que empiezan a ser una carga para la sociedad puedan esperar la dulce, rápida muerte por congelamiento. Sólo sótanos oscuros, cuchitriles húmedos, ranchos desvencijados, en los que la muerte también llega, aunque menos dulcemente. Este hecho es aceptado por el resto de la comunidad con una cuota de indiferencia general no muy distinta a la de los esquimales. Al final de un largo corredor descascarado se abría un patio gris de altas paredes sombrías y húmedas. Sobre la izquierda, en el lugar donde un día funcionó una cocina, Julia Merenas había armado su casa: cama, ropero, máquina de coser, primus, retratos, santos, yuyos, remedios, un reloj de madera esculturada, una fotografía de Luis Alberto de Herrera con poncho y golilla blanca. —¿Trabaja de modista todavía? —Sí, señorita. Hace cincuenta y cinco años que trabajo de modista. Mire —me acerca una bolsa de donde asoman retazos de tela—, ¿ve? Esto es raso azul de un traje de quince que hice hace poco. Tengo restos de toda clase, casimires, popelinas. Yo he hecho trajes de novias. Cuando se casó la hija del doctor Capurro yo le hice el traje. En la crónica del diario estaba mi nombre, el doctor me mandó a felicitar. Tenía una clientela grande, pero ahora estoy cada vez más enferma... el corazón... el reuma. —¿Qué edad tiene? —Setenta y seis años... Sí, ya no estoy joven... ahora me enfermo a menudo. Pudiendo trabajar no es nada. Yo no le tengo lástima al cuerpo. Pero con la edad ya no se rinde como antes. Todo se va perdiendo, la vista... el pulso... la memoria.
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A veces pienso: «El día que no pueda trabajar más, mejor que Dios se acuerde de mí». Doblé a la derecha y volví a entrar al corredor. Por la mitad, una escalera de madera que se hundía hacia las entrañas del viejo conventillo me condujo al cuarto de José Gutiérrez. Éste, de pie en la puerta, me esperaba. —¿Por qué no entra? Se va a congelar —le dije. —No crea, adentro por ahí anda. Me contó su vida. Una palabra podía sintetizarla: trabajo, trabajo, trabajo. oyéndolo era fácil entender que la profecía bíblica "Ganarás el pan con el sudor de |tu frente" pudiera considerarse una maldición. «Yo pasé toda mi vida al trote, a los seis o siete años ya andaba mandeando en las estancias». —¿Fue a la escuela? —¿De dónde quiere...? A los doce años empecé a trabajar fuerte. En 1914 snía que andar loco de frío, arrastrando cueros pa'las casas. —Y loco de calor. —Sería... lo que pasa es que con el frío que hace hoy cualquier calor parece lindo. —Y ahora. ¿Vive sólo con esos $400 de la Pensión a la Vejez? —Si se pudiera... pero quién va a poder... tengo un carrito. —¿Un carrito con caballo? —El caballo soy yo —se ríe, un matungo viejo. Ya no puedo ni arrastrar el |carrito... solamente algunos días que ando bien... me ahogo ¿Sabe? —¿Y qué hace con el carrito? —Cuando puedo... —Sí cuando puede. —Junto huesos, papeles... —Y los vende. —Sí, los vendo. Es un lindo carrito. ¿Quiere verlo? —Bueno. A unos metros del cuarto estaba el carrito, de dos ruedas. —Si yo fuera joven con este carrito... y sin carrito también, me reiría de la suerte... pero ando muy enfermo. —¿No puede tramitar jubilación en lugar de pensión? —Muy difícil. Yo me crié en las estancias... siempre salteado. Un día aquí, [ otro allá. En 1930 andaba de hojalatero ambulante por la campaña. Y cuando se ¡daba, domaba, cuidaba caballos, esquilaba... —¿Domaba? —Y... algún traguito tomaba... —Digo si domaba.
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—Domaba, sí, pero hace muchos años. Usted me ve ahora así y pensará que... pero ahora estoy muy estragado. Estuve a orillas de la muerte dos veces —y con cierto tono de orgullo—. En 1958 yo cobraba la Cruzada. —Ah... cobraba la Cruzada. —Sí, señora, yo fui a pulmonar. Pero cobré tres meses nomás. Después mejoré y paró. Entonces me fui de lo de mi familia. Ahora ando bastante enfermo otra vez. Estoy esperando a cobrar la pensión a ver si me dan aire en el dispensario. —¿Aire? —Sí, y pildoras para el bronquitis. —¿Come bien? —Y... hambre por ahora no paso... pero a uno le va viniendo miedo de no poder trabajar... porque con $400... Si tuviera juventú sería otra cosa, me reiría de la suerte. En la calle Ansina, en un cuarto que se abre directamente sobre la calle, una morena dispuesta para la risa, me dice que sí, que ella recibe Pensión a la Vejez y que está pronta a contestar lo que le pregunte. Un primus en el suelo hace de estufa, una cortina de cretona divide el cuarto en dos partes: cocina y dormitorio. Sacude una silla, me hace sentar y se sienta a su vez evidentemente complacida con la situación. —Pregunte nomás. —¿Qué edad tiene? —Setenta y cinco cumplidos. —¿Trabaja? —Si Dios quiere. —¿Hace mucho que trabaja? —Desde los nueve años. —Tiene acento brasileño. —Soy de Cerro Largo (i). —¿Y qué sabía hacer tan niña? —Muchas cosas, mandados, ordenaba... A los dieciséis años ya sabía cocinar. Me pagaban $5, que era un sueldo muy alto, pero la patrona era mi madrina. Después murió... por el veinte, allí vino el desbande. Yo empecé a ganar menos, $4. —¿Trabajaba siempre en lo mismo? —Sí, sí, siempre lavando, planchando, cocinando. La cocina me gusta mucho. Eso que no sé leer... si hubiera sabido leer... Me hacía leer las comidas y después las hacía, para mí no hay como la cocina. —Tiene cara de buena cocinera. —Si no tuviera esta edad no era yo que estaba acá... andaba por allí, por esas Cocinas. Muchas veces sueño que soy cocinera de un hotel de lujo y pelo pollos y me canso de pelar...
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—¿Con su gorro blanco? —¿Cómo? —Sí, ¿en el sueño tiene un gorro blanco de esos que usan los jefes de cocina? —Nunca me fijé... ¿Quiere creer? —¿Cuánto hace que vino de Cerro Largo? —Ya ni me acuerdo. Más o menos por el treinta lavaba para un hotel acá en Montevideo. Me pagaban $4 por mes. Por $4 lleve el canasto, traiga el canasto. No era como ahora que cualquier piecita de ropa se cobra. Había que levantar aquellos latones, brutos latones de ropa mojada. De ahí me quedó un pulmón rendido, dijo el médico. Y cuando llovía y la ropa no se secaba ¡Seque a plancha! Un día vino el dueño a gritarme porque la ropa no estaba pronta... había llovido una semana y quería que yo le secara todo a mano. Agarré el canasto y se lo puse en la calle. Búsquese otra —le dije—, por cuatro pesos no voy a largar el alma. Pero se largaba, ¿eh? Le digo que sí. —¿La electricidad también la ponía usted? —¿Qué electricidá? Carbón, m'hija, las planchas eran de carbón. —¿Todavía trabaja, entonces? —Con la pensión sola no se puede. Mire, yo cobro los cuatrocientos y cuando llega la noche no tengo nada. Pago $105 de alquiler, $60 de luz, unos $200 de almacén. .. pero, mire ¡me da una rabia! Llego, cuento lo que da y no da ni pa'la cueva de un diente. Como para no trabajar... mientras el cuerpo aguante. Y cuando no aguante más... Hice seis reportajes. Las personas que entrevisté tenían una edad que oscilaba entre los sesenta y cinco y los ochenta años y estaban aquejadas de alguna enfermedad. Esto último, dada la edad de los entrevistados, no es ningún descubrimiento: lo que es sí, en cambio, un descubrimiento, es que todos ellos han empezado a trabajar en su más tierna infancia, que todos siguen trabajando y que todos, todos, sin excepción, tienen pavor de perder su capacidad de trabajo. Creo que si ampliáramos esta sumarísima investigación podríamos encontrarnos con que también en este terreno se está cumpliendo la ley de supervivencia de los más fuertes, ya que los más débiles demoran poco en quedar por el camino. Junio de 1967
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Consejo del Niño: (2) El Estado, un padre sádico Decían hace treinta años los redactores del Código del Niño: "El Estado es el tutor forzoso del niño abandonado y desgraciadamente, en todos los países del mundo, está comprobado que el Estado es un mal padre". Entusiastas fabricantes de un Código que aún hoy rezuma amor, junto con anacronismos y románticas vaguedades, no pensaron que el término "malo" no iba a dar el verdadero concepto de lo que es nuestro Estado como padre. Cualquier aprendiz de psicólogo no dudaría hoy en llamarlo sádico. Empecé por la Colonia doctor Berro. Son 220 hectáreas cubiertas de chircas y edificios ruinosos. Los caminos invadidos por los yuyos van serpenteando entre viejas construcciones sólidas y tristes, de ventanas sin vidrios y con las armazones de hierro que los sostenían retorcidas y ferruginosas. Parece una ciudad bombardeada, cruzada de tanto en tanto por un sobreviviente harapiento que mira entre curioso y desconfiado. Pregunto si hay huerta. —«¿Huerta? No. El tractor no funciona. Y cuando funciona no hay nafta. Y cuando hay nafta no vienen las semillas. Entonces hay que hacer una nota. Pero cuando la nota recorrió su camino y las semillas llegan, pasó el tiempo de plantarlas. Entonces lo que se podría producir, porque hay tierra y mano de obra, es necesario comprarlo. Con los gallineros pasa lo mismo. Están abandonados. Hace años que aquí en Suárez no vemos un huevo. Si algún día se les ocurre volver a criar gallinas hay que empezar por el principio porque las construcciones que fueron gallineros se van destruyendo día por día». Me acerqué a unos muchachos que junto a una pared, a resguardo del viento, jugaban a la payana. Eran cinco que tenían entre catorce y dieciseis años. Les pregunté si sabían leer y tímidamente respondieron que sí, al tiempo que se acusaban mutuamente de mentir. «Yo sé leer, lo que no sé es escribir». «Yo sé, pero este no.» «Son mentiras, el único que sabe soy yo». Escribí unas palabras en el suelo con una varita y les pedí que leyeran. Dos apenas deletrearon; los otros tres sólo reconocieron algunas de las letras. Hablé, entonces, con el regente de uno de los hogares. «Pero ¿Usted sabe cómo es la cosa? Aquí traen al muchacho, lo internan y chau. No se acuerdan más. Entran con más de catorce años pero no saben leer ni escribir.
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El Presidente del Consejo del Niño dijo, sin embargo, por televisión: «Tenemos completos los cuadros docentes. En la Colonia Berro (Suárez) se ha duplicado el número de maestros». Esto es verdad, pero no toda la verdad. En primer término habría que empezar por decir que la población de esta colonia tiene un porcentaje altísimo de menores con déficit intelectual, o sea, con coeficiente que no alcanza al marginal. No se trata entonces de nombrar maestros a secas. Hay además, en este caso, algo que llama la atención: ¿Por qué once maestros para Colonia Berro cuando hay otras colonias u hogares que no tienen ninguno? Es la situación del Cerro Largo, el Asencio, de Mercedes, el Hogar Agrario de Progreso. ¿Por qué si había ya seis maestros en Colonia Berro se designaron cinco más (tres interinos y dos por nombramiento directo)? Porque los cargos en esta colonia son más codiciados, sus maestros ganan un veinte por ciento más que cualquier otro. Y sabemos qué se busca con esos nombramientos. Desgraciadamente los menores no votan. Julio de 1966
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Institutos penales: Profilaxis por el ocio
En el patio donde circulaban los presos un gran cartel reproducía el artículo 30 de nuestra Constitución: "En ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar, y sí sólo para asegurar a los procesados y penados, persiguiendo su reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito". Por debajo del cartel pasaban objetos vivientes de esa proyectada recuperación; dos desastrados bichicomes (3) desflecados. —¿Estos son también presos? —Sí... la ropa escasea. —¿No hay taller de costura? —Venga a verlo. Veinticinco metros de largo por seis o siete de ancho, techo de zinc agujereado. En un rincón un preso cosía a máquina. El resto de las máquinas se distribuían siguiendo una línea que determinaban los agujeros del techo. La luz de una bombita caía sobre el preso que cosía y dejaba en la semipenumbra a otros cuatro o cinco que conversaban, de pie, mientras friccionaban sus manos, una contra otra. La temperatura, de cinco grados afuera, no creo que allí pasara de seis. La mayoría de ellos tenían alpargatas agujereadas, desflecadas, trajes de tartán raídos y, evidentemente más frío que yo, que tenía mucho, a pesar de mis botas, mi suéter y saco de paño grueso. —Esta máquina cuesta más de medio millón de pesos, es una ojaladora. Hace cinco años que está parada, le falta una pieza. —¿Y cómo ojalan la ropa? —¿Ropa? Cuando dan. Ropa interior hace cinco o seis años que no vemos. Hay penados que salen al patio de poncho patrio. Y después los empleados chillan: «¿Por qué anda de poncho?». Ojalá yo tuviera uno. Al penado ahora le dan ranchera. Antes le daban zapatos. ¡Porque había una zapatería, señora! Ahora todo eso pasó. Ahora entró la miseria y el hambre. Ellos no dan ropa ni dejan bajar al patio
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con ropa particular. En la celda sí, pero al patio no. Y usted dice: «¡Pero si no tengo! Lo lavé al pantalón, lavé la chaqueta». Pero tanto les da, ¿vio? Pasamos al taller de zapatería. Allí las arañas tejían y tejían; las máquinas dormían un sueño de siglos y tres presos se paseaban friolentos entre los esqueletos ferruginosos. —Este taller está bien abandonado. —Sí, para ponerlo en condiciones habría que gastar mucha plata. —¿Cuánto hace que no produce calzado? —Cuatro años. Empezamos con que no teníamos suela... y así fue quedando. —¿Usted qué hacía? —Yo hacía presupuestos. —Y ahora que no se produce calzado, ¿vienen igual al taller? —Venimos sí, igual cumplimos el horario. A veces cuando hace sol nos vamos un rato al patio. Para mí —me dijo un recluso que tenía todavía para diez años—, teniendo trabajo no extraño la calle. Dicen que la Intervención va a arreglarnos esto del trabajo. Si nos dan trabajo otra vez, para mí está cumplida. El preso no puede vivir sin trabajar; encerrado en la celda todo el día. Eso está en cualquier libro, cualquiera lo sabe, tiene un nombre... —¿Laborterapia? —Sí, laborterapia. El preso se cura de la tristeza trabajando. Mientras atravesábamos el gran patio abierto, en la semiluz del atardecer vi a un preso que nos observaba, desde una ventana alta, cruzada de rejas. Yo sabía, no sé por qué, que estaba esperando que pasáramos por debajo para gritarme algo. Llegábamos a la puerta cuando resonó su voz: «¡Señorita, señorita! Por la memoria de su madre, ¡escúcheme! No se deje atemorizar, ¡escúcheme! ¡Ayúdeme!». —Es un psicópata —dijo mi guía. Y yo pregunto: —¿Qué hace allí un psicópata? Tengo a Y.Y. sentado frente a mí. Un hombre de cincuenta años, gordo, tranquilo. Un viejo pensionista de la Correccional y la Penitenciaría, en las que ha pasado una buena parte de su vida adulta, generalmente por delito contra la propiedad. Tiene una copa de gin entre las manos, que paladea lentamente, y mientras habla sonríe. —Usted no se preocupe por mi tiempo, hasta las ocho no tengo nada que hacer. —¿A las ocho empieza a trabajar? —Yo, señora, nunca trabajé... imagínese que no voy a empezar ahora... A las ocho tengo que dar una vueltita por el puerto.
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—¿Algún negocio de contrabando? —No, no... voy por contactos. —¿Contactos...? —Sí, contactos con gente que me trae negocios... muchachos del ambiente. Tantos años... imagínese, conozco a todo el mundo... saben que conmigo se puede tratar, que tengo seriedad... Pero, ¿sabe? En esto de la cárcel yo conocía otros tiempos. Yo conocí los tiempos de oro, cuando había comida, espacio, seriedad... Ahora ponen cuatro o cinco en una celda y las celdas tienen dos camas, cuando tienen... Tres duermen en el piso. Antes se hacían tarimas... ahora no hay madera. Y el preso es un poco dañino ¿vio? Las rompe, las quema. Hay gente que no tiene un peso para comprar querosén y calentar una caldera de agua. Y hacen fuego con cualquier cosa, adentro de la celda. Usted no se imagina lo que era esto en 1937, había hasta baúles, había para guardar la ropa. Había dos camas. Todo completo, daba gusto. Yo no sé decirle qué pasó, pero todo se fue viniendo abajo, tanto en el penal como en la correccional. Todo se fue degenerando. En el penal hace unos años, se llamaba a los presos, uno por uno: "¿Qué precisa? ¿Qué le hace falta?" "¿Quiere visita?" "¿Precisa visita?". Se daban ocho visitas firmadas para todo el mes. Así el preso no tenía que estar pidiendo y esperando que le contestaran o no. Quedaba tranquilo, ¿me entiende? Usted habla un poco de este problema en eso que escribió. —¿Lo leyó? —Sí. —¿Siempre lee Marchal(4) —No señora, la veo por allí en los quiscos pero no me llama la atención. Esta la leí porque como sabía que iban a salir algunas cosas que yo dije... ¿Pero sabe una cosa? Eso que usted dice de los locos... que hay locos encerrados... —¿Qué? ¿Le parece que no hay? —Hay sí. Pero lo más malo no es que metan locos ahí adentro. Lo más malo es cuando ahí lo enloquecen. Yo sé quién fue el que le pidió auxilio desde una ventana. Fue T.T. ¿La ventana desde la que gritó no estaba en el segundo piso, cerca de la entrada? —Sí. —Bueno, ese muchacho está excluido. —¿Eso qué quiere decir? —Quiere decir que está enterrado en vida. —¿Cómo? Nada más que eso. Enterrado. Escúcheme: suponga que entra un preso de esos rebeldes, peleadores, los que se llaman peligrosos. Tipos un poco revirados. En lugar de ponerlo en una celda de las comunes y tratar de curarlo un médico o psicólogo o qué sé yo, lo ponen en unas celdas que inventó un director del penal. Algo que sólo una mentalidad diabólica y degenerada puede haber inventado. Usted
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entra en esas celdas un poco chiflado, y cuando sale después de diez, quince o veinte años está loco furioso, ¿me entiende? —Cuénteme cómo es la celda. Cuénteme bien. —Todo es hormigón, la cama, la pared, la mesa. En la ventana está la reja y después de la reja hay un tejido metálico tupido. —¿Cuántas horas al día está metido allí el preso? —Veintitrés, ¿me oye? Veintitrés. Sólo salen al patio una hora por día. —¿Y con quién hablan? —Con nadie. Nadie puede hablar con ellos. Si uno habla con un excluido, le lleva cigarrillos o algo, lo castigan con quince días de calabozo. En una época, los excluidos trabajaban en la celda: hacían esponjas de alambres. Se las pagaban alrededor de $40.00 el mil. Pero, hace menos de un año se les prohibió este trabajo... Como usaban pinzas y alambres... tuvieron miedo. —¿De qué? —De que se suicidaran, dicen. Mayo de 1967
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Hospital Psiquiátrico Colonia Etchepare El infierno tan temido Llegué a la colonia(5) al atardecer. En los pabellones de hombres distantes unos de otros, empezaban a aparecer las luces a través de los vidrios pintados. Si no fuera por estas luces azuladas y la gente que se veía circular entre ellos, podía pensar que estaba en un pueblo abandonado. Muchas ventanas, sin vidrios, habían sido completadas por pedazos de madera que a menudo, las inmovilizaban. Las paredes descascaradas dejaban ver el ladrillo, las puertas abiertas descubrían un interior pardusco, resultado de años de suciedad acumulada. Además de los enfermos, afuera se paseaban las ratas y también los perros. Todos en pacífica convivencia. Empecé por el pabellón de enajenados bacilares. Una bombita de cuarenta bujías iluminaba la pieza de entrada, donde se distribuían en grupos veinte o treinta enfermos. Algunos sentados sobre cajones o bancos, otros en cuclillas, descansaban sobre sus talones. La ropa a girones, las cabezas envueltas en trapos por el frío, los pies apenas calzados con alpargatas o zapatos deshechos, calentaban agua en latas, cocinaban una pasta gris con olor a grasa. Si estuviéramos en el teatro y se levantara de pronto el telón dejando al descubierto una escena como ésta, pensaríamos: «Bichicomes en un caserón abandonado». Pasé al dormitorio. Ya había muchos enfermos acostados. La mayoría con la cabeza tapada. Tanteé algunas camas: dos frazadas, el máximo tres. Delgadas, con mucho algodón. La temperatura era ahí adentro de 11 grados, dos más que afuera. Señalé al enfermero la escasez de abrigo. —¡Ah, pero usted no vio nada! Este es de los pabellones que está mejor. Casi todas las ventanas tienen vidrios. Salimos para el próximo pabellón. Ya estaba oscuro. Vi que mi acompañante se agachaba y buscaba algo. —¿Qué hace? —Busco un palo. —¿Para?
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—Por los perros. Hace tres días casi matan una enferma; ayer lastimaron seriamente a otra. Me agaché y yo también busqué. Hicimos doscientos o trescientos metros para llegar a un segundo pabellón. Estaba metido en una especie de lago de olor nauseabundo. —¿Qué es esto? —Desagües tapados, caños rotos. El estado sanitario de la cocina es deplorable. Al subir la escalera que daba acceso al interior descubrí que el agua venía de adentro y que lo invadía todo, baños, dormitorio. Me pregunté cuántos de los llamados sanos podrían dormir aquí una noche sin perder el equilibrio. —Tuvimos que sacar a los enfermos del dormitorio y ponerlos aquí, que es el comedor —me dijo la guardiana. —¿Ese era el dormitorio? Pero si no tiene puertas... Es como dormir afuera... —Sí, pero ahora con la cosa de la intervención le van a poner. Miré la larga fila de cabezas rapadas, apoyadas sobre las almohadas rojas, sin fundas. En sesenta y cinco enfermos conté cinco sábanas. Estaban tranquilos, parecía que indiferentes a ese olor a aguas servidas que violentamente lo invadía todo. Un enfermo me llama y me explica, largamente, en media lengua, un dolor que empieza en la cabeza y termina en la espalda. Mi gabardina blanca le hizo pensar que era médico. No lo desanimé. Simulé tomarle el pulso y le prometí que antes de una hora habría pasado. Todos estaban pendientes del diálogo. No bien terminé se peleaban por contarme sus dolores y extendían los brazos para que también les tomara el pulso. Pregunté qué pasaba con los que se enfermaban de noche o se agitaban exageradamente. —Salvo casos graves, nos las arreglamos como podemos. —¿Usted es enfermero? —No, guardián. —¿Entonces? —Y... la práctica. En los hechos todos los guardianes actúan como enfermeros. Al salir me crucé con un interno que hostigaba a un gato que había quedado cercado por el agua. Lo saludé. Se paró como movido por un resorte. —Me da un peso pa" yerba, dotorcita... Tomamos nuestros palos y nos largamos de nuevo a la noche. Otro pabellón. La misma falta de sábanas y fundas, la misma luz mortecina, las mismas paredes de color indescifrable. El dormitorio estaba, sin embargo, bien barrido y había cierto
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orden. Pregunté quién era el responsable. Me señalaron un enfermo. Evidentemente era homosexual. Por primera vez se me presentó el problema que puede plantear la existencia de un homosexual en medio de ciento y pico de internos, cuya obsesión más frecuente es el sexo, y lo formulé. El guardián se encogió de hombros. —Nos despreocupamos totalmente del problema. ¿Qué podemos hacer? Observé muchas ventanas sin vidrios. —Pero, ¿no se mueren de frío? —Sí, seguro. La última vez que vi colocar vidrios fue en la intervención del cincuenta y nueve. Colocaron dos mil. Dicen que ahora, antes que llegue, los van a poner todos. —¿Qué llegue quién? —La nueva intervención. —¡Ah! Ya vi que están de muchos preparativos. —En estos últimos días ha aparecido de todo. Frazadas, remedios... Mire... hasta médicos. —¿Médicos? ¿Qué quiere decir? —Eso, médicos. Los médicos vienen poco. De treinta que hay sólo dos viven en la zona. Viviendo en Montevideo no es fácil venir todo lo que se necesitaría. Además vienen apurados. Entre ir y volver tienen cinco horas. Ferrocarril, camioneta. .. Y éste no es el único trabajo que hacen. La cosa es difícil. —La solución podría ser un gran sueldo y full—time. —Podría. Volvimos a salir. —¿Usted quiere realmente dormir hoy? —¿Por qué? —Tenemos enfrente el pabellón nueve, es el peor pabellón de la colonia. —¿Todavía queda algo que sea peor? —Sí, es un pabellón de específicos en su mayoría, con salida totalmente clausurada. La palabra pabellón, con connotaciones tan fin de siglo, era la menos adecuada para esta larga barraca pardusca con techo de zinc. La entrada estaba obturada por una puerta de tejido de alambre que permanecía cerrada cuando abrían la de madera. Fui a acercar mi mano al pasador, pero cinco brazos cuya intención no conocía se extendieron hacia mi a través del tejido. La primera reacción fue pegar un salto atrás, pero hay algo que ya aprendí en estas breves horas y me detuve a tiempo. En el trato con los enfermos es necesario mostrarse sereno, seguro, firme y sin temor. Los saludé con naturalidad y esperé que el guardián nos abriera. La primera pieza era la que usaban de comedor. El piso estaba tan roto que en algunos lugares asomaba la tierra. En un rincón, alrededor de una estufa, se apuñuscaban diez o quince enfermos. Sus rostros eran, entre todos los que he visto, los más adecuados a la imagen que de los enajenados nos hacemos los profanos. Ojos alucinados, gestos distorsionados. A
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pesar de la estufa, el frío era más intenso que en otras salas. Un techo de zinc, además totalmente agujereado, nunca sirvió para aislar nada. —¿Cómo hacen cuando llueve? —Hay que meter los enfermos en la cama. —¿Y si llueve días? —Pasarán en la cama días. —¿Son todos específicos? —La mayoría. —¿Con Wassermann positivo? —Todos menos uno. Aquel que toma mate con el flaquito. —¿Cómo? ¿Y no hay peligro de que se re—infecte? —No, el flaquito no tiene sífilis. Está aquí de casualidad, por unos días. —Pero el peligro existe igual. Si no es con éste, con otro. —Ah, seguro, el peligro existe. —¿Y por qué no los separan? Si los Wassermann negativos quedan aquí es el cuento de nunca acabar. —Los separan, pero demoran. Usted sabe. —Sí, sé. El tratamiento por lo menos, ¿se hace bien? —¡Qué va! Pido quinientas ampollas de bisperia y mandan cincuenta. Se empieza... A la semana hay que parar. Lo mismo ocurre con la penicilina. Estábamos en la enfermería de la sala. No se diferenciaba del resto. Ruinas y mugre, mugre y ruinas. Los microbios debían sentirse allí muy felices. Mientras hablábamos se escuchaban allí gritos, llantos. Tomé mi cuaderno y anoté: "Gritos desgarradores, el guardián no parece asustado o conmovido". En ese momento me di cuenta de que yo misma no estaba nada asustada y apenas conmovida. Pensé que es seguramente a esto a lo que se suele llamar "deformación profesional" el acuciante deseo de trasmitirlo en una mezcla de máquina fotográfica con grabador. Los gritos se intensificaban. —Este es un pabellón de enfermos muy agitados —me dice el guardián, al tiempo que se volvía hacia el dormitorio. —¿Qué te pasa? —pregunté al que lloraba. —Éste dice que me van a hacer un electro. —No hagas caso. Es mentira. Acostate. —¿Le tienen mucho miedo al electroschock? —Imagínese. Había uno que cada vez que sabía que se lo iban a hacer intentaba suicidarse. —¿Se los hacen despiertos? —Seguro. —Yo creí que para hacer electroshock se dormía al paciente.
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—Eso es cosa de sanatorios. Un día había pentotal y otro no. —Mire, en esta cama durmió el matador del taximetrista. A ése también 1 hicieron electroshock. A la hora de llegar ya lo estaban enchufando. —¿Mejoró? —¡Qué va! No tenía nada que mejorar. Era un simulador. Ahora debe estar cantando en Miguelete. Di las buenas noches e inicié la larga travesía hacia la sección femenina. Mi acompañante me señaló el camino recién arreglado. —Miré, toda la colonia se prepara para la intervención que llega. Hace do¡ meses que se está anunciando. En dos meses se pueden arreglar muchas cosas. —¿Por ejemplo lo de ese monte que talaron junto al río? —¿De qué me habla? —Usted sabe de qué le hablo. Cualquiera lo sabe aquí. Hay incluso una fi para aludir al hecho: "al monte se lo llevó la creciente". —Y bueno, es eso no más: se lo llevó la creciente. —Sin embargo, en este caso, la creciente tiene nombre y apellido. —Sí usted lo dice... —Son muchos los que lo dicen. —Entonces, ¿por qué quiere que se lo diga yo? —Porque aparte de aumentar el número de los testimonios, los califica. —¿Por ser médico? —Por su seriedad y honradez. —¿Ahora intenta halagarme? — Sí, porque quiero que me diga qué pasa con los dieciocho mil litros de nafta que gasta por mes la colonia. —Usted misma lo está diciendo, los gasta. —¿Es una ambulancia y un camioncito que funcionan una semana si y una no? —Hay un tractor. —Justamente, también por ese tractor quería preguntarle. ¿Por qué no lo usan? —Está roto. —¿Por qué no lo arreglan? —Por qué... por qué... ¿Por qué se perdió el monte de frutales?, ¿por qué no hay una quinta adecuada si sobra la tierra, y la mano de obra es gratis?, ¿por qué hay enfermos que sólo llevan encima una camisa de lienzo y un saco de brin de angola? No me haga hablar. A una hora bastante avanzada de la noche comencé un recorrido por los pabellones de mujeres.
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Allí descubrí que el abrigo está generalmente distribuido con el estado mental de las enfermas. Cuanto más demencial su estado, menos frazadas. Es difícil ver una gatosa con más de una manta. Una manta única, bajo la que tirita una enferma, indica con seguridad el último estadio de demencia. No conozco las razones de este hecho, que confirmé en siete pabellones diferentes, pero seguramente debe tener que ver con la ley que en biología enuncia la supervivencia del más fuerte. Descubrí también que el trabajo de guardiana de la colonia es uno de los más duros que puede realizar una mujer en este país. Sola durante largas horas, con cien o más enajenadas en un caserón inhóspito. Oyendo sus gritos, defendiéndose de sus furias, levantándolas del suelo, al que caen a menudo mientras duermen. Todo eso durante la interminable noche, en la soledad más total. De día el panorama es menos siniestro, pero igualmente angustiante. He visto a las enfermas chapaleando en una mezcla de barro y grasa, con las ropas abiertas hasta la cintura. La locura y la miseria asociadas en un panorama para cuyo enfrentamiento se necesita una salud psíquica de acero. La consigna de los enfermos en la colonia parece ser: "Un pesito para yerba". Aquí el pedido se sumó otro decididamente imprevisible: imprevisible: «¿No tiene un pesito para tintura para el pelo?». —Pesitos ya no me quedan, pero tengo un pañuelo para esta señorita resfriada que guarda la entrada tiesa como un soldado. —¡Ah, doctora!, a ésa ni le hable, es una catatónica. Agradecí el dato a la enferma y guardé el pañuelo lamentando no tener a mano un diccionario. Eran las tres de la tarde, hacía más de un día que estaba en la colonia. Ya había visto pabellones, talleres, enfermerías, oficinas; había hablado con médicos, enfermos, guardianes y funcionarios administrativos. administrativos. Me quedaba por delante el trago más amargo: Pabellón de niños. Un edificio bastante nuevo, y moderno, pero que, como el resto, se está dejando venir abajo. Tiene un lindo techo de planchada, pero se llueve; tiene calefacción, pero no funciona. Hay internados sesenta y seis niños de ambos sexos, entre los tres y los catorce años. Dos empleadas a las que ayudan cinco o seis de las enfermas llamadas lúcidas los atienden. Acostados en perezosos, algunos con camisa de fuerza anudada a la espalda, me miraban con sus ojos tristes. Hay algo que no debemos decir nunca más: «Me miró con ojos de loco», «tenía ojos de loco». No decimos lo que queremos cuando decimos eso, porque los ojos de loco son ojos tristes. Varios niños me rodean, me tocan, me preguntan si no traje caramelos, si soy médico, si me quedará a vivir allí. Noto que algunos tienen un rostro sumamente vivaz y que sus preguntas son totalmente coherentes. Le pregunto a la empleada.
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—Hay niños que están aquí solamente por problemas de conducta —respondió . —¿Y es lo indicado que esos niños estén aquí? ¿Es lo indicado? Un médico del instituto me respondió a esto unas horas más tarde: «Los niño! enajenados no deben estar en la Colonia Etchepare, ni deben estar en ningún luga donde puedan mezclarse con enajenados adultos. A su vez los niños con simple problemas de conducta no deben convivir con niños psicopáticos. Y tanto en ui caso como en otro, el personal que trata con ellos debería ser especializado. E médico debería, además, tener la permanente ayuda del psicólogo. Podría así contar con tests regulares que le fueran dando índices y su trabajo sería realmente eficaz Nada de eso se hace aquí. Y aún hay más. Cuando el enfermo cumple quince años lo sacan del pabellón de niños y pasa al de adultos. A la edad más difícil. En el momento en que el tratamiento debe afirmarse y la vigilancia estrecharse, lo clan con enajenados de toda especie. Es criminal». —¿Y en cuanto al tratamiento que se hace a los enfermos adultos? —¿El tratamiento que se hace aquí a los enfermos? En los hechos ninguno. La colonia es una forma de aislarlo. Radiarlo de la sociedad. En definitiva, lo que se busca es que no moleste. Nunca reincorporarlo. Hacerlo útil. La laborterapia en los hechos no existe. Son contados con los dedos los enfermos que salen de aquí. Eso es lo fundamental. fundamental. —¿Y por qué no se hace nada de eso? —¿Cree que un médico que realiza además de éstas otras tareas puede atender a más de cien enfermos? Eran las siete de la tarde. Otra vez las luces azuladas a través de los vidrios pintados. El ruido de los platos de lata. Y ese olor que podría ya distinguir entre miles. El olor a la colonia, mezcla de orina, grasa y humedad. Un olor que inexorablemente y para siempre se alineará en mi memoria, junto al olor a colegio, a ómnibus mojado, a casa nueva. Julio de 1965
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Colonia Etchepare: «¡Si siempre murieron de hambre...!» Las grandes puertas de hierro estaban bien vigiladas. «Cerradas a cal y canto», dijo un médico. A cal y canto, aunque a esta altura ya no quedara nada para ver. Apenas el macabro escenario donde ocurrieron los hechos; y para los que tienen acceso a la trastienda, unos cuantos certificados de defunción con diagnósticos bastante vagos: "causa desconocida", "trastornos de nutrición"... Los de adentro no hablaban mucho, verdaderamente, y estaba un poco sorprendidos de lo mucho que se estaba hablando afuera. —No sé que les dio a la radio... —me dijo un guardián—. Tanto pamento... aquí siempre tuvimos algún muerto de hambre... —Esta vez fue más que "alguno". Hay cuarenta y nueve defunciones en el mes de julio contra catorce en el mismo período del año pasado. De esos cuarenta y nueve los que murieron de hambre deben de ser muchos. ¿Usted sabe cuántos? —Yo no... Le digo de verdad. —No le creo. —Créame, créame... con las cosas que pasan aquí... morirse es asunto de todos los días; qué va a estar uno preguntando de qué. Tantas veces se avisa a un familiar que el enfermo murió y la familia ni pregunta... ¡La familia! Lo dejan aquí al pobre desgraciado y lo enterramos nosotros. Imagínese qué va a estar uno preguntando. .. Yo me enteré por la radio de este asunto... y como yo muchos. El guardián fumaba. Un enfermo a medio metro muy inclinado, carpía yuyos escrupulosamente con una azada. Quise ver su mirada y me agaché buscándole los ojos. Eran como dos pedazos de loza celeste que no reflejaban nada. —¿No tiene miedo? —le pregunté al guardián. —La gente de afuera siempre me hace gracia —dijo—. Tendrían que estar aquí veintidós años como yo, y como muchos. —¿Lo dice también por lo de los muertos? —Lo digo por estos muertos y también por otros de los que nadie habla.
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—¿Cuáles? —Usted pregunta mucho... —¿Lo dice por los que se escapan, se pierden y se mueren en el monte? —También. —¿Y por quién más? ¿Hubo algún niño entre los muertos? ¿Es eso lo que quiere decirme? —Sí hubo ahora, no sé. —¿Cuándo entonces? No tenga miedo; nadie va a saber quién es usted. —Hace tres años... dos gusires se escaparon por ese alambrado de mierda que no sirve ni para parar un gato y se ahogaron en los pantanos... En uno de los pabellones de mujeres habían llamado a la practicante de guardia. Una interna tosía y tenía chuchos. Preguntó la practicante a la enfermera: —¿Qué temperatura tiene? —No... no sabemos —contestó la enfermera. —¿No le tomaron la temperatura? —No hay termómetro... no pudimos conseguir. La practicante levantó la ropa a la afiebrada y yo me acerqué a la enferma de la cama de enfrente, que estaba muy ocupada y preocupada escondiendo naranjas bajo las mantas. «Veo que tuvo visitas y que le trajeron naranjas», le dije. —No, estas naranjas me las mandó el gobiernito porque soy colorada. : Atravesé las innúmeras malbaratadas hectáreas, fecundas en yuyos, que separan ambas secciones y me acerqué a una de las cocinas que nutre a varios pabellones. Sobre una plancha de hierro de cuatro metros por uno y medio, algunos tachos y una olla descomunal echaban humo como chimeneas. Parado sobre la misma plancha, un enfermo revolvía la olla con un palo tan alto como él. A veces se entusiasmaba tanto en el revolver, que olas de caldo y porotos saltaban para todos los costados. El cocinero le pedía calma con un gesto de la mano y él, obediente, aminoraba el ritmo. Se veía, fuera, en la luz todavía clara de la tarde, a los internos que rondaban atraídos por el olor a guiso caliente que salía por todas las ventanas y parecía tapar por un rato el olor a orines y grasa fría que constantemente flota como un halo alrededor de los edificios en la colonia. Con sus trajes de brin azul desflecados, sus cabezas rapadas y sus miradas siempre más tristes que ninguna otra cosa, vigilaban la puerta de la cocina, mientras movían de una mano a otra, el plato de aluminio. —¿Hay suficiente comida para tanta hambre como la que parecen tener? —pregunté al enfermo.
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—Hay, sí. Ahora hay. Hace unos días que hay. —¿Y antes? —Y... antes... antes no había. —Quiere decir que esos que se murieron de desnutrición... se murieron de desnutrición. —¡Ah, si! ¡Cómo no! Aquí se ha pasado hambre. Y eso nadie puede negarlo. Dicen que todo este lío que están haciendo ahora es por política; para hundir a unos, levantar a otros. Será... pero que los enfermos han andado hambreados aquí adentro... eso es así no más. —¿Hambre por poca comida o por comida poco nutritiva? —Todo... las dos cosas. Desde febrero empezó a escasear. Primero la harina, no se podía hacer fideos. Y hubo días que no teníamos un pan para dar al enfermo. El enfermo aquí siempre comió sus tres galletas diarias, pero no había y no había. Las muchachas del pabellón de niños varias veces tuvieron que juntar plata entre todas para comprar pan a los chiquilines. Muchachas que no ganan más de siete mil ochocientos pesos por mes. —¿Cuánta harina hace falta para que no escaseen el pan y los fideos? —Dieciséis bolsas diarias. —¿Cuántas entraron a partir del mes de febrero? —Exactamente, no sé. Pero le puedo decir que, muy a menudo, muchísimo menos de la mitad. Esta semana que acaba de pasar entraron cincuenta, siete por día; y eso que las cosas están mejorando. —¿Carne? —Muy poca, casi nada. —¿Y verduras? —Cuando aparecía alguna papa era para aplaudir. El enfermo casi no ha visto papa en lo que va de este año. —¿Qué comían entonces? —Polenta(6). —¿Cuánto tiempo? —Durante varios meses la única comida fue polenta. —Y leche... —Leche también. Polenta y leche. Leche y polenta. —El frío hizo el resto. —Muchas veces el frío, eso es. En el mes de julio con seguridad murieron más de uno por día por esas causas que usted menciona. —Ya es bastante, ¿no? —Sí. —¿Qué medicación se les hace a los desnutridos que están ahora internados aquí? —Caseinato. —¿Qué es? —Un aporte vitamínico
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-¿Hay? —Escasea... Pero no crea que el problema es sólo de comida... Es bastante más complicado. Un empleado cada sesenta u ochenta enfermos no alcanza, piense que en ochenta enfermos hay fácilmente quince gatosos. ¿Ud. ha visto ui gatoso? —De lejos. —¿De lejos? Venga, vamos a ver uno de cerca. —No creo que sea necesario; sé bien cómo son. —Venga... venga. Salimos. A campo traviesa llegamos a un pabellón parecido a los otros; con el mismo olor flotando alrededor y el mismo piso perennemente mojado. «¿Eligio este pabellón por algo especial?», le pregunté. —No, sólo porque está cerca. Gatosos hay en todos. Acérquese. Estaba parado junto a una cama y yo me acerqué. Levantó la manta. Debajo había, arrollado como un ovillo, no sé si de frío o en ese momento de miedo, u hombre de más de cincuenta años, que ni siquiera nos miró. «¿No vas a comer?» le dijo, mientras sostenía la manta con una punta. Pero el enfermo siguió temblando y no respondió nada. Esta operación se repitió con idéntico resultado otras cuatro cinco veces. Al cabo dijo: «Se da cuenta cómo el asunto no es solamente de cantidad de comida? ¿Cómo puede comer un enfermo de estos, si alguien no le da?». Quise ver la cocina. Pero la cocina no estaba al lado, sino a quinientos metros,! lo cual constituía otro problema, ya que los enfermos eran los que todos los días transportaban desde aquella hasta el pabellón, la olla que pesaba ochenta kilos. Y cuando llovía, estos desgraciados, empapados y hundiéndose en el barro hasta las rodillas, arrastraban como podían aquel ollón de sopa o guiso que solía llegar además de frío muy menguado por los vaivenes del accidentado acarreo. «Hay día en que los enfermos se resisten a ir, dijo el empleado, prefieren quedarse sin comer». «Yo siempre voy», dijo un interno que barría al lado nuestro, al tiempo que imprimió un ritmo más impetuoso a la escoba. Y como yo me acerqué añadió: «A mí me gusta trabajar; yo siempre trabajo». Tenía unos ojos negros muy despiertos, gran vivacidad de gestos y una especie de sabiduría al hablar que me llevó a anotar lo que decía. «Aquí todos saben; yo estoy de alta, pero nadie me viene a buscar. Pero estoy de alta. Esas cosas de los hermanos; que un día se enojaron y ahora no vienen. Pero... aquí estoy: trabajando. Lo que si que se gana medio poco. Quince pesos al mes, que son diez cigarrillos y cien gramos de yerba, que es medio poco. El problema casi más que de comida es de abrigo. Antes, daban ravioles, si es posible. No sé, habrán modernizado algo. En el ministerio van a modernizar. Dicen que el ministro está muy empeñado, que a cada santo una vela. Pero sacando que el pan, que no había... todo felizmente... A veces lo que pasa, que puede venir cruda la
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polenta o no hay pantalones o cobijas, aunque, a veces hay también. No es como el Vilardebó que nunca había, a veces ni agua. Por eso, yo, felizmente me trasladaron aquí. Y cuando modernicen va a ser mejor, nos van a pagar treinta, si es posible, o más, y así tendríamos la yerba y los cigarros. Las dos cosas. A mí me gusta trabajar, si no uno... Capaz que modernizan y a mí mis hermanos me vinieron a buscar, pero qué se le va a hacer... yo, felizmente, en todos lados me arreglo. ¿Usted anda muy seca? Yo soy buen pobre... pero si tuviera algún pesito». Emprendimos el regreso. En el camino, la ambulancia blanca se arrastraba con ruido de matraca; pocos enfermos, ya los últimos caminaban hacia sus pabellones. En algunas ventanas las recordadas luces azules habían empezado a encenderse. Me sentía tan cansada como si hubiera pasado días y días de pie sin comer ni dormir. Casi se habían borrado de mi memoria los cuarenta y nueve muertos que me habían movido hasta allí. En su lugar había miles de vivos cuya vida no merecía ser vivida. Por nadie, por nadie, ni por el más bloqueado e irrecuperable de los seres humanos. Agosto de 1968
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Uruguay, país de emigrantes
Durante la primera mitad del siglo, Uruguay fue un país de inmigrantes. A partir de los primeros años de la década del ochenta, se transformó en un país de emigrantes. En 1960 se expedían promedialmente 3.156 pasaportes anuales; en 1961,3.696; en 1962,6.444; en 1967,9.660; en 1968 se expidieron 17.196 pasaportes; respecto a 1969, el Ministerio de Relaciones Exteriores se niega a proporcionar datos. Según el censo de 1962, el número de habitantes del Uruguay se elevaba a 2.600.000 habitantes. La tasa de natalidad es de uno coma tres por ciento (1,3%).
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Un uruguayo que se fue
Son muchos los "uruguayos" que se van. A algunos se les puede ver haciendo cola, cualquier mañana, en la sección Pasaportes del Ministerio de Relaciones Exteriores. Pero, a pesar de que esta cola suele ser larga, no está formada por los más. Los más cruzan el río con una valija no muy grande en la derecha y la cédula en el bolsillo. Después, de a poco, se van llevando el resto. La familia, la ropa de cama, los retratos. Al principio, los que cruzaban el río en estas circunstancias, tenían alguna habilidad especial que no encontraba aquí el terreno más propiciatorio. Sabían que alcanzaba con pasar al otro lado para encontrar una ciudad donde la gloria no sólo se podía escribir con mayúscula, sino también con ceros a la derecha. Pero eso hace tiempo. Luego empezaron a irse algunos que simplemente buscaban un mejor mercado para sus habilidades específicas. Así, hoy es difícil encontrar diarios, revistas, agentes de publicidad, canales de TV, que no cuenten con un buen porcentaje de uruguayo. Un porcentaje que crece todos los días, no solamente porque los periodistas, los fotógrafos, las modelos, siguen atravesando el río cada vez con menos pausas, sino porque a esa caravana de buscadores de un más alto nivel de vida, han comenzado a sumarse muchos otros que simplemente buscan sobrevivir: obreros, empleados sin ninguna especialización, prostitutas. Es en el gremio de la construcción, semiparalizado desde hace largos meses, en donde, tal vez, se podría descubrir una de las más fecundas fuentes de emigrantes. En una calle cualquiera de Buenos Aires, en un gran edificio en construcción que elegí al azar, pregunté al capataz si tenía allí trabajando algún obrero uruguayo. Me informó que había dos. Uno de ellos, peón, de evidente origen campesino, no quiso hacer declaraciones de ninguna clase. «A nadie le tiene que interesar lo que yo piense», dijo. Con el otro, un obrero especializado, mantuve el diálogo que transcribo. —¿Por qué se vino a trabajar aquí? —Si usted va a escribir lo que digo, yo tampoco digo nada. —¿Por qué? —Aquí estamos todos tramitando al radicación. —¿Quiénes son todos?
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—Yo... mis hermanos. —¿Y esto puede perjudicarlos? —Uno tiene miedo... —Si piensa un poco se va a dar cuenta de que no hay razón... además cambiaré algunas cosas para que sea imposible ubicarlo. —En estos días se viene la patrona... no quiero que haya ningún lío. —¿Es casado? —Sí, hace cinco meses. —No va a haber ningún lío. Se trae a toda la familia entonces. —Casi, casi... los viejos no, por la jubilación. —Fantástico, así aumentamos el porcentaje de clases pasivas. En algo vamos a ser los primeros en el mundo. —Bueno, no se la agarre conmigo. Yo qué quiere que haga... —¿Cómo decidió venirse? —Yo no era un muerto de hambre. —Está bien. ¿Por qué se vino? —Me estaba comiendo el pequeño capital que había juntado en catorce años de trabajo. —Usted no tiene treinta años... —Tengo veintinueve, pero trabajo desde los quince. —¿Es alfabeto? —¿Analfabeto? —Quiero decir si sabe leer y escribir. —Sí... yo hice el colegio y después dos años en la Escuela Industrial. —¿Tiene alguna especialización? —Soy sanitario. En Montevideo tenía una pequeña empresa de instalaciones sanitarias. Cuando la construcción empezó a fallar, las empresas chicas entraron a fundirse. Los precios subían y nosotros no podíamos competir. Yo vendí antes de fundirme del todo. —¿Y puso una empresa aquí? —Aquí soy obrero como cualquiera, la plata que traje no da ni para comprar una batería de cocina... pero hay que tener paciencia, ya me las voy a arreglar. —¿Cómo nació en usted la idea de venirse? —Primero pensé en Norteamérica. En la construcción se hablaba mucho de los que se iban a Norteamérica... y de lo que ganaban. Pero alguno volvió y que ni le hablen de ir otra vez. Prefieren pasarla mal aquí. —¿Por qué? —No se hallan... plata se gana, muchísima... pero usted sabe cómo son los ingleses. —¿Los ingleses? —Sí... son bien distintos a uno. Es difícil hallarse en un país de ingleses. Aquí en cambio es como Montevideo. —Así que se decidió por Buenos Aires y se vino.
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—No, no tan rápido. Lo pensé más o menos unos seis meses. —¿Qué era lo que más pesaba en contra? —Y... eso que dicen de las ratas y los barcos que se hunden. —Usted sentía que el Uruguay se estaba hundiendo... —Usted dice que es periodista, debe saber de eso más que yo. —Pero me gusta saber qué piensa usted. —Y... yo sentía que si no me decidía no me iban a quedar ni fuerzas para moverme. —¿Qué le iban a faltar ánimos? —Que me iba a faltar plata. Para irse a otro país hay que tener algún ahorro. De pronto las cosas no marchan en seguida como uno se imagina. —¿Y le están marchando como se imaginó? —Yo al trabaja no le tengo miedo. Trabajo lo que haya que trabajar. —¿Y a qué le tiene miedo? —Le tenía... a los porteños. —¿Por qué? —No sé... sería por el fóbal(7). Uno siempre piensa que son unos engreídos. Pero todo eso se acabó. A mí me van tratando superior. Yo creo que los porteños cambiaron. —¿Habrán cambiado? ¿Sí? —Sí, estoy seguro, con nosotros cambiaron. —¿Por qué será? —Nos ven muy débiles. Yo me doy cuenta porque siempre están con palabras de aliento. —¿Los compañeros, en la obra? —Esos también, pero no son porteños. —¿Cómo no son porteños? —No son, no. Son correntinos, entrerrianos, misioneros(8)... en treinta operarios si hay dos porteños es mucho. Hay bolivianos, paraguayos... de paraguayos está infestado. —Volviendo a su vida en Montevideo. ¿De qué cosas empezó a privarse primero, cuando la situación económica empezó a modificarse? —¿Primero que nada? La ropa fue lo primero... Me acuerdo de un día. Salí a comprar zapatos, recorrí todo 8 de Octubre y volví sin comprar nada. Agarré unos que tenía archivados hacía como cinco años y los empecé a usar de nuevo. Después fue el fóbal, dejé de ir. —¿Y la comida? —Bueno, allí es que empecé a pensarlo. —¿Lo de venirse? —Sí... cuando la cosa fue de polenta y fideos, fideos y polenta, yo dije «esto no da más». Entiéndame bien, no es que uno quiera vivir como un rico, pero cuando se baja tan de golpe entra el miedo. —¿Conoce otros obreros que hayan venido?
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—Sí, conozco unos cuantos. —¿Especializados, como usted? —De todo, peones... ¿De qué oficio no se vienen? Un día van a empezar a venir bichicomes porque no van a encontrar más papeles. Vienen hasta mujeres. —¿Qué mujeres? —De la vida. —¿Vienen? —Sí, muchísimas. —¿Cómo sabe? —Cualquiera sabe. —Ganan mucho... —Cualquier escracho(9) aquí se cobra sus mil... porque como están prohibidas. .. El otro día en una esquina, creo que Leandro Alem y Córdoba, me topo con un milico(10) que andaba a los tirones con una. «Te digo que tengo el carnet al día»» gritaba la mujer. El milico no entendía. Yo me di cuenta que era uruguaya, y como pude, porque entre tanto grito no se entendía nada, le expliqué que allí en Buenos Aires la cosa no era de carnet... que no se podía y no se podía. Después resulta que era de Colonia y había ido para hacerse el fin de semana. —¿Cómo supo? —Ve como ustedes son peligrosos. Eso no se lo cuento. —Hace bien. Usted me decía que también venían muchos peones. ¿Cuánto gana aquí un peón de albañil? —Un peón gana mil setecientos argentinos por día. Pero peón no es oficio... usted sabe. —Habrá que ver cuánto se puede comprar con mil setecientos. —Menos que en Montevideo con la misma cantidad. Pero allá un peón no llega a ganar la mitad que acá. Quiere decir que al final aquí viven mucho mejor. —¿Usted cuánto gana? —Yo soy un obrero especializado... gano alrededor de dos mil quinientos uruguayos por día. —Dos mil quinientos... —Sí, no se asuste... aquello se quedó, se quedó... Imagínese que mueren más que los que nacen. —Y todavía los que nacen se van. —Y yo qué quiere que le haga... —¿Qué cosas son las que más extraña de Montevideo? —Me parece que la gente, que es mas triste que allá... y habla menos... —¿Qué cosas le parecen decididamente mejores? —Los diarios... son gruesos como libros. Y traen más cosas del Uruguay que los diarios uruguayos. Cuando le escribo a mi familia a veces les hablo de cosas que pasaron allá, pero me doy cuenta de que ellos saben menos que yo. No sé qué pasa que no se enteran de nada.
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—¿Realmente no sabe lo que pasa? —Bueno, será cosa de este gobierno, ¿no? —¿Qué otras cosas le parecen mejores? —Y... hablando de gobiernos, éste dicen que no es mucho mejor que aquél, pero será que el país es más rico... la cosa es que aquí el obrero vive mejor. —Hábleme de su oficio. ¿Se trabaja de la misma manera aquí que allá? —¡ Ah!, en eso si que nos llevan muertos. —¿Por qué? —Mire... atienda bien, ¿eh?... Suponga que allá se va a hacer un edificio de propiedad horizontal, bueno... todo lo que usted haga tiene que ser independiente. —Sí. —¿No entiende nada? —No. —Ya me di cuenta. Suponga que usted saca un cable eléctrico del apartamento cinco. Ese cable no puede pasar por el apartamento tres ni por el dos, ni por ningún apartamento. En cambio, acá todo puede pasar por todos lados. Los cables van a pasar por donde sea mejor, más conveniente. —Allá, entonces hay que invertir más en materiales... —Y en salarios. Fíjese en la plomería. Allá usamos un sistema inglés, que según dicen, los ingleses hace quince años que no usan. Aquí, en cambio, se usa un sistema revolucionario: los caños pasan por todos lados. Así todo se hace más rápido. La casa se termina en tiempo récord. El que puso la plata gana mucho, dicen que el cincuenta por ciento (50%), y los que compran, compran más barato. —¿Cuánto tiempo piensa quedarse aquí? —Toda la vida. Y le digo con el corazón: la plata que yo gane aquí no voy a ir allá a gastarla. Lo que gane aquí, aquí lo gasto. Lo juro, no voy a hacer como los gallegos. —¿A quién votó en las últimas elecciones? —Al difundo Gestido(11). —¿Está arrependito? —No sé... nunca pensé. ¿Quién iba a decir que se iba a morir? —¿Si hubiera sabido que llegaríamos a lo de ahora votaría igual? —¿Quiere que le diga una cosa? Yo, antes de volver a votar, a quien sea, me corto la derecha. No quiero ser más socio de las porquerías de nadie. Uno ya está bastante grandecito para saber que lo único que les preocupa son las elecciones... y nada más. Y después, cuando las papas queman, lo único que se les ocurre es dividir. —¿Dividir? —Y sí... ¿Usted no sabe que se la han pasado dividiendo? —¿Dividiendo? ¿Devaluando? —Sí, sí... es lo mismo. Lo único que se les ocurre para sacarnos del pozo es eso. A mí no me agarran más. Que se busquen otro socio.
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—¿Siempre votó a los partidos tradicionales? —Yo siempre voté al batllismo(12). —¿Nunca le pasó por la cabeza votar a los socialistas o a los comuinistas? —No, nunca, ¿sabe por qué? Porque creo que esos partidos piensan mucho en el obrero pero no piensan en el país. A país rico, obrero rico. —Usted es un desarrollista... —¡Qué me dice!
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.. .Sí, la historia tendrá que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia*
*Los reportajes que transcribo a continuación fueron tomados entre diciembre del 68 y abril del 70. Cualquiera que conozca bien al pueblo del Uruguay puede saber a qué momento de su historia pertenecen sin necesidad de ver las fechas.
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Una huelga como Dios manda
Una ojeada aun rápida sobre la larga huelga que los obreros de la carne lleva ron a cabo, parecen mostrar aspectos, matices nuevos que la diferencian de otras Sobre esta experiencia fueron preguntados al azar, sin elegir, obreros, mujeres de obreros, hijos de obreros. B.C. 38 años, obrero. —¿Le parece que esta huelga ha tenido características que pueden diferenciarla de otras? —Para nosotros, los del Frigorífico Artigas, no hubo nunca huelgas, así que no había de qué diferenciarla. Teníamos un sindicato que rea para la risa. Nunca solidarizábamos con nadie. Los dirigentes que ni sé cómo se elegían, siempre defendían al patrón. Imagínese que el sindicato estaba dentro del establecimiento. Hacía diez años que no entrábamos en una huelga. —Para hace diez años les tocó una buena... —Sí, de primera. —¿Cuál es para usted la enseñanza que dejó esta huelga, si es que dejó alguna? —En primer término una idea clara de lo que vale la unidad. —¿La de todos los obreros que participaban en la huelga? —No, de esa unidad ni se habla. Si no existe no hay huelga. —No lo entiendo bien. —Yo le estoy hablando de la unidad de la gente del Cerro(13), y de la gente del Centro que nunca le vio la cara a uno. Cuántas veces, en otras huelgas, uno salía a vender bonos y se daba cuenta que la gente pensaba: ¿Por qué no vas a trabajar en lugar de andar mangueando? Ahora, todos los que salíamos por ahí a vender bonos o a cualquier otra tarea sentíamos que la gente estaba con nosotros. —¿A eso le llama usted la unidad? —Sí, esa unidad fue lo más grande que tuvo esta huelga, cuando un gremio consigue que todo el pueblo entienda, consiguió lo más grande. B.C., 40 años. Obrera.
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—¿Qué le pareció esta huelga? —Una huelga como Dios manda. —¿Será que Dios manda en esto de las huelgas? — En algunas manda el diablo, pero en ésta no se metió. —¿En qué se notó que no se metía? —En la forma como se organizó todo, como funcionaron los campamentos. Los que tenían problemas para comer sabían que allí había para ellos y para sus hijos. —¿Cómo se llegó a esta solución? —Por la colaboración de la población en general y especialmente de los estudiantes. —¿La colaboración económica de los estudiantes? —No solamente económica, intervinieron en nuestras reuniones, discutieron con nosotros nuestros problemas. —Aquello de unidad obrero-estudiantil dejó entonces de ser una frase para los primeros de mayo... —Tal vez no sea ésta la primera vez que se dio, pero es la primera vez que se dio de esa manera. Eran como otros de los nuestros y cuando había que enfrentar a la policía o hacer barricadas, fueron los primeros. —¿En ese sentido no considera que hubo una diferencia importante con huelgas anteriores? —¿En qué sentido? —En el de la violencia. —Es posible; hubo otras huelgas muy violentas, sin embargo hay algo en que podría estar la diferencia. —Sí... —Yo creo que esta vez no sabía a dónde podía llegar. —¿En qué sentido? —En el sentido de que... No sé, hubo momentos en que se tenía la sensación de que el Cerro entero iba a arder. La gente no tenía miedo, nada de miedo... no sabe a cuántos mocosos de doce, catorce años, hubo que sacar de entre las patas de los caballos. R.Z 10 años, hijo de un obrero del Frigonal(14). Vendía bonos a la salida del puente del Pantanoso. —Contáme todo lo que sepas de la huelga. —Yo no sé nada. Yo vendo bonos. —¿Te divierte vender bonos? —Sí. —¿Entonces vendes bonos para divertirte? —No... vendo bonos porque todos tienen que colaborar. —¿Por qué todos tienen que colaborar?
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—Porque si no la. huelga se pierde. —¿Y si todos colaboran? —Si todos colaboran se gana. —¿Siempre es así? —Sí. —Además de vender bonos ¿Qué otras cosas se pueden hacer para colaborar! —¿Usted quiere colaborar? —¿Yo? Bueno. —Puede comprar bonos. En la puerta del club Huracán, sentados bajo un flaco sol de invierno, los obre-j ros del Frigorífico Río Negro tomaban mate. Hacía ya casi un mes que habían llegado con sus mujeres y sus hijos, después de una marcha de varios días. —¿Qué hechos les parecieron importantes a los efectos del triunfo final? —El más importante, haber conseguido una unidad completa. El Artigas hacía, años que no salía a la calle... y las organizaciones del interior, a pesar de ser muy nuevas se aguantaron firmes. i —También fue importante el apoyo de otros gremios. No es la primera vez que hacemos marchas de esta clase... Pero las otras veces la gente que se acercaba en el camino se contaba con los dedos. Este año se acercaron gremios enteros con aportes... y estudiantado. —Y se pudo hablar... dialogar... —Vino un cura a hablarnos de las nuevas estructuras que tenemos que hacer; en la América Latina para que se desarrolle. Y toda la gente nos ayudó durante la marcha con una cosa o con otra. —Cuénteme más del cura. —Pero no fue ese sólo que vino durante la marcha, vinieron muchos. Y uno nos dijo que a esta altura ya teníamos que saber que con alguna gente no podíamos dialogar, porque «no puede haber diálogo entre hambreado y hambreador ni entre oprimido y opresor». —¿Y ustedes están de acuerdo con eso, creen que el diálogo es ya inútil? —Yo pienso que sirve para poco o nada. —Además a los que hablan es a los que se llevan. —No entiendo bien. —Sí, lo que él quiere decir es que a los que más entienden y saben explicar es a los que primero meten adentro. —¿Entonces...? —Entonces que mejor hablar menos y hacer más, para que cuando a uno lo borren, lo borren por algo gordo. —¿A qué llama hacer? En el caso concreto de ustedes ¿Hacer qué? —Eso va cambiando, antes era una cosa, hoy es otra, mañana será otra.
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—Hoy es la marcha... —La marcha y las barricadas y las piedras... ¿Por qué sonríe? —No sé... soy un poco escéptico sobre lo que puede decirse en medio del fervor de una huelga... después vuelven las elecciones y vuelven a creer. —¿Hace mucho que dejó de creer en los Reyes Magos? —Bastante. —Por más que nos echen miel en las orejas ya sabemos de qué se trata, ellos gobiernan para unos pocos. —Todo esto que me dicen ¿qué significa en términos concretos? —¿Cuál de las cosas que le decimos? Lo que tal vez usted querrá saber es qué vamos a hacer en las elecciones. —Sí... por ejemplo. —Votar en blanco. —Los que lleguen al gobierno llegarán sin el más miserable apoyo. —Mi primera pregunta había sido si esta huelga... —Sí... si nos ha traído alguna enseñanza especial... —Nos confirmó una idea que ya teníamos: cada vez somos más, los que sabemos que no hay que creerle nada a los que suben a una tribuna y hablan de trabajo, escuelas y hospitales, unos días antes de las elecciones. Cada vez somos más los que hemos dejado de creer que el Parlamento puede resolver algún problema. Ahora sabemos que a las armas hay que responder con las armas. B.L., 35 años, obrero y dirigente gremial. —Importante y nuevo; en primer término tendríamos la unidad total. Cuando digo total incluyo a los sindicatos del interior que se incorporaron por primera vez, masivamente, a un paro del gremio. Nuevos fueron también los campamentos, nuevos y en más de un sentido muy importantes. —El obrero tuvo la tranquilidad de que sus hijos no dependían de su salario para comer... —Sí, pero tan fundamental como eso es el contacto permanente que el campamento posibilita entre los compañeros. Así se acabaron los que la balconeaban. Los que pasan en su casa mirando televisión, y cada quince días asisten a un mitin. Ahora todos los obreros estaban al día. Las mentiras de la prensa y la radio no prosperaban. Todos tenían un conocimiento inmediato de los problemas: los discutían, proponían soluciones. Llegó un momento en que nos dimos cuenta que si la dirección en pleno caía presa, había ya el material humano capacitado para sustituirla. —¿Cómo se las arreglaron con el decreto del Ejecutivo que los prohibía? —En el interior no se las arreglaron... los campamentos fueron destruidos. Aquí sólo destruyeron el del sindicato Castro. Los coraceros(is) entraron y deshicieron todo: mesas, fogones, bandera, equipo parlante con el himno... —¿Rompieron la bandera?
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— La rompieron o la quemaron, no me acuerdo. Después los compañeros la pusieron en exhibición con un letrero explicativo. —¿Qué pasó con los campamentos del cerro, que siguieron en pie hasta hoy? —No era fácil entrar al cerro, sólo que la hubieran emprendido a cañonazos. La solidaridad del pueblo con los huelguistas fue total. —¿Evidenciada en los aportes económicos? —No solamente en los aportes económicos. Cuando la policía entró a destruir el campamento del sindicato Castro, las amas de casa de los alrededores colaboraron con los obreros echando detergente en la calle para hacer patinar a los caballos. —La iglesia... ¿Las iglesias del cerro colaboraron en algún sentido con los huelguistas? —Sí... totalmente, las cuatro que hay en el cerro mantuvieron la misma conducta solidaria con nosotros. Usamos en alguna oportunidad las capillas como refugio. .. y cada vez que hubo una manifestación importante los curas suspendieron las clases. El último ejemplo es bien cercano, ocurrió el 14 de agosto, fecha de Líber Arce...(16). —¿Cómo evalúa la ayuda de los sindicatos afiliados a la CNT? —Importantísima... fundamental... Fueron enormes las cantidades que recibimos en dinero y víveres. —Usted piensa que toda esta experiencia vivida por los obreros habrá modificado la confianza que muchos de éstos prestaban a los partidos tradicionales. —Sí... fue lindo ver a políticos del barrio, de los que actuaban dentro de la política tradicional descolgando de las puertas de sus casas los carteles de los clubes que dirigían. E.B., 10 años, hija de dos obreros de Fray Bentos(i7). —¿De verdad viniste caminando desde Fray Bentos? —¿Por qué me mira los pies? —Pienso cuántos pasitos habrás dado. —Mi pie no es tan chico: calzo 32. —De cualquier manera, Fray Bentos queda muy lejos. —Sí, pero yo no caminé tanto... yo siempre quería... pero no me dejaban. Alguna vez, cuando me dejaron, caminé... si no casi siempre andaba en ómnibus. —¿Quiénes andaban en ómnibus? —Todas las menores de catorce años. —Contame bien cómo fue la marcha, desde antes del comienzo... desde Fray Bentos. —¿Quiere que le cuente desde que fuimos a la plaza? —Bueno. —Fuimos todos a la Plaza Artigas y Macedo habló. —¿Qué dijo Macedo?
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—Dijo que teníamos que luchar hasta el fin... pero mucho no me acuerdo. Después habló un cura... dijo que todos juntos teníamos que ser uno... y lo más importante que dijo es que las madres en la marcha, lo que más tenían que hacer era cuidarnos a nosotros. —¿A los niños? ¿Y qué más? —Sí, a los niños... ¿Y qué más? Espere... dijo que la unión hace la fuerza... Después Macedo nos acompañó hasta las barreras y allí una señora se subió arriba de un cajón y habló, dijo que no lloráramos. —¿Alguien lloraba? —Mi mamá lloró un rato. —¿Por qué lloraba? —Porque pensaba en muchos peligros... Mi hermano también lloraba. —¿También pensaría en muchos peligros? —No, a mi hermano no le importaban los peligros. Él lloraba en casa porque justito le dio la gripe y no pudo venir y se había apuntado y todo. —¿Y si estaba en tu casa, tú cómo sabes que en ese momento lloraba? —Porque cuando nos vinimos lloraba tanto que mi otro hermano le dijo que si no paraba de llorar iba a quedar como un gato envenenado. Estaba malísimo por la mala suerte. —Salieron entonces de las barreras... Contame qué pasó después y qué te gustó más. —A mí me gustó todo menos que algunos dormían en el suelo. —¿Tú dónde dormiste? —Yo en el suelo, porque el catre era muy chiquito y no cabían más que mi mamá y mi hermano menor. Lo que más me gustó fue cuando llegamos a Mercedes, porque nos hicieron más donaciones que nunca. A mí me regalaron estos zapatos "Sin Fin", también nos trajeron libros, galletitas y un niño que cantaba para que nos entretuviéramos. —¿Qué comías durante la marcha? —De todo. Puchero, chocolate, pan con dulces, arroz, café con leche... —Comían muchísimo... —Sí, algunos engordaron porque por cada lugar que pasábamos nos daban. —Lo único que no te gustó fue lo de dormir en el suelo... —Sí... y cuando casi tenemos que volver todos para atrás. —¿Cuándo fue eso? —Fue cuando el kilómetro ciento treinta y nueve. Allí los policías no nos dejaban seguir. —¿Tú los viste? —No, no los vi porque era de noche y nosotros los menores no podíamos ir para donde estaban ellos. —Si no los dejaban pasar ¿Cómo llegaste aquí? —Porque mandaron dos camiones —no sé quién, unas personas para llevar a
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los niños y a las madres. Allí nos metieron entre las bolsas de los colchones y las carpas y nos taparon con un encerado para que no nos vieran. —¿Tenías miedo? —Tenía miedo, pero un rato... después mamá me dijo que a la policía no hay que tenerle miedo porque es mucho peor; y yo me dormí. —¿Qué vas a ser cuando seas mayor? —Si el Anglo trabaja, voy a estudiar de maestra.
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Y mañana serán hombres...
Irene es maestra de segundo año en una de las tantas escuelas del cinturón de la ciudad. Año a año advierte —desde hace tres o cuatro— que sus alumnos tienen un ritmo más lento de aprendizaje. Una mañana, hace cinco meses, se paró delante de la clase y preguntó: «¿Qué tomaron hoy de desayuno? ¿Qué tomaron antes de venir?». Era una mañana fría de julio. Pero sólo nueve habían tomado un desayuno más o menos adecuado. Leche, nueve en veinte. El resto galleta, mate dulce o nada. Unos meses después caí por la escuela de Irene dispuesta a repetir por mí misma su experiencia; pero extendiéndola a todas las comidas del día y al mayor número posible de niños. Cuando Irene me vio y supo a qué iba quedó pensativa por un momento. Pero Irene es joven, entusiasta, una verdadera adolescente, aunque pasó los veinticinco. Y antes de tres minutos me había ofrecido su silla. Desde allí podía ver, a través de la ventana, el camino, de donde llegaban apagadas las bocinas, más cerca los transparentes y malvones de la escuela. Y luego, dentro, las veinte cabe-citas, entre las que sobresalía la de la propia Irene, que sonreía excitada y nerviosa por la insólita aventura. Ya me disponía a desenrollar mi encuesta sobre calorías y vitaminas cuando la voz de Irene me advirtió: «No empieces por lo que te interesa, dales tiempo a que tomen confianza». Dejé de lado el cuestionario que había llevado y entré a hablar de cualquier cosa. Fue así, hablando sin rumbo fijo, y saltando de una cosa a otra que enfrenté de pronto y sin pensarlo al niño de nuestras escuelas, ése hasta el momento un desconocido. A través de él se podrá entrever la desocupación, la miseria, la precariedad de las formas de vida que afectan hoy a grandes sectores de la población del Uruguay. Se podrá descubrir, además, la clara conciencia que ellos tienen de esta situación; y lo que es más importante, que la posibilidad de cambiarla puede estar también en sus manos. —¿A todos les gusta venir a la escuela? —pregunté. «Sí, sí, sí» -contestaron las voces a coro. —¿Y por qué les gusta?
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—Porque aprendemos. —¿Qué cosas aprenden? —«A leer». «A escribir». «A dibujar». «A contar». «A trabajar» —dijeron. —¿A trabajar? ¿Por qué aprenden a trabajar? —Yo tengo un amigo que vende jazmines y cuenta la plata. —¿Un amigo? ¿Cómo se llama? —Se llama Cacho. Está en tercer año. —Tendrá ocho años... ¿Sabe contar el dinero y dar el vuelto? —Sí. —Yo también trabajo. —Y yo, yo señorita... yo trabajo. —A ver, levanten las manos todos los que trabajan... Todas las manitos se levantaron. —¿Cómo, todos trabajan? Tú, ¿en qué trabajas? —Yo hago todos los mandados. —Muy bien... pero yo quería saber qué niños trabajan y ganan dinero. —Yo, yo trabajo en la feria; le ayuda a un vecino a vender. —¿A vender qué? —Ajo, laurel, orégano y lechugas. —¿Cuánto ganas? —Veinte pesos(iS) y lechugas... o cualquier cosa. —¿Qué haces con la plata? —La plata y las lechugas se las doy a mamá —Yo gano más —dijo el de al lado agitando la mano. —Sí... ¿Con qué ganas más? —Vamos con mi padrino a La Paz y compramos carne. —¿Para venderla en Montevideo? —Sí. —¿Y tú le ayudas a venderla? — No, le ayuda a traerla porque la bolsa pesa cincuenta kilos. Y entonces... —¿Entonces...? —No dejan subir a los ómnibus. —¿La carne? —La bolsa de carne no la dejan subir a los ómnibus, entonces vamos los dos y con disimulo la traemos. —Pero debe ser una bolsa muy grande... —Es una bolsa muy grande, pero vamos con disimulo, para que el guarda no se dé cuenta de que pesa tanto. Hacemos como que liviana y yo le ayudo. —Poniendo una cara alegre... como que no pesara nada... —Sí.
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—¿Cuánto ganas con este trabajo? —Mi padrino nos da carne para todos. Mi mamá dice que es mucho más que quinientos pesos cada vez. —Yo —dijo una rata que no levantaba una cuarta del suelo— saco agua de la canilla y la vendo. —¿De la canilla de tu casa? —No, la canilla no está en mi casa; está en la otra esquina... así, doblando. —¿A quién se la vendes? —Doña Cata, una señora, siempre me compra. —¿Doña Cata no tiene agua? —Donde yo vivo nadie tiene agua. —¿Quién más trabaja? —Yo... yo... —Yo trabajo y gano... —Bueno, ¿tú en qué trabajas? —Yo... yo... —¿Cómo te llamas? —Margarita. —¿En qué trabajas, Margarita? —Yo limpio la cocina y mi papá me da un peso. —¿Cuántos años tienes? —Siete años. —¿No tienes mamá? —Sí, pero mi mamá sale temprano a trabajar. —¿Tienes hermanos? —Tengo tres. —¿Ellos también trabajan? —No, yo soy la mayor. —¿Y quién les da de comer? —Yo. —¿Tú cocinas? —No, les doy el guiso y el arroz que mi mamá nos deja en la olla. —¿El más chico qué edad tiene? —Dos años. —¿A qué hora vuelve tu mamá? —Siempre vuelve de noche, menos los domingos que vuelve a las tres. —¿Quién más trabaja? —Yo, yo —dijo una gordita de ojos muy redondos—. Trabajo de limpiar la cocina con agua caliente y pulidor. —Con agua caliente... ¿Es verdad? —Si yo sé prender el primus. —¿Y mamá? ¿En qué trabaja?
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—Mamá trabaja de limpiar en una casa. —¿Cuántos hermanos son? —Somos cinco. Pero los domingos mi mamá no trabaja. —Señorita... señorita... Yo gané mucha plata. —¿Mucha plata? ¿Cuánto? —Treinta y siete pesos. —¿Y cómo? —Con un Judas(19). —¿Y qué hiciste con tanta plata? —Compré salchichón... y después me enfermé. —Yo señorita... yo trabajo. —¿En qué trabajas? —Junto botellas con mi papá. —¿Botellas? —Botellas y pedazos de fierro... pedimos. —¿Tu papá no tiene trabajo? tr abajo? —El junta botellas y se las vende al hombre de la cantera. Me acerqué a Irene y le pedí que me conectara con otras maestras de la •cuela para seguir con el tema. Irene volvió a dudar, pero no por mucho rato, cinco minutos después yo estaba conversando con la maestra de cuarto. «Sí, se nota en los últimos años un bajón serio en cuanto a la capacidad de asi-ilación. La desintegración familiar y la deficiente alimentación son las causas as frecuentes de lentitud de aprendizaje. En cuanto a niños que trabajen, en mi ase hay unos cuantos. En este momento recuerdo siete... ocho... Hable usted rectamente con ellos». —¿No la comprometo? comprometo? La maestra sonrió y me hizo pasar. El grupo era mucho más numeroso que el anterior. Las edades oscilaban entre leve y doce años. Para entrar en confianza elegí un tema cualquiera: playa, fútbol, ne. De allí fue fácil pasar al dinero y del dinero al trabajo. —¿Qué niños de los que están presentes trabajan? Nueve manos se levantaron. —Tú ¿cómo te llamas? —María del Carmen. —¿Qué edad tienes? —Nueve años. —Bueno... cuéntame todo: en qué trabajas... cuánto ganas... cuántas horas... todo.
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—Trabajo en cuidar tres niños. Con una señora, trabajo. Me paga cuatrocientos por mes. Entro a las cuatro y salgo a las ocho. —¿Cómo los cuidas? —Juego con ellos para que dejen trabajar a la madre. Al más chiquito lo cambio. —Yo vendo jazmines... y cuando hay violetas vendo violetas. —¿Cuánto ganas? —Siempre gano distinto. Cuando vendo más gano más. —Señorita... señorita... cuando llueve él no gana. —Ayer llovió y gané. —¿Tu padre en qué trabaja? —Arregla cortinas por las casas, de esas de enrollar. Hace siete meses que está sin trabajo. —¿De qué trabajaba? —En la construcción. —Señorita... él trabaja en una farmacia —dijo un rubiecito señalando al de atrás—. Es el que gana más de toda la clase. Gana mil cuatrocientos pesos. —¿Tu padre también está sin trabajo? —No, yo no tengo padre. Vivo con mi mamá y un marido de ella que es policía. —Sí es policía debe tener mucho trabajo. —«Sí» —contestó a coro la clase. c lase. —¿Y por qué tienen mucho trabajo tr abajo los policías? —Por los bancos. —Por los estudiantes. —Por las medidas. —¿Los estudiantes, entonces dan trabajo a la policía? ¿Por qué? —Porque traen mucho bochinche. —¿Cómo hacen bochinchero)? bochinchero)? —Tiran piedra y hacen barricada. —Hacen mal. —Hacen eso por los compañeros... los que mataron. —¿Y por que más? —Para que no haya medidas. —Para que le suban el sueldo a los obreros. —¿Son amigos entonces de los obreros? —Sí, mi papá es obrero y mi hermano es estudiante. Pero mi papá no quiere que mi hermano vaya a esos líos. Porque dice que es muy chico. —¿Tu papá no quiere que los estudiantes los ayuden? —Sí, quiere, pero dice que por el peligro... que mi hermano tiene catorce años. —Tu hermano, entonces, no va. —Él va igual. —Es muy valiente... y muy desobediente.
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—Sí, le dijo a mi papá que él era el más valiente de la clase. —Yo tengo un primo que también es estudiante. —Muy bien... ¿Por qué otra cosa pelean los estudiantes? —Porque no tienen leche ni nada y otros plata para tirar. —Y grandes campos. —Colachata y ruleta. —Y van a Punta del Este y otros no tienen ni plata para el ómnibus. —¿Quién de ustedes fue a Punta del Este? —Yo fui. —Cuéntame cómo es. —No sé... tiene árboles. —Señorita... yo sé. —Bueno... —Es como un bar de millonarios. —¿Sí? ¿Quién te dijo? —Lo vi por la televisión. —¿Ves a menudo televisión? —Sí, en mi casa tenemos. —¿Qué programas ves? —De pistoleros, de guerra... —¿Hay alguna guerra en este momento en el mundo? —Sí, en Viet Nam. —Cuéntenme todo lo que sepan de Viet Nam. —Está en guerra con Estados Unidos. —¿Y por qué está en guerra con Estados Unidos? —Porque Estados Unidos se quiere agarrar toda la riqueza. —¿Qué riqueza? —Tierra. —Animales. —Petróleo. —¿Y para qué quiere eso Estados Unidos? ¿Es pobre? —No, es rico, pero quiere más. —¿Para qué quiere el petróleo? —El petróleo lo quiere para hacer nafta, querosén. —¿Para qué? —Para las cocinas. —¿Le hace falta a Estados Unidos querosén para las cocinas? —No, ellos tienen cocinas eléctricas. —¿Entonces para qué querrán el petróleo? —Para los tanques. —¿Y para qué querrá tanques Estados Unidos? —Para agarrarse otros países.
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—¿En Sudamérica hay petróleo? —Sí, en Venezuela. —¿Mucho? —Sí, hay mucho. —Entonces en Venezuela todos serán ricos... —No, porque Estados Unidos se lo lleva... —¿Qué otra cosa se lleva de Sudamérica? —El cobre de Chile. —¿Y del Uruguay? —Nosotros no tenemos tantas riquezas. —Somos un país pobre. —Estamos muy empeñados. —¿Qué quiere decir eso, estar empeñado? ¿Quién sabe cómo se empeña? —Para empeñar hay que ir al peñarol(21). —¿Qué es el peñarol? —Es un lugar donde se llevan los anillos, las radios a transistores, las licuadoras... —¿Un país, qué cosas empeña? —La tierra, la producción... —Los animales. —Dicen ustedes que nuestro país está empeñado. ¿Con quién? —Con Estados Unidos y con otros países también. —Señorita... los gitanos empeñaron el país de ellos y es por eso que ahora andan por el mundo en carpitas. —Entonces cualquier día los uruguayos empezamos a andar en carpitas por ahí. —No, porque no vamos a empeñarnos más. —Sí, vos decís, pero vos no mandas nada. Si el gobierno quiere empeñar empeña todo lo que quiere. —¿El gobierno entonces, si quiere nos empeña? ¿Y nosotros nada? ¿Muy tranquilos? ¿No podemos hacer nada? —Tenemos que esperar a que haya otra votación. —También podemos hacer un levantamiento. —¿Un levantamiento? ¿Quién puede hacer un levantamiento? —El pueblo. —¿Cómo? Vamos todos juntos y... —Habría que buscar un jefe. —¿Habría que buscar un jefe? ¿Y dónde? —Ahora me parece que no hay. —Si estuviera Artigas... —¿Seria un buen jefe Artigas? —Sí. —¿Están seguros de que Artigas querría ser jefe de un levantamiento? —Sí, porque Artigas quería la igualdad para todos.
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—¿Y ahora no tenemos igualdad para todos? —No, porque el gobierno vota el privilegio. —¿Qué es un privilegio? —Que a los que tienen más le den más y a los que no tienen no les den nada —¿A los pobres entonces no les dan nada? —Sí, les dan palos. La maestra sonreía con los ojos. «No crea que estas cosas se las enseñarnos nosotras. Los niños que le está respondiendo no son siempre los más aplicados; son, en general, los niños que p las circunstancias de su vida están más maduros. Este es un barrio obrero bastante movido. Los niños viven día a día todos los problemas. Nuestra obra fundamenta respecto a ellos es la de inculcarles una permanente actitud reflexiva. En eso seguimos a Clemente Estable: «El niño debe pensar, debe ser un investigador». Al otro cuarto entré sin ningún problema. La maestra no había entendido muy bien si yo era una inspectora, una asistente o una extranjera en tren de visitar escuelas. Yo no me empeñé en aclararle nada. Sé que me alcanzó una silla y comenzó; colaborar conmigo. —Levanten la mano los niños que trabajan —ocho manos se levantaron—, Cada uno de los que trabaja debe decirme cuánto gana, cuántas horas trabaja y dónde. —Señorita... Yo trabajo en una fábrica de felpudos, trabajo siete horas y gano cinco mil ochocientos. —Ése sí que vive como un rey —dijo un negrito de la primera fila. —¿Y tú trabajas? —Sí, yo voy con mi papá al mercado tres veces por semana. —Sí, lo malo es que después se me duerme en la clase —dice la maestra. —Yo ayudo a mi papá a hacer cepillos. Yo no gano nada. Yo ayudo a mi papá porque se quedó sin trabajo. —Yo, señorita... yo. Trabajo con una modista de dos a siete y gano mil quinientos. Mi hermana que tiene dieciséis gana dos mil por quincena, pero trabaja doce horas. —¿Doce horas? ¿Y por qué? ¿No pude cambiar de trabajo? —No, porque aunque busque y busque no hay. Muchos quieren el trabajo de ella. Si ella lo deja cualquiera se lo agarra y ella no encuentra otro. —Falta mucho trabajo entonces... —Sí, falta mucho. —¿Y por qué les parece que no habrá trabajo? —Porque hay cosas que no se explotan. —¿Qué cosas? —El manganeso. —¿Sí? No sabía. ¿Qué otras cosas?
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—El petróleo. —Todavía no sabemos si hay. ¿Otra cosa? —La tierra. —¿La tierra? ¿Qué pasa con la tierra? —La tienen los mayoristas. —Los mayoristas... ¿Y para qué la tienen? —La tienen ahí para ellos... y no produce. —¿Qué se podría hacer? —Pedirles que ayuden al pobre. —¿Cómo? —Dándoles una parte. —¿Será fácil eso? Los mayoristas ¿Aceptarán? —No señorita, no van a aceptar. Lo que hay que hacer es Reforma Agraria. —¿Qué es Reforma Agraria? —Es una división entre todas las personas de un país. La tierra se divide. —Sí.. .entonces todas las personas tienen la obligación de plantar cada parte. —Parecería una cosa buena. ¿Y por qué no se hace? —Porque a los estancieros no les conviene. —Y al país ¿Le conviene? —Sí, pero el gobierno es rico. —¿El gobierno? —Los gobernantes... ellos son estancieros y los amigos también. —¿Y qué se puede hacer? —Cambiarlos. —¿Cómo? —Votar de nuevo. —Habría que esperar un rato, ¿no? —Se podría hablar con el gobierno. —Sí, pero eso no, porque el gobierno no escucha. —¿Cómo saben que no escucha? —Él no quiere que se pongan rebeldes contra él. —Al gobierno le gusta que lo escuchen a él, pero él no escucha. —¿Pero ustedes cómo saben? —Porque los diarios cuando decían algo contra la policía venían con pedazos en blanco. —¿El gobierno no sabe lo que hace la policía? —Sabe, pero no quiere que los diarios anden diciendo. —¿Qué diario vino con partes en blanco? — El Extra. — El Popular. —¿Ninguno más? —No.
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—No. —¿Nadie conoce Marcha? —Una mano se levantó. «Yo tengo un tío que la compra, es un diario chiquito». —Así que ustedes piensan que el gobierno debería escucharlos pero no quiere. ¿Cómo saben que no quiere? —Porque si uno sale a la calle y grita algo se lo llevan. —¿Quiénes salen a la calle y gritan? —Los estudiantes. —¿Nadie más? —Los obreros. —Sí, pero los que más protestan son los estudiantes. —¿Y por qué protestan? —Porque son valientes. —Sí, son valientes... ¿pero qué quieren cuando protestan? —Que bajen el boleto(22). —¿Qué otra cosa? —Piden para los obreros también. —Piden materiales para la Escuela Industrial. —Señorita... Una vez los estudiantes agarraron un policía que llevaba el arma reglamentaria y otra escondida. —¿Y qué hicieron? —Yo no sé, mi hermana no me dijo. Pero dice que lo agarraron, porque los policías habían dicho que los estudiantes habían hecho armas para matar, bombas, y que era mentira. —¿Los estudiantes no tienen armas, entonces? ¿Y con qué pelean? —Los estudiantes pelean con hondas y la policía con balas así... —¡Tan grandes! Así son las balas de cañón. —Bueno... un poco más chiquitas. —Ustedes acaban de decirme que el gobierno no escucha a los diarios, que no escucha a los estudiantes, que no quiere escuchar. Es difícil hacer escuchar alguien que no quiere, ¿no? ¿Qué podríamos hacer? —Señorita, señorita... mandarle cartas. Al lado de mi casa hay una señora que le llevó una carta al Palacio Legislativo. —¿Y le contestaron? —No... no sé. —Señorita, se puede hacer un rapto como a Pereyra Reverbel. —¿Cómo? —Sí, como hicieron los tupas con Pereyra Reverbel(23). —¿Los tupas? ¿Y quiénes son los tupas? —Los tupas son los tupamaros.
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—Sí, pero ¿Qué son? ¿Quiénes son? —Son una banda muy grande que quieren la igualdad y la justicia para todos. —¿Forman un partido político? —No. —¿Y por qué no forman un partido político? —Porque para eso tendrían que tener clubes en los barrios y decir discursos y entonces ahí el gobierno aprovecharía y se los llevaría a todos presos. —¿Por qué los llevaría presos? —Porque ellos quieren que el pobre progrese, pero como al gobierno no le conviene dicen que son gente de mal vivir. —Muchos asaltan bancos. —¿Y para qué asaltarán bancos? —Señorita, señorita es mentira, no asaltan bancos. —¿Es mentira entonces? —Sí, es mentira, la policía dice para llevárselos, pero es mentira. —Hace poco los agarraron. —¿A todos? —No, hay en toda América. —¿Quién te dijo que hay en toda América? —Me dijo mi hermana, que trabaja en Funsa(24), me dijo que hay en todos los países pero con otros nombres. —Bueno... Volviendo a Pereyra Reverbel, ¿para qué creen que lo habrán secuestrado? —Para hablarle todo y que escuche. —¿Así que fue para eso? —Sí, yo creo que lo raptaron para eso, para que tuviera que escuchar y después fuera y les dijera a los otros del gobierno. —Bueno, esa solución para que el gobierno escuche no es fácil, ¿no? ¿Les parece fácil secuestrar una persona? —Hay que ser un crack. —Entonces es difícil... —¿Qué otra cosa se podría hacer para que el gobierno escuchara? —Señorita... yo. —Sí. ¿Cómo te llamas? —Laurita. —Bueno, ¿qué solución propone Laurita? —Yo creo que lo mejor sería que el gobierno pasara por un mes o por algunos días, así bien, la vida del pueblo. —¿Y qué sería para ti pasar la vida del pueblo? —Podemos llevar a todos... a un cantegril o a un otro lugar bien pobre: y que no tengan trabajo, y entonces no pueden mudarse a otro lado, ni tomar ómnibus para buscar algún trabajo que le hayan dicho.
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—¿Y qué más? A ver, otro niño, ¿qué más? —Que para tomar agua o para lavar tenga que ir a la canilla que queda bien lejos y hacer cola y a veces no hay agua. —¿Qué más? —No tener plata para pagar el ómnibus y caminar bastante... miles de kilometros... —¿Y qué más? Otra cosa. —Que tuviera que sacarse una muela que le duele y en el hospital no encuentre dentista ni nadie que se la saque. —Otra cosa. —Que tenga que regalar el perro aunque lo quiera mucho, porque la madre el padre no quiere tanto gasto. —Otra. —Que no pueda tener televisión. —Que no pueda comprar ni un arbolito de Navidad bien chiquitito y barato. Amén.
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¿Qué son para ustedes los Tupamaros?
Esta sucesión de reportajes relámpagos han sido realizados en una zona del interior muy conocida por la cronista. Ésta había comprobado que el desconocimiento sobre la existencia del MLN(25) era casi total. Posteriormente a la acción del San Rafael llevada a cabo en el mes de febrero de 1969, en un importante hotel de un balneario adyacente al lugar, efectuó esta encuesta a fin de comprobar si aquel desconocimiento seguía en iguales términos. Reportajes realizados en una zona rural próxima a la ciudad de Maldonado.(26) A. D, Tambero (27) 45 años. Instrucción primaria. —¿Qué son para usted los tupamaros? —No puedo abrir una opinión... si diría que son malos... Pero no sé la finalidad que tienen ellos... dicen que son comunistas. Pero yo no los tildo ni de comunistas ni de malas personas. Yo veo cuando asaltaron la Monty. ¿Quiénes eran más asaltantes, los que entraron con la ametralladora en la mano o los que estaban adentro llenándose los bolsillos? A mí no me asustan. Le digo más: si son comunistas tampoco me asustan. ¿Sabe quiénes me asustan? Los que van a la ruleta y se juegan tres o cuatro millones. Yo si supiera qué fin lleva esta gente... uno hasta podría ayudarlos. No es que yo sea, no... yo nada. No vaya a creer. Hace poco vino un tipo a medir mi campo. —¿Un agrimensor? —Sí, un hombre instruido... y me decía: «Yo creo que esa gente está haciendo algo bien. Yo no sé a fondo, pero si fuera una buena obra...». —¿Pertenece a algún partido? —Yo siempre fui blanco(28). —Blanco... —Pare un poquito... blanco de Herrera. Muerto el viejo ya no suena tan lindo decir que uno es blanco. C.V. Obrero vial 37 años. Enseñanza primaria hasta cuarto año.
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—¿Qué son para usted los tupamaros? —Eso le preguntaría yo a usted. Dígame: ¿Qué cosa son los tupamaros? —¿Es decir que usted no tiene ninguna idea respecto a lo que le pregunto? —Mire, yo vivo ahí en esa casilla que usted ve; tengo cinco hijos... otro el viaje... la casilla que se llueve por todos lados. ¿Qué tiempo voy a tener pa pensar? Uno es un obrero y no está mucho para el pensamiento. —Diarios... ¿No lee ninguno? —¿Qué diario quiere que llegue aquí? —Radio... —Radio cuando hay para las pilas, cada día están más caras, además... yo… —¿Qué? —No me gusta porque usted dice que trabaja en un diario. —No se preocupe de eso. —Yo a las radios y a los diarios... —¿No les cree? —Poquito, poquito. Esa gente que usted pregunta en una de esas tiene buena intenciones. Hay algunos que dicen que tienen buenas intenciones. Pero como a la intenciones no se les puede sacar fotografías. —¿No le gustan? —Para serle franco no me gustan aunque a mí no me molestan. R.B. Tractorista. 32 años. Primaria hasta cuarto año. —¿Quiénes son para usted los tupamaros? —¿Quiénes son? Nunca me he topado con ninguno. —A lo mejor se topó y no sabe. —Ah... ¡Eso sí! —Suponga que yo fuera extranjera y le pidiera a usted que me explicara que son, qué pretenden, qué finalidad persiguen; usted, ¿qué me diría? —Le diría que están contra el gobierno y que quieren que el obrero mejore. —¿Cómo sabe que quieren que el obrero mejore? —Por lo que declararon en Punta del Este. —¿Qué declararon? —Que todo eso lo hacían por nosotros, los obreros. —Podría ser un decir... —No, porque después devolvieron la plata que era de los empleados. ¿Usted vio alguna vez un ladrón devolviendo plata? —No. Ahora, eso que usted dice de la devolución del dinero no fue así. Ello$ quisieron devolver el dinero pero no fue aceptado porque la devolución se hacía con condiciones. —No ve, ahí tiene lo que le digo; ellas se llevan... —¿Quiénes ellos?
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—Los de arriba, ellos se llevan de su orgullo y al obrero que lo parte un rayo. Disculpe que yo no pueda darle más declaraciones. Si fuera en Montevideo... pero aquí uno escucha la radio nada más. —Siempre la escucha. —Sí... aunque la radio ya se sabe, es un bicho muy mentiroso. C.C. Obrero vial 27 años. Tres años de escuela primaria. —Yo le contesto a eso que usted me está preguntando para que lo ponga ahí en su diario, pero primero ponga lo que le voy a decir. —Empiece. —Diga que a nosotros nos aumentaron el siete por ciento y que eso es reírse del obrero. —¿Cuánto gana por mes? —Cuando hace buen tiempo, pero muy buen tiempo saco doce mil. —Doce mil... ¿Cuántos hijos tiene? —Tengo tres... pero espere un poquito, a mí los doce mil no me los dan enteros, me sacan el doce por ciento. Nunca llego a los diez mil. Y cuando el tiempo es malo a veces no paso de la mitad. —Está bien, lo voy a poner. En cuanto a lo que yo le preguntaba... —La verdad... yo qué sé. No puedo opinar nada. Son ideas raras ¿No? Nunca pensé. ¿Usted qué me diría? —¿Yo? Nada. Creo que tiene alguna idea y no se anima. —¿Piensa que tengo miedo? —Un poquito... a lo mejor ¿No? Vamos a ver: ¿Son delincuentes? —¡Ah, no! —¿Por qué no? Hacen cosas que los delincuentes hacen. —Ah, sí... pero no. —Entonces ya vamos sabiendo algo. Aunque a veces hacen asaltos usted diría que no son delincuentes. Alguna razón tiene que tener para decir que no lo son. Piense un poco. —Nunca se portan como un asaltante de por ahí... le quisieron devolver la plata a los empleados del casino... y así todo más o menos... y después este muchacho de San Carlos que ahora está preso... ese no era un bandido. Era un buen hombre. Yo conozco gente que lo conoce. —¿Grieco? —Sí. —Le voy a hacer una pregunta bien directa. ¿Le gustaría que los prendieran a todos? —No, no, no. —En el caso de que alguno fuera perseguido, ¿lo escondería en su casa? —Yo tengo hijos...
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—Vuelvo a la pregunta del principio. ¿Qué son para usted los tupamaros? —Son gente con esas ideas raras... —¿Buenas o malas? —Buenas, pero que en este mundo nunca van a marchar. En eso me parece que pierden el tiempo. —Entre las cosas que hicieron, ¿cuál le impresionó más? —La de aquí, la del casino. —¿Por qué? —Si le voy a decir por qué, le miento. J.A. Comerciante 27 años. Cuarto año de escuela primaria. —Yo soy apolítico. De lo que usted me pregunta no tengo ni idea. Leo como si se tratar de una historia inventada. —¿Nunca se detuvo a pensar en lo que podía haber detrás de esos hechos que la prensa relata? —Si tuviera problemas económicos, cree que entonces sí, le interesaría saber de qué se trata... —Ahí ya lo veo más fácil. —Resumiendo, de lo que usted dice y de lo que no dice podemos concluir que para usted se trataría de un grupo de carácter político, cuya finalidad sería modificar la situación de los que tienen problemas económicos. —Mire, no entrevere, yo soy apolítico y nada más. L.S. Ama de casa 34 años. Primaria completa. —Para mí... no sé... yo no los conozco, hacen cosas bien y cosas mal. Cuando quisieron devolver la plata de los empleados estuvieron bien. Para el pobre no están mal porque no le sacan nada. —¿Le gustaría que su hijo fuera tupamaro? —No, es muy sacrificado. D.O. Albañil 30 años. Primaria completa. —¿Trabaja aquí en Maldonado? —Ahora sí, pero yo trabajo donde hay trabajo. He estado en Buenos Aires. —¿Qué piensa de los tupamaros? —Lo que hacen, para mí, está muy bien hecho. A mí no me roban nada. —¿Alcanza con que a usted no le roben nada para que piense que lo que hacen está bien? —No, lo que quiero decir es que al pobre no le roban. Roban bancos y cosas así donde hay plata de más.
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—¿Y qué hacen con el dinero? —Compran armas. —¿Para qué compran armas? —Para echar abajo el gobierno. —¿Por qué quieren echarlo abajo? —Porque no están de acuerdo con las ideas del gobierno. Ellos tienen otras ideas. —¿Qué clase de ideas? —Comunistas, por lo menos, no son. —¿Qué le hace pensar que no son comunistas? —Porque el Partido Comunista tiene sus maneras que son completamente distintas. Además, dicen los diarios... aunque seguro, los diarios dicen a veces cualquier cosa... dicen que tenían un retrato de Perón en una casa donde los agarraron. —¿Y eso qué significa para usted? —Un comunista no va a tener un retrato de Perón. —¿Piensa que puede ser un movimiento de derecha? —No, eso no. Yo pienso que ellos tiran para el lado del Che y de Fidel. —¿El Che, Fidel y Perón le parece que pueden combinar? —Aquí no, pero en la Argentina hay muchos que los hacen combinar. —¿Será que los tupamaros también los hacen combinar? —No sé... yo más bien creo que sería algún loco suelto. —¿Piensa que es un movimiento grande? —En eso no me puedo pronunciar pero lo que estoy seguro es de que a los que prenden es a los chiquitos y que a los verdaderos cerebros no los descubre nadie. —¿Cuál de las acciones le impresionó mejor? —La de la Monty. Me gustó cuando pusieron los libros en la puerta de la casa del juez. Estuvo fabuloso. —¿Cuál le impresionó mal? —Lo que decían de robarle los hijos a Batlle. Aunque vaya usted a saber si la cosa no fue un invento de la policía. Reportajes realizados en la ciudad de Maldonado.
Z.B . Peinadora 19 años. Enseñanza primaria. —¿Para usted qué son los tupamaros? —A mí no me gustan. —¿Por qué no le gustan? —Porque son ladrones. —¿Para qué cree que quieren el dinero? —Para darse buena vida. B.Z. Maestra 43 años.
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—¿Qué son los tupamaros, según su criterio? —La única esperanza que hay en este país en este momento. —¿Así nomás, como lo dice lo escribo? —Así nomás. —¿A quién votó en las últimas elecciones? —A la 1001. —¿Considera que hay alguna contradicción entre el partido que votó y lo que me dice ahora? —Considero que no existe ninguna oposición flagrante. Llegado el momento marcharán juntos. —Me dijo que era maestra de secundaria, ¿qué año da? —Segundo año. —Hábleme de los niños respecto a este asunto. —A los niños todo lo que tenga el sabor de la aventura los fascina. Mandé hacer un deber que consistía en escribir palabras con la letra t, diecinueve niños escribieron la palabra tupamaro. A.B. Técnico electricista 25 años. Enseñanza primaria e industrial. —Para mí son una manga de delincuentes. —¿Por qué? —Hasta ahora lo único que hicieron son asaltos. Otra cosa efectiva no hicieron. Dicen que quieren hacer una revolución, pero no lo demuestran. Algo les falta. Cuando la policía los encuentra los agarra como pajaritos: esos no son revolucionarios. —¿Para usted ser revolucionario sería resistir violentamente a la policía? —Sí. —¿No piensa que esa resistencia aparejaría muertes sin ninguna utilidad para la revolución que según usted ellos persiguen? —Cuando uno quiere implantar ideas por la fuerza no puede detenerse en pequeneces. —¿Matar policías lo considera una pequenez... ? —Para un movimiento revolucionario es una pequenez. —Usted empezó diciéndome que eran delincuentes, sin embargo, cuando los critica los considera revolucionarios y basado en eso es que censura su conducta. —Sí... un revolucionario que no tiene conducta de revolucionario, ¿en qué cree que se transforma? —¿Usted piensa entonces que en el caso concreto de enfrentamientos con la policía su conducta debería ser la de morir matando? —Lógico. Este reportaje grabado junto a la puerta de una farmacia en el centro de Maldonado, atrajo a un amigo del electricista que se acercó, y luego de negarse a
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proporcionar sus datos se empeñó en explicar por qué esa teoría de matar policías no le gustaba. —La única actitud correcta es la pasiva. Creo que la violencia contra la policía, sólo se justificaría en el caso de que la acción de esta interrumpiera una operación política concreta programada. Pero cuando la policía lo único que hace es tratar de impedir la libertad de algún miembro, la resistencia violenta no se justifica. La muerte, en ese caso, no trae aparejado ningún bien de carácter revolucionario y por el contrario puede crear las condiciones para que la policía abandone su actual actitud y empiece a matar antes de preguntar. Incluso no hay que descartar la posibilidad de que la policía, con la excusa de la resistencia a entregarse, produzca una inútil mortandad en las filas revolucionarias. —Se ve que el problema lo tenía pensado. —Así es. —¿Por qué no me quiere dar sus datos? —¿Usted piensa que está hablando con un miembro del MLN? —Por supuesto que no. —Sé que si lo fuera no me lo diría. —Por supuesto que no. —¿Qué posibilidades de éxito le ve a este movimiento? —Todas. La historia está con él. —¿A pesar de algunos reveses sufridos últimamente? —Por cada uno que cae entran cinco. C.C. Estudiante de la Escuela Agraria 22 años. Cursó liceo hasta segundo año. —Constituyen una organización revolucionaria. —¿Qué pretenden? —Imponer por la fuerza un régimen más justo. —¿Qué acción de las realizadas le pareció más importante? —La de la Financiera Monty.(29) —¿Por qué? —Porque mostró cosas que la gente debe conocer. Es muy triste ver cómo al pueblo siempre se le engaña. —¿Qué crítica le haría? —No sé... ninguna. B.Z. Empleado 19 años. Estudiante de la Escuela Industrial. —¿Qué son para usted los tupamaros? —No me gusta la política, no comprendo lo que quieren y lo que no quieren. —Bueno... pero piensa que constituyen un grupo de carácter político.
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—Sí... pero no me interesa el problema. T.H. Empleado. 20 años. Secundaria hasta tercer año. —¿Qué son para usted los tupamaros? —¿Cómo? —Sí... ¿Son delincuentes, son revolucionarios? —Idealistas. —¿Cuál de las acciones le pareció más importante? —Para ellos la del Casino(30). —No entiendo bien. —Sí, fue la que les dio más fruto para los fines que pretenden. Lo de la Financiera Monty también fue importante porque descubrió a muchos que era necesario conocer. —¿Qué crítica les haría? —No conozco el fin concreto de cada acción, por lo cual no puedo opinar. En un café de los suburbios de Maldonado, interrogué a tres ancianos que, tomando sol, conversaban en la puerta. Dos de ellos, negándose a dar sus datos, se mostraron contrarios a los actos que los tupamaros realizaban y a las intenciones que parecía haber detrás de esos actos. El tercero, que dijo llamarse B.C., ser jubilado de la Caja Rural y tener 75 años, respondió: —Para mí, son igualitos a los primeros cristianos.
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Hemos dicho basta...
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Con la bala en la recámara
A las diez de la mañana, Antonio y yo subimos al ómnibus. Estaba casi vacío pero igual preferimos el asiento largo del fondo. Antonio había comprado un diario de la mañana, pero no lo abrió; miró los titulares de la primera página, lo dobló en cuatro, y se lo metió en el bolsillo. Ambos estábamos callados, dedicados, por transitoria vocación, al examen de todos y cada uno de los que subían. Un viejo con ropas de chacarero(3l) dos señoras gordas cargadas de paquetes, una madre y tres niños, liceales con libros bajo el brazo, escolares... Pasando Maroñas, subió una pareja joven que se sentó frente a nosotros. Yo los miré, como había mirado a cada uno de los que subían. Ella, pantalón de lana, lentes negros, pañuelo rojo de seda en la cabeza y una mochila escocesa de la que sobresalía un termo; él, pantalón gris y campera de gamuza, le había rodeado la espalda con el brazo derecho, mientras con el izquierdo sostenía unas cañas de pescar envueltas en un forro de brin azul. Miró hacia fuera. El día estaba radiante, resplandecía el verde del campo y el amarillo de las acacias cubiertas de flores tardías... Sentarse bajo un sauce, esperar sin apuro que piquen los peces... qué lejano estaba todo eso, como si perteneciera a otro mundo, a pesar del sol brillando ahí nomás, a pesar de la pareja con su termo y sus cañas. Me volví hacia Antonio para decirle algo sobre la extraña sensación de pertenecer a otro planeta. Pero Antonio tenía los ojos fijos en la funda azul que el muchacho había sujetado entre sus piernas. Yo seguí la dirección de su mirada. En la base de la bolsa, la culata de un arma larga moldeaba la forma sobre la tela. Volvimos a mirarnos y sonreímos. ¿Cuántos más de los nuestros había? ¿Cuántos más? Ese tipo de camisa a cuadros parado en el pasillo... ese flacucho de aire pensativo que se había sentado al lado de nosotros. .. Joven, pálido, bien trajeado, que miraba el reloj de tanto en tanto. Aquellas dos muchachas que parloteaban sin pausa en un asiento del frente... El ómnibus había aminorado su marcha al tiempo que se tiraba suavemente sobre la banquina derecha. Antonio y yo nos volvimos a un tiempo hacia la ventanilla. El cortejo fúnebre estaba ya allí y empezaba a pasarnos. Adelante, la carroza rebosando coronas; detrás, seis remises(32) negros en los que se distribuían escasos deudos. En el primero, una pareja silenciosa; él, vestido de azul oscuro, fumaba; ella había apoyado la cabeza en la
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mano derecha y se secaba los ojos con un pañuelo de tanto en tanto. Yo sentí que la risa empezaba a sacudirme y le apreté el brazo a Antonio. Con un gesto nervioso me señaló el testo del ómnibus. Un silencio respetuoso había invadido al pasaje. Los hombres se descubrían, alguna mujer se persignó. El joven de al lado, ajeno a todo, seguía mirando a lo lejos, sumido en quién sabe qué serios pensamientos. Por un segundo, sin embargo, nuestras miradas se cruzaron y yo tuve, súbita y violentamente, la seguridad de que era uno de los nuestros. Me di vuelta hacia la ventanilla y no volví a mirarlo. Días después, en los diarios, reconocí sus ojos tristes, su pelo oscuro y lacio, sus rasgos finos. Era Jorge Salerno(33), pocas horas más tarde, lo asesinarían durante la evacuación de Pando. —Bueno, cómo le voy a decir... era imposible desconfiar. La persona que vino a pedir el servicio tenía un aspecto tan... —¿Distinguido? —Eso mismo, distinguido. Parecía un joven de familia adinerada. —Por la ropa... —Por todo... la ropa, los modales... Me explicó que se trataba de un tío muerto en Buenos Aires, y a mí me pareció natural. —Era muy natural. ¿Por qué no iba a tener un tío que muriera en Buenos Aires? —Exactamente... cualquiera tiene, quiero decir... yo no tengo tíos, pero si tuviera... —¿Qué explicación dio de por qué querían traerlo? —Dijo que ahora que la sucesión había terminado, era el momento de cumplir la voluntad del muerto. —Sí, ¿pero por qué quería eso el muerto? —Parece que el hombre era de Soca(34) deseaba descansar en la tierra donde había pasado su infancia. —¿Así dijo el muchacho? —Como lo dijo. Entonces ellos, que eran los herederos, iban a dar cumplimiento a su voluntad. —Hablaron del tipo de servicio que querían... precios, todo eso... —Sí. La carroza la querían de buena clase pero sin ostentación. Yo enseguida les propuse la carroza americana. Me parecía ideal para el caso. Es aparente sin ser lujosa, y completamente cerrada como ellos querían. —¿A él también le pareció ideal? —Exactamente. —¿Se lo dijo? —Sí, dijo: «La carroza que tío hubiera contratado». —Después hablaron de los remises... —Sí, precisamente seis. Aunque las personas que iban a salir de aquí serían de doce a catorce, tenían necesidad de seis coches porque había que levantar otros parientes en Empalme Olmos.
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—Y a todo esto... ¿Le habían dado el nombre del muerto? —¡Cómo no! El nombre fue de lo mejor. Ni que lo hubieran elegido. —Bueno... en realidad lo habían... —Sí, sí, seguro... quiero decir... Estuvo bien elegido. —¿Era...? —¡Antúnez Bargueño...! ¿No le suena? —No. —Los Antúnez son dueños de medio Pando y medio Soca. —Ah... allí estuvieron finos, ¿eh? Era un buen nombre... ¿Y en cuánto le salía todo el asunto? —Veintiún mil pesos que pagaron como caballeros. —Como caballeros... —Sí. Le voy a ser sincero, yo no sé que pensará usted, pero nosotros no tenemos quejas. —¿En ningún momento desconfiaron entonces? —Sólo una cosa nos resultó un poco... extravagante... que la urna con los restos las trajeran ellos mismos. Siempre es la empresa que se encarga de hacer laf tramitaciones en la aduana, y todo eso... En este caso, ellos traerían la urna hasta < local. —¿De qué era la urna? —De plomo. —Y habrían puesto unos huesitos adentro... —¿Huesitos? Armas digo yo. ¿Pero a quién se le iba a ocurrir, si era gente i lo mejor? Se veía de lejos. Usted viera cómo lloraba la sobrina esa mañana, el 81 octubre, cuando salimos... Traía un ramo de flores y lloraba... lo mismo la otra Las dos lloraban. En fin... en estos casos es muy natural, la gente llora. —Por supuesto. De pronto me di cuenta de que había abandonado el análisis de nuestro prójimo cercano y estaba hundido en el tema que desde hacía varios días monopolizaba mis pensamientos. «¿En qué pensás?», me dijo Antonio. —¿En qué querés que piense? En lo mismo que vos. ¿Qué le dijiste a tu mujer para desaparecer hoy? —Le dije que tenía que tirarme hasta Aiguá por un asunto del viejo. —¿Y al viejo? —Al viejo le dije que cerrara el pico, que andaba en un lío de polleras. —¿Y a tu patrón? —Que estaba con un problema en una muela, que faltaría por la mañana. —¿Pensás estar de vuelta a las tres? —Si todo marcha como debe... ¿Por qué no?... a veces pienso que estar como vos clandestino es una solución.
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—Bueno... es un decir —le dije, y me quedé callado. Hacía siete meses que no veía a mi mujer; dos años que no acariciaba a mi hija. A menudo me llegaba la noticia de que "ellos" habían estado en casa, que lo habían revuelto todo, mientras preguntaban mil cosas. Y cien veces había imaginado la carita de María Esther, sus ojos negros y redondos, las trencitas como paréntesis colgándole a ambos lados de la cara... y sus "no" dichos en voz muy queda. «No, señor, no estuvo. No, señor, no lo vi; a mi papá nunca lo veo». Miré para afuera, el sol seguía resplandeciente, la pareja de enfrente se disponía a bajar. Casi mecánicamente pensé: «Kilómetro veintinueve; van a entrar a Pando por un camino oblicuo». Tanteé la pistola, hice un segundo nudo a los cordones de mis zapatos y comencé a repasar, tal vez por centésima vez, todos los detalles de la tarea que tenía por delante. Sentados bajo un árbol, al borde del camino vecinal que desemboca a la altura del kilómetro veintinueve de la ruta ocho, Diego, Gerardo e Ismael esperaban a los dos compañeros con los que debían reunirse alrededor de las doce. Como siempre, antes de una acción importante, Diego tarareaba interminablemente complicadas melodías que ninguno de nosotros conocía. «Pero che, dijo Ismael, ¿no sabes nada de Gardel?» Diego sonrió. Te prometo que para la próxima aprendo «El día que me quieras». Gerardo miró el reloj. Faltaban dos minutos para las doce. «¿Qué hora tenes?» dijo Diego controlando su reloj por cuarta vez esa mañana. «La hora en que Inés y Julio vayan llegando», dijo Gerardo al tiempo que se subía el cierre de la campera. Ismael registró el gesto y se puso de pie, tanteó por encima del saco la pistola y las dos granadas, sacó y volvió a guardar cuidadosamente el pañuelo blanco que durante la acción debería llevar atado en su brazo izquierdo y levantó ambas manos en señal de saludo. Ana y Julio se acercaban a paso lento por el camino. Ana con su bolsa escocesa, Julio con su funda de caña. «Bueno, andando», dijo Gerardo, y sintió que una violenta contracción le apretaba el estómago. Sin hablar emprendieron el camino. Adelante Diego y Gerardo, treinta metros atrás Ana y Julio, Ismael por el entremedio de ambos grupos deteniéndose a veces para imitar silbando el canto de algún pájaro. Ismael era el más nuevo de los cinco. Había llegado de Cerro Largo hacía seis meses en busca de trabajo. En esa época, toda su cultura política se reducía a una saludable desconfianza por la política y los políticos que conocía de su infancia. Era un buen comienzo. Hoy, a cuatro meses de haber entrado a la organización, era un cuadro de primera. Incansable para el trabajo, sereno en todas las oportunidades, y con una condición que si bien no figuraba en los manuales del buen guerrillero, todos los compañeros estimaban: alegría y buen humor. Eran las doce y quince cuando entraron en las primeras calles de Pando. Había que hacer tiempo durante más de media hora. Sin perderse de vista unos de otros, empezaron a caminar sin rumbo fijo. Gerardo comenzó a pensar —aunque sabía que el cálculo era descabellado— que de cada diez personas que pasaban, una era
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de la partida. Se lo dijo a Diego. Diego largó una carcajada. «¿Sabes cómo se llama eso? Delirio de grandeza. Pando tiene sesenta mil habitantes, nosotros vamos a ser en el momento en que estemos tomándolo, alrededor de cincuenta... Si haces un poco de arimética...» Gerardo insistió. Tal vez esa idea de «uno de cada diez» lo tranquilizaba. Por eso, y aun sabiendo que no tenía razón, insistía. «Pero yo te hablo de la calle, te hablo de la gente que está en este momento caminando por la calle». «Mira, dijo Diego, señalando una rubia gordita que con una valija en la mano parecía haber quedado deslumbrada por una vidriera de zapatos. Mira, qué date contento, ésa podría ser una de tus cada diez». «Es verdad podría», penso Gerardo y volvió a mirar la hora. Faltaban ocho minutos. «Vamos», dijo, y otra ve sintió la vieja conocida contracción que le apretaba el estómago. «Mierda, estoy seguro que si pudiera venir a las acciones con algo en la barriga no se me apretaria así el estómago cada vez que pienso», dijo. «Las balas y los churrascos con papas fritas nunca se llevaron bien, dijo Diego. Vientre evacuado, estómago vacío y una tarjeta clara con el grupo sanguíneo y el RH en el bolsillo es la consigna de todo guerrillero obediente que va a entrar en acción. No te quejes. Vamos». Antes de doblar la esquina Gerardo se volvió. La rubia de la valijita había abandonado su vidriera y con paso rápido parecía dirigirse hacia la avenida. —Precediendo el cortejo... —Seguramente. No me diga que nunca vio un entierro... —Sí, entierros vi. ¿Llevaban una marcha lenta, apropiada? —No. llevábamos una marcha de carretera, es decir unos cincuenta por hora. —Los deudos, como al principio, bastante acongojados... —Sí, sí, ellas llorando, ellos muy serios y con ropa apropiada, ropa oscura...! —La urna con los restos en la Catalina... —Sí, bueno... restos... —Es verdad... con las armas, dice usted. —Eso es... aunque para ser sincero yo las armas no las vi. —Sí, seguro... no tenía por qué verlas. —No, no, no... en ningún momento. —¿Ellos mismos ubicaron la urna en la carroza? —No... pero observaban atentamente mientras los empleados la acomodaban.! —Usted siempre igual... sin desconfiar... —Todo lo contrario, me impresionaban bien, me parecía que este hombre, el} muerto debía de haber sido persona de mucho respeto... persona muy querida, ¿me entiende? Por toda la actitud de la familia. Después lo confirmé. —¿Cómo lo confirmó? —Sí, uno de los sobrinos que viajó en la carroza conmigo y el chofer, nos ] contó que se trataba de un persona extraordinaria... muy dedicada a la caridad y cosas todas así... —¿Cuánto demoraron en llegar a Empalme Olmos?
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—Una hora y poco. Cuando llegamos ya estaban esperándonos en la carretera los otros familiares... seis o siete. —¿Traían flores? —Ahí ya no llevaban flores. Solamente que las hubieran metido en los bolsos... no había uno que no estuviera sin su bolso de mano. —Usted está pensando que en los bolsos llevaban armas. —¡Lógico! Armas y lo que precisaran... Volantes... —¿Volantes? —Muchos volantes... En Pando tiramos volantes que dio miedo... —¿Todos? ¿Ustedes también tiraron? —Nosotros estábamos esposados, se comprende... pero como anduvimos con ellos en tantas vueltas... al final uno ya ni sabe lo que dice. —Es natural, muy natural que se confunda. ¿Taparon Pando de volantes, entonces? —Para mí que sí. —¿Qué pasó después de Empalme Olmos? —Allí es que aparece el asunto del tío Pascual. Empiezan a decir que el tío Pascual está en el kilómetro cuarenta y hay que ir a levantarlo. —¿Y ustedes? —Nosotros, nada... acatamos. —¿Y cuándo llegaron al cuarenta? —Había una camioneta volkswagen, una kombi, esperando. Bajó el tipo y yo pensé: «Éste, tío no es». Me pareció muy joven para tío, ¿se da cuenta? -—Y no era, nomás. —Qué iba a ser... nos hicieron bajar a los seis choferes y a mí. —¿Encañonándolos? —A mano limpia, nomás. Nos cachearon por encimita, nos pusieron esas esposas que fabrican ellos, ¿las conoce? —Nunca las vi. —¡Qué raro! Siempre andan las fotos de ellas en los diarios. Son de alambre, tipo casero... Bueno, allí hablaron entre ellos, dijeron que en la carroza no podían meternos porque no cabíamos o algo así. La cosa es que nos metieron en la camioneta y después que estuvimos acomodados, dimos vueltas hacia Pando que había quedado diez kilómetros atrás. —¿Y los remises y el resto? —Parece que la carroza la llevaron primero al cementerio de Pando donde dejaron las flores, eso les oí decir. Mientras, a nosotros, en la kombi, dando vueltas porque era temprano y había que hacer tiempo. —¿Temprano para qué? —¡Para el asalto! —Ah... ¿Y cómo se ubicaron en la camioneta? —Adelante, el que manejaba y dos más. En la caja, los seis choferes, yo y tres de ellos.
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—¿Conversaban? —Naturalmente. —¿De qué conversaban? —De todo un poco. —¿De lo que ellos iban a hacer en Pando? —No... —¿De política? —Un poco... usted sabe que ellos siempre tienen la costumbre de explicar. —¿Explicar qué? —Pero ¿Usted es periodista y no lee los diarios? Ellos explican para que hacen eso y lo otro y cómo piensan mejorar las injusticias y cosas por el estilo! Siempre explican todo. —Es decir que no estaban nerviosos... porque si el rollo les daba para estar dando explicaciones... —¡Pero y seguro! —¿Y ustedes? —¿Si estábamos nerviosos? —Sí. —Usted se va a poner nervioso conversando con tres muchachos que podría ser hijos de uno... Nosotros, tranquilos. Quince minutos antes de la hora, Antonio, yo y los otros dos que componíamos el comando, estábamos ubicados en los alrededores de la estación de ómnibus a ochenta metros de nuestro objetivo y a la espera del momento convenido. Miré el reloj. Faltaban diez minutos para la una. Medio Pando estaría comiendo a esa hora. Con una rápida ojeada, volví a pasar lista de los compañeros. Junto a una columna Antonio, con el diario que había comprado antes de salir desplegado, fingía leer.. A varios metros de Antonio, casi sobre el cordón de la vereda, Guillermo le explicaba al Ñato, con un entusiasmo que conmovía las piedras, cómo Spencer(35) había errado un gol en el último partido. Me sonreí por dentro. Para cualquier observador desprevenido, el Ñato estaba hipnotizado por las explicaciones de Guillermo.! Yo sabía que no tenía ni idea de lo que le decía; que sus ojos y toda su atención! se concentraban en un punto que quedaba atrás de Guillermo, ochenta metros atrás. Saqué tabaco, armé un cigarrillo y empecé a fumar lentamente. Me sentía! tranquilo. Durante tres días, habíamos vigilado los movimientos del cuartel del bomberos que teníamos como objetivo y los cuatro estábamos de acuerdo en que, si la toma de la comisaría que era previa en uno o dos minutos a la del cuartelillo! no se complicaba, la tarea con los bomberos iba a ser fácil. Volví a mirar el reloj faltaban seis minutos. Dos remises, negros e imponentes, con sus cortinillas de terciopelo semirrecogidas, daban vuelta a la esquina y lentamente se desplazaban hacia la zona de los bancos. Segundos más tarde, pasó el tercero. Poco después
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un cuarto rodeaba velozmente la plaza. En la esquina de la comisaría, el "llorón" estaba ya en su puesto. Reflaco, alto, grave, enfundado en el uniforme funebrero, era un llorón ejemplar. Nadie podía pensar que había hecho otra cosa en esta vida que custodiar velorios. Imaginé la pistola descansando sobre su costado derecho, luego, como cuando era niño y me inventaba historias complacientes, imaginé que levantaba ambos brazos y le gritaba: «¡Pando es nuestra, compañero!». Un quinto remise se acercó y siguió de largo. Conocía al que iba al volante. Bajé la cabeza, aspiré una larga bocanada y volví a mirar la hora. Dentro de treinta segundos, el comando encargado de la comisaría debía entrar en acción. Una en punto. Vimos a los tres compañeros trasponer la puerta de la comisaría y nos dispusimos muy lentamente a cruzar. Eran la una aproximadamente cuando se hicieron presentes en la comisaría un hombre y una mujer preguntando por el comisario. Dije que no estaba y me dirigí al fondo a hacer averiguaciones. Cuando regresaba me encontré con que me encañonaban con sendas armas pidiéndome que levantara las manos. Yo me reí porque pensaba que era una broma. Pero vi que había varios uniformados de la Fuerza Aérea, uno con metralleta, y oí que uno de ellos decía: ¡Arriba las manos, ya están copados! Me hicieron pasar al patio del fondo donde encontré más funcionarios en la misma situación. A uno de los sargentos le habían sacado los lentes; éste dijo que no veía nada, a lo que respondieron que allí no estaba para ver, que cuanto menos viera mejor, pero le devolvieron los lentes poniéndoselos en el bolsillo. Desde el patio donde estaba, vi que el sargento Olivera salía con su revólver dispuesto a enfrentarlos. Tres personas le hicieron disparos. Metido en una pieza quiso resistirse, pero lo amenazaron con desalojarlo con granadas. Olivera se entregó, estaba herido en un brazo. Nos inmovilizaron las manos con alambre de cobre y todos, unos diez, fuimos introducidos en el carcelaje donde nos colocaron de cara a la pared. El que comandaba dijo: Traigan el paquete con cuidado. Como que se tratara de una bomba, lo colocaron en medio de la celda. Pero lo retiraron enseguida y pusieron a una mujer a cuidarnos, diciéndole que al menor movimiento tirara. Ella contestó que no había problema. En ese momento, trajeron al calabozo al comisario Cabrera acompañado del subcomisario don Floro Caraballo. Como al resto los pusieron con las manos atadas de cara a la pared. El que traía al comisario le dijo apuntándole al cuello: «¿Te acordás cuando hiciste el procedimiento en mi casa?» Alguien le aclaró que este no era Cabrera y que lo confundían con el comisario anterior, a lo que el otro retiró el arma y le dijo: Quédate quieto, gordo, no hagas ningún problema que no te va a pasar nada. La muchacha permaneció unos instantes custodiándonos y luego de cerrar la puerta por fuera pero sin candado, se retiró diciendo que por diez minutos no debíamos movemos que arriba permanecería un guardia. Todo quedó en silencio. Cuando pudimos salir con la ayuda de unos vecinos, quisimos ir en persecución de los malhechores pero nos dimos cuenta que estábamos sin armas y tuvimos que empezar por pedir al vecindario. Nos corrimos hasta el República(36), pero ellos ya se habían retirado. Por distintos lados se escuchaban ráfagas de tiros. Hecho el inventario de
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cosas desaparecidas, pudimos comprobar que faltaban una docena de armas, cuatro sables, dos bastones policiales, cinco gorras, tres casaquillas, tres sacones y cuatro pistolas. Vimos entrar a los compañeros en la comisaría y muy lentamente nos dispusimos a cruzar. Ochenta metros nos separaban de nuestro objetivo. Demoraríamos un minuto en transitarlos. Si todo salía bien, ese minuto bastaría para que la comisaría quedara casi ocupada. La parada del ómnibus rebosaba de gente. Más o menos juntos avanzamos. Habíamos hecho unos treinta metros cuando oímos el sonar de varios disparos.! Por una décima de segundo nos detuvimos y nos miramos. Algo no marchaba en la comisaría. Los vidrios de una ventana cayeron en añicos sobre la calle. El bombero que hacía guardia en la puerta del cuartel, levantó la cabeza sorprendido y amago entrar a investigar, pero se detuvo. Echó otra mirada a la ventana y con un gesto de «no tiene importancia» volvió a su puesto. Sin detenerme, dirigí una rápida mirada hacia la estación de ómnibus, pero no pude comprobar si los disparos habían sido escuchados. Llegamos a la puerta del cuartel, rápidamente redujimos al guardia y le empujamos hacia dentro. Ya todos teníamos las armas en la mano y en el brazo el pañuelo que evitaría confusiones. Antonio quedó vigilando la puerta, los otros rápidamente nos corrimos hacia el fondo. Atravesamos el patio desierto y entramos en los dormitorios. Cinco o seis hombres se disponían a dormir la siesta. Cuando nos vieron entrar armados quedaron como paralizados, más que por el temor creo que por la sorpresa. Sin perder un minuto los cacheamos y empujamos hacia el patio obligándolos a ponerse de cara a la pared. Oí que Guillermo les decía: «Somos tupamaros, estamos tomando Pando, no les va a pasar nada. Simplemente los detendremos por un rato». Mientras, yo me había corrido hacia el baño. Un gigantón orinaba de espaldas a la puerta. «Arriba las manos», le grité. El tipo largó una risita y siguio en lo suyo. Yo repetí la orden al tiempo que le encajaba el cañón en las costillas.! Recién allí empezó a entender y sin volverse, lentamente, alzó los brazos. Lo hice! pasar al patio y como al resto, colocarse de cara a la pared. La situación estaba dominada. Pero el problema parecía ser de nuevo la comisaría, donde volvían a escucharse disparos. Algo no andaba bien. Rápidamente convinimos en que dosis debíamos corrernos a prestar apoyo. Pero por el patio del fondo, que comunicaba] cuartel y comisaría, asomó un compañero: «Tranquilos, dijo, todo arreglado». Allí estaba todo arreglado, tranquilo y arreglado. El problema pasaba a serlo ahora la calle, donde la gente, alertada por los disparos, alarmada, había acudido en busca de cuanto policía suelto andaba en las proximidades. Guillermo y yo, que un minuto antes nos disponíamos a pasar a la comisaría,! nos largamos entonces hacia la puerta. Dos policías con las armas en la mano se acercaban corriendo por el medio de la calle. Avanzamos hacia el cordón de la; vereda parapentándonos detrás de una columna. Los milicos se detuvieron y nos! hicieron señas de que nos acercáramos. Nosotros, a nuestra vez, los invitamos a que se acercaran ellos. Si no hubiera sido porque las manos con que hacíamos los gestos
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empuñaban sendas pistolas, todo podría haber parecido un juego. Pero ellos y nosotros sabíamos que no jugábamos. Aparentaban, en cambio, no saberlo, la gente de la calle que, al costado, atrás, adelante y por todas partes nos rodeaba. Gente, gente y gente... curiosa, desaprensiva, inocente de la muerte que podía desatarse en un instante. Una voz destemplada atravesó el espeso silencio que de pronto parecía haber caído sobre el grupo: «¡Son los tupamaros, son los tupamaros! ¡Están tomando, Pando!». Vi el desconcierto en los rostros de los policías, su lento recular, su desaparecer tras las puertas de un negocio. Este no era, sin embargo, el final del problema. Grupos cada vez más compactos de gente ansiosa por no perderse nada se amontonaba en las veredas, en las calzadas, en los balcones. A lo lejos se escuchaba el sonar de disparos. En breves minutos las acciones habrían terminado y empezaba la más difícil de todas las tareas: la retirada. Necesitábamos las calles libres, no llenas de espectadores curiosos que embrollarían nuestra salida. Les gritamos que se alejaran, pero retrocedían dos pasos y ahí quedaban. Los amenazamos con violencia, las armas en la mano, las caras, ya tal vez desencajadas, pero daban unos rodeos y volvían a acercarse. Luego supimos que así había sido en todo Pando. La gente, con cordialidad o con fastidio, con impaciencia o con simpatía, había andado siempre por el medio, indiferente a las armas que los compañeros empuñaban. Metiéndose entre ellos, queriendo ver, protestando, o aprobando, preguntando... A veces colaborando... Sería la una y cinco cuando entró una pareja y dijo que quería una llamada. Les indiqué la cabina. Enseguida entraron varios hombres que eran de Inteligencia y Enlace y mostraron una tarjeta que yo no miré porque estaba sin lentes y sin lentes no veo. El que parecía más importante, ordenó a todas las empleadas pasar a una pieza del fondo mientras ellos procederían a la búsqueda de una bomba que, según-denuncia, estaría en la sala de máquinas. Cuando sólo quedaba yo para pasar, entró corriendo un policía que gritaba pidiendo un teléfono, pues decía estar la comisaría atacada por tupamaros. El que parecía ser el jefe le dijo que ellos también eran tupamaros, que entregara el arma, a lo que el policía obedeció. Todos pasamos a la habitación del fondo y nos colocamos de cara a la pared salvo una funcionaría que por estar embarazada fue autorizada a sentarse. Una vez encerrados, uno de ellos dijo que pertenecía al MLN, que conserváramos la calma, que nada nos pasaría. Varias empleadas se pusieron muy nerviosas y empezaron a gritar. La mujer que había entrado al comienzo pidiendo para hablar, vestida con chaqueta de piel, abrió un bolso, sacó una ametralladora y dijo que si no hacíamos un poco de silencio iba a tener que usar otro procedimiento. Después de cinco o seis minutos anunciaron que ellos se retirarían pero que nosotros estábamos prohibidos de salir hasta diez minutos después. Nuestra puerta no había sido trancada, sólo las que dan a la sala de máquinas y a la de operaciones. Cuando pasó el tiempo indicado, salimos para avisar a la comisaría y nos enteramos que toda Pando había sido tomada.
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A la una menos diez ya estábamos todos en la plaza de Pando, pronto para el asalto. Ana y Julio sentados en un banco: una pareja feliz de vacaciones. Ismael y Diego dando vueltas mientras conversaban. Gerardo, con falso aire distraído, mirando la copa de los árboles al tiempo que tanteaba por décima vez esa mañana su pistola, ya sin seguro y con una bala en la recámara. Como era habitual en él, ahora podía pensar en la acción inmediata sin que el estómago acusara el golpe. Igual que siempre, en esos minutos previos, sentía un poco de hambre y la total, indestructible seguridad de que todo saldría bien. Sacó una pastilla de menta del bolsillo y empezó a masticarla. Comer una pastilla antes de una operación no era violar los reglamentos, pensó y sonrió por lo idiota de la idea. No sabía por qué siempre en esos momentos se le ocurrían ideas idiotas. Echó una rápida ojeada sobre el costado izquierdo de la plaza y comprobó que el remise negro seguía allí. Adentro, los cuatro compañeros que completaban el comando, con aire grave, de cortejo fúnebre. A la una y unos segundos, atravesaría la avenida flameando en una moto el pañuelo blanco que debía indicar el instante violento, desde la izquierda, un motor y agitándose en el aire pasó como una ráfaga el esperado pañuelo. Los que estaban en la plaza se pusieron de pie y empezaron a caminar hacia el Banco de Pando. El remise negro encendió el motor y esperó unos instantes. Todos debían entrar el banco al mismo tiempo. Mientras Ana, Julio y los otros caminaban por la acera, les pasó el remise a marcha lenta. Por la puerta que daba a la calle A entrarían los que iban en el remise. Por la que, haciendo ángulo con esta, daba a la calle B, los que se acercaban a pie. El remise se detuvo frente al banco. Cuatro hombres bajaron y comenzaron a cruzar la calle. Un tipo que pasaba los vio e intuyó que algo raro ocurría. Tal vez la metralleta que Gabriel sostenía debajo del sobretodo los delataba; tal vez eran simplemente las expresiones de los rostros. El hombre supo que no se trataba de clientes inocentes e intentó volverse, cruzar, seguramente dar alarma. Rápidamente fue rodeado y obligado a entrar al banco. Una pistola que nadie veía, pero que él sentía clavada en sus costillas lo inmovilizó por unos segundos. Mientras, Gabriel se adelantó, de un salto, subió al mostrador con la metralleta en la mano y anunció que eran integrantes del MLN, que estaban haciendo una expropiación. «Manténgase tranquilos y de cara a la pared», dijo. Luego, cada uno se encaminó a su tarea. Diego e Ismael hacia el tesoro, precedidos del gerente. El tesoro estaba abierto. No precisaba siquiera de un «Sésamo ábrete»; ofrecía dadivoso sus ocho millones. Sólo había que meterlos en las bolsas. En un minuto y medio estuvieron trasvasados. Mientras, empezaron a entrar clientes que, a instancias de Gerardo, levantaban las manos y se ponían contra la pared. Una mujer llegó corriendo, se detuvo en la puerta y gritó: «Están asaltando el República!» Ahí vio a Julio que a medio metro suyo le apuntaba con un arma. «¿Cómo, acá también?», dijo riendo. Julio también se rió mientras hacía un gesto afirmativo con la cabeza. Ana empezó a repartir volantes. Alguno, a pesar de las manos en alto, se las ingenió para leer. Ana, tal vez alentada por el gesto comenzó a explicar el por qué de lo que hacían y qué pretendían a corto o largo plazo.
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El aire tranquilo de absurda normalidad que sobrevolaba las armas, los volantes, las bolsas con los millones, estalló de pronto bajo el golpe de una sirena. Por unos segundos, todo se paralizó. Ana dejó de hablar. Ismael levantó la bolsa y la abrazó como si se tratara de un niño. Diego se detuvo, la bolsa colgando, una expresión de fastidio en la mirada. Gerardo y Julio alzaron un poco más las armas mientras barrían el entorno con una mirada dura. «Calma, dijo Gabriel, al tiempo que bajaba del mostrador, no pasa nada; es la alarma del República». El engranaje se puso de nuevo en marcha. Ana siguió hablando mientras retrocedía hacia la puerta y arrojaba los últimos volantes. Diego reinició su marcha. Más tarde le explicaría a Ismael que la sirena no lo había atemorizado, que sentía un disgusto irracional por los ruidos estridentes, que lo paralizaban como si de golpe se diera de narices contra un muro. Todos se prepararon para salir. En la puerta, del lado de afuera, Jorge dialogaba con una viejita de sombrero encasquetado y gran bufanda gris. Ella tenía un papel en la mano y lo agitaba bajo la nariz de Jorge; Jorge una Colt que exhibía sin recatos ni recelos. «Pero yo tengo que cobrar mi pensión, salió en el diario que hoy nos tocaba». «Sí, señora, le gritaba Jorge al oído, pero hoy no puede ser, el banco fue tomado por los tupamaros. Entre que este lugar es peligroso». «¿Usted cree que mañana me pagarán?», volvió a decirle a gritos. Pero ella no se movía. «¿Mañana me pagarán los tupamaros?» Jorge la tomó de ambos hombros y la empujó hacia adentro. Ella dijo todavía: «Yo no sé por qué me hace entrar si hoy no me van a pagar». Ismael, doblado de risa, había apoyado la bolsa en el suelo. «Bueno, vamos», dijo Gerardo, haciendo un gesto con la pistola. Jorge, de un manotazo los detuvo. Detrás del remise se había parapetado un policía y apuntaba hacia la puerta del banco, guardando la salida. Julio, que era el mejor ubicado, empezó a tirar. Los disparos hicieron blanco en el auto, pero no tocaron al milico que siguió firme en su puesto. «Mierda, dijo Gerardo, son la una y diez, ya están todos esperándonos». Diego, la cara crispada, los ojos como ascuas, le arrancó a Gabriel la metralleta de la mano y apuntó. Ismael y Ana lo atajaron a un tiempo. «Cálmate, dijo Ana, no te olvides que la trajimos para asustar, no para usar». «En situaciones extremas hay que usarla, ¿no?», dijo Diego con una voz baja y ronca que Ana ya le conocía. «La situación no es extrema todavía», dijo Gabriel al tiempo que se pegaba a la pared; una bala le había rozado el sobretodo. Gabriel sacó su pistola del bolsillo y también empezó a tirar. Cuatro minutos duró el intercambio de disparos que acabó con el policía herido en el suelo. Todos se precipitaron hacia el auto agujereado como un colador. El policía, tirado sobre la acera, los vio venir. «No me maten, dijo, no me maten». «¿Y para qué te vamos a matar, imbécil, hijo de mil putas?», dijo Gerardo, empujándolo con violencia. Julio se sentó al volante. Ocho rostros contraídos por la ansiedad clavaron sus miradas en la mano que metía la llave del contacto y apretaba el botón del arranque. Un leve temblor agitó al viejo remise y el ronco, conocido,
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querido rumor, emergió del motor. Un grito unánime le dio la bienvenida. Ana tiró por la ventanilla abierta los últimos volantes que por unos segundos flotaron alrededor del auto. Partieron. El policía se levantó arrastrando una pierna, cruzó la calle, volvió a cargar el arma y tiró. Varias veces tiró hasta que le dio a las ruedas. Con dos gomas ponchadas, haciendo eses, llegaron al camino del cementerio. Cuando los demás los vieron venir, pusieron sus autos en marcha. Los que llegaban tuvieron que disparar al aire para que se detuvieran. Abandonaron el auto inútil y se distribuyeron en los restantes como podían. Gerardo, uno de los pocos de ese comando que luego se salvara de la muerte o de la cárcel, explicaría días después a un compañero: «Allí perdimos nuestra unidad como grupo. Nos distribuimos en autos distintos, no conocíamos a nadie. No sabíamos quiénes eran oficiales y quiénes soldados. Nadie sabía a quién tenía que obedecer. Este problemas nos dañó luego, cuando caímos en la red de Toledo Chico». Eran las trece horas. Entraron al banco unas siete u ocho personas armadas. Una se trepó al mostrador. Dijeron que eran tupamaros, que quedáramos tranquilos porque eran laborantes como nosotros. En unos minutos sacaron toda la plata de la caja. Llamaron al gerente y al jefe por sus nombres. Al gerente le pidieron las llaves del coche y el arma que portaba. Luego nos mandaron con las manos en alto, al fondo, donde hay una especie de depósito con salida al exterior sin llave. Cuando se iban nos anunciaron que habían tomado la comisaría y el Banco República. El asalto duró tres minutos. —¿Así que los seis choferes y usted...? ¿Usted qué cargo tenía? —Yo era el encargado del cortejo fúnebre. No sé si usted sabe... pero nuestra empresa siempre manda un encargado general. —No sabía... Entonces metieron a los siete en la kombi... —Sí, y empezamos a dar vueltas porque era temprano para el asalto. —¿Cuál de los asaltos? —A nosotros nos tocaba el Banco República. —Pero del asalto no vieron nada... —¿Y qué quiere que viéramos? No nos dejaron ver nada. Antes de bajar nos recomendaron que quedáramos quietos. —¿Quién les recomendó? —Uno de ellos, uno que llamaban Pedro... por la voz, muy jovencito. —¿Por qué por la voz? ¿Ustedes no los veían? —Nosotros teníamos que mirar para abajo, para no verles las caras. —¿Y cómo corrió el asalto? —El asalto corrió fantástico... En unos minutos hicieron cuarenta millones. Hubo un solo problema con una muchacha... Se le escapó un tiro e hirió a un compañero en el vientre... Tuvieron que llevarlo a un hospital... De apuro... a operarlo.
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—¿Un hospital de allí, de Pando? —¡No! ¡Qué de Pando! Un hospital de esos que ellos tienen escondidos por ahí... vaya a saber dónde... —Salvo esa dificultad... todo bien... —Sí, muy bien; parece que adentro del banco uno se subió al mostrador y dijo un discurso. —Eso ustedes lo supieron después, por los diarios... —No... nos enteramos cuando los muchachos que habían venido con nosotros volvieron a subir... porque le tomaban el pelo al del discurso... le decían que podía dedicarse a diputado y que si los bancarios no hubieran tenido que estar con los brazos en algo era seguro que lo habrían aplaudido. —¿Y él, qué decía? —Nada, se reía. —Estaban muy tranquilos entonces... —Como usted y como yo. —¿Al herido lo llevaron ustedes? —No... ¡Con nosotros fueron los millones! Nos tiraban las bolsas encima... Cuarenta millones... ¡Imagínese! Al herido debe haberlo llevado el otro auto. —¿Cuál otro? —Al asalto fueron dos autos. La kombi con nosotros y algunos de ellos, y un remise que no sé cuántos cargaría. —¿Dónde estaban ustedes cuando se empezó a oír la alarma del República? —Casi en la puerta del banco... Saliendo en ese momento. -¿Y? —Se armó un escándalo de todos los demonios, se oían bocinas, tiros. —¿Y ellos? —Como si nada. Nosotros, los de la funeraria, nos pusimos un poco nerviosos... ellos nada. Tiraban volantes, y tocaban bocina a lo loco, porque la gente andaba por el medio de la calle y no los dejaba pasar. Era como un corso. Gritaban: «¡Viva la revolución!». Uno de los choferes que pudo mirar para afuera dice que había muchachos con brazaletes blancos dirigiendo el tránsito. —¿Tupamaros ? —Y qué quiere que fueran, ¿boy-scouts? Todos los que andaban con brazalete blanco ese día en Pando, eran tupamaros. —Ustedes hicieron la vuelta a Montevideo con ellos? —No, poco después de salir del cementerio, como los autos iban muy pesados tuvieron que bajarnos. —¿Con las esposas puestas? —Primero nos sacaron las esposas, nos agradecieron... —¿Qué les agradecieron? —No sé... dijeron «Muchas gracias por todo».
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La caravana se puso en marcha. Un viento de alegría los envolvía, avasallante, indominable. Despeinados, los rostros enrojecidos y brillantes como si acabaran de intervenir en una competencia deportiva, riendo y hablando todos a un tiempo, amontonados en los remises fúnebres, conformaban un cuadro insólito, inubicable en ninguna categoría conocida. Contando anécdotas absurdas o divertidas, como embriagados, transitaron los primeros kilómetros. Sólo los jefes del grupo parecían escapar a la locura general. Era fácil ubicarlos. Todos, los ocho, estaban silenciosos, concentrados, atentos, ajenos a esa borrachera de victoria que envolvía al resto. Gerardo, callado, sentado junto al chofer en uno de los remises, trataba de dominar su estómago que, ahora sí, se contraía sin pausas. Había hincado las uñas en las palmas de las manos, y con el pie derecho, tenso, aceleraba en el vacío. Toda su atención se concentraba en el cuentakilómetros que no pasaba, no podía, sin grave riesgo, pasar de sesenta. Tenía el presentimiento de que algo no marcharía. Se volvió hacia el compañero que estaba a su derecha, un joven muy rubio y casi imberbe que charlaba, cantaba y se reía desde que habían partido y le dijo: «¿Sabes? Tengo la sensación de que la policía ya nos anda rondando». El otro dejó de hablar y de reírse, y lo miró como si estuviera loco. Luego, frunciendo el ceño, echó hacia fuera una mirada recelosa. Un patrullero venía por el camino a marcha lenta. Los policías se tocaron la gorra con un dedo en señal de respeto. Gerardo se aflojó. Había estado idiota comunicando su intuición infeliz y por el momento inútil a alguien que hasta hacía dos segundos estaba tan eufórico. «Seguramente me equivoco», añadió sonriendo y con el ánimo evidente de tranquilizarlo, mientras pensaba: «Es todavía muy tiernito, no debe hacer ni un año que milita». El rubio no sonrió. Sacó de su manga el pañuelo blanco, lo dobló cuidadosamente, lo puso en el bolsillo de atrás y con expresión grave volvió a mirar a Gerardo. Gerardo supo lo que esa mirada quería decirle y se apresuró a excusarse. «Disculpa», le dijo, «Hace cuatro años que estoy en la organización», volvió a decir Gerardo. «Parece que tuvieras veinte años». «Tengo veinticuatro». Eusebio, en la kombi, también estaba callado y serio. Un patrullero, el tercero en dos kilómetros, acababa de pasarlos. Los dos últimos a gran velocidad y en sentido contrario al que llevaban ellos. «Ya hace un rato que saben, pero creen que todavía andamos en los alrededores de Pando», pensó. En ese momento Antonio se dio vuelta y le señaló el patrullero que acababa de pasar. «¿Qué pensás?», dijo Eusebio. «Que ya saben, pero que están bastante confundidos. Creen que todavía andamos por Pando». «Si», dijo Eusebio. «Seis minutos es lo que precisamos, decía Diego en otro de los remises, seis. Pensemos que la policía hace veinte minutos que se enteró. Todavía deben estar dando órdenes y tomando decisiones. Cuando todo esté en marcha a nosotros ya no nos encuentra nadie».
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Se equivocaba, dos minutos más tarde, poco antes de Cassarino, cerca del límite de Montevideo, los milicos de un patrullero los vieron venir y se parapetaron detrás del auto como para tirarles. No se animaron, sin embargo. Aquel cortejo fúnebre, guiado por choferes uniformados y los policías sentados en algunos de los remises, los desorientó. A partir de allí, un pesado, profundo silencio, cayó sobre la caravana. Ahora, tenía la certeza. La policía estaba alertada y ya moviéndose. Evitar un encuentro podía depender de minutos. Rápidamente entraron a Montevideo. En Camino del Andaluz y Camino de las Castañas, en una zona solitaria, todavía suburbana pero muy próxima a vías transitadas, la caravana se dividió en tres grupos que tomaron direcciones diferentes. Cerca de allí, en puntos distintos, dos de los grupos pasaron sus armas y militantes clandestinos a autos legales. Los no clandestinos, salieron caminando, separados, en busca de ómnibus o taxis. Antonio recorrió quinientos metros, llegó a una avenida, tomó un ómnibus, se sentó, abrió el diario que había comprado esa mañana y empezó, esta vez de verdad, a leerlo. A las tres menos veinte bajaba frente a su empleo. Compró un sandwich en la esquina, lo comió de apuro, y entró. El patrón le preguntó por la muela. «Ahora bien, gracias», dijo Antonio, pasándose la mano izquierda por la cara al tiempo que firmaba el libro de entrada. Antes de las tres, esperaba una llamada de Pedro confirmando que todo había marchado. A las tres menos diez sonó el teléfono. «¿Antonio?» «Sí» «Todo bien, faltan todavía, tres cajas de libros, que ya deben estar llegando. Apenas estén aquí le aviso». «Está bien, gracias». Se sentó, tomó la máquina de sumar y se dispuso a trabajar. Media hora más tarde un compañero de oficina entró corriendo de la calle. «¿Viste el lío de los tupamaros?» «No», dijo Antonio con cara inocente. Y esperó con el corazón gozoso que el otro le contara algo de Pando. El otro dijo: «Están tiroteándose con la policía en Toledo Chico»(37). Días más tarde, Gerardo, uno de los pocos que escapó del cerco de Toledo, informaba a un grupo de compañeros. íbamos por el camino previsto dos remises y la kombi. Nosotros sin armas ni clandestinos que habíamos pasado ya al correspondiente auto legal. Estábamos muy cerca del punto donde abandonaríamos nuestros vehículos y nos largaríamos a pie, separados, desarmados, en busca de alguna locomoción corriente. Adelante iba el otro remise, el que manejaba Roberto, todavía cargado; debía encontrarse con su legal, ahí nomás, a menos de un kilómetro. Atrás teníamos la kombi, que acababa de pasar su carga —dinero y armas— al camioncito de Tito, que seguía detrás nuestro esperando la trasversal que le permitiría entrar a la ciudad por una cadena de caminos casi vecinales. Faltaban dos kilómetros, en tiempo, dos minutos para que abandonáramos esos malditos suburbios solitarios de chacras y baldíos y entráramos a la zona donde nos perderíamos definitivamente, cuando, después de una curva violenta que no nos permitía ver qué había del otro lado, se
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produjo el encuentro. Primero un patrullero y enseguida un segundo se atravesaron en la carretera. Nos dimos cuenta que presentar batalla era inútil. Sólo seis de nosotros tenían armas y lo que se nos veía encima ya mostraba los signos de lo indete-nible. Quisimos dar vuelta los autos, y disparar hacia atrás pero el camino, muy angosto, y con banquina a ambos lados, hizo imposible toda operación. Sólo el camioncito que venía al final de la caravana pudo realizar la maniobra. Levantando y dando vuelta a pulso se perdió en caminos rurales no alcanzados por el cerco. Nosotros decidimos bajar de los vehículos y dispersarnos. Tratar de perdernos entre las chacras. Pocos nos conocíamos. Casi nadie sabía quién era nadie. Las cosas las resolvíamos desordenadamente. Los comandos dispersados después de los autos rotos en Pando nos debilitaban como grupo. No sabíamos qué posibilidades tenía cada uno, quién era oficial y quién soldado. A quién había qué obedecer. Abandonamos los autos y nos largamos como pudimos, de a dos, de a tres, hacia ese campo llano sin accidentes geográficos protectores, apenas interrumpidos por alguna chacra. Chanchas(38), camiones del ejército, patrulleros y dos helicópteros que volaban casi rozándonos la cabeza, llenaron de bocinas, tiros, y órdenes aulladas a través de altoparlantes, el trapecio de treinta o cuarenta hectáreas en que nos habían encerrado. Todos tuvimos, sin decírnoslo, la certeza de que nos masacraban. Odié al sol que hacía de la trampa en que estábamos un escenario resplandeciente donde no se movía una hoja sin que fuera detectada. Desde el aire llegaban voces ululantes señalando movimientos, ordenando maniobras. Detrás de las ventanas de las casas encerradas en el cerco se veían rostros demudados, ojos agrandados por el asombro y el pavor. La policía como una bestia enceguecida no distinguía nada. Todo ser humano que caminaba dentro del trapecio cercado era metido a palos, patadas y trompazos en los carros celulares. La persecución tuvo un único signo: la histeria. Si es que no hubiera muchos otros testimonios, los tres compañeros muertos serían la prueba definitiva. Aprehendidos, sin armas, mataron cuando se entregaban, los balearon ya muertos indefinidamente. A alguno después de perforarlo treinta veces, le destruyeron el cráneo a culatazos. Dice la mitología popular que Sendic fue vestido de chacarero y ocultado por una familia de la zona. Sendic, vestido como siempre, manejaba el camioncito que, dando vuelta a pulso, escapó como una anguila por entre los agujeros de las redes.
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El salto cualitativo
C.C., arrestado durante la retirada de Pando y preso en este momento en el penal de Punta Carretas es, no obstante sus veinticinco años, uno de los veteranos del MLN. Como es habitual entre los militantes de esta organización se negó a que su nombre apareciera en esta nota. El argumento fue el de siempre: "Nada de vacas sagradas". —¿Qué objeto tuvo la "Operación Pando"? —Realizar una acción en el marco de un plan estratégico con miras a un salto de carácter cualitativo. —Pensando que la ciudad de Pando sería tomada y de inmediato abandonada, me pregunto si lo que buscaban era hacer una especie de experimento... y tal vez una demostración de fuerzas. —Sí, ambas cosas. —¿La demostración de fuerzas era para ustedes mismos o para el enemigo? —Para el pueblo, para el enemigo y para nosotros... Perseguíamos también objetivos de menor envergadura, tales como pertrechamiento, finanzas y propaganda. —Y un homenaje al Che... —Sí, por esa vía, la del homenaje, se procuraba que la repercusión continental que la acción naturalmente ya tendría, cobrara un contenido explícito para Latinoamérica. —Usted dice que la acción estaba inmersa en el marco de un salto cualitativo. ¿Todo el peso de ese salto recaía en ella únicamente? —No, el salto se daría a través de acciones grandes y pequeñas que conformaban un plan general. El "Operativo Pando" era sólo una parte de ese plan general. —¿Un plan general, resuelto cuándo? —Fines del sesenta y ocho... principios del sesenta y nueve. —¿Él ya preveía todas las acciones que se llevaron a cabo hasta hoy? ¿De modo concreto? —En la guerrilla urbana es imposible construir planes tácticos de tipo militar de mediano o largo plazo. Es una forma de guerra muy flexible. —Lo que ese plan preveía era, entonces, únicamente un cambio cualitativo...
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¿Cuáles fueron las razones que en ese momento fundamentaron la búsqueda de un cambio de ese tipo? —Modificaciones en el contexto interno del movimiento, del país, y de la represión, o sea, del enemigo. —Pando, era sólo un tramo de ese plan general... —Eso es muy fácil verlo. En el sesenta y ocho, el MLN realizó cuatro o cinco acciones de trascendencia pública: el secuestro de Pereyra Reverbel, el asalto a Radio Ariel, dos expropiaciones de explosivos... —.. .el robo de armas en el Juzgado de Instrucción de Primer Turno. —Exactamente. En el año sesenta y nueve y a instancias de ese nuevo plan estratégico las acciones trascendentes sobrepasaron las cuarenta. —También los golpes recibidos tuvieron un alza bastante considerable... A fines del sesenta y ocho los presos no llegaban a quince. ¿Cuántos hay hoy? —Hoy, abril de 1970, somos ciento cincuenta aproximadamente: ciento veintiocho hombres y ventiuno mujeres. —¿Clandestinos buscados por la policía? —En el sesenta y ocho se calculaban unos venticinco. Actualmente se supone que la lista de la policía supera bastante los cien. —¿Muertos? —En 1968 un total de tres, uno de ellos y dos nuestros. —Flores y Robaina... —Sí, en este momento el total de muertos de ambas partes suma diecisiete. —Quiere decir que a la modificación de las acciones revolucionarias correspondió una paralela modificación de las acciones represivas... —No se olvide que ellos también juegan y que desde nuestro punto de vista, en esencia, los golpes recibidos son también acciones de guerra y de propaganda armada. El Che decía en un mensaje a la Tricontinental: "La propaganda armada al estilo Viet-cong donde lo que importa son los combates que se dan, no sólo los que se ganan". —Aun cuando Pando tenga las características generales de ese plan de que usted habla, tiene singularidades que lo diferencian de toda otra acción realizada dentro del mismo marco. —Hay una singularidad evidente que se manifiesta en los resultados del operativo. La "Acción Pando" decidida en razón de determinado contexto, operó a su vez sobre él, de manera tal que fueron necesarios otros planes que se adecuaron a la nueva situación creada. —¿Fue en definitiva un triunfo? —En el sentido de su ubicación dentro de un cuadro estratégico, fue un triunfo. Realizamos la acción guerrillera más importante de los últimos tiempos de la América Latina; tomamos una ciudad. Movilizamos bastante más de un centenar de hombres. —Los diarios hablaban de cuarenta. —La policía y nosotros y cualquiera que sepa algo de cuestiones militares sabemos que esa cifra es ridicula. Por supuesto, contando los grupos de acción
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directa y los de apoyo, estos últimos no se ven directamente pero quien entienda debe preverlos. —Usted dice que en un sentido estratégico fue un éxito. ¿En cuál sentido fue un fracaso? —En cuanto a los fines menores: dinero, pertrechos. —¿Cómo valoraría dentro de un cuadro general el hecho de los tres muertos, y los dieciséis prisioneros, las armas y los vehículos perdidos, los locales caídos...? —Fue un golpe y como tal lo sentimos, pero que no empañó los objetivos fundamentales de la acción: demostrar que hay una guerrilla capaz de tomar una ciudad, el homenaje al Che, la repercusión continental. Esas pérdidas, además, no modificaron nuestra consistencia. La demostración cabal de que seguíamos en pie dada por las acciones que sucedieron a Pando casi sin solución de continuidad. —En ese sentido fue una experiencia importante para ustedes... —En el plano militar, muy importante. Nos sirvió como aprendizaje, nos permitió recoger una experiencia. No es lo mismo asaltar un banco que tomar una ciudad. —El ritmo sesenta y nueve se mantuvo. —Sí, casi enseguida tenemos Financiera Etcheverrygary, poco después ferrtejeans, en diciembre el Banco Francés-Italiano... y una serie de acciones chicas. Sé de un coronel que dijo: «Después de lo Pando, como militar, estoy en condiciones de asegurar que en el Uruguay no hay ningún lugar seguro». Zina Fernández le reconoció a un compañero, que por un pelo la acción no resultó perfecta, y que en ese caso, es decir, si se hubiera realizado sin ninguna pérdida para nosotros «Todavía habría gente renunciando». El enemigo tuvo conciencia del respeto que merece el MLN como movimiento revolucionario. —¿Y el pueblo? ¿Qué pasó con el pueblo? —Creo que gran parte del pueblo avaló por primera vez la guerrilla como una posibilidad. Pienso que desde el punto de vista «Operativo Pando» ha servido como pocas acciones para crear condiciones subjetivas. El crecimiento de la organización se precipitó. En ese sentido fue también un triunfo. En última instancia el fin de la guerrilla en esta etapa es crecer cuantitativa y cualitativamente. Y este crecimiento, el de las horas amargas, es el más valioso. Los que vienen saben bien a qué se exponen. —¿Cómo valora las tácticas empleadas para llevar a cabo la operación? —La acción fue exitosa y limpia en cuanto a la toma de la ciudad. De las declaraciones de los policías surge hasta qué nivel y con qué eficiencia estaba la ciudad controlada. —¿Comprobaron algún tipo de apoyo en la población? —Sí, los ejemplos son numerosos. Un compañero custodiaba la puerta de un banco, con un arma en la mano. Una ventana se abrió, una vieja asomó la cabeza y preguntó: «¿Qué pasa?». El compañero respondió: «Somos tupamaros. Estamos haciendo una expropiación!». «¡Ah! ¡Que se repita. Estamos haciendo una expropiación» dijo, y cerró la ventana. En la huida, los salvados por la solidaridad de la población fueron muchos.
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—¿Eso lo sintieron por primera vez en Pando? —Eso es viejo, en Pando simplemente fue más claro por la pasividad del apoyo. Pero lo hemos sentido a todo lo largo del año pasado y este. Los combatientes del MLN tienen con los supuestos reducidos en las acciones —guardianes, serenos, taximetristas—, un diálogo silencioso, difícil de imaginar para aquellos que están ajenos al asunto. —La toma de la ciudad desde el punto de vista táctico fue un éxito... eso parece bastante claro... ¿Por qué fracasó la retirada y cuáles fueron las proporciones de ese fracaso? —El fracaso sólo afectó un pequeño sector del continente que participó en la acción. El por qué del fracaso, es más largo de explicar. Hubo imprevistos de varios tipos que le aclararé cuando hablemos concretamente de la retirada. —¿Por qué fue Pando la ciudad elegida? —A partir del momento en que consideramos políticamente posible la toma de una ciudad, empezamos a estudiar ciudades. —¿Quién decidió que era útil desde el punto de vista político tomar una ciudad? —La dirección de la organización. —¿Y quién decidió que sería Pando? —La misma dirección. —Estudiadas varias ciudades, Pando resultó ser la ideal... ¿Por qué? —Porque se encuentra cerca de Montevideo, porque es populosa, movida, con una zona de influencia amplia y a pesar de todo eso, es una ciudad chica. En última instancia, porque teníamos mucha información militar de Pando. —¿Cuándo empezaron a preparar la acción? —Alrededor del 20 de septiembre. —Parece poquísimo tiempo. —Sí, en ese sentido fue también una experiencia nueva. —¿A qué cosas se atiende cuando se prepara una acción en el estilo de la de Pando? —Lo primero que se hace es completar la información primaria con la mayor cantidad posible de datos. Una vez efectuada esa acumulación se pasa a proyectar lo que tiene relación con cinco puntos fundamentales. 1° Acciones en sí. 2° Coordinación. 3° Llegada a la ciudad. 4° Retirada. 5° Apoyo logístico. (Es decir, sanidad, comunicaciones, base de operaciones, vehículos, propaganda). —En cuanto a las acciones sí, una vez que se resolvió cuáles serían, se designaron los equipos de acción, asignándosele a cada uno, un objetivo concreto. Estos equipos, apenas elegidos, empiezan su labor de preparación que consiste en el j estudio y el análisis de los objetivos particulares que se les destinan. Esto significa un
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nuevo aporte de datos a los ya reunidos. Cuando se proyecta una acción de la envergadura de Pando, se comienza por una gran hipótesis de trabajo... o por un plan ideal de trabajo. ¿Pero qué ocurre? A medida que se avanza en el estudio de los detalles ese plan primitivo empieza a sufrir modificaciones. Cuando los distintos grupos de acción van examinando sus objetivos particulares, los nuevos elementos que ellos aportan, frecuentemente rectifican el plan general. Por ejemplo, una acción contra el objetivo A, es factible que interfiera una acción contra el objetivo B. Otro factor que puede ir modificando los planes primitivos, es el factor tiempo. Este nos fuerza a actuar dentro de límites que no son nunca ideales. Si fuéramos un ejército regular, podríamos, en la mayoría de los casos, manejar los problemas emergentes de la acción con cierta elasticidad. Pero nosotros siempre tenemos el tiempo en contra nuestro. Todo debe hacerse en el plazo más corto posible. —Este factor tiempo debe tener fundamental importancia en cuanto a la coordinación de todos los elementos que integran el operativo... —La coordinación tiene que afinarse al máximo. En el caso de Pando, estamos operando a treinta kilómetros de Montevideo, con excelentes, rápidas vías de comunicación para la represión. —Y es el 8 de octubre, se suponía que ustedes prepararían algo para ese día... —Exactamente, ellos estaban esperando y nosotros lo sabíamos. Primer problema: cómo llegar sin despertar sospechas. —El cortejo fúnebre... —Eso no se resolvió de entrada, fue una solución que apareció apenas unos días antes. Se precisaban once vehículos. Si utilizábamos alguno ya "quemado" era peligroso. Si cada grupo se apropiaba de los necesarios un día o dos antes del hecho, la represión se alertaría. Si usábamos vehículos legales, significaba "quemarlos" para el futuro, nunca se. hace... La fórmula del entierro se presentó como una solución formidable, que resolvía el problema. Por supuesto, que no todos los compañeros llegarían en el cortejo fúnebre. Muchos, desde la mañana, se irían acercando a Pando en medios de locomoción comentes. Los que estábamos ya en Pando percibíamos que la operación venía marchando porque notábamos contingentes de compañeros donde tenía que haberlos. —¿Cómo los reconocían? —No había una única persona realizando ese control, tal cosa hubiera sido imposible dada la forma de relacionarse entre sí los miembros de la organización. —¿Cómo se efectuaba el control, entonces? —Eso mejor lo dejamos... Sepa que los métodos fueron varios, eficaces y no contradictorios con el principio de limitar al máximo la posibilidad de conocimiento entre un militante y otro. —Usted decía que el plan primitivamente elaborado sufría modificaciones a medida que se iban estudiando los objetivos concretos... ¿Qué pasa con los problemas que se plantean no en torno a los objetivos, sino a todo lo que tiene que ver con la logística?
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— El resultado es el mismo. Cuando se empiezan a coordinar sanidad... propaganda. .. bases de operaciones... y tantas otras cosas, la hipótesis primaria, o las ulteriores, comienzan a sufrir nuevas transformaciones hasta que se llega al que será el plan definitivo. A veces, este plan definitivo, tiene poco que ver con el original. El sábado 4 de octubre, nosotros tuvimos nuestro plan definitivo. —Hágame una síntesis de ese plan. —La acción en sí empezaba a las trece en punto. A esa hora todo nuestro dispositivo debía estar montado. —¿ Y empezaba a funcionar por la sola autoridad de la hora? —Había un encargado de fiscalizar que todo estuviese en regla, resolver los imprevistos si éstos surgían y dar la orden definitiva de iniciación. —¿Cuántos objetivos diferentes había? —Seis: la comisaría, el cuartelillo de bomberos contiguo, la central telefónica y tres bancos — República, Pando y Pan de Azúcar—. La comisaría con que comenzaba la operación era clave. —No hubo problemas en cuanto a su ocupación... —No, fue copada totalmente y en el tiempo previsto... pero ocurrió un incidente que nos complicó la retirada. —La etapa más compleja de todo el operativo era para ustedes la retirada... —Sí, era la más difícil. —¿Por qué si la comisaría fue totalmente dominada y en el tiempo previsto, enredó j la retirada? —Porque en la comisaría ya hubo tiroteo. Alguno de los policías se resistió y \ aunque fue rápidamente sometido, alguien tuvo desde afuera la noción de que la comisaría estaba copada. Si la comisaría estaba copada, ¿a quién se podía recurrir en Pando? A dos kilómetros encontró a la Caminera(39). La Caminera, por radio, dio la alarma. O sea que, cuando recién comenzaba la acción, a los cuatro o cinco minutos, ya la alarma había llegado a Montevideo. —¿No habían pensado en esa población? —No se trata de que no lo hubiéramos pensado. Aún pensado, el riesgo había que j correrlo. ¿Cómo podía controlarse toda la periferia de Pando? Era un riesgo posible perol muy poco probable que alguien saliera de Pando a pedir auxilio afuera. La idea de que todo milico que anduviera suelto por la ciudad, en cuanto tuviera noción de que había dificultades iba a dirigirse a la comisaría, era en principio tan lógica que el propio comisario entró en esa variante. Enterado de que había problemas, se dirigió velozmente a la j comisaría. Apenas puso en ella los pies, fue reducido. Tomada la comisaría y el cuarteli-1 lio pegado a la comisaría casi simultáneamente, se tomó la central telefónica, con lo c quedaba en principio la ciudad dominada y nuestra retirada en gran parte garantizado. : —Con la comisaría y la central telefónica consideraban que Pando quedaba total mente controlada... —Sabíamos que no totalmente; había que contar con tiras(40) posibles, milicos sueltos, colaboradores policiales, gente del ejército. Por eso elegimos la hora trece.
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Porque el pueblo está casi vacío, los bancos con sus tesoros abiertos, la comisaría con poco movimiento, para que Pando fuera dominada había un engranaje bastante complejo que tenía que marchar sincronizadamente. Marchó sincronizadamente. Pero la retirada era otra etapa, e implicaba otros problemas. —¿De qué manera programaron la retirada a efectos de darle las máximas garantías? —A través de cuatro puntos: 1° Toma de la comisaría. 2° Toma de la central telefónica. 3° Rapidez de la acción. 4° Realización del primer tramo de la evacuación en bloque, a fin de no perder potencia de fuego y resolver posibles imprevistos. —Vamos a examinar punto por punto: toma de la comisaría. —Ya lo vimos, era la primera acción del operativo. Paradójicamente, allí empezó a fracasar la retirada. —Toma de la central telefónica. —Marchó perfectamente. Pando quedó aislada. —Rapidez de la acción. —Ahí empieza el segundo problema. La operación total, según lo calculado, debía llevar quince minutos como máximo. Pero sucedió, que después de realizada la acción en el banco de Pando, y cuando ya los compañeros salían, apareció un milico que, parapetándose detrás del vehículo que debían usar para retirarse, cubrió a balazos la salida del banco. Esto se tradujo en un doble problema: pérdida de preciosos minutos en el tiroteo e inutilización del coche que quedó cribado por las balas, prácticamente inutilizado. Sólo les sirvió para acercarlos al punto de concentración donde ya estaba el cortejo armado esperándolos. A la pérdida de este coche se añadió la de otro de los remises que sufrió un desperfecto. Hubo que recargar los autos que funcionaban y consecuentemente reducir el promedio de velocidad. En lugar de ochenta kilómetros por hora, la retirada se hizo a sesenta. Sin embargo, y a pesar de todo esté tiempo perdido, a pesar de la velocidad con que la policía recibió la alarma, vuelvo a recordarle que la acción empezaba y ellos casi simultáneamente recibían la noticia... a pesar de todo esto, no pudieron montar un dispositivo realmente efectivo. La mayoría de los compañeros atravesó las mallas de una red que empezaba recién a armarse. Sólo tres autos y por una diferencia de brevísimos minutos cayeron dentro del cerco que habían construido en Toledo Chico. Lo que seguramente la policía no sabe es cuántos compañeros escaparon gracias a la protección de los habitantes de la zona.
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Reportaje a un tupamaro
Era noviembre de 1968 y hacía ya un mes que estaba allí encerrado. Uno de los innúmeros meses de encierro que tenía por delante. En ningún momento había esperado encontrar a un hombre vencido, pero también, en ningún momento podía esperar encontrarlo tan entero. Me había propuesto interrogarlo, investigarlo, cuestionarlo, rastreando los rasgos que señalaban a aquel hombre como un revolucionario. Pero yo fui la interrogada, la cuestionada. Mis preguntas eran contestadas con preguntas; mis respuestas desarmadas sin esfuerzo. Los argumentos con que intentaba justificar e imponer la entrevista siempre desbaratados. Tan desigual enfrentamiento —durante el cual siempre estuve imposibilitada de tomar una nota— evidenció de una lado a un hombre al que no convenían ni perturbaban cárceles oí periodistas, por más obstinados que éstos fueran, y del otro a un periodista obstinado, que víctima de su propio juego se hundía en fastidiosos exámenes de conciencia. Había pasado un verano y la mitad de un otoño cuando volvía a abordarlo. Seguía con la misma vitalidad, la serena alegría y el optimismo de meses atrás. Con; el mismo aspecto de obrero digno y pulcro. Nada parecía haberse modificado en estos cinco meses. Por segunda vez le planteé mi deseo de entrevistarlo. Y en cuanto vi que no se resistía, mañosamente impuse condiciones. «Le pido, eso sí, que no responda a mis preguntas con preguntas». Sonrió. «¿De qué tiene miedo?», «Tengo miedo de que por segunda vez no haya reportaje». «¿Quiere decir que parar usted es más importante el reportaje que tratar de entender?». «Otra vez está res pondiendo a mis preguntas con preguntas». Volvió a sonreír. «Está bien. Debe prometerme que mi nombre no aparecerá por ningún lado». —¿Por qué? —Porque no interesa. Los nombres no interesan. —Lo que usted diga entonces comprometerá a toda la organización. —Bueno... eso no lo soluciona poniendo mi nombre. Hay cosas de las que diga que evidentemente podrán comprometerla, y cosas que no... Pregunte. —¿Por qué se resistió hace cinco meses a esta entrevista y ahora la acepta? —En estos meses pasaron muchas cosas.
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—Es verdad, muchas cosas. ¿Eso explicaría su aceptación de ahora? —Tal vez nos referimos a cosas diferentes... No sé... yo aludía a los dos libros aparecidos sobre la organización y a los reportajes de Al rojo vivo(41). —Ah... —El silencio ya ha sido roto... Este reportaje podía añadir aspectos que no pueden ser tocados por quienes no seamos nosotros mismos. —¿Qué cree que quiso decir Fidel cuando dijo: «Lo fundamental en el hombre es ser revolucionario»? —Creo que quiso decir que la actitud del hombre frente al mundo debía ser la de renovarlo permanentemente. —¿Es decir que ese pensamiento no se circunscribe para usted a lo político? —-En absoluto, creo que «revolucionario» está tomado en un sentido amplio. —Sería lo esencial en el hombre... —... Lo fundamental en el hombre es transformar con su acción y su pensamiento el mundo en que vivimos... sin limitaciones... Hay pintura revolucionaria y pintura reaccionaria, porque hay pintores revolucionarios y pintores reaccionarios. —Usted se considera, en ese sentido total de que hablamos, un revolucionario... —Es difícil decir eso de uno mismo. Puede decir que trato de serlo. —¿En todos los órdenes? Ya que usted habló de pintura, ¿también en el arte? —Sí, también el arte. No entiendo el arte sin libertad... pero el tema sería largo. —¿Si yo le preguntara por qué es usted un revolucionario...? —Yo preferiría que usted me preguntara por qué un hombre se hace revolucionario. Creo que los hombre no nacen revolucionarios... se hacen. Si buscamos en el fondo de un revolucionario finalmente vamos a encontrar un rebelde. Pero no alcanza con ser rebelde... —Es un buen comienzo... —Sí, pero apenas un comienzo. Porque para pasar del rebelde al revolucionario hay que dar un largo paso que se llama análisis, concientización, etc. Si no podemos en el mejor de los casos tener un Pancho Villa, un magnífico rebelde, que por falta de formación revolucionaria pudo ser instrumento de la contrarrevolución. —¿No cree usted que puede haber mucho de aventura, de logro personal, en la actitud del revolucionario? —Yo tengo el concepto de que es difícil estar en esto si no se tiene en alguna medida cierta atracción por la aventura. Creo que todos fuimos al comienzo un poco aventureros. —¿Se refiere a los iniciadores del MLN? Cuénteme de esos comienzos. —Éramos un puñadito de entusiastas... —¿Qué se proponían, qué querían? —Sabíamos que había dos o tres cosas que queríamos, ¿pero usted cree que teníamos una noción clara del camino a recorrer, de que esto que está ahora ocurriendo era posible? Teníamos nociones generales... y fe. Por ahí se ha dicho que nosotros surgimos como consecuencia del fracaso de la UP(42).
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—¿No es ese el comienzo? __No, el comienzo hay que ubicarlo antes. De alguna manera en el Partido Socialista, pero antes del famoso fracaso. —Yo lo pondría en el momento en que se dio la lucha contra la línea de Fragoni(43); esa lucha que era el fruto del inconformismo frente a la falta de empuje revolucionario del partido. Por supuesto que en aquella época no teníamos ni idea de la lucha armada. —¿En qué momento llegaron a esa idea? __Durante las medidas de seguridad impuestas en la época de Fusco(44). En ese momento tuvimos la evidencia de la inoperancia de los partidos existentes y de los sindicatos para hacer frente a una situación de ese tipo. __Usted me dijo que en ese momento había sólo dos o tres cosas que tenían claras... __Sí, sabíamos, por ejemplo, que los partidos existentes tal como funcionaban eran ineficaces para lograr las soluciones que ellos mismos proponían. —¿No servían? ¿Nunca habían servido? —No, no tanto. Habían servido en un sentido importante... —Se refiere por supuesto a los partidos Socialista y Comunista... __Sí, ellos habían politizado amplios sectores que serían más tarde la cantera natural del movimiento revolucionario. Eso lo sabíamos; pero también sabíamos que a esa altura se requería otra cosa. —¿Cuál era? —Tal vez estaba más claro para nosotros lo que debíamos hacer que lo que no debíamos. —¿Qué no debían hacer? __Afirmar nuestra personalidad política en el ataque a los otros grupos de izquierda. La esterilidad de las controversias izquierdistas la teníamos muy presente. Eso no debía ser más. Era necesario trabajar en un sentido positivo. Establecida nuestra línea, los elementos sanos se nos añadirían. No se trataba de declarar que la nuestra era la única línea válida; si era o no la única válida, ya los hechos lo dirían. —¿Considera totalmente estéril la polémica entre los sectores de la izquierda? __Hablemos de algo real, y no de teorías... Si fuera posible una polémica verdaderamente objetiva y constructiva no creería que es estéril, pero ¿Cómo se da la polémica en la práctica? Cada sector tiene "su verdad" a la que no renuncia. No sirve polemizar así; no es necesario explicar por qué es estéril. —Los iniciadores del movimiento tenían, entonces, un mismo origen político, el Partido Socialista... —No, algunos habíamos pertenecido al Partido Socialista, pero en conjunto constituíamos un verdadero mosaico de ideologías. —No solamente... __¿Y por la convicción de que un partido no pueda afirmar su personalidad en los errores de los otros...? —No solamente... Pronto nos unió algo más positivo, la voluntad de crear un aparato para la lucha armada.
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—Bueno... dicho así parecería que la lucha armada fuera un fin en sí misma. —Yo ya le aclaré que todos proveníamos de la izquierda. —Con esto quiere decirme que existía un claro acuerdo sobre el objetivo final. —Seguro, el objetivo final era el socialismo. Ahora... a poco andar nos dimos cuenta de que un aparato para la lucha armada necesita una firme disciplina, pero no impuesta desde afuera, sino la disciplina consciente del individuo que sabe por qué lucha y tiene claros los fines que persigue. Como ya le dije, componíamos una especie de mosaico ideológico. Cada uno, en mayor o menor grado, mantenía el cordón umbilical con el movimiento del que se había desprendido. Había que reventar el mosaico. No podíamos acceder a los fines que perseguíamos sin una ideología coherente. —¿Los acuerdos sobre el objetivo final y sobre la necesidad de la lucha armada no eran suficientes a los efectos de esa coherencia? —No... Teníamos clara la necesidad de la lucha armada; pero hubo realmente coherencia cuando llegamos a un acuerdo sobre el método... sobre puntos esenciales del método; cuando fue evidente que toda otra forma de lucha tenía que estar supeditada a aquélla. —¿Supeditada? En realidad quiere decir "sustituida" por aquella... —No, el trabajo en el frente de masas, por ejemplo, ya fuera político o gremial seguía siendo fundamental... Pero, para nosotros, ese trabajo tenía que conducir a formar el gran contingente que pudiera procesar la lucha armada, por eso usé la palabra supeditar. Ella sería la que conjugara todos los otros esfuerzos, sería la principal forma de lucha. —¿Cuáles eran para ustedes los objetivos más visibles o los más importantes de la acción directa? —Para nosotros la acción directa cumplía —cumple— tres fines: actuar contra el régimen, propagandear nuestra línea política y formar nuestros hombres. —Cuando llegaron a este punto elaboraron un programa... Sonríe. —Usted quiere de cualquier manera ver nuestro futuro en una página impresa que diga Primero, Segundo, Tercero... Bueno... si quiere... hicimos un programita. Ningún programa a largo plazo, nada de rimbombantes planteos estratégicos o tácticos... Creo que esa fue una de las grandes virtudes de nuestro movimiento en sus comienzos. Se trataba de atenernos a la realidad, proponiéndonos únicamente aquello que condecía con el tamaño de nuestras fuerzas. Sólo nos planteábamos lo que podíamos hacer tratando de adecuarnos a los medios con que contábamos. Sabíamos que la clase obrera era nuestra cantera natural, pero pretender extraer hombres de ella, siendo la media docena que éramos, era iluso. Cuando aparecieran los hombres que estaban ya en ese frente... —¿Se refiere a militantes sindicales que ideológicamente estarían cerca de ustedes...? —Sí, entonces sería el momento de planificar la tarea en concreto. La tarea para ellos. Es inútil planificar tareas cuando no hay quién las lleve a cabo.
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—Muchas veces me he preguntado si ustedes trabajaban en los sindicatos y, en ese caso, cómo hacían dado el carácter de la organización. —Todos, más o menos, somos individuos con relaciones personales. Nos es fácil saber quiénes están bien ubicados en el plano sindical. —¿Y son los más radicalizados en el criterio de ustedes los que están bien ubicados? —Sí, en términos generales sí... pero podría decirle que ese concepto así solo no alcanza... es necesario que ese hombre tenga además una visión más o menos clara de que la finalidad última de la actividad sindical no es la de solucionar problemas económicos inmediatos, sino la de transformar la condición de explotado del trabajador. —Entonces ustedes... —Espere, hay más todavía. Debe estar convencido de que solamente por la lucha revolucionaria que tenga por objetivo ascender al poder, podrá en definitiva cambiarse esa condición. —El término "radicalizado" me parece, en ese caso, bastante poco explícito. —Sí... usted fue quien lo usó... —Es verdad... En definitiva el contacto ustedes lo buscan con gente que tiene con el MLN grandes puntos de coincidencia ideológica. —Sí, nunca derrochamos esfuerzos partiendo de cero. Ahora debo decirle que, en general, les resulta muy difícil, a los individuos que tienen años en la militancia sindical, establecer una relación teórico-práctica entre su trabajo y el nuestro. —Yo hubiera dicho que era lo contrario. —Por supuesto que tenemos una parte de camino recorrido cuando empezamos a trabajar con un compañero que tiene experiencia en las luchas gremiales... pero al mismo tiempo hay una valla difícil de vencer. Nuestro obrero se ha acostumbrado a luchar por metas económicas e insensiblemente ha transformado eso en un fin. Nosotros entendemos, por el contrario, que la lucha por la mejora del salario y metas similares es un medio. Un medio para agrupar al obrero. A partir de allí, si la lucha se procesa con una orientación correcta, si los planteos van adquiriendo un tono cada vez más radicalizado, llegará un momento en que los trabajadores tomarán conciencia de que el movimiento obrero tal como está estructurado no puede enfrentar la violencia desatada por el gobierno y de que los sindicatos funcionan eficazmente sólo en condiciones de legalidad. Llegados a este punto la acción sindical se convierte en la antesala de la acción política. —En la respuesta a una de las "Treinta preguntas"(45) ustedes dicen que los hechos reales básicos en que la organización funda las líneas estratégicas para ese momento son: la crisis, el alto grado de sindicalización de los trabajadores, el grado de preparación del grupo armado revolucionario, etc. ¿Usted cree que las circunstancias allí tenidas en cuenta a los efectos de determinar una estrategia, han sufrido modificaciones en estos dos años? —En cuanto a la crisis que sufría el país en el momento de las "Treinta preguntas", sabemos que sigue su curso y que es ahora mucho más grave que entonces
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y mucho más grave que lo que aflora realmente. Las condiciones objetivas se van dando a una gran velocidad. Ya el Uruguay no escapa a las circunstancias en que el resto de América está inmerso. Vamos dejando de ser una isla para entrar en la geografía latinoamericana. —En cuanto a los movimientos sindicales, ¿no cree que en este último año han sufrido un cierto deterioro? —En alguna medida sí, pero a ese punto había que llegar para comprender la necesidad de cambiar los esquemas organizativos y los métodos de lucha. —¿Cree que estos dos años aportan una experiencia que en algún sentido puede confirmar el acierto en la elección de la ciudad como lugar físico donde ubicar la guerrilla? —Creo que estos dos años confirmaron el acierto de esa forma de lucha. —¿Cómo explica que últimamente haya caído tanta gente? —Hay algo que es obvio. Cuando un organismos como el nuestro crece, y el nuestro está creciendo muy velozmente, el mecanismo de seguridad se resiente, dado que el tiempo necesario para la preparación de los nuevos cuadros es insuficiente. Por otra parte, a los mismos individuos a los que nosotros les echamos el ojo por considerarlo militantes en potencia, también les echa el ojo la policía. —¿Usted cree, entonces, que el movimiento está creciendo velozmente...? ¿Le parece que este fenómeno indica que las condiciones subjetivas de nuestro medio se han modificado? —Es un índice, evidentemente. Lo que usted llama condiciones subjetivas —el término a mí no me gusta mucho— se han modificado. Los caminos que permitían la amortiguación están fracasando, la gente va tomando conciencia rápidamente de la realidad que vivimos... la crisis sin remedio... la corrupción de los gobernantes... —¿Cree que le cabe algún papel al MLN en este fenómeno de concientización? —Hemos contribuido. ¿Usted no cree que la acción contra la Financiera Monty, poniendo al descubierto los negocios que implicaban a varios personajes de este gobierno, no fue importante? De todos modos, no podemos olvidar que la acción del gobierno nos ha favorecido tremendamente. —¿Cuál cree usted que es la opinión más generalizada respecto al movimiento a que pertenece y al método de lucha que este propone? —Yo diría que hay un comienzo de comprensión de nuestra línea en el sentido de que la solución sólo la dará la lucha armada. Pero... pienso que tenemos que hacerle llegar al individuo los lineamientos que le permitan comprender el sentido de esa lucha. Hemos creado la expectativa y la avidez de saber quiénes somos y a dónde vamos. Ahora nos toca demostrar que tenemos una idea clara de cómo se lleva a cabo una lucha revolucionaria. —Usted, como integrante del MLN, tiene una experiencia que puede medirse en años, está entre sus iniciadores...
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—Sí... —Me interesaría sabe si en algún momento pudo comprobar respecto de usted mismo o de sus compañeros, las graves consecuencias psíquicas que Debray previera para el guerrillero urbano. —¿Se refiere, por ejemplo, a lo que el francés llamada "desdoblamiento de la personalidad"? —Sí, a esa angustiante disociación que se produce en el guerrillero urbano, como resultado de alternar la vida corriente con la clandestina. — Por ahora no hemos podido comprobarlo. De todos modos... y aun admitiendo el desdoblamiento, la lucha es el único camino y hay que marchar para adelante. Probablemente, las nuevas generaciones vietnamitas lo único que saben hacer es matar. —¿No le parece que eso pueda crear traumas muy graves en un ser humano, problemas psicológicos muy serios? ¿Usted leyó a Fanón? —¿Los Condenados de la Tierra? Sí. —Bueno, yo le pregunto: aun siendo exacto lo que Debray previo, ¿qué podemos hacer? —¿En cuanto a lo que Debray llama la "neurosis de guerra", inevitable, según él, en el guerrillero urbano? —Sin comprobación... sin comprobación... —dice mi reportado con ese aire calmoso que parece conjurar, no ya la neurosis, sino toda idea de neurosis—. Hay que leer el Diario, ¿qué es la "cara de cerco" a que se refiere el Che? —¿Qué momento le parece más difícil para un militante... Más difícil porque se siente con menos capacidad para sobrellevarlo? Se rasca la nuca; me mira, se mira las manos... Yo me pregunto cómo ya no gritó: «¡La tortura!». Sosegadamente dice: «En mi experiencia...» —¡Pero usted fue torturado! —¡ Ah, sí! Esa es una linda experiencia. —En mi vida he visto un ejemplo más acabado de deformación profesional. —Espere un poco... No confundamos. Es un momento muy difícil... muy difícil... pero ayuda. A conocerse, a entrever la medida que uno tiene de su propia resistencia. Yo le diría que ver caer a un compañero y no poder hacer nada... —Usted diría que se siente con menos capacidad para sufrir una situación así... —No sé... no me ha pasado, pero es de las cosas que me parecen más difíciles de sobrellevar. —Cuando se acerca un aspirante al movimiento, se supone que hay en él condiciones ideológicas, morales y de carácter que lo aproximan... A pesar de esto, se me ocurre que la organización tendrá que fomentar determinados rasgos y batallar contra otros. En definitiva, tratar de hacer de ese hombre un militante útil... —Hay una cosa que es básica: una revolución toma los hombres como son, no podemos hacerlos a nuestra imagen y semejanza. Nosotros, los que estamos en
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estos desde hace años, tenemos fallas... No hay que olvidar la educación que mamamos desde niños. De cualquier modo, se trata de hacer con el compañero que se acerca, un trabajo que llamamos de proletarización... —Consiste... —Consiste en desarrollar en él el espíritu de camaradería, conciencia de autodisciplina. —Usted no me dejó decir lo más importante... Se trata de crear en el militante un sentimiento de dependencia para con el grupo. La conciencia de que no puede bastarse a sí mismo, de que los otros le son imprescindibles. Se le llama "proletarización" porque este es el sentimiento propio del obrero. El modo de producción en el régimen capitalista genera en el trabajador la conciencia de relación con los otros trabajadores. Él sabe que su producto no es obra de su solo esfuerzo, sino el resultado del esfuerzo colectivo. —¿Es un sentimiento que no existe en el pequeño-burgués? —El pequeño-burgués se siente autosuficiente. Otra cosa que hay que hacer: comprender al individuo que pasa a integrar el movimiento, y esta tarea es generalmente difícil, es que la revolución se realiza en instancias pequeñas y continuas, que el hecho heroico es un instante; que son más numerosos los hechos tediosos aparentemente intrascendentes. Cuando el militante entendió esto, tal vez entendió lo esencial. —¿Cuál le parece la condición de carácter más importante para un tupamaro? —La voluntad y... ¿Recuerda lo que decía el Che sobre la honestidad? —Sí: «De un hombre honesto se puede hacer un revolucionario». —Eso es... la voluntad y la honestidad. Con esas dos cosas se puede hacer un revolucionario.
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Torturas
Para saber del miedo que un sistema tiene de las fuerzas que en sus entrañas comienzan a devorarlo, bastará con examinar la conducta del aparato que destina a defenderlo. Los reportajes que transcribo a continuación hablan de ese miedo. I Rodabel Cabrera fue prendido el 6 de marzo de 1970 acusado de haber refugiado en su casa a dos de las trece jóvenes fugadas de la Cárcel de Mujeres, el 28 de febrero del mismo año. Preguntado sobre los detalles de las torturas a que fue sometido, Cabrera respondió sosegadamente, sin agregar énfasis, con la calma del que cuenta hechos vividos por un tercero apenas conocido. —¿Por qué cree que lo torturaron con saña tan especial? —Creían que yo era un elemento importante dentro del movimiento. —¿Cómo supo que creían? —Cuando llegué a la jefatura, al despacho de Moran Charquera; él me dijo: «Si es un hombre de convicciones tiene que reconocer su responsabilidad». —¿Y usted? —Dije que mi responsabilidad consistía en pertenecer a la organización y haber guardado conmigo a dos compañeras de las que se habían fugado. Él dijo entonces que no podía ser sólo eso, que yo era importante... Él insistía y yo negaba... Yo no soy importante —dijo en voz muy baja, como hablando para sí mismo. —¿No lo convenció...? —No... Llamó al comisario Besón al cual me entregó. Mientras me conduce al calabozo va y me dice: «Ya que no querés hablar vas a soñar». —¿Qué quería decir? —No supe en ese momento qué quería decir... Me metieron en el calabozo, el carcelero me puso una venda en los ojos y un capuchón que me cubría la cabeza
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hasta los hombros. La venda estaba mojada... el capuchón húmedo, sucio... todo tenía olor a mugre y humedad. —¿Allí se dio cuenta de lo que quería decir «vas a soñar»? —Me di cuenta de que iban a torturarme... Me sacaron de la celda y me hicieron caminar durante un rato por pasillos y corredores... A veces me hacían agachar como si tuviera que pasar por puertas muy bajas, retornar hacia atrás, girar, ir, volver... —¿Cuánto duró todo eso? —No sé... cuatro, cinco minutos, no tengo una idea muy clara. Al final de un corredor me quitaron la ropa totalmente. Luego me agarraron entre cuatro y me colocaron trapos mojados en las muñecas y los tobillos. —¿Para mejorar el efecto de la picana? —No para que las ligaduras de la estaqueda no dejaran marcas. —Allí lo ataron sobre una parrilla de hierro... —No, sobre una colchoneta, en el suelo. Me estaquearon encima de una colchoneta mojada, con los brazos en cruz y las piernas separadas... —Y empezaron otra vez a preguntar... —Sí... a preguntar y a picanear... —¿Qué le preguntaban? —«¿Dónde están las otras?», preguntaban. «Dónde están las otras, hijo de puta, me decían y me aplicaban picana en el miembro. —¿Qué más le decían? —Me decían que no iba a poder hacer el amor nunca más, que me iban a dejar inútil. —¿Así, con esas palabras? —No, no con esas palabras... con otras menos cuidadosas. —¿Pensó que eso podría ser verdad, que podían inutilizarlo para toda la vida? —Sí... seguro... ¿Usted alguna vez imaginó cómo es el efecto de la picana en el cuerpo? —Será parecido a meter los dedos en un enchufe... —Sí... es lo que uno se imagina antes, pero no tiene nada que ver; eso sería perfectamente soportable. Es absolutamente diferente y mil veces . Cuando aplican, por ejemplo, la picana en los órganos sexuales uno siente como si le abrieran el bajo vientre, le metieran tenazas y le arrancaran los riñones y la vejiga, porque la electricidad multiplica sus efectos en los lugares del organismo donde hay líquidos. —¿Solamente en los genitales le aplicaron picana? —Al comienzo me hicieron una vuelta de picana por todo el cuerpo. Cuando la picana pasa cerca del corazón, es imposible hablar o respirar, uno queda como paralizado. El cuerpo lo tapan permanentemente con trapos mojados para que el golpe sea más violento. Cuando los trapos se secan a efecto de la electricidad, vuelven a mojarlos.
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—¿Qué otras preguntas le hacían aparte del lugar en que estaban las prófugas? —Me preguntaban los nombres de los funcionarios de jefatura que nos pasaban datos sobre órdenes de allanamiento. —Si no hubiera sido por la situación en que usted se encontraba la cosa era como para divertirse. Hay alguien de adentro, entonces, que pasa datos sobre los allanamientos, y eso les preocupa... —Sí, también les preocupa que funcionarios de jefatura proveen de material para la falsificación documentaria. —Ah... ¿Ese material entonces lo provee la jefatura? —Parece que sí... por lo menos es lo que ellos decían. —¿Qué otra cosa decían? —Decían: «Nadie vio cuando te sacábamos de tu casa...». —...«podemos matarte...». —Sí... «podes quedarte en la picana, que nadie nos va a pedir cuentas...». —¿Usted lo creyó? —Y... no era verdad que nadie pediría cuentas... pero ellos podían creerlo. —Y era muy peligroso que lo creyeran... —Por lo menos en ese momento pensé que era peligroso. —No sería el primero que moría ahí dentro... ¿Qué más decían? —No, quiero saber que otras cosas decían sobre esto que hablábamos. —Decían que no tenían inconveniente en dejarme seco. —«No tenemos inconveniente en dejarte seco». —Sí, así mismo. —¿Cómo es la picana? —Debe ser un alambre flexible con una bolita en la punta, porque cuando yo me arqueaba por efecto de la electricidad, no me pinchaba. —¿En ningún momento pudo verla? —No. —¿Y al que lo picaneaba? —Tampoco. —¿Le hubiera gustado? —¿Verle la cara? —Sí. —Creo que sí. —Se corren rumores sobre el que picanea. —Debe ser más de uno. —Bueno... se corren rumores sobre uno concreto. —Sí. —Dicen compañeros que me oyeron que algunos rapiñeros lagrimeaban al oírme. —Entonces gritó... —Grité como un condenado. Es un dolor diferente a todos, completamente inédito, mucho más... doloroso.
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—¿Cuánto duró la sesión? —Según los que me oyeron gritar duró más de una hora... pero yo no podría decirlo, me desmayé más de una vez, perdía la noción del tiempo. Una de las veces que recobré el conocimiento oí que en el corredor alguien le gritaba al de la picana: «Che, el comisario habló con el ministro, dice que a este le den aunque se quede, que total no tiene familia». —Insistían en lo mismo... que nadie sabía que estaba ahí... que nadie lo reclamaría. —Sí, esta amenaza se alternaba con las preguntas sobre las muchachas y sobre el nombre del tipo que pasaba datos desde la jefatura. Preguntas, amenazas, y picana hasta que me sacaron. —¿Salió por sus medios? —Me sacaron entre dos, arrastrándome... yo no podía caminar... y de tanto gritar había perdido la voz, no podía hablar, estaba como borracho. —¿Adonde lo llevaron? —Otra vez esposado, me llevaron al calabozo. De allí me sacaron después de media hora para bajarme a la oficina de los sub-comisarios Besón y Villar. —¿Siguió el interrogatorio? —Sí... reiterando las preguntas de la picana. Y cuando las respuestas no les satisfacían me pegaban violentamente con el puño en el estómago. Acto seguido dos o tres tiras que estaban en la oficina repetían los golpes. —¿Todo eso cuánto tiempo? —Esa primera vez un rato; pero me llevaron ahí cinco o seis veces por lo menos. —¿Y siempre en el mismo estilo? —Sí, siempre igual, pregunta y golpe, golpe y pregunta. —¿Esta vez le quitaron las esposas? —Sólo me quitaron las esposas cuando me aplicaron la picana. —Es decir... que las tuvo puestas desde el sábado a las cinco de la mañana... —.. .hasta el lunes a las tres de la tarde en que entré al despacho del juez... —¿Y para ir al baño? —Nunca me llevaron al baño. —¿Cómo se presentó ante el juez? —Y... como usted puede imaginar. Tuve que pedirle disculpas... era una piltrafa, temblaba de los pies a la cabeza, apenas podía caminar. —¿Por qué temblaba? —Sería por la picana... y los golpes... la falta de descanso. Tenía los brazos tan hinchados por la presión de las esposas que no podía levantarlos. —¿Qué hizo el juez? —Llamó al forense. Sólo después que el forense me examinó empezó el interrogatorio. —¿Qué diferencia hay entre la primera declaración que usted hizo en jefatura, la que hizo luego bajo la picana y la que hizo ante el juez? —Ninguna. Yo pertenezco al MLN y lo dije; guardé a dos compañeras y lo dije. Nada más tenía que decir y no lo dije.
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II Juan Antonio Ciola es un flacucho muy joven, de tez oscura y sonrisa triste. Si por esta tierra soliera haber hindúes le habría preguntado si era de origen indio. Le pregunté en cambio si sus padres eran árabes. —No, son italianos del sur. —¿Cuándo lo prendieron? —Me prendieron el 27 de noviembre del año pasado en el Pinar(46). —¿De allí adonde lo llevaron? —A la comisaría de Shangrilá(47). —¿Quién lo llevó? —El sub-comisario. Mientras me llevaba me decía que estuviera tranquilo. —¿Usted está nervioso? —Más o menos... pero no me lo decía por eso. Me decía que podía estar tranquilo que íbamos a hablar amigablemente. —Eso lo tranquilizó... —No... yo pensaba que se estaba burlando. —¿Qué pasó después? —Cuando bajamos del auto me dijo que yo le caía muy bien, que le resultaba muy simpático por lo cual iba a recomendar a su gente que me diera un tratamiento especial. —¿Fue así? —Sí... fue bastante especial. Cuando llegamos le dijo a sus hombres: «Este es amigo mío, hay que hacerle tratamiento para amigo»; entonces me llevaron a la celda y allí un hombre de los de Fontana empezó a interrogarme. —¿Y usted? —Yo no contestaba nada... entonces entró a golpearme. —¿Mucho? —Sí... bastante... perdí el conocimiento. —¿Con qué le pegaban? —Con los puños. Me pegaban en el estómago... —Pero tienen que haberle pegado mucho para que se desmayara. —Bastante... uno me agarraba y el otro pegaba. —¿Usted estaba esposado? —Sí, con los brazos a la espalda. —¿Qué pasó cuando se recobró? —Me recobré en un tanque de agua. —¿Para qué lo habían metido? —Ellos decían que para que no me desmayara más. Decían que después que tragara un poco de agua me iba a portar mejor. —¿Se portó mejor? —¿Cómo?
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—¿Si empezó a decir lo que ellos querían que dijera? —No. —¿Cuánto lo tuvieron en el tanque? —Me tuvieron unos diez minutos. Me hundían la cabeza y me la sacaban. Yo tragaba cada vez más agua... Al final ni oía lo que me preguntaban. Entonces me sacaron de allí y empezaron a quemarme los brazos con cigarrillos. Aquí tengo las marcas —dijo, y se levantó la camisa para dejarme ver dos pequeños círculos rosado—castaño en ambas muñecas. —Un dolor así debe de ser insoportable... —No sé, ya no sabía nada, no oía, no veía, me desmoronaba como si no tuviera esqueleto. Ellos me levantaban y seguían dándome. Se ve que al final me dieron con algo muy fuerte en la cabeza. —¿Por qué dice «se ve»? —Porque yo no sé cuándo ni con qué me dieron. Me desperté en el Hospital Militar. Un enfermero me dijo que hacía 24 horas que había sido internado. La cabeza me dolía mucho. Me la toqué y me di cuenta de que la tenía vendada. Volví a preguntarle al enfermero. Me miró como si yo estuviera loco. «¿No sabe que tiene una bruta herida en la cabeza?», me dijo. Así me enteré. III A Leonel Martínez Platero lo prendieron el 8 de octubre de 1969. Este reportaje fue tomado unos días después, cuando todavía tenía en el cuerpo marcas de picana. No era fácil hacerlo hablar, tenía un rechazo a priori por el periodismo y los periodistas. Guardé sus respuestas y no mis preguntas. —Me meten en la camioneta policial para llevarme a la jefatura. Durante el trayecto me dan sopapos y patadas hasta que llegamos a "Inteligencia". Allí, Otero(48) me interroga durante unos tres minutos. Al cabo me dice que si no hablo, él no puede hacerse responsable de lo que venga. Entonces paso al calabozo. Adentro del calabozo meten un guardia; un tipo grandote, más alto de lo normal... tal vez tuvieron miedo al suicidio. Yo me tiro en el suelo y trato de dormir. Pero casi enseguida siento pasos en el corredor. El guardia que también oye los pasos y ya sabe de qué se trata, me dice que me vuelva de cara a la pared. Entonces entran dos o tres. Uno me coloca la capucha. Una especie de gorro "Ku Flux Klan" con un agujero en la punta y una piola abajo. Me sacan de allí y me hacen dar varias vueltas... Pienso que quieren marearme. En un lugar que en ese momento no ubico me desnudan y me tiran sobre una colchoneta mojada que se apoya sobre una especie de parrilla de hierro. La parrilla debe de ser ligeramente triangular, porque a pesar de que me abren las piernas completamente, éstas siguen apoyadas. Luego me atan las muñecas y los tobillos, me tiran un balde agua fría, me tapan con paños mojados y alguien pone, en un pick-up, a todo volumen, un disco nue-
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vaolero. A partir de ese momento se alternan las preguntas con los golpes de picana. Cada vez que usan la picana los tipos que andan alrededor baten palmas y i gritan: «Twist, twist, twist». Entre música, el golpear de manos y los gritos de las ¡ tiras, se arma un ruido de todos los infiernos. Yo, mientras tanto, cuando puedo ! pensar pienso que debo tratar de reservar mis fuerzas para resistir, resistir... Durante unos veinte minutos alternan, en el sistema habitual, preguntas, picana e insultos. «Vas a quedar castrado». Mira que no vas a aguantar, que te vamos a limpiar. Te conviene contestar porque si no te vamos a entregar a los militares». Cuando se dan cuenta de que la cosa no da para más, de que estoy medio inconsciente y ya no oigo lo que me preguntan, me arrastran hasta arriba y vuelven a tirarme el orín y los excrementos de la celda. «Dentro de un rato volvemos», me ' dicen. Sé que no debo pensar en que van a volver, que necesito usar toda mi voluntad y dormir para recuperar fuerzas. Consigo empezar a dormirme cuando un gallego de la celda de enfrente se pone a gritar como un condenado. Lo habían llevado en una «razzia» y protestaba contra todo dando patadas y puñetazos en la puerta. «Torturadores, déjense ver las caras». «Yo tengo cojones». «Asesinos». A alguien, muy cerca de mi celda, le viene un ataque de nervios. Supongo que es el fotógrafo que habían llevado equivocado. Maldiciendo interiormente al gallego y a todos lo que gritan, termino entrando en un semi-sueño que algo me descansa. Un rato más tarde, no sé si una hora, dos o media, vuelvo a oír, en el corredor, las voces trucadas que ya conozco de los torturadores y pasos que se detienen frente a mi celda. Todo se repite, la capucha, el paseo, la estaqueada. Me ponen encima una bolsa de arpillera bien mojada y el sacudón de la picana es mayor. Allí miento. Digo que había estado en Shangrilá... que había vivido en una casa de Shangrilá. Gran despliegue... gran expectativa; todos nos trasladamos a Shangrilá. Rodean la j casa que indico y, armados hasta los dientes, golpean. Dos viejitos, que eran la estampa de la inocencia, abren la puerta. Entonces se dan cuenta del engaño. Enfurecidos me llevan a empujones a la playa y me hacen meter al agua de rodillas, diciéndome que van a ahogarme. Al cabo de un rato se cansan y volvemos a i la camioneta. En la camioneta estaban el Beto y otros; la camioneta era la nuestra; allí la vi por última vez. Salimos al camino y uno dice: «¿Adonde ahora?». «A ] San José y Yi, a que lo conecten directamente con la UTE», contesta otro. Era de madrugada. De vuelta me llevan a la celda y por muchas horas quedo tranquilo... De tardecita oigo que abren la puerta y pienso: «Otra vez a la biaba». Pero en lugar ] de ponerme la capucha, me llevan a cara descubierta, ante dos señores que dicen j ser el juez y el actuario del juzgado y que insisten en preguntarme si tengo alguna ] denuncia que hacer sobre el trato recibido. Yo estoy desconfiado y por un rato no abro la boca. Finalmente me convenzo de que son realmente juez y actuario y hablo de las torturas. Ellos dicen que eso no volverá a ocurrir... que van a darme '\ de comer... que voy a poder dormir, etc. Yo vuelvo al calabozo y después de un rato me duermo. Me despierta la orden ya conocida de que me ponga de pie, de i espaldas a la puerta, y todo empieza de nuevo.
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IV Eleuterio Fernández Huidobro fue prendido en Toledo Chico el 8 de octubre de 1969. —Me prendieron en Camino de Abrevadero y Camino del Andaluz. Me agarró un piquete de la Guardia Metropolitana^). Ellos lo llaman grupo de choque; era el A-1, al mando del oficial Pecho o Petcho, no sé bien cómo se escribe. Ellos me capturaron y me desarmaron... a culatazos y patadas... —Espere... Cuente más ordenadamente. ¿Cuántos eran? —No sé, eran muchos... doce o quince. En cuanto me agarraron, sin preguntar ni cómo me llamaba, empezaron a darme... los que estaban alejados por ahí en otras tareas también se arrimaban y hacían lo que podían. —¿También el oficial? —No, oficial, a los gritos, les dijo varias veces que me dejaran. Pero le obedecían a medias, por un instante y enseguida volvían a lo mismo. Daba la sensación de que no podía dominarlos... gritaba desaforadamente. Les decía que yo tenía que llegar sano al interrogatorio... pero ni les oían; estaban tan descontrolados que para llamarse unos a otros tiraban tiros al aire. Continuamente, y sin que mediara ningún gesto de mi parte, me tiraban tiros a los pies, me insultaban, me empujaban, me pedían a gritos que me escapara. —¿Cómo que se escapara? —Sí, que me escapara... para balearme... Me decían: «Rájatelas, que así te reventamos». —¿Y usted...? —Yo sabía que no bromeaban. —¿Cómo se dieron cuenta, en cuanto lo prendieron, que usted había intervenido en Pando? —Se dieron cuenta porque yo estaba cubierto de barro y con la ropa deshecha. .. Además, aunque no hubiera sido así... prendieron a tantos inocentes que no tenían nada que ver, y el trato fue igual... a palos los empujaban hasta la chancha y a palos y empujones los metían. —¿Qué pasó después? —Llegó un momento en que el oficial logró dominarlos y mientras él estaba presente me dejaban tranquilo. Pero el oficial tenía que hacer... atender la radio... en cuanto él se daba vuelta, los tipos volvían a lo mismo. Me daban como podían, me escupían... Lo extraño es que el oficial no estaba menos caliente que el resto, creo que simplemente tenía otra mentalidad. —¿Estaban en un lugar solitario? ¿Nadie podía intervenir? —Algunos vecinos intentaron acercarse, pero los conminaron a que volvieran a sus casas. —¿Cuánto tiempo duró todo eso?
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—Un rato... no sé cuánto... sé que no dejaban de insistir con el tema. «¿Por qué no te habremos hecho la boleta antes? ¿Por qué no te las rajas?». Todo este asunto me dejó en definitiva un saldo positivo. —¿En qué sentido? —Bueno, en el sentido del conocimiento de una realidad que ignoraba. Supe a través de la experiencia vivida en esas horas que el sadismo, la tortura, el asesinato no vienen necesariamente ordenados de arriba. Que han penetrado todos los cuadros y que la deformación es bastante profunda, a esta altura, como para que su control sea posible... Oía a estos tipos protestar por la cantidad de muertos... Cada vez que el altoparlante daba el número los escuchaba quejarse: «Son pocos». «Tendrían que ser más». «Pero che, nada más que tres...». Y después, en la camioneta, mientras me llevaban... —¿Qué pasó? —El oficial iba sentado delante, junto al chofer. En el momento de subir les había dicho que me dejaran tranquilo, que no se hicieran los vivos... pero en cuanto la camioneta se puso en marcha, el que venía al lado mío inicia un extraño procedimiento: hurgar en las heridas que yo tenía en la cabeza. —¿Cómo hurgaba? —Me las abrías, me metía los dedos, se embadurnaba las manos de sangre y luego se las limpiaba en mi ropa. —¿Los demás qué decían? —Los demás se reían... Cuando se cansó, empezó a jugar con el revólver. Me la ponía en la sien, hacía girar el tambor, lo martillaba. Allí sus propios compañeros le advirtieron que se quedara quieto, que me iba a matar. Entonces cambió de diversión... empezó a decirme al oído las cosas que pensaban hacer conmigo y con mi mujer. —¿Obscenidades? —Sí, obscenidades. —¿Qué pasó cuando llegaron a jefatura? —En jefatura... nada especial, como a todos. Había uniformes de todas las reparticiones y tiras de particular... y todos pegaban... estaban como enceguecidos. Hasta el enano de Cárcel Central, que es administrativo, vino a darnos. —¿Después...? —¿Después?... Nada mencionable. Lo corriente. —Entonces, antes... Antes de que lo hicieran subir a la camioneta para trasladarlo. —Sí... Nos hicieron arrodillar en el suelo detrás de la chancha, mirando hacia el interior. —¿Nos hicieron? ¿A usted y a quién? —Puig, un compañero... En ese momento me di cuenta que el oficial desde el principio me había reconocido, que sabía que yo era un viejo clandestino. —¿Por qué se dio cuenta? —Por la manera de hablarme. Se acercó y me dijo que estaba más flaco.
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—¿Nada más? —Sí, me preguntó qué pensábamos hacer en Pando... y después otras preguntas que evidenciaban interés por lo político. —Usted le contestaba... dialogaba con él... —Sí... —¿La conversación duró mucho rato? —No, casi enseguida llegaron varios jerarcas. —¿Policiales? —No lo tengo claro, sospecho que podía haber gente del ejército. El uniforme no era de los policiales más conocidos... podían haber sido oficiales de graduación de la Metro y podían haber sido del ejército; yo no puedo afirmar ni una cosa ni otra. —¿Cómo llegaron ahí? ¿En algún vehículo? —Venían caminando, rodeados de tropa con las armas en la mano... bastante acalorados. En cuanto aparecieron se hizo un gran silencio... y se llevaron a Petcho hacia el frente de la chancha. Yo, sin verlos, me di cuenta que habían entrado en una discusión bastante violenta. —¿Qué decían? —Escuchaba muy confusamente, porque entre ellos y yo, en la chancha, estaba la radio transmitiendo órdenes. Oí, sin embargo, claramente, una frase con la que Petcho pareció poner fin a la disputa: «Yo soy milico pero no soy asesino». —¿De lo que decían los otros no pudo escuchar nada? —No, pero Petcho se dirigió hacia donde yo estaba y escupiéndome la cara me dijo: «Te salvé la vida». V Jesús David Melián fue detenido en Toledo Chico el 8 de octubre de 1969. —Fui detenido por gente de la Policía Caminera. —¿Eran muchos? —Éramos dos, Elbio Cardozo y yo. —Me refiero a la policía. ¿Eran muchos? —Eran tres, el jefe de ese cuerpo y otros dos funcionarios. —¿Los revisaron? —Sí, nos revisaron, nos preguntaron los nombres, y nos hicieron tender al borde del camino, boca abajo. —El trato fue correcto. —Absolutamente correcto... Haría unos minutos que estábamos en esa posición cuando aparecieron dos funcionarios de la Metro(SO). Se acercaron a los de la Caminera y les dijeron que venían a llevarnos, que ellos se iban a encargar de nosotros. El jefe de la Caminera les respondió con una voz que todavía recuerdo, que habíamos sido detenidos por él y que él nos conduciría.
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—¿Por qué recuerda la voz? —No sé bien... era una voz serena pero que temblaba un poco. Yo diría que al hombre no le gustó el pedido. —¿El de la Metro aceptó la negativa del otro? — No, empezó a discutir. El otro trataba de mantener la calma cuando hablaba... y no hablaba mucho, pero me di cuenta que no estaba dispuesto a ceder. La discusión fue subiendo de tono, se puso muy violenta. Yo pensé que iban a tranzarse. —¿Qué argumentos daba el de la Metro? —No daba argumentos... más bien parecía una fiera ciega por su pedazo de carne. —¿Y el otro? —Yo no lo veía, pero llegó un momento en que me pareció que estaba a punto... —¿De ceder? —No, de trompearlo... Por fin, el de la Metro, creo que sería cabo, o sargento tal vez, dándose cuenta de que el otro no aflojaba, abandonó la discusión y acercándose a mí me puso el caño del arma en la cabeza. —¿Un revólver? —No, un fusil o fusil ametralladora, no puedo precisar... Yo estaba boca abajo y apenas podía ver la punta del caño... «A este hay que agujerearle la cabeza ya», dijo. El de la Caminera entonces le gritó algo que no entendí y lo agarró del brazo. —¿Del brazo armado? —El arma la tenía con ambos brazos... Lo agarró con fuerza y esta vez, en voz muy baja y pausada le dijo que se retirara... El otro forcejeó un momento pero terminó por ceder y levantó el arma. Antes de irse, nos pateó la cabeza, primero a mí y después a mi compañero. —¿Usted cree que hubiera tirado? —Creo que podía haber tirado porque estaba totalmente descontrolado... y no le agrego nada. Que si nos lleva nos mata, me cuesta dudarlo... Es un fenómeno muy especial el que ocurre con la gente de la Metro, es como si les hubieran abierto la cabeza y se las hubieran llenado de un odio indiscriminado y ciego, un odio absolutamente ciego, difícil de imaginar en seres racionales. —¿Provienen del interior como la mayoría de la gente del ejército y de la policía? —Sí, son generalmente gente del campo, gente del campo sin trabajo, desocupados rurales con una mente casi virgen. Cómo los preparan para transformarlos en eso que vemos sería interesante saberlo. —¿Qué pasó luego que ellos se fueron? —Subimos al coche de la Caminera que nos llevó a la Seccional ventisiete. Allí nos pasaron a un camión que nos condujo a jefatura. En jefatura empezó lo peor. —¿Peor que este episodio que acaba de contarme, en que pensó que le atravesaban la cabeza de un balazo? —Esto que acabo de contarle es impresionante visto ahora, de lejos... En su momento, no sé bien por qué, yo me disponía a morir sin que el hecho me trastornara demasiado, en cambio lo de jefatura lo recuerdo como una pesadilla de horror..
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Entramos al sótano y antes de que abrieran la puerta de la chancha se formaron dos hileras de funcionarios que iban desde el camión hasta el ascensor. —¿Qué distancia? —Unos diez metros. A medida que pasábamos, lentamente, muy lentamente, nos llovían cachiporrazos, trompadas y patadas... se oían insultos, aullidos; yo tenía la sensación de que ese túnel no se podía salir con vida. Todos se esforzaban por dar su golpe en donde fuera. —¿Dónde estaba el oficial que los había llevado? —El que nos había llevado era Fontana(51). Cuando bajamos de la camioneta él bajó adelante y nos precedió en la marcha por el túnel, pero deliberadamente, caminaba muy despacio para dejar a sus compañeros sacarse el gusto. En su momento se dio vuelta y dijo con gesto irónico: «¡Qué barbaridad! Déjenlos, son mis detenidos...». Frente al ascensor los que no habían podido alinearse en el túnel obstruían la entrada impidiéndonos pasar. Todos querían seguir pegando. Eran cerca de cien personas aullando y golpeando. Se tenía la sensación de haber caído en medio de la sala de furiosos del Vilardebó. Yo veía la entrada del ascensor como la salida del infierno... pero me equivocaba... el ascensor también estaba lleno de funcionarios policiales que se golpeaban entre ellos. Yo recibí un golpe tan fuerte sobre el ojo derecho que creí que lo había perdido. Sentía por debajo de mi había alguien tirando a quien veníamos pisando, no sabía si policía o compañero, pero imposible hacer nada. Era como si uno pretendiera hacer algo en medio de una manada de rinocerontes despavoridos... Algún compañero me comentó después que la policía debía estar dopada... Le parecerá extraño... pero muchos lloraban... Yo creo más bien que tenían un ataque de histeria colectiva... El ascensor se detuvo por fin en el cuarto piso y bajamos. Atravesado en el corredor, en medio de un charco de sangre, estaba Osano. No podía pararse por la herida de la pierna y allí estaba tirado... perdiendo sangre, con las manos atadas. —¿A qué iban al cuarto piso? —A que Fontana nos interrogara. El interrogatorio fue breve, conciso y terminó con una amenaza: «Bueno, no hablen ahora si no quieren, ya los vamos a hacer hablar; hay tiempo». Me llevan de nuevo al ascensor. Mientras esperamos que suba, me trompean la nuca, los ríñones. Yo trato de agarrarme del enrejado pero terminan por tirarme. Entonces empiezan a saltarme encima, me salía sangre por todos lados. «Hay que llevarlo por la escalera, dijo uno, va a llenar de sangre el ascensor». «No, deja, va a ensuciar la escalera, el ascensor ya está sucio», le contestaron. Al entrar al ascensor tuve una especie de desvanecimiento, pero me repuse. Al salir esperaban a ambos lados de la puerta dos que empezaron a pegarme en la cabeza, uno sobre la nuca y el otro sobre la cara. —¿Dos de investigaciones? —No, dos de la Metro. —Parecería que el dejar pegar a todos era una especie de premio concedido a funcionarios cumplidores...
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—Sí, exactamente, hasta funcionarios administrativos venían a pegarnos. —¿Qué pasó luego? —Me llevaron a la celda, allí, dos funcionarios de Hurtos y Rapiñas, uno petiso canoso y otro zurdo me pusieron de cara contra la pared... Yo cerré los ojos, traté de bajar la cabeza y esperé los golpes. Esperé... Me metieron las manos en el pantalón y me sacaron setecientos pesos del bolsillo que no volví a ver. VI Arapey Cabrera fue detenido en Toledio Chico el 8 de octubre de 1969. —¿Quién lo detuvo? —Había de todo, gente de la Caminera, de la Metro, oficiales del ejército... Yo abrí los ojos y solamente veía botas alrededor de mi cabeza... Una pesadilla de botas que daba vueltas alrededor mío... Apenas distinguía el resto: caras, uniformes. —Sé que en ese momento ya empezó la tortura. —Tortura... yo le llamaría maltrato, aunque maltrato parece una palabra demasiado inexpresiva... no sé, vejación. —Bueno... llamémosle vejación.. Veías las botas dar vueltas a su alrededor... Usted estaba tirado sobre el suelo... —Sí, estaba tirado en el suelo boca arriba, semi-inconsciente, con un brazo medio deshecho... —¿Y ellos? —Ellos empezaron a preguntarme entre golpes y patadas. Me pateaban las piernas, la cabeza... Yo apenas entendía lo que me preguntaban, sé que en un momento me acercaron la cédula(52) a la cara y me dijeron: «Esta cédula no es tuya, ¿vos quién sos?». Yo no coordinaba mucho pero les dije que sí, que era mía. —¿Y era la suya? —Sí. —¿Por qué dudaban? —Porque la cédula tenía nueve o diez años, la había sacado para dar ingreso... El que aparecía allí retratado era un niño. —¿Logró convencerlos? —No sé... pero además no importaba mucho... Igual me pateaban, se paraban arriba del brazo herido, me lo pisaban. En un determinado momento alguien dijo: «Cuidado, cuidado, un periodista», y otro: «No lo dejen acercarse». Inmediatamente a mi alrededor se formó un cerco compacto de policías. —¿Por qué querían ocultarlo? —No sé, ellos pasaban continuamente mi nombre por radio. Decían que estaba herido... No sé por qué querían ocultarme; habría que preguntárselo a ellos. —¿Cuánto hacía que usted estaba allí, perdiendo sangre?
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—Exactamente, tampoco sé. Me hicieron cerca de las dos y me llevaron al hospital alrededor de las cuatro. —¿Por qué demoraron tanto? —También habría que preguntárselo... —¿Buscarían que se desangrara...? —Yo pienso que si... y si demoran un poco más lo consiguen. —¿Qué pasó después? —Después en un momento que no podría precisar empezaron a dar vueltas con el asunto Pellegrini, a preguntar dónde estaba o quiénes eran los que sabían dónde estaba. —¿Y usted? —Yo no sabía, y decía que no sabía... entonces me acercaban al brazo cigarrillos encendidos. —¿Al brazo herido? —Sí. —¿Sobre la herida? —Alrededor de la herida. —Y usted dice que no lo torturaron. —Bueno, yo no sentía nada, estaba prácticamente agonizando. —¿Se daba cuenta de que agonizaba? —Para nada, eso lo supe después. Me enteré que a ese estado lo llaman «la muerte rosa». —¿Por qué rosa? —No sé si tiene que ver con el color de la sangre en el agua, con el tipo de muerte de los que se cortan las venas dentro del baño, o con la situación anímica en que entra el individuo que se desangra lentamente. —No hay angustia... —No, no hay angustia. Pasa de la inconciencia a la conciencia y viceversa varias veces. —¿Y no se piensa en la muerte? —No podría decir que no se piensa, o mejor, no podría decir que yo no pensaba; la muerte pasaba a ser, en ese momento, algo secundario, pero la aceptaba sin ansiedad. Es bastante extraño, pero quedé como colocado detrás de los hechos. —Lo de atrás de los hechos lo entiendo, es una situación como de amenidad respecto de lo que nos ocurre. Avasallado ¿Por qué? —Porque tenía previsto enfrentar una cosa que creía conocer perfectamente y la que enfrenté no tenía que ver con esa previsión. Por eso digo que quedé avasallado.. . o descolocado. —¿Usted está hablando del enfrentamiento con la muerte, con la arbitrariedad policial? —Hablo de varias experiencias fundamentales y distintas que una palabra podría resumir: la guerra. Tuve una vivencia parcial de lo que es la guerra... Por la
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conducta policial, por la proximidad de mi muerte como dice usted, y fundamentalmente por haber visto caer a un compañero. —¿Salerno?... —Salerno. —¿Usted estaba con él cuando cayó? —Sí, estábamos juntos. —Empiece por el principio. —Bueno. Venimos corriendo casi sobre el camino, junto a un alambrado, cuando comienza un tiroteo con la policía. Salerno, que está armado, corre hacia un monte de eucaliptos cercano y me grita que lo siga. Yo lo sigo. Es en ese momento que recibo la primera bala en el brazo. El tiroteo prosigue, pero Salerno rápidamente queda sin balas y me consulta qué hacer. Yo le planteo que tengo un tiro en el brazo, que debemos rendirnos. El accede y se prepara para salir. —¿Y la escuela? —¿Qué escuela? —¿En qué momento se meten en la escuela? —No sé... La escuela está enfrente. —Pero escúcheme... la escuela de que hablaban los diarios. —No sé... No sé de qué hablaban los diarios, yo no los vi. De la escuela, nada... Una compañera se refugió en la escuela... Nosotros nunca estuvimos en la escuela. —Deciden, entonces, que lo mejor es rendirse. —Sí... Decidimos rendirnos. Él sale de atrás del árbol en que estaba parapetado y ostensiblemente, para que a la policía no le quepa duda sobre el gesto, tira su arma, un arma grande Lugger o Mauser. Levanta los brazos y tira el arma al tiempo que grita nuestra rendición. —¿Dice: nos entregamos? —Sí. «Nos rendimos, nos entregamos»... y empieza a caminar lentamente, muy lentamente, con los brazos en alto. Yo lo veo alejarse... cuando está a unos dos o tres metros comienza un fuego cerrado desde la derecha que lo abate. Diez tiros se le alojaron en el cuerpo. —¿Hacía mucho que eran amigos? —Acababa de conocerlo hacía unos minutos apenas. Tuvimos un breve diálogo, sólo un breve diálogo que para él fue el último. Él no sabía quién era yo, yo no sabía quién era él; éramos dos pobres militantes de base, dos soldados rasos haciendo lo que podíamos. VII Enrique Osano fue prendido el 8 de octubre de 1969 en Toledo Chico. —¿Qué hacía antes de entrar en la organización? —Trabajaba en La Platense(53).
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—¡¿En La Platense?! —¿Qué pasa? ¿A los empleados de La Platense les está prohibida la revolución? —No, no, cuénteme cómo cayó. —Estábamos detrás de un grupo de transparentes(54), en Toledio Chico ya sin armas y rodeados por la policía. Éramos varios, también una compañera, que no olvidaré, llevaba tacos altos. —¿Todos se conocían? —No, de los que íbamos en ese grupo ninguno sabía quién era el otro. —¿Y cómo sabían que todos estaban en lo mismo? —En ese momento por muchas razones ya lo sabíamos... durante el operativo nos reconocíamos por el brazalete blanco. —¿Una cinta en el brazo? —Sí, en el brazo izquierdo... A lo lejos se veían y se oían policías que venían armando un cerco. —¿Venían con perros? —Con ametralladoras... en ese momento apareció el helicóptero que dirigía la operación. Creo que fue allí, en ese segundo, que tuvimos la cabal sensación de que podían liquidarnos a todos. —¿Por qué? —Por la forma cómo se encaraba la maniobra. La zona había sido desocupada; las casas estaban vacías. El helicóptero por medio de un altoparlante ordenaba los movimientos, tal como si se trataba de una acción de guerra. Las balas regaban el campo sin un objetivo concreto. Fue en una de esas ráfagas cuando a mí me hirieron la pierna. —¿Fue a usted que David Melián encontró en medio de un charco de sangre al salir del ascensor en jefatura? —Sí, fue a mí. Bueno... después que me hirieron decidí alejarme del lugar; caminando con dificultad, la herida era en la rodilla, traté de tomar el sentido contrario al del punto de donde provenían las balas, pero no tuve suerte. Me topé con un grupo que parecía más numeroso que el anterior. —¿Los primeros eran... ? —Metropolitana. —¿Y éstos de ahora? —Varios cuerpos, Caminera, Radio Patrulla, Metro. Cuando vi que estaba rodeado decidí entregarme. Puse las manos en la nuca, salí a campo descubierto y grité que me entregaba, que estaba herido y no tenía armas. En una hondonada había un patrullero detenido y recostado en él, un policía de Radio Patrulla. Yo, siempre con las manos apoyadas en la cabeza empecé a caminar en esa dirección. El tipo ni se movió, levantó el revólver y lo descargó en mi como quien tira al blanco. —¿Lo hirió? —No. —¿A qué distancia estaba?
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—Setenta u ochenta metros. —¿Habría querido herirlo realmente? —Con seguridad sí. Las balas me pasaban a ambos lados de la cabeza, una, por ejemplo, entre el brazo doblado y la oreja. —¿Cuándo se dio cuenta de que le estaba tirando a matar por qué no se arrojó al suelo? —Porque había oído decir a dos policías que iban a rematar a quien cayera. —¿En qué momento los oyó? —Cuando estábamos entre los transparentes... dos que andaban cerca baleando cuanta cosa veían hablaban del asunto. «Al que caiga de estos hijos de puta, remátalo», decía uno y el otro asentía. A mí me quedaron estas palabras tan grabadas que luego, en todos los acontecimientos que siguieron, siempre traté de mantenerme despegado del suelo. —¿Lo consiguió? —No siempre... Bueno, cautelosamente me detuve unos segundos y luego seguí avanzando. El que me había baleado empezó a cargar el arma de nuevo, pero alguien se acercó y lo detuvo. —¿Con una orden? —No... forcejeó unos instantes con él, lo agarró por el brazo. Enseguida se acercaron otros. Yo me daba cuenta de que hablaban... pero estaban muy lejos, no oía. Por fin se lo llevaron. —¿Quiénes eran los que lo detuvieron? —Uno de la Caminera. Casi simultáneamente a este hecho empezaron a aparecer Metros con ametralladoras, por todos lados. —Allí lo prendieron... —Sí, a patadas y empujones me llevaron hasta una cuneta, me tumbaron de un culatazo en la cabeza, me-esposaron hacia delante y luego empezaron. —¿A pegarle? —Empezaron a darme interminablemente patadas y trompadas. —¿Cuántos eran? —Yo que sé... Era infernal... los vehículos llegaban llenos, y todos se venían derechos hacia donde estaba yo. Había del ejército, Radio Patrulla, Metro. —¿Caminera? —Allí también se abstuvieron. -¿Sí? —Sí, no sólo no se acercaron sino que miraban a los otros con cierta expresión de asombro y tal vez de reprobación. —¿A qué cree usted que se debe esa diferencia entre la Caminera y otras policías? —Creo que se debe a su falta de contacto con el delito, y a su formación que es totalmente diversa, porque es diverso su fin en la sociedad en que vivimos.
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—¿Usted piensa que el resto de la policía por su contacto con la delincuencia terminan por parecerse a los delincuentes? —No sé si es esa la razón, sé que a menudo se les parece... Ahora el caso de los Metros es diferente. Ésos no se parecen nada, son un fenómeno particular y extremo. —¿Por la irracionalidad y la violencia?... —Sí, por ambas cosas, aunque tal vez a mí me desconcierte más su irracionalidad que su violencia. Yo diría que nunca vi nada que se asemejara tanto a un robot. —¿Qué pasó después que se llevaron al del revólver? —Seguían cayendo vehículos con milicos y todos venían y mojaban. Ahí, un policía de los comunes, con pinta de ser del interior me apunta con un máuser. —¿Cómo sabe que era del interior? —Por el chaquetón azul y por el acento acanariado... Me apoya el arma en medio de la frente, y llorando, pero llorando copiosamente, como un loco, con los ojos desorbitados, me dice que yo soy Zabalza y que él tiene que matarme. —No entiendo bien, ¿Qué es lo que le decía? —«Vos sos Zabalza, hijo de puta, y te tengo que matar». Con el revólver a una cuarta de la cara me lo repetía una y otra vez mientras me pateaba. —¿Por qué Zabalza? No entiendo. —Es evidente que me confundían con Zabalza. Por qué querían matarlo, no sé. —¿Y no hubo luego ningún hecho que aclarara? —No, ninguno. —¿La situación no se repitió? —Sí, en ese mismo momento varios que estaban alrededor y escuchaban empezaron a saltar y a gritar: «Este es Zabalza, este es Zabalza», como si festejaran una cacería o un trofeo de guerra. —¿Qué pasó luego? —Sacaron a empujones al que me estaba apuntando. —¿Para evitar que tirara? —No, porque los que llegaban también querían pegar... ¿Es necesario que le cuente todo tan detalladamente? —Yo lo creo necesario... pero usted decide. ¿Por qué le disgusta? —Me desasosiega, me intranquiliza recordar... no sé, me deja mal. —¿Siente todo eso como algo irreal, de pesadilla? —No, todo lo contrario. Lo siento como algo muy real, pero que quisiera olvidar. Me resisto a admitir que todos esos hechos ocurrieron, que forman parte de mi vida. Sé, y mi actitud no es en esto muy revolucionaria, que quisiera borrarlo. —¿Nunca pensó por qué? —No. —Simplemente no quiere reeditar el sufrimiento padecido... —Lo que sufrí, sufrido está... Algún precio tenía que pagar como aprendiz de revolucionario... No es eso.
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—Tengo una teoría. —A ver. —Ese episodio, en algún sentido, tal vez, le plantea una duda muy especial: «¿Vale el hombre la pena?». —Sí, eso podría explicarlo, pero sé que el hombre vale la pena a pesar de todo esto. —¿Qué pasó después? —Durante un rato fui el centro de la atención de todos los que llegaban; cada uno venía y ensayaba conmigo. —A esta altura estaba ya tirado... —Estaba sentado, con las piernas dobladas contra el pecho y las manos esposadas, levantadas, tratando de cubrir con ellas la cara y la cabeza. Con todo no pude defenderlas mucho, mientras dos milicos me inmovilizaron con sus botas por los flancos, un tercero se paró enfrente, me colocó un pie en el pecho y tanteándome la cabeza con un palo como quien tantea una pelota de golf, para no errar, me descargó un furibundo garrotazo que me abrió la cabeza. —¿Se desmayó? —No, quedé físicamente como anonadado pero sin llegar a desmayarme. En ese momento se empezaron a oír voces de mando mezcladas con gritos y corridas. La consigna era rodear la zona porque en un rancho cercano empezaron a dispersarse, pero previamente, me empujaron de manera que quedó acostado en la cuneta y colocaron las chanchitas de modo que el camino quedó oculto para mí y yo quedé oculto para el e l camino. Habían pasado unos minutos cuando oí que la radio de uno de los vehículos anunciaba la muerte de Zabalza. Acto seguido un joven bajó de una de las chanchitas y se dirigió hacia donde yo estaba. Un joven imberbe, casi un niño, con un treinta y ocho largo en la mano y dos cargadores de metralleta en la otra. Se detuvo a medio metro de mí y se quedó mirándome. «Vos no sos Zabalza, pero te vamos a matar igual», dijo, mientras me apuntalaba con el treinta y ocho a la cabeza y lo gatillaba. —-¿Estaba como los otros, histérico o furioso? —No, no... no tenía cara ni de asesino ni de saber qué hacía. Yo sentía que se comportaba como una pieza de un engranaje; que sabía qué debía hacer pero no sabía por qué. —¿De dónde deduce todo eso? —De la expresión de la mirada, como pidiendo disculpas, de la necesidad de justificarse, fácil de descubrir en sus palabras. —¿Qué decía? —«Te tengo que matar, te tengo que matar», y luego como buscando una salida: «¿Por qué te metiste en esto?». —¿Usted cree que él quería una respuesta que lo moviera a matarlo? —Sí. —¿Una respuesta que lo excitara?... —Sí, que lo irritara y lo enfureciera... Entonces, muy suavemente le dije: «Tal vez sos vos el equivocado». equivocado». Me contestó que tenía madre, mujer e hijos.
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—¿Qué quería decir con eso? —Quería decir que ese era su trabajo, que para eso le pagaban. —¿Y usted...? —Le dije que yo también tenía mujer, un hijo en viaje y madre. Que yo no había nacido de un repollo... —¿De un repollo? ¿Cómo podía hacer humor? —No, no era humor, le aseguro que no era humor. Yo buscaba desesperadamente el argumento justo, el que lo eximiera de su obligación de matarme, que lo paralizara. Buscaba... no sé cómo se puede poner en un instante tanta intención en algo... buscaba... —... Turbarlo, hacerlo titubear... —Sí, enredarlo, hacerlo titubear... Titubeó. Gatillaba, despatillaba y volvía a bajar el gatillo. Me miraba fijo, muy fijo a la cara, pero parecía que estaba viendo algo detrás de mí. Era como si hubiera entrado en una gran confusión. Alguien llegó corriendo y le preguntó que esperaba para matarme. —¿Usted piensa que le habían encargado su muerte...? —No tengo la más mínima duda de que su trabajo en ese momento era matarme. —¿Él que contestó? —Él... él pareció volver a la realidad. Me miró otra vez, se dio vuelta, y empezó a hablar algo con el que venía corriendo. Algo que yo no entendí. —¿Nada, nada...? —No, nada. Hablaban muy bajo... A usted que siempre le gusta saber del miedo que uno siente... allí, mientras aquellos dos desconocidos hablaban sentí miedo, un miedo atroz. Sabía que ese intercambio de palabras estaba decidiendo mi vida o mi muerte... y... —¿Por qué no sigue? —Está es la parte que mejor recuerdo, pero que más difícil me resulta de describir. .. morir allí, con las manos atadas, sin poder defenderme. En milésimas de segundos pasaron por mi cabeza cien cosas diferentes. Siempre dicen que los ahogados repasan su vida en un instante, ahora puedo entender cómo es eso. Pensé en los seres que más quería, en mi compañera embarazada, en mi madre... —¿...Y hechos...? —También. Recordé el día en que choqué con la moto y volé veinte metros por el aire... pero la recordé con todos los detalles. Recordé que cuando tenía cinco años no llegaba al borde de la mesa del comedor y entonces le había preguntado a mi madre cuándo sería bastante alto para poder ver encima de la mesa... Y esto, y lo anterior, mezclado con lo de Pando, como si lo de ahora y lo de antes estuvieran unidos en un tiempo común. —¿Qué resultó del diálogo? diálogo? —La orden de que había que hacerlo. —¿Usted oyó? —Sí, le dijo: «Dale, dale a este, dale sin miedo».
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—¿Y el otro? —Volvió a colocar el caño a medio metro de mi cara, se puso en cuclillas... Pero no tenía ganas de matarme. Yo se lo veía en los ojos. Me miraba, las manos le temblaban... y no apretaba el gatillo... Ambos tuvimos suerte, llegó un fotógrafo que a mí me salvó la vida y a él lo libró de cometer un asesinato. —¿De qué manera? —Por su simple presencia. Él que había venido corriendo cuando vio al fotógrafo, agarró al otro del hombro y le dijo: «Déjalo, ahora no, que está la prensa». El otro cerró por un instante los ojos y bajó el arma. Yo empecé a reírme... y así salí en la carátula del BP(55) levantado por dos policías de las axilas y riéndome. Acababa de nacer de nuevo. —Es muy extraño... —¿Qué cosa? —Me sentía tan feliz de haber escapado, tan feliz de estar vivo... —Era natural... —Sí, eso era natural... Lo que encuentro extraño es que a partir de ese momento mi vida dejó totalmente de preocuparme. No volví a sentir miedo. Yo creo que temor, miedo a la muerte se siente sólo una vez... Bueno, después... —Sí, ¿qué pasó después? —Salí de allí de la cuneta, llevado casi en vilo por los policías cuando vi que se acercaba por la carretera el auto rojo de Otero. Venía con toda la comitiva. —Gente de investigaciones... —Sí, la corte habitual de tiras. Detuvo el auto atravesándolo en el camino y descendió. Adentro habían dos compañeros que acababan de prender. —¿Qué hizo Otero? —Otero fue a lo suyo, mientras, los dos milicos que me llevaban agarrado de las axilas me hicieron sentar en el camino con la espalda apoyada en la rueda izquierda del auto rojo. —¿Para qué? —Para pegar más cómodo sería... no sé... Sé que empezaron otra vez a darme trompadas y patadas a mansalva. —¿Qué hizo Otero? —Otero se desentendió... como si el asunto no fuera cosa suya. Me rompieron dos costillas y me aflojaron todos los dientes. Por un mes no pude comer. —¿Hay peritaje médico en el expediente? —Peritaje en el expediente creo que no, hay placas en el Hospital Militar. —¿Qué pasó después? —Haciéndome rodar, a patadas, me sacaron de la carretera. Cuando pude levantar la cabeza vi que venía caminando Zina Fernández(56) con una Lugger en la mano derecha. Traía cara de asustado, cara de no saber qué pasaba... La mandíbula contraída, los ojos muy abiertos. Se acercó y me preguntó qué ocurría, que por qué gritaba. Yo lo miré y me quedé callado.
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—¿Por qué se quedó callado? —La pregunta era idiota. Qué pasaba, bien lo veía. —¿Qué hizo él, entonces? —Se encogió de hombros y se alejó. No había terminado de darse vuelta, cuando los milicos volvieron a lo suyo. —Golpes y golpes... —Sí, hasta que se cansaron... Cuando se cansaron me levantaron y arrastrándome me llevaron hasta el terraplén que se extendía al otro lado del camino. En medio del terraplén se encontraba un camión particular, Chevrolet cincuenta y siete cabina verde, que habían hecho desviar porque la carretera estaba interrumpida por el auto de Otero. Ahí me abrieron las esposas y las volvieron a cerrar sobre la mano derecha; la izquierda me quedaba libre. —¿Por qué le soltaban una mano? —Yo tampoco sabía por qué... pero lo supe enseguida. Un oficial se me acercó empuñando una metralleta Star y me dijo que me fuera. «Ándate, me dijo, estás libre». —¿Y usted? —¿Yo? «Ándate vos —le dije—. No tengo interés en irme». Pero el tipo insistía. —¿Qué decía? —Porfiaba, decía que me fuera, que quedaba en libertad. —Buscaba que su huida fuera verosímil y su muerte justificada. —Sí, eso buscaba... No tuvo suerte. Me quedé quieto, no moví un dedo. Si quería matarme, tenía que ser allí sin motivo. Los motivos no se los iba a dar yo... Sentí un terrible golpe en la cabeza y caí hacia adelante. Después supe que el golpe me lo habían dado con una treinta y ocho. —¿Cómo lo supo? —Por la forma del agujero en el cuero cabelludo. El agujero lo había producido la cadenilla que los milicos enganchan a la culata del revólver. —¿Qué pasó después? — Uno se me paró encima y me esposó a la espalda. Yo tenía la cabeza sobre la huella que el camión desviado, había dejado sobre la tierra. •—¿Dónde estaba el chofer del camión? —El chofer del camión estaba adentro. Le habían dado orden de no bajar... Yo estaba con la cara vuelta hacia la rueda cuando oí que el oficial le ordenaba al hombre dar marcha atrás. —¿A qué distancia estaba usted de la rueda? —Estaba a un metro y medio y la miraba. En realidad no podía mirar otra cosa, pero a pesar de que tenía mis ojos fijos en ella, no podría afirmar si se movió o no... no lo sé. Volví a oír la voz del oficial reiterando la orden de dar marcha atrás. Acto seguido vi que el tipo del camión abría la puerta y salía corriendo despavorido como un loco. No pude ver le la cara, ni ninguna otra cosa, sólo la ropa; una camisa a cuadros rojo oscuro y un pantalón azul... Varios milicos se tiraron a
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seguirlo... Si lo agarraron le dieron la tal biaba; ahí no se distinguía quién era de los nuestros y quién no... todos se la ligaban. —¿En este episodio, realmente no tuvo miedo? —No... miedo, nunca más, nunca más... Ya había aceptado a la muerte, a mi muerte, como algo que estaba en el programa. —El programa de un revolucionario... —Sí, lo que pasa es que a veces, es necesaria una experiencia como esta para que la idea se asimile realmente. —Fracasada entonces la idea de aplastarlo con el camión, ¿qué pasó? —Empezaron de nuevo a patearme. Recuerdo que rodé, y que logré volver a sentarme, acurrucándome para ofrecer la menor superficie a los golpes, pero como ahora tenía los brazos esposados hacia atrás, la defensa era mucho menor. Por el camino se acercó un ómnibus de Copsa(57). El pasaje entero asomaba la cabeza por las ventanillas y gritaba. La palabra «Asesinos, asesinos» se oía claramente. Alguien salió corriendo a mover el auto de Otero para que el ómnibus pasara. Mientras se realizaba toda esa maniobra la gente no cesaba de gritar. No sé si a causa del ómnibus, pero apenas este pasó, se acercaron dos de los hombres de Otero y dijeron que ellos se iban a hacer cargo de mí. —¿Parecían estar menos descontrolados que los anteriores? —Parecían... pero enseguida tuve la demostración de lo contrario. —Simplemente querían su turno para pegar... —Más o menos... me llevaron hasta uno de los autos de jefatura, me hicieron subir, y para empezar, me dieron bruta trompada en el estómago. Acto seguido, y mientras el auto corría hacia jefatura, el tira que tenía sentado al lado empezó a revisarme la cabeza: «Mira, mira, dijo de golpe tocándome el oído, aquí hay un lugar-cito sin sangre». Y allí mismo dio como para dejarme sordo el resto de mis días. —¿Cómo fue la llegada a jefatura? —Lo de rigor, ese día. En cuanto se dieron cuenta que por la bala que tenía en la rodilla yo no podía casi caminar, me agarraron entre varios y me hicieron hincar. Me daban con la cara contra la pared mientras me decían: «Tenes que ser buenito y hacer lo que te mandamos». Cuando habían conseguido hincarme llegó Otegui. —¿Quién es Otegui? —Es un oficial de peso en jefatura. Le llaman "El Pocho". Se acercó, y con una voz muy dulce empezó a decirme: «Pero rubio, cómo te tienen en esta posición...». Me levantó, me hizo sentar en el suelo, y me casó las esposas. Yo quedé tirado en medio de un gran charco de sangre, transformado en el hazmerreír de todos los milicos que llegaban. —¿Por qué? —Porque me agarraron de diversión. Se llamaban unos a otros y me mostraban, matándose de risa. «Te vas a morir como un piojo», decían, «cada vez te queda menos sangre, mira cómo crece el charco...».
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—¿No tuvo ningún contacto en todo este episodio con mujeres policías? —Ah... usted cree que por ser mujeres tendrían actitud distinta. —Sí. —Cuando estaba allí en medio del charco, llegaron creo que de la calle, doce o catorce tiras femeninas. —¿Cómo son? —Increíbles, atractivas, vestidas de manera llamativa... Eran las que más se divertían. Sobre todo, cuando Otegui se acercó y para que ellas vieran cómo la rodilla manaba sangre, me arrancó el pedazo de pantalón que va de la rodilla para abajo. Allí las muchachas perdieron toda prestancia. Aplaudían. Se llamaban a gritos para mostrar mis últimas boqueadas. «Vengan», chillaban, «vengan a verlo. Ya no le queda sangre». En un momento, no sé de dónde, apareció un médico con una enfermera que me revisó las heridas y dijo que había que llevarme. Otero le contestó que más tarde, que en ese momento no tenía gente. —Por supuesto, era mentira... —¡Pero si aquello negreaba de milicos! Nunca vi tanto milico junto. —¿A qué hora lo llevaron? —A las siete y pico. —Al Hospital Militar... —Sí, al Hospital Militar. Me mandaron acompañado de dos tiras jovencitos, dos gurises que querían aleccionarme hablando del orden y etcétera, etcétera. Pero yo no estaba para discusiones de ningún tipo, apenas podía abrir la boca, los dejé hablar. —¿Y qué pensaba? —Sentía lástima de ellos. —Por qué eran jóvenes... —Sí, creo que esa clase de errores impresiona más en los jóvenes. —¿Qué pasó en el hospital? —Me llevaron a una sala para hacerme las primeras curas. La nurse le dijo a los dos investigaciones que me dejaran solo. —¿Y ellos? —Los dos aprendices de tiras se habían acercado y se mataban de risa. —¿Y usted? —¿Yo...? Nada, callado. Sentía la aguja que pasaba, la sien que me latía y un hilo de sangre caliente que me surcaba la cara. —¿Y qué pensaba? —¡Ahora sí que no me va a creer! Pensaba en todas las cosas que llevan a un hombre a hacerse revolucionario. —Y eso le servía... —Sí, me servía.
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Notas
(1) Uno de los diecinueve departamentos en que se divide el Uruguay. (2) Organismo Estatal encargado de aplicar la legislación protectora del menor, que abarca también la reeducación de delincuentes juveniles. (3) Bichicome: en el léxico popular uruguayo, vagabundo o desocupado marginal. Proviene del inglés beach-comber, recogedor de desperdicios en las playas. (4) Semanario uruguayo de izquierda, dirigido por Carlos Quijano, donde la autora publicó la mayoría del material del libro. (5) La Colonia Etchepare es un asilo para insanos, dependiente del Ministerio de Salud Pública. (6) Polenta: palabra italiana que designa el cocido de harina de maíz, plato popular en el Río de la Plata. (7) Fóbal: rioplatensismo por foot-ball. (8) Nativos de las provincias argentinas de Corrientes, entre Ríos y Misiones, que forman gran parte de la mano de obra en Buenos Aires. (9) Escracho: lunfardo, por persona flaca y de mal aspecto físico. (10) Milico', lunfardo, por soldado o agente de policía. (11) General Osear Gestido, presidente uruguayo electo en 1966 y fallecido en diciembre de 1967. Lo sucedió el vicepresidente Jorge Pacheco Areco. (12) Partido Colorado Batllista, o batllismo, fundado a principios de siglo por José Batlle y Ordóñez, quien fue dos veces presidente de Uruguay. Es la fracción mayo-ritaria del Partido Colorado uno de los dos grandes partidos tradicionales. (13) Barrio obrero de Montevideo donde se encuentran los frigoríficos, famoso en el Uruguay por la combatividad y conciencia de clase de sus pobladores. (14) Frigorífico Nacional, planta del Estado que oficia como testigo en la regulación de precios de la industria de la carne, segundo rubro exportable del país. (15) Coraceros: designación de los miembros de la Guardia Republicana, policía montada que se caracteriza por la brutalidad de sus procedimientos represivos. (16) Uno de los tres estudiantes asesinados por la policía montevideana en agosto de 1968. (17) Capital del departamento de Río Negro y puerto de ultramar, donde se encuentra el Frigorífico Anglo.
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(18) Doscientos cincuenta (250) pesos uruguayos equivalen a un dólar. (19) Judas: tradición uruguaya, que consiste en construir un muñeco relleno de cohetes, que se cuelga en la calle y se quema el 31 de diciembre por la noche. Los niños de los barrios populares, días antes, fabrican un "Judas" y, en las esquinas, solicitan monedas para comprar los cohetes. (20) Bochinche: rioplatensismo, por ruido. (21) Organismo estatal denominado Departamento de Préstamos Pignoraticios, donde se puede empeñar objetos por pequeñas sumas de dinero. El léxico popular uruguayo juega con la similitud entre Peñarol (famoso equipo de football) y empeño. (22) Boleto: pasaje del transporte colectivo. (23) Ulises Pereyra Reverbel, rico hacendado del Norte, consejero del presidente Pacheco Areco y presidente de las Usinas Telefónicas del Estado, a quien se indica como conspirador de los aspectos más crueles de la represión. En 1968 fue secuestrado durante una semana por los tupamaros. (24) FUNSA: fábrica de neumáticos controlada por un monopolio norteamericano. Su sindicato, situado en el ala izquierda del movimiento sindical, se opone constantemente a la línea mediatizadora de la CNT. (25) Movimiento de Liberación Nacional, o Tupamaros. (26) Capital del departamento del mismo nombre, donde se encuentra también la célebre estación balnearia de Punta del Este. (27) Tambero: propietario de un tambo, o vaquería, donde se comercia con leche al por menor. (28) Votante del Partido Nacional, o Blanco, grupo conservador identificado por los intereses latifundistas y actualmente en la oposición, después de haber ocupado el gobierno en los períodos 1958-62 y 1962-66. Es uno de los dos partidos tradicionales uruguayos. Luis Alberto de Herrera, fallecido en 1958, fue su jefe civil. (29) Firma especuladora en divisas, con estrechos vínculos en la Banca privada, que los tupamaros asaltaron en 1969, la documentación contable capturada por los guerrilleros fue posteriormente difundida por estos, y probó la responsabilidad de ministros de Pacheco en delitos económicos, ocasionando una crisis de Gabinete. (30) Se refiere al asalto al Casino de San Rafael, en Punta del Este, efectuado por los tupamaros en 1969, donde el Movimiento expropió 40 millones de pesos. (31) Chacarero: propietario o arrendador de una chacra, o pequeña granja individual. (32) Remise: automóvil de alquiler perteneciente al cortejo fúnebre. (33) Joven combatiente tupamaro, fusilado por la policía en la Operación Pando descrita en este capítulo, luego de haber sido desarmado y herido. (34) Población vecina a Pando, en el departamento de Canelones limítrofe con Montevideo. Este capítulo describe la toma de Pando por los tupamaros, el 8 de octubre de 1969, acción ejecutada en homenaje al Che Guevara. La táctica empleada fue alquilar en Montevideo una carroza fúnebre con su cortejo, para trasladar a
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Pando una urna con presuntos "restos" de un familiar. De ese modo, un comando del MLN compuesto de una cincuentena de guerrilleros, pudo entrar a la ciudad sin despertar sospechas y ocuparla. Aquí el entrevistado de María Esther Gilio es uno de los choferes de los automóviles del cortejo, quienes fueron maniatados y despojados de sus vehículos en la fase final del operativo. (35) Famoso jugador de foot-ball, del equipo de Peñarol. (36) Banco de la República, organismo estatal. (37) Zona de chacras en el límite entre Montevideo y Canelones. (38) Chancha: denominación popular de los furgones oficiales que transportan detenidos. (39) Policía Caminera: cuerpo policíaco que se encarga de la vigilancia del tránsito en las carreteras. (40) Tiras: denominación popular y despectiva de los agentes de la Policía de Investigaciones y la Policía Política, que actúan vestidos de civiles. (41) Al Rojo Vivo: semanario sensacionalista de Montevideo, que se especializa en crónicas policiales. (42) Unión Popular: frente electoral que en 1958 unió al Partido Socialista y algunas figuras independientes o separadas del Partido Nacional. Se disolvió poco después de las elecciones, al no haber obtenido representación parlamentaria suficiente para continuar su actividad política. (43) Emilio Frugoni. fundador y secretario general del Partido Socialista, del que se apartó en 1958; al discrepar con la línea radical de ese sector. Poeta, legislador, embajador en la Unión Soviética durante la II Guerra Mundial, defendió en sus últimos años una línea liberal y anticomunista. Falleció en 1967. (44) Gustavo Antonio Fusco, Ministro del Interior en gobiernos colorados y dirigente del ala derecha batllista. Las medidas de seguridad son un instrumento constitucional de excepción, permitido por el artículo 168 de la Constitución, de entidad menor que el estado de sitio. Otorga al Poder Ejecutivo ciertas facultades extraordinarias de tipo restringido. Desnaturalizadas en su alcance jurídico, las medidas de seguridad estuvieron implantadas en el Uruguay desde hace tres años, posibilitando una verdadera dictadura de Pacheco Areco. (45) Treinta preguntas a un Tupamaro: documento básico de la ideología y la táctica del MLN, ampliamente difundido en el Uruguay. Posee forma de reportaje y es de autor anónimo, aunque los tupamaros han avalado su autenticidad. (46-47) Balnearios en el departamento de Canelones, cercanos a Montevideo, con extensas plantaciones de bosques de pinos. (48) Comisario Alejandro Otero, ex jefe de Inteligencia y Enlace (Policía Política), responsable de numerosos casos de tortura a detenidos tupamaros. A fines de 1969 fue separado de su cargo a pedido de la Embajada Norteamericana, acusado de lenidad con el MLN. Había sido objeto de severas advertencias por parte de los tupamaros, en varias ocasiones. (49) Cuerpo represivo urbano, asesorado y entrenado por misiones norteamerica-
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nas (últimamente, por el agente de la CIA Dan Mitrione, ejecutado en agosto de 1970 por los tupamaros). Se recluta entre el lumpen del interior del país y los delincuentes juveniles de los asilos gubernamentales. Sus agentes son responsables de muchos estudiantes heridos o muertos en manifestaciones populares. (50) Guardia Metropolitana. (51) El subcomisario Fontana, segundo de Alejandro Otero en Inteligencia y Enlace, es uno de los más conspicuos torturadores de la policía uruguaya. Ha recibido cursos especiales en los Estados Unidos, junto a varios jerarcas; entre ellos, el comisario Héctor Pírez Castagnet, ejecutado por los tupamaros. (52) La cédula de identidad es el documento oficial de identificación en el Uruguay. (53) Conocido bazar de Montevideo. (54) Transparentes: tipo de arbusto muy usado en el Uruguay para cercar predios. (55) BP Color, diario católico de derecha, reconocido por la Curia como órgano oficial del catolicismo uruguayo, que se ha singularizado en su prédica periodística por su aplauso a la represión policíaca. (56) Coronel Romeo Zina Fernández, jefe de Policía de Montevideo, obligado a renunciar este año junto con el ministro del Interior, Pedro Cersósimo, al comprobarse en una sonada interpelación parlamentaria gravísimos cargos de peculado y conducta inmoral. (57) Empresa de transporte de pasajeros entre Montevideo y Canelones.
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Índice
Introducción
Signos del deterioro
Pensiones a la vejez ¿Previsión o perversión social?
14
Consejo del Niño: El Estado, un padre sádico
18
Institutos penales: profilaxis por el ocio
20
Hospital psiquiátrico Colonia Etchepare. El infierno tan temido
24
Colonia Etchepare: «¡Si siempre murieron de hambre...!»
31
Uruguay, país de emigrantes
36
Un uruguayo que se fue
37
...Sí, la historia tendrá que contar con los pobres...
Una huelga como Dios manda
44
Y mañana serán hombres...
51
¿Qué son para ustedes los tupamaros?
63
Hemos dicho basta...
Con la bala en la recámara
72
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El salto cualitativo
89
Reportaje a un tupamaro
96
Torturas
104
Notas
129
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Se terminó de imprimir en Agosto 2006 en Corpográfica S.A. Caracas, Venezuela. La edición consta de 1000 ejemplares impresos en papel Alternative, 60 gr. La tipografía utilizada en su totalidad es Times
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Esta colección ha sido creada con un fin estrictamente cultural y sus libros se venden a precio subsidiado por el Ministerio de la Cultura. Si alguna persona o institución cree que sus derechos de autor están siendo afectados de alguna manera puede dirigirse a: Ministerio de la Cultura Av. Panteón, Foro Libertador, Edif. Archivo General de la Nación, planta baja, Caracas, 1010. Tlfs.: (58-0212) 564 24 69 / 564 93 83 / 564 80 23 / 564 01 06 Fax: 564 44 71 /
[email protected] Caracas, Venezuela
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