Las Pasiones de Eva: Sexo en L.A Kelly Irons KINDLE EDITION Copyright © 2010 Kelly Irons
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La presente novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos en él descritos son producto de la imagi aginaci ación del aut autor. or. Cual Cualqu quiier semejanza con la realidad es pura coincidencia. No está perm permitida la l a repr reprodu oducci cción ón tot otal al o parci parcial al de est es te li l ibro, bro, ni ni su trat ratami amient ento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previ previoo y por escri escritto del aut autor. or. Edición Edici ón y correcci corr ección ón Nieves Nieves Garcí Garcíaa Baut Bautista
CAPÍTULO 1
Eva abrió la ventanilla buscando desesperadamente un soplo de aire fresco. La joven no había tenido más remedio que quitarse la chaqueta de lana quedándose solamente con una fina camiseta. El hombre que conducía a su lado la miraba de reojo cada vez con más frecuencia, si poder disimular el deseo en su rostro empapado. Hacía mucho calor y el sudor cubría el cuerpo de la joven, humedeciendo el algodón de su camisa. Eva se ruborizó al
comprobar que sus pezones se transparentaban a través de la prenda. El camionero le miró descaradamente los pechos y se pasó la lengua por la comisura de los labios. Eva bajó la cabeza, avergonzada, y cruzó los brazos tratando de protegerse de aquella mirada que casi podía sentir sobre su piel. ―Tienes un acento muy raro. ¿De dónde eres? ―dijo el hombre. ―Soy española, pero mis padres eran americanos ―explicó―. Nací e Madrid y he vivido toda mi vida e España. ―¡Ah! Siempre he querido ir a Suramérica. Me encanta Brasil, sus playas, la samba, y sobre todo sus chicas ―dijo el camionero guiñándole el ojo.
Eva prefirió no sacar al hombre de su error. No quería entablar una conversación continuada con él, aunque eso iba a resultar bastante complicado. Llevaban doscientos kilómetros recorridos por las carreteras polvorientas de California y aún tenían por delante otros tantos. ―¿No eres un poco joven para viajar sola haciendo autoestop por el país? Hay mucha gente peligrosa suelta por ahí fuera ―insistió el camionero. ―Tengo veinte años ―contestó Eva tratando de mostrar una seguridad que no sentía―. Y no es la primera vez que hago autoestop ―mintió. La joven miró el billete de avión y se mordió los labios con rabia. Había
perdido el vuelo a Los ngeles por solo media hora, pero no tenía dinero para comprar otro pasaje. Los más de dos mil dólares que tenía ahorrados estaba destinados a algo mucho más importante que coger un avión o un autobús de largo recorrido. Podría haberle pedido dinero prestado a su tío Jerry, pero apenas habían hablado dos veces por teléfono e toda su vida y no quería presentarse así ante su nueva familia. En vez de eso, había llamado a su tío y le había contado que el avión había sufrido un problema técnico y que no saldría hasta mañana. Ahora, sentada junto a aquel hombre en la cabina de un camión de mercancías, no parecía tan buena decisión. ―¿Y a qué te dedicas? ―dijo el camionero quitándose el sudor de la
frente―. Déjame adivinar, una chica tan guapa como tú seguro que será modelo. «Eso se lo dirás a las pocas chicas que se atrevan a subirse a esta pocilga co ruedas», pensó Eva mientras se miraba e el retrovisor. Aunque distase mucho de ser una modelo, estaba contenta con la imagen que le devolvió el espejo. Tenía una media melena oscura que caía algo revuelta sobre su rostro mediterráneo, su piel clara tenía tendencia a tostarse a poco que la rozase el sol. Los ojos verdes estaban salpicados de reflejos dorados que le conferían un ligero aspecto salvaje. La nariz, pequeña y recta, se levantaba sobre unos labios gruesos en forma de fresa, como si estuviese haciendo u mohín perpetuo. No era muy delgada, y si no vigilaba su alimentación, tenía
tendencia a coger peso con facilidad. ―Aún no tengo trabajo ―contestó esquivando la mirada penetrante del camionero―. Estudiaba Psicología e España y supongo que ahora seguiré co mis estudios en Los Ángeles ―añadió si mucha convicción. En realidad Eva no sabía qué iba a ser de su vida. Su madre, la única heredera de una gran fortuna, había muerto cuando ella era solo una niña. Al cumplir los quince años, su padre la internó en u colegio religioso donde acabó sus estudios de Bachillerato y comenzó la carrera de Psicología. Pero su padre murió hacía unos meses y ella había tenido que mudarse obligada a Estados Unidos, a casa de un tío lejano al que ni
siquiera conocía. La situación era de todo menos buena, pero se consideraba una chica fuerte y estaba convencida de que saldría adelante. Aunque por ahora las cosas no estaban yendo como había previsto. Allí estaba, atrapada en la cabina de aquel maloliente camió sentada junto a un rudo camionero. ―Estás muy callada. Creía que las chicas del Sur erais más alegres pasabais el tiempo cantando y moviendo las caderas ―dijo el camionero haciendo un mal chiste. ―No he tenido un buen día ―respondió Eva. ―Voy a poner un poco de buena música para que te animes. El hombre alargó el brazo y lo pasó
por encima de las piernas de Eva rozándole los muslos deliberadamente. El camionero cogió un DVD del compartimento situado en la puerta del copiloto y lo insertó en el lector. Una canción de música country comenzó a sonar en la cabina. El country no estaba precisamente entre sus preferencias. ―¡Esto sí que es música! Animaría a un muerto, ¿eh? Eva no contestó. Se sentía mu molesta, tanto por el atrevimiento del camionero como por su propia falta de autocontrol. Desde que había abandonado el internado en el que llevaba encerrada los últimos cuatro años, se sentía como una bomba de hormonas a punto de estallar.
El aroma varonil que despedía el hombre no hacía otra cosa que empeorar la situación. El camionero debía de tener unos treinta años. No era guapo, pero sí atractivo. Tenía el cabello rubio y la tez morena de alguien acostumbrado a trabajar al aire libre. Su torso se marcaba bajo la ajustada camiseta y tenía los brazos atléticos. Pero lo que más le llamaba la atención era su mirada azul e intensa. Aquellos ojos la recorrían de arriba abajo con lujuria, parándose co descaro en sus senos y en la parte de los muslos que no quedaban ocultos por s falda. Eva se sorprendió al notarse húmeda ahí abajo. «Por favor, contrólate. Pareces una
quinceañera». La joven abrió una botella de agua con manos temblorosas y tomó un sorbo, pero su nerviosismo la traicionó derramó el agua sobre la falda. ―¡Oh, vaya! Te has empapado... ―dijo el camionero alegremente―. Pararé para que puedas cambiarte. ―¡Oh! No se preocupe, no ha sido nada. ―Insisto, necesitas cambiarte. Y por favor…, llámame Marc ―dijo el hombre acariciando la mejilla de la joven. Eva sintió el roce de aquella mano fuerte y una oleada de calor la recorrió de arriba abajo provocándole un tremendo sofoco. Debería haber cortado de raíz la actitud del camionero, pero en realidad le
hubiese gustado coger uno de esos dedos largos y duros y rozarlo suavemente co sus labios para después introducirlo poco a poco en su boca húmeda. «Uf, este calor me está haciendo perder la razón», pensó. El camión se desvió de la carretera principal y avanzó por un camino secundario hasta alcanzar una pequeña arboleda. No había nadie en el lugar y la sombra de los manzanos constituyó una notable mejora respecto a la cabina del camión. Eva cogió su mochila y sacó unos pantalones vaqueros cortados por encima de las rodillas. Los había cortado demasiado y había estado a punto de tirarlos a la basura, pero en aquella
situación le serían muy útiles. Hacía u calor infernal. La joven se ocultó detrás de unos arbustos, se quitó la falda comenzó a ponerse los shorts vaqueros. o había acabado de ajustárselos cuando una mano se posó repentinamente en s hombro. Eva se dio la vuelta sobresaltada y se encontró de frente con el camionero. Se había quitado la camiseta, dejando al descubierto su pecho musculoso ligeramente cubierto de vello rubio. ―Tardabas mucho, así que decidí venir a ver si te había ocurrido algo. Eva no sabía cómo reaccionar. Tenía los shorts a medio subir, dejando al descubierto sus braguitas rosas. ―¿Quieres que te ayude? ―preguntó Marc con una sonrisa.
―Eh…, no hace falta… El hombre no le hizo caso y se acercó a ella apartándole las manos co firmeza. Eva sabía que debía hacer algo, decirle que se marchara, quizá gritar o simplemente salir corriendo, pero no era capaz. Su corazón latía desbocado y una oleada de pánico mezclada con deseo se apoderó de ella. El camionero jugueteó unos instantes con el cinturón de Eva después le bajó los vaqueros ligeramente, dejando aún más visibles sus braguitas. ―Yo no… ―Tranquila ―dijo el hombre poniéndole un dedo en los labios―. Sé que lo estás deseando. El camionero le bajó poco a poco los pantalones hasta que cayeron sobre
sus tobillos. Después, sin dejar de sonreír, comenzó a acariciarle el estómago a pocos centímetros de su sexo. Eva suspiró y se mordió el labio. Sabía que lo que estaba pasando no estaba bien. Hacía tres meses que su novio Daniel se había tenido que marchar, pero se habían prometido que se encontraría lo antes posible. No es que hubiese tenido mucho sexo con Daniel, pero nunca se había sentido tan excitada con él como e aquel momento. Las manos del hombre se movían con seguridad sobre sus braguitas, describiendo círculos cada vez más cerrados sobre su entrepierna. Eva gimió involuntariamente. El camionero lo tomó como una invitación y la cogió del pelo, dejando al
descubierto su cuello. Los labios del hombre recorrieron su piel provocándole una ráfaga de deseo incontrolado. Cada vez estaba más húmeda, tanto que las manos del hombre comenzaban a estar mojadas al contacto con la tela de sus braguitas. De improviso, el camionero le rasgó las bragas de un tirón dejándola desnuda de cintura para abajo. ―Me gustan así, salvajes ―dijo el hombre al contemplar el vello íntimo, oscuro y rizado. No tenía demasiado, pero no lo llevaba rasurado como era la moda entre las chicas de su edad. El hombre le separó las piernas co firmeza mientras Eva le miraba como hipnotizada. Sus manos se movieron allí abajo y de repente uno de los dedos del
hombre la penetró haciéndola gemir de placer. Al momento, otro dedo le siguió, ugueteando primero sobre su vulva para después introducirse dentro de ella co intensidad. El hombre movía la mano rítmicamente, sabiendo dónde pulsar a cada instante, mientras Eva jadeaba cada vez con más fuerza. Llevaba más de tres meses sin hacer el amor con su novio aquella penetración le estaba resultando mucho más excitante que cualquiera de las que había experimentado con Daniel. Eso la hacía sentirse sucia, aquello no estaba bien, pero no era capaz de controlarse. ―Te está gustando, ¿eh? ―dijo el hombre con cara de satisfacción. ―No… sí ―respondió Eva
aturdida. ―Pues esto no ha hecho nada más que empezar. El camionero tiró la gorra al suelo la puso mirando contra un árbol. El hombre se bajó los pantalones hasta las rodillas y se acercó a ella. Eva sintió algo duro golpeándole la pierna, junto a s cadera. Al girarse, contempló asombrada uno de los penes más grandes que había visto en su vida. No era demasiado largo pero sí muy grueso, y se curvaba ligeramente hacia arriba, como si fuese u sable. La piel estaba completamente echada hacia atrás, mostrando un prepucio rosado y lustroso. ―Agárrate fuerte, pequeña, que vienen curvas.
El hombre se acercó más a ella Eva sintió el duro glande buscando la entrada de su cuerpo. Estaba muy excitada pero a la vez se sentía asustada, y aquella extraña mezcla le proporcionaba u placer como no había experimentado antes. Un gemido de gozo se escapó de sus labios entreabiertos, como anticipo de una penetración que parecía iba a ser salvaje. En ese momento sonó una sirena e las inmediaciones y una voz proveniente de un megáfono retumbó en la arboleda. ―Les habla la policía de Patterson. ¿Hay alguien ahí? ―¡Mierda! ―dijo el camionero a s espalda―. Rápido, vístete. Asustada, Eva se subió los
pantalones a toda prisa, solo unos segundos antes de que un policía uniformado apareciese detrás de un árbol. ―Buenos días, señores. ¿Es suyo ese camión? ―dijo el policía seriamente. ―Sí, es mío, agente. El policía les miró con desconfianza y señaló hacia Eva. ―¿Viajaban ustedes juntos? ―Sí, agente, somos buenos amigos ―dijo el camionero anticipándose. ―Le he preguntado a ella. ―Eh… Sí... bueno, estoy haciendo autoestop hasta Los Ángeles ―respondió Eva. ―Ya. El agente se acercó unos pasos hacia
ellos y recogió algo del suelo. Eran los restos de las bragas rosas. ―¿Este hombre le ha forzado a hacer algo que usted no quisiera, señorita? Eva escondió el rostro, avergonzada, y negó con la cabeza. ―¿Está usted segura? ―Sí, no ha pasado nada ―dijo co la voz temblorosa por la vergüenza y la culpa. ―Claro, agente, aquí no ha pasado nada ―insistió el camionero. El policía miró con desprecio al hombre y avanzó unos pasos hacia él. ―Documentación. El camionero subió a la cabina, recogió unos papeles de la guantera y se
los entregó al policía. ―Todo está en orden ―dijo el agente tras estudiar los permisos minuciosamente―. Pero este no es u buen lugar para parar el camión. Será mejor que siga inmediatamente su camino. ―Claro, agente, ya nos íbamos. ―Espere, señorita… ―dijo el policía―. Yo también me dirijo a Los Ángeles. Le puedo acercar en el coche patrulla si lo desea. Llegaremos más rápido y estará usted segura. Eva se sintió aliviada. Después de lo que había pasado, subir de nuevo al camión le habría resultado mu embarazoso. Hacía un instante se había dejado llevar por una pasión irrefrenable que le había hecho perder el control. No
tenía que haber llegado tan lejos, había sido una locura. ―Iré con usted, agente ―dijo Eva tras decidirse. La joven recogió su mochila y evitó la mirada cargada de reproche del camionero. Al fin y al cabo, el hombre no había hecho nada que ella no le dejase hacer y eso la hacía sentirse culpable. Pero no quería volver a sentarse junto a él en el camión. Dejó la mochila en el asiento de atrás del coche patrulla y el policía le abrió la puerta del copiloto. ―Muchas gracias, agente. ―De nada, señorita. Al entrar en el coche, la joven se vio reflejada en las gafas de espejo del policía. Tenía una imagen lamentable, con
las mejillas coloradas, la frente bañada de sudor y la camiseta descolocada. Además no llevaba bragas, pero eso tendría que esperar. Por un instante, pudo ver los ojos del policía tras las gafas de espejo; parecían sonreír irónicamente. Eva se fijó en cómo el hombre apretaba con fuerza la mano derecha dentro del bolsillo de su pantalón. Entonces pudo ver un pedazo de tela rosa, casi oculto entre los dedos del agente. Se trataba de sus braguitas rasgadas. Eva miró de reojo al policía. Era bastante guapo, aunque tenía una cicatriz de varios centímetros en la mejilla, cerca de la boca. Una pistola colgaba del cinturón del hombre, a pocos centímetros de su cadera. Siguiendo un impulso súbito, Eva estiró la mano para acariciar el revólver. Un
instante antes de tocarlo, desistió. Como no se controlase, aquel iba a ser un viaje mucho más largo y duro de lo que e principio había previsto. El coche patrulla arrancó, dejando atrás a un camionero frustrado y caliente, incapaz de pensar en otra cosa más que e la mala suerte que había tenido… y e parar en el club de carretera más cercano. ―Maldita zorra ―gruñó entre dientes el camionero.
CAPÍTULO 2
Después del episodio con el camionero, Eva había tenido tiempo para meditar. El agente Martin Walcox era un hombre tranquilo y agradable que le había dejado su espacio, sin agobiarla co demasiadas preguntas ni presiones. Eva aferró con fuerza una carta manuscrita y la leyó de nuevo. Desde que la recibió, hacía tres meses, la leía al menos una vez todos los días, y cuando se sentía débil o falta de fuerzas se refugiaba en ella. Era lo único de valor que le
quedaba de su pasado. La joven observó los campos verdes que se abrían ante sus ojos y suspiró. Le recordaban enormemente a su Madrid natal y el aroma de las flores la transportó allí como por arte de magia. Desde que entró en el internado, hacía cinco años, solo vio a su padre en dos ocasiones. Era un hombre de negocios alto y atractivo, pero al final se convirtió en poco más que una sombra de lo que un día fue. La muerte de su madre no le había causado a su padre un gran trastorno, en realidad había sido un alivio para él, sobre todo financiero. El hombre había heredado la fortuna de su esposa, pero le había bastado unos pocos años para perderlo todo.
Uno de sus socios, un americano al que Eva no había visto nunca, le había embarcado en un negocio supuestamente millonario que había resultado ser una estafa. Su padre lo había perdido todo, incluida la importante fortuna que le habría correspondido a ella al cumplir la mayoría de edad. Pero lo que más le dolió a Eva fue el abandono de su padre. Al principio había tratado de justificarle; era un hombre de negocios muy ocupado, sin apenas tiempo para dedicarle a su hija. Pero después, cuando lo perdió todo, ni siquiera fue a visitarla ni pasó más tiempo con ella. Simplemente desapareció y nunca más lo volvió a ver. Mientras, un benefactor desconocido
seguía pagando la carísima factura del internado de Eva. Y entonces llegó la noticia. Hacía dos semanas el director del internado la llamó a su despacho y le comunicó el aciago suceso. Había encontrado a su padre muerto, tirado entre unos cartones bajo un puente. Llevaba varias semanas mendigando por la zona hasta que una noche de luna llena s corazón dejó de latir. Su padre no llevaba ninguna posesión personal, ni siquiera una cartera, pero entre sus manos aferraba co fuerza una foto de Eva y una carta dirigida a su hija, aquella misma carta que sostenía ahora entre sus manos temblorosas. Después del entierro, al que solo asistieron el cura y ella misma, recibió una llamada de Estados Unidos. Su tío segundo, un acaudalado hombre de
negocios, le ofreció que se mudase a vivir con su familia a Los Ángeles. Al principio Eva se había negado, lo que pareció aliviar a su desconocido y remoto pariente, pero cuando leyeron el testamento de su padre, la joven cambió de idea. Él quería que ella fuese a vivir a Estados Unidos con su tío Jerry, así que Eva hizo la maleta, se despidió de sus amigos y abandonó Madrid. Su tío Jerry no encajó demasiado bien la noticia de su llegada. ―Entonces, ¿al final vienes? ¿Estás segura esta vez o cambiarás de opinión e el último momento? ―le había dicho por teléfono con voz grave. ―Estoy… segura. Su tío suspiró al otro lado de la
línea. ―Eso espero. Mi secretaria te hará llegar los documentos que necesitas y los billetes de avión. Buen viaje. Después colgó de golpe, sin darle a Eva la oportunidad de agradecérselo o pedirle disculpas por su comportamiento errático. Eva dejó el teléfono y se echó a llorar. Ni siquiera tenía cerca a Daniel para poder consolarse. Su novio se había marchado de Madrid hacía unos días y no sabía cuándo volvería a verle. Pero tenía que ser fuerte. Debía dejar atrás su pasado y enfrentarse con valentía a su nuevo futuro en Estados Unidos. Así que borró todos aquellos recuerdos y se centró en lo que tenía por delante: Marti Walcox, policía de Los Ángeles.
El viaje se le había hecho mucho más corto y agradable de lo que había previsto. En realidad, Eva se sentía u poco desilusionada, pensaba que el policía iba a mostrar más interés por ella, pero este se había limitado a charlar amistosamente sobre asuntos banales. Martin le había preguntado cortésmente por su vida y estancia e España, y también por el motivo de s viaje a Estados Unidos, pero poco más. Ella tampoco había sacado demasiado e claro. El joven y apuesto policía no llevaba anillo de casado, pero el tímido intento que hizo Eva por indagar en s vida íntima resultó poco alentador. Ni siquiera sabía si tenía novia. Además, Eva se sentía mal por su excesivo interés en aquel desconocido. No podía olvidar
que tenía un novio al que quería y con el que esperaba reencontrarse pronto. Daniel tenía un asunto muy importante entre manos que podía hacer que sus vidas cambiasen radicalmente, eso sí, a costa de afrontar un gran peligro. Ese pensamiento le hizo sentirse realmente fatal: él, jugándose su futuro por los dos, y ella, preocupada por gustarle a un policía recién conocido. Pero el incidente con el camionero había despertado en ella un instinto que había estado largo tiempo aletargado y que le estaba costando controlar. ―Hemos llegado ―dijo al fin el policía―. ¿Seguro que no quieres que te acerque hasta la casa de tu tío? Aún tengo algo de tiempo.
Habían aparcado junto a un centro comercial en Santa Clarita, una pequeña ciudad situada al norte de Los Ángeles. Sus tíos vivían allí, en un gran chalé en la zona más opulenta del pueblo. ―No hace falta, Martin, has sido muy amable. Además, quiero hacer unas compras antes de ir a casa de mis tíos. ―De acuerdo. Ha sido un placer conocerte. Toma, si alguna vez me necesitas o te metes en un lío, llámame ―dijo el policía tendiéndole una tarjeta con su número de teléfono―. Y ten cuidado con los ricos, no suelen ser lo que aparentan. Sus dedos se rozaron un instante Eva volvió a sentir una ligera punzada de deseo. Era una sensación tibia, no ta
intensa como la que había sentido con el camionero, pero igual de nueva para ella. ―Muchas gracias, Martin, no sé cómo agradecértelo. ―Ya me invitarás a unas cervezas cuando te hayas establecido. Los Ángeles están a pocos kilómetros de aquí, así que puedes pasarte cuando quieras. ―Lo haré ―dijo Eva demasiado rápido. El policía se metió en el coche abandonó el lugar saludándola con la mano al pasar. Eva le correspondió dedicándole una de sus mejores sonrisas. Después se echó la mochila al hombro entró en el centro comercial. Necesitaba comprar algo de suma importancia para ella. Además, había olvidado su neceser
en el baño del aeropuerto, y cuando volvió a por él, este había desaparecido. Compró pasta y un cepillo de dientes, una caja de tampones, crema hidratante, champú y un cepillo para el pelo. Después paseó por el centro comercial hasta encontrar la tienda que buscaba. Entró decidida y le entregó u papel anotado al dependiente, un chico oven con aspecto de freak informático. ―Vaya, no sé si tendremos un material tan sofisticado. ¿Para qué lo quieres? ―le preguntó el dependiente mirándola con interés. ―Tengo que hacer un trabajo para la universidad ―se limitó a decir Eva. El dependiente la miró incrédulo unos segundos y después consultó algo e
el ordenador. ―Has tenido suerte, tenemos uno e el almacén. ―Me lo llevo ―replicó Eva al instante. ―Aún no te he dicho el precio. Estos dispositivos son muy caros. ―Son dos mil dólares, ¿verdad? ―dijo Eva con seguridad. ―Exacto ―contestó el dependiente tras observarla unos segundos co respeto. Eva abrió su bolso y extrajo el monedero. Sacó un fajo de billetes comenzó a contar. Tenía dos mil veintisiete dólares. ―Aquí tiene ―dijo con la vo
quebrada dejando el dinero sobre el mostrador. Nunca hubiese imaginado que invertiría sus últimos dólares de aquella forma, pero no le quedaba otra salida. Ahora solo le quedaban veintisiete dólares y cincuenta centavos. No tenía dinero en el banco, ni ningún ingreso para poder mantenerse. A partir de aquel instante, iba a depender única exclusivamente de su tío Jerry. No le gustaba nada estar en manos de u desconocido, pero no tenía otra alternativa. Al salir de la tienda compró una coca cola y se sentó en un banco del centro comercial. Introdujo la direcció de su tío en el Google Maps de su Iphone
y comprobó que se encontraba a algo más de dos kilómetros de distancia. Estaba demasiado lejos para llegar andando, pero había una ruta de autobús que la dejaba a unos trescientos metros de la casa de su tío. Tenía pensado contarle que había cogido un vuelo antes de lo previsto y que después había tomado un taxi en el aeropuerto. Probablemente su tío se enfadaría, pero en cualquier caso sería mejor que relatarle su viaje en autoestop, con el episodio del camionero incluido. Eva fue a la parada más cercana y se dispuso a esperar el autobús. No había nadie más bajo la marquesina. Hacía u calor asfixiante y, a pesar de estar a la sombra, a los pocos minutos ya estaba empapada de sudor. Estaba acostumbrada al calor de Madrid, pero allí no había
aquella humedad tan opresiva. Eva sacó su teléfono móvil y abrió la lista de contactos. Solo tenía un contacto en toda la lista, indicado con una única letra, una D mayúscula. Eva rozó la pantalla táctil y estuvo a punto de pulsar sobre la D, pero fue fuerte y retiró el dedo a tiempo. Había prometido que no llamaría a ese número salvo que fuese una situación de extrema urgencia. Y aunque se sentía triste y sola, aquella no era una situación de vida o muerte. Al fin la silueta plateada del autobús se dibujó a lo lejos. Una limusina con los cristales tintados pasó por delante de la parada. Un chófer de raza negra co aspecto de gigante iba embutido en el asiento del conductor. De repente, el
coche se paró en seco y dio marcha atrás hasta quedar frente a ella. El cristal tintado del asiento de atrás se abrió lentamente. Un hombre de unos cuarenta y cinco años, con el pelo negro ondulado, veteado por algunas canas plateadas, la contempló fijamente. El hombre se parapetaba tras unas gafas de sol, llevaba una corbata azul sobre la camisa blanca y un reloj de aspecto mu caro en la muñeca. El rastro de unas ligeras arrugas se dibujaba entre el ceño la frente. Era el rostro de un hombre de negocios maduro y muy atractivo. ―¿Eva? ―preguntó el hombre co voz profunda. La joven se quedó de piedra. Con las gafas de sol y el bronceado tan acusado
no le había reconocido, pero aquella vo autoritaria era inconfundible. Se trataba de su tío Jerry. Eva se quedó paralizada. El autobús paró detrás del coche y pitó al ver que la chica no se montaba. ―Eva, sube al coche ―le ordenó s tío. La joven permaneció inmóvil si reaccionar. Su tío dio una orden y el gigante vestido de chófer salió del coche, cogió la mochila de Eva y la guardó en el maletero. Después abrió la puerta del coche y la invitó a entrar. Eva se sentó junto a su tío y miró al frente, incapaz de encarar a su dura mirada. ―Tenía entendido que venías en el
avión de esta noche. ―Buenas tardes..., tío Jerr ―respondió titubeante No sabía cómo llamarle. Las pocas veces que habían hablado por teléfono, la frialdad de aquel hombre la había impulsado a llamarle señor. Nada de tío Jerry, ni siquiera Jerry. ―¿Y bien? ―insistió Jerry. ―Hubo un cambio de última hora anticiparon la salida de mi avión. Me cambiaron el billete por otro ―mintió. Su tío se quitó las gafas de sol y la estudió largo rato. Tenía los ojos de un azul tan profundo que parecían poder traspasar cualquier barrera que ella levantase para colarse en su cerebro.
―¿Cuál era tu número de vuelo? ―Eh… no lo recuerdo. ―¿Y el billete? Eva se quedó en blanco. Después rebuscó en sus bolsillos unos segundos, fingiendo que lo estaba buscando. ―Creo que lo tiré a la papelera. ―¿Con qué compañía viajabas? ―Eh… Continental. El tío Jerry marcó un número de teléfono en su móvil. ―Pamela, comprueba todos los vuelos de hoy de la compañía Continental desde Las Vegas a Los Ángeles. Investiga retrasos, cambios de horario o incidencias… ¡Ah! Chequea también el vuelo de mi sobrina Eva y entérate de si
ha habido algún problema con él. Y hazlo rápido ―ordenó. Pamela era la secretaria de su tío. Eva había hablado con ella para arreglar los detalles del viaje y le había parecido una persona bastante amable, sobre todo en comparación con su desagradable tío. Al escuchar cómo la trataba su tío, s simpatía por ella aumentó. Pero ese cariño le duró poco, tenía cosas más inmediatas de las que preocuparse. ―¿Tienes algo que contarme? ―preguntó su tío mirándola fijamente. Eva negó con la cabeza. No estaba dispuesta a darle esa satisfacción, al menos que lo averiguase por sus propios medios. De las escasas conversaciones telefónicas que había mantenido con su tío
Jerry se habían desprendido dos cosas. La primera era que a su tío no le hacía ninguna gracia que ella fuese a vivir a s casa. La otra era que ella le había odiado desde que escuchó su voz por primera vez. Y ahora que le tenía delante, ese sentimiento se incrementó exponencialmente. Su tío la escrutó atentamente y una fría sonrisa se dibujó en sus labios. Parecía como si supiese lo que Eva estaba pensando. Entonces Jerry golpeó el cristal que les separaba del conductor con una mano enguantada y el coche se puso e marcha. Hasta ese momento Eva no se había dado cuenta, pero la mano izquierda de s tío estaba cubierta por un guante de seda
negro. Los dedos ocultos por la tela parecían más rígidos de lo normal y el sonido del cristal al chocar con el puño enguantado fue demasiado estridente. Avanzaron por una red de calles bien asfaltadas, bordeadas de casas bajas co amplias y cuidadas parcelas. El camino subía suavemente por una colina y, a medida que ascendían, los jardines era más grandes y las casas más opulentas. S tío vivía en la mansión situada en la cima de la colina. Jerry estaba absorto en la lectura de unos informes financieros y no volvió a prestar atención a su sobrina en todo el trayecto. Ni siquiera le preguntó por el viaje ni cómo se sentía al haber dejado e España todo lo que ella amaba.
El sonido de un mensaje de móvil se oyó en el habitáculo y su tío Jerry sacó el dispositivo de su bolsillo. La sonrisa co la que celebró la lectura del mensaje no presagiaba bueno. ―Verás, Eva ―dijo mirándola fríamente ―. Aquí tenemos algunas normas muy estrictas. Su tío volvió a golpear el cristal que les separaba del conductor y el coche frenó. A otro golpe de su tío, una mampara opaca subió hasta el techo del vehículo dejándoles aislados del chófer. ―Y si no se cumplen esas normas, aplicamos castigos muy severos. ―No sé a qué te estás refiriendo. ―Lo sabes perfectamente, Eva. No ha habido ningún problema con tu vuelo.
o has cogido ningún avión desde Las Vegas y sin embargo estás aquí. ―Yo… Verás, tío Jerry, tuve un problema con… ―¡Basta! No toleraré más mentiras. Después me contarás cómo has llegado hasta aquí. Pero ahora… debes ser castigada. ―Pero no he hecho nada. Su tío la agarró de los brazos cogiéndola desprevenida y la atrajo hacia sí. Eva no pudo reaccionar y se vio arrastrada por dos garras de hierro. Jerr la sujetó fuertemente y la colocó doblada sobre sus rodillas, con las nalgas e pompa. La última vez que Eva se había encontrado en aquella incómoda postura fue diez años atrás, cuando su padre la
sorprendió abriendo su cartera. Enojado, su padre la subió sobre sus rodillas y le propinó unos dolorosos azotes. ―¡Suéltame! ―gritó Eva mientras forcejeaba inútilmente. ―El de hoy no será un castigo grande ―continuó su tío―, pero por cada nueva mentira, la pena aumentará. Te conviene no olvidarlo. Vas a vivir en mi casa y tenemos unas reglas. ¿Está claro? ―¡Déjame! ―suplicó Eva. Pero s tío aumentó la presión sobre sus muñecas haciéndole daño. ―¿Has entendido, pequeña zorra? ―Sí ―dijo Eva rindiéndose. ―Así me gusta. Su tío aflojó la presión y la sujetó
únicamente con una mano. La otra mano la usó para bajarle ligeramente los pantalones cortos. ―¿Pero qué es esto? ¿No lleváis bragas en Europa? ―dijo su tío, sorprendido. Eva se mordió los labios, avergonzada. Había perdido las braguitas y no había tenido ocasión de reponerlas por otras. La joven se armó de valor contestó desde aquella posición. ―Oiga, no sé lo que se ha creído pero a mí no… ―¡Silencio! ―la cortó―. No estamos en tu casa, sino en la mía. Estás bajo mi tutela y seguirás mis normas o sufrirás las consecuencias, tenlo mu claro.
Su tío alzó la mano enguantada y la bajó sobre las nalgas de Eva. El contacto fue duro, cómo si le hubieran golpeado con un objeto metálico. Eva gritó al recibir el golpe. ―¡Me haces daño! ―Tienes que aprender la lección ―dijo su tío. Su tono de voz había cambiado ligeramente, y aunque Eva no le podía ver el rostro desde su posición supo que lo tenía crispado de excitación. Su tío le dio tres azotes en total, cada uno ligeramente más fuerte que el anterior. Eva no lo reconoció hasta mucho más tarde, pero por un segundo, aquel castigo le había hecho evocar el momento vivido con el camionero, en el que algo salvaje se despertó en su interior. Pero esta vez,
la rabia que sintió abortó de golpe la naciente excitación que comenzaba a sentir. Cuando hubo acabado, su tío le soltó las muñecas. Eva se volvió y le miró fijamente, con el rostro tan enrojecido como sus nalgas. Un brillo extraño refulgió unos instantes en los ojos azules de su tío, como si el anticipo de la batalla fuera u gran motivo de excitación. ―Creo que por hoy has tenido bastante, ¿no estás de acuerdo? ―dijo s tío sonriendo. Eva acabó por desviar la mirada bajó la vista. ―Así me gusta, veo que nos vamos a entender. Su tío golpeó de nuevo el cristal y la
mampara descendió poco a poco hasta desaparecer. Eva vio la cara del chófer a través del retrovisor. Estaba sonriendo. El coche arrancó y al poco tiempo alcanzaron una parcela rodeada de altas verjas. La puerta se abrió y se internaro en un jardín inmenso presidido por una elegante mansión de estilo victoriano. Aquella era la casa de su odiado tío Jerry. ―Bienvenida a mi hogar. Seguro que disfrutarás mucho entre nosotros ―dijo s tío con voz siniestra.
CAPÍTULO 3
El coche se detuvo junto a una fuente de piedra circular situada en la entrada principal de la casa. Una alfombra de césped inmaculado se extendía en todas direcciones, salpicada de árboles arbustos cuidados con esmero. Un grupo de gente se reunía alrededor de una piscina en un lateral de la casa. ―Quédate aquí ―ordenó su tío. El hombre se bajó del coche caminó hacia la piscina. Ahora que le veía de pie, Eva pudo comprobar que
tenía un porte imponente. Debía medir cerca de un metro noventa y tenía las espaldas anchas y la cintura estrecha. El trasero se le marcaba especialmente bajo unos pantalones de vestir ajustados que le sentaban como un guante. El pelo moreno, veteado de canas, le daba un aspecto respetable no exento de un encanto maduro. Y aquella mano derecha, enfundada en un guante de seda negro, le otorgaba una nota excéntrica. Pero desde que se habían conocido, Eva había sido consciente de que a su tío le molestaba s presencia allí. No estaba complacido de tenerla con ellos y no se esforzaba por ocultarlo. Eva observó desde el coche la conversación que su tío mantenía con una oven rubia y alta. No lo sabía a ciencia
cierta, pero creía que aquella chica era la hija de Jerry, es decir su prima Laura. La oven torció el gesto, y aunque Eva no pudo oírlo desde aquella distancia, estaba seguro de que estaban discutiendo. Mejor dicho, su tío Jerry la estaba reprendiendo. Otro joven muy alto y delgado se reía a su lado, disfrutando aparentemente con la discusión. El chico miró hacia el coche, y al verla tras la ventanilla, señaló en su dirección y se rió estrepitosamente. Era una risa malvada. ―Entonces al final ha venido esa zorra… Por lo menos nos divertiremos u rato ―creyó entender Eva. Aquel debía ser su primo Alex. Estaba demasiado lejos para haber escuchado el comentario, pero Eva había
desarrollado la habilidad de leer en los labios de la gente, lo que le había permitido entender las palabras de s primo. Todo había comenzado como un uego hacía poco más de un año, cuando conoció a su novio. Daniel tenía un nivel auditivo del treinta por ciento, no era completamente sordo, pero se perdía la mayor parte de las conversaciones a s alrededor. Su novio había aprendido de pequeño a leer en los labios de la gente le había enseñado a ella a hacerlo. Al principio había sido simplemente un juego de enamorados que practicaban para divertirse, pero después se había convertido en una herramienta muy útil, como en aquella ocasión.
Su tío alzó la mano y le dijo algo a su primo Alex, pero estaba de espaldas y Eva no pudo entenderlo. Su primo se calló y torció el gesto, disgustado. Jerry se dio la vuelta y la llamó haciendo un gesto co la mano. Eva se movió incómoda en el asiento. Por un instante, tuvo el pensamiento de salir huyendo de aquella casa y coger el primer vuelo de vuelta a España. Pero no podía hacer eso, había mucho más en juego que sus sentimientos. ―Será mejor que no le haga esperar, señorita. ―El chófer se giró en su asiento y le sonrió, mostrando una hilera inmensa de dientes blancos―. No es mu agradable cuando se enfada. ―Gracias ―contestó Eva.
La chica salió del coche y se dirigió al grupo, caminando con paso inseguro. Al acercarse vio a otra chica nadando e la piscina. Supuso que se trataría de una amiga de su prima Laura. En una mesa algo alejada del resto del grupo, un jove entrado en carnes leía un libro distraídamente. ―Familia, esta es Eva ―dijo su tío, lacónico. ―H… ola ―respondió la jove sintiéndose el centro de atención. ―Bienvenida a nuestra casa, Eva ―dijo la joven rubia estudiándola atentamente. Era muy guapa y debía tener solo unos años más que ella―. Permíteme que te presente a la familia. Este es t primo Alex ―añadió señalando al joven
desgarbado. ―Encantada, Alex ―dijo Eva. El chico asintió con la cabeza sonrió desagradablemente. ―Aquel de allí es tu primo Bobb ―dijo señalando al lector rollizo―. Tendrás que perdonarle, Bobby es un chico un poco… especial. ―¿Especial? Querrás decir que es medio idiota ―soltó Alex con desprecio. ―No te preocupes ―dijo Eva si saber muy bien a qué se referían, pero molesta por la actitud de su primo. La oven miró a Alex con una mueca de disgusto, pero le obvió y continuó con las presentaciones. ―La chica que está en la piscina es
tu prima Laura ―dijo. Eva se quedó desconcertada. Había supuesto que la chica que estaba presentándole al resto de la familia era s prima Laura. Entonces si ella no era s prima… ―Y yo soy tu tía Cindy ―dijo la mujer resolviendo sus dudas. Eva se quedó impactada. ―Es… un placer… tía Cind ―consiguió replicar titubeante. En ese momento su prima Laura salió de la piscina y se dirigió hacia ellos. Era bastante más baja que Cindy y tenía los muslos fofos y la espalda ancha. Evidentemente debía ser su hijastra, hija de un anterior matrimonio de su tío co otra mujer. Al llegar hasta ellos, su prima
la estudió de arriba abajo y torció el gesto. ―Al final ha venido ―graznó la oven ―.No es tan guapa como decías, Alex. ―¡Cállate la boca! ―dijo su primo molesto. ―Basta de tonterías ―terció su tío Jerry ―. Cindy, muéstrale a Eva su nuevo cuarto. Los demás venid conmigo al salón. Tenemos que hablar. Eva siguió a su tía Cindy a través del ardín, aliviada por abandonar aquel ambiente tenso. Por el camino se cruzaro con un joven jardinero que se encontraba podando unos arbustos. Era moreno de piel y tenía el pelo muy negro. Llevaba unos pantalones vaqueros cortados y una
camiseta blanca sin mangas que se le ceñía al cuerpo. Tenía los brazos y piernas marcados de músculos y sudaba abundantemente bajo el sol californiano. Eva se quedó parada, observándole detenidamente. ―Ese es Danny, nuestro nuevo ardinero ―le informó su tía al ver el interés que el joven despertaba en ella. ―Ah, el jardinero. ―Sí. Es mexicano y no habla mu bien nuestro idioma. A veces hay que repetirle las cosas varias veces hasta que te entiende, pero salta a la vista que compensa de sobra ese defecto, ¿no crees? ―dijo su tía mientras sonreía al ardinero y le saludaba con la mano. Parecía que se lo iba a comer con los
ojos. Una sensación de rabia se apoderó de Eva. Se sentía muy incómoda allí, lejos de lo que hasta ahora había sido s mundo, llamando tía a una joven que debía ser cinco años mayor que ella y que se dedicaba a coquetear con el jardinero. Su tía continuó la marcha y Eva la siguió a regañadientes. La casa resultó aún más espectacular por dentro de lo que aparentaba ser por fuera. Tenía un gran recibidor de mármol que se abría por un lado al salón principal y por el otro a la zona de servicio. Una elegante escalera de madera de roble ascendía al piso superior, donde se extendía un laberinto de pasillos estancias. Su tía le explicó la distribució
básica de la casa y cuáles eran las habitaciones de todos y los lugares comunes. El cuarto que le asignaron a Eva era de los más pequeños de la casa, pero au así era tres veces más grande que s pequeña habitación compartida en el internado de Madrid. Desde una de las tres ventanas se podía ver la piscina en la que sus primos seguían reunidos. No se veía ni rastro de su tío por ninguna parte. ―Espero que te guste el cuarto, Eva ―dijo su tía. ―Muchas gracias, tía Cindy. ―Supongo que necesitarás tiempo para guardar tus cosas y asentarte u poco. Yo me voy a la ciudad con unas amigas a hacer unas compras. Nos
veremos luego en la cena. Es a las ocho en punto. ―Sí, tía Cindy. ―Intenta ser puntual. A tu tío no le gusta que le hagan esperar ―No te preocupes y muchas gracias por todo, tía C… ―Por favor, llámame sólo Cindy ―dijo su tía cogiéndola del brazo afectuosamente. Su tía se marchó dejando a Eva en s habitación. Al menos había alguien que parecía ser normal en aquella casa. Eva acabó de colocar sus cosas e mucho menos tiempo del que habría supuesto su tía. Su pequeña mochila no estaba a la altura del impresionante
armario ropero que vestía la habitación, que pareció quejarse cuando la jove apenas llenó una triste estantería con sus pertenencias. Ya no quedaba nadie en el jardín, y aunque Eva no paró de mirar por la ventana, no volvió a ver al jardinero. A las seis de la tarde, dos horas antes de la hora estipulada para la cena, salió de s cuarto. Mientras bajaba a la planta baja, se cruzó con un par de mujeres vestidas con el uniforme oscuro que llevaban los miembros del servicio de la casa. Las dos eran jóvenes y bastante guapas. En el salón había una mujer vestida con u elegante traje de chaqueta y falda revisando unos papeles. Al notar su presencia, la mujer dejó a un lado los documentos y se quitó unas gafas de pasta
negra. ―Tú debes ser Eva, ¿verdad? ―dijo la mujer secamente. Debía tener unos treinta años y en cierto sentido a Eva le recordó mucho a sí misma. Era morena, con el pelo muy largo y curvas voluptuosas, aunque aquella mujer tenía mucho más pecho que ella. Al ver que Eva no respondía, la mujer continuó hablando. ―Yo soy Pamela, la asistente personal del señor Flaggs ―dijo con vo firme y autoritaria. ―Encantada ―respondió Eva. ―Igualmente ―dijo con un tono de voz que sugería lo contrario―. Ahora tengo que marcharme, pero tenemos que hablar de un asunto pendiente mu
importante, su asignación. ―¿Qué asignación? La mujer la miró fijamente por encima de las gafas de pasta con aire de suficiencia, haciéndola sentir como si fuese una estúpida chica de pueblo a la que había que explicarle todo. ―Su asignación económica mensual. Su tío ha fijado una cantidad de quinientos dólares mensuales asociada a una tarjeta American Express. Eva abrió los ojos asombrada, aquello era mucho dinero. ―Pero me tendrá que dar cuentas a mí de todos sus movimientos ―dijo Pamela torciendo la boca―. Yo llevaré un análisis detallado de sus gastos y me encargaré de informar a su tío de
cualquier… anomalía que se produzca. Eva no entendió a qué tipo de anomalía se podría referir, pero el tono de voz de la mujer, francamente hostil, le advirtió de que tendría que ir con cuidado con ella. ―Tengo trabajo. Nos veremos pronto, Eva. ―La mujer recogió sus papeles y salió de la habitación andando a toda prisa. ―Espero que no ―dijo Eva, aunque la mujer ya no estaba allí para oírla. La joven continuó explorando la casa durante un buen rato. Cuando se cansó, se sentó en la biblioteca, en una butaca de cuero, mullida y muy confortable. A los pocos minutos, una sirvienta se acercó le ofreció una bebida. Después de
pensárselo un poco, pidió una coca cola cogió un libro de uno de los estantes que cubrían las paredes. ―Anda, si sabe leer... ―dijo alguien a su espalda. Eva reconoció la voz de su prima Laura y se giró. Iba acompañada de su primo Alex y de otro chico rubio y muy atractivo que rió la ocurrencia de su prima. ―Claro, hermanita, en los internados de monjas enseñan muchas más cosas a las novicias, aparte de coser y fregar. ¿A que sí…, prima? ―dijo Alex. ―No era un colegio de monjas ―se defendió Eva. ―No se lo tengas en cuenta ―dijo su prima Laura haciendo un mohín―. Alex está obsesionado con las monjas.
―Se debería dedicar a los curas, las monjas no le harían ni caso con esa cara―dijo el joven acompañante de Laura. Su prima le rió la gracia y Alex les miró con mala cara. ―Claro, Kyle ―respondió Alex irritado―. A ti en cambio te interesan más las gordas facilonas con dinero ―dijo señalando a su hermana Laura. ―Eres un gilipollas, Alex ―dijo Laura. Kyle se sirvió una copa y no dijo nada, pero Eva pudo ver una sonrisa fuga en sus labios. Tal vez, Alex estuviese en lo cierto. ―¿Y tú qué haces aquí todavía, Eva? ―continuó su primo―. Jerry te está
buscando desde hace un buen rato. Eva elevó una ceja, sorprendida. ―¿El tío Jerry? No lo sabía ―respondió. ―Si yo fuese tú, no le haría esperar. Mi padre no es de los que tienen mucha paciencia. ―¿Sabes que quería? ―preguntó titubeante. ―Era algo relacionado con t asignación. Su secretaria Pamela estaba con él. Eva recordó la conversació mantenida con Pamela hacía media hora. Quizá querría hablarle sobre ese asunto. ―¿Dónde puedo encontrar a Jerry? ―Estará en su despacho. Si no
contesta, entra igualmente. Mi padre está un poco sordo y muchas veces no oye cuando llaman a la puerta. ―Gracias ―dijo Eva ―. Os veo luego. Eva salió de la biblioteca y se fue nerviosa hacia el despacho de su tío. S tía Cindy le había dicho que estaba situado en la planta superior, al final de un largo pasillo en el que se encontraba s propia habitación. Sus dos primos y Kyle se quedaro charlando y riendo en la biblioteca. ―¿Por qué le has dicho eso? ―dijo Laura. ―Quería divertirme un rato. Me encantaría ver la cara que va a poner papá cuando se encuentre a esta imbécil en s
despacho ―respondió Alex. ―No podrá entrar. Papá siempre cierra el despacho con llave. ―Pero él no es el único que tiene llave ―dijo Alex mientras sacaba del bolsillo un llavero con dos llaves doradas. Laura le miró asombrada y se rió. ―¡Serás cabrón! Es la llave de s despacho y la de su cuarto privado. Como te pille papá, te va a matar. Para Jerry Flaggs su despacho era s templo sagrado. Se encontraba en la planta superior de la casa y estaba integrado por dos estancias. La habitació principal estaba dedicada a atender s trabajo diario; allí despachaba con s secretaria, veía a sus clientes
presionaba a sus proveedores. La otra habitación la dedicaba a un uso más privado. Jerry Flaggs era un hombre presumido y guardaba allí un vestidor co más de cien trajes, todos ellos confeccionados a medida por los mejores sastres de Bond Street. Además, la estancia estaba dotada de una cama gigante y de un jacuzzi que usaba para sus «momentos de relajación», como le gustaba decir. Y, por encima de todo, el amo de la casa tenía una norma fundamental e inquebrantable: cualquiera que traspasase la puerta de su despacho sin su permiso tendría que enfrentarse a s ira.
CAPÍTULO 4
Eva golpeó la puerta de madera co los nudillos, muy nerviosa. No hubo respuesta, así que llamó de nuevo aguardó, atenta a cualquier sonido que procediese de su interior. De nuevo, el silencio fue la única respuesta. La jove respiró profundamente y giró el pomo de la puerta. Este cedió suavemente y la plancha de roble reforzado se abrió poco a poco, mostrando un pasillo que desembocaba en un despacho formidable. La enorme puerta blindada parecía más
adecuada para un búnker que para u despacho. ―¿Tío Jerry? ―preguntó co precaución. Nadie respondió. La joven avanzó unos pasos, atraída por la magnificencia de la estancia. El suelo era de mármol labrado y las paredes estaban cubiertas de cuadros al óleo caros tapices. Había otra puerta de roble en una de las paredes laterales. Sobre la chimenea apagada había colgado u retrato de cuerpo completo a tamaño natural de su tío Jerry. Aquello parecía la sala de un museo de arte. Eva sacó una cámara fotográfica comenzó a hacer fotos desde distintos puntos de la habitación y distintos
ángulos. Cuando había lanzado unas veinte instantáneas, escuchó unas voces provenientes del pasillo. Una de ellas era la de su tío Jerry. ―Necesitamos firmar ese contrato, Pete. Si ese gilipollas de Kevin Payton no cede, le aplastaremos. Los pasos se acercaban al despacho. Eva se acercó a la puerta lateral y trató de abrirla, pero estaba cerrada. A pesar de que la habitación era muy amplia, no había muchos sitios donde esconderse. E una de las paredes había un armario co las puertas de espejo. El picaporte de la puerta del despacho se movió, estaban entrando. Eva abrió el armario y se ocultó e él a toda prisa. Trató de cerrarlo desde
dentro pero no había tirador para hacer fuerza, de modo que la puerta del armario quedó ligeramente abierta, dejando una ranura de unos quince centímetros desde la que se veía la mayor parte del despacho. ―Me da igual lo que tengas que hacer, Pete. Asústale, amenázale, o mándale a un par de tipos a que le den una paliza, pero haz que firme de una puta ve ―rugió su tío. Jerry entró en el despacho portando un maletín de cuero negro. Estaba hablando por el móvil y su tono de vo era tan amenazador como sus palabras. El hombre hizo una pausa en la conversació y miró a la puerta extrañado. ―Espera un segundo, Pete ―dijo s
tío―. Pamela, ¿el despacho no estaba cerrado con llave? Una mujer entró en el campo de visión de Eva siguiendo los pasos de Jerry. Se trataba de la asistenta personal de su tío. La mujer se encogió de hombros y miró alrededor. ―Debería estar cerrada, señor ―acabó diciendo. Su tío la miró malhumorado y retomó su conversación telefónica. ―Disculpa la interrupción, Pete. Como te decía, tengo al acalde cogido por las pelotas, pero tenemos que cerrar el asunto antes de que acabe el mes ―siguió diciendo su tío ―. No me gusta tener tanto dinero en casa. Avísame cuando esté resuelto.
Su tío colgó el móvil y se apoyó contra la mesa. ―Juraría que había cerrado el despacho ―dijo malhumorado―. No podemos despistarnos y menos estos días. Asegúrate de pasar siempre la llave. Pamela asintió y le tendió unos papeles. ―Estos son los contratos de Gree Mile. Todos los propietarios han firmado menos Kevin Payton. ―Ese cabrón no aguantará mucho más. ¿Está todo preparado? ―Sí. Deberías relajarte un poco, Jerry. Eva veía claramente la escena que se desarrollaba en el despacho. Su tío
colocó el maletín sobre la mesa y lo abrió. Eva tuvo que taparse la boca para no gritar. La maleta estaba repleta de fajos de billetes. ―Tres millones de dólares es mucho dinero para relajarse ―contestó su tío Jerry. ―Tendríamos que celebrarlo. ¿No cree…, señor? ―dijo Pamela sugerente, abriéndose la camisa. La mujer comenzó a desanudar lentamente la corbata de su tío. Jerr estaba enfrente del armario en el que se ocultaba Eva, pero la puerta estaba entornada y el interior estaba oscuro, manteniéndola oculta. Pamela acabó de quitarle la corbata y se la anudó entorno a su propio cuello.
―¿Quieres jugar, eh? ―dijo su tío asiendo la corbata y atrayendo a la mujer hacia sí. Jerry cogió a Pamela por la melena le echó la cabeza hacia atrás violentamente. Después le mordió el cuello haciendo que la mujer se estremeciera unos segundos. ―Ya sabes lo que quiero ―dijo Jerry. ―Estoy a sus órdenes, señor. La mujer manipuló el cinturón de Jerry y le bajó ligeramente los pantalones. Su tío llevaba unos slips negros mu ceñidos a sus fuertes piernas. Desde s posición, Eva pudo ver como Pamela masajeaba, suavemente al principio y co más fuerza después, el bulto que se
ocultaba tras sus calzoncillos. El tamaño del paquete de su tío comenzó a crecer a ojos vista. Eva se mordió el labio, nerviosa. No quería estar allí, tenía que haber esperado la entrada de su tío en el despacho y haberle explicado que había venido a buscarle. Después de ocultarse en el armario ya no había marcha atrás, tendría que seguir allí hasta que se marchasen y rezar para que no la descubriesen. Pero al contemplar aquella escena se sentía muy excitada. No le tenía ningú aprecio a su tío, pero no podía evitar sentirse atraída en cierta medida por aquel personaje al que apenas conocía. Y eso la hacía sentirse sucia. En el despacho, Pamela acercó los
labios al slip y comenzó a besar el miembro de Jerry a través de la tela. S tío le agarró del cabello y apretó la cabeza de la mujer contra su pene. Pamela se desembarazó de aquella garra que la sujetaba, y lejos de sentirse ofendida mordió el slip de Jerry. Con una destreza que Eva jamás hubiese imaginado, la secretaria le quitó poco a poco los calzoncillos usando sólo su boca. El miembro de su tío estaba en ese estado de hinchazón previo a la erección, en el que aún se puede doblar y juguetear con él, pero que permite adivinar cuál será su tamaño real. E iba a ser enorme. o solo era un pene largo, sino que tenía un grosor más que considerable. Desde s posición, la piel parecía tersa y estirada, y el prepucio rosado y grueso tenía u
brillo especial. La secretaria agarró a s tío de las nalgas y comenzó a besarle el pene lentamente. Empezó por el prepucio y continuó a lo largo de todo el tronco hasta la base. Después, sin usar para nada las manos, se introdujo el miembro en la boca. La punta rosada desapareció absorbida por los labios de Pamela, poco a poco, se hizo con el resto. La mujer apretaba con fuerza las nalgas de s tío y movía la cabeza hacia delante hacia atrás rítmicamente. Eva, sin poder controlarse, se desabrochó su propio pantalón y se tocó la vulva suavemente por encima de sus braguitas. «Dios, pero que esto haciendo», pensó. Aquello no estaba bien, pero aun así su mano permaneció quieta en el mismo lugar.
Entonces sonó el móvil de Jerry y, ante los asombrados ojos de Eva, su tío lo cogió. ―No pares ―le dijo a Pamela unos segundos antes de contestar. Pamela esbozó una sonrisa aprisionó uno de los testículos con la boca, mientras cogía el pene con ambas manos y lo sacudía con fuerza. ―Alcalde, ¿qué tal la familia? ―dijo su tío como si tal cosa. Mientras la conversación discurría, Pamela, sin dejar de lamerle el pene, se quitó la chaqueta del traje, se desabrochó la camisa y se desembarazó del sujetador, dejando al aire dos senos voluminosos. La mujer enterró el pene de Jerry entre sus pechos y comenzó a moverlos hacia arriba
y hacia abajo con movimientos suaves cadentes. ―Cla... claro, alcalde ―tartamudeó su tío Jerry con el gesto contraído por el placer―. Será un honor cenar mañana e su casa. A mi mujer le encanta la cocina casera de su esposa. Jerry colgó el teléfono y aferró el pelo de Pamela con fuerza, formando una especie de coleta negra. ―Lo has hecho muy bien, pero ahora la quiero toda dentro ―dijo su tío apretando los dientes. Entonces la mujer echó hacia adelante la cabeza y se introdujo el pene en la boca, prácticamente hasta la garganta. Eva no podía creerlo. Ella solo le había hecho dos felaciones a su novio
Daniel en toda su vida. No era que no le gustasen, pero le daba vergüenza encontrarse en aquella situación. Si embargo, la maestría que estaba demostrando Pamela en aquel arte le produjo una punzada de envidia irracional y absurda. Ella no quería hacer eso de aquella manera. ―Eso es, cariño, puedes con toda ―dijo su tío con cara de estar en otro planeta. Pamela emitió un sonido incomprensible desde su posición. ―Ahora me toca a mí ―prosiguió Jerry. Jerry cogió a Pamela en brazos y la tumbó violentamente sobre la mesa del despacho. El hombre le subió la falda
Eva pudo ver las medias de encaje que llevaba la secretaria. Eran muy elegantes y negras, a juego con unas finas braguitas del mismo color. Jerry le quitó las bragas de un tirón. La mujer estaba completamente depilada, no tenía ni u solo pelo en su sexo ni en los alrededores. Eva se tocó por debajo de las bragas. Su mano se encontró con una suave pero espesa mata de pelo que la cubría la vulva casi por completo. La llevaba ligeramente recortada y no tenía vello en las ingles, pero nunca se le habría ocurrido depilarse totalmente. Siempre le había parecido antinatural, aunque viéndolo ahora, no sabía qué pensar. Jerry le separó las piernas y le forzó
a elevarlas. Después enterró la cara entre sus muslos y comenzó a lamerla con brío. La lengua de su tío se movía de un lado a otro y su cuello oscilaba mientras se aplicaba con ahínco en la tarea. Eva no podía ver bien sus movimientos, pero solo con verle mover el cuello y la espalda, deseó por un momento estar en el lugar de Pamela. Ya no podía contenerse más. Eva se bajó las bragas y comenzó a masturbarse suavemente. Pamela comenzó a emitir jadeos gemidos mientras agarraba con fuerza el pelo de su tío Jerry. El hombre la alzó entonces en vilo y acercó su miembro al sexo de la secretaria. En vez de penetrarla, comenzó a frotar su pene contra la chica haciendo círculos, amagando en cada pasada con entrar
dentro de ella y evitándolo en el último instante. ―¡Jódame ya, señor! ―suplicó Pamela. Por un instante Eva deseó lo mismo, que su tío Jerry la jodiese. Jerry hizo caso a la mujer y la penetró con fuerza. Pamela dejó escapar un gemido y después se acopló al frenético ritmo que marcaba su tío. Las potentes nalgas se movían hacia detrás hacia delante, golpeando a la mujer co furia en cada embestida. Eva no podía ver el rostro de su tío desde aquella posición, pero veía aumentar el placer en la cara de Pamela. Eva incrementó también el movimiento de su mano y se introdujo dos
dedos en la vagina. No era una experta masturbándose, más bien todo lo contrario, pero había un punto dentro de ella que hacía que perdiese el control. La oven lo buscó denodadamente mientras contemplaba a través del hueco del armario cómo su tío penetraba a s secretaria. El hombre continuó empujando durante varios minutos, en los que los rostros de Eva y Pamela se acompasaro en una expresión de placer. La secretaria estaba haciéndolo con su tío, y Eva, a falta de otro recurso, se estaba dando placer a sí misma de una forma que no había logrado anteriormente. Entonces Pamela gritó y se estremeció en los brazos de Jerry, apretando las nalgas contra él como una posesa. Estaba llegando al orgasmo. Eva
aceleró su movimiento y comenzó a mover la pelvis hacia detrás y hacia delante haciendo más ruido del que habría querido, pero ya no podía parar. Pocos segundos después ella también alcanzó el orgasmo. Eva cerró los ojos y se tapó la boca con una mano para evitar gritar de placer. Fue una sensación muy intensa y placentera, pero algo breve. Al abrir los ojos de nuevo, Eva se quedó paralizada de terror. Sus movimientos habían provocado que la puerta se abriese otros veinte centímetros dejándola a la vista. Su tío estaba de espaldas a ella con lo que le era imposible verla, pero Pamela miraba e su dirección fijamente. La cara de la secretaria pasó del placer a la rabia e menos de una milésima.
La había descubierto.
CAPÍTULO 5
Jerry se separó de Pamela dejándola sobre la mesa. La mujer continuaba mirando fijamente a Eva, con el rostro contorsionado por la rabia. La joven trató de ocultarse entre las prendas colgadas de unas perchas, pero la abertura de la puerta era demasiado grande. Desde fuera debía de ser perfectamente visible. Entonces, Jerry se giró y cogió de la mano a Pamela. ―Si crees que he acabado contigo, estás muy equivocada ―le dijo su tío a la secretaria tirando de ella hacia la puerta
que había en la pared opuesta―. Ahora me toca explorar la entrada trasera ―dijo su tío con lascivia. Pamela sonrió ante el comentario, pero Eva pudo observar cómo su cara se crispaba unos segundos. La suerte de la secretaria no era lo que más le importaba en ese instante. Si a su tío se le ocurriera girar la cabeza unos centímetros hacia la izquierda, la descubriría irremediablemente. La fortuna se alió de parte de Eva y su tío continuó andando con el miembro viril aún erguido. Pamela iba a su lado, cogida de la mano del hombre y mirando de reojo hacia el armario. Jerry abrió la puerta lateral co una llave y la pareja se perdió en s interior. Eva no entendía por qué Pamela no la había delatado.
Desde su precaria posición, Eva pudo ver a través del marco de la puerta una habitación amplia en la que había una cama enorme con un dosel. Eva se sintió aliviada, parecía que iba a poder escapar de allí. Pero unos instantes antes de que la puerta se cerrase, le llegó la desagradable voz de Pamela. ―He olvidado algo. ―Date prisa ―contestó irritado s tío desde el otro cuarto. Pamela entró de nuevo en el despacho y sin dejar de mirar fijamente hacia el armario cogió su bolso de una silla. La mujer sacó unas esposas y otro objeto metálico que Eva no pudo reconocer y avanzó en dirección al
escondite de la joven. Eva tembló de miedo al verla acercarse. Pamela se paró a unos centímetros del armario y sonrió. En una mano llevaba las esposas y en la otra una especie de cortaplumas muy afilado. La mujer levantó el brazo y Eva estuvo a punto de gritar. ―Vaya, vaya. ¿A quién tenemos aquí? ―dijo Pamela dando un paso hacia ella. Eva se estremeció en su escondite sin saber cómo reaccionar. ―¿Qué estás haciendo, Pamela? ―sonó la voz autoritaria de Jerry. Pamela sonrió y bajó el arma lentamente.
―Tú y yo hablaremos más tarde ―le dijo la secretaria a Eva con una sonrisa maliciosa―. Ahora me perteneces ―añadió. Después se dio la vuelta y se metió en la habitación contigua al despacho. Eva tenía el corazón a punto de estallarle. Aun así, esperó unos segundos antes de abandonar su escondite. Mientras salía del despacho oyó los gritos quedos de Pamela en la otra habitación. Esta ve los gemidos de placer se fundían co otros que parecían ser más bien de dolor. Si su tío no estaba bromeando, lo más probable es que la estuviera penetrando analmente. Ella nunca había practicado sexo anal. Su novio solo se lo propuso una vez y ella se había escandalizado de
tal manera, que él no volvió a insistir. Pero ahora sentía una curiosidad morbosa que no conseguía silenciar. Estuvo tentada de acercarse a la puerta abierta y observar con cuidado lo que estaba sucediendo tras la pared, pero finalmente entró en razón y salió sigilosamente del despacho. Nunca, salvo por un motivo de fuerza mayor, volvería a entrar en aquel despacho, se juró. Esa noche Eva cenó por primera ve con su nueva familia. Se reunieron en el comedor de la planta baja, en una mesa elegantemente dispuesta, y atendidos por dos doncellas y un mayordomo. Les sirvieron una sucesión de exquisitos caros manjares, pero Eva apenas los probó. Tenía la cabeza en otra parte. Su
tío Jerry no le prestaba atención y no parecía estar al tanto del episodio ocurrido esa tarde en su despacho. Gracias a Dios, parecía que Pamela no le había contado nada… aún. A la mañana siguiente le despertó el ruido de un motor bajo su ventana. Danny, el jardinero mexicano, estaba podando el césped montado en una cortacésped. No llevaba camiseta y los primeros rayos del sol reflejaban el sudor de su torso musculoso y moreno. El chico miró hacia la ventana de Eva, y al divisarla giró la cabeza rápidamente, fingiendo que no la había visto. Eva desayunó sola en la cocina. La única criada que encontró en la casa le informó de que sus primos seguía durmiendo. Sus tíos habían salido, pero habían dejado una nota para ella.
«Vamos de compras a Los ngeles. A las diez en punto pasaremos a buscarte, estate preparada. Firmado: J». Aún eran las diez menos cuarto, así que Eva decidió dar un paseo por el hermoso jardín que circundaba la propiedad. Era enorme, casi tanto como el internado en el que había pasado los últimos años. Al menos cuatro jardineros se afanaban cortando hierba y podando los árboles que habían despertado e primavera. Aunque todavía era temprano, el sol brillaba con fuerza, caldeando s piel y reconfortándola. Hacía un día esplendido, lástima que tuviese que perderlo de compras con sus tíos. Si al menos fuese solo con su tía, podría hablar a solas con ella de sus inquietudes, pero estando su tío de por medio, lo veía mu
complicado. Además, el recuerdo de lo vivido el día anterior en el despacho de Jerry aún la estremecía. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Pamela amenazándola con el cortaplumas. Eva abrió su bolso y sacó una tarjeta de presentación sencilla. «Martin Walcox, policía de Los Ángeles», rezaba el cartón. Se la había entregado aquel joven agente de policía que la recogió en la autopista, librándola del camionero. Quizá tendría que utilizarla mucho antes de lo que había previsto. Eva guardó de nuevo la tarjeta cogió un sobre cerrado con una única palabra escrita al dorso. Lo miró unos segundos dubitativa y finalmente lo volvió a meter en el bolso.
Entonces sintió un golpe fuerte en el tobillo y, al darse la vuelta, se encontró de frente con el joven jardinero mexicano. La había golpeado en el pie con la máquina cortacésped haciéndole u rasguño considerable. Y lo había hecho a propósito. ―Lo siento E…, señorita ―dijo e un inglés titubeante. Sus ojos la miraba sin rastro de culpa, contradiciendo sus palabras. ―Me has hecho daño ―dijo Eva llevándose la mano al tobillo―. ¿Es que no me has visto? ―Fue sin querer ―replicó el ardinero. El joven se agachó y le cogió el tobillo.
―¡Suéltame! ―dijo Eva retirando la pierna. Su tío apareció en aquel momento e el jardín y observó la escena unos instantes. ―¿Qué está pasando aquí? ―El jardinero me ha golpeado en el tobillo ―contestó Eva mostrando a su tío Jerry el pie lesionado. ―Ha sido un accidente, señor ―dijo el jardinero. El joven mantenía las manos cruzadas a la espalda y la miraba co mala cara. ―Me has dado a propósito, me habías visto ―replicó Eva, nerviosa. ―¿Ha sido a propósito? ―preguntó Jerry incrédulo. Su tío parecía estar
disfrutando de la absurda situación. ―Juro que no, señor. Su tío les miró un instante y después se rió. ―Está bien muchacho, pero no quiero volverte a ver cerca de mi sobrina. A la próxima queja que reciba de ella, te irás a la calle, ¿has entendido? ―Sí, señor ―dijo el joven jardinero bajando la cabeza. ―Y tú, acompáñame ―dijo su tío señalándola. Eva le siguió a través del césped. S bolso estaba abierto y en el interior no había rastro del sobre que hacía solo u momento había contemplado dubitativa. Cuando estuvieron a una distancia
prudencial, su tío se dio la vuelta y la miró fijamente. ―No sé qué habrá pasado hace u momento y en realidad no me importa, pero no quiero perder a ese chico. Es u buen jardinero y me sale muy barato. Además, mi mujer y sus amigas le ha cogido mucho aprecio ―dijo su tío co una sonrisa cínica―. Así que no quiero que me causes problemas con él ni co nadie. Su tío continuó andando hacia el coche sin darle la oportunidad de replicar ni de defenderse. Una bola de rabia subió por el pecho de Eva hasta su garganta. El jardinero les observó alejarse por el jardín. Cuando el dueño de la casa y s sobrina se hubieron ido, Danny se quitó
las manos de la espalda. Llevaba un sobre apretado y algo arrugado. Se le había caído a Eva cuando comenzaron la discusión, justo antes de que llegase el señor Flaggs. El joven lo había recogido del suelo y se lo había escondido detrás de la espalda. Una sonrisa se dibujó en s rostro moreno, la primera en las semanas que llevaba trabajando en aquella casa de hipócritas a cambio de un sueldo miserable.
CAPÍTULO 6
―Esta es la mejor calle de Los Ángeles para comprar trapos, Eva ―dijo su tía Cindy señalando un par de lujosas tiendas a través del cristal del coche. ―Créela, tu tía tiene el mejor ojo de California para estas cosas ―dijo Beth, una de de las l as mej ejor ores es ami amigas de Cindy Cindy.. Las dos mujeres iban elegantemente vestidas y conjuntadas hasta en el último detalle. La ropa que lucían debía de costar una fortuna, pero Eva estaba segura de que no se sentiría cómoda llevando
algo así. ―Ambrose, pare aquí ―le indicó s tío al chófer. Se detuvieron junto a una tienda de moda con aspecto de museo de arte moderno más que de boutique. Las dos mujeres se dejaron querer por Pierre, u dependiente afeminado que no paró de mostrarles montones de ropa, salpicando la muestra con comentarios maliciosos sobre gente conocida. ―La señora Charlton pasó por aquí ayer… y no se llevó nada. Se dice que s marido ha perdido una fortuna en la Bolsa ―dijo el tal Pierre con aire confidencial. Las mujeres reían las gracias del individuo mientras observaban la colección de prendas colgadas de
maniquíes y perchas. ―Fíjate en esta falda, Eva, creo que es ideal para ti ―apuntó su tía. ―Me gusta pero… es un poco corta, ¿no? ―dijo Eva. Las dos amigas se miraron y se echaron echaron a reí r eír. r. ―No hay prenda demasiado corta, cariño, sino trasero demasiado gordo ―dijo Beth pellizcándole las nalgas―. Pero no es tu caso, tú puedes presumir de ese ese cu culo tan du durro qu que tien tienes es.. En realidad era Beth quien tenía una figura escultural. Debía tener unos treinta y cinco años, y probablemente pasaba gran parte del tiempo en el gimnasio, e manos de un entrenador personal que se encargara de moldear su cuerpo. Aun así,
a Eva no le parecía que fuese una mujer guapa. Su tía Cindy en cambio era mucho más atractiva. Aunque no tenía aquel cuerpo de revista, tenía una belleza mucho más dulce y femenina. Mientras seguían viendo más modelos de faldas, pantalones, zapatos bolsos bolsos,, su tío perm permanecí anecíaa en una habitación contigua, junto al probador pri privado qu quee les había abí a ofre ofreci cido do el dependiente, leyendo el periódico hablando continuamente por el móvil. ―Toma, querida. Pruébate estos conjuntos de ropa interior ―le dijo su tía dejándole tres pequeños paquetes de color rojo―. Y no te preocupes si no te gustan, ¿de acuerdo? Yo voy a ir un segundo con Beth a mirar unos pendientes
de los que se ha encaprichado, pero tu tío Jerry se queda aquí contigo. ―Gracias, tía Cindy ―respondió Eva sinceramente. Su tía le caía mejor a cada momento que pasaba con ella. Era una mujer abierta y muy comprensiva, que la trataba como si fuera una amiga más de su grupo habitual, haciéndola sentir cómoda. Eva se metió en el probador y abrió una de las cajas de cartón. El conjunto de ropa interior se componía de unas minúsculas braguitas tipo tanga, acompañadas de uno de esos sujetadores que realzaban ampliamente el busto. Ella no lo necesitaba, y aunque no tenía intención de probárselo, se vio tentada por aquel aquel conj conjunto tan sexy sexy.
El probador se cerraba con una cortina blanca que bajaba hasta el suelo. Tres espejos cubrían las otras tres paredes desde el suelo hasta el techo, para que las clientas se pudiesen ver desde todos los ángulos. La joven se quitó los zapatos y se desvistió hasta que se quedó completamente desnuda. Observó s cuerpo en el espejo y admiró las curvas que sus caderas y sus amplios senos dibujaban en el cristal. Cogió las braguitas de la caja y se las puso. No estaba acostumbrada a llevar tanga, de hecho, aquella era su primera vez, y se sintió algo incómoda cuando la fina línea de seda se le ajustó entre los glúteos. Pero mirándose al espejo se sintió tan sexy, que la sensación de incomodidad se
desvaneció en un instante. Si Daniel la viese vestida con aquellas braguitas, se volvería loco. Sin saber por qué, Eva comenzó a pensar en su novio. Solo habían hecho el amor tres veces, pero recordaba perfectamente su cuerpo duro bronceado, casi como si estuviese allí a su lado. Eva cerró los ojos y se imaginó a su novio entrando de improviso en aquel probador. Daniel se situaría tras ella y la agarraría firmemente por la cintura, atrayéndola hacia sí. Después el jove alargaría su mano y la introduciría por debajo de sus pequeñas bragas, ugueteando lentamente con sus pequeños ricitos íntimos. Después Daniel se pegaría más a ella haciéndole notar la dureza de su miembro contra su culo. Pero tendría
que andarse con cuidado, para que el desagradable dependiente no se diese cuenta de nada. Eva se mordió los labios y comenzó a tocarse por debajo de las braguitas. Seguro que Daniel le mordería suavemente el cuello y le agarraría los dos senos con fuerza, pellizcando suavemente sus hinchados pezones. Eva, todavía con los ojos cerrados, se cogió las tetas tal como imaginaba que lo haría su novio e inclinó su cabeza hacia ellas. Tenía los senos suficientemente grandes como para poder lamerse sus propios pezones, y así lo hizo, mordisqueándolos con pasión. El pelo se le cayó por la cara y Eva abrió los ojos. Estuvo a punto de gritar al ver la
imagen de su tío Jerry mirándola fijamente a través del espejo. La cortina del probador se había deslizado con uno de sus movimientos, dejando una abertura más que suficiente para que su tío pudiese ver lo que ocurría dentro. El juego de espejos hizo el resto, permitiendo hacer de su tío un espectador único privilegiado. Eva agachó la cabeza avergonzada. o vio cómo su tío se levantaba y se acercaba al probador. Tampoco vio el grueso bulto que se había formado como por arte de magia en los pantalones de Jerry. Eva estaba segura de que su tío no había hecho otra cosa que detestarla desde que se hizo cargo de ella. Desde el
principio la había tratado co indiferencia, cuando no con desprecio, había hecho lo posible por hacerle ver que era una carga molesta. Pero ahora, la cara de su tío mostraba una expresión mu distinta. Tenía la boca ligeramente abierta, con la punta de la lengua asomando entre los labios y los ojos brillantes. Su tío se introdujo en el probador corrió la lona de tela. Eva no quiso mirarle pero sintió el aliento cálido del hombre en su cuello. La joven se sentía e una verdadera encrucijada. Por un lado quería salir de allí corriendo, pero solo iba vestida con unas pequeñas y ahora húmedas bragas, y lo más probable es que se formase un terrible escándalo. Eva sabía que no eran los únicos clientes de la
tienda. Pero, por otra parte, algo en s interior le impedía huir, y la incitaba a enfrentarse a la intensa mirada de su tío. No hizo falta decidir nada. Su tío le agarró suavemente del cabello y posó sus labios en el cuello de la joven. Eva se estremeció y notó una nueva oleada de humedad surgir en su interior. Jerry la atrajo hacia él y cogió sus generosos senos con ambas manos, tal y como Eva había imaginado que haría su novio hacía solo un instante. El hombre apretó co fuerza y comenzó a masajearle los senos con movimientos circulares. De vez e cuando pellizcaba sus pezones, provocándole una ligera punzada de dolor que desaparecía al instante fundida co placer. Jerry se acercó aún más y Eva sintió un bulto duro estrellarse contra s
cadera. Sin saber muy bien qué estaba haciendo, Eva movió sus manos y, a tientas, bajó la cremallera del pantalón. Sin darse la vuelta, metió la mano en la bragueta y agarró el poderoso miembro de su tío. Estaba muy duro y era tan grueso que le costaba abarcarlo con la mano. ―Todavía no, sobrina ―dijo su tío al oído. Jerry se retiró hacia atrás y la colocó apoyada contra la pared, de tal forma que la cara de Eva quedó situada a pocos centímetros del espejo. Eva estaba de espadas a su tío, y sus nalgas, cubiertas con el minúsculo tanga, quedaba totalmente expuestas. El hombre le separó las piernas y comenzó a besarle el cuello bajando poco a poco hasta llegar a la base
de la espalda. Mientras la besaba, su tío movía las manos con destreza por debajo de sus braguitas, frotando suavemente su monte de Venus, acercándose a veces a su clítoris, solo para huir un instante antes de alcanzarlo. ―Joder, estás empapada ―dijo Jerry. Entonces su tío se agachó y comenzó a besarle los glúteos a ambos lados de la fina tira del tanga. Sus manos seguía moviéndose con habilidad y dos dedos comenzaron a trazar círculos apretados sobre su clítoris. ―No, tío…, por favor ―jadeó Eva. Su tío no le hizo caso y continuó s trabajo manual. Uno de sus dedos
comenzó a colarse suavemente por s vagina, ayudado por la intensa humedad que Eva destilaba. Y de repente su tío separó la cinta del tanga y comenzó pasar su lengua por la línea hundida que separaba ambos glúteos. Poco a poco comenzó a bajar, y ante la incredulidad y estupor de Eva, su tío comenzó a lamerle muy suavemente el borde del ano. Al principio, fue un ligero roce que Eva confundió con una corriente de aire, pero después, el hombre movió su lengua cada vez más cerca de su agujero. Eva no sabía qué hacer, nunca nadie le había hecho algo semejante y seguro que si lo pensaba en frío, aquello le provocaría una oleada de repugnancia. Pero la sensación de placer que experimentó cuando su tío rozó la suave
rosada piel de su ano fue demasiado intensa. Nunca había sentido algo así. Unido a eso, su tío movía dos dedos en el interior de su vagina con intensidad, presionándole con maestría aquella zona que Eva consideraba su punto mágico. Con la otra mano, el hombre le pellizcaba con suavidad el clítoris, presionándolo con la fuerza justa. Eva no supo cuanto tiempo estuvo así, pero mucho después, cuando recordó la escena en la tranquilidad de s habitación, estuvo segura de que fuero más de diez minutos de un placer ta intenso como no hubiese creído posible. Eva llegó al orgasmo y se derritió de placer. Sus pequeños gemidos se habían convertido en un jadeo más ardiente que
su tío ni siquiera intentó acallar. El hombre seguía aplicado a su tarea si bajar de intensidad y no paró hasta que Eva se derrumbó literalmente en sus brazos. ―Tío Jerry... ¿Qué..? ―balbuceó Eva. ―Ahora me toca a mí ―la cortó s tío tapándole la boca con la mano. Su tío se acomodó en el pequeño banco del probador y la sentó a horcajadas sobre él, con la espalda de Eva apoyada contra su musculoso pecho. Ella podía ver la cara de su tío reflejada en el espejo detrás de la suya. El hombre sonreía y la miraba intensamente mientras le masajeaba los senos desde atrás. Eva miró hacia abajo y vio el
vigoroso pene de su tío salir de entre sus piernas, casi como si fuera suyo. El glande latía perceptiblemente, contrayéndose y expandiéndose con u ritmo hipnótico. Eva movió su mano a lo largo del descomunal miembro, acariciándolo suavemente. ―Agárrala fuerte, con las dos manos. Eva obedeció y comenzó a subir bajar la piel del reluciente pene. Una gota de saliva escapó de sus labios entreabiertos de forma accidental y cayó ustamente sobre el enrojecido capullo. ―Eso es, escupe sobre ella. Será mejor para ti ―dijo su tío desde atrás. Eva se quedó de piedra, pero ante la insistencia de su tío hizo lo que este la
ordenaba. Escupió sobre el pene, que comenzó a deslizarse con mayor soltura bajo sus dedos. Su tío llevó las manos a su entrepierna y comenzó a masajearla de nuevo con brío. Eva jadeó y echó la cabeza hacia atrás. Su tío aprovechó para morderle el lóbulo de la oreja y el cuello, provocando que se estremeciese de placer. ―Es hora de que la pruebes ―anunció Jerry. El hombre la elevó por las caderas la sentó suavemente sobre su pene. Era muy grande y al principio su tío solo presionó con la punta, sin llegar a entrar dentro de ella. El contacto de aquella carne dura y caliente sobre su sexo fue ta intenso, que Eva sintió que se estremecía.
Poco a poco, el ariete fue abriéndose paso dentro de ella, con mucha suavidad. Eva nunca había tenido algo tan grande en s interior. Toda su vagina sentía el contacto y la presión sin que un solo centímetro se viese libre. Su tío comenzó a moverla hacia arriba y hacia abajo, sujetándola firmemente por la cintura. Eva veía a través del espejo cómo el pene aparecía desaparecía dentro de ella, cada vez u poco más profundo. La joven se mordió el labio y comenzó a seguir el ritmo que imponía su tío, moviéndose hacia arriba abajo, haciendo fuerza con sus caderas. Eva nunca había experimentado algo igual en toda su vida. De repente, la joven se desembarazó de aquellas manos que la sujetaban por la cintura y tomó el mando
de la cabalgada. Comenzó a bombear a u ritmo aún más intenso mientras los gemidos escapaban por su boca cada ve más altos. Eva oyó al dependiente atender a unos clientes en una zona próxima. Estaban demasiado cerca. Su tío pareció darse cuenta de la situación y le cerró la boca con una mano, mientras con la otra la agarraba del cuello. ―No pares aunque entren ―ordenó Jerry desde atrás. Ella asintió mientras se movía como si estuviera poseída. En aquel estado no creía que hubiese podido parar ni aunque hubiese querido. Oleadas de placer corto pero penetrante se mezclaban con otras más duraderas pero menos intensas.
Entonces su tío retiró la mano del cuello y la bajó hasta sus nalgas. De repente uno de sus dedos se coló en el ano de Eva, en el momento en que ella bajaba su cuerpo en una potente embestida. Eva sintió un escalofrío prolongado y se corrió cómo no lo había hecho nunca. Una explosión de sensaciones se abrió paso en su interior y por unos instantes perdió la noción del tiempo. Mientras lo hacía se mordió el labio con tanta violencia que una fina línea de sangre roja se dibujó en su boca. Al abrir los ojos contempló la cara de su tío Jerry adornada con una sonrisa de lobo. Entonces el hombre rugió y Eva sintió una descarga cálida en su interior, que la inundó completamente. Su tío había llegado al orgasmo solo unos segundos después que
ella. No sabía si había sido casualidad o su tío había aguantado hasta ver cómo se corría ella. Jerry tardó unos pocos segundos e reponerse. El hombre se levantó y le tendió un paquete de pañuelos de papel de forma desapasionada. En ese momento tintineó la campanilla que anunciaba nuevos clientes y casi al instante oyero las voces de Cindy y Beth charlando en la entrada. Su tío la miró fijamente y se llevó un dedo a los labios pidiéndole que se mantuviese en silencio. ―Si crees que he acabado contigo estás muy equivocada ―dijo con dureza. Eran las mismas palabras que le dedicó a Pamela, su secretaria, poco antes de llevarla a la habitación contigua al
despacho para sodomizarla. Pasado el momento de placer, Eva detectó un brillo duro y agresivo en la mirada de su tío. Jerry le tapó la boca con una mano cogió entre sus dedos un mechón de s vello púbico. El hombre tiró con fuerza se lo arrancó de raíz. Eva estuvo a punto de gritar pero no quería que su tía les descubriese e aquella situación. Una lágrima comenzó a formarse en sus ojos, pero la jove aguantó sin mostrar debilidad. Su tío sonrió, se abrochó el pantalón y salió a la salita de espera como si nada, se sentó e el sofá y colocó el periódico abierto sobre su regazo. ―Hola, cariño ―escuchó decir a s tía Cindy―. ¿Y Eva?
―Sigue ahí dentro probándose los trapos que le has elegido. ―¿Todavía? ―preguntó extrañada su tía. ―Ya te dije que no parecía una chica muy lista ―repuso Jerry en voz alta. Eva enrojeció. No sabía si su rubor estaba más provocado por la rabia que le produjo aquella frase o por el comportamiento tan increíble que había tenido. Aunque había luchado contra ese instinto animal que la subyugaba, no había conseguido hacerle frente. Y no solo eso, acababa de tener una… sucia relación co su tío Jerry, el esposo de Cindy. Aún no conocía muy bien a la mujer, pero se sentía fatal. Había traicionado a la única persona que la había tratado bien desde s
llegada, comportándose de aquella manera. Y lo que lo hacía aún peor, aquel había sido el orgasmo más intenso placentero que había sentido nunca. Y se lo había provocado un hombre al que creía odiar profundamente. Eva no quiso recordar el dedo que su tío le había introducido en el ano unos instantes antes del clímax. Estaba demasiado avergonzada.
CAPÍTULO 7
Eva se quitó la blusa y la falda, y se miró en el espejo del baño. Había pasado varias horas desde su encuentro íntimo con su tío Jerry, pero aún sentía el tacto de sus manos sobre sus nalgas. Quería borrarlo, pero… se había sorprendido pensando en ese vergonzoso momento varias veces mientras continuaba de compras con su tía Cindy su amiga. Su tío ejercía sobre ella u extraño embrujo, como un sortilegio de pasión que un poderoso mago hubiese
lanzado sobre ella. Sabía que su tío era una mala persona, lo sabía incluso antes de llegar, y en el poco tiempo que había estado allí, se había hecho más evidente. Pero aún así… Sacó su móvil del bolso y lo colocó sobre la estantería del baño. Solo tenía u contacto en la memoria del teléfono marcado con una escueta D mayúscula. Identificaba a la única persona que le importaba en el mundo. De nuevo estuvo a punto de sucumbir a la tentación y llamar a aquel número, pero… simplemente no podía hacerlo. Tenía que ser fuerte y esperar. La joven comprobó la temperatura del agua de la bañera y decidió que ya estaba suficientemente caliente. El cuarto
de baño era tan grande como el salón de su antigua casa. Se encontraba en la parte superior de la mansión, cerca de su propia habitación. Su tía Cindy le había dicho que podía usar el jacuzzi y darse un baño caliente de burbujas. Ella le prometió que se encargaría de que nadie la molestase allí. Eva acabó de desnudarse. El espejo le devolvió una figura voluptuosa de grandes curvas con una mata de pelo oscuro que cubría su zona más íntima. La oven se tocó cuidadosamente allí dónde su tío Jerry le había arrancado un pequeño mechón de pelo. No le dolía, pero tenía esa zona ligeramente irritada. Después de haber contemplado la vulva completamente rasurada de Pamela,
Eva había sentido el deseo de hacer lo mismo en su conejito. No sabría decir por qué, pero ahora que se lo veía en el espejo era casi una necesidad. Se acercó al mueble del baño encontró un bote de espuma de afeitar una cuchilla sin estrenar. Se las llevó al baño y se sumergió poco a poco en el agua caliente. Eva disfrutó un buen rato de aquella sensación de quietud y relajación, con el tibio líquido besándole los senos. Apretó uno de los botones del jacuzzi, una explosión de chorros y burbujas comenzó a masajear su cuerpo. Uno de esos chorros le alcanzaba en el muslo, cerca del trasero. Eva cambió de postura, haciendo que el chorro golpease directamente entre sus piernas. El agua salía fuerte y le presionaba la vagina co
potencia. No era doloroso, sino todo lo contrario. Además no tenía que avergonzarse delante de nadie, pues estaba completamente sola en la bañera. Después de un buen rato de disfrutar de los chorros y burbujas, Eva se incorporó y se sentó en borde del jacuzzi, con las piernas aún dentro del agua. La oven comenzó a recortarse su melena íntima con unas tijeritas, poniendo mucho cuidado en lo que hacía. Cuando acabó se miró al espejo. Estaba mucho mejor, pero no estaba completamente satisfecha, ni mucho menos. Con mano inexperta se echó una cantidad generosa de crema de afeitar y comenzó a extenderlo sobre el vello púbico recién cortado. Cuando hubo acabado, comenzó a
pasar suavemente la chuchilla de afeitar. Empezó por la zona más próxima al ombligo para ir bajando poco a poco. No tuvo muchos problemas con las ingles pues ya las tenía depiladas, ni tampoco con el pelo más alejado de su sexo. Pero cuando comenzó a rasurarse la zona más próxima a su rajita, se dio cuenta de la enormidad de la tarea. Era mu complicado apurar bien entre los pequeños pliegues más recónditos y la operación se fue haciendo más delicada por momentos. No pudo evitar hacerse u par de minúsculos cortes y algunas zonas se irritaron, adquiriendo un tono rojizo, pero a pesar de ello no paró. Al terminar, contempló su obra y quedó muy satisfecha. Estaba completamente rasurada, tal como había
venido al mundo. Se sentía extrañamente desprotegida pero a la vez mucho más sexy y liberada. Eva pasó dos dedos suavemente sobre la piel desnuda de vello y sintió un ligero escozor. En ese momento la puerta del baño se abrió de improviso y Eva gritó asustada. ―¡Oh! Perdona, Eva, creí que ya habías terminado ―se disculpó su tía Cindy. ―¿Eh? Sí, me he quedado un bue rato... ―respondió Eva azorada. ―¿Pero qué tienes ahí? Te has hecho una par de heridas depilándote ―exclamó Cindy mirándola fijamente entre las piernas. ―No te preocupes, no es nada.
―Claro que me preocupo. Tenemos que cuidar esas heridas, querida, si no, se pueden volver muy molestas, créeme. Su tía abrió el cajón y sacó u botiquín de mano. Cogió un par de botecitos y unas gasas y se acercó a la bañera. ―De verdad que no ha sido nada, Cindy. ―Tranquila, deja que me ocupe de ello. Su tía la hizo salir de la bañera y la sentó en un pequeño taburete. ―Abre bien las piernas ―dijo co aire profesional. Eva, renuente, acabó haciéndole caso. Su tía le inspiraba confianza, pero
nunca antes una mujer le había tocado s zona íntima. ―Vamos, no tengas miedo. No te voy a comer ―dijo Cindy cordialmente. Su tía echó un líquido sobre la gasa que aplicó después suavemente sobre las heridas. Escocía mucho. Abrió un pequeño bote y se echó unas gotas de pomada en los dedos. ―Esto aliviará el escozor. Cindy comenzó a extender suavemente la pomada sobre su monte de Venus ahora completamente pelado. Una ola de frescor se extendió por su piel irritada, aliviándola. ―Muchas gracias, Cindy. ―No hay de qué. Tú harías lo mismo
por mí. Su tía continuó dándole aquel placentero y suave masaje, aunque la pomada ya se había absorbido completamente. Eva la miró un segundo descubriendo un brillo oculto en la mirada de Cindy. Su tía tenía los carnosos labios abiertos y se mordía ligeramente la punta de la lengua. Eva no podía asegurarlo, pero creía que Cindy estaba excitada. Tuvo una sensación muy extraña. No le gustaban las mujeres, de eso estaba segura. Pero por un instante estuvo tentada de coger la mano de su tía y dirigirla hacía la entrada de su cueva. Cindy captó su mirada y asintió con la cabeza, como si le hubiese leído el pensamiento. Un ruido en la puerta interrumpió
aquella extraña situación. Al principio, Eva lo agradeció, pero cuando la cabeza de su desagradable primo apareció por la puerta, se arrepintió al instante. ―¿Pero qué coño estáis haciendo? ―graznó al verlas en aquella situación. ―Tu prima se ha lastimado ―dijo Cindy levantándose ―. Y yo la estoy curando ―añadió con firmeza. ―Ya, y yo soy el rey de Camelot y esta es mi espada mágica ―dijo su primo Alex agarrándose el paquete. ―¿No sabes que no se puede entrar aquí sin permiso? ―replicó Cind molesta. ―Sólo quería mear, pero ya veo que tenéis otras cosas más importantes entre manos ―dijo con una risita ―. ¿Sabe
algo de esto mi padre? ―No. Como tampoco sabe que le robas dinero de su cartera a escondidas para comprarte esas revistas de porno «sado» que guardas en tu baúl bajo llave. ¿Quieres que vayamos a contárselo? ―replicó Cindy. ―Maldita puta bollera ―rechinó Alex entre dientes. ―Nos veremos en la cena…, hijo ―dijo su tía mientras su primo Alex salía indignado del cuarto de baño. ―¿De verdad le roba al tío Jerr para comprar revistas sadomasoquistas? ―preguntó Eva asombrada. Su tía se encogió de hombros. ―No le he visto hacerlo nunca, pero
conociendo su carácter y sus gustos era lo más probable. Y parece que he acertado. Eva sonrió. Cindy parecía tan buena persona que le costaba creer que hubiera acabado con alguien como su tío Jerry. ―¿Te puedo hacer una pregunta? ―preguntó Eva tímidamente. ―Claro, adelante. ―¿Eres feliz con Jerry? La mujer la miró unos instantes sonrió con tristeza. ―La felicidad es difícil de medir. Mi familia era muy pobre y de jove pasamos muchas penalidades. Cuando veía en televisión cómo vivía la gente rica, me decía a mí misma que algún día yo sería como ellos. Esa siempre fue mi
máxima ambición. Pero ahora que lo tengo… ―¿No te gustaría empezar una nueva vida, lejos de aquí? Cindy sonrió. ―¿Y qué haría? Todo lo que tengo es de Jerry. Sus abogados hicieron un excelente trabajo con el contrato prematrimonial. Pero, bueno, de nada vale quejarse, hay mucha gente peor que yo ahí fuera. ―Pero el tío Jerry… ―Tu tío es un mal necesario Eva. Ojalá nunca tengas que hacer lo que he hecho yo, pero no quiero volver a Chicago y vivir como lo hacía antes. Ha aspectos muy malos en esta relación pero hay otros que los compensan. Mi familia
ahora está bien, mis padres viven en u bonito apartamento propiedad de tu tío, mi hermana tiene un trabajo decente e uno de los negocios que Jerry tiene en la ciudad. ―Perdona, Cindy, no quería uzgarte. ―No te preocupes, cielo, sé que no lo hacías con mala intención. Eva le tomó la mano. Su tía cada ve le gustaba más…, en el buen sentido, claro. Aunque había tenido un momento de flaqueza, a Eva le gustaban los chicos. ―Bueno, pues esto ya está ―dijo Cindy recogiendo las medicinas y las gasas. ―Gracias, Cindy.
―De nada. Y la próxima vez que te vayas a depilar ahí, avísame, te llevaré a mi salón de belleza y te dejarán perfecta sin hacerte ni pizca de daño ―dijo sonriente. ―Lo haré ―prometió Eva. ―Ah, se me olvidaba ―dijo s tía―. Mañana por la mañana voy a ir co Beth y dos amigos al club de tenis, queríamos que nos acompañes. ―Nunca he jugado al tenis. ―No te preocupes, no vamos a jugar demasiado al tenis ―anunció su tía co una sonrisa pícara―. Pero seguro que encontramos alguna otra forma de divertirnos.
CAPÍTULO 8
Las masajistas se desprendieron de sus quimonos mostrando sus pequeños bien formados cuerpos. Las dos tenía rasgos orientales, y el cabello largo negro colgando hasta sus estrechas cinturas. La más alta tenía tatuado u dragón que le bajaba por la espalda hasta el trasero. A Jerry le encantaba, porque la cola del dragón nacía entre la línea culo. Su compañera, en cambio, lucía varios símbolos chinos grabados en el cuello los tobillos, algo mucho más
convencional. Ambas eran preciosas, y como ya sabía de otras veces, costaban u ojo de la cara. Sentado a su lado, en el jacuzzi gigante, el alcalde miraba con la boca abierta a las dos chicas. ―No tengas prisa por decidirte, Eddy, aún tenemos mucho tiempo por delante. ―Joder, hacía mucho tiempo que no salía a «relajarme» ―dijo el alcalde sonriendo― Tenemos demasiado trabajo últimamente, y cuando llego a casa, mi mujer no está de buen humor precisamente. ―Ya sabes cómo son las mujeres, si trabajas mucho les molesta que nunca te vean, y si trabajas poco se quejan de que
eres un vago. El alcalde sonrió y levantó la copa de champán. ―Por que los negocios sigan viento en popa, Jerry. ―Por los negocios… y por las mujeres guapas ―añadió Jerry al brindis. Los hombres apuraron las copas una de las chicas se apresuró a rellenarlas de una carísima botella. Aquello le iba a costar unos miles de dólares, pero los beneficios que Jerry iba a obtener e aquel negocio eran de varios millones. ―Tú sí que sabes vivir bien la vida ―dijo el alcalde con las mejillas rojas la voz achispada por el alcohol―. Tienes una mujer la mitad de joven que tú encima está como un tren.
―Es muy guapa, sí ―contestó Jerry. Habían estado cenando en casa del alcalde la otra noche, y comparada con la vieja gorda de piel apergaminada que tenía el alcalde por esposa, Cindy se podría considerar una diosa. ―Además… tiene pinta de ser una fiera en la cama, ¿eh? ―preguntó el alcalde con los ojos entornados. ―Tienes buen ojo para las mujeres, Eddy. Sí, es una auténtica fiera. Le gusta hacerlo todo y todas las veces que le pidas... Pero, ¿sabes una cosa? Después de dos años haciéndolo con la misma mujer, por muy guapa y joven que sea, uno se acaba hartando. Por eso, tenemos que darnos nuestros pequeños caprichos. ―Bien dicho ―rió el alcalde―. Yo
tendría que haberlo hecho mucho antes. Es bueno tener una esposa que te permita mantener una fachada de honorabilidad luego… a divertirse con otras. Jerry observó cómo Eddy apuraba s tercera copa de champán y no dijo nada. Lo que el alcalde no sabía era que Jerr no tenía intención de seguir mucho más tiempo con Cindy. Últimamente su mujer se había vuelto mucho más difícil de manejar; se mostraba fría con él y no accedía a cumplir sus deseos como antes. Los días de Cindy como su esposa estaba llegando a su fin. La pobre idiota tendría que volver a Chicago y ganarse allí la vida. Si era inteligente, se haría puta de lujo; si era estúpida, acabaría sirviendo platos combinados en algún restaurante de segunda. Ese ya no era su problema, ya ni
siquiera la consideraba su mujer. Tal vez Pamela, su secretaria, cumpliría mejor esa función. ―Por cierto, esa sobrinita tuya que ha venido de Europa… ¡Madre mía! La vi el otro día paseando y me quedé si respiración―continuó el alcalde. ―Sí, es una chica muy… ardiente ―respondió Jerry, misterioso―. Lo sé de primera mano. ―¿No me irás a decir que te la has tirado? Jerry se rió y vació de nuevo su copa de champán. El alcalde le miró co envidia y rompió a reír con una risa beoda y turbia. Ya estaba preparado para hablar de negocios, pero antes, le daría un poco más de lo que el viejo verde necesitaba.
―Verás, Eddy, esa pequeña belleza lleva dentro una zorra como no había visto antes. Hace unos días acompañé a Cindy y a Eva a comprar ropa, y mientras mi mujer se fue con Beth a otra tienda, la putilla se metió en el probador. Jerry pidió que rellenaran su botella con gesto teatral, haciendo una pequeña pausa para incrementar el interés del alcalde. ―Sigue, joder. ―Pues como te he dicho, la muy puta se metió en el probador y comenzó a tocarse. La vi a través del espejo y me metí con ella para… echarle una mano. ―Serás… ¿Te follaste a tu propia sobrina en el probador de una tienda de ropa? ―preguntó el alcalde co
admiración y asombro. ―Y espero hacer mucho más que eso. Esta semana pretendo desvirgarle el culo, la misma noche en la que doy la cena de gala, como colofón final. ―¿Pero cómo vas a hacerlo con t mujer en casa? ―Lo tengo todo preparado ―respondió Jerry con una sonrisa enigmática. ―¡Fiuuuu! ―silbó el alcalde―. Será una gran noche para todos. Nosotros vamos a cerrar un gran acuerdo y tú vas a llevarte un buen trofeo. ―Ya lo creo. Pero necesito tener firmados todos los permisos antes del ueves ―dijo Jerry utilizando un tono mucho más serio y profesional.
Esa noche, Jerry iba a darle al alcalde los tres millones de dólares pactados para permitir la construcción de uno de los mayores parques comerciales de la zona. Era un soborno millonario, co el que Jerry calculaba obtener unos cincuenta millones de beneficio en cinco años. Pero no podía haber ningún fallo. ―Tendré que mover un par de hilos para conseguir las licencias tan rápido ―dijo Eddy frunciendo el entrecejo―. o podré hacer nada si algún propietario no está de acuerdo. ―Ya te dije que estaba todo arreglado ―dijo Jerry con dureza. ―No sé, ha llegado a mis oídos que Kevin Payton estaba poniendo problemas. Si se habla demasiado del tema, la gente
empezará a ponerse nerviosa y a hacer preguntas. ―Payton ya no es un problema. ―Jerry chascó los dedos y una de las masajistas le acercó una cartera de piel. Jerry sacó unas hojas grapadas y se las mostró con mucho cuidado al alcalde, asegurándose de que quedaban lo más lejos posible del agua. ―Es el contrato de Payton. Firmado y sellado ―dijo Jerry. ―¡Joder! Los chicos de mi departamento me habían dicho que el viejo cabrón nunca vendería. ¿Cómo lo has logrado? ―Todo hombre tiene su punto débil ―dijo Jerry con un ligero tono de amenaza―. Y Payton no es la excepción
―añadió. El alcalde le miró unos segundos. Había respeto en su mirada, pero tambié unas gotas de temor. Eso le convenía a Jerry, aunque ahora era el momento de ponerle el caramelo. ―No te olvides de traer una bolsa grande, ya tengo preparado todo el dinero ―dijo Jerry en voz baja. ―No te preocupes. Llevaré mi bolsa de los palos de golf. ―Bien, será perfecto. Aparcarás el coche en el garaje y te daré allí el dinero. Ten cuidado, Eddy, tres millones son difíciles de ocultar. ―Tranquilo, yo también lo tengo todo previsto ―dijo el alcalde con u brillo codicioso en los ojos.
Con ese dinero, el viejo necio no tendría que preocuparse por su jubilación, pensó Jerry. Ni siquiera tendría que presentarse otra vez a la alcaldía y eso quitaría de en medio a un grandísimo incompetente. Después de todo, sus turbios negocios acabarían por venirle bien a la comunidad, pensó Jerr esbozando una sonrisa cínica. ―Pues entonces no pensemos más dediquémonos a lo nuestro. Jerry dio unas palmadas y las dos masajistas se metieron en el agua co ellos. La del dragón en la espalda se dedicó a masajearle los pies, mientras que su compañera se ocupaba del alcalde. El acuzzi era tan grande que estaba dividido en dos pequeñas piscinas que se podía
separar por un panel de bambú y papel, decorado con un espléndido paisaje aponés. ―Démosle un poco de intimidad a nuestro invitado ―dijo Jerry a la mujer del dragón. Esta se levantó en silencio y corrió el panel que separaba ambas piscinas. El alcalde y su acompañante quedaro reducidos a unas sombras que se movía al otro lado. En realidad, la única que se movía era la chica del tatuaje en el cuello y a juzgar por el movimiento oscilante de su cabeza y los gemidos entrecortados del alcalde, Jerry creyó adivinar lo que estaba haciendo. Jerry giró la cabeza y contempló una de las esquinas de la sala. La pequeña
casi indetectable lucecita roja indicaba que la cámara allí oculta estaba grabando. Incluir ese servicio le había costado bastante, pero el dueño del local tenía una deuda pendiente con él, y Jerry siempre cobraba sus deudas. Ya no había marcha atrás posible para el alcalde, pensó Jerr sonriente. ―Quiero lo mismo que le está dando tu compañera a mi amigo ―le dijo a la masajista―. Y luego exploraré a fondo la cola de ese dragón tuyo. Quiero saber cómo es la gruta en la que vive ―añadió sonriente. Lo último que vio Jerry antes de cerrar los ojos y gemir de placer, fue la cabeza de un dragón sumergiéndose en el agua.
CAPÍTULO 9
Eva no debería estar en aquella habitación, pero al mirar por la ventana, vio al joven jardinero trabajando, y se quedó unos segundos observándole fascinada. Eran las siete de la tarde y los últimos rayos de sol arrancaban brillos dorados en la piel de Danny. Estaba cavando una zanga en el jardín y los musculosos brazos se hinchaban con cada golpe de la azada. El sudor hacía que sus abdominales se marcasen ostensiblemente y su pecho varonil parecía esculpido e
bronce. Eva no recordaba que estuviese tan fuerte. ―¿Qué haces en mi cuarto? ―una voz sonó áspera a sus espaldas. Eva se dio la vuelta y se encontró cara a cara con su primo Alex. El joven la miraba con una media sonrisa torcida, que le daba el aspecto de una serpiente co acné juvenil. No tenía que haberse demorado tanto allí, se reprendió Eva. Alex se acercó amenazador y miró también por la ventana. ―¿Espiando al servicio? ―preguntó con ironía. ―Solo estaba viendo la puesta de sol ―replicó Eva. ―Eres tan embustera como decía mi padre.
El joven dio un paso hacia ella. ―Te lo repito, ¿qué haces en mi habitación? ―No sabía que fuese tu cuarto. ―Esta no es tu casa, que no se te olvide. No puedes ir por ahí entrando e las habitaciones de los demás. Si no fuese por esa estúpida de Cindy, mi padre te habría colocado en tu verdadero lugar, en la casa de los criados. Pero tranquila, que te voy a enseñar buenos modales. La única puerta se encontraba al otro extremo de la habitación y su primo Alex se interponía en su camino. ―¿Qué quieres de mí? ―preguntó Eva inquieta. ―Ya sabes lo que quiero, zorrita. Lo
mismo que le has dado a mi padre y lo mismo en lo que estabas pensando cuando mirabas a ese estúpido mexicano forzudo. ―No te acerques más o gritaré ―le amenazó Eva tratando de que su vo sonase firme. ―Puedes gritar todo lo que quieras, eso lo hará más divertido. A esta hora no hay nadie en casa, pero si quieres lo podemos grabar para enseñárselo luego a mis amigos ―dijo Alex sonriente. Eva miró alrededor, no había nada cercano que pudiese utilizar para defenderse. Su primo se carcajeó avanzó hacia ella, estrechando el cerco. Cuando estaba a unos dos metros, Eva se movió rápidamente hacia un lado y cruzó la cama de un salto en dirección a la
puerta. Su primo no esperaba aquella reacción tan rápida, pero en seguida se giró y fue tras ella. Eva cogió el pomo abrió la puerta. Justo cuando iba a salir, Alex la agarró por la espalda y tiró de ella hacia atrás. Eva gritó, arañó y pataleó a su primo, pero este era mucho más alto fuerte, y consiguió meterla en la habitación. Después cerró la puerta y la miró con odio. ―Mira lo que me has hecho, zorra. Alex tenía varias marcas de arañazos en el cuello y en la cara. ―No te preocupes, me pienso cobrar hasta la última gota de sangre. ―¡Aléjate de mí, cerdo! ―gritó Eva. Eva miró a su alrededor buscando
algo con que defenderse. Cogió un florero de porcelana de la mesilla, no era una gran defensa pero era mejor que nada. ―Eso es, prefiero que me lo pongas difícil ―dijo su primo. Y eso es lo que Eva pensaba hacer. La joven se abalanzó sobre su primo co el jarrón en alto y trató de golpearle en la cabeza. Su primo se escurrió hacia u lado y el golpe le pasó rozando la sien se estrelló contra su hombro. ―¡Joder! ―gritó Alex. El golpe había sido fuerte, pero no lo suficiente. Su primo se giró y la atrapó con fuerza por el brazo, retorciéndoselo. La muñeca de Eva tembló, y el jarró cayó al suelo y se hizo añicos. Alex la tiró violentamente contra la cama y se sentó
sobre ella, sujetándole ambas manos e inmovilizándola. ―Así está mejor, zorra. Ahora veremos qué tal te portas. ―¡Suéltame, cabrón! ―gritó impotente. Eva pataleaba e intentaba desasirse de las garras de acero de su primo, pero este la tenía inmovilizada. Una lágrima de impotencia asomó a su mejilla, pero luchó con denuedo para evitar que su primo la viese. Tenía que resistir. Eva pataleó y consiguió golpearle con la rodilla en las costillas, pero no fue suficiente para liberarse de él. ―Estate quieta, puta, o será peor para ti.
Su primo le abrió las piernas co fuerza y se quitó los pantalones. Eva pudo ver el bulto que se marcaba bajo sus calzoncillos. Aquel cerdo se excitaba con la violencia. ―Al final acabarás pidiéndome más. Alex le quitó la falda violentamente y le apartó las bragas hacia un lado. El oven se tumbó sobre ella y Eva pudo notar la carne dura y caliente del miembro de su primo. ―No lo hagas, por favor ―suplicó Eva. La rabia había dejado paso al miedo. ―Ya no estás tan segura de ti, ¿eh, guarra? Ahora vas a saber lo que es un hombre de verdad. Alex le arrancó la camiseta y le subió el sujetador. Después le agarró los
pechos y le mordió un pezón con tanta fuerza que casi la hizo sangrar. ―Ya basta de tanto precalentamiento ―dijo su primo con sorna. El joven se apretó más contra ella Eva notó cómo el pene de su primo buscaba su entrada con violencia. La iba a penetrar. Eva cerró los ojos esperando lo peor. Pero no llegó a producirse. Se oyó un golpe seco y su primo Alex gimió de dolor. Después el joven cayó sobre ella como un fardo. Al abrir los ojos lo primero que vio Eva fue el rostro redondo y tranquilo de su salvador. Su primo Bobby esgrimía una lámpara en la mano con un ligero rastro de sangre. ―Gra… gracias ―logró
tartamudear Eva. ―¿Estás bien? ―dijo Bobb mientras le quitaba de encima a s hermano Alex. Era la primera vez que oía hablar al muchacho. El tono de su voz era suave y tranquilizador. ―Sí, no ha llegado a... ―Eva se desplomó sin acabar la frase. ―Tranquila, ya ha pasado todo ―dijo Bobby abrazándola. Su primo Alex gimió sobre la cama y se dio la vuelta lentamente. Bobby recostó a Eva sobre un sofá con mucho cuidado y se acercó a s hermano. ―¿Qué me has hecho, retrasado? ―dijo Alex mirándole con odio.
Bobby no se arredró y agarró a Alex por el cuello apretándole contra la cama. Bobby era mucho más grande y corpulento que su hermano, y en una pelea cuerpo a cuerpo no tendría nada que perder. Pero por lo que Eva sabía, Alex siempre había dominado e intimidado a su tímido hermano… hasta ese momento. Bobby le dio un rodillazo en la entrepierna y Alex se contorsionó como una marioneta mientras gritaba de dolor. ―Escúchame bien porque solo te lo voy a decir una vez más ―dijo Bobby co su habitual tono calmo―. Si vuelves a molestarla, te mataré. Si vuelves a hablarle, te mataré. Si vuelves a mirarla, te mataré, y si vuelves a respirar cerca de ella, también te mataré.
Lo dijo con tanta tranquilidad serenidad, que la amenaza tuvo un efecto mucho más impactante que si hubiese sido proferida con agresividad. Eva cerró la mano en torno al objeto metálico que había guardado antes de que llegase Alex en su bolsillo. Al menos había obtenido lo que había venido a buscar al cuarto de su primo.
Eva estaba paseando por el jardí unto a Bobby. Se colgaba del brazo del muchacho y disfrutaba de aquel momento de tranquilidad después de la tormenta. Bobby era un chico callado y tranquilo. Debía de pesar cerca de cien kilos,
aunque su rostro no era muy agraciado, tenía una dulzura que le hacía resultar agradable. Al salir de la casa se habían cruzado con Danny, el jardinero, pero Eva había cambiado de dirección antes de pasar a s lado y había evitado su mirada. Ahora se encontraban en una zona del jardín alejada de la casa, con una capa de ramas protectoras bajo sus cabezas. Estaba anocheciendo y los farolillos del camino creaban la atmósfera de un cuento de hadas. ―Muchas gracias por salvarme ―repitió Eva con sinceridad. ―Tú habrías hecho lo mismo por mí. Desde que te vi llegar sabía que no eras como ellos ―dijo el gigante con cierta
tristeza. ―Tú tampoco eres como ellos. Aquella sencilla frase fue recibida por Bobby como un auténtico regalo. ―Deberías irte cuanto antes ―sugirió el joven. Eva no contestó, sino que bajó la mirada. Habría querido hablarle de sus planes y esperanzas de futuro, pero simplemente no podía. ―¿Y tú? ¿Por qué sigues aquí? ―Me gusta creer que protejo a Cindy… y ahora también a ti. Pero dentro de dos meses me marcho a la universidad de Florida. Me mudaré allí con mi madre, así que no tendré que aguantarles muy a menudo.
La joven le tomó la mano. Era enorme y cálida. Se quedaron así una hora, contemplando tranquilamente el anochecer en la quietud del jardín, con el rumor de una pequeña fuente cercana y el trinar de los pájaros como única compañía. Eva no pudo verla, pero intuyó una lágrima resbalando por la mejilla de Bobby y le dio un abrazo. Después volvieron a la casa y cada uno se dirigió a descansar a su cuarto. Eva abrió s cartera, contempló largo rato la pequeña tarjeta de presentación y la leyó en u susurro. ―Martin Walcox, policía de Los Ángeles. De tanto mirar la tarjeta se había
aprendido el número de teléfono de memoria. Por unos instantes se planteó llamarle y contarle lo sucedido con Alex, pero después desechó esa idea y se echó a dormir. Aquella noche Eva y Bobby tuvieron un sueño profundo y tranquilo. Alex en cambio tuvo una noche más movida. Tenía la cara hinchada por los arañazos y el hombro le dolía a consecuencia del golpe con el jarrón. Una fuerte jaqueca era el recuerdo del mazazo recibido en la nuca. Pero lo peor de todo era aquel terrible dolor que sentía en sus partes, que por mucho hielo que se pusiese, no parecía menguar. A las dos de la mañana abandonó la casa a hurtadillas y llamó a un taxi. La carrera hasta el hospital le costó un dineral y al llegar a urgencias se encontró un panorama
desolador. Hasta las tres y media de la mañana no le atendieron.
CAPÍTULO 10
El club de tenis era el sitio más elegante y selecto en el que Eva había estado nunca. Los camareros parecía sacados del catálogo de una agencia de modelos y estaban tan atentos a los movimientos y necesidades de los socios que a Eva le resultaban agobiantes. Cindy había quedado allí con s amiga Beth, a la que acompañaban tres óvenes tan atractivos, que habría obtenido fácilmente un puesto como camareros del club. Pero estos era
óvenes ricos que vestían ropas de marca y llevaban sus raquetas con la naturalidad que dan los años de experiencia. Eva, e cambio, se sentía como el patito feo entre un grupo de formidables cisnes. Habían jugado al tenis en dos pistas adyacentes por espacio de una hora, en las que Eva, fuese con quien fuese, había perdido. Su contribución al juego había sido nula. Le había resultado muy costoso golpear aquella endemoniada bola amarilla, y cuando lo había logrado, el resultado había sido poco satisfactorio. Pero todos los amigos de Cindy se mostraron encantadores y habían tratado de ayudarla corrigiendo sus golpes y s postura, aunque con escaso éxito. Uno de los chicos, David, se había mostrado especialmente deseoso de enseñarle,
acompañando sus explicaciones de u contacto muy cercano. Eva se había dejado instruir y aquel sentimiento visceral de excitación había vuelto a renacer en ella. No sabía qué le ocurría, pero desde que había llegado a California, un deseo sexual como antes no había experimentado se había hecho dueña de ella. Sin embargo, Eva estaba dispuesta a ser fuerte y aguantar, así que había puesto cierta distancia de por medio con David y había intentado concentrarse en aquel estúpido juego. Después de agotarse persiguiendo la pelotita bajo el sol, se habían retirado a los vestuarios para darse una ducha. Allí pudo contemplar desnudas a sus dos nuevas amigas, asombrándose antes sus
cuidados y esculturales cuerpos. Las dos tenían su entrepierna completamente rasurada, a lo que Beth añadía un tatuaje en forma de fresa muy cerca de la vulva. Eva se quedó demasiado tiempo contemplando aquel dibujo, y al levantar los ojos, vio a su tía observándola co una sonrisa enigmática. Tras la ducha, el grupo se dirigió a tomar un refrigerio en una sala privada e la que solo estaban ellos seis. Había tres grandes sofás mullidos y cómodos, y una camarera les trajo varias botellas de vino para después retirarse discretamente cerrando la puerta al salir. ―Para no haber jugado nunca lo haces muy bien, Eva ―mintió David descaradamente. El joven se las había
arreglado para sentarse a su lado, robándole literalmente el sitio a otro de los chicos. ―Muchas gracias ―respondió Eva ―. Pero todo el club se ha dado cuenta de lo mal que juego. Este deporte no es para mí. ―Bueno, hay otras muchas cosas más divertidas que jugar al tenis ―terció Beth, la amiga de Cindy, mientras agarraba del cuello a un chico alto moreno llamado Arty. El chico había sido la pareja de tenis de Beth y esta le mordía ahora el lóbulo de la oreja descaradamente. Eva sabía que aquel chico no era su marido, pero a nadie parecía importarle ni escandalizarle. ―Por cierto, Cindy, he oído que dais
una pequeña fiesta este fin de semana ―dijo David. El joven dejó caer su mano cerca de la de Eva, casi como por casu casual aliidad, roz rozándol ándolaa ligeram eramen entte. ―Sí, tenemos una aburrida cena de las que organiza mi marido ―respondió su tía Cindy haciendo un mohín. ―¿Por qué no nos invitas? Animaremos a esa panda de viejos ―dijo el tercer hombre del grupo. Se llamaba Paul, era un poco mayor que los otros dos, aunque para el gusto de Eva era el más guapo. ―No creo que mi marido estuviese muy de acuerdo, ¿no crees? ―dijo Cind posan posando la pu punnta de la leng engua sobre sobr e el borde borde de la copa―. copa―. A no no ser qu quee qu quer erái áiss trabajar como camareros… Vamos a estar
muy escasos de servicio. ―Os serviríamos las copas co mucho cariño y con un poquito de afrodisiaco ―dijo David, mientras le acariciaba la mano a Eva por debajo de la mesa. Eva la retiró discretamente y tomó part parte en la conver conversac saciión ón.. Aquel Aquelllo le interes teresab abaa mucho. cho. ―¿Tanta gente se necesita para la cena? ―dijo. ―Tu tío quiere anunciar algo muy importante, así que ha invitado a toda la gente importante de los alrededores. Vendrán políticos, periodistas, un montón de lameculos y muchos tiburones financieros ―dijo Cindy―. ecesitaremos un montón de camareros
está siendo muy difícil conseguirlos ―añadió disgustada. ―¿Y por qué no utilizas a gente del servicio? Por ejemplo, los ardin ardi neros―dijo eros―di jo Eva. ―No sé si estarán cualificados ―respondió Cindy dubitativa―. Tu tío es muy exigente y pierde fácilmente la pacien paci enci cia. a. ―Pero hay dos o tres jóvenes que tienen muy buena apariencia, y yo podría enseñarles el protocolo ―insistió Eva. ―¿No será que quieres que te atienda ese jardinero morenazo? ―intervino Beth―. Te advierto que llevo tres semanas intentando tirármelo y no he hecho muchos progresos… Y tu tía tampoco.
Eva bajó la cabeza avergonzada, pero pero los demás demás rier ri eron on la gracia aci a mient entras ras se servían más copas de vino. Su tía Cindy tenía las mejillas rojas por el alcohol y Eva también se sentía flotar. Solo había bebido una copa, pero no estaba acostumbrada a tomar un vino ta fuerte y eso le estaba pasando factura. ―Eso es cierto. No hay forma de que ese chico se interese por nosotras ―dijo Cindy moviendo la cabeza―. Lo de los jardineros no es mala idea, Eva, aunque tendría que contar con tu tío, y no creo que le guste la idea. ―Pues no se lo digas, no tiene por qué controlar todo, ¿no? ―respondió Eva molesta. Su tía la miró unos instantes con la
expresión seria. Finalmente una sonrisa se dibujó en sus labios y después alzó la copa. ―Bah, tienes razón, no tiene por qué controlarlo todo. ¡Por los nuevos camareros! ―gritó Cindy con la vo afect afectada ada por el al alcoh cohol. ol. ―¡Por los nuevos camareros! ―corear ―corearon on los demás demás en entre risas. ri sas. ―Y ahora, ¿por qué no nos jugamos a cosas más… divertidas? ―dijo Bet pasán pasándol dolee un dedo por los labios abi os a Paul Paul. El hombre abrió la boca atrapándolo entre sus sus di dien enttes bl blan ancos cos.. ―Bueno, tenemos una nueva part partici cipan pantte en el grupo rupo ―terció ―terci ó David ―. Y nadie le ha preguntado aún si quiere ugar.
Eva sintió la mirada de todos y se ruborizó. Estaban hablando de ella, pero el alcohol no le dejaba pensar co claridad, aunque se hacía una ligera idea de a qué se estaban refiriendo. ―Primero deberíamos explicarle e qué consiste el juego, ¿no creéis? ―dijo Cindy―. Y qué mejor que una pequeña demostración. Su tía se desabrochó la camisa y se abalanzó sobre Paul. Este lejos de retirarse ante la reacción, la acogió en sus braz brazos os y comen comenzzó a besar besarlla, desl deslizando ando s mano bajo el sujetador y acariciándole los pechos. pechos. Eva se qu quedó edó miran rando perpl perplej eja, a, antes de que se diese cuenta Beth le estaba quitando la camisa a Arty. Por un momento estuvo tentada de levantarse
huir de allí, pero la fascinación de la escena la mantuvo sentada en el sillón. David se acercó a ella y comenzó a masajearle el cuello con suavidad. ―Relájate ―le dijo al oído―. No tienes que hacer nada que no quieras hacer. Simplemente mírales, y si decides unirte…, me harás un hombre feliz. Paul cogió a su Cindy por la cintura y le quitó los pantalones. Él se desvistió mientras su tía no paraba de besarle. El hombre se quitó una corbata negra mu elegante y se la puso a Cindy alrededor del cuello. A esas alturas su tía vestía únicamente un tanga negro a juego con la corbata. Paul se sentó en el sofá a solo unos centímetros de Eva y agarró la corbata de Cindy atrayéndola hacia él.
Cindy se puso de rodillas y comenzó a besar los muslos del hombre, acercándose cada vez más a los calzoncillos. ―Enséñale a tu sobrina cómo se uega en serio ―dijo Paul. Cindy la miró y comenzó a juguetear con la ropa interior del hombre. Mientras, David no había parado de masajear los hombros y el cuello de Eva, que comenzaba a sentirse como si estuviese e una nube. La joven apuró su copa de vino y siguió contemplando la escena hipnotizada. En el otro sofá, a menos de un metro de distancia, Beth ya estaba completamente desnuda y Arty tenía enterrada la cabeza entre sus piernas. Eva no podía ver lo que estaba haciendo, pero
el cuerpo contorsionado de Beth y los pequeños gemidos que profería, eran mu esclarecedores. Al girarse y contemplar de nuevo a su tía, Eva gritó. A treinta centímetros de ella, Cindy estaba arrodillada sobre Paul, con las manos tras la espalda, atadas rudimentariamente con la corbata. El hombre la cogía del pelo y al girarla la cabeza Eva pudo ver que el miembro de Paul había desaparecido casi totalmente en la boca de su tía. Cindy movía la cabeza hacia delante y hacia atrás lentamente, como si estuviese saboreando cada segundo. Paul le agarraba del pelo con fuerza manteniendo los ojos cerrados y una profunda expresión de placer. ―Cindy… ―dijo Eva, pero las
palabras que iba a proferir murieron en s boca. Eva sintió cómo su sexo húmedo empapaba sus braguitas. Quería resistirse a todo aquello, pero el deseo comenzaba a arrastrarla hacia una frontera que no deseaba cruzar. En el otro sofá, Beth se había levantado y había obligado a Arty a tumbarse boca arriba. El miembro del oven se erguía pétreo, y la amiga de s tía lo cogió con fuerza y se sentó a horcajadas sobre él. La mujer emitió u gemido intenso y prolongado, mientras el pene se abría paso en ella. Al principio Beth comenzó a cabalgar suavemente, moviendo las caderas en pequeños círculos. Pero poco a poco el ritmo se
incrementó y la mujer comenzó a dibujar ochos con un vaivén desenfrenado mientras Arty trataba de contener la explosión que amenazaba con arrastrarle. ―Más despacio, por favor ―gimió el joven. ―Aguántate ―contestó Bet mientras le pellizcaba con firmeza los pezones. Eva agarró fuertemente a David y se estremeció. Nadie la había tocado, pero una sensación terriblemente placentera, como la que se siente en los instantes previos a un orgasmo, le había sacudido. Eva se mordió el labio y se dejó llevar. David lo notó y sonrió. El joven comenzó a besarle el cuello notando la respiración cada vez más entrecortada de
Eva. Sus bocas se juntaron y la lengua del oven se movió diestra combinándose co la suya, con una mezcla de dulzura rudeza que la dejó maravillada. Nunca antes la habían besado así. La joven se echó hacia atrás, consumida por el placer, y sus manos tocaron un cuerpo desnudo. Sobre su sofá yacía el cuerpo de su tía Cindy tumbada boca abajo. Debajo de ella, tumbado boca arriba pero con la cabeza en el lado opuesto al de su tía, se encontraba Paul. Estaban practicando un sesenta y nueve. Eva sabía lo que era, pero nunca lo había practicado por vergüenza. Su tía movía las caderas convulsamente cada vez que Paul, debajo de ella, lamía su sexo. Paul a su vez gemía
de placer mientras Cindy se aplicaba co destreza sobre su miembro. David captó el brillo de la mirada de Eva y se puso manos a la obra. El joven le bajó los pantalones sin encontrar resistencia. Después, comenzó a quitarle las bragas usando únicamente su boca. Eva cerró los ojos y se dejó llevar. La lengua de David se movía como pez en el agua, recorriendo cada centímetro de su sexo y haciéndole sentir como un volcán a punto de explotar. El hombre se ayudaba de sus manos moviendo diestramente sus dedos sobre s clítoris. Eva entreabrió los ojos contempló a David tocándose mientras seguía sumido en su labor oral. ―¡Oh, Daniel! ―gimió Eva si
poder cont control rolarse. arse. El hombre se había bajado los pant pantal alon ones es y se estaba masturb asturban ando do a la par qu quee se dedicaba dedi caba a el ellla como como nadie adi e lo había hecho antes. Aquella imagen la excitó inmediatamente, y unido a la lengua experta de David moviéndose sobre s sexo, le hizo alcanzar el clímax en pocos segundos. Eva se corrió intensamente mientras David seguía aplicado a su labor si detenerse ni un instante. El orgasmo fue tan intenso, que Eva sintió que las fuerzas le abandonaban, y hasta se le nubló ligeramente la vista. Al abrir los ojos, la sonrisa cautivadora de David la saludó, semienterrada entre sus piernas. ―No sé quien será ese tal Daniel,
pero pero me da mucha cha envi envidi diaa ―dij ―di jo David sonriente con total naturalidad. Eva se sonrojó, avergonzada ante el comentario. Había pronunciado el nombre de su novio mientras David le regalaba el mejor cunnilingus que le habían hecho nunca. Pero tuvo poco tiempo para la vergüenza. En el sofá adyacente se estaba desarrollando una escena que la dejó impactada. Cindy y Beth se encontraba frente a frente, arrodilladas y con las manos apoyadas sobre el sillón. Se estaban besando con pasión y se movía cadenciosamente al ritmo impuesto por Paul y Arty. Cada uno estaba situado detrás de una mujer, y las agarraban de la cintura penetrándolas desde atrás con una
sincronía fascinante. Aquella escena excitó de nuevo a Eva de forma extraña. No se sentía sucia, pero pero sí rara rara por exper experiiment entar esa sensación en una situación tan morbosa. Pero aquello duró poco tiempo. David notó su estado y comenzó a pasarle la lengua por los pezones. Eva le agarró del pelo pel o y sig si guiendo endo un impu pullso se cogi cogió u pecho pecho y se lo ofreció ofreci ó al joven, oven, que que le l e mi miró con lujuria. ―Cómetelo, por favor ―susurró Eva. David no se hizo de rogar y se empleó con pasión y maestría. Entonces Eva oyó gemir prolongadamente a Cindy, y al mirar hacia allí, vio cómo su tía llegaba al orgasmo mientras Paul
continuaba con sus embestidas. A los pocos segu segundos le tocó el turno rno a Beth Beth, mucho más escandalosa. La mujer contorsionaba el cuerpo y agarraba co fuerza el sofá, mientras insultaba a Arty. ―¡No pares, hijo de puta, no pares! ―gritó Beth. A esas alturas nada impresionaba ya a Eva, que excitada por la escena, sostenía el grueso miembro de David entre sus manos. Cindy, con la cara enroj enrojeci ecida, da, se levant evantó y se acerc acercóó a Eva. ―Lo estás haciendo muy bien, sobrinita ―dijo sonriente. Después su tía cogió el pene de David y comenzó a besarlo con ganas. ―Ven, hay para las dos ―añadió Cindy.
Eva se quedó quieta unos segundos. La mano de su tía estaba junto a la suya, agarrando las dos el pene erecto de u sonriente David. Al ver sus dudas, Cindy la cogió de la cabeza y la invitó suavemente a acercarse. Los labios de Eva se posaron sobre el miembro de David, a escasos centímetros de los de su tía. ―Pero Cindy… ―dijo Eva. ―Vamos, no seas tímida. Sé que lo haces muy bien ―la cortó su tía sonriendo. Entonces Cindy apartó el pene ligeramente y la besó en la boca. Los labios de su tía eran más suaves que los de cualquiera de los hombres que había besado besado hasta ese mom omen entto, pero pero tambi ambiéé
más dulces y hábiles. Al principio Eva se retiró ligeramente, pero después se dejó llevar, y sus lenguas se fundieron en un uego de movimientos y vaivenes al que, repentinamente, se unió un tercer invitado: el tronco duro de David. Cindy la agarró por el pelo y la obligó a introducirse el pene de David e la boca. Su tía movió su cabeza hacia atrás y hacia delante, poco a poco al pri princi cipi pio, o, pero pero increm cremen enttando ando el rit ri tmo prog progre resi sivam vamen entte. La verg verga de David se introducía en su boca cada vez más, y Eva se aferraba a ella como si no hubiese nada más en el mundo. Entonces notó unos dedos pequeños y ligeros, tocándola en su sexo, haciéndole sentirse más húmeda a cada
instante. Era su tía Cindy, que acompañaba sus movimientos manuales con besos y lametones sobre su pubis. Eva apartó su boca del pene de David u instante. ―Por favor, tía, para.. ―Sabes que no quieres que pare, pequeña ―contestó Cindy sin dejar de lamerle su sexo. Desde que había llegado a California, le habían practicado más sexo oral que en toda su vida. «Debería incluirlo en las guías turísticas», pensó Eva, la zona ganaría mucha popularidad. Pero nunca ni ahora ni cuando estaba e España, había sentido Eva lo que sentía en aquellos instantes. Su tía tocaba su sexo como si fuese
una pianista profesional, sabiendo en cada instante qué tecla pulsar y con qué fuerza y presión. Era como si Cindy conociese mucho mejor que ella sus puntos más calientes y se volcaba sobre ellos co entera pasión. Eva perdió la noción del tiempo en aquella postura, ella atendiendo el pene de David, y Cindy, su zona íntima. Las oleadas de placer crecían y decrecía como una marea de sensaciones, hasta llegar a un punto en que creía que se desbordaría. Entonces David se retiró y la asió firmemente por las caderas. ―Quiero que ahora seamos uno ―le susurró el joven al oído. Cindy se quedó en un segundo plano sentada junto a ellos, mirando la escena que se desarrollaba en el sofá de enfrente.
―Vaya con Beth. Sabía que algún día lo haría ―dijo sonriente su tía. Eva miró de reojo al otro sofá. Arty estaba tumbado con Beth sentada sobre él, moviéndose suavemente sobre s miembro inhiesto. Hasta ahí era algo normal teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraban. Pero Paul se encontraba de rodillas, co el pene apuntando directamente a la única abertura desocupada de la mujer. El hombre tenía un pequeño tubo en la mano del que extraía una pomada transparente que aplicaba con generosidad sobre el ano de Beth. ―Joder, Paul. Ten mucho cuidado ―rogó Beth ―No te preocupes, iré muy suave
―respondió el hombre, mientras introducía un dedo en aquel orificio. Un gemido escapó de la boca de Beth mientras Paul exploraba con u segundo y un tercer dedo. Después apoyó su miembro contra la entrada trasera de Beth y comenzó a apretar suave pero constantemente. ―¡Ah! Más despacio... ―pidió Beth. El pene de Paul se introdujo poco a poco en aquella abertura tan estrecha. El miembro de Arty ya estaba dentro de la vagina de Beth y este lo movía suavemente tratando de acompasar sus movimientos con los del otro hombre. ―Dios, las noto chocando dentro de mí ―dijo Beth.
―Sí, yo también la noto ―añadió Paul. Eva contempló cómo el trío comenzaba a tomar ritmo y se acompasaban en aquella aparentemente incómoda posición. Ella nunca habría practicado algo semejante, pero la cara de Beth le estaba haciendo dudar de ello. La mujer tenía el control de los dos hombres que se movían al ritmo que ella marcaba. ―Eso es, cabrones. Ahora más rápido ―dijo Beth con aquel lenguaje soez. Los hombres obedecieron aumentaron la frecuencia e intensidad de su bombeo. Beth giró la cabeza hacia atrás y comenzó a besar a Paul apasionadamente mientras sus manos
agarraban con fuerza los pezones del yaciente Arty. En contraprestación, Arty agarraba los pechos de Beth y los estrujaba desenfrenadamente. Eva contemplaba la escena sentada entre David y Cindy. Como si estos hubiesen firmado un pacto en silencio, una mano de cada uno de ellos comenzó a explorar una parte del cuerpo de Eva. Cindy buscó su entrepierna mientras que David se entretuvo masajeando su cuello para bajar más tarde a sus pechos. David se colocó a su espalda, de rodillas sobre el sofá, y ayudado por Cindy acomodó a Eva delante de él, con la espalda de la oven contra su pecho. Eva notó el poderoso miembro de Paul contra sus nalgas. Cindy cogió el pene que sobresalía entre las piernas de la joven
lo dirigió suavemente hacia el sexo de Eva. Pero en lugar de meterlo directamente, hizo que este golpease primero sus labios y juguetease un rato e su exterior. A los pocos segundos Paul, cansado del jueguecito, dio un firme empujón y su pene se abrió paso en s interior. ―¡Ah, sí! Eso es... ―gimió Eva. ―Vamos, David, quiero que estés a la altura con mi sobrinita. Sé que puedes hacerlo ―dijo Cindy. Su tía comenzó a besar a Eva en los labios, y uno de sus dedos se introdujo e la boca de la joven. Mientras, la otra mano de Cindy se perdió en la zona baja Eva de repente sintió como otro dedo se humedecía primero en su sexo y se
introducía después lentamente en su ano, emulando el juego que se traían en el otro sofá sus amigos. ―Tía, no, por favor, eso es muy… sucio ―dijo Eva, pero no hizo ni u amago por retirarse. Como había dicho Beth, Eva sentía por un lado el miembro de David bombeando constantemente su vagina, por el otro, el fino y sutil dedo de Cind explorando su trasero. En un momento, estos convergieron y se tocaron, separados únicamente por unos milímetros de carne. Eva gimió de placer y se dejó llevar, mientras seguía las evoluciones del trío de enfrente.
En el otro sofá, Paul jadeaba desesperadamente, casi incapaz de seguir desde atrás el ritmo que imponía Beth. La amiga de su tía estaba resultando ser una revelación. Tumbado en el sillón, Arty parecía más cómodo, pero su cara denotaba sus esfuerzos denodados por no correrse. Solo Beth parecía sentirse a gusto en aquella situación, dominando a los dos hombres con los movimientos de su cuerpo. Así siguieron varios minutos hasta que en un estallido de placer, los tres rompieron a gritar como posesos. El primero fue Paul, que lanzó un grito prolongado y ahogado, y descargó s semilla en el interior de Beth. La mujer no
pareció sentirlo y mantuvo s desenfrenada cabalgada sobre Arty. Este no tardó ni dos segundos en lanzar una serie de gritos cortos y relampagueantes, mientras sus piernas se convulsionaban. Por último, Beth echó la cabeza hacia atrás en un ángulo casi imposible proyectó la pelvis hacia delante haciendo gritar a Arty de dolor. Su alarido de gozo fue tan largo y prolongado que Eva creyó que en cualquier momento aparecería u ejército de camareros en su ayuda. Después la mujer se dejó caer exhausta sobre el pecho fornido del joven. ―Sabía que sería así ―sentenció Beth. Los dos hombres estaban ta extenuados, que no pudieron pronunciar
palabra ante aquel grito de triunfo.
Eva entornó los ojos y se estremeció. Aquella escena le había puesto a mil. Las piernas le temblaban mientras sentía las embestidas de David en su interior. El masaje de Cindy era mucho más sutil, los labios de su tía besándola constantemente, la mantenían embriagada de placer. Entonces el cielo pareció explotar e una miríada de colores y un mundo de sensaciones se abrió de repente ante Eva. Sintió el primer orgasmo mientras bajaba la cadera para golpear con fuerza sobre la cintura de David. Fue un orgasmo
fantástico, como pocos, pero entonces, mientras esperaba a quedarse tranquila extenuada, otra oleada de placer más intenso le llegó de repente. Era otro orgasmo consecutivo al anterior. Eva abrió los ojos y contempló a su tía mirándole a poca distancia, sosteniéndole el rostro entre sus manos. Aquel clímax duró más tiempo que ninguno de los que había sentido hasta entonces, y cuando ya creía que se derrumbaría sobre David, una tercera sacudida la estremeció, doblándola de placer. Cuando segundos después llegó la cuarta ola, ya no podía ni mantenerse erguida. Había tenido un orgasmo múltiple. La conjunción de David y Cindy había obrado maravillas sobre ella. Eva comenzó a llorar quedamente. El estado
de paz y tranquilidad que había alcanzado tras la intensidad aplastante del placer era como la calma del mar tras una tormenta. Eva no fue apenas consciente de cómo el grupo se lavaba y charlaba tranquilamente a su alrededor. Oyó frases sueltas y algunas risas, pero tenía los sentidos puestos en su recién nacido yo interior. Parecía absurdo, pero por primera vez desde que tuvo conciencia de sí misma, creía haber encontrado su lugar en el mundo.
CAPÍTULO 11
Eva leyó la carta por segunda vez e un mismo día y una lágrima se escapó de sus ojos. No quería llorar, pero el recuerdo de su padre y su amargo final fue superior a sus fuerzas. Se consoló pensando que quedaba muy poco para cumplir su juramento, apenas unas horas. La joven acabó de ponerse el elegante traje de noche que había comprado con su tía Cindy y se miró al espejo. Estaba deslumbrante. El vestido de seda negra se ajustaba como un guante
a las curvas sinuosas de su cuerpo. Llevaba unos pendientes de zafiro y unos zapatos de tacón también negros. Alguien llamó a su puerta. Eva guardó rápidamente la carta en su bolso, unto a la tarjeta de Martin Walcox, antes de contestar. ―Adelante. Su tía Cindy entró vestida con u espectacular traje de noche rojo burdeos. Estaba impresionante, como una de aquellas modelos de revista que a Eva le gustaba ojear en la peluquería. ―Bueno, querida, llegó la gra noche ―dijo Cindy con una sonrisa nerviosa. ―¿Estás preocupada por lo que pueda pasar? ―se interesó Eva.
―No, eso me da igual. ―¿Entonces? ―Veras… He decidido dejar a Jerry ―anunció Cindy excitada. ―Pero eso es… fantástico ―dijo Eva cogiendo las manos a su tía. ―Sí, por fin me he decidido. ―Cindy lucía una expresión aliviada después de descargar la noticia―. Mañana se lo diré a Jerry, no quiero estropearle la fiesta. ―¡Oh, Cindy! Me alegro muchísimo ―dijo Eva conteniendo las lágrimas. Las dos mujeres se fundieron en u abrazo. Desde que Eva había llegado a aquella casa, Cindy había sido la única persona que la había tratado dignamente,
convirtiéndose en una buena amiga. Se recompusieron los vestidos salieron juntas hacia el jardín. Su tío Jerr no había reparado en gastos. Los árboles estaban iluminados con farolillos de cristal y tres grandes pérgolas de madera blanca se alzaban sobre el césped. En s interior, un centenar de personas elegantemente vestidas tomaban copas canapés, servidos por un ejército de camareros. Los hombres más importantes de la zona y sus mujeres o amantes pululaba entre las mesas charlando de negocios o comentando las últimas novedades cotilleos sociales. Eva se sentía fuera de lugar en aquel ambiente y buscó un rincó alejado del bullicio. Aquella no fue una
buena decisión. Su primo Alex la había seguido y se le acercó con una copa de vino en la mano sin disimular s expresión de odio. ―El otro día no pudimos acabar nuestra charla, zorra ―dijo Alex a escasos centímetros del rostro de Eva. El oven apestaba a alcohol y le costaba centrar la mirada. ―Aléjate de mi vista, no te tengo miedo. Alex rió y la arrinconó contra la pared. La música estaba muy alta y Eva se había alejado demasiado de la fiesta. Aunque gritase no la oirían. ―Te voy a enseñar cómo folla un auténtico californiano, guarra ―dijo mientras se bajaba los pantalones.
Eva aprovechó el momento para echar a correr, pero Alex le cortó el paso y la agarró por el pelo. ―Esta vez no vendrá el retrasado de mi hermano a molestarnos. ―Suéltame, hijo de puta. ―Eso es, lucha, me encanta que se resistan entre mis brazos. Te voy a reventar, so zorra. Eva lanzó una lluvia de golpes sobre el cuerpo y la cabeza de Alex, pero el oven era demasiado alto y fuerte para ella, y consiguió asirla por las manos. El oven reía mientras la apretaba contra la valla. ―Suéltala ―dijo una voz con fuerte acento extranjero a sus espaldas.
Danny, el joven jardinero, se acercó a ellos. Iba vestido de camarero y portaba una bandeja con una botella de champá francés y varias copas. ―¿Tú qué coño quieres? Vete de aquí y tal vez te consiga los papeles, chicano. ―Dije suéltala ―respondió Danny. El jardinero dejó la bandeja en el suelo se acercó con determinación a la pareja. ―Tú te lo has buscado, muerto de hambre. Su primo sacó de su chaqueta unos puños americanos y se los colocó e ambas manos. Danny ni siquiera parpadeó y se enfrentó a Alex sin miedo. Su primo era más alto y tenía los brazos más largos, pero el jardinero parecía más rápido y no
había bebido. Los jóvenes se estudiaro un instante y entonces Alex se lanzó con furia a por su contrincante. Pero Danny estaba prevenido y se apartó hacia un lado ágilmente. El ardinero aprovechó el empuje de Alex para asestarle un puñetazo en el costado. Su primo gimió de dolor y se encaró co Danny. ―Te voy a dejar sin dientes, cabrón. ¿A qué no tienes seguro médico? ―dijo Alex riendo su propia gracia. Danny se acercó a su rival y amagó un golpe con el brazo. Su primo se protegió pero el puñetazo nunca llegó. E lugar de eso, Danny se agachó e hizo u barrido con la pierna, golpeando a Alex en el tobillo y tirándole al suelo. Después
saltó sobre él y trató de golpearle en el rostro. Pero Alex era muy fuerte y espoleado por la rabia, consiguió liberarse de la presa. Su primo se incorporó y lanzó el puño revestido de acero contra la cara del jardinero. Dann intentó apartarse pero no consiguió evitar el golpe completamente y cayó hacia atrás. Alex aprovechó la situación y se abalanzó sobre el jardinero. Los jóvenes cayeron al suelo y su primo logró inmovilizar a Danny bajo su peso. ―Ahora ya no eres tan valiente, pordiosero. Te voy a reventar esos morritos de cerdo. Alex levantó el brazo dispuesto a lanzar un puñetazo fatal contra la cara de
su rival. Pero antes de que su mano comenzase a bajar, sintió un fuerte golpe en la cabeza, seguido de una explosión de líquido burbujeante. Al ver la apurada situación en la que se encontraba el jardinero, Eva se había acercado sin hacer ruido hasta la bandeja y había cogido la botella de champán. Si pensárselo dos veces, esgrimió la botella y golpeó a su primo en la cabeza. Alex cayó hacia atrás con un gemido, empapado por el champán derramado. Eva, sujetando aún la botella rota en la mano, contempló a su primo tirado en el suelo. La joven luchó contra sí misma para no agacharse y seguir golpeando a aquel bastardo en la cabeza. Danny se acercó a Alex y le dio la
vuelta. ―No está muerto, respira. Pero dormirá unas cuantas horas ―dijo hablando en español. Eva soltó la botella y respiró profundamente, tratando de centrar sus ideas. Tenía que seguir adelante, por su padre y por ella misma. ―Ayúdame a ocultarle tras esos matorrales ―dijo Eva con seguridad, también en español. Danny la miró con un brillo extraño en los ojos. Por un momento, Eva pensó que no le iba a hacer caso y que se levantaría y la besaría. ―De acuerdo ―dijo el jardinero. Su primo parecía pesar una tonelada,
pero consiguieron moverle entre los dos llevarle tras unos arbustos. Alex, inconsciente, ni siquiera gimió durante s traslado. Cuando acabaron, Eva se sintió satisfecha. Había quedado muy bie camuflado, y solo si alguien se asomaba a los matorrales, descubriría el cuerpo de su primo. La joven abrió su bolso y extrajo u pequeño paquete envuelto en papel. ―Muchas gracias por… ―dijo co la voz temblorosa tendiéndole a Danny el paquete. Habría querido decir mucho más, pero la voz se le cortó por la emoción. No quería llorar porque estropearía s maquillaje y aún tenía que asistir a la fiesta. Sus manos se rozaron y Eva notó el
apretón de Danny. Sabía que si se quedaba allí más tiempo despertaría las sospechas de su tío, así que se dio la vuelta y volvió corriendo junto a los demás. Los asistentes a la fiesta ya estaba accediendo a los salones interiores cuando Eva llegó. Su tío estaba en una de las puertas principales, y sus miradas se cruzaron durante un segundo. Eva desvió rápidamente la vista y se encontró a Cind hablando con Beth junto a un farol. Por la expresión de sus rostros, Cindy le debía de estar contando la gran noticia. Al ver a Eva, las dos mujeres se quedaro sorprendidas. ―Eva, ¿te ha ocurrido algo? ―se interesó Cindy.
―No te hemos visto en toda la noche ―añadió Beth. ―Estaba dando una vuelta por el ardín. Todo este bullicio me agobia. Cindy la miró extrañada ante sus poco convincentes explicaciones, aunque no volvió a preguntar. ―Será mejor que entremos ―dijo s tía―. Intenté evitarlo, Eva, pero tu tío Jerry te ha reservado un lugar junto a él e su mesa. Eva se agitó incómoda. Había esperado estar lo más alejada posible de su tío durante toda la noche. ―Sí, oí por casualidad cómo Jerr le comunicaba a Pamela el cambio de asientos ―intervino Beth―. A esa zorra no le gustó nada la noticia. Ándate co
mucho ojo, Eva. La joven asintió inquieta. Desde el encontronazo con la secretaria de Jerry, Eva había intentado evitarla y hasta ahora lo había conseguido. Pero estaba segura de que Pamela aprovecharía cualquier ocasión para intentar perjudicarla. Los camareros colocaron a los asistentes en sus respectivos lugares. Había muchas mesas circulares distribuidas por todo el salón en las que se sentaban ocho comensales. Frente a todas ellas, se levantaba un pequeño estrado sobre el que habían colocado una mesa alargada que presidía la estancia. E el medio de aquella mesa se sentaba su tío Jerry, y a su derecha, su tía Cindy. El asiento de su izquierda era el asignado a
Eva. La joven se sentó allí, incómoda ante la mirada escrutadora de su tío Jerry. ―¿De dónde venías con tanta prisa? ―le interrogó su tío. ―Me entretuve por el jardín. Su tío sonrió oliendo la media verdad. ―¿Y por qué tienes barro en el vestido? Eva aguantó la dura mirada si contestar. ―¿No te habrás estado tirando a algún invitado en el jardín? ¿O… a algú camarero? ―Estuve paseando, sin más ―contestó Eva con toda la frialdad de la
que fue capaz. ―Solo de pensar que has estado odiendo en mi jardín con alguno de estos palurdos, me pongo a mil ―insistió Jerry. La mano de su tío buscó el muslo de Eva por debajo de la falda. La jove movió la pierna tratando de escapar del toqueteo lascivo. ―Ya tendremos tiempo de jugar tú y yo más tarde ―concluyó su tío. La cena dio comienzo y el pequeño batallón de camareros comenzó a servir los platos con puntualidad inglesa. Eva vio pasar por delante de ella una sucesió de manjares y exquisiteces dignos de la mesa de un rey, pero apenas probó bocado. A su izquierda se sentaba un hombre de negocios de cierta edad que
sustituyó su interés inicial por ella por el caviar báltico y los chuletones de bue argentino. Eva miraba el reloj cada minuto, rogando por que todo saliese tal y como lo había planeado. Trató de tranquilizarse, no quería que su inquietud despertase ninguna sospecha en su tío y se consoló pensando que dentro de algunas horas habría perdido todo aquello de vista. La gente bebía copas y copas de carísimos vinos, y las diferentes tonalidades rosadas de sus caras mostraban el estado de embriaguez en el que se encontraban. En un momento de la cena su tío se levantó de la mesa y fue a hablar con u hombre que se encontraba en una mesa
cercana. Al menos estaría tranquila durante un rato, pensó Eva. Pero de nuevo se equivocó. A los pocos segundos, Pamela se acercó a ella muy sonriente pegó sus labios al oído de Eva. ―¿Te diviertes, zorra? Ese era mi asiento. ―Créeme, lo último que habría querido era sentarme aquí ―dijo Eva si una gota de disculpa en su voz. ―Sé lo que te traes entre manos, niñata, a mí no me engañas ―dijo Pamela con una sonrisa venenosa―. Pero no vo a permitir que te salgas con la tuya. Eva se quedó helada. Si Pamela se había enterado de lo que estaba haciendo, estaba perdida. Lo más probable era que acabasen en la cárcel.
―Quieres que Jerry caiga en tus redes con tu aspecto de niña buena. Pero entérate bien, puta, Jerry es solo mío. ¿Me has entendido? Eva trató de contener la sonrisa que pugnaba por aparecer en sus labios. Pamela se estaba refiriendo a su tío Jerry. o conocía sus auténticas intenciones. Eva fingió estar asustada y asintió bajando la cabeza. Aquello pareció bastarle a Pamela. ―Así me gusta. Pero por si se te olvida, si te vuelvo a ver cerca de Jerry le contaré que te encontré escondida en s despacho. Pamela la miró fijamente unos instantes, retadora. Después se dio la vuelta y desapareció entre las mesas. Eva
volvió a mirar el reloj, nerviosa. E aquellos instantes, en el piso de arriba, se estaba jugando su futuro, y Eva lamentó no poder estar allí. Pero tenía que estar atenta a lo que pasaba en la fiesta para dar la alarma si fuese necesario. Lo que se traía entre manos era demasiado importante. Solo unos segundos después apareció su tío Jerry. ―Veo que Pamela y tú os habéis hecho muy amigas ―dijo irónicamente. ―Tu secretaria es muy… eficiente ―replicó Cindy con frialdad. Su tío sonrió y se sirvió un gra filete de buey de una bandeja plateada. Comió un poco del plato pero enseguida se volvió hacia Eva. ―Te noto aburrida ―le dijo―. Tal
vez te falte algo de acción. Jerry metió la mano bajo el mantel buscó su falda. Eva trató de apartarse pero no quería llamar demasiado la atención. Esta vez la insistencia del hombre encontró su premio, colando la mano a través de la tela del vestido. ―¡Ah! ―exclamó Eva al notar u frío intenso en su entrepierna. Su tío la miró con una sonrisa en los ojos mientras jugueteaba con un hielo entre los labios. Eva no podía creer que Jerry se atreviese a hacer algo así e medio de toda aquella gente, pero e realidad nadie les prestaba atención. La gente estaba bebiendo y divirtiéndose si preocuparse de lo que pasaba en otra mesa ajena a la propia.
Eva apretó los dientes y aguantó. Mientras todo se mantuviese tranquilo co su tío Jerry allí abajo, no tendría de qué preocuparse. La joven hizo de tripas corazón y abrió un poco más las piernas. Su tío mostró una sonrisa lasciva al notar su movimiento y apretó el hielo contra s sexo. ―Cuando acabe la cena, irás a t habitación. Después, cuando todos duerman, saldrás de tu cuarto y vendrás a mi despacho ―dijo Jerry sin bajar especialmente la voz. Su tía estaba al lado, charlando co una mujer corpulenta, y si oyó algo de la conversación no dio muestras de ello. Eva asintió y se obligó a sonreír, aliviándose con el pensamiento de que, al día
siguiente, tanto ella como su tía Cindy ya no tendrían que aguantar a Jerry nunca más. Eva había estado a punto de contarle sus planes a Cindy más de una vez, pero en cada ocasión se había impuesto la prudencia, y la joven había guardado silencio. Jerry retiró la mano de su entrepierna y devolvió la atención hacia su plato. Probablemente querría coger fuerzas para la noche que supuestamente le esperaba. Eva respiró aliviada y volvió a mirar el reloj con nerviosismo. Fue entonces cuando se produjo el desastre.
CAPÍTULO 12
Un camarero se acercó a la mesa principal portando una bandeja con otro de los muchos platos de la noche. El hombre se aproximó por detrás de los comensales pero la mujer corpulenta sentada junto a su tía Cindy no le vio venir. La inmensa dama se levantó moviendo hacia atrás su silla justo en el momento en que el camarero pasaba por detrás. El choque fue inevitable. El hombre trató de guardar el equilibrio pero tras unos instantes de vacilación, cayó de
bruces, proyectando el contenido de la bandeja hacia delante. Un grupo de pichones confitados e salsa de trufa levantó el vuelo desde la bandeja como si quisieran emigrar e busca de otros climas. Una de las aves perdió fuelle y cayó directamente sobre el impecable esmoquin de Jerry, impregnándolo de salsa y trufas. Varios pichones más la siguieron en su ataque camicace contra el tío de Eva. El anfitrión de la fiesta trató de protegerse del acoso aviar con escaso éxito. Un silencio de ultratumba se hizo e la fiesta mientras todos los comensales observaban atónitos la escena. Jerr Flaggs se alzaba en medio de la mesa co el traje perdido de grasa y un pichó
confitado en las manos. Alguien rió en una de las mesas del fondo y la mecha prendió. Como si se tratase de una ola, la risa se fue contagiando entre los comensales, y e pocos segundos el salón se vio envuelto por el estruendo de las carcajadas y las mofas. Su tío fulminó con la mirada al camarero que se disculpaba con el rostro enrojecido por la vergüenza. Jerry se dio la vuelta y abandonó como una exhalació el salón. Su cara reflejaba la ira y la humillación que estaba sufriendo. Eva se tapó la boca con la mano, intentando no sucumbir a un ataque de risa. Pero en seguida se dio cuenta de las nefastas repercusiones que tenía para ella
aquel suceso. Sin duda Jerry se dirigía a cambiarse de ropa. Eso significaba que los planes de Eva estaban a punto de irse al traste, ya que el vestidor de su tío se encontraba en el despacho. Eva reaccionó inmediatamente abandonó la mesa en pos de su tío. La oven sacó el teléfono móvil de su bolso lo agarró con fuerza mientras cruzaba la casa siguiendo los pasos de Jerry. En ese instante Pamela apareció en escena cortándole el paso. ―Te he dicho que le dejes en paz. Creí que lo habías entendido. ―Ahora no es el momento, Pamela. Te aseguro que no tengo ningún interés en Jerry ―dijo Eva. ―¿Ah no? ¿Y entonces por qué
corres tras él? ―Apártate de mi camino ―exigió Eva, dando un paso hacia delante. Estaba dispuesta a partirle la cara. La secretaria se mantuvo firme co los brazos cruzados. Si Eva quería pasar tendría que ser a la fuerza, pero cuando lo consiguiese ya sería demasiado tarde. ―Te ha dicho que te apartes. ―La voz de Cindy sonó detrás de ella. Al darse la vuelta, Eva la vio acercándose a toda prisa. Debía de haber oído parte de la conversación. ―Tú ya no eres nadie aquí ―contestó desafiante Pamela. ―Todavía soy la señora de la casa, así que o te apartas de ahí inmediatamente o haré que te echen a patadas.
―No puedes hacer nada para… ―Te aseguro que sí puedo ―la cortó Cindy―. Y no creo que Jerry esté muy contento cuando baje y se entere de la escenita que ha montado su secretaria delante de sus invitados. Aquella frase dio en el centro de la diana. Pamela dudó y finalmente se apartó del camino de Eva. La joven pasó a s lado olvidándose de darle las gracias a Cindy, que se quedó discutiendo con Pamela. Al llegar al vestíbulo vio cómo su tío subía las escaleras de dos en dos hacia la planta superior. Ya no había dudas, se dirigía al despacho. Eva miró el móvil no se lo pensó. Solo había un número guardado en el teléfono con una única
letra, una D mayúscula. La joven marcó el número y dejó que el teléfono emitiese tres pitidos. Esa era la señal convenida. Después colgó y subió a toda prisa las escaleras de mármol. Al llegar al pasillo no vio a su tío por ninguna parte y rezó para que la señal hubiese llegado a tiempo. Pero por si acaso, tenía que actuar. Corrió a toda prisa por el pasillo hasta alcanzar la puerta del despacho de su tío. Estaba abierta y se oían ruidos en su interior. Eva abrió con el corazón en un puño y entró. La habitación principal del despacho estaba vacía. Los ruidos venían de la habitación adyacente, aquella en la que Jerry tenía su cama y el jacuzzi. Se dirigió hacia allí y miró en silencio desde el quicio de la puerta.
Su tío Jerry estaba en calzoncillos unto al vestidor, cambiándose de traje. Eva suspiró aliviada y miró a s alrededor. Parecía que su mensaje había llegado a tiempo, pero aún había mucho riesgo. Eva no se lo pensó y entró sin más en la habitación que su tío usaba como picadero privado. ―¿Qué haces aquí? ―preguntó Jerr enojado al verla aparecer. ―He venido por lo que me dijiste antes ―dijo Eva tratando de mostrarse seductora. Su tío pareció dudar unos instantes. Eva decidió utilizar la artillería pesada. ―Mi puerta trasera está preparada para ti, tío Jerry ―añadió la joven, llevándose un dedo a la boca
chupándolo sugerentemente. Sabía que su tío tenía que volver a la fiesta cuanto antes y volver a aparecer espléndido antes sus invitados, pero la expresión de su cara parecía decir que tal vez eso pudiese esperar. Eva no podía permitir que su tío se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo en su despacho. Jerry apartó la ropa a un lado y se acercó a la cama. ―Todavía es pronto. Seguro que nuestros invitados pueden esperarnos u rato, ¿no crees? ―dijo su tío. ―Claro ―dijo Eva cerrando la puerta que comunicaba las dos habitaciones del despacho. La joven se acercó lentamente mientras se exprimía el cerebro para
encontrar una solución a aquella situació tan apurada. ―Desde nuestro encuentro en el probador sabía que lo estabas deseando ―dijo su tío con lujuria. Eva llegó a su lado sin una clara idea de lo que iba a hacer. Jerry la tomó con fuerza de las manos y la lanzó contra la cama, cortando de golpe sus pensamientos. ―Al principio te dolerá, pero después acabarás pidiendo más, te lo aseguro. Su tío se encaramó sobre ella y le levantó del vestido de fiesta, dejando al aire su trasero. La lengua de su tío comenzó a recorrer sus nalgas y de u tirón, le arrancó el tanga con los dientes,
magullándole la piel. Eva no se quejó mientras luchaba por mantener despejada la cabeza. Su tío tenía un aura de atracción que la hacía sentir vulnerable despertaba un deseo irracional en ella. Pero ahora no podía dejarse llevar. Jerry se quitó el cinturón y se lo pasó a Eva por el cuello tirando de él pero si llegar a estrangularla. ―Me haces daño ―se quejó Eva. ―No finjas, sabes de sobra que esto es lo que te gusta ―replicó su tío si aflojar la presión. El hombre le abrió las nalgas deslizó un dedo en su vagina. Estaba mu húmeda. ―¿Lo ves? Ya estás a punto.
Jerry se quitó los pantalones y frotó su miembro contra la vulva de Eva, presionando cada vez más. El pene de Jerry invadió su vagina y Eva logró contener un gemido de placer. No quería que la oyera gozar. Su tío comenzó a bombear desde atrás como si estuviese poseído mientras tiraba hacia atrás de la correa. Eva respiraba dificultosamente, pero estaba experimentando un placer nuevo que le costaba controlar. Quería correrse de aquella manera, cruzar los límites y sentir qué había más allá. Las palabras escritas por su padre e aquella carta acudieron a su mente de repente, golpeándola como una lluvia de agua helada. Eva siguió moviéndose al ritmo que imponía su tío, pero su mente estaba ya en otra parte.
―Es hora de probar la otra entrada ―anunció su tío entre jadeos. Entonces Eva sacó fuerzas de donde no las había y con un movimiento violento se dio la vuelta haciendo perder el equilibrio a su tío, que cayó junto a ella, sobre la cama. Eva agarró el miembro erecto de Jerry y comenzó a agitarlo violentamente con una mano, mientras co la otra se quitaba una media. ―No tan pronto, tío, ahora quiero hacerte yo algo ―dijo Eva con cara de vicio. ―Así me gusta ―respondió su tío mirándola con satisfacción―. Sabía que dentro de ti había una fiera oculta. Eva acabó de quitarse la media estiró el brazo de su tío en diagonal,
acercándolo a la cabecera de la cama. Después le ató la muñeca a la barra de hierro de la cama, y apretó con fuerza, si dejar de masajear el miembro de su tío con el pie. Jerry la miraba fascinado, anticipando el placer. Eva se quitó la otra media y repitió la misma operación con el otro brazo de su tío. Cuando el hombre estuvo completamente amarrado a la cama, Eva buscó sus braguitas y las acercó a la cara de Jerry. Su tío sacó la lengua tratando de lamerlas, pero Eva las alejaba cada vez que el hombre se aproximaba demasiado a ellas. ―Vamos, zorra, déjame que las muerda ―dijo su tío con el rostro desencajado por el vicio. ―Prefiero que te las tragues y te
ahogues con ellas, hijo de puta ―dijo Eva con rabia. Jerry no captó el tono de odio de s sobrina hasta que fue demasiado tarde para él. Eva introdujo las bragas en la boca de su tío y apretó con fuerza. La sorpresa se reflejó en el rostro de su tío, que se debatió y trató de quitársela de encima, pero Eva se mantuvo firme si aflojar su presión sobre la cabeza de Jerry. Su tío trató de gritar, pero la prenda íntima se lo impedía, bien anclada en s boca. Eva apretó más y más mientras el rostro de su tío se tornaba rojo. El hombre no podía respirar. La expresión de odio y rabia de su tío, fue cambiando al miedo primero, y la súplica después, pero Eva, inundada en lágrimas, no aflojó s presión.
―Esto es por mi padre, maldito cabrón ―dijo entre sollozos. Su tío Jerry abrió mucho los ojos al oír aquello y movió la cabeza hacia los lados, como si estuviese negando la acusación. Pero Eva no le creía. ―Bastardo, mi padre me lo contó todo en una carta. Me contó cómo le engañaste y te quedaste con todo lo que era nuestro. Su tío seguía negando con la cabeza mientras una lágrima se escapaba de sus ojos enrojecidos y saltones. Pero Eva no se apiadó. En la carta explicaba con todo detalle el entramado que había montado Jerry Flaggs para estafarle. Después, cuando leyeron el testamento de su padre, le entregaron una caja con sus
pertenencias personales en la que Eva encontró más datos que corroboraban lo que su padre le había dicho, pero no tenían pruebas. Su tío había amasado s fortuna con la ruina de su padre y la de la propia Eva, y debía pagar por ello. Eva apretó y apretó hasta que ya no fue consciente de nada más que de sus propias manos apretando. Entonces unos brazos fuertes la sujetaron por detrás y la apartaron de s presa. Eva se mareó y lo último que vieron sus ojos antes de que se hiciese la oscuridad fue el rostro preocupado de Danny, el jardinero.
CAPÍTULO 13
El coche llegó a la frontera de México a primera hora de la mañana. El oven que lo conducía hablaba perfectamente español aunque con u fuerte acento que sorprendió al agente mexicano de aduanas. ―¿De dónde eres? ―preguntó interesado. ―Soy español ―contestó el jove tendiéndole el pasaporte. ―Daniel García. Lugar de
residencia, Madrid ―leyó el agente―. Órale, mi mujer siempre quiso viajar a España. ¿Es lindo aquello? ―Sí, es muy bonito ―contestó la hermosa joven sentada en el asiento del copiloto. La chica llevaba una mochila negra sobre el regazo y sonreía co simpatía―. Si lleva a su mujer a Madrid, la tendrá enamorada para siempre. El agente sonrió y levantó la mano. ―Adelante, compadres, disfruten de sus vacaciones en México. El coche cruzó la frontera y se internó en México, en dirección al sur. Eva estiró los brazos y respiró el vivificante aire de la mañana. Había dormido toda la noche desde que abandonaron furtivamente la mansión de
su tío y se había despertado un instante antes de llegar a la frontera. ―Ni siquiera nos han registrado ―dijo Daniel extrañado. ―Ya te lo dije. Salir de Estados Unidos es fácil, entrar sería otra cosa ―replicó Eva―. Además, quién iba a sospechar que dos jóvenes turistas españoles llevan dos millones de dólares en la mochila... ―¿Dos millones? ―preguntó Daniel―. Creía que dijiste que tu tío Jerry guardaba tres millones para sus sobornos. ―Y es cierto. Pero con dos millones tampoco nos irá mal, ¿no? Hay una persona que se merecía el otro milló tanto como nosotros.
Daniel sonrió y se subió las gafas de sol. ―No sé ―dijo en tono de burla―. Dos millones me parece poco dinero por haber trabajado de jardinero durante semanas en casa de esos capullos. Por eso le gustaba su novio. Desde que había conocido a Daniel siempre le había visto de buen humor. Cuando recibió la carta de su padre y se leyó s testamento, Eva acudió a él desconsolada. Daniel la apoyó en todo momento y juntos trazaron la estrategia para vengarse de s tío. Daniel dejó su trabajo en España y se fue a California con el escaso dinero de sus ahorros. Eva le preparó una carta falsificada de recomendación para entrar a trabajar como jardinero en casa de s
tío, y la trampa coló. Después Eva aceptó la invitación de Jerry y se fue a vivir a la mansión de Los Ángeles. En todo momento debían fingir no conocerse y esa fue la prueba más dura de todas. Eva tenía un móvil con un solo número de teléfono, el de Daniel, pero no podía marcarlo salvo que hubiese una auténtica urgencia, y así había sucedido. La idea era que Eva, al tener acceso a la casa, estudiase el lugar donde Jerr guardaba la caja fuerte. Por eso la jove había gastado todos sus ahorros en una cámara de infrarrojos de alta precisió con la que fotografió el despacho de su tío Jerry en cuanto tuvo ocasión. Eva sonrió al recordar el episodio. Su tío Jerry casi la pilla al entrar en su despacho acompañado de la bruja de Pamela. Eva
tuvo que verles practicando sexo encima de la mesa del despacho, pero al menos pudo tomar las fotografías. Después le entregó las fotos a Daniel, que fingió golpearla en el jardín. En ese momento Eva creyó que su novio estaba molesto con ella de verdad, por s ausencia total de contacto, pero no era así. Eva dejó caer las fotos en jardín, y Daniel las recogió y estudió en profundidad. Fue así cómo localizaron la caja fuerte secreta de su tío Jerry. Pero aún le faltaba conseguir las llaves del despacho. Y ahí entró en juego su engreído primo Álex. Eva desconfiaba de él, y cuando Alex le dijo que Jerry la esperaba en su despacho, ella se quedó escuchando un rato la conversación antes
de subir a verle. Así se enteró de que Alex guardaba un juego de llaves del despacho y de que su tío no la había mandado llamar. Después, una tarde en la que creyó que su primo se había marchado de casa, Eva entró en su cuarto y se hizo con las llaves. Pero su primo Alex la cogió in fraganti e intentó abusar de ella en s cuarto. Aquel malnacido casi lo logra, pero su primo Bobby apareció de improviso y se lo impidió. Eva lamentaba no haberse despedido de Bobby, pero tenía pensado escribirle una postal ta pronto como pudiese. Todo estaba preparado para dar el golpe, solo faltaba esperar la ocasión más propicia. Y qué mejor fecha que la
celebración de la fiesta del tío Jerry. Habría mucha gente en la casa y menos control del habitual. Pero había que conseguir colar a Daniel en la casa, así que Eva le dio la idea a Cindy de que utilizasen a los jardineros, Daniel incluido, en el servicio de camareros de aquella noche. Durante la fiesta, Eva había estado muy nerviosa mientras buscaba a Daniel entre el servicio. Tenía que darle el juego de llaves del despacho de Jerry. Pero el oven estaba en otra parte de la casa y no podía abandonar sus labores así como así. Eva se fue a pasear al jardín para tranquilizarse y fue entonces cuando Alex la atacó por segunda vez. Pero Daniel la había visto abandonar la fiesta y fue tras ella. Entre los dos consiguieron reducir a
Alex y ocultarle entre los setos. Fue e ese instante cuando Eva le dio las llaves a Daniel. Después Eva volvió a la fiesta mientras Daniel entraba en la casa discretamente y se colaba en el despacho. Gracias a las fotografías en infrarrojo, encontró rápidamente la caja fuerte oculta bajo un cuadro y un falso trozo de pared. Pero aún quedaba lo más arriesgado. No tenían la certeza de que aquella fuese la combinación pero tenían que intentarlo. Daniel giró las pequeñas ruedas e introdujo los números en la combinació en la secuencia que le había indicado Eva. Cuando acabó no pasó nada, al menos inmediatamente. Un segundo después se oyó un clic en el interior del mecanismo la puerta reforzada se abría mostrando el
contenido. Su padre tenía razón. Aquellos números escritos en la carta que le dejó unto a la inscripción «Caja fuerte J.F.» eran la clave de la combinación. Eva no sabía cómo lo había averiguado su padre y tampoco le importaba. Lo único importante era que funcionó. Así que Daniel comenzó a buscar los documentos que le había indicado Eva, pero en ese instante, el número de s móvil sonó tres veces. Daniel solo tuvo tiempo de cerrar la caja fuerte, colocar de nuevo el cuadro y esconder el falso trozo de pared bajo la mesa. Jerry Flaggs entró en el despacho y por un momento Daniel pensó que le había descubierto. El hombre se quedó unos segundos en la puerta,
como si notase que había algo extraño e el ambiente, pero a los pocos segundos, blasfemó y se fue a la otra habitación. Instantes después apareció Eva y entró e la habitación en la que se encontraba Jerry. Daniel querría haber hablado co ella, pero no le dio tiempo. La puerta de la habitación se cerró y Daniel no supo qué hacer. Era ahora o nunca, así que el oven volvió a abrir la caja fuerte rebuscó de nuevo. Tras unos instantes de angustia encontró los papeles que buscaba. Los cogió junto con un unos paquetes forrados de cartón y los metió e la mochila. Después estuvo a punto de abandonar la habitación por la ventana, pero al oír unos ruidos raros en la estancia contigua, se decidió a entrar.
Fue entonces cuando encontró a Eva subida sobre su tío Jerry, tratando de ahogarle con sus propias bragas. Daniel tuvo que emplear toda su fuerza para separarla de su presa y la chica perdió el conocimiento por unos instantes. Las primeras palabras de Eva cuando se recuperó fueron un indicativo de que se encontraba en perfecto estado. ―¿Tienes los papeles? ―preguntó ansiosa. ―Sí ―respondió Daniel. Ni siquiera preguntó por el dinero. Los dos jóvenes se cambiaron de ropa abandonaron la casa en silencio. Daniel tenía preparado un viejo coche de alquiler a algunas manzanas de la mansión. Condujeron toda la noche en direcció
sur, camino a México. A primera hora de la mañana pararon en un pueblecito fueron directamente a la oficina de correos. Eva sacó una tarjeta de cartón, anotó el nombre y la dirección en u paquete que envió como urgente. Después continuaron su marcha camino de la frontera y el resto… ya era historia. Lo cierto es que no entraba dentro del plan inicial conseguir aquel dinero, pero cuando Eva escuchó aquella conversación de Jerry con el alcalde, no quiso desaprovechar la ocasión. Su tío había perdido tres millones de dólares e dinero negro y en efectivo, y no los podría reclamar jamás. Pero lo que en realidad perseguía Eva era otra cosa mucho más importante que el dinero y creía haberlo logrado.
Dos días después, Cindy Flaggs había cambiado su nombre de casada por el de Cindy Waters, su nombre de soltera. La noche en la que Eva desapareció, Cindy subió al despacho de Jerry al ver que la joven no regresaba. Creía que lo había visto todo en esta vida, pero no estaba preparada para asimilar lo que vio en la habitación contigua al despacho de su marido. Jerry estaba tirado en la cama, completamente desnudo, y amarrado co unas medias a los postes de la cama. Tenía el rostro amoratado y, al acercarse
asustada, vio que tenía una tela dentro de su boca. Cindy pensó que estaba muerto, pero al notar su presencia Jerry gimió. La mujer se acercó a su marido y le quitó la tela de la boca. Eran unas bragas negras. Desató a su marido y le ayudó a incorporarse, pero Jerry, humillado por la situación, le gritó y la obligó a marcharse de allí. Lo hizo encantada. A la mañana siguiente, Cindy fue a hablar con Jerry y le pidió el divorcio. La cara de estupor de Jerry mereció la pena. o podía concebir que su mujer le abandonase así sin más, máxime después de la humillación de la noche anterior. Además, Beth se encargó de transmitir la noticia entre las amistades de Jerry Flaggs, recreándose en los detalles
de lo que había ocurrido la noche de la cena, y en los estrafalarios gustos sexuales de Jerry. A nadie le extrañó demasiado. Eso no iba a ser fácil de tragar para el orgullo de un hombre como Jerry. Cindy sabía que su marido iba a abandonarla antes o después, y tambié era muy consciente de que no podría sacarle ni un solo dólar debido a s acuerdo prematrimonial, pero aquello no le importaba. Solo quería ser libre. El teléfono sonó en su nuevo, barato y pequeño apartamento de alquiler. ―¿Dígame? ―Buenos días, ¿la señora Cind Flaggs? Cindy estuvo tentada de responder
que se habían equivocado, pero aún había muchos asuntos pendientes en los que figur figuraba aba su anti antigguo nom ombr bre. e. ―Soy yo. ¿Qué desea? ―acabó diciendo. ―Le llamo del Banco Gilmore. Es por un tema ema rel elaci acion onado ado con la nueva cuenta que ha abierto recientemente. ―¿La nueva cuenta? ―preguntó Cindy extrañada. La única cuenta de la que disponía era la que abrió cuando tenía diecisiete años en el Banco de América y aún la seguía manteniendo. ―Sí, verá, cuando se trata de cantidades tan importantes ofrecemos u ventajoso paquete de servicios a nuestros clientes. ―Debe haber un error… ¿De qué
can cantidad estam estamos os hablan abl ando? do? ―Bueno, el millón de dólares que ingresó ayer se puede considerar importante ―dijo el comercial extrañado. Cindy se quedó mirando el teléfono embobada. Definitivamente aquello debía ser un error. Media hora más tarde, aún no podía creérselo pese a que el empleado del banco banco le había abí a aseg asegurado rado una y ot otra ra ve que no había error posible. La cuenta estaba a su nombre, con todos sus datos correctamente especificados y la cantidad que había en ella era exactamente de u mil illón lón de dólare dól ares. s. A la mañana siguiente, Cindy lo comprendió todo. Al abrir su buzón encontró una postal con matasellos de
México. Era una puesta de sol espectacular sobre un pueblecito blanco con el océano Pacífico al fondo. El texto quee habí qu habíaa al al dorso dorso era era mu muy breve: breve: «Disfruta de tu vida. Tienes un millón de razones para hacerlo». Firmaban Eva y un tal Daniel.
En el mismo momento en el que Cindy recibía su postal, dos coches cruzaban la puerta de la finca de Jerr Flaggs. Uno era un coche patrulla de la poli policí cíaa de Los Áng Ángel eles, es, el ot otro ro era era u sedán negro nuevo. Al verlos desde la ventana de su despacho, Jerry esperó que
trajesen buenas noticias. Había denunciado el robo que se produjo en s casa, durante la fiesta de hacía tres noches, y esperaba que ya hubiese detenido a los culpables. No había especificado lo que se habían llevado pero pero sí qu quee su qu quer eriida sobri sobr ina estaba detrás del asunto. Tenía un serio problema encima. Le habían birlado tres millones de dólares y un negocio inmobiliario pendí pendíaa de un un hilo. La puerta de su despacho se abrió Pamel Pamelaa le l e anu anunci cióó la l a visi vi sitta: ―Señor, es la policía de Los Ángeles. ―Hazles pasar. Un joven policía vestido de uniforme entró acompañado de dos hombres
trajeados. No eran los mismos agentes que habían atendido su denuncia. ―¿Señor Flaggs? ―dijo uno de los hom ombr bres es traj rajeados. eados. ―¿Por qué me hace esa estúpida preg preguunta, agen agentte? Sabe de sobra sobr a qu quiié soy. ¿Por qué no han venido los policías que vinieron la otra mañana? ―Esta no es una visita de cortesía. Señor Flaggs queda usted detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado y a tener a uno presente cuando sea interrogado por la policía. Si no puede contratar a u abogado, le será designado uno para representarle.
―¿Pero qué coño está diciendo? No sabe sabe usted con qui quien está está habl hablan ando. do. ―Agente Walcox, póngale las esposas. Entonces Jerry se dio cuenta de lo que había ocurrido y se le desencajó el rostro en una mueca horrible. Una niñata de veinte años había acabado con s carrera, y lo que era peor, le iba a mandar a la cárcel. ―¡Maldita puta! Esto es un error, esa zorra me ha engañado y les está tomando el pelo a todos. El agente Martin Walcox dio un paso y le puso las esposas a Jerry Flaggs. El hombre se resistió, así que Martin estuvo encantado de reducirle sin compasión. Le habían permitido estar presente en el
momento de la detención como deferencia a su gran labor en el caso. Lo cierto es que él no había hecho gran cosa, salvo recibir un grueso sobre con un montón de documentos dentro. El sobre tenía el matasellos de un pueblecito del sur de California, muy cerca de la frontera co México. En el remitente solo había escrita una letra en mayúsculas. Una E. Al principio no le dio mucha importancia, pero cuando comenzó a ojear los papeles se quedó blanco. Él no era u experto en delitos fiscales, pero aquello era algo evidente incluso para un escolar. El tal Jerry Flaggs estaba de mierda hasta las cejas. Fraude a Hacienda, sobornos a altos cargos, amenazas, chantajes, coacciones…, un auténtico catálogo de delincuencia bajo la fachada de u
respetable hombre de negocios. Martin ordenó todos aquellos papeles y fue a ver a su superior. Su jefe le felicitó y llamó inmediatamente al FBI. Ascendieron a Martin y le dieron una medalla en reconocimiento a la labor prestada, pero en realidad nada de eso había sido mérito suyo. Así que después de meter a Jerr Flaggs entre rejas, aún tenía algo mu importante que hacer. En el sobre que recibió había una nota escrita a mano y el número de un apartado de correos de México. La nota decía: «Solo quiero que me describas s cara cuando le detengas». Firmado: E. Martin no era demasiado bueno
escribiendo, pero se pasó toda la tarde redactando lo mejor que pudo las diferentes fases por las que había pasado la cara de Jerry Flaggs cuando le comunicaron que estaba detenido: sorpresa, rabia, indignación, otra ve rabia, más sorpresa, incredulidad, finalmente humillación, mucha humillación. Martin metió la carta en un sobre y la echó al correo urgente esa misma tarde. Esperaba que aquella E misteriosa, que creía saber quién era, disfrutase de s descripción. Un hijo de puta como aquel estaba mejor entre rejas.
EPÍLOGO
Eva recibió la carta cinco días después de su llegada a México. Al leer el remitente sus manos temblaron y estuvo a punto de dejarla caer. Martin Walcox. Desde que conoció al policía al llegar a Los Ángeles, había guardado su tarjeta con la esperanza de poder utilizarla algú día. Podría haber mandado la informació sobre su tío a cualquier otro agente, pero Martin le había parecido un hombre recto y honrado. La joven se aguantó las ganas de abrir la carta y se fue paseando e
bicicleta hasta su casa. Era un atardecer precioso, como los últimos cuatro que habían tenido, con el océano Pacífico devorando el sol mientras este descendía lentamente hacia las aguas. Al llegar a casa, Daniel le esperaba con un cóctel en la terraza. S novio notó su turbación enseguida y le dio un abrazo. Eva abrió la carta y la leyó al menos veinte veces. Era muy escueta, pero no podía expresar mejor lo que ella quería saber. Una lágrima se derramó por su mejilla y cayó sobre el papel, desfigurando dos palabras: «Jerr Flaggs». Su padre estaría orgulloso de ella. Eva rompió la carta y dejó que la
suave brisa se llevase los pedacitos, como si fuesen malos augurios de u pasado que parecía ya muy lejano. Comenzaba a refrescar y la jove agradeció el cálido abrazo de su novio. Estaba profundamente enamorada de él. Eva sintió algo duro rozando su muslo, por debajo del pantalón de Daniel. La joven sonrió y le besó en la boca. Al fin podía poner en práctica con él todo lo que había aprendido en Los Ángeles. FIN A continuación, los tres primeros capítulos de la novela 'Castigo de Dios', escrita por César García Muñoz
CASTIGO DE DIOS
CAPÍTULO 1
Peter abrió los ojos y se enfrentó a la inquietante oscuridad. La cabeza le retumbaba y una gota caliente y espesa se deslizó por su frente hasta rozarle los labios. Se trataba de su propia sangre que manaba de una herida abierta en la frente. ―¿Dónde estoy? ―dijo en voz baja, solo para comprobar que aún podía
hablar. Se incorporó mareado y sus ojos se fueron adaptando lentamente a la negrura reinante. Le dolían los antebrazos y, al frotárselos, contempló asombrado cinco cicatrices que surcaban cada muñeca de lado a lado. Parecían muy recientes aunque no recordaba cómo se las había hecho. Toda su ropa, desde la camisa negra hasta los zapatos, estaba empapada. Peter miró a su alrededor. Se encontraba tendido en la cama de una habitación desconocida aunque vagamente familiar. No sabía que hacía allí ni se acordaba de cómo había llegado. La estancia era austera y el mobiliario anticuado, a excepción de una televisió de plasma y un reproductor de DVD, que
parecían fuera de lugar en aquel ambiente decadente. En general, el lugar tenía el aspecto de una habitación de motel barato de carretera. La puerta a su izquierda permanecía entreabierta y permitía ver u baño vestido con baldosas gastadas. Al otro lado estaba la puerta principal, la que probablemente daría al pasillo y, en alguna parte, a la salida. Se levantó haciendo un esfuerzo y se dirigió hacia allí. Se sentía débil y la sensación de peligro no le había abandonado. Quería salir de aquella habitación cuanto antes. Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada con llave. Entonces, pegó el oído a la madera pero no logró escuchar nada. Estaba apunto de aporrear la puerta
cuando algo llamó su atención en una esquina de la habitación, junto al techo. Había una cámara de video que enfocaba hacía la cama y al cuarto de baño. Estaba apagada. Peter se acercó al reproductor con u presentimiento inquietante. En su interior había un DVD sin ninguna etiqueta. Casi sin controlar sus movimientos, cogió el mando y pulso el botón de reproducción. Al instante el televisor mostró la image de la habitación en la que se encontraba encerrado. Un hombre alto y de pelo oscuro paseaba nervioso de espaldas a la cámara. Al reconocerle, se le hizo un nudo e el estómago. Aquel hombre era el propio Peter. Llevaba un traje negro de
sacerdote, rematado por un alzacuello blanco; el mismo que vestía empapado e aquel instante. En realidad eso no era algo anormal, ya que Peter Jessy Sifo era sacerdote y profesor de medicina de la prestigiosa Universidad católica de Coldshire. Pero Peter se sintió muy extraño al verse a sí mismo en aquella imagen. El Peter del televisor, cerró la puerta con llave y se dirigió al otro extremo de la habitación. A continuación, guardó las llaves junto con un sobre en el primer cajón de la mesilla. Peter paró inmediatamente el video abrió aquel cajón. Un llavero con dos llaves yacía en el fondo pero no había ni rastro del sobre. Peter cogió las llaves
se dirigió hacia la puerta. La herida de la cabeza aún sangraba y sentía que debía abandonar urgentemente aquel lugar, pero su propia imagen congelada en la pantalla le hizo detenerse. Peter se apoyó en la cama y volvió a pulsar el botón de reproducción. De nuevo se vio a sí mismo paseando nervioso de un lado a otro hablando sólo. En una mano portaba s agenda roja y en la otra, un objeto metálico que no llegó a distinguir. En un momento dado el Peter del televisor tuvo una arcada y pareció que iba a vomitar, pero se recuperó. Después entró en el baño y se quedó quieto. La bañera parecía estar llena de agua turbia, aunque no se podía apreciar correctamente. A continuación, aquella réplica de sí mismo,
se santiguó, dejó la agenda sobre el borde de la bañera y se metió completamente vestido en el agua. Peter palpó sus ropas mojadas como en un sueño, incapaz de separar su mirada del televisor. Se sentía desconcertado al contemplarse a sí mismo realizando acciones que ni siquiera recordaba. La siguiente escena le dejó helado; simplemente aquello era imposible. El objeto metálico que había visto antes era un estilete quirúrgico. El Peter de la pantalla se santiguó y a continuación, se hizo una incisió profunda en cada muñeca. La sangre empezó a manar de las heridas, tiñendo de rojo la bañera. Mientras se desangraba, aquel hombre idéntico a él comenzó a
repetir una extraña letanía, como si estuviese rezando. El padre Peter apartó la vista del televisor y vomitó en el suelo. Cuando se hubo recuperado, se levantó las mangas de la camisa y se santiguó. Ahora conocía el origen de aquellas cicatrices finas rectas que recorrían sus brazos. En medio de aquel horror, fue consciente de algo que no llegaba a encajar del todo en aquella escena. Tenía cinco cicatrices en cada antebrazo, pero acababa de ver con sus propios ojos cómo se había hecho un único corte por muñeca. Además, si su ropa estaba aú mojada los cortes tendrían que haberse producido hacía poco tiempo. Pero sus heridas estaban casi cicatrizadas, como si
fuesen de hacía semanas. Su mente analítica trató de abrirse paso entre la maraña de confusión pero u grito procedente del televisor cortó sus pensamientos y devolvió su atención a la pantalla. El Peter de la imagen miraba a la cámara fijamente y la apuntaba con el índice, mientras la sangre de las heridas resbalaba por sus brazos. ―¡Es una trampa! ―gritó con los ojos desorbitados. Después cogió la libreta roja del brazo de la bañera, y comenzó a pasar las hojas como un poseso mientras balbuceaba algo incomprensible. El padre Peter subió el volumen de la televisión, pero el sonido era de mu baja calidad y sólo logró entender una
palabra repetida en varias ocasiones: ‘Black’. Entonces el Peter del televisor comenzó a escribir en la agenda co manos temblorosas. Pero la libreta se le escapó y cayó al suelo en medio de u charco de sangre y agua. Trató de recuperarla en un desesperado intento, pero las fuerzas le fallaron y se golpeó la frente contra el borde de la bañera perdiendo el conocimiento. Su cuerpo cedió y se fue hundiendo en el agua rojiza hasta desaparecer. La pantalla mostró la misma image fija durante otros tres minutos, en los que el padre Peter no apartó la vista ni u segundo. Su alter ego al otro lado del plasma no volvió a emerger del agua.
Finalmente, la grabación se paró y una niebla gris, acompañada de un zumbido lo cubrió todo. El padre Peter se tocó la frente ensangrentada, allí donde se había golpeado con la bañera. Esa herida no había cicatrizado milagrosamente como las de la muñeca, sino que seguía abierta y estaba cubierta de restos de sangre coagulada. Y lo que era mucho más importante e inquietante. ¿Por qué no estaba muerto? Peter trataba de entender, sin conseguirlo, lo que acaba de ver. Aparentemente había intentado suicidarse cortándose las venas, aunque desconocía el motivo. No sabía como había llegado a
aquel lugar y su último recuerdo nítido era del día anterior, o eso creía. Había salido de la reunión del consejo de la Universidad, en la que había sido elegido para conducir el discurso inaugural. Era una calurosa tarde de finales de agosto había decidido regresar a casa dando u paseo por el parque. Al llegar, se había tumbado un rato en el sofá frente a la televisión y había cerrado los ojos. No tenía intención de dormir, pero había trabajado intensamente las últimas noches y el sueño le había vencido mientras veía las noticias. Después se había levantado empapado en aquella habitació desconocida, con la frente sangrando y las muñecas desgarradas.
¡Dios santo! Había tratado de suicidarse. Algo terrible debía haber pasado entre las tres de la tarde de ayer y el momento actual para que cometiese semejante acto. Ni siquiera sabía que hora era, pero a juzgar por la escasa luz que se filtraba por las ventanas debía de estar amaneciendo. Peter recordó el grito desgarrador que su alter ego había proferido en la televisión y se estremeció. ‘Es una trampa’ había gritado. ¿Una trampa de quién? ¿Quién porqué querría su mal? El padre Peter creía no tener enemigos. Desde luego no en su círculo más cercano. En los últimos años se había convertido en una cara
conocida para el público al aparecer e varios programas y debates televisivos, pero no se había granjeado ninguna enemistad importante. ―Ahora eres un personaje famoso ―le dijo en una ocasión el rector de la Universidad, el padre O’Brian―. Y lo que es más importante para nosotros, t imagen de intelectual moderado y cercano a la gente, es la mejor campaña publicitaria que ha tenido la iglesia e mucho tiempo. Peter era un hombre alto y apuesto, a sus cuarenta años mantenía una figura atlética esculpida a golpe de remo. Impartía las clases vestido con ropa informal y, en muchas ocasiones, se había divertido al percibir una mirada de
extrañeza en sus nuevos alumnos cuando le veían vistiendo sotana o con alzacuello. Sinceramente, no creía que su image pública tuviese algo que ver con todo aquello. No parecía demasiado probable que un loco anticatólico estuviese intentando enredarle en algún tipo de pla para acabar con él en menos de doce horas. Tenía que haber otra explicación. Peter pensó en la única palabra que había logrado entender en aquel monólogo, tratando de darle algú sentido. El Peter de la pantalla la había repetido con insistencia entre una maraña de murmullos incomprensibles ‘Black’. Por más que lo intentaba, no sabía a que se podría estar refiriendo, pero tenía
la certeza de que era una pieza importante en aquel rompecabezas. Otra pieza clave descansaba en el suelo del baño; Su agenda. Peter se incorporó trabajosamente y se dirigió hacía allí. Se trataba de una libreta en la que apuntaba todo lo concerniente a sus clases y su programación de actividades. Pero e el video, había escrito algo en ella justo antes de hundirse en la bañera. Sus esperanzas se desvanecieron e cuanto abrió la puerta; no había rastro de la agenda. Peter estaba seguro de haber visto como la libreta caía junto a u pequeño charco en el suelo. Tal vez la memoria le habría jugado una mala pasada y la agenda cayó en la bañera.
Peter miró el agua teñida de rojo atisbó una sombra en el fondo. El corazó le dio un vuelco. Parecía una mata de pelo oscuro y frondoso, como el suyo. Peter respiró profundamente, metió la mano e el agua y agarró el objeto sumergido sacándolo a la superficie. Se trataba de una vieja esponja empapada. Peter revolvió el agua con el brazo pero no halló rastro de la libreta. La alternativa más probable era que alguien habría entrado en la habitació mientras él permanecía inconsciente y se habría llevado la agenda. ¿Pero quién? ¿La misma persona que le sacó de la bañera y le tendió en la cama? ¿O había salido por sus propios medios y no lo recordaba?
Peter salió del baño y se sentó en la cama. Tenía frío y la ropa mojada se le pegaba incómodamente a la piel. Hasta ahora se había preocupado por los elementos más sencillos del misterio, aquellos a los que se podía encontrar una explicación racional, pero no podía demorar por más tiempo enfrentarse a lo que más le preocupaba. Se había visto a sí mismo desvanecerse y sumergirse en la bañera durante varios minutos. Aún en el caso de que alguien hubiese entrado en la habitación nada más terminar la grabació y le hubiese sacado de la bañera, debería estar muerto. Nadie podía aguantar tanto tiempo bajo el agua sin ahogarse, si mencionar el hecho de que parecía haber perdido el conocimiento.
Y luego estaban las cicatrices de sus brazos. Cinco largas marcas muy juntas e cada muñeca. El había visto como se hacía un solo corte, de eso estaba seguro. Además era absolutamente imposible que aquellas heridas se hubiesen cerrado de esa manera en solo unas horas. Las cinco cicatrices tenían distintos colores, como si tuviesen distintas antigüedades. Una de ellas aparecía casi blanca, mientras que otra, con un aspecto mucho más reciente, aparecía enrojecida. No era posible, nadie se curaba ta rápido. Peter recordó las imágenes de santos y mártires de sus viejos libros. Muchos de ellos aparecían con estigmas y heridas de origen desconocido a los que atribuía
carácter divino. El padre Peter creía firmemente en Dios y en la importancia de su concepto para la humanidad. Pero era un hombre de ciencia, catedrático médico de reconocido prestigio, y dejaba el terreno de los milagros y supersticiones para otros. Su mente empírica se negaba a introducir cualquier variable sobrenatural en aquella ecuación, aunque no era capa de encontrar ninguna explicación racional a lo que había sucedido. De forma instintiva se llevó la mano al crucifijo de plata que pendía de su cuello, regalo del rector O’Brian. No sabía que había pasado pero estaba firmemente decidido a averiguar la verdad, fuese cuál fuese. Peter se levantó e introdujo la llave
más grande en la cerradura. La puerta se abrió sin ofrecer resistencia, mostrando un pasillo alargado y desconocido. En u lado de la puerta, pegado a la jamba, pendía un trozo de plástico rasgado de color rojo. Al fondo unas escaleras le condujeron a la planta baja. A medida que se alejaba de la habitación, el frío se hacía más intenso a su alrededor. Al bajar el último peldaño, Peter vio la puerta de cristal del edificio. El sol había salido ya y algunos rayos débiles se escapaba entre la cortina de niebla matinal, despuntando brillos blancos en el exterior. Tenía mucho frío y aunque al principio lo achacó a sus ropas mojadas, Peter observó extrañado la pequeña columna de vaho blanco que formaba s
aliento. Aquella temperatura no era normal para finales de verano. Fuera, la calle se veía anormalmente resplandeciente como si una cortina blanca tamizase los rayos del sol. Peter se acercó a la puerta y contempló el exterior. Su cerebro no podía comprender la imagen que le trasmitían sus ojos. Un manto nieve de medio metro de espesor se extendía por la ciudad hasta donde alcanzaba la vista. Un par de niños ugaban embutidos en sus trajes de invierno junto a un muñeco de nieve. Cerca de allí, había un abeto decorado con luces de colores, coronado por una estrella dorada. Unos copos grandes sedosos comenzaron a caer del cielo. Era evidente que no estaban e
agosto. CAPÍTULO 2
Susan Polansky estaba profundamente disgustada. Aun así mostró su sonrisa más encantadora y declinó la invitación amablemente con la cabeza. ―No tiene por qué molestarse ―dijo Susan. ―Por favor, en su estado es lo mejor ―insistió el hombre. ―Muchas gracias. ―Susan acabó cediendo ante la cortesía del hombre y se sentó en el asiento que le ofrecía.
El autobús estaba abarrotado y la abultada barriga de Susan gritaba a los cuatro vientos que estaba embarazada. Además, sus pechos, que ya de por sí tenían un tamaño considerable, amenazaban ahora con salirse del sujetador y traspasar la frontera de s blusa. Al parecer, el amable pasajero que le había cedido su asiento también lo había notado, ya que no paraba de mirárselos como si fueran dos pasteles de arándanos recién horneados. Solo le faltaba relamerse. Ese hecho no hizo más que aumentar su disgusto, aunque en realidad era otra la causa real del enorme malestar que sentía en aquel instante. Susan estaba allí para resolver un asesinato cuya naturaleza circunstancias le repugnaba
profundamente. ―Sea lo que sea, seguro que estará orgulloso ―dijo el desconocido con una sonrisa estúpida en los labios. ―¿Cómo dice? ―replicó Susa ausente. ―Decía que su marido estará orgulloso. Tanto si es un chico como si es una chica ―añadió el hombre manoseando una cadena con un pequeño crucifijo. A juzgar por el brillo de sus ojos, aquel tipejo libidinoso tendría que rezar muchos padrenuestros si se confesase esa semana. Susan optó por devolver una sonrisa cortés como respuesta, y se concentró en resistir a los gases que pugnaban por abandonar su cuerpo. Ese
era otro gran fastidio de aquel estado, tras seis meses de embarazo se había convertido en un condensador de gas metano ambulante. Además, si aquel tipo supiese la verdadera historia de su vida, probablemente se habría apeado en la próxima estación escandalizado, o quizá habría sacado una botellita de agua bendita y se la habría esparcido por encima con intención de exorcizarla. Coldshire era uno de los pueblos más conservadores y retrógrados de Inglaterra, así que una joven y futura madre soltera, fecundada de forma artificial, no era el modelo ideal para aquel lugar. ―¿Ya han decidido el nombre? ―preguntó cansinamente el desconocido.
―Aún no. ―Si me permite un consejo, si es chico le podrían llamar José. Como el padre de nuestro Señor. Susan no contestó, así que el hombre lo consideró como una negativa y continuó con su oferta. ―¿Qué le parece Jorge? San Jorge es nuestro patrón. En mi familia tenemos al menos un Jorge en cada generación. Yo mismo me llamo Jorge y tengo un hijo co el mismo nombre ―dijo orgulloso. Definitivamente, aquel individuo estaba gobernado por un gen recesivo heredado de alguna antigua unión entre parientes cercanos. Tal vez su abuelo Jorge se casó con su prima Georgina y de resultas salió aquel engendro. Y lo triste
era que podría ser cierto. Durante sus años de universidad allí, Susan había hecho un estudio sobre el inusual índice tumoral de la región y su relación con el alto grado de consanguinidad de la población local. Habría que añadir también la imbecilidad como efecto colateral. En cualquier caso, su pequeña se llamaría Paula, como su abuela. ―Jorge es un gran nombre. Es mu sonoro ―contestó mientras contenía de nuevo una ventosidad. Susan se esforzaba por seguir el consejo de su psicóloga de no replicar lo primero que se la pasase por la cabeza, especialmente si había más de tres palabras ofensivas en la respuesta. Así
que optó por concentrarse en las oscuras calles al otro lado del cristal, con la esperanza de que la dejasen en paz. La nieve caía con fuerza y los transeúntes se refugiaban bajo sus negros paraguas. Todo era oscuro allí. Los edificios, las calles, los habitantes y hasta sus paraguas, que parecían apéndices deformes de sus cuerpos. Pero no era algo de extrañar teniendo en cuenta que aquella triste población se llamaba Coldshire. No sabía si la ciudad había heredado el nombre de la universidad religiosa que albergaba, o si había sido al revés. E realidad no le importaba. Susan había estudiado Medicina durante siete años entre los oscuros muros de aquella prisió y ya había tenido más que suficiente.
El solo hecho de estar allí ya le traía sensaciones incómodas. Hacía tiempo que había abandonado aquel lugar húmedo triste por la mucho más animada cosmopolita Brighton. Cierto que no se trataba de la costa de Málaga, pero al menos veían el sol de vez en cuando. Aquella misma mañana, cuando la designaron para un caso en Coldshire, le pidió a su responsable que le asignara otro destino. Pero el carácter de Susa había ido dejando diversas cuentas pendientes en el departamento y parecía que empezaban a cobrárselas. Oficialmente se la requería allí porque conocía el terreno y tal vez conociese a gente que podría estar involucrada en el suceso.
―¿Usted no es de por aquí verdad? ―zumbó de nuevo el abejorro, interrumpiendo sus pensamientos. La mirada del hombre se debatía nerviosa entre el canalillo de los pechos de Susan la falda algo corta. ―¿Cómo lo ha averiguado? ―Por el color de su piel, tiene u moreno muy bonito, ¿sabe? ―dijo con la baba a punto de caérsele―. ¿Y qué hace una chica tan guapa en nuestra pequeña ciudad? ¿Está de vacaciones? ―Estoy aquí por trabajo ―respondió cortante. ―Déjeme adivinar. ¿Es modelo? ¿Viene a un desfile? Ya estaba bien, al infierno los consejos de su psicóloga. Aquel
«inframental» lo estaba pidiendo a gritos. ―No, soy inspectora de policía forense. Disecciono cadáveres y meto a los asesinos entre rejas. ―Susan sacó una placa reluciente de su bolso y se la mostró. En el proceso dejó deliberadamente a la vista la pistola. El hombre la miró boquiabierto. ―Y como no deje de mirarme las tetas le llevaré detenido a comisaría por acoso sexual. Seguro que a su mujer y al pequeño Jorge les encantaría escuchar la historia. El hombre cerró la boca y negó co la cabeza. Se bajó en la siguiente parada sin siquiera levantar la mirada y se perdió bajo la nieve. Se había dejado el paraguas unto al asiento. Susan sonrió divertida
continuó hasta la parada que se encontraba frente a la comisaría. Llegaba tarde a una reunión con el teniente Nielsen, el encargado local del caso. Apenas habían cruzado unas palabras por teléfono, pero fueron más que suficientes para que surgiese una antipatía mutua. Era un tipo engreído pagado de sí mismo al que le encantaba escuchar el sonido de su propia voz. Y como en las malas películas de policías, le disgustaba profundamente que hubiese mandado a alguien de homicidios a meterse en su jardín y más tratándose de una mujer. Susan esbozó una sonrisa traviesa al anticipar la cara que pondría el teniente cuando viese su barriga de embarazada.
Susan se bajó del autobús, abrió el paraguas del desconocido y cruzó la calle en dirección a la comisaría. Volver a pasear por aquel lugar le hizo revivir viejas sensaciones, ninguna de ellas agradable. Pero ahora tenía que concentrarse y dejar a un lado los fantasmas del pasado. No tenía más remedio que estar allí. Tenía un caso importante que resolver, con o sin ayuda del teniente Nielsen. Susan recordó las fotos de la jove asesinada y un escalofrío le recorrió de arriba abajo. La habían violado en u parque cercano al campus universitario después le habían rajado el cuello co saña. Antes de morir le habían marcado con un hierro al rojo vivo un extraño símbolo con forma de ocho sobre la piel.
La pobre chica tenía solo veinticuatro años, los mismos que tenía Susan cuando se marchó huyendo de aquella sórdida universidad. Estaba decidida a descubrir quié había hecho aquello y a meterle entre rejas. Además, cuanto antes lo hiciese, antes podría volver a su soleada Brighto y seguir con su vida. Una patadita de la pequeña Paula pareció corroborar sus pensamientos. Susan miró hacia ambos lados, y al comprobar que estaba sola, descargó aliviada el gas acumulado. CAPÍTULO 3
Peter contempló a través del cristal del taxi el espectáculo blanco que se extendía ante él. El vacío en su cerebro no se limitaba a unas pocas horas, sino a más de cuatro meses. De camino a casa, aú aturdido, había hecho parar al taxista unto a un quiosco y había comprado u periódico. Estaban a veintidós de diciembre. Era increíble pero eso significaba que habían pasado cuatro meses exactos desde su último recuerdo. La laguna en su memoria era extrañamente selectiva; recordaba todo lo sucedido antes del veintidós de agosto como si hubiese sido ayer, de hecho, para él, ese día era su ayer. Pero era incapaz de recordar absolutamente nada de lo sucedido después.
El padre Peter descendió del taxi subió como un sonámbulo los tres escalones que conducían al portal. S pequeño apartamento estaba situado en u barrio obrero próximo a la universidad. Era uno de los pocos profesores que vivían fuera del campus y casi el único entre los eclesiásticos. Al principio la idea no había seducido demasiado al consejo de dirección, pero el rector O’Brian había intercedido por él y Peter se salió con la suya. Nunca le había gustado demasiado el ambiente cerrado de la universidad, ni el control casi militar que se imponía en el campus. ―Buenos días, padre Peter. ―La vecina de al lado, la señora Nolan, asomó su cabeza repleta de rulos, como una hidra de andar por casa―. Anoche no le oí
llegar. Peter se quedó desconcertado u instante antes de contestar. Estuvo a punto de entablar conversación con ella para obtener más información, pero finalmente desistió. La señora Nolan era una viuda sesentona cuyo pasatiempo principal consistía en controlar los horarios compañías de sus vecinos de escalera. Peter estaba convencido de que guardaba una ficha completa de cada uno de ellos. ―Buenos días, señora Nolan. Ayer tuve mucho trabajo y volví muy tarde. La señora Nolan enarcó una ceja y le miró con una sonrisa que no supo descifrar. ―Lo digo porque su gato no ha parado de maullar... otra noche más
―añadió. ―Lo siento, señora Nolan. Tanon se habrá quedado sin comida ―dijo precipitadamente―. Buenos días. Peter cerró la puerta tras de sí con el mínimo de cortesía exigido y suspiró aliviado. Muchas noches trabajaba hasta tarde y, en vez de volver a casa, dormía en un pequeño sofá cama que tenía en s despacho. Pero la señora Nolan prefería fantasear con alguna otra explicació extravagante. Tanon se acercó maullando y se enredó en sus pantalones. Peter le acarició la cabeza y el gato le olisqueó las muñecas. El dolor no había desaparecido pero comenzaba a mitigar. Peter le puso su comida favorita a Tanon
y se encaminó al dormitorio. Se quitó la ropa húmeda y pospuso la ansiada ducha por el momento. Su mente era u hervidero y aún tenía muchas cosas que hacer antes de relajarse bajo un chorro de agua caliente. Ahora, mucho más despejado, estaba decidido a establecer un plan de acción. Tenía que recabar toda la información que pudiese sobre lo que había sucedido e aquellos cuatro meses. Debía averiguar qué le había llevado a intentar suicidarse y a qué se refería el Peter de la grabació cuando habló de aquella «trampa». Si había una conspiración contra él, tendría que encontrar a los responsables. El padre Peter cogió el teléfono del salón y marcó un número de memoria. Una
voz áspera y desagradable sonó al otro extremo. ―Ha llamado a la residencia privada de Michael O’Brian. En este momento no está en casa o se encuentra ocupado. Deje su mensaje al oír la señal. Ni un solo «por favor». Era el estilo frío y autoritario de Marta Miller, la asistente personal y secretaria del rector O’Brian. El rector también tenía la cátedra de Medicina Forense, y la señora Miller, como su ayudante, era la responsable de la pequeña morgue de la universidad. Según las malas lenguas, la señora Miller cumplía otras funciones de carácter más íntimo, pero Peter nunca creyó esas habladurías. Lo cierto era que la historia de Marta
Miller y la suya propia corrían paralelas. Ambos eran hijos de un hogar roto ambos habían sido acogidos de jóvenes por el padre O’Brian. Al principio no se habían llevado demasiado bien, ambos sentían una especie de celos mutuos co relación al padre O’Brian, pero con el tiempo sus caminos se fueron separando su relación se hizo fría y distante, prácticamente inexistente. Peter colgó el teléfono del saló importunado. Necesitaba desesperadamente contarle lo sucedido al padre O’Brian y recibir su sabio consejo. El rector era un gran hombre y lo más parecido a un padre y consejero que Peter había tenido jamás. A él le debía lo que se había convertido, y por mucho que tratase de devolvérselo, su deuda nunca
estaría suficientemente satisfecha. Por eso se prestaba a seguir apareciendo e aquellos debates televisivos, defendiendo las tesis de la Iglesia con templanza moderación, y donando la mayor parte de sus ingresos a la universidad. Peter llamó al rector O’Brian a s número de móvil, pero estaba apagado. Lo siguiente que hizo fue buscar s propio teléfono móvil. No lo usaba muy a menudo y casi nunca lo llevaba consigo. Además, después de aparecer e televisión había tenido que cambiar de número en varias ocasiones. No sabía cómo, pero la gente era capaz de encontrar su número y se sentían libres de llamarle o mandarle mensajes a todas horas. La mayoría era de apoyo y cariño,
pero el efecto general acababa siendo incómodo. Así que compró un teléfono con tarjeta y solo les dio el número a sus más allegados. No más de treinta personas lo conocían. Peter revisó el teléfono con manos inexpertas y tardó varios segundos e hallar lo que buscaba. La lista de llamadas se reducía a solo quince en los últimos días, la mayoría a la universidad y a su secretaria. Había varias al padre O’Brian y una al número particular de Marta Miller. No solía llamarla a ella directamente, pero tampoco era algo mu extraño. Las llamadas recibidas tampoco aportaron demasiada luz. Procedían de la universidad, también su secretaria y el
padre O’Brian. Ninguna de Marta. También había recibido llamadas de sus alumnos. Se trataba de Sarah Collin, Anna ewman y Richard Stevens, pero aquello entraba dentro de lo normal. Eran tres de sus mejores alumnos y le habría contactado para despedirse antes de las vacaciones de Navidad. Por último, revisó los mensajes. La carpeta de mensajes enviados estaba vacía y en la carpeta de entrada había u único mensaje recibido el día veintiuno de diciembre al mediodía. Era de s alumna Anna Newman. Peter lo abrió y lo leyó. «Parque Cross, siete de la tarde». Peter contempló el mensaje pensativo. Anna Newman era una alumna
especial. En primer lugar, era una de las pocas mujeres que había en el campus había tenido unos inicios difíciles. Ahora, solo le restaba un año para acabar la carrera, y se podía decir que había triunfado; era la timonel del equipo de remo y una de las estudiantes más brillantes del campus. Peter supuso que habrían quedado en el parque Cross para ir a correr. Varios miembros del equipo de remo solían citarse para entrenar, aunque aquel parque no era el sitio habitual. Quedaba un poco apartado y los caminos estaban algo descuidados. Peter encendió entonces s ordenador portátil; tal vez encontrase algo en su agenda electrónica, aunque tampoco tenía demasiadas esperanzas. Estaba algo anticuado en aquel aspecto y prefería co
mucho utilizar su agenda roja, aquella que había desaparecido en el baño. Aun así, el resultado le sorprendió. No había ni una sola anotación en su agenda electrónica, ni una reunión, ni un comentario desde el veintidós de agosto. Antes de esa fecha había algunas notas y citas actualizadas, pero desde ese día no había absolutamente nada. Peter abrió el explorador de s portátil y ordenó los ficheros temporalmente. Todos tenían una fecha anterior al día veintidós. Había tres o cuatro de ese mismo día relacionados co el inicio del curso, pero nada más. Entonces comprobó su correo electrónico. Los últimos correos electrónicos tenían fecha del veintidós de
agosto, tampoco había nada posterior. Era como si su vida después de ese día hubiese quedado suspendida en la nada. Aunque existía otra explicación: alguie habría accedido a su portátil y habría borrado toda la información ¿Pero por qué hacerlo a partir de esa fecha? ¿Y cómo podría alguien saber que él perdería la memoria ese día? Peter decidió que era el momento de darse una ducha. Necesitaba relajarse o al menos despejarse. Durante casi media hora, permaneció bajo el chorro de agua caliente, tratando de evadirse del mundo sin llegar conseguirlo. La herida de la cabeza le escocía y las muñecas le produjeron molestias al enjabonarse. Por mucho que lo intentase, no lograba alejar de su mente la imagen de sí mismo
desangrándose en aquella bañera. Peter cerró la ducha y se enfundó u albornoz y unas zapatillas de andar por casa. Se estaba preparando un café en la cocina, cuando escuchó un ruido en la entrada. Se acercó en silencio y vio como el picaporte de la puerta se movía ligeramente. Alguien estaba tratando de abrir desde fuera. Con el pulso acelerado, Peter cogió el atizador de hierro de la chimenea y se acercó a la puerta. La cerradura dejó de moverse de repente. Peter levantó el atizador y abrió la puerta de golpe con la otra mano. El rellano estaba oscuro y vacío. No había rastro de nadie y el portal se hallaba cerrado. Había un objeto tirado en el suelo, sobre la alfombrilla de s
descansillo. Peter lo cogió con recelo. Se trataba de un sobre grande amarillento con los bordes gastados. No pesaba demasiado y no tenía dirección de entrega ni remite. Un símbolo extraño decoraba el sobre en una de sus esquinas. Era como un ocho alargado, formado por eslabones que se entrelazaban entre sí, como si se tratase de una cadena de metal. Estaba dibujado a mano, probablemente a lápiz o a carboncillo, pero con una gra precisión. No sabía dónde ni tampoco cuándo, pero tenía la sensación de haber visto aquel mismo símbolo anteriormente. Peter se decidió a abrirlo y miró en s interior. El corazón le dio un vuelco y estuvo a punto de dejar caer su contenido. Se trataba de su agenda roja.
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