F. Garrido Pallardó
los orígenes del romanticismo
nueva colección labor
£¡ Editorial Labor. SA. Calabria. 235-239 Barcelona 15 1968 Depósito legal B. 7391-68 Printed in Spain Compuesto, impreso y encuadernado por Printer. industria grálica sa. Molins de Rey Barcelona
Indice de materias
Introducción
7
1 Primera antitesis
13
2 El complejo francés
19
3 El complejo británico
29
4 La crisis del jansenismo
35
5 Hacia el panteísmo científico
47
6
La revolución estética
53
7 Un rebelde fundamental
71
8
Acción y reacción
81
9
De Gotinga al Laocoonte
89
10 De la «Sturm und Drang» al magnetismo
99
11 La culminación del antinacionalismo
111
12
El florecimiento
121
13 El escollo revolucionario
137
14 El Curso de literatura dramática
145
15 Las consecuencias
153
Indice de nombres
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Introducción
El término romanticismo, por circunstancias que ya se verán, concluyó finalmente por no significar nada y ha sido el responsable de las ambigüedades con que todavía se distingue esta escuela. Cuan do Victor Hugo dijo de él, en 1869, «mot vide de sens, imposé par nos ennemis et dédaigneusement accepté par nous», exagera, según su sistema, pero también acierta, puesto que, en puridad, románticos debieran serlo cuantos practican las lenguas romances, o bien, pe yorativamente, los noveleros, como así se entendió a partir del siglo xvi por «romanesques», término entonces sinónimo del carác ter español.1 Guillermo Schlegel fue, si no el creador del vocablo, al menos el responsable de su poco afortunado contenido. Ello importa, porque el escollo mayor con que se tropieza en un estudio dedicado a definir y acotar el contenido preciso de lo ro mántico es, justamente, su nombre, inepto para incorporar esos es tados del espíritu particulares, no a una generación, sino al hombre de todas las épocas. No obstante, Federico de Hardenberg, llamado Novalis, intentó dar a ese término una significación taxativa con poca fortuna, bien es verdad, pues nunca ha existido un movi miento tan sometido como éste a las interpretaciones. Los hombres siempre intentaron desenvolverse en la normali dad, lo que significa ley imperativa y obligatoria dictada por el hecho de que vivimos juntos. Con ello, a los medios difusivos de cultura siempre se les aplicó un módulo valedero para actividades económi cas o políticas, y así resulta muy difícil decir lo que se siente como se siente. Debemos constreñimos. Aceptar las coincidencias con el 7
exterior, acallar entusiasmos que nos parecen en exceso incongruen tes y reservarlos para el ensueño. La vida del hombre se manifiesta entonces partida por la mitad. De un lado, lo que se dice y lo que se hace, ese mecanismo consuetudinario y compuesto, ese juicio de opinión capaz de catalogarnos y medirnos —el status, según neolo gismo sociológico— y de otro, una suma interna de fracasos y re nunciaciones. Por supuesto, casi todos se adaptan y consuelan, se deforman, por así decir, y escogen la categoría de valores práctica que la vida de relación establece. Los movimientos de la máquina social deben es tar previstos. Sus resultados, también. Las codificaciones son estre chas, pero lógicas y necesarias, puesto que son perfectibles, y además, como aptas para todos, reposan sobre una base de mediocridad o «justo medio». Y no es que esto sea malo. Sin ello no habría forma de vivir. Pero otros prefieren la utopía, el resultado de una mente en marcha sin cortapisas ni silogismos. Esta última postura ha sido histórica a través de las épocas. Los hetefodoxos intranquilizaron el antiguo Egipto y Sócrates sacó de sus casillas a la vieja Atenas. El diablo cargó con demasiadas respon sabilidades* durante el Medievo, sin duda porque los propios intere sados estaban convencidos de la prepotencia de Satanás, y es que el hombre suele asustarse de sí mismo, sin necesidad de miedos ex ternos, creyendo a pies juntillas en la certeza infalible de la ley. Mas llega un instante en el cual estos reglamentos se examinan y disecan. En el interior de muchos sólo se halló su buena parte de intereses creados, y ya pudo surgir el romanticismo, excesivo, claro está, atro nador y recamado de vaguedades, pero también de sugestiones y certezas. Veremos a lo largo de estas páginas las causas que determinaron el movimiento que nos ocupa. Desde el siglo xvi se establece una guerra contra lo maravilloso y se reduce la naturaleza a sujeto de estudio y el individuo a ente apropiado para recibir las influencias del sistema social propuesto. Ello supone la búsqueda de un orden racional, tanto político como económico, en el cual el arte debe re girse también racionalmente. Si el exterior es sujeto de estudio para naturalistas, físicos y astrónomos, y el interior —nadie sabe nada de psicología— un intelecto capaz de absorber la lógica, el resto de nuestra personalidad queda por completo anulado, negado, que es peor, y reducido a trincheras en las cuales sufre asaltos diversos. Cualquiera veleidad de ensueño o autosugestión se considera ridicula. Se intenta imitar a Grecia y nadie entiende el porqué de los centau ros, sirenas, harpías y náyades. 8
Entonces se produjo la explosión. Los románticos, que mejor fueron anticlásicos a veces deformados por el sectarismo, ignoraron mucho de lo que dijeron, pero estas carencias fueron las de su épo ca. Este es un proceso que se prolonga a lo largo de tres siglos. Aquí se tratará de centrar las causas y condiciones que llevaron al esta llido romántico, y como muchos de los fenómenos que estudiamos cabalgan unos sobre otros, el orden cronológico no es a veces riguro so, de modo que debe el lector aceptar desde ahora nuestras excusas. Es éste un pasar más bien rápido a través de circunstancias de una extraña diversidad que pedirían monografías especiales, de suerte que también habrá carencias, de lo que nos excusamos de nuevo.
Notas
1. Brantóme: Vies. Parece que fue él quien usó por vez primera el término romanesque aplicado al hombre español. Montesquieu lo aplica con el mismo sentido de fantástico o fantasioso en su «Carta persa LXXVI».
1. Cuadro de Oanhauser, pintado en 1840, en el que aparecen diver sas celebridades de la época ro mántica Tocando el piano, el joven compositor Franz Llszt Sentada detrás de él, George Sand, y a su lado Alejandro Dumas Detrás, de pie, con el antebra zo apoyado en el respaldo del si llón, Víctor Hugo, y luego el violi nista Paganini y el compositor Rossini Reclinada a la vera de Listz, la condesa Marie d’Agoult
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1 Primera antítesis
En 1517, Lutero escribe, en La cautividad de Babilonia: «Dios obra en nosotros sin nosotros» (in nobis et sine nobis), sentando con ello la doctrina de la predestinación y las subsiguientes reacciones. Pese a todo, la metafísica, a la que Kant denegaría más tarde la cate goría de ciencia, es el motor de los cambios periódicos de rumbo en que se mete la humanidad. El no saber adónde vamos ni de dónde venimos sigue aventajando cualquiera otra consideración, aun cuan do por debajo o por encima de aquella inicial incógnita aparezca la vida social y el resto de sus imbricaciones. Lo que a partir de entonces se va a discutir en Europa comporta una mentalidad distinta para cada uno de los territorios —aún no hay naciones— en que se ha dividido el Imperio romano y, por con siguiente, una disparidad de criterios estéticos. Lutero, en un principio, se alza contra Aristóteles, de quien llega a decir que es un cadáver insepulto.1 Le molesta santo Tomás con su aceptación del motor inmóvil, porque ello lleva implícita, polí ticamente, una delegación de poderes o de movimiento inicial, cuyo pináculo es el vicario de Dios sobre la tierra, primer impulsado o movido y único en el cual se legitiman los poderes humanos me diante el rito de la consagración. Hay, además, otra cosa. Santo Tomás niega que el espíritu sea materia y afirma que es una forma pura y separada, con lo cual se opone al panteísmo. Lutero, entonces, se afirma platónico. Asegura que las almas, cada una de las almas, deben buscar a Dios en un esfuerzo propio, ascender al mundo de las ideas escalón por escalón, y destruye la jerarquía, porque, según esto, no resultan necesarios los andadores 13
espirituales ni los modos de operar señalados por la ciencia o la experiencia. £1 hombre está solo frente a Dios y el problema de bus carlo le compete en exclusiva. También el de gobernarse en el camino de perfección hacia la meta, de modo que en cada individuo está la Iglesia. Pero esto así, el problema vuelve a ser el mismo. En la búsqueda del Señor caben módulos y normas, porque no todos disponen de idéntica potencia espiritual y algunos pueden más que otros. Y aquí se produce la nueva orientación. En sus Resoluciones de 1519 escri be Lutero: La libertad tan sólo pertenece a Dios. Quien la atribuye a los hom bres comete el peor de los sacrilegios.
Y más tarde, en 1525 y en De Servo Arbitrio: Nuestra voluntad no hace nada. Lo que realizamos, cuanto pasa, incluso cuando nos parece contingente, ocurre de un modo necesario y sin posibilidades de ser de otra manera, a causa de la voluntad de Dios.
Naturalmente, para llegar a este predeterminismo lo que se re quiere es no dar a los espíritus naturaleza distinta de la materia, por que si el hombre no goza de autonomía en el interior del universo creado, aparece regido por fuerzas tan irreversibles como las que determinan el movimiento de las mareas. Esto ya no es platonismo, sino aristotelismo completo. Según el motor inmóvil, teoría mecánica del universo que Platón ni siquiera intuyó, no puede concebirse una física distinta o inoperante para una de tes unidades componentes del total, de modo que los hombres también están sujetos a 1a ley inmutable desde un origen, y ello significa que nacemos salvados o condenados, marchando desde un principio en una sote dirección, como el árbol, el agua o 1a piedra; el platonismo luterano o comunica ción individual con la Divinidad queda reducido a una angustiosa búsqueda de nuestro destino propio, a una interrogación oscura de todos los días para saber si estamos entre los elegidos o entre los réprobos. Ello determina una psicosis de agonía y cierto lirismo, en cuanto todo resulta del juicio de cada uno frente a tes cosas y fe nómenos y a t e interpretación que se les ha de dar. También, natu ralmente, un fundirse y confundirse con 1a naturaleza. Las tesis de Calvino, lógicas según su luteranismo inicial, impor tan mucho por el aspecto sociopolítico que añadieron a las doctrinas predeterministas alemanas. Referido a los hombres, así escribirá el reformador francés en su Institución de la religión cristiana: 14
Dios no los crea a todos en condición pareja, sino que ordena unos hacia la vida eterna y otros hacia la sempiterna condenación.
De un modo al parecer arbitrario, puesto que el Señor suscita a los réprobos para exaltar en ellos su gloria. Este es también un camino abierto a la psicosis, pero como de ello deduce el reformador francés su teoría del gobierno de la tierra por los elegidos, marca la historia de Europa, particularmente en Inglaterra, en donde Pedro Mártir de Basilea y Martín Bucer de Estrasburgo introducen el calvinismo hacia 1548. Aquí, Roberto Brown, el famoso congregacionista, organiza sus «covenants» puri tanos, origen de una curiosa democracia. Todos los elegidos del Señor lo son igualmente, sin diferencias o categorías espirituales. El poder o facultad directiva no es una posesión, sino una delegación suscep tible de un contrato entre los miembros de la comunidad, auténticos poseedores de la soberanía que delegan en sus ministros o manda tarios. La divisa de los congregacionistas ingleses fue «Autoritas a Deo per populum» y en ello se va a originar el otro aspecto de la lucha contra el mundo clásico. *
Como se ve, el problema estriba en admitir si el hombre puede o no querer y si esta voluntad, opuesta a la de la Providencia, alte ra o no nuestro destino. Y vayamos a Descartes. Fue alumno de los jesuítas en el colegio de La Fléche, fundado por Enrique IV en 1603, y recibió en él la educación propia de la Orden de Jesús. Está, pues, imbuido de libre arbitrio, porque para los jesuítas Dios permite la libertad de la criatura «a fin de que merezca». Pero a Descartes le parece necesario sistematizar. Demostrar científicamente la propo sición anterior, que fue la tesis de Trento, de modo que no se preste a los ataques del panteísmo luterano o calvinista, y dejar establecida de una vez la distinción entre materia y espíritu. * En su sexta meditación, comienza Descartes por reconocer que los sentidos pueden equivocarse y afirma que su papel no es el de mostrarnos la naturaleza de las cosas, sino por cuáles razones nos son útiles o nocivas, es decir, la cualidad, porque la cantidad y resto de circunstancias físicas del objeto son algo propio de la ciencia. Esta distinción, evidentemente genial, presupone varias cosas. De una parte, sienta el principio de que aun sin saber qué sea de cierto el mundo circunstante y ni siquiera si existe, como sus efectos sí nos son verificables e incluso calificables por los sentidos —el frío, 15
por ejemplo, no es el calor— hay que conceder cierta razón al vulgo, es decir, a la experiencia, que vive en el suelo y del suelo, cuya natu raleza acaso ignora, pero no sus utilidades. Esto así, y justo porque la limitación de nuestros sentidos, inca paces de verificaciones respecto de la sustancia, relación y natura leza de las cosas, parece conceder cierta beligerancia a los escép ticos, que niegan, con Platón, la realidad del mundo aparente, llega Descartes al «cogito ergo sum» y así lo escribe: Verifiqué, cuando estaba pensando que todo era falso, cómo re sultaba absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuera algo. Y viendo que esta verdad, yo pienso, luego existo, era tan firme y segura que todas las más extravagantes proposiciones de los escépticos no eran capaces de removerla, juzgué que podia recibirla sin escrúpulos como el primer principio de la filosofía que buscaba. *
A partir de ahora no hay dudas para Descartes. El principio de que la naturaleza se encuentra en una imposibilidad invencible de pensar y ese «cogito ergo sum» prueban la diferencia entre la mate ria y el espíritu, y por ende, la inanidad del fatalismo, comprensible siempre y cuando se tome al hombre por una parte no distinta de la creación. Si un triángulo cualquiera no puede escapar a su naturaleza propia, el hombre sí lo puede dando rienda suelta a sus pasiones. Es la segunda vertiente del problema. Hay almas bajas y otras más elevadas y grandes, pero, esto concluso, advierte Descartes que una educación apropiada puede ayudar a constreñir y modificar las pa siones y someterlas a la voluntad. Ya está dispuesta la trinchera que dividirá al mundo.
Notas
1. Para el lector no muy ducho en historia de la filosofía, diremos que lo sistemas de Platón y Aristóteles se originaron en el anterior de Hcrádito, que había negado la realidad de las cosas, fundamentándolo en que todo cambia y pasa, se altera, envejece y muere, de modo que, en definitiva, siendo lo presente un momento indefinible entre lo pasado y lo futuro, nada existe y nada es. Platón, aceptando a Herádito, colige que el mundo en que vivimos, cambiable y alterable, es sólo un reflejo de otro mundo superior, inmóvil, eterno y perfecto, de modo que «vivir es recordar», porque el alma, que ya estuvo en aquel mundo, se envileció al unirse al cuerpo y perdió la memoria. Viviendo la recupera poco a poco, merced a lo cual y a los esfuerzos de la ra zón alcanza algún reflejo de aquel paraíso de las «ideas», de modo que sus obras son reproducción imperfecta y aproximada de un modelo eterno y su16
perior. Platón define a Dios como la idea suprema, y entiende por ello el bien y la belleza absolutos, identificados e inseparables. Aristóteles, también de acuerdo con Heráclito, afirma que el mundo en donde vivimos es muy existente y real, otorga a los sentidos la capacidad de verificar certeramente el exterior y explica el cambio y alteración de lo exis tente por el movimiento, que es la vida, ya que el estatismo o permanencia en la inmovilidad presupondría una creación inerte e inexpresiva. Dios, para ¿1 origen de todas las cosas, es el que todo lo mueve sin moverse, porque si se moviera también envejecería y moriría (el Motor inmóvil). Estos dos sistemas, o mejor, sus interpretaciones, alteradas ya fuere por la escuela de Alejandría, ya fuere por los árabes en lo que respecta a Aristó teles, del que obtuvieron la justificación de su tendencia al fatalismo, pasan a la escolástica o filosofía cristiana de la Edad Media. Platón parecía de acuer do con el pecado original (la caída del hombre), pero su metafísica conducía de hecho al panteísmo, porque si Dios es la armonía perfecta y el universo de las ideas, el único existente y real, es armónico e imperfectible, entonces el universo es Dios. El concepto de Aristóteles de un Creador exterior al uni verso salvaba estos escollos; tenía, no obstante, el inconveniente de pres tarse al determinismo absoluto, sin posibles alteraciones hijas de la voluntad, puesto que el Motor lo impulsaba todo, hombres incluidos. Este es el origen de las confusiones y de los intentos que los escolásticos y sus oponentes hi cieron por acoplar ambos sistemas a sus tesis personales. 2. Contrariamente, para el luterano alemán el poder de origen divino era pa trimonio exclusivo del príncipe. De hecho, como es sabido, ésta fue una opo sición política entre rey y nobleza feudal. Los ingleses lo resolverán confun diendo derecho político y derecho de propiedad, con lo cual los poseedores del campo y otros medios de fortuna se reservarán el Parlamento y el dere cho a elegir y ser elegidos. En el fondo, en Alemania pasa lo mismo, pero sucede que dividido el territorio en una inverosímil multiplicidad de Estados, soberanos todos e independientes, ellos son —en principio— los que eligen al emperador, de modo que el sistema ofrece una apariencia democrática. La diferencia, pues, consiste en que el inglés no conserva del feudalismo la sobe ranía efectiva, en tanto que el alemán sí. Esto explica los atractivos que el absolutismo borbónico ejercerá en cada uno de los príncipillos alemanes y las contradicciones frecuentes en que incurrirá la política de estos soberanos, protestantes en cuanto compete a la no aceptación de la consagración papal, pero clásicos en lo que se refiere a su sistema de gobierno puramente rena centista. De hecho, y como ya se ve, el «Autoritas a Deo per populum» queda en Alemania reducido al «Autoritas a rege per Dcum» sin intervenciones del vicario de Dios, y sin que el pueblo, más o menos reducido, aparezca por parte alguna. Tampoco explicó nadie entonces si estos príncipes lo eran por perte necer al estamento de los salvados o si el mero suceso de que ya fueran so beranos en el tiempo de la Reforma los señalaba como ungidos del Señor. 3. De nuevo para lectores poco al corriente de estos distingos, indispensa bles, no obstante, para desentrañar el verdadero significado y contenido del ro manticismo, diremos que independientemente de las disputas promovidas por la Reforma, existió una diferencia de apreciaciones entre dominicos y jesuítas en lo que respecta a la voluntariedad del ser. Sostuvieron los primeros que Dios impulsa y mueve todo el universo y es el origen anterior a cualquiera manifestación de vida orgánica o inorgánica. Pero el hombre puede, si quiere, pararse, no actuar según el movimiento impulsor, inmutable y preestablecido, de modo que el mal, voluntario, es tan sólo negativo, inmovilismo, en una palabra, y no se origina de Dios, cuyos actos son siempre buenos. 17
Para los jesuítas el mal es positivo. Los hombres gozamos de libre arbitrio y podemos actuar en un sentido o en otro. Dios nos hizo capaces de acción, para que merezcamos, y en ello estriba el concepto de justicia. Tal fue la tesis sostenida por Laínez en Trento, aunque advertiremos que las dos posturas son ortodoxas, pues el papa Paulo V determinó en 1553 que ambas partes podían enseñar y propagar sus sistemas, siempre que no calificasen de herética la opinión contraria. Quien intente profundizar este capítulo, tan interesante para nosotros los españoles, debe consultar la edición crítica de Federico de Onís a la Vida de Torres de Villarroel, hecha por Espasa Calpe en su colección de Clásicos Castellanos, o bien F. Garrido Pallardó, edición también crítica de la mentada obra de Torres. 4. Discurso, cuarta parte, VI.
Bibliografía
F ritz B usser, Calvin Urteü ilber sich selbst. R. M ousnier, Saint Bemard et Luther.
2 El complejo francés
Tal es el movimiento de ideas en Europa al producirse el clasi cismo francés. La supremacía política determina el influjo respecto de toda suerte de manifestaciones, y ahora se prepara el siglo de Luis XIV. Durante la guerra de los Treinta Años acabará la hegemo nía española, con ella la imperial, y se establecerá un modus vivendi entre los pueblos del continente. Los nórdicos y alemanes renuncian a intervenir en los destinos de Europa, se dedican los austríacos a conservar unos dominios cada vez más discutidos por cuestiones de lengua y raza, y los ingleses a dirimir cuestiones de religión y di nastía. En Francia, que tiende al absolutismo político, aún están vivas las catástrofes de que fue responsable la literatura en tiempos de los últimos Valois. No se han olvidado los Discours de Ronsard, ni los furibundos poemas épicos de Agrippa d’Aubigné, católico el uno y protestante el otro, y ahora se comprende que la publicidad decide de muchos movimientos de masa. Los hugonotes están redu cidos, luego de la política de Richelieu, pero significan una fuerza económica. Son la primera burguesía continental. Burdeos, con su impulso, llega a ser una ciudad casi hanseática, y su comercio ma rítimo rivaliza con el de Hamburgo. Hay que ser, pues, razonable. No se trata, desde luego, de cesio nes políticas o doctrinales, porque el Gobierno de París es católico; pero sí, a lo menos, de no obstinarse en temas de actualidad, siquiera de un modo aparente. El clasicismo francés puede resumirse en la fórmula de la so beranía de la razón y el respeto de la Antigüedad, lo cual no era nuevo. 19
Chapelain * reedita los argumentos de la Pléiade, y como entonces, no sólo por razones puramente estéticas sino también políticas que piden un difícil equilibrio. Ana de Austria, esposa de Luis XIII, es española, y en Francia, que está en guerra con España, existe un fuerte partido español. Este no entiende cómo Richelieu se alía con los luteranos en su lucha contra el rey católico, y cómo busca y obtie ne el apoyo de los ingleses, enemigos tradicionales. La política de Richelieu necesita consignas y no puede hallarlas en lo nacional. El país todavía no existe como un todo único. Las co rrientes estéticas de la época son aún francamente ibéricas. La Astrea, de D'Urfé, se inspiró en La Diana, de Jorge de Montemayor, y el teatro de Hardy está notablemente influido por el de Lope de Vega. Esto, desde luego, no resulta lógico para un ministro empeñado en una lucha a muerte contra la casa de Austria, y de aquí se origina esa vuelta hacia lo antiguo, aun cuando hay en ello bastante más. No es que los teóricos de las tres unidades vivan un sueño común, el de Jorge Manrique con su «cualquiera tiempo pasado fue mejor», o bien, que ahora, en pleno siglo xvn, cuando ya han cambiado las condi ciones y empiezan a dibujarse las vertientes que darán el resultado fisiócrata, cierren los ojos a las apariencias y resuciten un mundo perecido. Además, antes de dar paso en la escena francesa a los héroes griegos o romanos, se producirá la querella de El Cid, tra gedia ya clásica en la forma, pero cuyas intenciones son muy otras. Descartes, al que hemos de volver continuamente, ha escrito su Tratado de las pasiones. Ya se vio cómo al diferenciar el mundo físi co del espiritual dejó aquél reducido al campo de la ciencia, en tanto que éste, propio de las almas, es el del arte y la psicología. Para Descartes las pasiones son reflejos mentales de impresiones físicas; impulsos del instinto que deben catalogarse según su estar o no de acuerdo con la razón y con los consiguientes juicios deter minados por nuestro conocimiento del bien y del mal. El hombre, en tonces, debe atemperarse a una categoría de valores de índole colec tiva, porque no sería lógico admitir para cierto estamento de seres humanos un baremo de pasiones distinto del de otros, y el arma que propone el filósofo en esta lucha contra las que él llama pasiones bajas es la voluntad. Esto no era sino expresión del método pedagógico de los jesuítas. La Orden educaba a la juventud en el combate contra «le mauvais penchant» y ejercitaba el criterio de los educandos a fin de permi tirles distinguir entre tendencias morales o inmorales, lo cual con vino a Richelieu por lo que tenía de disciplina colectiva y selectiva, condiciones ambas necesarias al ideal absolutista del gran político. 20
Complemento necesario de tal método era la forma literaria más adecuada a la expresión de este combate de pasiones. En su carta latina al señor de Balzac, de 1627, dice Descartes que la obra es un todo viviente subordinado al conjunto, donde los elementos y las partes han de concurrir a la demostración de una verdad, y no es difícil ver en ello un razonamiento de matemático, más propio de las artes plásticas que de la literatura. * La obra, sigue el filósofo, ha de presentar una construcción regular; en ella el pensamiento debe ser metódico, y los encadenamientos, impecables; quiere decirse que no puede darse a la vida del hombre orden distinto del cronológico, en definitiva el único acontecer sistemático de la existencia, tan llena, por otra parte, de saltos y variaciones. Ya se ve con ello, de nuevo, la confusión entre el razonamiento propio de la matemática y el privativo de la estética, lo que se pone de relieve todavía con esta otra afirmación de Descartes: Es preciso rechazar la variación, lo incoherente, la debilidad en el razonamiento. *
Hay otra consecuencia que ya hemos dicho. Además de esta iden tidad de métodos en lo que respecta a la geometría y a la poesía, el distingo entre el mundo espiritual y el material determina un cen trar absoluto de la obra literaria en el hombre y en sus reacciones frente a los aconteceres sociales, mientras que la circunstancia física o naturaleza desciende a objeto exclusivo de la ciencia. Ello fue, des de luego, lógico, porque Descartes, y ya lo vimos, se bate contra el panteísmo, pero hemos de insistir. El tratado de las pasiones y el Discurso del método apartan el decorado y limitan la posibilidad del escritor. Se abandonan el color y la forma. Los meteoros. Muere la vieja literatura dinámica del caballero o del picaro en movimiento, y entramos en el estatismo de la psicología de salón, verdadera ciencia de las reacciones del individuo frente a conflictos también causados por el hombre. Es ahora cuando se usa más el peyorativo «romanesque» aplicado a los españoles y a quienes todavía les imi tan, porque se obstinan en mover al héroe, lo mismo en la escena que en la novela, a través del espacio, y así, Segismundo habla de pájaros, árboles y peces, y Moreto, en La confusión de un jardín, encuadra a sus personajes, de noche, entre arbustos, flores y fuentes. Ahora resucita el problema de las tresx unidades, ya viejo. Las había definido Aristóteles en su Poética4 y fueron discutidas en In glaterra por Sidney (1595) y por Lope y Cervantes en España. Pero en Francia, un dramaturgo bastante mediocre, Mairet, formuló de 21
nuevo esta teoría escénica en su prefacio a una tragicomedia. Silvañire (1631), y en 1634 dio a la escena Sophonisbe, primera tragedia regular. * Con el idioma ocurrió lo propio. Ya debe entenderse que el sistema cartesiano requería un vehículo eficaz adaptado a una de mostración, pero entiéndase también que desechadas las «pasiones bajas» o instintos primarios y abandonada la naturaleza cuya iner cia y sujeción resultan inútiles como ejemplo para el hombre activo, se logra una forma literaria sin reflejos de influencia popular, de modo que en la busca de un francés adecuado a la nueva estética, se comienza por huir de la calle y por desechar multitud de térmi nos y aun de modismos. (Cf. P ellison y D'O livier , Historia de la Academia Francesa.) Vaugelas produce sus Remarques sur la langue frangaise, en 1647, y allí anota que la lengua está determinada por el uso, lo que es en buena parte cierto, pero para él aquél es tan sólo «la fa^on de parler de la plus sainé partie de la cour». Ya se sobreentiende lo que significa esta restricción deñnitiva. Esa «parte más sana de la corte» excluyó todo popularismo y la preocupación por la vida de todos los días. Se recluye y enclaustra el idioma y la lengua literaria sirve como vehículo del concepto abstracto. Incluso en el juego del re trato escrito a que tanto se añcionó la época, mejor se recorta que se caracteriza, y en una palabra, el clasicismo francés crea la literatu ra de cámara.
Todo ello, pese a los aspectos retóricos o metafísicos en que se encuadra, nada tiene de arbitrario. Es el resultado de un período so ciológico y político que se origina en el primer tercio del siglo xvn y en el cual, eliminada España, Francia e Inglaterra van a significar los dos polos opuestos de aquel mundo en ebullición. Cuando Comeille dio a la escena su Cid, en 1636, Richelieu inter viene y hace intervenir a la Academia en una querella contra el autor, lo cual se atribuye a celos personales del cardenal, dramatur go aficionado. Pero esto no parece muy lógico. Antes de la muerte del poderoso ministro, Corneille estrena su Horacio y también Cinna, sin que entonces sugiriera nadie objeción alguna, pese al éxito de ambas tragedias. Consideremos las circunstancias de la época. En 1636, año del estreno de Et Cid, los españoles invaden la Pi cardía y se aproximan peligrosamente a París, mucha de cuya pobla22
ción huyó aterrada. Ya hemos dicho que el partido de los imperiales era entonces poderoso en Francia, apoyado, sobre todo, en la no bleza, opuesta a los manejos de un ministro en exceso centralista, de modo que Comedle, enemigo político de Richelieu y amigo de Ana de Austria, no eligió su héroe arbitraria o artificiosamente. Al con trario. El Cid constituía un símbolo de los valores determinantes y además un paradigma constitutivo de todo lo español. Ambas carac terísticas eran subversivas y es entonces cuando se opera el dirigismo literario respecto de los temas, asunto al cual ninguno se había referido durante la querella de las tres unidades. Aparece el culto al héroe griego o romano, no por modo casual, pues con ello se logra la autonomía política de aquella literatura gala en exceso influida por España, y un concepto hasta entonces desconocido, quie re decirse el de patria. Para entenderlo, conviene recordar que ya anteriormente hubo en Francia partidarios del tema literario llamado «moderno», es de cir, de actualidad (Cf. R igal, Le thédtre frangais avant la periode classique), que resultó impracticable a causa de las anteriores gue rras entre católicos y hugonotes. Ahora, el problema se plantea lo mismo. La actualidad es vidriosa. El cartesianismo conviene a las formas de expresión por cuanto encierra de autodisciplina aplicada al combate contra las pasiones, pero se requiere también determinar el sujeto de la tal lógica, inaplicable si su punto de partida se opone a los intereses generales del Estado. En El Cid es el honor la premisa determinante. Rodrigo mata en duelo al padre de Jimena, su novia, ofensor de su propio padre; cartesianismo puro, como se ve, porque la honra es pasión más alta y definitiva que el amor a las personas, pero éste es un concepto que admite interpretaciones. Por ejemplo, siendo Richelieu cardenal y habiendo combatido a los protestantes rebeldes en La Rochela, aliados, además, con los puritanos ingleses, parece grave contradicción a sus creencias combatir ahora al católico español y buscar para ello el apoyo de los británicos. ¿Dónde está el honor aquí? Ya se ve cómo la lucha contra los Austrias exigía mentalidades nuevas. Resultaba necesario crear el concepto moderno de la opor tunidad, de la política, en una palabra, cuyos altos intereses son los del país, con independencia de ideologías. Francia juega entonces su existencia como nación. Subsisten en ella las formas feudales y, no obstante, el nacionalismo exige ejércitos y gastos cada vez mayores y un nuevo sentido de la colectividad. Todavía no hay masa. Lo im portante es aunar y modificar el sentir de los poderosos. Admitir el derecho divino al gobierno de uno solo, ungido y no elegido, presu23
pone el que la nobleza, ungida y no elegida también, absoluta en sus dominios como el rey lo es en París —se le titula «Premier gentilhomme de France»—, no sufra de obligaciones impuestas por la Administración, sino por el concepto del bien común, superior a to dos los demás. Esta, claro está, resulta la tesis católica referida a principios inmanentes. Pero ahora, y como ya lo hemos dicho, ese bien común se circunstancializa y toma distinto aspecto. Los inte reses del país comienzan a sobreponerse a las ideas morales, y se requiere una inversión de valores según la cual una colectividad cualquiera puesta frente al problema de subsistir use de su derecho a la defensa, siquiera esto contradiga otros deberes. No era nuevo en Francia. Ya Francisco I se había aliado con los turcos, y por las mismas razones. Mas en el siglo xvn comienza la época del mercantilismo y el único valor de cambio es la moneda. Pero ésta escasea, y de ahí la diversidad de particularismos y de inte reses contrapuestos para arrebatar al extranjero parte de aquel valor y disponer de él en beneficio propio. Rota, pues, la economía de con sumo e inaugurada la era de mayores necesidades a la que coadyuvan los productos exóticos de las colonias y una mejor técnica y mayor producción, sólo un poder político centralizado se halla en condi ciones de regular un balance económico consistente, ahora, en im poner artículos a mercados extranjeros e impedir las compras exce sivas. Es la otra vertiente del problema. De un lado, y según factores comerciales, puede resultar un bien lo que en ética pura es un mal, y de otro, la coincidencia generalizada de intereses exige puntos de vista independientes del mero individuo. Como lo esencial en este juego de competencias —vender mucho y comprar poco— es la cali dad de los artículos y el precio adecuado, se requieren intereses re ducidos para el préstamo de capitales y salarios ínfimos. Esta última condición no ofrece dificultades. Las organizaciones gremiales euro peas han convertido al obrero en un semiesclavo. Las jornadas son de dieciséis horas, con treinta y cinco minutos para la comida. Se trabaja sometido a la vigilancia de los contramaestres, no muy dis tintos de los cómitres de las galeras, y se aplican al trabajador mul tas, apaleos, picota, potro, rueda y horca, por retrasos, ausencias, ba jos rendimientos, desobediencia y frecuentación de tabernas y otros lugares de diversión. Esto último, porque supone gastos superfluos que originan peticiones de aumento en las pagas. Los asalariados no pueden reunirse en asambleas ni llevar armas ni hablar o moverse de sus puestos durante el trabajo. Los empresarios requieren a los oficiales de justicia cuando les parece conveniente y éstos actúan con eficacia y brutalidad. También se introduce el truck-system, 24
lo cual permite a los empresarios pagar los sueldos en productos y en géneros cuyos precios estiman a su conveniencia. (Cf. C illeuls, Histoire et régime de la grande industrie en France aux XVII et XVIII siécles. J. B ry, Histoire industrielle et economique de VAnglaterre.) La otra condición a tal política económica, o sea, la modicidad en el préstamo con interés a beneficio exclusivo del comerciante o del empresario, ya es más complicada, pues la nobleza y el alto clero en Francia, únicos poseedores de capitales, con la excepción de algu nas ricas provincias o municipios, se muestran reacios a facilitar fondos a 6,25 de rédito anual fijado en una ordenanza de 1634. Ya vemos entonces el valor que la literatura ha de dar al concepto car tesiano de las pasiones y de la voluntad capaz de domeñarlas. La metafísica sirve para informar la vida práctica. No sólo se requiere, como en el caso de El Cid, impedir temas de tragedia contrapuestos a la política exterior del Estado, sino referirlos a la necesidad inte rior, es decir, con arreglo a un símbolo que explique, entre otras co sas (el poderoso consume, justamente, los artículos que más se le piden a Francia en el extranjero y lleva un tren de vida familiar in compatible con el drenaje de capitales hacia el establecimiento de factorías), las leyes suntuarias de la época, minuciosas y severas. Es un capítulo curioso de la cuestión. En 1629, firma Richelieu una or denanza en la cual se dice: Prohibimos todo bordado, encaje, pasamanería en el cuello y en el puño de los vestidos, so pena de confiscación en la persona misma. *
Otra, en 1639: No pueden comprarse ni venderse sábanas ornadas de pasamanería, bordados o encajes.
Otra, del mismo año, legisla: Advirtiendo los enormes gastos a que se ven sometidos nuestros súbditos por culpa del lujo y de las inutilidades; considerando que nues tras buenas intenciones y advertencias no han dado resultado alguno, imponemos muy expresas prohibiciones a todos nuestros administrados de cualquiera clase o condición, de llevar bandas, lazos, cintas y ligas.
Sin faltar a esta ley, sólo podían usarse encajes de dos dedos (entredós) y poner a los vestidos cuatro hileras de botones ordina rios o una sola, cuando se les forrara de seda. Los criados estaban autorizados a llevar dos galones en sus libreas y los sastres no podían sobrepasar en ningún caso el precio de trescientas libras (unos veinte mil francos actuales) en la confección de los trajes. 25
El 26 de octubre de 1656 se prohíbe el uso de sombreros de castor cuyo precio excediera de 40 libras (dos mil francos de ahora), y nadie suponga que ello era letra muerta, porque hay procesos de la época en que se condena por infracción a estas mentadas leyes a penas de trescientas libras, cantidad muy considerable para la época, «exigibles corporalmente», quiere decirse con prisión por deudas en caso de morosidad. La misma sanción se imponía a los prenderos que alquilasen trajes de lujo, amén de afeitarles la cabeza. * (Para lo anterior: Recueil des lois frangaises, tomos XIX y XX.) El problema, pues, estriba en hacer comprender. Hay que buscar un ideal común que no puede ser otro que el de la patria, pero para ello no parece haber base firme en aquella tierra dividida por regio nalismos y jurisdicciones autónomas. Tampoco la ciencia ayuda. La historia de Francia no existe. Privados como están aquellos hombres del siglo xvn de conocimientos, ni siquiera relativos, en lo que res pecta a su propio país, se acude al tiempo viejo, porque aun cuando la patria francesa no suene en parte alguna, en Plutarco, Suetonio y Tito Livio las alusiones a la nacionalidad romana y a sus instituciones son constantes y reiteradas. Para esto no puede servir el Ciclo de la Tabla Redonda ni el resto de crónicas o leyendas ya usadas profu samente en el siglo anterior (el Bradamante, por ejemplo, de Gamier, o La escocesa, de Montchrétien), pero sí Ifigenia en Aulida, símbolo del más alto sacrificio que un jefe puede ofrecer al Estado. En esta imitación de lo antiguo, marca determinante del clasicismo francés, no sólo hay razones estéticas, bastante incongruentes además, sino también un módulo necesario para un pueblo no aislado y limitado por los Pirineos o el canal de la Mancha, lugares en los que to davía se puede concebir una unidad geopolítica, siquiera no exista otra. Esta es la vitalidad del clasicismo y el secreto de que sobreviva durante la Revolución y el posterior imperio napoleónico. Constituye un complejo metafísico, político y social, que suscita, y no al revés, un movimiento artístico y literario. En él se plasman las característi cas del racionalismo, de un concepto colectivo del deber o de la conciencia, independiente de la clase o estamento a que se perte nezca, y un estilo de vida. No tiene, desde luego, orígenes arbitrarios, y se relaciona poco con el Renacimiento, si no es en forma de resul tado bastante original y típicamente francés, pese a los cánones estéticos que se suponen científicos e indiscutibles.
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Notas
1. Escritor amigo de Richelieu nacido en 1595 y muerto en 1674. Inspirado en la Poética de Scaligero, a su vez basada en la de Aristóteles, introduce las tres reglas en el teatro. 2. Es expresión de la llamada «regla de oro» de las proporciones, según la cual en una superficie o volumen la parte menor debe estar con la mayor en la misma relación que la mayor con el todo. 3. Carta latina citada. 4. Excepto la de lugar, de la que nada dijo el filósofo. Pero podía dedu cirse de la inmutabilidad de la escena antigua, construida en piedra. 5. Consúltese: B runetiére, Estudios críticos, tomo IV. G ustave Lanson, Le thédtre classique au temps d'Alexandre Hardy. 6. Esta es la razón por la cual Moliere carga de cintas, encajes y abalorios a muchos de sus personajes, pues no sólo los trataba de ridículos, sino de malos patriotas.
Bibliografía
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A. K eiré , Trois legons sur Descartes.
3 El complejo británico
En Inglaterra se está forjando otro género de vida y otro ideal de sociedad. La revolución de 1688 1parece establecer un nuevo con cepto político de pacto entre el pueblo y el soberano, pero conviene aquilatar, puesto que lo que ocurre en realidad es que se imponen en las islas las tesis calvinistas de Brown. Ya se ha visto lo que ello significa. Los justos son la sola parte del pueblo provista de poder y averiguan su propia esencia de salvados refiriéndolo al éxito. El fracaso y la pobreza son otros tantos signos de condenación, y así, los cuáqueros o temblorosos, nombrados de este modo porque en sus asambleas sufrían de convulsiones causadas por el terror de no saberse elegidos, llegan a expulsar de su seno al comerciante o in dustrial en bancarrota. La democracia británica, propiedad de quie nes poseen, no es sino un ascenso de la burguesía hacia estamentos de clase reservados hasta entonces a la nobleza, pero cuyos estatutos no se cambian ni alteran. Una vez entronizada la nueva dinastía, se redacta en Inglaterra la Declaración de Derechos de 1689, según la cual no puede el mo narca arrogarse el poder legislativo ni mantener ejército ni cobrar impuestos sin autorización directa del Parlamento, y además, se reco noce sólo al protestante la facultad de tener y usar armas. Así cons tituyen una especie de guardia nacional. Obsérvese que en ese con trato o cesión al soberano de poderes delegados, lo que en verdad se estaba por entonces discutiendo era la doctrina de la propiedad considerada o no como servicio público. Para el absolutismo heliocentrista francés existen deberes comunes y nacionales a los que debe someterse el interés particular y para la oligarquía británica tan 29
sólo hay intereses individuales que ceden algún tanto de sus derechos al interés general. Pero consideremos un punto curioso. Este contrato puritano establecido entre el rey y el súbdito triunfante no es más que el viejo pacto feudal, algo modificado por la experiencia en cuan to al parlamentarismo se refiere. Con ello ya se perciben algunas razones no precisamente estéticas de esa vuelta a la Edad Media con que pronto habremos de encontrarnos. Existe una carta de Fulberto, obispo de Chartres, dirigida al du que de Aquitania (1020) que consulta al prelado a propósito del conte nido del Pacto Feudal, y en ella afirma el eclesiástico la existencia de una entrega recíproca, mediante la cual el feudatario y el infeudado se colocan sensiblemente al mismo nivel. Así escribe el obispo: El señor debe corresponder en todo momento a la conducta de su fiel, y si no lo hace será, a justo título, acusado de mala fe y despo seído.
Con ello está de acuerdo la Partida IX, de Alfonso el Sabio, en que se dice: E por todas estas cosas sobredichas é por cada una de las que diximos en la ley ante desta por qué el vasallo debe perder el feudo, por esas mismas pierde el señor la propiedad del feudo, si ficiese alguna deltas contra la persona del vasallo, ó su mugier ó fijos 6 nietos ó nueras.
Añade Fulberto más adelante: Es necesario que el vasallo preste a su señor consejo y ayuda.
Esto lo confirman las Asirías de Jerusalén, código feudal que redactaron los señores de Europa luego del rescate de los Lugares Santos, en que se inserta: «debe el vasallo aconsejar con lealtad», lo cual, ya se ve, es el germen del parlamentarismo privilegiado y reservado a las clases pudientes, el inglés, de raigambre germana. Es necesario puntualizar esto. Explicará las coincidencias del Reino Uni do con Prusia en sus luchas contra el imperio napoleónico y el clasi cismo francés, no tan exclusivamente idealistas, como ya se verá luego. * Comparemos ahora las citas anteriores con el Acta de Indepen dencia de las trece colonias norteamericanas, porque en ella, con secuencia de la Declaración inglesa de 1689 y originada, precisamen te, en que el rey ha desconocido esos derechos, * se exponen y aplican los principios que se hallaban contenidos en la Partida IX de Alfon so el Sabio. 30
Los gobiernos son establecidos entre los hombres para garantizar los derechos, y su justo poder emana del consentimiento de los gober nados. Cada vez que una forma de gobierno se convierte en destructora de ese fin, el pueblo tiene derecho a cambiarla o suprimirla, y a elegir un nuevo gobierno.
Así, Jefferson, redactor del Acta, como antes los parlamenta rios ingleses, no aporta puntos de vista originales, sino que revivifica el derecho medieval alemán, por arcaico que ello parezca. El proble ma, indudablemente, estriba en definir y acotar lo que los ingleses y norteamericanos entendían por derechos y por pueblo. De entre los primeros los más importantes eran los mercantiles, y en cuanto al segundo, ya hemos visto cómo lo delimita la teología puritana.
El concepto de la «enclosure» británica se opone al posterior sis tema francés de reparto de la tierra entre los colonos y arrendatarios. Estas «enclosures» o acotamientos de propiedades comunales y privadas, se originaron en el industrialismo inglés, primero de Euro pa, y en los buenos precios a que llegó a pagarse la lana. La nobleza, puesta a la cría de ovejas y al cultivo de pastos, prescinde de obreros y colonos a los que expulsa de los fundos, siempre por fuerza. El pro blema se inició ya en tiempos de Enrique VIII. Así dice una declara ción hecha por entonces en el Parlamento: [...] existían unos cuarenta arados en Oxforshire. Cada arado man tenía a seis personas. Ahora no hay más que ovejas. Estas doscientas cuarenta personas tienen que vivir, pero ¿de qué? Algunas de ellas se lanzan a la mendicidad y otras al robo. *
Tomás Moro, en su Introducción a la Utopía, escribe: Las ovejas, dóciles, mansas y frugales, se han vuelto, según me dicen, tan selváticas y voraces que pueden ahora engullirse incluso a los mismos hombres. Aniquilan, arruinan y devoran predios, cabañas y hasta ciudades. Y claro: allí en donde se obtiene la mejor lana y la más preciada, los nobles, los caballeros y algunos abades, probablemente santos, no satisfechos con las rentas y cánones que sus antepasados extraían de sus tierras, y no contentos tampoco con subsistir cómoda y holgadamente, se arrojan contra el interés público y no permiten cultivos y roturaciones. Todo lo reducen a pastos. Asolan las casas, arruinan las aldeas y nada dejan en pie, a no ser la iglesia, porque la convierten en cuadra.
Tomás Moro habla del interés general, que fue la tesis escolás31
tico-católica, y la burguesía y nobleza anglicana, presbiteriana y cal vinista, toma el camino que ya se anduvo en mucha parte de Europa durante el siglo xtv, aunque ahora, luego de haberlos convertido en pobres de solemnidad, una especial teología ayuda a concluir en que los desdichados, faltos de armas y fuerzas con que oponerse a las expulsiones, sufrían las consecuencias de haber nacido réprobos. Contrariamente, la prosperidad era una verdadera oración, una disciplina ascética y un combate espiritual.s Dios bendice la riqueza identificada con la gracia, sobre todo porque esta casuística puritana proporciona mano de obra abundante y barata en las ciudades, es clavos, en fin de cuentas, y una serie de razones capaces de justificar el éxodo del campesino hambriento a quien se paga en los centros fabriles salarios calculados según el costo de manutención de un recluido en las cárceles. Es curioso observar cómo la organización económica británica aplica a la letra la Política de Aristóteles. Así es cribía el viejo maestro: Hay hombres inferiores a los otros como el cuerpo lo es del alma. Estos son los esclavos por naturaleza. La naturaleza ha creado ciertos seres para mandar, como ha creado otros para obedecer. De aquí pro ceden la condición del dueño y la del siervo.
A la emancipación originada en el «ya no hay esclavos»; de san Pablo (segunda epístola a los corintios) se opone una tesitura gene ral al siglo xii y posteriores, quiere decirse la del infiel. Ello se ori gina en la cautividad que los mahometanos reservaban al cristiano, de modo que se responde con lo mismo, porque así, aun cuando Pío II, Urbano VIII, Benedicto XIV y Gregorio XVI ordenen a los cristianos reiterada y enérgicamente que traten a todos los hombres según la ley de Cristo, supuesto que algunos desconozcan o despre cien tal ley, no hay por qué aplicarles unos Evangelios que no admiten ni reverencian. En ello se originó la fortuna marítima de las Repúbli cas mediterráneas. Se volvió entonces a las expediciones famosas en tiempos de Pericles, con la exclusiva finalidad de capturar infieles útiles para el campo, las minas o el remo. Los ingleses, reeditando esa tesitura medieval, las organizaron, en el siglo xvn, incluso en Es paña. (Cf. Cervantes, La española inglesa.) El burgués británico necesita una buena masa de trabajadores indefensos y baratos, como complemento al mercantilismo y a la re volución industrial, y así, pone de acuerdo, a imitación de los viejos genoveses y venecianos, la teología con las necesidades. Los señores territoriales usurpan y los patronos industríales crean impedimentos a la emancipación de sus obreros. Despiden al viejo y al enfermo, y en 32
el campo el labriego pasa de colono a desarraigado. Aumentan las rentas y bajan los salarios. Escribe Ramsay Macdonald en su volu men sobre el socialismo: La riqueza se divorció de toda responsabilidad social y fue mera mente usada en calidad de posesión personal, como si la sociedad es tuviera compartida en dos grandes grupos antagónicos de ricos y pobres, cada uno viviendo su existencia y poniéndose raramente en contacto con el otro. Visitas domiciliarias, acciones caritativas, ingerencias pa tronales, aspiraron a sustituirse a las relaciones personales que solían existir entre la choza y el palacio, antes de que el sentido de la solidaridad social pereciese por culpa de las ingentes fábricas y grandes aglomeracio nes urbanas, extrañado el pueblo del suelo y cimentadas las diferencias de clase.» •
Es una nueva Edad Media. La que amaneció a fines del siglo xm y produjo aquellas revueltas de obreros y campesinos, y aquellos Pedro de Connick en Flandes, Cola di Rienzi en Roma y Miguel de Lando en Florencia. En la Inglaterra de entonces, como en la Euro pa del 1300, sólo podían vivir quienes vendiesen o produjesen o fijasen los salarios. El excesivo crecimiento de las ciudades, la economía de mercado y ruina de las organizaciones locales de consumo deter minan un éxodo de campesinos exhaustos, pero en aquellos tiempos oscuros sólo fueron víctimas de la fuerza y nadie los supuso malditos por definición. No hubo teólogos capaces de suponer que Dios los hizo inferiores y desprovistos de la gracia. Supieron organizarse y así triunfaron en Gante y en Lieja. Incluso accedieron al poder muni cipal. Ahora bien. También había gremios en Inglaterra con sus privi legios de fabricación correspondientes, y es curioso verificar que la única de las disposiciones revolucionarias de Francia que parece convenir a la burguesía británica —también a la española, claro está— es, justamente, la supresión de los gremios. Ello fue lógico. Digamos, para concluir, que a partir de Guillermo, estatúder de Ho landa y rey de Inglaterra,-se dibuja en la Europa del norte una suerte de confederación protestante de tipo económico, y más tarde, cuando Jorge I de Hannover sube al trono en Gran Bretaña entran en la Prusia luterana las soluciones económicas inglesas. Los señores de la tierra en Silesia, Pomerania y comarcas del Báltico acuden a la ex pulsión del colono y del arrendatario tal y como en Inglaterra se practica, y ello había de chocar con la distinta tesitura francesa de accesión a la propiedad y venta o pago de rendimientos evaluados. Cuando los ejércitos revolucionarios y después imperiales invaden la Alemania occidental, impondrán en ella la legislación agraria ya 33
aplicada con éxito en Francia, y así se marcará la oposición entre esta zona de influencia y Prusia. Este es el aspecto práctico del pro* blema, como el del panteísmo el lírico, y por eso, frente al clasicismo francés, al que en Alemania se combatirá con armas al parecer retó ricas, hay otras razones de mayor peso.
Notas
1. En ella fue destronado Jacobo II, Estuardo, y entronizado el estatúder de Holanda, Guillermo de Orange. 2. También hay contradicciones. Ya nos hemos referido a las diferencias de interpretación del feudalismo en Inglaterra y Alemania. En lo que respecta a Francia, la feudalidad que habrá de combatir más tarde la Revolución es de tono distinto. El noble posee las tierras, pero ello no le otorga derecho político alguno. Cobra rentas y dimas y goza el privilegio de no pagar impuestos y otros muchos de Índole social o judicial, pero está sometido en un todo a las deci siones del soberano cuyo absolutismo no está mediatizado por parlamen tarismos. La tendencia británica, como se ve, inspirada en el poder económico de la burguesía, es herencia directa del consejo municipal. La francesa tiende al cesarismo, ideal político renacentista. 3. En lo que respecta a la imposición de impuestos no votados en el Parla mento por representantes americanos. Como se sabe, ello se refiere a la tasa sobre el té. 4. Cf. Green, History of the English people, Londres, 1922. Gross, The Gild Merchant. A contribution to British municipal history, Londres, 1890. 5. Richard Steele es autor de libros cuyo solo título es un informe: La eco nomía de los campos espiritualizada. La vocación del mercader, La navegación espiritualizada. 6. Ya vimos que en Francia tampoco la condición del obrero resultaba con exceso brillante. Con todo, jamás llegó al grado de inaudita miseria que la clase trabajadora sufrió en Gran Bretaña, incluso hasta época muy reciente.
Bibliografía
SXnchez Albornoz, En tomo a los orígenes del feudalismo. Delatouchb, L’agrictdture au Moyen Age, de la fin de VEmpire Romain
au XVIéme siécle.
R. M ousnier, La démographie européenne aux XVIléme et XVIlIéme
siécles.
4 La crisis del Jansenismo
Esquemáticamente, tales son las condiciones. En este proceso teológico y político las dos posturas parecen irreconciliables, de modo que los resultados también lo han de ser. El clásico, libre en cuanto al espíritu, aspira a una regla de conducta teóricamente igual para todos, siendo así que todos los hombres son iguales en cuanto respecta a la voluntariedad. No hay, pues, compartimentos referidos a la esencia del humano, y de ahí que en el terreno del arte y como reflejo necesario a la política, se esfuerce en definir el proce dimiento basándolo en axiomas generales o reglas de razón indiscu tibles y colectivas, obligatorias también, pues son un módulo seguro para evitar los errores del ente libre y poco sensato. Por su parte, el determinismo individualista no parece requerir otros módulos que el de cada cual frente a su destino, y por ello no admite conductas axiomáticas y apriorísticas. Aquí se trata de una interrogación seguida o no de una respuesta afirmativa y de un pri vilegio reservado a los elegidos, los cuales, una vez en posesión de la gracia particular, poseen el derecho a elegir y marcar la forma de vida a que debe acoplarse el resto de los hombres. Siendo esto así, el problema parecería resuelto. Si el clásico ad mite la línea deducida y rectora, es decir, presta fe a quienes ocupa dos en cogitaciones religiosas, sociales y estéticas demuestran mejor conocimiento de causa, el protestante, sin esta confianza inicial, de bería desde ahora modificar también en un sentido particularista toda especie de manifestación estética, puesto que había modificado las sociales y políticas, y dejar al individuo el cuidado de producirse aquí como mejor le parezca. Pero esto aún no sucede y habremos de 35
esperar a Locke y a sus conceptos metafísicos. Por ahora, las «ideas innatas» de Descartes son un artículo de fe, tanto para irnos como pa ra otros, y el complejo es el siguiente. Según aquel innatismo plató nico, si el hombre, al nacer, ya lleva consigo una serie de conceptos, entre otros el de belleza, parece entonces lógico que siendo este bagaje idéntico para todo el género humano, lo sean también los procedimientos mediante los cuales se exterioricen tales intuiciones. Como se ve, el problema del arte sigue siendo ideal. Aún no se admi ten particularismos. Las apariencias carecen de la suficiente perfec ción, y entonces, transponiendo al dominio de la estética el de la ética, se aplica el Tratado de las pasiones que aspira a un hombre puro e irreal. Las reglas literarias y plásticas tienden a la irreal pure za también, aun cuando tangible, por cuanto resulta sujeto de la obra de arte. Como se ve, las reglas de la proporción ofrecen el sistema uni tario de coincidencias a un mundo cuyos pareceres discrepan de modo tan fundamental, porque aún no sabe nada de la circunstancia ni parece ésta tener mayor intervención, aparte de constituir un com plemento necesario a la vida de todos los días. Por lo demás, el com plejo axiomático sobre el cual parece descansar al clasicismo ofrece garantías indiscutibles de solidez, de modo que, con mayor o menor oposición, influye y se infiltra por todo y acaba por determinar un proceso de cultura homogéneo y un internacionalismo continental. No obstante, ahora se produce una interferencia de importancia definitiva. Es el jansenismo. En él se manifiesta un brote lírico y per sonal, reflejo de un estado de espíritu independiente de coinciden cias generales; es decir, un yo fundamentado en juicios de valor para los cuales no sirve el axioma. Como la esencial diferencia entre el clá sico y el que luego habrá de ser romántico consistió en usar para las actividades propias del espíritu módulos colectivos o personales, intransferibles éstos, en cuanto originados en un análisis individual o libre examen, detengámonos en aquella herejía, no precisamente nueva, pero sí la única en cuyos adeptos se manifiesta una discon formidad referida al aspecto paradigmático del clasicismo. Toma su nombre de un obispo de Yprés, Jansenius (1585-1638), autor de un libro curioso, el Augustinus, publicado en 1640. En él se admiten las tesis del más rígido determinismo calvinista, pero con una variante, pues los adeptos a esta secta se afirman católicos y obedientes al pa pado. No tratan de establecer una Iglesia y ni siquiera un culto se parado, sino que aceptan la liturgia de Roma y el monasterio. Los jansenistas se congregan en la abadía de Port-Royal y viven en ella una existencia de solitarios. Ello determina que la interro36
gante al destino acerca de la propia salvación adquiera relieves agó nicos, sin el auxilio de colectividades operantes, como en el caso de los cuáqueros o del «covenant» inglés. Por otra parte, el janse nista no identifica el éxito con el estado de gracia. Su procedimiento es otro. Místico de esencia y de naturaleza, practica un género de elevación autosugestivo y obsesionante y ésta es «la noche terrible» de que nos habla Pascal, jansenista, y también el corazón como fuen te psicológica de la fe. (Pensamientos, tercera parte.) Claro está que los discípulos de Jansenius son cartesianos. Ya lo hemos dicho. No discuten las ideas innatas y aunque no admitan que en el espíritu exista la menor libertad, ello no interfiere en cuanto al resto, de modo que en la exteríorización de sus angustias aceptan el método aplicable por todos, valedero en cuanto deducible de postu lados apriorísticos. No hay razón para que no sea así. Aun cuando ellos se consideren parte integrante y no distinta de la naturaleza, predestinados y sin libertad, el innatismo propio de la especie y referido a un Dios que parecemos sentir antes de conocer admite los postulados de Descartes, tanto metafísicos como estéticos. No obs tante —insistimos—, esta huella jansenista es para nuestro estudio de un interés primordial, porque en ella se advierten inquietudes in compatibles con el colectivismo. Racine, jansenista ilustre, asocial en el sentido de haber de resolver por propios medios el dilema de su salvación, inaugura una forma brillante de individualismo estético.1 Comedle, como ya se sabe, escenificó el Tratado de las pasiones, de Descartes. Para este autor todo drama se concreta en un elegir el valor superior, supuesta la colisión de deberes. Entonces, si bien existe un conflicto doloroso respecto al encuentro del amor y del honor, como en Horacio y El Cid, y adversidad originada en la cir cunstancia que los hace coincidentes en el proceso histórico de una misma persona, la tortura se deriva de aplicar o desconocer la regla moral, pero no de averiguar si a uno le sirven o no las tales reglas. Pero el determinismo raciniano sí pide la lucha por un destino que nadie puede, de antemano, resolver. Desde el momento en que la Providencia ofrece marchamos distintos, ya hay una batalla del individuo contra la oscuridad, quiere decirse que ya no sirven las clasificaciones a priori ni conducta regulada antes de averiguar si estamos en la categoría de salvados o en la de réprobos. Esto deter mina una lucha lírica, en cuanto el hombre, sin agarraderos, está confuso y perdido, pues lo esencial aquí es el aislarse y constreñirse solitario, esa preocupación del acierto o desacierto individuales, orgullosa, claro está, en cuanto el hombre fía de sí propio, y que lleva a conclusiones personalísimas iniciadas también en una personalísima 37
forma de considerar. Y no es que Racine subvierta los términos del cartesianismo establecido. Simplemente, la lucha contra las pasiones adquiere para él un valor positivo sólo a partir de la posibilidad de perfección. Fedra, enamorada de su hijastro, calumniadora en un in tento de defensa, conoce la ley, y hasta el final deja de obedecerla. Sabe del bien y practica el mal, pero no voluntariamente, lo cual resultaría una antítesis del drama comeliano. Está incapacitada. Na ció condenada y condenada ha de morir. Vive fuera del sistema y sin recursos exteriores. Es un filtro capaz de recibir y transformar a su modo las aportaciones del exterior, y ésta es una postura anticlásica por naturaleza. En las tragedias de Racine hay una evidente identificación del autor con sus personajes. Una autobiografía. Si bien para el clasicis mo el problema estético no estriba en incorporarse a la obra, sino en reflejar en formas aparentes los resultados de un canon univer sal, aceptable o no, según voluntad propia, pero indiscutible y vale dero para todos, aquí hay un bracear oscuro y una agonía interior, y finalmente, la busca de un «yo» particular, sin el cual no puede haber cánones. A Pascal le pasó lo propio. Obseso por su dilema, su fre durante un tiempo la peor de las angustias a que un hombre pue de someterse, porque no acepta normas que lo resuelvan; es decir, no acepta el clasicismo. El grave asunto le pertenece. No sirven aquí directrices ni pesos o medidas apriorísticas, y está obligado a inte rrogar los signos, los aconteceres resueltos la noche del 23 de no viembre de 1654, fecha en la que el gran escritor se creyó entre los escasos elegidos. A partir de entonces, ya no puede haber vacilacio nes. Su «yo» existe y es ahora cuando el canon y el rigorismo racio nalista cartesiano le pueden servir. Esta es, pues, la cuestión. Racine, como Pascal, es un clásico sólo desde el instante en que puede serlo. Pero antes, sometido a la tor tura de hallarse, ha de admitirse que sufrió por obra del autoanálisis agonías originadas en la afirmación de su personalidad y que ésta fue una de las constantes románticas. Así, referido a este problema del jansenismo, Sainte-Beuve escribe en su Historia de Port-Royál, y refiriéndolo a la correspondencia de la hermana Anne-Eugénie, pro fesa en aquella abadía: Esta es la materia misma de la cual se engendrará la melancolía poética y la vaguedad de las pasiones. Aquf florecerá la hermana de René.
Y luego: 38
Se advierte muy claramente en los solitarios de Port-Royal lo mismo que se nota en nuestros dias. Preocupaciones religiosas aparte, ya está entonces definida la ternura humana extraviada y ei orgullo inquieto e insatisfecho, dedicado a describirse y autoanalizarse interminable mente.
La cita, evidentemente, es importante. La correspondencia de la monja a que nos hemos referido versa, justamente, sobre el proce so anterior a la seguridad en la propia salvación, estado del espíritu común a toda la secta jansenista. Ha de admitirse, pues, que la inquie tud y el individualismo sin recursos exteriores, es decir, el hombre frente a sí mismo, ya tuvieron en Francia y en el siglo xvn manifesta ciones notables.
Descartes ha herido de muerte al predeterminismo, que en cuentra en él un escollo infranqueable. Ese individuo distinto de la naturaleza plantea problemas que el determinista ya no puede resol ver. Spinoza intenta revitalizar el panteísmo, como ya se sabe, pero el obstáculo es que el hombre parece libre y que esta libertad, aun no siendo, actúa. De ahí que el filósofo de la «sustancia» abandone los aspectos teológicos del problema y aborde tan sólo el de la unidad de espíritu y materia sin ocuparse de los resultados en cuanto compe ten al destino inmanente del uno y de la otra. Y ahora vendrá Leibniz, filósofo más espinosista que cartesiano. No acepta que el atributo capital de la materia sea la extensión y el del espíritu el pensamien to, y concibe su teoría de la mónada con objeto de unificar el mundo y hallarle una lógica al panteísmo. Leibniz afirma que la naturaleza es un conjunto de seres individuales de índole espiritual, las móna das constitutivas de todo cuanto existe, las cuales, merced a la fuer za de que disponen, se unen según las reglas de una armonía preesta blecida para constituir las apariencias, término por el que se entien de cualquiera forma exterior. Desde luego, estas teorías, tendentes a destruir la dualidad cartesiana, es decir, clásica, tuvieron en Francia un éxito más bien relativo, pero no en Alemania. Son un intento de lógica natural predestinativa. (Cf. J ean B aruzi: Leibniz. La pensée chretienne.) Ya proliferan en Europa los indiferentes, deístas y ateos, quie nes sólo encuentran como adversarios la desunión y disputas con que se despedazan en el campo del catolicismo motinistas, quietistas, pietistas y jansenistas, y en el del luteranismo, los tradiciona les y racionales, después socinianistas. Leibniz obtiene de su noción 39
de armonía una teodicea y afirma en ella que Dios, aun cuando pueda verlo y preverlo todo, no siempre se sirve de tal facultad y deja ordinariamente a la criatura latitud de realizar obras independien tes a fin de que merezca. Pero si el Señor quiere, fija con sus decretos la determinación futura de los espíritus, privándoles de la potencia de obrar que puede muy bien concederles. Armado de esta teoría ecléctica, todavía más confusa, porque en tonces surge el nuevo problema de saber cuáles hombres son libres por designio de Dios y cuáles predestinados, Leibniz se mueve. Debió parecerle momento favorable para su posición que el jansenismo y el galicanismo franceses estuvieran por entonces algo malquistados con Roma y que fuera la Orden de los jesuítas la única que defendiera en Francia las prerrogativas del papado.2 La Compañía de Jesús se guía significando el triunfo de la latinidad tomista frente a la Germania supuestamente agustiniana. Pero Leibniz fracasa. Bossuet, con el que establece contacto, aunque galicano por cuestiones puramente administrativas, es fer viente católico, y en cuanto a los jansenistas, a los que también visi ta, su éxito no es mayor, puesto que, católicos también en cierto modo, no admitían, como los protestantes, que en cada fiel hubiese un sacerdote y eran partidarios de las órdenes y de la consagración. Son demasiados estos escollos. Las «negociaciones cirénicas», o de paz entre católicos y reformistas, fracasan. Para Bossuet no hay otra vía que la conversión al catolicismo, lo que Leibniz, aun a pesar de su innegable buena voluntad, no acepta. Toda esta negociación queda un tanto confusa. La corriente de Unión de las Iglesias, que Leibniz casi personifica, se inició en Hannover, en 1676, bajo la égida del duque Juan Federico, católico que gobernaba un pueblo de pro testantes, y tuvo el apoyo del obispo Espinóla, protegido del empera dor. Ello da como resultado reuniones de teólogos de ambas confe siones, en 1683, que llegan a elaborar un Methodus reducendae unionis eclesiasticae ínter Romanenses et Protestantes. Con este motivo com pone Leibniz su Systema theologicum, en el cual, luego de examinar un cúmulo de problemas doctrinales o de culto, concluye en que no ve obstáculos mayores a la unión de las confesiones cristianas, siem pre y cuando cedan unos y otros. Pero ¿en qué han de ceder? Leibniz no ve que ha llegado tarde. Su panteísmo de la mónada idéntica para el mineral y el animal presupone un principio reaccionario, el de la falta de libertad para los hombres, y los científicos de entonces, no mucho más tarde enciclopedistas, imbuidos de libre arbitrio católi co, no aceptan el determinismo de una Providencia pensante capaz de engendrar pensadores esclavos. 40
En Francia, Leibniz no puede entenderse con nadie. Los libre pensadores o libertinos —así se les llamaba entonces— si bien apar tados de todo culto y en parte epicureístas, como Saint-Evremond,* coinciden con el católico en sus juicios sobre la libertad, aun cuando disientan respecto de sus aplicaciones y métodos. Los deístas tipo Montesquieu, con quienes el filósofo alemán hubiera, quizás, hallado un terreno común, todavía no existen. Del resto de la sociedad fran cesa de entonces ya hemos hablado. Pero en Leibniz alienta otra cosa. En el fondo, se queja. El mun do le sugiere algo más que un exterior cartesiano apto para ser cata logado y así como Racine, francés al cabo, no sale del hombre y sus problemas, él, alemán y también determinista, experimenta profunda ternura por la belleza del mundo exterior y une su necesidad de misterio y de sugestiones a la identificación del hombre con cuanto le rodea. Cree en el «fluido». Su ley de armonía universal no es otra cosa. La sensación que la circunstancia nos produce la interpreta como corriente simpática entre el todo y nosotros, constituidos de la misma sustancia espiritual. Escribe así en su Systema theologicum y como consecuencia de un viaje a Roma: El sonido de las músicas, los acordes amables de voces, la poesía de los salmos, la elocuencia sagrada, el brillo de las luminarias, los perfumes, vestidos lujosos, vasos recamados de piedras preciosas, las estatuas y las imágenes que mueven a devoción, las combinaciones de perspectivas, las solemnidades y procesiones públicas, y los estandartes y colgaduras que cubren las calles y balcones, el son de las campanas y, finalmente, los honores que la piedad de los hombres prodiga, no son tan desdeñables para Dios como para ciertos hombres tristes de nuestro tiempo.
Esta ya es en parte la retórica romántica y la validez estética de la sensación, incluso olfativa, cuyo descubrimiento se atribuirá más tarde a Baudelaire. Leibniz, influido, desde luego, por Locke en cuanto a los sentidos compete, no los usa como fuente del mero co nocimiento ni como artefactos al servicio de la verificación. El ge nial filósofo no advierte las aportaciones psíquicas que está incor porando al campo de la estética, porque, repetimos, panteísta como es, mezcla su propio espíritu al exterior material y lo supone vale dero para todo ser animado o inanimado. Sus emociones le resultan colectivas, pero ésta era la tesitura corriente en una época de leyes generales. Por entonces la psicología no existe ni el individuo re presenta nada. Se intenta influir sobre el grupo y reducirlo a deno minador común. Pero Leibniz, como Racine, cuenta en la historia del romanticismo, porque de él arrancan el inicial y más serio intento 41
alemán por romper el dique que viene separando a Europa y el sentimentalismo estético germano referido a la belleza y sugestiones del exterior. El dramaturgo francés significa, y ya lo vimos, la lucha o angustia solitaria.
Hay algo más en esta cuestión. El núcleo jansenista ofrecerá otra faceta de interés preponderante, pues señala la resistencia social a la pérdida de lo maravilloso. Cada una de las conquistas cartesianas de por entonces —las veremos en el capítulo siguiente— arrebata a la masa, bien un temblor poético frente a fuerzas ocul tas, bien una esperanza de curación milagrosa en caso de enferme dad o, finalmente, tradiciones colectivas de las que cuesta trabajo prescindir. Por entonces, la batalla entre el misterio y los científicos se da en salones, iglesias y callejuelas, y los cartesianos católicos, aplaudidos como astrónomos o geómetras, encuentran grave oposi ción en otros terrenos. El 24 de marzo de 1654, Margarita Périer, sobrina de Pascal, afli gida según unos «de una plaga asquerosa y que causaba horror», y según otros de un simple aunque desarrollado flemón lagrimal, se cura al ser tocada en la parte enferma por el estuche de una reliquia de la Santa Espina, guardada en la abadía jansenista de PortRoyal. Desde luego, aquella secta explotó un tanto ruidosamente el éxito, e incluso el tío de la muchacha, por entonces vacilante, halló en el supuesto milagro una razón complementaria de su fe, preci samente cuando componía contra los jesuítas su quinta Carta pro vincial. El asunto fue importante. Llegó, incluso, a convencer a la propia reina, vistos los informes de su médico, el famoso Félix, pues el hecho no tuvo entonces explicación satisfactoria.4 En PortRoya! se congregaron verdaderas multitudes ávidas de curar males y achaques. Llegó el asunto a tal extremo, que tres años después el jesuíta Regeois de Bretonvilliers proclamó en el púlpito de San Sulpicio que resultaba necesario tratar a los jansenistas como si fueran pupilos de Charenton, ya por entonces famoso manicomio parisiense. El milagro de la Santa Espina no tuvo consecuencias mayores, excepto las polémicas de púlpito y calle que suscitó, pero posterior mente la cosa ya fue muy otra. Ahora, en este primer tercio del si glo de los enciclopedistas, se pone en duda toda especie de hecho maravilloso y los científicos se esfuerzan en normalizar cualquier fenómeno y en hallarles causas racionales a los aconteceres más 42
raros o misteriosos. Pero mucha parte de la sociedad no está con tenta. Hay resistencia. No se pasa de concepciones medievales al siglo de las luces sin roces y sin derrumbamientos. Al curarse de unas hemorragias, el 31 de mayo de 1725, Ana Charlier, mujer de cuarenta y cinco años, cuando se arrastraba li teralmente tras la custodia llevada por el oficiante jansenista Juan Bautista Goy, se desencadena de nuevo la polémica, y Voltaire ridi culiza el suceso en una de sus cartas, el 20 de agosto del mismo año. Los jansenistas se indignan con Arouet y con los jesuítas, y logran una audiencia singular, principalmente entre las mujeres. También entre la masa. Las brujerías y hechizos estaban saliendo malpara dos a manos de Newton, Bayle y Fontenelle, y no resulta necesario señalar lo poco populares que han sido siempre estos intentos de clarificar supersticiones. En 1727, y con pocos días de intervalo, murieron en París un presbítero y un diácono jansenistas, Gerardo Rousse y Francisco París, sobre cuyas tumbas comenzaron a operarse curaciones mila grosas. Aquello fue un tumulto. Los enfermos fueron transportados desde otros pueblos y ciudades, la concurrencia en el cementerio de Saint-Médard, lugar de los enterramientos, excesiva, y pronto, bastantes de los allí congregados por motivos terapéuticos sufrieron convulsiones curativas, acompañadas de gritos y espumarajos. Como cundiese el ejemplo y fuese aquél un espectáculo difícilmente ad misible, una ordenanza real de 1732 prohibió el acceso al cementerio. Se produjeron verdaderos motines por causa de esta ley. Pero el fenómeno se propaga. Voltaire escribe que tales enor midades se daban «dans les gréniers et chez des énerguménes de la lie du peuple», opinión a la cual replica su propio hermano, conver tido a su vez en convulsionista, lo que indigna sobremanera al escri tor. (Cf. Revue des Deux Mondes, abril de 1906.) Montgeron, janse nista, se convierte en el apóstol de las convulsiones, luego de cuatro horas de meditación sobre la tumba de Francisco París, y ello dura hasta que Luis XV lo manda encerrar en la Bastilla. Entonces se desencadenan las pasiones. Se imprimen y distri buyen folletos y opúsculos, aleluyas y caricaturas que no denuncian, precisamente, la mano de autores de calidad. Hay quien afirma que estas convulsiones escandalosas y milagreras se producen cuando los jansenistas andan amenazados de persecución, y así o de otro modo, es lo cierto que ésta fue una de las causas que explican la pervivencia de lo maravilloso popular frente a la razón triunfante, como en España a propósito de la magia y almanaques de Diego Torres Villarroel. 43
Y en realidad, ¿qué fue este fenómeno? Desde luego dio pie a una serie de sectas secretas, más o menos esotéricas, los Caballeros Rosa Cruz, entre otras. (Cf. Ma t h ie u , Histoire des miraculés et des convulsionares de Saint-Médard.) Citaremos ahora un interrogatorio de policía, publicado por Gazier en su Historia general del movimiento jansenista. Lo llevó a cabo el teniente De Bertin y el interrogado fue Dubourg, médico muy acreditado y testigo de aquellas maniobras. Según este docu mento curioso, el tratamiento a que se sometían los pacientes, está ticos luego de haber experimentado las convulsiones, consistía en puñetazos, pateaduras, bastonazos, estocadas, clavazones y, final mente, crucifixión. Al preguntar De Bertin al médico si tales abe rraciones, soportadas entre espasmos y sin dar pruebas de sensibi lidad, podían explicarse por causas meramente físicas, responde Dubourg que algunas de aquellas maniobras no eran, para él, supe riores a las fuerzas de la naturaleza; pero que habfa otras, por ejem plo, la curación súbita y sin remedios de las heridas de espada y clavos, a las cuales no hallaba explicaciones. Además, también le re sultaba misteriosa la normalidad y paz de los visajes, luego de tan cruel tratamiento, así como el pulso de los pacientes, inalterado, incluso en el acto de la crucifixión. Esto, como Charcot demostraría más tarde (cf. La foi qui guérit. Explication des miracles de París par la psycothérapié), fue prác tica de hipnotismo, y el problema no estaba en que muchos de los convulsionistas fuesen simuladores. De todo hubo. Mas con ello, la ciencia de entonces, una vez desechados por absurdos los diablos o santos de la clase popular, abandona a los enfermos nerviosos o les aplica remedios inadecuados. No obstante, la época abunda mu chísimo, por causas que luego veremos, en esta suerte de males, y tanto, que llegaron a ser «la enfermedad del siglo» hasta bien en trado el siglo xix. De aquí que esta exacerbación de supersticiones y de miedos vagos no constituya en el jansenismo un movimiento gra tuito. Antes bien, arranca del fracaso de la medicina cuantitativa y de las inexplicadas influencias de la sugestión y estados atmosféricos o meteóricos sobre sistemas nerviosos enfermos. Luego hablaremos del magnetismo, en el cual se creyó encontrar la explicación cientí fica que faltaba a las convulsiones, y aun cuando la cronología hu biese quizá forzado a referirse antes a Locke y al médico y poeta suizo Haller, como el milagro de la Santa Espina es anterior en casi cincuenta años a la teoría nerviosa del helvético, hemos preferido aludir ahora a esta otra curiosa faceta del jansenismo. Diremos, no obstante, que esta milagrería era panteísta, y producto del «fluido» 44
propio de Leibniz, punto de vista que adoptarán el ya mentado Haller y los médicos de la escuela de Gotinga. Aquí, pues, hay evolución. De aquel primitivo e inexplicable milagro de la Santa Espina se ha pasado a una tesis al parecer científica, de modo que los anticar tesianos esgrimen ahora armas que no dependen en exclusiva de la mera intuición o de falsas interpretaciones de san Agustín en este su combate por la naturaleza.
Notas
1. Cf. Kierkcgaard. Precisamente su ruptura con Hegel se produce por una negativa a admitir el colectivismo metaffsico y un sumirse en su destino propio de individuo. Miguel de Unamuno llevaría al paroxismo esta postura neta mente romántica. 2. En 1682 se publicaron los famosos cuatro puntos de la Iglesia galicana francesa, a propósito de las regalías. 3. Charles de Saint-Denys de Saint-Evremond (1613-1703). Se hubo de refu giar en Inglaterra por un libelo contra Mazarino. Francamente incrédulo, vivía más seguro de tener un estómago que un alma. Sus obras, con el titulo de Oeuvres melées, se publicaron en Amsterdam, en 1706. 4. Sainte-Beuve, en su Historia de Port-Royal, opina que el milagro fue tan sólo la presión que la reliquia operó sobre la bolsa purulenta y que ello ocasionaría el desbride. Quizás el gran crítico obtuvo estos informes de algún médico contemporáneo, pero no lo dice.
Bibliografía
Víctor Cousin, Revue des Deux Mondes, 15-1-1845; Les nouvelles éclésiastiques, 1728-1802. Voltaire, Capítulo XXXVII del Siglo de Luis XIV.
5 Hacia el panteísmo científico
Como resultado inmediato del racionalismo francés, ya no se toman en serio aspectos que hasta entonces habían preocupado in cluso a los tribunales de justicia. Desde 1680 a 1715, Bayle destruye el oculto poder astrológico de los cometas con argumentos a los que nadie puede oponerse. (H enry B ayle, Lettre á M. L. A. D. C. Docteur de Sorbonne, 1682; Pensées diverses, 1683; Adition aux pensées diverses, 1694; Continuation des pensées, 1705.) Este escritor es buen argumentista. Cartesiano decidido, entiende y prueba que la astrologia, que identifica al individuo con los cuerpos celestes, es una entelequia insostenible, y la brujería también, pues relaciona a los hombres con piedras, talismanes y amuletos y presupone identidades y contactos entre cuerpos heterogéneos. Otra batalla contra el pan teísmo. Bayle va más lejos. Opina que el milagro repugna a la razón. Dios no •viola sus propias leyes, sobre todo por causa tan mínima como lo es un hombre, y en ello comienzan a percibirse las desvia ciones insospechadas de aquella «duda metódica» de Descartes. El materialismo, todavía incipiente, pero ya muy vivo en Condillac, y el ateísmo, que ya se presiente en Bayle, adquieren ahora categoría de sistema. En 1688 arremete Fontenelle contra las sibilas, augures y adivi nos, y su libro, no mal documentado ni falto de lógica, no puede ya discutirse. También los brujos y brujas son reducidos en él a ton tos o falsarios, y con ellos, los saludadores, curanderos, salmistas y otros que hasta entonces se han creído propietarios de poderes espe ciales. La batalla se inicia en todas partes contra los astrólogos y sus prácticas, y contra ciertos fenómenos admitidos hasta entonces 47
como artículos de fe, duendes, aparecidos y fantasmas. En Holanda se distingue un teólogo, Bekker, y en Alemania un jurista, Thomasius, que razona sobre la crueldad de condenar a la hoguera a desdichados perfectamente irresponsables. En España, Isla, Feijoo y el médico Martín Martínez, forman una falange literaria y práctica contra la astrología, y el padre De la Reguera, matemático de la Compañía de Jesús, prueba irrefutablemente la necedad de los horóscopos. Frente a tales argumentos indiscutibles, buena parte de aquel siglo racionalista resulta de una credulidad y de un panteísmo ejemplares. El conde de Boulanvilliers escribe opúsculos fumosos y profusos referentes a brujos y hechicerías, de los cuales sabemos por Eliphas Leví, nombre cabalístico del inefable abate Constant, autor de un curioso tratado de magia. Este asegura que la aeromancia se practicó a todo lo largo del sigloxvm,y como el procedimiento consiste en preguntar el destino a las nubes, tempestades, resplan dores de la aurora, lluvia, granizo y otros meteoros, si unimos esto a que en las tablas astrológicas la luna representa la melancolía, veremos cómo la identificación de los estados de ánimo con la natu raleza no fue una invención precisamente romántica. La razón de todo ello, como ya lo advertimos respecto del convulsionismo, se encuentra en las carencias excesivas de la ciencia médica. Por más que ya se usen la quinina y la digital para las fie bres palúdicas y afecciones cardíacas, e incluso el arsénico en los casos de anemia, quedan lagunas enormes en esta parte de los co nocimientos humanos que nadie colma o entiende. Ya se compen san y en cierto modo aminoran algunos males, pero se agravan otros, merced al crecimiento y promiscuidad de los centros urbanos. Las epidemias del siglo xvm revistieron caracteres de catástrofe. En 1719 causa la viruela más de veinte mil muertos en un París que cuenta escasamente ciento ochenta mil habitantes. Europa sufrió, en 1761, los efectos de una gripe seguida de congestión pulmonar y muerte en casi todos los casos, y años más tarde, en 1770, este mismo y temible mal asuela otra vez el continente. El tifus, endémi co siempre, comienza a revestir caracteres de epidemia, y la tos ferina y difteria son el terror de la multitud. Durante el período inicial de la burguesía fabricante, la pobla ción europea se acrecienta, por causas todavía no bien estudiadas, pero deducibles de la promiscuidad, falta de diversiones baratas y más frecuentes en el campo, y sobre todo, necesidad para el traba jador de inspirar lástima con familias numerosas, durante los pe ríodos de paro forzoso. Por otra parte, a fines del siglo xvn y 48
comienzos del xvin se da en casi todos los países de Europa una ver dadera psicosis de la repoblación, originada en la necesidad de pro ducir y en la falta de máquinas. Los intendentes de Luis XIV dirigen informes al soberano acuciándole a promover la natalidad (Boisguillebert, Le détail de la France, 1695; Dissertation sur la naíure des richesses, 1707), de modo que durante la administración de Vauban se crean primas en metálico y otra suerte de protecciones para las familias. (Cf. J. S pengler, Economie et Population. Les doc trines frangaises avant 1800, PUF, 1954.) Ello dará lugar más tarde, ya en pleno auge del maqumismo, a las teorías y lucubraciones de Malthus. Con ello, la alimentación de la gente resulta inverosímil. Las avitaminosis debieron de ser generales, por exceso o por defecto. Los recetarios de cocina de la época o los testimonios documentales muestran que las clases altas sólo consumían caza, carnes o pescado semipodrido, y las bajas, gachas de avena, cereal recientemente intro ducido en Europa, y pan de centeno. Hoy resulta difícil explicarse la repulsión que sintieron entonces por la verdura y legumbes fres cas las clases acomodadas de la sociedad, pero ello llegó a tal extre mo que durante la Cuaresma se imitaban los alimentos vegeta les con pescados diversos, habilidad muy estimada y bien pagada. (Cf. Tableau de Parts, Mercier, 1746. También pueden consultarse para ello las memorias del duque de Saint-Simon, muy aficionado a estos detalles curiosos.) Si a esto añadimos los alojamientos preca rios y muchas veces nauseabundos, tendremos un cuadro lamentable de la falta de defensas orgánicas de aquella sociedad, que perecía, in cluso, por lacras sin demasiada gravedad especifica, como la sama. Además, el desarrollo de la navegación introduce el ron de las Antillas en Europa, y comienzan por entonces a fabricarse en gran escala licores alcohólicos y cerveza. Las transformaciones que en la economía opera el capitalismo incipiente, obran no sólo sobre los textiles y la metalurgia, sino también sobre la producción de espiri tuosos a base de remolacha, cereales y patata «sur pied», es decir, en los mismos lugares en donde tales bebidas se consumían, y como ello suprimió en los productos el gasto de transportes y los impues tos de peajes y portazgo, se abarataron los excitantes y se popula rizaron. Por otra parte, las condiciones económicas en que el asala riado se desenvolvía lo convirtieron en ebrio decidido. Escasean por entonces las estadísticas. No obstante, si se tiene en cuenta que en Londres, y a fines del siglo xvm, podía beberse un vaso de ron por un penique, en tanto que un simple trozo de carne costaba un chelín en una posada (D ickens, El hijo de la parroquia), y que en Francia 49
«l’eau d e vie» o aguardiente de o ru jo se pagaba tre s sueldos (quince céntim os) la ración, y el pan cinco sueldos la m edia lib ra (V íctor H ugo, Los miserables), no es de e x tra ñ a r en estas condiciones que a falta de com ida se d iera la gente a beber, siquiera fuere a m odo de paliativo.
Durante la época a que nos referimos el número de tabernas aumentó en forma inusitada. Hasta se enriquece el vocabulario fran cés con aportaciones originales, por ejemplo la «guinguette» o ta berna en que se expendían vinos de baja graduación, el «estaminet», derivado del flamenco «stamme» o reunión familiar en donde se bebía cerveza, y el «manezingue», curioso neologismo estudiantil que significa manía del estaño, porque de ese metal se recubrían los mostradores de los despachos de bebidas. Según una estadística (C oste, L’alcoolisme, París, 1842) en 1836 había en la capital de Francia trescientas treinta mil tiendas de espirituosos, o sea una por cada ciento trece habitantes, y aun cuando en la centuria ante rior hubiera menos (no poseemos datos fidedignos), la cifra menta da ya nos indica lo mucho que debieron proliferar desde algún tiem po para llegar a principios del siglo xix a cifra tan exagerada. En España, poco más o menos, ocurría lo propio, aun cuando quizá no tan desaforadamente; mas, no obstante, la Novísima Recopilación y en su ley 12, de 1699, reglamenta el establecimiento de tabernas y las restringe. Es menester advertir que a los antiguos soldados o suboficiales se les autorizaba para establecer tiendas de licores y vinos, medida general en toda Europa que aumentó considerable mente el número de alcohólicos. El primero en descubrir la conexión entre el uso de alcoholes y las enfermedades del sistema nervioso fue el doctor Magnan, mé dico del Hospital de Santa Ana, de París, y en informes clínicos redactados a partir de 1843. Luego los resumió en un libro justamen te célebre, Alcoolisme et formes de delire alcoolique, publicado en 1874. Este médico descubre las relaciones entre el uso del ajenjo y la epilepsia, causa evidente de aquella racha de iluministas y visionarios tan peculiar de la época que venimos estudiando. Con ello, y a modo de complemento, el café y el té invaden Europa. Referido a la primera de ambas infusiones hay detalles en verdad estrafalarios, pues Voltaire, por ejemplo, confiesa desde Femay que consume treinta y cinco tazas diarias del brebaje y que en ello le acompañan damas y señores de la localidad. En cuanto al té, baste con recordar el origen de la rebelión norteamericana para comprender de cuánta importancia fue su transporte y comercio. Ambas bebidas se consumieron en cantidades enormes y mírese cuál SO
sería el resultado en sistemas nerviosos desconocedores hasta en tonces de la teína y cafeína. Todo colabora al desequilibrio nervioso de la multitud, tabaco incluido cuyo uso se generaliza, ya en forma de rapé, al que se atri buyen, además, cualidades terapéuticas, ya fumado en pipa. Este panorama frenético se completa con el uso de la cantárida como fármaco y afrodisíaco. Se conocen las convulsiones y estados visio narios a que conducen las intoxicaciones por cantaridina, droga muy usada entonces en casos de vejez prematura o impotencia se xual, como puede verse en el curioso e inverosímil Erotikon Biblion del conde de Mirabeau. Pronto se perciben los resultados de tal régimen. El alcohólico transmite su sistema nervioso destruido. Se multiplican los ciegos y los epilépticos. La medicina es incapaz, no sólo de curar, sino aun de paliar estos males, y muchos, al parecer sanos de cuerpo, no ha llan consuelo a su estado. Bueno que la ciencia y el rigor del carte siano destruyan supersticiones y falsos milagros. Bueno también que la antigua magia, la de las identidades, la que atribuía al rubí pro piedades terapéuticas respecto de la sangre y a la esmeralda capaci dad de curar el hígado, haya pasado al rincón en el cual se amonto nan tramoyas inútiles. Mas con todo, todavía quedan muchas res puestas por dar a preguntas que no pueden desconocerse, porque la época, ya lo hemos visto, se presta como ninguna a las dificulta des en que se debate una farmacopea poco mejor provista que la de Hipócrates. La maravilla, pues, se defiende. También es científica. Encon trará argumentos de tanto o mayor peso que los cartesianos. Desde ña brujerías y conjuros, como Bayle, porque finalmente el pan teísmo no los necesitará, mas precisamente por ello éste resultará difícil de vencer y en definitiva a la medicina deberá la fuerza de que gozó en Europa hasta principios del siglo xix.
6 La revolución estética
Las condiciones religiosas y políticas toman en las islas bri tánicas un aspecto particular. Puritanos y anglicanos se persiguen y molestan, mas no como en el continente donde las diferencias po líticas entre católicos y protestantes continúan siendo las mismas que separaron a güelfos y gibelinos. No hay aquí tales conceptos dispares. Luego de 1680, las dos minorías buscan un modas vivendí. Este, claro está, consiste en el hallazgo de una estabilidad. Tam poco se da la unión de las Iglesias preconizada por Leibniz en Europa, pero, repetimos, como no hay en Inglaterra conceptos po líticos y sociales absolutamente antagónicos, el factor común puede hallarse en el terreno de lo práctico, al que obligan además las coin cidencias de intereses, tanto para la burguesía industrial como para la nobleza campesina y productora. El pueblo, claro está, no cuenta. La crisis parece resuelta en el Ensayo concerniente al entendi miento humano de Locke, publicado en 1690, pero este libro había sido precedido por otras manifestaciones vitales. Una de ellas estuvo constituida por los exilios a que se obligan puritanos y anglicanos. En esta circunstancia se inicia el «amor a la naturaleza» tal y como es, y no tal como la interpretaría el clásico virgiliano posterior, su jeto a otros ojos que no son los ‘suyos y a un sistema heredado de metáfora y concepto. Milton, puritano y perseguido durante la Restauración, refugia do en Norton, en el condado de Buckingham, compone, en 1632, Alle gro y Penseroso, poemas melancólicos de campo y bosque, de suges tión y paisaje pacífico y amable. Pocos años después, Marvell, puri53
taño también y a su vez aislado en casa de lord Fairfaix, escribirá La casa de Nunapletoti, poema en el cual dialoga con los exteriores a los que ya otorga una categoría de interlocutor. Esto, probablemen te de raigambre panteísta, como así opinan algunos críticos,1 o, quizá mejor, influjo de la escuela platónica de Cambridge, tiene, no obstante, algo de muy particular, pues el exquisito poeta no antropomoformiza, sino que opera al revés. No supone formas fantasmales de contexto humano en la naturaleza, sino que se atribuye cualida des de pájaro o de árbol y le parece ser «una sombra verde entre las sombras verdes». Adviértase ahora la diferencia. Las viejas leyendas medievales, herencia directa del paganismo, prestaron al exterior, tanto animal como vegetal, aspectos humanos —las garras del bosque, los cabellos de la hierba, la risa o palabra del viento, el «loup-garou»,2 el vampiro, famoso ya en Grecia, etc...— pqr reflejo lógico, pues se atribuían al paisaje y seres que lo pueblan capacidades temerosas propias del hombre. Esto es típico y se origina en el desamparo y frío del esclavo o siervo, en el bandidaje, en la abundancia de animales dañinos y en la emboscada frecuente y muchas veces mortal. De ahí el que las imaginaciones medievales viesen en cada sombra un encapuchado y que luego, por transposición, se asimilara a la oscuridad-y desamparo de una noche en campo abierto todo un mundo de seres maléficos, pero siempre antropomórficos, duendes, gnomos y diablos. Pero éste no es el caso británico, porque el campo de Milton y Marvell, lejos de ser un enemigo, es el lugar de refugio opuesto a las persecu ciones ciudadanas. Este último poeta no ve en el pájaro la probable arpía, ni en las sombras el lugar del que pueda temerse cualquiera desafuero, sino el apacible rincón en donde los hombres salvan su libertad y su vida. Walton (1593-1683) publica en 1653 un libro delicioso, El perfec to pescador de caña, en el cual nos habla de la vida reposada al borde de los riachuelos y de la locura de perseguir en la ciudad honores y dinero. En este escritor, como en los anteriores, son visibles las influencias del Beatas lile e incluso las del Virgilio de las Eglogas y Geórgicas, pero ello no implica, pues lo importante aquí es que ya no se trata del uso de una retórica gratuita, sino de la expresión de un estado del espíritu, que requiere —igual le ocurrió a fray Luis— otros escenarios y formas. En 1660 muere Cromwell, y la Restauración, con Carlos II, no será sino un remedo de Versalles. Pero hay una diferencia. Así como la corte francesa se compuso de todo lo importante que había por entonces en el país, escritores y poetas incluidos, sin que la provincia 54
guardara otra cosa que nobles poco cultos y arruinados a quienes les resultaba imposible la vida en la capital o funcionarios militares y judiciales,* en las islas, la gentry campesina y el pastor protestante son suficientemente cultos como para sentir y aspirar por cuenta propia. Ello determina una oposición de puntos de vista entre el cam po y la ciudad en la cual no puede resolverse todo con una comedia de Moliere como Las preciosas ridiculas, y aunque Wycherley, imi tando a Poquelin, dé por entonces a la escena su Esposa campesina, compendio de la ridiculez y falta de adaptación al medio ciudada no, no logra sino una oposición fuerte y organizada, como luego ve remos. Tal es el aspecto social británico cuando Locke publica el ensa yo a que ya nos hemos referido. En él, este filósofo niega las ideas innatas tan caras a Descartes, basándolo en informes que hoy llama ríamos periodísticos. No todos los pueblos conocen a Dios ni todos los humanos tienen nociones de ética. Tampoco los niños. Y puesto caso que el raciocinio sea posterior a la verificación, no hay duda de que los sentidos son la única fuente del conocimiento. Reduce, pues, el sistema cartesiano al puro sensorialismo y afirma que todas jas nociones y conceptos nos llegan de fuera. La revolución estética y psicológica que ello provoca es tan im portante como la industrial. Efectivamente, sin «ideas innatas» el concepto de lo bello deja de ser absoluto. A partir de ahora hay que admitir variantes, y además, otro motor que justifique la obra y el acucio o sed de perfección. Así, aunque el Renacimiento se atuviera al célebre aforismo «ut pictora poesis», es decir, tal y como es la pintura así debe ser la poesía, * no debe olvidarse lo platónico de la tal afirmación. Según las teorías estéticas del filósofo griego, las artes plásticas no eran realistas, sino tendencia al mundo superior de las ideas, de modo que su famosa «imitación de la naturaleza» se refería a ésta sólo como punto de partida, mas no como sujeto per se. El problema, entonces, quedaba circunscrito a la reproducción de las formas mejoradas, es decir, de contactos con aquel mundo ideal. Pero Platón habló de «comunicaciones», término ambiguo. El mortal se pone en contacto con aquel mundo inmanente de un modo harto místico, adivinativo, y esto es lo que los antiguos enten dieron por «vate», si bien luego se desvirtuara el término por influ jo romano y se le diera un contenido de augur o desentrañador del porvenir, cuando realmente significó ente capacitado para entrever las formas divinas o el mundo de las ideas. Con ello ya tenemos la explicación lógica del canon aplicado a todas las artes. El vate concibió formas perfectas y las hubo 55
de realizar. Para ello inventó unos volúmenes armoniosos y unas reglas, mas no pudo partir de lo grotesco, risible o calamitoso, últi mos escalones en que se degrada el mundo ideal, sino de lo más apro ximadamente perfecto que lo exterior le ofreciera; es decir, de lo más próximo a la idea que todavía quedase inmerso en la naturaleza. «Ut pictora poesis» significó entonces una poesía tan poco real como las artes plásticas, obedientes a reglas descubiertas por hom bres a todas luces superiores, vates, en una palabra, que influyen sobre la vida social y determinan la dignidad del gesto y del atuendo. Se eliminan de los juegos dionisíacos exageraciones y mamarracha das. Se inventan las unidades. Se legislan las diferencias entre co media y tragedia, porque aquella primera, reservada a personajes bajos, no puede constituir ideal. El Renacimiento y el clasicismo francés aplican esta medida, con todas las imbricaciones políticas y sociales que fácilmente se deducen. Ahora bien, ¿qué pasa si no hay ideas innatas? Descartes las deduce de su método, según el cual de lo próximo y verificable se pasa a lo más cumplido y deducible, pero no al revés; de modo que Dios, ente perfecto e infinito, no puede ser sugerido por ninguno de los objetos finitos y limitados que nos llegan a través de los sentidos, como tampoco el concepto de lo justo o de lo puramente moral, cuyas manifestaciones terrenas y sensoriales son imperfectas. Esto, que importa bastante, explica las ideas estéticas del filósofo francés, semejante en todo a las de Platón. Pero a falta de ideas innatas, el concepto de belleza deja de ser absoluto. A partir de ahora hay que admitir variantes, y además, otro motor de la obra. Ya resulta indefendible el principio igualitario, su puesto que lo exterior, único punto de arranque, es distinto según antojos y latitudes y no puede sugerir nociones idénticas a todo el gé nero humano. Con ello, las complicadas mentalidades o configuracio nes psicológicas en que los hombres pueden subdividirse tienen un derecho perfecto a dejarse conmover por uno u otro accidente de la naturaleza, y ya resulta inútil la férula del «vate» o adivino, supuesto que no hay mundo inmanente que averiguar. Esta, desde luego, es la noción del libre examen protestante aplicada al mundo aparente, mas no reñida con el antideterminismo, determinismo o panteísmo, pues cada una de estas posturas puede aplicarse indistintamente al hecho de deducir cuanto al individuo le sugiera el exterior real. Locke habla entonces de la «uneasines», quiere decirse la falta de comodidad, de felicidad o de dulzura, y no la inquietud, como erróneamente tradujo Coste en francés, y define el tal estado del es píritu, «aguijón que excita la industria o la actividad de los hombres». 56
o sea, «la ausencia de una cosa que nos proporcionaría placer si estuviese presente», concepto relativo y capaz de legitimar esta o la otra forma de emoción, la industrial y comerciante inclusive. Esto significa la más seria de las oposiciones al clasicismo, es decir, al Re nacimiento. La indiscutible retórica construida en una aspiración ideal y adivinada, inmejorable e imperfectible, ya no es, a partir de él, una realidad, sino una falsa deducción formal cuyas entrañas las constituye un sofisma.
Hablemos ahora de otra consecuencia de esto que hemos llama do revolución estética, porque, en efecto, lo fue. «Ut pictora poesis» cambia de frente. El concepto de pintura se altera y remueve aquí. Ya no es la naturaleza un punto de arranque o partida al que aplicar reglas eficaces que la embellezcan y aproximen a lo bello absoluto, sino lo único existente desde el punto de vista material, es decir, des de todos los puntos que se refieran a lo plástico, tan opinable y elegible como el resto de la «uneasines». El sujeto nace aquí, con de trimento del «apriorismo», y si acaso se continúa embelleciéndolo, ya no será por razones metafísicas, sino simplemente prácticas. Cier tos espectáculos no son copiables o reproducibles. Algunos provocan el asco y otros el dolor. Grandtone, el retratista, escribirá sobre este asunto y luego veremos cuáles fueron los resultados en Europa, cuan do traten de ello, en Suiza, Bodmer y Breitinger.
Este concepto de la «uneasines» que no excluye, como ya se en tiende, intranquilidad o deseo alguno, pronto se ha de manifestar en el campo publicitario de la literatura. La clase burguesa no participa del ideal histórico en que se complace el aristócrata. Sus ocupacio nes y preocupaciones son otras. También los resultados. En defini tiva, el empirismo de Locke tan sólo adquiere realidad frente a espec táculos o sujetos existentes, y puesto caso que la burguesía política c influyente acaba de nacer, bueno es que antes de su comparecencia no se escribiera sobre ella, pero bueno también que una vez compare cida constituya sujeto. Resulta inaceptable para el capitalista el que se le incluya entre los temas indignos del arte y el que Wycherley die ra a la-escena su Esposa campesina, que no es, finalmente, sino adap tación poco hábil del Burgués gentilhombre. Ya son otras las cir cunstancias. Monsieur Jourdan aspiró a ennoblecerse, pero estos 57
industriales y armadores británicos sonríen de la aristocracia, pobre y cubierta de deudas. Además, les ocurre lo contrario. Aquí es el no ble lord el que aspira a la fortuna, incluso buscando en matrimonio «esposas campesinas». Entonces, Farquhar estrena The twin rivals en 1702, tragedia en la cual no se tratan conflictos helénicos, sino familiares y burgue samente actuales (un divorcio), y el futuro redactor del The Spectator, Steele, The lying lover y sobre todo The conscius lover, en donde pinta un negociante filantrópico y virtuoso. A este teatro se le llamó tragedia burguesa, porque su forma es clásica y ello ilustra más que nada esa inversión del «ut pictora poesis» a que nos hemos referido. Se trata de un ensanchamiento de base, como más tarde se diría en cuestiones de política. El burgués, hasta entonces ridícu lo, sujeto de comedia e inexistente como sujeto pictórico, porque no inducía a nada grande ni por su atuendo ni por su aspecto físico, reclama ahora su comparecencia en el campo de la seriedad, de modo que, finalmente, ésta es una lucha de clases originada en que existe lo que se ve. El pueblo es ahora lo irrepresentable, porque sigue induciendo a horror y asco. Descartes y Platón no significan nada. El ideal ha sido sustituido por la «bienséance». Es lógico, por consiguiente, que ahora surja Pope. Este gran retórico y poeta fue católico de educación aunque luego cayese en el indiferentismo. Escribe su famoso Essay on criticisme y dice en él que Inglaterra, nación «gótica y bárbara», se preparaba por en tonces a conocer lo bello y que «en un mundo en el cual ha triun fado con exceso un error propio de la incultura, debe resucitarse la armonía razonable de la perfección olvidada». Ello significó para Pope la adaptación del dístico alternado francés, el purismo de un lenguaje en verdad muy bello, el uso de clisés retóricos transmitidos e intercambiables y el latinismo y helenismo. Pope fue el Boileau bri tánico, pero su cartesianismo, opuesto al empirismo de Locke, mar ca una influencia que el británico no olvidará jamás; es decir, la dis ciplina de la forma. Andando los años, el propio Byron se ceñirá a los juicios estéticos de Pope. Ahora bien, aquello de «nación gótica y bárbara» traería con secuencias insospechadas, si bien muy lógicas, porque luego se verá a qué se refería Pope. De cierto, no entiende el burgués que las «ar monías» no puedan compaginarse con temas distintos de los helé nicos, ni admite tampoco ese parentesco entre fondo y forma. Colige, claro está, que la ruptura del canon cartesiano hubiera originado una anarquía, una especie de «Sturm und Drang» como el que se producirá años después en Alemania, de modo que el puritano y el 58
«whigamore» admiten el molde, pero no el contenido. Esto resulta esencial. La nueva clase capitalista y sensorialista también es clá sica a su modo. En 1709 el conde Shaftesbury publica un libro curioso titulado Las características y en él afirma que los hombres poseemos un sentido interno para percibir el bien y el mal, así como los sentidos externos nos dan a conocer las cualidades. Evidentemente, esto tien de a completar el empirismo de Locke, por fuerza histórico y hereda do, bueno en cuanto constituye una cadena de conocimientos a uti lizar por las generaciones sucesivas, pero inservible respecto de los problemas instantáneos que al ser humano se plantean. ¿En qué pue de servirnos la experiencia cuando se trate de juzgamos a nosotros mismos? El cartesiano, por lo menos, posee una categoría de valores basada en el combate contra las pasiones y puede juzgar al semejan te, según resulte vencedor o no en esta lucha externamente verificable. Shaftesbury nos habla del «sentido interior» que es, desde lue go, el común, sólo suficientemente desarrollado «en hombres nor males y cultos» y que sirve, además, para saber si los seres humanos son simpáticos o repulsivos. La importancia de esta tesitura con siste en que personaliza el concepto de belleza, pues, forzosamente y por razones biológicas, no todos coincidimos en atracciones y re pulsiones respecto del semejante y del exterior, de modo que ésta es una batalla muy seria contra el modelo, aun cuando no lo sea contra el canon. El conde no discute la vigencia de unas leyes de armonía, sino el objeto sobre el cual se hayan de aplicar aquellas leyes. Lógica mente, concluye Shaftesbury afirmando que en la naturaleza «todo es bueno para el ser humano» —concepto que Rousseau equivocará suprimiendo el complemento y reduciéndolo a bueno y útil per se—, lo cual importa muchísimo, pues marca la vigencia de un todo capaz de comparecer en arte, siempre y cuando alguien lo sepa aprovechar. Ya se verá que el romanticismo no es otra cosa, y ahora debe verse también cuánto importan en la lógica de este filósofo bri tánico las consecuencias del libre examen. En 1711, Addison y Steele comienzan la publicación de su perió dico famoso, The Spectator, en donde, por boca de sir Roger de Coverley, de la gentry campesina, y de sir Andrew Freeport, bur gués ciudadano, popularizan aspectos de la nueva clase social y afirman que «el gusto es un tacto interior que permite a la sensi bilidad reaccionar según las conveniencias». Esto, como se ve, es doctrina de Shaftesbury, aun cuando tiene mucha originalidad. Aquí ya se habla de la sensibilidad, o facultad de recibir más o menos las 59
acucias del exterior, pero también del gusto y de las conveniencias. Aquél, naturalmente, puede ser más o menos colectivo, pero no universal, de modo que ya no existe la unidad estética, es decir, el retrato de mujer estereotipada según los cánones, el arte plástico de factura eterna y el tema heroico de la tragedia antigua. Esto es cosa del «gusto». Ahora bien. Como las conveniencias aconsejan un or den exterior, ni Addison ni Steele discuten el valor de la retórica clásica.
En 1688, Dryden ha traducido las Geórgicas y Bucólicas de Vir gilio. Ello muestra que los clásicos no sólo se ocuparon de tragedias, y además, que el gran poeta latino, sumergido en las tormentas que provocó el asesinato de César, coincide extrañamente con el Milton del Pensieroso. Y ahora ocurre algo muy particular. Pope imitan do a Virgilio, escribe sus Pastorales, y Amblóse Philips otro poema famoso del mismo título. El retórico, hombre orgulloso y temible en el campo de la polémica, no se lo perdonó. Arremete contra Philips en forma violenta, de modo que éste, sin duda ofendido, publica en 1723 Colección de viejas baladas para molestar sin duda a Pope, pues ésta es la vez primera que el «gótico» comparece frente a Virgi lio y a Homero, *con pretensiones de personalidad. Estas pastorales líricas son una contemporización por parte de Pope. Si el «whig» acepta la retórica del maestro y su modo de ver sificar; si aún se somete a las famosas tres unidades, no deja por ello de exigir realidades, y de hecho, ese campo inexistente para el cartesiano, naturaleza olvidada por el racionalismo, no es en Ingla terra un triste lugar en el que vegeten hombres zafios y de costum bres rudas. El crecimiento espectacular de las ciudades inglesas, ese Liverpool con cuatro mil habitantes en 1685 y más de cuarenta mil en 1760, Manchester con seis mil, también en 1685, y cien mil a fines del siglo xviii, determinan el week-end y la busca de un reposo bien necesario para quienes viven y trabajan entre máquinas ruidosas y el tráfago incesante de la carga y descarga. Así, cuando a partir de 1726 comienza Thomson a publicar sus Estaciones —Invierno, 1726; Ve rano, 1727; Primavera, 1728; Otoño, 1730— ya es evidente en ellas un realismo superpuesto a la tradición clásica, aún muy viva en Thom son, pero ya prácticamente inglesa, por cuanto el campo no es en las islas un sujeto retórico, sino una presencia.
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Y ahora penetran en Europa estos influjos británicos. En la Suiza de lengua alemana, lo que resulta natural, de una parte porque el calvinismo helvético rechaza los influjos franceses, y de otra por* que los exteriores resultan allí extraordinarios y parece difícil sos tener frente a los Alpes que la naturaleza necesita de mejoras al es tilo platónico. Bodmer,8 fundador de la llamada escuela de Zurich, crea el Diskurse der Mater, a imitación del The Spectator,y origina la prime ra oposición didáctica contra los cartesianos. Breitinger, un pintor, le presta su ayuda, pero más tarde nos referiremos a él. En resumen, el uno y el otro son empíricos y discípulos de Locke, pero también panteístas. Así, lo que en Inglaterra había sido un combate prác tico contra la idea innata, toma en Suiza características doctrinales diferentes. Hasta ahora, los ingleses plantean un problema de co nocimiento sin imbricaciones teológicas. Si bien Locke escribió que «quizá las piedras y los árboles tengan alguna especie de alma», es lo cierto que no insiste sobre esta materia, y que no hay en él trazas de Spinoza ni de fluido o sustancia alguna. Pero para Bodmer la cuestión no se plantea igual. La natu raleza es Dios y resulta con ello evidente que del estudio de los exteriores ha de salir la certeza estética, así como todo el resto de certezas. Preconiza, pues, el estudio del medio y el de la Biblia, ejemplo mayor de sensorialismo, puesto que fue palabra de Dios oída por sus transcriptores, lo cual resulta un tanto sofístico en cuanto al sistema de Locke se refiere, mas no respecto a los espinosistas con tinentales. Estos, bastante desamparados frente al rigor lógico de Descartes, hallan ahora en el sensorialismo británico medio de unir lo que el francés desunió, porque, en efecto, el racionalismo sin ideas innatas, puramente deductivo a partir de verificaciones cuyo solo origen lo constituye la naturaleza a través de los sentidos mediante los cuales nos comunicamos con ella, parece corroborar el Todo, y por ende el predeterminismo inherente a nuestra identificación con el exterior. Pero es Haller (1708-1777), médico y naturalista, el que sistema tiza este panteísmo. Ya en 1729, en plena juventud, escribe un poema, Die Alpen, de poco mérito literario, aun cuando importante, porque es un testimonio de «color local». Todavía hay en él influjos virgilianos, mas el paisaje y campesinos que lo pueblan son definitiva mente suizos. Por primera vez comparece ahora ese nuevo concepto del «uf pictora poesis» referido a la escueta realidad y no a las de formaciones ideales del canon. Por otra parte, Haller no sólo tiene para ello motivos de índole metafísica. Es el más ilustre de los 61
profesores de anatomía de su época y autor de una famosa teoría sobre el sistema nervioso que habría de influir en todas las escuelas de medicina europeas. Esto, claro está, fue posterior a Die Alpett, mas debe reconocerse que el joven poeta ya debió tener entonces atisbos de las experiencias que andando algunos años había de em prender en la universidad de Gotinga. Haller, entusiasta de Locke y de su empirismo, estudia los sen tidos mediante los cuales nos ponemos en contacto con el exterior y sin cuyo concurso no hay posibilidad de conocimiento. Supone en tonces, lo que no anda muy lejos de la verdad, que el sistema ner vioso está constituido por una serie de tubos infinitesimales dispues tos a lo ancho y largo de la epidermis, y que estos capilares están rellenos de éter, luz o magnetismo. Deduce de ello que el mayor o menor contenido fluídico de los nervios determina la mayor o menor capacidad o sensibilidad, de modo que las enfermedades no son en suma más que una falta de aquel fluido, por pérdida que se debe, entre otras razones, al contacto escaso con la naturaleza. Recomien da, pues, la terapéutica nudista, el baño de sol, la permanencia en el campo, la hidroterapia y un régimen dietético omnívoro en el cual se consuman mayores cantidades de vegetales y frutas. También las excursiones y los viajes a pie. Naturalmente, en todo ello se encuentra la vieja escuela panteísta de las identidades, la asimilación astrológica del cuerpo hu mano al sistema planetario y la teoría de los cuatro humores, iguales a los cuatro elementos de la naturaleza, gaseosos, líquidos, sólidos e ígneos, o sea, que en el fondo de esta nueva medicina está la «sus tancia» espinosista o la «mónada» espiritual de Leibniz, que no son, en suma, sino un intento de dar cuerpo científico a lo que sólo fueron vaguedades medievales. Ahora, luego de Locke, si el conocimiento es la sensación, resulta evidente que de algún modo ha de intro ducirse el exterior en nosotros para que lo juzguemos y anotemos, así como también parece inevitable que cierta parte de nuestro interior se refleje hacia fuera, porque sin ambas condiciones no habría contacto. Luego estas dos fuerzas, la interna y la externa, son idénticas o de lo contrario no se produciría la asimilación, sino la repulsión. De ello, ya se ve, se deduce un principio de identidad entre la naturaleza y nosotros, es decir, la lógica demostración del pan teísmo y del predeterminismo. Descartes parece vencido y con él todo cuanto el clasicismo significó. Cray (1716-1771) recoge estos influjos. Viaja por los Alpes en 1739. Ya volveremos a encontrarnos con él. 62
Ahora se entenderá mejor el curioso problema de la «sensibili dad», como así se denominó en literatura la afición al llanto y a las efusiones que cae sobre Europa a mediados del siglo xviit. Este complejo característico tiene dos vertientes y es la primera la de su contexto esencialmente fisiológico, pues si la sensibilidad es el uso recto de los sentidos, el insensible resultará un enfermo o incapa citado. De este modo, la normalidad ha de manifestarse por la capa cidad de absorción o «simpatía», como dirá después Adam Smith (quiere decirse por sufrimiento conjunto, que tal es el significado del término), y de ahí aquella manifestación pública de emociones y llantos convulsivos, considerados antes de Haller de muy mal gusto. La otra vertiente del problema a que nos referimos es su actua lidad. Si el espectáculo o la situación conmovedora se referían a una realidad presente y no histórica o recordada, el choque entre el sujeto y el problema planteado no requería de otros lazos ni exigía valores simbólicos que pidiesen la comparación o abstracción, tra bajo arduo y enemigo del placer directo. Así, la Ifigenia antigua conmovió a los griegos porque les resultó un problema de presen cias. Mas en el siglo xvin, el tema de la joven sacrificada era brutal e ilógico, si no se operaba en el público una transposición necesaria de épocas y de situaciones.7 Tal fue el origen de la tragedia llamada doméstica y del drama que ahora se llamará burgués. Ambos títulos se justifican por la pro ximidad de los temas y dependen de un especial género de «uneasines» particular, horror a las deudas, obligaciones originadas en el crédito y valor de la firma o la palabra y consecuencias derivadas del irrespeto u olvido de todo aquello. También del concepto bur gués de amor conyugal y conducta en el seno de la familia. Y son las condiciones sociales las que explican que esta «sensi bilidad» se entienda sólo para todo cuanto desencadene la emoción y llanto convulsivo. El patronaje británico es despiadado por prin cipio y sistema. Aquellos capitanes de empresa, en contacto directo con tanta miseria y tanta opresión, habían de endurecerse y crear una conducta pública adecuada. La burguesía, al frente de sus nego cios, no necesitaba de informes para conocer los problemas del asa lariado ni la verídica situación en que se desenvolvía, pero como re sulta poco agradable pasar la vida ignorando el sufrimiento ajeno y rechazándolo por sistema, de algún modo hay que dar salida a la emoción, y aquí del drama lacrimógeno. Es un proceso semejante al del caballero vertiendo lágrimas amargas con las desdichas de Lancelote y Perceval e incapaz de poner en práctica ningún princi63
2. Grabado popular alemón
pió de caballería. La buena burguesía británica llora con Litio y con su drama famoso George Burnwell, dado a la escena en 1731. Este es un honrado y joven aprendiz que acaba en el patíbulo por culpa de una prostituta. Ahora bien, de todo ello se origina un concepto esencial en esta gestación de la escuela que venimos estudiando: el fin de la separación clásica de géneros, según las personas o cali* dad social de quienes en la tragedia actuaron. Ahora comparece la burguesía como sujeto literario «serio». (Cf. M a n t o u x , La Révolution Industrielle.)
Pero hay más. A partir de Jorge I de Hannover entran en liza los godos, tribu germánica no muy bien definida y cuya fortuna glo riosa se explica bastante mal. Para los italianos del siglo xv godo fue sinónimo de bárbaro y también de cualquiera de las tribus del norte «responsables de la ruina del imperio. La época no se caracte rizaba por su rigor histórico y ni siquiera por un conocimiento ele mental de acontecimientos pasados. Gótico fue lo románico e incluso lo bizantino. Bastaba, simplemente, que una cultura o manifesta ción de cultura europea estuviera circunscrita a orígenes confusos 64
para que se la calificara de gótica y, naturalmente, todos los alema nes del norte eran godos, es decir, bárbaros y responsables de la «noche oscura» medieval. Y los propios encartados lo creyeron. Ya vimos a Leibniz sufrir el espejismo de Roma, y Cristina de Suecia, instalada también en la ciudad papal, reúne una colección artística extraordinaria, pero clásica y desprovista de goticismo. El mismo Winckelmann, verdadero creador de la arqueología, escribe una Historia del arte en la Antigüedad, y algo después (1767) sus Monttmentí antichi inediti, referidos, en exclusiva, a Grecia y a Roma, con lo cual afirma el desprecio que en su propio país sufrían las formas que no tuvieran algún parentesco, lejano o próximo, con el Medi terráneo. Este descrédito artístico y literario lo fue también polí tico, porque los bárbaros del norte, alemanes todos, acabaron con la Roma eterna. Pero en Inglaterra es otra la cuestión. Aquí no se discuten los orígenes de Carlomagno ni la «bula de oro». Ya hemos visto cómo Pope escribe en su Ensayo sobre la crítica que «una nación gótica y bárbara» se preparaba a salir de su estado de postración y grose ría gracias a las aportaciones de la vieja e ilustre Antigüedad, lo cual significa además de un ataque contra formas artísticas y litera rias representadas por Chaucer, Shakespeare y Spencer, otro perso nal y político contra Jorge I de Hánnover, rey extranjero y «godo» por añadidura.8 Este nuevo monarca casi nunca está en Inglaterra. Permanece en su corte germana entregado a la barbarie, no habla el inglés y abandona los asuntos en manos de Roberto Walpole, whigamore. Comienza entonces una reacción curiosa. Walpole, inteligente po lítico, sabe bien lo que para muchos ingleses ha significado ese Hannover y no puede tolerar la campaña antigótica de Pope y compañe ros. Están todavía muy vivas las intentonas de Jacobo III, y Escocia, sobre todo, todavía fía en los Estuardos. Conviene, pues, legitimar la dinastía, al parecer extranjera. Se gún el Beowulf, poema sajón, los angles, habitantes de Dinamarca e invasores de Escocia de los cuales se derivó Inglaterra, fueron go dos de pura cepa, de modo que lo nacional auténtico no es lo Plantagenet, sino lo nórdico y gaélico perdido en los meandros de la historia y en los reinos de Centroeuropa. Ya tiene el whig no sólo un fundamento nacional que justifique a los Hánnover, sino un mo do de ofrecer la paz al escocés y al normando, porque si en tiempos pasados se logró el equilibrio dominando el francés al sajón inva dido, ahora en que el viejo y auténtico inglés, que es también el escocés, parece dominar, no hay razón alguna para alterar el orden. 65
De ello que prevalezca el clasicismo formal, normando al cabo, junto al tema nacional medieval que ahora se insinúa. Dijimos ya que Philips compuso una Colección de viejas bala das, y Gray, el amigo de Haller, publica en 1742 una elegía titulada El bardo. Este compondrá también sus Viejas supersticiones escoce sas y otra Elegía escrita en un lugar eclesiástico que es una primera evocación manifiesta de arquitectura distinta de la clásica. * Como se ve, puesta a encontrarse razones históricas, la clase burguesa británica se deja influir por la aristocrática tesitura de los «ilustres abuelos». Lógicamente, estos fabricantes, terratenientes y armadores hubieran debido buscar, por sensorialismo, un reflejo absoluto de la realidad existente. Pero aquí se impone un concepto de legitimidad política aliado con el legalismo práctico que define para esta clase toda suerte de relaciones. De ahí que no resulten in compatibles la modernidad del drama y la antigüedad de las leyen das o baladas. En cierto modo, hay aquí paralelismo. Al héroe griego o romano lo sustituye el caudillo medieval y el comerciante severo y cumplidor. Dos cambios en el status, como ya estamos viendo, na cional el uno y popular el otro.
Hay todavía más. La vieja balada tiene argumento. Las delica dezas de la forma no pueden, por sí solas, satisfacer a quien no esté provisto de la suficiente cultura, y el burgués, naturalmente, no la tiene. De ahí que acepte la retórica sabia y no discuta con helenistas y latinistas. Y justo por esta avidez del cuento, de la anécdota com prensible y vital que pide por entonces aquel público no muy ver sado, se produce ahora en las islas un extraordinario renacer de la novela. Como en el Medievo feudal, en los castillos rurales de la gentry se requiere del libro que evite desplazamientos incómodos a la villa en donde actúan las compañías dramáticas. Si en el clasicis mo renace el concepto de la ciudad-estado (no fue otra cosa Versalles), el whig resucita el de una sociedad distribuida. Las famosas novelas de la Tabla Redonda, las crónicas y cantares de gesta y el li bro de caballerías tuvieron un mismo origen y mírese cómo se com pleta este ciclo lógico, porque en efecto, corresponde a complejos sociales. El amor a la naturaleza propio del habitante del campo, la sensibilidad, el remanecer de la Edad Media y finalmente la épica de la balada y la novela, con la resurrección consiguiente del detalle infinitesimal, siguen un camino paralelo al de la política y organiza ción económica que ya hemos estudiado, cuyo arranque lo fue este 66
«auctoritas a populo» del calvinista. Se ha de percibir ahora cómo el clasicismo olvidó la circunstancia por influjo del ideal, y cómo el burgués británico, de cara a un trabajo efectivo, resucita los domi nios circunstanciales. Esta novela inglesa importa en extremo. De ella surgirá el tér mino tan discutido y mal adaptado de romántico. En 1695, un desconocido Master of Arts de Oxford escribe un ensayo de critica exegética, Destruction of Fables and Romances de la Biblia, llena, se gún aquel autor, de «romantick hypoteses», es decir, de novelerías. Pero este adjetivo, tan distinto en su desinencia del «romanesque» francés, gozaría de una fortuna excepcional por culpa de los traduc tores, como luego veremos. Conviene ahora destacarlo. Otra de las manifestaciones a notar en este renacer de la novela en Inglaterra es su morosidad, su delectarse en detalles de traba jo y menaje, trajes, medias y zapatos, cofias, camas y colchones, y por una causa idéntica a la que determinó esta misma tesitura en La Celestina y en el testamento de Francisco Villon. Ya hemos visto que la lucha cartesiana contra las pasiones es meramente ideal con el olvido de los bienes de este mundo. Pero el burgués que los fabricaba y vendía experimentaba un profundo respeto por el «sudor crista lizado», de modo que su comparecencia tiene un curioso parentesco con la actitud del artesano del Medievo. Razón de más para compla cerse en el «tiempo gótico» y en su «color local», de que tanto habrá de servirse luego el romanticismo. Robinson Crusoe, publicada en 1719, es un ejemplo vivaz y bien compuesto de la lucha por la conservación y consecución de los más elementales bienes de for tuna. Pamela, de Richardson, impresa en 1740, es una curiosa no vela epistolar en donde hay páginas de gran belleza dedicadas a pro blemas domésticos.
Dos palabras respecto de la sensibilidad en la poesía lírica, par ticularmente en lo que concierne a las meditaciones frente al es pectáculo y sugestiones del ambiente. No es casual que la mayor parte de estos poetas ingleses, melancólicos y meditativos, sean pastores. Dyer, autor de Grangar Hill —meditación ante un paisa je— lo fue, así como Ysaac Watts, Young, Goldsmith, y tantos otros. Los cementerios se construyen en Inglaterra alrededor de las casas rectorales y no es difícil colegir hacia dónde pueden dirigirse las ideas de un poeta religioso que tenga siempre a la vista semejante decorado. La sensibilidad ha de traducirse aquí en la voluptuosidad 67
del miedo, y así, Collins escribe sus Odas en las cuales campea una melancolía especial y malsana, verdadera sugestión de la muerte. Esto había de influir también en el romanticismo, mas por causas bien distintas. Así, aun cuando se atribuyan a Las noches de Young (1683-1765) influjos decisivos sobre el resto de «noches» con que la escuela romántica se habrá de distinguir, no parece ello tan claro, y las razones ya las expondremos al hablar de Novalis. No obstante, en aquel célebre poema originado en tres fallecimientos que sufrió en su familia el autor, hay un «yo» aparente y un curioso influjo del exterior en las imbricaciones psicológicas de los personajes. Debe admitirse, entonces, que a partir de 1750 (Las noches se concluyó en 1746) ya están definidas en Inglaterra la mayor parte de condi ciones esenciales a la nueva escuela. Incluso la terapéutica de Brown, ilustre médico inglés, resultaría el complemento necesario al brote del romanticismo.
Notas
1. Cf. Cazamian, Historia de la literatura inglesa. 2. El hombre lobo. Esta leyenda se originó en la hidrofobia producida por la mordedura de aquellas fieras. 3. Cf. las Cartas de madame de Sevigné, comenzadas para distraer a su hija, porque ésta, trasladada a provincias por causa de su matrimonio, encon traba imposible vivir fuera del ámbito de la capital. Su madre, de acuerdo con ella en esta apreciación, escribe para tener a la muchacha al corriente de las novedades parisienses, que eran entonces las nacionales. 4. Hubo otras opiniones, pero en definitiva, tal fue el alma del clasicis mo. Consúltese la Historia de las ideas estéticas, de Menéndez y Pelayo, en lo que se refiere a tratadistas y teóricos de la época. 5. Pope tradujo también la litada, aun cuando advirtiendo que estaba llena de cosas inútiles que seria conveniente suprimir. Esta gloria quedarlareservada al francés Houdar de la Motte, quien redujo a doce cantos el famo so poema homérico. 6.1698-1740. Tradujo a Milton en 1732. Se opuso a Gottsched y a los clá sicos alemanes. Fue comerciante y teólogo. 7. De hecho, se trata de la expresión de la llamada por Locke «idea sim ple» originada en el mero contacto. Subsecuentemente a aquélla se producía la «compleja», mediante procesos de percepción, retención, comparación y abstracción, tan sólo posibles para cierto grado de cultura. La belleza del estilo, por ejemplo, era una «idea compleja». De ahí que la «sensibilidad», manifestación estética de una clase poco culta, se conformase con la «idea simple». 8. El Acta de Establecimiento. por la cual fueron entronizados los angli canos, es de 1701, y el Ensayo de Pope, que por entonces aún era católico, si bien luego derivó hacia el ateísmo, es, como ya lo dijimos, de 1710. Jorge I de Hannover comenzó a reinar en 1714.
9. Advirtamos que los estudios históricos referentes al Medievo, si bien fragmentarios e incipientes, comienzan entonces a sistematizarse. Neibon tra baja las antigüedades germánicas y Cale y Rymer los documentos ingleses. En 1678 publica Du Cange Glossarium mediae et infimae latinitatis, y Antonio Muratori se dedica muy meritoriamente a la Edad Media, totalmente ignorada.
Bibliografía
Cunningham , English Industry and Commerce. G rant R oberson, England under the Hannoverians. Morley, Walpote. P rothero , English Farming. Past and Present. T raill, Social England.
7 Un rebelde fundamental
Juan Jacobo Rousseau nace en 1712 y muere en 1778. Huérfano de madre, pasa sus primeros años en Bossey, al pie de los Alpes, en casa del pastor Lambercier. Antes vivió con su padre, relojero, hom bre sedentario y descontento de serlo, mezcla explosiva que influyó definitivamente sobre el carácter del muchacho. El artesano susti tuía las realidades con las que estaba disconforme leyendo novelas en compañía de su hijo hasta el amanecer, y sobre ello diría Juan Jacobo más tarde: Adquirí en poco tiempo, según este peligroso método, no sólo una extrema facilidad para leer, sino una inteligencia única a mi edad sobre las pasiones. Aún no tenía idea de las cosas y ya me eran familiares los sentimientos. No concebía nada y lo sentía todo. Esas emanaciones con fusas [...] no me alteraron la razón, porque aún no la tenia, pero me formaron otra de temple muy distinto y me dieron extrañas y novelescas nociones sobre la vida humana, de las cuales nunca han podido curarme ni la experiencia ni la reflexión.1
He aquí, pues, el origen del Emilio, cuyo método pedagógico será precisamente todo lo contrario. A consecuencia de un paseo por el campo, cuando estaba en Ginebra y trabajaba en el taller de un grabador, encuentra Rousseau cerradas las puertas de la ciudad y decide escaparse (1728). Tiene dieciséis años y toda su documentación se reduce a la Astrea de DTJrfé, al Gil Blas y a Don Quijote de la Mancha. Es nómada, picaro y bucólico. También hombre de tierra adentro. Afirmará más tarde en la Nueva Eloísa que el mar le altera y le causa un exceso de me lancolía. Se complace entre los bosques y los arroyos, en los con71
ciertos de pájaros de toda especie y en el perfume de las flores del naranjo. En suma, siente lo que ha leido y como lo ha leído. Los arpados pajaritos virgilianos, lugar común perpetuo e inamovible, el rumor de las aguas, virgiliano también y propio de pueblos meri dionales, y finalmente los naranjos, que quizá pudo ver en Turín, pero que no crecen demasiado en las tierras por las que anduvo y vivió Juan Jacobo. El futuro hombre natural es un salvaje europeo. Sus correrías y caminatas son cortas y siempre finalizan en alguna casa de campo. Después, cuando reñido con todos sus semejantes acabe por refu giarse en una isla, probablemente inducido por Robinsón, lo hará en la de San Pedro, en el lago de Bienne, a pocos metros de dos im portantes ciudades, y en uno de los parajes más hermosos y civili zados del mundo. Esto, al parecer, es contradictorio. Según el carácter de Juan Jacobo y su desacuerdo profundo con toda la humanidad, su campo de acción hubiera debido serlo Canadá, como le sugiere el irónico Voltaire en una carta célebre (30 de agosto de 1755), pero ello sería desconocer el carácter del futuro reformador de la religión y de las costumbres. Por ahora, todavía es calvinista más nutrido de libros que de experiencias. Durante una de sus correrías, pide albergue a un sacerdote católico, y este hombre, sin duda mal avisado, lo diri ge a casa de la señora de Warens, calvinista convertida y escapada de Suiza, residente en Annency. La dama recibe cariñosamente al mu chacho novelero, lo viste, calza y alimenta y lo desmoraliza, además, pues no era mujer de costumbres muy sanas. Ella lo envió a Turín, donde Juan Jacobo se convierte al catolicismo. ¿Fue sincero el muchacho en este su cambio de religión? Es di fícil asegurarlo, pero cuando diga más adelante en su Confesión de fe del vicario saboyano: «Dios de mi alma: nunca te reprocharé habérmela creado a tu imagen y semejanza, para que yo pueda ser tan libre, bueno y feliz como tú», debe reconocerse que por lo menos la noción de libre arbitrio, definitiva en la futura vida y obra del muchacho, le influyó sobremanera. Con tales bagajes mez clados, Juan Jacobo resulta un ecléctico. Una especie algo rara de la unión de las Iglesias, y una concreción personal de lo que en In glaterra adquiere ya características sociales, sin merma de las dis tintas opiniones de los individuos.
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Juan Jacobo es muy sensible: «Pocos hombres han gemido tanto como yo. Pocos han vertido tantas lágrimas», dice en sus Confesio nes. Diderot, del que luego fue gran enemigo, afirmaría en su Pa radoja sobre el comediante: La sensibilidad no es. en forma alguna, la cualidad de un gran genio. Es una debilidad de organización consecuente con la movilidad del dia fragma, la vivacidad de la imaginación y la delicadeza de los nervios. Los grandes poetas son los seres menos sensibles. No es el corazón, sino la ca beza la que lo hace todo.
Rousseau se indigna con Diderot, mas lo que de veras ocurre aquí es que el escritor francés es vitalista. Esta otra escuela de me dicina, francesa y cartesiana, rechaza los alegatos de Haller y afir ma que cada una de las partes del cuerpo humano posee una vida propia e independiente sometida a procesos distintos. Es falso, con siguientemente, atribuir el total equilibrio del cuerpo humano única mente al sistema nervioso, y ridículo suponer que la absorción del famoso fluido, éter, magnetismo o luz, había de constituir la única y sola terapéutica. Obsérvese, pues, el contexto que ahora toma el problema. Ya no es metafísico, sino científico. El cartesiano, médico ahora, sigue afirmando la total separación del hombre y de la natura leza, en tanto que el predeterminista, discípulo de Spinoza o de Leibniz, se empeña en lo contrario y de ahí su identificación del sufri miento conjunto o capacidad de simpatía, con un estado perfecto de salud. Rousseau, suizo, es partidario de Haller en cuanto a la natura leza se refiere, y sin embargo admite y afirma el libre arbitrio, lo que por entonces constituye una contradicción de la cual no sabrá Juan Jacobo desembarazarse. De ello arranca lo confuso de su sistema. Ahora bien, la sensibilidad rusoniana es secuela de una alferecía que el escritor padeció de pequeño y por causa de la cual estuvo en tratamiento en Montpellier. Durante toda su vida será un neurótico, paranoico finalmente, y siempre un exaltado. Es impresionable en grado sumo. Tiembla de ternura, entusiasmo e indignación, y des provisto de disciplina, no entiende por qué ha de constreñirse o li mitarse. No ha recibido Rousseau los influjos de educación ninguna ni conoce la necesidad de convivencia que obliga a elegantizar ex presiones y actitudes. En París, el erotismo y la exaltación nerviosa a que ya nos referimos son el cuadro general, y sin embargo, Voltaire, hipocondríaco, siempre sujeto a malestares y desdichas, no da rien da suelta a sus pasiones y continúa practicando una manera de 73
hacer mesurada y reglamentada. Juan Jacobo no lo hace así. Llora y grita cuando le acomoda y pronto se hace famoso por su constante ruptura de la disciplina. Por entonces se identifica con el Alceste de Moliere.
Esto así, Juan Jacobo carece de la formación necesaria como para ser un dialéctico. Tampoco es un hombre práctico, a la in glesa, de modo que se enfrenta con el universo mundo provisto de su solo sentimiento. El «siente» la libertad y «siente» la natura leza. No sabe cómo unirlas o cómo separarlas. Frente a los argumen tos del predeterminista, fuertes en verdad, puesto que si todo está regulado y el hombre forma parte de ese todo, bien ha de estar el hombre regulado también, no tiene silogismos, y contra el car tesiano, católico o no, se halla desamparado; él afirfna la libertad de los individuos y la supremacía de la naturaleza. Esta, como sometida inapelablemente a la voluntad del Señor, ha de ser forzosamente buena, de modo que el hombre, libre y voluntarioso, para acertar en su línea de conducta teológica y moral debe limitarse a calcar sus actitudes de la pauta propuesta por el exterior. Pero ¿qué ocurre cuando se produce en 1755 el terremoto de Lisboa, catástrofe en la cual perecieron centenares de inocentes? ¿«Tout est bien», como iró nicamente le preguntaría Voltaire? * Juan Jacobo está falto de respuestas y escribe: He abandonado la razón y he consultado a la naturaleza; es decir, al sentimiento interior que dirige mi creencia, independientemente de mi razón. *
¿Es esto responder? ¿Cómo ha de ser la naturaleza un senti miento interior? La nueva tesis parece panteísmo, no sin motivo evi dente, por cuanto identificar la manera de sentir con los exteriores es aceptar la mónada espiritual de Leibniz. Pero tampoco es así. Las críticas de que es víctima por entonces el ginebrino le harán escribir años más tarde: [...] la coexistencia eterna de dos principios, el uno activo, que es Dios, y el otro pasivo, la materia, que el ser activo combina y modifica con una plena potencia, sin haberla creado, sin embargo, y sin poderla destruir [...]. *
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Lo cual resulta catarismo, herejía según la cual se achacaba al demonio la creación del mundo. En definitiva y como se ve, Rousseau, que también negaría la revelación y calificaría a Cristo, en un paralelo con Sócrates, de «sage hebreu», intenta responder a las sucesivas críticas de que es objeto, con poca fortuna, bien es verdad. Resulta también con exceso influible. Como para los enciclopedistas las Escrituras carecen de valor, él las da por no válidas. Si el protestante no admi te las jerarquías eclesiásticas internacionales, él las rechaza tam bién. Finalmente, como le parece aberración suponer al hombre esclavo nato y predeterminado, acepta el libre arbitrio católico y construye con todo ello un sistema efectivo y ecléctico. No obstante, su influjo fue determinante. Juan Jacobo plantea el problema que todos soslayan, si no con habilidad a lo menos con pasión, y no desprovisto de lógica práctica. Este hombre genial y violento se atiene a los resultados. El viejo predeterminismo cal vinista logró en Gran Bretaña una triste separación, según la cual vino a obtenerse un pueblo mísero y privado de cualquier derecho, pero en Francia, y por otras vías, el resultado es el mismo, por cuanto al pueblo metafísicamente libre se le olvidó demasiado, y así, inculto, mal nutrido y desprovisto de belleza, arrastra una vida limitada por el privilegio artificial y retórico, circunscrito a una sola clase poderosa. La solución le parece a Rousseau tam bién como un término medio. «Auctoritas a populo per Deum», pero sin condenados a priori ni salvados por propia definición, mas tampoco con libertades metafísicas ilusorias cuando no hay medios de llevarlas al logro práctico. Su error consistió en proponer un borrón y cuenta nueva, utópico sistema de una Arcadia feliz y poé tico retrotraerse a un nivel de igualdad primitiva para comenzar de nuevo. No obstante, este «discípulo de los ingleses» introduce un fermento necesario. Se requería tener en cuenta el factor pueblo, y Juan Jacobo, individualista que no supo armonizar, inquietó al francés clásico y al inglés semiclásico, satisfecho con su binomio de poseedores y rey. Este no fue, desde luego, un proceso de cuya absoluta origina lidad haya sido responsable el discurso de la desigualdad entre los hombres. Haller, al que tanto debe Rousseau, ya produjo en Die Alpen un pueblo idílico más o menos sofisticado, pero original y existente y cuya presencia literaria provocaría la moda médica y pastoril del «retorno a la naturaleza», y el metodismo británico de Juan Wesley (1703-1791) comenzaría por entonces en Inglaterra una reeducación de masas. Con todo, el ginebrino, apasionado y due75
ño de un estilo literario superior, logró una audiencia en verdad extraordinaria, y resulta evidente que el despotismo ilustrado, o po lítica de «todo para el pueblo sin el pueblo», se originó en este remo ver de ideas cuyo colofón lo sería el Contrato social. Ya veremos los influjos de este popularismo sobre la próxima escuela román tica.5 De otra parte, y si bien no sea justo señalar a Rousseau como inventor del egotismo, sí lo es que el ginebrino también daría a este aspecto de la obra literaria una eficaz publicidad. Sus Confesiones son un modelo público de autoanálisis. La autopsia del «yo» no era nueva. Ya lo vimos con la hermana Anne-Eugénie, pero es que Juan Jacobo rompe la regla del pudor, de la «retcnue» honorable y car tesiana a la cual se atemperaron todos, católicos y protestantes. Su educación de solitario lo faculta para su especial temperamento crítico, pero también sus Confesiones son producto de su hibridismo teológico. En Juan Jacobo es siempre el mismo problema. Ello determinó su radicalismo social y determina ahora este libre uso de sinceridades, tan aparentes, que en el fondo conmueven. El pro ceso es lógico. La confesión católica exige un severo examen de con ciencia y una franqueza absoluta respecto del sacerdote, y el rito calvinista ofrece en ello unos aspectos de publicidad interna y re servada al fiel, pero colectiva. Rousseau, entonces, se confiesa a la católica, y a la protestante hace partícipes a todos de sus dudas y problemas, los inicia, por así decir, en esta nueva comunión de pa siones y defectos colectivos, y espera una absolución de quienes le escuchan, esta vez la sociedad toda, a la que de paso acusa. En las Confesiones se advierte la lógica del Contrato social. Juan Jacobo no es bueno, porque nadie lo es. Todo está viciado desde el principio y parece el autor esperar que alguno le arroje la primera piedra. Lo importante en ello es que el ginebrino, contrariamente a los clásicos para quienes la obra escrita es un paradigma o ejemplo que ofrecer, y diferente también de los ingleses que hacen lo mismo des de otro punto de vista, convierte a la literatura en espejo del autor. El influjo de esta tesitura será extraordinario. Mucha y buena par te del exaltado lirismo romántico se origina de aquí, a través, como ya se sabe, de la novela autobiográfica, género en que habrían de distinguirse madame de Staél, Benjamín Constant y Senancourt. Parece inútil advertir ahora que Juan Jacobo, paisajista ini gualable, sigue a Breitinger, teórico de la escuela de Zurich. Este, en su Poética, y buen lockiano sensorialista, aconseja al escritor inspirarse del natural, como el pintor, mas también, puesto que en 76
la naturaleza existen acumulaciones excesivas de motivos, sugiere reproducir tan sólo lo «merveilleux», es decir, lo digno de ser admi rado. A ello se conforma Juan Jacobo con dotes de artista genial, de modo que también aquí puede afirmarse su influencia defini tiva sobre el posterior romántico.
Ya vimos en la obra citada del anónimo Maestro de Oxford, a propósito de la Biblia, que el epiteto inglés romantick significa ba todavía en el siglo xvn «novelesco», en su acepción de argumen to o caso imaginado. G. Roth, en A propos de l’Epithete Romantique, cita la relación de un viajero, Borwell, en la cual éste, y en 1765, des cribe «the romantick aspect» de la isla de Córcega, de modo que el anglicismo significaría ahora tanto como paisaje capaz de inspi rar cuentos o leyendas, o quizá, lugar que recordara descripciones novelescas. La cosa no está muy clara, mas ha de advertirse una inflexión en el significado del término, producto, sin duda, del re nacer de la novela británica durante este período y de Macpherson y su incorporación a la poesía épica del paisaje sugestivo. De un modo o de otro, resulta evidente que durante el siglo xvm roman tick puede ya usarse en inglés con acepción distinta de la peyorativa de ridículo o fantasioso. Pero es en 1776, año en que Letourneur traduce al francés las obras de Shakespeare,8 cuando el término tan discutido adquirirá un relieve especial. En el prefacio de la edición inglesa que Letour neur utiliza (la de Johnson) se da con el término romantick y no lo traduce por «romanesque», sino por «romantique». Introduce así un neologismo que suscita una cuestión harto interesante. Para Letourneur entre «romanesque» y «romantique» hay la mis ma diferencia que entre «fantastique» y «fantasque», «philosophique» y «philosophesque», y tantos otros términos cuyo significado se al tera de lo serio a lo burlesco, según cambie el sufijo. La nueva pala bra no debe significar novelería ni espíritu impreciso o difuso, pues Shakespeare no se inspira en ninguna fantasía gratuita. Antes bien, parece dispuesto el dramaturgo a definir caracteres. Cuando se re flexiona sobre el contenido de un Otelo, debe convenirse que la anécdota pasa a un segundo término bastante singular; Shakespeare, preocupado por la progresión de pasiones, «novela» poco y «cuenta» todavía menos. Letourneur, entonces, propone para «romantique» un contenido sustancial, como él dice, a los sentimientos, e indepen diente de las reglas morales que definen la conducta; es decir, un 77
testimonio vital de sucedidos, sin que al autor deban preocuparle supuestos paradigmáticos referidos al personaje que desarrolla o desenvuelve. Letoumeur, como se ve, ha dado con una definición de lo ro mántico inteligente y original y no muy alejada de lo que pretendió posteriormente esta escuela, pero los sarcasmos de Voltaire, que lo acusa de haber destruido la tragedia francesa, reducen a nada los esfuerzos del traductor, encaminados a librar a Shakespeare de un calificativo poco adecuado. El británico no es, ciertamente, un fantasioso, y aun cuando no se atenga a las tres unidades y parezca todavía confundir los géneros, merece algo más que el despectivo y poco elegante «romanesque». Pero, por gran suerte, Juan Jacobo acepta el neologismo. Así lo transcribe en Les révéries d'un promeneur solitaire. Las orillas del lago de Bienne son más salvajes y romantiques que las del lago de Ginebra, porque las rocas y los árboles bordean el agua desde más cerca [...]; si hay menos campos de cultivo y menos viñas, me nos ciudades y casas, hay, en cambio, más verdor natural, más praderas y refugios sombríos, contrastes más frecuentes y montículos próximos unos de otros.
Como se ve, para Rousseau romantique vale ya tanto como «li bre» o «natural», opuesto a los artificios regulares. Está de acuerdo con Letoumeur y con aquel referirse a «sentimientos» independien tes de la «bienséance» normal o normativa, lo cual no puede extra ñamos dada la naturaleza del escritor, y es ésta la acepción que pe netrará en Alemania, de la mano del ginebrino, cuya influencia sobre los escritores germanos será muy grande. Pero en 1798, el Diccionario de la Academia Francesa dice: «Ro mantique:, como derivado de la expresión inglesa romantick, es un lugar o paisaje que recuerda a la imaginación las descripciones de poemas y novelas». Esta restringida definición del neologismo referida a los únicos exteriores, sin valor para géneros literarios en que las descripciones no puedan usarse, es decir, para el teatro, prevalecerá en Francia durante bastantes años. Las Cases escribe en el Memorial de Santa Helena, y en 1815, refiriéndolo a Longwood: Por la derecha, la vista se recrea sobre un terreno atormenta do [...]; por este lado, hay que confesarlo, el cuadro es del todo roman tique.
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Con ello, y ya se ve, romántico sigue en Francia significando pro pio del román, aun cuando al referirlo ahora al mundo exterior se le haya purgado de aquellas otras acepciones peyorativas y ridiculas, reservadas definitivamente al «romanesque».
Notas
1. Confesiones, lib. I, cap. II. 2. Es la tesitura de los optimistas británicos, el ya citado Shaftesbury, y Berkeley. Informará también la filosofía de Wolf (1679-1754), discípulo de Leibniz. Voltaire ridiculizará muy ingeniosamente en Candide, y a propósito justamen te de los dos terremotos de Lisboa, acaecidos en 1 de noviembre de 1755 y en 21 de diciembre del mismo año, tanto a Wolf como a Rousseau. 3. Carta a Verres, 1750. 4. Carta a Franquiéres, 15 de enero de 1769. 5. También en otro aspecto puede advertirse el influjo de Rousseau en la futura escuela romántica. Este su unir el libre arbitrio con las reglas de la na turaleza, en lo que Leibniz, como vimos, fracasó, eclecticismo poco fundamen tado, aun cuando esencial en la obra del ginebrino, constituye sin disputa la entraña del romanticismo. 6.1736-1778. Tradujo, además, las Meditaciones, de Harvey; Las noches, de Young, y Clarisa Hartowe, de Grandstone.
Bibliografía
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8 Acción y reacción
Inglaterra continúa en la lógica de su devenir histórico. Pope va perdiendo su crédito en lo que se refiere a los temas literarios, aunque es justo advertir que lo acierta en cuanto al estilo compete y ello explica su pervivencia. Cuando escribió que la perfección lite raria es producto del arte y no de la casualidad, había sentado un axioma perfecto. En el fondo, y como se ve, en esta conjunción bri tánica de fuerzas en presencia se origina lo mejor de Juan Jacobo, artista insuperable e informador actual, y también las tesis que luego sostendría Goethe, no tan originales como se pretende. Lo veremos con Macpherson. El debate entre «godos» y afrancesados continúa. Ese principio de las nacionalidades que más tarde conmoverá a Europa, se mani fiesta ahora en Inglaterra en la persecución de una base legítima sin la cual nada puede construirse en el terreno del derecho. Y se trabaja muy en serio. Temple estudia y analiza poemas noruegos (Essays of heroic virtue of Poetry) y sobre todo Hickes publica en 1705 un Linguarum septemtrionalium thesaurus. (Cf. Farley, Scandinavian influences.) Con ello, James Macpherson (1736-1796) intentará una notable aventura ya iniciada en 1747 por Collins en su oda a las supersticiones de Escocia y por Gray, autor de El bardo y de The fatal sisters, de puro ambiente medieval. Macpherson, maestro de escuela, enamorado de Escocia y de todo lo escocés, compone en 1760 los Fragments of ancient Poetry, traducidos, según él, del gaélico. La empresa era muy arriesgada. No todos desconocían aquel pasado nebuloso y olvidado. Además, el 81
bardo fue, por así decir, un poeta oral. Era el aedo de los antiguos celtas que cantaba a los dioses y a los héroes en las fiestas, enardecía en las batallas a los soldados y recitaba acompañándose de un arpa. Entonces ¿dónde podía haber hallado Macpherson aquellos poemas que dijo haber traducido? Samuel Johnson, el que había editado y comentado a Shakespeare en 1765, y del que nos habremos de ocu par, publica en 1775 Journey to the Western Isles of Scottland y demuestra indiscutiblemente que Macpherson fue un falsificador. Mas no implicaba. Median quince años entre la comparecencia de Ossian y este ensayo erudito de Johnson. El paso ya está dado, y el camino, hecho. Macpherson explora después los Highlands —altas tierras es cocesas—, interroga, inquiere y colaciona, y publica en 1761 Fingal and ancient epic poem, conforme con los cánones aristotélicos y en prosa rimada. El motivo central de estos poemas es la melancolía y el sentimiento conmovido. Hay un desfile de imágenes gloriosas, medievales y nacionales, y los decorados, como Haller lo preconizó, están libres de recuerdos literarios y corresponden a una realidad —la dulzura de los grises, el torrente, la montaña—, aun cuando una es la diferencia con el médico y poeta suizo. En Macpherson no hay la minuciosidad y desmesura propia de Die Alpen. Ya hemos di cho que su forma es clásica, de modo que aquí se realiza esa unión de realismo actual y de formas avaladas por el acierto, que fue, como ya se sabe, la postura de Goethe. Se debe reconocer. Ossian desencadena una fiebre de nacionalismo. Percy publi cará en 1763 Five pieces o/ Runic Poetry, y en 1765 Reliques of an cient English Poetry; Evans, Specimens of the ancient Wels Poetry y, finalmente, Smith imprimirá en 1780 Galic Antiquities, origen de estudios arqueológicos distintos de los de Winckelmann. (Cf. W atts, The Renascence of wonder in Poetry.)
Pero en Europa, aún era Francia la heredera del imperio roma no. Federico II consideraba el alemán como una jerga bárbara y usaba el francés. Catalina de Rusia se expresaba comúnmente en len gua gala. Lessing dudó un instante si no escribiría su Laocoonte en lengua francesa, de modo que para el británico subsistía la inquie tud, puesto que su incómoda vecina era todavía entonces el país más poblado y rico de Europa, fuerte en alianzas familiares y en presti gio, y ello de modo tal que incluso en Inglaterra las formas literarias y retóricas eran indefectiblemente francesas. 82
Con la guerra de los Siete Años, las alianzas continentales se complican. De un lado Austria y Francia, del otro Prusia con el llannover británico, y en medio la multitud expectante de príncipes alemanes mimetistas respecto de Versalles, sin noción de nacionalis mos, pero temerosos de los Hohenzollern y más inclinados al Im perio por tradición. Ya desde 1732 funcionaba en Hannover la uni versidad de Gotinga. En ella profesó Bodmer, fundador del Diskurse der Moler (1721), traductor del Paraíso perdido (1732) y el primero en señalar a Inglaterra como un modelo opuesto al de Francia. En ella profesó también Haller y explicó sus célebres principios de analomía. Empieza, pues, la batalla inglesa gótica complementaria de la militar. Es necesario que el alemán entienda sus verdaderos orí genes históricos opuestos a los del romano y el eslavo, y que abandone el complejo de bárbaro destructor de la cultura antigua. Este es el origen del conflicto que llevará a Sadowa y a la «Kulturkamf» de liismarck.
Los clásicos se defienden, y por cierto de manera harto curiosa. Se baten en dos frentes. Arremeten contra «los tiempos oscuros» en donde los ingleses intentan hallar sus ilustres abuelos, y contra la biblia en la que Bodmer aconseja buscar temas originales. La Enci clopedia en el artículo «Arquitectura» explica: Quedó reducida [durante la Edad Media, ya se entiende] a una total barbarie. Quienes la profesaban descuidaron por completo la justeza en la proporción, la conveniencia y la corrección en el dibujo. De esta clase de abusos se originó una nueva forma de construir a la que se llama gótica, la cual subsistió hasta que Carlomagno se propuso res* tablecer la antigua.
Como se ve, la arquitectura gótica fue anterior a Carlomagno, opinión extraña de cuyos orígenes no podemos tener idea. En el artículo «Gótico» se dice: Es sólido, pesado, macizo y algunas veces delicado y cargado de ornamentos sin gusto ni justeza.
Para Mallet, que es el redactor del artículo, el románico y el gótico son lo mismo, y así en la historia de la arquitectura sólo hay dos períodos; a saber: el antiguo y el moderno. En aquél, que es el 83
griego, los ornamentos sirven a la belleza, y la proporción, a la utilidad. Prosigue: Contrariamente, la arquitectura gótica levanta sobre pilares delga dísimos una bóveda inmensa que llega hasta las nubes. Parece que se va a caer. Todo está lleno de rosas, ventanas y puntas. La piedra se recorta como si fuera cartón. Todo está agujereado y en el aire.
En el artículo «Sarracenos» se titula a la Edad Media [...] época de ignorancia y de estupidez. También de barbarie. Los poeta*; ignoraban la tradición grecolatina.
Por entonces, claro está, se ignoraba que aquellos poetas bár baros continuaron la tradición bien romana del verso castrense ri mado que la Iglesia recogió en el dies irae, en los oficios y en el Mester de Clerecía. Turgot publica en 1749 Reflexiones sobre la historia del progre so humano y dice que la Edad Media fue una ruptura y un atentado al principio de la continuidad histórica. Se dan en ella, desde luego, algunos progresos mecánicos, como en la navegación, letra de cam bio, papel de algodón y trapo, vidrios, espejos, brújula, pólvora, mo lino de agua, relojes, etc., pero junto a ello, todo fue tinieblas y decadencia: Hubo un ocaso de las letras, del arte y de la ciencia casi total. La religión establece el dominio de lo espiritual sobre lo temporal. La in tolerancia fue la regla, y el Renacimiento, una regeneración comparable a la generación primitiva.
Grimm, alemán afrancesado, así se produce en su Correspon dencia(V. 260): La decadencia general incumbe al cristianismo. Es menester con venir en que el espíritu del Evangelio nunca ha podido aliarse con los principios de un buen gobierno [...] las virtudes que esta religión enseña no son buenas para esta vida [...] ninguno de sus postulada^ puede sustituir a la justicia, a la humanidad, a la generosidad y a la filantropía [...] esta religión, extendida en el Imperio romano luego de la pérdida de la libertad, nunca influyó sobre el genio de los pue blos [...] el primero y principal culpable es el emperador Constantino que se agregó por ambición al partido cristiano y cometió con ello el más detestable de los errores políticos, me refiero al establecimiento de la residencia imperial en Bizancio. Así fueron abandonados Italia y Occidente a la tiranía de los papas y a la invasión de los bárba ros [...] el espíritu monacal es tan antinatural y antisocial como sen posible [...] se podría hacer un libro muy grande y profundo acerca
la influencia del sistema religioso de un pueblo sobre su genio, sus costumbres, sus artes, su organización.
Esto, que Herder repetiría más tarde, aunque al revés, origen indudable del posterior Genio del cristianismo de Chateaubriand, fue la tesis oculta de la Enciclopedia, porque ya puede entenderse que para Grimm aquellos influjos religiosos resultaban nefastos. Y no es difícil discriminar cómo se llegó a tal estado de cosas. Los cartesianos primitivos se alzaron contra los errores doctrinales del panteísmo para combatir la fatalidad antigua, la anagké, y si adoptaron cánones estéticos, fue porque la regla originada en la vo luntad modifica los aconteceres naturales y prueba con ello que la intervención soberana del espíritu sobre cualquiera materia de fine un devenir histórico distinto del fatal que predomina en el ex terior. Pero en ello hay un peligro y es que en fuerza de tender al para digma, a la construcción de entes estéticos perfectos según las proporciones de la geometría, se puede concluir en el sofisma de confundir fealdad con error, y belleza con certeza. Entonces ocurren dos cosas. Es la primera que ya no se entiende el testimonio, y con siguientemente, no puede el clásico hallar explicaciones al arte me dieval. Porque el paleocristiano se da con el complejo del antropomor fismo, originado en que para el antiguo el hombre era la medida de todas las cosas. De ahí la transposición de sus dioses a formas hu manas sin cuyo recurso nadie hubiera entendido a la Divinidad, pero luego de Cristo, no era posible representar al Pantocrátor en figura de Apolo de Belvedere. El cristianismo ha de invertir los términos y dar a sus imágenes aspectos reales, pues debe entenderse que un san Pedro sin aires de pescador hubiera defraudado a todos los pescadores. La Eva ventruda, de piernas cortas y hombros caídos, es una exacta reproducción del raquitismo, y en cuanto al Señor, ese cadáver crucificado que tanto molestaba a Goethe, era efectiva mente un carpintero muerto y no un atleta poco trabajado y bien comido. Este «mensaje», como ahora se dice, encaminado a mostrar al poderoso que el Dios vivo y sus apóstoles nunca fueron señores de horca y cuchillo, ya no se entiende en aquel siglo X V III, de cuyo decantado espíritu crítico conviene dudar. El segundo de los errores del clásico consiste, justamente, en aquella regla de las proporciones. Porque en definitiva, aquí se ha sufrido el espejismo de la propia persona. Se ha disminuido en forma extraña el concepto de las armonías. El «cogito ergo sum» finalizó 85
en un solo considerarse a sí mismo, de modo que aparte de la figura humana y la noción de distancias impuestas por la altura física del hombre, todo parece excesivo o desproporcionado. Incluso en Versalles, la extensión es horizontal. Los techos no son altos. No hay verticalismos. El francés del siglo xvm lo quiere todo al alcance de la mano. De ahí su incomprensión de lo gótico, su afición a la arquitectura extendida en alas y su linealismo en música. También su rehusar elementos ornamentales —la abundancia crea la confunsión en el acto de escoger—, y su peculiar política. Este último es el aspecto más curioso de la cuestión. El elimi nar existencias en el campo de la estética se refleja en lo social, y así, como elementos influyentes y vitales, todo queda reducido a una clase dirigente limpia, bien comida y elegante. Esto, ya se ve, es tan cómodo como lo otro. Siempre resultará más sencillo jugar a las combinaciones con elementos escasos. Si en lo que respecta a la esté tica el problema se reduce al perímetro de un tórax o a la forma de la nariz, de cara al complejo social y a sus múltiples dificultades, mejor es reducirlo también todo a un escaso núcleo de comparecien tes y sumir al resto de los hombres en el ilegible capítulo de la feal dad. Ello explica el que las aparentes preocupaciones populares de Montesquieu se reduzcan, en definitiva, a un problema parecido al de la reproducción del ganado —la multiplicación de brazos útiles—, y las despectivas alusiones de Voltaire al pergeño grotesco del cam pesino. Ha de verse, pues, que es el predominio de la Francia europea lo que se está discutiendo aquí. El godo se afirma en la Edad Media, porque en ella encuentra su antigüedad y aristocracia. La cuestión de ascenso en el status significa un verticalismo. Si el francés se obsti na en su horizontalidad como descendiente del romano, el inglés se acoge al concepto de comparecencia de una clase nueva que nece sita subir, y mírese lo curioso de la coincidencia entre la ojiva o so ciedad vertical y el techo plano o sociedad horizontal. El otro aspecto es el de la pérdida de la fe. Supuesto caso que para el cartesiano, ya volteriano, la Biblia esté plagada de errores y anacronismos, mejor lo estará todavía la sociedad medieval que en ella se inspiró. Resulta entonces que el godo es doblemente ne cio por su afición a una época bárbara como inspirada en documen tos erróneos, y por su apego a tales fuentes seudoteológicas.
Bibliografía
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9 De Gotlnga al Laocoonte
¿Qué pasa en Alemania mientras tanto? Social y políticamente es un país sumido en la estrechez de la vida municipal. La multitud de pequeños Estados en que todavía se divide no permite otra cosa. En este conglomerado hay algunas ciudades libres, feudos eclesiásticos, electorados y otras soberanías a cargo de príncipes cuyos recursos son escasos, de modo que muchos de estos enclaves nominalmente sometidos al emperador no llegan a ser ni siquiera propiedades rústicas rentables. La confusión lingüística es, además, muy grande. Aun cuando Lutero con su Gramática, primera de la lengua alemana, haya ofrecido un instrumento de unión, los dia lectos son casi tan numerosos como ciudades existen en los ámbitos del país. Por otra parte, si bien la reforma literaria inglesa, paulatina y casi insensible, responde a formas sociales impuestas por la preHcncia de elementos nuevos a los que no se puede desconocer, el clima de Europa es distinto. En el continente domina el punto de vista único. Nunca se trató aquí de una conjugación de pareceres, sino del predominio de un solo parecer, y por ello nada se entiende de la práctica de instituciones y se recurre a la ciencia y a la me tafísica y a la persecución de lo que Kant llamará más tarde impe rativo categórico. El problema alemán, evidentemente, y como estaba sucediendo cu Inglaterra, es el de no parecerse a Francia y el de hallar puntos de vista propios. Pero en el torturado enclave centroeuropeo divi dido en 360 Estados, cada uno de los principillos es tan celoso de sus prerrogativas como el propio Rey Sol. Además, en este resurgir de 89
lo que luego se llamará patria alemana no existen necesidades so ciológicas, porque no hay revolución industrial ni clase burguesa, de modo que el alemán opera al revés. Comienza por buscarle al hombre el derecho a la difusión imaginativa y no posee la libertad política y económica en que fundamentarla. Ello significa que el único terreno en el que pueden operar los alemanes les está marcado por el puro intelectualismo. Los dés potas, todavía feudales, son duros. No hay aquí libertad de prensa y aún menos Cortes o Parlamentos de especie alguna. De hecho, el régimen bajo el que se vive en Alemania es el francés y ello entraña otra contradicción singularísima, porque, siquiera, el absolutismo borbónico había definido en Francia un Estado y nación potentes. Cuando desde la universidad de Gotinga comienzan los ingle ses a difundir el amor a lo nórdico y autóctono por oposición a lo francés romano, el teutón universitario e intelectual se encuentra frente a dos enemigos. Es el uno la cultura clásica, muy firme en los Estados del Rin y en la Baviera católica, y el otro, y más im portante, la política también clásica de todos sus soberanos. Y ha brá aquí un bracear de escuelas más o menos difusas y aisladas, emigrantes a las veces en busca de mayor seguridad, sin el apoyo de clase dirigente alguna, ni económico ni de otra especie. Ello explica la violencia que adquiere en Alemania la lucha contra la retórica de Boileau. En el fondo, Klopstock y Lessing no sólo atacan el insufrible dominio intelectual francés, sino a Federico de Prusia. La grave querella se produce entre Gottsched (1700-1766) y el suizo Bodmer al que tantas veces hemos ya citado. Aquél, epigono alemán de Pope, proclama el clasicismo sin paliativos, incluso me jorándolo. Escribió en 1732 un Catón moribundo, imitación de otro inglés de Addison; y como según él —y Pope— los godos alemanes jamás saldrán de la barbarie desprovistos de reglas, mejora todos los cánones habidos y por haber, y logra, en cuanto a la forma, que el tiempo transcurrido en escena corresponda exactamente al de la realidad, y respecto del estilo, la concisión y sequedad máximas.; Bodmer comienza en 1746 sus Kritischen Brife (Cartas críticas) abogando por la Biblia y la Naturaleza, como ya lo sabemos, y esta polémica célebre provocaría la intervención de Lessing con su Laocoonte. En el fondo ocurre, y ya se debe sospechar, que Gottsched, como Pope mismo, carece de fe religiosa. Esta polémica no tiene objeto. Ambos interlocutores hablan un idioma distinto. Ya no es ésta la vieja oposición entre protestantes y católicos, sino entre creyentes y descreídos, aun cuando aquéllos, luteranos y panteístas, no esgriman ahora los viejos argumentos teológicos, sino los fi90
siológicos de Haller. Pero Gottsched no admite sensorialismos. Es vitalista y racionalista.
Klopstdbk (1724-1801), prusiano de Quedlinburgo, ha seguido a los suizos de cerca. Fue estudiante de teología y abomina de los deístas franceses o alemanes, poco piadosos y cínicos. Los culpa, también, de la decadencia moral y física de Alemania, y ya, su germanismo literario es evidente. Riñe con Federico II, su rey na tural, porque habla y escribe en francés, y se traslada a Viena con la pretensión de que el emperador funde una academia de la lengua alemana, proyecto que no consigue. De todo cuanto Bodmer ha escrito en sus Cartas críticas, Klopstock ha retenido dos cosas. Es la primera que la Biblia ha de ser sujeto natural de poesía para un cristiano —los profetas contaron cuanto vieron u oyeron directamente o por tradición, quizá con errores circunstanciales, pero con un fondo innegable de verdad—, y la segunda, un concepto distinto de la imaginación que no es para el suizo «la folie du logis», según opinaban Malebranche, Gottsched y Wieland,1 sino «la reine du logis». El alemán, escribe Bodmer, es sensible e imaginativo, definición cuyo influjo pronto se hará sen tir, de modo que si prescinde o sujeta los entusiasmos originados en su facultad de fantasía y propensión a dejarse conmover, no logrará otra cosa que disminuir sus posibilidades y reducirse a epigono sin relieve. Conviene, no obstante, aquilatar algo lo que en la escuela suiza se entiende por imaginación. Si recordamos que Breitinger había dicho que la pintura debía reproducir lo ma ravilloso inmediato, debe comprenderse que aquélla significa fa cultad de crear imágenes. Bodmer entiende aquí la libertad de expresión independiente de la retórica que había clasificado exhaus tivamente los tropos, metáforas y sujetos pictóricos, de modo que el juicio individual ha de prevalecer sobre el general —libre exa men— siempre y cuando repose sobre una verdad evidente, es de cir, el lockiano e indiscutible exterior. Klopstock publica en 1748 los tres primeros cantos del Mesías, en los cuales se muestra místico, soñador y entusiasta. Se sumerge en un clima de exagerada emotividad. Supone estar realizando el tipo alemán perfecto y los suizos lo bautizan de Millón germano. Pero los influjos literarios ingleses son en Klopstock todavía más profundos. El bardo también le parece la encarnación poética de un norte hasta entonces despreciado. Nuestro poeta resucita a 91
Hermann el Arminio, enemigo de Roma del que habló Tácito, y así, a imitación de Macpherson, escribe unas odas muy justamente cé lebres (£2 combate de Hermann, 1769; Hermann y los príncipes, 1784; La muerte de Hermann, 1787. Cf. B r a it m a ie r , Geschichte der Poet). En ellas pinta al rústico caudillo godo defendiendo la sagrada in dependencia de sus bosques contra el romano. Usa también Klopstock del paisaje terrible y misterioso, y hay en él un evidente pro pósito de unir los caracteres en acción con la naturaleza, secuela panteísta que dará mucho de sí, según veremos. Ahora bien, este gran poeta decide también de la forma y hay en ello algo de singularísimo y de consecuencias muy importantes. KIopstock es un buen helenista. No pueden escapársele las coin cidencias entre el griego antiguo y el alemán (ambas lenguas se de clinan casi lo mismo), * de modo que adapta a su idioma el exáme tro homérico, al que califica de «godo», y afirma, además, que los franceses nunca comprendieron a los clásicos. El autor de la Illada parece deleitarse como Shakespeare y otros godos en escenas de corte familiar, casero y emotivo, lo cual para nada está de acuerdo con Boileau y con su rigidez aristocrática. Contrariamente, como a los germanos, habitantes de pequeños Estados semejantes a Troya, también les complacen y deleitan tales escenas, sugiere KIops tock que el único y verdadero clásico lo es el alemán, de modo que a Francia se le prepara una ruda batalla. No sólo el godo existe, sino que además de medieval es un griego. Con razón escribió este gran poeta que la literatura alemana sobrepasaría a la inglesa, por que nadie en las islas se hubiese atrevido a tanto.
Lessing, sajón, nació en 1729. Su padre fue pastor y él también estudió teología en Leipzig. Aquí, como en Inglaterra, son los teó logos protestantes los que riñen esta batalla, y es lógico. El anti clasicismo es el último encuentro contra Descartes. En 1748 se traslada Lessing a Berlín, precisamente en el mo mento en que la polémica entre Gottsched y los suizos adquiere toda su virulencia y en el instante mismo en que KIopstock publica los primeros cantos del Mesías. Ya se entiende lo poco que satisfa ce al joven aquel rey cínico, alemán para lo que le conviene y fran cés para lo que le satisface. Tiene, además, la desgracia de cono cer a Voltaire, atrabiliario e insoportable. Federico II nombra al muchacho secretario de Arouet y entre ambos se produce el choque y la ruptura violenta. 92
Ello no es ajeno, claro está, al famoso Laocoonte, de 1766, pu blicado «contra el gusto miserable de los franceses» y contra Winckelmann, el arqueólogo famoso que por entonces había hecho imprimir De la imitación de las obras en la pintura y en la escultura. Conviene advertir aquí que Winckelmann mantenía el clásico «ut pictora poesis», mas para él la significación del aforismo es la pla tónica, según la cual el pintor y escultor idealizaban y embellecían aspectos de la naturaleza, y así, el poeta, que debía imitarles, estaba obligado a lo mismo. Ahora bien, debe recordarse que para -el em pírico también partidario de aquella ley (Breitinger), en esta imi tación de los exteriores no debía realizarse idealización o transposi ción, sino selección, de modo que aun ateniéndose el poeta a la obra de los pintores ya se ve la diferencia. La aclaración es obligada, por que Lessing también arremeterá contra los suizos. En definitiva, el Laocoonte no es otra cosa que un intento de hallar bases científicas a las ideas de KIopstock, ya populares en Alemania con la publicación de la República de las letras, en que aquel gran poeta difunde sus tesis acerca del parentesco entre griegos y nórdicos. La aventura, pues, prosigue. Se trata de arre batar al francés su derecho a titularse romano, pues como éste, según entonces se creía, no tuvo nada de original y todo lo copió y heredó de la cultura helénica, si el germano resultaba el más griego de todos los europeos, dicho se estaba, por consiguiente, que
3. Gotthold Efraln Les sing. Retrato de An tón Graff
no había en toda Europa más romano que él. Adviértase, entonces, el cambio sutil que ahora se opera respecto de las ideas e intencio nes de los ingleses. El whig no trató sino de hallarse una legitimidad histórica o tema de negociación, pero el alemán lo que de veras dis cute es el derecho al Imperio. Este le pertenece. El es el deposita rio de la legítima tradición, y la Edad Media, con la que tanto se le insultó, no sólo no fue oscura, sino que perpetuó el espíritu del verdadero clasicismo deformado y desconocido por los franceses. Lessing se mete en ello y da entonces con un inconveniente mayor, quiere decirse con las artes plásticas. Porque él tampoco entiende, en este aspecto, la Edad Media. Le parece bárbara y des acertada. Demasiado influido por los mismos clásicos a los que intenta combatir, no colige argumentos favorables al hieratismo y grafismo del románico y al horror descarnado del gótico. Con tinúa pensando que no pueden ni deben esculpirse o pintarse espectáculos dolorosos, y ésta es la parte flaca de su Laocoonte. Lessing no explica si el «godo» es o no responsable de aquellos de safueros, mas quizá intentó insinuar que siendo la tradición helé nica tan visible, según él, en la literatura y poesía del aedo o bardo nórdico, y dándose, como se dan, algunas diferencias entre la poe sía griega y el arte plástico influido por Platón, a otros, que no a los alemanes, debían achacarse las aberraciones escultóricas y pic tóricas del Medievo. Y es curioso que lo acierte. La erudición mo derna demostraría que el gótico y el románico nada tienen de alemán. Lessing, tomando pie del verso famoso del Canto II de la Eneida, «clamores simul horrendos ad sidera tollit» (y así lanzó horrendos gritos hacia los astros), con que describe Virgilio la muer te de Laocoonte y de sus hijos, víctimas de dos serpientes salidas del mar frente a Troya, compara el estilo del gran poeta con el del grupo escultórico en que Agesandro reprodujo el episodio. En efecto, el Laocoonte esculpido no lanza aquellos horroro sos clamores de que nos informa Virgilio (como un toro, dice el autor de la Eneida, que huye del ara en donde se le sacrifica, y sacudiendo la cabeza desprende el destral medio hundido en su cráneo), sino que permanece con la boca cerrada, aunque deforme por un rictus de dolor. Lessing; con bastante habilidad dialéctica, deduce de ello que así como el escultor hubo de limitarse, porque «la simple abertura de la boca es en la pintura una mancha y en la escultura una cavidad que produciría el efecto más desagradable del mundo», el poeta, obligado a relatar, bien puede y debe per mitirse violencias inexcusables en las artes plásticas. 94
No es, desde luego, muy original en cuanto a su primer argu mento. Fue la tesis renacentista. Reproducir paroxismos o espec táculos dolorosos es impropio de las artes plásticas, porque el horror siempre presente inquietaría con exceso a los espectadores. Ahora bien, respecto del problema planteado por la poesía o arte li terario, Lessing, si bien se alza, como ya hemos visto, contra Winckelmann, y demuestra con Virgilio la exageración de reducir el drama o la tragedia a una simple copia de lo ejecutado por el pintor o el escultor platónico, también se levanta contra Haller, Bodmer y Breitinger, partidarios de una transposición de la realidad res pecto de la pintura y de una poesía inspirada en tal realismo. Dedu ce entonces una teoría bastante sugestiva, mas tampoco original.1 Habla de las artes temporales y artes de progresión. Por las pri meras entiende las plásticas, ya que en ellas se da todo a un tiem po y quizá pueda permitirse el pintor algunos detalles, puesto que siendo un cuadro un «todo de una vez» no debe usar el especta dor de la memoria. Contrariamente, la poesía o arte de progresión —memorística, se sobreentiende— no puede actuar lo mismo, ya que el exceso descriptivo entorpece a los lectores e impide recor dar al final lo que se ha leído al principio. Lessing se mofa de Hal ler y de alguno de sus poemas, en verdad sobrecargados de flores, plantas y arbustos, pero ignora que Breitinger había escrito en su Poética que únicamente debía reproducirse lo «maravilloso» y su primir el resto, como luego Goethe se encargaría de recordarle. El Laocoonte fue un triunfo estético. Ecléctico en cuanto a sus propósitos, muestra, de una parte, el error de los franceses re ferido a la retórica, pues con Virgilio no se puede discutir, y de otra, que los suizos exageran por el aspecto contrario y llevan un tanto lejos la manía de la descripción. En definitiva, Lessing mues tra que la pintura y la poesía no son artes iguales y reclama para esta última una mayor libertad. Admite, como ya hemos visto, lo bien fundado de las teorías renacentistas respecto de las artes plás ticas tendentes a evitar en ellas la reproducción de espectáculos desagradables, pero reclama la libertad de las artes literarias en lo que concierne a los tales espectáculos o situaciones, fundamentán dolo en la fugacidad y progresión de la página escrita o teatral y en que, por ello, se aminora el desagrado. De toda evidencia, estas ideas de Lessing se originaron en las críticas acerbas que Hermann el Arminio provocó. Tanto los france ses como los alemanes clásicos se alzaron contra las violencias y gritos de que están esmaltados aquellos poemas osiánicos, de modo que el Canto II de la Eneida era el argumento de mayor peso 95
que se les podía oponer. En efecto. Los contradictores acusaron el golpe. Voltaire, en su discurso de recepción en la Academia, se ve obligado a censurar a Teócrito e incluso a Virgilio mismo. En la Dramaturgia de Hamburgo, Lessing explaya los argumen tos del Laocoonte refiriéndolos al teatro. Arremete, no con justicia, contra Racine y Moliére, y en realidad contra Boileau. Aplicando al arte dramático sus argumentos conocidos, aduce el Filoctetes, de Sófocles, personaje que se muestra a la puerta de una caverna ira cundo y desesperado, hambriento y sin arco y flechas con que cazar o defenderse. Son, pues, falsos los argumentos del francés respecto de la «mesure et retenue» que exige para la escena. Filoctetes no se retiene nada ni Sófocles recurre al relato impersonal, tal y como lo aconseja Boileau y Racine lo practica en Fedra con la muerte de Hipólito. Discute las tres unidades, si bien luego de Johnson, el cual había escrito en un prefacio a su edición de Shakespeare: Una pieza hecha según la observancia de las reglas es una trabajosa curiosidad y el producto de un arte superfluo que muestra más bien lo posible que lo necesario.
Señala que Aristóteles en su Poética no se refirió a la unidad de lugar, como así es cierto, y aduce un argumento poco con vincente respecto de la de tiempo, de la que sí habló el filósofo. Según Lessing, el transporte del coro indispensable a la tragedia antigua debió de resultar complicado y muy caro, y de ello deduce que tal fue la circunstancia que indujo a Aristóteles a marcar aquella otra unidad y a exigir un solo día. Esto así, como también los viejos escritores acostumbraron mezclar en sus temas trágicos escenas familiares e incluso humorísticas, podía y debía admitirse que Sha kespeare y Calderón anduvieron más cerca de Grecia que Racine mismo. Véase, pues. Klopstock y Lessing no tratan, como así lo hicieron los ingleses, de justificar tendencias basadas en un gusto personal o en una historia propia del pueblo autóctono británico, sino que intentan transcribir al teutón un pasado ilustre usurpado por el fran cés, y al mismo tiempo deshacer aquel epíteto de bárbaros con que los meridionales venían motejando a los germanos. Fue lo malo que no entendieron la plástica de la Edad Media. Soslayan el obs táculo que les oponen formas de que no gustan, y aquí se originan las timideces escultóricas del romanticismo, aun cuando en el aspec to literario tanto deba la próxima escuela al Laocoonte. En él co mienza a proclamarse la libertad del estilo. 96
Notas
1.1733-1813. Se le llamó el Voltaire alemán. Era un epicúreo y tuvo notable influencia. Exquisito poeta. 2. No se olvide que Lutero es el autor de la primera gramática alemana y que estas coincidencias no son casuales. El fraile agustino conocía el griego bien. Por lo demás, Erasmo de Rotterdam, autor de la primera gramática de griego clásico, adoptó para aquel idioma, prácticamente desconocido, su propia fonética de holandés, muy similar a la alemana y tan distinta de la francesa. 3. Se halla taxativamente expresada en los Diálogos sobre pintura escritos en español por Francisco de Holanda, en el siglo xvii. En ellos se dice, al pie de la letra, «cuando acabáis de leer la descripción poética de una tormenta o de un incendio, ya se os ha olvidado el principio». Estos Diálogos fueron fa mosos, porque en ellos interviene Miguel Angel. Se tradujeron al italianoTambién en ciertas teorías escénicas del retórico hay influjos muy notables de Diderot, del que toma muchas ideas, particularmente de Le bijoux indiscret y Entretiens sur le fils naturel.
Bibliografía
D orat, Idée de la poésie allemande. Menéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas. S pence, Polymitis. A. Stahr , Lessing. Sein Leben und seine Werke.
10 De la “Sturm und Drang” al magnetismo
En Inglaterra comparece ahora el miedo como tema literario, delicioso y gratuito y sin puntos de contacto con las Noches de Young. Ello obedece a dos circunstancias, y es la primera el des crédito universal en que han caído los brujos, duendes y fantasmas, ya ridículos como antes, pero sugestivos como tema de diversión, y la segunda, el bienestar económico y el aislamiento campesino de la gentry. En tales circunstancias no es difícil colegir lo gusto so de leyendas y consejas al amor del fuego bien abastecido, tras un balcón en donde repiquetea la lluvia, porque estas historias aumentan la conciencia de la seguridad. Walpole, el hijo del gran estadista, escribe El castillo de Otranto (1764) y abre con ello un ciclo que aún no está cerrado. (Cf. RaLEiGTH, The English Novel, The progress of Romance.) Ahora, en la universidad de Gotinga, unos cuantos jóvenes se reúnen y fundan una rara sociedad, la Hainbund o unión del bosque. Todos ellos están muy influidos por la cultura británica, mas tam bién por Lessing y Klopstock, a quien proclaman maestro de la escuela. Son también helenistas. Conocen a Homero, a quien admi ran y estudian, y adoptan el estilo del viejo poeta, con sus alitera ciones y repeticiones que tanto reprochaba Pope. Escriben en el hexámetro caro a Klopstock e introducen definitivamente este ver so arrítmico contra el que luego se había de batir Goethe. Bürger (1748-1794), atento a la Biblia aconsejada por Klopslock y por la escuela de Zurich, y a las libertades en el estilo que defiende y preconiza el Laocoonte, escribe baladas hoy célebres, de trama y texto terroríficos. La influencia del miedo estético inglés 99
se deja sentir, mas hay también otra cosa, la comparecencia del arte popular. Cierto que Leonora y el Cazador feroz están de acuer do con el Apocalipsis de san Juan («Al que venciere yo le daré co lumna en el templo de mi Dios», 3, XII; y contrariamente: «He aquí un potro cuyo jinete tenía por nombre muerte y el infierno le iba siguiendo», 8, VI), pero cierto también que este simbolismo del réprobo con su eterno movimiento había dado lugar a multitud de le yendas, las del buque fantasma entre otras. En Leonora, como ya se sabe, la muchacha maldice de la Provi dencia porque su novio no vuelve de la guerra, y cuando a la noche llaman a su puerta, es el propio novio quien la invita a cabalgar. Entonces se produce la famosa ronda entre muertos, esqueletos y diablos. Respecto del Cazador feroz, leyenda extendida por toda Europa, se trata del caballero que profana el domingo negándose a reposar en él de su deporte favorito. Es condenado a cazar eter namente. Stolberg, otro de los poetas de la Unión del Bosque, escribe también baladas y poesías fantásticas de cuyo influjo posterior no se puede dudar. Pero debe observarse que en esta comparecencia del folklore ya no acucia el testimonio. Y el asunto importa. Por primera vez el «ut pictora poesis» se encuentra defraudado. No es la realidad la única base del arte literario. Puede reproducirse lo que no se ve. Tanto el viejo clá sico, perfeccionador del mundo existente, como el sensorialista, testimonial de las actualidades, sufren una grave derrota. El para digma también. La literatura empieza ahora a no ser engagée. No sólo debe escribirse para sostener temas, sino para fantasear, por que divierte y provoca emociones distintas de las originadas en la pura verificación histórica o científica. Lessing modificó las tesituras respecto del estilo, pero estos poetas las acaban de modi ficar respecto del contenido. Aún no se puede pintar como Durero, pero ya se pueden escribir caballeros de la muerte y danzas macabras.
Sturm und Drang (Tempestad y violencia) es el título de un drama de Klinger (1756-1831) estrenado en 1776. Este autor, identi ficado con Rousseau hasta el punto de creerse un sosia del ginebrino, interpreta bastante torcidamente lo que Juan Jacobo entendía por sociedad y por lazos sociales. En ello le acompañaron Lens, lírico exaltado y loco, autor de Zerbin o la nueva filosofía, pieza 100
en donde una madre mata a su hijo como protesta contra el orden social; Wagner, que escribió La infanticida, y Federico Miiller, pergeñador de un Fausto en donde el diablo toma la palabra para de fender a Rousseau. Claro está que estos alemanes, sujetos a jerarquías innumera bles, ven en ello, y con razón, el dique en que tropiezan sus ansias de unidad y grandeza, y arremeten contra todo y todos, en piezas de teatro, poemas y libelos, de modo que la «Sturm und Drang» se ca racteriza por su mediocridad y violencia, y también por su mal gusto evidente. Desbordó a Rousseau de un modo harto claro, aven tura muy propia de la teología y de la metafísica. Cierto que el ginebrino había escrito: (...] sería ofender a la vez a la naturaleza y a la razón renunciar a la liber tad por cualquier precio que sea. t
Pero había dicho también: [...] resultaba indispensable que la voluntad divina interviniera para dar a la autoridad soberana un carácter sagrado e inviolable que privase a los súbditos del funesto derecho a dispersarse.
Además, ya se sobreentiende que el fondo mismo de su Con trato es una coincidencia de pareceres, pero la «Sturm und Drang» se caracteriza por una anarquía fundamental. Así escribe Goethe en Verdad y poesía: [...] muchos hombres se persuadieron de que la naturaleza les había dado tan buen sentido como pudiera necesitarse,
lo cual contradice la preocupación pedagógica de Rousseau, para él fundamental, pues la capacidad jurídica indispensable en contra tos sociales o de otra índole es imposible de reconocer al ignorante. De ahí el Emilio, complemento necesario de toda la obra del gine brino. En esta segunda mitad del siglo xvm el estado intelectual y so cial de Alemania es muy semejante al que se produjo luego de la Reforma. Se está al borde de la ruptura. Estos escritores y filósofos, sin nada que defender, enemigos de un orden frente al cual no pro ponen ningún otro, combaten con teorías y no tienen el freno de la práctica. No pertenecen a una clase social definida. Son universi tarios y teólogos, a veces profesores, y lo más frecuentemente dómines privados al servicio de las grandes familias. Sufren, claro 101
está, de un orden cerrado a cualquiera especie de ascenso, pero desprovistos de cohesión y fuerza económica, provocan un divorcio entre el complejo social y el campo de las posibilidades. Son imi tadores de Gran Bretaña, pero no se les alcanza que sin base co hesiva y eficiente nada pueden los intentos de reforma. Según ello, el caso de Herder (1744-1803) es típico. Rusoniano originalmente y miembro de la «Sturm und Drang», proclama como Klopstock que en literatura lo mejor es lo espontáneo y no imi tado. Pero dice más. En cada pueblo y en cada época pueden darse obras excelentes, sin necesidad de cultura sabia. Hay que mejorar y desenvolver lo que haya de fuerte y verdadero en los individuos. Los problemas literarios no son dogmáticos, sino históricos. En 1773 publica en colaboración con Goethe Sobre la originalidad del arte alemán y afirma que «cuanto más primitivo es un pueblo, tanto más espontánea y libre es su actividad. Los cantos populares han de ser salvajes, plásticos, originales y rudos». Todo esto, muy verdad, se ha de compaginar poco con la poste rior tesitura de Herder. Más tarde se le verá abominar de la Edad Media y del arte gótico, y olvidar que él mismo había escrito Ossian und die Lieder AUer Wolker y sus admirables Cantos populares. Goethe también pasó por ello. Este gran poeta escribe en 1773 Coetz de Berlichingen, en donde, fiel a la tempestad desencadena da en Alemania, pulveriza por primera vez las unidades y reglas teatrales. La vieja Germania medieval comparece ahora con la fuer za propia de tan alto genio y su aparición provoca el entusiasmo de la juventud. De hecho, y como ya se ve, con Herder y Goethe podía darse por constituido el romanticismo incluso retórico y sin trabas formales. Aquella tan conocida afirmación del primero según la cual el arte, como cualquiera otra actividad humana, es histórico, y aquel su entusiasmo folklórico, característico de la futura es cuela, son la entraña del pensamiento de los jóvenes de Jena. Los románticos no se apartarán de estas tendencias y su ruptura con Herder y Goethe obedecerá a otras razones, porque ahora ocurrirá con ambos escritores algo muy particular. Se da en ellos un pro ceso extraño, aun cuando lógico. Atraídos de buen principio por Rousseau, finalizarán por apartarse del ginebrino y por volver al viejo predeterminismo panteísta; es decir, por rechazar la libertad del individuo. Para ello, tuvieron razones políticas —las mismas que el romanticismo había de conocer después—, pero también científicas y metafísicas, y el proceso es el siguiente. Lavater (1741-1789) comienza a publicar en 1775 sus Fragmentos fisiognómicos. También rusoniano e influido por aquella naturaleza 102
4. Goethe en Italia. Cuadro de Tischbein
pura como salida de las manos de Dios, identifica el aspecto físico del hombre con sus capacidades y establece una clasificación del intelecto referida a condiciones marcadas por el rostro de cada persona. Colecciona dibujos, grabados y medidas faciales. Conclu ye en atribuir al genio un aspecto sui géneris y con ello establece la superioridad moral, intelectual y física del individuo bien pre parado. De sus viajes y exploraciones, algunas en compañía de (íoethe, viene a deducir diferencias entre el sombrío panorama neu rótico del ciudadano habitual y el mayor equilibrio del campesino o montañés, y obtiene conclusiones coincidentes con las de Haller.
Goethe realiza por entonces una excursión a Suiza y verifica (Ver dad y poesía) la existencia de núcleos practicantes del nudismo, y aun cuando se ría, como él mismo dice, de aquella inocencia exce siva, es lo cierto que resulta impresionado. Este proceso tan intere sante, parece corroborarlo el empirismo. Hoy, la moderna ciencia biológica ha demostrado que en efecto vivimos por el sol y que los procesos de autoconservación de la célula son producto de la asi milación de la luz, tanto en forma de fotones como de alimentos, en definitiva partículas de energía solar acumuladas, y así, por un proceso lógico y derivado del estudio minucioso del individuo y de sus manifestaciones, y como sólo la plenitud de facultades fí sicas parecía permitir el total brote de las intelectuales, se concluyó en identificar la luz como la causa eficiente de aquella plenitud orgánica y por ende moral y de concepto. Esto, como ya se ve, es pura consecuencia del sensorialismo de Locke. Ya lo vimos en Haller y en sus teorías sobre el sistema ner vioso, mas ahora —porque Haller, como debe recordarse, no pun tualizó el fluido de que los nervios estaban rellenos— se alza todo un sistema de teología paralelo al científico (según el Génesis, la luz es la verdad, y según los Evangelios —Marcos, IX, 29; Apoca lipsis, I, 13—, la pureza y la alegría), de modo que a la oscuridad física, determinante también de la moral por carencia de medios, cabe atribuir no sólo las enfermedades, sino la progresión en los errores, enfermedad también al cabo. Mefisto resultará ser «una parte de aquella sombra de la que se originó la luz», y con ello, se acabó por identificar el influjo físico de los rayos solares y las posibilidades de perfección en el individuo. La secta iluminista vuelve al panteísmo de Spinoza y Wolf, lo cual explica la nueva postura de Herder. La Edad Media había parecido complacerse en la reproducción de los elementos físicos más desagradables —Goe the alude a ello muy directamente en bastantes ocasiones—, hijos, por consiguiente, de la oscuridad en sistemas pedagógicos erró neos, artesanos sin noción de la síntesis, y en un popularismo en cerrado entre murallas y callejuelas. A partir de ahora, para estos sectarios recupera el mundo clásico una vigencia absoluta, origi nada en los Juegos Olímpicos y afición a los deportes, ropas someras con que se cubrieron los griegos y romanos y vida más «natural». El proceso, en apariencia, parece hoy difícil de entender. Pero no se olvide que diversas escuelas médicas aceptaron estas teorías como una profesión de fe, y así, advirtamos que ésta fue entonces una postura científica.* Por otra parte, ya se entiende que bue na parte de Alemania fuese terreno abonado para cualquiera teo104
ría que pareciese justificar la unidad del hombre y de la natura leza, verdadera y profunda razón de la Reforma, y no se olvide que tanto Herder como Goethe fueron luteranos. Esto implica que la libertad o libre arbitrio no fuera para ellos otra cosa que un influjo pasajero debido, como ya dijimos, a Rousseau, y explica también la rectificación posterior y definitiva, una vez puestas en claro, o así lo parecía, las teorías nerviosas de los sensorialistas suizos. Con todo, debe observarse que las influencias del ginebrino marcan el iluminismo de una forma radical y así, Basedow, pedago go también iluminista (1724-1790), adopta el método preconizado en el Emilio y funda y organiza en Alemania bastantes gimnasios o escuelas naturales. De ahí también que a semejanza con el des potismo ilustrado, adopten estos sectarios la divisa de «todo para el pueblo sin el pueblo», pues las doctrinas preconizadas en el Contrato social han calado muy hondo, y las clases dirigentes cató licas o protestantes ya no pueden ignorar definitivamente al futu ro «estado llano». Ahora bien, supuesto caso que la luz, fluido universal de índole espiritual, constituya la fuente de identidades indiscutible para el mundo orgánico e inorgánico —la «sustan cia» o ente que está en todo, según léxico espinosista—, de ello se deduce que este sistema rechace cuanto se aparte del estudio de la naturaleza, campo de observación perfecto y acabado, lo que exige una renuncia absoluta a la imaginación y, por consiguiente, a las pretensiones de alterar o desconocer el orden preestableci do. Para ello se requieren reglas. Un método taxativo y un uso de la claridad y proporción en el estilo y manifestaciones de la ciencia y el arte. Este es el concepto de Goethe y el motivo, repetimos, de que tanto él como Herder abominen ahora de la «edad oscura» durante la cual los hombres parecían haberse complacido en lo com plicado y enfermizo, en la acumulación asintética de elementos heterogéneos, y finalmente en un conglomerado a todas luces inne cesario. Por ello resultará el autor de Fausto un antirromántico agresivo, pese a su negativa de las unidades y selección de temas, porque rehúsa la anterioridad de la concepción subjetiva y preco niza, contrariamente, la obra originada en la presencia tangible del sujeto o el objeto. Esto significa que el idealismo de Goethe se reduce, como él lo dice también, al estilo en que el poeta se ex presa y al derecho que le asiste de embellecer por cuenta propia el tema, popular o no. Insinceridad, pues, según los románticos. Estos habían de asegurar algo más tarde una desconfianza hacia las obras del hombre cultivado e instruido, porque no existía en él la inocencia prístina del instinto. 105
En 1699 Newton había descompuesto la luz. A partir de enton ces ya resultaba difícil calificarla de sustancia final, mas, no obs tante, la polémica se perpetúa a lo largo de todo el siglo xviii en las distintas escuelas de medicina, donde se producen reyertas entre estudiantes vitalistas o sensorialistas. Pero los iluministas, firmes en el terreno de lo empírico, puesto que su terapéutica resul taba eficaz en ciertos casos, pierden finalmente la batalla metafí sica. Aun cuando Goethe se obstine hasta el fin de sus días y escriba en 1810 su Teoría de los colores en la cual todavía contradice a Newton, lo cierto es que se queda solo con el fluido o sustancia espinosista, rodeado de un núcleo de admiradores de su arte y es cépticos de sus ideas. Paralelo a este proceso del iluminismo alemán en el que se mez clan de forma curiosa, como lo hemos visto, el panteísmo, los in flujos naturalistas de Rousseau, el sistema médico de Haller, y la revolución retórica de la «Sturm und Drang», los ingleses, aun cuan do sensorialistas y partidarios decididos de Locke, no caen en el error de mezclar conceptos esotéricos con problemas de índole política o estética. Así, Cullen (1712-1790) establece el primer siste ma de neuropatología, aun cuando lo exagera atribuyendo cual quier enfermedad al exclusivo sistema nervioso. Esto, consecuen cia lógica del estado de histerismo de aquella sociedad que ya estudiamos, desborda la cuestión, mas no obstante, ha de advertirse que Cullen usa ya de fármacos en parte adecuados y no atribuye virtudes al «fluido» iluminista y universal. Esta es la diferencia. El británico parece rechazar cualquiera concepción de identidades res pecto del mundo aparente, y aun cuando el primitivo determinismo calvinista influyera en mucha parte sobre la evolución social y política de las islas, es lo cierto que no tienen aquí arraigo las doctri nas eternamente alemanas de la sustancia. Así, cuando los janse nistas y hugonotes emigrados inauguran en Inglaterra sus prácti cas de convulsionismo, Jonathan Swift, el autor de Gulliver, escribe un ensayo célebre atribuyendo tales excesos al erotismo, y para ello usa de argumentos difícilmente discutibles por entonces. Esto sig nifica que respecto de tales fenómenos y de otros como las psicosis depresivas y epilepsias, no admiten los británicos remedios al pa recer heterogéneos. Cullen acepta los principios de Haller, mas no por causas astrales, sino por higiene, y trata de completarlos con remedios que él supone adecuados.
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Pero los alemanes se obstinan. No pueden renunciar a su pan teísmo. Si la luz no es sustancia pura ni al éter se le puede verifi car en parte alguna, queda todavía el magnetismo al que Haller también se refirió, y ahora se produce esta otra manifestación cu riosa. Precisamente, el mismo Newton, debelador de la luz sustan cial o astral, según léxico iluminista, no puede explicarse cómo el hierro atraído por un imán sufre una levitación curiosa y contra dictoria de sus leyes sobre la gravedad, y los vitalistas franceses tampoco entienden tales fenómenos.* Y obsérvese cómo los avatares de la ciencia influyen ahora en el curso de las ideas. Alemania, excesivamente influida por Wolf, discípulo y continuador de la obra de Leibniz, parece aprovechar los escollos que todavía se opo nen al conocimiento del mundo físico y se refugia en ellos, firme en su determinismo. Resulta evidente que en este aspecto ha sufri do escasa evolución. Ya vimos cómo Herder y Goethe, mentalida des de primer orden, no escapan a tal secuela luterana, y ahora veremos este otro fenómeno del magnetismo, por cierto muy sin gular. Mesmer, médico vienés que había sostenido su tesis sobre De Planetarum Influxo, es decir, acerca de la medicina astrológica de raíces y principios claramente panteístas, supo del uso del imán como terapéutica de dolores de estómago * (1744) y creyó haber res tablecido aquel fluido universal aniquilado por Newton y en el que los iluministas, con tan poco éxito, se encastillan. Comienza en Viena, de donde se le expulsa; se instala luego en París, en un hotel de la plaza Vendóme, y a él acuden enfermos incurables, his téricos de uno y otro sexo, impotentes, psicopáticos, paranoicos y epilépticos; es decir, cuantos sufrían de males tratados hasta su llegada con los remedios ilusorios de la Facultad. Indudablemente, obtiene resultados. Convencido de la identidad del hombre y el uni verso, lo magnetiza todo, árboles, plantas, agua y piedras por el sim ple contacto del imán, y construye un «baquet de cures», o sea, una tina magnetizada a cuyo alrededor, y dándose las manos, se ins talan los enfermos. Logra la fama y gana mucho dinero. Una de sus partidarias es la duquesa de Longueville, jansenista, y otros bas tantes entre los convulsionarios, porque, en efecto, el magnetismo empieza a esgrimiese como prueba irrebatible de la unidad del espíritu y de la materia, presente, omnisciente e inmiscuido por todo y tan demostrable por los hechos como el propio brillo del sol, pero indivisible y sin prismas inoportunos. Mesmer, desde luego, no sabe lo que ha descubierto. Aun cuan do a mediados del siglo xvn Kircher, un jesuíta, había escrito un 107
curioso libro titulado Magnes; sive de Arte magnética, y después un opúsculo, Experimentum mirabile de imagine gallinae, en los cua les si bien se confunde todavía el magnetismo con el hipnotismo —no usa el jesuita este último término, más moderno— demuestra que los estados de hipnosis son debidos a causas o agentes exter nos y físicos, el médico vienés lo ignora, y partidario ferviente de Cullen, aun cuando no de su terapéutica, atribuye también toda enfermedad al sistema nervioso y toda cura a sus prácticas ex traordinarias. A partir de 1776 comienza Mesmer a referirse al mag netismo animal, pues verifica que sus propias manos logran efectos superiores a los del «baquet de cures». Expresa entonces su teo ría de que en todo ser animado o inanimado late una salvadora fuerza íntima, y que la enfermedad, definitivamente, no es más que la interrupción de ese flujo general para toda la naturaleza. La aventura es curiosa. Mesmer se dedica a incrementar su fuerza magnética permaneciendo varias horas por día en contacto con imanes de toda forma y tamaño, y sigue sin entender que la hipnosis no tiene puntos de contacto real con el magnetismo. El se piensa un hombre de excepción, relleno de fluido, y algunos de sus discípulos también, porque, de hecho, tanto los unos como el otro obtienen resultados. Muy pronto, el hotel de la plaza Vendóme, en donde reside el médico, ofrece un espectáculo idéntico al del famoso cementerio de Saint-Médard. Tanto es ello así, que incluso se publican caricaturas grotescas de aquel «baquet» famoso rodea do de individuos saltando y bailando. Entonces interviene la vitalista Academia de Medicina y niega, con notable injusticia, que Mesmer tenga nada de científico. Los argumentos aducidos por los médicos de París son de una extrema vaguedad, pero tampoco son mucho mejores los que Mesmer alega en su defensa. Hay demasiada ignorancia de una y de otra parte. La única prueba concluyente del vienés la constituyen sus éxitos, pero es que los académicos ni siquiera admiten que aquellos agitados padezcan enfermedad de especie ninguna, de modo que no se producen curaciones, sino mixtificaciones. No podía, desde luego, resultar otra cosa. No exis tieron por entonces medios de afirmar o negar nada, y el asunto, reducido a un artículo de fe, tropieza con el escepticismo del espí ritu enciclopedista o con la adhesión irrazonada de los leales. Este asunto del mesmerismo es de grave importancia. Co nectado directamente a los convulsionistas de Saint-Médard, ins pira más tarde buena parte de la filosofía de Schelling, filósofo del romanticismo. Novalis, los Schlegel y todo el primitivo núcleo de Jena fueron «magnéticos». Balzac estuvo determinantemente in108
fluido por el magnetismo, así como Charles Nodier, ErckmannChatrian y Edgar Alan Poe. Definitivamente, este error había de continuar hasta 1873, fecha en que Charcot escribe sus Legons sur les matadles du systéme nerveux, en las cuales demuestra que el hipnotismo se produce exclusivamente por medio de agentes físicos y arruina para siempre la teoría del «fluido». Contemporáneamente a este fenómeno del mesmerismo se pro duce el sistema médico de Brown (1735-1788), discípulo de Cullen y convencido también, como partidario de Haller, de que todas las enfermedades se originan en el sistema nervioso. Este médico con cibe su teoría del influjo de agentes exteriores sobre la materia viva, al que llama sensibilidad, y de la reacción con que aquella ma teria responde, o irritabilidad. Si ambos fenómenos se equilibran el estado de salud es bueno, pero en caso contrario se producen las alteraciones. Brown combate la irritabilidad con aceite de almendras y opio, es decir, con calmantes, y las atonías, neurastenias y depresiones nerviosas con alcohol. Entre las enfermedades llamadas irritativas considera a las calificadas por síndromes eruptivos, febriles o hemorrágicos, a los que supone reacciones excesivas, y en ello caen la gota y la tuberculosis. Veremos las consecuencias de tal forma de actuar. Por otra parte, como buen número de estos enfermos pa decen también depresiones originadas en la debilidad o en el te mor, Brown equilibra el tratamiento calmante con ron y vino de Oporto, y bien pueden juzgarse los resultados, particularmente en lo que compete a la neurosis, anormalidad en la que ahora se prohíbe absolutamente el alcohol. No hay que achacar al Werther la ola de suicidios con que la época se distingue. Esta desatinada terapéutica tampoco era muy original. En su Viaje a Persia, publicado en 1711, Chardin nos informa de un coci miento de hojas de coca y adormidera, [...] que allí llaman coquenar y que se expende en establecimientos pú blicos. Una especie de torpeza y de estupidez sigue a la toma de este brebaje, pero los persas lo llaman éxtasis y sostienen que hay algo de sobrenatural y divino en ese estado.
Montesquieu, en su Carta persa XXXIII, se expresa del siguien te modo: El alma, unida al cuerpo, siempre está tiranizada por él. Si el mo vimiento de la sangre es con exceso lento; si los «espíritus» no están lo bastante depurados o si no se encuentran en cantidad suficiente, caemos en la melancolía y la tristeza. Pero si entonces tomamos cocciones que 109
cambian esta disposición de nuestro cuerpo, nuestra alma se hace capaz de recibir impresiones que la divierten y vuelve a encontrar el movi miento y la vida.
Todo esto, ya popularizado en Inglaterra por las cartas de lady Montagu, esposa del embajador inglés en Constantinopla, fue reco gido por Brown, y aceptado por una buena parte de la sociedad bri tánica y después europea. Habrá que absolver, pues, y lo veremos en Novalis, a tantos románticos «sumidos en el alcohol y el opio», Coleridge, Hoffmann, Nerval, Musset, Edgar Alan Poe y muchos otros, porque la lista se haría interminable. Hay tnás. Acerca del agente irritante externo y la necesaria de fensa por el mismo agente dentro del cuerpo humano, nada dijo Brown. Seguía, pues, vigente la teoría de Haller. La luz descom puesta no parecía ser ese fluido, de modo que el magnetismo mantu vo su prestigio entre los antiguos panteístas, y la medicina román tica, como así se la llamó, fue una mezcla ecléctica de los sistemas de Brow y Mesmer.
Notas
1. Discurso de la desigualdad entre los hombres. 2. La secta iluminista o Aufklarung se fundó por Weishaupt en el seno de la masonería, en 1776. Pertenecieron a ella, entre otros menos ilustres, el duque de Brunswick, Hcrder, Nicolai y Goethe. El autor de Fausto se afilió a ella desde un principio, pues dice en Verdad y poesía, iniciada en 1777: «yo me habla afiliado al partido de las luces». 3 . D 'A l a m b e r t , Prefacio de La Enciclopedia. 4. S t e p h a n S w e i f , Mesmer o la curación por el espíritu.
Bibliografía C a r o , La philosophie de Goethe. J e l l in e k , Die Beziehungen Goethes zu L e y s e r , Goethe zu Strassbourg. P r u t z , Der Gottinger Dichterbund.
Spinoza.
11 La culminación del antinacionalismo
Y ya tenemos aquí el romanticismo. El proceso de que venimos tratando es, como se ve, el del libre arbitrio y el de un libre examen predeterminista, pero ya resulta evidente que la revolución indus trial y la libre enseñanza de la ciencia en las modernas universida des, anula la vieja tesis del elegido triunfante, porque ahora no es fácil discutir el hecho de que saber equivale a progresar. A la jus tificación per se se le plantea entonces un problema insoluble. ¿Des cubrió Watt la máquina de vapor porque fue elegido o porque sabía mecánica? Aquí está el arranque del practicismo británico y del abandono progresivo e insensible, pero típico en las islas, del viejo determinismo puritano. La tesitura del antiguo miembro de los «covenant» ya es más política y social que teológica. El equilibrio logrado en el siglo xvn es a fines del xvm complejo clasista destinado a conservar intereses. La primitiva oposición del noble hacia el burgués pasa ahora a ser la del burgués y el noble frente al proletario. El «cabeza redon da» (puritano del partido de Cromwell) recuerda su accesión vio lenta a la clase del dirigente poseedor y teme un idéntico actuar por parte de la masa. En la Europa clásica se ha producido un fenómeno paralelo. El absolutismo político ya no es guía inicial y administrador de re cursos hacia un fin común, es decir, freno de los egoísmos y de las ignorancias colectivas en que el hombre puede caer, precisa mente porque es libre, sino el representante de una política y de una economía particulares del soberano y de la clase noble que éste representa. La inversión es grave. El bien general se ha convertido 111
en el de la dinastía. Como se ve, tanto en las islas como en el conti nente el acto de mandar se confunde con el de poseer y el derecho político, aún inexistente, sólo es una consecuencia mal definida del civil. Con los años, la diferencia entre el británico y el continental aparece tan sólo como un matiz de apreciaciones y una independen cia o sujeción teológica respecto de Roma. El heliocentrismo galo se apoya en el concepto feudal del único propietario soberano que cede y delega en un señor privado, y la oligarquía británica en la vigen cia, feudal también, de los antiguos jefes de tribu que eligen libre mente un soberano. Pero el resultado es idéntico: la estratificación. Uno y otro sistema tienden al inmovilismo, aun cuando en Francia ni siquiera la naciente burguesía posee derecho alguno de interven ciones. El proceso estético estudiado es paralelo al social y ha de enten derse ahora cómo el clasicismo se obstina en los temas y rehúsa comparecencias. Estas no podían ser sino reflejo de inquietudes nuevas y de nuevas fuerzas y, por conservadurismo, el orden estable cido mantiene sus tesituras y no entiende de otros héroes literarios o pictóricos aparte del rey o noble señor. Por su parte, los británicos, ya presente el burgués con sus gustos y preferencias, se atienen tam bién a la retórica clásica, excelente para evitar invasiones. Ya vimos que Juan Jacobo reflejó ideas, por entonces, como se dice, en el aire, y si bien anduvo desprovisto del suficiente rigor práctico en el que fundamentar un principio coactivo y colectivo necesario —de ahí las aberraciones de la «Sturm und Drang», por que la virtud rusoniana resulta una pura anarquía—, no es menos cierto que su enfrentarse con una libertad en el examen cuyos iló gicos resultados fueron los de concluir en la propia esclavitud, y con un libre arbitrio deformado y conducente al inmovilismo social ab soluto, obligó a reconsiderar bastantes problemas. Vimos también que en ello se originó el despotismo ilustrado y su versión heterodoxa o iluminismo. Y refirámonos ahora a Kant, platónico al cabo, filósofo que puesto frente a la irreductible actitud de dualistas y panteístas, colige que unos y otros están perdiendo el tiempo, porque no hay fundamento demostrable para ningún género de metafísica. Si bien la matemática ofrece teoremas indiscutibles y aplicables en esta o en la otra latitud, la teoría del conocimiento no puede reposar sobre principios intangibles, de modo que la universalidad a la que tien den unos y otros es sólo un juicio de opinión bastante circunstancia do. El filósofo de Konísberg sitúa la perfección fuera del terreno de lo abordable; es decir, en lo absoluto de la cantidad indefinida pro112
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5. Schiller Retrato de Antón Graff
pía de la razón capaz de pensarla, pero imposible para la actividad del hombre incapaz de realizarla; y las consecuencias son dobles. De una parte, el sensorialismo empírico de Locke, Rousseau y los iluminisjas queda reducido a simple práctica de la vida de relación, porque el conocimiento transcendente de lo absoluto es imposible, y de otra el método racionalista resulta un fracaso, porque nunca hallará el teorema geométrico con el que forzar a los hombres a tener un único concepto de lo transcendental. Con ello, Kant sienta en estética un principio paralelo a su con cepto de la metafísica. Los sentidos sólo dan constancia de lo inme diato. Así, pues, la aspiración a la belleza absoluta y a las leyes que la expresan será una entelequia también, no sólo para los sensorialistas, sino para sus oponentes, porque unos y otros resultarán por siempre incapaces de reflejar en la obra realizada la total per fección de lo absoluto, concebible, como en metafísica, claro está, pero imposible de llevar a la práctica. Ahora bien, el concepto estético de Kant resulta vulnerable. El arte no es un ente limitado, sino limitadísimo. Sin ojos ni oídos ino habría pintura ni música, ni estatuaria sin tacto. Tampoco el idioma en que nos expresamos tiene posibilidades de infinitud, de modo que en ello acierta el filósofo. Pero ocurre que aun cuando 113
adquiriésemos una facultad de percepción absoluta y dejase la can tidad infinita de ser un ente propio de la razón para convertirse en otro propio de la realidad, la forma no ofrecería novedades, excepto en la mayor complicación de tal intento. Si con siete tonos y semi tonos, tanto cromáticos como auditivos, obedece la música y pintu ra a leyes físicas sirte qua non, que conocemos y dominamos, cuando ese pequeño guarismo llegase al absoluto, objeto del arte para Kant, ambas manifestaciones estéticas no podrían obedecer a principios distintos de los de ahora, de modo que si nuestro conocimiento de las cosas es fragmentario o incompleto, no lo es el de su orden armó nico. Tal fue, como veremos, la tesis romántica y era necesario re ferirse a este filósofo para entender a Schiller, amigo del grupo de Jena de buen principio, como Goethe, pero posterior discrepante. Los bandidos corresponde al ciclo de la «Sturm und Drang», y tan sólo en la trilogía del Wallstein pudieran hallarse trazas de romanti cismo, en cuanto compete a las ambiciones de la ya formada escuela respecto de incorporarlo todo a la obra escrita. Schiller, kantiano, será también un clásico; es decir, un platónico por su concepto de lo «absoluto inalcanzable». De ahí que en él no tenga la naturaleza presente influjo alguno, lo que es de un antirromanticismo funda mental. Ocurre con esto que tanto Goethe con el Goetz, como Schiller con su teatro, rompieron las unidades y todas las reglas retóricas. Pero el autor del Fausto, iluminista, no aceptaría la «idea», ni Schi ller, idealista, la certidumbre del mundo real.
Esto así, Federico Schlegel, Tieck, Federico de Hardenberg, llamado Novalis, y el pastor Schleiermacher fundan en 1794 y en Berlín el periódico Athenaum. * Schlegel se encargaba en él de los estudios estéticos. Novalis de los filosóficos y químicos, Tieck de los pensamientos y Schleiermacher de los trabajos éticos. Su divisa fue la de un «idealismo majestuoso» concretada en la siguiente fórmula: No malgastarás la fe y el amor en cosas de política, sino en los dominios de la ciencia y el arte.
Este «idealismo majestuoso» queda por entonces un tanto am biguo, y en cuanto a las «cosas de política», se referían estos mu chachos al «Sturm und Drang», que, influido por los últimos exce sos del fisiognomismo (Lavater concluyó loco y por suponerse Cristo 114
redivivo), concibe ahora un genio estatuario, verdadera transposición del elegido calvinista, y reserva a estos «ángeles caídos» el derecho a determinarlo todo. Los componentes del Ateneo son muy jóvenes. Federico Schle gel nace en 1772, Novalis el mismo año y Luis Tieck unos meses más tarde. Es normal que en un principio acumulen las contradicciones, sobre todo porque, como ya debe observarse, la heterogeneidad del grupo y las actividades diversas a que sus miembros se dedican —influjo de Goethe que aspiró a la solución de cualquier problema por medio de la ciencia— no aseguraba una unidad absoluta de conceptos y ni siquiera una coincidencia libre de discrepancias. De buen principio aceptan algunos postulados de Klopstock, entre otros el del arte por el arte, y además el crédito del Goetz les hace pro clamar a su autor jefe de la escuela, como «confidente de la natu raleza e introductor de los tiempos modernos». Incluso puede afir marse que los románticos iniciales tuvieron puntos de contacto con el iluminismo. Novalis escribió en su inacabada novela Henry d’Ofterdingen: «esta angustia de la conciencia que presiente la fuerza sagrada y liberadora de la luz», y Federico Schlegel, en Athenaum: «Así como en un espejo cóncavo la llama se produce en el punto en que se cruzan todos los rayos, en el alma, la luz y el calor, es decir, la poesía, deben nacer espontáneamente de todas nuestras facul tades». Del mismo modo, sufren estos jóvenes los influjos de la escuela de Gotinga, particularmente a través de Guillermo Schlegel, herma no de Federico y discípulo de Biirger, de modo que su nacionalismo inicial es idéntico al de Klopstock, inspirado en las raíces históricas y medievales en que el autor del Messias se complacía. No obstante, sin duda también por influjos de Goethe, ya clásico, habían de afir mar algo más tarde: «los dioses nacionales de Alemania no son Hermann y Votan, sino el arte y la ciencia» (Tieck), de modo que en estas opiniones consecutivas se observan las corrientes intelectuales por entonces vigentes en Alemania y una volubilidad muy lógica en jó venes apenas formados. Pero hay un hecho nuevo y es que estos muchachos aceptan el peyorativo «romantick», ya célebre en Alema nia desde la disputa que Bodmer mantuvo con Gottsched y desde la Dramaturgia de Hamburgo de Lessing. Así, el grupo del Ateneo no sólo admite sino que reivindica las consecuencias de la imagina ción desbordada y sin control, es decir, de la «novelería» aplicada a cualquier género literario, y ésta sería la aportación definitiva mente original y de consecuencias todavía vivas de aquel grupo de incipientes estudiosos.2 115
En efecto, y como debemos recordar, si bien Bodmer escribió de la imaginación que era «la reina de la casa», no es menos cierto que este reinado venía circunscrito a lo «merveilleux» o admirable, de suerte que ello, en definitiva, determinaba otra suerte de retóri ca o vigencia del platonismo. Lessing no hizo, en fin de cuentas, sino justificar el «sujeto moderno», por lo cual entendió el drama burgués ya común en Gran Bretaña, y en cuanto a Klopstock y a la escuela de Gotinga, con su resurrección del hexámetro clásico y el «detalle familiar» homérico, harto circunscribieron el vuelo imagi nativo reduciéndolo incluso, o bien a historia antigua y leyenda po pular, o bien, como en el caso de Voss, a un realismo bastante ri dículo sobre los placeres de la mesa y la forma de servir el café. (Luisa.) Esta serie de inquietudes y manifestaciones alemanas en busca de la originalidad llega con los románticos a su punto culminante, mas para ello se requiere .todavía una última batalla contra el determinismo y su secuela panteísta, es decir, la ruptura con Goethe, por que sin libertad absoluta del espíritu no parecen los impulsos ima ginativos ni siquiera existentes, y todavía menos, necesarios. Se ha de poner en claro, también, que en este proceso se invertirá, por razones científicas que ya veremos, la vieja teoría de las imitaciones; es decir, que el romántico se aparta también de Rousseau en cuanto no considera la naturaleza como un modelo logrado, sino como pun to de partida de logros todavía «por hacer», noción que se debe a Fichte. Esta es la bisagra sobre la que gira la cuestión. Los iluministas, como ya vimos, disienten del ginebrino en cuanto no admiten regla subjetiva alguna, sino la mera objetividad derivada de la unidad de espíritu y materia, y los románticos se alejan de Juan Jacobo en tanto no consideran perfecta o concluida ninguna época anterior. Con ello, y debe entenderse, también disienten de Goethe y de su evidente modernismo. Para el grupo de Jena el problema no estriba en observar y desentrañar, sino en colegir y buscar leyes naturales que autoricen a realizar el proceso imaginativo.
Cuando Fichte escribe: «El mundo sensible parece ser algo exis tente con independencia del sujeto que lo percibe, pero en realidad no existe sino por la actividad del sujeto. Eliminemos el yo y al ins tante queda eliminado el mundo», plantea dos problemas. Respecto de Dios o «yo absoluto», resultaba evidente que aquella «actividad» presuponía anterioridad o quizá simultaneidad, pero no identidad 116
panteísta, y en cuanto al hombre, que sin la existencia de un ente verificador y consciente, los exteriores no tendrían utilidad por falta de receptáculo. Fichte afirma también que sin oposición o contraste no hay conciencia, y esto, arranque de la teoría de la Relatividad, informaría en adelante la estética romántica, pues no será otra cosa la filo sofía de la naturaleza de Schelling. Obsérvase en ello que este con traste exige, indefectiblemente, una disparidad, es decir, una diver sidad en la esencia de lo creado, lo cual presupone un distingo entre el objeto y el observador. Prosigue el filósofo. Sin el objeto creado no hay sujeto creador, y con ello bien se colige que sin sujeto activo tampoco hay objeto resultante del acto, pero como lo hecho ha de estar en dependencia directa con el hacedor, afirma Fichte que el «yo» se priva a sí mismo de realidades para transformarlas en exte rior —el «no yo», como él lo llama— y sienta con ello la doctrina de la semejanza entre el pensamiento operante y la obra resultante. Ahora bien. ¿Qué papel le cabe al hombre dentro del mundo en que habita? Cuando Fichte escribió de la Revolución francesa que era «la idea en marcha», parece sentar un principio lo suficien te claro; es decir, la anterioridad del acto imaginativo y la posibi lidad posterior de ejecución, lo cual presupone libertad de conce bir y actuar, o concepto histórico de proceso opuesto a Kant que ya daba lo absoluto por concluso. Este es, evidentemente, el «yo» ro mántico, si bien con una esencial diferencia. Según se vio luego (Sis tema de doctrina moral, 1798), Fichte concebía el yo individual como un ente privado de libertades, emanación del «conocimiento» al que había de atemperarse en sus actos; es decir, determinismo absoluto no muy distinto del de los panteístas, si bien debe reconocerse que el «no yo» constituye una entidad dimanada del espíritu, razón por la cual Goethe diría refiriéndolo al sistema de Fichte que la natu raleza quedaba en él reducida a «una pompa de jabón». * Federico Guillermo Schelling (1775-1854), filósofo incorporado en Jena al grupo romántico, escribe en 1797 Idee zur eine Philosophie der Natur, que resultará una orientación hacia un idealismo físico y subjetivo distinto del de Fichte. Schelling estudió teología, pero también medicina, y esta mezcla dará resultados de gran interés. Ahora comparecen conceptos de metafísica no originados en las ciencias exactas (caso de Descartes, Pascal, Leibniz y Kant) y aun que éste no es proceso nuevo, pues Haller fue también teólogo y médico, sí cabe observar que para el suizo los problemas de espíritu y materia no fueron duales. Pero Schelling rehúsa esclavitudes espiri tuales y no acepta identidades de tipo fatalista desmentidas por la 117
práctica. Así, comienza por distinguir la existencia de una natura leza inorgánica y otra orgánica y busca la relación que pueda darse entre ambas. Schelling afirma que la primera es un conglomerado que adquiere cohesión por la fuerza de la gravedad. Sus grados son tres: procesos químicos, electricidad y magnetismo, y en ellos en cuentra el filósofo la coincidencia de la materia con los organismos vivos, pues a cada una de aquellas manifestaciones corresponden en éstos los instintos de la reproducción, la irritabilidad y la sensibili dad. Esto es influjo de Brown, como ya lo veremos, pero obsérvese que para Schelling los puntos de contacto entre el cuerpo y los ex teriores ya no se refieren al espíritu. Se aparta de Goethe y acepta a Mesmer, mas no en lo que éste tuvo de esotérico y panteísta, sino en cuanto tuvo de científico. Esto así, quiere decirse independizado el espíritu de relaciones o identidades que tan sólo se refieren al cuerpo, Schelling escribe que la naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu, la naturaleza invisi ble, en lo que coincide con Fichte, y afirma que los exteriores son la realización de leyes ideales. La materia, pues, es un duplicado o hue lla del espíritu, mas ha de observarse entonces que la preexistencia de la ley ideal exige la voluntad de un equilibrio sin el cual no puede darse la materia, y por consiguiente, que el espíritu es equilibrio. Se sobreentiende entonces que en él preexista el sistema de compen saciones que asegura la subsistencia y de ello que el hombre, ser actuante también, como aparentemente puede obrar sobre el mundo objetivo por medio de su voluntad, construya si analiza su espíritu propio y equilibrado, porque éste es, naturalmente, huella del es píritu absoluto o Dios. Ahora bien, supuesto caso que según el sensorialismo todo nos venga de fuera, ¿cómo es posible obrar sobre el mundo por medio del pensamiento, si las sugestiones o representaciones son esclavas de lo ya existente en el exterior? ¿Cómo es posible diferenciar nues tro pensamiento de las cosas, si son éstas las que provocan en noso tros el proceso del pensamiento? Aquí está el núcleo de esta ardua cuestión, que fue, precisamente, el escollo que Rousseau no pudo superar ni los iluministas tampoco. Recuérdese que para el ginebrino, lockiano puro, el hombre resultaba un ser puramente imi tativo de las sugestiones y presencias del exterior a las que debía conformarse, y que su tragedia provenía, justamente, de un apartar se consuetudinario y sistemático de aquellos ejemplos visibles.4 Los iluministas pensaron del mismo modo con la salvedad de un pan teísmo en el que Rousseau no cayó. Schelling afirma que la naturaleza tiene una finalidad, pero que 118
el hombre no sólo la percibe fuera, sino también dentro «por intui ción artística». «La producción estética —dice— es un proceso cons ciente que tiene todos los caracteres de la producción inconsciente de la naturaleza.» Esto es una afirmación de subjetivismo y con ello se ha de entender en qué se aparta o distingue el yo romántico del yo rusoniano o fichtiano. Para Juan Jacobo la regla es la «vir tud» o facultad de un marchar acorde con la naturaleza y para Fichte la voluntad delegada y sin autonomías referidas al sujeto. Pero el romanticismo, sensorialista, en cuanto admite el conocimiento ori ginado en la percepción, afirma también que en el hombre hay una facultad modificativa y coordinativa de elementos preexistentes, bien es verdad, pero con resultados autónomos y obtención de pre sencias que la naturaleza no puede ofrecer. Por eso afirmó Schelling que «el arte es la presencia real de Dios»; o sea, espíritu siempre ac tivo y determinante de nuevas concreciones en cuanto a la Divi nidad, y en lo que al hombre respecta, posibilidades también de crea ción, no referidas a los elementos, pero sí a sus formas.
Notas
1. Entiéndase que el Athenium fue, por así decir, un portavoz de un grupo ya constituido desde 1788. En realidad, el romanticismo se organizó alrededor del filósofo Fichte y en la universidad de Jena. 2. El grupo de Jena fue, incluso, una unión teológica de protestantes que habían admitido el libre arbitrio y de católicos partidarios del libre examen. Más tarde se diversificará esta concreción, pero ahora, frente al clasicismo, es decir, unidos por un «anti» fundamental, tienden a limar asperezas y a cola borar tan sólo en puntos sobre los cuales hay un acuerdo. 3. Así escribe Fichte en el Sistema de doctrina moral: «Nosotros no hace mos el conocimiento, sino que el conocimiento nos "tiene" a nosotros, hace presa en nosotros. El saber no está en nosotros, sino que nosotros estamos en el saber. Nos corresponde, tan sólo, la dedicación receptiva a lo superior y la autoliquidación de la particularidad». Y prosigue: «Cuando el conocimiento se apodera de nosotros nos con vertimos en luz», con lo que la libertad individual queda por completo ani quilada. (Cf. H einz H eimsoeth , Fichte.) 4. Ha de observarse en ello una clara influencia dominica. Para Rousseau, como se ve, el mal proviene de un «no hacer» fundamental, y por consiguiente, de un construir negativo e inútil que no admite progresiones históricas.
12 El florecimiento
Pasamos ahora al estudio de los textos de Novalis, porque ellos nos ofrecerán sobre el romanticismo cuantos informes se requieran para situarlo sin ambigüedades. Como ya vamos viendo, esta es cuela, 1~jus de estar asentada sobre vaguedades, como así lo escri birla Sainte-Beuve, se afirma sobre doctrinas sociales y metafísicas establecidas con rigor, aun cuando deba reconocerse que alguno de sus componentes bifurcara hacia meandros no del todo lógicos. No obstante, incluso en las aberraciones o sofismas en que el romanticismo, a veces, se extravió, hay una constante aparente de pensamiento. Así, Schleiermacher, en su discurso sobre la religión, escribiría que la primera consecuencia de la moralidad es la oposi ción contra la ley positiva y la justicia convencional, porque había que excitar sin límites el sentimiento. Este mismo escritor diría en el Catecismo de la razón para las mujeres nobles: «se desacreditará la que no tenga otro deseo que ser madre en el reposo y la tranquili dad. El mejor matrimonio y la maternidad rebajan a la mujer a pre ocupaciones materiales», opiniones ambas bastante arriesgadas. Mas obsérvase en la primera, de oposición a la ley positiva y justicia con vencional, un intento de eludir directrices externas al arte, entonces por fuerza engagé, pues Schleiermacher se manifiesta en una época de notable intolerancia y cortapisas, no sólo en cuanto se refiere a las conductas, sino a los escritos. No era fácil dar rienda suelta a lo que él llama «sentimientos», es decir, opiniones. Y respecto del cu rioso juicio que emite sobre el matrimonio y la maternidad, viene determinado por el concepto de ser humano a que llegaron los ro mánticos, influidos por «las fuerzas contrarías» que aseguraban el 121
equilibrio, y que ya vimos en Schelling. Según ello, los elementos constitutivos de la naturaleza del hombre son también dos, uno está tico propio del análisis y otro dinámico o de curiosidad, y este último es el inherente a la mujer. El deseo de saber es una herencia femeni na —la manzana de Eva— y por eso afirmaba Federico Schlegel que «la mujer es el arte romántico». Entonces, y de toda evidencia, no sólo competía a las hembras el papel hasta entonces pasivo que en general se les asignaba, sino una actividad de catálisis respecto del hombre y una obligación de compartir sus anhelos y problemas, in compatibles si únicamente dedicaba su tiempo y energías a «labores propias de su sexo». El posterior feminismo arrancará de aquí. También un nuevo concepto de la pareja como grupo colaborador, bien distinto de las relaciones anteriores de hombre y mujer, reclusa siempre esta última en un mundo que le era particular y separado. Pero vayamos a Novalis. Murió tuberculoso cuando apenas contaba 28 años, pese a lo cual debe reconocerse en él la inteligencia más firme y sistemática con que contó el romanticismo. Sus Frag menta, no destinados a la publicación, pues eran anotaciones apun tadas cuando se le ocurrían y en el momento en que se le ocurrían, fueron dados a la estampa luego de su muerte. Novalis era ingeniero de minas y notable químico y matemático. Estas reflexiones equiva len a las de cualquier investigador que va fijando en cuadernos el re sultado positivo o negativo de sus experiencias. No tuvo el escritor tiempo de clasificarlas o reducirlas, mas no obstante, en ellas están sistematizadas, aclaradas y completadas algunas de las opiniones de Schelling, el cual, además, tomó bastante de Novalis cuando compuso la Filosofía transcendental, complemento de la de la naturaleza. Los Fragmenta están agrupados por materias y son un intento de reducir la ciencia y el arte a principios que les sean comunes. Para el romántico, y ello le viene impuesto por su concepción de unidad referido al contexto de toda disciplina, como originadas en la vo luntad operante del individuo, las manifestaciones del ingenio siguen un mecanismo común. Así escribe Novalis: Comprendemos el mundo cuando nos comprendemos a nosotros.
Y añade luego: El mundo, en todo caso, es el resultado de una acción y de una reacción entre mi yo y la Divinidad. Todo lo que es y todo lo que nace se crea por un contacto de los espíritus.
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Esto significa un principio científico y estético de la posible mo dificación de los exteriores por un acto de voluntad. Ahora bien, ese «contacto de los espíritus» se refiere al de Dios con nosotros, de donde se debe inferir un axioma importante; quiere decirse que la capacidad de invención propia de los hombres deriva de la capaci dad de creación propia del Señor, y con ello ya están en entredicho el «yo» fichtiano y el rusoniano. El primero es un simple sino sometido a leyes concluidas y perfectas, lo que explica la aberración posterior conducente al superhombre cuyos actos avoluntarios resultarán in evitables y fatales como el rayo, y el segundo un ente imitativo de nor mas apriorísticas y perfectas también. Hay más. El principio de la imposición al exterior de nuestra voluntad propia invierte los tér minos planteados por Juan Jacobo, por cuanto la naturaleza se con vierte aquí en campo inerte al servicio del espíritu del hombre, que puede obrar sobre el exterior e influirlo. Con ello, también quedan re movidas las tesis cartesianas. Ya no es la ciencia un proceso de ob servaciones y deducciones, sino un complejo de posibilidades origi nadas en el propio individuo, porque «si todo lo que es y todo lo que nace es posible» resulta batido en brecha el determinismo y ex plicado el proceso de la libertad, referido, incluso, al mundo exte rior, no tan infaliblemente mecánico como Descartes suponía. En efecto, todo el pensamiento de Dios se sustancializa y ese acto soberanamente volitivo ha de tener también su reflejo, según vocabulario de Fichte, porque no se concibe se pierda en el vacío aquel impulso voluntario que es intención también, sino que se ha de incorporar y existir. La voluntad, pues, se manifiesta en nosotros y corresponde a una posibilidad de variación del mundo visible, cuyo fatalismo mecánico puede ser influido e incluso modificado por obra del espíritu agente. Ese «conocerse a sí mismo» que ha de ofre cemos el conocimiento del universo nos da, también, la medida de nuestra potencia de transformación de la circunstancia. Consecuentemente, sigue Novalis: Estamos en relación con todas las partes del universo, pasado, pre sente y porvenir. Se puede predecir el porvenir gracias a la observación genial de si mismo.
Esto es la legitimación del devenir histórico y el absurdo de ignorar o prescindir de algún período, que fue lo que hizo el Rena cimiento. La Edad Media también nos pertenecía y era imposible borrarla, sin más, de un devenir complementario. Si el espíritu del hombre obra, cuanto ha realizado pertenece sin disputa al hombre. Ahora bien, el concepto de progreso es el de porvenir. Aquí no 123
se da a la tradición un contenido petrificado o estratificado, sino de historia útil, con lo cual ya no es posible inmovilizar o eternizar leyes y reglamentos, sino que se debe ensancharlos y adaptarlos a circunstancias también nuevas. Esto destruye el apriorismo retóri co y obliga a obrar en forma distinta. Los procesos del porvenir, quizá opuestos o contradictorios respecto de los actuales, no admiten obstinarse en moldes viejos. No es viable. La distinta circunstancia exige puntos de vista nuevos, y ello va hasta la negación del sistema kantiano porque ni siquiera la matemática está libre de evoluciones. Ya se ve entonces lo que queda del clasicismo. En cuanto a la segunda proposición de Novalis, «se puede pre decir el porvenir gracias a la observación genial de sí mismo», ha de observarse que si, en efecto, el espíritu del hombre puede también realizar en plena libertad y sustantivar sus ideas, ello le obliga a un autoexamen de posibilidades de generación, porque esto entien de por «genio» Hardenberg. Deberá admitirse entonces que un es tudio adecuado de las capacidades de invención propias del individuo equivale a predecir el porvenir, pues claro está que un descubrimien to como el de la máquina de vapor revoluciona, cambia y determina una época. Pero hay que admitir que ese genio o capacidad de gene rar no es patrimonio exclusivo de nadie, y de ahí el popularismo del romántico y sus exploraciones folklóricas. Ello tiende a destruir los errores en que cayeron la «Sturm und Drang» y Fichte. Escribe Novalis más adelante: Un pensamiento puro, una imagen pura, y un sentimiento puro son los que no resultan suscitados por objetos correspondientes. La imaginación es una fuerza extramecánica y ia magia es la ciencia sin tética de la imaginación.
Aquí nuestro escritor repite a Klopstock y a Herder, pero no se olvide que Novalis habla como un hombre de ciencia y no como un filósofo. La magia, o potencia de la imaginación, es el arte de crear imágenes o formas no existentes; es decir, centauros, trasgos y sire nas, pero también máquinas y artefactos cuyo modelo exterior no aparece. La adivinación mágica es, entonces, el preludio necesario a la acción y el postulado evidente de que todo cuanto el hombre concibe es verdad, siempre que halle las vías y el procedimiento adecuados para realizarlo. No obstante, los dominios propios de la estética y de la ciencia son diferentes, aun cuando paralelos. Esta última no podía realizar un diablo de siete colas, pero el arte sí, ya en forma de poema, ya en forma de cuadro, y en ello reside el equívoco tan bien aprovechado más tarde por los grupos de presión. Novalis 124
no fue un brujo ni buscó la piedra filosofal. Sus intenciones fueron muy otras. No es menester admitir la existencia de las sirenas para que esta hermosa entelequia se añada al factum poético con una esencia indiscutible y conmovedora, como tampoco resulta útil ad vertir que don Quijote nunca existió. Entiéndase bien. El neocla sicismo francés no comprendió este problema, pero el mundo anti guo sí. Basta leer a Tito Livio para informarse de que en Roma nadie creyó la leyenda de Rómulo y Remo, pese a lo cual, esta bella entele quia informó poemas y libros y fue el origen de la famosa loba capitolina. Así, pues, ese limitarse cartesiano al hombre y a sus hechos históricos fue un error. El problema estribaba en usar cualquier sujeto según reglas de armonía, porque entonces se lograba ese «estar en pie» perfectamente científico e indiscutible. Insistamos sobre esto. Para el concepto romántico de la ciencia, un logro mecánico cualquiera lo es, precisamente, porque la imagi nación del inventor le impulsa a resolver, por ejemplo, el problema de volar, y porque luego se logra la concurrencia absoluta de fuerzas 12S
contradictorias, es decir, la armonía. Pues en estética ocurre lo mis mo. Imagine el poeta, logre después y habrá creado. Sigue nuestro escritor: Todo acto involuntario debe ser transformado en voluntario.
Por acto involuntario entiende Novalis subconsciente, y véase el ancho campo que al arte abrirá este nuevo concepto. Pero sigue: Todo ideal existente es real, posible y necesario.
Entiéndase el alcance de este postulado, porque en él está el concepto de ética, que al parecer faltó a la escuela romántica. Ideal significa aquí, como ya se ha visto, acto de pensamiento anterior a la obra. Según las teorías científicas entonces de moda, adoptadas luego por Schelling en su filosofía de la naturaleza, el mundo, como ya vimos, es el resultado o unidad actuada de un principio positivo y otro negativo, que es la atracción y repulsión (centrifuguismo y centripetismo) en mecánica, electricidades de signo contrario en física y la irritabilidad y sensibilidad en biología. Ya puede entonces obser varse que el bien se asimila al equilibrio, y que el acto no puede nunca originarse en un desconocimiento de sus consecuencias res pecto del mundo y de los demás. Esto así, resulta claro que para el romántico el problema no estuvo en un desbordarse del «yo» en cualquiera dirección, sino en un principio de cautela, según el cual el pensamiento en que la acción se origina ha de ser analizado y exa minado antes, de modo que con aquélla se alcance a construir, por que el equilibrio de sus elementos garantiza la subsistencia de los resultados. De ahí lo de ideal «existente». Pero observe el lector algo de transcendental. La realidad o re sultado de haberse convertido la idea en algo tangible, es el final de un proceso de armonías sin las cuales no hay equilibrio, es decir, existencia. Esta actuación no puede, pues, consistir en eliminar parte de los elementos en presencia; de modo que el clasicismo resultaba, en definitiva, una rémora, de una parte, porque atribuir cualidades estéticas a un solo aspecto de la creación equivalía a una censura inadmisible de la Divinidad, y de otra, porque inmovilizar leyes a las cuales se niega la facultad de progreso contradecía el perpetuo mo verse o devenir de todo. En esto se origina el nuevo concepto de belleza en el que todavía estamos. Lo bello no viene determinado por el aspecto del tema a re producir ni por sus cualidades, sino por la conjugación de los ele 126
mentos que han de integrarse en una obra cualquiera de los hom bres. Aquí empieza la comprensión del barroco y el crédito de que por entonces empezó a gozar Calderón de la Barca. Ahora también debe entenderse la preocupación romántica por el folklore. Luis Tieck publicó en 1797 los Cuentos populares de Pedro Lebrecht, y Musaens dio a la estampa, desde 1782 a 1786, sus célebres Cuentos populares de Alemania.1 Luis van Beethoven co menzó a incorporar a su música motivos campesinos, del todo visibles en su Sinfonía pastoral. Resultaba entonces que el pueblo también era genial, pues generaba, y como ya se comprende, esta nueva forma de ver removía las bases sociales. Traducido al terreno de lo práctico, el clasicismo político se circunscribía, como el lite rario, a un desprecio de fuerzas activas. El pueblo carecía de existen cia estética y legal. Representante de todo lo feo, indigno de ser re producido en libros o cuadros serios, quedó reducido a comparsa de comedia, picaro y deslenguado, gracioso en ocasiones, pero siempre insensible o poco menos. Y no hay exageración en ello. Aun cuando se dieran otros factores más complejos, es lo cierto que los hábitos esté ticos marcaron por mucho el hábito social, de modo que a lo innoble y mísero de las apariencias se asimilaba un desprecio con exceso pro fundo y un juicio de opinión adverso respecto de quienes no poseían. El romanticismo se alzó contra esta forma de considerar y de ahí, como ya lo dijimos, los cuentos y canciones populares en que se manifestaba un delicado sentimiento poético y una capacidad artísti ca en verdad extraordinaria. Esto, como debe entenderse, conculcaba el orden establecido. El romántico no sólo aspiró a las armonías artísticas, sino también a las sociales, porque este pueblo desco nocido, pero existente, fuerza tan real como cualquiera otra, cola boraba a la estabilidad del complejo político y económico, del mismo modo que cualquier pieza, por modesta que sea, hace posibles los atrevimientos del arquitecto. Quiere decirse que para esta nueva escuela los elementos de la creación eran igualmente respetables, porque su sola existencia era garantía de su equilibrio o bondad. Lue go veremos las consecuencias de una tal postura. Escribe Novalis más adelante: La física es la doctrina de la imaginación.
Es decir, respecto de Dios, el pensamiento o concepción de las imágenes anteriores a la obra según el Génesis, y respecto del hombre la necesidad de concepción sin la cual no hay acto. Según esto, fue el deseo de no tejer a mano y la obligación de llenar las apetencias 127
crecientes del mercado las que determinaron el telar y la máquina de vapor. Por ello dividió el romántico las épocas históricas y atri buyó a la Edad Moderna la supremacía de la voluntad. Mientras los hombres se limitaron a tomar el universo tal y como se les ofre cía, pudo establecerse la fatalidad como ley única. Pero desde el momento en que frente a ella se alzó la posibilidad de modificarla, amaneció un nuevo sentido del vivir y un nuevo aspecto de nuestro destino. Este fue el divorcio de Goethe y el grupo del Ateneo. Para el gran poeta, como para los cartesianos y sensorialistas ingleses, Rousseau incluido, la observación de los exteriores era la única fuente de conocimiento. De ella se habían de deducir leyes y princi pios aplicables a la técnica. El romántico, contrariamente, imaginaba en primer lugar y buscaba luego en la naturaleza las posibilidades de logro y sustantivación. Mas no se olvide el principio de las armo nías. Ello no significaba colegir imposibilidades, sino complejos racionales y lógicos, sometidos al contraste de la matemática. Y prosigue el escritor: La magia es la simpatía del signo con lo que significa.
No se olvide ahora que «signum facere» es significar, y véase, por consiguiente, que la huella del sello no puede ser distinta del sello mismo. Parece lógico entonces una ligazón de simpatía o sufrimiento conjunto entre el operante y la materia resultante de la obra, de donde se inferirá que la «magia» o facultad de crear imágenes exi ge, en primer término, un amor por aquello que se crea, es decir, un reflejo exacto del pensamiento en la obra, lo cual es la expresión del lirismo, o sinceridad individual. A partir de ahora, estéticamente, es difícil hablar de escuela única para la exteriorización del senti miento. Con el romántico nacen los «ismos». Puede haber, induda blemente, grupos afines entre hombres de psicología semejante, pero ya no habrá expresión artística taxativa y obligatoria para todo el género humano, puesto que los «sellos» no son iguales. Véase la in versión.
Pero Federico de Hardenberg estaba tuberculoso, y ello había de matarle en plena juventud. Su Diario resulta conmovedor, además de esencial en el estudio del romanticismo. Nuestro escritor está dominado por el miedo a la muerte y busca en la autosugestión un consuelo. Intenta convencerse a sí mismo de que su acabamiento 128
orgánico se debe a su propia voluntad, pues ha decidido morir luego de su novia. Sofia, fallecida a los. diecisiete años, pero esto es un subterfugio. Escribe Novalis: Es posible que sufra de hemorragias durante mucho tiempo todavía.
Con lo cual parece compaginar las hemoptisis con una larga existencia. Y sigue: Es necesario que aprenda el arte de transportarme a voluntad hacia no importa qué estado de ánimo [...] necesito absolutamente afirmar mi «yo» a través de las fluctuaciones de la vida y de los cambios de mi temperamento; pensar sin cesar en mí mismo, en mis experiencias y en los actos que realizo [...] sentimos amargamente el plomo que en cadena nuestros pies a la tierra [...] toda angustia viene del diablo y toda alegría de Dios [...] desde el instante en que un sentimiento preciso domina, el miedo cesa. El terror es una incertidumbre, una duda cor poral. 129
Como se ve, nuestro poeta conoce el imposible de «imaginar» cuando el estado del cuerpo preocupa y ve en el miedo la causa del desequilibrio. De ahí que toda angustia venga del diablo como así lo dice, en tanto que la tranquilidad y la alegría permiten la suficiente agudeza de espíritu. Pero recuerde el lector el estado sanitario de la Europa de en tonces y observe que para el romántico, si la «idea» colige, ésta ha de ser pura y libre de la ganga del cuerpo. El hambre y el sufrimiento disminuyen la capacidad intelectual y por ende la posibilidad de concepciones. Ya vimos que Lavater, con todos sus errores fisio* nómicos, lo acertó en cuanto concernía a la correlación o paralelo entre el estado físico y el intelectual, y que Basedow, con sus gim nasios o escuelas, tendía a la preparación de una juventud más apta y apartada de la taberna, lugar en donde se reunían desde tiempo inmemorial los estudiantes alemanes. Ahora bien, el romántico no es panteísta. Para esta escuela el mundo no es Dios, sino una huella de Dios, y por consiguiente, no admite el influjo físico de la luz solar como sustancia única factora del equilibrio, sobre todo, porque innúmeras enfermedades no pa recen curarse y ni aun siquiera mejorar por el simple procedimiento de exponerse al aire libre y realizar ejercicios. Mas con todo, Novalis hace caso de Goethe y se recluye en una casa de campo. Pero las hemoptisis prosiguen y no encuentra el poeta la paz física a la que aspira. El romántico es hijo del libre examen, aun cuando rechace el determinismo. Ello significa la angustia o agonía por el acierto, y la preocupación individual y dolorosa de dar en el error. Es un estado del espíritu idéntico al de Pascal y Racine, pues aun cuando no halle el romántico la paz en el hecho de saberse salvado, sí la logra en la verificación de sus aciertos y en lo constructivo de sus actos. En cierto modo, esto continúa siendo la justificación por el éxito, no ya como signo externo de estar en la gracia de Dios, sino como obli gación inherente a un nuevo concepto de la dignidad humana. He chos a imagen y semejanza del Señor, nos compete actuar con acierto y construir algo. Y hay otra cosa. Precisamente porque el mundo es una huella del pensamiento de Dios, y porque nosotros mismos, libres y volunta riosos, correspondemos en nuestro espíritu a tales facultades divi nas, el romántico se deja influir por el viejo problema de las identi dades, de origen medieval, y ya lo vimos con la opinión de Novalis sobre el «sello». Esto significa que las semejanzas físicas entre ob jetos distintos marcan en ellos una especie de lazo íntimo de unión, lo 130
cual determinó la vieja terapéutica de la famosa raíz de mandrágora, de forma casi humana, y de las gemas, cuyos colores correspon dían a otras tantas virtudes, como ya lo dijimos. Debemos aducir ahora que la vacuna, introducida en Europa por aquellas cartas de lady Montagu a las que ya aludimos, parecía corroborar la vieja tesitura mágica de las identidades —«similia similibur curantur»—, origen de la medicina astrológica, y de ahí que Novalis escriba: «¿Será finalmente el hombre la más eficaz medicina para el hombre?». Entonces, recuerde el lector el «magnetis mo animal» de Mesmer, y no extrañe ahora que el romántico acabe por ser magnético, no por panteísmo, puesto que no admite el tal fenómeno como fluido universal ni reconoce en el imán propiedad alguna, sino por influjo de su concepto del universo reflejo y del parentesco evidente entre formas idénticas. El magnetismo del hom bre opera sobre el hombre y ésta sería, en parte, la medicina ro mántica. Recuerde el lector también la oposición entre vitalistas y sensorialistas. Para los primeros, cada uno de los órganos del cuerpo re sultaba un conglomerado autónomo, de suerte que la terapéutica no podía ser idéntica, y para los segundos, cualquiera afección se ori ginaba en el sistema nervioso y el método de cura debía regularse según aquella unidad. De hecho, esta última posición, la de Haller, es de origen panteísta. El romántico, como ya lo hemos visto, no admi te la identidad de Dios con el universo, mas no obstante, como el cuerpo, finalmente, es materia y la naturaleza también lo es, acaba por aceptar los principios de la medicina sensorialista, resultado lógico cuando se consideran los paralelismos entre biología y me cánica ya vistos en Schelling. Dice Novalis en su Diario: He de escribir muy largamente a Rochlamb para rogarle que me proporcione opio,
y con ello abre una vía bastante dificultosa en la cual debía extra viarse durante un siglo esta escuela romántica tan mal entendida. Digamos que este Rochlamb fue el introductor en Alemania del sis tema terapéutico de Brown. Algunos días después, y ya en tratamiento, escribe Novalis sus famosos poemas a la Noche: Cuán pobre y pueril me parece ahora la luz [...] los ojos infinitos que la noche abre en nosotros, penetran, sin necesidades de luz, en las 131
profundidades del alma [...] ¿Es indispensable que renazca la mañana? ¿Nunca se acabará la dominación de lo terrestre?
Y sigue: Una actividad funesta retrasa la celeste llegada de la Noche [...] El Día es limitado y la Noche infinita, porque eterno es el tiempo del sueño [...] Noche: ellos no te sienten en el dorado liquido de los raci mos, en el aceite maravilloso del almendro en el moreno jugo de las adormideras [...] las cadenas de la Luz se rompieron de golpe. Extasis nocturno, sueño celeste; bajasteis a mi y sobre el paisaje planeó mi es píritu regenerado [...] quien conoce la Noche no vuelve a las agitaciones del mundo. El pais en que habita la Luz está eternamente sin reposo [...] lo que nos exalta tiene siempre color de Noche.
Esta será, como se ve, la definitiva ruptura con Goethe, el cual se obstina en su luz, pero adviértase ahora que Young no influye tanto como se ha dicho sobre el romanticismo, porque ese vino, opio y aceite de almendras son un remedio y un modo de hallar,' médica mente, la paz y el olvido necesarios al «pensamiento puro». La'noche de Novalis, reposadora y placentera, nada tiene que ver con las angustias temerosas del poeta británico.
A partir de ahora, la retórica romántica adquiere toda su fuerza. Escribe Novalis: Toda materia se acerca a la luz, toda acción se acerca a la visión y todos los órganos al ojo. *
La luz, pues, es materia, aun cuando la más impalpable y perfec ta, y si a esto añadimos también que había dicho que «los sonidos son los acordes del alma» y que la naturaleza es «un instrumento musical» se comprenderán las únicas sensaciones auditivas y visuales en que el romanticismo hallará la sugestión poética. Si toda materia se acer ca a la luz, resulta evidente que la sublimación de la materia es la luz, de donde se ha de inferir que el sentido de la vista es el más puro de entre los lazos que nos unen a lo más sutil del mundo físico. Lo mismo ocurre con el oído. Sus percepciones carecen de cuerpo y no se originan del ente en sí, sino del choque o remoción de sus molécu las, porque el agua estancada no suena, como tampoco el aire en calma. Los sentidos del gusto, tacto y olfato quedan relegados a la parte animal, como no indispensables a la concepción científica o artística. Todo puede, pues, escribirse, supuesto caso que todo se 132
ve, mas con ello, y precisamente porque al tacto, gusto y olfato se les niegan posibilidades estéticas, no caerá el romanticismo en ciertos temas en que se distinguieron los goliárdicos, Margarita de Navarra y Rabelais. Ahora bien, debe entenderse que si la sensación nos pone en contacto con el mundo objetivo, no es precisamente a la manera de Locke y con objeto de verificar y obtener conclusiones igualitarias de física o metafísica, sino como fuente de sugestión encaminada a colegir otras posibles realidades luego del acto individual. De ello nos ocuparemos al hablar de la pintura, mas ahora insistamos en esta nota esencial del romanticismo. Sensación vale aquí tanto como verificación de posibilidades y no es el origen de un catálogo de objetos a la manera de Haller, sino el inicio de conceptos con ducentes a un resultado operante y original, tanto en arte como en la ciencia. Ello significa, como en los ingleses, renuncia a las ideas llamadas innatas y por consiguiente colectivas, pero afirmación de la idea propia y particular; o sea, la facultad inherente a todo hombre de modificar el mundo exterior y darle un aspecto real distinto del que tuvo en sus orígenes. Pero insistimos. Ello no presupone anar quía. Las leyes de la construcción estética o científica son generales y taxativas y no pueden desconocerse. De lo anterior debe deducirse la importancia que para el román tico tuvo el llamado «color local». Si, en efecto, la sensación es indis pensable al concepto, ya se sobreentiende la necesidad de referirse al mundo ambiente tal y como es, porque sin esta base o materia prima carecerían de eficacia las sugestiones e incluso de cuerpo en que apoyarlas. Es un proceso idéntico al de ciertas reacciones quí micas. La mezcla de varios elementos puede dar uno distinto, pero resultarán esenciales aquellos elementos básicos. De ahí, pues, que ese «color local», inicio del posterior y particular propio del artista que sugiere y modifica, constituya uno de los pilares en que se asien ta el romanticismo. Y sigue nuestro escritor. Para él, la palabra es un acorde musical en que las consonantes son los trastes, las vocales las cuerdas y el pulmón el arco, de modo que la musicalidad de la frase defi ne la belleza del estilo. Puede, por lo tanto, afirmarse que la poe sía es el intermedio entre las artes plásticas y el sonido, puesto que en efecto nombra las cosas que la pintura refleja, y entonces basta con leer para convertir en sones lo que hasta el momento de la lec tura fueron objetos. Pero obsérvese lo de acorde. Siempre las armo nías, preocupación básica de los conceptos románticos, y además, en este renacer de la aliteración y la onomatopeya se encierra un 133
contexto preciso de sustantivación, de reflejo gráfico y sonoro de la realidad, no sólo de volumen, sino de movimiento y esencia, razón por la cual los escritores románticos usarán, quizá con exceso, del atributo. Siempre el mismo resultado. Definir el mundo aparente hasta límites de minucia, al objeto de fundamentar las creaciones posteriores de la imaginación. De ahí la antítesis. Sin contraste, dijo Fichte, no hay realidades. Por ello, es curioso verificar cómo el romántico emplea muy raramente las oraciones causales, porque no es el origen de las cosas el que puede llegar a significarlas, sino sus opuestas. Esto, naturalmente, se origina en el dualismo científico admitido por Schelling. Esto así, observemos ahora la definición que da Hardenberg de la novela (román también en alemán) y entenderemos finalmente cuál es el verdadero alcance del término romanticismo. Para nues tro escritor, novela es «historia libre y mitología de la historia». Esto significa que la sustantivación del ente literario no puede ser distinta de la histórica, por más que aquél sea producto de la fantasía, de modo que si la plenitud de un personaje existente no se alcanza sin el estudio de las circunstancias y fuerzas que sobre él operan, del mismo modo no habrá individuo literario completo, aislado y circunscrito a un conflicto casual o momentáneo. Pero la novela es el único modo en que pueden armonizarse características comple jas, y así, para Novalis y sus compañeros del Ateneo, romanticismo es una extensión poética y literaria del modo de operar en novela a cualquiera otro género, definición muy de acuerdo, además, con el resto de tesituras que ya hemos estudiado. Todo ha de comparecer y de todo se ha de hablar. Digamos, para concluir, que en el deliquio producido por el uso del vino y estupefacientes, remedio, que no vicio, como ya se debe recordar, no busca el romántico certezas científicas, sino simples excitaciones estéticas. Quizá pudiera admitirse que si Novalis no hubiera estado tuberculoso y Federico Schlegel sometido a constan tes neurosis depresivas, el método de Brown no habría causado sus perniciosos efectos en la escuela que estudiamos. Ello es probable. Mas, no obstante, es menester considerar el desdichado panorama de la Europa de entonces, pues al complejo neurótico que ya estudia mos viene ahora a sumarse una exagerada extensión de la tuberculo sis, producida, sin duda, por el crecimiento de las ciudades. No es, pues, excepcional la falta de salud notable de que fueron víctimas los componentes del grupo de Jena. Novalis, como dijimos, sólo vi vió 28 años; Wackenroder, amigo de Tieck en colaboración con el cual compuso Las confidencias de un monje enamorado del arte, 134
murió de tisis en 1798 y había nacido en 1772. Dorotea Veit, esposa de Federico Schlegel, era una neurótica completa, así como también lo fue Carolina Micaelis, mujer de Guillermo Schlegel. «El mal del siglo», que fue, en efecto, romántico, no era otra cosa que el miedo. Y no es que en épocas anteriores no hubiese co nocido la humanidad el terror colectivo a morirse. Pero es que ahora, y dada la tesitura de esta escuela, no sólo sufría el artista por su falta de salud y temor a su fin físico, sino por la angustia de no lograr una obra consistente, supuesto caso que las reglas retóricas profesa das en las universidades y la imitación del héroe antiguo cuyas hazañas se encontraban en cualquiera biblioteca, ya no servían. Re sultaba indispensable colegir y componer por cuenta propia. Pero a esto no enseñaba nadie. Los planes de estudio en colegios públicos y privados seguían tan clásicos como a principios del siglo xvn, y así, aquella juventud, provista de una ciencia inservible, se inquietaba por hallar moldes originales a la «idea» que en propio le correspon día, sin encontrar en parte alguna direcciones estéticas. De ahí que la medicina de Brown, concebida en principio como terapéutica de males diagnosticables, sufriera de una inflexión lógica. Quienes la usaban disponían de la paz y de la euforia consiguientes, y además, de visión :s a las que se daba un valor enteramente personal y des pegado de la materia; es decir, expresión «misteriosa» de cada per sona, cuya traducción en verso o en libros aseguraba la originalidad completa. Tal fue el caso de Hoffmann, alcohólico por fuerza de la rebusca de temas. Ya se entiende cómo estas formas de operar transcienden del ambiente artístico y literario al social. La gente sufre «el mal del si glo» por cualquier causa. El influjo de aquellos poetas desespera dos o exaltados cunde en el complejo vital, y de una parte por moda y de otra porque de hecho se bebe o se toman drogas, las neurosis se multiplican, la resistencia física se aminora, y las ciudades se pue blan de seres lúgubres expuestos al suicidio que, en efecto, causa ver daderas hecatombes. Ya dijimos que no fue Werther el responsable. Por desgracia, la responsabilidad primera incumbe a Brown. También ha de considerarse otro factor. Los hermanos Aster inventan la estereografía hacia 1818 y revolucionan y abaratan los procesos técnicos de la impresión. La litografía es de 1819. Como ya debe inferirse, el libro se populariza y alcanza cifras de tirada y venta desconocidas para el siglo anterior, de modo que este proceso romántico goza de una publicidad de que estuvieron privados sus antecesores clásicos. Ello interviene, y ya se ve, en la popularidad a que llegan los poetas y escritores de la escuela y en que su influjo 135
práctico sea muy efectivo. Además, pronto aparecerá el folletín. Los periódicos de la época, muy numerosos, insertan en sus páginas cuen tos y novelas coleccionables, de modo que estos escritores gozan de una audiencia excepcional y de un influjo hasta entonces descono cido. Marcan, pues, toda una época, incluso en los aspectos más in sospechados, por ejemplo en el de los patronímicos. Son muchos los hombres y mujeres que llevaron a principios del siglo pasado nombres de héroes o heroínas románticos. De ahí, pues, la extensión a las diversas capas sociales de preocupaciones inherentes al escri tor y la proliferación de neuróticos de toda especie, alcohólicos y drogados. El libre arbitrio ha ganado la batalla, pero el panteísmo determinista ensombrece en forma de terapéutica un panorama que debía de haber sido más claro.
Notas
1. Advirtamos que algunos de estos cuentos son de Perrault y también que en la vieja querella francesa de «antiguos y modernos» ya se consideraron problemas bastante similares a los que venimos estudiando. Pero los Perrault, partidarios del modernismo, no salieron de las imitaciones y no propusieron la originalidad, sino el inspirarse en modelos distintos de los antiguos y bastante mediocres. De ahí su fracaso. 2. Sobreentiéndase que este aforismo no contradice lo que Novalis ha escrito sobre la noche. El ojo sigue percibiendo tonos y formas, incluso en el deliquio producido por los estupefacientes. La sensación visual sigue siendo válida durante el sueño.
Bibliografía
Cappenberc, Cartas de Klopstock y sobre Klopstock. E ckermann, Conversaciones con Goethe. R icarda H uch , L o s r o m á n tic o s a le m a n e s. KOhler , Herders Cid. KttTE, Vida de Tieck. Ortega y Gasset, Historia como sistema. S ánchez Agesta, El pensamiento político del despotismo ilustrado.
13 El escollo revolucionario
Esto se pudiera quedar así, y algunos críticos alemanes así lo de jan. Pero como el concepto posterior que se tuvo en Europa del romanticismo fue tan confuso, hay que dar un informe, aun cuando sea somero, de cuáles fueron las causas de tal resultado. La convocatoria en Francia de los Estados Generales, pronto convertidos en Asamblea Constituyente, aparece, en principio, como un triunfo del inglés. Frente al absolutismo radical y clásico renacen las tesis británicas de conjugación de fuerzas en presencia, pero la nobleza y la burguesía francesas se encuentran con un pueblo activo inerte en las islas, y con ello, este proceso iniciado en el britanizante Necker adquiere en Francia un aspecto singular. Inglaterra, auto ra de la «uneasines», de la rebusca de un complejo nacional gótico, de la vuelta a la naturaleza, de la sensibilidad y de buena parte del romanticismo, reacciona ahora contra esa revolución europea, pre cisamente inspirada en las revueltas británicas que condujeron a 1680. Ello se produjo a partir de «la grande peur» y de todo lo que este complejo y misterioso asunto significa. Sabido es que luego del 14 de julio y de la toma de la Bastilla, la provincia de Francia imita a la capital. En Estrasburgo el pueblo ocupa el Ayuntamiento, en Burdeos el Chateau Trompette, y en Caen se destruye e incendia la Tour-Levi. La burguesía, que domina las ciudades, se arma y cons tituye en Guardia Nacional, imitada de los «yeomen» británicos, pero el pueblo, que domina en los campos, se arma también y ataca casti llos y fundos señoriales. ¿Cómo y en qué se origina esta revuelta campesina? Los histo137
riadores franceses no parecen estar muy de acuerdo, mas lo induda ble es que sus instigadores conocían la política británica de las «enclosures» y que «la grande peur» la hizo imposible en Francia. Aquí ya no fueron viables los fundos dedicados a pastos, con expulsión y éxodo consiguiente de colonos desposeídos, de modo que en este asunto un tanto brumoso se origina la imposibilidad en que se halló la burguesía francesa de repartirse el poder con el noble en paz y gracia de Dios. Así, aun cuando en Inglaterra proclamase Fox, no mucho más tarde de la toma de la Bastilla y refiriéndolo a los acontecimientos de París, «nunca se ha dado un paso mayor en pro de la emancipación del género humano», Burke, inglés también, publicaría en 1790 sus famosas Reflexiones sobre la Revolución francesa, y escribe en ellas: ¿Acaso es verdad que el Gobierno de Francia se encontrase en una tal situación que no fuera digno ni susceptible de reforma alguna? ¿Se hallaba este poder en circunstancias que resultase absolutamente nece> sano demoler de arriba abajo todo el edificio? Francia entera mani festaba opiniones contrarias a esta forma de proceder a principios de 1789. Las instrucciones dadas a los representantes de los Estados Ge nerales en todos los municipios del reino demandaban reformas, pero en ninguna de ellas se encuentra ni siquiera una apariencia de idea de destrucción [...] Veamos qué han hecho esos legisladores respecto del poder ejecu tivo. Han escogido para este oficio un rey sin poder [...] cuando exami namos la verdadera naturaleza de su autoridad, no parece otra cosa que un jefe de alguaciles, sargentos, cancerberos y verdugos. Es imposible reducir de un modo más vil todo cuanto pertenece a la realeza.
¿A qué se refería Burke con tales diatribas? La Constitución fran cesa discutida por entonces y que fue aprobada no mucho des pués (1791) limitó, desde luego, los poderes reales, pero de un modo paralelo a como los propios ingleses lo hicieron en la famosa Carta de 1680. Así, marca una lista civil para el soberano, imitando los cré ditos ingleses votados por el Parlamento; le priva de la jefatura de los ejércitos, resultado que obtuvieron los ingleses sometiendo al Parlamento también la aprobación de los gastos militares; y estable ce que puede ser destituido si no jura la Constitución, finalidad simi lar a la que se obtiene en Inglaterra obligando a los reyes a jurar el anglicanismo. Lo que en verdad molesta a Burke es la ley electoral que los franceses están incorporando a su Constitución y, más todavía, el debate entre quienes se llaman demócratas y no mucho más tarde se llamarán jacobinos, partidarios del sufragio universal, y sus opo nentes, defensores del restringido. Por primera vez en Europa se 138
agitan tales cuestiones, y aun cuando los demócratas no logren sus propósitos, el sistema que en Francia se adopta eleva a cuatro mi llones el número de ciudadanos activos o votantes, y reduce el de pasivos o privados del voto a tres millones. Para ejercitar tal dere cho tan sólo se requiere el pago de contribuciones anuales equiva lentes a tres jornadas de trabajo, y según esto, incluso los artesanos modestos y pequeños propietarios rurales acceden a la intervención política directa. En realidad, Burke teme el derrumbe del «clasicis mo» británico, basado en el burgo podrido y en la reserva exclusiva del voto electoral en manos de la oligarquía poseedora; es decir, en la confusión del derecho político con el de propiedad, originada, de una parte, por la defensa de intereses, y de otra en el concepto mer cantil de que sólo intervienen en los asuntos de gobierno quienes permiten la existencia del Estado satisfaciendo sus exigencias eco nómicas. Este fue, ya se sabe, el origen de la convocatoria de los Estados Generales en Francia. Necker intentó con ello hacer pagar impuestos a la nobleza y dar paso a la burguesía, que ya los pagaba, a las funciones de gobierno directo. En Alemania la Revolución francesa provoca un entusiasmo ardoroso. De buen principio, en este país, trabajado de antiguo por las propagandas británicas, se pensó en una simple flexión del absor bente clasicismo borbónico y en una orientación política «goda» y semejante a la de Londres; es decir, en un nacionalismo particular y en un concepto de realeza distinto del impuesto por Versalles. El primer aniversario de la toma de la Bastilla se celebra en Hamburgo ante el poeta Klopstock; el mismo Kant {La paz perpetua, 1795) afir ma su simpatía por el proceso revolucionario, y Guillermo de Huraboldt, futuro organizador de la Tugendbund o Liga de la Virtud,1 acude a París en «peregrinaje de libertad». Wordsworth, el laquista, hace lo mismo. Y es precisamente en Inglaterra donde se produce la más grave de las intervenciones de los grupos de presión contra las tesis popu listas del Ateneo. Wordsworth (1770-1850) y Coleridge (1772-1849) pu blican en 1798 sus célebres Baladas líricas. Uno y otro viajaron por Alemania y estuvieron en contacto con grupos románticos del con tinente. Introducen en Inglaterra el uso del lenguaje popular, los temas humildes, el pequeño burgués y el campesino. Innovan la métrica según las tesis de la nueva escuela, y finalmente, Coleridge inventa la pantisocracia o gobierno de todos, y desencadena con ello las intervenciones oficiales. Ha de considerarse ahora que si bien el romántico renunció a la política, concepto entonces inseparable de la teología, para dedicarse 139
al arte y a la ciencia en aras de la patria común, su oposición a toda suerte de retórica, es decir, a una ley cuyo contexto lo constituyó un racionalismo indiferente a las presencias, explica el que se haga solidario de una revolución inicial en que el pueblo ignorado com parece por vez primera. Pero obsérvese que el popularismo alemán había sido, tan sólo, una busca de bases en donde asentar un com plejo teutónico diferente del clásico, nacional, por consiguiente, y pro visto del peso artístico y poético que justifique la batalla intelec tual contra el Renacimiento y la rehabilitación del bárbaro. Mas esta postura, introducida por el inglés en su intento de separar a Fran cia de la Europa germana, aparece ahora desbordada por la Revo lución. En Francia, la burguesía en que Necker fió era incipiente, y ello explica el fracaso de los monárquicos constitucionales. En Alemania pasa lo mismo. El hombre de negocios británico, realista y práctico, clase potente capaz de colegir y llevar a término una po lítica, tiene aquí como sustituto inhábil a un conglomerado de in telectuales, teólogos católicos y protestantes, y universitarios aleja dos del mundo y de su realidad, enardecidos por un Rousseau al que han sistematizado en lo que respecta a la metafísica especulativa y a la pedagogía, pero del que se han desentendido en lo referente a conceptos económicos. Los ingleses verifican ahora que han abierto la caja de Pan dora, y en este proceso interviene de nuevo la antigua escuela de Gotinga, responsable de la difusión de las ideas británicas en Ale mania. Y es lo curioso que ahora van a coincidir estos poetas con los románticos de los que abominaron por culpa de su libertad meta física y antipanteísmo. Gentz (1764-1832), político y economista ro mántico y agente de los ingleses, traduce las Reflexiones sobre la Revolución francesa de Burke, y Klopstock, jefe, con Voss, de la escuela de Gotinga, descubre entonces el evolucionismo. Usando ahora en pasiva sus iniciales armas contra el inmovilismo clásico, es cribe Klopstock (Mein Irrtum) que la Asamblea francesa resultaba tan intolerante como el papa, y que una vez rechazado en teología el arbitrarismo de una Iglesia fuera de la cual no hay salvación, re sucitaba tal concepto en política y paralizaba las fuerzas de toda conciencia libre. La opinión es curiosa, pero no errónea. El «libre arbitrio» es el responsable directo de los acontecimientos de París. El pueblo fran cés no parece ahora conformarse con obedecer a una nueva clase de triunfantes elegidos, ni admite circunstancias según las cuales resulte necesario, para beneficio de la evolución, mantenerse en un segundo término tan inoperante como el que se le ofreció durante 140
el anterior régimen. Contrariamente, intenta otro clasicismo racio nal y universal fundamentado en la igualdad del género humano, y asi, paraliza las conciencias libres, según Klopstock, desde el mo mento en que impone otro canon obligatorio. No se sabe si tomar en serio este sofisma, sobre todo porque si algo ha de impulsar más adelante la famosa evolución británica, será, precisamente, ese concepto racional francés de un derecho político común a todos. Mas de una forma o de otra, estas opiniones de Burke, aceptadas ahora tanto por el romántico como por los botanizantes epígonos de la escuela de Gotinga, se han de bifurcar, porque Novalis, Tieck y Gentz mismo, católicos que militaron en el grupo de Jena uni dos a Schleiermacher, Schelling y otros protestantes, impulsados por una doble causa común, es decir, el creciente racionalismo ateo fran cés y el nacionalismo germano, disentirán, una vez la paz lograda, y darán origen al romanticismo tradicionalista, opuesto al liberal de Schleiermacher y la Joven Alemania. Como se ve, es curioso el des tino de esta escuela. Es evidente que en un principio aspiró a la Unión de las Iglesias, tan cara a Leibniz (cf. N ovalis, Europa o el cristianis mo, 1799), empresa en la cual había de fracasar, pese a que todos sus componentes rechazaron el predeterminismo, y ahora, en bloque común y conducente al logro de una patria alemana, como muy pron to cantaría Aml, fracasaría también y pronto se encontraría aislada. Luego veremos las razones.
Volvamos ahora a Novalis y examinemos los orígenes del roman ticismo tradicionalista. Así escribe en sus Fragmenta: Un rey sin república y una república sin rey son palabras faltas de significado. El verdadero rey y la verdadera república subsistirán reunidos. El uno será república y la otra será rey.
Según el hábito etimológico del escritor, república adquiere aquí un significado de «cosa pública», y de ello se ha de inferir que dedi cados pueblo y monarca a un propuesto fin común, la identificación es evidente, y la unidad, completa. Dirá después Novalis: Un trono que se derrumba es como una montaña cuya calda destro za la pradera y hace reinar la ruina y la muerte donde debieran florecer la felicidad y la fecundidad.
Y más adelante: Vendrá un tiempo, y muy pronto, en que se entenderá que un rey sin república y una república sin rey no pueden existir.
Como se ve, éste es el típico y romántico dualismo antagónico, la tesis y antítesis célebre de donde se origina el equilibrio moral y físi co, aplicadas ahora al terreno de la política. Entonces, para estos ro mánticos a los que ya se puede llamar tradicionalistas, no es cues tión de alteración o cambio de instituciones y todavía menos de atentar contra una de las fuerzas políticas en presencia, en este caso el rey, necesario al equilibrio, lo que les lleva a intentar per petuar la división de Alemania en una multitud de pequeños Estados ligados por la más bien utópica unidad del Sacro Imperio. No en tenderán, pese a su exaltado nacionalismo, meramente literario y lingüístico, que los tiempos pronto habrán de ser otros y que la eco nomía forzará otros conceptos. Y ésta será la división. Los románticos liberales pretenden que sean los pueblos quienes definan los Estados y no las divisiones terri toriales originadas en los dominios propios de cada dinastía, con lo cual, y ya se ve, habrían de hundirse bastantes tronos, tanto en Ale mania como en el resto de Europa, y producirse el nuevo complejo de las nacionalidades. Habrá incompatibilidad. Las tradicionales, fieles al príncipe, respetan su derecho patrimonial, y los liberales, fíeles a la cultura y a la lengua, aspiran a un conglomerado más lógico, aun cuando sufra el derecho del príncipe. * 142
Pero ahora, Bonaparte impone a los alemanes del Oeste una reor ganización política y administrativa. Por el momento, aún no hay liberales y tradicionales. Hay sólo germanos, y el Sacro Imperio, que Napoleón destruye, cobra nuevo vigor. Harto aparece que las anti guas diferencias entre Austria y Prusia son contraproducentes. Para vencer a tal enemigo se requiere una total solidaridad, y ésta, en la Alemania de la época, no puede originarse sino en un complejo fe derativo. Baviera, Sajonia y Wurtemberg, hartas de las ingerencias de la corte de Viena, convertidas ahora en reinos por obra del usur pador, traicionan el complejo germano y apoyan al nuevo clásico que, además, dispone a su antojo de provincias y villas libres y crea una Confederación del Rin a su mejor conveniencia política y eco nómica. Por otra parte, se ha de considerar que muchos de los príncipes desposeídos por Napoleón, refugiados en Berlín (por entonces, y hasta 1806, en paz con el corso), intrigan y se mueven y provocan un estado de revuelta latente y descontento, en el cual coinciden, claro está, la generalidad de patriotas. En 1803, muerto Novalis y ya disperso el primitivo grupo de Jena, Adalbert de Chamisso, Varnhagen, La Motte-Fouqué y Bemhardi fundan en Berlín una asociación que titulan la Estrella del Norte, embrión de la Tugendbund, y editan el Almanaque de las Musas. Gentz, del que ya hemos hablado, trabajaba en Viena una alianza con Prusia, y Müller, en Berlín, un pacto austro-prusiano. *Bo naparte pretende legitimar sus derechos al imperio nuevo fundamen tándolos en Carlomagno, y además, se proclama rey de Italia y usa la corona de los lombardos. Esto es inadmisible para los auténticos alemanes. El emperador de los franceses también se pretende ger mano. Los francos lo fueron y él, corso de ascendencia italiana, se descubre ostrogodo. Ahora pronunciará Fichte sus Discursos a la na ción alemana, que los románticos aplauden, pese a las diferencias que les separaron del viejo maestro.
Notas
1. La Tugendbund o Liga de la Virtud fue una sociedad más o menos secreta fundada en Prusia en 1808 para lograr que los alemanes se alzaran nacionalmente contra el imperio napoleónico. De hecho fue bastante ineficaz, como irónicamente escribiría Heine en De Alemania, por lo menos en el as pecto armado. En contadas ocasiones hubo guerrilleros, si no fue en la huida de los imperiales luego de Leipzig, pero intelectual y políticamente signi 143
ficó mucho. Su verdadero instigador lo fue Gentz, agente británico provisto de inmensos fondos secretos. En esta sociedad se originó la llamada poesía pa triótica, que algunos tratadistas incluyen entre la romántica, y el Curso de literatura dramática, de Guillermo Schlegel. (Cf. C harles N odibr, Les societés secrites sous l’Empire.) 2. Parece inútil señalar ahora que el liberalismo nada tuvo que ver con una democracia basada en el sufragio universal. Debe puntualizarse que, en el fondo, estos liberales fueron tradicionales también, pues su concepto del derecho político emanaba del feudalismo burgués, o supremacía de la ciudad sobre el soberano. Ya hemos hablado de esto. Entiéndase, entonces, que por liberales debe comprenderse a los antiguos girondinos o partidarios de las formas británicas de gobierno. 3. Chamisso (1781-1836), autor de El hombre sin sombra. Francés emigra do a Prusia durante la Revolución. Vamhagen (1785-1858). Discípulo de Gui llermo Schlegel y de Fichte. Militar y esporádicamente romántico. Fue diplo mático. Bemhandi (1770-1820). Cuñado de Tieck. Lamotte-Fouqué (1777-1843). Cé lebre autor de Undine. Descendiente de protestantes franceses emigrados luego de la revocación del Edicto de Nantes. Miiller Adam, Enrique (1779-1829). Econo mista y político.
Bibliografía
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14 El Curso de literatura dramática
Ahora se producirá el Curso de literatura dramática de Guillermo Schlegel (1768-1845), hermano de Federico. Se trata de una recopila ción de conferencias dadas en Viena a partir de 1808, y publicadas desde 1809 a 1811. Se debe advertir que en los Fragmenta de Novalis no hay nada referido a teatro, sin duda, porque éste era un aspecto ya resuelto desde el Goetz de Berlichingen y Los bandidos de Schiller. Tam bién desde El barbero de Sevilla, de Beaumarchais. La ruptura de las unidades, la mezcla de ambientes y tipos sociales y el «color local» eran ya un hecho en la escena, e incluso también la imposibilidad en que Goethe se halló de hacer representar su drama como él lo habia escrito y concebido. En el Curso de literatura dramática, hay pocas ideas originales. Sus fines son políticos y no retóricos. En 1806 y en Berlín, Guillermo Schlegel había opinado que los alemanes necesitaban, además de un arte formal y de una poesía fantástica, una literatura viril, inmediata, enérgica y especialmente patriótica,1 y de un drama histórico, com prensible por todos y representable, capaz de ilustrar las épocas de la historia patria, «cuando semejantes peligros la amenazaban y fueron superados con bravura y heroísmo». Pero tales opiniones, luego de la derrota de Jena, no fueron del agrado de la reina Luisa, que prefi rió el Wilhelm Meister, porque «esta novela de Goethe se dirigía al corazón, donde se asientan el dolor verdadero y el verdadero placer*.(Cf. F. VocTy M ax Koch , Deutsche Litteraturgeschichte.) Esto explica, pues, que Schlegel se traslade a Viena y que sea en la capital imperial en donde pronuncie sus iniciales conferencias. 145
Naturalmente, la posición de la reina de Prusia es consecuencia direc ta de su tesitura más bien iluminista y de su desconfianza hacia una escuela, la romántica, cuyos orígenes, pese a la postura que adopta por el instante, fueron de un individualismo absoluto. Explica, tam bién, el porqué de esta Edad Media rediviva y de ese otro romanti cismo llamado arqueológico, en el que habían de imbricarse tanto los tradicionalistas como los liberales. Guillermo Schlegel comienza por hallarle una nueva definición al romanticismo y así dice: Al arte moderno se le ha dado el nombre de romántico, y sin duda le conviene, puesto que deriva de la lengua romance o romana, término con el cual se designan las lenguas populares que se formaron de la mezcla del latin con los antiguos dialectos germanos.
Esta opinión parece deberla Guillermo a su hermano Federico, que había de sostenerla también en sus conferencias de Berlín, de 1810, y en 1815 en su célebre Tratado de las literaturas antiguas y modernas. Pero especifiquemos. Fichte comienza en 1807 sus Discursos a la nación alemana y en uno de ellos (el cuarto) afirma que Alemania repudió a aquellos de sus hijos que se establecieron como invasores en tierras de latinidad y perdieron su propia lengua. Dice también que los idiomas neolati nos están muertos, como originados en el latín que murió, y que la germánica es la única lengua viva, puesto que seguíase hablando sin alteraciones ni pérdidas. Entonces, el alemán, exponente de la única cultura europea viva y en evolución, ha de recoger la antorcha, pues to que los pueblos neolatinos, tan fenecidos como el mundo del cual se originaron, no pueden salir del estadio imitativo. Esto, como ya se ve, intenta responder a las aspiraciones teu tónicas de Napoleón, repudiado ahora por Fichte, aun cuando en verdad fuera el corso franco u ostrogodo, y es lo curioso que resul ta, a su vez, una exageración de las tesis de Guillermo de Humboldt. Este sabio ilustre viajó por España en 1799 y escribió en su Deber das antik Theater in Sagunt que la lengua latina es pobre y ruda. Gran lingüista, siquiera para la época, opinó Humboldt que el idioma es el espíritu y el alma verdadera de la nación, órgano del ser interior y prueba evidente de una vida nacional, y en uno de sus poemas, Inder Sierra Morena, exalta la lengua germánica —comparándola con la española a la que encuentra inferior— y al pueblo que la habla «llamado en su día a dirigir a los otros no por la fuerza de las armas, sino por la de la palabra y el pensamiento». Fichte casi repite estos 146
conceptos, pero los agrava considerando muertos a los neorromanos, lo que Humboldt no dijo. Obsérvese la obra de la Tugendbund y la progresión de tales ideas. De Humboldt a Fichte ya hay una diferencia al servicio del pangermanismo y de este último a Schlegel también, por cuanto ahora las lenguas neolatinas parecen haber recibido una inyección de vi talidad alemana, lo cual debió permitirles una especie de resurrec ción y originalidad no imitativa, anteriores al vacío absoluto del Re nacimiento. Así prosigue Guillermo Schlegel: El cristianismo regenera el mundo corrompido. Los conquistadores del norte añaden al cristianismo el concepto de la caballería que es el del honor. La caballería, el honor y el amor fueron los temas de la poe sía natural y causa del grado superior de desenvolvimiento que adquirió el período romántico.
Si ahora consideramos que la Provenza, primer país influido, según Schlegel, por los alemanes, y tierra de «l'amour courtois», debe también a la Germania sus conceptos poéticos y amatorios, resultará evidente que en el arte «moderno» o romanticismo, Alemania desem peña idéntico papel que Grecia y Roma desempeñaron en el clásico. Tal es el origen de la corrección que impone el orador a Fichte en el terreno de la filología, y aunque resulte difícil ahora discriminar si los hermanos Schlegel fueron científicamente sinceros, dada la época de pasiones durante la cual les tocó vivir, es lo cierto que la tesi tura de Fichte resultaba precaria referida a su momento histórico. Dar por muerto y fenecido al español, que acababa de sublevarse y derrotar en Bailén a las águilas imperiales, era de una inhabilidad manifiesta. Convenía por entonces atribuir a nuestro pueblo cuali dades de honor y caballerosidad, alemanas naturalmente, por cuan to las debíamos a los visigodos, antiguos conquistadores nuestros. Esta otra idea también la debe Schlegel a Humboldt. Había es crito éste en su correspondencia: «Entre los pueblos meridionales los españoles ocupan un puesto muy particular. Tienen, sin duda, cualidades de carácter que bien podrían llamarse septentrionales y que los acercan mucho a nosotros los alemanes» (Cf. A. F arinelli, Guillermo de Humboldt y España), de modo que Guillermo Schlegel busca el origen científico de tales coincidencias y obtiene, como lo hemos visto, una sangre visigoda sobre la que disertar. Y ahora se trataba de corregir el Egmont de Goethe, y el Don Carlos de Schiller, que trazaron un sombrío panorama español e in fluyeron en los juicios que habíamos merecido en toda Europa, y de ahí que Schlegel aduzca a Calderón de la Barca, sin mucho conoci147
miento de causa. No fue nuestro orador un hispanista distinguido. Confunde a Garcilaso de la Vega con el Inca Garcilaso y son inacep tables sus juicios sobre Lope, al que atribuye, además, La verdad sos pechosa, de Ruiz de Alarcón. Pero debe recordarse ahora que Schelling, y posteriormente Hegel que lo sistematizó, dividieron los períodos históricos en ima ginación sin inteligencia, clasicismo o idealización de la forma exte rior, y espíritu que halla en sí mismo lo que antes buscaba en el mundo sensible, o arte romántico. Como se ve, aquí prevalece la de finición de Novalis, es decir, el proceso libre e imaginativo propio al román, pero Schlegel, además de lograr un nuevo vitalismo acor dado a los que Fichte mató, usará su nueva definición del romanticis mo para otro resultado. Según la clasificación de Hegel, si al clasicismo francés se le da un valor retrotraído al Renacimiento y al arte griego, bien se puede colegir que el arte moderno comenzó en la Edad Media, paralizada 148
por el resurgir imitativo del mundo pagano, mas ello no presuponía una fórmula según la cual se llegase a la repetición de temas y figuras ya usados en el Medievo. Esto hubiera destruido el sentido histó rico de porvenir y el uso de las facultades imaginativas, fuente sine qua non de la escuela romántica. Para el grupo de Jena la Edad Me dia significó, tan sólo, un período de libertad retórica opuesta a la rigidez de Boileau, y un ejemplo de arte y literatura originados en procedimientos distintos de los del canon. Ello no obstante, nuestro orador preconiza para el teatro román tico una escueta repetición de los ciclos medievales —épica popular, temas orientales originados en las cruzadas y novela de caballerías—, con lo cual, y ya lo vimos, busca enardecer al espectador e imbuirlo de nacionalismo, de modo que ahora esta escuela de la imaginación se encuentra engagée, aventura común y arcaizante idéntica a la de Comedle. Pero hay en ello algo de curioso y cuya lógica se ha de admitir. 149
Si bien Guillermo Schlegel preconiza la Edad Media como tema apto a la literatura dramática y propio para recordar al alemán glorias nacionales capaces de hacerle salir de la atonía en que ahora vegeta, no era menos cierto que las ideas políticas del romántico, atropelladas por la Revolución francesa, resultaban del todo ineficaces. De un lado, una retórica y un arte individualista y un «yo» único juez de la di rección a seguir, y de otro, estancamiento social fundamentado en la colectividad obligatoria de tendencias. Ambos factores juntos no eran muy lógicos. Si la Edad Media significó un período durante el cual los hombres desdeñaron el canon artístico sin dispersión anár quica de pareceres, fue porque entonces el misticismo cristiano representó un clímax general. Pero luego de 1793 las ideologías y aspi raciones se cruzan y entrecruzan. La libertad absoluta de procedi mientos exigía la de los temas, y ésta fue la causa de las coacciones ejercidas contra Wordsworth y Coleridge. Deduzcamos ahora por qué este medievalismo ocasional de Schlegel se convertirá en retórica temática y obligatoria. Las ideas im periales del romántico tradicionalista no se compaginarán con cual quiera clase de futurismo, y bien lo mostrará el Congreso de Viena. La fórmula política de «nada ha pasado desde la Bula de Oro» exige
una literatura propia de la Bula de Oro y ello conviene también al liberal, como pronto se verá con sir Walter Scott. De ahí la boga inmediata del romanticismo arqueológico. Realeza y pueblo sumiso en Alemania o burguesía y realeza en Inglaterra con un pueblo sumi so también vienen a dar en lo mismo; es decir, en negar efectividades a 1789 y en retrotraerse a los conceptos de 1680. Fuera del sis tema quedarán Byron, Shelley, Enrique Heine y un grupo inter nacional (Larra entre otros) a los que se impide escribir. En ello, y era de esperar, finaliza el «modernismo» de la escuela. La retórica que marca Schlegel es la ya conocida desde los Frag menta: Cuanto más extensa sea una pieza, será tanto más bella, siempre que pueda comprenderse.
Afirma, también, que a diferencia del arte antiguo y de su pre ocupación por los géneros separados, el arte romántico es «una mez cla y acercamiento continuo de las cosas más heterogéneas. Natura leza y arte, poesía y prosa, serio y cómico, recuerdos y presentimien tos, ideas abstractas y sensaciones vivas, lo divino y lo terrestre, la vida y la muerte, todo se reúne en el género romántico». Esto no es sino la descripción de los Actos de los Apóstoles, ahora muy naturales, por cuanto el popularismo necesita del espectáculo comprensible y no sujeto a especulaciones sabias. No obstante, cabe suponer que Schlegel no desconocía los avatares ocurridos a la trilo gía del Waitstein, de Schiller, así como también debió estar al co rriente de que Goetz de Berlichingen todavía no tuvo por entonces una escena propicia. Su mismo autor, como ya lo hemos dicho, lo hubo de acortar. Digamos, finalmente, que el problema lo resolverá el propio Schiller, cuando escribió en el prefacio de María Estuardo: «debe guardarse una perfecta unidad, conservando las libertades de Shakespeare». A ello se atemperará Hugo en Hernani, luego de haber intentado en Cromwell la fórmula del absoluto con éxito relativo, como ya se sabe, puesto que tampoco esta última tragedia se pudo representar.
Notas
l.Aquí Schlegel hace referencia a la literatura patriótica de Mauricio Amdt, autor de la oda famosa ¿Cuál es la patria alemana? y de Koeraer (Canto de la espada). Citemos también a Rückert y a Schenkendorg. 151
Bibliografía
Zeit.
Gri.7.rr, Die neure deutsche Litteratur. Maurois , Byron. S c h m id t , Geschichte der deutschen Litaraíur von Lessing bis auf urtsere
15 Las consecuencias
El Curso de literatura dramática de Guillermo Schlegel fue tra ducido al francés (1813) por una prima de madame de Staél, la se ñora Necker de Saussure, que guardó el anónimo, de una parte por las ni otestas que el libro desencadenaba, y de otra por temor a las leyes de imprenta de Napoleón. El volumen apareció en Ginebra, co rregido y aumentado por obra del propio conferenciante, y algo más tarde en París. La familia del ministro Necker es una curiosa familia. Entregada históricamente a corregir el destino de Francia con intrigas inspira das en el liberalismo británico, tampoco ahora, como en el caso de la Revolución, logrará sus propósitos, porque si en 1789 no enten dieron los franceses un proceso de liberalización política del que el pueblo había de estar ausente, en 1814 tampoco entenderían una li bertad de retórica y concepción absoluta al servicio de períodos his tóricamente muertos. Ya desde 1800 y en De la litterature considerée dans ses rapports avec les institutions sociales, madame de Staél1comparando el clasi cismo a las formas literarias del norte (entiéndase Prusia), recoge las influencias alemanas y suizas que más pueden dañar a Napoleón; es decir, las de un nacionalismo particular opuesto a principios racio nales aplicables al género humano, y las del cristianismo protestante, también particular y nacional. Tal fue la tesis, como ya se sabe, de Klopstock y Herder, de influencia británica, y madame de Staél es cribe que la literatura francesa se ha puesto en condiciones de inferio ridad imponiéndose reglas y formas propias de los pueblos paganos, sofisma destinado a desprestigiar al muy clásico primer cónsul y que 153
éste intentará combatir en lo que a la religión compete con la firma del Concordato. Bonaparte, frente al problema de los particularismos europeos que se le oponen, juega con ello una carta maestra. Si el «Cathos» significa algo, habrá de ser supranacional y basado en prin cipios inmanentes valederos para toda circunstancia. En otro de sus libros. De Alemania (1810), madame de Staél de senvuelve una tesis idéntica, aun cuando ya más compleja por influ jo de Guillermo Schlegel, cuyas conferencias había escuchado y de quien recibió la mayor parte de sus ideas. Aquí recomienda para el teatro los temas históricos medievales, como Schlegel mismo. Dice que la literatura romántica, propia del norte, es la única suscepti ble todavía de mejora y evolución, porque «teniendo sus raíces en nuestro propio suelo, es la única que puede crecer y vivificarse de nuevo». En suma, repite a Fichte y al resto de opiniones continentales que entonces se oponen a Bonaparte y a su «imperio racional», como lo definirá el mismo corso durante su confinamiento en Santa Elena. (Cf. L as Cases, Memorial.) Con todo, este libro De Alemania importa. Madame de Staél dis tingue las dos corrientes ocultas en el romanticismo, de acuerdo al parecer «pour les besoins de la cause» y no mucho más tarde en franca discordia. La Alemania del Sur es católica y abúlica. La del Norte, en cambio, protestante y dinámica. Ella misma, calvinista de origen, partidaria del «auctoritas a populo per Deum», se manifies ta contraria a las tesis de Novalis, Müller y Gentz. Ambas posturas, latentes por ahora en Alemania, implican, pese a la «unión nacional» que impone por entonces la Tugendbund, un fundamental distin go que había de resolverse en 1819 con detrimento para los liberales. Pero el libro De Alemania es un producto de exportación, y Guillermo Schlegel no duda en aconsejar a la ilustre escritora una postura netamente nórdica y antirromana, si bien él mismo personalice en Viena o Berlín una política más ambigua o acomodaticia. Las condi ciones parecen a Schlegel y al resto de sus compañeros de Coppet * bastante favorables, no sólo en Francia, sino entre los emigrados franceses. A la firma del Concordato, 37 de los 95 obispos en exilio no reconocieron al papa el derecho a exigirles la renuncia, necesaria según las cláusulas de aquel tratado en las cuales se preveía la reor ganización de las diócesis francesas. Por consiguiente, el grupo de Coppet pretende aprovechar estas disensiones entre las jerarquías eclesiásticas romanas, en busca, probablemente, de un nuevo anglicanismo, porque además, Bonaparte, con su reorganización del an tiguo Sacro Imperio, también ha desposeído a los príncipes-obispos alemanes cuyos dominios ha incorporado, bien a Prusia, bien a los 154
miembros de la Confederación del Rin. Con ello, hay todavía otra cosa. El Concordato de 1801 acepta la venta y reparto de los bienes eclesiásticos franceses hecha durante la Revolución, medida ésta reci bida con escándalo por los nobles emigrados, por cuanto suponía una censura explícita al manifiesto de Brunswick, según el cual, el que ya se titula Luis XVIII no reconoce como legítimas ninguna de las disposiciones tomadas en Francia luego de 1789. El libro De Alemania constituye una especie de manifiesto. Pre tende reunir en un bloque más o menos amorfo a los antibonapartistas franceses de una y otra tendencia, y pretende, además, inde pendizar de Roma a los católicos franceses descontentos con el Concordato y sus consecuencias. En esta lucha de influjos se intenta identificar clasicismo con bonapartismo y ambos con el catolicismo ultramontano, de modo que el problema para el antiguo realista fran cés, clásico y fiel a los Borbones, aparezca como idéntico al del protestante romántico cuyo liberalismo a la inglesa niega derechos 1SS
de intervención supranacional a las autoridades eclesiásticas o me tafísicas. Este fue el complejo. Madame de Staél se apresura a catequizar a las clases dirigentes francesas según este liberalismo. De ahí tam bién el que su prima traduzca a Guillermo Schlegel casi en el instante mismo de concluir éste sus conferencias. El antiguo partido de los constitucionales (Bailly, Sieyés, Talleyrand y Lafayette) reconstruye sus huestes. En él figuran, con Lafayette mismo. Casimir Périer y Benjamín Constant. Se trata, en el fondo, de una «course de vitesse» y como se ve, ahora se agitan problemas silenciados durante el de cenio anterior y se manifiesta la incompatibilidad social de una y otra tendencia alemana, por muy románticas y medievales que am bas fueran. No obstante, hay que advertir que el romanticismo de origen lockiano—que presupone un imperativo de circunstancialidad opues to al universalismo, es decir, al bonapartismo racionalista—, correc tor de Kant en cuanto compete a obtener fórmulas generales según la voluntad armónica del sujeto operante, afirma la necesidad de una identificación entre el lugar y quien lo habita, porque el indivi duo hijo de un clima y ambiente especiales no hallará su plenitud en cualquier otro sitio de la tierra. Este concepto de nacionalismo bio lógico, verdadero y más importante hallazgo romántico, se compagina mejor con la tendencia liberal, nacionalista al cabo, que con la tradicionalista, cuyos esfuerzos por identificar el individualismo bio lógico con el supranacionalismo de un nuevo imperio germánico aparecen más bien contradictorios.
Stendhal, en una carta de 1813 y refiriéndose al Curso de litera tura dramática, nos informa: El señor Schlegel divide los poetas en dos clases. Los griegos y fran ceses que han cultivado el arte clásico, y Calderón, Shakespeare, Schíller y Goethe que se dedicaron al romántico. De acuerdo. No veo en ello otro mal que el de una palabra nueva o tomada en sentido nuevo. Pero como es bastante dulce e implica una idea original, acepto la literatura román tica; es decir, la escrita en lenguas nacidas de la mezcla del latín con las jergas bárbaras habladas por quienes salidos de sus bosques conquis taron el mediodía de Europa. Esos bárbaros son los hijos del honor, idea singular que no habrían entendido fácilmente Cicerón y César, »
Beyle, desde luego, ironiza. Si por literatura romántica se ha de entender la «escrita en lenguas salidas del latín» resulta muy claro 156
que los alemanes jamás serán románticos y aún menos los ingleses. Y que esta lúcida crítica cobró muy pronto cuerpo, lo prueba otra carta del mismo Stendhal, fechada en Milán el 7 de julio de 1818. Así, dice, refiriéndolo a madame de Staél, que desprovista de instrucción, aparte de haber leido a Hume sin compren* derlo, recurre a lo que se llama estilo romántico.
Quiere decirse que lo romántico ya es un estilo independiente de la lengua en que se escriba, y esta nueva apreciación se originó en Italia, porque algunos de sus teóricos comienzan por entonces a sostener que si romántico viene de Roma, no hay más literatura de aquel título que la italiana, sean cualesquiera las aportaciones del norte, escasas en comparación con la base latina de los neorromances. Esto, que no se puede discutir, halla eco incluso en la propia Alemania, por las razones que luego veremos, y contribuye a la des orientación ambiente respecto de nuestra escuela. Políticamente pa sará lo mismo. Ahora, y en este mismo año de 1818, escribirá Sten dhal: [...] la invasión de las ideas liberales traerá una nueva literatura.
Algo más adelante califica a un periódico italiano, El Conciliatore, de «béte et libéral», porque defiende el «romanticisme» (sic), de modo que para esta fecha (1818) y según los deseos de madame de Staél, aparecen identificadas las opiniones que traducen romanticis mo por liberalismo. Hay más. La confusión estética es notable. Stendhal califica de romántico a Rossini, porque «armoniza más que Paisiello y Cimarosa» y finaliza por llamar romántico al mismo Mozart. Pero el primero de septiembre de 1822 y con ocasión de la puesta en escena del Hamlet de Shakespeare, por una compañía ingle sa y en inglés, se produjo un altercado tan violento, que la policía intervino y clausuró el teatro de la Puerta San Martín, en París. Y ahora veremos algo muy particular. El propio Stendhal apos trofa: «Vous étes libéraux et vous persécutez?». Como se ve, algo ha pasado aquí. El romanticismo, al que Beyle califica de liberal en 1813 y también en 1818, ha emigrado al campo contrario, hasta el punto de que los partidarios de las ideas libres silban y denostan a Shakes peare en 1822, y Jouy, poeta y crítico clásico, es también uno de los jefes del partido liberal. El problema, no obstante, ha de entenderse. En Francia, vencida y humillada en 1815, es lógico se rechacen tendencias inglesas y ale 157
manas. Además, los austríacos y prusianos ocupan y esquilman el pais, y se titulan románticos. Jacobo Grimm, cuentista famoso y fer viente partidario de la nueva escuela, acude a la capital de Francia, «lugar execrado», y desde allí escribe: «los alsacianos nos pertenecen por derecho humano y divino». El conde Platten, político y excelente poeta romántico, afirma de la Lorena: «es cosa intolerable que esta provincia originalmente tudesca no se nos reúna de nuevo», de modo que para el francés medio la nueva estética importada tiene poco que ver con la libertad y aún menos con el derecho a vivir y actuar con forme le parezca, pues los «kaiserlich» no se distinguen por sus afi ciones a la tolerancia. El 30 de diciembre de 1814, cuando ya se ha leído en Francia el Curso de literatura dramática y aún no se sabe que la traductora lo ha sido una prima de madame de Staél, Le Naitt jaune, periódico famoso, imaginaba las cláusulas de un tratado entre «las potencias literarias aliadas» y Francia, según el cual, la «Confédération romantique» obligaba a la «República francesa de las letras» a retirarse a sus límites naturales; es decir, a sus posiciones ante riores al siglo xvii. Esto es, como se ve, una parodia del primer Trata do de París. (Cf. P ierre Martino : L’Epoque romantique en France.) Con todo, antes de 1820, fecha en que Lamartine publicará sus Meditaciones, los constitucionales se esfuerzan por hacer entender a la burguesía francesa que el romanticismo y el liberalismo son si nónimos. Géricault pintará en 1819 su Radeau de la Méduse, efectiva crítica contra el régimen de Luis XVIII a quien se culpa de imprevi sión en el naufragio de la célebre fragata, y Pichot traduce en ese mismo año a Byron. La política de la Restauración acogió muy mal estas traducciones. Los críticos de El Cotidiano y La Oriflama, perió dicos realistas, calificaron de «satanismo» a este romanticismo exal tado y amigo de la libertad de Grecia. Pero es que en Alemania, y con pretexto de un atentado contra Mettemich, Amdt, autor de Cuál es la patria alemana y romántico de la primera hora, y Schleiermacher, fundador del primitivo grupo de Jena, resultan encarcelados. Se restablece la censura, con el resul tado de que sólo el romántico tradicional y partidario del Imperio encuentra campo propicio a sus actividades, de modo que por reac ción normal, los liberales alemanes abominan ahora de la escuela a la que habían dedicado sus afanes. Ni siquiera en Inglaterra en cuentran apoyo. Gran Bretaña, temerosa de un comienzo de liberta des que diera al traste con el statu quo de su proceso electoral (lo vimos con Burke) y de un sistema de nacionalismos que invirtiera el ya precario equilibrio europeo, se refugia en los arcaísmos de Walter Scott. Además, el problema se complica en las islas. Las revueltas 158
obreras de 1818 (Liverpool y Manchester), reprimidas con dureza inhumana, inclinan todavía más a no permitir lirismos personales que bien pudieran derivar hacia popularismos como el de la pantisocracia de Coleridge, y ésta es la causa del exilio de Byron y de Shelley. El noble lord observa que no hay unidad para los alemanes ni libertad nacional para Grecia, sino división y reconocimiento de de rechos a los príncipes teutones desposeídos y a la Sublime Puerta. El, por su parte, se subleva, pero será el único. Ahora bien, por reacción lógica y en cuanto a Francia se refiere, el bonapartista, el antiguo constitucional, los restos del jacobinismo, e incluso los hebertistas y comunistas de Babeuf, forman un bloque amorfo, clásico y nacionalista, lo uno por no confundirse ahora con los «medievales» y reaccionarios mantenedores del Imperio germáni co y del equilibrio europeo, y lo otro porque, de hecho, la organiza ción de la Europa romántica de 1815 es una especie de cinturón o camisa de fuerza destinada a sujetar a Francia y a sus posibles ve leidades de revuelta. Y aquí se produce el cambio. Luis XVIII y su Carta Otorgada, con un artículo 14 en que se prevé la denegación de lo en ella concedido según la propia voluntad del soberano, nece sitan una literatura propia. El problema de este hombre fue singular. Clásico por educación y tendencia y clásico también el estamento
13. Henrl Heine Litografía de Oppenheim
social que representaba, se encuentra con que el clasicismo no le sirve. La edición de las obras completas de Voltaire, emprendida justamente ahora, se agotó en pocos dias, y así, inoperantes por opo sicionistas las formas antiguas, célebres apenas publicados los muy clásicos libelos de Paul-Louis Courier, amenazantes Austria y Prusia y no menos Inglaterra, envuelta ahora en represiones y luchas sociales, se ha de inclinar aquel rey por un sistema de libertad retó rica que tan buenos resultados parece dar en Gran Bretaña y Europa. La ventaja puede ser doble. De un lado, el historicismo arcaico y las viejas glorias del país equilibran un tanto la reciente tradición con quistadora del viejo republicano y del partidario de Napoleón —para tranquilidad de la Europa temerosa— y de otro, el combate contra las reglas provoca un confusionismo inteligente entre quienes se ma nifiestan partidarios de libertades para los individuos y los pueblos y las rechazan en cuanto a los medios de expresión. Hay en ello una antinomia inversa a la alemana, pero normal. El grupo de Jena buscó una patria y para ello olvidó diferencias teológicas que una vez acabada la guerra se habian nuevamente de imponer, y combatió al clasicismo, porque significaba la ley general con detrimento de una personalidad teutónica compacta y existente. De ahí la sorpresa de Schleiermacher, en posesión de una total popularidad de procedi mientos y sometido en 1815 a un absolutismo otra vez racionalista, pero de ahí también la sorpresa de los franceses, tendentes a liberta des políticas definitivas y presos en una retórica inflexible. Por ello se extraña Stendhal y les pregunta irónicamente por su liberalismo. Este es el proceso. En 1820 publica Lamartine sus Meditaciones, Vigny sus Poemas en 1822, y Hugo las Odas en este mismo año. Así escribiría Stendhal en enero de 1823: Lamartine, cuando sale del amor, es pueril. Los ultras [ultrarrealistas] le han proporcionado cinco ediciones de sus poesías, pero el ver dadero poeta del partido es Víctor Hugo.
Se habrá de llegar a 1830 y a la revolución de julio. Aquí se aclararán posiciones. Hugo descubrirá bastante extrañado que los verdaderos liberales lo eran ellos, los románticos, y en Francia se refugiará Heine con un grupo de partidarios y amigos de la Joven Alemania. A partir de ahora, el romántico tradicional arrastra una vida lánguida. Walter Scott se mofa en El anticuario de su propia tendencia y tan sólo Lamotte-Fouqué seguirá en Alemania imperté rrito.
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Respecto del romanticismo español, sigue siendo tema de con troversia. Si para abordar su estudio se parte de la retórica y de la mezcla de géneros, y aun de unos ideales conducentes al acto y no al revés, puede llegarse, como Allison Peers llegó (A History of the romantic mouvement in Spain), a definir buena y mucha parte de nuestra literatura nacional como romántica. Además, la pervivencia de formas medievales en nuestro proceso teatral histórico parece jus tificar tal alegato. Pero estudiado el origen de la escuela romántica, se ha de con venir en que parte del libre examen o interpretación personal de la circunstancia y derecho del individuo en cuanto a las premisas in herentes al juicio. Ello presupone un solitario, quizá matizado por coincidencias biológicas y ambientales colectivas, mas del que no se excluyen tantos compartimientos estancos como posibilidades. Pos teriormente, y una vez rechazado el determinismo de Fichte, subsiste el derecho a examinar, de modo que unidos ambos conceptos, el pro blema estriba en la busca de armonías matemáticas o igualdad de los términos. La idea es ahora una posibilidad realizable, siempre y cuando se acople a condiciones arquitecturales de fuerzas en pre sencia, pero continúa originándose en el individuo y carece de esen cia anterior. De toda evidencia, tal no fue el punto de partida a que se atu vieron nuestros literatos y dramaturgos. Por ejemplo, el concepto del honor a que se refiere Schlegel no viene determinado en Calde rón por la forma en que sus personajes obran, sino al revés. Se era honorable siempre y cuando se atuviesen las conductas a una regla ya existente, apriorística y cartesiana, y por consiguiente clásica. Tampoco la mística española tiene puntos de contacto con la romántica. El ensimismarse de un san Juan de la Cruz no viene de terminado por la necesidad imperiosa de autohallarse y obrar origi nalmente en consecuencia, sino por la de hallar a Dios reflejado en el alma, la más perfecta de sus creaciones, lo que es, entre paréntesis, una regla práctica tendente a corregir el platonismo sensual y exter no del Renacimiento. El autoconocimiento del espíritu contentaba mucho más que la posesión de objetos racionalizados por el arte, be llos, claro está, e inspirados en la belleza de Dios, pero inferiores en perfección al propio espíritu. Holgaban entonces las colecciones fastuosas en que tantos por entonces se arruinaban. Por otra parte, hay que insistir nuevamente en que la preocu pación española consistió en compaginar a Platón con Aristóteles y en lograr una idea innata o ejemplo válido en cuanto a coinciden cias racionales apriorísticas, es decir, antirrománticas, y un realismo 161
testimonial y accesible a todos, en tanto que las tales ideas no resul tan privativas a una clase o estamento. Tal es Fuenteovejuna opues ta al Cid de Comedle, pues el concepto de dignidad ofendida no es privativo del noble señor. Con ello se verá que ni aun política mente pueden advertirse aquí coincidencias con el romántico tradicionalista. En la comedia de Lope cae un trono feudal y no se produce la catástrofe o asolación que anuncia Novalis. Además, la libre forma retórica propia de nuestro siglo de oro no viene determi nada por una oposición entre derechos distintos y antagónicos que se han de equilibrar o anularse en un punto muerto como la atrac ción y repulsión —concepto político de Novalis—, sino por otro com plejo racional, el valor hombre, valedero y existente merced a normas también racionales, sean cualesquiera sus condiciones. Con ello, y ya se ve, el héroe español no es un individuo, sino el exponente de una conducta social, en cuanto atempera sus reflejos a normas preesta blecidas. Nuestro siglo de oro es cartesiano, porque es católico. De hecho, el filósofo francés no hizo —ya lo dijimos— sino sistema tizar desde puntos de vista científicos conclusiones teológicas defen didas en Trento. Esa es La vida es sueño, de Calderón de la Barca. La torre en que está preso Segismundo es la del apriorismo de leyes inmanentes referidas a las conductas —tratado de las pasiones, en suma—, capaces de impedir al libre arbitrio un uso descomedido y pecaminoso de la libertad natural. El asunto retórico es subsidiario y tiene otros orígenes, por lo demás muy claros. Ya lo hemos seña lado antes, y basta contemplar Las hilanderas de Velázquez, cuadro en donde el trabajo resulta idealizado por la belleza armónica en gestos, rostros y posturas, pero en donde la circunstancia es aparente en trajes, decorados y útiles. «También entre los pucheros anda Dios», que dijo santa Teresa, y también entre la clase menesterosa puede estar oculta la belleza. Platón, por consiguiente, pero sustan cias y formas aristotélicas. De ahí los campesinos de Lope y el Peribáñez en su rincón como el rey en su palacio.4
Las aportaciones del romanticismo son extraordinarias. Antíte sis del clasicismo y de cuanto éste representó, opone al racionalismo del siglo x v i i i un lirismo fundamental. Este brote del individuo pro voca una ruptura. Si para el clásico el problema consistió en acoplar se, para el romántico estriba en distinguirse y en hallar un modo aislado de operar. Pero la fuente de exaltación la constituyen las sensaciones. Los sistemas nerviosos no suelen diferir en cuanto al 162
mecanismo de captación, y así, a las verdades universales de orden racional opone el romántico otro universalismo físico de coinciden cias, de modo que el vate resulta un médium provisto de una sensibi lidad especial, no distinta, pero sí más aguda, y en suma, se constitu ye en intérprete de cuanto la masa siente o debería sentir si alguno se presta a sugerirlo. Una primera consecuencia de este proceso de contactos con el mundo exterior es la del grupo sometido a sugestiones originadas en el medio, y de ahí el arte compartimentado en nacionalidades. El decorado, clima y resto de condiciones en que se desenvuelve la cir cunstancia intervienen no sólo en la conformación de una persona colectiva y social, sino en el idioma en que estas coincidencias suelen expresarse, de modo que ello presupone la inutilidad del latín y una profunda remoción de bases en la pedagogía. En este proceso de sensaciones ocurrirá también que cualquiera de los accidentes en presencia será capaz de obrar sobre el sujeto. El mundo es vasto y distinto. Cada uno de sus componentes origina su sensación y conviene definirla. Ya no sirve ahora el idioma clási co, apto para el silogismo propio de la expresión abstracta. Hay que nombrar. Realizar un catálogo preciso de sujetos, y en efecto, el ro mántico va a distinguirse por una riqueza inacostumbrada de sus tantivos, adjetivos, aposiciones y predicados, ahora ya consciente y no producto, como en los inicios británicos, del amor al ambiente pe culiar. Se trata de un complejo de autenticidades. Para el escritor el problema se concreta en transmitir a sus lectores el proceso evo lutivo de las sensaciones propias y la cadena de realidades exhausti vas en que se han originado. Esta es la especial naturaleza nómada del héroe romántico. La monotonía de la circunstancia crea la po breza estética de sensaciones no renovadas, y aun cuando esto no es nuevo —el libro de caballerías, la novela bizantina y la picaresca es pañola son verdaderas acumulaciones de itinerarios—, ahora ya no se trata de justificar el cúmulo de aventuras acaecidas a un Amadís, porque se mueve y tropieza con los acontecimientos, sino de alterar y mover los estados del ánimo. Esto, de origen lockiano y «sensible», origina un proceso de antropomorfismo, no porque el romántico pres te apariencias humanas a los accidentes o presencias físicas, sino por que altera las mociones psíquicas según las sugestiones y destaca cada sensación según su origen. La tristeza y la inquietud tienen aquí ambientes definidos. El paisaje ya no es un cuadro perfecto en el que se destaque lo maravilloso, según consejo de la escuela suiza y según lo practicó Rousseau, o una fuente de solemnidades y grandezas también maravillosas, como en el caso Chateaubriand, sino 163
un complejo definido para un individuo particular, porque éste sólo cobra su relieve anímico de terror, alegría o depresión, en luga res que de algún modo sugieran tales estados. Es el «lazo sutil» entre nosotros y la naturaleza y explica el que Nuestra Señora de París resulte en Hugo un personaje viviente, como el Lago de La martine. Merced a una sugestión elemental se prestan facultades anímicas a los factores que las provocan, y en este proceso de iden tificaciones acaban los exteriores por cobrar una suerte de vida pertinente. Aquí, como se ve, se trata de presencias externas como origen sen sacional de las ideas, aspecto en que el romántico triunfó, indiscu tiblemente; pero en el fenómeno opuesto, es decir, en el proceso de la idea operante sobre el conglomerado natural, y creadora, a su vez, de realidades, no fue el romántico tan afortunado. El que todo lo real sea ideal o paradigma inamovible, se logra con un simple juego de metáforas, y así, del cristal al agua, de ésta a la lágrima y de la lágrima a la oración, hay una coordinatoria determinada por un factor de semejanza. Pero el que una idea —que ya no es sensación— se realice, requiere un mecanismo de mayores complicaciones, y la antítesis romántica no basta y ni aun alcanza siquiera. Lo blanco no es negro ni lo pesado ligero. Esta escueta relatividad, válida para un intento descriptivo, provoca personajes de una pieza fijos y absor tos en su idea propia, opuesta diametralmente, bien a otros indivi duos, bien a la sociedad entera. De ahí que el héroe romántico adquie ra características de símbolo o encarnación predestinada, y de ahí el clima desolado en que se mueve. Ahora bien, precisamente por eso mismo, la masa adquiere en la novela romántica un relieve excep cional —los apestados de Milán, en Los novios de Manzoni, o los mendigos de Nuestra Señora de París— por cuanto se trata de agrupa ciones esporádicas unidas por un escueto punto de contacto teso nero, intransigente y brutal, y no por un substrato de permanencia que requiere de otros matices. No ha de olvidarse ahora que el romántico se identifica con cuanto escribe, lo cual constituye una tortura de tipo rusoniano. Juan Jacobo había escrito que para resucitar la edad de oro bastaba con querer, y de ello a sugerir que para realizar o incorporar tan sólo se requiere obstinación hay un trecho escaso que el romántico inten tó cubrir. Como sus personajes, anduvo por la vida tropezando con imposibilidades y protestando de hallarlas, no explicándose el por qué de tantas inarmonías y el cómo de su permanencia, y achacando a intereses malévolos o hipócritas cuanto no se identificara con sus propios conceptos. Por ejemplo, Byron nunca tuvo en cuenta el 164
mundo en que le tocaba vivir, y como ello fuera bastante común, el estado del espíritu que se habría de originar convertirá al ente li terario romántico en ciudadano social y político de una pieza, íntegro e insobornable, seguro de sí mismo en cuanto ha sido capaz de ha llarse un «yo», y dispuesto a realizar la obra pertinente. Pero en tiéndase que en este proceso el héroe ficticio fue autobiográfico. Por ello, y pese a las buenas intenciones retóricas de que la escuela partía, como en él sobresalió el subjetivismo propio, con grave olvido del sub jetivismo de los demás, resulta que el escritor romántico monologa y su estilo es puramente oratorio. Siempre está detrás. Sean cuales quiera sus personajes, se observan en ellos los hilos que los sujetan al operador, y los movimientos físicos o morales que caracterizan a estos entes literarios nunca se originan de ellos mismos, porque no se les deja la facultad o libertad de pensar por cuenta propia. Si algo observa el romántico en el mundo de los individuos es el espé cimen ai que dar de inmediato un valor de símbolo. El autor entabla un combate dialéctico con un lector al que supone antagónico, y el resultado es que las armonías referidas al hombre aparecen como un acoplar de premisas al hecho preconcebido y no como un entrecru zar de influencias que construyan y moldeen un carácter. 165
Este complejo ofrece una curiosa manifestación. La literatura romántica, pródiga en viajes, falsea de tal modo los países, hombres y circunstancias, que hoy nos extrañamos de estas anomalías en la in formación, a veces de un infantilismo desmesurado. Es curioso re leer De París a Cádiz, de Alejandro Dumas, y todavía más. Le Rhin, de Víctor Hugo. Y de ello no se libra ninguno. Victor Cousin, Edgard Quinet, Michelet, Gerardo de Nerval, Lamartine y Musset realizaron su pertinente viaje por Alemania del que dieron noticia circunstan ciada en correspondencia, libros o artículos. Larminier, autor de Au-delá du Rhin, cita en alemán con graves faltas de ortografía. Asombra verificar la falta de aptitud crítica de estos autores. Víc timas de la preconcepción, escribían «lo que llevaban dentro». (Cf. Aristide M arie, Gérard de Nerval; M onod, Jales Michelet.) Di ríase que el romántico, esclavo de una «idea» personal que no es sino un proceso autosugestivo, moldea cuanto observa, lo viste, disfraza y acopla, sea porque de su idealismo obtiene la necesidad de callar cuanto no compagine con su personal concepto de la perfección, sea porque teñido él mismo de un color único, sólo recibe y filtra suges tiones y exteriores de su propio color. Este fue el fracaso político de románticos liberales y tradicionales, aquéllos por obstinarse en la «idea» de un pueblo angélico a la espera paciente de una mayor cul tura y posición que determinase su intervenir en política, y éstos por el idealismo de su monarquía feliz y paternalista en que rey y pueblo, mitades equidistantes y equilibradas, se complementan, reverencian y consideran.
Con todo, es evidente que la ciencia histórica nace con el roman ticismo. El vulgarizó la curiosidad por los exteriores, la busca de la singularidad y el realismo de las diferencias. Su desconfiar en axio mas racionales implicaba la investigación de las peculiaridades y mo dos. Por un proceso idéntico al del nacionalismo literario, puesto ahora el historiador a definir los avatares de los distintos grupos hu manos, escudriña y recopila datos y testimonios, tal y como el poeta lo hizo respecto de cuentos y leyendas, y el músico frente a los mo tivos de la canción popular. Este concepto llevaría a la seria in vestigación de fuentes documentales y a la multiplicación de ciencias auxiliares de la historia. Nada implica el que según el personalismo consustancial a la escuela romántica cada uno de los historiadores se deje influir por su «idea» y se produzcan por ello tesis con exceso personales. De un modo o de otro, queda un método establecido. 166
Tampoco es arriesgado afirmar que la sociología tuvo su arran que primero en el romanticismo, pues aun cuando anteriormente pue dan hallarse preocupaciones de tal índole en escritores e historia dores de todas las épocas, lo cierto es que esta nueva ciencia cuyo objeto lo constituyen los hechos comunes necesitaba de un antirracionalismo práctico o sujeción a testimonios sin contacto con pre concepción alguna. Cuando Agustín Thierry (1795-1856) preparaba su Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos, escri bió: Recojo los detalles más minuciosos, las crónicas y las leyendas. Todo cuanto pueda hacer revivir los vencedores y vencidos del siglo xi, las miserias nacionales y sufrimientos individuales del pueblo anglosa jón.*
El historiador buscaba encontrar en estas minucias «el fuerte tono de la realidad» y se indignaba viendo «cómo los historiadores habían disfrazado los hechos, desnaturalizado los caracteres e im 167
puesto a todo un color grisáceo e indeciso». Anteriormente, madame de Stael había escrito (1800) su Littéraiute comiaerée dans ses rapports avec les institutions sociales, pero ahora Villemain (1790-1870) escribirá que la literatura es la expresión de la sociedad (Tableaux de ta liltérature au Moyen Age) y traza un cuadro muy sugestivo de las distintas literaturas europeas en la diversidad de circunstancias his tóricas y sociales que las habían causado. Atento Villemain, como dice Sainte-Beuve (Essai sur les ouvrages eí la vie de M. Villemain, Bruselas, 1842) a la época y vida del autor, insiste en particular sobre el peso de la clase en el desarrollo de las actividades de los distintos países, y de hecho, la exposición que hace el ilustre crítico de las so ciedades francesa e inglesa (Tableaux du XVIllém e siécle) ya es un verdadero curso de sociología. Augusto Comte emplearía el término por primera vez (Cours de philosophie positive, 1830-1842), pero es evidente que el concepto de esta nueva ciencia se había ya originado en la división histórica de Schelling, adoptada luego por Hegel. El filósofo positivista clasificará los distintos períodos en que la vida del hombre se ha desenvuelto en uno teológico, o creencia en un complejo sobrenatural que intervie ne arbitrariamente; otro metafísico, o racionalismo que supera y distingue las manifestaciones de la voluntad y las meras fuerzas fí sicas, y finalmente, un último lapso positivo en que habiendo el hom bre renunciado a obtener nociones absolutas (Kant) intenta conocer por raciocinio y observación las leyes efectivas. Este es un paralelis mo evidente con los postulados históricos de la escuela romántica, y aunque Comte renuncie a lo absoluto, porque no intuye, como Novalis intuyó, que ese concepto no puede ser esencialmente distinto de los elementos en presencia que nosotros manejamos, recoge la teo ría romántica de la universalidad de sistemas, postulados y métodos, derivada del lazo de identidades entre el mundo físico, orgánico y espiritual, y así escribe que «las ciencias de los cuerpos organizados son la fisiología y la sociología». Como ya se entiende, Comte lo exage ró prestando a esta última disciplina la rigidez propia de las ciencias exactas, mas, no obstante, insistamos en que el romántico facilitó a este filósofo no sólo una noción que permitiera un término, sino una preocupación, porque en el romanticismo se originan los estudios mi nuciosos sobre grupos y capas sociales y todavía más, la oposición o relativismo de intereses, costumbres y modos. Respecto de la crítica, orientada con Villemain al estudio de la circunstancia —uno de los factores en presencia según las tesis de Schelling— se inclinaría con Sainte-Beuve (1804-1869) hacia el estudio preciso de la persona y reacciones del autor, es decir, la otra mitad
de lo que hubiera debido ser el método romántico de critica. Pero aunque por reflejo del renacido cartesianismo se impusieran algo más tarde en este dominio objetivos fríamente documentales, biblio gráficos y cronológicos (Brunetiére), o bien psicológicos respecto de los personajes literarios y no del autor (Faget), es lo curioso que en la actualidad se vuelve a la sociología como elemento esencial de la críti ca, tal y como incipientemente lo interpretó Villemain, y al estudio psicosomático del agente, como también lo practicó Sainte-Beuve. Aunque la del idioma ya fue preocupación anterior, la filología moderna se origina propiamente del romanticismo. Federico Schlegel escribió en 1808 Sobre la lengua y sabiduría de los indios; Humboldt, en 1820, su célebre Filosofía del lenguaje, y en 1836 publica Federico Diez una Gramática de las lenguas romances, todavía vale dera. Este gramático insigne (1794-1876) es el verdadero fundador de la filología románica, y su obra se inició por causa de la opinión más bien aventurada de los Schlegel sobre las aportaciones alema nas a las lenguas neolatinas. En 1821 había de escribir Diez Altspanische Romanzan, y aun cuando algunos de sus alegatos han sido discutidos y ampliamente sobrepasados, no ha de negársele a esta obra un efectivo valor. Como es natural, el influjo del romanticismo 169
germano sobre las ciencias del lenguaje había de ser definitivo, por cuanto sus pretensiones a otro clasicismo regido esta vez por el complejo alemán provocaron la necesidad de hallar los orígenes y causas evolutivas de todo término propio, ora para refutar o bien para establecer la inquietante teoría. En un grado mayor o menor, todo escritor romántico fue un lingüista. En otro dominio, Ritter escribió en 1817 La geografía en sus rela ciones con la naturaleza y con la historia del hombre, y esta nueva ciencia, origen de la actual geopolítica, también es romántica. Era natural. El mundo fue olvidado con exceso, y ahora parecía el hom bre despertarse a realidades locales y universales, dignas de conside ración y estudio. De otra parte, resulta indiscutible que el uso frecuente por el romántico del psicoanálisis autobiográfico y obsesivo, impulsó la psicoterapia y los estudios más serios sobre hipnotismo. Ha de reco nocerse que sin la moda de la «sinceridad» a la que irónicamente alu dió Beyle, esta rama de la ciencia médica no hubiera progresado como lo hizo. El doctor Charcot, racionalista impulsado por un antirromanticismo fundamental —recuérdese el magnetismo huma no al que ya nos referimos—, profundizó en estas investigaciones y fundó con ello la psiquiatría. En el derecho también el romanticismo influyó con Savigni y el resto de la escuela alemana, y en cuanto a la filosofía, el existencialismo, ahora tan de moda, por no hablar de otras escuelas más co nocidas, se origina, como se sabe, en Kierkegaard, exponente del indi vidualismo aislado y complejo en el cual habían de inspirarse toda una floración de ensayistas y escritores contemporáneos.
Las aportaciones del romanticismo a la pintura fueron extraor dinarias. La preocupación por los estados atmosféricos y su reper cusión sobre los organismos determinará el uso de un tono básico para lograr una coincidencia de sensaciones entre el autor del cua dro y el espectador. Según Novalis, el frío y la tempestad provocan inquietud. Cualquiera que se halle expuesto a una u otra circuns tancia sentirá lo mismo, y de ahí la necesidad para el pintor de tra ducir la realidad existente usando el único medio a su alcance, que es el color, de modo que empleará violetas y grises, tonos propios de las bajas temperaturas y de las lluvias. Esto lleva al monocordismo, técnica muy visible en Tumer (El incendio del Parlamento), al uso del complementario en función del 170
17. Fausto y Mefisto cabalgando Litografía de Eugéne Oetacroix sobre el Fausto de Goethe
dominante y a una inversión de procedimientos cuyas consecuencias son fáciles de colegir. El clasicismo, estatificado en los colores refe ridos al objeto e indiferente a la sensación, armoniza tonos «natu rales» cuyo contexto general respeta. Pero el romántico, que nece sita de una luz propia de cada estado espiritual, teñirá los objetos según esa luz y obtendrá armonías cromáticas propias del cuadro e independientes de la realidad, es decir, el goce pictórico distinto del contemplativo. Lo anterior significa, para mejor inteligencia del profano, la escueta aplicación de la teoría de los complementarios, cuyos oríge nes están en Newton. Los tonos se habían dividido en básicos (rojo, amarillo y azul que no se obtienen de mezclas) y complementarios (suma de dos básicos respecto del tercero), porque, en efecto, el azul más el naranja, por ejemplo, da como resultado óptico la recom posición del espectro solar. El cálculo es sencillo. En el naranja están inmersos el amarillo y el rojo, mas como el primero y el azul dan el verde, y el azul y el rojo el violeta —índigo en su grado inferior—, 171
véase cómo de la oposición del básico mentado y de su complemento se obtienen los siete colores del prisma, es decir, la luz solar. Con ello, cuando el pintor romántico trataba de inducir a la angustia y a la opresión, usando como lo hacía de un violeta como tono general, estaba obligado a colorear todos los objetos reprodu cidos en el lienzo de un amarillo más o menos insinuado, de modo que no respeta aspectos normales, pero obtiene de su pintura una vibración extraordinaria y verídica, porque el substrato óptico así logrado es el de la luz «normal». En ello estamos. Ahora conviene advertir que éste no fue un proceso consciente. Cuando un día se le alcanza a Delacroix (Diario) que la sombra es violeta, remueve las bases del claroscuro, no porque ello resulte como el gran pintor lo afirma, sino porque la oscuridad opuesta al amarillo del sol no puede, ópticamente, ser de otro modo, so pena de caer en oposiciones sordas y desprovistas de vibración. Pero esto no fue un resultado del estudio de la naturaleza, si bien Dela croix crea otra cosa, sino de la tesitura propia de la escuela, grisura de un día que entristece, rojo que exalta, brillo optimista de un ama necer o ternura de un otoño melancólico. Como es natural, puesto el romántico a ello, se ve forzado a un tanteo de matices y obtendrá por instinto lo que más adelante, y ya sistematizado, se habrá de llamar «arco cromático». El propio Delacroix nos da en sus Medi taciones un curioso informe respecto de ello. Así escribe: Los tres colores mixtos [asi califica a los complementarios] se en cuentran en todos los sitios. Yo crefa que estaban sólo en algunos obje tos, pero lo mismo que un plano se descompone en planos más peque ños y una ola en pequeñas olas, la luz se modifica y descompone sobre los objetos. Estoy convencido de que nada existe sin aquellos tres co lores. Efectivamente, cuando encuentro que los lienzos tienen la sombra violeta y el reflejo verde, ¿acabo de decir que presentan solamente esos dos tonos? ¿No está forzosamente el naranja, puesto que en el verde se encuentra el amarillo y que el rojo forma parte del violeta?
Aquí se origina, como se ve, el concepto cromatístico de que nos venimos ocupando, aportación indiscutible de esta escuela de la que arrancan todas las tesituras contemporáneas. Respecto del tema pictórico, los románticos, según trayectoria ya sabida, abordan «lo divino y lo humano y lo sublime y grotesco» ( D e v e r i a , Nacimiento de Enrique IV) y contradicen a Lessing y a su Laocoonte. Géricault pinta una pirámide de muertos en su célebre Balsa de la Medusa (1819) y el mismo Delacroix, en La Libertad guiando al pueblo, a un niño con la boca muy abierta, alusión indu dable al retórico alemán para quien tal detalle presuponía «un agu 172
jero negro del peor efecto». • El propio Delacroix escribiría sobre ello, en la Revue de París, mayo de 1829: Los clásicos son gente placentera que ve a la naturaleza proce der por etapas y mostrar un poco de esto o suprimir aquello, según las conveniencias. [...] A fuerza de añadir o restar elementos a la creación, se ha llegado a creer verdaderamente que no hay cosa más simple que ponerlo todo en su sitio y pulir cuidadosamente lo que parecía sólo esbozado en el orden común y existente.
Y añadirá después: Parecen los clásicos creer que la naturaleza se ha equivocado ha ciendo a los hombres como son: por eso maquillan y «endomingan» sus figuras.
Estos argumentos, difícilmente discutibles, acabarían por im ponerse y de ahí el expresionismo posterior y otros resultados de los que huelga hablar. De un modo o de otro, es lo cierto que en este ámbito los influjos de la escuela romántica son con exceso claros y eficaces. La música fue, sin duda, el arte en que el romanticismo influyó más y mejor. Fuera de la incorporación y ennoblecimiento de mo tivos populares (mazurcas, polcas y valses en Chopin, motivos ti roleses, bávaros y renanos en Beethoven y Schumann, italianos con Mendelssohn, litúrgicos con Berlioz), el compositor romántico revo luciona la técnica de las armonías, y es aquí, precisamente, como ya lo intuyó Tieck en sus Reflexiones de un monje enamorado del arte, donde tuvieron realidad espléndida las aparentes utopías románticas sobre el universalismo y acumulación de naturaleza, intuiciones, de seos, inquietudes, clases sociales, misticismo subjetivista y aspira ción. Ocurre que las sugestiones auditivas son breves y completas. Un sonido identifica al objeto como una melodía al accidente, y un acorde al objeto, sujeto y accidente. De ahí que la sinfonía, usada con preferencia por los grandes músicos románticos, ofrezca la po sibilidad de concreción y unión a que aspiraba la escuela de Jena en lo que se refiere a la naturaleza y al espíritu, pues ya es conocido el poder nemotécnico y gráfico del sonido acordado, abstracto por lo demás, y valedero también para un lirismo sin contacto con su gestiones anteriores. Parece inútil señalar ahora las aportaciones instrumentales que se deben a los grandes maestros de esta escuela.7
173
Finalicemos. Si en literatura, y por razones obvias, no pudo lo grarse la concreción universal a que tendieron los románticos ini ciales, sí debe admitirse que estas aspiraciones, subdivididas poste riormente por razones diversas, originaron las varias tendencias que aún informan el panorama actual. £1 simbolismo fue un ensancha miento de sensaciones al tacto, gusto y olfato, y un expresar las sugestiones líricas no por la simpatía romántica —semejanza de ob jetos y coincidencia subsiguiente de los espíritus—, sino por capta ción sensible de situaciones, y tal es el albatros-poeta de Baudelaire. Ello modifica la metáfora y convierte al poeta, no en un médium con derecho a imponer opiniones y sugestiones, sino en un prisionero de conceptos colectivos, enemigos de la originalidad. Hay, pues, un cambio. La mayor aptitud de captación hace del poeta una sensibi lidad en marcha, que ya no pide, como en años anteriores, derecho a definir, sino a subsistir. Esto es el resultado de una sedimentación normal. El simbólico es un romántico con menos pretensiones, de una parte porque ya no intenta una colectivización inútil, dado el distinto grado de posibilidades en el individuo, y de otra, porque finalmente ha llegado a entender que el alma del individualismo no estriba en buscar coincidencias generales, por fuerza de contexto elemental o ilusorio, sino en la especialización. Con ello, y como resultado paralelo al de la división social en clases, que el romanti cismo agudiza, ahora pide el poeta un derecho a manifestarse en el campo que le es propio. El realismo literario o «espejo que se pasea a lo largo de un ca mino», según frase de Stendhal, no es, en suma, sino la remanencia cartesiana de separación entre hombre y exterior, de modo que el autor resulte independiente y se inhiba. Pero su origen es claro. Sin la llamada romántica a todo cuanto compone el universo visible y audible, no hubiese compuesto Flaubert Madame Bovary con aque lla infalible minuciosidad tan apreciada luego, y aquel tener en cuenta «lo grande y lo pequeño, lo divino y lo humano y lo grotesco y sublime». El surrealismo es un doble producto romántico. Exacerbación del simbolismo metafórico, une conceptos dispares y sin nexo inme diato, pero lógicos en el vago terreno del subconsciente. Esto últi mo, originado en el romanticismo alcohólico, se diferencia de él en que si Hoffmann o Poe buscan y traducen el lado alucinatorio de la excitación respetando aspectos físicos íntegros, el surrealista com pone un antropomorfismo especial con retazos de presencias dis pares. Como se ve, este análisis somero de influencias no tendría fin. 174
La pintura llamada abstracta, por ejemplo, es el ensanchamiento a la figura de la teoría del color romántico y el intento de hallar un goce estético referido al sujeto pictórico distinto del que nos propor ciona la forma del mundo exterior. El romanticismo, pues, trajo consecuencias. Amalgama determinada en exclusiva por un «anti» bas tante confuso, como todos, lucha metafísica, teológica, artística, eco nómica y nacional contra un género de vida definido por conceptos inmanentes, es decir, anticlasicismo que en un principio pareció frente único contra un enemigo único también, acabó por desarti cularse a medida que su contrario se diversificaba en tendencias. Al viejo cartesianismo de las ideas innatas puramente morales y teo lógicas le sustituyó un concepto racional irreligioso, y a éste, otro, innato también, de los derechos del hombre y el ciudadano. Los ro mánticos se hallaron entonces presos en las redes que ellos mismos habían tejido. Populistas en arte, por razones de formación y cul tura, intentaron reservar el curso de la política a una clase especial de príncipes o de contribuyentes y originaron la lucha de clases. In temacionalistas de la circunstancia, por oposición al impersonalismo de la racionalidad, provocan una imposición de puntos de vista pri vativos, y de ahí los conflictos y choques nacionales con que los si glos xix y xx se habían de distinguir. Pero de toda evidencia, el ro manticismo desnaturaliza para siempre las retóricas apriorísticas de uno o de otro orden, y en ello estamos. Hoy no es posible definir como ley natural e indiscutible un sistema cualquiera de cognacio nes producto del ingenio de una minoría.
Notas
1.1766-1817. Hija de Necker, cuya obra se esforzó en reivindicar (Considérations sur la Révolution frattfaise), conspiró a partir de 1799 contra Bonaparte y anduvo mezclada en cuantas intrigas se organizaron en Europa des favorables al primer cónsul, luego emperador. De hecho, toda su obra litera ria tendió a combatir y desprestigiar las instituciones francesas y a propagar las norteamericanas y británicas. 2. Finca sita en Suiza y propiedad de madame de Staél en donde se reunie ron, a partir de 1805, Benjamín Constant, Sismondi, Boustetten, Guillermo Schlegel, Guizot y otros, todos protestantes y partidarios del romanticismo liberal. 3 . B e y l e , Cartas inéditas. Prefacio de Merimée. 4. Como ya se ve, Allison Peers y otros muchos confunden el barroco y el romanticismo, sin notar que aquél, «arte de la Contrarreforma», conserva el módulo valedero de las ideas universales e innatas como expresión del unitarismo propio del motor inmóvil, aun cuando disienta de Platón en cuanto compete al tema del arte, que ya no es para esta tendencia lo más bello de lo natural, sino 175
el embellecimiento de cualquier aspecto de lo natural, es decir, un popularismo sujeto al canon. Pero esto es una concesión y basta leer a Gracián, que acepta a Descartes en un todo, para entender cómo el barroco guarda en la entraña un clasicismo tan evidente que no será capaz de reacción cuando Winckelmann teorice de nuevo sobre el arte antiguo. Así, aunque desvirtuado en sus alcances universalistas y teológicos, el barroco dará origen al despotismo ilustrado y al iluminismo, por ese curso interpretativo al servicio de intereses ya normal en todo proceso cultural o metafísico. Ocurre que Guillermo Schlegel, que no entendió el barroco, no supo leer a Calderón. La entraña del romanticismo es, y debe entenderse, un logro de la idea particular por acierto en el equilibrio, pero cuyo punto de partida lo constituye la idea misma y no la ley apriorística que regula las ideas. Claro está que no hay en ello tanta antinomia como pudiera parecer, sino inversión de puntos de partida, lo que importa bastante. Con todo, ambas posturas son idénticas en cuanto respecta al alcance de la libertad y a las posibilidades inherentes al ser humano, y esto fue lo que hizo escribir a Voss que el romanticismo conducía al catolicismo. 5. Prefacio a Dix années d’études historiques. 6. El caso de don Francisco de Goya es algo más complicado. Hasta 1824 no visitó el gran maestro a París ni estuvo en contacto directo con la pintura romántica, pero aquí nos hallamos con un problema idéntico al ya discutido respecto de Calderón. La oposición que Goya manifestó a Meung, amigo y epígono de Winckelmann, venía determinada por su ibérico popularismo, en lo que sufrió los influjos de Velázquez. Cuando, en 1786, pinta don Francisco El albañil herido, lo hace por abordar «toda clase de temas», contra los axiomas de la escuela clásica. Luego sufrirá los influjos del despotismo ilus trado en sus cartones para tapices, pero de todos modos, Goya será siempre popularista y a veces truculento; es decir, marca por extranjerías las que él juzga ñoñeces de Meung y Bayeu. Es una tesitura idéntica a la de .Lope, no romántica, por consiguiente, sino testimonial. Respecto del color, está claro que Goya monocordiza, sobre todo en las pinturas llamadas de la Casa del Sordo. El Sabbat o Aquelarre, cuyo titulo, quizá no exacto, se debe a Yriarte. gran dibujante francés, es una cromía en amarillos. ¿Estuvo don Francisco al corriente de las teorías sobre la sugestión del color de Tieck y Novalis? Nos otros no sabríamos afirmarlo. Con todo, que Goya conoció las inquietudes es téticas de la época lo prueba su innegable familiaridad con los procedimien tos británicos, y también, que una vez descubierta la litografía en París, y en el año 1819, nuestro pintor la utiliza casi inmediatamente. Además, su amis tad con Juan Nicasio Gallego, Quintana y otros partidarios de las «¡deas nue vas» bien hubo de facilitarle contactos con Europa. No parece, pues, proba ble que Goya desconociese las batallas retóricas del romanticismo. 7. La escultura romántica no se destacará con exceso, y habrá que aguardar a Rodin; es decir, a un tiempo más apto para entender el placer estético per se, distinto del de la famosa imitación platónica. No obstante, es justo señalar que el ilustre escultor mentado aplica las tesis románticas en cuanto se trata de la construcción originada en un subjetivismo. En arquitectura, y como dijo Renán refiriéndolo a Violet le Duc, el romanticismo sólo logró pastiches, por su obsti nación en referir este aspecto del arte al gótico. Señalemos, de pasada, el influjo de esta escuela sobre artes menores o aplicadas, jardinería, moblaje, modas, etc., como bien se sabe.
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Addison, 59,60,90 Agoult, M arie d', 10 Agustín , san, 45 Alambert, d', 110 Alan P oe, E dgar, 109,110,174 Alfonso el S abio , 30 Ana de Austria , 20,23 Anne-E ugénib, 38,76 Aquitania, d u q u e de, 30 Aristóteles , 13, 16, 17,21, 27, 32, 96,
161
Arndt, M auricio , 151,158 Aster , 135 Aubigné, Acrippa d’, 19 B abeuf, 159 B ailly, 156 B alzac, 21,108 B aruzi, J ean, 39 B aseoow, 105,130 B audelaire, 41,174 B ayeu, 176 B ayle, H enry, 43,47,51 B eaumarchais , 145 B e c h e r , H ubert, 79 B eetho ven , L u is van, 127,173 B ekker, 48 B enedicto X IV , 32 B e n ic h o n , P.,27 B erlio z , 173 B erkeley, 79 B e r n h a r d i , 143,145 B ertin , de, 44
Indice de nombres
B ey le,
1 5 6 , 1 7 0 ,1 7 5 B i a n q u i s , G ., 1 4 4 B is m a k c k , 83 B l e n n e r k a s s e t , l a d y , 177 B odmer , 5 7 , 6 1 , 8 3 , 9 0 , 9 1 , 9 5 , 1 1 5 , 1 1 6 B o il e a u , 5 8 ,9 0 ,9 2 , 9 6 ,1 4 9 B o is g u il l e b e r t , 49 B onaparte, 1 4 3 , 1 5 4 , 1 7 5 B o r w e l l , 77 B o s s u e t , 40 B o u l a n v il l ie r s , c o n d e , 48 B o u m ie r , 79 B o u s t e t t e n , 173 B r a it m a ie r , 92 B rantom e, 9 B r a y , R ., 2 7 , 8 8 B r e i t i n g e r , 57,61,76,91,93,95 B r e t o n v i l l i e r s , 42 B r o w n , R o b e r t o , 15,29,68,109,110,
118,131,134,135
B r u n e t i í - r e , 27,169 B r u n s w i c k , 110,155 B r y , J., 25 B u c e r d e E s t r a s b u r g o , M a r t i n , 15 B u r g e r , 9 7 ,1 1 3 B urke, 1 3 6 - 1 3 9 ,1 5 6 B u s s e r , F r i t z , 18 B yron , 5 8 , 1 5 1 , 1 5 8 , 1 5 9 , 1 6 5 , 166 C a l d e r ó n db la B a rc a , 9 6 , 127, 147, 1 6 2 ,1 5 6 ,1 6 1 ,1 7 6 C a l v i n o , 14 C ange, du, 69 179
C appenbbrg, 1 3 6 Carlomagno, 6 5 , 8 3 , 1 4 3 C arlos I I , 5 4 C aro, 1 1 0
D u bo u rg , 44 D umas, Alejandro, Dyer , 67
C a t a l in a de R u s i a , 8 2 C a z a m ia n , 6 8 C e r v a n t e s , 2 1 ,3 2 C é s a r , 6 0 ,1 5 6 C ic e r ó n , 156 C il l e u l s , 25 C lM A R O SA , 1 5 7 C o l e r id c e , 1 1 0 ,1 3 9 ,1 5 0 ,1 5 9 C o l l in s , 6 7 ,8 1 C o m t e , A u g u s t o , 1 6 8 ,1 6 9 C o n d i l l a c ,'4 7 C o n n ic k , 33 C onstant, 4 8 , 7 6 , 1 5 6 , 1 7 5 C orneille , 2 2 , 2 3 , 3 7 , 1 4 9 , 1 6 2 C oste, 5 0 , 5 6 C o u rier , P aul-L ouis , 1 6 0 C ousin , V íctor , 4 5 , 1 6 6 C overley, 5 9 C ristina de S uecia, 6 5 C risto , 7 5 , 8 5 Crom w ell , 5 4 , 1 1 0 C ullen, 1 0 6 , 1 0 8 , 1 0 9 C U N N IN G H A M , 6 9
E E E E E E E
C h a m isso , Adalbert, C hapelain , 20 C harcot , 4 4 , 1 0 9 , 1 7 0 C hardin , 1 0 9 C h a r lier , 4 3
1 4 3 ,1 4 4
C h a t e a u b r ia n d , 8 5 ,1 6 3 ,1 6 4 C h a u c e r , 65 C h o p i n , 173 D a n h a u s e r , 10 D a u d e t , E ., 177 D e c h a m p s , 144 D e l a c r o i x , E u g é n e , 1 7 1 -1 7 3 D e l a t o u c h e , 34 D escartes, 1 5 , 1 6 , 2 0 , 2 1 , 3 6 , 3 7 , 3 9 , 4 7 , 5 5 ,5 8 ,6 1 ,9 2 ,1 1 7 ,1 2 3 ,1 7 6 D esjardins , P aul, 2 7 D everia , 172 D íaz P laja, G uillerm o , 177 D ic k e n s , 4 9 D íe z , 169 D iderot , 7 3 , 9 7 D ora t, 97 D r o z , 144 D ryden, 6 0 180
ic h b n s
, 129
in c h e r d e r f ,
177
n r iq u e
IV, 15 VIII, 31
rasm o,
97
n r iq u e
rckm ann, vans,
10,166
C h a t r i a n , 1 0 9 ,1 3 6
82
F aget, 169 F airfaix , lo rd , 54 F arinelli, A., 147 F arley, 81 F arquhar , 58 F ederico II, 82,9 1 , 92 F ederico de P rusia , 90 F e ijo Ó, 48 F élix , 42 F ie H te, 116-119,123-124,134,143,144,
146-148,154,161
F laubert, 174 F ontenelle, 43,47
Fox, 138
F órster , 177 F rancisco 1,24 F ranouiéres , 79 F reeport , Andrew , 59 F ulberto, 30 G ale, 69 G a l le g o , J u an N ic a s io , 176 G a r c i l a s o d e l a V ega, 1 48 G a r n ie r , 2 6 G a r r i d o P a l l a r d ó , F . , 18 G a u t i e r , P . , 1 77 G a z ie r , 4 4 G e l z e r , 150 G ents, 140,141,143,144,154 G erard, F., 153 G ericault, 156,170 G irodet , 162 G o e t h e , 8 1 , 8 2 , 8 5 , 9 5 , 9 9 , 1 0 1 , 107, 1 1 0 , 1 1 4 -1 1 8 , 1 2 8 , 1 3 0 , 1 3 2 , 1 4 5 , 1 4 7 , 1 5 6 ,1 7 1 G o l d s m it h , 67 G o t t s c h e d , 6 8 , 9 0 - 9 2 ,1 1 5 G o y , B a u t is t a , 4 3 G o y a , F r a n c is c o de, 176 G r a c iá n , 176 G r a f f , A n t ó n , 9 2 ,1 1 3
G r a n d to n e , 5 1 ,7 9 G ra y , 6 2 ,6 6 ,8 1 G r een , 34 G r e g o r io X V I, 32 G r i m m , 8 4 ,8 5 ,8 7 ,1 5 8 G r o s s , 34 G u e r in , D „ 144 G u il l e r m o oe O r a n g e , 3 4 ,3 3 G u i z o t , 17 5 H allbr, 44, 45, 61, 62, 66, 73, 75, 82, 8 3 ,9 1 ,9 5 ,1 0 3 ,1 0 4 ,1 0 6 ,1 0 7 ,1 0 9 ,1 1 0 , 1 3 1 ,1 3 3 H a n n o v e r , 65 H a r d e n b e r g , F e d e r i c o , 128 (V., t a m b i é n , N o v a l is ) H a rd y, 20 H a r v ey , 79 H a u s e r , H ., 27 H a za r d , P a u l , 87 H e im s o e t h , 119 H e in e , 1 4 3 ,1 5 1 ,1 5 9 ,1 6 0 H e g el , 4 5 ,1 4 6 ,1 6 6 H e r Ac l i t o , 1 6 ,1 7 H e r d e r , 8 5 ,1 0 0 ,1 0 2 ,1 0 5 ,1 0 8 ,1 2 2 ,1 5 1 H i c k e s , 81 H o f f m a n n , 1 0 8 ,1 3 3 , 172 H o h e n z o l l e r n , 83 H o l a n d a , F r a n c is c o de, 97 H o l z b a u s e n , 177 H o m e r o , 6 0 ,9 9 H o u d a r d e la M o t t e , 6 8 H u b e r t , R e n é , 87 H u c h , R ic a r d a , 1 3 6 H u g o , V íc t o r , 7 , 1 0 ,5 0 , 1 5 1 , 1 6 0 ,1 6 4 , 1 6 6 ,1 7 7 H u m b o l d t , Al e ja n d r o , 139 H u m b o l d t , G u i l l e r m o , 1 3 9 , 1 4 6 ,1 4 7 , 1 69 H u m e , 1 57 I n c a G a r c il a s o , 148 I sla, 48 J a c o b o 1 1 ,3 4 J a c o b o 1 1 1 ,6 5 J a n s e n iu s , 3 6 J e f f e r s o n , 31 J e l l in b c k , 110 J o h n s o n , 7 7 ,8 2 ,9 6 J o r g e I de H a n n o v e r , 33, 64, 65, 68 J o u y , 1 57 J uan, sa n , 99
J u a n d e l a C r u z , s a n , 161 J u a n F e d e r ic o , 4 0 J u a n J a c o b o , 72, 74, 77,
123,165 J u n k e r , 87
81, 112, 119, . . .
K a n t , 13, 89,112-114,117,139,156.169 K e i r e , A., 27 K i r c h e r , 107 K ie r k e g a a r d , 4 5 ,1 7 0 K l in g e r , 98 K l o p s t o c k , 90-92,96,99.102,115,116,
124,139-141,153
K o c h , M a x , 155 K o e r n e r , 151 K O h l e r , 136 K o t e , 136
L a f a y e t t e , 156 L a í n e z , 18 L a m a r t i n e , 158,160,164,166 L a m b b r c i e r , 71 L a m o t t e - F o u q u é , 143,144,160 L a n d o , M i g u e l , 33 L a n s o n , G u s t a v e , 27,87 L a r r a , M a r i a n o J o s é d e , 150 L a s C a s e s , 78,154 L a v a t b r , 102,130 L e b é GNE, R., 87 L e f e b v r e , G., 144
I
ppi
rtM
T 144
3941,45,53,62,65,73,74,79, 107,117,141 L e n s , 100 L e s s i n g , 82,89,91-95,99,115,116, 172 L e t o u r n e u r , 77,78 L e ib n iz ,
L e v í, E l i p h a s , 4 8 L e y s e r , 108 L il l o , 64 L i s z t , F r a n z , 10 L o c k e , 36, 41, 44,
53, 55-59, 61, 62, 68,
103,113 L o n g u e v i l l e , d u q u e s a , 1 05 L o p e d e V e g a , 20, 21, 148, Luis, f r a y , 54
162, 176
Luis XIII, 20 Luis XIV, 19,49 Luis XV, 43 Luis XVIII, 154,158,159 L u i s a , r e i n a , 143 L u t e r o , 13,14,89,97 M acdonald, R a m sa y ,
33 181
M a c p h e r s o n , 7 7 ,8 1 ,8 2 ,9 2 M a e st r o de O x f o r d , 77 M acnan, d o c to r , 50 M a i r e t , 21 M alebr a n c h e , 90 M a l le t , 83 M a l t h u s ,4 9 M a n r io u e , J o r g e , 2 0 M anto u x , 64 M a n z o n i, 165 M a r c o s I X , 104 M a r g a r it a d e N a v a r r a , 133 M a r i e , A r i s t i d e , 166 M a r t ín e z , M a r t ín , 48 M a r t i n o , P i e r r e , 158 M á r t i r d e B a s u r a , P e d r o , 15 M a r v e l l , 5 3 ,5 4 M a sso n , 79 M a t h ib u , 44 M a t h i e z , A ., 1 4 4 M a u r o i s , 152 M a u r r a s, 79 M a z a r in o , 45 M e n d e l s s o h n , 17 M e n é n d e z y P b la y o , 6 8 ,9 7 M e r i m é e , 175 M e s m e r , 1 0 7 ,1 0 8 ,1 1 0 ,1 1 8 ,1 3 1 M e t t e r n i c h , 158 M e u n g , 176 M ic a e l is , C a r o l in a , 135 M i c h e l e t , 166 M ig u e l A n g e l , 9 6 M il t o n , 5 3 ,5 4 ,6 0 ,6 8 , 91 M i r a b e a u , c o n d e , 51 MoLifeRE, 5 5 , 7 4 , 9 6 M o n o d , 166 M o n t a g u , l a d y , 1 1 0 ,1 3 1 M ONTCH RÉTIEN, 2 6 M o n t g e r o n , 43 M o n t em a y o r , J o rg e, 20 M o n t e s q u ie u , 9 ,4 1 ,8 6 ,1 0 9 M o r e t o , 21 M o r l e y , W a l po l e , 69 M o r o , T o m As , 31 M o u s n i e r , R ., 1 8 , 3 4 M ü l l e r , F e d e r ic o , 101, 143, 1 4 4 , 154 M u r a t o r i, A n t o n io , 69 M u s s e t , 1 1 0 , 1 6 6 ,1 6 8 N N N N
a poleón,
1 4 6 ,1 5 3 137, 1 3 9 ,1 4 0 ,1 5 3 ,1 7 5 e ib o n , 68 e r v a l , G e r a r d o , 1 6 6 ,1 1 0
ecker,
182
N ew ton , 4 3 , 1 0 6 , 1 0 7 , 1 7 1 N icolai, 1 1 0 N o d i e r , C h a r l e s , 1 0 9 ,1 4 4 N o v a l is , 7 . 6 8 , 1 0 8 , 1 1 0 ,1 1 4 , 1 1 5 , 1 21, 1 2 2 , 1 2 4 , 1 2 6 , 1 2 7 , 1 2 9 -1 3 2 , 1 3 4 , 1 3 6 , 1 4 1 -1 4 3 , 1 4 5 , 1 4 8 , 1 5 4 , 1 6 2 , 1 7 0 , 17 6 O O O O O
l i v e r , d ',
22 F e d e r i c o , 18 r s , E. d ’, 177 p p e n h e i m , 159 r t e g a y G a s s e t , 136 n (s ,
P a blo , sa n , 32 P a g a n i n i , 10 P a i s i e l l o , 157 P a r ís , F r a n c is c o , 43 P ascal, 3 7 ,3 8 ,4 2 ,1 1 7 ,1 3 0 P a u l o V, p a p a , 18 P e d r o , sa n , 85 P e e r s , A l l i s o n , 1 6 1 ,1 7 5 P e l l is o n , 22 P er c y , 82 P e r ic l e s , 32 P e r i e r , M a r g a r i t a , 42,156 P e r r a u l t , 136 P h i l i p s , A m b r o s e , 60, 6 6
PlCAVERT, 177 PlCHOT, 158 P í o II, 32 P l a n t a g b n e t , 65 P l a t t e n , c o n d e , 158 P l a t ó n , 14, 16, 17, 55,
56, 58, 94, 161,
162,175
P l u t a r c o , 26 P o p e , 5 8 , 6 0 ,6 5 .6 8 , 8 1 ,9 0 ,9 9 P r o t h e r o , 69 P r u t z , 110 Q u i n e t E d g a r d , 1 66 Q u i n t a n a , 1 76
R abelais,
133 R a c in e , 3 7 , 3 8 ,4 1 ,9 6 ,1 3 0 R a l e ic h t ,9 7 R echberg , C arolina , 148 R e g u e r a , d e la, 4 8 R e n á n , 176 R ey S o l , 8 9 R eynaud, L., 79,87 R ic h a r d s o n , 67 R i c h e l ie u , 1 9 ,2 0 ,2 2 ,2 3 ,2 5 ,2 7 R i e n z i , C o l a d i, 3 3
R R R R R R R R R R
ig a l ,
23 17 0 o b e r s o N, G r a n t , 6 9 o c h l a m b , 131 o d in , 176 o n s a r d , 19 o s s i n i , 1 0 ,1 5 7 o t h ,G ., 77 o u sse, G era rd o , 43 o u s s e a u , J uan J a c o b o , 5 9 ,7 1 ,7 3 ,7 5 , 7 6 ,7 8 ,7 9 ,1 0 0 ,1 0 1 ,1 0 2 ,1 0 5 ,1 0 6 ,1 1 3 , 1 1 6 , 1 1 8 , 1 2 8 , 1 4 0 ,1 6 3 R ü c k e r t , 151 R u i z d e A l a r c ó n , 148 R y m e r , 69 it t e r ,
S a in t -D e n y s de S a in t - E v r e m o n d , C h a r l e s , 4 1 ,4 5 S a in t - P e r r e , B e r n a d in , 79 S a in t - S im o n , d u q u e , 4 9 S a in t e - B e u v e , 3 8 ,4 5 ,1 2 1 ,1 6 8 ,1 6 9 S á n c h e z A g e st a , 136 S á n c h e z A l b o r n o z , 34 S a n d , G e o r g e , 1 0 ,1 6 8 S a r r a i l h , 177 S a v ig n i, 170 SCALÍGERO, 2 7 S c il l ie r e , 79 S c o t t , W a l t e r , 1 5 1 , 1 5 8 ,1 6 0 S c h e l l i n g , F e d e r ic o G u il l e r m o , 1 1 7 -1 1 9 , 1 2 2 , 1 2 6 , 1 3 1 , 1 4 1 , 1 4 8 , 168 SC H EN K EN D O R G , 151 S c h i l l e r , 1 1 3 , 114, 145, 147, 1 5 1 , 156 S c h l e g e l , G u il l e r m o , 7 , 108, 115, 1 3 5 , 1 4 4 -1 5 1 , 1 5 3 , 1 5 4 , 1 5 6 , 1 6 1 , 1 7 5 , 17 6 S c h l e g e l , F e d e r ic o , 1 0 8 , 1 1 4 , 115, 1 2 2 . 1 3 4 , 1 3 5 ,1 4 8 , 1 6 9 S c h l e ie r m a c h e r , 1 2 1 ,1 1 4 ,1 2 5 ,1 4 1 , 15 8 S c h m i d t , 152 S C H U M A N N , 173 S enancourt, 76 S e v ig n é , 6 8 S H AFTESBURY, 5 9 , 7 9 S h a k e spea r e , 65, 77, 78, 82, 91, 96, 1 5 1 ,1 5 6 ,1 5 7 S h e l l e y , 1 5 1 ,1 5 9 S i d n e y , 21 S lE Y É S , 1 5 6 S is m o n d i, 175 S m i t h , A d am , 6 3 ,8 2 S ó cr a tes, 8 ,7 5
S ó f o c l e s , 96 S p e n c e r , 65,97 S p e n g l e r , J., 49 S p i n o z a , 39,61,73,104 S t a E l , m a d a m e d e , 76,
175
153-158, 168,
S t a h r , A., 97 S t b e l e , R i c h a r d , 3 4 , 58-60 S t e n d h a l , 156,157,160,174 S t o l b e r g , 100 S u e t o n i o , 26 S W E IF , S t E P H A N , 110 S W IF T , JO N A T H A N , 106 T á c i t o , 91 T a l l e y r a n d , 156 T e m p l e , 81 T e ó c r it o , 96 T e r e s a , s a n t a , 162 T e x t e , J., 7 9 T h o m a s iu s ,4 8 T h o m s o n , 60 T ie c k , L u i s , 114, 115, 127, 132, 141, 1 4 4 ,1 7 3 ,1 7 6 T i b r r y , A g u s t í n , 167 T i s c h b e i n , 103 T i t o , L i v i o , 2 6 , 125 T o m á s , s a n t o , 13 T o r r e s V il l a r o e l , 43 T r a il l , 6 9 T u rg o t, 84 T u r n e r , 170 U n a m u n o , M ig u e l d e, 45 U rbano V I I I , 32 U r f é , d ’, 2 0 , 7 1
19
V a l o is , V arnhagen, V b it , D o r o t e a , V elázquez, V erres,
79
VlGNY, 160
V V V V V V
143,144 135 162,176 168,169
, , F r a n c is c o , io l e t , l e D uc, ir g il io , ogt, F ., o l t a ir e , il l e m a in
67 176 54,60,94-96 145 43, 45, 50, 72-74, 78, 79, 86, 92,96,99,160 Voss, 116,140,176 il l o n
W a c k e n r o d e r , 134
183
W a g n e r , 101 W alpob, R oberto , 6 5 , 9 9 W alton, 5 4 Warens, 7 2 W a t t s , I sa a c, 6 7 ,8 2 ,1 1 1 W b is h a u p t , 110 W e i t s c h , J o r g e , 141 W esley , J u a n , 75 W ib l a n d , 9 0
W W W W
in c k e l m a n n ,
6 5 ,8 2 ,9 3 ,9 5 ,1 7 6 7 9 ,1 0 4 ,1 0 7 o r d s w o r t h , 1 3 9 , 1 50 y c h e r l e y , 55 o lf,
Y oung, 6 7 , 6 8 , 7 9 , 9 7 , 1 3 2 Y riarte , 1 7 6
Zumpb, G., 149