José María Mardones
La vida del símbolo La dimensión sim bólica de la religión
Sal Terrae
TfrreseiiciaA f t e o ló g ic A
Presencia Teológica
Siempre ru é toes regiones profunda.1: en su rotación con nliu. m u a realidad o con el sentido de la vida, el ser hOrroro 'ocurra ni i'in bolo, bl símbolo ros hoco ucees ¡a le las cosas ausentes o iitipnailile» de percibir: ría ahí que scu el ter'eno preferido dol mundo li> no sensible en todas SUS lomias: dasre la interioridad o ol Iiii.omm l«'i lo hasta las cuesti míos cu sentido. No es extraño que ol arte y ln rali yióri sean los reinos del símbolo. kn la actúa sociedad del mercada de sensaciones, el almlioln está en peligro. I a proliferación de imágenes que todo lo quiienioii exponer mata el simbolo. S n embargo, más que nunca mineada moa recuperar el simbclo pura que la vid a no SC bendice, ol punan miento -oropa la cáscara de le superficie, y la religión soa nnlóniica mediadora de Misterio. La religión cristiana osla emplazada a revito Iizo r su dimensión Simbólica para ser verdaderamente eacuela de acceso el Misterio do Dios y luente de humcmitac un en esta sociedad y culluru. Toda unn tarea de recreación del imaginario, del hahlBr, vivir y celebrar, sin la cual la vida creyente languidecerá o huirá hacia formas escapistes. Ll presente ensayo aborda estas cuestionas cc forma sugoronte y asequible. Mire la realidad cultural y religiosa desde esta porspec tiva del simaolo y ofrece razones para empañarse en una recupere ciól de la densidad do vida qcs palpita en al símbolo.
JosC Map a Maujuni -s es investigado’ en el Inslituto de Filuaotiu ilnl CS'C ¡Madridl. Atanto a los problemas que suscitan la sociedad y la Culturo modernas en relación con el cristianismo, ha publicado en esta editorial: Postmoriarnidad y cristianismo 11995. 2* cd.J, Capita llsmo y religión. La religión política neoconservactora «1991.1, Fe y PoHtiu, (1993), ¿Adonde va la religión?!. 1996), Síntomas de un rotor )W. La religión eo el pensamiento actual (19991. Sus últimas pvhli C3 Clones bao sido: El (iiSCuiso religioso de la modernidad HabC/Ouis y la religión (Antltropus, 19981, El retomo dol rnilo. La racionalidad mita-simholica (Síntesis, 20001, En el umbral de! mafia na. £I cristianismo da) futuro (Pro. 20001.
r
LA VIDA DEL SÍMBOLO
JOSÉ MARÍA MARDONES
S.il IVii.it
i ‘SHV 84-292 '473 2
9
8ÍWi¡i 3* 4 r 3 1"
m
C o le c c ió n « P R E S E N C I A T C O I l K . I C A »
123
i
Jóse María Muidenes
La vida del símbolo La dimensión simbólica de la religión
Editorial SAL Tb&RAE Santander
V ÁIKU hv lix¡r. M ' M urtones
:'•■• ivJjiuriji Su] Tonv.j I \ >1¡tíi it tu ¡Ir Kuot. i*ui¿cl
r
I ¡>x: *M" W >UI sjherrín-:■*sulleTT.v' es \;ilte*n:irt lis
Gni l.is ¡Minias licencia*
linimu) e.r>/.tiWPr'. í'i 'finví i/' IS IiV X4 ?>.! M ? V J IJ-fi. Irfirnl: Ü I-IU IP JU
Hiinii:-ii|ii;* riiirr Su V.rnu: .S¡iii¡;jkIí : Ti i|mo.v ;¡i
MilbiK'
índice
¡tun.tSurrú’n ..........................................................................................
O
I. Er. o-vttxv un .símkmio tN laíaliura i>i. i.a jmacíev . . . . 1. Situación ¡icunl: IMvdoimniD Je la imagen y anemia sim bólica................. 2. La ivimoclusia Je la cnlrmn occidental.............................
17 19 33
U. Las ra: ser a tripula! vamente sim bólico.................................
53 5"? VI
UI. El aEiNO i>n. sfvnor n .......................................................... 80 5. El símbolo i\ í I¡}íh'Mi .......................................................... 01 6. La religión, cxpcmncia de encuentro simbólico............. 100 iv; Las mAMrAS nr.T.K.iossA i>u m'mkiiio ....................................127 7 Lo r.u. i}m bihicit en ttífteiUxKfi.............................................265
Introducción i La justificación de este ensayo sobre la dimensión simbólica de la reli gión tiene fundamento en la importancia misma de la cuestión que se aborda y en su actualidad. ¿Cómo se explica que una y otra vez, frente a las condiciones secu lares que parecen arrumbar la religión en el rincón de lo irracional, envejecido o sobrepasado, resuija por los senderos más inesperados la fascinación por lo sagrado y el encanto del Misterio? ¿Por qué no se reduce nuestra vida a lo que nos dicen los ojos y palpan nuestras manos, alargadas y potenciadas con los extraordinarios medios cientí fico-técnicos? ¿Por qué persiste el atractivo de un encuentro con «un no sé qué que se alcanza por ventura»? Nuestro tiempo sabe bastante de indiferencia y de incredulidad. También de la credulidad que busca en neo-misticismos y neo-esoterismos la compensación a la desertización del sentido, la pérdida de identidad y la carencia de hogar de una sociedad postrevolucionaria y neoliberal. Con características que son propias de este momento cos mopolita y localista, relativista y funcionalista, cibernético y de degus tación de sensaciones, indiferente y crédulo, nos encontramos con dos de los problemas o tentaciones con que se debate permanentemente la experiencia religiosa: por una parte, el objetivismo racionalista; por otra, el subjetivismo ingenuo. El objetivismo no ve la posibilidad de un encuentro con un Dios ausente hasta la desaparición, o tan alejado en una trascendencia absoluta que no entra en relación con el ser huma no. El subjetivismo de un «pietismo tradicional» o de nuevo/viejo cuño a través del neo-misticismo «New Age» o de formas difusas de la reli giosidad, descubre fervorosa y afectivamente la cercanía del Misterio de Dios en la experiencia interior, la meditación, la contemplación de la naturaleza: una suerte de vivencia místico-oceánica de la vincula ción con el todo cósmico, la inmersión en la conciencia universal, etc.; una experiencia de tipo subjetivo y psicologizante que proclama el encuentro personal y directo con lo divino.
10
LA VIDA DEL. SÍMBOLO
Ambas tendencias religiosas de nuestro tiempo están presentes en nuestro cristianismo actual. El objetivismo, que, más que de engrei miento crítico y racionalizador, es de un acartonamiento sacramental o de un institucionalismo ritualista y repetitivo, tiene el convencimiento de la posesión de Dios. De ahí que haya perdido la sana distancia y el respeto por el Misterio. Ha terminado teniendo tan claro y tan accesi ble lo divino que se ha reducido a ser una religiosidad como mera «administración de lo sagrado». Existe también la reacción fervorosa de lo que algunos han llegado a denominar «la reforma de los nuevos movimientos eclesiales», que tocan el Misterio con la ingenuidad de quien puede prescindir de la prudencia crítica y las reservas clásicas frente a los excesos del corazón. Desecación y fervor nos confrontan hoy con la necesidad imperiosa de recuperar el Misterio de Dios, la experiencia y encuentro con Él, y de no traicionarlo. La llamada a potenciar el símbolo camina por esta tarea siempre necesaria cuando tratamos con Dios, que se hace urgente cuando constatamos la caren cia o desecación repetitiva de unos y el exceso entusiasta de otros. La recuperación del símbolo es una labor de mediación adecuada y nece saria. La salud de la religión depende de la vitalidad con que se vivan los símbolos religiosos. La fe es, ante todo, una vida que se nutre del universo simbólico religioso.
2 Si miramos hacia la situación social y cultural de la época, tanto por el camino de la lejanía de Dios como por el de la cercanía y la intimidad, hay atisbos y preguntas que nos fuerzan a plantearnos la relación con el Misterio de Dios. Cuestiones que interrogan la presunta posibilidad de la relación y el encuentro con Dios, como también el modo adecua do de su realización. Al final «la cuestión religiosa» se juega, al menos, a dos bandas: mira hacia la problemática misma del encuentro con Dios y también hacia el contexto socio-cultural donde se realiza. Estamos permanentemente necesitados de abordar y «traducir», como ya vio Paul Tillich, la apertura del ser humano al Misterio. En esta tarea discemidora de la posibilidad y modo del encuentro con Dios en la particular constelación de nuestro momento, descubri mos, como ya hicieran los padres de la sociología de la religión, que la problemática religiosa es un lugar muy sensible y apto para advertir los problemas de nuestro tiempo. Al planteamos el problema de Dios, se
INTRODUCCIÓN
11
nos manifiesta claramente lo que desde otras perspectivas viene sien do denunciado como una deficiencia de la modernidad: el olvido del símbolo. La modernidad tardía que vivimos nos ofrece una y otra vez tanto el ocultamiento del símbolo como la pugna por su presencia. De ahí que asistamos tanto a su sofoco y asfixia como a su deslizamiento por todas las junturas de la realidad y el pensamiento. La modernidad ha tenido la tentación de erigirse sobre una experiencia y una razón sin mediaciones. Quería tener acceso directo a la realidad, a toda la reali dad, y sospechaba de las presuntas referencias o relaciones con reali dades invisibles o imposibles de dar cuenta de forma empírica y lógi camente constatable. Sabemos los extraordinarios logros científicotécnicos y económicos que ha proporcionado esta visión. Y los benefi cios prestados a la misma religión desvelando supersticiones piadosas, subjetivismos ingenuos y racionalismos que creían tener a Dios al alcance de la mano. Sin embargo, palpamos también hoy sus unilate ral idades y patologías. La experiencia de deshumanización y barbarie de una modernidad que ha producido, literalmente, montañas de cadáveres ha puesto en entredicho la racionalidad de esta lógica. Alguna infección o cáncer le aqueja cuando produce tanta necrofilia. Los hechos mismos han con ducido a un cuestionamiento de la experiencia y del pensamiento dominante. Claro que la contrarreacción viene de lejos: en la misma modernidad existió siempre el rechazo hacia este reduccionismo de la experiencia y el pensamiento. Las tendencias genéricamente denomi nadas «románticas» quisieron ser un correctivo a este estrechamiento experiencial y racional. Cercana a nuestros días, pero hundiendo sus raíces en movimientos anteriores, ha surgido una sensibilidad cultural que, desde ángulos diversos, presenta una confrontación con la tenciencia dominante de la modernidad. Se llamen tendencias críticas que denuncian la dialéctica de la Ilustración, fenomenológicas, hermenéu ticas, dialógicas o postmodemas, asistimos a un cambio de clima que se posiciona frente a la pérdida de dimensiones de la razón y la expe riencia en nuestra denominada modernidad. En este contexto hay que ubicar lo que podríamos llamar la reacción o giro simbólico. Se trata de redescubrir dimensiones de la razón y la vida humanas que van más allá de lo presente, empíricamente visible o constatable y lógicamente formulable. Se advierte la necesidad de tener en cuenta esas dimensiones para dar razón de la misma realidad y poder llevar una vida humana digna y sana. Descubrimos que vivimos frente a -o rodeados por- una realidad enigmática, misteriosa: lo que Wittgenstein
12
LA VIDA DEL SIMBOLO
denominaba «lo místico»; y que precisamos entrar en ese territorio con decisión y cordura. Y para cobijar al misterio y traspasar las fronteras de lo dado necesitamos la mediación racional del símbolo. La recuperación del símbolo se torna, por tanto, tarea de humani zación. Si queremos superar el estrechamiento racional y vital que con dujo a la barbarie del siglo xx y que todavía está presente en la exclu sión social de un sistema único del funcionalismo globalizado del mer cado mundial, tenemos, entre otras cosas, que recuperar la capacidad de superar este instrumentalismo deshumanizador. Si queremos ir más allá de planteamientos economicistas y técnicos y recuperar la sensibi lidad humanista en pro de la defensa de la vida, contra el sufrimiento y la muerte, tenemos que profundizar en las raíces morales y espiri tuales. Hay que abrirse a algo más que la mera degustación del merca do de sensaciones. Tenemos que rescatar la experiencia del misterio que nos conduzca hacia la potenciación y apertura de los espíritus al Misterio. Necesitamos la racionalidad simbólica. Estamos de acuerdo con Ch. Taylor cuando ve el problema de la creencia en esta modernidad tardía, postrevolucionaria y neoliberal, más en los obstáculos morales y espirituales que en los racionales o epistémicos. La indiferencia ramplona de nuestra sociedad occidental tiene más de cierre oclusivo de la mente y la sensibilidad que de razo namientos y argumentaciones frente a la religión. Hay más incompati bilidad religiosa en las prácticas de la vida consumista y trivial de nuestra sociedad de la información y del mercado que en las razones y argumentos de los intelectuales. Urge, por tanto, recuperar un tipo de vida y experiencia donde la profundidad a que abre el simbolismo rompa la estrechez práctica de nuestra civilización. En el momento socio-cultural e histórico actual, una propuesta de recuperación del símbolo no puede por menos de ser una demanda práctica: se trata de una propuesta contracultural y crítica. Más en con creto, la tarea cristiana de recuperación del símbolo responde a un empobrecimiento de la cultura y práctica del símbolo dentro y fuera de la Iglesia. Recuperar el símbolo quiere decir, finalmente, cambiar de estilo de vida.
INTRODUCCIÓN
13
3 Muchos de nuestros escritos anteriores transmiten la preocupación por las funciones sociales de la religión. Hemos procurado estar atentos al papel social y cultural de la religión en esta modernidad que nos toca vivir. Así mismo, hemos tratado de escuchar las llamadas y los retos, los signos de la época, que le suscita a la fe cristiana la misma situa ción socio-cultural en que nos encontramos. Sin embargo, hasta ahora habíamos tratado escasamente la dimensión simbólica de la religión. La ocasión propicia para ello llegó con ocasión de un ensayo sobre la dimensión mito-simbólica de la racionalidad. El análisis socio-culiural y las unilateralidades de la racionalidad actual fueron abordados en El retorno del mito (Ed. Síntesis, Madrid 2000). Allí intentamos atender algunos aspectos de la racionalidad mito-simbólica y su revitai ización en el contexto actual. Este estudio nos predispuso a dar el siguiente paso que ahora damos: atender a la dimensión simbólica en uno de sus ámbitos más expresivos, el religioso. Toda religión es un universo simbólico. Si no tenemos en cuenta esta dimensión simbólica de la religión, se nos escapa el aspecto más fundamental y penetrante de la religión. No se explica su presencia y persistencia, sus formas implícitas o difusas, aparente o realmente nuevas o revitalizadas, recorriendo prácticamen te todos los senderos de lo humano. Estamos convencidos de que, o se comprende esta dimensión simbólica de la religión, o no se compren de nada de las manifestaciones religiosas. Por esta razón es importan te hacerse cargo de esta dimensión tan humana y tan central para la religiosidad. Nos parece, además, que estamos viviendo un momento en el que, entre otras recuperaciones, hay que revitalizar la dimensión simbólica en el cristianismo, si éste quiere responder a los retos de la sensibili dad actual y, sobre todo, ser fiel a sí mismo. Uno de los aspectos de la anemia espiritual de nuestros días pasa por la escuálida delgadez de lo simbólico. Sin recuperación de las dimensiones simbólicas, evocado ras y sugeridoras de Misterio, trascendencia, profundidad... no habrá un cristianismo vital, escuela de fe y educación en el trato jugoso con el Misterio. Todo quedará en repetición ritual o en moralismo más o menos actualizado. Un cristianismo sin vitalidad simbólica será un cristianismo quizá con cierta fuerza institucional, pero sin capacidad inquietante ni suge ridora. Será hijo del ritual, pero sin oxígeno renovador ni impulsor. Tendrá la consistencia de la organización, la buena administración y la
14
LA VIDA DEL SÍMBOLO
burocracia y hasta la sofisticada conceptualización teológica, pero carecerá del dinamismo y el gozo que apunta y vive del Misterio. Tendremos una fe rígida, carente de la esperanza y el futuro, de la ce lebración y la fiesta, de la amplitud de sentido y la expansión de la existencia. 4 La estructura del ensayo es la de una «pulsera simbólica» en seis par tes de dos capítulos, excepto los dos últimos, que rompen esta lógica. La Primera Parte comienza presentando la situación de nuestra cultura occidental con respecto al símbolo. El predominio de la imagen es un mal presagio para el símbolo: la imagen suplanta al símbolo. De hecho, la historia de la cultura occidental se mueve en la ambivalencia de la aceptación y el rechazo del símbolo. En la Segunda Parte, tras el pór tico de situación, se trata de ir a la búsqueda de las raíces del símbolo: una planta que crece allí donde aparece y vive lo humano, en cual quiera de sus manifestaciones, con un mínimo de hondura. Estas dos primeras partes son preparatorias y, si se quiere, justificadoras de lo que viene más tarde. La Tercera Parte entra propiamente dentro del campo simbólico y el espacio privilegiado de lo religioso. Éste es el reino del símbolo. La experiencia religiosa está mediada por el símbolo. Sin símbolo, o bien no hay religión, o bien ésta desvaría y se despeña por los acantilados del objetivismo posesivo o racionalista que liquida el símbolo o del subjetivismo que pretende saltarse las mediaciones simbólicas. Estas trampas que permanentemente acechan a la religión en su trato con el símbolo son abordadas en la Cuarta Parte. La Quinta Parte analiza la vida que palpita en el símbolo; es decir, aborda tres aspectos donde el símbolo desempeña un papel relevante en la creencia cristiana. Tanto en los sacramentos o acciones rituales del encuentro con Dios como en la idea misma de Dios y en la creencia en el más allá -por reducimos a los tres ámbitos más evidentes-, el imaginario y el despliegue sim bólico tienen un peso importante. La fe cristiana se despliega ahí con figurando un universo simbólico que es el propio del modo de vivir el cristianismo o, al menos, de una tonalidad cultural del mismo. La «pulsera simbólica» tiende a cerrarse volviendo de nuevo hacia el lado cultural de la situación simbólica en medio del pensamiento actual y del denominado «paradigma emergente». La tarea y el desafío social y cultural de la recuperación del símbolo quedan así claros en un
INTRODUCCION
15
momento que solicita un «giro simbólico» para sanar su anorexia tanto social y racional como religiosa. El ensayo quisiera servir de ánimo y estímulo para una revitalizaeión del símbolo tanto en nuestra vida en general como en la vivencia del Misterio de Dios dentro de la fe cristiana. Sin esta recuperación simbólica, dudamos mucho de la salud cultural y religiosa de nuestro tiempo. El símbolo es vida y remite a la Vida: desea que lo Invisible en nosotros llegue a ser también realidad. Entonces cesará el símbolo, y veremos sin enigmas, cara a cara, el Misterio que nos sustenta y nos busca. Hasta entonces, vivimos en el ámbito del símbolo. El título del ensayo sigue de cerca una sugerencia del amigo y cole ga argentino Santiago Kovadloff. Agradezco también a Agustín Maíz, Carlos Mendoza y Javier Ruiz Calderón la lectura del manuscrito y sus ideas y críticas, que, sin duda, han mejorado el resultado final.
I El
o l v id o d e l s ím b o l o
EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
lil símbolo es un tipo de conocimiento y aproximación a la realidad invisible, a la realidad no disponible ni a mano. Immanuel Kant nos dirá que «símbolo es una exposición indirecta y analógica de lo que nos transciende». El símbolo es el reino de la sugerencia, la evocación, la metáfora, la indicación. Nos hallamos en el ámbito de lo no poseí do, de la realidad que se evoca y nunca se agota. De ahí que nos enconiremos en medio de la imaginación creadora. El símbolo es el lengua je de la trascendencia. Tiene la capacidad de ser exposición en lo sen sible de nuestros atisbos del Misterio. Diríamos, a lo Wittgenstein, que el símbolo trata de hacer accesible lo inaccesible, apalabrar el silencio de lo inefable, dar cobijo a la trascendencia. El símbolo quiere unir lo i(>to y fracturado, tender un puente sobre lo separado y situado en dos ámbitos diversos; por esta razón, es expresión de encuentros y desenenentros. Se comprende que el símbolo transite especialmente por el mundo del arte y de la estética, de la psicología profunda y de la reli gión, y que aparezca, a los ojos de la razón lógica y argumentadora, como nebuloso y ambiguo. El sentido simbólico, que suele adoptar fre cuentemente la forma narrativa, expresa la intuición de una dimensión o profundidad de lo real que ni la percepción sensible ni el principio de no contradicción ni el razonamiento argumentativo o de causalidad lle gan a medir ni a explicar. El pensamiento, actualmente, ve el símbolo presente en todo lo humano y creativo, llámese ciencia o poesía. La existencia humana más mediocre está plagada de símbolos. Las creaciones más poderosas
18
LA VIDA DEL SÍMBOLO
del espíritu humano responden a la inmersión profunda, imaginativa, en las raíces de la vida. Cuando se desea penetrar en lo secreto de la realidad, sólo se logra por el camino del símbolo, de la imagen, del mito... Antes de adentrarnos más en el análisis del símbolo y su funciona miento, queremos explorar la situación cultural y religiosa actual en relación al símbolo. No son buenos tiempos para el símbolo, a pesar de vivir bajo el aparente triunfo del imaginario y de la imagen, si bien hay signos de recuperación. Una mirada rápida a la evolución occidental nos descubre que nos las vemos con viejos resabios: la historia de la cultura occidental está marcada por la paradoja del amor/odio, fascinación/rechazo con respecto al símbolo Esta misma situación se refleja en la religión. El cristianismo, que tan profundamente ha marcado la cultura occidental, cuyas huellas, a su vez, lleva impresas, refleja la ambivalencia y los vaivenes de la veneración y el desprecio de la imagen, del imaginario y del símbolo. La misma vivencia y reflexión religiosa refleja tanto el rechazo del símbolo como su valoración. Prestaremos atención a este proceso de olvido del símbolo mediante la pretensión racionalista objetivadora, como su mal uso en los pietismos y subjetivismos ingenuos.
1
Situación actual: predominio de la imagen y anemia simbólica Vivimos una situación paradójica: cuanto más crece el imperio de la imagen en nuestra sociedad y cultura, tanto más se adelgaza la presen cia del símbolo. Parecería que el símbolo, algo que remite a algo disliuto, el establecimiento de puentes con la otra orilla de lo presente, se corla cuando predomina la apoteosis de la presencia, es decir, la ima gen. El símbolo vive de la evocación y sugerencia de lo ausente. Por esla razón no se lleva bien con la pretensión de exhibición total de la civilización de la imagen. Reparemos brevemente en esta aparente paradoja, que no es sino nn desvelamiento de la lógica, las contradicciones y empobrecimienlos de nuestra actual cultura de la imagen. Un análisis de la misma nos lleva directos hacia la constatación de la anemia cultural y la postula ción del símbolo como remedio. El predominio dictatorial de la ima gen en nuestro mundo se puede leer como el indicador de una deca dencia de la palabra y, más allá, del símbolo. Las consecuencias e inte rrogantes son numerosos, pero la primera de dichas consecuencias es la opresión simbólica por la imagen. I. El imperio de la visión Id enorme desarrollo de la fotografía, la cinematografía, la televisión, el vídeo y los actuales y pasajeros videocasetes y videodiscos (dvd) en nuestra civilización occidental es la expresión de una marcha impara ble hacia la visualización total de la realidad, «la civilización de la ima gen»1. Una especie de secreta lógica recorre la ciencia y la técnicaI I
Cf. G. D urand, L o imaginario, Ed. Del Bronce, Barcelona 2000, 17.
20
LA VIDA DEL SÍMBOLO
modernas, manifestando una búsqueda de la verdad que se quiere exhi bir ahí delante. El ideal perseguido es poder expresar lo que hay en la realidad, de tal manera que sea visible. De ahí el despiece analítico de la ciencia, en un afán por poner de manifiesto qué es lo que ocultan las presuntas entrañas de la realidad química, física, matemática. La racio nalidad moderna avanza hacia una descomposición analítica que, en el fondo, quiere evidenciar, visualizar, el secreto guardado por la reali dad. La pretensión es sacar a la luz de los ojos, de la imagen retiniana, las cosas tal como son. El análisis de la ciencia como camino de acceso a la verdad vive de una lógica que se suele adscribir a Aristóteles: consiste en el razona miento binario, dialéctico, que propone dos alternativas que excluyen la tercera. La verdad se alcanza en una argumentación que presupone una «imagen» o «visión» mental de la verdad clara y distinta. Este car tesianismo, como posteriormente se ha denominado, está inserto en la lógica de la experiencia de los hechos y la certeza del silogismo. Es patente la incompatibilidad con otro tipo de pensamiento, como el sim bólico, referido a una realidad «velada», menos lineal y con una lógi ca no binaria ni excluyente de terceras soluciones. También la teoría del conocimiento ha estado regida por el ideal de la imagen. Conocer era reproducir en la mente la realidad. Una espe cie de espejo de la naturaleza2, dirá R. Rorty, que había que pulir bien, evitando que se rayara o perdiera su tersura y brillo por culpa de la con taminación, para que nos diera razón de lo que existe . Conocer era reproducir la realidad tal como es, poseer la imagen adecuada y correc ta de la realidad. Posteriormente, con el avance tecnológico, a la metá fora del espejo de la naturaleza le ha sustituido la de la fotografía: el conocimiento sería como una cámara fotográfica que registrara con pulcritud, neutralidad y detalle todo lo que tenía delante, es decir, todo lo que conocía. La historia de la teoría del conocimiento ha sido la des trucción creciente de estas concepciones que se han tornado ilusiones. No hay tal espejo ni tal cámara fotográfica; el conocimiento humano es más complejo y menos mecánico. El mismo sujeto, como el entor no social y cultural, y hasta la situación, introducen en nuestro apara to conceptual muchos elementos que hacen poco fiable la representa ción del conocimiento por medio de un espejo o de una cámara foto gráfica. Ni siquiera la cámara de vídeo o cinematográfica puede expre sar ese secreto anhelo de conocer, es decir, de reproducir en imágenes lo que tenemos delante tal como es. Sabemos que existe el encuadre, 2.
Cf. R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid 1983.
EL OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
21
l;i perspectiva, y que todo lo más obtenemos visiones de la realidad. ( ada pretendida imagen de la realidad es una visión. Pero, aunque el pensar sobre el pensamiento ha ido destruyendo nuestras ingenuidades, ha persistido de modo coriáceo el anhelo mismo. Conocer ha de ser, de alguna manera, lo mismo que ver la rea lidad. La imagen ha quedado como el paradigma del conocimiento. La Icoría, el saber, se ha de asemejar al ver. En el fondo del ideal griego del conocimiento subsiste y se nos ha transmitido este ideal del desve lamiento y de la imagen. Somos una civilización presidida por el anhe lo de ver conceptualmente, y de ver cuanto más y más claro, mejor. De ahí la autoridad de la imagen, que vale más que mil palabras, o el valor que se le concede al testimonio del ver. Hemos llegado así hasta la actual apoteosis de la imagen. Todo se quiere decir, contar, expresar en imágenes. Hasta el punto de que lo que no existe en imágenes no existe en la realidad. La imagen se ha entronizado de tal manera que se pone en el lugar de la realidad y la sustituye. Esta tergiversación de nuestra cultura de la imagen, tan denostada y criticada por J. Baudrillard3, ha colocado la simulación, el grado más ínfimo de la ilusión, en el lugar de la realidad. La era de la simulación es el triunfo del simulacro sobre la objetividad. Por este l amino, la verdad queda suplantada por la apariencia. Un doble de la realidad que la sustituye. Una primera impresión quizá estuviera creyendo que la civiliza ción de la imagen significa una especie de entronización de la imagi nación. Pero es todo lo contrario. El movimiento que estamos'descri biendo señala el proceso de devaluación de lo imaginario en general y de lo simbólico en particular. Son los hechos y la exacta reproducción de los mismos y la férrea lógica los que nos pueden dar la realidad tal cual es, no la imaginación, que, como dirá S. Freud, nos revela las intenciones mágicas que habitan los niveles más profundos de nuestro ser. Devalúa también al imaginario el alud de imágenes y de publicidad que suplanta a la realidad y que hace pasar por real la simulación. Ouedamos enredados en un sistema de permuta de meros signos que no tiene más referente real que el que proporciona el mercado y el con sumo. El ser, en estos tiempos del capitalismo consumista, equivale al parecer. La vitualidad mediática traga a la realidad. El homo virtual, t.
Cf. J. B audrillard, El paroxista indiferente. Conversaciones con Ph. Petit, Anagrama, Barcelona 1998; Id ., Pantalla total, Anagrama, Barcelona 2000.
22
LA VIDA DEL SÍMBOLO
que vive de la permuta consumista, no tiene que imaginar ni evocar nada; sólo asimilar las sensaciones que le rodean. ¿Dónde queda aquella realidad más allá de lo que se ve? ¿No es la cultura de la imagen, ya desde su origen, un peligroso enemigo del imaginar y un olvido del oír y del escuchar, del dar cuenta de lo que no se tiene a mano ni se dispone bajo el control visual? ¿No hemos con fundido el ver interior con el exterior ? ¿No hemos olvidado la lección poética y de la sabiduría, que representa la realidad sin despojarla de su profundidad y misterio? Sin duda, el resultado más peligroso de este proceso enaltecedor de la imagen, que llega hasta la suplantación de la realidad, es que ya en el camino habíamos perdido la realidad misma. Antes del simulacro tan fustigado por Baudrillard ya habíamos entrado en el camino de la suplantación de la realidad por su superficie. La ciencia-técnica ya se había emborrachado de éxito y había creído dar cuenta de la realidad mediante una aproximación especular a la superficie contante y sonan te de las cosas. Este funcionalismo instrumentalizador de la realidad, que tantas aportaciones ha dado a la sociedad y al ser humano, desva rió al creerse el dueño de la realidad toda. Confundir la manipulación de las cosas con la posesión de su realidad o verdad ha sido el pecado de esta modernidad tardía. La era de la virtualidad o simulación no es más que la consecuencia natural de un proceso iniciado en el momen to mismo en que se intentaba ver la realidad analíticamente, por medio de la ciencia y sus aplicaciones técnicas. 2. El vaciamiento de la interioridad El predominio de la cultura de la imagen nos ha saqueado la interiori dad. El anhelo de verlo todo ha conducido al intento de mostrarlo todo, incluso el interior del sujeto. Se quiso sacar a luz la introspección, y ésta se convirtió en exhibicionismo. De nuevo, cuando el decir, el mos trar, no respeta la dimensión de inefable que el mismo ser humano posee, se descalabra y sustituye la evocación y la sugerencia de la interioridad por el detalle o la mostración de lo pudibundo. La caren cia de cuidado en salvaguardar el rastro de misterio del ser humano y su interioridad ha desembocado en la trivialidad. Se pretende, por el método de describir y mostrar ciertos aspectos escandalosos del sujeto humano, que ya hemos desvelado su secreto. Hemos confundido el misterio con lo oculto. Sucede como con ciertos programas de televi sión, que dan la impresión de que desvelan el secreto de los individuos
EL OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
23
porque tienen una cámara indiscreta que lo siguen y persiguen día y noche a todas partes. La exterioridad de la imagen del individúo se naga su interioridad. Sin embargo, el éxito de tales programas está indicando la sed de misterio entrevista en el acercamiento al otro, la incapacidad de nuestro tiempo para una comunicación en profundidad a ese nivel y el aprovechamiento y la explotación frívolos, por parte de los mass-media, de un aspecto fundamental del ser humano. Vivimos una era del «voyeurismo», nos hemos convertido en «mirones», como ya supo ver A. Hitchcock, que espían la vida del otro. Sin duda, como decíamos, existe ahí la huella de una fascinación y misterio que es el otro, pero también indica la carencia de conoci miento de nosotros mismos y la pobreza de las relaciones con el otro, que no penetran más allá de la piel de lo trivial. La falta de profundi dad interior desata la sed de conocimiento de ese continente oculto, f ascina esa interioridad; y, sin embargo, no tenemos paciencia y cui dado para penetrar en las regiones delicadas y sagradas de los demás. (Quisiéramos ver ese interior, no dejar que se desvele. Ansiamos -viejo anhelo- conocernos y conocer a los demás, y no damos tiempo ni dedi cación a esa tarea tan exquisita. Se sustituye el conocimiento de la inte rioridad, siempre indirecto y tentativo, por la iluminación violenta de las imágenes de los comportamientos oscuros del ser humano. Así, las imágenes recogen asesinatos o suicidios delante de las cámaras, y la pornografía muestra hasta el último detalle anatómico, pero en vano, porque no se recoge nada del secreto del sujeto; antes bien, se sustitu ye su fascinante inefabilidad por las dimensiones más animales. La cultura de la imagen, que no sabe restringir su aparente claridad y mostración total incurre, en el error del vacío. En vez de mostrar al sujeto, fotografía sus partes pudendas. Aquí mismo se señala la nece sidad de otra aproximación que muestre ese interior por otra vía. La claridad en la profundidad camina por otros vericuetos que los de la imagen. La imagen que intenta expresar todo y no permite la distancia de lo inefable incurre en la materialización de todos los deseos. Una sueric de hiperrealización que termina en la alienación. El sujeto, la per sona, está toda ahí, plenamente, claramente, virtualmente, pero no verdaderamente. Quizá hoy vivamos un nuevo giro sociocultural en el ver/mirar mediático: ya no somos observados por el «Big Brother» orwelliano; ya no es la tiranía del sistema o de una élite desde una torre de control la que observa todos nuestros movimientos y nos dirige; ahora nosoiros, los individuos, miramos al «Big Brother» atentamente, ávida-
24
LA VIDA DEL SIMBOLO
mente, a fin de obtener algo de él. Asistimos a una creciente coloniza ción de lo público por lo privado. Lo público es la gran pantalla donde se proyectan y exhiben las preocupaciones, las confesiones, las intimi dades y los secretos privados. El espacio público es vaciado, desapare ce. La necesidad de mostración de la interioridad denuncia la pobreza de humanidad, sentido y relación de nuestra sociedad y de las mismas personas. Se ansia el sentido, el encuentro interpersonal, y carecemos de entrenamiento y hasta de medios para procurarlo.
3. Al fondo, el mercado La imagen está al servicio de las relaciones comerciales. En nuestra sociedad, la publicidad recurre a toda la simbología, incluida la reli giosa, para colocar su producto. Se saquea la simbología tradicional para usarlo como acicate, conmoción o estímulo del consumo. De esta manera, Afrodita sirve en una gala de Loewe, como los ángeles en la de Verino; se ironiza con los rituales budistas para hacer publicidad de Citroen, igual que el diablo tienta en las páginas amarillas o en los turrones El Almendro. Nada detiene al interés publicitario, es decir, comercial, para provocar al espectador, retener su atención e incentivar el consumo. El símbolo se degrada hasta ser el guiño de un perfume, y las figuras controvertidas de la mitología cristiana descienden al nivel irresistible del sabor de un helado. El desarrollo del mercado global hace posible un mercado mundial de la industria cultural: el mismo programa de televisión y la misma película pueden verse o estrenarse simultáneamente en todo el mundo. El fútbol se ha convertido, como dice E. Hobsbawm, en el «símbolo de la global ización»: es el entretenimiento planetario, con equipos y juga dores -verdaderos divos que sustituyen a los de otrora: cantantes de ópera o artistas de la pantalla- que están más allá de la fronteras na cionales. Esta cultura de masas globaliza las modas, los gustos, los sabores, la música pop o rock, hasta un punto impensable. Crea un sin cretismo mundial, con innegable predominio americano, donde se combinan las diversas tradiciones musicales, degustativas o de moda. Es rápido y cambiante, funciona a ritmo de video-clip. Genera una ico nología planetaria: iconos globales ligados a la cultura popular y de masas. Andy Warhol ya intuyó que Marilyn, Mao, Che Guevara o las sopas Campbell eran las imágenes planetarias. Imágenes cambiantes, cuya simbología es temporal. La muerte de Lady Di produce una con-
El. OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
25
moción mundial, pero pasa enseguida, y al cabo de dos años apenas es va una nota circunstancial en los periódicos. l isie uso comercial y degustativo de la imagen -meros signos o simulacros con valor meramente connotativo, diría J. Baudrillard-, en ve/ de apelar a la sugerencia y evocación de lo que cae a la otra parte de la realidad a mano, nos interpela más bien en nuestro cerebro de icpiil instintivo: quedamos presos de la imagen de la realidad y con ducidos al mundo del mercado. Tiene razón G. Lipovetsky4 cuando almna que hoy existe una nueva estrategia que destrona la primacía de las relaciones de producción: la apoteosis de las relaciones de seduc ción. Trabajo socio-psíquico que transforma la realidad y sus objetos en meros signos de consumo. Al final vemos que uno de los grandes objetivos de la sustitución de la realidad por la imagen, el mundo virtual, el simulacro, es entrar ordenadamente en el mercado. El secreto de la simulación es el mer cado y el consumo. La imagen es el gran vehículo que nos introduce y nansporta al supermercado del mundo. La apariencia es el nuevo nom ine del envoltorio de las relaciones mercantiles. Todo queda reducido a signo mercantil y significado de consumo. I ,a imagen se convierte así en instrumento al servicio de la sociedad de sensaciones. Vehículo de excitación y hasta producto de consumo. I a sociedad de sensaciones es un mercado de sensaciones. Mezcla rápi da, degustativa, de una variedad de estímulos que, en su aceleración, lineen evadirse al sujeto de sí mismo y lo alienan en la proyección momentánea sobre el objeto insinuado. La imagen se transforma en útil al si-i vicio de la huida de sí y la inmersión en el mundo de los produc ios y las marcas, de la simulación y la guerra comercial de los objetos. I,a misma información experimenta la lucha del mercado dentro de los mass-media. Así los temas, los problemas, el tratamiento, el tiempo, son una cuestión de mercado, de audiencia. Este dios oculto de los indire s tic audiencia, el rating, es el que reina sobre las conciencia y sobre los programas: descender un punto en los índices de audiencia signifi ca la muerte sin paliativos. De ahí, la lucha por la primicia informativa, por la exclusiva, por adelantarse a la cadena competidora... Pero esta lógica de la competencia, en vez de diversificar, homogeneíza informaiivos, temas y contenidos. Sólo varía el orden. La razón es que la indusii u lelevisiva y massmediática en general vive en un jue-go de espejos donde se reflejan mutuamente: se observan , atienden a la audiencia y, lina luiente, se instalan en cierto alimento cultural predigerido.I I
(J. L ipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barcelona 1989, 17.
26
LA VIDA DEL SÍMBOLO
El mercado en los media termina así, como señala P. Bourdieu5, ejerciendo una violencia simbólica que maneja, que oculta mostrando, que llama la atención sobre lo que no interesa, que ocupa tiempo, orienta, manipula... Un gran mecanismo al servicio del orden simbóli co, un colosal instrumento del mantenimiento del status quo. 4. Consecuencias paradójicas de la «civilización de la imagen» El poder de la imagen ha crecido desmesuradamente en esta era de la «globalización» cultural». Merced al influjo de los mass-media, se está creando una cultura verdaderamente universal y planetaria. Algunos dirán inmediatamente que es una cultura trivial, de apariencia juvenil y de degustación de sensaciones. La denominada por G. Schulze «so ciedad de sensaciones» tiene aquí su realización más relevante. El hecho indiscutible es que este producto de la «industria cultural» nor teamericana, sobre todo, se extiende por el planeta y uniforma con las mismas canciones, divos, modas, gustos y sabores a prácticamente to da la juventud mundial, amenazando con apoderarse del tiempo libre y el ocio de maduros, jubilados y hasta ancianos. Pero la civilización de la imagen amenaza con su dictadura el equi librio mental y buen desarrollo del homo sapiens. No está claro si tras el alud de imágenes ¿cónicas, cinematográficas y televisivas, de vídeo y de internet, tendremos una capacidad imaginativa mayor o si nuestra imaginación quedará anestesiada. Hay indicios para pensar que el cre ciente aumento de los espectadores o consumidores pasivos nos puede conducir hacia una sociedad de telesiervos, como los denomina J. Echeverría6. Individuos dependientes de los mensajes que nos sirvan los «señores del aire», consumidores de mensajes, noticias, variedades, productos manufacturados por alguien que convertirá en masa al espectador. Una de las consecuencias no queridas y hasta perversas de esta anestesia de la imaginación es la incidencia en el mundo moral: al reducir a la persona a la categoría de consumidor pasivo, le roba la capacidad reflexiva y le paraliza para cualquier juicio. El espectador digiere, sin estructura crítica ni moral, lo que le ofrece la pantalla. Da lo mismo que sea una tragedia en África o un atentado en España, una receta de cocina o un magnicidio en Oriente Medio. Todo vale igual o 5. 6.
Cf. P. Bourdieu, Sobre la televisión, Anagrama, Barcelona 1997 (3a ed.: 2000), 20s. Cf. J. E cheverría , L os señores del aire: Telépolis y el Tercer Entorno, Destino, Barcelona 1999.
EL OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
27
.»• Haga con la misma carencia de juicio. Estamos a un paso de la con templación de los llamados «ojos muertos», mirada senil sin criterio ni sentido. O quizá tenga razón Z. Bauman7 cuando habla de la «moder nidad líquida», donde de lo que realmente carecen los individuos es de Imes, de criterios y de elección racional. Se mueven en una superoferla de posibilidades ante la necesidad de establecer prioridades, y no tie nen cómo. La angustia del individuo consumidor actual es la falta de oiientación y criterio. El individuo se ahoga en el hartazgo. I.os mass-media generan en torno a sí una turbulencia tal que arras11.i en el alud de la información el despiste generalizado. No es extra ño que J. Baudrillard lo comparara con un agujero negro que no deja escapar fuera de su espacio de influencia gravitatorio nada que no sea 10 mismo que entra. Estamos en una presunta información que, al no poder ser reflexionada ni asimilada, desinforma, desestructura y se convierte en un foco cancerígeno que devora las entrañas del pensa miento. Se crean las condiciones objetivas para que el reino de la ima gen se convierta en el reino de la manipulación. Si la imaginación es obturada por una indigestión o por la sensación de vivir en la perfecta libertad, ¿qué sentido tienen palabras como «libertad», «justicia», • igualdad», «liberación»... y de dónde obtendrán su fuerza motivacional? La democracia es socavada en sus cimientos en esta atmósfera sociocultural, y se van creando las condiciones para generar un ciuda dano sumiso y dependiente. Engorda la masa, las reacciones de grupo anónimo, nivelado por lo mediocre y lo bajo. Este tipo de influencia 11 agiliza las instituciones básicas, y se crea un poder al margen de todo c o n tro l social. Iista visión apocalíptica de la «civilización de la imagen» es difícil que se imponga. Siempre tendrá que contar -como señala la llamada ••teoría de los dos pasos»- con un haz de relaciones personales y comumeaciones de pequeño grupo, familia, etc., fuera de la pantalla, que piole jan al individuo e impidan la dictadura o totalitarismo de los due ños ele la pantalla. Pero el deterioro ético, político y personal será, sin iluda, perceptible frente a las posibilidades contrarias de una cultura de la imagen que sirva a la creatividad, la información verdadera y la toma de decisiones con mayor fundamento. Nos hallamos más bien ante un vaciamiento del espacio público por desinterés ciudadano. No está claro que la explosión de la imagen pueda evitar algunos ile estos resultados perversos. El aviso está dado. Y ya vemos a nuesiiu alrededor que las personalidades sufren la entropía del ahogo del /
(T. Z. B auman, Liquid Modemity, Polity Press, Cambridge 2000, 59s.
28
LA VIDA DEL SÍMBOLO
imaginario y, en consecuencia, del pensamiento. Se deseca la capaci dad para escapar de lo que hay. La persona queda encerrada en el cír culo de lo mismo. Una sociedad «clausa» en la inmanencia positivista de lo dado. Detengámonos un momento en este punto tan lleno de con secuencias para el mundo de la persona, el sentido y lo religioso. 5. El cierre ante el Misterio Nos damos cuenta de que el proceso de avance e inundación del mundo por la imagen equivale a una creciente marcha por la superficie de las cosas. Abandonamos la profundidad interior y la exploración de la riqueza inagotable de la realidad por una pretendida señal visual que representa la realidad. Cuando el flujo de imágenes prolifera, el haz de sensaciones estimula una gratificación inmediata que sumerge al indi viduo en un presentismo indefinido. Nada, menos la corriente de refle jos especulares, ayuda a cruzar el puente hacia esa otra parte donde se sitúa el individuo con la piedad de sus preguntas por el sentido de la vida y del mundo. Quedamos presos del inmediatismo y de lo dado, sin poder transitar hacia el sentido de las cosas. La discusión sobre la vali dez o no de un gol de Rivaldo se convierte en la cuestión fundamental de la mayoría de los ciudadanos, que «oran», hegelianamente, con las noticias del día. La imagen, repetida hasta la saciedad, sirve de objeto de manipulación y liquidación del sentido. En esta situación socio-ciiltural del predominio de la imagen, esta mos a un paso del cierre de la trascendencia. No hay capacidad en el sujeto para romper el entrelazado de imágenes y representaciones que le apresan y le retienen en la frívola inmanencia. La condición de posi bilidad de un cuestionamiento a fondo exige la ruptura de la red opre sora de informaciones e imágenes que entretienen y maniatan la con ciencia y la fantasía. De lo contrario, la mayoría queda atada a la últi ma noticia, al último estímulo agitado por las portadas de los medios informativos. Y, sometidos a este golpeteo de la «última noticia/sensación», se escapa continuamente la posibilidad de una reflexión que la transcienda. Las consideraciones de T. Luckmann acerca de la sustitu ción actual de la gran Transcendencia por las pequeñas trascendencias, o trascendencias intermedias, hunde sus raíces en un estrechamiento de horizontes del que no se escapa la cultura de la imagen, pieza funda mental de la sociedad de sensaciones. Al final, el suave aroma del ca fé en el atardecer otoñal nos traslada una nostalgia de Absoluto que sólo es capaz de titilar unos segundos en la melancolía de nuestros contemporáneos.
EL OLVrDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
29
1-a mini-trascendencia se apodera de hecho de la vida humana, y apenas aparece algún atisbo de otra cosa en la vasta industria de lo m ulto que prolifera en nuestro momento religioso tipo «New Age». I lay que acudir a la astrología, al ocultismo o al pseudo-orientalismo ai lual para encontrar la simbología de lo trascendente reprimido que pugna por expresarse. I,a redundancia y claridad de la imagen mata el hambre de absolu to. Mientras que el lenguaje simbólico, poético, sabe esconder la prolinulidad en la superficie, como decía Hofmannstahl, o disimular los abismos más inquietantes en la levedad de la sonrisa y de lo aparente mente fútil, que diría Sterne, la dictadura de la imagen deseca toda evoración y reduce toda la realidad a lo expuesto8. No hay Misterio; hay unicamente lo que se exhibe. Si el símbolo inventa el lenguaje y rompe la gramática y la sintaxis para tratar de sugerir un orden distinto, no accesible a la vista, que nos devuelve a los orígenes de las cosas, la imagen nos planta en medio de lo que hay. Se genera un neopaganismo cultural y social de enormes dimen siones. Jean-Luc Marión9 lo ha denominado «mundo idolátrico», don de domina el ídolo, es decir, las relaciones especulares provenientes del espejo invisible, mero reflejo de lo que hay, que anula toda refeicncia a lo trascendente. La imagen en nuestra cultura tiene la pretensión que antaño se ads cribía a la ciencia: ser la desveladora de la realidad e incluso algo más. I >c esta manera, se ha convertido en la marca y sello de un racionalis mo ramplón que afirma sólo lo que explícitamente tiene delante. La icalidad presentada en imágenes e informaciones se ofrece sin espesor ni complejidad: tanta claridad y transparencia liquida la vanidad y absurdo de las cosas y enseña a aceptar y amar ídolos. La imagen busca la vida y, curiosamente, la pierde por estar totalmente centrada en sí misma y en su propia búsqueda. De hecho, la imagen sólo podrá ser salvadora, es decir, evocadora de vida, cuando sea consciente de su potencial reductor y negativo. La cultura de la imagen, en cuanto no es una iniciación al misterio de la vida, una andadura por el desierto en pos de la Tierra Prometida, en la que, como Moisés, nunca llegaremos a poner un pie, es un frauile. Y si proclama que ya posee la respuesta o que ésta no tardará en Ile gal, es un engaño. Sólo el símbolo puede sugerir y evocar el camino. I I símbolo es la guía para los nómadas del desierto, que sólo tienen pistas para buscar la Tierra Prometida. X ‘i
C. M agris, Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona 2001, 31. Cf. J.-L. M arión, El ídolo y la distancia. Sígueme, Salamanca 1999, 15-24.
30
LA VIDA DEL SÍMBOLO
6. La imagen de la nueva situación moderna La conclusión a que nos impulsa la visión de la civilización de la ima gen es arriesgada, pero debemos formularla. Se trata de un diagnósti co de la situación de la modernidad actual. Una modernidad tardía (J. Habermas) o «segunda modernidad» (U. Beck), hasta hace poco deno minada postmodernidad y que hoy Z. Bauman llama «modernidad líquida». El lector debe caer en la cuenta de que todo diagnóstico social y cultural lleva consigo -como cualquier pensamiento que se precie, que diría H. Bergson- unas imágenes determinadas. La modernidad es presentada generalmente en las visiones críticas, y aun en las estereotipadas, como una sociedad con un núcleo y unas estructuras duras, sólidas, condensadas, constituyendo un sistema. Es casi indiferente que este «núcleo duro» de la modernidad esté consti tuido por tres instituciones básicas (P. Berger), órdenes sociales (D. Bell) o subsistemas (J. Habermas) que, con ligeras variantes, respon den a las clásicas de la economía, la política y la cultura. La cuestión fundamental era ver cómo se constituían y relacionaban estos tres órdenes o subsistemas sociales. Y estaban profundamente unidos vin culando a su alrededor todo el resto del entramado institucional o sistémico. Esta visión expandía la imagen de una central idad aglutinado ra cuyo dinamismo penetraba colonizando todos los ámbitos de la sociedad y la cultura. Tendía -como vieron sus teóricos críticos, desde Horkheimer y Adorno hasta Marcuse o Habermas- a imponer una administración instrumental o funcional que destilaba control y uni formidad sobre los individuos, sometiéndolos a los intereses del siste ma. El Gran Hermano era la consumación vigilante del ojo supervisor y controlador del sistema (Orwell): la sombra totalitaria se cernía siem pre sobre el sistema, ya fuera socialista o capitalista. Ahora parece que las imágenes del diagnóstico tienen que ser dife rentes en esta modernidad tardía o segunda: nos encontramos ante una modernidad con un capitalismo «light» («líquido», para seguir la ima gen fluida y difusa sugerida por Z. Bauman). No hay un centro o núcleo sólido, sino una masa fluida, líquida, que se expande y penetra todos los intersticios, pero cuyo poder no está en los Estados Unidos o en el G-8, sino que es extraterritorial, electrónico, oculto y anónimo. El poder, prácticamente omnipresente pero no localizable, recorre, no el sistema, sino la red. Unido al conocimiento, como en los mejores sueños y de seos platónicos, seduce más que impone, aconseja más que lidera. Los individuos en esta sociedad se vierten masivamente hacia sí mismos y
EL OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
31
mi-, intereses, por lo que son enemigos declarados del ciudadano y de i ii.ilquier preocupación por el bien común o la sociedad justa. I I problema actual del espacio público es su inexistencia o invisiInlulnd, dada su ocupación masiva por parte de lo privado, de los secre tos y cotilleos, de las conversaciones «privadas» aireadas por los telé fonos «móviles».
7. Conclusión: ¿un nuevo espacio de significación cu la era posthumanista? I I predominio hasta la tiranía de la imagen plantea un problema de cultural y civilizacional, educativo y de donación de sentido. Lo podemos expresar simplificadamente de la siguiente manera: hasta ayer mismo, la denominada «cultura occidental» estuvo presidida por la palabra. La herencia greco-hebraica era verbalista hasta el logocentiismo. El discurso racionalista era el modo normal de transmisión de significado y sentido. El espacio y el tiempo, el sentido de la vida y de la muerte, se organizaban alrededor del «logos», de la palabra. Ahí estaba el espacio significativo que organizaba la mente y las sensibili dades, a la vez que la visión del mundo. ¿Qué sucede en un momento en que la palabra está supeditada a la imagen, cuando no suplantada por ésta? ¿Qué es lo que vehicula el sentido en este momento? ¿Dónde y cómo se crean y recrean los espacios de significación en un mundo de ocaso de la palabra? Iil descubrimiento o el caer en la cuenta de la estrecha ligazón entre el pensar y el lenguaje en nuestro tiempo -el llamado «linguistic nuil»- nos ha proporcionado unas reflexiones muy serias acerca de la e .Hecha vinculación de la gramática con el estilo de vida. Se vive co rnil se habla. En el fondo de las reglas gramaticales están las claves del sistema de orden y jerarquía, de posiciones activas y pasivas, de sensi bilidades y modos de ver el mundo. El discurso occidental nos ha ido socializando y educando en un modo de entender las relaciones entre las personas, los géneros, las clases sociales, lo mismo que entre el i 'di uercio o el mundo educativo, la iglesia o el ejército. La subordinai ion o libertad entre los sexos, como entre los individuos y grupos, está • lavada en la comunidad lingüística. Incluso, como insinuábamos, los pretéritos indoeuropeos señalan Muestra matizada relación con el pasado y la memoria con el presente v los sueños del futuro: la historia y el sueño utópico, la memoria y el sentido de la muerte y de la vida, están colgados de los hilos verbales. lo n d o
32
LA VIDA DEL SÍMBOLO
El ser de las cosas deambula, como ya vio Heidegger, por los entresi jos del lenguaje. ¿Qué sucede cuando la imagen reemplaza a la información y hasta a la comunicación, cuando la palabra está subordinada a la imagen, cuando la música, la nueva esfera sonora, ocupa el ámbito que antes tenía la palabra? Un tema fascinante, ante el que todavía sólo tenemos barruntos10. Pero estamos asistiendo a un cambio de sensibilidad que penetra hasta las honduras de la comunicación y el sentido. Se reorganiza un espa cio de significación al cambiar el modo en que se comunica, se rela ciona, se vive: al estar prácticamente todo el día enchufado a una esfe ra sonora e icónica, algo debe de cambiar en el cerebro y la imagina ción, algo queda embotado y algo es exacerbado. ¿Será la música el nuevo modo de estar consigo mismo, incluso con otros, de sentir y evadirse, de comunicarse y alcanzar sentido? ¿Se rá por este camino por el que la relación con la verdad habrá de rees tructurarse o, por el contrario, quedar profundamente trastocada? Tras este recorrido crítico por nuestra civilización de la imagen, nos queda claro que la esterilización de la imaginación no conduce a una salud personal ni colectiva mejor. Quizá, como recordaba C.G. Jung, los dramas y patologías del mundo moderno proceden del pro fundo desequilibrio de la psique, individual y colectiva, provocado por esta anemia imaginario-simbólica. No podemos hacer un canto sin más a la Imagen. Hemos visto cómo su proliferación puede resultar mortal para la imaginación. El torrente, velocidad y seducción de la producción de imágenes castra la imaginación y reduce al individuo a ser un consumidor de imágenes antes que un ejercitador de su imaginario, por lo que su actividad cre ativa queda desecada y baldía. Y el poder del imaginario y del símbo lo, el hacer ver lo que es refractario al concepto, no se da. Quedan así cortados los accesos a la realidad profunda de la vida y del alma. Entramos peligrosamente en una cultura simbólicamente empobre cida y que es una cultura literalmente in-trascendente, sin salida hacia la trascendencia y el Misterio.
10. Cf. P. G onzález B lasco, «Relaciones sociales y espacios vivenciales», en (J. Elzo y otros) Jóvenes españoles 99, SM, Madrid 1999, 183-263, 203s.; G. Steiner, En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cul tura, Gedisa, Barcelonal998, 149s.; E. H obsbawm, Entrevista sobre el siglo xxi, Crítica, Barcelona 2000, 148s.
2
La iconoclasia de la cultura occidental l a hisloria cultural del símbolo y del pensamiento simbólico no se piialc desvincular de la valoración que recibe la imaginación o lo imai;murió como procedimiento intelectual. La cultura occidental, leída desde la perspectiva de la valoración de la imaginación o del imaginami, ofrece una historia paradójica en la que se van alternando épocas de rechazo con momentos de revalorización. Es un entretejido de amor v odio, erosión y potenciación, que va dando origen a movimientos y tracciones que llevan de la liquidación de las imágenes a su venerai ion, de la iconoclasia a la iconodulia, y viceversa. Esta paradójica historia del imaginario en Occidente ha sido sinteh/ada varias veces por G. Durand, quizá el mayor y más persistente estudioso de este tema. Vamos a seguir sus pasos con el convenci miento de que, a la vez que señalamos unos hitos fundamentales de la liistotia de lo imaginario, aclararemos un poco más el porqué de una t ieiia postración del pensamiento simbólico. Estamos ante una breve Iir.loria del desarrollo del pensamiento, del predominio dictatorial de la taeionalidad funcional y de sus patologías. I. Momentos principales de una iconoclasia endémica Negim G. Durand, tenemos que acudir a las dos raíces de la cultura ni iulental para ver el germen de la endémica iconoclasia occidental1, l a n í o la Biblia como el pensamiento helénico ofrecen motivos e impulsos para comprender el rechazo de las imágenes y la minusvalot.u ton de la imaginación.I
I
( I. G. D urand, Lo imaginario, Ed. del Bronce, Barcelona 2000, 23s.
34
LA VIDA DEL SÍMBOLO
En el caso de la Biblia es bien conocida la prohibición de hacer imágenes de la divinidad (Ex 22,4-5), que quedó fijada como un segun do mandamiento de la ley de Moisés. Esta defensa del monoteísmo y la trascendencia de Dios, que rechaza violentamente cualquier sucedá neo o sustituto de lo divino, cualquier imagen (eidólon), va a penetrar poderosamente en las mentes y las prácticas de las tres religiones abrahámicas. Judíos, islámicos y cristianos van a expandir a través del impulso religioso una declarada reticencia frente a las imágenes o representaciones, especialmente de la divinidad, en el mundo religio so, que en el caso cristiano va a encontrar un paliativo mediante Jesús, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), y el impulso consiguiente a una iconografía cristiana. Por otro lado, como ya indicamos, el pensamiento griego, espe cialmente aristotélico, potenció el método científico basado en la expe rimentación y la lógica. De ahí que, finalmente, quedara la marca de la objetividad y la verdad adscrita a un tipo de pensamiento distante del conducido por la imaginación, la poesía, la similitud, la analogía, la sugerencia o la evocación. La ciencia se distinguía de la literatura y de cualquier metodología valorada en las artes, pero no en el conoci miento riguroso de la realidad. Este énfasis en lo lógico-empírico reci birá su refrendo en el giro galileano de la nueva ciencia moderna. Pe ro antes de este momento nos encontramos ya con otros momentos iconoclastas. 1.1. La lucha bizantina contra las imágenes Recordemos brevemente el contexto en que se sitúa la primera y clási ca confrontación contra las imágenes en el pensamiento heleno-cris tiano del imperio bizantino. Estamos en el siglo viii, y Bizancio toda vía está unida al papado de Roma. La amenaza viene ahora de parte del Islam y es doble: tanto militar como religiosa. La pureza monoteísta islámica asume radicalmente la prohibición de las imágenes; la cerca nía y contacto con la nueva religión abrahámica cuestiona las imáge nes o representaciones (iconos) de la tradición cristiana. Los empera dores bizantinos, para enfrentarse a la pureza iconoclasta del Islam, mandan destruir las imágenes conservadas y veneradas por los monjes y por el pueblo. Durante dos épocas, 730-780 y 813-843, los defenso res de las imágenes son considerados idólatras y perseguidos. La dis puta es también teológica. La querella de los iconos terminará con la victoria de sus veneradores (iconódulos), pero dejará una honda huella
LL OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
35
tli' iclicencia y hasta de rechazo frente a las imágenes, especialmente t uiir los denominados «espíritus cultivados», amantes de una teología i niurplual. l isie lechazo icónico se compensa en algunos -como muy bien ha msIo II. Corbin2 en el Islam y el judaismo- con una exaltación de la imagen literaria y del lenguaje musical. Veremos cómo algo de esto ■meche en el protestantismo, nuestro monoteísmo más depurado e ico noclasta dentro del cristianismo. I ' l a ic o n o c la s ia d e la e s c o lá s tic a m e d ie v a l
H ledeseubrimiento en Occidente del pensamiento aristotélico merced a la influencia de Averroes de Córdoba (1126-1198), que lo traduce inmicro al árabe, permite a los filósofos y teólogos cristianos adeninn.se en el pensamiento de este autor. Va a ser la figura de Santo lomas de Aquino (1224-1274) la que asuma con gran fuerza y origi nalidad este pensamiento aristotélico, haciéndolo vehículo de su refle xión leológica. De esta manera, el racionalismo aristotélico penetra en las universidades europeas de los siglos xiii y xiv, para convertirse poslei mí mente en la denominada «escolástica», que llegó a ser de alguna manera la doctrina oficial de la Iglesia Ya liemos comentado que este racionalismo señala una sensibilidad que no mira con demasiado aprecio el mundo imaginativo. Aunque, i liando habla de Dios, recurre a la analogía, sin embargo la tonalidad inedominante no es propicia para hacer del símbolo una reflexión y un u so conceptual. / i l a nueva física galileana i inldco, como sabemos, es el prototipo de la nueva ciencia que, fruto diversos aspectos socio-culturales y largas confrontaciones con la , iincepción aristotélica, y acentuando más los aspectos matemáticos y M íenos las explicaciones físicas cualitativas3, desemboca en el denomi n a d o método lógico-empírico.
de
' I
Cl .C . Jambet, La lógica de los orientales. H. Corbin y la ciencia de las formas, l e i , México 1989. ( 'I J.M. Mardones, Filosofía de las ciencias humanas y sociales. Materiales imra una fundamentación científica, Anthropos, Barcelona 19942, 20s.
36
LA VIDA DEL SÍMBOLO
El resultado para la valoración de la imaginación creadora -más allá de la abstractización o idealización de raíz pitagórico-platónica que conlleva el momento matemático- no va a ser muy positivo. El método analítico, lógico-empírico, se eleva a la categoría del método por antonomasia, único, para alcanzar la verdad. Así lo hace saber Descartes en su famoso Discurso del método (1637), y la verdad cami na del lado de la argumentación que proporcione explicaciones causa les claras y distintas. Sobre todo, el importante giro, incluso con respecto a Aristóteles, que trae la nueva ciencia es un nuevo universo mental o visión del mundo: se mira el mundo, no con ojos esencialistas o finalistas, sino pragmáticos; no interesa ya tanto la visión metafísica cuanto \a funcio nal y mecanicista. Priman las explicaciones reduccionistas por re ferencia a lo elemental, a una sola causalidad. No nos tiene que extra ñar que los críticos de la «ciencia baconiana» como M. Horkheimer y Th. Adorno4, vean en el inicio de la nueva ciencia experimental un afán de dominio del mundo que todo lo reduce a objeto para ser manipula do. Estamos lejos de una visión que trate de dar sentido a la compleji dad que se encuentra más allá de cualquier sistema. 1.4. El empirismo del siglo xvm Un paso adelante, en esta marcha triunfal de la metodología lógicoempírica y de la mentalidad funcional, se da al llegar al siglo xvn. Los nombres de David Hume y de Isaac Newton son representativos de un momento de empirismo que, si bien proporciona enormes hallazgos y avances en el campo de las ciencias y de la incipiente aplicación téc nica, supone de hecho una desvalorización de un conocimiento que se aparte de este paradigma. Lo que no está sujeto a la percepción, es decir, a la observación y la experimentación, no puede ser tenido como hecho físico o histórico. El mundo fuera o más allá de los «hechos» es un mundo, para hablar ya kantianamente, fuera de los fenómenos de este mundo, perteneciente al «noúmeno» o más allá de la razón. A este ámbito pertenecen los problemas de la muerte, la inmortalidad del alma, Dios, etc. La razón humana se mueve insegura por estos espacios e incurre en soluciones contradictorias o «antinomias».
4.
Cf. M. Horkheimer - Th.W. A dorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid 1994.
I'l, OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
37
V;i se ve que la razón va quedando circunscrita a los temas y prolilrmas controlables. Las demás cuestiones, y especialmente las que se apunan de un uso «científico», son sospechosas de incurrir en la ensonarion o el deseo. I V I 'l positivismo I I paso adelante, que se da claramente en el siglo xix, estaba ya indi«.ido: el verdadero método racional de acercarse a la realidad es el que piocede del mundo científico. Se denomina positivismo a este racio n a lism o cientifista que sólo reconoce en la ciencia la única verdad mn veedora de crédito. Se complementa con una actitud valorativa que time'amente parece considerar aquello que tiene que ver con el mundo de lo pragmático, lo utilitario, lo rentable... lo «positivo», en cuanto i u n ía n le y sonante. I i positivismo, como fácilmente se descubre, está atravesado por una le o credulidad en que la ciencia y su metodología agotan la reali dad o lo que es digno de ser considerado como tal. Hoy, y con la dislanria de lo que ha acontecido en el terrible siglo xx, hemos perdido la le crédula en la ciencia, pero el siglo xix vivió momentos de expectauvns enfebrecidas con respecto a un futuro progreso social y cultural piesidido por el método positivo y las consecuencias del desarrollo i leniiTico-técnico. Se esperaba que la ciencia y la técnica nos propor■innarnn el control sobre la realidad y la posibilidad de construir una mu icdad perfectamente racional y humana. I as consecuencia para un tipo de pensamiento que no se afincara ■n la ciencia eran nefastas. Dicho pensamiento estaba situado, como dii ia A. Comte, en un momento histórico anterior, ya sobrepasado, teoliipnai o metafísico. Utilizaba la mente de un modo no situado a la altui a de los tiempos; proseguía un tipo de razonamiento desechado ya por la nieiodología científica. De ahí se deduce la valoración peyorativa o iIr pura literatura que merecía cualquier incursión en el terreno simbóIn ti. metafórico, por similitud, etc. I >c alguna manera, esta mentalidad científica, lógica, funcional, penaste en muchos de nuestros contemporáneos. Existe lo que pode mos denominar un «positivismo práctico» que, aunque la actual epis tem o lo g ía y filosofía de la ciencia se ha encargado de criticarlo en sus piesupuestos erróneos, sin embargo sigue vivo y persistente. El éxito de los innegables logros de la tecno-ciencia y del mercado produce en imiehos la fascinación de un pensamiento funcional que es enemigo
38
LA VIDA DEL SÍMBOLO
declarado de cualquier «fantasía» que se aleje de lo contrastado por la «ciencia». De ahí el descrédito de cualquier pensamiento que se apar te de los hechos controlables lógica-empíricamente, y el peligro de incurrir en un dualismo esquizoide que hoy vemos presente en nuestro tiempo: por una parte, se es riguroso a la hora del control de los he chos, y crédulo, por otra, para las cuestiones del sentido. Algunos prac ticantes y veneradores de la metodología científica parecen compensar el reduccionismo de sus disciplinas con el salto intuicionista, acrítico e irracional hacia lo oculto, metafísico o religioso. 1.6. El símbolo, la indumentaria del pobre Hay una conclusión que se impone tras este breve recorrido histórico: lo imaginario y simbólico es minusvalorado, cuando no considerado como un conocimiento peligroso frente al empírico y conceptual. No se niega que el símbolo, el mundo de la imagen y del mito, contengan algunas ideas válidas que hay que saber extraer y captar. Pero, una vez que nos hemos apoderado de ellas, podemos desechar el envoltorio simbólico como inútil e incluso desafortunado o peligroso. El símbolo, en cuanto se entendió pronto que era el mundo de la religión, quedó también cargado con el prejuicio de la intolerancia y la manipulación. Para Voltaire5era un modo de inculcar al pueblo la obe diencia y el respeto a los bienes de los demás. Lo que aporta el Evan gelio se puede traducir y expresar conceptualmente por el filósofo sin tener que recurrir al universo oscuro de los símbolos, imágenes y cuen tos, propicios para la credulidad y los espíritus infantilizados. A. Schopenhauer, crítico de la Ilustración en muchos aspectos, mantiene la dicotomía del doble pensamiento: el simbólico, alegórico, imaginativo, para el pueblo; y el racional y profundo, para los prepa rados. En Sobre la religión, llega a decir que la verdad desnuda no puede mostrarse al pueblo; de ahí que deba presentarse tras el tupido velo de la forma simbólica. Sin embargo, el filósofo puede dispensar se del símbolo, ya que tiene acceso a la verdad tal como es. Esta concepción del símbolo como verdad degradada y popular, mediación necesaria y aproximativa para el vulgo, es una idea que resume la concepción del símbolo para gran parte de la intelectualidad europea desde el siglo xvn hasta nuestros días. El símbolo es, desde este punto de vista, «la indumentaria del pobre»6, el vestido antropo5. 6.
Cf. V oltaire, Tratado de la tolerancia, Crítica, Barcelona 1992. Cf. P. Valadier, Un cristianismo de futuro. Por una nueva alianza entre razón y fe, P pc, Madrid 1999, 119.
EL OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
39
«lili no y pueril que adopta el pensamiento en las mentes incapaces de muvplualización. Ni siquiera Kant y Hegel, dentro de su revalorizahtu del símbolo, hacen justicia a su potencial y riqueza: lo sitúan en I imibilo del arte y el gusto y, por supuesto, por debajo de la elevación oiK cplual. Lo que estas cimas del pensamiento no alcanzaron a ver Imámente es la riqueza del símbolo: su gran complejidad, polivaleniii. potencial hermenéutico y poder de sugerencia metafísica }
La persistencia de lo imaginario
I ¡r. lecturas en dos momentos (como estamos haciendo) pueden dar la •.casación de que el proceso histórico es más nítido y monolítico que 10 que realmente presenta la complejidad de la vida y la cultura. Es , mío que los tiempos de prevalencia de un tipo de pensamiento parei eu oscurecer totalmente aquellas formas mentales que no se ajustan a ,11 t iiuon; pero incurriríamos en una simplificación excesiva si no viéi,míos la realidad atravesada por más hilos de los que se describen. La ienhilad humana, también en lo mental y en las tendencias socioi iihiuales, es más entreverada que las disecciones del análisis y las ■lev opciones7. I a historia del pensamiento occidental no puede ocultar que, a peai del predominio de una línea lógico-empírica que marca los avata11 ", de la cultura noratlántica, sin embargo, nunca desapareció, ni si, 1111c i a dentro de la misma ciencia, la imaginación creadora. ¿Qué otra , osa puede ser el pensamiento que acompaña a muchas de las creacioiii s científicas que ven, antes de cualquier contrastación empírica y an álisis lógico, la configuración y camino de una teoría, un modelo i u ní il ico, etc.? Pero no se trata aquí de acentuar la presencia de la fan tasía creadora en medio de la ciencia, sino de señalar la presencia i ni mi al de otro tipo de mentalidad o talante de pensamiento. Y éste va esiii presente y pugnando desde el alba socrática del racionalismo i ii i ole nial.
i i I )i jkand ha creído ver un sistema imaginario sociocultural que trata de apre..n y expresar, al menos en el caso europeo, a través de la noción de «cuenca .rinániica», con su cresta divisoria de aguas, su cuenca, su río o corriente princip.il y con sus afluentes principales y secundarios. Cf. Lo imaginario, 122s.; Id ., hiimtliiciion a la Mythodologie, Albin M ichel,París 1996, 79s.
40
LA VIDA DEL SÍMBOLO
2.1. La tendencia platónica Siguiendo el estereotipo al uso de contraponer la tendencia aristotélica con la de su maestro Platón, tenemos que señalar que el maestro de los Diálogos se caracteriza por un pensamiento no estrictamente silogísti co. Hay mucho de visión, intuición, fantasía, parábola... en el pensa miento platónico. El filósofo da pie al visionario y al poeta. Al abordar los misterios del amor, el pensamiento, el alma, el sentido de la vida..., Platón explora las imágenes y las pone en movimiento mito-simbólico para poder decir algo que sugiera por dónde va su comprensión de la creación humana, del mundo y sus contradicciones. Esta línea de pensamiento, sensibilidad y talante, permanecerá como uno de esos gérmenes que brotan y rebrotan constantemente en la historia del pensamiento occidental. Una dimensión del pensamien to humano mismo que, por comodidad, hemos etiquetado como «pla tónico», pero que en realidad acusa una y otra vez el estrechamiento de una razón reducida a lo lógico-empírico, o que quiere resolver la com plejidad y contradicciones de la realidad y de la vida con lógicas bina rias del sí y el no. 2.2. La querella de las imágenes Volvemos sobre aquel momento del siglo vm bizantino que hemos caracterizado como «iconoclasta», pero que, visto en toda su dimen sión, supuso la aparición de una disputa fundamental acerca de la razón de ser o no de las imágenes dentro del cristianismo. Merced a la intervención de hombres como san Juan Damasceno (siglo vil), quedó claro que, frente a una teología abstracta y racionalista que nunca ter mina de poder ofrecer una argumentación completa de lo que es Dios y las realidades divinas, se puede transitar también por el camino del icono (eikón), de la representación que lanza o proyecta, más allá de sí misma, hacia lo distinto de este mundo y de las realidades de esta vida. Estamos en el sendero del símbolo y de su potencial evocador y religador. La misma ley de la Encarnación dejó clara la validez del cami no del símbolo, del icono: el prototipo de icono es el Hijo encarnado, Jesús, imagen visible del Dios invisible. Esta rehabilitación de la ima gen-símbolo por el camino cristológico, que supuso el triunfo de los veneradores de las imágenes en la querella iconoclasta, abre toda una corriente que, en versión religiosa y estética, posibilita un modo dis tinto de pensar y revalorizar el símbolo y lo imaginario como modo de ; acceso a la Verdad.
II OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
41
Para comprender, aunque sólo sea sumariamente, la filosofía y la i<«iluria del icono tenemos que hacer unas breves consideraciones. I lay una fuerte diferencia entre el arte bizantino o ruso y el occidental que hunden sus raíces en esta teología del icono. Mientras el arte occidental representa -especialmente a partir del ap io \ i i i - una escena de la vida de Cristo evocada en su realidad hisi"iu a, en su humanidad sufriente captada en su realismo humano, el n o n o ruso de la Virgen con el Niño de Vladimir, o cualquiera de los ui.uavillosos iconos de Rublev, contrasta fuertemente con las pinturas de U alael o de Murillo: el icono no quiere representar ninguna escena lu-.ioi ica o natural de Jesús o de su madre; quiere tomar siempre como m o d elo la escena de la transfiguración de Jesús en el Tabor, expresar la gloria de la divinidad del Verbo encarnado atravesando e iluminan do la opacidad de la carne. Pretende ser «la revelación de la eternidad • n el tiempo». Esta expresión del teólogo y pintor Léonide Ouspensky8 ni i', indica muy bien la gran diferencia de intención. El icono, según la teo lo g ía ortodoxa, se orienta a suscitar una presencia personal, conduii a la trascendencia, reviste un valor «místico y casi sacramental» El n m ío se sitúa en el ámbito de la «experiencia espiritual de la santidad», a ip ieie la vocación del hombre a la deificación. No intenta representar la divinidad, sino la participación de lo humano en lo divino, remitir a la icalidad invisible que traspasa lo visible. De ahí que no importe imito la marca personal del artista cuanto la inspiración eclesial de su mu ada. Mircea Eliade9 ve en el icono una de las virtualidades del símIHi|n irligioso: revelar todo un mundo de valores espirituales. Nada tiene de extraño que incluso el pensamiento actual se haya mti i«-sacio sobre esta intencionalidad del icono. Autores como JeanI ni Marión10 subrayan la contraposición entre el icono y el ídolo a la lima de hablar y conocer a Dios: mientras el ídolo impone su visibili dad absorbente, que cautiva la mirada y la detiene en sí mismo sin perh i i i i i que transite hacia un más allá, encerrando, por consiguiente, lo domo en la medida humana, el icono, por el contrario, no hace otra , ,,,„i que parecer, dejar aparecer lo divino. El icono se retira en su visi-I II
i | I.. Ouspensky, Theólogie de l'icóne dans l ’Église orthodoxe, Cerf, París I'IKO. 133-175. Citado por J. M oingt, «Imágenes, iconos e ídolos de Dios»: i ,„„•//iwn 289 (2001), 153-162 [155], ■i i '| M. Eliade, La prueba del laberinto. Conversaciones con C.H. Rocquet, i i i , i¡andad, Madrid 1980, 57: «Al contemplar el icono, el creyente no percibe tan ,n|n la figura de una mujer que sostiene en los brazos un niño, sino que ve a la Viigcn María, a la Madre de Dios, la Sophia...». Id i | J.L. Marión, Dieu sans l ’étre, Communio-Fayard , París 1982, 15-37.
42
LA VIDA DEL SÍMBOLO
bilidad o mirada humana, para que lo invisible surja sin quedar apre sado por lo sensible. Esta retirada humana proyecta la mirada hacia «la mirada invisible que visiblemente la considera». De esta manera se pueden revelar los conceptos auténticos de lo divino. 2.3. La iconodulia gótica Los siglos xiii y xiv conocen también un florecimiento de los elemen tos figurativos y del camino de la sensibilidad, a través de la naturale za y de las imágenes, como dirección del conocimiento y del acceso a lo divino. Si la austera estética cisterciense supuso una mitigada ico noclasia, como dirá G. Durand, el franciscanismo va a traer consigo una revalorización de los elementos de la sensibilidad. Desde las repre sentaciones teatrales hasta toda una puesta en escena de devociones -los nacimientos, los via-crucis, las florecillas de las vida de los san tos...-, que trabajan la sensibilidad y la emoción mediante la figuración y la imaginación, los franciscanos promueven una verdadera «filosofía de la imagen en Occidente»11. Toda la realidad es vista como sacra mento, vestigio y huella de la presencia de Dios y símbolo que incita a contemplar al Creador mismo. La iniciación al Misterio de Dios , la contemplación mística, se hace por el camino de la «imago» natural o humana que hace de puente figurativo (similitudo) para atravesar o ascender hacia lo divino. El Itinerarium mentís in Deum (Itinerario del alma hacia Dios) de San Buenaventura (1259) constituye la teorización de este camino representacional a través de la triple configuración ima-i ginal del vestigio, la imagen y el parecido por los que el alma es con ducida a Dios. El franciscanismo supuso la introducción de una corriente devocional sensible que no ha dejado de estar presente en el cristianismo y que, por denostada que esté en sus versiones exageradas, siempre ha representado el contrapunto frente a las posiciones intelectualistas o demasiado secas y abstractas del acceso a lo divino. Si la encarnación tiene en esta espiritualidad una gran presencia, ésta se abre y abraza a la naturaleza, por lo que la iconografía que surge de aquí diferirá de la bizantina, tan centrada en Cristo y su Madre, aunque ambas persigan su transverberación, que trata de que hacernos reconocer en ellas la presencia de lo invisible. Ahora las representaciones de Jesús y de las escenas evangélicas incluyen la naturaleza, con lo que facilitan el paso1 11. Cf. G. D urand, Lo imaginario, 34.
I I OI VIIH) DHL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
43
tun ni el t ullo renacentista del hombre natural y de la naturaleza iiu .ma, asi como una vuelta hacia una religiosidad más pagana y aniiiionuioi lica. ' / / it ( 'ouirarreforma y el barroco I u niicslra presentación anterior, y en aras de la brevedad, no hemos 0 mliado la Reforma protestante como un momento iconoclasta. Una 11-1111 ion necesaria contra los excesos de la contaminación pagano1o111 ia iusi a, la extensión sacrilega del culto a los santos y reliquias, las mala', costumbres eclesiásticas..., que llevó a la destrucción literal de iniai'ciics, pero que en el caso de Lutero fue compensada por el culto a la-. I sel ilm as y a la música. Iaeiile al desplazamiento protestante del figurativismo hacíalolitei ai ni v lo musical, el catolicismo acentuará de nuevo la iconodulia de la-, imágenes humanas, «carnales», de la Sagrada Familia, y los santos ■,m enics en retablos con exceso de decoración, que constituye la espii ii iia IoFul barroca. Este momento, caracterizado por los estudiosos i ni mi "profundidad de la apariencia» y «banquete de los ángeles», nos -aign-ie ya que, a través de la plétora carnal o de los juegos de epidermc, a- líala de proporcionar acceso a la profundidad del sentido12. Y i n una época de conflicto y disgregación, de angustia, se trataba de iiliei i - i el simbolismo de la insegura travesía del alma por la vida, de la nii laloras de la vida escindida, de la fugacidad y vanidad de la corpnii ulail sensible y la nostalgia de un portas quietis, lugar de seguriiluí I y de reposo eterno13. I luíanle tres siglos, la espiritualidad barroca va a invadir y cubrir lu í iglesias de Europa y Latinoamérica. Al mismo tiempo, habría que ■mal,ii que la mística española, con Santa Teresa y San Ignacio de I 11\ iila (Ejercicios Espirituales, 1548), va a acentuar la mediación tu ai amiible de la humanidad de Jesucristo y el papel de la imaginai mu la visualización imaginativa en la contemplación de escenas del ‘.i mu para la meditación, apoyando así el imaginario místico.I
I ' Ibid, 19, citando a G. Dubois y D. Fernández. I i i l II.. Uouza Á lvarez, Religiosidad contrarreformista y cultura simbólica del hauoco, Csic, Madrid 1990, 476. El autor señala la crítica del P. Mariana, ya en , ar iienipo, a los excesos del culto a las reliquias y la adhesión afectiva e irrai mii.il al catolicismo beligerante contrarreformista.
44
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Los excesos del barroco preparaban ya la reacción racionalista del neoclasicismo y el Siglo de las Luces, que reintroduce la austeridad arquitectónica y el gusto por la razón, tendente a la justificación racio nal y al funcionalismo. 2.5. Los movimientos románticos De nuevo tendríamos una visión demasiado unilateral si no viéramos cómo, en medio de la Ilustración, se alzan los movimientos pre-románticos y románticos. Desde el Sturm und Drang en Alemania hasta los movimientos claramente románticos (el parnasianismo, el simbolismo, etc.), se va extendiendo y consolidando la exploración del territorio imaginal. El llamado «sexto sentido», o facultad de alcanzar lo bello, se presenta como una tercera vía del conocimiento, al lado de la razón y de la percepción, para penetrar justamente en ese orden o ámbito de la realidad que Kant va a denominar el juicio estético o del gusto. Existe una realidad que, si se quiere penetrar en ella, exige una dimen sión de la razón: el juicio estético es esa dimensión racional que nos permite el acceso a lo estético-expresivo. Posteriormente serán todos los grandes representantes del llamado «idealismo alemán» los que concedan un lugar privilegiado a la fanta sía creadora y a las obras de la imaginación en el pensamiento. Schelling y Hegel van a dar el nombre de «símbolo» a la obra de arte, la unidad inescindible de expresión y contenido, un modo de expresar la función simbólica de la imagen artística y de referirse a lo simboli zado indecible. Nos encontramos en el camino de una reflexión sobre la obra de arte que se va a ir autonomizando respecto de la religión, de la moral o de la política, hasta constituir un ámbito autónomo. Al final, la racionalidad estético-expresiva será vista como una de las dimen siones de la razón. El peligro romántico, que establece la ecuación entre lo simbólico, lo estético y lo inexpresable (e infinitamente inter pretable), es reducir la experiencia simbólica a la estética'4. Será el genio de Hegel el que vea en el símbolo una dimensión más amplia y exterior al arte. El momento simbólico no debe identificarse con el artístico. Además, señalará Hegel que, en el símbolo, la relación entre expresión y significado no es arbitraria, sino analógica, aunque la des proporción existente entre el significado y la expresión del mismo mantenga siempre una ambigüedad inerradicable en el símbolo.14 14. Cf. U. Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, Lumen, Barcelona 1990, 254.
I I. OLVIDO DEL SIMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
45
I I cnl'asis en el «sexto sentido» de la estética pre-romántica alcan¡iliora su culminación: un universo distinto del pensamiento y la i*1/1 >ii c|iic nos permite adentramos en un ámbito propio de la realidad. No i \ extraño que se inicie el movimiento de expansión que, como el 'iimralismo (André Bretón, Manifiesto de 1924), ve que lo «otro» del I» a-.amiento (lógico-experiencial) es el funcionamiento real del peniimienio. Pero la presencia del positivismo se hace sentir incluso den lo' del surrealismo, mediante la condena del figurativismo y la presen. i.i de la abstracción geométrica, el cubismo, el dodecafonismo, el dei uiisiruclivismo, etc. .1
' I ti revalorización actual de lo imaginario en la ciencia I a tapida visión de la historia de triunfos y derrotas, de afirmaciones y n --.l,inicias de lo imaginario, parece indicarnos la centralidad de esta |ai a lia d en el ser humano y su pensamiento. Si ya el racionalismo arisiitielieo descubrió en su doctrina del alma que no hay pensamiento sin nuup.ru o, dicho a su modo, que «el alma no piensa nunca sin imagen», . iiiniii es hemos de afirmar que comprendemos, tras el recorrido efecittiiilii, que la imaginación se nos presente en un status doble y ambi(ua i por una parte, es la más pobre de las facultades y es vista como la hu nic de ilusiones y errores; por otra, es la facultad que está sobre indas, ya que se eleva a la posición creadora, dado que para crear hay qiu imaginar (aunque el peligro es que se crea que basta con imaginar pata tacar). I-.la doble y ambigua condición de lo imaginario y su mundo simIHiln o nos explica que la ciencia misma oscile, en algunos de sus n postulantes, entre la alabanza y el escarnio. Pero va quedando cada día mas clara la función inapreciable de los gérmenes imaginarios en la 11 r a c ió n científica. La ciencia actual es consciente de que vive cré alo ámenle de la imaginación. I as reflexiones de Poincaré, Bachelard y Holton han puesto de H In te la función de la imagen en la invención15. Aspectos entrevistosI I. i
lia señalado B ronowski («The Logic of the Mind», en The American i<’iiii\l, Spring 1996), la operación de descubrimiento de un nuevo axioma, etc., i", un juego libre del espíritu, de una invención más allá de los procesos lógicos», i l M. Ió aade. La prueba del laberinto, 171, donde se sugiere que, como dice a jiniposilo del escultor Brancusi, el proceso de «interiorización» -una especie de .in.iiiiiiesis o viaje al mundo de la infancia y la imaginación, el mundo del inconsi u nir es la fuente de la creación. iiiiiii
46
LA VIDA DEL SÍMBOLO
por Bacon son hoy ya corroborados por la psicología cognitiva. Quere llas como la de Einstein y Bohr sobre la mecánica cuántica y, en últi mo término el carácter determinista o indeterminista del universo, ten drían su raíz última en el imaginario de cada investigador, en su for mación, lecturas e imagen del mundo16. Para Einstein, el último gran clásico de la física, partidario de un universo determinista cercano al «Dios del orden» de Newton, que no podía concebir a un «Dios que jugara a los dados», su inspiración última o imagen/idea del universo vendría dada por el Dios bíblico tradicional. Sin embargo para N. Bohr, influenciado por la psicología de W. James a través de H. Hoffding y de la filosofía kierkegaardiana, que ve la existencia entre tejida de contradicciones y discontinuidades, imaginar una física de lo discontinuo, del «salto» cuántico, era perfectamente comprensible y aceptable. Dios podía jugar a los dados, y el universo ser indetermi nista como la vida misma. Estamos viendo cómo en el corazón de la física moderna, en sus discusiones más radicales, penetran imágenes irreconciliables y visio nes diferentes del mundo que llevan a interpretar los datos de una manera o de otra. T. Kuhn17ya vio que se puede estar mirando los mis mos datos y problemas y decirlos, interpretarlos, de forma muy dife rente. Lo que cambia es la mente del científico, lo que él «ve» en su mente, en su imaginación, es diferente, dada su distinta situación, edu cación, socialización, etc. Incluso, como sabemos, representaciones como la onda (continua) y el corpúsculo (discontinuo) pueden ser complementarias. Alcanzamos por este camino la concepción expuesta por Bernard d’Espagnat de una «realidad velada» del mundo físico que tiene que ser penetrada desde los modelos, teorías y visiones, es decir, desde el imaginario del científico. La ciencia vive de la imaginación creadora. Los modelos científicos no se descubren, se inventan. Son fruto, a me nudo, de comparaciones y metáforas que ayudan a inventar una nueva 16. Frente a un mundo de trozos-y-piezas, aparece otra imagen -con implicaciones metafísicas todavía por dilucidar- de «enmarañamiento» cuántico que constituye un sistema único, a pesar de su enorme separación espacial, un mundo de una unión-en-separación. Cf. J. P olkinghorne, «Ciencia y teología en el siglo xxi»: Selecciones de Teología 160 (2001), 261-74 [263J; Id., Ciencia y Teología, Sal Terrae, Santander 2000. 17. T. K uhn , La estructura de las revoluciones científicas, Fce. México 1971. Cuestionamientos y precisiones, con numerosos estudios de casos, en A. D onovan L. L audan - R. L audan (eds.), Scrutinizing Science. Empirical Studies of Scientific Change, Kluwer/Dordrecht, Boston/London 1988.
EL OLVIDO DEL SIMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
47
lumia de ver18. La frontera entre lo metafórico y lo científico queda, por lanto, muy desdibujada, como en toda verdadera creatividad donde la imagen precede a la reflexión argumentada. 4. La simbólica «invertida» del siglo xx que da que pensar AI terminar el siglo xx -uno de los más terribles de la historia, según I Herlin , no podemos, por más arriesgado que sea, dejar de pregun tamos qué relación existe entre la barbarie del siglo y la cultura, lo que equivale a decir: el imaginario simbólico predominante. Sabemos que son bastantes los pensadores -quizá no demasiadoslos que se han sentido enormemente turbados por las relaciones inter nas entre «las estructuras de lo inhumano y la matriz contemporánea de una elevada civilización»19. No parece desencaminada la cuestión que ve la barbarie acontecida como reflejo de la cultura de la que pro cede y a la que extorsiona y profana. La Europa del siglo xx ofrece un llamativo desarrollo artístico e intelectual, un florecimiento de las ciencias físicas y naturales que se da la mano con las matanzas y los campos de exterminio. Setenta millones de muertos son montañas de cadáveres que claman por una irspuesta. La interpelación del horror acontecido en la «guerra de los treinta años entre 1915-45», cuando se derrumba el orden europeo y se produce el genocidio nazi representado en Auschwitz, emplaza a la denominada «cultura europea». Las preguntas llegadas a esta percep ción se amontonan y empujan: ¿Por qué el pensamiento humanista, Idosófico, poético, artístico, ofreció tan poca resistencia a la barbarie? ¿Por qué resultó ser una barrera tan frágil contra la bestialidad políti ca? ¿No hay que pensar más bien que la infección estaba ya en la pro pia cultura humanista? ¿No contendría ya el germen de la barbarie la denominada racionalidad ilustrada?
18. Ci. G. F ourez, La construcción del conocimiento científico, Narcea, Madrid 2000’, 50s; I. Stengers, D ’une Science á l ’áutre, des concepts nómades, Seuil, París 1987. I'i Uno de los intelectuales actuales que más seriamente han perseguido esta cues tión a lo largo de su trabajo de crítica literaria y cultural es G. Steiner , En el cas tillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, 48; Id ., Pasión intacta, Siruela, Madrid 1996. Desde un punto de vista más filosófico, éste es el lema que M. H orkheimer y Th. W. Adorno se plantean en La dialéctica de la Ilustración.
48
LA VIDA DEL SÍMBOLO
La literatura de finales del siglo xix y comienzos del xx ya regis tra tendencias que apuntan hacia el baño ferruginoso, lo que Yeats iba a llamar «la marea teñida de sangre». Como señala G. Steiner, detrás de la apariencia de serenidad y brillantez de la belle époque había com pulsiones anárquicas que afloraban a la superficie del jardín. La ima ginación de Edgard Alian Poe indicaba ya peligros subterráneos, fuer zas destructoras listas para surgir de los sótanos y cloacas. A partir de la década de 1870 se advierte en la poesía y en las obras de fantasía premoniciones de un conflicto global. H.G. Wells, en 1913, ya veía el «inextinguible carmesí de las conflagraciones de las bombas atómi cas». Por todas partes, la carrera armamentista y la fiebre nacionalista mostraban un malestar esencial. J. Moltmann ve en la obra de E. Jünger la expresión literaria de un intelecto y un sentimientos fascina dos por la perspectiva de un fuego purificador, aunque confundieran el baño de sangre con el agua lustral de un rito sacrificial. La novela de entreguerras, con los Joyce y los Kafka, que es ensa yo y teoría filosófica en la existencia de sus personajes, es el género que mejor explora la crisis de la época. El cinismo de Benn reduce la vida y la historia a su esencia desnuda y desolada; la nostalgia de uní H. Broch (Los sonámbulos) desenmascara el sonambulismo, es decir, el embotamiento con que los hombres de la época se esconden a sí mis mos su propio vacío, o la embriaguez de una conciencia acostumbrada a la mentira, incapaz ya de distinguir entre el bien y el mal ni de mirar cara a cara a la realidad. Estos autores anticipan genialmente el agota miento de una cultura «burguesa» y ponen de relieve la irrealidad, es decir, la impotencia vital y afectiva, y también la angustia, de un mundo sin valores que entra en el delirio. Una muestra de la irraciona lidad y barbarie de una civilización que es racionalmente refinada hasta el extremo en su propio ámbito y que, sin embargo, vive en el caos del sinsentido global. Carece de la visión que suture la enorme brecha abierta en la razón, en los diferentes saberes, en la cabeza y los corazones de los individuos y de la colectividad. Junto a este tipo de premoniciones y análisis hay que poner otros que hoy denominamos más «sistémicos»: la puesta en funcionamiento de unos mecanismos anónimos, de una lógica funcional puramente estratégica e instrumental, que se independiza de cualquier otra razón ' de los fines y las necesidades humanas y termina devorando todo el espectro racional. Una explicación que muestra, a la vez, la postración i de una razón comida por la planificación y la utilidad. Y en este punto j estaríamos ya en el camino de la Dialéctica de la Ilustración y la his toria cultural occidental de una racionalidad que se va estrechando
I OI VllX) DEL SIMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
49
liiii i.i el Lulo utilitario, al paso que cosecha más y más éxitos por el i ¡m im o de la revolución industrial. Un proceso que avanza hacia la jMinliu l ion manufacturera, ingente, en serie, que anticipa ya una con11 |n ion d d hombre como mero «repuesto», «nuda vida». El ser humaiiH es (-osificado y reducido a mera «fuerza de trabajo», amasijo de im p u lso s subhumanos, como ya vio Engels. Algo que tiene que ver con 1 1olvido o represión de la dimensión simbólica, de la racionalidad susi.ini ivii o, lo que es igual, la razón que reflexiona sobre los fines y trasi o tule lo instrumental y utilitario. Metáfora ya de lo que se iba a rea!i ai en los campos de concentración: la reproducción perfecta de la IiiIhu-a, pero como manufactura masiva de la carne humana como 11 inte i la prima20. Incluso el elemento demográfico cuenta en esta búsqueda de aclahn iones del desvarío y el horror: la liquidación de casi una generación i n I.i Primera Guerra Mundial; la desaparición de una serie de poteni m iniados mentales y físicas, de nuevas variantes, de talentos mentales v m orales, de las esperanzas y novedades que, como diría H. Arendt, \ n-ni ii siempre adscritas a cada nueva generación. Y por detrás y por debajo, los tremendos interrogantes de un anti,i nmismo que, si apela a elementos simbólicos del éxito financiero e iiHeIreinal judío en Europa, tiene también un componente indudablenii nlr religioso y psicológico: el rechazo, el odio, cultivado religiosamrnlc, simbólicamente, al «Pueblo deicida», a «los que asesinaron a une ,lio Señor Jesucristo», etc. Un imaginario cristiano que ha alimenindo íantasmas criminales durante siglos. Unas personalidades neuróln as que bien se puede denominar, con E. Fromm21, de narcisismo umlijmo, necrofilia y fijación incestuosa, pero que no explican la «indileiriiria activa» (G. Steiner) de la mayoría de la población europea .míe el exterminio de los judíos.
50
LA VIDA DEL SÍMBOLO
a un Dios único, espíritu impresentable, inefable, infinito, eterno. G Steiner ve ahí, y lo repite con insistencia, una imposición al espíritu humano, que tiende compulsivamente a la presencia representada, dé «una ausencia inconmensurable o una metáfora enderezada a la esfen natural de una aproximación poética, imaginada. Pero aquella exigen' cia (la prohibición de imágenes de Dios) continúa estando en vigor inmensa, inexorable. Castiga como un martillo a la conciencia humai na, para pedirle que se trascienda, que alcance la luz de una compren' sión tan pura que ella misma es cegadora»22. No es extraño que Nietzsche se sublevara contra lo contranatural del monoteísmo y abo gara por la multiplicidad creativa del politeísmo incluso trágico. Al liquidar a los judíos, ¿trata la cultura cristiano-occidental de eliminar a los que habían inventado al Dios de la intolerable ausencia? ¿Sería ésta una revuelta criminal de un imaginario compulsivamente reprimido? G. Steiner señala también una segunda y enorme tensión introdu cida por la herencia bíblica en el imaginario y la conciencia occiden tal: la demanda moral, sin igual, de la tradición profética que va desde los antiguos profetas de Israel, pasando por Jesús, hasta el profetismo secularizado de la tradición socialista. ¿Presionó tanto a la conciencia media occidental esta elevadísima moral del amor compasivo y eficaz al otro en necesidad? ¿ Se impusieron realmente los hombres europe os unos ideales y unas normas de conducta que estaban fuera de toda comprensión natural? Finalmente, ¿no fue el socialismo mesiánico, enraizado en la escatología mesiánica del anhelo de justicia absoluta (M. Horkheimer) otra «aspiración del ideal» (Ibsen) en la que la conciencia occidental se vio «forzada a experimentar el chantaje de la trascendencia»?23 La llama da a la superación de sí mismo hasta que prevalezca la justicia choca frontalmente con la estructura egoísta del hombre común, su imagina ción grosera y su conducta instintiva. El resultado final, dirá G. Steiner24 con el convencimiento de una conclusión, es el odio extremo a quienes nos señalan una meta inalcanzable pero irrechazable. El judío sería esta «conciencia sucia» de nuestra cultura occidental que aspira a la perfección y sólo alcanza a lamer la orla. Es la venganza del hombre natural e instintivo frente a los portadores del ideal.
22. Cf. G. S teiner, En el castillo de Barba Azul, 58. 23. Ibid., 65. 24. Ibid., 66.
I I OLVIDO DEL SIMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
51
nucila insinuado, en esta búsqueda de aclaración cultural, un enorim |ii(il)lema humano y cultural, psicológico y del imaginario: ¿puede lo i m a g in a c ió n reprimida desvariar? ¿Puede la compulsión a buscar i nmpnisaciones aberrantes conducir al «infierno»? ¿Puede el homo umhulicus, creador de imágenes, «invertirse» y enloquecer? V l a gran profanación Viiliuur soñó con una Europa libre de fanatismos y supersticiones, iniiin condición de posibilidad de la tolerancia. Intuyó un camino id lilaci/,ador y una era sin pasiones fanáticas, de indiferentismo, como el clima en el que crecería el orden racional y el respeto al ser húma la > Se diría que el talante ilustrado siempre ha sospechado que son los .1 iiliniicntos religiosos alterados de su matriz natural la raíz maligna ilc una serie de enloquecimientos y barbaries. Ihcn pasados ya dos siglos, y ante una situación que algunos, como 11 Mc l l ha n calificado de «gran profanación» de la cultura occidenial no lian dejado de existir ni la tortura sistemática ni los genocidios. , i .inc ha sucedido para que persista el fanatismo o el peligro de la barImi a- ’ I ,a presunta racionalización y secularización no ha conducido a l,i .ni icdad racional ni a la tolerancia. Como hemos indicado, los proI I "mis han sido más complicados de lo que preveían las mentes ilustra da-., y a la racionalidad funcional predominante le falta alguna di-men,imi para encontrar el equilibrio. Ahora nos volvemos mas cautos e incluso invertimos el diagnóstii o una cultura profanizada, que ya no tiene puntos de orientación para di imguir lo sagrado de lo profano, los umbrales que se pueden o no se pin-ilen traspasar, lo que se debe o no se debe hacer, es muy peligrosa. I J.iaiin paso de la muerte. Es lo que el cuento de «Barba Azul» sugieii pai a ( J. Steiner: un momento cultural en el que ya no hay tabú, pueria i ci rada que la curiosidad científica o la exploración y juego de este mi humano tardío-moderno o postmodemo no abra y profane, está imada al borde del abismo. Para algunos, ya todo es profano. Todo es IiIh liad desértica sin norte ni orientación. En este instante todo puede m u llirse, y sobreviene la muerte. I lay que pensar, por tanto, que la liquidación de las prácticas y símIii líos, de los ritos y doctrinas de las iglesias y corrientes cristianas en ■ i l. I). Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid l«»77.
52
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Occidente, ha dejado un vacío que no ha sido llenado por nada equi valente. Hay pugnas continuas, desde el marxismo al psicoanálisis, o desde la ciencia a la «New Age», por apagar esta nostalgia del Absoi luto26. Pero no se ha encontrado sustitución real. Los momentos culturales de extinción de las fuerzas religiosas tra dicionales y de pérdida de fuerza del imaginario simbólico religioso son temibles, mucho más que lo que previeron las mentes críticas: dejan que deambulen sin contrapeso los fantasmas del cielo y del infierno27. Especialmente estos últimos, al no tener lugar en la fantasía ni poseer los vínculos de una cierta visión religiosa que los embride y domeñe hasta cierto punto, vagan libres y dislocados por toda la cultu ra. Las mentes pueden desvariar al intentar encontrar formas sustituto rias. La parodia, cuando no la aberración, hace su irrupción: se sacraliza el Estado, la Ideología, el Pueblo, cuando no la ciencia, el merca do o el cuerpo, hasta caer en la magia de las piedras de cuarzo. El hombre europeo ya aprendió a construir y hacer funcionar el infierno sobre la tierra. Cuando el ser humano tiene la posibilidad de liquidar hasta la vida de la faz del planeta, tenemos que urgimos a encontrar el equilibrio. 6. Nota conclusiva El proceso de la iconoclasia o persecución de las imágenes y del imaginario en la cultura occidental nos ha conducido, desde un breve esbozo histórico, hasta la sospecha más grave de que la carencia de esta dimensión en la cultura y la racionalidad occidentales está li gada a algunos de los peores acontecimientos de la barbarie de esta civilización. La salud de la cultura occidental dependería, si esta sospecha fuera cierta, de la recuperación de un imaginario y de su integración normal, sana, dentro de la cultura actual. Ya hemos insinuado al final del capí tulo que nos encontramos en un momento de decadencia de la creen cia o de paso hacia una cultura y sociedad más profana y hueca, donde 26. Cf. G. S teiner, Nostalgia del Absoluto, Siruela, Madrid 2001, 14s., donde el autor pone de manifiesto este intento de compensar el vacío dejado por las fuen tes vitales de la religión y la teología. 27. Para G. Steiner {En el castillo de Barba Azul, 77s.) el infierno se volvió inma nente, se realizó en los campos de concentración, cuando la imaginación del mundo subterráneo careció de alguna Divina Comedia que sostuviera el carácter central que tenía el infierno en el orden occidental.
II. OLVIDO DEL SÍMBOLO EN LA CULTURA DE LA IMAGEN
53
i I simbolismo religioso y sus rituales han perdido mucho de su poten. inl. no sólo normativo, sino sugeridor. Nos encontramos con un défi• n di- imaginación institucionalizada que puede dar rienda suelta a los mr lores y a los peores fantasmas. Al menos se comprende que aventuii'iiion un momento de reconfiguración del imaginario simbólico en i i.i sociedad y cultura. Por tanto, vivimos una época de credulidad e imlileiencia al mismo tiempo. Época de penuria simbólica religiosa y de carencia de equilibrio cultural. ¿Tiempo de transición simbólica? I-ii esle momento, entendemos que estamos desafiados dentro de Le, insi iiuoioncs religiosas -digamos «iglesias»- a ofrecer una recreai mu simbólica que responda a esta necesidad de proporcionar la ofer ta i nllnral y humana de la salud civilizacional o, cuando menos, de i nial mi ar a ello. I a larea es recuperar el símbolo, la vida que palpita en él, como modo de revitalizar la cultura y la sociedad, la religión y la vida de fe. \in mi enérgico «giro simbólico» no hay futuro ni para la cultura ni pni a la religión occidentales.
II L a s r a íc e s s im b ó l ic a s DE LO SAGRADO
l miamos de explorar las raíces simbólicas de lo sagrado. Deambulan |M>i lo humano. Detrás de la pregunta por el sentido late el símbolo. , nue hay en el origen del mundo, para decirlo míticamente, que me d esv ele que la realidad está afincada en el orden y la luz, en la consisi. ui ia y la verdad? ¿Hay un poder más fuerte que la apariencia de rea lidad contradictoria que vivimos cotidianamente y que nos tienta de w / en cuando con la pesadilla del sinsentido? Quizá las contradiccio nes se revelen una ilusión o manifiesten una solidaridad reconciliadoia o complementaria I \ isie una experiencia de realidad que posee la fuerza de la reconi di.u ion: ve surgir la armonía por encima de las disonancias, y el sen tido mus allá de la caducidad y la angustia, la soledad y la muerte. El mbicpodcr reunificador sobre el que se asienta la realidad es lo sagra do Y el modo de acceso es el símbolo. El dinamismo que pone en un >\ límenlo el símbolo es la condición humana, a caballo entre dos mundos o realidades, cor inquietum que pregunta sin cesar y desea itosen aquello que le proporcione la quietud y satisfacción. I sic ser humano, poseído por el deseo de alcanzar el cimiento .tibie el que se asienta la realidad y la vida entera unificada, es el di ■.encadenante que abre la inteligencia al símbolo. El logos busca, en |.i mu i lugar, el orden y sentido de la realidad. El símbolo es el medio d. que dispone el hombre para apagar la sed de sus preguntas fundabe niales; la guía que le orienta hacia la unidad que rige y empapa la miiluplicidad mundana. El símbolo le abre a este ser humano hacia un
S ((
I A VIDA I > 1 I S IM IIO I.()
reino de re c o n c ilia c ió n y d e liie iz a , do se n tid o y a b so lu to , q u e lla m a m o s « sa g r a d o » , au n q u e la d e sa v e n e n c ia resurja e n se g u id a , in e x tin g u i b le, e o m o el p rop io Huir d e la vida, 1.a filo so fía barrunta e s te á m b ito y lo a eo sa eo u su s p reguntas in q u isitiv a s y su s rod eo s d e p u r a d o ie s, pero e s el m u n d o d e la sa b id u ría y la relig ió n el q u e se atreví- a la a lir m a eio n d e q u e lo a lisb a d o y ex p er im en ta d o por el « c o r a z ó n » e x iste y tien e la c o n sis te n c ia del fu n d a m en to . Pero, c o m o lo d o lo q ue tien e la fuerza del co ra zó n y el c o n traste d e la razón ra c io cin a n te, la r e c o n c ilia c ió n sim b ó lic a del se n tid o ile la realidad se v ive en d e s a lío y la ica peí m a n cille, en c o n flic to co n la in ev ita b le am b ig ü ed a d y co n tra d icc ió n de la realidad. lil se n tiilo d e la vida y del m u n d o p en de de la d e b il/lu e r le tram a tejida por los sím b o lo s. T o d o lo d em á s es p icgu n ta o alii m a ció n q u e n o traspasa la su p e rficie d e la realidad,
3 La memoria del silencio La ciencia, la razón científica, puede responder con sofisticación a muchas cuestiones acerca de la realidad. Pero todas estas cuestiones tienen un denominador común: se sitúan en el ámbito de lo que hay o aparece. Sobre estas cosas la ciencia puede decimos, con gran compe tencia y lujo de detalles, lo que hay y cómo es eso que tenemos ahí delante. Pero es incapaz de decirnos el «porqué» de lo que hay. ¿Por qué existe algo y no nada? ¿Por qué y para qué existimos? Ya pasó el momento en que la ciencia o, mejor, la racionalidad científica, se creyó en la posesión de todas las respuestas y declaraba inexistente o insignificante lo que ella no podía explicar. Esta ciencia decimonónica, «cientifista», o pasó o está recluida en algunos tugurios positivistas. Ahora la ciencia sabe que no puede saberlo todo. Está ver tida hacia los medios más adecuados para alcanzar un determinado objetivo o producto, pero no se plantea una reflexión sobre los fines. Este predominio descriptivo, objetivista, proporciona al pensamiento científico-técnico una montaña enorme de recursos a la hora de solu cionar problemas prácticos, funcionales, estratégicos, o a la hora de mejorar lo que tenemos. Pero ¿qué sucede con el problema de la vida, de la existencia humana, con sus asombros, emociones y frustraciones? La ciencia calla. Especialmente, no sabe decir por qué hay algo y no nada; por qué existe lo que existe. La figura y la postura de L. Wittgenstein resultan ejemplares a este respecto. El primer Wittgenstein del Tractatus mandaba guardar silen cio sobre lo que no se podía decir al modo lógico-científico. Pero, al mismo tiempo, en su diario íntimo escribía que justamente eso de lo que no se podía hablar era lo más interesante para el ser humano. Por esta razón, al finalizar el Tractatus (6.52), señala: «sentimos que inclu so, cuando todas las posibles cuestiones científicas han sido respondi das, nuestros problemas vitales no han sido ni siquiera tocados».
58
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Queda ahí una añoranza por penetrar en lo oculto. El silencio, cuando es impuesto por la importancia y magnitud de la pregunta, deja una huella. De ella vive la memoria. Es la memoria del silencio. Y siempre pugna por salir a la luz: persiste en la pregunta y en el tanteo de la res puesta. Cuando se reprime la pregunta o se la banal iza en respuestas que no vienen a cuento, entonces el ser humano enferma de melanco lía y busca apagar la sed inquietante de la Pregunta en la fuga indefi nida de sensaciones o en el tumulto de la existencia, o aplica su lengua febril a cualquier charquito. Entramos en la represión, la neurosis del sentido o la evasión trivial de la vida. La memoria del silencio o el intento de hablar de aquello de lo que no se puede hablar adoptan varias formas que se pueden presentar co mo ejemplares para el ser humano. Es un habla en el límite, al menos de la racionalidad argumentadora y lógico-empírica. Y justamente ahí aparece el símbolo. El símbolo es el habla que tiene memoria del silencio. En este capítulo querríamos mostrar cómo el ser humano, cuando persigue las cuestiones pretendiendo que digan lo que últimamente quieren decir, tropieza con la imposibilidad de expresarlas conceptual mente y tiene que recurrir al más allá del concepto: el símbolo. Sin ánimo de agotar las cuestiones fundamentales, vamos a tipificarlas en cinco preguntas o actitudes que nos empujan hacia el límite y nos impelen a no cejar en el conocimiento, aun cuando no podamos expre sarlo conceptualmente. Es un modo de ver surgir la necesidad del sím bolo desde nuestros interrogantes fundamentales. Tenía razón Adorno cuando decía que las cuestiones límite eran las verdaderamente dignas de ser pensadas. Pero justamente ahí mismo descubrimos la frontera de lo proposicionalmente decible.1 1. El asombro ante lo que hay La primera cuestión es la que suele ponerse como origen del pensar filosófico, es decir, del pensar que va a la raíz de las cuestiones: ¿por qué el ser y no más bien la nada?; ¿por qué existe algo y no la nada? Es decir, cuando nos detenemos en lo obvio que tenemos delante, la pregunta más sencilla, a la vez que la mas turbadora y difícil, es: ¿por qué existen las cosas y no la natía?; ¿por qué existe algo? Si uno se detiene y se deja prender por la pregunta, la realidad de las cosas empieza a parecemos sorprendente. El viejo Platón diría que nos sobrecoge el asombro. Pensar sobre lo que existe c o m o no dándolo por
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
59
supuesto, como quién mira por primera vez la realidad y se deja impaclar, produce una enorme sorpresa: estamos en el asombro originario, el asombro de que exista algo. Y esta suerte de admiración radical desa ta una serie de cuestiones en nuestra cabeza: ¿por qué o cuál es la razón de que exista lo que existe?; ¿quién o qué es la causa de esta existen cia? Y al no tener respuesta inmediata, caemos en la cuenta de nuevo de la admiración que produce el ser de las cosas. Al no conocer el secreto del ser -diríamos con Heidegger-, el ser de las cosas nos asom bra. Estamos en el principio del pensar a fondo sobre los fundamentos del mundo y de la existencia. Nos es fácil comprender que estamos a un paso también de la contemplación más profunda. Pensar en serio, a fondo, sobre lo más aparentemente sencillo, que es el que las cosas existan ahí, nos conduce hacia el camino del silen cio, de la no respuesta a mano, de las razones no disponibles: nos invi ta al silencio meditativo o, mejor, a que la sorpresa, la admiración y el asombro se transformen en contemplación. De esta manera, nos damos cuenta de que la pregunta y la actitud que está en la raíz del pensar filo sófico es la misma que la que está en la raíz de la contemplación reli giosa1. Pensar y contemplar están cerca, se dan la mano. Cuando empu jamos el pensar hacia el límite, y las razones se callan, comenzamos a meditar profundamente, es decir, se inicia la visión admirativa del mis terio que anida en el fondo de la realidad: comenzamos a meditar o, como decía Wittgenstein, a orar, porque «pensar en el sentido de la vida es orar». La experiencia racional y la religiosa no son opuestas; están enraizadas en la misma pregunta. Sólo que se despliegan de forma distinta. La pugna racional quiere verbalizar eso que tiene delante. Quiere penetrar en su ser mediante un conocimiento cada vez más claro y pre ciso de lo que esas cosas son en su aspecto, características, influencias, posibilidades, etc. Este esfuerzo humano por conocer lo que son las cosas ha dado origen a una ingente acumulación de saber sobre ellas, que se ha institucionalizado en forma de disciplinas y saberes que lla mamos «ciencias», y ha desembocado en un dominio cada vez más espectacular sobre esas mismas cosas, hasta el punto de que actual mente el ser humano corre el riesgo de expoliar y hasta liquidar el con junto de estas cosas: la naturaleza. También corre el peligro de perder el objetivo de su preocupación primera: en vez de conocer cada vez1 1.
Cf. L.M. A rmendáriz, Hombre y mundo a la luz del Creador, Cristiandad, Madrid 2001, 136s. donde señala algunos vestigios de esa «vibración de fondo» que recorre todo lo creado y que es el barrunto del discreto anonimato de Dios.
60
LA VID A DHL SlM H O LO
con más detalle las cosas para saber finalmente por qué son y existen, se ha quedado distraído en la maravilla de los detalles y las posibilida des, y olvida la pregunta radical y profunda, la que desató su admira ción y sorpresa primigenia. Muchos pensadores de la sociedad moder na tienen la sospecha de que algo de oslo le pasa al ser humano de nuestra sociedad: ha cambiado el asombro de que haya algo y no nada, por el atractivo de la indefinida maravilla de los detalles y saberes par ciales sobre las cosas y su manipulación, El ser humano de la moder nidad está a un paso de que el conocer científico-técnico de las cosas le apague la sed de pensar sobre el ser profundo de las cosas; los deta lles le entretienen en el camino, y no llega ¡amas a la cuestión radical. La racionalidad científica se transforma en un obstáculo del pensar; un divertimento del hombre moderno para no ir al misterio de la realidad, del ser de las cosas. Incluso, como ha puesto de manifiesto este terri ble siglo xx que acaba de pasar, el ser humano, con su dominio de las cosas mediante el saber científico-técnico, puede hacer que todo quede reducido, en expresión de Heidegger', a «cuenca carbonífera», a «yaci miento», y que se den las condiciones de disponibilidad para la «fabri cación de cadáveres en las cámaras de gas y en los campos de exter minio, lo mismo que el bloqueo y la condena de países al hambre, lo mismo que la fabricación de bombas de hidrógeno». Como repetía incansablemente la Escuela de Erankfml, id dominio de la naturaleza terminó en dominio del hombre; la liebre de la objetivación desenca denada por la ciencia-técnica desemboco en las cámaras de gas. Pero tras esta bárbara distorsión aun queda la huella insatisfecha del silencio sobre lo verdaderamente impmimite, lista «ilustración insatisfecha», como le llamó Hegel, tiene manifestaciones aberrantes y serias. Redescubre las preguntas sobre el ser en la • física del Tao» o en los sincretismos religiosos de nuestro momento neo místico y neo-eso térico. Pero, incluso por estos vericuetos, se atisba el asombro de lo que hay, la pregunta estremecida por el misterio que habita en la reali dad. Y volvemos sobre el límite del hablai lacional, merodeamos de nuevo por el más allá de la ciencia y su hablai de las cosas. No sabemos en qué momento exacto, pero parece ser que desde que tuvo luz suficiente en la inteligencia, id hombre se asombró y se preguntó por el ser de las cosas y la razón ultima de lo que hay. El rito2 2.
M. H eidegger escribe esto en las coiiIoh ik ins de l‘M‘i m iiicmcn y lanza un grito de alerta contra la gigantesca racionalización de la voluntad industrial. Es la única referencia heideggcriana al Holocausto indio el <úwimtíinsgabe 19, Klostermann, Frankfurl a.M. IWI, 21.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
61
y el mito fueron el camino para explicar por qué existía la realidad, es decir, el mundo. El mito es la «ontología arcaica» (Mircea Eliade3) a través de la cual el hombre primitivo se aproxima a una explicación de los orígenes del mundo, de todo lo existente, incluido él mismo. Una explicación que toma la forma de relato, de «historia sagrada, ejemplar y significativa», de mitologías, para decimos por qué las cosas son como son. Y tiene razón K. Kérenyi4 cuando nos hace notar que pre guntar por los orígenes (Ursprung) es equivalente a indagar «el ser y la esencia» en la filosofía. El mito es «el trabajo del ser» mientras dura la apariencia. La forma o manera peculiar que adopta la pregunta por el ser de la cosas en el mito no es la cuestión del porqué, sino del «dónde, el cuándo y el cómo» de las cosas. Es decir, es la pregunta por el arjé, o principio original; por aquello que está detrás de las causas (aitía) y es el fundamento o principio de las cosas. El mito busca así responder al suelo firme, cimiento, sobre el que se levantan las cons trucciones históricas e institucionales. El mito, en cuanto trabaja el ser de las cosas, lo hace de forma ima ginativa, como forma simbólica, que dirá E. Cassirer5, como palabra e imagen abierta, en camino, hacia algo más alto y original que frecuen temente desemboca, al no encontrar la palabra poética radical, en la danza cúltica y la celebración. La palabra incapaz de expresar todo lo que ansia se hace expresión cultual y festiva. 2. ¿Asombro o absolutismo de la realidad? H. Blumenberg6, el filósofo alemán estudioso de los orígenes de la modernidad, del denominado «universo copemicano», ha señalado con agudeza que la ciencia presenta un rostro bifronte, jánico: por una parte, aparece como un esfuerzo humano por domesticar y distanciar la naturaleza despiadada; pero, por otra, con su desarrollo ingente, la ciencia nos ha ido quitando más y más ilusiones y nos ha robado la 3.
Cf. M. E liade, Mito y realidad, Guadarrama, Madrid 1968, 13s.; J.M. MarEl retorno del mito. La racionalidad mito-simbólica, Síntesis, Madrid 2000, 40s. K. Kerényi (Hrsg.), Die Eróffnung des Zugangs zum Mythos, W bg, Darmstadt 1996 , 234s. dones ,
4. 5. 6.
E. C assirer, Filosofía de las formas simbólicas II, F ce , México 19982, 44s. Cf. H. B lumenberg, Die legitimitat der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt a.M. 1988. Para una visión de conjunto muy clara, cf. F.J. W etz, Hans Blumenberg. La modernidad y sus metáforas, Alfons el Magnánim, Valencia 1996.
62
LA VIDA DEL SÍMBOLO
centralidad antropológica que creimos poseer en algún momento: el ser humano no tiene el lugar privilegiado y central que imaginó en el conjunto del universo. La ciencia moderna ha humillado al ser humano. Incluso es una causa de nuestra desilusión creciente. El universo, ahora objetivado científicamente, se muestra mudo ante la pregunta acerca de qué son y qué sentido tienen el universo y el hombre. Nietzsche ya vio que desde Copémico el ser humano está en una rampa inclinada que se desliza hacia la nada. Porque ¿qué es el ser humano, a la vista de un cosmos colosal con miles de millones de soles y galaxias? ¿Qué queda de un cosmos ordenado y jerarquizado melaíísicamente? No ha quedado pie dra sobre piedra. La física nos ha demostrado que todo se compone de la misma materia y está sujeto a idénticas leyes. La grandeza del universo ha aniquilado la importancia del ser humano. La inconmensurabilidad del universo muestra la irrelevancia del hombre. De ahí que cada vez crezca más la indiferencia del uni verso ante el destino o la pregunta por el sentido humano. Incluso la protesta contra esta indiferencia va cediendo a la potencia de la mudez cósmica. Claro que, desde Schelling hasta el «principio antrópico», hay esfuerzos por mostrar que el hombre es la meta del desarrollo cós mico y que, en último término, todo ha sirio hecho apuntando al hom bre. Pero el «cientificado» mundo moderno, que muestra innumerables desiertos de planetas «cicatrizados de cráteres o asfixiantes cavernas ardientes sin vestigios de vida», es un leroz contrapunto a la visión kantiana, para la cual «el conjunto de tantos... mundos... estaría ahí para nada si en ellos no hubiera hombres; es decir, toda la creación sería sin el hombre un puro desierto, algo vano y sin finalidad». Sin duda, el firmamento estrellado seguirá siendo motivo de admi ración y hasta de inspiración poética; pero, según Blumenberg, «tene mos la impresión de que eso ya no tiene mayor trascendencia». M. Horkheimer dirá que la magnitud del universo hace que le resulte impensable la existencia de un Dios que tenga cuidado, providencia, de cada ser humano. ¿Le roba la ciencia moderna el sentido al mundo y a la vida? El «absolutismo de la realidad», el mutismo del cosmos que enfrenta al ser humano con su tremenda precariedad, produce el enmudecimiento de las preguntas por el sentido último de este universo absoluto y frío con respecto al hombre, pero enciende también nuevos interrogantes: ¿es irracional este universo tan sin fundamento, propósito ni valor? Y un mundo sin fundamento ¿no muestra una absoluta contingencia? De ahora en adelante, tendremos que hacer frente al absolutismo de la rea-
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
63
lidad. La memoria del silencio ante la prepotencia del universo tam bién pugna por decir algo. Para Blumenberg, toda la historia del pensamiento testifica la lucha frente a este problema: la de poner al hombre a salvo del absolutismo de la realidad. Interpretaciones y más interpretaciones para distanciar nos de esta impresionante frialdad cósmica y mantenernos a distancia de este ser que nos es extraño. Y en ese ingente esfuerzo frente a la pre potencia del universo y su insondable silencio, una construcción lla mativa: la producción de mundos simbólicos. El ser humano, en su esfuerzo por domesticar y distanciarse de esta muda realidad, descubre su carácter simbólico. El ser humano teje un mundo humano o «red simbólica» donde vive primariamente. Es lo que E.Cassirer7 denominó las «formas simbólicas»: lenguaje, mito, religión, arte, ciencia, histo ria. A través de ellas, como ha mostrado la reciente teoría sociológica estilo P.L. Berger y Th. Luckmann, el ser humano construye una reali dad social, una sociedad, ordenada y con sentido. Una sociedad que es como el contrapunto que le da la espalda al desierto galáctico. El mundo del hombre, la sociedad, en cuanto tejido simbólico, es un modo de mantener a distancia la prepotencia del mundo físico. La historia de esta reflexión no concluye aquí. Si la ciencia se nos muestra, desde este punto de vista, como una forma simbólica para construir un mundo humano que nos defienda frente al absolutismo de la realidad, no debemos perder de vista su ambivalencia: ha agudizado también nuestra precariedad frente al cosmos. No sólo produce asom bro y admiración, sino espanto y miedo. Se dispara la pregunta mortal: ¿tiene la «inanidad» la última palabra? Volvemos a vernos en los lími tes de la razón argumentadora. A pesar de todo, la exigencia de senti do permanece. En el fondo, nos vemos confrontados, como Nietzsche8, al dilema de si la realidad es radicalmente trágica o finalmente amorosa. ¿Quién tiene la última palabra: la inmensidad prepotente del absolutismo de la realidad o el sentido amoroso de un designio que lo abraza y conduce todo hacia El? ¿Por qué principio está regida la realidad: por la trage dia o por el amor incondicional?, ¿por Diónisos o por el Padre de Jesucristo? En los puntos dilemáticos, allí donde el ser humano se juega en el límite la última visión-decisión, le abandona el concepto y tiene que echar mano del símbolo. 7. X.
Cf. E. C assirer, Antropología filosófica, Fce, Méxicol994, lOs. Cf. F. Nietzsche, Ecce homo, Alianza, Madrid 1998, 75s.
64
LA VIDA DEL SÍMBOLO
3. ¿Por qué existe la injusticia? E. Levinas9, el filósofo lituano-francés que se propuso pasar a concep tos, a filosofía, lo central del mensaje bíblico, ha insistido machacona mente en que el pensamiento occidental gira y gira alrededor del saber expresable en conceptos. Ni siquiera la famosa lucha de M. Heidegger contra la metafísica escapa a este planteamiento «teórico» del ser. Para Levinas hay una cuestión más allá del planteamiento teórico, y ésta es la aportación bíblica al pensamiento occidental. Puede ser expresada en el cambio de pregunta fundamental que nos hacemos: no ya la cues tión especulativa de Leibniz-Heidegger, «¿por qué hay ser más bien que nada?», sino la pregunta existencia! -«anti-natural», dirá Levi nas101- : «¿es justo ser?». O, dicho de otro modo, donde late el sentido ético que atraviesa el relato bíblico: «¿por qué hay mal y no, preferi blemente, bien?». ¿Por qué existe la injusticia? Este vuelco en la cuestión supone toda una nueva orientación. En vez de la pregunta que me adviene desde fuera, desde el ser que me interroga, encaro ahora la cuestión que me sumerge en mí mismo, en mi existencia y destino. Ya la pregunta no es planteada por un «sujeto cognoscente» que trata de dar explicaciones. Ahora nos las vemos con cuestiones que interpelan al sujeto mismo. No es del ser, de la esencia, del sentido, de lo que tratamos, sino de algo que loca el ser mismo del hablante, que le llega y atraviesa su alma, su corazón, su relación con el otro. Abordar cuestiones de justicia e injusticia es tocar el horror y la piedad, la libertad y la gracia. No se pueden responder con «expli caciones», sino con implicaciones. Las respuestas que se den tienen que ser abiertas y comprometidas. Nos hallamos ante una persona que está con otras personas, que vive con ellas y que siente la interpelación que brota de la misma relación entre ellas. Se trata de un «sujeto en relación». De ahí que sea socialidad el nuevo nombre de un pensa miento" que no puede expresarlo todo en palabras, explicaciones ni conceptos. Se requiere más bien la escucha12y la respuesta al encuen tro, la llamada, la interpelación o la mudez del otro. Frente a la prima cía de la intuición, del ver y captar las cosas, nos encontramos con una 9. Para lo que sigue, cf. E. L evinas, Fuera del sujeto. Capa irás, Madrid 1997, 106s. 10. Ibid., 107. 11. Se ha denominado «nuevo pensamiento» (Nenes Denken) osle planteamiento filo sófico, que tiene su origen en pensadores judíos como Roscnzweig. Buber y, hoy, Levinas. 12. Cf. J.-L. M arión, «The voice without Ñame: Hoinage lo Levinas», en (J. Bloechl [ed.j) The Face o f the Other and The Trace o f Clod, l'ordham University Press, New York 2000, 224-42 [226].
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
65
presencia que no se ve, que no se muestra a sí misma, sino que se sien te el impacto de su llegada por lo que afecta, toca y sacude en su lla mada. Y siempre queda algo irreducible, inefable, en esta relación entre personas -en toda relación-, que trasciende lo que se puede decir. Cuando lo que nos interpela es el sufrimiento que produce la injus ticia de la víctima, del inocente, entonces nos damos cuenta de la enor me distancia entre un planteamiento teórico o científico y otro existencial. El primero es un planteamiento de observador: el sufrimiento es visto «desde fuera», como si una máquina o unas leyes inexorables fueran las que provocaran el sufrimiento. No habría ocasión ni para la indignación ni para la rebelión. Las cosas son como son, estamos sometidos a una especie de ley de la naturaleza. En este planteamien to, el sufrimiento y el mal del mundo es algo funcional y neutro, una suerte de destino. Pero si resulta que el sufrimiento de la injusticia y del mal lo vivo como participante, como implicado, entonces este mal no es neutral, sino que sale a mi encuentro, me llama, me busca en el otro y en las relaciones que tengo con los otros. El sufrimiento, la injusticia, el mal, me alcanza como si tuviera una «intención»13, como si alguien se encarnizase conmigo. En el fondo late una presencia oscura, un sentido, ligado a un alguien14. Algo importante hemos descubierto: la tematización, la especula ción, no es la única clave del sentido. El pensamiento del diálogo y la relación pone de manifiesto que la experiencia de la socialidad es tam bién una fuente de sentido, aunque sea irreducible a la expresión con ceptual y la conciencia clara y distinta. Un sentido ganado en la inter pelación ante el otro «tú», que me emplaza, me exige y me llama a la responsabilidad en el símbolo de la desnudez de su rostro, en el cara a cara con el prójimo; o en la interpelación del mal y el sufrimiento de las víctimas. Es éste un saber que se gana por «apresentación» del otro: siempre señalado por signos, gestos, juegos de fisionomía, lenguaje y obras. Especialmente el rostro funciona como un símbolo que me remite a un más allá de lo meramente reducible a la experiencia del saber. Incluso en la pregunta del otro se incorpora el misterio del ser: el misterio de la realidad a la que pertenecemos, juntos, el otro y yo. Rstamos ante un sentido que no proviene del ser de las cosas, de su explicación o sentido último, sino del bien que habita en la realidad y nos impele a esperar confiadamente a pesar del mal que nos anega. Ha13. Cf. Ph. N emo, Job y el exceso del mal, Caparros, Madrid 1995, 158s. 14. Ibidem. El autor dirá que aparece «una interpelación de un Tú y un vislumbre del bien detrás del Mal».
66
LA VIDA DEL SÍMBOLO
cemos el descubrimiento de que es el bien el que da sentido al ser, y no al revés. Podemos quizá decir, finalmente, que todo lo que aparece con sentido se nos presenta «como otro modo que ser», en expresión difí cil pero significativa de E. Levinas. Haber seguido las huellas de una memoria del silencio, de la ex periencia del encuentro, la socialidad humana, el misterio del mal y la injusticia, nos ha conducido hasta esta playa donde arriba el olea je del sentido que produce el bien — hasta como contrapunto al malque se puede sentir, percibir, evocar y sugerir, más que explicar conceptualmente. 4. El exceso de significado ¿Cuál es origen de la obra de arte, de la creación artística en cualquier campo? Desde Homero y Platón se vio al poeta y al artista sometido a un rapto, a una posesión, a un otro, llámese musa o divinidad. La cre ación artística ponía al ser humano en la órbita de lo divino, quería expresar lo que limita con lo humano, ir unís allá de lo humano. Rilke, cercano a nuestros días, lo dirá de otra forma: la creación poética es fruto de llevar la experiencia hasta sus últimas consecuencias. El artis ta se arriesga, va hasta el límite. No es extraño que la experiencia del artista, especialmente del poeta moderno, sea la de una existencia alie nada: el poeta siente que no es él mismo. Tanto Keats como Rimbaud han quedado como ejemplos paradigmáticos con expresiones «canó nicas»- de este extrañamiento: el artista vive exiliado de sí, sin identi dad, perdido en una suerte de desubjetivaeión. «('ar je est un autre», yo es otro (Rimbaud). Un juego peligroso, en el que se está bordeando la cordura. Si artista es aquel que arriesga tanto en la experiencia del yo que llega al límite de no saber si ya está entre los humanos o con lo divino, en su intento de expresar lo inexpresable, entonces la creación poética no dista tanto de la experiencia religiosa. También ésta, cuando es lle vada a grados de cierta elevación, ya no sabe si, como decía Pablo, «con el cuerpo o sin el cuerpo... es arrebatado al paraíso y oye palabras arcanas» (2 Cor 12,3-4). ¿Cuál es la condición de posibilidad de que se juegue este juego de ir al límite del yo, de la experiencia humana que supone la creación artística? De alguna manera habrá que responder, con ( i. Steiner15, que 15. G. Steiner (en diálogo con A. Spirc), l.n Ixnhnnr ¡l<• /« ninonmcia, Taller M. Muchnik, Barcelona 1999, 101; I d ., ( ¡nm uiiH iis <■ /,/ ¡ uu< um, Símela, Madrid 2001, 295s.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
67
es una «hipótesis o metáfora de trabajo» pascaliana y cartesiana que presupone lo siguiente: existe una trascendencia (Pascal), la seguridad o posibilidad de entendimiento humano, y no hay un genio maligno que vuelva absurdas nuestras palabras o intentos de comunicación y expresión (Descartes). En el fondo de la cultura helénica y hebrea late la analogía normativa entre los actos divinos y los actos mortales de la creación. Creemos y apostamos, hasta la deconstrucción postmodema, que hay un acuerdo entre en el signo y el sentido, entre la palabra y el significado, entre la forma y lo fenoménico. Los postulados de la con cordancia, la equivalencia y la traducibilidad, aunque imperfectos, reflejan el teológico privilegio de formular la identidad de Dios. Desde el tremendo «Yo soy» se extiende el tenso arco de la creatividad que une el nombre y el verbo, la conciencia creativa y el trabajo de la metá fora y el símbolo. Buscamos trascender el límite. El artista es el hombre que se arries ga hasta la locura por alcanzarlo; pero en el fondo late la trascenden cia. Puede ser una trascendencia de la existencia real de Dios: es el caso de Miguel Ángel, que habla del otro escultor que es Dios. Puede ser el Creador rival que avistaba Picasso cuando se refería a que «Él es la competencia». Puede ser la trascendencia sentida como «el intermi nable peso de la ausencia de Dios: el horrible sentido de un vacío con creto»16, vivido por Kafka y otros. Ahora bien, siguiendo la argumen tación y expresión de Steiner, en todos se da la experiencia de que «el agujero negro no está vacío», de que hay una terrible energía de ausen cia. Es precisamente esta presencia ausente, «la quemazón constante ile lo que ya no está, de lo que ya no es», semejante a la zarza que arde sin consumirse y que fascina a Moisés, lo que está en el aliento de una imitación, de una mimesis: del acto creador primigenio. Claro que esta forma de arte es la que expresamente se hace más allá de la razón. Se sitúa en el límite de lo expresable y juega a decir lo que no se puede decir. Quizá hoy estamos ante otras formas de arte totalmente inmanentes: que se sitúan en el más acá de la razón. Está por ver esta posibilidad y lo que da de sí. Mientras tanto, afirmemos que el acto creador vive de «un sentido en el que ningún discurso humano, por analítico que sea, puede extraer un sentido final del sen tido mismo»17. Sólo cabe la presencia efectiva en los símbolos que generan las obras de arte.
16. Ibid., 105 17. G. S teiner, Presencias reales, Destino, Barcelona 1995, 261.
68
LA VIDA DEL SÍMBOLO
5. El tartamudeo de Moisés También el paso por la Biblia nos conduce hacia la pregunta sin res puesta (conceptual) y al recurso a la evocación, al uso de las media ciones, al símbolo. En el libro del Éxodo (4,1Os) se presenta a Moisés -algo reiterati vo en las vocaciones, llamadas y envíos bíblicos- como alguien que se resiste a la misión encomendada por Oios porque «no tenía facilidad de palabra». Esta resistencia de Moisés apelando a su tartamudez da mucho que pensar. El que tiene un encuentro con Dios sabe algo de Él, tartamudea y no sabe expresarlo. Es el «no se qué que queda balbuciendo» del mís tico. Un «no se qué que se alcanza por ventura» y que no se da en el discurso conceptual ni se deja expresar mediante los recursos teológi cos ni arguméntales. Es pura gracia, y, en lodo caso, sólo se acierta -como el in-fante, es decir, literalmente, como el que no sabe ni puede hablar- a balbucear. Acerca de lo que hemos visto o nos ha sido reve lado del Misterio de Dios y del mundo sólo podemos decir, torpe o infantilmente, algunas palabras poco inteligibles'*. La cercanía de Dios, el terror de lo inefable, produce la conciencia de la incapacidad de hablar del Misterio: la presencia que emerge de la zarza ardiente desvela su carácter radicalmente inconcebible, inimaginable, indeci ble. «Él es el que es». Los que más saben son los que más callan. O cuando hablan, saben que sólo balbucean. Sin embargo, la misma Biblia pone en boca cíe Dios que, si Moisés tartamudea y vacila a la hora de decir lo que lia escuchado, puede usar a Aarón, el levita, que sí que habla bien (Ex 4,14). Es decir, el sacer dote es el que habla bien, mucho, acaso demasiado, de Dios. Aunque no haya visto ni oído a Dios, habla de Dios, lil Talmud, según la tradi ción rabínica, es ese hablar incesante sobre Dios y su Misterio de los que quizá no hayan escuchado demasiado a Dios. Los que escribimos de cuestiones teológicas o religiosas estamos en esta tradición de verborreantes sobre Dios. Hablamos de lo que no sabemos y, finalmente, traicionamos la revelación de Dios. Hablar sobre Dios o de lo que Dios lia comunicado a los hombres es un mandato del mismo Dios: de Dios a Moisés: «I láblale -a Aaróny ponle mis palabras en su boca. Yo estaré en tu boca y en la suya... él será tu boca». Pero a condición de que se hable por mediación o dele-18 18.
La ópera de Schónberg, Moisés y Aarón. i|iie, como dice ( ¡. S ti i n u r (Gramáticas de la creación, 279), es en su inacabamienlo testimonio de su tema y de su sin ceridad, termina en el grito desesperado de Moisés: .•Palabra, lií, palabra que me faltas» o que «me fallas».
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
69
gación de quien ha visto y oído. Por eso, cuando el hablar religioso se independiza de la «experiencia mística», de la escucha de Dios, enton ces se cae en una logomaquia que habla muy bien, pero comunica poco o nada del Misterio de Dios. Se ha perdido la reserva de la tartamudez que produce la cercanía de Dios, y se tiene la soltura humana del con cepto claro y distinto. Se articula muy bien, se expresan las cosas muy claramente, de forma adulta e ilustrada, pero se ha evaporado la mudez y la «minoría de edad» del que ha pisado terreno sagrado. Pero tras muchos esfuerzos «talmúdicos», fílosófico-teológicos, sin duda siempre se vuelve -ésta es la enseñanza bíblica- al silencio: si al principio está el balbuceo tartamudo, al final está el nombre impronunciable. Yahvé, el nombre que tiene que comunicar Moisés, que quiere comunicar la revelación bíblica, es impronunciable. El sím bolo de la impronunciabilidad del «tetragrammaton» es el cierre de los esfuerzos teológico-religiosos por decir, por hablar, del Misterio de Dios. Finalmente hay que callar. O, dicho con el Segundo Testamento de Jesús, hay que recibir la revelación de «la Palabra que se hizo hom bre y acampó entre nosotros» (Jn 1,14). En la debilidad de la carne, en el anonadamiento y vaciamiento del poder, incluso del concepto, se hace presente el Misterio de Dios. Siempre el Misterio se da en sím bolo19. Lo esencial, la revelación, cae al otro lado de la palabra. 6. Conclusiones Hemos explorado sucintamente algunas preguntas fundamentales que se plantea el ser humano cuando avanza con pretensiones de aventúre lo hasta el límite de sus posibilidades por el camino mítico, filosófico, científico, ético, estético y religioso. De nuestro rápido recorrido se deduce que el ser humano se caracteriza por una insaciable sed de pre guntar. Se puede denominar este ansia, mirando hacia el sujeto huma no, «imperativo de interrogación», que denota una conciencia de exce so y desproporción interior, o bien el nietzscheano «baile al borde del abismo». Mirando hacia la intencionalidad de la pregunta, hay una inquietud por un sentido final, último, que le avecina con la trascen dencia. El ser humano es así el puente entre dos mundos, círculos, dimensiones o realidades. 19. Cf. Morris West, Eminencia, Bsa, Buenos Aires - Madrid 2000, 296: el perso naje de la novela, un cardenal argentino, en el momento álgido en que es cues tionado sobre lo que nos espera en la otra orilla de la muerte, dice: «Nadie sabe lo que pasa después de la muerte, amor mío. Sólo tenemos símbolos y parábolas para expresar nuestros deseos, esperanzas y creencias».
70
LA VIDA DEL SIMBOLO
Ha quedado insinuado -esperamos que suficientemente- que una y otra vez esta exploración del sentido profundo de la realidad tropieza con la incapacidad del concepto para dar cuenta de lo perseguido y oscuramente entrevisto. Hemos percibido un enmudecimiento que deja en su callar un silencio significativo. Queda ahí como una memoria de un silencio imposible de romper mediante aclaraciones o explicaciones y que, sin embargo, alimenta un impulso posterior para proseguir la exploración más allá del concepto. Esta huella, zarza ardiente, quema zón constante, extrañamiento doloroso, balbuceo, se hace presente al modo de la ausencia. Es una presencia ausente, un echar de menos, de lo que sólo se puede tener noticia al modo indirecto, curvilíneo, de la evocación, la sugerencia, la analogía, el símbolo. El símbolo, afir mamos -y será el tema a aclarar-, es el lenguaje de la memoria del silencio. Atisbamos así que la razón humana, para estar a la altura de este ser empujado por el «imperativo de interrogación», tiene que superar los estrechos límites de la razón raciocinante y argumentadora. Tiene que forzar la frontera de la razón discursiva y aventurarse por otro tipo de pensamiento y conocimiento. Este ir más allá se presenta así, en este primer momento, como transgresión de la circunscripción de la razón a mera racionalidad conceptual. Y nos indica ya que el camino simbólico se ofrece, desde este punto de vista, no sólo haciendo justi cia a un ansia humana de sentido profundo, sino como defensa de la misma razón. La razón para ser ella misma debe respetar su propio impulso y, por tanto, apoyarse en el símbolo. La «piedad de la pregunta», que diría Heidegger, se mantiene cuan do se sabe escuchar y resistir a la prisa del pensamiento. El pensa miento, especialmente el conceptual, tiene el ansia de la aprehensión, de agarrar (greifen, Begriff) rápidamente y asimilar dentro de una vi sión o explicación. No se respeta ese resto intransmisible de la pre gunta honda que apunta al Misterio. Se cercena con la prisa del pensa miento y el agarrón del concepto la hondura misma del Misterio y del pensar. La renuncia, al menos, a la prisa del concepto y el rodeo del símbolo pueden ayudamos a recuperar de nuevo la piedad de la pre gunta y la persistencia en la misma. Queda ya señalado todo un camino a recorrer. Proseguimos nues tra andadura de descubrimiento de las raíces o fuentes del simbolismo, volviendo nuestros ojos hacia el sujeto mismo, que usa el símbolo cuando el pensar conceptual encalla en su pretensión de sentido. ¿Qué hay en el ser humano, en su intento desmesurado de traspasar los lími tes, para que desemboque en esta compulsión simbólica?
4 Un ser compulsivamente simbólico El ser humano está recorrido por la desmesura. Es un ser del exceso. Las formas en que se manifiesta esta desproporcionalidad son muchas y, de nuevo, no pretendemos más que indicar algunas. Nuestro mues trario tiene un carácter más de sugerencia que de descripción acabada. Al mismo tiempo, será un recorrido por las aportaciones más recono cidas de aquellos pensadores que justamente ahí han visto la condición humana como condición simbólica. La intención que nos guía es que en la desproporción interior que vive el hombre en sus variadas refe rencias a su «condición humana» percibamos la necesidad de hacer frente a este exceso mediante algo más que meros conceptos. El hom bre necesita echar mano de ese algo -el símbolo- para tratar de expre sar y reequilibrar la desmesura que le recorre y el exceso que trata de compensar. Veremos así cómo el ser humano, homo symbolicus, al decir de E. Cassirer, lo es por necesidad imperiosa de su condición. El hombre es un ser compulsivamente simbólico. Proseguimos esta presentación indirecta del símbolo, situando más su necesidad e importancia que describiéndolo y analizándolo. De este modo, obtenemos una captación de la atmósfera humana donde juega el símbolo, caemos en la cuenta, por su ubicación, de su enorme importancia para la vida humana y preparamos el paso al análisis del símbolo y sus características. 1. A la búsqueda de una sutura El ser humano tiene experiencia de una herida honda: siente el desga rro del desajuste con el entorno1. Es un ser constitutivamente desajus-I. I.
J. Wahl (Le Minotaure, citado por R. Schérer, «Construir una casa en llamas:
72
LA VIDA DEL SÍMBOLO
tado. No encaja, como los animales, en su medio. El hombre, al pose er una dotación instintual plástica, tiene que construir su propio entor no o mundo social2, que siempre ofrece los síntomas de la precariedad y la provisionalidad. Esta pobreza de fijación instintual se compensa con una apertura y libertad de movimientos y la posibilidad de adapta ción. Ahí justamente se manifiesta la inquietud del espíritu a la bús queda de su propio hogar. La pobreza instintual humana es la condición de posibilidad del espíritu. Este se extiende indefinidamente ( Weltoffenheit), precisamen te porque no se siente aherrojado en la estrecha cárcel instintual, pero debe pagar la amplitud de su libertad al precio de una búsqueda per manente de postura, lugar y acomodo. El ser humano no encuentra fácilmente hogar ni lugar de reposo. Es un ser radicalmente utópico, apátrida, sin lugar ni techo fijo. Esta «excentricidad» humana (H. Plessner), que no sólo lo es con respecto al propio cuerpo, sino tam bién al ambiente socio-cultural, hace del hombre un ser dúplex, dialéc tico o dualéctico: por una parte, su existencia se desarrolla en un con texto de orden, dirección y estabilidad; por otra, está sometido al cam bio, la ruptura, la escisión. De ahí que sea una necesidad antropológi ca la actividad que busca permanentemente un equilibrio entre lo logrado y lo por hacer, el orden social alcanzado y el desajuste que en ese mismo orden se inicia constantemente. Nada tiene de extraño que este ser humano se vea a menudo sobrecogido por la angustia de ser lo que es; un ser finito -arrojado en el mundo, diríamos con Heidegger-, como estando sin objetivo. Y que experimente, por tanto, el miedo generalizado y sin objeto claro que brota de ser sencillamente lo que es y como es. Traducida esta tensión antropológica que recorre el ser y hacer del hombre en su realización temporal y social, nos encontramos con que todas las realizaciones socio-culturales están aquejadas de ambigüe dad. Ninguna expresa ni consigue la serenidad duradera. A toda crista-
2.
Jean Wahl por el camino de Nietzsche»: Archipiélago 40 (2000), 59-69 [69]) lo expresará poéticamente: Una quemadura Una herida Palpita en el fondo del Universo Todas nuestras penas, todos nuestros placeres Son el chisporroteo de nuestras alas en esa llama El eco en nosotros de esa mordedura El contagio de ese fuego. Cf. P.L. Berger - Th. Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires 1972, 66s.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
73
I¡/.ación social le persigue el fantasma de la degradación, la corrupción de las mejores intenciones, la perversión de las consecuencias no que ridas... Las ciencias sociales conocen estos fenómenos de autonomización tergiversadora de los hechos sociales y tratan de darles nombre con una pretendida objetividad aséptica, pero queda un rastro de no apropiación y de malestar que se esconde en el silencio de las «conse cuencias no queridas». Pensadores como H. Bergson advierten en la raíz del dinamismo creativo esta tensión que conduce evolutivamente del instinto a la inteligencia, de lo cerrado a lo abierto. No hay más que echar una ojeada a la situación histórica para per catarse de esta escisión que atraviesa la realidad humana vivida. El siglo xx que acaba de pasar ha sido un laboratorio de inhumanidades y barbarie. Siglo «terrible» lo llamó I. Berlin. Siglo de dos grandes guerras de «religión secular» (E. Hobsbawm) que han dejado un saldo de más de cien millones de muertos y otros tantos en guerras, catás trofes y genocidios «menores». Siglo de «Auschwitz», como denomi nación y epítome del exterminio masivo de seres humanos organizado burocráticamente, dirigido administrativamente y ejecutado de modo industrial. Este cúmulo de cadáveres y de sufrimiento clama al cielo y cuestiona la existencia de un sentido. ¿Será el sinsentido la última palabra de la existencia humana? Leyendo a Gordon Childe o a antropólogos que se atreven a lanzar una mirada general más allá de las circunstancias históricas que una vida humana concreta encierra, se tiene la impresión de que el desga no ha estado siempre presente en la vida humana. La barbarie ha acompañado como su sombra a la civilización. De ahí que la pregunta por el sentido o sinsentido resuene en todos los rincones de la historia y plantee, a su vez, la pregunta por la herida que atraviesa al ser huma no y su mundo social. Con la misma intensidad con que tenemos que recoger el interro gante, debemos atender al ingente esfuerzo humano por negar que el sinsentido tenga la última palabra. La actividad y las «explicaciones» que se dan los humanos a través de esas matrices donadoras de senti do que llamamos «cultura» tratan de convencemos de lo contrario. La vida humana es un esfuerzo ingente por crear sentido y vivir la reali dad con sentido. La empresa social, en todas sus variadas formas de construcción de realidad, es una aventura maravillosa e ingeniosa por no entregarse en las manos del caos, la mptura o las tinieblas del espanto. Toda la cultura no es más que el resultado de este esfuerzo de creación y aun el impulso creativo mismo. En el fondo, tras el arte, la religión, la ciencia y cualquier manifestación humana, podemos leer el
74
LA VIDA DEL SÍMBOLO
mismo esfuerzo por conjurar los demonios de la monstruosidad pega dos a nuestras espaldas. ¿Cómo se realiza hazaña tan grande? ¿Con qué medios cuenta el ser humano para suturar o, mejor, para intentar restañar tamaña escisión? Tenemos que responder drásticamente, «a lo E. Cassirer»3, con una sola palabra: el símbolo. Las construcciones o formas simbólicas -en una palabra, la cultura- son los instrumentos que posee y de los que se dota el ser humano para dar sentido y suturar la herida abierta en su existencia y en todas sus realizaciones. Una labor permanente de cons trucción social que se ve amenazada por el espectro de la escisión que le atraviesa. El símbolo es el medio para lanzar cabezas de puente e instaurar la relación entre las parles disjuntas; el símbolo es -en cuan to acto operativo, ritual y celebralivo, religioso y social- el que reúne, ordena, integra y orienta comportamientos colectivos desde la prehis toria hasta nuestra posthistoria; el símbolo como acto poiético es el mediador que introduce luz en las tinieblas, ley en lo informe, y senti do en el sinsentido; el símbolo es, en cuanto se complejifíca en un haz de interrelaciones, el configurado!' de las formas o universos simbóli cos que aparecen como mito, metafísica o historia (intento más o menos totalizante de explicación de la realidad rota) o como aclaración parcial y con pretensiones de teoría, o al menos de modelo explicativo de las «disfuncionalidades» de la realidad. Y no debemos olvidar que esta función unitiva, conjuntiva, del símbolo no se realiza jamás sin producir, al mismo tiempo, la división y la separación de los hombres4. Un tejer y destejer socio-cultural que asegura que todo equilibrio y armonía alcanzados están destinados a ser fuente de discordia y disensiones, aunque el mito y la religión se empeñen en negar este hecho como necesario e ineludible.
3.
4.
Cf. E. C assirer, Antropología filosófica, En:, México 1994, 47s. En el fondo de la famosa discusión en Davos (1929) entre M. I leideggcr y E. Cassirer, estuvo la cuestión del hombre y de cómo abordar la angustia humana. ¿Estamos condena dos a ella como modo de curarnos a nosotros mismos en una existencia libre y auténtica (Heidegger), o debemos hacer lo posible por superarla mediante un ideal, una esperanza [restringida!, que se convierte en tarea cultural inacabable (Cassirer)? Cf. P.A. Schmid, «Angoissc el linilude: I Icidegger el Cassirer a Davos en 1929»: Revue de Métaphisique el Morale 2 (2000), 3KI -399. Cf. E. Cassirer, Antropología filosófica, 195.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
75
2. El contador de historias Los paleoantropólogos5 nos dan una serie de datos fascinantes acerca de la evolución humana que se inicia hace unos cinco o seis millones de años en los bosques lluviosos africanos. Nuestro antepasado común con los chimpancés era un mono al borde de la consciencia. Después las direcciones de la evolución divergen: aparecieron los homínidos y los antepasados de los chimpancés. Hace unos cuatro millones de años, algunos homínidos ya eran bípedos, se alimentaban casi exclusivamente de vegetales y vivían en los bosques. Y hace dos millones y medio de años, un tipo de homíni do, el homo habilis, que tenía un cerebro mayor que los anteriores, comenzó a golpear una piedra contra otra para producir un filo. Podía cortar carne. Se produjo un cambio importante en la dieta y en la vida de estos homínidos. Al poco tiempo, hace algo menos de dos millones de años, apare ció realmente el primer humano: lo llaman los estudiosos el homo ergaster. Era muy fuerte. Tenía una talla y un cuerpo semejante al nuestro. Su cerebro se había desarrollado hasta los 900 centímetros cúbicos, lo que supuso un gran salto en las capacidades cognitivas. Fabricaba instrumentos estandarizados y podía comunicar sus emocio nes usando tanto las expresiones corporales como las sonoras. Es decir, transmitía información a sus congéneres a través de lo que podemos denominar un «lenguaje elemental». Estamos atravesando el umbral del pensamiento simbólico. Esta posibilidad comunicativa, mucho más elevada y sofisticada que la de los chimpancés, permitió a estos pri meros humanos comenzar a crear un medio social y cultural que les proporcionaba cada vez mayor autonomía con respecto al medio físi co. De esta manera se posibilitó su expansión por toda Eurasia hace más de un millón y medio de años. En Europa, estos humanos evolucionaron y produjeron una especie nueva: los neanderthales. Estos humanos, dotados de una gran fortale za física y perfectamente adaptados al clima europeo, tenían ya un cerebro muy desarrollado que utilizaban para comunicarse entre sí, manejar el fuego y fabricar utensilios ya muy elaborados. 5.
Cf. J.L. A rsuaga - I. M artínez, La especie elegida, Temas de Hoy, Madrid 1998; J.L. A rsuaga, El collar del neandertal. En busca de los primeros pensa dores, Plaza Janés, Barcelona 2000, 379s„ a quien seguimos en este apartado. El gran descubrimiento de la Sierra de Atapuerca, considerado el mejor yacimiento de fósiles humanos del mundo, con especímenes de hace casi un millón de años, permite a los estudiosos españoles contribuir muy especialmente a la reconstruc ción de esta historia de la evolución humana.
76
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Mientras tanto, nos dicen estos estudiosos que reconstruyen la lenta marcha humana hasta los confines de la historia, nuestros ante pasados, el homo sapiens o el cromagnón, en Africa, evolucionaban siguiendo casi el mismo sendero que los neanderthales. Hace unos 300.000 años no había grandes diferencias entre ambos. Pero esta segunda gran expansión cerebral, tras la primera del homo ergaster, va a marcar pronto diferencias en un punto: mientras los neanderthales se quedaron a un nivel elemental de desarrollo del lenguaje, la especie africana tuvo un desarrollo fabuloso del lenguaje articulado. Con un poco de fantasía, como no puede ser menos, estu diosos como Arsuaga y otros nos hablan de la posible explicación de la desaparición de los neanderthales y su sustitución en todo el plane ta por el homo sapiens. Usan una expresión muy significativa: estos antepasados nuestros eran contadores de historias. Es decir, su capaci dad lingüística les permitía manejar símbolos, contar historias y crear mundos ficticios6. La gran especiali/ación que les dio la superioridad a nuestros tatarabuelos frente a los robustos neanderthales fue la capa cidad simbólica hecha comunicación y tabulación. Mediante ella pudieron añadir, a la más o menos igual capacidad de inteligencia téc nica que los neanderthales, un plus de comunicación y percepción del mundo. La vida social se aceleraba. Mediante la narración de historias, el uso de los símbolos, los humanos se reconocían y se unían mejor. El plus de comunicación y de uso simbólico les proporcionó una enorme superioridad social. De repente, el mundo se llenó de espíritu y de espíritus, como podemos decir corrigiendo levemente a nuestro guía. El mundo, la naturaleza, se hizo transparente, cobró una villa que no tenía: ahora, hasta las sombras hablaban. La mayor lucidez y penetración del espí ritu a través del lenguaje y los símbolos se traducía en una mayor pro fundidad y enriquecimiento de toda la realidad. Y tic la vida social. La mayor debilidad física del homo sapiens quedaba compensada con lar gueza por la mayor riqueza comunicativa, es decir, socializadora. Incluso esta debilidad física -reducción del rostro, menores necesida des respiratorias, cambio del final del paladar...- facilitaba una mejor articulación de los sonidos. De ahí que hace unos 30.000 años, quizá tras una coexistencia mutua de unos 10.000 años, y cuando arreciaban las consecuencias de la última glaciación, el homo sapiens, como con secuencia de un cambio de estilo de vida mucho más social y comuni taria, pudo defenderse mejor que los neanderthales de un clima tan 6.
J.L. Arsuaga, E l collar del neandertal, 382.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
77
inhóspito y asegurar una gran expansión que le llevara hacia socieda des de economía productiva, la domesticación de animales y la revolu ción de las sociedades neolíticas. No se extralimitan nuestros paleoantropólogos cuando se refieren a nosotros como «los hijos de los contadores de historias». Somos gra cias a aquellos que supieron ensartar historias, crear mitos y dar senti do a las cosas. Gracias a esta capacidad simbólica, humana fuimos capaces de comunicarnos mejor, formar grupos humanos de enorme sofisticación organizativa y elevar el rendimiento humano hasta límites insospechados. El pensamiento simbólico marca las señas de identidad de lo humano frente a lo animal y señala los principales pasos de la evolución de los humanos hasta nuestros días. 3. El hijo de la inquietud Hay un hermoso y muy antiguo relato que nos transmite Higinio en una composición poética titulada «El hijo de la inquietud». Se trata de una fábula que presenta al ser humano saliendo de las manos de un alfarero, que en este caso es la Inquietud. Se nos presenta a ésta en cierta ocasión atravesando un río y divisando un lugar donde había barro arcilloso. Toma la Inquietud un trozo de barro y le da forma. Al terminar, se queda reflexionando sobre lo que ha hecho. En ese mo mento preciso, llega Júpiter. La Inquietud le pide al dios que le infun da espíritu a su imagen de arcilla. Júpiter accede, y enseguida la Inquietud quiere ponerle nombre a su obra. Pero Júpiter se lo prohíbe, porque considera que el nombre tiene que dárselo él, ya que le ha ¡nfundido el espíritu. Mientras están discutiendo, se alza Tellus, la Tierra, y reclama que la imagen sea nombrada con su nombre, ya que había sido elaborada a partir de un trozo de su cuerpo. A estas alturas de la discusión, los contendientes deciden tomar a Saturno como árbi tro, y éste emite equitativamente su dictamen: «Tú, Júpiter, debes recu perar el espíritu tras la muerte, puesto que tú le has infundido el espí ritu; tú, Tellus, puesto que has provisto el cuerpo, debes acoger de nuevo el cuerpo; la Inquietud, sin embargo, dado que ella fue la pri mera a la que se le ocurrió esta imagen, debe poseerla en tanto viva. Pero en lo que atañe a la actual discusión del nombre, debe llamarse homo, pues del humus (tierra) fue hecho»7. 7.
La narración se puede ver en H. B lumenberg, La inquietud que atraviesa el río, Península, Barcelona 1992, 165-66; M. H eidegger, El ser y el tiempo, Fce ,
78
LA VIDA DEL SIMBOLO
Es famoso el comentario que hace M. Heidegger, el cual ve en este texto expresado en forma de fábula, es decir, en forma de relato y no de conceptos, el hecho de que el ser humano, compuesto de cuerpo (tierra) y espíritu, está durante toda su vida entregado a la inquietud (Sorge). Esta es la condición humana en su paso temporal por este mundo. El «ser en el mundo» lleva el sello permanente de la inquietud, una condición del ser humano que le hace moverse entre el cuidado de la vida y todo lo contrario. ¿En qué consiste esta «inquietud» que atraviesa al ser humano en su vida en el mundo? Radica en un ser que no se siente en casa. Siempre está extrañando un hogar que no tiene. Se trata de un vagar entre lo cotidiano a la búsqueda de sentido, perdido en la intrincada red de situaciones y costumbres; una insatisfacción por la banalidad misma de la vida, de la posesión que deja vacío, del consumismo que genera más y más ansia de cosas y sensaciones con su interminable carrera de gratificaciones inmediatistas. Al final, si uno no se oculta permanentemente en este carnaval de máscaras, si se resiste el vértigo y mareo de esta insatisfacción profunda con la propia vida que lleva, ahí mismo estará el germen de la salvación: la salida hacia una vida con mayor densidad y libertad, donde uno pueda ser realmente uno mismo, liberándose de esta vida superficial y enajenada. Independien temente de que esta solución «existencialista» sea correcta o no, lo que no se puede negar es la finura de su diagnóstico ante la vulgarización de la banalidad, como ejemplo claro de la «inquietud» radical que recorre al ser humano. Hoy en día, además, en este epílogo civilizatorio de entre milenios, el cansancio que se produce adopta modos de una «inquietud» que quizá esté sólo en sus primeras formas de aburrimiento y desmayo: los diagnósticos de haber liquidado la historia mediante una deconstruc ción reflexiva total (desde Wittgenstein hasta Derrida), o las traduccio nes más banales en clave político-económica de estar ante el «fin de la historia» (F. Fukuyama), el suave pesimismo spengleriano que pervade muchas actitudes contemporáneas, el desfallecimiento ideológico y utópico, el cansancio democrático, la acentuada morosidad del arte (G. Steiner), la comercialización de las relaciones humanas (A. Touraine), la homogeneización funcional de la vida (J. Habermas)... nos hablan de una cultura habitada por seres humanos que comienzan a sentir la banalidad de la vida. ¿Será capaz la cultura que viene de resistir la desMéxico 19936, 2 18: la traducción de Gaos sigue el latín y llama «cura» (Sorge, en alemán) lo que aquí traducimos por «Inquietud».
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
79
gana de la «inquietud», hasta producir una sacudida liberadora, o que daremos presos de las estrategias ocultadoras del consumismo y la eva sión en la realidad virtual? De todas formas, una cosa queda clara: el paso de la insatisfacción al deseo y la esperanza de ser uno mismo señala el proceso de la sanación o cura que ofrece una vida humana con sentido. Y la expresión y manifestación, tanto del aburrimiento como de su superación, está ins crita en caracteres simbólicos. Es la cultura misma, especialmente en lo que tiene de referencia a lo no tangible ni manipuladle de esperan zas y deseos, frustraciones o aperturas de horizonte, la que testimonia, como estábamos sugiriendo, el tono y la actitud con que enfrentamos la vida. 4. La pregunta por la identidad A estas alturas ya no es necesario insistir en que la vida humana no es más que un puro fenómeno biológico cuando carece de sentido. La vida verdaderamente humana es una vida interpretada. A través del sentido que damos a la vida, interpretamos ésta y obtenemos, en vez de una maraña de sucesos, un ovillo ordenado y estructurado. Nos encon tramos con una identidad en la vida, es decir, con la posibilidad de reconocer un sujeto. Pero éste no aparece ya dado desde un principio, sino que tiene que construirse. Tenemos que encontrarnos a nosotros mismos mediante un sí mismo que halle coherencia en lo vivido. La vida individual aparece así como una historia que debe ser narrada8. Para ser nosotros mismos tenemos, por tanto, que interpretar nues tra vida. La vida vivida es realmente humana cuando se narra con sen tido. Y sabemos que no es fácil novelar nuestra propia vida. El ser humano aparece a menudo, más que poseyendo o viviendo una vida, «enredado en historias»; atrapado en un sinnúmero de sucesos que parecen sin orden ni concierto. Ni él mismo sabe dar cuenta de lo que vive. Otras veces, las verdaderas «razones» de lo que vivimos nos las ocultamos mediante explicaciones o racionalizaciones que enmascaran su verdadera intención. Necesitamos la ayuda del psicoanalista o de alguien que nos facilite la tarea de rehacer con los fragmentos de la his8.
Paul R icoeur es, sin duda, uno de los pensadores actuales que más han acentua do esta característica del ser humano. Cf. Educación y política. De la historia personal a la comunión de libertades, Ed. Docencia, Buenos Aires 1984, 58; Id ., Tiempo y relato, Siglo xxi, México 1992.
80
LA VIDA DEL SÍMBOLO
toria un verdadero relato, como modo de constituir una identidad per sonal o descubrir realmente «la verdad» de lo vivido o lo no dicho. Insistamos, aunque ya lo sabemos: todos somos seres enredados en historias que tenemos que reconfigurar en un relato o proceso siempre dinámico y abierto. Todos tenemos la tarea, para comprender la vida y para comprendernos, de narrar nuestra propia historia. La identidad personal es así una identidad narrativa. Una vida consciente, reflexiva, y una identidad personal aparecen desde esta perspectiva como logros adquiridos en el proceso de narrar nuestra historia e interpretarla o darle sentido. La vida es una actividad y una pasión en búsqueda de relato. Un relato que tiene que descubrir la unidad de intención que reco rre los diversos tramos de la vida, esa concordancia discorde que es la experiencia de la vida humana, donde, como se nos recuerda desde san Agustín, los dientes del tiempo no cesan de dispersar el alma. Un esfuerzo por descubrir el objetivo de intención de la existencia que recoja y unifique las expectativas, la memoria y la atención al presen te. Análisis de concordancia del relato construido en lucha contra la dispersión del tiempo. En este proceso constructivo surge la identidad narrativa que nos constituye: una subjetividad que no es una esencialidad inmutable que está ahí desde siempre ni una sucesión incoherente de actividades y sucesos. Una unidad narrativa, no sustancial. Y aquí mismo aparece una paradoja de nuestra situación de seres simbólicos: nos movemos siempre en una especie de círculo. Para que emerja el sujeto de nuestra identidad tenemos que ordenar el simbolis mo implícito en nuestras acciones, ya que éstas siempre se mueven en una atmósfera simbólica en las que son legibles, comprensibles e inter pretables. Toda nuestra experiencia humana está ya mediatizada por todo el sistema simbólico de nuestra cultura: ¿acaso no estamos ya pre suponiendo lo que afirmamos, es decir, que la vida humana es como el relato de una historia, si siempre ya estamos dentro de ella? La identi dad narrativa emerge así en un proceso en el que nosotros mismos efectuamos variaciones imaginativas sobre nuestra propia identidad o sujeto, sobre los roles, narraciones o relatos que encontramos ya en nuestra cultura. 5. La dimensión cómica de la experiencia luimuna El ser humano, como decía H. Bergson, es el único animal que ríe. Parece que las carcajadas de algunos monos no son una risa verdade ra, sino algún análogo a la misma; al menos esto es lo que decimos los
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
81
humanos. La risa es un fenómeno exclusivamente humano y umversal mente humano9. Es interesante detenerse un momento en este fenómeno tan propio de los seres humanos para percibir ahí mismo algo acerca de nosotros mismos a través de nuestra propia comicidad. La risa señala, como diría A. Schütz, «una parcela finita de signifi cado» dentro de nuestro mundo de la vida cotidiana o realidad predo minante. Estos subuniversos que distinguimos dentro de nuestra malí sima vida cotidiana se caracterizan porque tienen una lógica propia que los diferencia y ofrecen, por tanto, un estilo cognitivo y un verdadero conocimiento de la realidad a través de esa parte o parcela de la reali dad. A través del humor, de la farsa, de lo cómico, nos apartamos de la vida cotidiana y damos el salto a otra realidad que suspende, aunque sólo sea fugazmente, nuestro caminar por la vida cotidiana y nos per mite verla en su carácter absurdo, opresor, carente de sentido, de ver dadera libertad o autenticidad, etc. Al reímos, especialmente con un chiste sobre la vida política, sobre el trabajo o sobre cualquier dimen sión seria de la vida, sus usos y costumbres, nos distanciamos de la misma y retomamos durante un momento el control sobre la realidad para ponerla en entredicho, realzarla o, simplemente, verla desde un escorzo o perspectiva diferente de la habitual. Y esto también vale para nosotros mismos101. El humor y la fiesta están cercanos, especialmente el carnaval, la farsa. En estos momentos se introduce la discontinuidad en la seriedad de la vida normal, hecha de trabajo y de obligaciones, de roles y de jerarquías. Se introduce la ruptura, el contralenguaje, la subversión; en suma, un cierto anarquismo o libertarismo, tan necesario para la vida humana como el propio orden. Ahí mismo aparece otra dimensión de la realidad y la vida: los trazos olvidados de un paraíso recuperado, donde, como ha mostrado V. Turner11, se introduce una suerte de «in mediatez» que presiente una communitas renovada y nueva. 9.
Cfr. P.L. Berger, Risa redentora. La dimensión cómica de la experiencia huma na, Kairós, Barcelona 1999, 43, 67... Interesante ensayo que seguimos en este apartado. 10. El ser humano tiene la capacidad, mediante el humor, de autodistanciarse de sí; y, como dirá V. F rankl (La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid 1999, 23s.), el sentido del humor, el burlarse de sí, es un recurso muy apto para el autodistanciamiento, hasta el punto de que se convierte en técnica curativa de obse siones y compulsiones mediante la llamada «intención paradojal», o reírse de sí mismo y de la angustia expectante. 11. Cf. V. T urner - E. T urner, linages and Pilgrimage in Christian Culture. Anthropological Perspectives, Columbia University Press, New York 1978, 244s.
82
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Lo cómico se experimenta como la percepción de una dimensión de la realidad que, de otro modo, permanece oculta y tapada por la rea lidad masiva y predominante de la vida común. ¿Cuándo y por qué surge? Ya desde los antiguos, y como repiten los modernos Kant y Kierkegaard, en la raíz de lo cómico y de lo trágico se encuentra el contraste, la incongruencia grotesca que se percibe de súbito en el con texto de una expectativa totalmente distinta, la discrepancia. Pero las diferencias o matizaciones con respecto al contraste o la discrepancia son muchas: entre lo perfecto y lo imperfecto, entre lo grande y lo pequeño, entre lo infinito y lo finito, entre lo eterno y lo efímero... Lo importante es fijarse en lo que presupone la comicidad para que pueda darse, es decir, en las condiciones de posibilidad de la misma, como se suele decir en la jerga seria de los filósofos. Y aquí nos encontramos con dos condiciones. La primera es, aun cuando se ha insistido mucho en el rasgo subjetivo que tiene toda percepción del contraste o la dis crepancia, que, sin embargo, lo cómico hace referencia a algo que exis te ahí fuera en la realidad del mundo. En segundo lugar, que, si se advierte una incongruencia de fondo, tiene que ser esencialmente entre el orden que nos esforzamos en buscar y establecer -como ya hemos insistido suficientemente- y el desorden o la realidad desordenada de nuestro mundo. Por este camino, como ve el lector, nos vamos elevando hacia un tipo de reflexión sobre lo cómico donde confluyen los serios temas anteriores. ¿Qué desvela la incongruencia que percibimos o la discre pancia que produce la risa? En el fondo nos desvela algo sobre nosotros mismos, sobre la con dición humana. Como observa Mary Collins Swabey1213, la percepción de lo cómico revela la percepción de «algo que queda fuera» de un orden general de las cosas. Dicho de otra manera, lo cómico se agarra parasitariamente a las ubres del impulso humano por ordenar la reali dad; mama de esa leche ordenadora. P. Berger'' dirá, con acierto, que desde este punto de vista la risa cómica es el instinto filosófico en clave menor. El contrapunto a la seriedad de la tarea agonística humana. «El ser humano se encuentra en estado de discrepancia cómica con res pecto al orden del universo». Somos, como vio Baudelaire, ese punto intermedio, contradictorio, entre la infinita grandeza y el animal. De esta situación intermedia procede, a su juicio, la inevitable compara ción y el sobresalto cómico que generan estas dos infinitudes. 12. Citada por P.L. B erger, Risa redentora, 74. 13. Ibid., 75.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
83
Llegaríamos por este camino a la conclusión de que la risa, lo cómico, como dimensión de la experiencia humana, nos pone en evi dencia en nuestra condición de buscadores de orden en un mundo desordenado. «Nos reímos por no llorar», dice la expresión castellana popular, que expresa con hondura la ambivalencia que recorre toda situación cómica. Nos revela que las cosas no son lo que parecen. Detrás de la seriedad engolada de un monarca o de un profesor puede aparecer (y aparece) el gesto bufo y la pifia que denuncia la poquedad humana. La comicidad le quita lo mismo a Tales de Mileto delante de la muchacha Tracia14 que al jerarca del imperio estadounidense, Bill Clinton, en sus devaneos con su becaria y todos los chistes posteriores, toda la dignidad de cartón piedra, y nos devuelve a todos a la conside ración de nuestra precaria condición humana. La caída, el tropezón, la incongruencia, es la metáfora de la condición humana en sí misma. Vivimos en un mundo a ratos de apariencia ordenada, donde se descu bre la fragilidad del mismo; y a ratos desordenado y sin sentido, donde quizá no falte del todo un cierto orden. P. Berger terminará diciendo que, dada esta ambigüedad insuperable de la realidad y del ser huma no que desvela la comicidad, lo cómico es una promesa de redención. Es decir, aparece aquí una señal de la trascendencia: apunta hacia otra cosa que se anhela y que, en todo caso, será el consuelo de una reden ción escatológica. Ni que decir tiene que lo cómico, y sobre todo su expresión, tiene mucho que ver con la dimensión multívoca, cargada de sentidos indi rectos, que posee el lenguaje. El lenguaje científico, biunívoco, no pro duce chistes. El uso irónico, doble, del mismo sí los crea. Nos encon tramos, por tanto, en medio de un uso metafórico, altamente simbóli co del lenguaje. Y especialmente como desvelador de ese juego en clave menor filosófica de ordenar el desorden, poner sutura al des garrón de la realidad y cauterizar con humor la angustia de nuestra existencia.
14. Ct. H. B lumenberg, La risa de la mujer tracia, Pre-lextos, Valencia 1999, extra ordinario recorrido por la filosofía de la caída en un pozo cuando iba caminando de día absorto en sus contemplaciones, o mirando al cielo en versión platónica, atribuida a Tales de Mileto, el filósofo jonio, uno de los siete sabios de la anti güedad, que defendía el agua como principio originario. Al verlo caer una mucha cha tracia, de espíritu despierto y burlón, se rió, pues quien quería saber lo que ocurría en el cielo se olvidaba de lo que pasaba en la tierra. Estamos ante el prin cipio de la filosofía.
84
LA VIDA DEL SÍMBOLO
6. Zaratustra habló simbólicamente Nietzsche, el gran transformador de la filosofía moderna en su teoría y en su práctica15, utilizó el símbolo para hablar del exceso del hombre. La reivindicación intempestiva de una «razón restablecida»1617que con junte la búsqueda de la verdad con el anclaje corporal, la realiza mediante el recurso al lenguaje simbólico. El gran poema del superhombre deseado y avistado que es Así ha bló Zaratustra'1 es un pensamiento que se manifiesta mediante la ima gen y la poesía. El «quinto evangelio» que quiere construir Nietzsche para comunicar sus experiencias y visiones mas hondas acerca del hombre y de la vida es «una revelación» que recibió en agosto de 1881. Nietzsche canta al superhombre y se convierte en el «anunciador del rayo», aunque el «volatinero» Zaratustra/Nietzsche pronto se da cuen ta de que la gente prefiere al último hombre consumidor de sensacio nes que llaman «felicidad». Zaratustra tiene que repetir continuamen te: «No me entienden: no soy yo la boca para estos oídos». Nietzsche hace la experiencia de que para expresar lo esencial del ser humano y de la vida tiene que superar el lenguaje lógico-empírico y recurrir a la evocación, la imagen, la sugerencia. Pero es un camino insensato a los ojos de la gente. No se hace entender. Se le malentiende. Sin duda son los «oscuros caminos de Zaratustra». Por eso Nietzsche propondrá la «rumia» como el acto interpretativo para vér selas con el símbolo. Sin degustación lenta y sin el trabajo de la vuel ta y vuelta a ensalivar y triturar lo ya tragado, no hay garantía de com prensión. El pensamiento simbólico exige lentitud de digestión: recu peración continua de lo presuntamente captado; distanciamiento y nueva reasimilación: el interminable proceso de interpretación, que dirán los pensadores hermeneutas y que el visionario de Sils-Maria practica reiteradamente. Porque para captar algo del misterio del ser humano no hay que apoderarse de «verdades», sino de actitudes y estilos de pensamiento. No hay una verdad concreta que transmitir, sino una levadura que introducir dentro de la masa. Las parábolas de Jesús querían, más que enseñar verdades, despertar y avivar una fibra existencial dormida. El 15. Cfr. G. Deleuze, Prefacio a la traducción inglesa de «Nietzsche y la filosofía», en Archipiélago 40 (2000), 53-58 [54], 16. Cfr. F. Nietzsche, «L os cuatro grandes errores», en Crepúsculo de los ídolos, Alianza, Madrid 1982, & 2. 17. F. Nietzsche, A sí habló Zaratustra. Un libro para todos v para nadie, Alianza, Madrid 1972.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
85
«despertar» que produce el símbolo, la parábola, la imagen, el mito, afecta a la sensibilidad y a la vida. Nietzsche quiso practicar también este arte del hablar simbólico para sacudir conciencias y movilizar la vida. Descubrimos con Nietzsche que el símbolo «da que pensar» (Paul Ricoeur), pero, sobre todo, «da que vivir»18. Da que pensar porque da que vivir. Es-un pensamiento que alimenta una vida: descubre la rique za inagotable de la vida y nos devuelve a la tarea de vivirla en sus inmensas posibilidades. Vivir de los símbolos significa vivir exploran do continuamente la significatividad y el sentido. Frente al pensa miento cerrado argumentativo y logicista, el pensamiento y lenguaje simbólico abre a la amplitud del mundo y la realidad y emplaza a cami nar y tomar opciones y caminos. La búsqueda es propia. Zaratustra busca «compañeros de viaje vivos que me sigan porque quieren seguir se a sí mismos». El pensamiento simbólico apela, como muestra en acto Nietzsche, a la libertad y a la decisión. Es un pensamiento implicativo y creativo de la marcha zaratustriana. La apertura del pensamiento simbólico siempre está amenazada por la, sin duda, necesaria concreción y precisión del pensar funcional. La desecación del pensamiento simbólico y la confusión moderna entre pensar y pensar funcional se lleva mal con el horizonte abierto del universo simbólico. De ahí que siempre queramos apresar algo definitivo tras el símbolo, la imagen o la evocación, en vez de mante ner la tensión, «la cuerda sobre el abismo». La ansiedad del pensa miento raciocinante se muestra en este intento de despojar al símbolo de sus imágenes y depurarlo conceptualmente. Olvida que lo asesina. No se puede desnudar al símbolo, o querer vestirlo de conceptos, y pre tender que no muera en el intento. Pero con la asfixia del símbolo nos llevamos la apertura de la razón. De ahí la violencia que representa un pensamiento negador del símbolo: liquida lo otro, la alteridad hacia la que apunta el símbolo, lo inaprehensible que se muestra en la relación, en la «revelación» del otro o lo Otro. Cierra la razón y enclaustra al ser humano.
18. Cfr. P. Valadier, Un cristianismo de futuro, 137.
86
LA VIDA DEL SÍMBOLO
7. A modo de conclusión El recorrido por algunos aspectos fundamentales del ser humano -rápi damente abordados- nos deja, no con un bagaje antropológico sobre lo que es este ser humano, sino con una impresión que aspira a ser ver dadera: el ser humano posee una excedencia o desmesura que quizá se pueda expresar como ese punto medio entre el infinito y el animal -«la cuerda tendida entre el animal y el superhombre»-, lo «transanimal» en el ser humano, que diría H. Joñas'1’; un compuesto de riqueza y necesidad atravesado por una inquietud que le hace percibir un mundo roto; un desgarrón cómico en un traje de gala y que, en todo caso, busca denodadamente compensarlo poniendo orden, encontrando sen tido, descubriendo el hilo de su identidad, suturando el desgarro o rién dose de su propia incongruencia. En todos los casos —todos aquellos donde se juega el ser, el «qué es lo que es» del ser humano- nos encontramos con la necesidad impe riosa de usar algo más que conceptos. Para decir lo que experimenta mos con hondura necesitamos echar mano de figuras, imágenes, usos metafóricos del lenguaje, si queremos decir algo de lo percibido y sugerir así, al menos, que la realidad (y el ser humano también) es más de lo que aparece, distinta de como aparece. Y si tenemos todavía el atrevimiento de dar el salto y negar que lo que aparece es como es, entonces no tenemos más remedio que apelar a la interpelación de lo no presente y sólo entrevisto, para ofrecer con jeturas, atisbos, revelaciones, promesas o expectativas de «otra cosa» de la que no disponemos. En este momento comprendemos que de tal exceso o desmesura de ser surja un imaginario que quiera poner orden, encontrar sentido, construir identidad, y que la realidad inmediata y funcional, la de los mundos que se mueven en el control lógico-empí rico, sea insuficiente para contener este exceso; que el mundo o las for mas simbólicas, especialmente en su intento de respuesta a la desazón o desequilibrio inevitable que recorre a este ser, sea una imperiosa necesidad. Si no conseguimos que la razón simbólica ocupe un lugar creativo en este mundo, no sólo no responderemos a las demandas de este ser humano en general, sino que seremos incapaces de integrar positiva mente el enorme crecimiento de lo científico-técnico en este milenio que empieza. Ni la gentecnología ni la neuroquímica ni la inteligencia* 19. Cfr. H. Joñas, «Herramienta, imagen y tumba. Lo Iransanimal en el ser humano», en Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona 1998, 39-57.
LAS RAÍCES SIMBÓLICAS DE LO SAGRADO
87
artificial ni la aventura espacial encontrarán un humanismo a la altura del momento. Acontecerá un gran desencuentro, semejante al que na rra la parábola de Arthur Clarke20 sobre los 9.000 millones de Nombres de Dios. Era una comunidad de monjes tibetanos que tenía como tarea inmemorial la de declinar y recopilar los nombres de Dios. El número de estos nombres ascendía hasta 9.000 millones. Al término de esta larea acaecería el fin del mundo. Así decía la profecía. Sucedió que los monjes se cansaron de este recuento sin fin y quisieron acelerar el tra bajo artesanal recurriendo a los expertos de IBM. Estos llegaron con sus potentísimas computadoras de última generación y terminaron el tra bajo en un mes. Cumplida su misión de contabilidad exhaustiva de los nombres de Dios, los técnicos, que no creían mucho en las profecías ni en los nombres de Dios, se decidieron a embalar todos sus bártulos y cachivaches e iniciar el regreso hacia casa. Pero hete aquí que, cuando iban bajando hacia el valle, empezaron a apagarse el sol y todas las estrellas, una a una. Una bonita parábola para exponer la situación y el desafío de nues tro momento: hemos llamado a los científicos y a los técnicos de ibm y han puesto en funcionamiento el código de desaparición automática de nuestro mundo. Terminamos con el trabajo simbólico, lo somete mos a la dictadura de la informática, y el mundo humano desaparece.
20. La parábola la cita J. B audrillard, «La sombra del milenio, o el suspense del año 2000»: Debáis 62-63 (1998) 12-21 [17].
\t
III E l r e in o d e l s ím b o l o
La religión es un fenómeno multifacético. No se agota ni en la consi deración meramente doctrinal y dogmática, ni en la institucional, ni en la mística o de vivencia y experiencia íntima y personal, ni en sus innegables influjos o funciones sociales, ideológicas, políticas... La religión es una realidad compleja como, ya dijo W. James y como repe lí rán gustosos hoy los teóricos de sistemas. Aquí estamos viéndola desde la perspectiva simbólica, que es un rasgo que recorre todas sus manifestaciones. La religión es uno de esos lugares o reinos del sím bolo. La religión -no podemos concebirla de otra manera- exige un espacio de juego simbólico. La religiosidad «teatraliza» de alguna manera un encuentro del hombre con otra realidad, lo sagrado, el Misterio, que se representa en un escenario donde reinan las pautas simbólicas. Sin símbolo no hay representación religiosa ni representa ción alguna. Nos quedamos sin posibilidad de echar lazos, sugerencias, evocaciones, referencias a eso otro, trascendente, con lo que decimos entrar en relación, y constituye, por otra parte, lo más profundo, signi ficativo y realísimo de la realidad que vivimos. Quien dice «religión» dice «juego simbólico». El dato obtenido de la historia de las religiones es que el fenóme no religioso viene caracterizado por una relación efectiva con la reali dad trascendente. El creyente se halla siempre ante una Presencia no objetiva, pero sí afectante, de una realidad trascendente. Es decir, todo el conjunto de rituales, liturgias, oraciones, doctrinas, marco jurídico, moral e institucional... se comprende en razón de una relación efectiva
90
LA VIDA DEL SÍMBOLO
con esa realidad irreductible, cercana y lejana, que denominamos «la alteridad absoluta del Misterio» y que calificamos como trascendente. Respectividad y trascendencia son las categorías que convienen al Misterio del que habla la relación religiosa. De ahí que parezca conve nirle la denominación o categoría de encuentro. Pero se trata de un encuentro o relación que no tiene como referencia algo directamente captable por el pensamiento ni por ninguna facultad humana. No exis te, por tanto, acto o lenguaje que la describa ni que pueda hacer afir maciones directas sobre ella. Nos tenemos que remitir al símbolo. El símbolo, las categorías simbólicas, son las únicas capaces de mantener esta doble característica de la relación o encuentro religioso: el carácter implicativo, ya que la relación efectiva con el Misterio tiene consecuencias para el ser humano creyente y, por otra parte, se respe ta el carácter no objetivo, absolutamente trascendente, del Misterio. El encuentro es entendido como símbolo. Vamos a ver en los dos capítulos siguientes las características del símbolo religioso y la religión como experiencia de encuentro simbó lico. Explicitamos así las potencialidades del símbolo en el terreno religioso (cristiano, especialmente), nos daremos cuenta de que vivir una fe es entrar en un mundo simbólico determinado, con sus cimas y sus hermosas perspectivas, así como con sus oscuridades y hasta sus simas.
5 El símbolo religioso Los capítulos precedentes nos han sensibilizado e introducido ya en el inundo simbólico. Nos han llevado a la conclusión sacada por E. Cassirer, por ejemplo, acerca del carácter simbólico del ser humano. Y dado que el hombre es un homo symbolicus, todas sus actividades implican el simbolismo. De ahí que la actividad religiosa esté transida de simbolismo. Más aún, la religión es un escenario privilegiado del juego simbó lico. Sin símbolo no existe religión, y sin religión quedaría amputado un enorme espacio del símbolo. Símbolo y religión se estrechan mu tuamente. La capacidad del ser humano de crear símbolos se manifies ta poderosa, plural y ambigua en el mundo de la religión. Este capítulo tiene una doble pretensión. Por una parte, quisiéra mos que el lector captara claramente por qué a la experiencia o con cepción religiosa del mundo le pertenece tan íntimamente la expresión simbólica. En segundo lugar, quisiéramos mostrar los rasgos más des tacados de la lógica simbólica antes de comenzar a aplicarlos a la reli gión. Ya hemos hecho bastantes referencias al modo del pensamiento simbólico. Es hora de ofrecerlas ordenada y sintéticamente. 1. Símbolo y religión La religión es sin duda, como dice M. Eliade1, «el desesperado esfuer zo por descubrir el fundamento de las cosas, la realidad última». Tras cada acto religioso y cada objeto de culto hay el deseo y la pretensión I.
M. E liade, «Observaciones metodológicas sobre el estudio del simbolismo reli gioso», op. cit., 119; Id ., Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid 1955 (3a reimpr.: 1983).
92
LA VIDA DEL SÍMBOLO
humanos de trascender el tiempo y la historia; se está haciendo refe rencia a una realidad metaempírica. ¿Cómo expresamos el significado de este intento? La respuesta es: mediante el símbolo. El símbolo cons tituye, por tanto, como dice E. Cassirer, «una parte del mundo huma no de la significación»: aquella que no puede presentarse directamen te a la sensibilidad2. De esta manera, para seguir con el ejemplo que propone M. Eliade3, cuando un árbol se convierte en objeto de culto, ya no es un árbol lo venerado, sino que se convierte en una hierofanía, es decir, en una manifestación de lo sagrado. Dicho de otra manera, el árbol posee un significado que, en última instancia, es simbólico, pues to que remite a seres o valores sobrenaturales. Podríamos decir que el símbolo religioso es una forma de expe riencia de la realidad4: la de ver los objetos de la realidad al modo de la hierofanía. Una experiencia límite de la realidad que produce -como nos ha descubierto la fenomenología religiosa, por ejemplo de R. Otto- fascinación, miedo, estupor. El creyente, cuando mira el «árbol», está como dotado de un «nuevo ojo« u «oído» -el «tercer ojo», que dicen los orientales- que le permite percibir una dimensión profunda de la realidad que otros no ven. Vemos ya que el símbolo le añade un nuevo valor a un objeto o a una acción. Podemos decir que el simbolismo «abre» dichos objetos o acciones a un mundo o espacio distinto del meramente propio o inme diato, sin que pierda éste. El pensar simbólico hace «estallar» la reali dad inmediata y directa y, sin disminuirla ni desvalorizarla, la remite a un mundo nuevo. Así sucede cuando un árbol encarna el árbol del mundo, o una espada se asocia con un falo, y el trabajo agrícola con el acto de procrear5. El simbolismo religioso abre o remite al ser humano hacia el fun damento o raíz de la realidad del mundo. La peculiaridad del símbolo religioso radica, por tanto, no en un sentimiento o emoción cuanto en «la conciencia de una dimensión trascendente en todas las experiencias de la vida, la afirmación de una realidad más profunda que subyace a toda apariencia»6. En el fondo, se presupone que el mundo, la realidad, 2. 3. 4.
5. 6.
Cf. G. D urand, La imaginación simbólica, Amorrorlu, Buenos Aires 1971, 9s M. E liade, «Observaciones metodológicas...», 126. Cf. R. S chaefler, «Die Selbstgefáhrdung der Vernunl'i und der Gottesglaube», en (J. Beutler - E. Kunz [hrsg.]) Heute von Gott Reden, EclUer, Würzburg 1998, 3156 [44s.]; Id ., Erfahrung ais Dialog mit der Wirklichkeii, Freiburg-München 1995. M. Eliade, «Observaciones metodológicas...», 135. Cf. L. D upré, Simbolismo religioso, Herder, Barcelona 1999, 57.
EL REINO DEL SÍMBOLO
93
no está cerrada, ni ningún objeto está aislado en su propia existencialidad. Existe una profundidad inagotable y misteriosa que religa todas las cosas. La conclusión que se deriva de estas consideraciones y del ejemplo propuesto nos conduce hacia la afirmación de que el estudio de la reli gión implica el estudio del simbolismo religioso. No hay religión, hechos religiosos, sin simbolismo. Aunque se suela reservar la palabra símbolo para hechos manifiestos y explícitos. Así se habla de los sig nos o símbolos sacramentales dentro del cristianismo, o del símbolo solar, del árbol cósmico, del mandala, etc., en otras manifestaciones religiosas. Y otro tanto hay que decir de institucionalizaciones religio sas como la iniciación, etc., que comprenden un complejo fenómeno religioso de ritos, doctrinas y símbolos. En el fondo late un simbolis mo más o menos explícito o implícito en tal rito (del bautismo, de la primera comunión o de la confirmación cristianas, o en los ritos inieiáticos de muerte y resurrección de una religión africana). Lo mismo hay que decir de determinados comportamientos religiosos, desde los ritos de fundación de ciudades o casas hasta los propios de una con cepción cosmológica: están llenos de símbolos, con significados diver sos según el contexto cultural y religioso, aun compartiendo estructu ras simbólicas muy semejantes. En suma, tendríamos que repetir que el mundo de la religión es el mundo del símbolo. El hombre religioso percibe el «habla» o la «reve lación» del misterio de la realidad a través de símbolos. La realidad en su profundidad no se manifiesta en un lenguaje directo, funcional o uti litario y objetivo, sino que lo hace indirectamente a través del símbo lo. El símbolo no es, por tanto, un mero reflejo de la realidad que yace ahí delante de nuestra percepción, sino que revela algo de la profundi dad y la riqueza inagotable de la realidad, es decir, de su Misterio. El símbolo, en este caso religioso, «revela una modalidad de lo real o una estructura del mundo (trascendente) que no es evidente en el nivel de la experiencia inmediata»7. 2. El mundo del símbolo ¿Qué características tiene el mundo del símbolo? ¿Qué rasgos acom pañan a lo que se ha denominado el pensar o racionalidad simbólica? ¿Qué vida palpita en las entrañas de los símbolos? /.
M. E liade, «Observaciones metodológicas...», 129.
94
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Vamos a tratar de sintetizar algunos de los rasgos de esta actividad simbólica. Será como penetrar, de la mano de muchos de los guías que han explorado estos caminos, en el modo del conocimiento simbólico. 2.1.La experiencia humana del desgarro y el fondo de sentido Al principio no está la plena integración en el mundo, ni el sentirse per fectamente instalado en la finitud, sino que el ser humano es un animal sufriente que experimenta la larga fisura que recorre la vida como un tajo negro. De la experiencia de la ruptura y el desgarro en el mundo, en la incipiente construcción social de las relaciones con los demás y consi go mismo, fue surgiendo el inconformismo de un ser precario en su dotación instintual y desmesurado en su deseo. Antes quizá de que pudiera articular verbal y reflexivamente el malestar de su existencia arrojada al mundo, el ser humano sintió, deseó y quiso; y por ello ima ginó, en una fuente cercana al «bíos», nuevas posibilidades y reconfi guró oscuramente una vida distinta*. Quizás habría que hablar más reli giosamente y decir que descubrió la capacidad que tenía la realidad pa ra significar y escuchó el mensaje de las cosas que le venía de lo «alto» y de lo «profundo» y que le hablaba con certidumbre de una Presencia que habitaba toda la realidad de forma poderosa, fuerte y eficaz. La experiencia de lo Sagrado o numinoso es la experiencia del Poder de lo real, de la Presencia de la Fuerza y la Eficacia -para hablar con las categorías de R. Ottog- , que puede proteger y destruir, sanar, levantar y abatir. Al principio estuvo la experiencia de este Poder santo y la percep ción de la propia necesidad creatural. El desgarro de la existencia y el despertar a la unidad sagrada de la realidad. Un Poder no explicable que podía manifestarse por doquier, en las piedras y en los árboles, en los animales y en las plantas. Y precisamente ese «plus» inarticulable, inexpresable, es lo que el hombre, desde los orígenes, entendió como lo numinoso o Sagrado que traía orden y sentido a su vida amenazada.89 8.
J. Kristeva (El porvenir de la revuelta. Fch, Buenos Aires 1999, 22s.) insiste,
9.
corno P. Ricoeur, en el carácter pulsional, arcaico, materno que tiene su raíz, según esta visión psicoanalítica, en la frontera entre la biología y el ser, en el rechazo propio de la pulsión (Cf. S. Freud, Die Verneinung, 1925) y genera el simbolismo y el lenguaje. R. Otto, Lo Santo, Alianza, Madrid 1980, 14s.
EL REINO DEL SÍMBOLO
95
Experiencia preverbal, por tanto, que desvela al hombre la presen cia de la Vida una en todos los rincones de la realidad. Revelación de una lógica del sentido que procede de la misma estructura del univer so sagrado. El simbolismo está ya enraizado en la sacralidad misma de la realidad al decirse a sí misma. La mediación se establece entre la aparición y el sentido de la hierofanía. Es decir, la misma aparición uti liza ya el cielo, la tierra, el árbol, el agua, el sol, etc. como expresión y comunicación del sentido de la realidad. El símbolo es una creación de la experiencia de lo sagrado. La revelación es el fundamento del conocimiento simbólico. Al fondo está el ser humano10: un ser desvalido y necesitado, pero con un gran poder ile deseo e impulso, que dice «escuchar», «ver» en registros distintos el sentido profundo que recorre la realidad, «la secreta escritura de Dios dispersa en las imágenes del mundo» (Olga Orozco). El símbolo es la reflexión inicial y profunda sobre la experiencia del mundo. El símbolo es el modo humano de articular la realidad en torno a los fundamentos (arjai) de la realidad (Kérenyi), fruto de una relación lensa de ruptura y unión del hombre con su mundo, que le abre a una comprensión numinosa de la realidad. 2.2. Un tipo de conocimiento existencial l.o primero que hay que señalar es que, como ya hemos dicho, el sím bolo abre un acceso a una dimensión profunda de la realidad. Hace ver, más que facetas, dimensiones de profundidad de la estructura de la rea lidad. Nos acerca a los límites, al lado oculto e insondable de la reali dad, allí donde mora el misterio. El símbolo, aun el no religioso, tiene vocación de sagrado, apela al Poder o sobrepoder de la realidad. Este conocimiento no es ni puede ser al modo reflexivo ni por el irabajo del concepto. Es una captación directa e inmediata, intuitiva: por medio del símbolo de la cruz, se comprende directamente el mun do en sus contradicciones e injusticias, y también en su capacidad de redención y salvación gratuita por el Amor entregado. El conocimiento que aporta el símbolo no es, por tanto, sistemáti co, pero aporta una perspectiva que abre un acceso al centro de la rea lidad, desde donde las cosas se aprehenden como articuladas dentro de 10. V. F rankl (En el principio era el sentido, Paidós, Barcelona 2000, 27) dirá que el ser humano va siempre más allá de sí mismo, tiene capacidad de autodistanciamiento, autotrascendencia, es decir, sentido.
96
LA VIDA DEL SÍMBOLO
una red y un orden mayor. Es un rayo iluminador que abre o despier ta un sentido y desvela un significado profundo del mundo, de la vida y de la existencia. Es un conocer que revela; un descubrir un acceso al corazón palpitante de la realidad; un despertarnos e iluminar la existencia. El conocimiento simbólico está transido de vida. Es vida, aprehen de la vida en su palpitación original. De ahí que el simbolismo, espe cialmente religioso, señale las fuentes profundas de la vida y ponga en contacto con ellas. El símbolo es una manifestación de la Vida y com promete directamente la existencia. El símbolo arrastra hacia el com promiso de la existencia humana. Es conocimiento implicativo. Y este mismo razonamiento vale para explicar los orígenes de un simbolismo. No puede ser fruto únicamente de un proceso racional, sino de la coim plicación con la vida misma. El símbolo, por llevar hacia el contacto y la implicación con las raí ces de la realidad y la vida, es un conocimiento no plenamente cons ciente ni expresable de forma clara y distinta. Se resiste a la conscien cia y deambula por los pasadizos subterráneos del inconsciente, de lo onírico y no verbalizable. El símbolo, vamos viendo, es conocimiento que se dirige no sólo a la conciencia despierta, sino a la totalidad de la vida psíquica. 2.3. La evocación de lo ausente El símbolo no refleja la realidad objetiva, sino que busca revelar lo pro fundo, escondido, misterioso, ausente. Tiene la preocupación por des velar las raíces ocultas de la realidad, los pilares del universo. Por esta razón, el conocimiento simbólico se sitúa en el ámbito del conocimiento de lo indirecto, aunque su aprehensión sea inmediata y directa. Trata con el mundo de lo no a mano, del mundo no físico ni sensible; la imaginación simbólica se las ve con lo que es imposible de presentar y sólo puede remitirse a un sentido". De ahí que el símbolo se mueva por los aledaños del inconsciente, de lo metafísico, de lo sobrenatural y lo surreal. Evoca, llama, a lo ausente. El símbolo, como la palabra misma indica, echa un cable y trata de unir y vincular lo disjunto, lo que aparentemente no tiene relación. Por esta razón se mueve en el mundo de las religaciones con lo impresen table, con lo indecible. Goethe pudo muy bien decir que el símbolo es1 11. G. Durand, La imaginación simbólica, 12-13.
E L R E IN O
D EL
S ÍM B O L O
97
«la aparición de lo inefable mediante la transfiguración de lo concreto en un sentido abstracto». El símbolo es epifanía de un misterio pre sente ausente. El símbolo, puesto que produce un secreto sentido de un orden ausente, presenta una fuerte carga creativa: es energía de descubri miento y desvelación de lo oculto y de lo lejano en el misterio de lo inaccesible. La referencia simbólica hacia lo ausente lo es también hacia lo otro indisponible. La alteridad del otro y de lo Otro nos viene a la idea en el símbolo. Sin símbolo negamos la alteridad y corremos hacia los uniíormismos sociales y del pensamiento, es decir, hacia el totalitarismo. Como ya vieron Horkheimer y Adorno, la razón triunfadora que estig matiza el símbolo y la religión desemboca en la alienación y la cosificación del mismo hombre. Restituir el sentido equivale a mantener abierto el pensamiento y dejar que se alargue hasta la alteridad y lo ausente. Nos podemos preguntar en nuestro contexto qué es lo característi co, si existe, del simbolismo religioso respecto de los demás. Porque lodos los símbolos nos remiten hacia lo ausente, trascendente, pero no lodos lo hacen de la misma manera. Quizá la comparación con el sim bolismo estético nos ayude a precisar la forma de comportarse del sím bolo religioso. El símbolo estético remite hacia lo trascendente mediante «una inagotable riqueza de significado espiritual articulada en la forma sen sible»12. Se da en el símbolo estético, por ejemplo una obra de arte, una lensión y énfasis en la unidad entre lo que aparece y lo significado. La obra de arte busca vaciarse, diríamos, en esta expresión total de lo otro significado. Esto no ocurre en el símbolo religioso, que mantiene el énfasis de la distancia existente entre lo que se presenta y lo que se sig nifica. Lo simbolizado siempre está más allá de nuestro alcance, y el acto simbólico mismo acentúa la discrepancia entre lo que se re presenta y lo representado o significado13. Hay un fuerte componenle negativo -presente en todo símbolo- acerca de la distancia entre el símbolo y lo simbolizado, que en el símbolo religioso resulta preponderante. Sin duda, en esta característica negativa del símbolo religioso radi ca la tendencia iconoclasta hacia las imágenes. El hombre religioso recurre a ellas porque no puede decir directamente lo que quiere decir.I 11. Cf. L. D upré, Simbolismo religioso, 57. I L Ibid., 58.
98
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Pero detrás de todo intento de representación del Único e Inasimilable se da una frustración. La reserva de quien sabe la distancia que media entre la imagen y la realidad trascendente y suprema. De ahí que el cre yente siempre esté sometido a un proceso de depuración de sus imá genes del Misterio de Dios y rechace hoy como ídolo lo que ayer con sideró o le sirvió como una representación o icono14. 2.4. La familiaridad entre el símbolo y lo simbolizado Existe un aire de familia entre el símbolo y aquello a lo que apunta. No vale cualquier cosa para señalar, por ejemplo, el mundo como una tota lidad, el Misterio de Dios como redentor. El simbolismo lunar mani fiesta una connaturalidad entre los ritmos lunares, el devenir temporal, el agua, el crecimiento de las plantas, el principio femenino, la muerte y la resurrección15. Analogía, connaturalidad, familiaridad, similitud... quieren suplantar lo meramente arbitrario y convencional. El signo matemático o el de la circulación llevan pegado a sus entrañas el rasgo de lo convencional. Éste no es el caso del símbolo, el cual vive de la afinidad con lo sugerido. Quiere echar puentes entre lo perceptible e imperceptible, lo que se dice y lo inefable, lo inmanente y lo trascendente... Este puente lleva en sus materiales la resonancia interna con aquello que significa o evoca. No proporciona una imagen o retrato de lo ausente o indecible, pero sí sugiere, en su mismo decir, una cierta analogía con lo simbolizado. Es el caso de la cruz, respecto de un Dios abajado y entregado amorosa e incondicionalmente al hom bre. El símbolo hace aparecer un sentido secreto de lo irrepresentable, y ahí mismo manifiesta su afinidad. La andadura histórica puede desvelar la pérdida de cercanía y capa cidad de un símbolo para servir de puente. Aparece entonces el vacío infranqueable, en forma de no participación ni afinidad con lo simbo lizado. Así es como determinado simbolismo de Dios como Juez, Rey, etc. acaba mostrando más distorsión que sugerencia de lo evocado. Entonces el símbolo debe ser sustituido para que recobre su afinidad y poder sugeridor.
14. Hegel vio este proceso como una depuración de la intuición sensible o imagen hacia la abstracción conceptual que elimina la imagen. Cf. L. D upré, Simbolismo religioso, 63-64. 15. Ibid., 130.
EL REINO DEL SÍMBOLO
99
2.5. Un mundo de la interpretación sin término 111 símbolo, como tiene un referente que sólo puede sugerir, evocar, se mueve siempre en el mundo del atisbo y el barrunto. Siempre lo des pierta la consciencia de la inadecuación y la disimilitud. El conoci miento simbólico, se dice, es para-bólico: está siempre abierto, como en una tensión infinita que quiere abrazar a su referente, el cual se escapa a su abrazo. Pero el símbolo es persistente: mantiene imperté rritamente la pretensión de decir algo significativo de ese punto que no alcanza; de ahí su impenitente terquedad interpretadora. No cesa de interpretar, en un proceso inacabable, para tratar de superar la perma nente extrañeza de lo simbolizado16. P. Ricoeur dirá que el símbolo es la condensación de un discurso infinito o el origen de una exégesis sin fin17. El símbolo, por tanto, no se agota en una única interpretación. La consciencia de su inadecuación le empuja a la creatividad permanente de la expresión de lo inexpresable. De ahí que el enemigo máximo del símbolo sea la mente perezosa que dice que ya llegó a la estación tér mino, a la interpretación adecuada y final. O, como señalábamos, las mentes y corazones que experimentan la zozobra e inseguridad de lo nunca totalmente poseído y quieren alcanzar el objetivo mediante un golpe de mano y de voluntad: asentando una interpretación como defi nitiva. El resultado es la muerte y liquidación del símbolo. En ese mis mo momento objetivista o subjetivista-objetivo se rompió la co-lumna vertebral del símbolo y de la relación tensa e inadecuada con el referen te, se pasó a la afirmación unívoca y se congeló la capacidad sugerido ra. Esta tentación es tanto la del objetivismo racionalista y el fundamentalismo asegurador como la del subjetivismo psicologizante: Freud quiso dar un significado a cada símbolo onírico y, en vez de crear una ciencia, mató una fuente de significación; el teólogo o pastor ultraortoúoxo, que adscribe un sentido o interpretación, y sólo uno, a un símbo lo religioso, estrecha tanto el mundo religioso que lo deseca y mata. El símbolo se presenta como una fuente inagotable de sugerencias. El pensamiento simbólico tiene que estar permanentemente al acecho para recorrer el camino infinito, sin término, del Misterio. El símbolo religioso que se enfrenta con la tarea de ser iniciador del Misterio debiera prevenirse frente a la tentación de la parálisis interpretadora o de la fijación rígida. El ojo avizor, la autocrítica, la conciencia de la 16. G. D urand, La imaginación simbólica, 24s. 17. Cf. P. R icoeur , Teoría de la interpretación, Siglo xxi, México 1992, 70.
100
LA VIDA DEL SÍMBOLO
inadecuación deberían sostener al pensamiento frente a la tentación integrista, así como la visión de la afinidad interna con lo Inexpresable debe prevenir frente a la arbitrariedad interpretativa, superficial, y la heterodoxia incurable. El dinamismo simbólico, que acepta tanto la carencia de certezas y claridades definitivas como la no validez de la arbitrariedad interpreta tiva, conduce a un pensamiento dinámico y vigilante, siempre dispues to al sobrecogimiento de lo inasible. El problema de fondo que plantea la interminable hermenéutica simbólica es si hay interpretaciones o representaciones más apropiadas que otras. Hay que responder afirmativamente. Pero cuando se quieren ofrecer criterios, se entra en una discusión sin fin. Es más fácil decir crítico-negativamente qué representaciones o interpretaciones, a la altura de un determinado momento histórico y en una cultura determi nada, ya no son adecuadas, que dar criterios fácilmente aplicables. Aquí sucede como en la ciencia: para sustituir una representación men tal o imagen («cambio de paradigma») por otra, se precisa de una «revolución» teórica y práctica (T.S. Kuhn) que a menudo es imposi ble mientras existan y persistan individuos o creyentes vinculados a ese modelo mental y representacional. La fuerza afectiva y las viven cias ligadas a estas representaciones, amén de los grupos de intereses, de escuelas o tendencias, hacen particularmente difícil esta superación. Lo vemos en la experiencia pastoral cotidiana tantas cuantas veces tro pezamos con personas con una idea/imagen de un Dios juez castiga dor, registrador implacable de nuestras faltas, que nos espera para dar nos nuestro merecido, y les argumentamos con el Evangelio, el Vatica no II, la enseñanza papal... A veces el proceso es difícil y lento, por lo estrechamente ligado de este imaginario a vivencias anteriores y sím bolos del inconsciente. Se requiere un cambio mental y una reestruc turación afectivo-imaginal que exige tiempo, tacto y la introducción de nuevas experiencias religiosas vinculadas a los nuevos símbolos. Tenía razón C.G. Jung al vincular los símbolos religiosos con el mundo del inconsciente. Para él, la representación simbólica tenía una función de puente entre el consciente y el inconsciente, así como de elemento unificador y estructurador del proceso de la personalidad18. 18. Cfr. C.G. J ung, El hombre y sus símbolos, Carali. Barcelona 1976 (5“ reimpr.: 1992); I d ., Simbología del espíritu, F ce , México 1999'. Para una extraordinaria presentación de la evolución de la conciencia de acuerdo con los símbolos arquetípicos y mitos, cf. E. Neumann, Origins and History o f Consciousness, Bollinger Series, Princenton University Press, Princenton (NJ), 1973'. Cf. J.M. M ardones, El retorno del mito. La racionalidad mito-simbólica. Síntesis, Madrid 2000, 95s.
EL REINO DEL SÍMBOLO
1 0 1
Iil símbolo indica a la conciencia lo que ésta debería ser. Los nuevos símbolos apuntan a un futuro hacia el que impulsan al individuo y su personalidad. 2.6. Un mundo turbio y plurivalente Iil mundo del símbolo es, como acabamos de ver, de inagotable inter pretación. Ello es debido a su multivalencia o insuperable polisemia, lil símbolo contiene una potencia significadora respecto de su referenle, que se dispara en un haz de significados cuya relación mutua no es a menudo evidente en el plano de la experiencia inmediata. El símbolo ofrece así una «resonancia»19 que lo hace repetible indefinidamente. Se asemeja a la interpretación de una partitura musi cal que ofrece una inexhaustibilidad inherente y que cada intérprete explota con su genialidad o su grosería. Del mismo modo, el teólogo dotado, el místico y el creyente auténtico son capaces de «ver» aspeclos nuevos, diferentes, en cada uno de los símbolos y aun textos evan gélicos. Cada vez muestra un lado nuevo que lo abre hacia nuevas sugerencias. La no clausura definitiva de un símbolo, de un texto, de una acción litúrgica, es un síntoma de su vitalidad y de la de los cre yentes. Cada interpretación pone de relieve matices de la epifanía del Misterio que convierten la acción ritual, el texto, en símbolo vivo y en experiencia novedosa. En el fondo, se insinúa «á la Mannheim» el ideal de una síntesis de perspectivas e interpretaciones, compleción interpretativa, imposible de alcanzar, que señala en su asíntota, más ipie un ideal humano, la idea regulativa que adscribimos a la verdad divina. El símbolo es el lenguaje que cobija al Misterio. El símbolo incluso está dotado de otra característica además de su polisemia: su multivalencia, es decir, su capacidad de expresar simultá neamente varios significados. Así, el fuego expresa la luz, el calor, in cluso la fuerza devoradora del Espíritu, pero también el dolor de la puri ficación e incluso la destrucción del sacrificio o de la condena eterna. Esta característica del símbolo alberga un modo de entender la reaIidad. Revela una correspondencia de orden místico entre los distintos niveles de la realidad cósmica y determinadas modalidades de la exislencia humana. Un modo de ser y de estar en el mundo que no se capta a primera vista o con una actitud objetivista. El símbolo es capaz, por esta multivalencia, de mostrar cómo la realidad aparentemente heteroin. G. DURAND, La imaginación simbólica, 17.
1 0 2
LA VIDA DEL SÍMBOLO
génea, en el fondo, presenta una gran unidad y coherencia. Lo que actualmente alguna pretensión religiosa tipo «New Age» trata de mos trar apelando a datos presuntamente científicos -más símbolo que rea lidad científicamente demostrable- acerca de la estructura holográfica de la realidad, que repetiría la misma articulación de fondo a lo largo y ancho de toda la realidad, lo realiza el símbolo. El símbolo muestra que los diversos niveles cósmicos se comunican entre sí y están «uni dos» por el simbolismo. 2.7. La lógica de la contradicción El símbolo, lo estamos viendo, se escapa a la confortable ubicación en la lógica binaria del si-no, on-off, verdad-mentira, blanco-negro. La realidad simbólica es mucho más plural y llena de matices y contra dicciones. Como han sabido ver las viejas tradiciones y sabidurías reli giosas de Oriente y de Occidente, no se puede ir muy lejos por el cami no del Misterio con el sí y el no. Hay que disponer de más recursos; hay que forzar las cosas cuando hablamos del misterio de la realidad y darse cuenta de que ésta se nos manifiesta como no-sí y no-no, no-uno y no-dos a la vez (no somos uno con el Misterio de Dios, ni somos tam poco dos completamente diferentes); es decir, desembocamos en el «advaitismo», o especie de antinomias que no tienen solución ni cabi da en la lógica ordinaria. El símbolo muestra así su carácter ensamblador de contrarios y realidades heterogéneas. O expresado mirando hacia nuestro conoci miento: no podemos hablar de la realidad última o Misterio si no es paradójicamente20, es decir, mostrando aspectos contradictorios que se predican a la vez de ella. Esto es lo que el sabio Cardenal Nicolás de Cusa descubrió de nuestro hablar de Dios, hasta el punto de que con sideró que la definición más apropiada de Dios era la de coincidentia oppositorum: la coincidencia de los opuestos o, quizá mejor, la armo nía de contrastes. Dios es así, para la mente humana, una serie de pola ridades que hay que mantener en tensión sin que caigan en una unidad indiferenciada y sin que se rompa en afirmaciones unilaterales. El símbolo se muestra empeñado en unir los opuestos, de tal mane ra que se aparta de la lógica tradicional y rompe los principios de no contradicción, de identidad y de tercio excluso: algo así como lo más sagrado del pensamiento lógico, ya que afirmamos que A = A y que 20. Cf. M. B uber, Eclipse de Dios, 70.
EL REINO DEL SÍMBOLO
103
A A. La lógica simbólica ofrece una especie de «tercera vía» que se aparta de esta lógica tradicional, una lógica que se mueve dentro de la paradoja. Una lógica que, con tal de hacer justicia al Misterio, no retro cede ante la contradicción para poder expresar o, mejor, sugerir algo de ese mismo Misterio. De nuevo volvemos a descubrir por este camino que el símbolo dice relación a la vida y la realidad última, y en razón de esta preten sión, y de encontrar un sentido relacional, se inscribe en otra lógica. El símbolo no nace de un afán cartesiano, sino de una tensión existencial. Ya desde tiempo inmemorial el hombre atisbo que por debajo de la diversidad y de las aparentes contradicciones y antinomias de la reali dad latía una unidad profunda donde todos esos aspectos convergían y se articulaban. De esta experiencia primordial vive el símbolo y su lógica. 2.8. El implicacionismo simbólico La apertura de perspectivas que supone el símbolo tiene que ver con la vida entera. Es un descubrimiento de la realidad, no para enriquecer sólo la visión del mundo, sino para vivir de otro modo la relación con el mundo y la vida. El símbolo tiene un carácter implicativo. La razón simbólica es una razón implicativa e implicada, razón cómplice del humano devenir21. El símbolo toca lo que constituye el manantial pro fundo del que surge toda capacidad de acción y relación, de libertad y amor. Este contacto con el poder de lo real, en definitiva, cambia al sujeto: le lleva hacia la respuesta. El carácter interpelador, responsivo, que posee el símbolo tiene que ver con su dimensión relacional y, espe cialmente en el mundo de la experiencia religiosa, con este contacto con lo divino: relación donde, más que aprehender, se padece lo divi no, como decía el Pseudo-Dionisio. El lenguaje simbólico verdadero se abre a esa raíz de la vida plena; libera oclusiones y no oprime; expan de las perspectivas e impide las reducciones; amplifica los espíritus y no simplifica. Claro que esta visión positiva es expresión de un deseo insatisfecho, más que una realidad poseída. El animal symbolicum humano, como bien sabemos, siente sobre sí la amenaza de oclusiones, reductivismos y represiones, de pecado.
21. Cf. A. O rtiz O sés, La razón afectiva. Arte, religión y cultura, San Esteban, Salamanca 2000, 80.
104
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Los símbolos, por tanto, enseñan a vivir, especialmente los símbo los dotados del aura numinosa que llevan hacia las fuentes profundas de la vida. Al desvelar la Vida comprometen directamente a la existen cia humana. No se puede estar cerca de la fuente de la vida, descubrir sus estructuras y religación profunda, y seguir igual: «ver» esas dimen siones significa, al mismo tiempo, ser regalado con un nuevo signifi cado de la existencia. Por esta razón, los símbolos que tienden a la rea lidad última coimplican una toma de postura que supone una media ción más verdadera, más razonable y más libre para aquellos que la experimentan. El símbolo se inscribe en la permanente tarea práctica humana de construir un hogar y lograr una identidad. Responde a una lucha por vencer la precariedad, la fragilidad de toda construcción humana y la inestabilidad e incertidumbre de todos sus logros. Se trata de lograr que el mundo al que el hombre pertenece se convierta en el mundo que pertenece al hombre22. 2.9. Símbolo y vigilancia crítica El símbolo es irreducible a expresión lingüística. Hay un «más» que es inarticulable. No todo es transparente al lenguaje. En el caso del sím bolo, y del símbolo religioso, nos hallamos ante algo ligado al cosmos, a lo material, y a esa lógica significativa que procede de la vinculación con la estructura del universo sagrado. P. Ricoeur, que utiliza el análi sis lingüístico de la creación poética, concretamente de la metáfora23, para estudiar el símbolo, advierte que la diferencia entre el símbolo y la metáfora radica en la libertad del discurso: la libertad de la metáfo ra contrasta con la vinculación material al cosmos del símbolo (sagra do)24. El símbolo no se convierte en metáfora. En la metáfora nos encontramos en el ámbito ya purificado del logos, mientras que «el símbolo duda entre la línea divisoria del bíos y el logos. Da testimonio del modo primordial en que se enraíza el Discurso en la Vida. Nace allí donde la fuerza y la forma coinciden»25. De ahí que sea ridicula la pretensión de verbalizar o explicar total mente el símbolo. En el símbolo siempre permanece algo que no se 22. 23. 24. 25.
Cf. C. E rnst, Múltiple Echo: Explorations in Theology, London 1979. Cf. P. R icoeur, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid 1985. P. R icoeur, Teoría de la interpretación, 74. IbidL, 72.
EL REINO DEL SÍMBOLO
105
puede explicar. Por eso es por lo que un ritual, una ceremonia, un sacramento, no son totalmente verbalizables. Dicen más que la palalira. Hay un algo más, cuando realmente están vivos y actuantes. Un indicio de la anemia simbólica o de la muerte del símbolo es que tene mos que explicar los símbolos empleados; significa que ya no creemos en ellos, o que no están suficientemente introducidos en el clima celelirativo, o que los sujetos no los captan como tales. Lo cual no quiere decir que el símbolo excluya la palabra. El mismo P. Ricoeur26 afirma, con razón, que el simbolismo sólo funcio na cuando su estructura es interpretada. Necesitamos una «hermenéu tica mínima», como él la llama, para que funcione el simbolismo. Hay que explicar, acompañar el ritual con la palabra. Una acción simbólica sin palabra dejará de manifestar mucho de su poder instituidor, orde nador, significador... Dado el carácter de «inteligencia del umbral» que caracteriza al símbolo27, nos movemos en un terreno velado y umbroso. El símbolo es propicio, por ello, para confundir su necesaria ilusión o apariencia (Schein) con la realidad de lo sugerido. Entonces confundimos el dedo que apunta a la luna con la luna misma; la indicación con la realidad, listamos en el terreno de la idolización. La pérdida de conciencia de la analogía e inadecuación del símbolo con respecto a lo significado, al Misterio de la realidad, conduce a esta confusión. Sabemos que el terreno religioso es un ámbito donde el símbolo degenera a menudo en objeto, dando origen a los ídolos. De ahí que se necesiten «centinelas del horizonte simbólico». La vigilancia crítica, la razón crítica y argumentadora, es necesaria para deshacer la reificación y las idolizaciones. El símbolo necesita de la crítica para su salud. Quien deja de ejercer una vigilancia crítica sobre el símbolo, sobre el mundo de la religión en general, corre el riesgo de la conversión «diabólica» de los símbolos en objetos y cami na hacia la enajenación de la fe. Se deduce de aquí algo que debe ser tenido muy en cuenta: necesi tamos recuperar el símbolo -como venimos repitiendo- para hacer jus ticia a la realidad religiosa y para que ésta manifieste toda su poten cialidad; pero nos engañaríamos ingenuamente si nos entregáramos sin más a la riqueza simbólica y su abundancia de sentido. Más aún, incu rriríamos en un craso error si confundiéramos el símbolo del Misterio 26. JbicL, 75. 27. Cf. P. R icoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo xxi, México 1970, 462.
106
LA VIDA DEL SÍMBOLO
con el Misterio mismo. Necesitamos, por tanto, lo que ya P. Ricoeur2" propuso en su enfoque hermenéutico sobre el símbolo: una «segunda ingenuidad». Una vivencia postcrítica del símbolo, es decir, una prime ra ingenuidad que se ha hecho reflexiva y crítica, una «docta ingenui dad». Unicamente la afirmación y vivencia del simbolismo, tras su puri ficación crítica, aleja las recaídas en fundamentalismos, neotradicionalismos y polimitismos, tan de moda y en auge en este momento. Más que nunca, urge recuperar el símbolo sin olvidar el espíritu crítico. 2.10. Hacia la raíz de la razón No será descabellado terminar esta serie de apartados sobre las carac terísticas del símbolo apuntando a la raíz de la razón. ¿Qué es lo que mejor define lo que llamamos «razón»? ¿Qué hace a la razón ser razón? Una pregunta inquietante y que desasosiega a quien se la plantea. El camino del símbolo nos ha indicado algo de lo que puede ser esa fuente primordial de la razón. Por lo pronto, queda claro, desde esta perspectiva simbólica, que la razón tiene mucho que ver con el senti do. Dar sentido a las cosas parece ser algo que está, o debe estar, al comienzo de la luz con la que sugerimos la función primera de la razón. Iluminar la realidad, descubrir su orden y vinculación secretas, advertir la unidad que recorre esta realidad, encender la luz que mues tre el lugar que ocupan las cosas... son tareas que parecen adscritas a la razón. Sin esta ordenación o iluminación original no hay posibilidad de reflexión, de vuelta sobre sí y de consideración crítica. No estaban tan lejos los primeros griegos cuando vieron en la raíz del logos, razón, la función recogedora, ordenadora de las parles (= legein). Ni los mitos de la creación dejaron de ver que sin «la palabra» (bará) que ponga orden en el caos original no hay posibilidad de mundo, «cosmos», todo estaría en un informe e indiferenciado seno materno, estado fetal del mundo, noche cósmica, tohu-ba-bohu primordial y oscuro. Al principio, por tanto, está el orden juntor, con-juntivo, suturador, iluminador. Está el símbolo. Y ya dijimos que éste vive de una expe riencia relacional en la que la realidad habla o se nos revela, manifes tando la «Luz» que ilumina todo en este mundo. Habría que concluir que la revelación fundamental, el decir racional, acontece en el senti do que proporciona el símbolo. Al principio de la razón está la expe-28 28. lbid.. 433.
EL REINO DEL SÍfyB 0 L 0
107
i iencia -sagrada, numinosa- de la ilurtUnaticm agraciante que no se deja explicar totalmente y nos lanza a 1^ explicación sin término. Ahí nace la razón. La revelación simbólica está en la raíz de la razón. No es extraño que, posteriormente, vea qUe ja i-azón simbólica transita por todos los recovecos de la raz<5n Diríamos con E. Nicol29que «el símbolo es inherente a todas las operaciones racionales, tanto las metódicas como las precientíficas». La Comunicación, el habla, sólo es posible si disponemos de un medio coi^,jn affn a ¡os hablantes. Este medio que presenta o representa a las Cosas y personas, antes de dar cuenta o dar explicaciones, es el símbo|0 Por esta razdrK uno de los primeros ejercicios de la explicación e$ dar nombre - identificación, significado- a las cosas. Así sabemos de qUé estamos hablando. Así se va formando la comunidad racional coni0 comunidad simbólica. Detenemos nuestras reflexiones en este punto, donde la razón sim bólica se ve como parte de la razón.
3. A modo de conclusión: la fragilidad ¿el símbolo hste capítulo, dedicado al simbolismo religioso y sus características, liene que terminar acentuando la fragiliqacj dej sfmbolo. El símbolo constituye el lenguaje opresivo de la experiencia reli giosa. Sin símbolo no salimos de la encerrona en el mundo de la inma nencia ni nos abrimos a la alteridad, al Qtro ya hemos visto sus vir tualidades, que justamente se sitúan en ese límite que se niega a atra. vesar la razón raciocinante y contrastaba empíricamente. El símbolo se remite al «más allá» de este mundo empírico. Dado que la razón simbólica es una razón del límite, es umbrosa y vaga y se presta a un sinfín de interpretaciones. Hay una fragjlidad ínsita al carácter mismo del símbolo que hace a la racionalidad simbólica ser particularmente proclive a la manipulación y los excesos- los dej objetivismo y el sub jetivismo ya indicados; los de la idoliza(,jdri y ja jius¡5 n permanentes, que confunden la imágenes construidas con la realidad. La importan cia del símbolo y del pensamiento si ]jco nCVa adscrita su fragili dad. Es un cristal tintineante y sonoro, pero quebradizo. De ahí que, a la manera paulina, debamos llamarnos |a atención con respecto a ese tesoro que «llevamos en vasijas de bayQ>> Debemos mantener una 29. E. N icol, Crítica de la razón simbólica, F y jyjéxico 1982 (Ia reimpr’ 2001)
108
LA VIDA DEL SÍMBOLO
vigilancia crítica permanente sobre su uso y sus posibles abusos. El pensamiento simbólico sin pensamiento crítico es muy débil y peli groso. Juntos los dos, se fortalecen y enriquecen continuamente. Apostar hoy por la recuperación de las virtualidades del pensa miento simbólico, del simbolismo dentro de la experiencia religiosa, no significa olvidar el pensamiento crítico y argumentador. Significa, sencillamente, enriquecer éstos con aquél. La fragilidad del pensa miento simbólico exige el uso constante de los «centinelas del hori zonte simbólico».
6 La religión, experiencia de encuentro simbólico La religión o la espiritualidad apuntan siempre a un encuentro o rela ción que se realiza con el denominado Absoluto, Misterio, Otro, Dios. Antes que pensado, el misterio de Dios es objeto de invocación y ple garia, es decir, de encuentro o relación. Esta invocación presupone ya una experiencia de la Presencia de ese Misterio cabe nosotros. Es decir, la experiencia religiosa vive, en primerísimo lugar, de la experiencia de la Presencia fundante de un Misterio volcado hacia el hombre. Qué sig nifica esta Presencia cercana, elusiva, vuelta hacia el ser humano, es ya algo que sólo se puede aclarar desde cada tradición religiosa. Pero queda claro que al principio está la Presencia del Misterio que desen cadena todo el movimiento religioso posterior. Comprendemos ahora a Kierkegaard cuando decía que «Dios es más bien esto: el cómo se entra en relación con El». Y si hacemos caso de las filosofías denominadas del «nuevo pen samiento» (Neues Denken) o del diálogo1, la relación con el otro, la sociabilidad, es el modo original de la trascendencia, o la trascenden cia original. Vamos a seguir esta indicación, que nos parece muy pro vechosa para alcanzar y expresar la especificidad de lo religioso y po der decir, siempre analógicamente, simbólicamente, algo sobre nuestra relación o encuentro con el Misterio de Dios.
1.
Nos estamos refiriendo, como ya dijimos, a una serie de pensadores en su mayo ría judíos, que desde los años veinte del siglo xx iniciaron un giro hacia la consi deración de la socialidad y el diálogo como una experiencia tan primera y radical como la del pensamiento. En esta línea hay que situar a F. Rosenzweig, M. Buber, F. Ebner, G. Marcel y, cercano a nosotros, E. Levinas.
110
LA VIDA DEL SÍMBOLO
1. Al principio está la relación La frase pertenece a M. Buber e indica la revolución o giro que supo nía la nueva filosofía del diálogo. No se comienza, como estamos acos tumbrados, asediando al otro como si fuera un objeto de conocimien to. Detrás de esta estrategia del conocimiento, dirán estos pensadores del diálogo, está la actitud de un «sujeto» que se relaciona con cosas; da lo mismo que sean personas: al final son tratados como si fueran «objetos». La estructura del conocimiento se resuelve en una suerte de relación «sujeto-objeto». De ahí el peligro de objetivación que siempre le ronda al pensamiento. Y de apropiación del otro o asimilación y subordinación a lo que el sujeto que piensa ya conoce, experimenta o le satisface. La relación de conocimiento , se sospecha ya, es una rela ción que no deja al otro ser otro, no le respeta en su diferencia. En la jerga de este tipo de filosofía se suele decir que lo Otro queda reduci do a lo Mismo. No salimos del círculo de lo Mismo. Sin embargo, si comenzamos por la relación o encuentro2, enton ces, antes que conocimiento del otro, lo que tenemos es la conciencia de la distancia entre el yo y el tú, «absolutamente separados por el secreto inexpresable de su intimidad», como dice E. Levinas3. No tene mos, por tanto, dominio sobre ese tú; únicamente él se nos puede pre sentar como tal otro. Y esto es justamente lo que realiza el diálogo o la relación: nos acercamos al otro o, mejor, el otro se me acerca, ya que yo no lo puedo forzar, y trascendemos la distancia existente sin supri mirla. La sociabilidad o encuentro tiene la virtud extraordinaria de transitar «entre» la diferencia de ambos. Sin duda, es la capacidad de «trascendencia» del espíritu, de atravesar y echar puentes entre ambas partes, el tú y el yo, la que aquí se manifiesta. Y vemos ya, de paso, que la iniciativa o la primacía en la relación o encuentro la tiene el otro, el tú sobre el yo. Esta relación yo-tú se convierte en la «palabra funda mental» (M. Buber4), es decir, el principio y la base de todo diálogo o encuentro.
2.
3. 4.
M. Buber empleaba las palabras «diálogo», «relación» y «encuentro». G. Marcel encontraba un tanto conceptual y objetivisla la palabra «relación», y prefería hablar de «tensión». Para un análisis de la religión vivida y entendida como encuentro, cf. J. M artín V elasco, El encuentro con Dios, Caparros, Madrid 1995 (nueva edición revisada por el autor). Cf. E. Levinas, «El diálogo. Conciencia de sí y proximidad del prójimo», en De Dios que viene a la idea, Caparros, Madrid 1995, 223-43 [233], Cf. M. B uber, Yo y Tú, Caparros, Madrid 1993.
EL REINO DEL SÍMBOLO
1 1 1
Los pensadores del diálogo o, mejor, de la relación interpersonal, do la sociabilidad originaria, insisten en que la comunicación, el len guaje, no existe para expresar los estados de conciencia, sino que tene mos que caer en la cuenta de que todo esfuerzo de expresión presupo ne ya la relación: a ésta se refiere el lenguaje y todo contenido pensa do. Antes que cualquier otro diálogo del género que sea, está este diá logo o relación que hace entrar en diálogo. Una suerte de fraternidad previa a cualquier ejercicio de humanidad y su fundamento5. No es extraño que F. Rosenzweig eche mano de un término religioso y hable de «revelación» como lo que realmente acontece al relacionarnos con el otro. Este diálogo original está subyaciendo incluso a toda autoreflexión o pensamiento que reflexiona sobre sí mismo: éste presupo ne ya la suspensión, el cuestionamiento o la información sobre una vida, una relación con un otro, que habría sido imposible sin un encuentro previo. Dicho de otro modo y con rotundidad: el encuentro siempre precede al pensamiento; antes que el pensar sobre el otro está el encontrarse con ese otro. El pensamiento viene siempre detrás. Encontrarse con el otro, la relación yo-tú, tiene, si seguimos explo rándola de la mano de estos pioneros de la relación, algo de don graluito, como decía M. Buber: es la gracia de la venida del otro a mi encuentro. Levinas hablará de la no-indiferencia del tú con respecto al yo e insistirá en el carácter «des-inter-esado» de este aproximarse que señala, por otra parte, que «el otro cuenta por encima de todo». Es decir, el encuentro supone que se realiza en el ámbito o espacio del 15¡en, del «valor del otro hombre». Ya vamos viendo que la relación o sociabilidad originaria se deno mina «diálogo» porque «dia-loga» transita, atraviesa ese «más allá» que se da entre ambas intimidades denominadas «yo» y «tú». El en cuentro es una relación «entre los dos» o «por encima de», como su giere Levinas6. Hay una co-presencia o sociabilidad originaria que hace o constituye a las personas; las dos son co-sujetos. Sin esta rela ción, ellas no serían lo que son. G. Marcel ha denominado esta relación «entre los dos» un modo de ser, una co-presencia, un «co-esse».Y no podemos ni debemos olvidar que esta relación «entre-los-dos» o «por encima de los dos» significa una trascendencia. La trascendencia es el S.
(>.
Cf. M. B uber , Diálogo y otros escritos, Riopiedras, Barcelona 1997, 19s. donde insiste en que «la actividad dialógica» o encuentro sucede incluso sin comunica ción lingüística. Aspecto este que despertaba las reservas de G. Marcel, que veía el peligro de degeneración. Ibid., 238
1 1 2
LA VIDA DEL SIMBOLO
modo originario del ser humano como se capta en la relación7. La tras cendencia significa, como diría Buber, que hay comunidad, comunión, entre ambos, pero que se respeta la inaccesibilidad del otro, que impi de que me apropie de él. A través de la experiencia del rostro del otro, en el cual lo primero que se descubre -el modo de su aparición o su manera de concernir m e- es la mirada implorante, su desvalimiento y desnudez, que nos está pidiendo que no le matemos, que le cuidemos y protejamos89, Levinas nos indica que en el encuentro o diálogo original somos inter pelados por el otro, por el tú, y que la primera reacción es la pasividad de la escucha que se expone a la respuesta. Vemos que la relación con el otro nos conduce inmediatamente a la responsabilidad hacia el otro. Al ser interpelado, lo primero que descubro es mi responsabilidad, incluso antes que mi libertad, que se presupone también inevitable mente para poder responder, pero que es secundaria con respecto a la responsabilidad. De ahí que Levinas1' llegue a decir que bajo la inter pelación del otro soy «rehén del otro». Y descubrimos ahí mismo el valor del otro, un valor que le pertenece al hombre gracias al valor del tú. Justamente a este desvelamiento del valor del otro le es inseparable un apremiante deber de servir: el valor del tú señala la diaconía del yo. Estamos en la raíz de la ética, que se inicia en la relación yo-tú101. Digamos, para terminar de resumir esta breve fenomenología de la relación original, que Levinas, contra Buber, insiste en la desigualdad o asimetría de la relación yo-tú. Parece una arbitrariedad la preemi nencia del otro, del tú sobre el yo; pero si hacemos caso al modo en que se me presenta el otro en su miseria y desvalimiento, instándome a cargar con él, entonces nos damos cuenta de que en el encuentro yotú no hay una igualdad inicial, sino una subordinación al otro o diacronía original11.
7.
Ibid., 238. Levinas dirá, en clara referencia a Heidegger, que la trascendencia es un concepto tan válido como el de inmanencia para lo humano. 8. Cf. E. L evinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1987, 212. 9. Cf. E. L evinas, De Dios que viene a la Idea. 122. 10. Ibid., 241. 11. Ibid., 242; Id ., Fuera del sujeto, Caparros, Madrid 1997, 58-59.
EL REINO DEL SÍMBOLO
2.
113
Los rasgos del encuentro con el otro: el decálogo dialógico
Resumamos en unos cuantos rasgos -un decálogo- el fruto del análi sis de la relación o encuentro original. Obtendremos así unas cuantas características que nos ayuden a retener lo fundamental de la denomi nada relación o encuentro original. 2.1. La respectividad de las personas Id encuentro original es encuentro entre personas. Son dos sujetos los que se enfrentan y reconocen. «Yo» y «tú» son pronombres intercam biables. La relación, el encuentro, quiere decir aquí una relación ser a ser, que diría G. Marcel: el yo dice «tú» a un tú en tanto que ese tú es iin yo que puede responderle «tú». Respectividad no quiere decir igual dad. El encuentro tiene lugar entre alteridades diferentes, inaccesibles e inapropiables; es decir, se mantiene la trascendencia respectiva de las personas que se encuentran. 2.2. Una co-presencia afectante El encuentro o la relación entre personas es un modo de ser que se ha denominado co-presencia. Una relación «entre-los-dos» que establece un vínculo «por encima» de la distancia de las dos intimidades, sin vio lentarlas o forzarlas nunca. Una co-presencia que, sin embargo, no deja al otro igual, sino que le interpela, le sacude y le pone frente a la situa ción de uno. Requiere la capacidad de escucha, y sobre todo de res puesta, del yo, y presenta al tú concerniéndole desde su desvalimiento. 2.3. La preeminencia del tú sobre el yo Estábamos ya declarando que -como insiste Levinas frente a Buberno hay reciprocidad estricta, simetría o igualdad en la relación o encuentro, sino dependencia del yo con respecto al tú. Esta respectivi dad subordinada del yo se manifiesta en el modo en que el otro tú se presenta en su interpelación: desde su indigencia esencial. Apela a nuestra responsabilidad haciéndonos responsables de su situación. De esta manera, la proximidad del tú nos apremia a la escucha y al servi cio, nos convierte en sus rehenes. Desde esta primacía del tú sobre el yo queda claro que el yo es para-el-otro; frente al tú, el yo es siempre sacudido en su propensión a la ebriedad
114
LA VIDA DEL SÍMBOLO
2.4. La constitución como persona El encuentro nos constituye como personas. No es una relación cual quiera de la que puedo prescindir sin que me ocurra nada. Afecta a mi centro personal. No encontrarse con el otro equivale a no ser. El sercon-otros se realiza en el constituirme sujeto con otro; soy co-sujeto, y eso no es una cualidad inherente a mi ser, sino que se realiza en el pro ceso del encuentro, en la respuesta a la interpelación del tú. Frente a una concepción estática de la persona, el encuentro, con la exigencia de respuesta a que me emplaza el otro, me dice que me gano o me pier do en el ser persona mediante la respuesta que dé a la interpelación del tú. Accedemos, a través del encuentro, a una concepción dinámica y abierta de persona que se realiza y juega en cada encuentro. Somos tanto fruto como agentes del encuentro. 2.5. Una relación intersubjetiva radical El encuentro, lo estamos viendo, afecta al ser mismo de las personas puestas en relación. Es una relación interpersonal, irreductible a la relación sujeto-objeto, una co-presencia inter-subjetiva que no es obje tividad ni se puede expresar como forma de conciencia o incluso del ser. El encuentro es un caso particular de presencia que no es tematizable, expresable conceptualmente, sino que más bien nos remite a la escucha, la respuesta y la relación misma con el otro. Reivindica una socialidad que es responsabilidad y fidelidad. 2.6. El trascendimiento El encuentro supone la superación del abismo o distancia de dos sub jetividades diferentes. Es trascendimiento, entendido como la capaci dad espiritual de ponerse en relación, entre-dos, sin violentar al otro, dejándole ser radicalmente él, diferente. Desde este punto de vista, decir «encuentro» es decir «trascendencia» o, como diría Levinas, «el modo original de la trascendencia». 2.7. La comunidad del encuentro G. Marcel insiste, matizando a Buber, que «en el principio, más que la relación, existe más bien un cierto presentimiento de unidad que se deshace continuamente para dejar sitio a un Todo que formarán nocio-
EL REINO DEL SÍMBOLO
115
unidas recíprocamente»12. El encuentro conduce a una cierta comu nidad y aun comunión que está en la base de toda humanidad. Estamos ante la fraternidad original o el lazo de amor originario. Se nos dice a través de esta realidad del encuentro que estamos anudados a los otros y que, por lo tanto, no nos pertenecemos totalmente a nosotros mis mos. Somos el uno-para-el-otro, negativa cainesca y fundamento de la fraternidad humana. Hay un mucho de gratuidad, de «des-inter-és», de desarraigo fuera del ser en el encuentro. Buber insistirá en que el núcleo de mi existencia es también la comunidad entre tú y yo, co-pertcnencia a la misma historia, al mismo destino; comunidad de situa ción, inquietud y espera13. iic s
2.8. El encuentro es acogimiento El encuentro nos conduce a la sala del acogimiento: el descubrimiento del valer del otro, la permanente incumbencia, la incondicionalidad para mí, el emplazamiento de su miseria que me impulsa al servicio. La ética de la socialidad es «la ética de la acogida» (Levinas14), es la respuesta a la palabra o interpelación que me es dirigida: verdadera oración y servicio religioso fundamental, como han presentido no sólo los filósofos, sino testigos como Etty Hillesum en la situación extrema del campo de concentración, y resuena ya en el bíblico «misericordia quiero y no sacrificios». 2.9. La mediación corporal En medio del encuentro están las palabras, las miradas, los gestos cor porales, el cruzarse en los caminos de la vida, el contacto carne-acarne. El encuentro va ligado al cuerpo, que diría G. Marcel15, a la en carnación. De ahí que no sea transparente para la conciencia y el pen samiento. Toda la vida espiritual en el ser humano está bajo este prin cipio de la encarnación, es decir, de la mediación corporal. Esto suce de también en el encuentro con el otro: acontece a través de las media ciones que hace posible el cuerpo. El encuentro posee así una referen12. Cf. E. L evinas, Fuera del sujeto, 42. 13. Cf. M. B uber, Diálogo y otros escritos, 25. 14. E. Levinas, De Dios que viene a la idea, 242. 15. Cf. G. M arcel, Ser y tener, Caparrrós, Madrid 1996, 22s.; M. Henry, Encarnación, Sígueme, Salamanca 2001.
116
LA VIDA DEL SÍMBOLO
cía a una serie de elementos rituales, simbólicos, hechos de palabra, gesto, silencio, caricia, alusiones y evocaciones. Ahí se dice mucho acerca de la confianza, la dedicación, el don más allá de la compensa ción recíproca, etc. 2.10. Más allá del pensamiento El encuentro o relación con otro tiene algo que es irreducible a teoría. No existe una teoría del encuentro que dé cuenta de esta experiencia mediante la reflexión. Estamos en un más allá del pensamiento que parece, a primera vista, un escándalo para el pensar, pero que lo que muestra es que no todo se puede reducir a concepto, que existen «otros modos que ser»16pensado o expresado en categorías de ser. Por ejem plo, como repite Levinas, no existe concepto que exprese el significa do de la desnudez del rostro humano. Nos las vemos con un fenómeno tan originario para el ser humano como es la socialidad o la relación, y de no menor importancia y alcance y tan razonable como el pensar. Fenómeno este del encuentro, la presencia, que la razón no conoce, que funda el sentido mismo y cuya excelencia se inscribe no tanto en el ámbito del ser, sino en el de la bondad y el amor. ¿No será, como pregunta Levinas, que lo espiritual se revela justamente cuando rom pemos la rutina del pensamiento y el ser y en la extrañeza de unos seres humanos ante los otros, que, sin embargo, son capaces de una sociedad cuyo vínculo ya no es integración de las partes en un todo? «Quizá el vínculo espiritual resida en la no-indiferencia de unos hombres para con los otros, que también se llama amor, pero que no absorbe la dife rencia de la extrañeza y que no es posible más que a partir de una pala bra o de una orden que viene, a través del rostro humano, de muy alto fuera del mundo»17. 3. El encuentro con el Misterio de Dios El encuentro está caracterizado por implicar la asunción de la trascen dencia del otro. Precisamente por este rasgo y porque primariamente el fenómeno religioso se presenta en relación o respectividad al Misterio 16. Cf. E. L evinas, De otro modo querer, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1995. 17. E. L evinas, Fuera del sujeto, 117.
EL REINO DEL SÍMBOLO
117
absolutamente trascendente, le conviene la categoría de encuentro. Un encuentro que, como todo habla o referencia a la Transcendencia por antonomasia, será necesariamente simbólico. Es decir, toma el encuen do interpersonal humano como símbolo para poder expresar algo, lo menos inadecuadamente posible, de la relación con el Misterio de Dios. Veamos cómo queda iluminada esta relación haciendo una lectu ra simbólica de la categoría «encuentro» y sus características. .1. /. Una respectividad afectante La «experiencia» religiosa se presenta como una relación con el Mis terio de Dios18. Esto quieren decir expresiones como «vivencia», «ex periencia», «fe», que querrían traducir el hecho de que el sujeto huma no se ve afectado por una Presencia misteriosa, cercana-lejana, inte rior-exterior, ineludible-elusiva, etc. que delata una realidad con la que se enfrenta o confronta el sujeto religioso. Estaríamos ante una verdadera relación o encuentro. Una objeción rápida que surge inmediatamente es que la categoría encuentro parece suponer la relación interpersonal, y sabemos que no todas las religio nes conciben el Misterio como personal. Precisamente algunas religio nes, como el budismo y el brahmanismo, rechazan, en razón de lo que les parece una objetivación y reducción improcedente del Misterio, las categorías personales. Pero, como se ha indicado ante este problema19, y antes de entrar a discutir lo adecuado o no de la aplicación de la cate goría de persona al Misterio divino, conviene detenerse en lo que sugiere la relación o encuentro con el Misterio. No parece que sea otra cosa, en su nivel más original y radical, que lo que parecen afirmar lodas las religiones, es decir, que se da una relación o respectividad: hay un enfrente, es decir, un «contacto», relación, con el Misterio que se reconoce como sentido último de la existencia y salvador. En el caso límite del budismo, que se caracterizaría porque en esta relación con el Misterio hace silencio de toda representación para no traicionarla, sin embargo, no se negaría el reconocimiento o existencia de esa relación que, según se afirma, lo transciende totalmente todo. De esta manera, parece que incluso aquí se puede hablar de la respectividad del encuen18. Cf. M. B uber, Eclipse de Dios, F ce , México 1995\ 55: «toda gran religiosidad nos muestra que la realidad de la fe significa vivir en relación con el Ser “en el cual se cree”, esto es, el Ser absoluto, incondicionalmente afirmado». 19. Cf. J. M artín V elasco, El encuentro con Dios, 54s, 215s.
118
LA VIDA DEL SÍMBOLO
tro con el Misterio. A continuación vendría -y aquí se inscribe el rechazo- la expresión de esta relación en las categorías dependientes de una determinada cultura y concepción de persona, y si hacen justi cia o no a la relatividad radical del encuentro entre el hombre y el Misterio. Otro tanto habría que decir de una descripción neutra de lo divino como la de Brahmán, tan del gusto de muchas tendencias neomísticas actuales. Otra vez de nuevo el apartarse de una interpretación persona lista no quiere decir que se niegue la relación misma. Y esto es lo importante, por encima o más allá de las representaciones en que se expresa. 3.2. Co-presencia, o ante la Presencia fundante El encuentro o relación con el Misterio es vivido por el creyente como un estar en la presencia de ese Misterio; es el reconocimiento de estar en relación con una Presencia fundante2". Una presencia que más que conocimiento, especialmente conceptual, se expresa como ilumina ción, despertar o revelación: consciencia de una Presencia. Es un des cubrirse o saberse en la presencia del Misterio siempre ahí, en el cual «nos movemos, existimos y somos». Una presencia extraordinaria mente real, envolvente, aunque no sea visible ni objetivable empírica mente. Los nombres que recibe o puede recibir son muchos y van -como vimos- desde denominaciones amplias y vagas, como un prin cipio activo de la realidad, hasta las caracterizaciones personales. W. James2021 se ha detenido a caracterizar esta experiencia de estar en presencia del Misterio de Dios. Para un psicólogo de la religión como él, se trata de una «sensación de realidad» realísima, equivalen te a lo que fenomenólogos e historiadores de la religión como M. Eliade afirman ante la experiencia de lo sagrado: algo saturado de ser, de potencia, de perennidad, eficacia y sentido2223.Proporciona una «se guridad no razonada e inmediata, de la cual el argumento razonado tan sólo constituye una exhibición superficial». Esta seguridad en el caso de experiencias o encuentros religiosos fuertes produce lo que este autor denomina «estado de certeza»21. Presencia, por otro lado, inapre20. J. M artín V elasco, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, 37s.
21. W. James, Las variedades de la experiencia religiosa. Península, Barcelona 1986, 59s. 22. M. E liade, L o sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1967, 20. 23. W. James, Las variedades de la experiencia religiosa, 190.
EL REINO DEL SÍMBOLO
119
liensible; de ahí que el sentido de realidad se tome a veces sensación ele irrealidad. .i.3. La preeminencia del Tú originario En el encuentro con la Presencia, el Misterio, la iniciativa y la acción fundamental proceden de dicho Misterio. Aquí el yo del creyente es el interpelado, el emplazado, el convocado, el solicitado, el elegido, el autorizado, el mentado, el enviado. Se da una preeminencia y prioridad del Tú del Misterio sobre el yo del creyente. El yo creyente no es objelivado, sino elevado a la categoría de interlocutor del Misterio y, por ello mismo, ya agraciado con la Presencia originante y salvadora o, como diría la fenomenología de M. Eliade, por el Poder fundante de la realidad. Siguiendo esta senda, X. Zubiri dirá que en la raíz de la expe riencia religiosa está el reconocimiento del hombre como ser religado, remitido fundamentalmente al Misterio. Nunca se insistirá bastante en esta preeminencia y prioridad del Misterio sobre el yo creyente en la experiencia del encuentro religioso. Señala lo que ha cristalizado en los testimonios de los grandes creyen tes de todas las religiones, y especialmente en la tradición bíblica, como «ser buscado», «ser llamado», «ser amado», «ser conocido»... antes de que nosotros tomáramos la iniciativa e incluso antes de exis tir (Rm 8,29). De ahí que sea más importante lo que El nos ama, nos busca, etc. que lo que nosotros hacemos. Todo un giro o descentramiento en la espiritualidad que está dependiendo de este descubri miento, uno de los rasgos fundamentales del encuentro con el Misterio de Dios. 3.4. La constitución como persona agraciada Estar ante el Misterio, entrar en relación con Él, es experimentar que uno es arrancado desde su finitud y limitación y puesto en contacto con el poder de lo real, es decir, con lo que hace permanentemente ser a todo lo que es. Dicho al modo paulino: experimentar la Presencia inter pelante del Misterio de Dios equivale, a semejanza de Abraham, a «ser constituido... ante Aquel a quien creyó» (Rm 4,17). Y quien obra es «el que da vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rm 4,17). El encuentro con el Misterio iza al hombre al pináculo de su dignidad.
1 2 0
LA VIDA DEL SÍMBOLO
La relación con el Misterio de Dios es constitutiva de vida, de ple nitud, de garantía de ser lo que uno es. En la experiencia religiosa fun damental hay un ser agraciado primero y primario que nos constituye como seres. Somos sabedores de ser aceptados y queridos desde la raíz de nuestro ser por el mismísimo Fundamento de todo lo existente. Ahí radica la confianza fundamental del ser humano, que le hace capaz de resistir los mayores abandonos y soledades: porque, «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá». O en expresión de Santa Teresa: «Solo Dios basta». Este agraciamiento es el primero y principal. Desde ahí el sujeto creyente se siente fundado, sostenido y elevado sobre Roca. 3.5. Relación intersubjetiva radical El encuentro con el Misterio tiene todas las características de ser un encuentro que no podemos por menos, a este nivel originario de la rela ción, que calificar de intersubjetivo. Es decir, es encuentro no expresable en categorías de relación sujeto-objeto, sino de «entre sujetos», es decir, como conciencia y libertad, aunque tengamos que corregir inme diatamente toda concepción inevitablemente antropomórfica del térmi no «sujeto». El Misterio de Dios, incluso en clave de categorías perso nalistas, sabemos que tiene que ser usado de modo analógico, simbó lico. De ahí que Dios sea sujeto, supersujeto y más que sujeto. Pero no menos podemos decir de Alguien/Algo que entra en relación de pre sencia interpelante con nosotros. Conviene insistir en el carácter radical, es decir, original, primario y fundante de esta relación. Es la relación por excelencia. Es la rela ción constitutiva de nuestro ser, o si se quiere, expresado desde noso tros: la escucha de la llamada del Misterio o el testimonio de su Presencia en lo más íntimo de cada persona es la relación fundamen tal. M. Buber lo denomina la Palabra primordial. 3.6. El trascendimiento Encontrarse significa trascenderse. Ahora bien, establecer un puente entre las dos subjetividades humanas es un pequeño atisbo del salto que supone encontrase con el que denominamos «Transcendente». Y nada menos que esto es lo que afirma el creyente: está frente, coram Deo, cara a cara con el Invisible.
é
EL REINO DEL SÍMBOLO
121
Este trascendimiento del abismo de la diferencia entre el ser huma no y el Misterio supone que el Misterio es la trascendencia inmanente que habita en las entrañas de lo real, y que el ser humano, su espíritu, posee la capacidad de captar esa Presencia interpelante en la realidad y establecer una relación con ella. El espíritu humano se desvela en la mera pretensión de esta posibilidad de contacto con el Misterio abierlo a la escucha, como esos receptores rastreadores del sonido de fondo del universo. Esta apertura sin límites del espíritu (Weltoffenheit) es lo que permite entender al ser humano como radicalmente descentrado y superando infinitamente al hombre (Pascal). Un ser habitado por el deseo del infinito, por hacer suyo un más allá de sí mismo, más íntimo que sus propias entrañas, y que no puede disponer de él. Esta desproporción que habita en el ser humano convierte a éste en un ser precario a la búsqueda de la satisfacción de su ansia de infinito. Somos, como diría León Felipe, sabuesos de lo divino. Son innumera bles las imágenes con las que se trata de sugerir esta apertura y des proporción humana hacia el abismo sin fondo o la verticalidad irrefre nable de la Transcendencia: inquietud, exceso, herida, llaga... «origi nadas por la existencia en el corazón del hombre de una impronta, hue lla, imagen, pondus, que suscitan la inquietud y ponen en movimiento hacia el trascendimiento24» .1.7. Comunidad de encuentro El encuentro lleva en su dinamismo más profundo la superación de la mera contigüidad: no es un estar-uno-junto-al otro, sino más bien, como dirá M. Buber, un ser-uno-en-otro25. ¿Es posible pensar tamaña osadía cuando se trata del encuentro con el Misterio? Así es. Los hom bres religiosos siempre han pensado que la cercanía inaprehensible del Misterio era tal que llegaban a fundirse con El. El flujo del Tú al yo era lan poderoso y atractivo que llegaba a constituir una unidad o comu nión de vida. El encuentro con el Misterio es «del alma en el más pro fundo centro». Dentro de la tradición oriental, en las Upanishads, se habla en tér minos de identificación del Atman con el Brahmán: «eso es el Brahmán, ése eres tú». En la tradición cristiana resuena el paulino «ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí», y el joánico «si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él, y 24. Cf. J. M artín V elasco, La experiencia cristiana de Dios, 28-29. 25. Cf. M. B uber, Diálogo y otros escritos, 56.
122
LA VIDA DEL SÍMBOLO
haremos morada en él» (Jn 14,23). Ser habitado por el Misterio es la experiencia religiosa del encuentro. De aquí procede, por una parte, toda una espiritualidad de la unión con Dios, de vivir esta intimidad de vida con El y, por otra, toda una ascesis que trata de evitar la dispersión y superficialidad de vida que impida vivir esta comunidad o inhabitación del Misterio en nosotros. 3.8. Encontrarse es acoger El encuentro con el Misterio es acogimiento del mismo. Sin esta acti tud de aceptación de la Presencia interpelante no hay experiencia reli giosa. En su raíz, la religión, el encuentro religioso, es hacer propia la Realidad que le sale a uno al encuentro. Sin esta aceptación y recono cimiento en lo más profundo del corazón, tenemos la increencia, la indiferencia en sus variadas formas, pero que remiten todas ellas a este rechazo o no acogida de la religación fundamental que se nos ofrece. El hombre religioso dice en su acogimiento del Misterio que es ereatura y se reconoce como tal, es decir, precario, insuficiente, no dueño de sí, necesitado de Otro. La relación con el Misterio le desvela al hombre que es una relación con Otro y que necesita de ella para ser él mismo. Estamos tocando el corazón mismo de la llamada «experiencia reli giosa»; el encuentro nos desvela que es acogida o no es. La experien cia religiosa, como toda experiencia, se hace, a diferencia de las viven cias, que se tienen. Hay una dimensión activa en la experiencia, en el acogimiento: es la altísima actividad en la pasividad de la aceptación. Y se hace, como dicen las tradiciones religiosas, implicando la totali dad de la persona: «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Dt 6,5). No valen experiencias a medias: acoger con la mitad del corazón no es acoger. De nuevo hay un sinnúmero de térmi nos para intentar expresar lo que sólo balbuceamos: confianza radical o esperanzada, fe confiada, acuerdo, asentimiento, fianza... Quizá incluso, como insiste J. Derrida26, sin esta estructura fiduciaria de aco gimiento radical que se descubre y establece en el encuentro no habría socialidad alguna ni dinámica institucional ni pensamiento. Al inicio está la llamada a la fianza, al acogimiento; todo lo demás se nos da por añadidura. 26. Cf. J. D errida, «Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón», en (J. Derrida - G. Vattimo - E. Trías [eds.]) La religión, P pc , Madrid 1996, 92s.
EL REINO DEL SÍMBOLO
123
9. Encuentro mediado Iíl encuentro con el Misterio Transcendente siempre se realiza en las manifestaciones de su presencia a través de las realidades del mundo, tic mí mismo y de los otros sujetos. No hay encuentro con el Misterio i|iie se realice fuera de la realidad. Sabemos por la fenomenología reli giosa que todo puede ser ocasión para la manifestación o encuentro con el Misterio. Existen los denominados «símbolos naturales» de esta presencia, como son el cielo, el mar o las montañas. La contemplación del cielo estrellado, de la inmensidad o potencia del mar, de la majeslad de unas montañas, es, mucho antes de Kant, indicio de una Presen cia; pero también lo es la admiración ante la propia conciencia, la libertad del ser humano, su inteligencia o capacidad creativa, o el requerimiento del rostro del otro. En todos estos lugares y en todas las vicisitudes de la vida humana se puede escuchar «tu flauta (que) me llama penetrante, ¡oh más allá sin nombre!» (R. Tagore), «la música callada», «la soledad sonora» en la que se nos comunica el Misterio. La mediación del encuentro con el Misterio también ha de ser com prendida, más allá de nuestra corporalidad y realidad mundana, como encuentro en una situación cultural. Somos seres que viven en una sociedad, es decir, en un mundo con una cultura y unas tradiciones. La experiencia del encuentro con el Misterio siempre se da en un hori zonte cultural de sentido; es decir, supone una tradición experiencial. Se vive el encuentro dentro de una tradición en la que se le interpreta. P. Ricoeur tiene razón cuando habla de una «síntesis activa de presen cia e interpretación». De ahí que se use una serie de palabras, imágenes, símbolos, arque1¡pos, mitos y ritos que tratan de expresar el reconocimiento -siempre interpretado- del encuentro con el Misterio. Estamos ya en las dife rentes tradiciones religiosas y aun culturales. Y justamente aquí, no en la analogía estructural de fondo que las recorre, se da la variedad de formas y hasta de experiencias religiosas. 3.10. Lo que sobrepasa el entendimiento El encuentro con el Misterio sobrepasa cualquier intento de descrip ción conceptual. No es expresable en términos científicos; más bien hay que acudir a la evocación, a la sugerencia, es decir, al lenguaje poético y simbólico, que en la contraposición y tensión entre los tér minos es capaz de hacer saltar una luz nueva que ilumine el ámbito de
124
LA VIDA DEL SÍMBOLO
lo sólo evocable. En el encuentro religioso también vale lo que el mís tico y poeta dijo: «quedóme toda ciencia trascendiendo». Se refiere a una experiencia que no es justificable mediante la demostración o «verdad» de unas proposiciones. En el encuentro con el Misterio, se trata más bien de una decisión de la totalidad de la vida que se denomina «fe», es decir, de poner la totalidad de la vida bajo el fundamento del Misterio de Dios. De este tipo de experiencia totali zante, implicativa y referida a lo no disponible ni a mano, sólo se puede hablar simbólicamente. El símbolo es justamente el lenguaje apropia do para este tipo de experiencias. Aquí hablamos de encuentro y nos estamos esforzando por tomar analógicamente, simbólicamente, la experiencia humana del encuentro, para poder hacer barruntar lo que es el encuentro con el Misterio. Este intento de expresar lo inexpresa ble, de ligar lo abismalmente separado-unido, es lo que intenta el len guaje simbólico. Se trata de usar el lenguaje relacionalmente, como nexo existencial en un ámbito de comunicación y sentido. Si es verdad que -como hemos visto- el encuentro tiene su propia «lógica» irreductible a la lógico-empírica, sin embargo, tampoco se encuentra fuera de la racionalidad. El encuentro con el Misterio tiene una plausible razonabilidad dentro incluso de los parámetros de la razón discursiva y crítica. Y no debemos abandonar la vigilancia críti ca sobre el modo en que se expresa y se da cuenta de ese encuentro. Tener el encuentro con el Misterio no vacuna frente a la expresión ido látrica o herética. Es decir, el lenguaje religioso, simbólico, no debe prescindir nunca del control de la razón discursiva y crítica.4
4. A modo de conclusión Hemos tratado de mostrar cómo el funcionamiento de una categoría como el encuentro puede servir, simbólicamente usada, para dar cuen ta o, mejor, para sugerir qué es eso que denominamos «experiencia religiosa» o «experiencia del Misterio de Dios». Advertimos de esta manera, con el pensamiento actual, que existen dimensiones humanas, como la de la socialidad originaria o encuentro, que, de entrada, se distorsionan si se las coloca en el mundo de las rela ciones sujeto-objeto. Requieren un ámbito distinto: el de la relación entre sujetos, es decir, la relación o el encuentro. Y descubrimos que, cuando se trata del encuentro con el Misterio que nos trasciende, debe mos emplear siempre un modo de hablar simbólico, es decir, no direc-
EL REINO DEL SÍMBOLO
125
lo ni encerrado en la pura inmanencia, sino en la apertura o evocación ;i través de imágenes de sentido que tienden a expandir y amplificar la relación humana. Conscientes siempre de que permanece una distancia insuperable e irrebasable, «un no se qué que queda balbuciendo» en nuestra infantilidad o apofatismo. Por esta razón, el lenguaje religioso, radicalmente simbólico, nunca puede ser ni literal ni absolutista ni rcductivo. Sugiere un «como si...» que apunta a una realidad verdade ra de la relación con ese Misterio incondicionalmente afirmado y aco gido por el creyente de todas las religiones, aunque a nivel cognitivo lengamos siempre que ser conscientes de la distancia o disimilitud de luda experiencia y expresión humanas cuando las aplicamos al Misterio de Dios. No otra cosa, repetimos una vez más, quiere decir eso de que hablamos simbólicamente.
IV L a s t r a m p a s r e l ig io s a s DEL SÍMBOLO
Abordamos en este apartado cómo se las ve la religión con el símbolo. Queremos hacer referencia, dentro del tono o atmósfera cultural de nuestro tiempo, a lo que consideramos las dos tentaciones actuales anti-simbólicas que proceden del campo religioso: la racionalización objetivista y el subjetivismo ingenuo. Dos formas agazapadas perma nentemente dentro de la sensibilidad religiosa y que destruyen el sím bolo, es decir, corroen lo mejor de la religión. Aparentemente se presentan dentro del cortejo del pensamiento simbólico y dicen querer lo mejor para la religión y el Misterio, al que dicen servir fielmente. Pero pronto se advierte que son virus que tratan de infectar la atmósfera religiosa con la objetivación que expulsa al símbolo y no permite la reserva permanente ante el mismo Misterio; o se aferran tanto a sus visiones propias y subjetivas, a sus buenas inten ciones, que no mantienen frente al Otro la distancia que el pensar sim bólico requiere. La experiencia religiosa tiene sus propios demonios. Le amenaza continuamente la tentación de apoderarse del Misterio y manipularlo. Vieja y permanente tentación, a la que no escapa religiosidad ni instilución alguna. Se querría poseer y explicar el Misterio, o reducirlo, o bien desecharlo: es la tentación objetivista de la estrategia racional. Pero se puede ir por el camino del sentimiento y la imaginación: afir mar la cercanía y el encuentro íntimo con el Misterio, que se convierle en algo disponible y poseído en el corazón. Contra toda pretensión de apoderarse del Misterio se alza la prohibición del Primer Testa-
128
LA VIDA DEL SÍMBOLO
mentó de no hacer imágenes de Dios (Ex 20,4s; 40,4; Dt 5,8s). Se rechaza todo hablar objetivista o subjetivista aprehensor de Dios. No se puede ni se debe manipular el Misterio ni conceptualmente ni pre tendiendo accesos directos imposibles. Dos formas de acabar mal con el símbolo y de introducir miseria y herrumbre en el mundo de la religión. Dos estilos de pensamiento y sensibilidad religiosa que están presentes en nuestro hoy y que conta minan las mejores intenciones. De ahí que lancemos una llamada crí tica y de sospecha frente a pietismos e intelectualismos dogmáticos que no dejan al símbolo actuar como símbolo, es decir, como verdade ro estilo de pensamiento y de trato con el Misterio. Del Misterio sólo se habla crítico-negativamente, diciendo lo que no es con respecto a los seres y realidades de este mundo (teología negativa), o diciendo muy modesta y reservadamente como qué es o a qué se asemeja, mediante analogías, símbolos o humildes y atrevidas metáforas.
7 La racionalización sobrenaturalista I,a religión es, ante todo, una forma de vida o de situarse en el mundo. I.a religión, en cuanto que es un modo de existencia, supone una actilud antropológica que acentúa lo simbólico: le saca al ser humano de sí y le invita a lo Otro, al Misterio. La Alteridad, lo ausente, es, por lanto, el compañero que le permite al hombre no cerrarse en sí y afron tar la finitud y la muerte como lo no definitivo. La expresión que da título a este capítulo es debida al psicólogo de la religión A. Vergote1, el cual sintetiza el proceso vivido por la reli gión, especialmente el cristianismo católico en la modernidad, como «una racionalización sobrenaturalista». El cristianismo, desafiado por la razón crítica y argumentadora, por la denominada Ilustración, quiso no perder pie y agudizó la razón raciocinante. El resultado fue una suerte de religión pasada por el homo escolástico, recocida las más de las veces y seca en su textura y expresividad. La tarea, que fue una aventura intelectual atrevida, provocadora y vital en Santo Tomás y en muchos de sus seguidores, se transformó, como todo lo recocido, en algo sin jugo ni experiencia. Al revés, comenzó a aherrojar en sus for mulaciones de catecismo la fe misma y a quitarle novedad, misterio y sugerencia. Podríamos decir que esta racionalización sobrenaturalista I.
La cita, en A. V ergote, «El sacramento de la penitencia y la reconciliación»: Selecciones de Teología 145 (1998), 71-80 [72f Para este autor, se ha olvidado demasiado en la iglesia que los sacramentos son prácticas simbólicas, y en los estudios eclesiásticos «se ha considerado de poco valor teológico la formación en el sentido humano del simbolismo, de la palabra, de la expresión afectiva y de la acción en comunidad. La Iglesia está pagando hoy muy caro este racionalismo sobrenaturalista» (cursiva nuestra). Cf. también, del mismo autor, Modernité et Christianisme. Interrogations, critiques réciproques, Cerf, París 1999.
130
LA VIDA DEL SÍMBOLO
es la historia, cercana a nuestros días, de la desecación simbólica den tro de la teología y de la Iglesia. En este proceso, lo que salió perdiendo fue una religiosidad como aproximación y trato con el Misterio de Dios. Parecería que, más que acercamiento, tuviésemos en la mano la aclaración de los secretos de Dios. Se perdió, incluso entre los creyentes formados, la noción de «analogía» a la hora de hablar de y sobre Dios. Se olvidó con facilidad que todo hablar sobre Dios es simbólico, es decir, palabra y signo me tafórico, sacramental, de Otra Realidad presente ausente, cercana y distante, elusiva e indisponible, a la vez que ineludible. Y preparó, sin duda, la reacción contraria -los polos opuestos se alimentan mutuamente- siempre presente entre los alérgicos al inte lecto y proclives a las razones del corazón. La exaltación de la expe riencia religiosa por el camino del sentimiento. Dejar de pensar y entregarse a la afectividad como vía de acceso a Dios. Creció la ima ginación y hasta el simbolismo, pero sin la mediación racional. De esta manera se corrió hacia el subjetivismo piadoso, que frecuentemente desemboca en el irracionalismo. ¿Cómo conjurar ambos peligros presentes hoy en la religiosidad de nuestro tiempo y que contaminan al cristianismo? Nos percatamos, de esta manera, de que la recuperación del sím bolo se tiene que hacer por un camino que haga justicia al Misterio de Dios y al ser humano mismo; equidistante tanto de una razón sin mediación simbólica como de un simbolismo religioso sin razón rectificadora. La consideración de los excesos racionalistas nos sirve para recu perar el verdadero hablar sobre Dios, analógico, simbólico, de la teo logía negativa.1
1. La vía analógica y su logificación Podemos entender fácilmente algo de lo que nos quiere decir A. Vergote y de lo que realmente ha pasado en el pensamiento religioso de la modernidad católica, si prestamos un poco de atención a una de las formas de pensamiento más refinadas y sugerentes que la filosofía y la teología han descubierto y practicado en su discurso sobre Dios. Se denomina «método analógico» o, simplemente, «analogía». Se tra ta de una auténtica teoría del conocimiento aplicada a Dios o, si se pre fiere, de una sintaxis de nuestro lenguaje sobre Dios.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
131
Es una teoría sencilla de comprender y, al mismo tiempo, profun da. Por esta misma aparente sencillez, se presta a ser fácilmente tergi versada y mal usada, como así ha ocurrido. La teoría de la analogía se puede explicar en tres pasos. El primero consiste en una aproximación positiva («via affirmationis») al conocimiento de Dios. Se afirman, analizan, nombran, etc. contenidos positivos acerca de Dios. Este momento o vía afirmativa habla de Dios, inevitablemente, desde la experiencia humana y al modo humano; es decir, hablamos de Dios seres humanos, y lo hacemos como humanos, antropomórficamente. Enseguida nos damos cuenta de que este modo de hablar no agota todo lo que se podría decir de Dios. Nos percatamos de que nuestro conoci miento de Dios se queda siempre corto en nuestras afirmaciones; o bien es excesivo e inadecuado, o bien no termina de hacer justicia a Dios. Es decir, comenzamos a criticar nuestras propias afirmaciones, a corregirlas, matizarlas, revocarlas y negarlas. Estamos ya en el segun do paso o momento de este proceso de acercamiento a Dios. Es la apro ximación negativa («via negationis»). Pero todavía no hemos terminado nuestro proceso de conocimien to sobre lo divino. Este segundo paso no es el final de lo que es Dios o, mejor, de lo que el ser humano puede considerar sobre Dios. La mente humana se queda en un permanente ir y venir de la afirmación a la negación, y viceversa. Un afirmar que es corregido y hasta nega do, para volver a afirmar lo anterior pero de una manera mejor, supe rándolo («via eminentiae»). En este tercer paso se explícita una tensa relación en la búsqueda y conocimiento de Dios y en el dramatismo de este conocer, que sabe lo inadecuado de su conocimiento cuando se refiere a Dios. Al final, algo ganamos: caemos en la cuenta justamente de la inadecuación radical de todo nuestro pensamiento, de la tensión que le asalta de forzar el límite y saltar la pared de la limitación para apalabrar algo sobre el Misterio de Dios; en definitiva, captamos el carácter inefable y desconocido de Dios y, al mismo tiempo, experi mentamos la tensión de cruzar el puente, de trascender y atravesar el abismo que separa lo finito de lo infinito. Es decir, somos conscientes del carácter evocador, sugeridor, metafórico de nuestro hablar sobre Dios y de nuestro conocimiento. Pero ahí mismo algo se capta de Dios mismo, e incluso el pensamiento es invitado, finalmente, a callar y adorar («teología negativa o apofática»)2. 2.
Sintetizado desde la expresión canónica de Dionisio el Areopagita, o PseudoDionisio: «...siendo así que más bien es necesario afirmar de Él todas las posi ciones (theseis) y afirmaciones, como Causa que es de todas; y, más necesario
132
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Nos damos cuenta de que la pretensión de conocer a Dios y decir algo sobre Él está atravesada por una tensión o dramatismo que reco rre al pensamiento mismo cuando se las ve con el Misterio. Pero puede ocurrir que hagamos del proceso más un puro método en el sentido peor del término, es decir, un mero procedimiento, más que un modo o estilo de conocimiento, es decir, una actitud vital. Es entonces cuan do la analogía se desvirtúa, y se habla de Dios como si se tratara de un objeto más de este mundo. Al final, damos la impresión de que, como diría Borges, hablamos de Dios como si todos los días nos desayuná ramos con Él. La pretensión se paga con un discurso y un conoci miento degradados de Dios. Un hablar de Dios, todo lo más, desde una «jerga» o terminología que ya no guarda el debido respeto, la distancia o tensión, en relación a aquello a lo que se refiere. Hemos perdido no sólo el respeto al objeto de conocimiento, el Misterio de Dios, sino que hemos abandonado la condición sine qua non para poder dirigir la bús queda racional hacia Dios: la tensa relación mental que no se puede reducir a mera lógica o procedimiento, y que se sabe y se siente invi tada a la actitud existencial de la adoración. Cuando esta condición no se cumple, caemos en la mera operación lógica. La analogía deviene mala logificación, y el discurso sobre Dios es domesticado por el procedimentalismo racional. 2. Resistir la tentación de la transparencia y la posesión La degradación del método analógico nos proporciona una enseñanza básica y, al mismo tiempo, muy importante: en el conocimiento y hablar de Dios, en la experiencia de lo religioso en general, tenemos que evitar la tentación de la transparencia. No se puede conocer a Dios de forma cartesiana, clara y distinta. Tenemos que mantener una reser va sobre una pretensión excesiva de transparencia en el discurso sobre Dios. Y esta llamada de atención afecta a todo hablante sobre Dios que es cada uno de los creyentes. E importa más a todo aquel que habla de y sobre Dios, desde el mayor teólogo al más humilde catequista. aún, negarlas, por cuanto está por encima de todas; sin pensar que las negaciones se oponen a las afirmaciones, sino, más bien, que la Causa está... sobre toda afir mación y negación» (De Mystica Theologia, I, 2, MG 3, 1000 A-B). Sobre estos aspectos, cf. José Gómez C affarena, Metafísica trascendental, Revista de Occidente, Madrid 1970, cap. 5, que acentúa siempre este momento finalmente negativo, de silencio respetuoso, ante el Misterio de Dios. La analogía posee así ya incorporada la teología negativa.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
133
La Biblia ya conoce esta tentación de la transparencia. Aparece incluso envuelta en un gran deseo de Dios. Quizá hasta es inevitable que se dé en todo creyente. La figura de Moisés, con su gran deseo de ver a Dios cara a cara, es el prototipo de esta ardiente tensión que puede volverse idolátrica. San Agustín también experimentó este mis mo deseo de ver a Dios, fruto, sin duda, de su estar «en amor con el Amor». Lo cual quiere decir que el deseo de transparencia y el deseo de una experiencia cercana y cálida de Dios se dan juntos, lo cual hace más difícil, si cabe, mantener a raya la distancia cognitiva. Y que, aun cuando nos libremos de la tentación racionalista de comprender u obje tivar a Dios, nos ronda la tentación afectiva de apoderarnos del Misterio echando la red afectiva y reduciendo a Dios a objeto de nues tro deseo y de nuestro corazón. Manipulaciones ambas que no dejan a Dios ser Dios. Recuerdo permanente de que, cuando Dios pasa por delante de nosotros, sólo podemos ver su espalda (Ex 33,12-23), es decir, verle «retrospectivamente», en una mirada posterior, como la figura en un espejo retrovisor de Alguien que se aleja de nosotros. Esta llamada de atención sobre la no visibilidad, transparencia o claridad de la fe no debe impedirnos la búsqueda más concienzuda posible y la expresión más adecuada, pero siendo conscientes de las limitaciones de nuestra pesquisa y de nuestra expresión. Como el gran deseo de Dios, debe ser cultivado con todo el ardor del corazón y todo el desasimiento de la voluntad. Esta actitud desposeída y vigilante, abandonada y persistente, que la tradición espiritual y teológica cristiana desde el Pseudo-Dionisio Areopagita ha denominado «agnosia» o «teología negativa», es funda mental para la aproximación teológica y espiritual a Dios. Dios siem pre permanece el misterio inefable. Ni la mente más rigurosa ni la teo logía más religiosa ni la mística más elevada pueden decir con toda propiedad quién o qué es Dios. Dios -usemos la imagen metafórica del Pseudo-Dionisio3- sobrepasa absolutamente nuestro ver, sentir o pen sar. Lo que podemos hacer nosotros es trabajar como el escultor: tomar el cincel e ir arrancando trozos de piedra hasta que dejen aparecer la imagen oculta en el bloque. Así hay que proceder en el caso de nues tro pensamiento: ir eliminando todo lo que oculta y no deja aparecer a Dios. Ya vemos que la teología negativa se comprende como camino espiritual y como modo de dejar que la luz primordial del Creador no sea obstaculizada por las luces finitas de los entes. 3.
Cf. P seudo-D ionisio . Teología Mística II, en Obras Completas, Ed. Católica, Madrid 1990, 374.
134
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Desde este punto de vista, el método analógico nos enseña un com portamiento, unas reglas gramaticales para referimos a Dios, el Abso luto, lo que está más allá -y más acá- de toda frontera, y que no hay filosofía ni poesía que pueda alcanzarlo. Plotino ya insiste en que debe mos tratar los atributos y perfecciones de Dios sin pretender aplicarlos con todo rigor, sino que hay que tomarlos anteponiendo a cada una de ellos el prefijo «como si»4. Pero las reglas analógicas pueden conducir a los hombres hasta ese umbral, señalándoles que lo que cuenta de veras está más allá del umbral, y no hay que confundir nunca los indi cadores y metáforas con lo apuntado y sugerido. Al revés, se nos recuerda que la razón prohíbe definir presuntuosamente lo indecible, como hacen los falsos profetas y los charlatanes. La impaciencia del conocer y desear, tan arraigada en nuestros corazones, debe dejar sitio a la gran nostalgia de una relación, un amor, que nos es dado presagiar en la búsqueda permanente y la insatisfac ción de todo acercamiento conceptual y de los vislumbres y aun éxta sis afectivos de todo encuentro. Quedamos así libres de toda nomen clatura gloriosa y de toda palabra, discurso y aun sentimiento con pre tensiones de capturar lo inefable, y somos devueltos al murmullo, al silencio y la adoración. Todo discurso sobre Dios, teo-logía, es instada a practicar el «prin cipio agnosia»5, es decir, el evitar hacer afirmaciones sobre Dios con pretensiones objetivistas o demasiado presuntuosas de su saber sobre el Misterio Absoluto. Más bien, el creyente se queda en una sobriedad consciente de su pobre saber. Una honradez intelectual que le acerca, por otra parte, al no creyente, agnóstico o buscador de buena fe. 3. La actualidad de la «teología negativa» Llaman la atención las apelaciones que desde dentro de la teología cristiana6 se lanzan hoy para una recuperación de la «teología negati4.
5.
6.
Plotino lo expresa muy bien cuando dice: «Él no es como es porque no pudiese ser diverso, sino porque este su ser como es lo más alto que se puede imaginar» (cursiva nuestra). Cf. Plotino, Ennéada, VI, 8, 10. Cf. G. R eale, Storia della filosofía antica. IV: Le scuole dell’etá impe ríale, Milano 19845, 516s. La expresión es de José Gómez Caffarena, «La “agnosia” del creyente»: Arbor 576 (2002), siguiendo la sugerencia del Pseudo-Dionisio de que el único modo de conocimiento de Dios es «la agnosia, un conocimiento (gnósis) del que está sobre todo conocimiento». Cf., a título de ejemplo, Eva-Maria Faber, «La teología negativa hoy»; Seleccio-
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
135
va». Se diría que existe una conciencia, en esta situación cultural nues tra, de la necesidad de enfatizar la incomprensibilidad e insuficiencia de todo lenguaje y discurso sobre Dios. Algo bien sabido por la tradi ción teológica, pero que, como hemos visto, corre el peligro de olvi darse continuamente. Parecería que, tras el fuerte impulso a repensar la teología que provino del Vaticano n, entráramos en una fase en la que caemos en la cuenta de las reticencias agnósticas de nuestro tiempo. Redescubrimos la docta ignorantia. Hay que contextualizar este redescubrimiento de la «teología nega tiva» como un síntoma de nuestro tiempo. ¿Estamos ante uno de esos momentos de baja espiritualidad que justifican el alza del hablar come dido y distante de Dios? ¿Toman nota la teología y la espiritualidad de que la experiencia de fe es siempre un encuentro elusivo con el Misterio? ¿Estamos asistiendo a un cambio social y cultural general que nos hace conscientes de las limitaciones de nuestro conocimiento y lenguaje? Las razones son varias y recorren toda la gama de los interrogantes y su trasfondo. Creemos que es un conjunto de factores percibidos, y no uno solo, lo que explica mejor que las alzas y bajas espirituales la tendencia al apofatismo de la teología actual. Como hemos indicado, vivimos tiempos de olvido y ceguera simbólicos. El predominio de la tecno-ciencia y la tecno-economía expande una lógica funcionalista que seca la imaginación y es ciega para el símbolo; crea una sensibili dad de indiferencia hacia las cuestiones del sentido que favorece la ausencia de la pregunta por Dios. El consumo de sensaciones de la industria cultural y la civilización de la imagen generan una atmósfera de auténtica in-trascendencia. Quizá este clima pagano justifica la sim patía por un hablar distanciado sobre la ausencia de Dios. Se hace de la necesidad virtud. Hay también un clima de incertidumbre cultural y social, de con ciencia de no poseer certezas, que hace presa en el conocimiento y el ánimo de los hombres de nuestro tiempo. Por esta vía discurre una acti tud avisada y distante frente a todo intento, del género que sea, de poseer la verdad. El pensamiento actual se ha vuelto más cuidadoso y
nes de Teología>yol. 40, n. 157 (2001), 33-47; H. Háring, «Actualidad de la teo logía negativa»; Concilium 289 (2001), 163-176; E. Borgman, «La teología negativa como habla postmoderna acerca de Dios»; Concilium 258 (1995), 141155; H-J. HóHn, «Abschied von Gott? Theologie an der Grenzen der Modeme», en (J. Beutler - E. Kunz [Hrsg.]) Heute von Gott reden, Echter, Würzburg 1998, 9-31.
136
LA VIDA DEL SÍMBOLO
sabedor de sus posibilidades y limitaciones, cuando no confiesa abier tamente, frente a la seguridad de otros momentos, su debilidad e impo tencia. Este clima cultural agnóstico, de duda, que permea en nuestra época los espíritus religiosos y el pensamiento filosófico moderno, ha penetrado con su crítica y hermenéutica, su desconstrucionismo y perspectivismo, dentro del hacer teológico, haciéndole más consciente de la debilidad de su discurso sobre el Misterio de Dios que sobrepasa todo entendimiento. La conciencia religiosa de nuestro tiempo experimenta en este clima una desazón frente a las convenciones religiosas heredadas y las imágenes al uso de Dios. Rompe incluso con ellas por insatisfacción y búsqueda de un Dios más verdadero. En un clima de pluralismo cultu ral y religioso, de descubrimiento de la diversidad religiosa, crece un eclecticismo que rechaza al Dios unívoco, claro y distinto de las con fesiones y se siente atraído por la novedad de otras representaciones más amorfas de lo divino. El peligro de la trivialización se da la mano con la exigencia de una purificación del discurso y las imágenes de Dios que ha llegado a la teología y que constituye una ocasión para revitalizar un diálogo interreligioso y con la experiencia contemporá nea del mundo y la existencia. Una suerte de hermenéutica teológica de esta modernidad tardía. Pero, dicho esto acerca de la actualidad y oportunidad de una teo logía negativa, sin embargo hay que señalar que la «teología negativa» no es una exclusiva del cristianismo ni de la tradición bíblica. Las tra diciones orientales (la mística hindú, la budista y la islámica) conocen el despojo de la pretensión objetivadora y aprehensora del conoci miento. Empujan hacia el silencio y saben de la imposibilidad de des cribir al Inefable. Saben, como repite el pensamiento postmoderno actual, que no hay que afirmar nada del Absoluto, porque ello signifi caría que lo objetivamos y lo reducimos a algo finito. En el fondo, asistimos a un intento de radicalización de la analo gía, especialmente de su momento negativo. Algo que no es extraño a tendencias que vienen desde Plotino y llegan hasta filósofos cristianos de la religión como H. Duméry7. Se quiere insistir en que lo que atri buimos a Dios no es tanto algo que descubrimos de Dios, una propie dad inherente a Dios, es decir, una teología explicativa de Dios, cuan to el modo en que nuestro pensamiento capta y se manifiesta a sí mismo en su actividad de pensar el Absoluto. Al final, el discurso sobre 7.
Cf. J. M artín Velasco, El encuentro con Dios, Caparros, Madrid 1995 (nueva edición revisada por el autor), 178s.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SIMBOLO
137
Dios, nuestros nombres y atribuciones son sólo indicadores y no repre sentaciones de lo divino. Quizá lo digamos un tanto precipitadamente para el lector, pero sospechamos que, si no queremos caer en el más absoluto apofatismo y agnosticismo con respecto al Misterio de Dios, tenemos que entender este énfasis en la vía negativa como un acento en lo que nosotros denominamos la «vía simbólica» o el «hablar sim bólico» sobre Dios. Un hablar que usa los nombres y atribuciones de Dios como indicaciones y sugerencias, dejando abierto siempre la problematicidad de la adecuación al Misterio. Es decir, dejando a salvo el hecho de que Dios es siempre Misterio, que no se puede disponer de él ni poseer de ninguna manera.
4. La propuesta cristiana: el símbolo kenótico Prácticamente todas las grandes tradiciones religiosas conocen este hablar reservado, respetuoso y que guarda las debidas distancias con respecto a Dios o lo Absoluto. La analogía, con su momento negativo, la crítica de la religión y la hermenéutica y hasta la deconstrucción postmoderna señalan esftierzos por hacer justicia a la inefabilidad de Dios y, por otra parte, a la necesidad humana de referimos a Dios. Cuando buscamos en nuestras propias raíces cristianas, nos encon tramos con que dentro de la misma tradición bíblica, y expresamente neotestamentaria, hallamos ya este impulso a la analogía, a su momen to negativo y al hablar respetuoso de Dios. Incluso, como ponen de manifiesto algunos pensadores actuales denominados «postmoder nos»8, hay una especificidad del lenguaje cristiano que es toda una teo ría del conocimiento divino o, mejor, «una doctrina de la representa ción divina»9: la kénosis o anonadamiento del Logos divino. Encontramos así una clara referencia cristológica a las claves de nuestras normas gramaticales para hablar de y sobre Dios. En Cristo -se nos viene a decir de un modo que suena bien tradicional- está lo 8.
9.
Nos estamos refiriendo a nombres como los de G. Vattimo, J. Derrida y otros muchos. Cf. J.M. M ardones. Síntomas de un retorno. La religión en el pensa miento actual, Sal Terrae, Santander 1999, 17s. Cf. J. Derrida - G. Vattimo - E. Trías (eds.), La religión, P pc, Madrid 1996; G. Vattimo, Creer que se cree, Paidós, Barcelona 1996, 62s. Cf. G. Ward, «Kenosis and naming: beyond analogy and toward allegoria amoris», en P. Heelas (ed.), Religión, Modernity and Postmodernity, Blackwell, Oxford 1998 (repr. 1999), 233-58 [336],
138
LA VIDA DEL SÍMBOLO
que podemos conocer de Dios y cómo podemos tener acceso al mismo. Él locus classicus de estas indicaciones, a las que hace expresa refe rencia la kénosis, lo encontramos en el himno de los Filipenses (2,511), prepaulino según los estudiosos. El himno de los Filipenses, verdadero carmen Christi, comprende la humillación y exaltación de Cristo o, como matizarían los comenta ristas, habla de tres formas de representación: 1) la representación divi na de Dios en Cristo; 2) el carácter ejemplar, modélico, de la autoentrega de Cristo para los filipenses y todos los creyentes; 3) la exalta ción o acto de titulación, nombramiento, de Cristo como Señor. La pri mera parte señala, en términos trinitarios, el descenso o venida de Cristo del Padre, que supone un vaciamiento de sí. Se ha indicado repe tidamente que el verbo kenóo, relacionado con el nombre kenos, signi fica vano, vacío de verdad, sin don. ¿De qué se vació Jesús el Cristo? La respuesta tradicional, desde Lutero, ha sido: de sus atributos divi nos de omnisciencia y omnipotencia. Así se entiende el paso de la «forma divina» a la «forma de esclavo». La encarnación es la asunción de la condición histórica humana por parte de Cristo. Si parece que hay que entender «en la forma o condición divina» {en morphé theou) como equivalente a la gloria divina de Juan (doxa), entonces se establece una estrecha conexión entre la gloria de Dios y la condición de esclavo, condición, por otra parte, del ser humano, la figura humana (v. 7). De esta manera se está diciendo que Cristo mani fiesta la forma, condición, de Dios en la forma de esclavo101. El icono o imagen del esclavo, figura de la humanidad, que es coronado, tras la muerte y resurrección, como Señor. Esta economía de la representación de Dios vincula estrechamente la encarnación con la kénosis y el descenso o abajamiento hasta la muerte en cruz. Indica que desde el primer movimiento creador de Dios hay un acto amoroso de donación y comunicación -autocontracción o autolimitación y autohumillación de Dios", tal como es entre vista en la imagen cabalista del zim-zum- que se manifiesta plenamen te en la encarnación y la muerte en cruz. Dios se manifiesta así como el que se abaja; el abajamiento o kénosis es la forma de revelación de Dios. El Altísimo es el Bajísimo. El proceso kenótico acompaña a la 10. íbid., 238, en referencia a la interpretación de F.F. B ruce, «St. Paul in Macedonia. 3: The Philippian Correspondance»: Bulletin o f John Rylands Lybrary 63 (198081), 270. 11. Cf. J. M oltmann, Trinidad y Reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Sígueme, Salamanca 1983, 124s.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
139
manifestación de Dios, y la realidad-imagen de la desposesión ocupa el centro, que, por otra parte, es la manera de decir que lo que Dios da cuando se comunica es finalmente él mismo. Dicho trinitariamente, como gusta a von Balthasar, el Padre se da enteramente a nosotros en el Hijo y en la unidad mutua de ambos, el Espíritu. Y este movimiento kenótico representa y explica la condición del ser humano: ser separado de Dios, en desposesión, pero buscado por El, agraciado, y que será conducido de la diástasis inicial a la vida con Dios cuando, como a Cristo, también a nosotros se nos dé «un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe» (Ap 2,17). Incluso en esta condición humana de ser «en imagen (forma) de», separados, se puede intuir la condición simbólica humana de creadores de imágenes y símbolos para tratar de superar la diástasis que nos sepa ra de Dios. Autores postmodernos como J. Kristeva12han visto en esta condición kenótica de Cristo la imagen de la condición humana: un yo siempre en proceso, siempre en su condición de desplazado de su iden tidad o separado de la madre, y siempre a la búsqueda de la constitu ción de un yo unificado mediante la relación con el otro. Queda una «melancolía» o inquietud, economía del deseo, que permite la entrada en el mundo simbólico del «padre imaginario» que a través de la diná mica del amor lleva a la identificación con el otro. Todo un proceso de separación, descenso y proceso de unificación/nombramiento. Más que en ninguna parte, se puede entender así la condición hu mana de «imagen de Dios» (Gn 1,27) en toda su profundidad al verla en la manifestación y representación de Dios en Cristo. Somos imagen de un Dios que se comunica, que se da en el amor, que se entrega y se abaja. Y por esta razón, impulso de la economía del don, somos hace dores de imágenes, creadores de símbolos, a fin de poder superar la distancia que nos separa del Amor originario y entrar en el juego del amor intra-trinitario que es Dios. 5. Jesucristo como imagen de Dios Lo dicho hasta ahora conviene precisarlo un poco más. Tiene razón J. Moingt13 cuando plantea la cuestión de cómo es Jesús el Cristo, ima12. Cf. el juego comparativo que efectúa G. Ward, op. cit., 244s. 13. Cf. J. Moingt, «Imágenes, iconos e ídolos de Dios. La cuestión de la verdad en la teología cristiana»: Concilium 289 (2001) 153-162 [158s]; Id ., El hombre que venía de Dios II, Desclée, Bilbao 1995.
140
LA VIDA DEL SÍMBOLO
gen de Dios, de cómo hace visible la presencia de Dios para que noso tros podamos decir que es su imagen. Sabemos que, hasta el día de hoy, se dan respuestas de tipo dogmático: Cristo es la perfecta imagen de Dios porque es de la misma naturaleza que el Padre, al ser su Hijo y su Verbo. Pero esta contestación nos responde que Jesucristo es imagen en sentido metafórico, puesto que es lo mismo que Dios. Este tipo de respuesta incide, como la icónica o «tabórica», en una cierta irradia ción o transparencia de la divinidad, una especie de surgimiento de una presencia allí latente. Pero ¿es así como Cristo es imagen de Dios? Parecería que nos vamos hacia una cierta contemplación mística o rapto extático, sin relación alguna con la condición terrestre e históri ca del hombre. J. Moingt tiene razón cuando apoya una respuesta que proceda de «la globalidad de su manifestación». Es decir, más que privilegiar unos cuantos textos donde aparezca Cristo como «imagen de Dios», acudir a aquello a lo que la expresión remite: a «la totalidad de su persona y de su misión histórica». Vistas así las cosas, Cristo es la imagen de Dios o la parábola de Dios (E. Schweizer) que nos da a conocer la ver dadera representación de Dios, no tanto por su carácter innato impreso en el ser, cuanto por su tarea histórica: «Cristo es la perfecta imagen de Dios porque él ha realizado la libertad humana en sí mismo con un total sí a Dios y a los demás, empujado hasta el total desposeimiento de sí». Tuvo el poder de hacerlo porque llevaba en sí la Palabra de vida, el Verbo creador que es el sí de Dios a su creación. No pudo hacerlo efectivamente sino porque tomó existencia en la historia común de los hombres. Por esta razón es imagen más bien que icono: no puro surgi miento del Eterno en el tiempo, que haría volver el mundo a su nada, sino «obra» (Jn 14,10) de remodelación de una herencia histórica que hace de la humanidad de Cristo la verdadera revelación de la divinidad de Dios en la imagen visible en él, de la «humanidad de Dios», según la expresión de K. Barth, que no será sospechosa de «idolatría»14. El Evangelio concuerda con esta interpretación. Es a través del tes timonio de Jesús, de sus palabras y obras, de su contacto con los dis cípulos, los enfermos, los amigos y enemigos, como Jesús nos revela el secreto de Dios: cómo perdona y ama; cómo está con nosotros en las duras y en las maduras, hasta el final de los tiempos. De esta manera hay que entender el joánico «el que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9): no como una identificación con el Padre ni como una irradiación que lo hace visible en su carne (al revés, niega a los hombres la seguridad 14. Ibid, 162.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
141
c|Lie querrían darse de tener a Dios ante los ojos) y que, sin embargo, remite a su visión natural y cotidiana, al ver que hace y dice las cosas ile Dios con el poder del Espíritu, que conocerán a Dios, es decir, el vinculo invisible que une indisolublemente a Jesús con Dios15. 6. Dos imágenes en una Pertenece, por tanto, a la imagen crística el remodelado o la restaura ción de la imagen de Dios que está en el hombre. Cristo asume nues tra propia imagen para devolverla en sí mismo a la semejanza del ori ginal divino. El deja así el sello que nos marca con la imagen que nos destina a llevar la semejanza del Hijo de Dios. Esto es lo que dice Pablo viendo la historia como un proceso desde el primer Adán hasta el segundo, y la gloria de Dios reflejada en Cristo, imagen de Dios (2 Cor 4,3-6). Al final estamos ante una sola y misma imagen, pero bipolar, que es la historia solidaria de los hombres y de Cristo. En este horizonte del inundo, de la tarea histórica por realizar la libertad humana, la solida ridad entre los hombres, de cuidado de «caminar bajo la mirada de Dios», es donde nosotros con Cristo hacemos visible la verdad de ser imágenes de Dios. No se nos han dado otras imágenes de Dios. Tenemos dos imáge nes de Dios, hechas por él mismo, colocadas en la creación como reve lación y conocimiento de su divinidad: el ser humano, creado a su ima gen y semejanza, y el hombre Jesucristo, su Hijo. No hay más verdad de Dios que en referencia a estos dos imágenes, que están referidas una a otra. Ambas se apoyan y reinterpretan, siendo la vida de Cristo, en la totalidad de su persona y misión, la clave interpretativa y decisiva de la verdad de las representaciones de Dios. Y captemos la insistencia, siguiendo a Moingt, de que es la imagen -entendamos: la realidad his tórica, camal, de Cristo y los hombres-, más que la irradiación lumi nosa del icono, la que nos proporciona la verdad o el acceso más segu ro al conocimiento de Dios.
142
LA VIDA DEL SÍMBOLO
7. Reivindicación del discurso débil, o volver al fundamento Si vamos uniendo los diversos hilos manejados en este capítulo y los entrelazamos, obtenemos un tapiz de este cariz: el gran descubrimien to de la distancia respetuosa, teología negativa, de todo hablar humano sobre el Absoluto o Misterio de Dios, que cuaja, en nuestra tradición occidental, en la analogía como teoría del conocimiento, se ha perdi do en la cosificación escolástica. El clima del pensamiento postmoder no actual ha acentuado, generalizado y puesto de relieve las reservas que toda la evolución de la crítica del pensamiento ya iba alcanzando. El pensamiento tiene que ser muy cuidadoso en sus afirmaciones sobre la realidad y sobre sus mismas posibilidades. Este nuevo socratismo, que sabe que sabe poco y que podemos saber poco, nos conduce hacia una suerte de «teología negativa» generalizada, o incertidumbre incor porada al conocimiento. Este clima filosófico y cultural de incertidumbre, típico de nuestro tiempo, incide sobre el discurso religioso acentuando sus elementos más próximos a la teología negativa o «agnosia», con denominaciones del tiempo y la moda, llámese discurso kenótico, débil, etc. sobre Dios. La aportación positiva es un reforzamiento de algo ya sabido desde siempre en las tradiciones religiosas, y concretamente en la teología cristiana, pero siempre amenazado por la pretensión arrogante del saber y la tentación de la fe de conocer cara a cara. La sorpresa positiva surge al confrontar este clima cultural del pen samiento actual con la mejor tradición teológica cristiana. Descubri mos un paralelismo sorprendente: las reglas gramaticales que encontra mos en la tradición bíblica y evangélica con respecto a la representación y conocimiento de Dios apuntan hacia una manifestación débil y en lo débil. Es la encamación de Dios, desde el primer dinamismo amoroso comunicativo de la Creación y que prosigue con la Encarnación, el «hacerse prójimo» con el caído (Le 10,36) y la identificación con los «pequeños» que tienen hambre o están en la cárcel (Mt 25,35s), hasta la Cruz de Jesucristo. El proceso señala un vaciamiento y desposesión como modo de revelación o comunicación del Misterio de Dios. Un proceso que hace del ser humano mismo y de Jesucristo las imágenes que representan y revelan a Dios mismo. Una representación que rehu ye las representaciones del poder y que se vincula no sólo a un discur so débil, parabólico, de sugerencia y evocación simbólica, sino que transita por imágenes de lo débil según la carne y la historia mundanas. Por otra parte, la situación social y cultural de nuestro tiempo, que no necesita de la hipótesis Dios, nos devuelve a la relevancia e impor-
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
143
lancia de pensar a fondo la posibilidad de la nada o la desfundamentación de lo existente. Por este camino, que confronta al hombre con la cuestión del fin de todo cuestionamiento, con la presencia de la finitud y la muerte, del sinsentido frente al mal y la injusticia, surgen de nuevo innumerables preguntas. Se vuelve a descubrir que la cuestión del mundo, de la realidad pensada a fondo, se relaciona con la cuestión de Dios, y que la cuestión de Dios es también la pregunta sobre la raíz de la realidad. Quizá por este camino aparece, incluso en el revés de la Irama de este mundo destrozado por el sufrimiento de los inocentes, el anhelo (M. Horkheimer) de plenitud de sentido, la esperanza de que no se vea frustrada una bondad y justicia perfectas.
8 La subjetivización ingenua Sin duda, la más vieja tentación del hombre religioso no pasa por la cabeza, sino por el corazón. Desde el primer atisbo humano de estar ante lo sagrado de la realidad, con su doble sensación de miedo y de fascinación, le recorrió seguramente al hombre el estremecimiento de lo sobrepoderoso de la realidad, el movimiento a la adoración y el deseo de la posesión. Esta tentación perdura hasta hoy. Actualmente nos encontramos en un momento de credulidad en el que se dan cita la indiferencia y el reencantamiento del mundo. Frente a los excesos de la lógica funcionalista que atraviesa las prácticas sociales dominantes del mercado y la tecno-ciencia, creando indiferencia y ateísmo práctico, aparece una religiosidad que busca la experiencia de lo sagrado, del Misterio, por los caminos de la afectividad. No importa tanto el conocimiento del Misterio cuanto el calor del corazón. Asistimos a una revitalización religiosa que, sin embargo, corre el riesgo de olvidar la vigilancia de la reflexión. Se recupera una espontaneidad y hasta ingenuidad en la bús queda religiosa, pero se incurre con frecuencia en no respetar la debi da distancia simbólica. Es decir, no se es consciente ni se subraya sufi cientemente la absoluta trascendencia de ese Misterio de Dios al mismo tiempo que se establece con él una relación personal. Se tergi versa u olvida, por desconocimiento, ingenuidad o subjetivismo psicologizante, lo que realmente es el símbolo y, con ello, la verdadera rela ción religiosa. Estamos ante un olvido y tergiversación del símbolo por descontrol imaginario y carencia de mediación crítica racional.1 1. Tiempo de incertidumbre Vamos a contextualizar esta nueva religiosidad que recorre nuestro mundo para caer mejor en la cuenta de las raíces y el alcance de este subjetivismo ingenuo y psicologizante y su impacto sobre la imagina ción y el símbolo.
LA S
TRAMPAS RELIGIOSAS
D E L
SÍMBOLO
145
Asistimos en esta modernidad tardía a una reacción afectiva que recorre muchos ámbitos culturales y que se refleja claramente en las relaciones interpersonales y en un cierto tono religioso en auge. Una afirmación y revaloración de los feelings para una época dominada por los usos funcionales e instrumentales. Al fondo se dibuja la figura de una sociedad del riesgo y una cultura de la incertidumbre. /./. La incertidumbre epistemológica La mayor aportación del conocimiento del siglo xx, para bastantes estudiosos1, consiste en haber captado los límites del conocimiento. Se va alcanzando así la paradójica certidumbre de la imposibilidad de evi tar ciertas incertidumbres. Efectuando un juego de palabras debido al poeta Salah Stétié: «El único punto casi cierto en el naufragio (de las antiguas certezas absolutas) es el punto de interrogación». La incertidumbre cognitiva o epistemológica es el resultado de un largo proceso del pensamiento moderno por encontrar una fundamentación o principio inconcuso que pudiera sustentar un edificio teórico transparente y seguro. La denominada por R. Bernstein12«ansiedad car tesiana», más ampliamente calificada por R. Rorty como «tradición cartesiano-lockiano-kantiana», toca a su fin: la búsqueda de la fundamentación, de la piedra angular sobre la cual establecer el conoci miento objetivo y seguro, cierto, se muestra imposible de levar a cabo. No hay tal cimiento último o piedra angular sobre la que elevar edifi cios teóricos con verdades absolutamente ciertas. Llámese «trilema de Münchhausen» o de cualquier otra manera, siempre desembocamos en el descubrimiento de que toda pretendida fundamentación última es falsa, por detenerse o tomar arbitrariamente como definitivo lo siempre penúltimo. La historia del pensamiento moderno es la historia de las sucesivas desfundamentaciones y del descubrimiento de los condicio nantes del propio sujeto del conocimiento (Kant), de la realidad social en que se inscribe el sujeto y objeto (Marx), del situacionismo y perspectivismo de nuestro conocimiento (Nietzsche), de los oscuros condi cionantes de lo otro de la razón (Freud) y del mismo lenguaje que uti 1. 2.
Cf. E. M orin, La mente bien ordenada, Seix-Barral, Barcelona 2000, 71 s.; D. Antiseri, Teoría delta Razionalitá e Ragioni delta Fede (Lettera filosófica con risposta teologico-filosofíca del card. Camillo Ruini), San Paolo, Milano 1994. Cf. R.J. Bernstein, Beyond Objetivism and Relativism: Science, Hermeneutic and Praxis, Blackwell, Oxford 1983, 16s.
146
LA VIDA DEL SÍMBOLO
lizamos (Wittgenstein). La filosofía de la ciencia, desde Ch.S. Peirce hasta K. Popper, nos dice que no podemos estar absolutamente se guros de nada. Siempre nos movemos en un conocimiento falible y conjetural. El resultado de este proceso histórico del conocimiento, que llega do a la cercanía de nuestros días se difracta en teoría de la ciencia, her menéutica, pensamiento crítico, práctico, o en tendencias como la de la postmodemidad, es que debemos aprender a navegar en el océano de la incertidumbre, aunque descubramos archipiélagos de certezas. 1.2. La incertidumbre cultural La novedad de la cultura en que vivimos es que, en justa correspon dencia con la incertidumbre del conocimiento y de una conciencia cre ciente del pluralismo cultural, veamos nuestra cultura como un peque ño «nicho cultural». Quedan así relativizadas nuestras visiones del mundo y nuestras creencias y comportamientos. Son unas posibles entre otras muchas. El hombre de nuestros días, ya desde la adolescencia, tiene esta conciencia auto-reflexiva sobre su propia cultura y tradición que le conduce hacia un relativismo vivido con más o menos zozobra. Una auto-reflexión que destradicional iza (A. Giddens) la atmósfera cultural en la que vive y es socializado y educado. Las consecuencias pueden discurrir por dos grandes carriles. Pueden conducir a la denominada mentalidad o talante postmoderno, que vive «sin nostalgias» (J.F. Lyotard3) en este relativismo cultural, sin añorar la pérdida de las gran des cosmovisiones o explicaciones sobre el sentido de la realidad y el mundo. Tiene clara conciencia de que las grandes visiones, metarrelatos o ideologías son sólo meras narraciones sociales que tienen la fun ción social de unir y hasta unificar nuestro comportamiento y sentir, en aras de un proyecto de mayor o menor domesticación social. De ahí la peligrosidad de esta crianza o doma humana (Sloterdijk4), que puede terminar en un totalitarismo bárbaro al servicio de los señores del poder. El relativismo cultural produce también nerviosismo e inquietud psíquica y la búsqueda compulsiva de certezas y seguridades. La vi— 3. 4.
Cf. J.F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid 1984. Cf. P. Sloterdijk, En el mismo barco. Ensayo sobre la hiperpolítica, Siruela, Madrid 20002, 56s.
[
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
vencía de la incertidumbre no siempre se toma como ocasión nietzscheana de una mayor libertad y creatividad. El mismo Nietzsche ya supo que la mayoría de los seres humanos no imitan a Zaratustra bai lando gozoso al borde del abismo, sino al rebaño producido por los charlatanes vendedores de abalorios y colores del mercado, diríamos hoy. De ahí que se comprenda la búsqueda de certidumbre que recorre nuestra situación cultural actual y que explica el tono fundamentalista de la época. Vivimos tiempos de búsqueda de certezas, de saberes y doctrinas seguras. Muchos se aferran a las autoridades de turno, las interpreta ciones literales de los textos «sagrados» y las estrategias de asegura miento mediante los cinturones protectores de sus «verdades». O tra tan de echar raíces en lo ya conocido y cercano de la propia tradición, la propia tierra, las propias convicciones. Tiempos de precariedad y miedo a dialogar con la incertidumbre. 1.3. La incertidumbre social El descubrimiento del hombre de esta modernidad tardía es que la sociedad, este mundo construido socialmente por el ser humano como su habitat, se ha vuelto peligroso. La sociedad, tomada como casa pro tectora, ha sido el refugio del hombre frente a las amenazas o peligros que generalmente le venían de fuera. Pero, crecientemente, el ser humano ha descubierto con sorpresa que su propio mundo incuba el peligro generalizado. Es tan notoria ya esta característica de la sociedad que no se preci sa hacer referencia a investigador alguno. Es ya de dominio público que la salud, la alimentación, la ciencia, por no citar la globalización o el mercado, se han vuelto peligrosos. Es como tener al enemigo dentro de la propia casa. Y así es. Podemos visualizarlo y hasta palparlo en nuestros días a través de la llamada «crisis de las vacas locas», de la amenaza de los alimentos transgénicos, las transfusiones u operaciones que terminan inoculándonos una enfermedad no buscada y a la que son inmunes los fármacos conocidos, por no citar los ya innegables cam bios climáticos, la polución que crea agujeros de ozono y sus consi guientes cánceres de piel, etc. Cuando de los casos concretos nos elevamos hacia los dinamismos que ha puesto en marcha la modernidad misma, es decir, la tecno-ciencia, la tecno-economía, la industrialización, la burocracia, el militaris mo, etc., caemos en la cuenta de la ambigüedad radical en que vivimos.
148
LA VIDA DEL SÍMBOLO
La misma sociedad o mundo del hombre es lo peligroso e inseguro. LJ. Beck5 ha denominado a esta situación de peligro o amenaza generali zada «riesgo». Vivimos, por tanto, en una sociedad del riesgo. La sociedad del riesgo produce miedo. Crea una actitud desconfia da e insegura, de incertidumbre. Se comprende que no sean momentos socio-culturales en los que se arriesgue; al contrario, predomina el tono retraído y huidizo, como de quien quiere proteger lo que tiene y no per derlo. Tiempos que algunos han calificado de «sapienciales», en con traste con los denominados tiempos «proféticos». La modernidad, con sus expectativas de progreso, era una sociedad de tono profético: críti ca con respecto al pasado y con una mirada esperanzada hacia el futu ro. La actitud actual tiene los ojos desconfiados de quien no cree ya que vengan mejores tiempos. Incluso teme lo peor. Se vuelve recelosa y adopta una actitud, entre resignada y «realista», de adaptación a lo que hay. Un pragmatismo pequeño y chato que es la mejor defensa del status quo. La sociedad de la incertidumbre y el riesgo genera una fuerte con ciencia de la contingencia. Se sabe que no se posee el control de las finanzas, ni de la economía, ni de la ciencia, ni... Se tiene la percepción clara de la limitación, la finitud, la indisponibilidad e incontrolabilidad. El ser humano de este inicio de milenio piensa que el mundo que construye se le va de las manos, se le autonomiza y descontrola. Ya no cree en sueños decimonónicos de una sociedad perfectamente racional y humana. En esta tesitura, y cuando fallan las medidas humanas, no es extra ño que asistamos al crecimiento, sorprendente para los espíritus ilus trados, de la vuelta hacia el destino, el enigma y el Misterio. Si no podemos controlar nuestras obras, echemos mano de la magia, la for tuna, la superstición o la religión. Tiempos propicios para el irracio nalismo y para que arraigue de nuevo una religiosidad protectora y aseguradora. 1.4. La incertidumbre histórica La postmodemidad se despedía de los grandes relatos; el pensamiento sabe que la limitación de las facultades humanas no da como para esperar la obtención de principios que rijan la marcha de la historia. La 5.
Cf. U. B eck , La sociedad del riesgo, Paidós, Barcelona 1998; Id ., La invención de lo político. Para una teoría de la modernización reflexiva, F ce , MéxicoBuenos Aires-Madrid 1999.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
149
historia es un barco a la deriva o, en el mejor de los casos, un barco sin nimbo cuyo timón manejan relativamente los humanos. Hay siempre lo sabemos ya desde que lo advirtiera Max Weber- consecuencias no queridas ni perseguidas que posteriormente afloran. Parece la dialécti ca paulina de querer o perseguir lo mejor y causar males no pretendi dos. Algo inevitable: el ser humano, con su acción, su conocimiento, sus descubrimientos, introduce elementos que disparan consecuencias perversas no deseadas ni conocidas. Tenemos que aceptar que la complejidad de nuestro mundo, de la realidad, es tal que no controlamos más que una ínfima parte de las consecuencias posibles. Sobre todo cuando nos movemos en el ingen ie espacio social y de la marcha de la historia. Esta pérdida de con fianza en la planificación o en un supuesto diseño de ingeniería social de cara al futuro, nos deja frente a una historia abierta. El ser humano tiene que ser cauteloso y responsable frente a su futuro. Ya que no existe ninguna clave de la Historia, ni podemos fiar nos de nuestro conocimiento como técnicos de diseño social, surge la necesidad de estar atentos a las posibilidades y probabilidades de nues tras acciones. H. Joñas6 ha denominado «principio responsabilidad» esta actitud ética de responsabilidad de cara al futuro y a las genera ciones venideras. El tiempo entra en la ética, y si no podemos desem barazamos de una «ética de la responsabilidad» con respecto a las con secuencias de nuestras acciones, mucho menos podremos hacerlo de las repercusiones de estas acciones con respecto al futuro de la huma nidad. La época histórica de la incertidumbre histórica es el tiempo de la libertad y la responsabilidad. 2. Estrategias del tiempo de la incertidumbre Ya hemos señalado que los tiempos de incertidumbre producen des confianza en la razón y hasta un tono vital desvaído y retraído. Atendamos a las estrategias que, como reacción, surgen en este momento y que tienen consecuencias para nuestras consideraciones sobre el imaginario y el símbolo. Las resumiremos en tres actitudes y estrategias.
6.
Cf. H. J oñas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civi lización tecnológica, Herder, Barcelona 1995.
150
LA VIDA DEL SIMBOLO
2.1. La estrategia del sentimiento Cuando fallan las argumentaciones y las pretensiones de fundamentación, debemos abandonar ese camino y apelar al sentimiento. Ésta parece ser la alternativa que se esgrime hoy desde la intelectualidad hasta las masas. Richard Rorty7polemiza con J. Habermas y le critica una pretensión de universalismo que, según él, sólo enmascara los inte reses y las «razones» de la cultura y la sociedad moderna occidental. Es preferible aceptarlo y asumir el inevitable etnocentrismo de nues tros planteamientos presuntamente racionales. Mejor que estrellarse en un fundacionismo argumentativo, es preferible tomar la vía del senti miento y apelar, mediante la narración y la llamada al corazón, a los mejores impulsos de la generosidad y la solidaridad. Obtendremos mayores frutos que mediante la pretendida argumentación. La modernidad tardía, que ha secularizado la razón moderna ilus trada y sus pretensiones de dirigir y explicarlo todo racional y lógicoempíricamente, se vuelve así hacia la dimensión afectiva del ser huma no. Si no podemos comprender con la cabeza, hagámoslo con el cora zón. Si no podemos dar razones raciocinantes, demos razones del cora zón. Si no podemos mover con la argumentación, sí podemos conmo ver con el sentimiento y, de ese modo, remover la realidad. Una cierta exaltación de los sentimientos sustituye a la anterior entronización de la razón. La conmoción, el sentir y con-sentir, se pro pone como una vía de humanización y cambio social allí donde la pre tendida razón argumentadora y universal parece que naufragó y sólo produjo la defensa de intereses particulares y nacionales. El peligro está en que sea más importante el rostro iluminado y el gesto afectivo que lo que comunica; que la seducción se imponga al sentido. Naturalmente que asistimos a una crítica frente a una religio sidad intelectualizada, apta sólo para minorías iniciadas. El cristianis mo progresista postconciliar puede encontrar en este clima motivos para la reflexión y la autocrítica. El lazo afectivo y el calor comunita rio son muy importantes. La religiosidad de este momento es propicia para los grupos fusió nales y las propuestas seductoras; para las experiencias oceánicas de lo sagrado, donde lo divino pierde los contornos y nos sumerge en un abrazo que lo reconcilia todo consigo mismo. Lo sagrado cósmico, terrenal, psíquico..., que llega a confundirse con la Vida, Gaia y el 7.
Cf. J. N iznik - J. Sanders (eds), Debate sobre la situación de la filosofía. Habermas, Rorty y Kolakowski, Cátedra, Madrid 2000, 42s.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
151
lodo, tiene la ventaja de una sacralidad quizá primitiva, originaria, donde revive el ritmo del día y la noche, la vida ancestral misma, pero no es cristiano. Lo cristiano discrimina más: acentúa lo sagrado huma no, el rostro herido y retorcido por el dolor de la injusticia y de las conh adicciones históricas y sociales. La religión bíblica no deja lugar para mitificar las contradicciones. La religiosidad cristiana es emancipatoria y anti-sacral desde este punto de vista. La mística que brota de Jesús ilc Nazaret es de los «ojos abiertos» (J.B. Metz), no pasa con los ojos entornados por los «rincones oscuros» de nuestra sociedad; mira la rea lidad y el sufrimiento de frente, tratando de percibir dónde están sus raíces para extirparlas. 2.2. La estrategia mito-interiorista La conciencia de la finitud y limitación, el redescubrimiento de la con tingencia en la sociedad del riesgo, produce la inclinación hacia lo suprahumano. Si el hombre palpa la indisponibilidad de la realidad, ésta se siente a merced de fuerzas gobernadas, no por la razón, sino por el Destino o la diosa Fortuna. De nuevo nace la tendencia a negociar con dichas fuerzas anónimas y desconocidas. La magia hace su irrupción. No es extraño que haya un resurgir de brujos y echadores de car tas, un ejército de médiums espirituales que tratan de controlar lo ingo bernable y someter a la voluntad del usuario la marcha del presente y del futuro. En tiempos de desconfianza acerca de la razón, se apela al misterio y al enigma para manipular lo incontrolable. Una vieja receta que irrumpe de nuevo, mostrando las querencias atávicas del ser huma no. Hay más «brujos» actualmente en París o en Madrid que sacerdo tes y religiosos/as. Una variante de lo anterior camina por la vuelta hacia las espiri tualidades interioristas y que tratan de cambiar, no ya la realidad exter na (profetismo), sino la interna (mística). Cuando falla la revolución exterior, algunos avanzan hacia la interior. Ya que no se puede gober nar la sociedad, cambiemos nuestro interior. Esta receta, que tiene sabor oriental, encuentra su caldo de cultivo en estos momentos de impotencia ante la realidad que vivimos. El «mundo desbocado» indu ce al control espiritual, como la incapacidad político-social estimula los cambios del corazón. La denominada religiosidad o espiritualidad difusa, tipo «New Age» o nebulosa neo-mística o neo-esotérica, avanza bajo estos vien tos de incertidumbre. Este neo-gnosticismo quiere cambiar más la
152
LA VIDA DEL SÍMBOLO
mente y el corazón, el interior del hombre, que el contexto del mundo del hombre. Más que una espiritualidad encarnada en la realidad social, es evasiva de ella. Responde a la indisponibilidad del mundo con el cambio del corazón. Siempre queda planeando que el «suspiro interior de la criatura oprimida» suponga un real extrañamiento de este mundo y con ello produzca una rebelión interior que resulta una ver dadera revolución contra el sistema. El hacer el vacío al sistema podría venir por esta huida interior que se aliena con respecto al sistema. Alcanzaríamos por esta vía una estrategia revolucionaria para tiempos de no enfrentamiento directo ni frontal frente a él. Se socava el siste ma haciéndole el vacío. Pero muy bien puede suceder que se comple mente una integración en el sistema neoliberal y la sociedad del riesgo con un equilibrador espiritual de esta nueva religiosidad. Vivimos momentos de consciencia de la «herida» que recorre la realidad y al ser humano. Somos seres escindidos. De ahí que brote una y otra vez la necesidad de la reconciliación. Pero el peligro actual es el de la rápida sutura de la herida. Un recurso al polimitismo, que cree superar la ruptura de este mundo mediante el velo de visiones que, por más ancestrales y poderosas que sean, nos dejan en la mera ilusión. La unidad mítica, la gran salud y la reconciliación cumplidas exigen el afrontamiento sin escapatoria. El mito que oculta el mal y el sufrimien to sutura en falso, es una estrategia de evasión y de irresponsabilidad. Y la tonalidad pseudo-budista u oriental de nuestro momento, que haciéndose eco de algunas melodías postmodernas, foucaultianas, que borran en la playa de la vida las huellas del sujeto, de un yo personal responsable, es perfectamente comprensible en un tiempo de cansan cio y de desfallecimiento ideológico y utópico, pero casa muy mal con la situación de necesidad e interpelación de un mundo donde las heri das de la pobreza, la desigualdad y el hambre supuran de verdad y cau san millones de muertos. De nuevo tenemos que repetir que la fe cristiana se aviene mal con la sutura en falso y con la estrategia de la anulación de la responsabi lidad. Acepta la herida; no la disimula. Se deja interpelar hasta la pues ta en cuestión del sentido de un Dios Amor por el mal del mundo, pero responde sin ensoñaciones a este tremendo desafío. Hay que restañar la herida y poner manos a la obra. La sanación consiste en cargar con este mal del mundo; creer en Dios significa apostar por el sentido y la compasión efectivas, sostenidos por su presencia que obra en y por nosotros, no al margen de nosotros ni de las leyes de la realidad ni milagreramente. Creer, para un cristiano, significa responsabilizarse del mundo y de los otros.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
153
2.3. La experiencia «directa» del Misterio Asistimos actualmente a valiosos intentos de repensar la religión desde los profundos cambios culturales que nos cercan8. No vale la repeti ción. Nos hallamos ante una reconfiguración nueva de lo socio-cultu ral y, con ello, de la religión. La respuesta tiene que ser drástica, pro funda y radical. Se es consciente de que no basta únicamente con cambiar de para digma. Aunque una actualización de la fe cristiana es una necesidad para poder presentarse en público y no herir la sensibilidad racional de los hombres de nuestro tiempo, sin embargo, si no logramos superar el enclaustramiento doctrinal, estaremos -se dice- dentro del mundo de las verdades reveladas y creencias. Ya no valen más críticas ni críticas de las críticas. La renovación auténtica del cristianismo tiene que venir por medio de la experiencia. Pero no una experiencia religiosa como conocimiento interesado, sino como «conocimiento no interesado o silencioso». Es la relación directa con el Misterio lo que está en juego. No se trata de verbalizarlo mejor, sino de experimentarlo sin media ciones racionales que sigan haciendo de la fe una creencia. De ahí que la renovación religiosa que se avista avanza por el camino de una reli giosidad realmente experiencial: «no representacional, no dual, cono cimiento silencioso». Es la mistagogía, y no la conceptualización modernizada ni la experiencia a medias, quien tiene la palabra. Hay que pasar de la «religión de creencias» al «conocimiento silencioso». En el fondo, algunas propuestas suenan por momentos a supera ción de toda formulación doctrinal y de un embocar directamente el espíritu hacia la experiencia del Misterio. Se habla de un tipo de cono cimiento donde conocimiento y realidad coinciden, como sujeto y objeto; donde no hay representaciones ni mediaciones. Es un conoci miento no dual, silencioso9. Pero ¿existe tal experiencia directa del Misterio sin mediación? Las reticencias que se muestran frente a lo doctrinal y conceptual parecerían apuntar a una religiosidad de la pura experiencia y de la superación de las mediaciones. Las propuestas son muy honestas y muy atractivas, sólo que quizá no sirvan para los seres humanos. Tras la puesta en cuestión de una religiosidad de la experiencia con visos de inmediatez, conocimiento silencioso, está toda la reflexión 8.
9.
Cf. A. Robles Robles, Repensar la religión: de la creencia al conocimiento, Euna, San José de Costa Rica 2001, 23s.; al fondo, Mariano C orbí, El camino interior, El Bronce, Barcelona 2001. Ibid., 26-27.
154
LA VIDA DEL SÍMBOLO
filosófica sobre el conocimiento humano. Conocemos (y experienciamos) de forma situada. Desde un aquí y ahora. Estamos inevitable mente cargados con los «prejuicios» de nuestro tiempo y situación, como nos recordará G. Gadamer10. Nada más dar el primer paso verbal o conceptual, ya hablamos y pensamos de forma bien determinada, social y culturalmente. No hay páginas en blanco. Estamos determina dos no sólo por nuestros «genes», sino también por la socialización, que se inicia ya en el seno materno y nos posibilita el acceso a nuestro mundo y a las tradiciones en que nos encontramos. Lo mismo sucede con la experiencia de Dios: si queremos dar cuenta de ella, incluso reconocerla, tendremos que hacer uso del len guaje y del pensamiento, y en ese mismo instante ya nos hemos situa do en medio de un lenguaje, de un revestimiento cultural, social, his tórico. No hay forma de escapar a la mediación. Unicamente el silen cio que renuncia incluso a pensar sería la salida. Pero entonces ya no sabríamos si tenemos experiencia del Misterio de Dios o de cualquier nebulosa. Estaríamos en la indiferenciación y la oscuridad total. El «conocimiento silencioso» vale quizá como metáfora para sugerir el avanzar hacia una experiencia religiosa mucho menos verbal, concep tual, de «creencias», pero no puede ser un límite alcanzable, como a menudo se presenta, porque sería, sencillamente, un imposible para los seres humanos. Ahí ya no hay representación conceptual ni símbolo ni nada. En el silencio del conocimiento no hay nada; sólo silencio indi ferenciado y oscuridad vacía. Nos parece que la intención a la que apuntan estas propuestas reli giosas caminan por una radicalización de la «teología negativa» y la primacía de un cierto «inmediatismo» intuitivo, simbólico, «místico», pero no pueden eliminar o superar totalmente la mediación ni la «creencia». 3. La «teología negativa» de la edad de la incertidumbre La incertidumbre cognoscitiva alimenta actitudes en las que el sentir prevalece sobre el pensar, y el callar y experimentar sobre el explicar. Hay una suerte de afasia o silencio conceptual cuando el intelecto es puesto en cuestión.
10. Cf. C arsten D utt (ed.), En conversación con H.G. Gadamer, Tecnos, Madrid 1998, 33s.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
155
Si falla el discurso sobre Dios, se subraya el sentir y hasta el silen cio reverente. De ahí que en este momento no sólo crezca el agnosti cismo de los que son conscientes que saben que no saben, que saben poco, para optar o decidirse a la creencia. En este momento de ateísmo de impotencia y de indiferencia práctica, crece el silencio acerca del Misterio, si no reverencial, sí al menos cultural, porque hay como una debilidad mental atmosférica para luchar contra el límite, y mucho más para atreverse a saltar por encima de él. Esta tonalidad de época incierta y miedosa practica el respeto sobre el Misterio hasta callar totalmente. Este es el peligro actual: que la teo logía negativa encubra una desgana e impotencia existencial para enfrentarse al Misterio de Dios, y todo quede en respetuosa y amilana da comodidad de no pensar, no abordar, no hablar. Una cobardía men tal y vital, un silencio cómodo que adopta formas de educado silencio o presunta «teología negativa». Aquí habría que aceptar la máxima de Th.W. Adorno, también vieja máxima teológica: no se puede callar ante el límite, sino después de la pugna contra él; no se puede caer de rodillas ante el Misterio de Dios sino después de haberlo reconocido e intentado penetrar lo más posible en su Misterio. Adorar antes de tiem po es una irreverencia pusilánime. El silencio en estos casos es un silencio culpable, como corre el riesgo de serlo la actual confesión generalizada de agnosia. Más común es buscar seguridades mediante los apoyos de la reve lación y la autoridad institucional. Estamos ante las corrientes fundamentalistas, una característica de nuestro tiempo. La estrategia para este tipo de actitud mental y cordial es asegurar la relación con el Misterio y su delimitación dentro de los parámetros seguros de una interpretación literalista de un libro revelado, de una tradición, de una comunidad, de un magisterio o autoridad que me defiendan de la zozo bra socio-cultural y aun interior. De ahí que el fundamentalista suela ser también objetivista: se apega a una determinada concepción, inter pretación, del Misterio rígida, dogmática. En el fondo, quisiera poseer y asegurar el Misterio que dice respetar y adorar. El centro bascula no tanto sobre el Misterio cuanto sobre él mismo.4 4. La tentación de domesticar el símbolo Se comprenderá ya que, si hemos acertado en el diagnóstico de la época, comprendamos la tentación simbólica que la rodea: hacer del símbolo un elemento al servicio de la afectividad y alejado del pen-
156
LA VIDA DEL SÍMBOLO
samiento; no respetar la radical apertura y, por tanto, la resistencia a la objetivación y el carácter indirecto y mediato de toda relación simbólica. Sabemos que la imaginación puede ser sometida a la tiranía del corazón y la afectividad. Todos los pietismos han pretendido manejar la imaginación a través del sentimiento o el corazón. El resultado ha sido un subjetivismo ingenuo: la creencia de que nuestra imaginación representa la realidad que no alcanza el pensamiento. Se pasa fácil mente a dar rienda suelta a la propia representación y a creer que exis te una adecuación directa entre lo imaginado y lo representado. Se comprende que este salto sin la red protectora de la crítica racional se pague con un psicologismo e inmediatismo religioso que no hace jus ticia a la trascendencia del Misterio de Dios. El privatismo11 e intimismo subjetivista realiza una verdadera obje tivación que encierra en unos límites presuntamente ya dados al Mis terio. Esta no apertura o definición subjetiva del Absoluto del Misterio de Dios es lo que afecta mortalmente al corazón del símbolo. Se hace de la representación, imagen, idea, noción o narración del Misterio una descripción que termina destruyendo el símbolo y el Misterio. En este proceso, el símbolo, más que devaluado, es tergiversado. No se respeta el carácter simbólico mismo que prohíbe hacer adecua ciones directas e inmediatas e identificar lo imaginado e invocado con la realidad misma. No se rechaza -entiéndase bien- la osadía de la pie dad religiosa de dirigirse a Dios, tener con él un trato cercano y tomar le como la otra parte de un posible encuentro interpersonal, sino el no mantener la distancia y hacer de él una realidad objetiva. Es la objetivación, que no respeta ni el carácter indirecto ni el inmediato, lo que destruye al símbolo; es el no tomar el encuentro mismo con Dios como símbolo, es decir, como no objetivable, siempre abierto, lo que no respeta la transcendencia del Misterio ni el carácter simbólico. Dios, también para la piedad, tiene que ser el cercanísimo en el encuentro sin dejar de ser el transcendente, lejano siempre en su íntima cercanía, inasible en el abrazo del encuentro. Las consecuencias de esta falta de vigilancia crítica sobre el uso de la imaginación, por una parte, y la caída en la objetivación piadosa, por otra, son nefastas para la misma religiosidad. El objetivismo ingenuo y el intimismo psicologizante conducen fácilmente a posiciones supers-1 11. Cf. I.U. Dalferth, «Was ist Gott bestimme Ich. Reden von Gott im Zeitalter der “Cafetería Religión”», en (J. Beutler - E. Kunz [Hrsg.]) Heute von Gott reden, Echter , Würzburg 1998, 58s.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
157
liciosas, en las que la cercanía de lo sagrado, el Misterio, aparece no sólo cosificado, manipulado en actitudes milagreras o mágicas, sino además amenazador, en medio de un reencantamiento del mundo incontrolado; el acriticismo y espontaneísmo de la piedad impulsa también hacia una mezcla de posesión y miedo de lo sagrado que fácil mente degenera en actitudes supersticiosas. 5. La «segunda ingenuidad», una tarea para nuestro cristianismo actual Los peligros que estamos apuntando no son ajenos a nuestra realidad religiosa. Las tendencias espirituales que hemos denominado «religio sidad difusa» o calificado de «neomísticas», «neoesotéricas», «neognósticas», etc., adolecen de una reivindicación de lo sagrado que muchas veces no es consciente de su cosificación ni guarda las debidas distancias frente al Misterio. Deseosas de tener contacto directo con el Misterio como primer objetivo, este experimentalismo piadoso, emocionalista, cae en la tentación de la apropiación. De ahí el carácter instrumentalista de una religiosidad con aplicaciones terapéuticas, psicologizantes, fuertemente centrada en el propio sujeto. Ese no descentramiento de tal religiosidad da que pensar en la actitud de dominio, de manipulación del Misterio, que impulsa y acecha a esta tendencia. Vistas desde el punto de vista del símbolo, estas tendencias espiri tuales suelen ser sensibles a las dimensiones estéticas, emocionales... Hay una recuperación del símbolo dentro de la nueva espiritualidad que, sin embargo, no respeta su inasibilidad e imposible apropiación subjetiva. Así mismo, la tonalidad fundamentalista de la época, con su ten dencia a la definición unívoca, de una vez por todas, muestra una bús queda de seguridad que no respeta la dimensión de trascendencia del Misterio. Se querría vivir en la certeza y seguridad de la posesión, esta vez merced a un libro, una revelación o una autoridad que certifiquen que el Misterio es así y no de otra manera. No se ha descubierto que el encuentro con Dios, el Absoluto, lo Sagrado, si bien pone en contacto con lo más firme de la realidad, con lo sobrepoderoso por excelencia, sin embargo, dado su carácter inaprehensible, supone siempre una reserva, una apertura del Misterio, que es vivido por el ser humano como riesgo. Seguridad y protección hay que vivirlas, al mismo tiem po, con el espíritu del riesgo y la inseguridad o, mejor, de la despose sión y el desasimiento, en la relación con Dios.
158
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Ya hemos indicado que el clima social y cultural actual es propicio para buscar en la relación con el Misterio el calor, el hogar y protec ción, la seguridad que no proporciona nuestra sociedad. Tiempo propi ció para la manipulación religiosa. Tiempo apto para los reduccionismos: se recela de los matices y se desean las afirmaciones claras y con tundentes; se sospecha de las distinciones y se buscan las doctrinas simples y nítidas. Mal clima para un estilo de pensamiento como el simbólico, poco dado al confort del pensamiento binario, de las distin ciones entre blanco y negro, de las identificaciones completas. Se ave cina por este camino una espiritualidad que A. Finkielkraut12ha deno minado tecnoespiritual, es decir, cada vez más sometida a la lógica funcional de la modernidad y cada vez más alejada del humanismo occidental crítico ilustrado. Se olvida el espíritu distanciado, de con tornos ondulados, interpretación plural y basculante por la combina ción de la más rigurosa ortodoxia con los más sofisticados ordenado res. Mientras tanto, el Misterio verdaderamente tal emigra hacia espí ritus en permanente búsqueda que no temen la indefinición, la incerti dumbre y la inquietud. Esta situación y estas tendencias religiosas contaminan nuestro cristianismo, como no podía ser menos. Vivimos en medio de la socie dad. Por esta razón, los peligros del objetivismo acechan a nuestra vivencia de la fe cristiana. Y esto en la doble versión de una objetivis mo subjetivista y un neotradicionalismo fundamentalista. No insistimos en la «sensibilidad fundamentalista o neotradicionalista» que recorre algunas latitudes de nuestra Iglesia y que amenaza con petrificar el tiempo y los símbolos en magnitudes objetivas, claras y seguras. Actualmente recorren nuestro tiempo unos movimientos denominados ya, en el argot de los medios de difusión eclesiales, «Nuevos Movimientos Eclesiales», considerados a menudo como la reforma religiosa católica después del concilio Vaticano n. Para unos constituyen la verdadera reforma religiosa y eclesial que impulsó el Concilio; para otros se trata, por el contrario, de su tergiversación. Para unos ofrecen una renovación comparable a la acontecida tras Trento y la Reforma; para otros, es una religiosidad reactiva y miedosa frente a la modernidad que nos toca vivir. Más allá de esta discusión sobre su verdadero significado como tales movimientos en el hoy eclesial y reli gioso, todos ellos conllevan un estilo o trato con lo religioso que supo-
12. Cf. A. F inkielkraut, La ingratitud. Conversación sobre nuestro tiempo. Anagrama, Barcelona 2001, 29.
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
159
ne inevitablemente un modo de abordar la dimensión simbólica de la religión. Desde este punto de vista de los símbolos, presentan una afinidad con las tendencias culturales postmodemas, que se caracterizan por la recuperación y revalorización de lo simbólico. Cultivan un esteticismo ceremonioso y celebrativo que recupera un cuidado del entorno litúr gico, desde el altar hasta el canto, desde la compostura hasta los geslos del celebrante, desde la participación activa -no sólo verbal, sino gestual y corporal- de los participantes hasta el clima propiciado por la sensación de estar ante el Misterio, pero que amenaza con un nuevo rubricismo. Las celebraciones tienen un toque festivo, participativo, hondo, estético y elegante. No hay duda que, frente a la mediocridad de la mayoría dominante, hay una aportación innegable. La sospecha frente a esta revitalización litúrgica y simbólica tiene que ver con su consideración acrítica de los símbolos, tomados en su vivencia expre siva y emocional espontánea, ingenua, que corre el peligro de la iden tificación y la ilusión de la autoposesión subjetiva. Se vuelven hacia una presunta espiritualidad que supera el racionalismo ideológico y seco, pero carecen de la distancia de la mediación, de la negativa a la identificación y de la inquietud de la no posesión. Y tampoco son aje nos estos grupos a la tendencia aseguradora neotradicional: el símbolo es interpretado de forma clara y simplificadora, con lo que se incurre en una versión más del objetivismo religioso fundamentalista. Una versión diferente de esta revitalización simbólica discurre por la denominada religiosidad popular. Asistimos también a un momento de auge de las manifestaciones de esta religiosidad por la vía de las procesiones, romerías, peregrinaciones, etc. No hay duda de que las cofradías y hermandades han experimentado un incremento de miem bros y, lo que es más importante, de atractivo: la Semana Santa cons tituye un punto álgido de esta religiosidad popular, así como determi nadas peregrinaciones o romerías en los diversos pueblos y regiones. No basta el factor turístico ni de espectáculo para explicar este fenómeno. Ni quizá baste tampoco la mera reacción cultural, aunque sin duda está ahí muy presente, de una complementariedad ante una sociedad plana y vaciada de elementos de sentido profundo. Hay tam bién, nos parece, una queja ante las insuficiencias de la religión insti tucional -tradicional o progresista- y su vaciamiento simbólico. La religiosidad de mucha gente13 se alimenta y abreva en esta religiosidad 13. Cf. L. M aldonado, «La religiosidad popular en la actualidad y en el futuro pró ximo de la vida española»: Sociedad y Utopía 8 (1996), 151-167. Entre un 54 y
160
LA VIDA DEL SÍMBOLO
esporádica, emocional, incluso epidérmica y supersticiosa, que mezcla lo festivo, lo ritual, lo tradicional, lo natural, lo pagano-cristiano... en una simbiosis nada fácil de manejar o de «cristianizar» por la Insti tución religiosa. Pero se da ahí un indudable potencial religioso que utiliza fuertemente la mediación simbólica de las imágenes, la noche, la luz, la música, el vestido, la peregrinación, el entorno natural de una ermita o paraje, etc. La religiosidad popular está saturada de simbolis mo; habla a la cabeza y al corazón a través del símbolo. Y lo hace, a todas luces, con potencia suficiente como para agarrar a la totalidad de muchas personas. Desde este punto de vista, es mucho más primaria y mucho menos logocéntrica que la religiosidad institucional en cuales quiera de sus formas tradicionales o críticas; y es también más «holista», más integradora de las dimensiones corporal y espiritual, de sensi bilidad, imaginación y relación con los otros, que el verbalismo, intelectualismo y ritualismo seco de la liturgia institucional. De nuevo, a la hora de señalar peligros, el simbolismo de la reli gión popular adolece de falta de distancia frente a su referente. La ten tación que le ronda es siempre la apropiación del Misterio a través de la subjetividad emocional, la vivencia intensa, el trance festivo, la gra tificación personal del esfuerzo e incluso la ascesis corporal... El sím bolo parece estar al servicio de este objetivo de apropiación subjetiva. La pastoral ve bien estos peligros y suele poner el acento crítico en ellos, pero quizá desatiende o hace menos esfuerzo por aprender de la religiosidad popular dimensiones que liberaran el acartonamiento y la desecación litúrgicas. Esta breve referencia a esas tres tendencias actuales que recorren nuestro momento eclesial, y que presumiblemente persistirán durante algún tiempo, nos plantea claramente la cuestión de cómo hacer un buen uso del símbolo. Ya vemos que es fácil sepultarlo en el olvido por exceso de verbalismo y petulancia intelectualista, o ahogarlo en la exaltación primaria de la posesión emocional y acrítica, o desecarlo en la afirmación rígida y posesiva. En este momento, quizá sirviera como eslogan y palabra guía la expresión de P. Ricoeur de una «segunda ingenuidad»: volver al símbolo con la espontaneidad e ingenuidad del descubrimiento de la inmediatez del Misterio y con el cuidado desasi do de quien ha pasado por la crítica. «Segunda ingenuidad» quiere decir revitalización de una religiosidad fuertemente simbólica, sin perun 62% de los españoles participan en manifestaciones de religiosidad popular (procesiones, romerías, celebraciones en santuarios, etc.).
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
161
der la vigilancia crítica de la mediación racional. ¿Será posible tama ña proeza? ¿Será posible conjuntar espíritu crítico y abandono piado so, distancia racional y proximidad cordial?
6. La inmanencia extática y el símbolo La cultura y el pensamiento de la incertidumbre han encontrado una presunta solución a la dificultad, arriba señalada, de vérnoslas con la verdad: procede de una suerte de radicalización del «giro lingüístico». Hemos descubierto al menos que hay lenguaje y que siempre conoce mos desde y a través de un lenguaje. Somos, como ya vio Wittgenstein, moscas atrapadas dentro de una botella lingüística. Nuestra visión de la realidad es mediante «juegos de lenguaje» que constituyen verdade ras creaciones de mundos de la vida y la realidad. Está conclusión es sacada por algunos14que se dicen seguidores suyos y de F. Nietzsche. El resultado es que al menos existe un flujo o corriente de lengua je que forma acontecimientos. Estos son reales y, a través de los diver sos signos lingüísticos (natural, matemático, etc.), constituyen nuestro mundo de experiencia. Un mundo que es nuestro mundo y que es par ticipado, público. No hay mundos privados, como no hay lenguajes privados. Incluso para Don Cupitt, tocado de cierto acento budista, no hay más conciencia o yo que esa participación en este mundo común. Toda la realidad está hecha, por tanto, de la misma materia que es este lenguaje formador de acontecimientos. Nosotros mismos somos a través de esta suerte de vida productiva y expresiva que semeja una creación continua. La realización humana y hasta nuestra «objetiva redención» tienen lugar a través de esta actividad expresiva. Un «ex presionismo» tan capaz, según este autor, de proporcionar armonía y belleza a nuestro mundo como de reconciliamos a todos y todo en una especie de «humanismo cósmico» donde todo está construido por materiales lingüísticos. La apoteosis de este expresionismo llega cuando caemos en la cuenta de que, si el mundo es una construcción lingüística que puede 14. Cf. D. C upitt, «Post-Christianity», en (P. Heelas [ed.]) Religión, Modemity and Postmodernity, cit., 218-232; I d ., After All: Religión without Alienation, Scm , London 1994; Id ., The Last Philosophy, S cm , London 1995; Id ., Solar Ethics, S cm , London 1995.
1 6 2
LA VIDA DEL SÍMBOLO
diferenciarse hasta el límite, la metáfora posee el poder de recorrer esos mundos y vincularlos. La metáfora produce resonancias, activa y apela a más y más estratos en el flujo lingüístico constructor de mun dos y de realidad. La red de metáforas, los mitos, los relatos religiosos, unen y entrelazan la realidad, proporcionándoles un aire de armónica semejanza. Este cántico a la creatividad y expresividad lingüísticas aplicadas a la religión determina una teología poética, es decir, una expresión reli giosa donde los cuerpos doctrinales no tienen otra realidad que la de ser elementos diferenciadores y lazos sociales que indican identidad y pertenencia a diversos grupos, por ejemplo el católico, el musulmán, el judío o el budista. Más allá de esto, no hay más que bellas historias, ficciones, capaces de proporcionar un sentido y de abrirnos a una inter pretación sin fin y siempre activa. La religión no nos proporciona, por tanto, «una información esotérica sobre la realidad, sino que simple mente ennoblece nuestra vida». Cristo es el poeta sagrado del amor divino que nos ayuda a prender en nosotros este amor y expandirlo por doquier. Pero no hay nada más fuera de este mundo que es «nuestro mundo» construido lingüísticamente. Estamos así ante una «inmanen cia extática» cuya realización podemos denominar «gloria». Las preguntas y cuestiones son muchas, desde el momento mismo en que se hacen afirmaciones del calibre de que sólo existe el mundo o la realidad construida lingüísticamente. No es nuestra tarea ahora la de probar o discutir este inmanentismo lingüístico. Lo traemos a cola ción como botón de muestra de una tendencia de nuestro tiempo que presenta una suerte de apoteosis simbólico-lingüística y que se queda encerrada en ella, como solución de todas las cosas y aun como reali zación y como «gloria». La religión es vista como mero juego simbó lico, en el sentido más plano e inmanente de la palabra. Interesa la religión, pero como símbolo inmanente que da sentido o que sirve para armonizar o iluminar la vida. Pero es un símbolo que «juguetea» con la referencia al otro, al Misterio. La trascendencia a la que apunta el símbolo -se afirma- se queda en la pura inmanencia, y el Misterio de Dios en mera referencia lingüística y funcionalidad para mí y para nosotros. Se cierra la posible apertura a una Alteridad con mayúsculas. No salimos del encierro en la inmanencia ¿Salimos así del encierro en nosotros mismos?
LAS TRAMPAS RELIGIOSAS DEL SÍMBOLO
163
Actualmente15hay toda una tendencia a estas sabidurías, filosofías16 y «espiritualidades laicas» puramente inmanentes. Flirtean con el len guaje religioso porque -dicen- no quieren perder lo que con él se sig nifica; pero rechazan la posibilidad -imposición, dirán- de una verdad externa a la libertad. El símbolo, aun religioso, es un hermoso instru mento que no traspasa el círculo de la inmanencia; una manera intelectualista, con tonalidad religiosa, de liquidar el símbolo. No se acep ta la apertura radical del simbolismo, sino que se le reduce a la conve niencia del momento o del pensamiento lingüístico del usuario.
15. Cf. L. Ferry, L ’Hommme-Dieu ou le Sens de la vie, Grasset, París 1996; L. F erry - A. Comte-Sponville, La sabiduría de los modernos, Península, Barcelona 1998; críticamente, cf. M. Rondet, «¿Ser santo sin Dios?»: Selecciones de Teología, vol. 39, n. 153 (2000), 24-28; y más duramente, P. Valadier, Un cris tianismo de futuro, cit., 145-146. 16. Una filosofía fenomenológica, representante del denominado giro teológico de la fenomenología, como la de Henry M ichel (cf. Yo soy la verdad, Sígueme, Salamanca 2001) trata «la verdad del cristianismo» como mero juego lingüístico o verdad que presenta el cristianismo. Como señala con acierto P. Valadier (Un cristianismo de futuro, cit., 162), se procede a una exégesis o interpretación del cristianismo subjetiva, al margen de toda teología y exégesis bíblica, como si éstas no existieran.
V
La
v i d a q u e p a l p it a e n e l s ím b o l o
El símbolo no sólo da que pensar, sino que da que vivir. Hay una vida que palpita en el símbolo. Por esta razón es tan importante allí donde el hombre trata de dar sentido y construir un mundo humano. No hay universo humano sin la presencia del símbolo. Ésta es la aportación inolvidable de E. Cassirer: sin símbolo, sin formas simbólicas, no hay posibilidad de construir una sociedad o mundo del ser humano. De ahí que el símbolo recorra todas las grandes creaciones e invenciones humanas. Queremos ver algo de esta vida del símbolo actuando en el mundo concreto de la tradición cristiana. Vamos a recorrer, a título de ejem plo, esta presencia simbólica, dentro del mundo cristiano (católico), en tres ámbitos tan característicos como son los sacramentos o acciones sacramentales; el imaginario sobre Dios, o construcción de la Trascen dencia; y el más allá, o dimensión escatológica de la fe. De hecho, toda la teología cristiana está transida por el símbolo. Hemos elegidos estos tres ámbitos porque lo simbólico salta a la vista y porque sus aguas son agitadas en este momento por los mensajeros del cambio cultural y religioso, y los creyentes están experimentando cambios en su imagi nario o somos interpelados a efectuarlos si queremos tener una pre sencia no moribunda.
166
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Un ensayo que aspire a recuperar la sensibilidad simbólica no puede por menos que abordar estas cuestiones con el deseo y la expec tativa de remover nuestro interior y nuestra imaginación creativa para aportar una renovación sacramental, litúrgica, imaginativo-conceptual, a fin de que nuestra vida palpite de nuevo gozosamente con el símbo lo. Ojalá los espíritus se liberen un poco y desaten sus fuerzas creati vas. Todos saldríamos ganando en la comunidad de los creyentes. Los tiempos piden creatividad, es decir, mayor vida y palpitación imaginativo-simbólica.
9
Las acciones simbólicas Los símbolos religiosos se viven habitualmente en acciones sagradas o ritos. Éstos son grandes conglomerados de símbolos puestos en acción mediante rituales y ceremonias de culto. Acciones guiadas por una cre encia y referidas al Misterio con la intención de iniciar o mantener una relación con él, al mismo tiempo que establecen vínculos de integra ción y sentido con el cosmos y con los demás hombres. Los ritos y actos de culto constituyen en todas las religiones, tam bién en el cristianismo, el principal lugar de ejercicio y vivencia de los símbolos dentro de la religión. Su finalidad general, igual que la de los símbolos, consiste, como dice R. Caillois, en estructurar, articular y sostener la experiencia vital. La religión vista desde los ritos y el culto nos indica la primacía de la acción sobre la palabra, incluso en religio nes tan orientadas hacia la logificación como la cristiana. En este capítulo quisiéramos proseguir la tarea de ver la dimensión simbólica de la religión. Un modo de advertirlo es darse cuenta del lugar que ocupan los ritos, el culto, los sacramentos, en la vida de dicha religiosidad. De paso, ponemos el acento en la recuperación de esta vida simbólica puesta en acción. Si el rito decae algo de la religiosidad, se muere. El acceso al Misterio y el mantenimiento de su relación tie nen mucho que ver con las acciones simbólicas. Ya sabemos que una religión histórica concreta, como el cristianis mo, vista desde el rito o las acciones sagradas, es un conglomerado de elementos de procedencia e importancia diversas. Las vicisitudes his tórico-sociales han configurado un universo religioso con unas concre ciones simbólicas de la salvación. No se trata, como puede compren derse, de entrar en este proceso complejo, ni siquiera en su significa ción teológica. Aquí aspiramos únicamente a mirar con ojos renovados simbólicamente estas acciones tan centrales en la vida cristiana y de cualquier religión.
168
LA VIDA DEL SÍMBOLO
1. La importancia del rito para el ser humano y para la sociedad No existe sociedad humana sin ritos'. Ritos periódicos para ordenar el tiempo y el espacio a través del calendario de fiestas y celebraciones de la comunidad. Ritos no periódicos, de paso, de integración y despedida de los seres humanos en la sociedad de la que forman parte. Ritos car navalescos y orgiásticos, ritos con fondo anarco y libertario para pro testar y romper el orden social opresor y volver a degustar el sabor ori ginal de la inmediatez de la libertad y del encuentro, ruptura necesaria incluso para proporcionar orden y sentido a la vida, la sociedad y el mundo. ¿Qué sería de una sociedad sin ritos, sin fiestas, sin rupturas de la continuidad amorfa del trabajo y las rutinas diarias, sin posibilidad de despedir a sus muertos o de recibir la nueva vida que viene? Sería peor que la de los animales, que ya presentan sus rituales. Caería presa del sinsentido y el caos. Una vida humana sin rito es inconcebible. Vemos ya que el rito en la vida humana, personal y social, está lleno de funciones: crea propiamente el tiempo, articula y ordena la sociedad, integra los enigmas y vicisitudes de la precaria existencia y la sociedad, desde el cambio de ciclo, de estaciones, de poder, de situa ción o rol social, y otorga una orientación a los días y las horas huma nas. La identidad colectiva de las sociedades y, con ella, la de los indi viduos penden del fuerte/débil hilo ritual, con su juego de símbolos y referencias a la plenitud auroral de los primeros tiempos míticos (el arcaico y universal illud tempus), o a esa Presencia misteriosa que anida en las entrañas de la realidad.1
1.
E. Benveniste ( Vocabulario de las Instituciones Indoeuropeas II, Taurus, Madrid 1983, 297-300) dirá que rito, ritus, procede del védico rta y del iranio arta. En el fondo, nos remite a «una de las nociones cardinales del universo jurídico, reli gioso y moral de los indoeuropeos: el Orden que regula tanto las disposiciones del universo, el movimiento de los astros, la periodicidad de las estaciones y los años, como las relaciones de los hombres con los dioses y, finalmente, de los hombres entre sí». Nada está fuera del imperio del Orden. Sin él volveríamos al caos original. Desde un punto de vista más antropológico-social, cf. J. Cazeneuve, Sociología del rito, Amorrortu, Buenos Aires 1972, 16, quien afirma que rito «es un acto individual o colectivo que siempre, aun en el caso de que sea lo suficientemente flexible para conceder márgenes a la improvisación, se man tiene fiel a ciertas reglas que son precisamente las que constituyen lo que en él hay de ritual».
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
169
l.l. El juego como antecedente del rito .). Huizinga23afirma que el juego esta en la raíz de la cultura misma. El hombre jugaba, como el animal, antes de preguntarse, afirmar o negar la belleza, la verdad, la bondad, o al mismo Dios. Al principio está el juego, es decir, la actividad orientada por el impulso vital, sin finalidad utilitaria ni objetivo concreto. Quizá sí estaba impulsada, como sugie re el etólogo K. Lorenz, por la «curiosidad» y la «exploración». De este ejercicio de espontaneidad y encuentro, de libertad y suspensión de la vida cotidiana, de «actividad ficticia» (R. Caillois), nace la vida misma y todos sus «juegos culturales». Antes de pensar, de reflexionar, está la creación lúdica, la actualización plástica y dramática del orden (incierto) del universo. Jugando se simboliza dramáticamente el caos y el cosmos de la creación. El hombre vendría a ser, visto desde esta perspectiva, una especie dramáticamente lúdica. ¿No será el juego humano un remedo del «juego de los dioses»? En la India existe un culto como juego que es precisamente el denomina do «lila», o juego de los dioses\ Y ese juego o deporte divino, que es lo que significa en sánscrito lila, es la forma teológico-simbólica de expresar que Dios no crea por necesidad, sino por superabundancia y creatividad gozosa y libre. Las delicias del juego absorbieron tanto a la divinidad que de su rapto lúdico surgieron el mundo y sus criaturas. En la tradición bíblica, el Espíritu revoloteando o empollando sobre las aguas primordiales (rajaf) también puede ser entendido como las vi braciones fundamentales de la música que originan los sonidos y los ritmos, el «cántico de la creación», por lo que el Creador canta a sus criaturas en gozoso ritmo y satisfacción de una liturgia cósmica4. La arquitectura simbólica humana no sería sino un recuerdo ínsito en las entrañas del ser, presencia oculta pero activa de una imitación que nos empuja, secreta y libremente, a ser lo que estamos llamados a ser: «los primeros libertos de la creación» (J. Moltmann). El ser huma2.
3. 4.
J. H uizinga, Homo ludens, Alianza, Madrid 19955, lis .; R. C aillois , Teoría de los juegos, Seix Barral, Barcelona 1958; W. Pannenberg, Antropología en pers pectiva teológica, Sígueme, Salamanca 1993, 404s; J. M oltmann, Sobre la liber tad, la alegría y el juego: los primeros libertos de la creación, Sígueme, Salamanca 1972; R. A lves, La teología como juego, La Aurora, Buenos Aires 1982; K. R ahner, «Teología del símbolo», en Escritos de Teología IV, Taurus, Madrid 1961, 182-231; J.M. R ovira B elloso, Simbols de l ’Esperit, Crui'lla, Fundación J. Maragall, Barcelona 2001. Cf., N. H ein , «Lila», en (M. Eliade [ed.]) The Encyclopedia o f Religión, Macmillan, New York-London 1987, tomo VIII, 550-554. Cf. J. M oltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 2001, 81.
170
LA VIDA DEL SÍMBOLO
no, como ha sabido ver G.H. Mead, jugando imita y escenifica pape les, roles, que le van socializando y educando para la vida. El juego es así la primerísima socialización humana en el sentido cósmico que confronta su precariedad con el orden y sentido perfecto e intemporal del origen divino. Comprendemos ahora que juego y culto se encuentren cercanos. El culto, el rito, se puede comprender como prolongación y continuación cultural del juego. Esta afinidad entre juego y culto pone de relieve unos cuantos rasgos que hacen de toda acción cultural una forma de juego: 1) la discontinuidad con el tiempo y el espacio ordinarios (seña lada por Kerényi y Jensen); 2) la conmoción o estado de emocionalidad alterada, característico del sentimiento festivo y del estado creati vo; 3) la inmediatez respecto de la realidad, que impulsará hacia la mediación con el fondo abismático de dicha realidad, es decir, llevará a la creación imaginario-simbólica; 4) la acción dramática, simbólica, regulada, pautada, repetida, como proyección, anticipación, vincula ción, unificación... entre lo simbolizante y lo simbolizado, el juego-rito y la precariedad de la existencia humana, el mundo y el Orden, la Presencia del Misterio de la realidad. 1.2. Los ritos periódicos El ser humano estructura la vida gracias al collar litúrgico de festivi dades y celebraciones culturales. Interrupción del tiempo ordinario y repetición conmemorativa y rememorativa de sucesos naturales (cose chas, cambios de estación...) o históricos (liberación de una opresión, instauración de un poder o un templo, fundación de una ciudad...). De esta manera se clasifica, ordena, estructura el tiempo5 social y perso nal, situándolo con respecto a un Orden más allá y al abrigo de la pre cariedad experimentada por la finitud humana. Por lo tanto, el rito tiene una función legitimadora, donadora de sentido y seguridad al ser humano y sus construcciones sociales. Al estructurar el tiempo, se orienta y se da sentido a la vida. El in dividuo y la colectividad saben en qué lugar temporal se hallan. De ahí que, como repiten hasta la saciedad antropólogos e historiadores de la religión, el rito del Año nuevo -el akitu babilónico como modelo- sea la acción cultural, la fiesta fundamental en la que el rey era el actor principal de la representación dramática del mito cosmogónico. 5.
Cf. E.R. L each, Replanteamiento de la antropología, Seix Barral, Barcelona 1972, 209.
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
171
La periodicidad del rito asegura que las cosas están como deben estar, que todo va bien a pesar de las amenazas de desorganización social, de irrupciones imprevistas y de los «terrores de la historia», con sus tragedias y sufrimiento incalculables. M. El iade6 insiste mucho -quizá por su aversión a las ideologías del progreso histórico y las filo sofías historicistas- en que la repetición («eterno retorno») ritual tiene una función «metafísica» de primer orden, al poner la existencia huma na y sus obras a recaudo de la erosión histórica y del terror a la histo ria. Nos pondría en contacto con el tiempo original y con el ser de las cosas, con el fundamento inconmovible del universo. La idea de Dios le proporciona al creyente la libertad para no sentirse determinado y la certeza para darle una significación transhistórica que le libra del acoso del terror continuo. En el mundo cristiano, el Año litúrgico, con su calendario semanal y de fiestas principales, señala la asunción en Jesucristo de esta crea ción del tiempo y del sentido en la vida social de la cultura occidental. Un poderosísimo artefacto de creación de intervalos y orden social que actualmente está experimentando el impacto de una sociedad que estructura ya el sentido y el tiempo desde instancias no necesariamen te religiosas7. La aparición de un mundo que sostiene la «cáscara» del ritmo cristiano semanal, pero que lo despoja de su contenido a través del dinamismo del mercado, la publicidad, la creación de atracciones deportivas, musicales, festivas, de la industria cultural del ocio, consti tuye el problema mayor por antonomasia para una pastoral de las acciones simbólicas, sacramentales, en nuestra sociedad. El rito perió dico cristiano, el calendario litúrgico, ha sido despojado de contenido, y en su lugar se estructura cuasi-sacramentalmente el tiempo anual mediante el ritmo productivo-vacacional de verano, primavera (Sema na Santa), Año Nuevo (Navidad), fiestas de la ciudad, de la comunidad, el equipo de fútbol, etc. Añádase la creación de una «cultura del fin de 6.
7.
M. Eliade, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repeticiones, Alianza-Emecé, Madrid 1972; Id ., Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1979'’. Cf. B.S. R ennie, Reconstructing Eliade. Making Sense o f Religión, N.Y. State University Press, New York 1996. Cf. P.L. Berger - Th. Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno, Paidós, Barcelona 1997, 62s, donde plantean muy lúcidamente el problema, en una sociedad pluralista y de comunidades cuasi autónomas de sentido, de la creación de valores supraordinales o -reformularía mos para nuestro caso- de ritos supraordinales con capacidad de orientación, jus tificación y sentido.
172
LA VIDA DEL SÍMBOLO
semana» de tono nocturno y juvenil, rupturista y cuasi-orgiástico, que está «instituyendo» un ritual que aparta y vacía, enfrentándose al ritual cristiano dominical centrado en la eucaristía. Volveremos sobre ello. 1.3. Los ritos no periódicos o de paso Los ritos no periódicos, entre los cuales los más importantes son los ritos de paso8, son ceremonias que enmarcan el tránsito existencia! que hace un individuo de un estado religioso, social, ocupacional, a otro. Son los ritos que acompañan los momentos críticos del itinerario vital del ser humano: el nacimiento, el paso a la edad adulta, el casamiento y la muerte. Todas las sociedades acompañan, preparan y protegen al individuo en estos tránsitos, donde se experimenta también la angustia que introduce lo nuevo, la interrupción o el futuro desconocido. Es una ritualización que, como se advierte, sirve sobre todo para conjurar la contingencia que vive el ser humano en su propia persona. Los ritos de paso responden a la necesidad que tiene el ser humano de obtener sen tido interior, congruencia y estabilidad para los cambios que casi ine vitablemente le asaltan en su vida. Dicho de otra manera, el rito, sacra mento, establece lo real, ya que los acontecimientos no son plenamen te reales mientras no se los reconoce y celebra como tales. Un aconte cimiento importante de la vida, una relación de pareja, una muerte, no es realmente tal hasta que el rito nos lo hace consciente y lo establece en su lugar. Como afirma L. Dupré9, aun en su versión secularizada, el rito afirma una fuente última de realidad. M. Eliade insistirá en que el rito, al poner en contacto con lo sagrado, con la fuente de lo real, sus trae al hombre y al mundo de un devenir incierto y asienta la existen cia sobre el cimiento del Poder (Van der Leeuw) y de lo totalmente otro (R. Otto). Los ritos de paso y las iniciaciones consisten precisamente, vistos desde esta perspectiva, en una «ruptura ontológica» entre lo sagrado y lo profano: la realidad es sacada de su inconsistencia profa na y referida a la realidad última, cardinal, de lo sagrado. El fondo básico de los ritos de paso lo constituye el juego entre bio logía y cultura: joven-viejo, varón-mujer, vivo-muerto. En estas rela8.
9.
Cf. A. van G ennep, L os ritos de paso, Taurus, Madrid 1986; M. Eliade, Iniciaciones místicas, Taurus, Madrid 1975; V. T urner, El proceso ritual, Taurus, Madrid 1988; R.R. Rappaport, Ritual y Religión en la formación de la humani dad, Cambridge University Press, Madrid 2001. Cf. L. Dupré, Simbolismo religioso, 76.
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
173
dones y pasos de la constitución humana, el rito da sentido, celebra e integra las vicisitudes del animal paradójico humano. Siguiendo a A. van Gennep, se suelen señalar tres clases de ritos de paso: 1) los ritos de separación o preliminares, por ejemplo las cere monias funerales y, en alguna medida, las matrimoniales; 2) los ritos marginales o liminares, que señalan el tránsito, por ejemplo, de la ado lescencia a un estado distinto, la adultez; 3) los ritos de agregación o postliminares, como es el del matrimonio. En todos ellos hay un trán sito más o menos explícito: el paso de un umbral {limes) o frontera, que separa dos mundos o estadios y abre a una nueva situación: la del difunto que se separa de los vivos y va a integrarse en el mundo de los antepasados, de la comunión de los santos, etc.; la del joven que pasa al mundo de la responsabilidad de los adultos y asume en la confirma ción el rol de testigo de la fe en Jesucristo; el de los jóvenes esposos que se integran en una familia o forman una nueva. Una ampliación de este carácter fronterizo le ha concedido V. Tumer a lo «liminar»: esa situación «entre», mixta y situada al margen o en los límites de la marginalidad social y religiosa, allí donde circu lan los grupos e individuos creativos o rebeldes, disponibles, peregri nos, mendicantes, giróvagos, predicadores ambulantes, grupos milenaristas, sectarios... La frontera señala el lugar de la experimentación y la búsqueda, de la vinculación también con lo todavía no bien conocido o aceptado. Una situación religiosa no tan extraña a nuestro mundo actual de la «religión de cafetería»10, donde asistiremos presumible mente a la experimentación, a la búsqueda de la fe, del grupo religio so, con mucha más frecuencia que antes. La figura religiosa del «pere grino» (D. Hervieu-Léger") será sin duda uno de esos tipos de nuestro paisaje espiritual. Nuestra sociedad moderna secularizada y consumista, si bien está siendo capaz de crear rituales periódicos que, como decíamos antes, compiten y hasta vacían de contenido a los cristianos, no ha sido capaz, sin embargo, de «inventar» rituales sustitutivos tan eficaces como los ritos de tránsito cristianos. Es todavía escaso el número de personas que no se bautizan, son algunos más los que no se casan por la iglesia, y más aún los que mueren sin funerales.*I.1 10. H. E rnst, «Die Cafetería-Religión»: Psychologie heute (julio 1996, 3), citado en I. Dalferth, «“Was Gott ist, bestimme ich!” Reden von Gott im Zeitalter der “Cafetería-religión”», en (J. Beutler - E. Kunz [Hrsg.]) Heute von Gott reden, 58. 11. Cf. D. Hervieu-Léger, Le pélerin et le convertí. La religión en mouvement, Flammarion, París 1999, 89s.
174
LA VIDA DEL SÍMBOLO
1.4. Los ritos de tipo carnavalesco Toda sociedad necesita de la ruptura y la oposición para mantener el orden. Este viejo descubrimiento está en la base de la aceptación con trolada de ciertos ritos orgiásticos, dionisíacos, de «fiestas de locos»12 medievales, del «risus paschalis», de los carnavales y de tantas fiestas presididas por el exceso y el juego dramático de la representación iró nica o frontalmente crítica de las autoridades y jerarquías sociales. Una apertura de la espita de la presión social que garantiza un mejor orden social posterior. La fiesta popular y crítica, carnavalesca, es la única fiesta que el pobre se ofrece a sí mismo, decía ya Goethe. Ofrece los rasgos de emocionalidad, libertad, ruptura de categorías y roles sociales, afirmación de la espontaneidad, el desorden festivo, la comicidad, la crítica social y, claro está, la celebración sagrada, el baile, el banquete y el vino. Esta conmoción, ruptura e inversión festiva tiene la virtualidad de apuntar hacia las fuentes radicales de la vida libre, creativa, fraterna, que tiene el sabor de lo sagrado. Bajtin diría que se abren las compuertas de la vida sin reticencias. De ahí el carácter utópico que posee y la apertura simbólica hacia un futuro que conmueve el orden presente, aunque sólo sea mediante un pequeño ejercicio festivo de anarquía. Esta sacra lidad salvaje (Bataille, Bastide) realiza, mediante un rito de inversión, la conexión, con las fuerzas informes, el fondo creativo y vital de lo sagrado del mundo y de la vida. La disolución o mejor suspensión de las relaciones sociales permite avistar un reino de una comunidad de seres espontáneos y libres, fraternos y señores, afirmadores de la vida, que diría Nietzsche. Nuestra sociedad de la modernidad tardía quizá ha matado el car naval, como ya afirmaba J. Caro Baraja13; sin embargo, no deja de per mitir la transgresión controlada de lo orgiástico. Hacíamos referencia al ritual juvenil del fin de semana, con sus excesos crecientes en alco hol, música y drogas. Una forma groseramente ritualizada en ciertos lugares de nuestras ciudades, discotecas, «tontódromos», donde el «culto a la proxemia» de los jóvenes se une al rechazo del orden social en comportamiento y horarios. Una subcultura juvenil -con sus imita dores maduros- del fin de semana, donde se quiere crear y vivir una 12. Cf. H. Cox, Las fiestas de locos. Ensayo teológico sobre el talante festivo y la fantasía, Taurus, Madrid 1972; M.C. Jacobelli, Risus paschalis. El fundamento teológico del placer sexual, Planeta, Barcelona 1991. 13. J. Caro Baroja, El Carnaval. Análisis histórico cultural, Alianza, Madrid 1965.
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
175
«distancia estructural» con respecto a la sociedad de la disciplina del trabajo y consumo de nuestro capitalismo neoliberal globalizado. Una búsqueda de sentido y de cierto aroma a sagrado que rompa las atadu ras del gris rutinario de nuestras vidas y de la tonalidad esclavista del trabajo actual. 2. La pérdida de vigor simbólico en los sacramentos cristianos Las breves consideraciones precedentes ya nos indican el lugar central que ocupan las acciones simbólicas en cualquier religión histórica, incluido el cristianismo. Ahora bien, cuando consideramos con ojos un poco reflexivos la «vida sacramental» cristiana, como expresión de esta dimensión cultual y dramático-simbólica de la religiosidad, tene mos que afirmar que está necesitada de revitalización. No nos debe extrañar que la vida simbólica, igual que todo dina mismo vital, tenga sus períodos florecientes o se marchite. La historia de las religiones ya sabe de interpretaciones unilaterales e incluso abe rrantes, de acartonamientos o de caída en el formalismo o en arcaís mos fuera del tiempo. M. Eliade14 dirá con rotundidad que «difícil mente se hallará un solo gran símbolo religioso cuya historia no sea la irágica sucesión de innumerables caídas». Esta llamada de atención nos debe animar a mirar con atención crítica nuestra situación «sacra mental» cristiana. Y no debemos perder de vista el objetivo al que apuntamos: recuperar la fragancia y lozanía de las acciones simbóli cas sacramentales. El diagnóstico que efectuamos un tanto sumariamente, pero que intenta apelar a un proceso constatable, se puede condensar en los siguientes tres pasos: a) el catolicismo ha vivido una posición de domi nio socio-cultural que ha conducido a un formalismo sacramental; b) como consecuencia, nos encontramos frecuentemente con un sacramentalismo acartonado o ritualista desadaptado para la sensibilidad simbólica de nuestra sociedad y cultura, especialmente joven; c) de lo que se deduce la insuficiencia o carencia de alimentación simbólica de una sociedad y unos colectivos que buscan saciar este hambre median te otros rituales de tipo secular (re-encantamiento de la sociedad).
14. M. Eliade, Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid 1983, 16.
176
LA VIDA DEL SÍMBOLO
2.1. El formalismo sacramental La primera crítica que haríamos a nuestra vida sacramental cristiana es que adolece de formalismo. Tomemos como ejemplo la acción simbó lica más frecuentada y característica del cristianismo católico, la Euca ristía, y nos daremos cuenta de que, si bien tras el concilio Vaticano n ha adquirido una dignidad celebrativa, sin embargo, ha quedado como congelada en su expresión y desarrollo. Muchas de las misas domini cales en las grandes ciudades y pueblos españoles distan mucho de representar un atractivo para la mayoría de la gente creyente. Incluso, en conjunto, han perdido en ceremonial y en capacidad de sugerencia y de misterio'5. La crítica «neo-tradicional» a la reforma litúrgica debiéramos escucharla, no como nostalgia de otras épocas que ya no volverán, sino como indicador de una sensibilidad que acusa una pér dida real de densidad ritual y capacidad de crear una atmósfera de introducción al Misterio. La disminución drástica de la asistencia al culto dominical de los jóvenes responde a muchos más factores que el del «gancho» o «falta de gancho» del rito; pero, indudablemente, hay que tener mucho con vencimiento para cambiar el atractivo ritual nocturno del fin de sema na por la asistencia de media hora larga al «mismo teatro semanal», a menudo en calidad de espectador pasivo de un espectáculo sin cantos y sin capacidad de «involucrar» al asistente. El exceso de verbalismo es notorio en nuestras celebraciones. Si ya, en general, nuestra cultura y hasta nuestra tradición lo favorecen, se puede afirmar que tras el Concilio la logificación ha mejorado, pero ha salido fortalecida. Se ha reducido, hasta su desaparición, el cere monial «misterioso» e incomprensible de las misas en latín y con incienso. Pero el acto de incensar el altar, el misal y a la gente ha sido sustituido por unas simples moniciones leídas -a veces no demasiado bien- por seglares. La sugerencia misteriosa del incienso y su ritual, las misas cantadas en latín, han sido suplantadas -es un decir- por una motivación verbalizada. Hay exceso de motivación verbal en nuestras misas y escasez de rito que nos introduzca, sin palabras, en el proceso y atmósfera orante y de misterio.15 15. J. Ratzinger ha llegado a proponer, para recuperar esta dimensión de «misterio», la vuelta a la celebración eucarística de espaldas al pueblo, porque significaba mejor la trascendencia. Cf. J. Ratzinger, Toumés vers le Seigneur, Ed. Sainte Madeleine, 1993, y The Tablet, 14 de junio de 1997, 783
1
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
177
A esta situación contribuye la poca atención concedida a la música y al canto en las celebraciones eucarísticas. La potencia sugeridora del canto y la música se ha perdido en muchas misas dominicales, que son más «rezadas» que otra cosa. No tienen empaque ni elementos que acentúen el tono festivo y ceremonial. Frecuentemente asistimos a misas en las que el único cántico es el que se escucha a través de la megafonía en el momento de la comunión. No está mal, pero es dema siado poco y resiste mal la comparación con un grupo de creyentes cantando y participando con su propio canto, es decir, expresando mediante la voz y el sentimiento musical una implicación en aquello que se está desarrollando. Todo lo que no sea co-implicar y hacer manifiestamente visible la cualidad de participante, con-celebrante, del creyente, es individualizar el rito alrededor del sacerdote y reducir a los creyentes a meros asistentes, es decir, espectadores pasivos. Y es no caer en la cuenta, prácticamente, de que el símbolo, para serlo, tiene que tener capacidad co-implicativa. Lo contrario significa su ausencia o, cuando menos, una presencia desactivada, inane. No es momento para indagar las causas de esta situación, a la que no escapa, sin duda, el predominio eclesial en una sociedad que se entendía con absoluta naturalidad como «cristiana». El predominio socio-cultural conllevaba un escaso esfuerzo por renovar los ritos y hacer de los símbolos algo significativo en el cambio cultural que esta ba en marcha. Las posiciones de dominio no suelen ser aptas para la renovación. Hoy día, esta naturalidad se ha perdido completamente en nuestras sociedades europeas, y concretamente en la española. La revolución mental y el impacto sobre el sistema de creencias que han supuesto la secularización galopante y el pluralismo que ha estallado por doquier, han dejado envejecidos y caducos muchos de nuestros ritos, incluidas nuestras eucaristías renovadas. Precisarían de un esfuerzo y una libertad creativa que no vemos. 2.2. Unos ritos poco visibles La situación en la que hemos desembocado es la escasa visibilidad de los signos sacramentales en nuestra sociedad y cultura actuales, que, como hemos dicho, ya no estructuran el tiempo ni el ritmo social. Queda el caparazón, si se quiere, pero vacío de contenido. Hoy el sen tido del tiempo y del ritmo vital viene condicionado desde la produc ción-consumo, desde el ritmo de descanso laboral y desde la industria cultural y del ocio.
178
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Los sacramentos se han invisibilizado16, en el sentido de que han quedado reducidos al ámbito del individuo o de la familia, con escasa repercusión pública. Esta «individualización» o, mejor, privatización de los sacramentos sigue la lógica dominante ocurrida con la religión, siendo una manifestación de dicha privatización. Los ritos cristianos de paso y transición se siguen usando socialmente, pues no tienen repues to; pero el bautismo, el matrimonio y los funerales quedan demasiados presos de la función decorativa social como para llegar a significar algo más. Quedan integrados en el uso y consumo social. Al final, esta sociedad de la rutina y funcionalidad tecnológica desactiva el poder del símbolo de la religión institucionalizada y de cualquier símbolo sustitutorio que se oriente hacia la profundidad de la vida y del sentido. Los símbolos de lo sagrado quedan degradados, reducidos, cuando no acallados o liquidados. El resultado es una socie dad y una cultura insuficientemente alimentadas desde el punto de vista del imaginario profundo, de lo simbólico religioso, carentes de signos dramatizados y vividos que les nutran. Los sacramentos cristia nos han perdido gran parte de su relevancia social y cultural. ¿Cuáles son los símbolos y acciones sagradas mediante los cuales el ser huma no actual expresa la búsqueda del sentido? ¿Qué acciones ocupan el lugar y funciones de los sacramentos? ¿Hay «sacramentos laicos» en la cultura actual? 2.3. ¿Falta de iniciación al Misterio? El resultado, si acertamos a ver debidamente, es que estamos en una sociedad con escasa o ambigua referencia al Misterio y al símbolo. Hay síntomas de esta dolencia socio-cultural en la doble manifestación de la credulidad de nuestro mundo: por una parte, asistimos a una ceguera simbólica, fruto de la homogeneidad funcional y de la incapa cidad para penetrar más allá de las dimensiones empíricamente cons tatabas y lógicamente expresables; por otra parte, hay sed simbólica o búsqueda de Misterio, que, dado que se efectúa en condiciones de ansiedad y compulsión, lleva a confundir símbolos poderosos con imi taciones rituales sin fondo. Nuestro momento conoce tanto la existencia de una desecación de las matrices de la imaginación como la mostración de los ingentes resi16. Cf. Th. Luckmann, La religión invisible, Sígueme, Salamanca 1972. Empleamos la expresión en este sentido de pérdida de relevancia social y pública.
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
179
dúos mitológicos de nuestra cultura. Incluso en medio de la cultura ingenieril e informática de Palo Alto, como nos cuenta R. Debray, proIiteran los rituales esotéricos y espiritistas que expresan la nostalgia de esa parte a la que apuntan, a veces aberrantemente, el rito y el símbo lo. ¿Y no está lleno el cine17, y hasta los «dibujos animados», de restos de mitos y símbolos cargados de la confrontación entre el Bien y el Mal, el Paraíso perdido, el Héroe, el Hombre o la Mujer perfectos, por no citar el mito del Amor en versiones románticas o crudamente sexua les? ¿No se sigue nutriendo el hombre actual de mitos y nostalgias que buscan la superación de las dualidades o contradicciones primordiales que experimenta en la vida? Sin duda, el ser humano de hoy necesita seguir ritualizando y mitologizando muchas de sus tareas y vivencias, y no sólo el amor y la muerte, sino los roles sociales, el poder, el encuentro, la amistad, etc. El rito y el símbolo le dan significado a esa realidad. Sin ese significa do, dicha realidad queda vacía o sin densidad, y el ejercicio del sexo, de la comida o de cualquier actividad humana no se eleva un centíme tro sobre el mero comportamiento animal. Las acciones y la vida humana misma quedan reducidas a la trivialidad y tristeza de una nece sidad fisiológica o animal. Sin un atisbo de sagrado, de Misterio y realidad trascendente, todo queda reducido a pura profanidad. Es difícil imaginar tal situación. Pero tiene razón D. Bell18 cuando advierte que la consecuencia más grave de una sociedad moderna que liquida todos los tabúes y desco noce ya dónde está lo demoníaco o lo angélico, es que es una sociedad plana, con un neopaganismo profanador que elimina todas las diferen cias de la vida y nos deja en el desierto de la libertad sin límites pe ro sin distinciones, es decir, en la igualdad natural y salvaje. Sin la referencia al algo «sagrado», al rito y al símbolo, como ya vio E. Durkheim, nos quedamos en la crasa profanidad. Un ejercicio, la desacralización, realizado con fervor religioso-estético por las vanguardias y que exige una contra-ritualización y mitologización no menor que la anterior. Clausewitz vio bien cuando barruntó, detrás de la liquidación de los símbolos que estructuran la vida, el retorno al estado natural por otros medios. La vida humana deja de ser tal cuando el símbolo fenece. 17. Cf. J. C ampbell, El poder del mito (diálogo con Bill Moyers), Emecé, Barcelona 1991, 14s. 18. Cf. D. Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1977.
180
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Lo que estas situaciones límite quieren decimos, una vez más, es la importancia del símbolo para la salud social y cultural. De ahí que plantear la recuperación sacramental sea una tarea religiosa y humana, encarnatoria. La iniciación al Misterio no es una tarea desvinculada de la humanización. Al contrario, es una llamada a los creyentes para que tomemos conciencia de lo que nos traemos entre manos cuando enten demos bien los signos sacramentales o los cosifícamos como acciones formales o mágicas. Perder el Misterio es vaciar de sustancia el sacra mento. Estas nociones elementales son las que tenemos que recordar nos hoy. La conciencia religiosa auténtica no los ha olvidado, pero la fragilidad simbólica siempre pierde contacto con los elementos que la unifican. 2.4. La mala comprensión simbólica de los sacramentos El rito, el sacramento, no sólo significa, es decir, concede un sentido a la actividad humana, sino que de algún modo lo realiza. En toda acción simbólica, al abrazarse, estrecharse, comulgar, lavar, ungir, aceptar, entregarse los anillos..., se realiza de algún modo eso mismo: se sella un pacto, una amistad, una promesa, un perdón. Así hay que entender la repetida eficacia del sacramento y la definición misma del catecis mo de que el sacramento es una acción simbólica que produce la rea lidad significada y expresada. El sacramento significa, expresa y reali za. La pérdida de esta conciencia en la vivencia religiosa cristiana con duce a un rubricismo cuasi-mágico que pone todo el énfasis en el minucioso desarrollo del ritual, o, más frecuentemente, a un objetivis mo que pone el acento en una especie de decreto divino exterior. Se precisa recordar y educar en la vivencia de los sacramentos como símbolos, es decir, como acciones salvadoras, de encuentro con el Misterio, con Dios, a través de su mismo significado. Hay que supe rar la escasa atención prestada tradicionalmente al sacramento en cuanto acción simbólica -con un énfasis explicativo y teológico en el aspecto institucional, cuando no mágico-sacral, de los sacramentoscomo un intento de reducirlo a mero significado «natural». Restaurar el significado «natural» del símbolo y del sacramento es necesario, porque la acción salvífica, la eficacia del sacramento, no actúa de otra manera ni por otro conducto que no sea el significado del mismo sacra mento. Pero no se debe perder de vista que el sacramento es símbolo de algo que no puede ser abordado ni representado directamente. Ahí mismo, en el símbolo -ésa es la actitud del hombre creyente-, entra en
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
181
relación con la Presencia del Misterio: «signo visible de una salvación invisible», como ya decía Pascasio Radberto en el siglo ix. Ahora bien, ayudemos a entender y vivir bien esta representación y vinculación del símbolo con lo simbolizado, el Misterio de Dios, que no se efectúa mediante una especie de conexión externa -una suerte de cable sutil que une de forma externa dos cosas en esencia diferentes-, sino que el gesto o acción simbólica lo es primordialmente del Misterio, de la rea lidad trascendente. De ahí que el sacramento nos comunique a Dios en cuanto realicemos, profundamente implicados en el acto, lo que hace mos. Odo Casel19ya decía que el sacramento es «un acto ritual sagra do en el que una acción salvífica se hace presente a través del rito». En una religión como la cristiana muy referida al acontecimiento Jesucristo, los ritos, los sacramentos, no son mera conmemoración ni reproducción de dicho acontecimiento, sino que lo re-crean más allá de los límites históricos y le confieren un significado permanente y uni versal20. Lo que hay de «misterio» (= sacramento) en el culto cristiano es la manifestación de la revelación de Dios a los hombres a través de su plan de salvación en Jesucristo. En Jesús, por Él y con Él accede mos a la vida íntima de Dios. Los sacramentos cristianos son las accio nes simbólicas participativas de los cristianos, a través de Jesús, en el Misterio de Dios. Volvemos a insistir, aquí de nuevo, en que la mejor forma de entender esa relación con Dios, el efecto salvífico de los sacramentos, es no perder de vista que es encuentro con el Misterio de Dios. Y necesariamente siempre tenemos que emplear un lenguaje simbólico en nuestra relación con Dios. 3. La recuperación del símbolo Lo ya visto nos conduce hacia una llamada y una tarea: la recuperación de los sacramentos como acciones simbólicas, la revitalización de una conciencia y vivencia de los signos del Misterio desde ellos mismos, más que desde la explicación o traducción a un lenguaje común. Necesitamos revitalizadores de una religiosidad más alimentada por símbolos que por conceptos y especulaciones -sin olvidar éstos-; pre cisamos iniciadores al Misterio, creadores de música y canciones, de signos y de gestos que profundicen y renueven nuestras celebraciones y nos hagan entrar por la puerta de la experiencia en lo que fundamen talmente se expresa, se vive y comprende simbólicamente. 19. Cf. O. Casel, El misterio del culto cristiano, Dinor, San Sebastián 1953. 20. Cf. L. D upré, Simbolismo religioso, 75.
182
LA VIDA DEL SÍMBOLO
¿Adonde podremos mirar para inspiramos en esta tarea revitalizadora y recreadora de símbolos? ¿Existen lugares en nuestro momento hacia los que se pueda mirar con intención de aprender? 3.1. La creatividad litúrgica de la religiosidad profana La creatividad litúrgica no está ya en las iglesias. Está fuera. Hay que mirar quizá hacia las grandes «liturgias» deportivas de nuestro tiempo para advertir dónde se encuentra hoy la creatividad simbólica. En las inauguraciones de las olimpiadas y de ciertos eventos deportivos hay más ceremonial y creatividad ritual que en los acontecimientos eclesiales del más alto rango. Sin duda, el deporte posee hoy los medios, los creadores y la libertad para poder producirlos. El deporte se ha constituido en un de los lugares creadores de rituales que funcionan como focos de religiosidad liminar o profana, lo que A. Piette deno mina la «religiosidad secular»21. En las inauguraciones de las Olimpiadas hemos asistido a verdade ros rituales recreadores del mito fundacional de una ciudad (por ejem plo, Barcelona) o a sugerentísimas recreaciones del encuentro entre los diversos pueblos y culturas, todo ello en un ambiente festivo lleno de música, luz y hasta silencio, para estallar finalmente ante el símbolo central, verdadero punto focal y sagrado, de la llama olímpica. Las presentaciones de los grandes equipos al inicio de la tempora da futbolística comienzan a ser otro ritual, en tono mucho menor, de la presentación de los nuevos héroes-santos patrones del equipo. La esce nificación teatral, la música y hasta los fuegos artificiales finales, todo, colabora a una celebración en la que asistimos a un verdadero estable cimiento, instauración, de la temporada deportiva con un ceremonial tendente a la entronización del equipo, legitimación y vinculación de los seguidores, (fieles) con sus «colores». Un segundo lugar de creación ritual social y abierta es el mundo juvenil, con la denominada subcultura de fin de semana. Verdadera celebración ritual informal semanal, que eleva la noche, la proxemia o concentración en determinados lugares de las ciudades, el estar juntos, la transgresión del tiempo de producción y relación familiar habitual, la música y el alcohol, a componentes fundamentales de una escenifi cación de encuentro, exploración y reagrupamiento. Hay necesidad, 21. Cf. A. P iette, Les religiosités séculiéres, P uf, París 1993; J.M. M ardones, Para comprender las nuevas formas de la religión, Verbo Divino, Estella 20002, 91s.
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
183
parece decírsenos, de estar juntos, de participar y comulgar en algo común, de sentir emociones semejantes, de la experiencia social de la alteridad, de cierta espontaneidad transgresora que libere de la institucionalización cotidiana. Especialmente atractivo resulta el fluido del «formar una sola cosa con todos» que late en los fenómenos de masa juveniles y que funciona desde estas concentraciones de fin de semana hasta las más esporádicas de los conciertos musicales o de los encuen tros juveniles con el Papa. Vivencia coyuntural de un «más»: se siente más, se puede más, se vive más y se es más cuando se experimenta el extraño compañerismo circunstancial de la vibración fraternal de los muchos que a uno le rodean. En un tiempo en que todavía muchos sacerdotes y agentes de pastoral viven el recelo y la reacción ante el formalismo ceremonial y sacramental de otros tiempos, no está mal redescubrir esta crítica de los hechos, que el mundo juvenil lanza sobre una estrategia basada únicamente en el «pequeño grupo». El individuo necesita sumergirse también en el océano de la masa para sentir esa fusión que le hace sentirse más. Cada día que pasa será más necesario «inventar» o establecer en cada diócesis días o celebraciones juveniles en que los creyentes se vean y se sientan arropados por el número y experimenten, en medio de la música y la fiesta, la importancia de lla marse y ser cristianos. Un tercer núcleo generador de rituales crece y se expande en torno al cuerpo, «lo ecológico» y «lo natural». El estar en forma, el sentirse a gusto con el propio cuerpo, la preocupación por la salud... han creci do de un modo desmesurado en una sociedad cuya media aumenta en edad y que hace un negocio del consumo alrededor de «lo natural» pesudosacralizado, en un momento en que ya «lo natural» dejó hace mucho tiempo de deambular no sólo por los alrededores de nuestras urbes, sino en los alimentos, en el estilo de vida e incluso en las estri baciones del Himalaya. Pero queda la nostalgia de lo incontaminado, lo indemne, lo puro; un verdadero rastro sacro inherente a «lo natural», que hace su apari ción y solicita atención en forma de rituales y cultos de sacramentología vegetariana, vitamínica o del número de las calorías a consumir. No es extraño que esta cuasi «primera fuente» de la religión, diríamos remedando a H. Bergson, de lo sacro natural, con toda su peligrosa ten dencia a cosificaciones sagradas de cosas, lugares y hasta ritos, adquie ra hoy una cierta actualidad por medio de toda esa liturgia del pietismo higienista y la ascética de la dietética. El contacto con la naturaleza, el mar, la montaña, el cielo estrella do, la madre tierra, vuelve a través de la recuperación de esta latencia
184
LA VIDA DEL SÍMBOLO
sagrada en «lo natural». La vivencia también de la experiencia de la inmersión, el contacto, la participación en un todo mayor que me rodea y en el que me sumerjo o participo, está rondando el ritual de la comi da «natural», el contacto con la naturaleza, la vida sana y libre. Incluso resuena un cierto «holismo» natural que me integra en la totalidad de la vida, del cosmos, y me une y vincula a través de estos rituales. Un recuerdo de que el ritual conlleva una cierta fascinación por la presencia de lo sagrado en cuanto puro y totalizante; la inmersión y participación en lo irreductiblemente «real» y que me abraza. ¿Un recuerdo, una crítica, de la escasa signifícatividad totalizante de nues tros ritos? ¿Un recordatorio del rastro sacramental que ya anida en todo acto humano de tomar alimento, vivir la propia corporalidad, encon trarse con la naturaleza? 3.2. ¿Aprender de la religiosidad popular? La religiosidad popular está experimentando últimamente una auténti ca revitalización22. El 60% de los españoles viven algunas prácticas de la religiosidad popular. Desde semanas santas hasta romerías, desde peregrinaciones santuarios hasta procesiones y celebraciones más esporádicas, hay un auge de una religiosidad festiva ligada a la natura leza, a la tradición, a las iglesias o ermitas con sus imágenes concretas, con un trasfondo de «imaginario colectivo» de mito, leyenda, símbolos y sentimientos ligados a ellas, con la reunión familiar y amistosa en tomo a la comida... Momentos de fiesta y toque experiencial: ritos donde se dan cita, desde la nostalgia de la niñez perdida hasta la recu peración de identidad cultural y memoria histórica, desde la cercanía comunitaria hasta el clima de exaltación y de fiesta. Muchos ingre dientes que parecen competir con ventaja frente al verbalismo, el intelectualismo y el rubricismo de que solemos hacer gala en nuestros ritos. No es fácil crear fiestas o peregrinaciones como las del Rocío o el Camino de Santiago, ni Semanas Santas como la sevillana; ni siquiera se puede hacer cada mes celebraciones patronales en cada parroquia, barrio o pueblo. Pero quizá sí se pueden deducir algunas consecuencias para una revitalización simbólica: la religiosidad popular apunta a la fiesta y la vivencia emocional como claves de una recuperación de los ritos. Si la celebración no llega a conjuntar al grupo dándole sentido de 22. Cf. L. Maldonado, «La religiosidad popular en la actualidad y en el futuro pró ximo»: Sociedad y Utopía 8 (1996) 151-67 [158s],
LA VEDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
185
comunitariedad, de fiesta participada; si el rito no tiene algo de clima cálido y envolvente, de atmósfera «holista» que abarca y moviliza a la persona en su dimensión emocional y corporal, imaginaria y espiritual, entonces el rito no tiene interés. Una recuperación de los símbolos sacramentales tiene que dejarse interpelar por esta religiosidad popu lar, con todas las ambigüedades que conocemos. ¿No será posible aprender algo de ella, del sentido de fiesta y de corporalidad, de emo ción y fraternidad humana y cósmica? ¿Y no será posible que rituales populares, procesiones y «pasos», peregrinaciones y romerías, mar chas y via-crucis, concentraciones en santuarios y fiestas patronales, sean ocasiones para que la experiencia religiosa sensible-corporal, intuitiva, escénica, festiva, cale más hondo en nuestras celebraciones?
3.3. Una propuesta sencilla: la nueva Misa Mayor El desafío, como venimos viendo, es enorme. La tarea nos desborda, sobre todo cuando es vista desde la perspectiva individual. Tenemos tendencia a refugiarnos en el todo general y, de ese modo, escamotear nuestra responsabilidad. Y es cierto que una persona sola es incapaz de realizar lo que la situación demanda. Pero podemos aportar nuestra pequeña contribución, en vez de dejar las cosas como están. Cada agente de pastoral, cada sacerdote y celebrante, puede dignificar su celebración, puede dejarse llevar un poco más por lo gestual simbóli co, puede ensayar en alguna celebración algo más intuitivo y transra cional, puede buscar quien forme un pequeño coro, anime más musi calmente las celebraciones... ¿Por qué no comenzar la revitalización y renovación sacramental por una experiencia? Ya sabemos que el desa fío es global, y necesitamos de una gran creatividad y energía para devolver a los símbolos cristianos su pregnancia y significatividad; pero mientras esta realidad llega, iniciemos nuestra pequeña renova ción. ¿Por dónde comenzar? Se puede comenzar desde abajo, desde los niños y las «misas de niños». Por muchas razones: por la necesidad de no perder a los niños en un momento en que la familia, especialmente la madre, deja de ser la transmisora de la tradición; porque si atraes a los niños, atraes tam bién a la «generación difícil» y apartada religiosamente de los padres; porque incluso en las celebraciones con niños se permite más la inno vación litúrgica, la escenificación de la palabra, los gestos más participativos, el ambiente más distendido y festivo, etc. Sería muy conve-
186
LA VIDA DEL SÍMBOLO
niente una revitalización simbólica que convirtiera la «misa de los niños» en la «misa mayor», en el sentido de mayor cuidado, atención y fiesta23. 3.4. Fortalecer el sentido de Misterio: la oración Estamos necesitados de una iniciación al Misterio. El déficit mayor de nuestro sacramentalismo es, finalmente, que conduce poco hacia el encuentro con Dios. Carece de presencia del Misterio. Y hay sed de Misterio en nuestro mundo crédulo e indiferente: el 35% de los jóve nes españoles «no religiosos» rezan, como también lo hace un 29% de adultos que se declaran igualmente no religiosos. ¿Qué hay detrás de estos datos? No lo sabemos exactamente. Pero, sin duda, hay mucho de lo que G. Vattimo ha insinuado alguna vez: el acto reflejo de búsqueda de pro tección y cuidado; la rebeldía y protesta contra el cierre de la historia. En el creyente, la oración es justamente todo esto... y la confesión esperanzada, confiada, de que estamos en buenas manos. Nuestro mundo de cierre de horizontes y redescubrimiento del des valimiento humano ante sus propias obras tiene necesidad de una con fianza plena, radical, materno-paternal, que le permita abandonarse en el regazo de lo existente, porque ahí, en el fondo, te espera y recoge Alguien que no te deja caer en el vacío de la nada. La religiosidad actual difusa -salvaje, dicen otros-, de querencia neo-mística y neoesotérica está recordándonos la sed de Misterio. Esta «nueva espiritua lidad», que a menudo repite viejísimas consignas y métodos, redescu bre con gusto la repetición lenta de los mantras, los ejercicios de res piración como modo de ponerse y disponerse ante el Misterio, la fija ción de la vista o el oído en un punto o un sonido hasta «fundirse» con él, la oración con gestos, la danza... Volvemos a atender al cuerpo, a la dimensión corporal, para llegar más profundamente al espíritu. Y se vuelven hacia los símbolos cósmicos elementales: el monte, el mar, el cielo, las estrellas..., hacia los iconos e imágenes, hacia el mismo ser humano. Las modas o tendencias religiosas nos hablan, incluso desde el uso y abuso trivializado o comercializado de estas formas, de una 23. La sugerencia nació durante una conversación en unas Jornadas Pastorales de Juventud en Bilbao. Hablando de estos problemas con el profesor de eclesiología y vicario de zona, José Angel Unzueta, llegamos al convencimiento de que una revitalización y giro pastoral significativo vendría si se consiguiera hacer esta prueba.
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
187
búsqueda y una necesidad. Ojalá escuchemos los creyentes cristianos el aviso. De lo contrario, muchos irán a buscar a otros lugares lo que debieron encontrar en su primera iglesia. Para ello necesitamos que haya sacerdotes, religiosos y religiosas, seglares, que se hagan un poco «gurús», iniciadores en el misterio de Dios. Una buena noticia es que han proliferado en muchas parroquias los «grupos de oración» de jóvenes y no tan jóvenes. Necesitamos urgentemente recuperar el Misterio; de lo contrario el vaciamiento rei nará sobre nuestro sacramentalismo. Si, a través de algunos de esos ejercicios u otros, somos capaces de ayudarles a acercarse al Misterio amoroso que habita la realidad ente ra, si somos capaces de hacerles vislumbrar que hay un Amor que no nos falla ni nos abandona nunca, entonces habremos dejado la huella que les permita seguir un rastro en toda la creación; les habremos ayu dado a despertar la posibilidad de ver la realidad con hondura, en su inagotable riqueza, en la Presencia que la recorre y la ilumina; les habremos despertado a ver la realidad simbólicamente, a abrirse al des velamiento de la dimensión sagrada de la realidad. 4. Conclusión Decía Y. Congar24 que tras el Concilio habían florecido los estudios sobre el rito, el símbolo, el gesto, la fiesta, la expresión corporal a nivel etnológico, filosófico, sociopsicológico... La conclusión es que esta mos saturados de estudios, pero que este saber no se traduce en bene ficio para la liturgia ni para los sacramentos vividos. ¿Por qué? Porque todos estos análisis y descripciones permanecen teóricos. No han pasa do a la vida. Necesitamos hablar menos y poner más en práctica los símbolos y gestos. Y para ello necesitamos comunidades que crean, amen y vivan el misterio de Cristo y quieran celebrarlo festivamente de forma profunda y creativa. Estamos de acuerdo con L. Wittgenstein25 cuando entiende el len guaje religioso ligado a imágenes -símbolos, diríamos nosotros- que se usan para poder expresar lo que ningún lenguaje descriptivo puede transmitir. Estas imágenes -símbolos- son decisivas en la configura ción de una forma de vida. Porque «una cuestión religiosa es sólo o una cuestión de la vida o palabrería vacía»26. 24. Y. C ongar , Llamados a la vida, Herder, Barcelona 1988, 154. 25. L. W mtgenstlin, Aforismos. Cultura y valor, Espasa-Calpe, Madrid 1999, 150. 26. L. W ittgenstein, Movimientos del pensar, Pre-textos, Valencia 2000, 121.
10
El imaginario simbólico y la construcción de la trascendencia El aspecto simbólico atraviesa todo el proceso de construcción y reconfiguración de nuestro imaginario sobre la trascendencia. Cómo sea el Misterio de lo divino, es algo que pensamos, experienciamos e imaginamos. Siempre nos acogemos a una serie de representaciones o imágenes de lo divino frecuentemente marcadas por la fuerza de los símbolos y arquetipos fraguados y vividos en los tiempos de nuestra infancia y nunca del todo pasados por la reflexión. Imágenes que ayu dan y estorban. Imágenes necesarias, pero a menudo perturbadoras para la vida espiritual de muchas personas. Abordamos un tema difícil y complejo pero que la pastoral y la vida espiritual no deben dejar de lado. En un momento en que, tras el concilio Vaticano n, hemos vivido suficientes vicisitudes e intentos de cambio del imaginario religioso, y concretamente de los símbolos refe rentes al Misterio de Dios, es hora de reflexionar sobre lo que es una experiencia generalizada y con grandes repercusiones para la catcque sis, la pastoral y la espiritualidad. Alcanzamos a ver de esta manera que la cuestión del símbolo afecta profundamente a la vida religiosa per sonal y pastoral. 1. Una experiencia pastoral Hay una experiencia bastante repetida en grupos de catequesis de adul tos, de Biblia, etc.: siempre hay en ellos algunas personas cuya imagen de Dios les ocasiona problemas1. Y cuando tratamos de explicarles, con 1.
Sirva como ejemplo una reciente reunión con mujeres maduras, con gran espíri tu de búsqueda y preocupación religiosa, todas las cuales manifestaban haber
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
189
referencias al Evangelio, que el Dios de Jesucristo es diferente, amo roso, acogedor siempre con nosotros, notamos el alivio o liberación momentáneos, pero también la persistencia de las «viejas imágenes» perturbadoras. El imaginario de dichas personas se resiste al cambio. Y no basta con la explicación ni con el cambio mental. Aunque éste es importantísimo y necesario, se precisa algo más: caemos en la cuenta de que hay que rehacer no sólo la cabeza, sino el corazón, la experien cia y relación con Dios. Y allá en el fondo, en el inconsciente, perma necen relaciones e «imágenes primordiales» que requieren el paso de un «arquetipo» a otro, en la marcha de la evolución de la conciencia humana hacia el sí mismo*2. La reconfiguración simbólica -lo descu brimos en la práctica- es un proceso que afecta a estructuras psicoespirituales muy profundas. Aquí radica la verdad de toda la literatura psico-espiritual que, inspirada en Jung y otros, prolifera en nuestro hoy al socaire de una cierta psicologización de la espiritualidad3. La verdad de la dimensión implicativa del símbolo es una cuestión de experiencia. La más ligera atención a la vida religiosa de las perso nas nos lo pone de manifiesto. Las imágenes de nuestras vivencias reli giosas están tan clavadas en lo profundo de nosotros mismos que se necesita un verdadero proceso mental y afectivo, imaginativo y de reestructuración del imaginario para conseguir un cambio. A menudo tenemos un conocimiento intuitivo, pero poco reflexionado, sobre estos procesos «religiosos». Y sucede a menudo que ni nosotros sabe mos a veces cómo proceder, ni el «paciente» tiene la suficiente pacien cia (ni nosotros tampoco) para someterse a la «cura», frecuentemente inás ideológica que afectivo-experiencial, que le permitiría superar sus perturbaciones o «sombras». Incluso la propia experiencia nos dice que hay tareas de resimboli zación que quizá, como diría Kant, la brevedad de la vida no nos pro porciona tiempo suficiente para abordarlas. Quedarán pendientes, o moriremos sin haberlas solucionado.
2.
3.
tenido serios problemas con la imagen de Dios recibida. Sólo después de mucho tiempo -constataban- estaban rechazando con cierta tranquilidad una «imagen opresora de Dios». Cf. E. N eumann, Orígins and History o f Consciousness, Bollinger Series, Princenton University Press, Princenton, NJ, 1973’. E. Neumann es el discípulo de Jung que mejor ha estudiado los «estadios arquetípicos del desarrollo de la conciencia»: XV. Cfr. W.Y. Au - N. C a n n o n , Anhelos del corazón, Desclée, Bilbao 1999. Muchos de los libros de la colección Serendipity de esta editorial tienen esta orientación de ayuda psico-espiritual.
190
LA VIDA DEL SÍMBOLO
Pero, más allá de estos casos notorios, tenemos que darnos cuenta de que estamos tocando una problemática que afecta a todos los cre yentes. Todos estamos llamados a mantener una distancia negativa o crítica con respecto a nuestras imágenes de Dios que nos convierten en permanentes iconoclastas o críticos de nuestros propios ídolos. Siem pre tenemos como tarea espiritual «matar a nuestros propios dioses» como modo de acceder al Dios verdadero, del cual, por otra parte, necesitamos hacernos siempre una imagen necesitada de purificación. Y así en un proceso inacabable. De ahí que la cuestión del imaginario simbólico con respecto a Dios debería ser un punto de atención de nuestra relación con Dios. 2. Los centros de estructuración simbólico-afectivos de la religiosidad cristiana El problema del imaginario simbólico tiene la dimensión personal tan profunda que la práctica pastoral nos indica; pero descubrimos tam bién que tiene una inevitable marca histórica y cultural. El imaginario es deudor de un tiempo y de una época, de una socialización y una edu cación, como no puede ser menos en seres personales, es decir, indivi duales y sociales. Sin duda, en el devenir de la historia de la Iglesia, tan profunda mente marcado por el de la humanidad, los cambios socioculturales afectan a la idea que se tiene de Dios y a sus representaciones. Esto ha sucedido con una violencia y una aceleración inusitadas en nuestra época moderna. Y con unas reticencias, por parte de creyentes y de la institución, que indudablemente tiene mucho que ver con el fondo de lo que aquí debatimos. No hay duda alguna de que la revolución men tal que supone la modernidad termina de algún modo con determina das imágenes de Dios. La «muerte de Dios», de una determinada ima gen intervencionista, justificadora y milagrera de Dios, ha sido una realidad mucho más allá de F. Nietzsche y su genial comentario. Y no es un tema clausurado, ni mucho menos. De alguna manera, se puede afirmar que, si la teología ha dado grandes pasos en el «cambio de paradigma» (T.S. Kuhn) o de la matriz imaginario-simbólica respecto a Dios, todavía este cambio está por hacer en muchos creyentes4. Desde un punto de vista pastoral e inclu4.
Cf. A. Torres Q ueiruga, Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997, quien explícitamente hace referencia y tema de su
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
191
so intelectual, todavía estamos ajustando cuentas con un imaginario impresentable y opresor de Dios, a fin de que sea más vivible, más res petable en público y haga más justicia a Dios mismo. Comprendemos ahora mejor la insistencia de P. Tillich, quien entendía la teología como una tarea permanente de interpretación del mensaje o revelación en función de las condiciones de cada momento histórico. Y tomamos nota de que ha sido el mismo proceso moderno, secularizador y críti co respecto de la religión cristiana, el que ha terminado aportando a ésta un gran servicio al ayudarla a purificar y cambiar las imágenes de Dios. Las ayudas o impulsos para cambiar el imaginario no proceden «de dentro», sino que lo más frecuente es que sean fruto de choques o enfrentamientos -del conflicto, en definitiva-procedentes «de fuera» de la religión. Si tenemos en cuenta que el concilio Vaticano n representó dentro de la Iglesia católica uno de esos momentos institucionales que se sue len denominar «proféticos», es decir, en los que la Iglesia se detiene, hace una autocrítica de cara al Espíritu y la realidad y trata de ade cuarse a «los signos de los tiempos», entonces podemos tomar este punto de referencia como «momento epocal» de un giro en el imagi nario simbólico de los creyentes católicos. Y así ha sido considerado y juzgado desde dentro de la misma Iglesia y desde fuera. ¿En qué ha consistido este giro del imaginario simbólico postcon ciliar? ¿Qué cambio de horizonte simbólico trajo consigo el Concilio? El cardenal Martini ha hecho una indicación preciosa y llena de consecuencias pastorales sobre este punto. Dice Martini5, refiriéndose a la educación espiritual y afectiva, que «a partir del concilio Vaticano n esta educación espiritual afectiva (referida a la Madre de Jesús) ha disminuido, o nos sentimos menos inclinados, social y colectivamente, a vivir y expresar la relación espiritual con la Madre de Jesús». Me parece muy atinada esta reflexión, que señala algo que ha caracterizado a la espiritualidad anterior y posterior al concilio Vati-
5.
reformulación teológica este cambio de paradigma: adecuar una idea-representa ción de Dios a la altura del momento racional y cultural que vivimos y de la com prensión del Evangelio. Desde otras latitudes también se advierte esta misma pre ocupación con tonos más o menos divulgadores: cf. el protestante, especialista en M. Eliade, Shafique Keshavjee, Dios, mis hijos y yo, Destino, Barcelona 2000; el rabino judío H.S. Kushner, Cuando las cosas malas le pasan a la gente buena, Diana, México 1993'“; el equipo de un jesuíta y un matrimonio norteamericanos dedicados a sanar la imagen y experiencia de Dios: Dennis Ltnn, Sheila Fabricant Linn, Matthew Linn, Las buenas cabras. Cómo sanar nuestra imagen de Dios, Promesa, México 19982. C.M. M artini, L o s r e la to s d e la P a sió n , San Pablo, Madrid 1994, 121.
192
LA VIDA DEL SÍMBOLO
cano ii. La espiritualidad anterior -hablando en nuestro términos, el imaginario simbólico- giraba alrededor de un gran pivote: María. La espiritualidad posterior, en la estela del Concilio, gira alrededor del pivote Jesucristo. Se pasa de un centro mañano a uno más cristológico. Y, claro está, no es un mero cambio de símbolo estructurador de la educación o de la vida espiritual y afectiva, sino que lleva consigo toda una recomposición espiritual. Este cambio ha conllevado una reconfíguración del imaginario de lo divino. El Concilio trajo un descubrimiento de la palabra de Dios, con lo que se abrió paso una comprensión del «Dios de Jesús», del Dios de la misericordia y el Amor incondicional, que, si nunca faltó en la fe cristiana, sí estuvo más apagado en muchas ocasiones. María -la denominada incluso por Jung «dimensión femenina de la divinidad»hacía de balance equilibrador de una figura divina que se mostraba más desde su aspecto patriarcal y dominador, como Creador y Juez, que como Padre acogedor que atisba la llegada del hijo a casa. Podríamos decir, acentuando los contrastes y sin tener en cuenta un complejo pro ceso teológico y cultural, que, curiosamente, el desplazamiento de María del centro reconfigurador de la espiritualidad católica ha puesto al descubierto su papel compensador y hasta ocultador del «patriarcalismo» dominante en la figura de Dios. Y el cristocentrismo actual ha acentuado una feminización de la figura divina al redescubrir los ras gos patemo-matemos de Dios. Una verdadera «ideologización» de la figura de María y de su función afectivo-espiritual. 3. La reconfiguración del imaginario creyente en el postconcilio Vamos a tratar de indicar las grandes líneas de un proceso que, como venimos diciendo, tiene componentes afectivo-espirituales, imagina rio-culturales, teológicos, etc. El interés de esta reconstrucción, basada en algunos datos de campo, es mostrar algo de lo que ha acontecido y está aconteciendo en nuestras vidas y que la observación pastoral pone de manifiesto. Insistimos que al hablar de nuestras imágenes de Dios estamos hablando de todo un sistema religioso, puesto que la imagen de Dios o de trascendencia que tengamos influye no sólo en nuestra concepción religiosa, sino también en nuestras relaciones con los otros, con el mundo y con los valores6. 6.
Cf. K.P. Jórn, Die neuen Geschichter Gottes. Was die Menschen wirklich glauben, H.C. Beck, München 1997, 199s.
LA VIDA QUE PALPITA EN EL SÍMBOLO
193
3.1. El Dios Creador y Juez Es ya un lugar común que el estereotipo predominante o imagen de Dios preconciliar era el Dios Creador y Juez. En las encuestas de los años noventa7 se encontraba un 23,5% de la población católica espa ñola que poseía esta imagen de Dios. La investigación nos señala algu nas características de las personas con este imaginario: eran personas cuya edad las situaba en las franjas generacionales de los nacidos antes de la guerra civil o poco después; se consideran buenos católicos, y sus tendencias ideológicas les colocan entre las tendencias de derecha y extrema derecha. Por clases sociales, esta imagen puntúa más entre las clases trabajadoras que en las clases media y alta8. Más allá de estos datos estadísticos, habría que hablar de la conta minación de esta imagen e imaginario entre aquellos que, por edad y formación, se sitúan incluso fuera de este grupo generacional. Es una imagen de rasgos nítidos y bien delineada, muy consistente, que se ali menta directa o indirectamente de muchas de las predicaciones de tono moralista, objetivista y literal con que nos obsequian a menudo pasto res y catequistas. Esta imagen del Dios Creador y Juez tiene, por otra parte, fuertes raíces en la concepción de Dios que afectan hondamente a la sensibi lidad del creyente. El Dios Creador es el origen y sustento de lo exis tente. Es la imagen que proporciona «sentido» y «suelo» o cimiento a este mundo y a la realidad entera. Para la gran mayoría, sin Dios Creador no sabríamos a quién atribuir la existencia de las cosas. El azar o la necesidad no bastan. La realidad aparecería huérfana. Y como todas las imágenes poderosas, aunque tenga un eje bien delineado, recibe muchas connotaciones y matizaciones más o menos explicitadas: un Creador con un cierto lado protector, o al que se moderniza con imágenes antropomórficas de «Arquitecto», «Ingenie ro», etc9. Claro está que, como ha puesto de relieve la teología femi nista, también adolece de presentar una figura patriarcal, monárquica y hasta machista. La imagen de Juez es también muy polisémica: por una parte, es obvio el escenario escatológico del Dios que juzgará a buenos y malos, 7. 8. 9.
Cf. P. González Blasco - J. González A nleo, Religión y sociedad en la España de los 90, SM, Madrid 1992, 52s. Ibidem, 54 Esta imagen se puede racionalizar o presentar en formas esotéricas, como entre los masones, o adoptar versiones populares, como puede latir en canciones como la del Credo de la «Misa Nicaragüense».
194
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
según el trasfondo original de Mt 25,31, donde el Hijo del Hombre juez es transmutado en Dios Juez, con una mezcla de rasgos miseri cordiosos y revanchista-vengativos; por otra, aparece la Justicia divina con connotaciones de Equilibrador de la Historia Universal, ya que no se dirige sobre o contra nosotros, sino que tiene, en este imaginario, la función de poner las cosas en su sitio: a las víctimas inocentes y a los verdugos, a los Epulones y a los Lázaros. Un imaginario peligroso y ambiguo que produce un exceso de «temor de Dios», en el peor de los sentidos, y que ofrece a veces la imagen inaceptable, dura y hasta ven gativa de un Dios que te espera para arreglar cuentas por los deslices cometidos en la vida. Tiene en su haber, digámoslo también, una cier ta pasión por la justicia y una innegable sensibilidad por el escándalo producido por el dolor y la injusticia humana en este mundo101. Todo lo cual nos habla de las numerosas irisaciones y proyecciones de nuestro subconsciente sobre las imágenes de Dios. Esta representación del Dios autoritario y castigador puede tener su reviviscencia siempre en nuestro inconsciente y verse favorecida por situaciones de atmósfera «fundamentalista» como la actual, que propi cian, con el tono restaurador y de seguridad neo-ortodoxa, la vuelta de esta imagen. E. Neumann ya señaló que se manifiesta así una determi nada personalidad, rígida, enclavada en la estructura ordenadora de la colectividad cultural. Y Rof Carballo" dirá que «el Dios empobrecido que sólo es un ser autoritario y castigador, legislador y punitivo, encar cela la personalidad del hombre y, además, nutre su violencia persecu toria. Sólo un Dios del amor puede sacar al hombre de esta prisión»
10. He notado con alguna frecuencia que hombres con cierta formación y espíritu crí tico se resisten a abandonar esta imagen precisamente en razón del sufrimiento estructural y no estructural producido por la injusticia humana. Exigen cierto ree quilibrio o reestabilización. Ni las consideraciones sobre el amor de Dios ni la superación de una concepción puramente restitutiva del derecho les convencen. La ambigüedad de esta imagen «vengativa» de Dios es puesta de manifiesto por los datos estadísticos: una encuesta Gallup en USA, junio de 1991, encontró que el 76% de todos los estadounidenses y el 77% de los católicos estaban a favor de la pena de muerte (a pesar de que los obispos están en contra). Cf. D. Linn y otros, Las buenas cabras, o.c., 83; por no hablar del «Gott mit uns» nazi o del «Dios de nuestro lado» de todas las justificaciones religiosas de las guerras. 11. Cf. J. R of C arballo, Violencia y Ternura, Prensa Española, Madrid 1967, 288.
LA
V ID A Q U E
P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
195
.1.2. Dios como Amor Incondicional lis el prototipo de la imagen postconciliar de Dios y obtiene un 25,7% de adhesiones entre los creyentes españoles. Imagen característica de las generaciones creyentes de la postguerra y de aquellos que han efec tuado una reconversión mental y espiritual con el concilio Vaticano n. Ofrece una representación entrañable de Dios como Padre acogedor y perdonador. Para los cristianos es deudora del énfasis puesto por Jesús en un Dios que busca la salvación del ser humano. Los cinco verbos de la parábola lucana del hijo pródigo (Le 15,1 ls), en la que el Padre «lo vio de lejos y se enterneció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos», estaría en el trasfondo del imaginario religioso que es reforzado por otros muchos lugares y expresiones neo- y vétero-testamentarias. Expresiones recogidas en los Salmos -tales como «aun que mi padre y mi madre me abandonasen, el Señor me acogería», «mi ser entero se aprieta contra ti»- indican una ternura y fidelidad del amor de Dios que es recogido y ampliado en el NT. No es extraño que un tema tan arraigado en la entraña bíblica haya dado origen a nume rosísimas expresiones y representaciones artísticas en el mundo de la literatura, la música y la pintura. Sin duda que esta imagen siempre ha pugnado por hacerse presen te en el imaginario de los creyentes de todos los siglos; pero al menos en la pastoral y la espiritualidad populares anteriores al Concilio pre dominó la figura del Dios Creador y Juez, dejando en la sombra el aspecto de su. Sin embargo, se podrían descubrir muchas líneas correc toras en la teología y la espiritualidad que preparaban el cambio de imagen hacia un Dios inclinado hacia nosotros. Los desarrollos teológicos cercanos a nuestros días, especialmente la teología feminista, han señalado, con razón, el patriarcalismo sub yacente a esta imagen de Dios Padre. Sin pretenderlo, se hace de «Dios Padre» un varón venerable y amoroso que, en el mejor de los casos, asume características correspondientes a la imagen maternal, pero la silencia y la discrimina, y con ella al sexo femenino. La insistencia de estas teólogas en la imagen materna de Dios ha conseguido que cada vez seamos más conscientes de la implicación cultural en nuestro ima ginario de Dios, y se trate de paliar la unilateralidad recurriendo a la imagen patemo-materna de Dios, es decir, de un Dios Padre-Madre. De esta manera, el Amor originario e incondicional de Dios, en pro puesta filosófica, se hace imagen patemo-materna que recoge la expe riencia antropológica humana más común y cercana a dicha incondi-
196
L A V ID A
D E L
S ÍM B O L O
cionalidad12. Y se pone de manifiesto el carácter cultural de tales deno minaciones, donde funciona inevitablemente una precomprensión de las funciones masculina y femenina que es deudora de un momento histórico: la actividad procreadora y por ello originaria de lo masculi no. De ahí que fuera lógica (en aquel tiempo) la denominación de «Padre» para la persona origen y fuente de la Trinidad y de todo lo existente. Así mismo queda resaltada la realidad metafórica de las denominaciones «Padre» e «Hijo», que, como diría san Gregorio Nacianceno, no son nombres de naturaleza o de esencia, sino de relacio nes, y aun en este caso se utilizan simbólicamente. La teología feminista insiste, con razón, en que detrás de estas cuestiones que parecen nimias o de detalle, meras precisiones del len guaje, se juega -a través de la influencia del imaginario simbólico, que se manifiesta en el lenguaje- todo un desequilibrio de la espiritualidad cristiana, en la que lo femenino está subordinado a lo masculino. 3.3. Dios como dimensión cósmico-natural Esta imagen es la que más alto puntúa en las investigaciones de campo: un 28,2%. Estamos ante la imagen más socorrida de Dios. En el tras fondo de todo el imaginario de trascendencia late un cierto «deísmo» que presenta a Dios como Ser Supremo, Fuerza, Energía, Vida..., cuan do no como el fondo poderoso que habita todo lo creado. Imagen cer cana al Creador, pero distinta, en cuanto que acentúa unos rasgos impersonales, aunque activos, de Dios. Se podría decir, en nuestro con texto, que se trata de un «deísmo católico»13, experiencia de Dios cer cana a lo sagrado y numinoso que enfatiza el poder, el sobrepoder, de lo divino. Una imagen arcaica de Dios que vuelve a encontrar en nues tro momento un numeroso grupo de seguidores14. Es una imagen arcaica y muy enraizada en el fondo de nuestro ima ginario de Dios, por cuanto recoge la experiencia oscura del funda12. Con todo, más de un lector habrá constatado, frente a la liberación de muchos/as creyentes, la reticencia aún de muchas mujeres para denominar-imaginar a Dios como «madre». Una muestra más de lo arraigado de las imágenes en nuestra sen sibilidad y de lo costoso del proceso de resimbolización. 13. La expresión me la sugiere J.A. van der V en, «Faith in God in a Secularised Culture»: Bulletin ET 1(1998) 21-47 [26J . 14. Esta concepción está fuertemente presente entre los jóvenes actuales Cf. J. Elzo , «Jóvenes y religión: comportamientos, creencias, actitudes y valores»: Revista de Estudios de Juventud 53 (2001), 19-33 [23],
LA
V ID A
Q U E P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
197
mentó de las cosas, de la realidad última, que aparece como poderosa, significativa, viviente. Supone una ontología o concepción del mundo en la que éste aparece como totalidad recorrida por el mismo dinamis mo o Energía. En un momento de evidente pluralismo cultural y de pensamiento, no es extraño que muchas añoranzas «metafísicas» de unidad, totalidad y fundamento aparezcan en versiones religiosas de este tipo. Este imagen está experimentando una revitalización actualmente, por cuanto adopta la visión deísta de la Ilustración en formato de nues tros días, es decir, mediante un concordismo cientifista. Se presenta ligada y pretendidamente justificada por el «último paradigma cientí fico»15, es decir, por referencias generales a la mecánica cuántica, el lado derecho del cerebro, el modelo holográfico... En el clima de reac ción holista frente al relativismo y la fragmentación cosmovisional predominante en esta modernidad tardía o postmodernidad, esta, pro puesta está teniendo un cierto éxito, y lo va a tener no sólo entre cre yentes cristianos, sino entre espíritus religiosos inclinados hacia lo ecológico y científico. Más que al imaginario cristiano, estos símbolos apersonales o im personales de Dios son afines al vocabulario científico y la sensibilidad cosmovitalista. Presentan una alternativa crítica a un personalismo cristiano fuerte pero ingenuo, que es de una grosería antropomórfica rayana a veces en la idolatría más simple. Para estos espíritus la imper sonalidad cósmico-natural de lo divino es mucho más aceptable. Un aviso que veremos corroborado con la imagen predominante de la nueva religiosidad difusa perceptible ya entre nosotros. 3.4. El «Algo» de los indecisos o semiagnósticos Los datos estadísticos recogen también un 11,1% -postura de «no muy practicante» o «no practicantes», así como de jóvenes con estudios y tendencia política de izquierda- que barrunta la existencia de «Algo» o que postula un Ser que sea el Origen y Fundamento de lo que hay, pero que se queda en un cuasi-silencio, sin atreverse a nombrar o ima ginar nada que pueda representar su pequeño anhelo o atisbo. Es un Dios que no se atreven a nombrar ni a imaginar. El pensamiento sobre Él/Ello queda indeciso, como si no se atrevieran a movilizar la más 15. Cf. las referencia a escritos de científicos como F. Capra, Punto crucial. Ciencia, sociedad y cultura naciente, Integral, Barcelona 1985, 307s.
198
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
mínima idea. Una suerte de agnosticismo que no osa decir nada; un apofatismo sin tradición religiosa clara. Cabe sospechar, fundadamente, que en este grupo se encuentran aquellos que, casi al margen de la religiosidad cristiana, guardan una leve referencia sociológica y siguen inscribiendo su nombre como bau tizados, pero cuya creencia ha quedado ya tan debilitada que, en su moribundez, tan sólo se atreven a decir que «tiene que existir algo». Una especie de último aliento metafísico y/o religioso que no se atre ve a abandonarse al vacío del sinsentido, ni se encara tampoco con el ateísmo; un balbuceo de un pequeño deseo, anhelo, vislumbre de «Algo» que dé fundamento y suelo a nuestras pisadas existenciales. Desde un talante filosófico, pueden hallarse en esta posición agnóstica muchos pensadores tipo Merleau-Ponty (Éloge de la Philosophie) que no se reconocen como ateos, pero que mantienen el pudor de no nom brar a Dios. 3.5. ¿Una o varias imágenes de Dios? Por lo que venimos diciendo, parecería que cada creyente tiene una imagen de Dios. La realidad, sin embargo, es más compleja. Ésta es una simplificación que busca determinar lo que hemos llamado «ima gen predominante de Dios». Pero el creyente, como nos dicen la expe riencia pastoral y la teología, usa o posee varias imágenes de Dios que aplica según contextos y situaciones diversas y que varían con el correr de los años. Es decir, a Dios el creyente lo vive pluralmente. No hay una sola imagen o símbolo que aprese lo que quiere decir cuando dice/imagina «Dios». Unas veces podrá utilizar la imagen-símbolo de Dios como Roca, otras la de Águila, y quizá, las más de las veces, las de Creador, Padre-Madre, Fuerza o Energía. Quiere decir esto, como insiste el pensamiento teológico, que la experiencia creyente de Dios no la apresa ni expresa suficientemente ningún nombre único de Dios. De ahí que la tradición escolástica hablara ya de los nombres de Dios {De Nominibus Dei). Y santo Tomás de Aquino señala la necesidad de usar varias imágenes de Dios para poder expresar algo de su infinita riqueza16. Actualmente, un pensador como P. Ricoeur hablará de la diversidad polifónica de las imágenes o figuración de Dios, que siempre elude la definición o apresamiento de la divinidad al situarse en una suerte de horizonte que desaparece. Esta idea es participada por la teología judía y cristiana actual, que en16. T omás
de
Aquino, Summa contra Gentiles, I, 31:4.
L A V ID A
Q U E
P A L P IT A
EN
E L S ÍM B O L O
199
tiende que estamos entregados a una especie de interpretación o hermenéutica sin fin del Libro (judíos) o del Dios que se hizo carne (cristianos)17. No debemos olvidar, con todo, la tendencia iconoclasta del segun do mandamiento del Éxodo: toda imagen, incluida cualquier represen tación imaginativo-simbólica de Yahvé, termina velando tanto como mostrando aspectos de Dios. El peligro de la idolatría está clavado en el corazón humano; de ahí la extraordinaria validez de la prohibición de las imágenes de Dios. Es decir, la prohibición de cosificar una representación como la expresión adecuada de Dios. Todas son inade cuadas. Todas son meros balbuceos humanos que tienen que terminar en el silencio, en el reconocimiento de que ocultan y velan el rostro de Dios. Por esta razón, una imagen simbólica de Dios que aprisione y no libere o desencadene una crítica de su propia representación, es una imagen mortal e idolátrica. 4. Imágenes de la trascendencia en la religiosidad actual Quisiéramos apuntar brevemente un tema fascinante y difícil de este momento de reconfiguración religiosa actual: la construcción de la trascendencia hoy18. Dentro de la gran complejidad del fenómeno, sinónimo de la recomposición religiosa de nuestros días, advertimos un deslizamiento de la «gran trascendencia» hacia la «pequeña tras cendencia» y aun hacia «las experiencias» laicas de la trascendencia. En este proceso «religioso» se están fraguando las nuevas imágenes de la divinidad. 4.1. De la gran trascendencia a la pequeña Fue Thomas Luckmann19 quien, hace ya años, detectó el paso de la gran trascendencia hacia la media y la pequeña trascendencias. Está bamos pasando, de la afirmación del Absoluto, del Misterio de Dios, 17. Cf. J. B ottéro - M.-A. O uaknin - J. M oingt, La historia más bella de Dios. ¿Quién es Dios en la Biblia?, Anagrama, Barcelona 1998, 168. 18. Cf. J.M. M ardones, «Experiencias de trascendencia. ¿Cómo se construye la tras cendencia hoy?»: Sociedade e Estado (Revista de Sociología de la Universidad de Brasilia), vol. XIV/1 (1999), 145-169. 19. Cf. Th. L uckmann, «Religión y condición social de la conciencia moderna», en (X. Palacios - F. Jarauta [eds.]) Razón, ética y política. El conflicto de las socie dades modernas, Anthropos, Barcelona 1988, 87-108 [94s].
200
L A V ID A
D E L
S ÍM B O L O
por parte de las grandes religiones, a la sacralización de una serie de instancias intermedias como la nación, el Estado, la democracia; o bien nos fijábamos en un más allá de la experiencia ordinaria por el camino de «pequeños» procesos sociales cotidianos ligados a la salud, el bie nestar físico, la relación interpersonal, la autorrealización, etc. Nos encontramos, sin duda, ante una situación religiosa que algu nos han visto caracterizada, en palabras del sociólogo francés M. Gauchet, como «la religión después de las religiones». La situación religiosa europea actual tendría mucho de desconfianza y hasta de indi ferencia frente a la religiosidad de las religiones institucionalizadas, dando la espalda, por así decirlo, a las iglesias y sus propuestas de tras cendencia; lo cual, sin embargo, no significa indiferencia frente al Misterio. Algunos hombres que se declaran no creyentes admiten, como hace N. Bobbio, que viven un «sentido profundo del misterio». Sin duda, la experiencia de la mayoría de los hombres de nuestro tiem po es que siguen preocupados y hasta fascinados por explicar la reali dad, tanto la naturaleza del universo como el significado de la vida humana. Recuperamos por este camino lo que algunos llamarían la inquietud permanente del ser humano, que lo convierte en un imperté rrito productor de sentido. La actual situación cultural de fragmentación cosmovisional y de relativismo, es decir, de ausencia de modelos sociales y culturales generales, plausibles y obligatorios, hace poco factibles las experien cias humanas y religiosas de «gran trascendencia» y universalidad. En cambio, favorece una conciencia inclinada a religiosizar las instancias intermedias anónimas donde se desenvuelve la vida del individuo, desde el Estado o el Mercado hasta la Constitución. E incluso hace proclive al individuo para volverse ante el misterio latente en el cuer po, la identidad o el bienestar interior. Avistamos hoy una serie de prácticas sociales o rituales donde atisbamos la presencia del Misterio. Son rituales «profanos» que, sin embargo, indican una reconstrucción intersubjetiva de experiencia de trascendencia en nuestra cultura y sociedad. Aparentemente, se trataría de experiencias seculares o laicas de Dios. Siempre lo sagrado deam bula por lo profano. Sospechamos que la construcción de trascenden cia está muy ligada a los lugares donde se anudan los problemas y expectativas de la sociedad y del hombre moderno. Son nudos sociales y existenciales que ofrecen riesgos y peligros, así como ilusiones y sueños de esta modernidad tardía, sin perder de vista nunca la nostal gia humana por vincularse a un Bien definitivo. Por esas rendijas se evoca y experimenta la trascendencia.
LA
V ID A
Q U E
P A L P IT A E N
EL
S ÍM B O L O
201
4.2. Los centros de la reconstrucción actual de trascendencia. Cinco son los centros que avistamos y sugerimos -sobre el trasfondo de una teoría de la modernidad actual- donde se agitan las aguas toca das por el «ángel del Señor»: el individuo, el cuerpo, la naturaleza, la sociedad misma y la identidad nos parecen ser los lugares actuales donde se agrieta la sociedad moderna, cruje la persona y se reconfigu ra la experiencia de poner en relación esta orilla insegura de la vida con la otra, firme pero desconocida, del Misterio. a) El individuo, el interés y la fragilidad de la persona individual en la sociedad moderna, indica uno de esos lugares donde la modernidad se coagula. La emancipación del individuo recorre la sociedad moder na, y el proceso de la libertad que busca una vida propia late desde la novela del siglo xvm. Hoy, como nos dirá U. Beck20, la promesa que moviliza al hombre occidental es disfrutar de un espacio, un tiempo, unas cosas propias, anticipo del deseo de «una vida propia». Se quieren alcanzar las estrellas como posesión personal. ¡Tantos afanes y sacrificios para tratar de conseguir lo inalcanzable...! Por esta grieta se cuelan tanto el egocentrismo y la ética de la performance como la aspiración a la realización de sí, que descubre en la basura de las incompatibilidades la necesidad de «alguien» que asegure un sueño baldío. Condenado a elegir, el individuo de nuestros días se transforma en conductor de su propia vida y director de su propia biografía, pero experimenta la tupida red institucional que le dirige anónimamente y le estrecha el juego de su libertad. Por el estrecho corredor de esta indeterminación discurre la vida del individuo como un viaje y un experimento personal... ¿hacia dónde? Y ahí mismo la libertad y la emancipación se dan la mano con la soledad, a la vez que el pluralis mo de visiones y opciones despierta la ebriedad dionisíaca y la inse guridad y zozobra interior. La no identidad radical se agarra a las entra ñas de cada individuación y exige construir un camino propio que nadie asegura. Vivir la propia vida es la gran aventura de nuestros días, ofrecida y hurtada al mismo tiempo al individuo. Ser lo que cada cual se haga, sabiendo pronto lo poco que se puede hacer. ¿No se cuela por esta voluntad de biografía individual una nostalgia de Absoluto? ¿No des20. Cf. U. Beck, «Vivir nuestra propia vida en un mundo desbocado: individuación, globalización y política», en (A. Giddens - W. Hutton [eds.]) En el límite. La vida en el capitalismo global, Tusquets, Barcelona 2001, 233s.
202
LA
V ID A
D E L
S IM B O L O
cubre el individuo, en la precariedad de la propia aventura de ser y hacerse, la miseria espiritual de una época que le devuelve el interés por la interioridad? b) El cuidado del cuerpo es una manifestación más del interés del individuo por sí mismo, es decir, por su cuerpo. Pero late también la reacción contra un olvido cultural de que «somos» cuerpo y no sólo disponemos de él. Ser carne para gozar y sentir la flaqueza y la debili dad. No tiene nada de extraño que la preocupación por el cuerpo se dé la mano con la salud y se vincule enseguida con tratamientos sobre grasas y vitaminas, calorías y colesteroles. La dieta -una forma de vivir en su acepción primera- se convierte así en una manifestación del cuidado del cuerpo, para caer pronto en las garras de la publicidad y del mercado. Se vislumbra tras la ascética de la vitalidad y la «vida joven», del «estar en forma» y de la salud, un deseo de plenitud y de vida plena e inacabada que no puede llenar ninguna recompensa de vida saludable e integral. Detrás de la sonrisa joven de uno de esos bellos y esbeltos cuerpos de la publicidad se desliza todo el deseo soterrado de una Plenitud que no se alcanza con meros «rayos uva». El culto al cuerpo es una forma indirecta del deseo de Inmortalidad. La Vida se eleva con mayúsculas tras los cuidados y afanes por sostener la lenta descompo sición de una carne que somos nosotros. El espectro de la muerte, tan maquillada y disimulada, se asoma en el revés de la trama del afán moderno de ignorarla. Transitorio esfuerzo por amar lo que se des compone, y atisbo de una vida afirmada desde su concreción pero con ansias imperecederas. c) La naturaleza se ha vuelto preocupación y fascinación en esta modernidad tardía. Despierta el sueño siempre presente de lo intocado, espontáneo, indemne y puro. Un relámpago sagrado dota a lo natural de un halo de pureza en un tiempo en que ya no se sabe dónde está la línea divisoria con lo artificial. Un poder o sobrepoder escondido anida en su referida pureza. La naturaleza fascina tanto más cuanto más cerca está de nuestras manos el destruirla. Nace el deseo maternal de acogerla, de sentar nuevas relaciones y conjurar la manipulación expo liadora e instrumentalista. La naturaleza hace soñar otra vida, otro esti lo de vida y de ser humano; despierta la utopía mesiánica que pone al niño jugando tranquilamente con el áspid; nos invita a imaginar un mundo donde los cohetes espaciales no lleven diez cabezas nucleares y se conviertan en arados que proporcionen agua, pan y vida al Tercer
LA
V ID A
Q U E
P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
203
Mundo y a todos los seres humanos. La preocupación por la naturale za nos devuelve a nuestra condición de administradores cuidadosos, hermanos e hijos de la Madre primigenia. Una relación, una depen dencia que se hace veneración, se desata ante la mirada a «Gaia», la Madre Tierra. La naturaleza nos devuelve hoy el ansia de la unidad perdida en un tiempo de fragmentación. La unidad, el todo, la sensación de pertene cer a la globalidad del Universo, surge en un tiempo de funcionalismo productivo-consumista. El monismo de la mirada holográfica, que advierte una misma estructura y energía atravesando toda la realidad, desde el mundo subatómico hasta los agujeros negros y las galaxias. Se instaura un holismo que quiere superar todas las divisiones y dualis mos, también el cristiano. Un más allá de las delimitaciones, separa ciones, definiciones, que hambrean el Gran Uno, la Unidad de la Vida, la Energía vital expandiéndose y manifestándose por todos los rinco nes de la realidad. Sed sagrada de unidad y de gran trascendencia, aun que aparezca sin rasgos precisos, impersonal y difusa, quizá como reacción ante tanta caricatura del rostro de Dios. d) La sociedad en cuanto mundo del hombre, ya lo hemos dicho, se ha vuelto muy problemática. Descubrimos con sorpresa que nuestra tienda protectora es ella misma un peligro. Hemos construido una sociedad amenazadora. El peligro antes estaba fuera de nosotros, allá en la naturaleza; ahora habita dentro de nuestra propia casa. Crece la conciencia de la inseguridad, la incertidumbre ante las mismas cons trucciones humanas, ante la casa y el mundo que hemos fabricado para poder ser nosotros mismos. Todos los dinamismos que tan orgullosamente exhibíamos como nuestros logros y dominios se han vuelto con tra nosotros: se nos escapan la ciencia y la tecnología de las manos, y ya no sabemos si el futuro de unos seres clonados no será una pesadi lla mayor que los actuales riesgos alimentarios o las contaminaciones indeseadas; tampoco controlamos las finanzas ni la mercantilización generalizada de un mundo que se parece cada vez más a un bazar o a un zoco desorganizado. Esta sociedad del riesgo, como la denomina U. Beck, produce en el ser humano la sensación de impotencia, limitación y finitud, devol viendo al ser humano la condición de contingente. La realidad, inclu so la creada por él, se le escapa de su control. El descontrol del mundo le hace tomar conciencia de la indisponibilidad de la realidad. Tiempo apto para el miedo y la invocación de seres protectores, de ángeles y de espiritualidades interioristas, de esoterismos y hasta de magia; pero
204
LA
V ID A
D EL
S ÍM B O L O
también tiempo de incertidumbre que prepara la escucha del rumor de otra cosa. Heidegger decía, mirando ya hacia este mundo desbocado, que sólo «un dios» podía salvarnos. El rastro de la trascendencia rea parece en un tiempo de incertidumbre. e) La identidad es otro de los lugares propicios a las sacralizaciones. Identidad y sentido se dan la mano. La orientación en la vida no se hace sin apelar a alguna relación, origen, referencia, lugar. Y lo más cercano que el ser humano tiene es su propio paisaje y su tierra. En tiempos de incertidumbre no es raro ver a personas y a colectividades volverse compulsivamente en busca de un poco de hogar y de calor, de seguridad y de claridad, por los caminos del localismo, la tribalización y la sacralización de la propia etnia. La fiebre comunitarista de nuestro tiempo tiene mucho que ver con esta carencia de identidad. La desestructuración social, el mercantilis mo y la homogeneización funcional de nuestro mundo desatan la nece sidad de protección. Quien ofrezca unos rayos de calor de hogar ten drá éxito, aunque predique locuras como la de construir una vida defi nitiva en el polvo cósmico de un cometa; quien apele a la defensa de la propia tradición, cultura y religión, aunque se vuelva de forma revanchista sobre los agravios cometidos en la historia de la colonización occidental y de la política actual, obtendrá seguidores incondicionales para la «guerra santa» contra el «Gran Satán» estadounidense. En el fondo de los brotes etno-religiosos actuales y del fanatismo islámico hay que detectar, junto a otros factores, serios problemas de identidad.
4.3. La ambigüedad de la trascendencia Estas breves insinuaciones sobre la actual reconfiguración de la tras cendencia nos llevan, más allá o más acá de lo acertado de las pro puestas, a una constatación: la trascendencia, como los rasgos concre tos de una religión, es una construcción humana. Los rasgos adscritos al Misterio dependen siempre del momento histórico y de la situación social y cultural. No caen del cielo. Y por ello mismo requieren per manentemente vigilancia crítica y distancia frente al mismo Misterio. Sin duda, una de las enseñanzas elementales, y por ello fundamentales, de esta conciencia de la construcción humana de la trascendencia es que nos devuelve la idea de la inadecuación entre nuestras imágenes y «lo que llamamos Dios». Percibimos más claramente el Misterio que
1
1 L A V ID A
i ¡
1
Q U E
P A L P IT A E N
E L S ÍM B O L O
205
hay en ese identificar, a veces apresuradamente, nuestras ideas y concepciones con el Misterio de Dios. Sospechamos que hoy hay mucha construcción o experiencia de trascendencia que -como ya hemos señalado- no distingue lo que hay de subjetivo y lo que hay de demasiado humano en nuestras construc ciones y experiencias de dicha trascendencia. Reacciona, sin saberlo, frente a los excesos de un cristianismo demasiado antropocéntrico, poco respetuoso del carácter simbólico de nuestras denominaciones e imágenes de Dios; pero incurre en la misma ignorancia de no saber que también es símbolo denominar la trascendencia con los rasgos imper sonales de la Energía, la Conciencia universal o cósmica. No hemos hecho sino corregir un exceso de personalismo proponiendo una ima gen cosmo-bio-psico-divina. Pero no es más divina por ello, como tampoco lo es por ser más impersonal o más biológica y llamarse Vida. Advertimos en las experiencias de trascendencia de nuestro tiempo un gusto an-icónico, impersonal, que bien pueden ser considerado con atención por el creyente cristiano e incluso asumido por él, pero que, no por huir de la representación y la grosería de lo visual y encami narse hacia el dinamismo de fondo de la realidad, su presencia invisi ble, pero activa por doquier, escapa a la distancia que establece el Misterio. Con todo, los creyentes cristianos recibimos una lección que no deberíamos olvidar nunca: la experiencia del Misterio pasa por encima de las religiones y del cristianismo. Nosotros, los seguidores del Padre de nuestro Señor Jesucristo, tenemos algunos símbolos en los que creemos se manifiesta algo de lo que es el Misterio de Dios; pero éste nos excede, y su realidad envuelve la vida de todos los hombres y se mani fiesta a ellos siempre que se ponen ante su presencia originante.5 5. Los acentos de la trascendencia cristiana hoy Cada momento socio-histórico ofrece experiencias que ayudan a poner en el primer plano unas imágenes de Dios y a posponer otras; si aña dimos el trabajo de la teología y el sentir o conciencia de los fieles en su vivencia de Dios, tendremos el triángulo que está en el fondo de las variaciones de las imágenes y, en general, del imaginario predominan te sobre Dios. ¿Hacia dónde es impulsado hoy este imaginario? Algo hemos dicho ya, pero quisiéramos, a modo de conclusión y cierre de este capítulo, ofrecer unas breves consideraciones sobre este
206
LA
V ID A
D EL
S IM B O L O
tema. Es un modo, siempre tentativo, de tomar conciencia de nuestro mundo imaginario. Y del esfuerzo humano, siempre precario, de ima ginar lo inimaginable. 5.1. Las experiencia de un siglo «terrible» I. Berlín calificó al siglo xx de «terrible», por la crueldad y la barbarie de que había sido testigo. La teología, el modo de hablar de Dios des pués de Auschwitz y la serie de inhumanidades de este siglo, no puede seguir igual que antes. J.-B. Metz21 y J. Moltmann22 lo han repetido hasta la saciedad y han reconocido que, a pesar de lo que cabría supo ner, al pensamiento teológico le cuesta mucho aprender de la realidad. Parecería como si todo siguiera igual y «nada hubiera sucedido». Pero, con una tardanza que puede parecer desesperante, la reflexión teológi ca se ha ido haciendo cargo de que no puede seguir hablando de Dios como antes. La reflexión sobre Dios que se hace cargo del sufrimien to y la injusticia de las víctimas inocentes ya no permanece igual: trae a Dios con las víctimas y hace trizas la teodicea tradicional. Dios, la imagen del Dios tradicional, ha entrado en crisis. Ya no se puede hablar de la presencia de Dios en la historia si no se introducen muchos matices. Y el más pequeño no parece ser el de que la «actua ción de Dios» no parece notarse en la historia. Dios no dirige la histo ria ni interviene en ella: he ahí la conclusión a la que llegan tanto la teología judía como la cristiana por el camino de las tremendas expe riencias del «silencio de Dios» en Auschwitz23y de tantas tragedias que recorren el siglo que acabamos de dejar a nuestras espaldas. El Dios todopoderoso, Señor de la Historia, que mira el mundo con la fría impasibilidad de un juez, ya no es creíble ni soportable tras las incali ficables experiencias de muertos y desaparecidos de este siglo. Murió y fue enterrado con la barbarie. La imagen de Dios no puede ser la de un «Dios intervencionista». Dios no interviene en la historia. Dios nos declara sus «intenciones», nos da a conocer su voluntad amorosa, pero luego deja en manos de la 21. J.-B. Metz, «Theologie ais Theodizee?», en (W. Oelmüller [Hrsg.]) Theodizee Gott vor Gericht?, W. Fink Verlag, München 1990, 103-118 [103]; Id ., El clamor de la tierra, Verbo Divino, Estella 1996, 7s. 22. Cf. J. Moltmann, Gott im Projekt der modemen Welt, Kaiser, Gütersloh 1997, 165.
23. Cf. R. Sternschein - J.M. Mardones, «Recepción teológica de Auschwitz»: Isegoría 23 (2000), 209-223.
L A V ID A
Q U E P A L P IT A E N
E L S ÍM B O L O
207
libertad humana el desarrollo de la historia. Dios es intencionista, pero no intervencionista24. El mundo queda en nuestras manos y carga sobre nuestra respon sabilidad. H. Joñas ve en este Dios no intervencionista la condición de posibilidad para una ética de la responsabilidad. Sin este presupuesto no es posible concebir la libertad humana. Ahora el poder de Dios se ve como capacidad para despojarse del mismo poder: Dios es tan pode roso que se autolimita para que nosotros podamos ser; o, si se prefie re, ama tanto que se arriesga a confiar en este ser de limitada libertad que es el ser humano. Se comprenderá que, a partir de los hechos que han disparado la reflexión «después de Auschwitz», ya todo el imaginario sobre Dios y la Cruz de Jesús ha ido cambiando, aunque sea lenta su penetración en la mayoría de los creyentes. Especialmente ha experimentado un giro el imaginario centrado en el poder, la dignidad y la autoridad «de lo alto», para adoptar claramente el punto de vista inverso: el kenótico o «desde abajo». No es el Dios Altísimo, sino el Bajísimo; no es el Dios Todopoderoso, sino el «impotente y débil en el mundo», como decía D. Bonhóffer25, el que se nos manifiesta; no es el Dios director de un teatro de títeres el que dirige el mundo, sino un Dios que respeta nues tra libertad y que ahora, como decía intuitivamente Etty Hillesum26, nos necesita a nosotros. Este Dios de la omnipotencia situada27 es un Dios no impasible, sino sufriente. El Dios que se arriesga por amor a sus criaturas y que, en Jesús, se identifica con las víctimas (Mt 25,35), no podemos por menos de pensar que está con y en las víctimas28. Dorothee Sólle dirá 24. Cf. D. S ólle, Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona 1996, 18. Una de las muchas versiones del «dios intervencionista» que manipula mi libertad es la del «dios chupóptero» que siempre me pide más: al estar su «voluntad» por encima de toda reflexión y discernimiento racional, aparece esta figura en toda su avidez y arbitrariedad amenazadora. 25. C f.D . B onhóffer, Resistencia y sumisión, Estela, Barcelona 1971,210 (carta del 16 julio de 1944). 26. Cf. E. H illesum, Cartas desde Westerbork, Casa Baroja, San Sebastián 1989 (ahora, El corazón pensante del barracón, Anthropos, Barcelona 2001). 27. Cf. A. T orres Q ueiruga, D el terror de Isaac al Abbá de Jesús, Verbo Divino, Estella 2000, 205s, que insiste muy bien en que no hay que concebir la omnipo tencia de Dios de una forma absoluta e intocable, sino situada, concreta y com prometida y, por tanto, autolimitada y referida a la libertad humana. 28. Ésta es la respuesta de J. M oltmann, sobre el relato de E. Wiesel, a la pregunta acerca de dónde está Dios en el momento del sufrimiento de las víctimas; cf. Gott im Projekt der modernen Welt, o.c., 163; E. W iesel, Todos los torrentes van a la mar, Anaya & Mario Muchnik, Madrid 1996, 121.
208
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
muy acertadamente que este concepto o idea es también, como todos los conceptos teológicos, tarea humana: nuestra tarea consiste en trans formar «la tristeza según el mundo» en el dolor de Dios. De esta mane ra se expresa aquello ya sabido por los místicos como el Maestro Eckhart29: «Todo lo que el hombre bueno padece por amor de Dios, lo está sufriendo en Dios, y Dios está sufriendo con él en sus sufrimien tos». Estamos pasando, de la imagen de un Dios elevado e impasible, a la imagen de un Dios cercano, amoroso, posibilitante y acompañan te de la aventura de la libertad humana y, por ello, apasionado amoro samente por el hombre, respetuoso de su libertad y solidario con su sufrimiento. Un Dios no intervencionista permite comprender de un modo abierto y dinámico la creación y entender al hombre como co-creador. Dios deja de ser un elemento más de este mundo, lo que permite eli minar la imagen de un Dios superpuesto o yuxtapuesto a la creación, y pensarlo más como su energizador interior, como su su-puesto funda mental en lo que todo existe y vive (Hch 17,24-27). El mundo aparece dotado de autonomía (Gaudium et Spes, 36), y Dios como el impulsor de un dinamismo que recorre toda la realidad y se hace estructura, ritmo y decisión en el ser humano. En esta concepción de hombre y mundo a la luz del Creador30, la realidad entera se convierte en vesti gio, imagen y semejanza de la Trinidad y reflejo de su Esplendor. 5.2. La comunidad familiar de Dios J. Moltmann31 viene insistiendo en pensar/imaginar la Trinidad de Dios de una forma un tanto distinta de la predominante. De nuevo la refle xión teológica se da aquí la mano con la sensibilidad de nuestro tiem po: el pensamiento crítico del patriarcalismo, la sensibilidad feminista y la de muchos creyentes. Parece cada vez menos aceptable la imagen trinitaria linear y jerárquica que se nos ha transmitido en la catcquesis: Dios Padre, una especie de varón venerable que envía al Hijo al Mun do, y un Espíritu Santo que prosigue después la misión del Hijo. Si pusiéramos, como a veces se hace, de arriba abajo el P-H-ES, nos 29. Citado por D. Sólle, Reflexiones sobre Dios, o.c., 76. 30. Cf. L.M. Armendáriz, Hombre y mundo a la luz del Creador, o.c., 386s. 31. Cf. J. M oltmann, Trinidad y Reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Sígueme, Salamanca 1983, 15s.; Id ., Die Quelle des Lebens. Der Heilige Geist und die Theologie des Lebens, Kaiser, Gütersloh 1997, 42s.
LA
V ID A
Q U E
P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
209
daríamos cuenta de la jerarquización y el patriarcalismo que lleva con sigo implícitamente esta imagen trinitaria. Tampoco arregla mucho -dentro de su innegable sugerencia- la imagen de san Ireneo32 de un Dios Padre que tiene dos manos que son el Hijo y el Espíritu Santo. De nuevo la imagen patriarcal y de alguna manera autoritaria, funcionalista, queda reflejada en este esquema, donde se subraya, aunque no se pretenda, la imagen de un Dios (Padre) solitario y señorial que envía, actúa, dictamina, etc. La alternativa la encuentra J. Moltmann, dentro de la tradición patrística, acudiendo a la concepción-imagen del Espíritu Santo que posee Simeón, un padre de la primera iglesia siria, autor de las famo sas «Cincuenta homilías de Macarios» y que influyó mucho en el siglo xvn en autores del mundo de la Reforma como Gottfried Arnold, Graf Zinzendorf, J. Wesley, etc. Este autor -algunos le llaman «Simeón el Egipcio»- concibe la función del Espíritu Santo como una función maternal: dar vida, renovar o regenerar la vida, llevar la humanidad a término. No hay duda de que los capítulos 3 y 4 de Juan y el capítulo 8 de Romanos pueden avalar perfectamente estas funciones maternales del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es, en la hermosa visión paulina, el que impulsa el «embarazo divino» de la humanidad y la creación entera, que gime ansiando «salir a luz» en Dios mismo. Hay, siguien do esta indicación, una sugerencia que nos lleva, dirá J. Moltmann, a una imagen del Espíritu Santo como Dios Madre. Por consiguiente, la Trinidad se muestra en nuestro imaginario un tanto distinta de lo habi tual: aparece Dios Padre y Dios Madre (= el Espíritu Santo) y el Hijo, con todos los hijos, en una especie de gran familia de hermanos y her manas. Esta imagen trinitaria ofrece una visión comunitaria, familiar, de relaciones más horizontales e interdependientes. Esta imagen maternal del Espíritu Santo tiene además la ventaja de que integra y comprende aspectos nada lejanos de las representaciones de la acción vivificadora del Espíritu que se presenta actualmente en las llamadas religiosidades o espiritualidades difusas o neomísticoesotéricas, como las de «Energía y Vida». La función maternal del Espíritu asume e impulsa la Vida y recorre con su flujo materno todos los rincones de la realidad, dinamizándolos desde dentro de sí para que maduren y lleguen a término.
32. I reneo
de
Lyon, Adversas Haereses, V, 1,3.
210
L A V ID A
D E L
S ÍM B O L O
6. Conclusión Vamos a poner punto final a un tema inacabable. Queda claro, tras este recorrido por el imaginario cristiano sobre Dios, que necesitamos hacer un esfuerzo para evangelizar nuestro imaginario y nuestro gran símbolo divino. La vuelta hacia el Dios Padre de nuestro Señor Jesu cristo, hacia sus acentos maternales y acogedores, puede liberar mu chas conciencias oprimidas por culpabilidades enfermizas y opresoras, del mismo modo que un Dios no intervencionista libera de un providencialismo ingenuo que infantiliza, posibilitando una comprensión autónoma y abierta del mundo y un ser humano co-creador, responsa ble y libre. No hay otro lugar espiritual como este del imaginario divino donde más claramente se cumpla la observación de J. Moingt sobre la religión como suplantadora de Dios. Hasta el día de hoy sigue siendo una de las grandes tareas de la pastoral y de la teología la de trabajar por ofrecer una verdadera imagen de Dios. De ella depende la salud del creyente y la de la fe cristiana.
11
El imaginario de la esperanza A estas alturas, ya somos conscientes de que una fe religiosa como la cristiana es una forma de situarse en el mundo, y que el acceso a la Trascendencia, aunque fuertemente condicionado por la forma de vivir, conlleva un imaginario. La actitud ante la muerte de los cristia nos se caracteriza por la esperanza. Hay una confianza esperanzada en que el amor de Dios no dejará caer en el olvido y la nada a aquellos con quienes trenzó lazos de amistad y de ternura. La esperanza cristia na se alarga hasta un más allá de vida por, en y con Dios. El cristiano cree poder esperar un más allá no sólo placentero, al estilo del Islam, sino como «hijo de Dios», una vida «junto a Dios». El Nuevo Testa mento se atreve a decir que «cuando se manifieste lo que ya somos, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,ls). La esperanza cristiana no tolera someterse a la ley de la muerte y el más acá. Esta esperanza genera una simbólica del más allá que se tiñe de todos los colores culturales, sociales y antropomórficos del tiempo, prolongando e interpretando un imaginario que ya está en el Nuevo Testamento. El más allá, o escatología, ha sido uno de los lugares que, por afec tar a las fibras más íntimas del ser humano a través de hechos como la muerte y todos los miedos y esperanzas que suscita, han desatado fan tasías y símbolos, representaciones y delirios. Como en el caso de la Trascendencia divina, se vive en este ámbito escatológico una tensión que quizá nunca tenga una resolución satisfactoria. Por una parte, ya desde el Evangelio se le exige al espíritu que, como en el caso de Dios, se abstenga de imaginar demasiado humanamente la vida del más allá. Pero, por otra parte, el corazón y los sentidos se sienten incapaces de contentarse con la abstracción. Una situación casi cruel para el espíri tu religioso humano, que tiende compulsivamente a la representación
212
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
y la imagen y que tiene que criticarla, negarla y trascenderla continua mente. Pero del mantenimiento de esta tensión o dialéctica depende la salud y equilibrio de la religión y de los creyentes. No tiene nada de extraño que estemos en uno de los ámbitos con mayor juego de ten siones y desplazamientos del imaginario religioso1. I. El imaginario del miedo El imaginario católico que ha predominado hasta el concilio Vaticano II, y que pervive aún en gran parte de la religiosidad popular, está cons truido a base de representaciones del miedo. Ha predominado un ima ginario creado y alimentado a partir del miedo a la condenación. Sería muy difícil repartir con justicia la responsabilidad de esta simbólica concentrada en torno al infierno. No hay duda de que ya hay algunos elementos que lo propician en el mismo Evangelio, pero adquiere un desarrollo imaginativo amplio y preciso en La divina comedia, una representación plástica en las pinturas del Bosco, y casi logra una esce nificación precisa este submundo en el Lager o campo de concentra ción nazi. ¿Será que el infierno tuvo siempre un carácter central en el orden occidental? ¿Se puede evadir de la responsabilidad la misma predicación cristiana volcada en el cultivo de un cristianismo de la con denación? Desde el siglo xn al xviii, al menos, las fantasías de lo infer nal obsesionaron a la sensibilidad occidental12. El hecho está ahí: el cristianismo y la cultura occidental han propi ciado un imaginario del miedo y hasta del terror. No tiene nada de extraño que esta pastoral del miedo haya desencadenado todo un ima ginario popular que se ha traducido en devociones donde las represen taciones de los tormentos y torturas de los condenados, con sus hornos crematorios de un fuego que no consume, el aire pestilente y las flage laciones de los demonios, pobló, desde niños, la religiosidad católica.
1.
2.
Recientemente han abordado esta problemática entre nosotros G. M artínez, «Imaginario y teología sobre el más allá de la muerte»: Iglesia Viva 206 (2001) 9-45; G. U ríbarri, «Necesidad de un imaginario cristiano del más allá»: Iglesia Viva 206 (2001) 45-83. Cf. G. S t e i n e r , En el castillo de Barba Azul: aproximación a un nuevo concepto de cultura, Gedisa, Barcelona 1991, 76s.; J. D e l u m e a u , El miedo en Occidente, Taurus, Madrid 1986
L A V ID A
Q U E
P A L P IT A
E N
EL
S IM B O L O
213
1.1. Escaso desarrollo del paraíso Fácilmente se advierte el grosero antropomorfismo de este imaginario. Se efectuaban matizaciones, sin duda, pero que a menudo incentivaban una fantasía calenturienta donde había que imaginar un «fuego real», aunque no consumiera, y casi toda clase de tormentos para cada uno de los miembros que habían experimentado el placer pecaminoso. En el fondo, advertimos que el «desprecio del cuerpo» va bastante ligado a la simbólica del infierno y del miedo. Era la otra parte de la luz an gelical, a la que se aspiraba sin conceder lugar ni desarrollo a esta faz brillante. Quizá esta «espiritualización» invertida del cielo, verdadera descorporalización3, hacía más abstracta y difícil su representación. Quedaba como una cifra o signo matemático. El miedo a sexualizar el cielo -como ocurrió en el Islam- quizá ha dejado sin desarrollo las imágenes del banquete de bodas o de la ciudad nueva que ya se encuentran en el NT. El resultado es que el imaginario del paraíso cristiano ha sido rela tivamente parco y muy «litúrgico». El recuerdo que, por contraste, guarda la conciencia de niño de muchos cristianos adultos es que las predicaciones sobre el cielo lo asemejaban a las largas adoraciones ante el Santísimo, cantando incesantemente, como los arcángeles: ¡Santo, Santo, Santo! No es extraño que se prodigaran los chistes mor daces y procaces al respecto.
1.2. Cosismo, fisicismo e individualismo imaginativo Vemos que, cuando el discurso sobre el más allá deja la sobriedad racional y se llena de imágenes y símbolos, enseguida acecha el peli gro de una fuerte antropomorfización. La configuración imaginativa del espacio y del tiempo del más allá ha conducido a representaciones excesivamente mundanas. La cosificación y el fisicismo son la ley dominante en un imaginario popular que no resistía la calificación abs tracta a la que daban pie incluso especulaciones teológicas que hay que calificar de curiosas, al menos, sobre los tipos de infierno, de fuego, de aureola, etc. No es extraño que a esta topografía del más allá se res3.
El Catecismo del P. Astete consideraba dotes del cuerpo glorioso la impasibilidad, la sutileza, la agilidad y la claridad.
214
LA
V ID A
D EL
S IM B O L O
pondiera con descripciones muy cosistas de la otra vida, que, por una parte, era muy distinta a esta y, por otra, constituía una especie de con tinuación. El imaginario popular tiende a hablar del más allá en forma de reportaje y es muy dado a los apocalipticismos pesimistas de las revelaciones particulares que amenazan con próximos castigos a la humanidad si no se convierte. Su vinculación socio-cultural y política superconservadora se descubre fácilmente al proclamar la recupera ción de dimensiones espirituales, trascendentes, perdidas en nuestra sociedad y cultura modernas. Las devociones vinculadas con este más allá, especialmente toda la pastoral penitencial y de satisfacción por las penas de los pecados, con dujo a una mercantilización escatológica: se garantizaban días, meses, años, etc. de condonación de las penas de los pecados mediante la obtención de tales o cuales indulgencias que se adjudicaban a determi nadas oraciones, novenas, limosnas, peregrinaciones, imágenes, san tuarios, etc. La contabilidad cuasi-bancaria de esta escatología acom pañaba a un imaginario popular muy centrado en la seriedad del «negocio de la salvación» del alma individual. Es mi salvación o con denación, mi alma, mi negocio. La esperanza cristiana no tiene aquí dimensión colectiva. Se configura una espiritualidad individualista y moralizante.
1.3. Inmortalidad, más que resurrección La escatología tradicional consideraba la inmortalidad del alma como un dato de la razón al que se sumaba con naturalidad la fe cristiana. Este «platonismo» para el pueblo y para una gran parte de la teología ha impregnado la concepción al uso de la mayoría de los fieles. El ser humano es inmortal por naturaleza. La muerte no alcanzaba al alma. De ahí que si, para santo Tomás y algunos teólogos era un problema -que en último término tenía que solucionar Dios- la situación del alma separada del cuerpo hasta «el juicio final», para la mayoría de los creyentes la cuestión no ofrecía problema alguno. Más aún, la salva ción se terminaba considerando una cuestión que concernía casi úni camente al alma. La descorporalización alcanzaba su grado máximo. El simbolismo de una especie de fluido o «pájaro espiritual» que habi taba en nuestro cuerpo y que escapaba en el momento de la muerte de sus garras, culminaba un imaginario construido alrededor de la inmortalidad.
LA
V ID A
Q U E
P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
215
1.4. La centmlidad del juicio Juicio y condenación constituían el eje central de la representación de la escatología tradicional. El imaginario se enriquecía y excitaba, lle gando en las predicaciones, ejercicios, etc. a un uso pastoral que tras pasaba con frecuencia la línea de la mesura y la sensatez. Ejemplos edificantes y terroríficos, que servían para meter miedo a las concien cias, para «motivar» a adolescentes y jóvenes a guardar la pureza, etc. Estas prácticas han impulsado y mantenido un imaginario donde el jui cio ante un Dios Juez era una parte importante de la construcción de trascendencia habitual del creyente católico. No bastaba con que se tra tara de paliar recordando que Dios era misericordioso -más bien, se recalcaba, «infinitamente bueno y justo»-; el primer plano de la esce na estaba dominado por la representación vivida y literal de un Mt 25 de tonos bastante sombríos. El juicio final, si bien presentaba una dimensión universal y colec tiva, se teñía a menudo de tonos revanchistas. Será el momento del triunfo de nuestro Señor y de los suyos, frecuentemente burlados y escarnecidos, que se tomarán cumplida réplica. Ni siquiera espíritus de la altura de santo Tomás4 parecen haber podido escapar a esta inquie tante inclinación revanchista del ser humano. No es extraño que Nietzsche sospechara y atacara con furia el resentimiento que percibía en el fondo de esta estrategia «sacerdotal» ascética, la cual, a su juicio, encubría «un tembloroso imperio de venganza subterránea»5. 1.5. ¿Una asimetría negativa de la salvación? El imaginario tiene un fuerte poder configurador de sentimientos y hasta de ideas. Si la escatología tradicional ponía en el centro los noví simos del juicio y la condenación, toda la escatología se inclinaba peli grosamente del lado negativo. Quedaba en la sombra toda la obra de la redención y aun del envío amoroso del Hijo : «Tanto amó Dios al mundo...». El énfasis de la pastoral en la predicación del castigo y el infierno llevaba la amenaza al centro mismo de la vida cristiana. Lo que podría haber sido visto como una ganancia desde el punto de vista 4. 5.
F. N ietzsche (Genealogía de la moral, Alianza, Madrid 1972, 56) cita la Sumina Theologica, supl., quaest. 94, art. 1: «los bienaventurados verán en el reino celes tial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les satisfaga más». Ibid., 144
216
L A V ID A
D E L
S ÍM B O L O
de la llamada de atención moral sobre la seriedad de la vida, se con vertía en una miseria teológica y espiritual que desconocía aspectos centrales de la vida cristiana. De hecho, la consecuencia vivida era una especie de simetría condenación/salvación que finalmente, para muchos corazones y sensibi lidades creyentes, terminaba en una asimetría de la salvación que in vertía la sana y estimulante creencia de que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia». Más bien sobreabundaba el temor, y la ame naza real y posible de la condenación predominaba sobre la salvación6. La asimetría de salvación-condenación favorecía a la condenación. Esta situación denuncia la desconexión que tenía el imaginario tra dicional de los novísimos con respecto a los aspectos centrales del cris tianismo. Se ha repetido que la escatología tradicional era un tratado teológico sin ubicación: una escatología separada del resto de la teolo gía; una especie de apéndice marginal que no acababa de estar inte grada respecto de los grandes temas de la doctrina cristiana, ni cristológicos ni trinitarios ni exegéticos. E. Troeltsch acuñó una expresión que ha sido retomada posteriormente para indicar el cambio de rumbo y orientación de la escatología. Para este teólogo y sociólogo protes tante de principios del siglo pasado, «el despacho escatológico estaba ordinariamente cerrado». Y sin embargo, como hemos visto, esta errá tica doctrina ejercía un influjo enorme sobre la espiritualidad y la vida cristianas, merced a su uso y abuso pastoral. 2. La escatología postconciliar El imaginario tradicional de la escatología va a comenzar a recibir una serie de críticas desde la sensibilidad teológica impulsada por el Vaticano n y su acercamiento al pensamiento moderno. Un pensa miento teológico que asumía muchos aspectos del pensamiento crítico moderno no podía por menos de enfrentarse al imaginario del miedo. Una teología que iba redescubriendo la dimensión central de la salva ción de un Dios que se comunica a los seres humanos y que ama este mundo, tenía que dar un vuelco al imaginario centrado en el juicio y la condenación. 6.
A. B eauchamp, «¿Existe todavía el pecado?»: Selecciones de Teología 161 (2002) 69-75 [70], recuerda que «la tradición escolástica hablaba sin temor de que, en la humanidad, eran muchos más los que se condenaban que los que se sal vaban, y de que, entre los católicos, eran más los salvados que los condenados».
L A V ID A
Q U E
P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
217
2.1. El centramiento teológico de la escatología A la altura de los años sesenta del siglo xx, otro teólogo, esta vez cató lico, Hans Urs von Balthasar7, enjuiciaba la situación de la escatología de manera contraria a como lo había hecho Troeltsch: en el despacho escatológico se hacían horas extraordinarias. Este rincón olvidado de la teología se había vuelto agitado y borrascoso: un rincón donde se producían las tormentas en el «frente meteorológico» de la teología. ¿Qué había sucedido? Muchas son las vicisitudes acontecidas en la realidad y en el pen samiento, en la teología y en el mundo cultural, que explican esta vuel ta hacia el futuro y la esperanza. La misma conciencia histórica occi dental, tan sacudida por un siglo que había socavado hasta los cimien tos de la civilización occidental, percibía la historia como crisis. El hecho estaba ahí: se asistía a una revitalización del pensamiento esca tológico. Y esta vez se colocaba la escatología en el centro de la teolo gía. Toda la teología, no sólo un apéndice de ella, era escatológica. Tras Karl Barth8, que ya había afirmado programáticamente en su famosa Carta a los Romanos (1922) que «el cristianismo que no sea total mente y en su integridad escatología no tiene nada en absoluto que ver con Cristo», Jürgen Moltmann9 va a declarar que «en su integridad el cristianismo es escatología». La escatología pasaba de la periferia al centro de la teología. Era la tonalidad que daba color a toda la teología. Pero, como sucede siem pre, no todas las construcciones teológicas iban a acentuar los mismos aspectos. Algunas escatologías, desde las primeras décadas del siglo xx, acentuaron la dimensión existencial y problemática del ser humano. Era la reacción de un pensamiento teológico protestante ante lo que M. Buber describe como «las épocas en que el hombre está a la intempe rie, sin hogar». Tenían la preocupación de proporcionar sentido a un individuo zozobrante, seguridad a un espíritu que ha perdido los viejos asideros, paz a un ser angustiado al mirar hacia las insondables oscu ridades de su misma existencia en medio de la soledad del mundo... Era el tiempo de escatologías como las de Barth, Bultmann, Rahner..., que, con matices muy diversos, se centran en proporcionar esperanza y sentido para el individuo. 7. 8. 9.
H.U. von Balthasar, «Escatología», en Panorama de la teología actual, Cristiandad, Madrid 1961, 499. Cf. K. Barth, Der Rómerbrief Ziirich 1922, 298. J. M oltmann, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969, 20.
218
LA
V ID A
D EL
S ÍM B O L O
Los años del postconcilio (a partir de 1965) van a conocer una reacción frente a este modelo existencial e individual: la sensibilidad escatológica gira hacia una esperanza que se empeña en el cambio social. La teología política de la esperanza de J. Moltmann101y la teo logía política de J.-B. Metz11 son, sin duda, dos formas ejemplares de reaccionar contra la privatización del cristianismo en general y de las promesas escatológicas acerca de la paz, la libertad, la justicia o la reconciliación. Al hilo de estas construcciones teológicas y de la sen sibilidad mesiánico-marxista del momento, el imaginario escatológico cristiano se vincula con utopías de cambio social: una sociedad más igualitaria, más libre, más solidaria, más justa. Se avista una especie de inicio de las promesas futuras en el hoy de la historia actual. Incluso se pudo llegar, en algún caso, a reducir la esperanza del Futuro del Crucificado-Resucitado a esta interrupción -de tono apocalíptico- del futuro burgués y de todos los futuros injustos del presente. Para los cre yentes dotados de la nueva sensibilidad sociocultural y cristiana, creer esperanzadamente es esperar activamente un futuro para los pobres y oprimidos de este mundo, los únicos, claro está, que pueden querer un futuro realmente distinto del actual. Desde el Resucitado se percibe que «esperar» significa derribar las barreras, apasionarse por lo impo sible, ya que todo sueño de justicia y amor ha encontrado aceptación en el Padre que resucitó a Jesús de entre los muertos. Las teologías política y de la liberación ven pronto que la historia es un lugar inhóspito para las promesas. Hay una radical ambigüedad histórica clavada en lo más profundo de todo lo humano. «No hay compañías aseguradoras del futuro de la historia», dirá expresivamen te H. Marcuse. De ahí que la esperanza cristiana se vincule cada vez más con la Cruz de Cristo. El reino pasa por la cruz. La historia de esperanza es la historia de la pasión del mundo. El pueblo, como dirá Ignacio Ellacuría en una imagen plástica, es hoy crucificado. Como resume Moltmann, el problema que casi permanentemente ha de afron tar la esperanza cristiana consiste, frente a toda presunción y desespe ración, en mantenerse en el «realismo» de que nada está ya al final, sino que todo se encuentra aún lleno de posibilidades. No hay nada asegurado en la historia, y esto exige una esperanza perseverante. La dialéctica del «ya, todavía no» encuentra unos encarnizados luchado res que no quieren renunciar a la dimensión política de la fe y que, sin 10. Ibidem; Id ., Conversión al futuro, Madrid 1974. 11. J.-B. M etz, Teología del mundo, Sígueme, Salamanca 1970; Id ., La fe en la his toria y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979.
LA
V ID A
Q U E P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
219
embargo, tampoco quieren caer en una mera identificación con un cambio social intramundano. Quizá esta brevísima reseña de la evolución de la escatología hay que completarla en la teología postconciliar con la afirmación de la persistencia del modelo tradicional remozado12. Una escatología cen trada en las postrimerías y en el destino del individuo. La máxima pre ocupación de estas escatologías no es cómo dicha esperanza es eficaz ya ahora, sino, una vez más, cómo me salvaré de este mundo y entraré en el otro. Vuelve el pesimismo frente a la historia, y los énfasis en la conversión son básicamente interiores 2.2. El centramiento en la salvación Por lo que venimos diciendo, se comprenderá que una escatología cen trada teológicamente es una escatología que no piensa simétricamente el dilema de la salvación-condenación. En este sentido, tal escatología hace suya la reacción de K. Rahner cuando afirma la asimetría especí fica de la fe cristiana en favor de la salvación. El mundo está roto, y la experiencia del mal no es una afirmación baladí, pero finalmente Cristo ha vencido al mal. Lo cual no tiene que dar pie a interpretacio nes precipitadas ni ingenuas de una marcha de la historia ascendente, ni siquiera de un final feliz. El triunfo que afirmamos es transhistóri co, aunque estamos llamados a hacerlo efectivo continuamente en la historia. Se advierte ya que un tono mucho más positivo va a entrar en los corazones y las representaciones cristianas. De paso, se ejerce una fuerte crítica del imaginario tradicional. Va a haber un rechazo frontal por parte de las nuevas conciencias respecto de todo el tema del juicio y la condenación. De un plumazo se rechazan, por ingenuas y deso rientadas, toda una serie de imágenes que habían alimentado y hasta torturado a las conciencias creyentes durante siglos. Ahora el peligro que se cierne está del otro lado: la reivindicación de un Dios amoroso que llega incluso a entregar a su Hijo por nosotros y por la salvación del mundo, desemboca en una liquidación práctica de todo el imagina rio tradicional, y especialmente del juicio y la condenación. Se margi na el infierno hasta su desaparición, y el juicio pierde su carácter de representación judicial para ser visto como una especie de estímulo moral para el compromiso cristiano con los «pequeños». 12. Cf. J. R atzjnger, Escatología, Herder, Barcelona 1980; C. Pozo, Teología del más allá, Bac. Madrid 1981.
220
LA
V ID A
D E L S ÍM B O L O
Pero vamos a ver cómo no se prescinde tan rápidamente de un ima ginario tan poderoso. La misma revitalización neotradicional católica alimenta de nuevo este imaginario fundamental, aunque ya sin los excesos anteriores. Y la religiosidad popular prosigue también este imaginario tradicional. 2.3. La crítica ideológica de la «pastoral del miedo» El pensamiento postconciliar, avisado por el pensamiento de la sospe cha y la crítica ideológica, va a añadir más razones para una actitud de distancia y de crítica frente a la escatología tradicional, especialmente en la forma en que se usaba en la pastoral. Conlleva la utilización del esquema imaginario dualista más allá/más acá, arriba/abajo, mundo presente/mundo futuro, vertical/horizontal, como una doble dimensión de la realidad que es usada para desvalorizar la historia. La crítica ide ológica ya era consciente de que una de las formas de uso ideológico de la religión la constituían los discursos o sermones de tipo escatológico o de doble plano: la referencia al más allá se hacía a costa del más acá; lo de arriba era presentado con las cualidades de lo permanente; y lo del más acá era lo pasajero y transitorio y, por tanto, fútil. De ahí que haya que buscar ante todo las «cosas de arriba». Una verdadera estra tegia que producía frutos de inhibición, huida del mundo, evasión de las cuestiones mundanas o, más frecuentemente, el refugio o la legiti mación de instituciones, partidos, sindicatos, etc. con coloración reli giosa. La huida del mundo era, finalmente, legitimación de una parte muy concreta de este mundo. El giro escatológico hacia una esperanza que se empeña en ser sig nificativa y eficaz ya en el momento presente llevó a un desvelamien to de estas funciones ideológicas de la escatología tradicional. Una razón más para prescindir del imaginario tradicional, tan abusiva e ingenuamente utilizado. La escatología crítica ofrece un cristianismo preocupado más por el más acá que por el más allá. No interesa tanto cómo es el cielo o el infierno, sino si podemos eliminar los «infiernos» de esta tierra y, mediante nuestra aportación a la construcción de una tierra más habi table en paz, justicia y libertad, acercar más el cielo (Reino de Dios) a la tierra.
LA
V ID A
Q U E P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
221
2.4. ¿Qué ha pasado con el infierno? A los excesos del antiguo catecismo de los «novísimos» y su abuso pastoral ha seguido en el postconcilio una marginación creciente del infierno. La teología no sólo se ha vuelto cada vez más reticente a hablar del fuego de la «Gehenna», sino que tiende a rechazar cualquier representación del más allá como ilusión grosera y curiosidad malsana e ingenua. Las representaciones populares que «identificaban» los «lugares» de los novísimos van dejando paso poco a poco -incluso con escánda lo periodístico cuando esta concepción teológica es asumida y predi cada por el Papa- a los «estados» o modos de vida con Dios, prescin diendo de cómo se presente o represente el más allá. Tanto el infierno como el cielo se definen como situaciones o estados de vida con Dios o de ausencia de Dios. En nuestros días se ha debatido seriamente sobre la existencia del infierno. La mala imagen que implícitamente ofrece de Dios da que pensar a la teología para cuestionar un imagina rio peligrosamente sádico y calenturiento. Por otra parte, queda en el aire la grave cuestión de la libertad del ser humano frente a Dios y su oferta de salvación. ¿Puede llegar el ser humano a dar la espalda total mente a Dios? Esta cuestión mortifica a los espíritus sensibles. Sabe mos la respuesta con que el escritor y creyente Charles Péguy se recon cilió con la creencia en el infierno: existe la posibilidad de la condena ción; pero el infierno está vacío. Por esta vía, o por otras mucho más sofisticadas teológicamente y que no interesa aquí especificar, llega mos a la liquidación, de hecho, del infierno. El infierno o no existe o está vacío. En cualquier caso, se margina o se ignora el imaginario tra dicional del infierno, que repugna a una concepción benevolente y misericordiosa de Dios. Esta repugnancia de la sensibilidad actual frente al infierno queda de manifiesto en las encuestas de opinión de los católicos españoles, para quienes el infierno es, entre los «novísimos», el estado del más allá menos creíble: un escuálido 32% cree en él. Sensibilidad del tiem po y evolución teológica coinciden en este punto. 2.5.El caso del purgatorio y la necesidad de un imaginario Uno de los pilares de la piedad tradicional y de la religiosidad popular giraba y gira en tomo a este «novísimo», en forma de devoción priva da, de misas de difuntos y del rito de paso de los funerales.
222
LA
V ID A
D EL
S ÍM B O L O
Quizá la persistencia todavía hoy de un imaginario preconciliar en este punto nos dice mucho acerca de la resistencia del imaginario tra dicional a la erosión de la crítica teológica y aun de la sensibilidad cultural. La teología postconciliar criticó duramente, como decíamos, un imaginario que hacia del purgatorio un cuasi infierno temporal. Repre sentaciones sofisticadas de la teología moderna como la semejante a un “encuentro místico y purificador”, propuesto por H.U. von Balthasar, aliviaron mucho a los espíritus cultivados, pero no llegó a la predica ción ni a las representaciones populares que han seguido aferradas a la oraciones por los difuntos y el encargo de misas por las almas de los muertos. Aceptemos que asistimos a un abandono de la imaginería cuasi infernal del purgatorio, de la mano de un silencio sobre tales represen taciones en la predicación actual. Pero aún no hay una alternativa a la hora de explicar y representar, entre el común de los fieles cristianos, la idea persistente y bien asentada de la necesidad de una «purifica ción» para acceder a la vida con Dios. Esto significa que no tenemos alternativa al imaginario preconciliar. La teología, la predicación y la catcquesis postconciliares no han sido capaces todavía de ofrecer un conjunto de representaciones, concepciones del tiempo, de los estados del más allá, del encuentro con Dios, etc. mediante relatos, imágenes y símbolos que hayan sustituido a las representaciones tradicionales. El mismo rechazo de la teología actual frente a cualquier elaboración de un imaginario del más allá impide esta tarea. Pero ¿puede la mayoría de los creyentes vivir en la abstracción teológica?; ¿es posible prescin dir de la representación de todo lo que tiene lugar después de un acon tecimiento tan traumático como la muerte en aquellos momentos en los que ésta ronda la vida de los creyentes? Ciertamente los intereses de la teología no coinciden con los de la piedad popular. O hacemos un esfuerzo catequético y homilético por proporcionar ideas, al menos, para sustituir y ayudar a superar el ima ginario popular, o éste seguirá poblando durante mucho tiempo las representaciones de la mayoría de los creyentes.3 3. El desafío de la escatología de la religión difusa Ya hemos señalado repetidamente la existencia en nuestro momento de una religiosidad que apellidamos «difusa», «fluida», y que se caracte riza por su carácter emocional, ecléctico, con tonos orientales, esotéri-
L A V ID A
Q U E P A L P IT A
EN
E L
S ÍM B O L O
223
eos, neomísticos y de pragmatismo salvador. Esta «nueva espirituali dad» está generando un nuevo imaginario escatológico. La influencia de este tipo de religiosidad en el imaginario de los creyentes de nuestro tiempo es perceptible ya en las estadísticas: el 29% de los creyentes católicos españoles dice creer en la reencarna ción. Y cada vez es mayor la contaminación de un lenguaje religioso que se remite al karma, etc. Los numerosos reportajes y películas sobre hinduismo y budismo, o sobre el más allá de la muerte, llevan, en la presente hora de la globalización cultural, a esta clase de lenguaje reli gioso, que conlleva su imaginario de símbolos y evocaciones. Es importante, aunque sea más a nivel exploratorio de observador participante que de analista de un fenómeno consolidado, arriesgar una interpretación acerca de lo que parece estar sucediendo en este mundo del imaginario escatológico a través de la influencia «oriental», que expande esta nueva sensibilidad religiosa y un conjunto de factores donde la divulgación científica, la parapsicología y la psicología jue gan un papel preponderante13. 3.1. La luz del Amor Estamos asistiendo a un fenómeno curioso y que nos debe dar que pen sar con respecto a la necesidad humana de representaciones que ali menten nuestro imaginario: cuando la filosofía y la teología se vuelven muy críticas y prudentes a la hora de hablar de los orígenes o del final, aparecen ilustraciones científicas o pseudo-científicas que no tienen tanto empacho en abordar imaginativamente estos temas. Algo de esto ha sucedido con los estudios, profusamente divulgados en las décadas anteriores, de R.A. Moody14, avalados también por E. Kübler-Ross. El doctor Moody, en Vida después de la vida, aborda las experien cias de personas que han estado al borde de la muerte o, dicho más atrevidamente, que han muerto o han sido considerados clínicamente muertos y han regresado después a la vida. Moody no quiere probar con estos casos la existencia de la otra vida, ni la reencarnación, ni nada de eso (aunque sus últimas publicaciones parecen haber abando nado esta moderación y adoptar tonos afirmativos). Pero, como han 13. En este punto me siento muy cercano a G. (Jríbarri, «Necesidad de un imagina rio del más allá»: Iglesia Viva 206 (2001), 45-83 [55], 14. R.A. M oody, Vida después de la vida, Edaf, Madrid 1975; E. K übler-Ross, La muerte: un amanecer, Luciérnaga, Barcelona 1989, que más bien se puede consi derar una socióloga y terapeuta del morir.
224
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
señalado sus críticos, se presenta como quien quiere al menos echar una ojeada al «otro lado»15. Lo que parece indudable es que sus narra ciones de experiencias, visiones y sensaciones han colaborado a for mar un imaginario que se ha expandido a través de los mass-media. En el fondo, y reducida casi a una tipología la serie de experiencias a que nos remite Moody, parecería que los moribundos: 1) tienen la experiencia de separarse de su cuerpo (accidentado en la carretera, en el quirófano, etc.) y verse como seres espirituales liberados del cuerpo; 2) asisten a todo el proceso que tiene lugar con su cuerpo, sus familia res...; 3) ven la propia vida en un instante y con una claridad meridia na acerca de cuál ha sido su comportamiento moral; 4) tienen senti mientos de desgarro por la separación de los seres queridos, experien cias de «atravesar un túnel»; pero 5) son atraídos por una luz y un sil bido, o voz tierna y amorosa, que llena de gozo y felicidad; 6) vuelven, finalmente, al cuerpo, a esta vida, como algo costoso, pero impuesto para seguir viviendo y madurando. Ni que decir tiene que esta serie de experiencias han sido contras tadas médicamente con otras casi contrarias: con alucinaciones y expe riencias dolorosas y llenas de terror. El resultado, desde un estricto análisis científico, no conduce a ninguna parte, o simplemente desem boca en explicaciones que tienen que ver con la actividad o no de determinadas sustancias químicas que segrega nuestro propio organis mo en estos casos. Pero lo llamativo ha sido el impacto que ha obteni do en el imaginario colectivo y cómo ha servido para alimentar con cierto grado de fiabilidad, dado el halo científico que le rodea, unas representaciones sobre la muerte y el más allá. Ha proporcionado unas imágenes sobre la muerte y el juicio, o el encuentro con el Ser de Luz, que hacen más soportable y aceptable el tránsito de la muerte. A falta de imágenes religiosas cristianas, la «cultura científica» de nuestro tiempo proporciona sus raciones sustitutivas. 3.2. La reencarnación, ¿moda o búsqueda de un imaginario aceptable? Hemos aludido ya a la contaminación «oriental», al neo-budismo, a menudo de pacotilla, que se ha extendido por Occidente y que conta mina a los creyentes cristianos. ¿Qué significa el hecho de que cerca de un tercio de los católicos españoles se digan creyentes en la reen15. Cf. H. KüNG, Ewiges Leben? Pieper, Miinchen 1982, 27s.
LA
V ID A
Q U E P A L P IT A
EN
E L
S ÍM B O L O
225
carnación? ¿No expresará la búsqueda de algo que no se encuentra, o se encuentra insatisfactoriamente, en el catolicismo? Cuando se aborda el tema con los presuntos «reencamacionistas», lo que se percibe es, por una parte, las ganas y la necesidad de tener una respuesta que aquiete el ansia de «más allá» o, si se quiere, de pervivencia y, por otra, la conciencia de culpa y la imposibilidad de acce der a Dios sin una cierta purificación. Una concepción ingenua de la reencarnación que, sin reparar en los costes antropológicos y de con cepción de la libertad, de la persona, de su unicidad, etc., da una solu ción al problema que no parece ofrecer, al menos para la sensibilidad actual, la solución tradicional del purgatorio. Importa el imaginario que se rechaza y la necesidad de ocuparlo por algo que al mismo tiem po salvaguarde una visión «positiva» de la salvación; no importan los problemas o consecuencias antropológicas y filosóficas a que conduce. Finalmente -parece pensarse-, nos salvamos, aunque sea después de muchas «vueltas», vidas o reencarnaciones. La reencarnación es, pues, un sustitutivo de un imaginario impre sentable bajo los ropajes de un cuasi-infiemo pasajero. Quizá también del rechazo actual a la muerte, pues es «una-muerte-no-del-todo», y de la conciencia de no realización humana con que se termina la vida. Y es preferible -parece decirse- la rueda transmigratoria antes que el sufrimiento de las terribles penas de las almas en le purgatorio. La reencarnación aparece así como síntesis de una propuesta de salvación y esperanza en el más allá para muchos de nuestros contemporáneos. Presentada con este simplismo, la cuestión de la reencarnación es una interpelación a nuestra pastoral actual y su incapacidad para trans mitir una imagen de Dios como alguien que está de nuestra parte, empeñado en nuestra realización y salvación, y que siempre ofrece una nueva oportunidad. Critica nuestra carencia de alguna representación alternativa a la imagen tradicional del purgatorio. Sería deseable que la de un encuentro purificador y sanador con el Dios-Amor tras la muer te tuviera un mayor desarrollo y expansión en nuestra predicación y en nuestra vida ordinaria. 3.3. La Vida en el Todo Divino La «sensibilidad ecologista», con su tendencia o nostalgia por un monismo vitalista y envolvente que nos abraza a todos, resucita viejas formas (con nuevas caras) de los panteísmos o cosmosofías. La natu raleza es la Gran Madre que nos acoge y lleva en su seno. La vida, esa
226
LA
V ID A
D EL
S ÍM B O L O
maravilla frágil y persistente, nos remite a la Vida misma, que late en un fondo o realidad originaria y universal. Formamos parte de ese Todo, de esa Vida que late en nuestra vida El culto a la armonía con la naturaleza, las relaciones respetuosas y no cosifícantes con ella, son puntos esenciales de esta sensibilidad y cuasi-religión. También aquí late un imaginario que aporta una salida a la impotencia o agotamiento cristianos, al mismo tiempo que expre sa la sensibilidad de una época ansiosa de visiones totalizantes, holistas, y denuncia el instrumentalismo expoliador de un sistema produc tivo consumista. En este contexto «ecologista», no es raro que se piense, a lo místi co-oriental, en una cierta salida hacia un más allá por la vía de una vida que gira dentro de la Vida. No hay muerte propiamente. Formamos parte de un Todo vivo, significativo, dinámico atravesado por una Energía/Vida universal que va teniendo sus manifestaciones individua les, para seguir en un ciclo interminable. Morir es retomar al mar sagrado de la Vida. Fácilmente se advierte que estas concepciones se dan la mano con el proceso de las reencarnaciones. Pero, en el fondo, lo que se pone de manifiesto es una comunión totalizante de todos y de todo y un descanso positivo en un seno acogedor, aunque sea imperso nal. ¿Nostalgia de un útero materno acogedor e indiferenciado en tiem pos de amenaza y de peligro? ¿Salida preferible a la angustiosa tensión del individualismo cristiano que te emplaza ante un Dios con rostro de Juez? 3.4. Apocatástasis Advertimos en esta modernidad tardía una cierta tendencia a evitar la ruptura definitiva y las condenas eternas. Se rechaza el infierno y sus aledaños. De una concepción tradicional donde la asimetría de la sal vación parecía inclinarse, de hecho, hacia el lado peligroso, hemos pasado a vivir representaciones y relatos, imágenes y narraciones o visiones que ofrecen un final feliz. Todo menos afrontar el trauma de la separación de Dios; todo, incluso la nada, antes que las tremendas representaciones del infierno tradicional. Nos hallamos ante una sensibilidad que se resiste fuertemente a la condenación. Es inimaginable o, mejor, insoportable un Dios y un fu turo de condenación y de infiemo. De hecho, muchas de las propues tas teológicas actuales rozan la apocatástasis, cuando no se asientan en su afirmación. Se salvaguarda la libertad de la negación y la ruptura
LA
V ID A
Q U E
P A L P IT A
EN
EL
S ÍM B O L O
227
con Dios, pero no se cree de hecho en su realidad. Ni la bondad de Dios ni la ambigüedad humana dan para una claridad tan meridiana como la que ofrecían los tratados tradicionales. La mayor reflexión sobre Dios y sobre la misma libertad humana parece avalar esta solu ción que se ofrece, en todo caso, como esperanza . 4. A modo de conclusión El breve desarrollo de este capítulo nos ha permitido constatar la im portancia del imaginario para la fe. No se cree lo que se quiere, sino lo que se puede y lo que permiten la tradición y el momento socio-cultu ral. La fe vive vinculada a representaciones e imágenes que, como hemos visto, son muy persistentes y difíciles de superar. Sobre todo, si no se ofrece a cambio una alternativa ni conceptual ni imaginaria. Han quedado también insinuadas las raíces culturales de la forma ción de este imaginario religioso. Obras como La divina comedia han sido capitales para la configuración de un imaginario del más allá que cientos de obras menores han expandido y que los predicadores han estimulado. Actualmente advertimos una crisis del imaginario tradi cional cristiano, y es la divulgación científica la que ejerce de genera dor de representaciones del más allá con concepciones tomadas o ins piradas en visiones religiosas orientales.
VI H a c ia e l g ir o s im b ó l ic o
Hemos visto que la anemia simbólica es una realidad en nuestra socie dad y cultura. La recuperación del símbolo se convierte así en tarea religiosa y cultural. Tratar de revitalizar el símbolo dentro de las coor denadas de la religiosidad cristiana se transforma, no sólo en una forma de defensa del mismo espíritu cristiano, sino también en una manera creativa de proponer su condición encarnada, es decir, su con dición de encuentro con Dios que se efectúa por los caminos del mundo. La lucha por el reverdecer de una cultura simbólica adquiere tonos de exaltación de la comunicación de Dios a los seres humanos que siempre será mediada por la realidad socio-cultural e histórica. Esta historización de Dios, que es autolimitación amorosa en su busca de comunicación con los seres humanos, tiene que encontrar de nuestra parte la predisposición a la recepción del símbolo y su defensa. Cegar las fuentes de la recepción equivale a no permitir que Dios se mani fieste. Impedir que el símbolo ejerza su fuerza sugeridora y de apertu ra del caparazón empírico de la realidad y de la historia es dejar a Dios en el silencio, y al ser humano en la cerrazón de la inmanencia mun dana. Defender la cultura del símbolo obedece, por tanto, a razones humanas y divinas: apoya el honor de Dios y sostiene la apertura radi cal del espíritu humano. En un momento de crisis del pensamiento moderno, creemos que esta recuperación del símbolo es una tarea particularmente urgente. Colaboramos a traspasar el umbral en el que se encuentra el pensa miento actual e impulsamos hacia una cultura y una razón menos uni
230
LA
V ID A
D EL
S ÍM B O L O
laterales y reducidas, más abiertas y, finalmente, saludables para la rea lización de una sociedad más humana y un ser humano más completo. Recuperar el símbolo es una tarea cultural y de sanación de una racio nalidad empobrecida y reducida, propia de una sociedad moderna enferma. Que el cristianismo colabore en esta tarea, está dentro de su mismo dinamismo de encarnación y liberación. Y de las preocupacio nes sociales y culturales que sus mejores representantes siempre han mostrado. Tratamos de cerrar así el bucle o anillo simbólico de este ensayo, iniciado con una reflexión sobre la situación cultural y la ambigua, cuando no pobre, situación de lo simbólico. Mediante esta vuelta a la situación actual del pensamiento mirando al futuro, pretendemos que la tarea de recuperación del símbolo dentro de la religión cristiana tenga su contexto y prolongación esperanzada y utópica en una cola boración simbólica socio-cultural-religiosa. Se completa así el deseo humano de realización, donde late la presencia del Absoluto que se nos comunica.
12
La crisis del pensamiento actual y la tarea simbólica Suenan por muchos lados las voces de la crisis, es decir, de la situación de umbral y de transición. El pensamiento de la modernidad tardía estaría agotándose, y todavía no vemos clara la emergencia del nuevo paradigma. Hay apuntes y barruntos, pero vemos más la niebla que nos rodea que las cumbres del nuevo horizonte. En esta situación todavía predomina el diagnóstico y el afán por discernir dónde nos encontramos. Pero ya se oyen las indicaciones que apuntan claramente hacia una sanación por la vía de expandir la razón moderna, constreñida en los ámbitos de lo empírico, lo positivo y lo cognitivo-instrumental. La razón moderna tiene que recuperar su ver dadera extensión. Hay dimensiones de la razón que han quedado en la penumbra y hasta en los sótanos del pensamiento. Urge sacarlos a la luz y darles la importancia y relevancia que merecen. Entre ellas, sin duda, se encuentran las dimensiones estético-expresivas y las de senti do. De ahí que la tarea de recuperar la dimensión simbólica de la razón sea un desafío y una necesidad liberadora y creativa del nuevo para digma ante el que estamos. Aquí1vamos a resaltar los lugares más sobresalientes de la crisis y acentuar los nombres de algunas de las corrientes o tendencias de pen samiento que parecen atravesar este espacio que habitamos y que de1.
Seguimos lo que podemos considerar una interpretación o estereotipo «canónico» entre muchos estudiosos. Como se verá, estamos influenciados por la visión de J. H abermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid 1987; Id., Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid 1990; Id ., La constelación postna cional, Paidós, Barcelona 2000; cf. también, R. Bernstein, Beyond Objetivism and Relativism. Science, Hermeneutics and Praxis, Basil Blackwell, Oxford 1983. Pero, como ha mostrado R. Rorty en su confrontación con él (cf. J. N iznik - J.T. S anders [eds.]), Debate sobre la situación de la filosofía, Cátedra, Madrid 2000, 42s), cabe hacer lecturas y énfasis diversos de la historia del pensamiento.
232
LA
V ID A
D EL
S ÍM B O L O
nominamos «modernidad tardía». Lo hacemos con la pretensión de ofrecer un cuadro que al menos acierte a presentar la sensibilidad de umbral o de transición paradigmática2en la que estamos y en la que se perfila la tarea de reconfigurar un pensamiento con densidad y peso simbólico. 1. La crisis del paradigma de la modernidad ilustrada 1.1. Una situación de incertidumbre El tiempo que vivimos ha sido denominado de múltiples maneras: sociedad pluralista, del relativismo radical, de la cosmovisión frag mentada, historicista, incluso nihilista. Pero quizá sea incertidumbre la calificación que mejor refleja el carácter nebuloso e inseguro con que nos movemos en esta modernidad de principios de milenio. La sociedad y la cultura occidentales del siglo xx han experimen tado una dramática crisis de confianza3. Los hechos terribles que han jalonado toda la centuria, así como las ideologías que prometían la sal vación y la realización humanas y que se han mostrado enormes y peli grosísimos relatos totalitarios para domesticar a las masas, son reali dades suficientes que descalifican, sin más argumentos, la utopía de la modernidad4. Hoy ya no hay que ser filósofo ni analista cultural para darse cuen ta de que la incertidumbre nos rodea: los casos de ataques del terroris mo internacional como el de Nueva York o los fallos de los productos farmacéuticos que nos iban a curar y terminan matando, socavan la confianza en la política, la ciencia, la técnica y la burocracia. Percibi mos que la vulnerabilidad pertenece a nuestra condición y que un peli gro anónimo y sin rostro nos espía por doquier. Es decir, hacemos el descubrimiento de que es el mundo que construimos los humanos lo que se nos ha vuelto peligroso. Son los dinamismos constitutivos de esta sociedad moderna los que albergan una ambigüedad innata. Ya no podemos creer que la ciencia, la técnica, la economía, la política, etc. puedan ser nuestros salvadores, o que en ellos radique el dinamismo 2. 3. 4.
Cf. B. S ousa S antos, A Crítica da razao indolente. Contra o desperdicio da. experiéncia, Ed. Afrontamento, Porto 2000, 15s. Cf. G. Steiner , Nostalgia del Absoluto, 103. Ésta es la postura, desacralizadora de la modernidad, de los denominados «postmodemos». Cf. J.F. Lyotard, El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia, Gedisa, Barcelona 1987, 125.
H A C IA
E L G IR O
S IM B Ó L IC O
233
que nos empuja, sin más, hacia un mundo más humano y racional. He mos descubierto todos lo que los fundadores de la Escuela de Fránkfurt denominaron «la dialéctica de la ilustración»5, o las consecuencias per versas de la prosecución de una racionalidad que se transmuta en inhu manidad. ¿No será que la ambigüedad es inherente a toda construcción humana? Ésta es la conclusión a la que llega no sólo el pensamiento académico, sino incluso el llamado «hombre de la calle». Esta incertidumbre que se agarra a las entrañas de la sociedad y la cultura actuales tiene una manifestación socio-cultural, como acaba mos de señalar, pero adopta también una forma epistemológica e histórica. La incertidumbre epistemológica puede ser considerada como una de las consecuencias de «la mayor aportación del conocimiento del siglo xx»6, es decir, «el conocimiento de los límites del conocimiento». Expresado de una manera paradójica: la mayor certidumbre que pose emos, a la altura del conocimiento actual, es la imposibilidad de eli minar ciertas incertidumbres, no sólo de la praxis, sino del conoci miento humano. No podemos hacer más que una referencia muy general a todo el proceso del conocimiento de la modernidad y la filosofía de la ciencia, para terminar afirmando con Ch.S. Peirce que «no podemos estar abso lutamente ciertos de nada»7. El principio determinista se ha derrumba do en la ciencia: en el seno de los fenómenos que obedecen a la diná mica lineal se descubre una incertidumbre que imposibilita la predic ción, por ausencia de información completa sobre los estados iniciales o sobre la multiplicidad enredada de las inter-retroacciones. Es el caos determinista8. Expresado al modo popperiano, diríamos que física, bio logía, historia y hermenéutica se mueven siempre entre la conjetura y la refutación. Nos encontramos siempre en la reconstrucción teorética. 5.
6. 7. 8.
Cf. M. Horkheimer - Th.W. Adorno, La dialéctica de la Ilustración, en la que ya, desde el inicio, se nos declara la intención que recorre toda la obra y el pen samiento de los autores: el intento moderno de realización de la razón que se toma barbarie. Cf. E. Morin, La mente bien ordenada, 1 1; Id ., Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, Paidós, Barcelona 2001. Cf. Ch.S. P eirce, CollectedPapers, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965, 1,147; D. Antiseri, Teoría delta razionalitá e ragioni della fede, San Paolo, Milano 1994, 30. Cf. E. M orin, op. cit., 72; I. P rigogine, El fin de las certidumbres, Andrés Bello, Barcelona - Santiago de Chile 1996, 17s.; J. Horgan, El fin de la ciencia. Los límites del conocimiento en el declive de la era científica, Paidós, Barcelona Buenos Aires - México 1998.
234
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
El conocimiento nunca es un reflejo de lo real, sino siempre traducción/interpretación y reconstrucción de unos hechos. Por consiguiente, siempre estamos dialogando con la incertidumbre. Si el conocimiento humano está abrazado por la incertidumbre, no es de extrañar que afirmemos la incertidumbre de la historia. Las facultades humanas carecen de la capacidad de discernir y asegurar la marcha de la historia; no hay leyes históricas ni un dinamismo inape lable que nos conduzca a un fin determinado. Todas las grandes visiones de la historia, tan características de nuestros últimos siglos, no son más que -como dirán los pensadores postmodernos- grandes relatos o metarrelatos que no poseen objetivi dad alguna, sino que tienen la peligrosa función social de servir de lazo social9 unificador y legitimador que conduce, finalmente, a la movili zación y colaboración de las masas en pro de determinados objetivos adscritos. Las visiones totalizantes son vistas, de esta manera, con inclinaciones y proclividades totalitarias. Quizá las necesitemos como «hilo rojo» y orientación de nuestras vidas, pero hay que quitarles toda pretensión de verdad y objetividad y dejarlas en lo que son: grandes visiones de la historia, «filosofía de la historia» para reducir la com plejidad y la misma incertidumbre de la caminata humana a través del tiempo abierto. 1.2. Raíces socio-culturales Desde M. Weber se ha visto en la pérdida de la unidad cosmovisional un indicador del proceso de secularización que priva a la religión de sus funciones de imagen del mundo y señala el inicio de una fragmen tación del sentido. El pluralismo de visiones del mundo está en el ori gen de la autonomización de las diversas dimensiones de la razón y sienta las bases para una pluralización de las formas de vida, al tiem po que se dispara el predominio de la racionalidad funcional a través del triunfo socio-económico de la tecno-ciencia y de la economía de mercado. Comentemos brevemente este denominado proceso de secularización. Consiste, en primer lugar, en un descentramiento social de la reli gión y en la pérdida del monopolio cosmovisional que poseía. En la denominada sociedad tradicional, la religión ocupaba el centro dador de sentido de la sociedad. Desde la religión se daba, por así decirlo, el «visto bueno» a prácticamente todas las prácticas sociales relevantes 9.
J.F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid 1984, 35s.
H A C IA
E L
G IR O
S IM B Ó L IC O
235
de la sociedad y la cultura, desde la política hasta la economía, o desde el arte hasta la sexualidad o la familia. De alguna manera, todo pasaba por la legitimación religiosa, la cual se convertía en la aduana central de la sociedad. La religión era más que religión. El proceso de autonomización del mundo arranca, si hacemos caso a M. Weber, en los orígenes mismos de la cultura bíblica y su noción de Dios Creador, distinto y separado de la creación y, por consiguien te, posibilitador de una marcha cada vez más autónoma de la historia. Pasa luego por el proceso de configuración del «espíritu del capitalis mo» y logra, a la altura del siglo xix, desplazar a la religión del centro o núcleo de la sociedad. Ahora, como ya vio genialmente Hegel, el centro no lo ocupaba la religión, sino la economía y la política. Era desde estas instancias desde donde se daba el visto bueno o legitima ción a las actividades sociales. La religión pasaba, como institución, a la periferia de la sociedad y perdía su condición de dadora universal de sentido o poseedora del monopolio cosmovisional. Desde ese momento, las consecuencias se encadenan y precipitan. Por una parte, asistimos a una cultura que se fragmenta en una diversi dad de cosmovisiones o visiones del mundo. Ya no será necesariamen te la religión el único donador de sentido o creador de tales visiones del mundo, sino que surgen diversas instancias o fuentes que quieren proporcionar este servicio. La ciencia, las diversas ideologías o visio nes político-sociales se alzan con la pretensión de proporcionar senti do acerca de las preguntas fundamentales de la realidad y de la vida. A la religión le salen competidores, y hasta podemos decir -visto lo acontecido desde nuestros días- que le salen sustitutos: «religiones» y «teologías» sustitutorias10, es decir, visiones y explicaciones que tratan de efectuar las funciones de aquélla. Entramos en una era de pluralismo cosmovisional o de fragmenta ción de visiones, dado que ninguna de ellas alcanzará ya la unidad y vigencia de que anteriormente gozó la religión. Y se sientan las bases para un proceso de autonomización de «las diversas esferas sociales». 10. Cf. P.L. Berger - Th. Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Paidós, Barcelona 1997, 97s. Cf. también G. Steiner, Nostalgia del absoluto, 111, donde defiende la tesis de que tanto el marxismo como el psicoanálisis o la antropología estructural de Lévi-Strauss no son sino formas pseudo-religiosas y sustituías de la profunda e inquietante nostalgia de Absoluto dejada por la erosión de la religión organizada (cristianismo) y de su teología sistemática. La presunta religiosidad difusa de la Nueva Era no sería sino un flojo y autodegradado inten to de sustitución que no tendría ni siquiera la grandeza de la construcción racio nal que tienen los otros intentos.
236
L A V ID A
D EL
S ÍM B O L O
Es decir, aunque la economía y la política sean actualmente las instan cias centrales de la sociedad, ha quedado ya suelto un potencial de sen tido que facilita el que cada una de las diversas instituciones o esferas de valor se vaya autonomizando y mostrando su propia lógica y con sistencia. Así, la ciencia, el derecho y el arte se van constituyendo en disciplinas autónomas que expresan modos de pensar y de entender la realidad no reducibles unos a otros. Se inicia lo que, en la teoría socio lógica de la modernidad, se denomina «diferenciación funcional del sistema social» (N. Luhmann), que tiene su correspondencia, a nivel cultural, con la denominada «destradicionalización del mundo de la vida» (A. Giddens, U. Beck) y que, leído desde la racionalidad, se puede llamar la «constitución de las diversas dimensiones de la razón», con sus criterios de validez y lógica propios (J. Habermas). Si ya Kant intuyó, a través de las tres críticas de la razón, este pro ceso de autonomización de las diversas dimensiones de la racionalidad, quedaba ya clara su institucionalización para M. Weber al comienzo del siglo xx, a cuyo término J. Habermas se esfuerza por determinar sus criterios de validez propios, así como su unidad fundamental en la raíz comunicativa de la razón humana. Dejamos para más adelante, pero lo señalamos ya, que con la pér dida de unidad cosmovisional y con el pluralismo entramos en un pro ceso de relativización de las diversas visiones del mundo: ninguna es objetiva, sino, todo lo más, aspirante a la presunta verdad totalizante y última. Se sientan las condiciones sociales y mentales para un cuestionamiento del denominado pensar metafísico o platónico. Con todo, el proceso de diferenciación racional e institucional no es ni tan limpio ni tan abstracto como quizá pueden dar a pensar estas breves consideraciones. Cuando volvemos la vista hacia los procesos históricos, nos encontramos con la carne y la sangre de la vida y de sus confrontaciones y sufrimientos. La visión histórica nos da cuenta de un proceso bastante cruento de luchas y resistencias donde, finalmente, hay vencedores y vencidos. Esquemáticamente, diremos que ha sido la racionalidad funcional o cognitivo-instrumental la triunfadora, a costa de oprimir otras dimensiones de la razón y de la vida. Tanto la Escuela de Frankfurt como M. Heidegger juzgan el predominio de la raciona lidad funcional o instrumental -aquella que se orienta a la consecución de los medios más eficaces para alcanzar un objetivo dado- como el verdadero cáncer de la modernidad. La llamada «dialéctica de la Ilustración», que trocaba la realización de la razón en barbarie, tendría su raíz en la unilateralización de la razón: en la absorción casi total de la razón por la racionalidad reguladora y funcional. Un ejercicio de
H A C IA
EL
G IR O
S IM B Ó L IC O
237
la razón que proporcionaba éxitos innumerables en la confrontación del hombre con la naturaleza, sometía ésta a su servicio, hasta la expo liación, y continuaba su enloquecida marcha hasta cosificar las rela ciones humanas y al mismo hombre. Este ejercicio unidimensional de la razón no sólo conlleva un reduccionismo de las diversas dimensio nes de la razón, sino que, como ya vio W. Benjamin, supone que la experiencia humana quedaba limitada en su amplitud al estrecho juego de las actividades y vivencias señaladas por el ámbito de lo funcional. Era el ser humano entero, no sólo el ejercicio de su racionalidad, el que se empequeñecía. Una mirada más estructural diría que la relación entre emancipa ción y regulación ha terminado con un claro predominio de esta últi ma. La funcionalidad ha penetrado en la política -Estado- y en el mer cado -economía-; la tecnociencia y el propio sistema jurídico se han apropiado de todo el ámbito social y hasta del pensamiento y de la razón. Quizá cabe señalar, por el interés que tiene para nuestro plantea miento, que esta historia de colonización opresora de la racionalidad funcional o cognitivo-instrumental sobre las demás se dejó sentir algo menos en la dimensión estético-expresiva, donde quedó un reducto que alberga un potencial de recuperación para un próximo futuro. Podemos ya deducir que no han faltado denuncias ni contra-reac ciones a este proceso dominador y colonizador de la razón funcionalista. No sólo están los críticos que aceptan el proceso acontecido en la modernidad como irreversible", pero que ansian un ejercicio equili brado de las diversas dimensiones de la razón, sino que surgen las reac ciones nostálgicas de los tiempos pasados y de las visiones únicas, objetivas y totalizantes. 1.3. Crisis del paradigma de la filosofía de la conciencia o del sujeto Dada la importancia que tiene para comprender la situación actual del pensamiento la llamada crisis del paradigma de la filosofía de la con ciencia o del sujeto, ahondamos un poco más en la incertidumbre epis-1 11. Es la postura que defiende J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa I y II, Taurus, Madrid 1987, con su ilustración incompleta, que habría que llevar a tér mino de un modo sano y equilibrado, es decir, buscando la complementariedad de las tres dimensiones fundamentales de la razón: la funcional, la práctico-moral y la estético-expresiva. Cf. J.M. Mardones, Razón comunicativa y teoría crítica, Universidad del País Vasco, Bilbao 1985.
238
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
temológica o proceso de cuestionamiento de la llamada filosofía de la conciencia. Tiene su origen en el llamado giro cartesiano hacia el sujeto. Se entiende el sujeto como conciencia refleja, y el conocimiento como producto de una facultad o «espejo de la naturaleza» (R. Rorty12) que es capaz de aprehender la realidad tal cual es. La verdad se entiende, por consiguiente, como una correspondencia entre representación y realidad. Existe un isomorfismo entre realidad y pensamiento, siempre en un juego de idealidad y abstracción. Conocer bien será enfocar bien el pensamiento o espejo y evitar que haya «manchas» que impidan una visión clara y distinta. Una concepción que suele denominarse mentalista y sin alteridad: el sujeto es un sujeto aislado, solipsista y descar nado, sin cuerpo y sin otro. Esta concepción del conocimiento, que tiene como preocupación la fundamentación de un primer principio que nos proporcionara la pie dra sobre la que elevar el edificio sólido y transparente del saber obje tivo y cierto, se va desvelando imposible. La llamada tradición cartesiano-lockeano-kantiana13 señala la marcha hacia un conocimiento objetivo y seguro que va socavando sus propios sueños. Kant mostrará que no existe un sujeto pasivo, espejo o máquina registradora de la realidad. El sujeto pone mucho: organiza y estructu ra la caótica masa de datos inmediatos de la realidad mediante las cate gorías del pensamiento y la sensibilidad. K. Marx indicará que esta filosofía kantiana ignora que la confrontación sujeto-objeto no se hace sólo mediante las mediaciones o filtros mentales que pone el sujeto, sino que el conocimiento del objeto se realiza en una sociedad estruc turada según unas relaciones sociales de producción y clase social, de poder, que distorsionan la visión de la realidad (ideología). De ahí que el conocimiento objetivo no se dé al margen de las relaciones sociales. Es decir, una teoría del conocimiento supone una teoría de la sociedad. Nietzsche mostrará que el sujeto siempre está situado y condicio nado por una perspectiva. No hay tal conocimiento universal y abs tracto, sino situado y concreto, perspectivístico. Y no podemos salir de esta encerrona contextual. Freud nos proporcionará un descubrimiento inquietante: la razón que conoce está flotando sobre un magma abismático. En nuestras pre12. Cf. R. Rorty, La Filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid 1983; Id., El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona 2000. 13. Cf. R. Bernstein, Beyond objetivism and subjetivism, 7s ; R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, o.c., 127s.
H A C IA
E L G IR O
S IM B Ó L IC O
239
suntas razones o racionalizaciones se refleja siempre, aunque no lo sepamos, esa oscura y gelatinosa realidad que impregna nuestras vidas y que podemos denominar «lo otro de la razón». Nuestras oscuras motivaciones e intereses, angustias y traumas mal digeridos rezuman su presencia a través de la razón. Si la razón está contaminada por la sociedad, la situación no lo está menos por el inconsciente que nos rodea. Wittgenstein nos planteará la cuestión de si somos conscientes de que siempre conocemos desde y en un lenguaje. Somos como moscas apresadas en una botella lingüística. ¿Podemos salir o escapar a este condicionamiento? El pensamiento científico también ha añadido su buena cuota a la ración de incertidumbre epistemológica y cultura] de nuestro tiempo. «La mecánica cuántica establece que nuestro conocimiento del micro cosmos ha de ser siempre incierto; la teoría del caos confirma que, incluso sin la indeterminación cuántica, muchos fenómenos son impo sibles de predecir; el teorema de la incompleción de Kurt Gódel exclu ye la posibilidad de construir una descripción matemática de la reali dad que sea completa y consistente; y la biología evolucionista no deja de recordarnos que somos unos animales destinados por la selección animal, no al descubrimiento de profundas verdades de la naturaleza, sino a la cría»14. Esta brevísima referencia a la historia del conocimiento en la modernidad nos enseña varias cosas que son de gran utilidad a la hora de discernir nuestra situación actual: En primer lugar, la evolución misma del pensamiento cuestiona el paradigma Sujeto-Objeto, especialmente la concepción solipsista, abs tracta e ideal del pensamiento. En segundo lugar, aparecen planteamientos que apelan a las llama das «terceras categorías» implicadas en el pensamiento: la sociedad, el lenguaje, el cuerpo, la acción. Elementos despreciados u olvidados por la filosofía de la conciencia y que se van a manifestar como poseedo res de una relevancia e importancia enormes para el pensamiento. Apenas es concebible el pensamiento fuera de estas realidades, que poseen rango filosófico. En tercer lugar, se va presentando una razón cada vez más situada, más contextualizada y mediada por el lenguaje, siempre en vistas a una acción o solución de problemas.
14. J. Horgan, El fin de la ciencia, Paidós, Barcelona 1998, 21.
240
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
Finalmente, se va abriendo un horizonte en el que cada vez es más difícil imaginar un pensamiento capaz de proporcionar ideas definiti vas e integradoras. Dicho de otra manera, estamos a las puertas del denominado pensamiento postmetafísico'5. Avistamos un pensamiento que, como ya hemos indicado y barruntó Kant, se presenta en la plu ralidad de sus dimensiones o distintos complejos de racionalidad, con sus criterios de validez propios e incluso con formas de argumentación especializadas y que han dado ya origen a diferentes institucionalizadones académicas, disciplinas y cultura de expertos. Si quisiéramos resumir y diagnosticar el estado de la situación alcanzada, tendríamos que decir que, a la altura del tercer milenio que comenzamos, el pensamiento parece atravesado por una dinámica que avanza: a) de la unidad al pluralismo; b) de la esencialidad o platonis mo al pragmatismo; y c) de la certeza a la duda, o consciencia creciente de un saber falible. 1.4. La crisis del pensamiento metafísico Por lo que venimos diciendo, la situación actual del pensamiento se puede caracterizar también como «crisis del pensamiento metafísico». Es decir, crisis de un pensamiento: a) identitario, o referido al Uno y al Todo, entendido a la vez como principio y fondo esencial, principio o fundamento y origen del que se deriva lo múltiple; b) idealista, o con una relación interna -desde Parménides- entre en el pensamiento abs tracto y el ser de las cosas; de ahí que, desde Platón, se piense en el orden ideal que recorre las cosas mismas y que reflejan la promesa de un Todo-Uno hacia el que apuntan (Ser, Bien...); c) en el que la filoso fía primera como filosofía de la conciencia se vuelve hacia el sujeto para huir de lo condicionado y obtener representaciones absolutamen te seguras de los objetos (Descartes), o como espíritu que trata, a tra vés de la naturaleza y de la historia, de darse a sí mismo (Hegel); d)15 15. La denominación «pensamiento postmetafísico» no está exenta de ambigüedades. J. Habermas, que, como hemos señalado, tiene un libro con este título, insiste en que esta denominación «post» quiere expresar algo de lo que está ocurriendo en el «espíritu de la época», o sea, la imposibilidad, tras toda la reflexión moderna, de plantear una filosofía o saber con carácter unitario, totalizante y definitivo. Acepta, con Heinrich, que se puede y se debe seguir planteando las cuestiones que se refieren a «la totalidad del hombre y del mundo», es decir, la elaboración de cuestiones metafísicas. En este sentido se puede mantener la expresión «meta física». Cf. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, 23.
H A C IA
E L G IR O
S IM B Ó L IC O
241
con un concepto fuerte de teoría, o vida contemplativa que proporcio naría un acceso privilegiado a la verdad y, de esta manera, la salvación -al fondo laten los orígenes sacros de la teoría (= theorós). Una suerte de concepción elitista de la teoría, elevada sobre la praxis, desvincula da en la realidad de los intereses y experiencias cotidianos. Estas características del pensamiento metafísico son problematizadas hasta su rechazo a través del proceso de reflexión de la misma razón. Ya hemos indicado cómo era cuestionada la filosofía del sujeto mediante la misma reflexión sobre el proceso del conocimiento y la búsqueda de un conocimiento más adecuado y fundamentado. Esta crisis de la filosofía del sujeto está ligada a la crisis de la bús queda de un conocimiento fundamentado. Pero la misma marcha de la razón fundamentadora va mostrando la contingencia e inestabilidad de ese pretendido cimiento. Todas los fundamentos se muestran como construcciones que incurren en el trilema de Miinchhausen16 (H. Albert): la circularidad lógica, el regreso «ad infinitum», o la interrup ción, y el salto o la evidencia idiosincrática. Al final se termina acep tando que no existe tal fundamento o piedra primera sobre la que ele var el edificio objetivo, seguro y cierto del conocimiento. Como diría Quine, los fundamentos se revelan contingentes y relativos a un marco de referencia. En la realidad no hay tal fundamento, sino un entrevera do de relaciones con mayor o menor consistencia. Se puede, si se quie re, seguir construyendo fundamentaciones, con tal de que se sepa y se acepte que son constructos relativos a una situación histórica, a una cultura, a una imagen del mundo, y que sirven de marcos de referencia para la comprensión e interpretación de la realidad (Wittgenstein, Gadamer). La crisis del pensamiento metafísico encuentra su tercer ángulo en la crisis de la historia, del agotamiento de la filosofía de la historia. Todos los modelos hacen agua, al no poder sustentarse la idea de un fundamento original o protológico, como la idea escatológico-mesiánica de una marcha lineal y progresiva hacia un fin, meta o plenitud. Todas estas concepciones de la historia viven de un secularización de la teología de la historia de la salvación o reconciliación cristiana o bíblica (Lowith, Lübbe, Vattimo, Rorty, etc.). En el fondo late una racionalización que es una «mitología» o esquema unitario y totali zante de la realidad que a través de diversas estrategias, como la idea de unas leyes históricas, de la realización de la Razón o de la Historia, del inevitable proceso de evolución, aprendizaje, etc., nos conduce a un 16. H. Albert, Traktat über kritische Vernunft, Mohr, Tübingen 19804, 13.
242
L A V ID A
D E L
S ÍM B O L O
final reconciliado. Vana pretensión. El mismo proceso histórico, con sus terribles experiencias (I. Berlin), se ha encargado de desengañamos respecto de estas creencias ingenuas en que se refugiaban los últimos restos de una «theologia sustituía». Ya indicamos cómo el pensamiento de este siglo xx ha desteologi zado la historia, mostrando que no hay un sentido único ni final. Estas visiones no son más que relatos unitarios y sospechosos de querer guiar nuestra colaboración hacia empresas uniformadoras y, a menudo, totalitarias. El pretendido sentido o filosofía de la historia no es más que un relato historiográfico, fácilmente etnocéntrico, cuando no ideo lógico o meramente literario. La historia es contingente, plural, multiversal, como dirá O. Marquard17. Ya hemos indicado que la crisis del pensamiento metafísico es la crisis del tránsito de una razón sustantiva y totalizante a una racionali dad que no capta las esencias, sino la formalidad o los procedimientos tanto, en las ciencias de la naturaleza (desde el siglo xvn) como en el derecho y la moral (desde el siglo xviii) . Se establece así el paso de una razón sustantiva a una razón procedimental Asimismo, las ciencias histórico-sociales se las ven crecientemen te con los problemas referentes a experiencias de la contingencia y finitud humana. Tales problemas cobran relevancia y cuestionan una razón ahistórica y abstracta. La destranscendentalización de la razón y su desabstractización son una consecuencia de la irrupción de una con ciencia histórica que descubre las dimensiones de la finitud y lo fáctico, su importancia, y denuncia el endiosamiento de una razón ide alista. La crisis de la metafísica evidencia también el paso de una razón abstracta y ahistórica a una razón situada y contextual, así como de una filosofía de la conciencia a una filosofía del lenguaje, y de un pensa miento fijado en operaciones teoréticas y desvinculado de los contex tos prácticos a un pensamiento que toma conciencia creciente del mundo de la vida, de la acción y de la comunicación: de la praxis, en definitiva. La importancia de estos giros nos exige detenemos y pres tarles un poco de atención.
17. Cf. O. M arquard, Apologie des Zufalligen. Philosophische Studien, Stuttgartl986; Id ., Abschied von Prinzipiellen, Stuttgart 1991.
H A C IA
EL
G IR O
S IM B Ó L IC O
243
1.5. Giros del pensamiento postmetafísico Se suele hablar de tres giros en este tránsito hacia el pensamiento post metafísico: a) el giro lingüístico; b) el giro pragmático; c) el giro esté tico. Y se barrunta un cuarto giro hacia lo simbólico. El giro lingüístico señala el paso de la filosofía de la conciencia o del sujeto a la del lenguaje, al caer en la cuenta de que el proceso cognitivo no es ajeno al lenguaje, sino que se da en medio del lenguaje o en el lenguaje como medio. Una sustitución que cambia el pensamiento en su método y contenido. Sus inicios se pueden rastrear en la poética y la práctica experimental de Mallarmé y Rimbaud. G. Steiner18 suele repetir que, entre la década de 1870 y la de 1890, el problema de la naturaleza del lenguaje se sitúa en el centro mismo de las Sciences de l ’homme filosóficas y aplicadas. El análisis del lenguaje comenzó siendo semántico (F. Saussure), análisis de formas de oraciones; se prescindía de la situación de habla, del empleo del lenguaje y de sus contextos; es decir, se olvidaba la pragmática del lenguaje. La abstracción semanticista llevó, por la vía del estructuralismo, hacia lo que Habermas19 denomina la «falacia abstractiva»: acentuar las formas anónimas del lenguaje otorgándoles rango transcendental. Se olvida la individualidad y creatividad del sujeto. El lenguaje se eleva como mecanismo lógico que habla en nosotros. También por la vía poética y de la creación se corre el riesgo de diluir al sujeto. El je est un autre, de Rimbaud, preludia ya, por el camino del éxtasis crea tivo, al M. Foucault20que anuncia el fin de la identidad del yo, del des construccionismo que rechaza la noción de la auctoritas personal, semejante al (último) Heidegger, que comprende el habla desde una fuente ontológica anterior al hombre.
18. Cf. G. Steiner, Pasión intacta, Siruela, Madrid 1997, 47s. 19. Cf. J. H abermas, Pensamiento postmetafísico, 58. 20. Cf., el último capítulo de M. F oucault, Las palabras y las cosas, Siglo xxi, M éxicol978, donde finaliza con las famosas palabras con que predice la desapa rición del sujeto: «...el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena». Claro que no está mal contrastar estas tentaciones intelectuales de pér dida de identidad con la frenética búsqueda y experimentación vital arriesgada de la persona M. Foucault. Cf. James M iller, La pasión de M. Foucault, Andrés Bello, Barcelona - Santiago de Chile 1997.
244
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
Estamos lejos de la comprensión ingenua de la correspondencia entre la palabra y el mundo empírico. Quedaba ya claro que el lengua je no es un mero instrumento o mediación entre conocimiento y reali dad. Las proposiciones o afirmaciones sobre la realidad no son ni expresión de una conciencia pura que descubre las estructuras a priori de las cosas (mito de la conciencia y de lógica) ni representación pura de las estructuras objetivas de una naturaleza independiente (mito de la objetividad y de lo dado) El giro lingüístico caminaba también por el descubrimiento, por parte de Wittgenstein y Austin, de la dimensión pragmática del lengua je: el entenderse de los participantes en la interacción sobre algo en el mundo. Esta doble estructura - intencionalidad y contenido- de todo acto de habla (Searle), con sus pretensiones de validez e idealizaciones de fondo, ha conducido hacia una exploración enormemente rica del funcionamiento de la razón por la vía pragmática de la comunicación (Habermas, Apel). El lenguaje abre así una vía para comprender mejor el funcionamiento de la razón humana y para entender la pluralidad de voces de la racionalidad dentro de la unidad de la razón (comunicativa). Estamos todavía demasiado inmersos en los remolinos de la Sprachkrise para darnos cuenta de todas las fracturas que conlleva la actual pérdida de confianza en la indiscutida eternidad y potencial de verdad de la palabra. Porque, finalmente, descubrimos que el lenguaje se muestra impotente para expresar verdades fundamentales y profun das. Cada vez que vamos más allá de la tautología y de lo pragmático, se vuelve falsedad y oscuridad. Nos falta la palabra. Aquello que es ca pital para la vida y la cultura yace más allá de la palabra. Incluso, como intuyó C.G. Jung, los mitos fundadores son anteriores al lenguaje. El giro pragmático ha quedado ya insinuado en el mismo descubri miento del lenguaje en su dimensión comunicativa, con todos sus ingredientes sociales, intersubjetivos y contextúales. Sin duda el giro pragmático les debe mucho a Darwin, Marx y Nietzsche; pero, vol viendo hacia el lenguaje, Wittgenstein enfatizó este giro cuando fundó su teoría del significado en el uso del lenguaje. Esta dirección cobra un sentido más fuerte todavía al pasar por el pragmatismo norteamerica no (Ch. Peirce, W. James, Dewey hasta Quine, Davidson, Kuhn y Rorty), que tiende a comprender el lenguaje como herramienta. Usamos las palabras para manipular el medio y no como un intento de representar la naturaleza intrínseca de ese medio. Lo cual presupone una concepción más darwinista que cartesiana de la mente: no estamos
H A C IA
E L
G IR O
S IM B Ó L IC O
245
nunca fuera del contacto con la realidad, sino que los seres humanos, en tanto que animales, hacemos cuanto podemos por desarrollar ins trumentos capaces de aumentar el placer y disminuir el dolor. Las pala bras se encuentran entre esas herramientas desarrolladas por esos ani males sagaces21. Se comprende que el neopragmatismo de R. Rorty empuje hacia una superación de la verdad por la persuasión, dado que «todas las des cripciones que damos de las cosas son descripciones adaptadas a nues tras finalidades»22. Estamos a un paso de la tesis de un pluralismo de lenguajes, ontologías, discursos..., cada uno de los cuales ocupa un lu gar en el espacio y en el tiempo, y todos ellos son mutuamente incon mensurables. Otra postura es la de quienes defienden la naturaleza in clusiva del lenguaje y la comprensión mutua de tradiciones diferentes. Al final, deberíamos retener el resultado de esta reflexión pragmá tica sobre la realidad lingüística y socio-cultural: la primacía de la pra xis sobre la teoría. De nuevo cambia el acento del pensamiento metafísico y del postmetafísico. Frente al abstractismo y la idealidad, las contingencias históricas, la condición social e individual, las razones plurales y concretas; frente a la razón única, transcendental e inmuta ble, la afirmación de la pluralidad, la inmanencia, lo mudable, impuro y diferente. El giro estético, verdadera consecuencia de la mirada nietzscheana so bre la epistemología, acentúa el carácter ficcional y construido de la realidad. Según W. Welsch23, asistimos a una estetización del saber, de la verdad y de la realidad que se caracteriza por un adiós a la fundamentación última y la instauración del juego de pluralidades y de mun dos construidos, imaginados, como la estructura constituyente tanto de la razón como de la realidad. La razón estético-expresiva sería para algunos la vía de recons trucción de una modernidad ilustrada agotada por el saqueo y supedi tación a la racionalidad cognitivo-instrumental. La menor colonización sufrida la predispondría para poder impulsar una comunidad humana y un pensamiento menos sometido a la lógica reguladora de la funciona lidad tecno-científica, del mercado y de la burocracia. 21. Cf. R. R orty, «El desafío del relativismo», en (J. Niznik - J. Sanders [eds.J) Debate sobre la situación de la filosofía, 57.
22. Ibid., 61 23. Cf. W. W elsch, Vernunft, Suhrkamp, Frankfurt a.M. 1996; N. Goodman, Maneras de hacer mundos, Visor, Madrid 1990.
246
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
Incluso en esta época postmetafísica, de fragmentaciones y pequeños relatos, quedan flotando el ansia y los deseos de un sentido global y totalizante. Ya se ha advertido con suficiencia en la marcha del mismo pensamiento que ni la crítica ni la argumentación son el camino para alcanzarlo. El frecuentemente denostado24 «mito» y la «religión» son el ámbito tradicionalmente privilegiado de estos planteamientos: res ponden a la pregunta por la existencia de algo en vez de nada; el mito es la «ontología arcaica» (M. Eliade) que responde que la realidad tiene sentido, a pesar de las profundas fisuras y desgarros que la atra viesan. Pero cuando se indaga por su peculiaridad, nos encontramos en el reino del símbolo, es decir, de un pensamiento que nos remite a lo ausente y que sólo se puede evocar, sugerir, bajo formas o metáforas que sostengan una cierta afinidad con lo referido, pero que finalmente sólo lo insinúa, no lo describe, y, paradójicamente, muestra una dese mejanza mayor que la similitud que barrunta. Este pensamiento del umbral (P. Ricoeur) no tiene contornos precisos, sino que se difumina; de ahí que requiera la permanente vigilancia crítica para evitar cosificaciones o idolizaciones peligrosas. Pero remite y pugna con el senti do, en busca de una sutura de la realidad que el ser humano experi menta escindida. Barruntamos el giro simbólico. 2. Hacia un nuevo paradigma que integre la dimensión simbólica 2.1. Las soluciones «desde dentro» Cuando indagamos la situación actual del pensamiento y nos pregun tamos qué salidas o soluciones existen a los problemas planteados, de nuevo nos encontramos con una pluralidad de propuestas y con la ine vitable subjetividad de quien mira el panorama a la hora de cartografiar la realidad. ¿No será justamente esta situación la expresión de un momento de transición? ¿No estaremos ante una transición de modelo de pensamiento? ¿Hacia dónde nos encaminamos? Aquí optamos por distinguir entre lo que vamos a llamar alternati vas «desde dentro», que son retoques al paradigma existente, frente a lo que consideramos que es una propuesta que sí parece ofrecer una ruptura al paradigma dominante del pensamiento occidental «desde Jonia hasta Jena», que solía repetir F. Rosenzweig, es decir, la equipa ración de Parménides: pensar = ser. 24. Cf. G. D urand, La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires 1971, 24s.
H A C IA
EL
G IR O
S IM B Ó L IC O
247
Existe actualmente en el panorama del pensamiento actual25 una propuesta que pretende mantener los hallazgos del giro lingüístico y del paso de una filosofía de la conciencia a otra del lenguaje aceptando la situación de pluralismo de cosmovisiones y racionalidades, sin caer en un desconstruccionismo deflacionista. El representante más caracterís tico es J. Habermas, el cual propone la aceptación de una falibilidad de la razón, una situación postmetafísica, pero que no renuncia a pensar el todo no objetual del mundo de la vida ni a ejercer como vigía de la razón, como tampoco renuncia a una concepción enfática de verdad. La vía que propone consiste en analizar las denominadas condiciones de posibilidad de la comunicación. A su juicio, este camino de acceso a la razón da cuenta de su pluralidad respetando su unidad. En el polo contrario se sitúa el desconstruccionismo, especialmen te el de R. Rorty, que apuesta por una racionalidad plural, contextua lista, de un relativismo radical. La salida es la de un «etnocentrismo metodológico» que es consciente de hablar desde su situación (nortea mericana, del liberalismo democrático) y que afirma le bastan los recursos de esta tradición de respeto y diálogo para buscar la mejor solución que a través de la persuasión, no por la fuerza, logre amino rar el sufrimiento e incrementar la igualdad y las oportunidades entre las criaturas humanas para comenzar la vida con las mismas posibili dades de felicidad. Ya hemos dicho que no faltan quienes, conscientes de la situación posthumanista en que nos encontramos y de la separación entre las dos culturas, científica y humanista, tratan de enfrentar la complejidad de la realidad actual por el camino de la teoría de sistemas. El represen tante más cualificado sería N. Luhmann, que trata de reducir la com plejidad y explicar el devenir del mundo a través del juego de diferen cias sistema-entorno. Un ir más allá de la filosofía del sujeto;'que queda asumida y di suelta por una teoría de sistemas que se engendran a sí mismos auto-referencialmente. Diferente es la propuesta de E. Morin, el cual, partiendo de la com plejidad de la realidad, trata de alcanzar un holismo mediante un pro25. Cabría indicar, como hace B. S o u s a S a n t o s , A Crítica da razño indolente, 70s, los rasgos que se entrevén del «paradigma emergente»: un conocimiento con mayor presencia de lo estético-expresivo; un conocimiento emancipador que valora la visión negativa del futuro, es decir, la prudencia frente al utopismo auto mático de la tecnociencia; un conocimiento que sea al mismo tiempo autoconocimiento y que sepa que toda la naturaleza es cultura y que toda la ciencia es social, y que por eso es consciente de que la ciencia occidental es capitalista y sexista.
248
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
ceso de diálogo de la cultura humanista y científica y de un pensa miento que él denomina inter-poli-trans-disciplinar. Este movimiento interdisciplinar -en el que se conjugan historicidad, progreso, libertad, autodeterminación y conciencia- atraviesa gran parte de la sensibilidad de las ciencias sociales y de la naturaleza, como es el caso, por ejem plo, del paradigma de la auto-organización de Jantsch; de la irreversi bilidad de los sistemas abiertos y las estructuras disipativas de Prigogine; de la sinérgica de Haken; del concepto de hiperciclo en la teoría del origen de la vida de Eigen; del concepto de «autopoiesis» de Maturana y Varela; de la teoría de las catástrofes de R. Thom, o la del orden implicado de D. Bohm, o la matriz-S de G. Chew. Otros ensayan la vía estético-expresivista de un neo-nietzscheanismo que construye sentido y mundo de realidades desde sí mismo, ele vando el gusto a criterio máximo de verdad y de bien. El retorno a la metafísica la llevan a cabo diversos intentos. Los más significativos, por su seriedad y rigor, parecen ser los de D. Heinrich y R. Spaemann. En este contexto de movimientos de retomo a un pensamiento tota lizante y unitario hay que situar un intento de sensibilidades y lengua jes religiosos como el de la «Nueva Era», que ofrece nostalgias de visiones holistas, pero lo hace, sospechosamente, apelando a una mez cla de elementos entre los que se dan cita desde la psicología transper sonal hasta tradiciones esotéricas o fragmentos de teorías científicas. No es extraño que a ojos y oídos de pensadores como J. Habermas26 suene a una «mala especulación» que trata de alcanzar una «corona verdaderamente surrealista de imágenes cerradas del mundo». Quizá el punto más problemático radique en esa invocación abstracta a la auto ridad del sistema de la ciencia, del último paradigma científico, en un momento en que hasta la misma ciencia confiesa su incertidumbre27. Para G. Steiner, como ya indicamos, esta revitalización trivial de lo religioso es fruto de un pensamiento poco riguroso, banal, que reac ciona a la nostalgia de Absoluto producida por una comprensión des centrada del mundo y por la pérdida de centralidad del cristianismo y 26. Cf. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, 39. 27. ¿Se deriva de la ciencia un sentido? Las apelaciones que hacen muchos autores de la «Nueva Era» al pensamiento científico, al «último paradigma científico», a la mecánica cuántica, etc., me parece que obvian demasiado fácilmente esta cues tión. De manera implícita o explícita, contestan afirmativamente a la misma, con lo que entramos en preguntas cada vez más enmarañadas: luego, entonces, ¿la ciencia no sólo describe y analiza la realidad, sino que nos da el sentido de la rea lidad misma en su totalidad?; ¿y cómo lo hace?; ¿dónde encuentra tal sentido?
H A C IA
EL
G IR O
S IM B Ó L IC O
249
de la teología cristiana. Un mal neognosticismo, para uso y abuso de espíritus burgueses un tanto asustados en este cambio de milenio (H. Bloom), carente de cuidado y de vigilancia crítica a la hora de hablar del Misterio, y sin conciencia alguna del carácter simbólico, analógi co, de todo hablar sobre el Misterio divino y de la necesaria contención y austeridad -«agnosia»- que lleva consigo. La recuperación de la religión que proponemos, y del pensamiento que lo exprese, camina por otros senderos. Debe admitir la pluralidad del lenguaje religioso, con especial énfasis, como venimos mostrando, en el habla negativa («no es esto, ni esto...») y un mayor uso de la poli cromía simbólica («es como...»), sin olvidar la vigilancia crítica ni el rigor conceptual. A fin de indicar brevemente algunas sugerencias en esta dirección, permítasenos insistir en algunos aspectos afines al pen samiento simbólico. 2.2. Planteamientos alternativos La verdadera alternativa al paradigma dominante desde los griegos procede del denominado Nenes Denken judío. Nombres como los de F. Rosenzweig28, M. Buber29 o E. Levinas30 bastan para insinuar de qué tipo de pensamiento se trata. Es el también llamado «pensamiento dia lógico», que pone el principio de la reflexión, no en la comprensión o captación (Begriff) conceptual del otro y lo otro, que queda asimilado a lo mismo, es decir, a lo mío, sino en el encuentro con el otro. Al prin cipio está, por tanto, no el pensamiento, sino la socialidad. Este dato es tan central y humano, a decir de estos pensadores, como puede serlo la reflexión. Incluso la reflexión ejercitada desde esta realidad de la socialidad cambia de orientación, y se encuentra con que es una bús queda de la justicia antes que de la verdad (teorética). Es un conoci miento en el reconocimiento del otro. El pensamiento adquiere una tonalidad mesiánica que sitúa, me diante el encuentro, la primacía del tú sobre el yo, la de la responsabi lidad -al sentirse interpelado por el rostro del otro- sobre la libertad, la de la justicia sobre la verdad, la de la ética sobre la metafísica, la del otro sobre lo mismo. 28. Cf. F. R o s e n z w e i g , La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca 1997. 29. Cf. M. B u b e r , Yo , T ú , Caparros, Madrid 1996. 30. Cf. E. Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977 (1987).
250
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
Las consecuencias son realmente muchas, aunque siempre se cier ne la sospecha de si no estaremos ante un «teologoúmeno» con ropa jes de pensamiento filosófico, más que ante una genuina filosofía. Al fondo late la controversia de un pretendido pensamiento secular puro que, por la fuerza de los argumentos, se habría emancipado de las tra diciones y habría asumido ese potencial semántico de los saberes de salvación (religiones). 2.3. Hacia el giro simbólico Otra vía es la que creemos se ensaya mediante la recuperación de un pensamiento simbólico. Se acentúa aquí la necesidad de dar respuesta a las cuestiones profundamente humanas del sentido y de la experien cia de ruptura que vive el ser humano. Se es consciente de que no hay salida ni por la vía del pensamiento y el análisis científico ni por la del crítico-argumentativo; pero se advierte que las sabidurías y los mitos han tratado de ofrecer una respuesta que utiliza lo mito-simbólico como modo de expresión. Un pensamiento siempre abierto, inacabado y, no obstante, con pretensiones de evocar lo ausente y de ofrecer pers pectivas de totalidad y de sutura a un mundo desgarrado. Cuando se palpa la impotencia del pensamiento para dar razón de la vida y del mundo, si la filosofía es incapaz de ello, tendremos que recoger esas intuiciones o evocaciones de la totalidad que proporcio nan sentido. Y ello, no para abandonar la racionalidad crítica en nom bre del reclamo de una Vida o de una Energía que nos recorre y aúna. No queremos volver a las mitificaciones del Gran Uno o de cualquier otra visión que vuelva a hundirnos en los halagos de lo indistinto o definitivo; queremos encontrar sentido y sutura a un mundo de dolor, injusticia, sufrimiento y escisión. No queremos superar por abandono la ética y sumergirnos en el fluir amoral de la vida, sino iluminar la inteligencia que sabe optar, establecer juicios entre el bien y el mal, distinguir y rechazar. La recuperación del pensamiento simbólico pretende recuperar dimensiones perdidas en la razón moderna, pero no abandonar los logros de la misma. El paradigma emergente que atisbamos debe ser una relación equilibrada de las dimensiones de la razón. Echamos de menos dimensiones de sentido y de respuesta al profundo desgarro humano. Nos sobra análisis pormenorizado, descripción de factores, influencias y causas. Nos falta un pensamiento que dé razón al ser humano de su profundo malestar, de sus desavenencias incluso bus-
H A C IA
EL
G IR O
S IM B Ó L IC O
251
cando el consenso, de sus intolerancias e injusticias. Y sospechamos que tenemos que recuperar lo reprimido o rechazado que se ha desve lado necesario para la salud del equilibrio de la razón. La razón unila teral tiene que ser superada por la asunción clara y decidida de la dimensión simbólica. Sin ella no existe esperanza de un sentido y de una reflexión verdaderamente humana. Hay atisbos de este giro en lo que Ernst Cassirer31 denominaba la «visión orgánica», como en un sistema, de los diversos aspectos de la vida humana y socio-cultural: una armonía de contrarios interdepen diente. El ser humano busca edificar un mundo propio que está lleno de tensiones y fricciones; pero en el fondo de los profundos contrastes late, no la discordia, sino, como diría Heráclito, «la armonía en la con trariedad», como en el caso del arco y la lira. Para ello es fundamental leer sus diversos productos culturales (mito, religión, lenguaje, arte, historia, ciencia...) como formas simbólicas, es decir, como modos de comprender e interpretar, de articular y organizar, de sintetizar y unl versalizar su experiencia. Finalmente, el ser humano construye así su mundo, que no será menos que un universo simbólico. Llegando a nuestros días, podemos encontrarnos con H. Blumenberg32y su visión desencantada del mundo. Sin embargo, este pensador y especialista del mito percibe que la exigencia de sentido permanece para el ser humano como un impulso motriz que brota del deseo de que «la inanidad no sea la última palabra». A la vida humana no le basta el reconocimiento de su ingente fracaso. Hay una rebelión contra lo que se considera un inútil esfuerzo. El ansia de sentido acaba por imponer se incluso al ansia de placer y desata la pregunta por el sentido, en un cosmos que no lo tiene y que no puede contentarse con menos que con un último fin metafísico de todo. Un colosal esfuerzo del pensamiento que le lleva por los caminos del mito, la religión y la metafísica y que yace oculto y soterrado en los vaivenes de nuestra vida cotidiana. Vano esfuerzo por luchar contra el «absolutismo de la realidad», pero esfuer zo permanente de la autoafirmación humana contra la naturaleza pre potente. Aunque finalmente, según Blumenberg, tengamos que apren der a despedirnos y desprendernos de nuestras exageradas exigencias de sentido. Ya hemos indicado desde el inicio de este ensayo que ha sido quizá G. Durand quien más ha insistido en la necesidad de una recuperación 31. Cf. E . C a s s i r e r , Antropología filosófica, F c e , México 199416, 325s. 32. Cf. F . J . W e t z , Hans Blumenberg. La modernidad y sus metáforas, Alfons el Magnánim, Valencia 1996, 77s.
252
LA
V ID A
D E L
S IM B O L O
de «lo imaginario» para sanar la cultura occidental y su pensamiento reducido y magro. Tenemos necesidad, después de enormes esfuerzos analíticos, de insistir en lo que une, en lo simbólico que arraiga en la imaginación, en la intuición, en los trasfondos del sexto sentido. Quizá sea interesante constatar que dentro de la teología y la peda gogía actuales hay una cierta sintonía con estas ideas a la hora de pen sar en las prácticas que las empujan. Se habla de la recuperación del rito y del relato, de la revalorización de la religiosidad popular. Los rituales nos llevan por la vía precognitiva, a través de lo sensible-corpóreo, al contacto con realidades invisibles e intangibles que, sin embargo, están presentes en todos los movimientos humanos. El rela to, que narra historias no para saciar nuestra curiosidad, sino para rea vivar en el tiempo presente unas experiencias o vivencias de conflictividad, fragilidad y liberación, proyecta una nueva luz desde ese pasa do hacia la situación actual y abre perspectivas de futuro. Son formas intuitivas, transracionales, que rebasan la conciencia meramente inte lectual y nos introducen en un ámbito gestual-simbólico, corporal-sensible, anamnético, de memoria e identidad, que alcanza niveles muy profundos de percepción33. 2.4. Hacia el nuevo paradigma: tareas para el pensamiento y la religión Cuando se avizora el futuro, aunque sea cercano, hay que situarse en la frontera. La perspectiva deseable de una razón que recoja la refle xión crítica sobre el pensamiento moderno tiene que conjuntar varias dimensiones desechadas o minusvaloradas por la llamada «razón ilus trada». La dirección es hacia una racionalidad no unilateral. Con esta indicación para el camino, la funcionalidad y la crítica se tienen que dar la mano con la alteridad y el recuerdo de las víctimas. Permíta senos, ya que no tenemos la imagen del paradigma del futuro, sugerir lo deseable hacia lo que convendría avanzar. a) Otra relación con lo real. Ya hemos visto que el pensamiento post moderno reacciona contra el estrechamiento de la visión funcionalista o lógico-empírica de la realidad. No es que la desechemos, pero sí con viene no entronizarla como la única. Las experiencias que dan sentido y motivos para vivir no se encuentran en estas dimensiones «tecno33. M.
J o s u t t is ,
en
(F .
Wintzer [ed.]) Praktische Theologie, Neukirchen 19852, 40.
H A C IA
E L G IR O
S IM B Ó L IC O
253
científicas». La vida está hecha de alusiones y sugerencias, de evoca ciones e invocaciones, de vivencias no expresables mediante la lógica y el número. Necesitamos otro modo de expresar lo esencial. Un modo que no puede menos de ser simbólico, es decir, inacabado, que ofrece, mediante la sugerencia, algo que nunca termina de absorberse por entero. Un modo de hablar que apela a la persona misma, la implica y la conduce a la apropiación de un sentido que supone una opción. Un lenguaje «parabólico» que habla en imágenes y que interpela la sensi bilidad y remueve el inconsciente. Dejar todos estos aspectos de lado equivale a marginar la vida. Deberíamos servirnos de escarmiento la experiencia de un funcionalismo desaforado que deseca el sentido y reduce la vida a un fundamentalismo de mercado. Necesitamos que el pensamiento nos sirva para vivir. Y para ello precisamos un pensamiento que alimente la vida. No hay duda de que este pensamiento tiene que tener un carácter simbólico. Supone mirar la realidad con una sensibilidad capaz de presentir la hondura y la riqueza de la vida misma; tiene que penetrar más allá del dato sensible sin desdeñar el trabajo de la reflexión. Ha de reunir sensibilidad y pen samiento, inconsciente y reflexión. Para rehabilitar el lenguaje religioso necesitamos rehabilitar el len guaje simbólico. Y viceversa. La tarea actual de sanar el pensamiento no se hará efectiva y real si no recuperamos la riqueza del lenguaje reli gioso. En un momento de no demasiado crédito del cristianismo en nuestro mundo occidental, la tarea es particularmente ardua. Pero en esta jugada nos va la salud de la cultura moderna y el futuro del cristianismo. b) Recuperar la tradición. Siempre estamos con la espalda contra lo otro: lo otro de la razón, lo otro de la tradición, lo otro más allá de la reflexión, lo otro previo donde se inserta ya la reflexión... No existe argumentación que, por ejemplo -como se ve en el caso de la ética-, obtenga por pura fuerza argumentativa los principios y orientaciones de la moral. Siempre estamos ya situados en una tradición moral, fre cuentemente de raíz religiosa. Desde su relectura e interpretación cons truimos la moral. Lo que es válido para la razón práctica lo es para toda la razón. La razón es una razón situada. Pensar lo contrario es defen der una razón desencarnada (Ch. Taylor), propia de un individuo desenraizado que, sencillamente, no existe. La razón tiene una dependencia respecto de las tradiciones de pen samiento y de vida que debe reconocer. No para quedarse en ellas, sino
254
LA
V ID A
D E L
S IM B O L O
para alimentar su reinterpretación y creatividad. La razón, el pensa miento sano, es una permanente tarea de creación reapropiadora (E. Cassirer). La hermenéutica de la vida, que nos viene dada con todas las obras culturales y de la tradición, es, pues, una tarea de todo pensa miento legítimo de hoy y de mañana. El nuevo paradigma tendrá raí ces si quiere tener salud y poder humanizador. Y aquí aparece, inevita blemente, la religión. No para ser un objeto intocable, sino para apor tar la savia que transmite consigo. En este sentido, hay que prestar oídos al último Habermas34, que llama la atención -cada vez con me nos reticencias- a los hijos descreídos de la modernidad para que no pierdan el «todavía inagotado potencial semántico de la religión». Toda una llamada de atención y toda una tarea que debe encontrar colaboración en la misma religión; una realidad viva abierta a la razón y al espíritu. La razón que quiera ser portadora de sentido no puede desvalorizar ni desconocer las tradiciones que transmiten la corriente de la vida. Desde este punto de vista, el pensamiento secular, laico, incurre en un racionalismo ciego cuando se instala en una increencia dogmática que afirma su superioridad despectiva sobre la religión. Como estamos viendo en el caso del Islam en nuestros días -y el propio Habermas citaría asimismo la cuestión de la manipulación de embriones huma nos-, lo único que se conseguirá será no comprender los problemas. El laicismo auténtico debe ser crítico y autocrítico y dejar espacio a la posibilidad de la fe en Dios; de lo contrario, incurre en aquel fundamentalismo que dice criticar. Los límites de la laicidad los señala la condición situada, no neutral ni autofundada, de la razón. La falibili dad de la razón, la precariedad sentida ante la magnitud de los proble mas, debe procurar una actitud abierta, también ante las tradiciones religiosas. Los potenciales de humanidad vinculados a imágenes sim bólicas como la de «semejanza a Dios» son un aviso y un capital intui tivo que está pidiendo atención y su justa traducción incluso para los espíritus no creyentes de nuestro tiempo. El respeto de relación, en reconocimiento y libertad, que introduce la creencia en la creación de Dios de un ser «a imagen y semejanza suya» no puede ser pasado por alto, sin tremendos costes humanos, por una especie de «confesionalismo» tecno-científico y económico.
34. Cf. J. H abermas, «Glaube und Wissen»: Frankfurter Allgemeine Zeitung, 15-102001,9, con motivo de la recepción del premio de la Paz concedido por los libre ros alemanes.
H A C IA
EL
G IR O
S IM B Ó L IC O
255
c) Un pensamiento de la alteridad. La barbarie del siglo xx debería volvemos muy críticos frente a quien pretenda taponar la apertura a lo otro, a lo distinto, a la alteridad. Sabemos de la inhumanidad y perver sidad que encierra el deseo del Uno totalitario. Eliminar la alteridad es una forma de cierre ante la Alteridad. Desde este punto de vista, la reli gión significa la apertura a la alteridad sin límites. Traducido social y mentalmente, significa la condición de posibilidad para que una socie dad se mantenga abierta y para que una mente no se aliene. El monoteísmo bíblico, con su rechazo de las imágenes de Dios, está sentando la idea de que Dios no es manipulable ni instrumentalizable al servicio de poder alguno. Y el Dios cristiano, que se abaja y se vacía (kénosis) hasta la muerte en la cruz, es un Dios nada lejano ni distante, sino que se entrega hasta la desaparición en su otro. Esta Encamación sienta un movimiento hacia la alteridad que se traduce en el máximo respeto a todo rostro humano, con el que Dios se identifica. Todavía más que en el Dios del Antiguo Testamento, cuya presencia nos interpela desde el rostro del pobre, la viuda, el huérfano y el extranjero (E. Levinas), se puede afirmar en el Dios de Jesús lo sagra do de todo ser humano. Desde Jesús es difícil negar que el Otro no nos interpela desde el rostro de las víctimas de la historia. Un pensamiento sensible a esta tradición de alteridad puede ver en las víctimas, en la solidaridad con la finitud humana -que diría M. Horkheimer-, con su sufrimiento y con su muerte, una compasión que, lejos de ser una sentimiento blandengue y efímero, se abre hasta el an helo de una justicia plena. En ese fondo de solidaridad compasiva late la débil esperanza de que la realidad no sea toda como se muestra, ni quede encerrada en lo dado, ni conduzca al triunfo del verdugo sobre la víctima. Las huellas de la Resurrección aparecen desde este clamor de la esperanza incluso para los hijos descreídos de nuestra modernidad. Sabemos que no hay razón ni fe que inmunice contra la locura humana; pero un pensamiento abierto al otro y a lo Otro es un pensa miento con mayor capacidad de resistencia a la manipulación política y social. Un pensamiento sensible al destino de las víctimas de la his toria será al menos un freno contra la barbarie y se empeñará en eli minar aquellas estructuras que procuren inhumanidad. Será una racio nalidad con una dimensión comprometida y práctica.
256
LA
V ID A
D E L S ÍM B O L O
3. Conclusión En la época del pensamiento desilusionado, el creyente está llamado a no desesperar de la razón ni apoyar infantilismos religiosos. En un momento en que se vislumbra la emergencia de un nuevo paradigma de la racionalidad, debemos impulsar y estimular una razón no unila teral, abierta a lo simbólico, enraizada en el mundo de la evocación y la corporeidad, consciente de su relación constitutiva y vital con la tra dición, y sensible a la alteridad de la interpelación del Otro en el ros tro humano de las víctimas de la historia La sombra dejada por la religión en el pensamiento es todavía muy alargada.
Epílogo: Recuperar el símbolo Una convicción nos ha guiado a lo largo de este ensayo es la impor tancia capital del imaginario simbólico para las cuestiones fundamen tales de la existencia y, por consiguiente, de la fe cristiana. La trans misión y vivencia de la fe, lo que afirma, promete y espera, lo que mo viliza y transforma la vida del creyente, lo que le penetra, cala y renue va, se juega en un imaginario que lo exprese y lo celebre. La fe se arrai ga y se alimenta de metáforas y símbolos, narraciones e imágenes, mucho más que de argumentos y razonamientos. Hemos visto la situación socio-cultural de nuestro tiempo, el pre dominio de un pensamiento funcional y consumista de sensaciones, ciego para las cuestiones de profundidad, crédulo ante los reflejos del Misterio, inseguro y miedoso para las preguntas que exceden el mane jo instrumental. El hombre de nuestros días está enfermo de Misterio. No soporta el imperativo de la interrogación radical. Ansiamos el ama necer de un nuevo paradigma que supere la unilateralidad de la deno minada racionalidad ilustrada, pero vivimos presos de las ofertas del mercado. El reduccionismo mercantilista deja coja y manca la expe riencia. Las miradas se dirigen hacia una sensibilidad que supere estas limitaciones y se abra a un pensamiento amplio y sin restricciones. En este proceso de marcha hacia un nuevo paradigma de pensa miento y hacia una experiencia más completa y humana, juega un papel importante la recuperación de la sensibilidad simbólica. Sin un pensamiento sensible al más allá de la argumentación y la crítica, no hay esperanzas de superar la unilateralidad de la razón tecno-económica; sin una racionalidad capaz de captar el latido profundo del sen tido de la vida, nos quedamos en la estrechez de la funcionalidad pre dominante y enfermos de sentido. La racionalidad simbólica, la aper tura del símbolo a lo otro de la razón, es lo único que puede darnos acceso a la medicina que nos cure de la dolencia del sinsentido, la desorientación y la crisis de identidad de nuestro tiempo.
258
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
Ahora bien, abrirse al relato y dar cabida a lo mito-simbólico no sig nifica tirar por la borda la argumentación y la crítica. Sin rigor razona dor y sin vigilancia crítica, la racionalidad evocadora y sugeridora, el símbolo, que persigue apresar la vida en su riqueza y profundidad, se desliza peligrosamente hacia la ilusión. La fantasía se cuela entre las manos del pensamiento del umbral. No se trata de abandonar nada, sino de eliminar tiranías inútiles y empobrecedoras. Buscamos la complementariedad de lo que le falta a la ilustración, siguiendo su mismo espí ritu que trata de hacer justicia a la razón humana y a la vida entera. Un pensamiento sano para un futuro más humano avista la complementariedad de la razón crítica y la simbólica, de la argumentación y la evocación. Quisiéramos superar la ramplonería de una vida supeditada al obje tivismo de la imagen, de la mercancía, de la sensación momentánea; sospechamos que el antídoto camina de la mano de una vida alternati va donde el símbolo se haga parábola de vida, sugerencia de otra cosa, compasión efectiva, recuerdo peligroso, apertura a lo otro y diferente, diálogo con el Tú misterioso y cercano. El símbolo es el arma de la evocación de lo distinto, presentiza lo ausente, dispara la imaginación hacia lo que todavía no existe pero puede ser. Sin símbolo quedamos presos de lo que hay; con la creatividad simbólica se descongela el pre sente marchito de las ideologías, y la desigualdad y la injusticia mues tran su barbarie; los sueños de una sociedad distinta y mejor se activan en actitudes de alteridad, fraternidad y compartir que son de extrema urgencia para una nueva humanidad. Una tarea fundamental para la religión La religión que no cuida la dimensión simbólica es una religión exáni me y extenuada por la sequedad del dogma y el moralismo, o calentu rienta y a punto de estallar por la fiebre incontrolada del rito y las mitificaciones supersticiosas. El símbolo es una de las piezas clave de la religión. La atención al símbolo señala la salud de la religión. Su descuido se paga con la caída en racionalizaciones desecadoras o extralimitaciones ingenuas e infan tiles. En la religión no vale ni el intento de prescindir del símbolo mediante una pretendida superación racionalista que olvida la entraña simbólica de toda relación con el Misterio de lo divino, ni el abando no en manos de la imaginación. El desvarío ataca a la religión tanto por el lado del formalismo racional, ritual o moral, como por el flanco de
EPÍLOGO: RECUPERAR EL SÍMBOLO
259
la ilusión, el milagrerismo omnipotente y la superstición irracional. El símbolo está clavado en el corazón de la religión, pero tiene que ser una simbólica viva y equilibrada, controlada en sus excesos tanto por la inclinación al subjetivismo psicologizante como por el objetivismo racionalista. Cada tiempo tiene que observar y detectar sus enfermedades reli giosas o contaminaciones víricas. Hoy estamos ante un simbolismo en flaquecido que se pretende subsanar con sobredosis de imágenes que suplantan lo real y ante largas contaminaciones religiosas por parte del racionalismo objetivante que se pretenden curar con arrebatos de emocionalismo subjetivo y simbolismo descontrolado. Aunque dentro de la iglesia católica predomina más la vuelta al confesionalismo doctrinal y al ritualismo seguro, es decir, formalista, lo que impera extramuros de la misma es una religiosidad de la experimentación subjetiva y del casi-todo-vale con tal de que evoque una pizca de trascendencia por los caminos de lo cotidiano funcionalizado. Ambas tendencias no hacen justicia al símbolo. De ahí que importe recuperar el símbolo en su ver dadera medida, equidistante tanto de la liquidación raciocinante como del abandono a la ilusión. Dentro de nuestra iglesia se precisan más dosis de imaginación y libertad simbólicas; fuera, algo más de rigor conceptual y de control ante lo que se denomina «lo sagrado». Nos tememos que ambas tendencias se alientan y alimentan en sus posturas unilaterales: los unos, con su miedo al símbolo, se refugian en la sospecha y el descrédito de todo cuanto suene a «experimentalismo» al sobrepasar o salirse de las normas, del texto y aun de las rúbricas indicadas y sancionadas por la autoridad; los otros, en el recelo de la rigidez institucionalizada y la carencia de imaginación que cierra o empobrece la apertura evocadora al Misterio. Ninguna de las dos pos turas favorece la recuperación del símbolo. Urge, por tanto, distanciar se de ambas y emprender un camino atrevido para unos y timorato para otros; un camino de acuerdo con la misma razón simbólica y con su vida dentro de la religión.
El desafío de la síntesis La propuesta que avalamos quiere evitar los extremos. No desconoce el empobrecimiento de la arrogancia indiferente que quiere prescindir del símbolo en aras, quizá, de una racionalidad que supere los peligros inherentes a los excesos de la ilusión imaginativa. Esta indiferencia
260
L A V ID A
D E L
S ÍM B O L O
simbólica incurre en la ceguera del momento funcional y olvida los estragos de la iconoclasia cultural y la negación del imaginario. Prepa ra reacciones aberrantes y compensatorias a las carencias actuales. Tampoco nos convencen las soluciones dualistas o esquizofréni cas, aquellas que deambulan por la funcionalidad rigurosa de día y tra tan de compensarla con raciones de ingenuidad espiritualista o de pre suntos rituales religiosos para conectar con el «misterio» al atardecer. No valen las soluciones estilo Belle de jour. La doble vida en el mundo del espíritu se paga siempre con la tontería o la locura. Ni vale tampoco, como ya hemos dicho, entregarse, sin más, en manos del fundamentalism o efervescente que cree estar en la creativi dad simbólica porque se apropia con entusiasmo de cualquiera de las propuestas que se cruzan en su camino y huelen a evocación sagrada y del misterio. Este juego presuntamente místico termina en la supersti ción más crasa, al olvidar las mínimas reglas de la disciplina mental y el respeto ante el Misterio de lo sagrado. Apelamos a la síntesis de la razón simbólica y la razón crítica y reflexiva, dentro y fuera de la religión. Aplicar la teología negativa, que sabe que nada puede identificarse con el Misterio y todo puede ser un ligero barrunto, analogía, evocación y símbolo de otra cosa totalmente distinta y otra, cercana y lejana a la vez. Ejercicio de respeto y distan cia frente al Misterio de Dios y búsqueda permanente para crear puen tes de cercanía y evocación, de referencia y proximidad con respecto a la presencia ausente de Dios.
Una tarea urgente para la cultura y la sociedad La exploración religiosa nos ha llevado por los caminos de la sociedad y la cultura. Mirar hacia la religión y cerrar los ojos a la sociedad y la cultura no sólo es una insensatez, sino que es casi imposible, como han indicado los estudiosos del fenómeno religioso. La religión es un hecho social. La cultura es la forma que configura la religión, del mismo modo que la religión da sustancia y contenido al trasfondo cosmovisional, ideológico y valorativo de la cultura. Sin religión la cultu ra se vuelve mustia y deviene una mera caja de herramientas. Pero la religión sin cultura ni sociedad es un fósil o una espiritualidad que vive en la estratosfera. En un momento en el que barruntamos y deseamos un paso hacia una nueva cultura y sociedad -que es tanto como decir: hacia un nuevo
EPÍLOGO: r e c u p e r a r e l s ím b o l o
261
estilo de vida, de visión del mundo, de ética y valores-, no hay expec tativas realistas sin una recuperación del símbolo. Ya vimos que la sociedad actual está ahíta hasta el empacho de imágenes y, sin embar go, carece de perspectiva de profundidad: no traspasa el plano cercano de lo que hay en la superficie. Explorar el interior y acercarse al mis terio de la realidad exige una racionalidad apta. La racionalidad fun cional no lo es, como tampoco lo es la mera crítica ni la sofisticación argumentativa. Se requiere un salto de nivel, de apertura a una racio nalidad que permita la evocación de lo ausente, la referencia de lo invi sible y el atisbo de lo inefable. Precisamos el símbolo, el pensamiento simbólico, para poder libar un poco de sentido y reconciliación y esca par de la cárcel del reduccionismo lógico-empírico y del objetivismo mercantilista. La sanación de nuestra cultura occidental de los estragos de la fun cionalidad y la superespecialización, el paso hacia un nuevo umbral cultural, la emergencia de un nuevo paradigma, será una mera declara ción retórica si no se asume el pensamiento simbólico, sin el cual no hay esperanza de un verdadero paso adelante, sino tan sólo mera repe tición y prolongación de lo que hay. No vale apelar a la estética, como menos colonizada y sometida a la esclavitud funcional, ni a la razón anamnética que dé cuenta del sufrimiento de las víctimas, si nos falta el símbolo. No hay evocación alguna sin símbolo; no hay memoria subversiva sin posibilidad de imaginar una vida distinta de la que hay. Y esta razón raciocinante y funcional de la tecno-economía actual y de la cultura cibernética nos apresa en las mil y una variaciones de lo que tenemos. No escapamos de la jaula funcional de lo que hay. El vuelo del mañana distinto sólo lo emprende el cóndor simbólico. De lo dicho se desprende que una tarea de recuperación del sím bolo dentro de la religión es hoy una tarea de sanación social y cultu ral. De nuevo las tareas socio-culturales y religiosas se abrazan. No habrá esperanza de una religiosidad cristiana sana sin la recuperación y revitalización del símbolo; pero tampoco se logrará el objetivo si estamos inmersos en una sociedad del fundamentalismo del mercado y en una cultura funcionalista y del simulacro de la imagen. Revitalizar el símbolo dentro de la religión cristiana nos lleva a no olvidar la atmósfera, escasamente proclive al símbolo, en la que vivimos. Trabajar por la salud de una cultura posthumanista significa introducir la visión simbólica del límite y preparar las condiciones para una fecundación cultural del Misterio. La iniciación al Misterio, la mistagogía actual, comienza por abrir la sociedad y la cultura al símbolo.
262
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
Alcanzamos la conclusión, bien conocida ya por el cristianismo con sensibilidad encamada, de que trabajar por la fe cristiana y traba jar por la sociedad de los hombres son dos tareas que se ayudan y se reclaman mutuamente. Una religión cristiana simbólicamente rica exige una sociedad más humana y una cultura que valore el símbolo. La aportación de una fe cristiana con esta sensibilidad no será des preciable para una cultura consciente de sus carencias y de su déficit simbólico. Ahora el conocimiento se nos convierte en desafío y tarea social.
Esperanza Las páginas que nos han conducido hasta aquí creemos que albergan algunas justificaciones e indicaciones para la recuperación simbólica. Deseamos que hayan aportado un gramo de luz y de ánimo al lector para unirse a la empresa social, cultural y religiosa de la sanación sim bólica. Esperamos que haya quedado claro que sin el símbolo la cultu ra no existe, la religión fenece, y el hombre no sobrepasa el umbral ani mal. Símbolo y vida humana se dan la mano. Símbolo y riqueza de vida se estrechan mutuamente. Desearíamos que, una vez entrevista la tarea, hubiera muchos espí ritus creativos capaces de aportar una frescura simbólica a la vivencia de la religión cristiana. Y todos nos dispusiéramos anímicamente a dar la bienvenida a la tarea de enriquecer la sensibilidad cultural y social de nuestros días. Ya sabemos que esto exige un posicionamiento críti co y resistente frente a las poderosas instancias de la industria cultural de nuestra sociedad de sensaciones y, aún más allá, requiere hacer fren te a los dinamismos funcionalistas y cegadores del símbolo. Positi vamente, demanda una actitud de búsqueda de profundidad y de ejer cicio de lectura de la realidad atenta al Misterio que la atraviesa. Necesitamos de los espíritus creativos, con capacidad poética y sugeridora, para dar cuerpo expresivo, en metáfora, relato, imagen, ritual, icono, danza, signo y hasta gesto, a este atisbo de trascendencia. Será en último término a estos espíritus creadores, poiéticos, a los que nos remitiremos y a los que tendremos que agradecer la revitalización simbólica que ansiamos y necesitamos dentro de la religión cristiana y en el entorno social y cultural que habitamos. La sabiduría del futuro que necesitamos la escribirán quienes sepan conjugar la inteligencia artificial con el alma de un poeta; quienes, de nuevo, se dejen arreba-
e p í l o g o : r e c u p e r a r e l s ím b o l o
263
tar por el espíritu profético y encarnen gestos y modos de vivir que evoquen otra cosa diferente de la del predominio del mercado y el Con sumo de sensaciones. Hombres y mujeres, con almas de peregrinos y voluntad rebelde, que no quieran plegarse a esta sociedad y creen un estilo de vida que sea sugerencia de otra cosa. Estamos hechos de sueños; el hombre es un creador de símbolos. Somos abejas de lo Invisible, como ya vio Rilke; libamos perdidamen te la miel de lo visible para acumular en la colmena el oro de lo Invisible. Nuestro máximo anhelo es encontrar la otra parte del símbo lo que nos falta. La religión relata, vive, expresa y celebra esta tensión simbólica.
I
Bibliografía básica en castellano A ives , R., La teología como juego, La Aurora, Buenos Aires 1982. A rmendáriz, J.L., Hombre y mundo a la luz del Creador, Cristiandad, Madrid 2001. A rsuaga, J.L. - M artínez, I., La especie elegida, Plaza & Janés, Madrid
1999. — El collar del neandertal. En busca de los primeros pensadores, Plaza Janés, Madrid 2001. Au, W. - C annon, N., Anhelos del corazón, Desclée, Bilbao 1999. C aro B aroja, J., El carnaval. Análisis histórico cultural, Alianza, Madrid 1965. B audrillard, J„ El paroxista indiferente, Anagrama, Barcelona 1998. — Pantalla total, Anagrama, Barcelona 2000. B auman, Z., En busca de la política, F ce , Buenos Aires 2001. B eck, U., La sociedad del riesgo, Paidós, Barcelona 1998. — La invención de lo político. Para una teoría de la modernización reflexi va, Fce , México 1999. B ell, D., Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1977. B erger, P.L. Risa redentora. La dimensión cómica de la experiencia huma na, Kairós, Barcelona 1999. B erger, P.L. - L uckmann, Th., La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires 1972. — Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno, Paidós, Barcelona 1997. B lumenberg, H., La inquietud que atraviesa el río, Península, Barcelona 1992. B onhóffer, D., Resistencia y sumisión, Estela, Barcelona, 1971.
266
LA
V ID A
D EL
S ÍM B O L O
B ourdieu, R, Sobre la televisión, Anagrama, Barcelona 1997. B ottéro, J. - O uaknin, M.A. - M oingt, J., La historia más bella de Dios,
Anagrama, Barcelona 1998. Y o y tú, Caparros, Madrid 1993. — Diálogo y otros escritos, Riopiedras, Barcelona 1997. — Eclipse de Dios, F ce, México 19952. C aillois, R., Teoría de los juegos, Seix Barral, Barcelona 1958. C ampbell, J., El poder del mito (diálogo con Bill Moyers), Emecé, Barcelona 1991. C arballo, R., Violencia y ternura, Prensa Española, Madrid 1967. C asel, O., El misterio del culto cristiano, Dinor, San Sebastián 1953. C assirer, E., Filosofía de las formas simbólicas (3 vols.), F ce , México 19982. — Antropología filosófica, Fce, México 1994. C apra, F., Punto Crucial. Ciencia, sociedad y cultura naciente, Integral, Barcelona 1985. C azeneuve, J., Sociología del rito, Amorrortu, Buenos Aires 1972. C orbí, M., El camino interior, El Bronce, Barcelona 2001. Cox, H., Las fiestas de locos. Ensayo teológico sobre el talante festivo y la fantasía, Taurus, Madrid 1972. D elumeau, J., El miedo en Occidente, Taurus, Madrid 1986. D errida, J. - Vattimo, G. - T rías , E. (eds.), La religión, P pc , Madrid 1996. D upré, L., Simbolismo religioso, Herder, Barcelona 1999. D urand, G., L o imaginario, Ed. del Bronce, Barcelona 2000. — La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires 1971. — De la mitocrítica al mitoanálisis, Anthropos, Barcelona 1993. E cheverría, J., L o s señores del aire: Telépolis y el Tercer Entorno, Destino, Barcelona 1999. E liade, M., La prueba del laberinto. Conversaciones con C.H. Rocquet, Cristiandad, Madrid 1980. — Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid 1955. — Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1967. — Iniciaciones místicas, Taurus, Madrid 1975. — «Observaciones metodológicas sobre el estudio del simbolismo religio so», en: (M. Eliade - J.M. Kitagawa) Metodología de la historia de las religiones, Paidós, Barcelona 1986, 116-140. E lzo, J. y otros, Jóvenes españoles 99, SM, Madrid 1999. F erry, L. - C omte-S ponville, A., La sabiduría de los modernos, Península, Barcelona 1998. B uber, M.,
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA EN CASTELLANO
267
F inkielkraut, A., La ingratitud. Conversación sobre nuestro tiempo,
Anagrama, Barcelona 2001. F rankl, V., La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid 1999.
— En el principio era el sentido, Paidós, Barcelona 2000. F oucault, M., Las palabras y las cosas, Siglo xxi, México 1978. G aragalza, L., Introducción a la hermenéutica contemporánea, Anthropos, Barcelona 2002. G ennep, A. van, L o s ritos de paso, Taurus, Madrid 1986. G iddens, A. - H utton, W. (eds.), En el límite. La vida en el capitalismo glo bal, Tusquets, Barcelona 2001. G ómez C affarena, J., Metafísica transcendental, Revista de Occidente, Madrid 1970. — «La “agnosia” del creyente»: Arbor 676 (2002). H aberm as , J., El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid 1987. — Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid 1990. — La constelación postnacional, Paidós, Barcelona 2000. — Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid 1987. H eidegger, M., El ser y el tiempo, F ce , México 19936. H illesum, E., El corazón pensante de los barracones. Cartas, Anthropos, Barcelona 2001. H obsbawm, E., Entrevista sobre el siglo xxt, Crítica, Barcelona 2000. H organ, J., El fin de la ciencia. Los límites del conocimiento en el declive de la era científica, Paidós, Barcelona 1998. H orkheimer, M. - A dorno, Th.W., La dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid 1994. H uizinga, J., Homo ludens, Alianza, Madrid 19955. Jacobelli, M.C., Risus Paschalis. El fundamento teológico del placer sexual, Planeta, Barcelona 1991. Jambet, C., La lógica de los orientales. H. Corbin y la ciencia de las formas, F ce , México 1989. James, W., Las variedades de la experiencia religiosa, Península, Barcelona 1986.
J oñas, H., Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona, 1998.
— El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder, Barcelona 1995. J uno, C.G., El hombre y sus símbolos, Caralt, Barcelona 1976 (19926). — Simbología del espíritu, F ce , M éxico 19944. Keshavjee, S., Dios , mis hijos y yo, Destino, Barcelona 2000.
268
LA
V ID A
D E L
S ÍM B O L O
K ushner, H.S., Cuando las cosas malas le pasan a la gente buena, Diana, México 1993'°. K übler-R oss, E., La muerte: un amanecer, Luciérnaga, Barcelona 1989. L evinas, E., Fuera del sujeto, Caparros, Madrid 1997.
— De Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid 1995. — Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1987. — De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1995. L inn, D. - L inn, S.F. - Linn, M., Las buenas cabras. Cómo sanar nuestra imagen de Dios, Promesa, México 19982. Luckmann, Th., La religión invisible, Sígueme, Salamanca 1972. — «Religión y condición social de la conciencia moderna», en (X. Palacios - F. Jarauta [eds.]) Razón, ética y política. El conflicto de las sociedades modernas, Anthropos, Barcelona 1988. Lyotard, J.-F., La condición postmoderna, Cátedra, Madrid 1984. — El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia, Gedisa, Barcelona 1987. M agris, C., Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad, Anagrama, Barcelona 2001. M arcel, G., Ser y tener, Caparrós, Madrid 1996. M ardones, J.M., Filosofía de las ciencias humanas y sociales. Materiales para una fundamentación científica, Anthropos, Barcelona 19982. — Razón comunicativa y teoría crítica, Universidad del País Vasco, Bilbao 1985. — El retorno del mito. La racionalidad mito-simbólica, Síntesis, Madrid 2000. — Síntomas de un retomo. La religión en el pensamiento actual, Sal Terrae, Santander 1999. — Para comprender las nuevas formas de la religión, Verbo Divino, Estella 20002. M iller, J., La pasión de M. Foucault, Andrés Bello, Barcelona - Santiago de
Chile 1997. M arión, J.L., El ídolo y la distancia, Sígueme, Salamanca 1999. M artín Velasco, J., El encuentro con Dios, Caparrós, Madrid 1995 (nueva edición; el original, de 1976, en Ediciones Cristiandad). — La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995. M artínez, G., «Imaginario y teología sobre el más allá de la muerte»: Iglesia Viva 206 (2001), 9-45. M artini, C.M., Los relatos de la pasión, San Pablo, Madrid 1994.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA EN CASTELLANO
269
J.B., Teología del mundo, Sígueme, Salamanca 1970. — La fe en la historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979. M e t z , J.B. (dir.), El clamor de la tierra. El problema dramático de la teodi cea, Verbo Divino, Estella 1996. M oingt, J., El hombre que venía de Dios (2 vols.), Desclée, Bilbao 1995. M oltmann, J., Trinidad y Reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Sígueme, Salamanca 1983. — Sobre la libertad, la alegría y el juego: los primeros libertos de la crea ción, Sígueme, Salamanca 1972. — Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 2001. — Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969. M orin, E., La mente bien ordenada, Seix Barral, Barcelona 2000. — Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, Paidós, Barcelona 2001. M oody, R.A., Vida después de la vida, Edaf, Madrid 1975.
M etz,
N icol, E., Crítica de la razón simbólica, F ce, México 1982 (20012). N ietzsche, F., Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1972.
— Genealogía de la moral, Alianza, Madrid 1972. N iznik, J. - Sanders, J. (eds.), Debate sobre la situación actual de la filoso fía. Habermas, Rorty y Kolakowski, Cátedra, Madrid 2000. O rtiz O sés , A., La razón afectiva. Arte, religión y cultura, San Esteban, Salamanca 2000. Otto, R., santo, Alianza, Madrid 1980. Pannenberg, W., Antropología en perspectiva teológica, Sígueme, Sala manca 1993. P seudo-D ionisio, Obras completas, Ed. Católica, Madrid 1990. P rigogine, I., El fin de las certidumbres, Andrés Bello, Barcelona - Santiago de Chile 1996. R ahner, K., «La teología del símbolo», en Escritos de teología IV, Taurus, Madrid 1961, 282-331. Rappaport, R.A., Ritual y religión en la formación de la humanidad, Cambridge University Press, Madrid 2001. R atzinger, J., Escatología, Herder, Barcelona 1980. R obles R obles, A., Repensar la religión. De la creencia al conocimiento, E una, San José de Costa Rica 2001. Rosenzweig, F., La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca 1997. Sólle, D., Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona 1996. Steiner, G., En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concep to de cultura, Gedisa, Barcelona 1998. L o
270
LA VIDA DEL SÍMBOLO
— Presencias Reales, Destino, Barcelona 1995. — Nostalgia del Absoluto, Siruela, Madrid 2001. — La barbarie de la ignorancia, Taller M. Muchnik, Barcelona 1999. — Gramáticas de la creación, Siruela, Madrid 2001. R ico eu r , P., Freud: una interpretación de la cultura, Siglo xxi, México 1970. — La metáfora viva, Cristiandad, Madrid 1985. — Educación y política, Docencia, Buenos Aires 1984. — Tiempo y relato, Siglo xxi, México 1992. — Teoría de la interpretación, Siglo xxi, México 1970. R orty , R., La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid 1983. — El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona 2000. T orres Q u eiru ga , A., Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997. — ¿ Qué queremos decir cuando decimos «infierno» ?, Sal Terrae, Santander 1995. — Del terror de Isaac al Abbá de Jesús, Verbo Divino, Estella 2000. T u r n er , V., El proceso ritual, Taurus, Madrid 1988. U ríba rri , G., «Necesidad de un imaginario cristiano del más allá»: Iglesia Viva 206 (2001), 45-83. Va la d ier , R , Un cristianismo de futuro. Por una nueva alianza entre razón y fe, P pc, Madrid 1999. V attim o , G., Creer que se cree, Paidós, Barcelona 1996. W ie se l , E., Todos los torrentes van a la mar, Anaya & Muchnik, Madrid 1996. Wittg en stein , L., Aforismos. Cultura y valor, Espasa-Calpe, Madrid 1996. — Movimientos del pensar, Pre-textos, Valencia 2000.