BERN H A RD H Á R IN G
MEMORIAS DE GUERRA DE UN SACERDOTE
BARCELONA
E D IT O R IA L H ERDER 1978
Versión castellana de M
a r c ia n o
V il l a n u e v a , de la obra d e
B e r n h a r d H á r i n g , Kriegserlebnisse, Verlag Styria
G raz - Viena - C olonia 1978
(g) 1978 Editorial Herder S .A ., Provenza 388, Barcelona (España)
IS B N 84-254-0736-2
Es
p r o p ie d a d
D
e p ó s it o
leg al:
B.
23.832-1978
G r a f e s a - N ápoles, 2 4 9 - Barcelona
P r in t e d
in
S p a in
A mis amigos polacos de Jastarnia en prenda de gratitud
PRÓLOGO
Tal vez el lector se pregunte: ¿A qué, después de tan tas Memorias de guerra, que nos traen el recuerdo de toda aquella maldad y aquellos horrores, ahora un libro más? No me guía la intención de enriquecer la crónica de las monstruosidades cometidas bajo el dominio de Hitler y Stalin. Aunque tengo la convicción de que no es bueno, ni para nosotros ni para las futuras generaciones, intentar relegarlas al olvido del pasado. De cualquier forma, el ob jetivo básico de este libro es recordar que en medio de la destrucción y de los crímenes multiplicados también ocu rrían cosas buenas. Este libro expresa mi fe en la bondad que se oculta en todos los hombres, una fe apoyada en la experiencia. Quisiera también que estas páginas fueran un testimo nio de agradecimiento por las innumerables muestras de amor y de bondad recibidas de numerosas personas de las más distintas nacionalidades. Pero sé muy bien que no hay palabras bastantes para pagar esta deuda de gratitud. Es la vida entera la que debe convertirse en alabanza y acción de gracias a Dios al servicio de los hombres, con la espe ranza de que nadie pierda la fe en el bien. El lector encontrará en estas páginas la historia de la 7
experiencia de la providencia de Dios. A veces me siento incluso tentado a decir que no necesito creer en la provi dencia divina, porque pude experimentarla y sentirla. La he visto, la he comprobado, la he tocado en mi propia vida. A los innumerables lectores de mis escritos teológicos y espirituales, que conocen y han podido seguir mi empeño por una renovación de la Iglesia y por la unión de la cris tiandad, podrá tal vez este libro hacerles ver cómo la divina providencia me fue preparando para esta tarea a través de duras y maravillosas experiencias. Tanto los estremecedores ejemplos de obediencia insensata frente a los tiranos como los gozosos ejemplos — y de manera espe cial estos gozosos ejemplos — me han llevado a tomar po sición contra una moral unilateral de la obediencia y a convertirme en portavoz de una ética de la intención y de la responsabilidad. Mi personal experiencia de conciencia me ha confirmado en la fe de que no podemos hablar del reino de Dios ni podemos servir a esta causa sin profesar un absoluto respeto a la conciencia de nuestros hermanos, los hombres, y sin una honrada búsqueda en nuestra pro pia conciencia de más luz y más verdad.
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1 TIEM PO D E SALVACIÓN
El lector me permitirá dedicar, al principio, unas pala bras al telón de fondo en que se mueven estas experiencias de guerra en Francia, Rusia y Polonia, para mejor com prender mi postura en el ejército alemán, es decir, en el ejército de Hitler. Me tocó ser uno de los primeros sacerdotes católicos que, a principios de noviembre de 1939, fueron destinados al cuerpo de sanidad militar. Tras un cursillo de ocho se manas, mi destino inmediato me llevó al servicio de sani dad de una división de infantería. Sin embargo, ya en enero de 1940, el director del colegio mayor de nuestra orden en Gars del Inn consiguió, a través de los buenos oficios de un médico católico del estado mayor, que se me con cediera un permiso. Di clases de teología moral, durante el segundo semestre del año escolar, hasta septiembre de 1940, a los estudiantes de teología de los últimos cursos ya próximos a la ordenación sacerdotal. Aproveché también el tiempo para trazar el plan de mi futuro libro La ley de Cristo, al que puse término, tras siete años de trabajo, una vez acabada la guerra. En septiembre me matriculé en la facultad de teología de Tubinga, para hacer el doctora do, pero tuve que incorporarme de nuevo y sin pérdida 9
de tiempo al servicio de sanidad. Esta vez me trasladaron a Augsburgo, para un cursillo de instrucción sanitaria de nueve semanas. Desde allí fui destinado, a finales del año, a una división de infantería acantonada en Francia, cerca de Bayeux (Normandía). Tuve una suerte inesperada. Tanto el jefe de la compañía de sanidad como el médico, al que fui asignado en calidad de asistente, eran católicos practi cantes. El pater católico de la división era un hombre do tado de extraordinaria simpatía. Así pues, pude arriesgar me a ejercer mi ministerio sacerdotal de forma regular, al menos los domingos, aunque la ley prohibía estricta mente a los sacerdotes de sanidad militar desempeñar nin guna de las tareas de los capellanes castrenses. Se nos había informado que todo lo que podíamos hacer era ce lebrar la misa a puerta cerrada y siempre a condición de que no hubiera más de una sola persona presente. Ya el primer domingo celebré los oficios religiosos en presencia de la casi totalidad de la tropa de la compañía. Un cabo segundo, que era arquitecto, y otro cabo segundo estu diante de teología de la Compañía de Jesús, se cuidaron de formar un excelente coro y de todos los demás detalles. Al cabo de unas semanas, pude celebrar la misa dominical en la grandiosa catedral de Bayeux, para varios regimien tos. La asistencia era realmente muy elevada. Todos los domingos me trasladaba en bicicleta desde Somerville a Bayeux para celebrar la misa y predicar la buena nueva. Un día me llamó el jefe de la compañía de sanidad y me largó un discurso, porque aparecía en bicicleta, y además mientras los oficiales y la tropa iban a misa, a la vista de todo el mundo. Me obligó a utilizar su propio automóvil. Era para él cuestión de prestigio. Un día, cuando todavía hacía mis desplazamientos en bicicleta, me detuvo en medio de la ciudad el comandante 10
militar de Bayeux. Me sentí no poco preocupado, temien do que me echara una bronca. Sucedió todo lo contrario. Me saludó cordialmente y me dijo: «Estuve en su misa y me gustó. ¿Qué le parecería a usted si invitara a la mú sica del regimiento, para amenizar el acto? Sé que los hombres lo harían con mucho gusto.» Y así fue cómo la misa del domingo se convirtió también en un aconteci miento musical, que aumentó la alegría de los soldados durante los servicios divinos. Fueron también numerosos los civiles franceses que asistían a este culto. Como yo era el único hombre de la compañía que po día entenderme fácilmente en francés, fui comisionado mu chas veces durante el tiempo del servicio para llevar a cabo las transacciones, por ejemplo la compra de heno y paja para nuestros caballos. De este modo, surgió y se des arrolló pronto una viva amistad con la población civil. Más de una vez pude mantener interesantes diálogos de pastoral. También de cuando en cuando pude prestar ayuda en mi calidad de enfermero. Las familias francesas inqui rían mi opinión sobre los soldados que trababan amistad con sus hijas y sobre otros muchos temas similares. De parecida manera, tuve numerosas ocasiones, durante toda la guerra, tanto en Polonia como en Rusia, de enta blar relaciones con la población civil de las ciudades y lo calidades donde fijábamos nuestros cuarteles. Pero en los años siguientes ya no se podían mantener estos lazos de amistad con la misma cordialidad y despreocupación que en aquel rincón relativamente pacífico de Normandía. Ale mania estaba preparando la guerra contra Rusia, y esta guerra tuvo un perfil totalmente marcado por los dos ti ranos, que, en su afán de poder, combatían contra la hu manidad y contra sus creencias religiosas. A principios de mayo nuestra división de infantería fue 11
trasladada a Polonia, concretamente a las cercanías de la ciudad de Sokol, no lejos de la frontera rusa. Yo había alcanzado el grado de suboficial de sanidad y era directa mente responsable de los servicios de enfermería de los hombres de nuestra compañía. El lugar en que estábamos acantonados no tenía iglesia. Apenas llegamos allí, mis amigos construyeron un altar adecuado en un gran granero vacío. Allí celebraba la santa misa, los domingos, para los soldados de nuestra compañía y para las unidades cerca nas. Las relaciones de nuestros hombres con la población polaca eran muy buenas. Así, muchos polacos asistieron, ya espontáneamente o invitados por nuestros soldados, a nuestra misa, que en aquel tiempo se decía todavía en latín. Mientras tanto, adquirí suficientes conocimientos de polaco para entenderme con la gente, de modo que no tuve inconveniente en participar con los católicos polacos en un acto piadoso del mes de mayo. Había violado tan despreocupadamente las leyes de Hitler que me quedé sorprendido cuando el jefe me llamó para pedirme cuentas de mis actos. Era un hombre abso lutamente honesto, pero no podía pasar por alto una acu sación. Me preguntó si era cierto lo que había oído, es decir, que había tomado parte por tres veces en actos religiosos con la población polaca. Respondí que más de tres veces. Me siguió preguntando si sabía que estaba pro hibido por la ley. Respondí con un sencillo sí. Lo sabía. Me preguntó si tenía algo que decir en mi defensa. Res pondí: «No, gracias.» Pero añadí que me gustaría pedirle un favor, a saber que mi caso fuera juzgado juntamente con el caso, tal vez más grave, del teniente de primera X. Dicho teniente asistía al interrogatorio y enrojeció visible mente, porque era el que me había denunciado. El jefe me preguntó a qué caso me refería, y yo le respondí lisa 12
y llanamente que el mencionado oficial había bebido y bai lado con mujeres polacas de dudosa conducta y que tal vez aquello podría ser mucho más peligroso para la segu ridad del ejército que rezar en compañía de honrados ciu dadanos polacos. E l comandante me despidió con unas duras palabras. El teniente que me había causado aquella dificultad se hallaba ahora en una situación mucho más dificultosa. Todavía hoy me maravillo de cómo pudo ocurrírseme, tan de repente, aquella petición. No fue una acción pre meditada. Tampoco entonces me pregunté si aquella acción era muy cristiana. Pero ya de muchacho, cuando vivía en una granja, aprendí que al toro hay que cogerle por los cuernos y debo confesar que era una cosa que a veces me causaba placer. Durante todos los años que estuve en el ejército alemán empleé, si así puede decirse, la misma táctica. En vez de defenderme, cuando era inocente, pro curaba siempre desenmascarar la falsedad del acusador. Cada vez vi más claro que la pusilanimidad y la cobardía no sólo contradicen la propia dignidad, sino que además son una tentación para los que carecen de convicciones sólidas y se mueven al viento que sopla. En general, se me dejaba en paz, si no por amistad sí al menos porque sabían que no sería tarea fácil propasarse conmigo. En cuanto estaba de mi parte, era amigo de todos y pude entablar muchas y excelentes relaciones humanas. La víspera del estallido de la guerra con Rusia cono cíamos muy bien nuestra situación. Desde las últimas horas de la tarde y durante toda la noche estuve oyendo con fesiones en una iglesia católica de rito ruteno,. Los solda dos se agolpaban para confesarse. De vuelta a la unidad, me acompañaba en el camino el jesuíta Fichter. En los seis meses que estuvimos en servicio en la misma unidad 13
habíamos trabado una profunda amistad. Mientras nos en tregábamos a nuestros pensamientos, oímos los destempla dos gritos de mando de un teniente, que insultaba y mal decía a los soldados. Le reconocí como un antiguo com pañero de escuela, con el que había asistido al instituto. En aquella época era un joven sumamente cordial y agra dable. Mi reacción fue exactamente la del sacerdote y el levita de la parábola del samaritano, que pasaron de largo y se desentendieron por completo de aquel pobre hombre que había caído en manos de los salteadores. Porque esto es lo que le había ocurrido a mi antiguo compañero de estudios. Que el sistema pueda convertir a hombres de las mejores familias y con la más exquisita educación en pe queños tiranos, es uno de los aspectos más espantosos de la guerra y del absolutismo. El que quiera prosperar, tiene que acomodarse al tono dominante. Algunos meses más tarde volví a encontrarme con este teniente, tras duras semanas de privaciones. Vi entonces claramente el conflicto que se libraba en su corazón y creí volver a descubrir al excelente muchacho de otro tiempo. Pero en aquella noche anterior al estallido de la guerra, este encuentro, o por mejor decir la evitación del encuen tro, añadió pesadumbre a mi corazón. Hablé con absoluta franqueza a mi amigo Fichter y le dije que estaba dis puesto a ser la primera víctima de aquella guerra si ello podía ser una oración a Dios, para que pusiera fin al ase sinato masivo y al despotismo. Y, en mi estado de depre sión, añadí: «Por lo demás, apenas veo luz para el futuro.» Pero mi amigo tenía una opinión muy diferente. Contestó: «En esta guerra insensata no quiero perder ni una gota de sangre. Hay una gran tarea ante nosotros. Cuando la guerra haya acabado y el régimen se haya hundido, podremos em plear todas nuestras energías para un mundo mejor.» 14
Nos hallábamos en una extensa región de busques. Poco después de la media noche celebré la misa, sin altar. Se ha bían reunido allí todos mis amigos, católicos y protestan tes. Di la absolución general, después de que todos con fesamos nuestros pecados ante Dios, y casi todos comul garon. En aquel momento, habría sido insensato querer trazar una línea divisoria entre católicos y protestantes. Aquella celebración fue para mí y para muchos de mis amigos una experiencia profunda e inolvidable. Todos nos otros sabíamos en la raíz misma de nuestro ser lo que significaba la seguridad de la paz y de la amistad con el Señor y la esperanza en la vida eterna. En las primeras horas de la mañana, tras una intensa preparación artillera, cruzamos la frontera, un riachuelo. Caímos bajo el fuego graneado del enemigo. El primero que necesitó mis auxilios espirituales fue mi amigo Fichter. Una granada, al estallar, había destrozado el casco de acero, y le había fracturado el cráneo. Era un hombre de una salud y una vitalidad extraordinarias. Todo su cuerpo luchaba contra la muerte, se negaba a morir. Le di el último con suelo de la santa unción y lloré sin consuelo. No podía comprender cómo precisamente aquel hombre, que miraba con tanta confianza y seguridad hacia su actividad en el futuro, podía haber sido destruido de forma tan insensata. Tras haber hecho esta declaración de desconsuelo, debo añadir que no hubiera podido salir de aquella guerra con la mente sana y equilibrada, de no haber puesto un dique a mi dolor. Se endureció mi rostro, para poder enfrentar me con los inmensos sufrimientos de tantos amigos y de tantos desconocidos. La siguiente persona a la que ayudé como enfermero y como sacerdote fue un soldado ruso, tendido en un charco de su propia sangre. Limpié cuidadosamente sus 15
heridas y se las vendé. Luego intenté, en ruso y en polaco, susurrarles las últimas palabras de la paz de Cristo. Pero no me entendió. Los rasgos de su rostro me indicaron que era de origen asiático. Probablemente no entendía el ruso. Sin saber qué hacer, saqué de mi bolsillo el crucifijo que siempre llevaba conmigo, con la esperanza de que captara mi mensaje. Comprendió que yo era un verdadero amigo y lo tomó con agradecimiento. Pero respecto de la cruz no entendía lo que yo le quería decir y murmuró: «¿Qué es esta cosa?» Todavía siguen resonando estas palabras en mis oídos. Me impresionaron profundamente. A la tristeza por la muerte de mi amigo Fichter se añadió ahora la tris teza de no poder dar el último consuelo a un hermano en Cristo, que había caído también bajo las terribles ruedas del carro de la guerra. La batalla proseguía. Nos vimos obligados a ponernos en marcha. No tuve ni siquiera tiempo de enterrar a mi amigo. Nunca antes en mi vida me había sentido tan im presionado y desamparado. Pero, al mismo tiempo, ahora comprendía mejor el sentido de mi presente. Me sentía invadido de un hondo deseo de salvar, de consolar, de hablar de la paz que el mundo no nos puede dar.
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II ENFERM ERO Y SACERDOTE EN EL EJÉR C IT O D E H ITLER
Durante los tres decenios transcurridos desde mi re greso del este, he prestado particular atención a los pro blemas de la ética médica. Mis experiencias en el servicio de sanidad me han proporcionado un profundo conocimien to de la función terapéutica. Cuando elegí mi profesión, sólo se me ofrecían dos alternativas, la de sacerdote y la de médico. En cuanto sacerdote, soy de todo corazón un servidor de la palabra de Dios y del mensaje de la recon ciliación. Estuve también entregado de todo corazón al servicio de sanar los cuerpos. Veo en Cristo, sobre todo, al médico divino, que no ha venido a condenar, sino a curar. En los cinco años pasados durante la guerra en el servicio de sanidad, estas dos profesiones estaban unidas de forma inseparable. No hice la más mínima distinción entre alemanes y rusos. Y también para mis amigos fui las dos cosas a la vez. En cierta ocasión se produjo una humorística confusión. Vino a confesarse un soldado y co menzó así: «Sargento, confieso mis pecados.» No pude con tener la risa y le dije: «Y o me guardaría muy mucho de confesar mis pecados a un sargento.» Los dos sabíamos perfectamente que nuestro encuentro no tenía nada que ver con grados militares o con la sumisión de la milicia. 17
Nos encontrábamos como hermanos en la paz de Cristo. Cuando se iniciaron las hostilidades contra Rusia, yo seguía en el cuerpo de sanidad militar al que me había incorporado en los últimos días del otoño de 1940. Pero me presenté voluntario para desempeñar mis servicios en un regimiento de infantería, convencido de que allí era más necesaria que en ninguna otra parte mi presencia como sacer dote y enfermero. Durante la primera semana de guerra quedé adscrito al estado mayor de un batallón de infan tería, donde asumí la responsabilidad — bajo las órdenes de un médico — del estado de salud de la tropa y de la instrucción de los camilleros. En ausencia del médico, yo era el principal responsable de la sanidad y la vida de mis camaradas. El regimiento a que fui destinado se llamaba regimiento List. La mayoría de los soldados eran de Baviera y Silesia. El médico del batallón no gozaba de la más mínima sim patía. Los hombres le llamaban veterinario. En consecuen cia, la mayoría de los soldados preferían visitarme cuando el médico se hallaba ausente; sabían, además, que estaba a su disposición noche y día. Yo sólo podía ejercer el mi nisterio sacerdotal partiendo del supuesto de que mis ami gos podían tener la seguridad de que, si caían heridos, contarían siempre con mis servicios como enfermero. En ocasiones especiales, impartía la absolución general junto con la celebración de la eucaristía. La asistencia era siempre extraordinariamente numerosa y animada. La le gislación eclesiástica prescribe que todo aquel que tiene conciencia de pecado mortal debe confesarse después indi vidualmente con un sacerdote, aunque haya recibido la ab solución general. En estos años ocurrió muchas veces que venían a confesarse conmigo hombres que hacía diez o vein te años que no habían recibido ningún sacramento de la 18
Iglesia. Esto fue para todos, desde múltiples aspectos, una gran experiencia de fe. Siempre llevaba conmigo las sagradas formas, de modo que cuando alguien caía mortalmente herido, podía admi nistrarle la comunión, junto con la unción de los enfermos. El agradecimiento de los heridos era con frecuencia tan grande que casi llegaban a olvidarse de la miseria y de la angustia ante la muerte. Tal vez la experiencia de un solo día en el campo de batalla sea el mejor modo de describir las tareas de un sargento de sanidad que al mismo tiempo era sacerdote. En octubre de 1941 nuestro regimiento de infantería fue lanzado a uno de los puntos neurálgicos de la dura batalla de Jarkov. A nuestro batallón se le asignó la mi sión de atacar durante la noche un lugar ocupado por fuerzas rusas muy superiores a nosotros. Fuimos rechaza dos con gravísimas pérdidas y nos atrincheramos no lejos del lugar. El hombre que había cavado su hoyo junto a mí era un excelente joven católico, a cuya familia conocía yo desde los días de mi estancia en el seminario. Había regresado al frente justamente el día anterior, después de disfrutar de un permiso concedido por heridas graves. En aquella obscura noche, fue uno de los que necesitaron mis auxilios. Murió en mis brazos, después de haberle adminis trado los últimos consuelos de la Iglesia. A la mañana siguiente, las fuerzas acorazadas rusas pa saron al contraataque. Frente a la evidente superioridad enemiga, nuestros hombres abandonaron sus refugios y hu yeron a la desbandada. Yo estaba convencido de que aquella fuga era suicida y fui uno de los últimos que se mantuvie ron en los hoyos antitanque. Pero cuando vi que estaba casi solo, también empecé a retroceder, y sólo me salvó el hecho de que era un corredor muy rápido. Es todo un 19
arte mantenerse tan cerca de los tanques que no te puedan disparar y tan lejos que no puedan pasarte por encima. Fueron muchos los que no supieron ejecutar con acierto esta maniobra. Finalmente, alcanzamos las casas de la próxi ma aldea, bajo las que poder buscar protección. En dos ocasiones durante la campaña rusa tuve que confiar mi vida a esta competición pedestre. No es fácil describir cuántas veces vuelven después, en sueños, estas terribles experiencias. Todavía no me había recuperado del terror y el can sancio, cuando se dejaron oír los gritos de auxilio de algu nos soldados de una unidad vecina. Estaban gravemente heridos. Corrí en su ayuda. Cuando aparté la ropa del primero, que había recibido un tiro en el vientre, para examinar la herida, se le salieron los intestinos... Volví a taparle cuidadosamente y con mi más profundo senti miento le dije que no podía curarle, pero que le ofrecía mis servicios como sacerdote católico. El hombre respondió: «Soy protestante, pero si sabes decirme una palabra de fe, te quedo agradecido.» No había tiempo que perder, por que se seguían oyendo más llamadas de auxilio. Así, le dije sencillamente: «Dios te llama; te llama al hogar como Padre. Di sí.» Y en aquella espantosa situación, aquel hombre respondió con fe interior: «Si Dios llama, estamos siempre preparados.» También de otro de los cuatro he ridos del grupo recibí el último adiós a la vida. La tarde de aquel mismo día recibimos refuerzos y tu vimos que lanzar un contraataque. Una acción insensata. Bajo el fuego de los tanques y de la infantería rusa perdi mos, entre muertos y heridos, casi la mitad de nuestros efectivos. Mis cuatro ayudantes (camilleros) pagaron con la vida su constante abnegación y su prontitud para acudir en ayuda de los heridos. Me hallaba solo en la compañía 20
a la que estaba asignado y tuve que correr sin descanso de un extremo a otro. Las compañías cercanas se hallaban en una situación parecida. El combate se desarrollaba en campo abierto y llano. Éramos un blanco fácil para los ti radores rusos. Cuando finalmente me sepulté en uno de los hoyos de protección, me dije a mí mismo que estaba agotado, y que verdaderamente no tenía ninguna obligación de seguir corriendo de un lugar a otro. Estaba convenci do de que no podía más. Y entonces oí gritos desesperados de un batallón vecino: «¡Enfermero, enfermero!» Nadie podía obligarme a salir de los límites de nuestro propio batallón. Pero en aquel grito yo oía algo más que una llamada al enfermero, y decidí correr a campo través adon de sonaba el grito de socorro. Encontré a un hombre de avanzada edad, del Tirol meridional, con graves heridas en el vientre. Le retiré inmediatamente a lugar cubierto y ven dé sus heridas. No tenía muchas posibilidades de sobrevi vir, de modo que le pregunté si deseaba mis servicios como sacerdote católico. Al oír que traía conmigo el Cuerpo del Señor, sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo asombrado: «¡Q ué bueno es Dios conmigo! ¡Soy yo precisamente quien menos lo merece!» Su admiración y su agradecimiento eran tan grandes que, evidentemente, había desaparecido todo temor a la muerte. Me hallaba todavía a su lado cuando exhaló el último aliento. Como hacía siempre en estos casos, anoté la dirección de sus familiares y les envié el último saludo. Años más tarde, con ocasión de pronunciar algunas conferencias en el Tirol, encontré un sacerdote que era primo de aquel hombre. Él sabía que era yo quien había comunicado la noticia de sus postreros instantes. Me contó que su difunto primo se había separado de la Iglesia con ocasión de un agrio conflicto con el párroco de su parro 21
quia, que le había tratado injustamente. Su madre había llorado hasta secársele los ojos y había rezado mucho por él. Sabía también que el joven había lamentado mucho aquel paso, pero carecía del valor suficiente para volverse atrás. Todo el mundo se hacía lenguas de él, porque estaba siempre dispuesto a echar una mano amiga a los ancianos. Dios había escuchado las oraciones de su madre y la con fianza de aquel hombre en la misericordia divina. Los ojos agradecidos de aquel herido que miraban cara a cara a la muerte fueron aquel día suficiente recompensa de todas mis fatigas y peligros. Fue para mí una gran escuela de la vida llevar conmigo el santo sacramento, que me hacía recordar constantemente que Cristo está siempre dispuesto a ayudar a sus amigos, cuando le invocan. Comprendí que no era digno de la pre sencia de Cristo, si no estaba también por mi parte siem pre dispuesto a correr en ayuda de todo hombre en peligro. En cuanto enfermero tenía una gran ventaja sobre el «pater» de la división. En primer lugar, no era sospechoso de servir al régimen. En segundo lugar, participaba direc tamente en la vida diaria, los sufrimientos, las alegrías y los peligros de aquellos hombres. Esta experiencia me per mitió más tarde tomar partido repetidas veces en favor de los sacerdotes obreros y reflexionar cómo puede asegurarse que el sacerdote es siempre, en el terreno de la realidad, un hombre para los otros y con los otros, capaz de com partir sus alegrías y sus esperanzas, sus sufrimientos y sus angustias. En cierta ocasión encontré tendido en el campo, gra vemente herido, a un soldado ruso, solo, abandonado y desamparado, en una zona que el ejército ruso se había visto obligado a evacuar. Le cuidé lo mejor que pude. De pronto aquel hombre echó mano a su cartera y, en 22
señal de agradecimiento, me ofreció el dinero que llevaba encima. Aún recuerdo cuán afectado se sintió cuando re chacé su gesto. Lo había hecho con absoluta sinceridad y ahora se sentía turbado porque tal vez me había herido. Pero muy pronto nos entendimos como hermanos que cree mos en el mismo Dios y contemplamos unidos al Cristo, médico divino. Comprendió que para mí la mayor recom pensa consistía en poder ofrecer fraternal ayuda a un hom bre que en aquella guerra insensata y criminal militaba en el campo contrario. Siempre y en todas partes he hallado en los rusos, tanto soldados como población civil, un asombroso agradecimien to por los servicios que se les prestaban y que no sólo les eran absolutamente debidos sino que incluso deberían con siderarse como la cosa más obvia del mundo. Por mi parte, intentaba expresar mi absoluto repudio de aquella guerra adoptando respecto de los heridos rusos exactamen te el mismo comportamiento que con los de mi propio pueblo. En octubre nuestro regimiento fue el primero en en trar en la conquistada Jarkov. Acampamos allí hasta poco antes de las navidades de 1941. Fue una época de relativa tranquilidad. Pero el estado de salud de la tropa no era precisamente óptimo. Por eso, en mi calidad de enfermero tuve más que suficiente trabajo. También aquí viví agrada bles experiencias. Tenía que preocuparme de que la tropa tomara cada día una cucharada de aceite de hígado de ba calao. Pero no parecían muy dispuestos a hacerlo. En con secuencia, decidí ponerme de acuerdo con el servicio de cocina para que aliñaran con aquel aceite la ensalada de patatas. Gozamos de una buena ración de alegría al com probar que la ensalada les sabía a todos estupendamente. Nadie sospechó la clase de condimento que llevaba. 23
Durante algunas semanas el servicio de avituallamiento dejó mucho que desear, de modo que decidimos sacrificar un caballo. Pero tuvimos que proceder bajo el más alto secreto, para que ninguno de los soldados sospechara qué clase de carne les servíamos. La cocina se mostró absolu tamente a la altura de las circunstancias, y todo el mundo quiso repetir. Pero cuando, por la tarde, se descubrió el secreto, llegaron uno tras otro los músicos del regi miento, que por entonces estaban adscritos a nuestra uni dad. Todos se quejaban de fuertes dolores de estómago. Dato curioso, eran sólo los músicos los que sentían súbi tamente los dolores, apenas se enteraban de que habían comido carne de caballo. Lo cual, naturalmente, fue motivo de numerosas bromas. Pero poco antes de las navidades se vio interrumpida nuestra paz. Los rusos habían montado un contraataque. A toda prisa, nos hicieron subir a vagones de mercancías, para trasladarnos a un punto del frente por el que había penetrado el ejército ruso. Cuando nos apelotonábamos unos junto a otros en los vagones, ateridos de frío, no teníamos ni la menor idea de la gravedad de la situación. En el vagón me encontré con un buen soldado católico, que tenía dos hermanos sacerdotes. Mostró su profundo sentimiento porque, a consecuencia de una enfermedad, nunca había podido asistir a misa. Me preguntó cómo po dría informarse si al domingo siguiente se celebraba la misa. Cuando llegamos a nuestro destino y las unidades tomaron posición en los puestos designados, me dijo el joven, en presencia de otros: «¿Podría confesarme ahora? Porque tengo el claro presentimiento de que me ha llegado la última hora.» Nos retiramos un poco aparte y escuché su confesión. Recuerdo aún vivamente la profunda impre sión que me produjo la honestidad y la pureza de concien 24
cia de aquel hombre. Algunos días más tarde oí decir que había muerto mientras intentaba socorrer a un amigo he rido. En la guerra se crean fuertes lazos de amistad entre los camaradas. Éste es, para muchos veteranos, el más impor tante de sus recuerdos. También para mí es algo inolvida ble. Esta amistad se manifestaba en numerosos detalles, en la confianza mutua, en la prontitud para ayudarse y en el valor que se prestaban unos a otros. Algunas de estas muestras de amistad no son en sí muy importantes, pero sí muy significativas. Un día estaba yo despeinado. Cuando uno de mis amigos supo que había perdido mi peine, sacó con la mayor naturalidad del mundo el suyo del bolsillo, lo partió en dos y me ofreció la mitad. Era algo más que un símbolo. Pero, aun como símbolo, era también algo más que un útil peine. Dado que en mi condición de enfermero estaba siem pre a disposición de mis amigos, mi enfermería era un excelente lugar de reunión. Más de un secreto me fue confiado en ella. Desde la primera semana de la campaña de Rusia, hasta caer herido en mayo de 1942, serví en la misma unidad de infantería. Los hombres más allegados a mí eran los del parque de automóviles y la sección de zapadores. Tenía yo la completa seguridad de que no me negarían ningún favor que estuviera a su alcance. Tras haber sido herido en mayo de 1942, y al cabo de una curación relativamente rápida, tenía la esperanza de ser destinado a la misma unidad. De ahí que me sintiera contento cuando el médico en funciones del hospital me declaró apto para el servicio antes de lo esperado. Pero, en contra de mis deseos, fui destinado a una sección de exploración recién constituida. Había en ella muchos hom 25
bres altamente cualificados. La mayoría de ellos eran bue nos cristianos. Sólo un número muy pequeño eran partida rios fanáticos del régimen. Además, durante mucho tiempo tuvimos un excelente comandante. También en esta sección fui bien recibido por casi todos, como sargento de sanidad y como sacerdote. Las amistades que aquí se desarrollaban eran quizás más íntimas que en el batallón de infantería al que estuve adscrito anteriormente. Ahora quería a toda costa quedarme con aquellos hombres. Cuando el médico de la sección, no muy apreciado y, además tampoco demasiado entendido en su profesión, cayó enfermo y tuvo que marcharse, el comandante decidió no pedir un sustituto, con la observación: «Seguro que el sar gento de sanidad Háring nos presta mejores servicios.» Pero aunque por mi parte supe apreciar esta confianza, no me sentía muy feliz en la nueva situación, que ponía sobre mis hombros una enorme responsabilidad. Al cabo de algunos meses, entré en contacto directo con el médico jefe de la división y le pedí con insistencia que cubriera el puesto vacante. Así lo hizo. El nuevo médico era un hombre recién salido de la Universidad, dotado de talento y muy simpático y, además, cristiano creyente. Nuestra colaboración fue, en términos generales, muy buena. En los casos en que yo tenía más experiencia, no sólo me daba plena libertad, sino que no tenía el menor inconveniente en solicitar mi consejo. Una vez, sin embargo, pasó por alto mi opinión, con consecuencias harto graves para mí. Llevó a la enfermería, que al mismo tiempo era mi dormitorio, a un soldado cuya enfermedad diagnosticó como indisposición pasajera. Pero advertí inmediatamente que era un caso de tifus. En lo referente a enfermedades contagio sas estaba yo muy al tanto. El médico se sintió molesto por la rapidez y seguridad con que emití mi diagnóstico 26
y se aferró a su opinión. Así que no hubo más remedio que trasladar al enfermo a mi habitación para cuidarle. Ya al día siguiente la enfermedad había progresado tanto que no había ni que pensar en enviarle al hospital de campaña. Tuve al hombre conmigo en la enfermería, hasta que superó el momento más grave de la crisis. Cuando por fin pudimos trasladarle al hospital de campaña, el médico de nuestra sección emitió un diagnóstico inadecuado. Llevé personalmente al enfermo hasta la compañía de sanidad y comuniqué al médico en funciones mi propio diagnóstico. Cuando comprobó la fecha de mi última inyección contra el tifus, me rogó con insistencia que me quedara bajo ob servación en calidad de enfermo. Pero rechacé riendo su invitación y me puse en camino de vuelta a mi unidad. Ya al día siguiente apareció el tifus. Me sentía tan débil que también en mi caso había que renunciar a la idea de trasladarme a la compañía de sanidad. Decidí quedarme donde estaba y curarme con mis propios recursos. El mé dico de la sección se mostró extraordinariamente preocu pado. Estaba dispuesto a hacer por mí cuanto fuera pre ciso. Pero tampoco entonces quise pedir permiso de con valecencia. Prefería quedarme junto a mis amigos.
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III SACERDOTE Y ENFERM ERO D E LA POBLACIÓN C IV IL RUSA
Donde quiera fijábamos nuestros cuarteles, mi dos pro fesiones, la de enfermero y la de sacerdote, formaban una unidad indisoluble, tanto para la población civil como para nuestros soldados y para los prisioneros rusos. Pero mien tras que para nuestros soldados primero era enfermero y luego sacerdote, para la población civil rusa era ante todo sacerdote y, adicionalmente, la única persona a la que po der acudir también en busca de remedio para sus heridas y enfermedades. De ordinario, entraba en contacto con la población ci vil poco después de nuestra llegada a un lugar, a través de mis amigos de nuestro propio ejército. Cuando veían grandes sufrimientos, fuera por enfermedad o por heridas, decían a la gente que fuera a verme, asegurándoles que, en cuanto sacerdote, también les ayudaría de muy buena gana en sus enfermedades. Así pues, no era trabajo lo que me faltaba ni ocasiones para ejercer mis servicios. En general, mi actividad de enfermero entre la pobla ción civil se desarrollaba durante mi tiempo libre y según mi propia elección. Pero durante la primavera y el verano de 1943, cuando estábamos acampados en la región pan tanosa del Pripet, recibí un encargo oficial, a través de la 28
Wehrmacht. Había en toda aquella región una terrible epi demia de tifus, tabardillo y otras enfermedades contagio sas. Y como todo aquello entrañaba un evidente peligro para las fuerzas armadas, se me comisionó, en atención a mis conocimientos del idioma ruso y a mi competencia en lo relacionado con enfermedades contagiosas, para que me dedicara de una manera especial a la población civil en todo el territorio donde acampaba nuestra división. Visité todas las aldeas y caseríos, inquirí por los en fermos, distribuí medicinas y administré inyecciones profi lácticas. Naturalmente, daba también instrucciones a la po blación sobre el modo de combatir la enfermedad. En lo referente a medidas higiénicas, me mostré estricto y enér gico. Pedí que se instalaran letrinas y que se estableciera una clara separación entre los pozos destinados a las fami lias enfermas y las sanas. En términos generales aquellas gentes daban extraordi narias muestras de su deseo de aprender y, por supuesto, eran muy agradecidas. Recuerdo aún muy bien que un día de junio, cuando llegan a sazón las fresas de huerta, las gentes de una aldea muy distante hicieron un largo camino para traerme los primeros frutos, en señal de gratitud. Si tenían gallinas, me regalaban grandes cantidades de hue vos. Era empresa inútil intentar rechazar estos regalos. Como, por razones de salud, no podía comer huevos, eran mis amigos quienes obtenían provecho de mis servicios sanitarios en favor de la población civil. A veces pude in cluso ayudar a las gentes más pobres de aquellos lugares a través de los regalos ajenos. Sólo en un lugar se produjo una confusión que, de todas formas, es interesante. Algunos viejos dijeron: «Evi dentemente, este sacerdote nos quiere, pero parece que no es ortodoxo.» Lo cual significaba que dudaban de la ver 29
dad de mi fe, pues ellos estaban convencidos de que todas las enfermedades son enviadas por Dios, mientras que yo les decía que la causa principal de la enfermedad era la contaminación del agua y la deplorable calidad higiénica de sus letrinas. Me costó mucha paciencia y muchas bue nas palabras explicarles que no es Dios quien envía direc tamente la enfermedad y que nos pide que alejemos todas las causas que estén en nuestra mano evitar. Por lo de más, la gente me aceptaba bien como sacerdote y tenía una confianza casi ilimitada en mis artes terapéuticas. Pero no todos los males procedían de enfermedades con tagiosas. No raras veces se debían a pasiones no menos contagiosas, tras haber ingerido dosis excesivas de «samojón», es decir, de un aguardiente de fabricación casera. La tarde de un domingo me solicitaron con toda ur gencia mis servicios. Yo creía que se trataba de algún enfermo. En realidad, me encontré con una buena trifulca, acompañada de denuestos y golpes. Un hombre había sido acusado de adulterio por los familiares de su mujer y, bajo la influencia del «samojón», le estaban golpeando sin pie dad. Las buenas palabras estaban allí de más. Tuve que adoptar una actitud amenazadora e increparles enérgica mente — Dios me ha dado una buena voz — para poner fin a aquella peligrosa pendencia. Al día siguiente se me presentaron las dos partes para expresarme su profundo agradecimiento. Se habían ya despejado los vapores del alcohol y ahora comprendían lo que hubiera podido pasar si no hubiera desempeñado con tanta energía mi papel de pacificador. En una situación no menos peligrosa se encontró, al gún tiempo después, el dueño de la casa en que me hos pedaba, un hombre de unos cincuenta años. El domingo por la tarde había ido a visitar a su hermano. Había que 30
capturar un caballo que se había escapado. Una vez con seguido, decidieron celebrar el éxito con un generoso trago de samojón. Pero el líquido no estaba bien destilado. El hombre regresó a casa con terribles dolores, como si se le abrasaran las entrañas. De nada sirvió un lavado de estó mago. Necesitaba aceite. Pero nadie en la vecindad tenía aceite. Recuerdo aún hoy día con toda nitidez cómo aquel pobre hombre, en su espantoso dolor, repetía una y otra vez: «¡M atka pomajai!» («Madre, ayúdame!). Por fortuna se me ocurrió pensar que el aceite de ricino es, de todas formas, aceite, y como contaba con suficiente provisión, hice tomar al hombre un par de cucharadas. El resultado fue excelente. Muy pronto se durmió y pasó la noche en relativa calma. A la mañana siguiente ni él ni su mujer encontraban suficientes palabras de agradecimiento. Querían saber qué podrían hacer por mí. No se me ocurría nada. Pero de todas formas hicieron algo. Entraron en contacto con los partisanos y les rogaron insistentemente que no nos atacaran ni a mí ni a mi unidad. Y lo cumplieron. Me en teré de ella por pura casualidad. Entrando una vez en una casa rusa para visitar enfermos, la gente, que no me cono cía, estaba hablando abiertamente de aquel caso, sin pensar que yo entendía bien el ruso. Recuerdo también otro caso que probablemente tuvo algo que ver con el samojón. Un día, que estaban ausentes el médico de la sección y mi cabo de sanidad, me trajo la gente a un hombre gravemente herido. Su compañero de trabajo le había abierto la cabeza con una horquilla. La corteza cerebral presentaba un corte de al menos 15 cm de longitud, a través del cual se veía perfectamente la masa encefálica. La gente que lo había traído estaba completa mente desesperada y yo no lo estaba menos. No tenía ni la menor idea de cómo afrontar la situación. Hasta el próxi 31
mo médico civil había al menos tres horas de camino y no existía ni la más remota esperanza de que el enfermo pu diera superar aquel viaje. Por otra parte, aquella gente era pobre y no podían confiar en ser atendidos por el mé dico. Recurrieron a mí porque algunos días antes me ha bía visto lavar y volver a coser las heridas que se había hecho un caballo en el pecho, al saltar contra una sierra circular. Por eso no dudaban que podrían hacer otro tanto, y aun con mayor facilidad, con la corteza cerebral. Tuvie ron que animarme mucho aquellas gentes, para que hiciera acopio de valor. Les pedí que me dejaran sólo con el en fermo. Como no tenía auxiliares, tuve que narcotizarlo mediante inyección intravenosa. Limpié cuidadosamente to do el campo de la herida y acometí a continuación la difícil tarea de coser. Por fortuna, tenía experiencia en este as pecto. El problema era sólo si podía curarse una herida tan sucia en un punto tan extremadamente delicado. La ver dad es que no creía que aquel muchacho tuviera muchas posibilidades de sobrevivir. Por suerte, disponía de una buena cantidad de antibióticos (sulfamidas). Durante los diez días siguientes le hice una visita diaria. Al cabo de cinco semanas le quité los puntos y pude comprobar que la herida cerraba bien. Aquel éxito acentuó aún más la confianza que la gente tenía en mí. El hombre que había causado aquella terrible herida vino a verme y me pre guntó por los gastos. Yo había conseguido convencer a la familia del herido que perdonaran al agresor y ellos se habían mostrado dispuestos a la reconciliación a condición de que corriera con los costes. Se quedó maravillado de que mi factura fuera tan baja. Para mí la fiesta de recon ciliación fue tan buen motivo de alegría como la inespe rada curación del enfermo. Viví también otra experiencia aún más desacostumbra32
da para un sacerdote. Una mañana temprano, cuando esta ba celebrando la misa en mi bunker, con asistencia de dos o tres amigos, apareció una muchacha de unos doce años, llamada Natacha. Había venido corriendo hasta perder el aliento y me interrumpió con el siguiente mensaje: «Mi madre me envía. Ven de prisa, porque si no mi hermana muere.» Conocía a la muchacha, porque no hacía aún mu cho tiempo había ayudado a su cuñado a superar la fase crítica del tifus. Creí que también su joven esposa se habría visto contagiada. Tomé mi maletín de enfermero y me dirigí apresuradamente, con la muchacha, hacia su casa. Cuando llegué la habitación estaba a rebosar de fa miliares y vecinos. Todos con la desesperación reflejada en el semblante. Pronto descubrí que lo que la mujer ne cesitaba no era un especialista en tifus, sino una coma drona o un ginecólogo. Mi primera reacción fue de cierta impaciencia. Expli qué a la abuela que debería saber muy bien que yo era un sacerdote, no una comadrona. Yo entendía algo de enfer medades contagiosas y sabía algo de curar heridas, pero no tenía la menor capacidad como ayudante en partos. Sin pensarlo mucho, le dije: «¿P or qué no llama a una comadrona?» La respuesta fue clara: «Entre nosotros no hay comadronas; de estas cosas se cuida la babuschka, la abuela.» Otra vez mi ilimitada perplejidad me hizo decir: «Pues entonces, babuschka, ¿porqué no te cuidas tú del asunto?» Pero, retorciéndose las manos, la gente me suplicaba que les ayudara. De nada sirvieron todas mis protestas de que era completamente incompetente. La abuela llegó in cluso a ponerse de rodillas ante mí y dijo: «Sólo con que quieras, puedes ayudar y tienes que ayudar.» Me informé de la situación y así me enteré de que hacía ya más de dos 33
días que le habían venido a la mujer los primeros dolores y que habían sido muy prolongados. Pero ahora estaba totalmente extenuada. Comprendí claramente que moriría si no se hacía algo. Pero me decía que era muy probable que se viniera abajo mi buena reputación en el arte mé dico. Por otra parte, si no intentaba algún remedio, las gentes dudarían de mí como sacerdote. Apenas comencé a inquirir más detalles sobre la mujer, sentí que se for maba una atmósfera de casi ilimitada confianza. Un mur mullo de alivio recorrió la habitación cuando abrí mi male tín. Estaba decidido a intentar lo que estuviera en mi mano. No llevaba demasiadas cosas conmigo y las fui alineando una tras otra. Por fin, decidí administrar dos inyecciones a la joven madre, la una de cardiazol, para activar la circu lación, y la otra de cafeína, para estimular sus últimas energías. Abandoné la habitación agotado, y salí fuera a respirar aire puro. La babuschka me siguió, y me preguntó cómo estaban las cosas. Le dije: «Recemos para que todo vaya bien. He hecho cuanto he podido.» Cuando comenzábamos a re zar, una voz llamó desde dentro a la babuschka. Habían re comenzado los dolores de parto y la mujer estaba a punto de dar a luz. Abandoné la casa cuando vi que ya no se me necesitaba. Poco después corría detrás de mí la pequeña Natacha, para darme la nueva de que había nacido un robusto niño y que todos se sentían felices. Pero lo prin cipal del mensaje consistía en que era yo quien debería celebrar el bautizo. El día indicado llegó la gente, con un carro de caballos, para llevarme con toda solemnidad. Al niño se le dio el nombre de Piotr (Pedro). Tengo la segu ridad de que le habrán contado muchas veces la historia de su nacimiento y de su bautizo y que le gustaría conocer al sacerdote que, en calidad de ayudante de partos, le salvó 34
la vida. Todavía hoy día me siento pasmado al recordar cómo pude acertar tan pronto con la mejor solución. Pero estoy convencido de que no fueron las medidas sino, sobre todo, la gran confianza de la gente, el elemento decisivo en el éxito de mis artes terapéuticas. En el invierno de 1944-45 tomamos posiciones al oeste del Narev. Aunque había tenido relativamente poco tiem po para entrar en contacto con la población civil, un buen día vino a visitarme una muchacha de unos veinte años, para rogarme que fuera a ver a su padre. Ella era la mayor de diez hermanos. Triste y preocupada, me dijo: «Aunque mi padre no lo merece, mi madre le ruega que le visite.» Me explicó que su padre había cometido evidentemente al gún pecado vergonzoso, porque tenía una enfermedad ve nérea. La muchacha había venido a caballo. Por aquel en tonces también yo disponía de cabalgadura. Ensillé y cabal gué durante una hora, hasta que llegamos a la casa. En contré a todos sus habitantes excitados. El hombre tenía fiebre alta y estaba desconsolado. Vi al momento que lo que padecía no tenía nada que ver con enfermedades vené reas. Simplemente, se había visto obligado a trabajar en el pantano durante un día frío de invierno y se le habían congelado los testículos. Una insensata cura a base de ba rro no habría hecho más que empeorar la situación. Los testículos se habían hinchado hasta adquirir el tamaño de la cabeza de un niño. Le administré sulfamidas y vitaminas y ordené que le pusieran vendas refrescantes y asépticas. Afortunadamente, pude visitar al paciente todos los días, porque algunos soldados de nuestra unidad estaban acuartelados en aquella misma región. En una de mis visi tas, encontré llorando a todos los miembros de la familia. Cuando pregunté qué había pasado, me mostraron la ma yor parte de los testículos, que se había desprendido. 35
Limpié la herida y eliminé todas las partes no sanas. En cuanto pude, hablé del caso con el médico de la sección y le pregunté si le gustaría hacer una visita conmigo, para intentar formar unos testículos artificiales con la piel del muslo. El médico se mostró muy interesado por aquel caso tan fuera de lo normal. Consultó a otros médicos y finalmente hicimos una visita juntos. Estábamos decididos a llevar a cabo la operación, apenas la herida estuviera totalmente limpia. Pero la naturaleza se nos anticipó. Po cos días después, los testículos habían vuelto a recuperar su forma y tamaño anteriores, comenzó a crecer la piel y podía cubrir al menos una parte de los órganos viriles. Por desgracia, no pude seguir el curso de esta extra ordinaria curación, ya que por entonces se había ya des encadenado la última fase de la batalla del Narev y tuvi mos que retroceder a toda prisa. De todas formas, pude girar una última visita de despedida a la familia. Mi pa ciente me dijo, con lágrimas en los ojos: «Eres dos veces mi padre. Mi padre me dio la vida corporal. Tú me has vuelto a dar la vida y además la vida en el seno de mi familia, pues he recobrado la confianza y el amor de mi mujer y de mis diez hijos. Para ellos yo era ya algo muerto y sin valor. Dios te envió en el momento en que ya no tenía ninguna esperanza y no deseaba otra cosa más que morir.»
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IV LOS VERDADEROS ADORADORES D E DIOS
En muy buena parte el agradecimiento que quiero ex presar aquí hacia el sencillo pueblo ruso se debe al hecho de que pude aprender de ellos muchas cosas sobre la ver dadera adoración de Dios. No me estoy refiriendo a los deberes de la oración de que con alguna frecuencia hablan los «especialistas en cuestiones religiosas», sino a la «ado ración de Dios en espíritu y en verdad». Amo la liturgia de la Iglesia ortodoxa rusa. Encontré algunos sacerdotes que dieron admirable testimonio de su fe. Pero de lo que quiero hablar aquí es, sobre todo, del pueblo sencillo, a veces de analfabetos, que fueron auténticos maestros para mí. Tuve repetidas ocasiones de asistir a la solemne liturgia de las comunidades ortodoxas rusas, sobre todo en las re giones que anteriormente habían pertenecido a Polonia. Me sentía impresionado por el espíritu de reposo y sosiego que flotaba en ellas. Sacerdotes y pueblo se tomaban su tiempo para cantar, para oír, para meditar. Me gustaba el diálogo litúrgico entre los sacerdotes, los diáconos y el pueblo. Se sentía entusiasmado ante los cantos de la Igle sia rusa. Todo esto contribuyó a hacer de mí un activo defensor y propugnador de la reforma litúrgica en nuestra 37
propia Iglesia. Pero lo que sobre todo me impresionaba profundamente era el espíritu de fe, que penetraba toda la vida. Y hallé este espíritu de fe en familias y comunida des que durante muchos años habían carecido de asistencia sacerdotal. A principios de febrero de 1943, cuando había llegado a su fin la batalla de Stalingrado, tuve que hacer, junto con otros 350 hombres y 18 heridos graves, una marcha casi desesperada, durante seis días y seis noches, a través de los campos nevados. Todos nosotros debemos la vida a la fe del pueblo sencillo. Vivimos aquella fe, la sentimos, día a día. Tras el primer día de marcha, de una dureza devastadora, y tras una noche aún más crítica, nos halla mos en las primeras horas del día siguiente en una aldea. Allí una familia rusa había salvado a un soldado alemán gravemente herido y le cuidaban en su propia casa. Dos días antes, las unidades blindadas rusas habían hecho pri sioneros a unos 150 hombres. Con la evidente intención de no tener que detener su avance a causa de los prisio neros, los habían matado a todos. Cuando la unidad blin dada desapareció, la mencionada familia encontró a un sol dado todavía con vida. Le vendaron y le alimentaron lo mejor que supieron y pudieron. La gente se alegró de mi llegada y me pidió que me llevara al herido. Y me dieron esta razón: «Su madre y su mujer rezan seguramente mu cho, para poder volver a verle.» Yo disponía de cuatro trineos arrastrados por cansados caballos y no veía posi bilidad de sobrecargar aún más uno de los transportes. Así se lo expliqué a aquellas gentes. Durante un rato, los hombres del poblado celebraron consejo. Luego vinieron y me dijeron: «Te damos otro trineo y dos caballos, para que puedas llevar a este hombre y a otro herido más.» Mientras estábamos todavía hablando y les expresaba mi 38
agradecimiento y mi admiración por su generosidad, surgió otra unidad de tanques rusos. Apenas hay palabras para describir la celeridad con que aquella gente preparó el trineo y enganchó los caballos. Nos indicaron un camino, por la falda de una colina, por donde tal vez pudiéramos evitar ser vistos por los tanquistas. No otra cosa sino la fe viva en un solo Dios y Padre inspiró esta generosa ac titud y esta acción que acarreaba sobre sus ejecutores un peligro nada desdeñable. Una de las noches siguientes mis amigos y yo fuimos acogidos por un matrimonio anciano con una cordialidad que apenas admite descripción. Pusieron sobre la mesa un enorme pan, humeantes patatas, sal y cebollas. Era todo lo que tenían. Pero el mejor regalo que nos hicieron fue su conmovedora preocupación por los hombres heridos y cansados. Antes de retirarnos a descansar, pregunté a aque llas buenas gentes: «Sois tan buenos con nosotros que nos dáis vuestro último trozo de pan, aunque pertenecemos a una nación que ha causado enormes injusticias y sufri mientos a vuestro país. ¿Puedo preguntar por qué nos habéis tratado con tanta generosidad?» Entonces, aquel buen hombre me narró la siguiente anécdota: Había sido minero en la cuenca del Donez, cuando vino una época de gran hambre. En su viaje de regreso a casa, de muchos días de duración, encontró todos los días en el camino gentes que compartían con él su último bocado de pan. Henchido del más grande agradecimiento, hizo entonces voto de tratar siempre a sus prójimos como le habían tra tado a él. Cumplía ahora con nosotros, y con la más ab soluta neutralidad, el gran mandamiento del amor, y ade más por gratitud. Aquellas dos personas habían tenido durante años ham bre del pan eucarístico. Pero seguían en íntimo contacto 39
con el pan de la vida, la palabra de Dios y la eucaristía, porque vivían convencidos de que no se puede compartir con otros el pan celeste si no se está dispuesto a compartir el pan cotidiano con los necesitados. Una de sus oraciones predilectas era la del ciego que pidió a Jesús poder ver. Sabían que aquel que no advierte en el pobre la llegada de Jesús, padece la peor de las cegueras. La sexta noche de nuestra arriesgada marcha, un fue go artillero cercano reanimó nuestra esperanza de que el ejército alemán no debía estar demasiado lejos. Pedí a mis amigos que me dejaran atrás con los heridos y que inten taran llegar por la noche al otro lado de las líneas. Tras algunas vacilaciones, decidieron seguir mi consejo. Al que darme ya solo con los heridos, hallamos cobijo en dos casas. Los dueños nos acogieron como si fuéramos Jesús en persona. No sólo cuidaron de los heridos, sino que se ocuparon también de nuestros caballos, fatigados hasta la extenuación. Corrieron a las casas vecinas para traer su ficiente leche fresca, se pasaron toda la noche en vigilia y ayudaron a los enfermos y heridos. A la mañana siguien te, nos prepararon el desayuno y nos despertaron. Nos expli caron con cariño que teníamos que seguir adelante, porque era muy probable que durante el día aparecieran por la aldea soldados del ejército rojo. Hasta aquel momento, no habíamos hablado entre nosotros de la fe. Ahora me pareció llegado el momento de preguntarles: «¿Cómo po demos explicarnos que nos hayáis tratado a nosotros, hom bres extraños, como a vuestros propios hijos?» Con enor me simplicidad, respondió la señora de la casa: «Cuatro de nuestros hijos están en el ejército ruso. Todos los días pedimos al Padre del Cielo que los devuelva sanos. ¿Cómo podríamos pedírselo hoy, si no hubiéramos pensado que 40
vuestros padres y vuestras madres, vuestras familias y vues tros amigos están pidiendo al mismo Padre el mismo don?» Finalmente, dije a aquellas buenas gentes que yo era sacerdote. Al oírlo, brotaron lágrimas de sus ojos, y asom brados, preguntaron: «¿P or qué no lo dijiste cuando lle gaste? ¿Por qué no nos has dado la bendición, cuando entraste en nuestra casa?» Bendije de todo corazón a aque lla casa y a sus habitantes. Les expliqué que no hubiera sido correcto comenzar por presentarme como sacerdote para sacar mejor partido de su fe. Además, sabía que en cualquier necesitado recibían a Jesús. «Nos habéis mostrado de una manera excepcional que sois ortodoxos en vuestra fe y en vuestra vida.» Tras aquel suceso, al que yo y otros conmigo debemos nuestra vida, no olvidaré tan fácilmente lo que significa rezar «Padre nuestro». Sólo le podemos llamar «Padre nuestro» si honramos a todos sus hijos, a todos los hom bres, y estamos dispuestos a compartir los dones del Padre del cielo y a ayudar a cuantos necesiten de nosotros. La oración que forma la vida, y la vida que se convierte en alabanza de Dios, es «la adoración de Dios en espíritu y en verdad». Sencillas gentes rusas me explicaron el sentido de la oración dirigida por el ciego a Jesús. Ellos rezaban para ser curados de la ceguera que no permite a tantos hom bres ver a Jesús y advertir su venida, cuando llama a nues tra puerta bajo el vestido del necesitado. Tengo un recuerdo inolvidable de las oraciones de la noche en casa de una bisabuela que, durante veinte años que habían pasado sin sacerdote, había inspirado a un grupo de oración de creyentes. Tras una marcha de cerca de 25 km, llegué a su casa, en la que el mando de mi uni dad había decidido instalar la enfermería. Llegaba sucio 41
y cubierto de sudor. La familia se componía de cuatro generaciones, la bisabuela, la abuela, la madre y un pequeñuelo. Fui cordialmente recibido y, tras un corto mo mento, me dijo la bisabuela: «Querido huésped, la sauna está preparada.» Después de haberme lavado y limpiado mis vestidos, me presenté como sacerdote. La respuesta fue: «Y a lo sabemos, batiuschka. Hemos oído que has aco gido a los heridos y enfermos en las aldeas.» Y luego vino la pregunta: «¿Podemos pedirte que estés con nosotros esta noche, cuando se reúnan los vecinos con nosotros para la oración? Querríamos hacerte algunas preguntas sobre el Evangelio.» Aquella noche, y las siguientes, me proporcionaron una excepcional experiencia de comunidad de fe. Era un diá logo de fe que giraba siempre en tomo a la oración; las preguntas que me hacían mostraban cuánto profundamente había enraizado la fe en ellos y cuánto habían avanzado en el conocimiento de Dios. En los decenios que he de dicado a la docencia, he dicho algunas veces a mis estu diantes de teología que los analfabetos de Rusia me hacían preguntas que tenían mucho más que ver con la vida que las cuestiones planteadas por sabios profesores y estudian tes deseos de aprender. Aquellas gentes sencillas y humildes, que con tanta humanidad y bondad nos recibían, mostraban sólo lo que significa en la vida cotidiana la auténtica adoración de Dios; estaban, además, dispuestos a llegar al martirio en testi monio de su fe. Durante el segundo invierno de la campaña de Rusia estuvimos algunas semanas en una gran población, llama da Nagolnoie. La oficina de sanidad estaba instalada en la casa de una viuda, con seis hijos, que vivían en la más estrecha penuria. Aquella familia constituye para mí un 42
recuerdo inolvidable. No he olvidado aún las bellas ora ciones rusas que aprendí de ellos. Me pusieron además en contacto con una admirable mujer, una maestra que, según todos decían, en la época de las mayores convul siones y amenazas, se mantuvo fiel a su fe y se negó ro tundamente a sonsacar a los niños de la escuela, para utilizarlos como espías contra sus propios padres y contra los creyentes. En mi opinión, el padre de aquellos seis niños era un auténtico mártir, al igual que casi los dos tercios de la población masculina de aquel lugar. Un día presentaron algunos individuos del movimiento ateo como represen tantes oficiales del partido y todos los hombres de la aldea tuvieron que escuchar sus discursos. Les pidieron que se pronunciaran «libremente» a favor de la destrucción de su iglesia, para expiar así el tiempo que habían robado a la sociedad por asistir a los servicios religiosos. Pero los hombres de la ciudad se negaron rotundamente a aprobar aquella determinación. Al día siguiente, había desaparecido un tercio de la población masculina. Fueron deportados y nadie volvió a saber una palabra sobre su destino. Entre ellos se encontraba el padre de aquellos seis niños, esposo de esta viuda. Era realmente un mártir y como a tal le veneraban la mujer y los niños. Algunos meses después de esta espantosa credulidad o, por mejor decir, de este increíble testimonio de fe, re gresaron de nuevo los representantes del movimiento ateo militante, con la misma petición. Los hombres dieron idén tica respuesta. Y los comunistas reaccionaron con los mis mos medios. Al día siguiente desapareció el segundo tercio de la población masculina. A continuación, los comunis tas mismos destruyeron la iglesia, sin esperar ya la «libre» determinación del último tercio. Yo mismo estuve, con 43
profundo dolor, ante las ruinas, que hablaban tanto de la mezquindad, como, y más aún, de la grandeza humana. La humanidad y la delicadeza de aquellas buenas gen tes superaron todo lo imaginable. Bastará con relatar un par de casos, para dar una ligera idea de ello. El sargento de una unidad que fue trasladada a otra parte, me dio un par de gallinas, de las que era propietario. Intenté re galárselas a mis anfitriones, pero no fue tarea fácil con vencerles para que aceptaran el obsequio, a pesar de que casi se morían de hambre. Cada vez que intentaba com partir mi comida con ellos, especialmente con los niños, mostraban una gran preocupación porque acaso yo me sa crificaba demasiado. Tampoco quiero desaprovechar esta oportunidad para decir aquí una palabra de admiración a favor de los re presentantes del clero ortodoxo con los que la divina pro videncia me puso en contacto. En la primavera de 1942 nuestra unidad se hallaba en una región bastante tranquila, cerca de Kursk. También aquí nació y se desarrolló muy pronto una cordial amistad con algunos sectores de la población. A través de ellos, trabé contacto con un sacerdote ortodoxo, con el que me veía regularmente. Junto a él y su exquisita familia me sentía como en mi propia casa. Una vez le pregunté cómo había podido sobrevivir todos aquellos difíciles años. Res pondió: «Dios ha sido muy bueno conmigo. Sólo he es tado tres veces en la cárcel, y cada vez por menos de un año.» Luego, tras una pausa, añadió con un profundo sus piro: «Pero algunas veces me obligaron allí a comer carne durante el tiempo de ayuno. Además, me raparon el pelo.» Antes de la revolución los sacerdotes rusos llevaban el pelo largo, como distintivo de su pertenencia al estado clerical. Quedarse calvos era para ellos una profunda humillación. 44
En el lugar donde vivía aquel sacerdote, hacía poco que el régimen comunista había convertido la iglesia or todoxa en bodega. Tras hablar con numerosos amigos y con mi comandante, que era un hombre bueno y honrado, le ofrecí al sacerdote nuestra ayuda. Estábamos dispuestos a Ümpiar la iglesia y repararla, si la quería abrir al culto. Su primera reacción fue de gran alegría y gratitud. Quiso aceptar el ofrecimiento. Pero, tras haber hablado con los más ancianos de su comunidad, regresó y nos declaró que no se atrevía a abrir la iglesia, porque dijo literalmente, «el Ejército de Hitler perderá la guerra y volverá el ré gimen de Stalin. Y todo el que haya aceptado vuestros favores tendrá que pagarlo.» A la vista del curso que pre sumiblemente iban a tomar los acontecimientos, prefería no aparecer en público como párroco, sino limitarse a se guir en contacto con las familias creyentes, para bautizar a los niños, instruirlos y asistir en la última hora a los moribundos. Más tarde, en Rusia Blanca, cerca de Mohilev, conocí a otro sacerdote ortodoxo que había optado por la decisión contraria. Actuaba a la vista de todo el mundo como párro co de una gran parroquia y eran numerosos los fieles que acudían a los oficios religiosos. Estuve poco tiempo en aquel lugar, pero nos hicimos pronto buenos amigos. Me pre sentó su familia. Tenía nueve hijos. Cuatro habían nacido antes de su consagración sacerdotal. Luego había una lagu na de más de cinco años. Inmediatamente después de su primera misa, celebrada ante un considerable número de fieles, fue encarcelado y condenado a varios años de tra bajos forzados, como transgresor de la ley sobre reuniones públicas. Tenía la conciencia intranquila, porque, antes de salir de la cárcel, había hecho la promesa de respetar las normas vigentes sobre dichas reuniones. Amé a este sacer 45
dote y a su familia desde el primer instante. Cuando se hizo ya evidente que el ejército alemán tenía que evacuar la región, el buen hombre me pidió consejo sobre si debía quedarse allí o huir con los alemanes. Desde luego, sabía bien lo que era el régimen de Hitler. Pero creía que Stalin era peor. Para hacerme mejor idea de su estado de ánimo le expuse, con cautelosas palabras, mi opinión de que tal vez en atención a los aliados, Stalin suavizaría su lucha contra la Iglesia. Su reacción fue extremadamente viva, casi diría que exaltada. Me preguntó si conocía el prover bio: «L a zorra muda de pelo, pero no de mañas.» Y con términos muy enérgicos me dijo que antes creería en la conversión de Satán en el infierno que en un cambio de sentimientos de Stalin. Estaba tan estupefacto ante mi in genuidad que casi desbordaba los límites de la cortesía. Me dijo: «Somos doce los sacerdotes ortodoxos de Rusia Blanca que nos reunimos a intervalos regulares. Nadie es tan crédulo como tú.» Pero, a pesar del miedo a posibles sanciones, se decidió — con pleno consentimiento de su mujer y de los hijos mayores— a permanecer en su pues to. Consideraba que su deber le obligaba a estar al lado de sus feligreses. Durante el primer invierno de guerra en Rusia, apenas hube llegado a una población se me presentó el antiguo sacristán. Acababa de enterarse que yo era sacerdote. Cuan do el párroco de aquel lugar fue desterrado a Siberia hacía ya muchos años, el sacristán escondió los vasos y vestidos sagrados en una cueva oculta detrás de su casa, que ahora me mostró. Nuestro primer encuentro parecía ser extrema damente amistoso. Pero al final el buen hombre me pre guntó: «¿ E s usted de esos sacerdotes que siempre llevan el rosario?» Como respuesta le mostré el mío. Quedó muy desilusionado. Le pregunté por qué esta señal de amor 46
a la Madre de Dios le había dejado tan perplejo. Al hacer la pregunta, utilicé la palabra, muy usual en la región, boschematusschka, que al pie de la letra significa «la amada madre de D ios». Respondió: «Seguramente estás de acuer do con nuestra fe, cuando veneras y amas a María como boschematusschka. Pero cuando nuestro párroco fue des terrado a Siberia, nos advirtió al despedirse de nosotros que vendrían sacerdotes del oeste que rezan el rosario, y que no debíamos recibirlos, porque su fe no era orto doxa.» Se necesitaron pacientes y largas conversaciones, para tranquilizar a aquel buen hombre y convencerle de que profesábamos la misma fe. Fue para mí un excelente amigo. Casi todas las mañanas me ayudaba a misa y no me mo lestaba lo más mínimo que, siguiendo la costumbre orto doxa rusa, se santiguara al menos veinte veces. Estando en aquel lugar vinieron un día tres muchachas para rogarme que fuera a visitar a su padre, gravemente enfermo. No advertí que me decían también que su padre era diácono. Así pues, le visité en mi calidad de terapeuta. Le exploré a fondo y le di las mejores medicinas de que disponía. Pero en este primer encuentro no abordé el tema de la fe. Al día siguiente vinieron otra vez las tres hijas para verme. Me dijeron que su padre estaba muy turbado, por que yo sólo me había preocupado de su bienestar corpo ral, pero no había iniciado ningún diálogo de fe con él ni le había ofrecido los sacramentos de los enfermos. In mediatamente pasé a visitarle de nuevo y esta vez como sacerdote y hermano en Cristo, con gozo de toda la familia. Durante los duros años de Stalin aquel valeroso diácono había desempeñado la función de jefe de contabilidad en el koljos. Esto le había proporcionado numerosas oportu 47
nidades de entrar en contacto con los creyentes y fortale cerlos en la fe. Mi recuerdo de aquella magnífica familia ortodoxa se renueva cada vez que me encuentro con ca tequistas de África o con grupos de diáconos casados y de sus familias del mundo occidental.
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V E L BUEN SAMARITANO Y E L FARISEO
Cuando me encuentro con hombres que confiesan su miseria y su condición de pecadores, o que por culpa de otros se han apartado del buen camino, me resulta fácil recordar el mensaje central del Evangelio: «Sed misericor diosos, como misericordioso es vuestro Padre» (Le 6,36). Pero cuando me encuentro con ateos autojustificados, o incluso con cristianos militantes que también se autojustifican y con sacerdotes de duro corazón, entonces se alza ante mi imaginación el terrible fantasma del fariseo eterno. De todas formas, también he aprendido a precaverme de calificar a nadie de fariseo. Porque en mi propio interior he tenido que librar muchas veces un conflicto entre el buen samaritano y el fariseo autojustificado que habita en cada uno de nosotros. De este conflicto hablan las líneas que siguen. Cuando el ejército alemán conquistó Jarkov, en el otoño de 1941, se me señaló como alojamiento una habitación bella y espaciosa, en la casa de una mujer a todas luces pudiente. Su marido estaba ausente. A cuanto pude saber, aquel hombre disfrutaba de un puesto importante dentro del partido comunista. Ya desde los primeros días la dama intentó seducir 49
a mi joven ayudante, cabo de sanidad de apuesta figura. Pero no tuvo éxito. Al contrario, el muchacho se irritó y la llamaba la «bruja». Entonces la mujer convenció a una atractiva y joven prostituta de la vecindad, para que fuera a visitarnos y se ofreciera a nosotros. Al intentar abordar a mi ayudante, éste la arrojó con grandes insultos. Enton ces la joven se dirigió a mí, pero le dije tranquila y amis tosamente que se había equivocado de puerta. La reacción de nuestra vecina la «bruja», fue: «¡Vosotros dos sois monjes!» Pero no se le ocurrió pensar en serio que los dos, o uno de los dos, hubiéramos elegido el ceÜbato vo luntario. Pronto descubrimos que esta mujer era una hábil y astuta echadora de cartas. Las sesiones tenían lugar en un cuarto próximo a mi oficina y, con gran desilusión por mi parte, descubrí que también algunos católicos y pro testantes, a los que había visto de cuando en cuando en la misa, recurrían a los servicios de la adivinadora. Los ojos y los oídos de nuestra bruja estaban en todas partes. Tenía a todas luces una gran habilidad para hacer acopio de datos y noticias relativos a sus parroquianos. Y utilizaba con gran astucia estos conocimientos al leer en las cartas y «revelar la verdad» a aquellos ingenuos. Se fue corriendo y difundiendo la fama de que aquella mujer sabía descrifrar los secretos y era cada vez mayor el nú mero de hombres dispuestos a dejar en manos de la echa dora una parte de su magra soldada. Me pareció descubrir que los reducidos conocimientos del ruso de mis camara das, y el poco alemán que la adivina hablaba, era un ele mento esencial que contribuía a aumentar la confusión. Y así, un día tomé la decisión de ofrecer mis servicios de intérprete para las sesiones de todo un grupo. La dama se sintió no poco halagada por este ofrecimiento. En mi nuevo papel recurrí a los mismos trucos que la «bruja», 50
porque al traducir las preguntas de mis camaradas dejaba deslizar, con mucha precaución, algunas insinuaciones. Ella cayó en casi todas las pequeñas trampas. Pero los crédulos parroquianos no acertaron a descubrir el astuto juego. Al final, pregunté si yo también podía esperar respuesta a una cuestión que me preocupaba. Fue, para la dama, el glorioso momento del triunfo. Le dije que desde mi llegada a Jarkov no había re cibido ninguna carta de mi mujer y que me estaba pre guntando si es que tan siquiera me había escrito. Puesta en jarras, echó las cartas y estudió astutamente la respues ta, para que no se pudiera descubrir en ella ningún error. Y así, llegó finalmente el oráculo: «Las cartas no dicen si llegarán cartas ni cuando llegarán. Pero me dicen que tu mujer te ha escrito con regularidad.» Al llegar a este punto, descubrí mi juego. Le espeté que no estaba casado sino que, tal como ella había estado a punto de sospechar, era monje. Estas palabras ejercieron sobre mis camaradas el efecto de un exorcismo. La mujer se alejó furiosa y se aca bó su negocio. Durante nuestro segundo invierno en Rusia, hallándo nos en un peligroso puesto avanzado, descubrí que uno de los soldados había contraído la sífilis. Se trataba de un joven de excelentes cualidades, pero engreído, escritor de profe sión. Como sargento de sanidad, tenía la obligación de in formar de estos casos al comandante, para descubrir a la persona que había originado el contenido. Contraer la sí filis era para la tropa un crimen punible, porque podía ser expresión del deseo de sustraerse al servicio militar. Pero más punible aún era para la población civil contagiar de sífilis a los soldados, porque equivalía a debilitar al ejér cito. Los soldados contagiados estaban estrictamente obli gados a denunciar a la persona con la que había tenido con 51
tacto sexual sin garantías higiénicas. Me quedé no poco sorprendido cuando aquel vanidoso muchacho señaló como fuente de su dolencia a una mujer de unos cuarenta años, madre de tres muchachos ya mayores. Su marido la había abandonado hacía varios años y, como otras muchas, en los días duros había ofrecido su cuerpo para poder dar de comer a sus hijos. Se trataba en el fondo de una buena mujer, víctima de crueles circunstancias. Menos simpatía me inspiraba el soldado y lo que más me hubiera gustado habría sido echarle un buen sermón sobre el fuego del infierno, pero nos estaba prohibido y, además sabía que era inútil. No me quedaba, por tanto, otra cosa que hacer sino tratarle con objetividad. Pero, en el fondo me sentía más samaritano furioso que samaritano compasivo, aunque no dejé traslucir mis sentimientos al exterior. En cambio, respecto de la mujer sentía profunda y auténtica compasión. Apenas el comandante recibió mi informe, me mandó llamar y me dio la orden estricta de «quitar a la mujer de en medio». Lo cual significaba, ni más ni menos, que tenía que matarla o mandar a otro que lo hiciera. El co mandante fundamentaba su desacostumbrada decisión en que, dadas las circunstancias, no había otro camino para proteger la salud de los soldados frente a aquella prosti tuta. De hecho, no teníamos la posibilidad de mandarla a un hospital. No repliqué a la orden, pues me dije que en el caso de que me negara aduciendo razones de con ciencia, el comandante buscaría a cualquier otro para que la ejecutara. Y, por otro lado, esperaba que si no le con tradecía, la cosa no iría más lejos. Pero no podía estar seguro. Veía perfectamente que mi situación sería más que delicada si el contagio se extendía a otros. Visité, pues, a aquella mujer y le expliqué, con muchí 52
simas precauciones y poco a poco, lo que había sucedido. Le aseguré, sin embargo, que en cuanto ser humano, en cuanto enfermero y en cuanto sacerdote no ejecutaría aquella orden ni dejaría que la ejecutara ningún otro, y que no se le haría el menor daño si seguía al pie de la letra mis instrucciones. Le entregué los medicamentos precisos y vigilé para que los tomara a tiempos regulares. Le tuve que explicar, por supuesto, que estaba en juego no sólo su vida, sino también la mía. La mujer se mostró profundamente conmovida y se apresuró a asegurarme que no me causaría dificultades. Sabía que podía fiarme de sus palabras. Casi siempre que me encontraba con ella, me gritaba desde alguna distancia: «Nunca más». Por mi parte la vi sitaba de vez en cuando para asegurarme de que a sus hijos no les faltaba el sustento cotidiano. A finales de febrero de 1943 nuestra unidad fue tras ladada a Orel, ciudad situada al sudoeste de Moscú. Junto con mis dos cabos de sanidad, se me señaló alojamiento en una casa bastante espaciosa, en la que vivían tres familias. Nos reservaron la habitación más amplia. El cuarto más pequeño, junto a la entrada, estaba ocupado por Natacha y sus tres hijos. Era una fugitiva y vivía en la más extra ña pobreza. Para poder ganarse la vida para sí y sus hijos ofrecía lo único que ya le quedaba por vender: su cuerpo. Mis dos ayudantes, incrédulos pero de estrictas convic ciones morales, me hicieron una propuesta muy concreta del modo cómo habían pensado poner fin al negocio de Natacha: en nuestra amplia habitación había un depósito de agua. Habían pensado convertirse en porteros y cada vez que un hombre, fuera alemán o ruso, fuera a visitar a Natacha, le arrojarían un cubo de agua a la cabeza. Les repliqué enérgicamente que aquella actitud era inconcilia 53
ble con nuestra ética profesional, porque nosotros estába mos en el servicio de sanidad y en aquel terrible frío del invierno sus métodos podrían acarrear males imprevisibles. Su reacción fue: «Si consideras nuestro método inhumano, busca tú una solución más elegante.» Hablé francamente con Natacha y le expliqué que, si quiera fuera para conservar nuestro buen nombre, no po díamos tolerar aquel escándalo. Le prometí que nosotros cuidaríamos de que no le faltara ni a ella ni a sus hijos el alimento diario. Aceptó mi ofrecimiento agradecida, pero los hombres seguían llamando a la puerta para «visitarla». Ella intentó rechazarlos, pero algunos se mostraban muy insistentes. Decidí, por tanto, asumir durante algunos días el oficio de portero. Recuerdo vivamente a un «auxiliar voluntario» ruso que servía en la Wehrmacht, vistiendo incluso uniforme oficial. Le declaré amigablemente que Natacha no se hallaba ya sumida en aquella necesidad que le había obligado en fechas anteriores a admitir parroquia nos de su tipo. Pero él insistió en su derecho de dormir con ella. Recurrí entonces a palabras más fuertes, pero sin resultado. Finalmente, perdí la paciencia y comencé a hablar en dialecto bávaro en vez de en ruso. De mis camaradas bávaros había recibido yo un vocabulario bastante expre sivo. Mis gritos y la lengua ininteligible consiguieron el objetivo mejor que los buenos argumentos. Presa de terror, el hombre escapó como alma que lleva el diablo. Cuanto más desprecio mostraban mis ayudantes respec to de Natacha, más me esforzaba yo por mostrarle mi res peto y mi amistad. Al cabo de algún tiempo, me sentía muy a gusto en mi papel de buen samaritano. Pero el or gullo precede a la caída. Tras fundirse la nieve, poco antes de pascua, rogué a Natacha que se cuidara de la limpieza en torno a la casa, 54
No era precisamente un hermoso trabajo. En aquella épo ca las casas de los arrabales no tenían retrete. Incluso en lo más crudo del invierno, había que buscarse un rincón, fuera de la casa, para evacuar las necesidades. Sencilla mente, las heces se tapaban con nieve. Podía desde luego, haber pedido a mis dos ayudantes o a las otras dos fami lias de la casa que hicieran el trabajo. Pero resultaba evi dente que todo el mundo esperaba que fuera el otro el que lo hiciera. Como yo daba alimentos a Natacha, me creía autorizado a pedirle que hiciera esta tarea, poco agradable. Pero la mujer se excusó, con mucha cortesía y con cierta excesiva confianza. Me dijo que ahora necesitaba todo su tiempo para hacerse zapatos para ella y los niños, por que quería ir a la iglesia la vigilia de pascua. Creí ver en la respuesta un producto de la holgazanería y sospeché que Natacha se consideraba demasido buena para aquel sucio trabajo. Mi poco meditada reacción fue: «¿Q ué hace en la iglesia gente como usted, que no quiere trabajar?» Resulta difícil decir a quién aterraron más aquellas duras palabras, si a Natacha o a mí. Aquella mujer, a quien la necesidad había humillado tanto, creía haber encontrado en mí a alguien que la respetaba absolutamente. ¿Y ahora? Un diluvio de lágrimas respondía a aquellas palabras del fariseo y comprendí inmediatamente, que acababa de des truir lo que había intentado construir. Me apresuré a pedir perdón a Natacha. ¿No podría haberme ella replicado con mis propias palabras: «Qué hace gente como usted en la iglesia?» Natacha fue efectivamente a la iglesia el día de pascua, y me trajo pan bendito, sal y un huevo pascual, señal de la reconciliación. ¿Hay pecadores sin esperanza? Muchos lo piensan así y yo mismo me he visto tentado algunas veces en mi vida a calificar a algunas personas como casos desesperados. Pero 55
a medida que han ido avanzando mis años, he podido com prender cada vez con mayor claridad aquella luminosa en señanza del Evangelio: Cristo no rechaza a nadie como un caso sin remedio. En íntima convivencia con los soldados, tuve ocasiones más que sobradas para conocer defectos, conductas equivo cadas y muestras de mal carácter. Pero cuando los hom bres se hallan suspendidos entre la vida y la muerte, es cuando se descubre muchas veces su verdadera personalidad: fe humilde en el perdón divino, dolor profundo por los pecados y capacidad para aceptar con confianza el sufri miento y la muerte. Durante los últimos treinta años me he aplicado con creciente esfuerzo, en mi calidad de teólogo moralista, a la tarea de analizar la significación del medio en que nos movemos y de proclamar nuestra responsabilidad por cons truir un medio ambiente sano. Esta idea puede documentar se fácilmente con numerosas investigaciones y resultados de las ciencias humanas. Pero hacía falta la experiencia existencial, para valorar en sus justos términos la impor tancia de esta verdad. Una de las experiencias más sor prendentes de la época de guerra fue, para mí, compro bar que por un lado hay muchas personas que aceptan con pasividad el influjo del medio ambiente al que están expuestas, mientras que por otra parte una sola persona lidad vigorosa o un puñado de hombres buenos y enten didos pueden ejercer una influencia enorme sobre su me dio ambiente y sobre las personas de su entorno. Com prendí cada vez mejor que se necesita la amistad con hom bres de buena voluntad, para poder resistir la resaca ne gativa del medio ambiente. Estoy pensando ahora concretamente en una situación que demuestra de forma palpable la influencia de una 56
fuerte personalidad. En mayo de 1942 fui herido en la segunda batalla de Jarkov, tras haber caído ya cinco ca milleros de mi unidad. El médico del hospital de campaña juzgó que mi situación era crítica y así, al día siguiente me trasladaron a Alemania en un tren hospital. No fue ninguna agradable sorpresa comprobar que la mayoría de los heridos que se amontonaban a mi alrededor procedían de un regimiento de SS, muchachos superficiales y endu recidos. A pesar de sus graves heridas, sus conversaciones giraban en torno a las guapas enfermeras de la Cruz Roja y otras muchachas que esperaban encontrar en el hospital militar. Cuando, por fin, nos acomodaron en el hospital de Dillingen, pequeña ciudad de Baviera, aquellos hombres se sintieron muy desilusionados. Todas las enfermeras que había en aquella gran habitación, en la que se hallaban alojados unos 25 hombres, eran religiosas de una Orden católica. Oí que mi vecino profería algunas maldiciones y se daba a todos los diablos. Pero al cabo de unos pocos días la atmósfera había sufrido una radical transformación. Todo el mundo, incluidos los hombres de las SS, admira ban y querían a las hermanas, que nos servían con abne gación y competencia. Si alguien lanzaba una maldición o una palabra sucia, y observaba que la hermana lo había oído, se disculpaba. O un vecino le llamaba la atención: «Espero que la hermana no lo haya oído.» El tono del lenguaje y las relaciones mutuas cambiaron visiblemente a mejor. Las hermanas realizaban sus tareas con amabilidad y cordialidad, no moralizaban y actuaban como si hubieran sabido desde siempre que aquellos hom bres eran en el fondo buenas personas.
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VI TODOS SOMOS PECADORES
En el decurso de mi vida he debido adaptarme a una serie de diversas culturas. Nunca me ha sido especialmente difícil. Me he sentido muy pronto como en mi propia casa entre los amistosos habitantes de Filipinas, Thailandia o Hong Kong. He descubierto tantas cosas buenas en los sacerdotes, seminaristas, hermanas y catequistas de África que para mi diversidad cultural equivale a enriquecimiento. Pero no fue en cambio nada fácil el paso desde la at mósfera protegida de un seminario religioso, en el que había vivido siete años antes de mi incorporación al ser vicio militar, al duro clima de la Wehrmacht alemana. Es muy bello describir, en teoría, el ser cristiano, pero ser cristiano en un medio ambiente que tenía muy poco de cristianismo es algo completamente diferente. Mi educación, iniciada ya en casa de mis padres y con tinuada en el seminario sacerdotal, me ha dado una clara idea de cuál es la misión de todo cristiano, y en especial la del sacerdote, a saber, defender con firmeza sus con vicciones religiosas y dar testimonio de la libertad de los hijos de Dios. De mis reflexiones sobre la palabra de Dios y de mi especial admiración por Mahatma Ghandi brotó muy pronto en mí un singular aprecio por la libertad frente 58
a la violencia y por la amabilidad, dos acdtudes de espí ritu que indudablemente no tienen nada que ver con de bilidad de carácter. Al entrar en el enrarecido aire de la Wehrmacht, de cidí atenerme al siguiente principio: ser amable con las personas amables, en la medida de lo posible ser amigo de todos y estar dispuesto a prestar ayuda a todos, fue ran creyentes o incrédulos. Pero responder con inequí voca contundencia a cuantos intentaron burlarse de mis más sagradas convicciones. Volviendo ahora la vista atrás, y repasando todos aquellos años, me pregunto naturalmente si todas mis respuestas o mis reacciones estuvieron siem pre acordes con el ser cristiano. ¿Hasta qué punto no se mezclaron el honroso sentimiento de ser cristiano y el testimonio a favor de la fe con la ofensa y la ira? Ya durante el cursillo de formación en la escuela de sanidad de Augsburgo se produjo un primer duro enfren tamiento. Muchos de aquellos camaradas eran hombres exce lentes, pero no todos. Uno de los que presentaban siempre el lado más desagradable era un carnicero, rudo y ro busto, llamado Haggemeyer. Un día me pidió que le pres tara dinero por una semana, porque de lo contrario tenía que ir a pie hasta el hospital donde prestaba servicio y don de tenía su dormitorio, y esto suponía una caminata de varios kilómetros. Sin más formalidades, le di el dinero. Uno o dos días más tarde me acerqué por casualidad a un grupo de soldados que tenía a todas luces alguna exce lente razón para prorrumpir en estruendosas carcajadas. No advirtieron mi presencia. Haggemeyer les estaba con tando la historia de cómo había sabido sacar dinero a un cura, lo que le permitió hacer una visita a la Hasengasse. Todo el mundo sabía que la Hasengasse era el punto de reunión con prostitutas. Aquellos hombres encontraban par 59
ticularmente gracioso que aquella visita hubiera sido finan ciada por un cura. Cuando supe lo que había hecho el cor pulento carnicero con mi dinero y que además se estaba jactando de ello ante los demás, me acometió una ira sin límites. Salté sobre el hombre, le sacudí y le grité: «¡Tú, miserable; devuélveme el dinero ahora mismo! Deberían darte vergüenza estas sucias historias!» Se hizo un helado silencio. El hombre estaba realmente impresionado. Pidió a los camaradas, que estaban cele brando con él tan extraña victoria, que le prestaran dinero para poder devolvérmelo. Me alejé, lleno de cólera. Todos estaban abochornados. Durante el tiempo que estuve destinado como enfer mero en una unidad de infantería, había un soldado que se mofaba de la fe cristiana con lenguaje hiriente y bajo. Un día le llamé la atención con palabras enérgicas y le invité a elegir algún otro objeto como blanco de su estu pidez. En respuesta, se lanzó contra mí. Pero había echado mal las cuentas. En mis años jóvenes habían ejercitado bien mis músculos en los duros trabajos de la granja de mis padres. Los entrenamientos en el servicio de sanidad tam bién habían puesto su parte. Con un fuerte empellón arrojé al hombre al suelo. Luego le invité, no sin sarcasmo, a le vantarse, porque desde luego no iba a profanar su ca dáver. Cosa extraña, desde aquel día nos hicimos amigos. Con el correr de los años fuimos destinados a distintas unida des y no volvimos a vernos. El día que caímos prisione ros de los rusos, me encontró de una manera enteramente casual. Corrió hacia mí y me saludó como a un viejo amigo. Y otra vez me dio las gracias por la dura lección que le había dado en aquel incidente. En otra ocasión el factor principal no fue la ira, sino 60
una comedia consciente de representación de la ira. Tras el fracasado atentado contra Hitler, se nos convocó a to dos ante el comandante y recibimos la orden de que, de allí en adelante, el saludo sería «Heil H itler!». Cuando regresé a mi alojamiento, había ante la puerta un grupo de soldados sentados. Al verme, uno de los más jóvenes dijo en voz alta: «Mirad al sargento Háring. Está lleno de desesperación, porque ha fracasado el atentado contra Hitler.» Conocía demasiado bien a aquel joven para sospechar que quisiera ponerme adrede en dificultades. Pero si acep taba en silencio aquellas palabras, me hubiera podido cos tar la vida. Así que le grité como un auténtico sargento prusiano, le ordené dar vueltas alrededor del campo y, finalmente, la mandé marchar sobre un blando montón de estiércol. Cuando nos quedamos solos, le pregunté si com prendía que no había tenido más remedio que hacer aque llo. Lo había entendido y admitió que la comedia era un castigo que tenía bien merecido. Se sentía además agra decido, porque yo no actuaba movido por la ira contra él, sino que había representado una comedia. Más problemático resultó otro sainete que representé, también a ciencia y conciencia, en otra ocasión. Se tra taba de pasar una velada juntos los oficiales y sargentos de nuestra sección. Supe a través de un amigo que dos oficiales y un sargento mayor se habían puesto de acuerdo entre sí para mezclar en mi bebida alcohol concentrado y emborracharme. Sabían que yo me inclinaba siempre del lado de la sobriedad. Cuando me enteré de aquellas intenciones, decidí comer abundantemente para tener una buena base y poder luego beber sin preocupación. Llegado el momento, comencé a fingir que estaba borracho, tal como ellos habían deseado. Me dirigí a uno de los tenientes 61
que habían maquinado la operación y le pedí que repi tiera conmigo lo que le iba a decir. Y tracé un duro re trato de un capitán, presente en la reunión, conocido de todos como fanático partidario de Hitler. El teniente, que estaba bebido como una cuba, repitió fielmente cuanto le iba diciendo. Cabalmente aquel capitán era el otro oficial que había planeado emborracharme, de modo que no podía quejarse si ahora tenía que escuchar aquellas duras pala bras de un beodo. Representé bien mi comedia. Todo dis currió de acuerdo con lo que había calculado, llevado de mi irritación ante aquellos hombres sin carácter. Pero cuan do abandoné la reunión, me observaron algunos de mis amigos y pudieron comprobar que caminaba derecho como un huso y con paso firme. Supieron así que había fingido la borrachera. Con mirada retrospectiva, ahora opino que no debería haberme permitido aquella comedia. Pero entonces me ayu dó a soportar y superar las frustraciones. Era en parte valor y en parte cierta venganza. Mi cólera se mantuvo, pues, bastante dentro de los límites de la razón política. Recuerdo también otras dos ocasiones, en las que mi cólera fue espontánea y plenamente justificada. Uno de los más espantosos períodos de la campaña fue nuestra retirada del Narev, a comienzos de 1945. Nuestra sección de exploradores, en buena parte motorizada, tenía averiados la mayoría de sus vehículos. La retirada se ha cía a marchas forzadas. Nuestros caballos estaban agota dos y con mucha frecuencia quedaba bloqueado el paso de arroyos y ríos. Aunque nos detuvimos de vez en cuando para tratar de ofrecer alguna resistencia, en menos de un mes retrocedimos más de cuatrocientos kilómetros. Las pérdidas por heridas y congelación eran elevadas. Desde todas partes se solicitaban los servicios del enfermero. Mis 62
nervios estaban deshechos por el excesivo trabajo y el peso de las preocupaciones. Por otra parte, las carreteras por donde discurría la retirada estaban abarrotadas por numerosas familias ger mano parlantes o de origen alemán que, temerosas de ser asesinadas por los rusos, o ante el temor de que sus mu jeres y sus hijas fueran violadas, se unían a la corriente en retroceso del ejército alemán. En el duro frío del in vierno, habían cargado sobre sus carros todo cuanto pu dieron. Los caballos no podían avanzar en las heladas y resbaladizas carreteras. El resultado era que los impacien tes soldados o les desenganchaban los caballos y se los robaban o bien hacían salir a los carros fuera de la carre tera. Les veíamos entonces gritar retorciéndose con des esperación. Una vez intenté ayudar a una familia, con numerosos niños pequeños, a situar de nuevo su carro en la carre tera. Pedí a uno de los soldados alemanes con palabras apremiantes y al final algo ásperas que hiciera sitio al carro. Replicó con una explosión de injurias sobre mi persona. Furioso, salté sobre su carro y le apreté el cuello con las manos. Apenas podía respirar y susurraba en un soplo: «¡Auxilio, auxilio!». No le solté hasta que el otro carro, con los niños pequeños, se situó de nuevo en la fila; a continuación le lancé una dura y colérica advertencia sobre su villano proceder. Cuando, ya al final de la guerra, nuestro ejército fue desalojado de Oliva y Danzig, acampamos en un gran bos que, entre Danzig y Prusia Oriental. El médico de nuestra sección y yo mismo estábamos sumamente atareados con el gran número de soldados enfermos y heridos. Apareció entonces un coronel y comenzó a despotricar coléricamen te sobre los «cobardes» que se negaban a combatir. Yo 63
sabía que era uno de los hombres más peligrosos del tri bunal de juicios sumarios, que en los días anteriores había condenado a muerte a cientos de soldados, sólo porque habían perdido su unidad, o porque habían pronunciado algunas palabras imprudentes contra aquella insensata pro longación de la guerra. Cuando oí a aquel hombre y vi su arrogancia, perdí por completo mi autodominio. Le grité en su cara, le llamé criminal y otras muchas cosas. El mé dico y los soldados presentes estaban atónitos y mudos. Debían estar pensando que yo sería el siguiente a quien el coronel mandaría colgar. Pero frente a mi cólera sin lí mites, dio media vuelta y siguió su camino. Todavía hoy me estoy preguntando cómo es que no echó mano a su arma, ni se vengó después. Tal vez advir tió la ira de los hombres que le rodeaban y comenzó a te mer por su propia vida. Pero con mi estallido de cólera me había expuesto innecesaria y estúpidamente a un peli gro mortal. Y, no obstante, en lo más profundo de mi corazón, no siento ningún remordimiento por mi conducta. Sólo de searía que, de repetirse estas ocasiones, supiera mantener mejor el control de mi ira. En los años pasados he hablado repetidas veces, en los países que se encuentran bajo la opresión y la sublevación, por ejemplo en Sudáfrica, Rodesia, Filipinas, Brasil y otras partes, sobre la acción no violenta y el triunfo de la ama bilidad. En tales casos, los cristianos me han recordado con frecuencia el ejemplo de la ira de Jesús en el templo y las duras palabras con que arrojó del templo a los mer caderes. Solía responderles que comprendía muy bien aque lla ira de Jesús. Pero que no podíamos olvidar que nos otros no somos capaces de mantener nuestra ira bajo control como Jesús, y que no podemos juzgar los corazones y 64
las intenciones de los hombres como él podía hacerlo. Y, finalmente, que tampoco tenemos el poder y la autori dad que él tenía para castigar a los injustos. De ordinario los enfrentamientos no tenían la dureza y el carácter combativo de los que he mencionado. Cuando al inicio de la campaña de Rusia fui trasladado de la com pañía de sanidad a un regimiento de infantería, comencé por presentarme al comandante del batallón. Cuando estaba a punto de llamar a las puertas de la casa rusa en que esta ba instalado el mando, oí fuertes risas. El comandante estaba explicando a su Estado mayor que el nuevo enfer mero era un sacerdote, y a todos les pareció aquello una gran ocasión para bromas y un buen motivo de burlas. Llamé y, sin esperar la respuesta, entré. El comandan te, un joven capitán, me saludó afablemente y me aseguró que consideraba un verdadero honor que el nuevo sub oficial de sanidad fuera un sacerdote y más aún, profesor de teología. Veía en estas cualidades una especial garan tía de que la gente gozaría de los mejores servicios. Le res pondí fríamente y dije que sólo el futuro podría desvelar cuál de su doble lenguaje sería el acertado, si las palabras que contra mi voluntad había escuchado cuando esperaba a la puerta o las que me dirigía ahora. Expresé mi espe ranza de que, en el terreno de la mutua sinceridad, podría mos trabajar en excelente colaboración. El capitán se quedó sin palabras ante mi franqueza y mi valor. En el futuro me dejó en paz, no porque tuviera especial simpatía hacia los sacerdotes católicos, sino por que sabía ya a qué atenerse respecto de mis puntos de vista y mi sólido modo de replicar. Con el tiempo, nues tras relaciones llegaron a ser amistosas. Admitió de buen grado el buen servicio que hacía en mi puesto de suboficial de sanidad, que trataba bien a sus hombres y que era com 65
petente. No tomó a mal que, frente a su optimismo res pecto de las noticias del primer tiempo de la campaña, le recordara tranquila y objetivamente la inmensidad del te rritorio ruso. Muy pronto compartió también mis puntos de vista, más acordes con la realidad. Había otro oficial en el batallón, antiguo maestro de escuela y ateo agresivo, siempre malhumorado, que intentó repetidas veces mofarse de mí por mis convicciones reli giosas. En cada intento recibió la respuesta adecuada. Un día me envió un mensajero, rogándome que fuera inme diatamente a visitarle, porque se sentía mal. Hice que le respondiera: «Si alguien está gravemente enfermo, enton ces acudo de inmediato. En otro caso, sea oficial o soldado raso, tiene que venir a la enfermería.» El oficial presentó de inmediato una queja ante el comandante por negativa a prestar un servicio. Por fortuna, el comandante no lo tomó en serio. No mucho más tarde, este oficial cayó he rido en un duro combate y, como todo el mundo en su situación, gritó llamando al enfermero. A pesar del vivo fuego de granadas, corrí y le saqué de la línea batida. El oficial estaba asombrado y evidentemente conmovido al verme realizar aquel servicio con absoluta naturalidad, como si nada hubiera sucedido entre nosotros. Procuré siempre respetar las convicciones de los de más. La conciencia de un hombre es para mí un santuario. Pero tampoco consentía nunca que en mi presencia se mo fara nadie de mi fe, sobre todo cuando era patente que tras aquellos ataques había intolerancia e intención de mo lestar. En cierta ocasión, un soldado ateo se estaba burlan do, en presencia de un oficial también ateo, de la Iglesia católica y de sus sacerdotes. Entonces me dirigí no al sol dado, sino al oficial, y le pregunté cómo podía tolerar aquellas palabras. ¿No estaba obligado, como hombre de 66
honor, a condenar aquel incorrecto comportamiento? «Todo el mundo puede esperar de mí que respete sus conviccio nes. Todos saben también que corro en ayuda de todos, sin diferencia de grado o de religión. Yo espero que dé usted a este hombre la orden de disculparse antes de ale jarse, si él no lo hace por su propia voluntad.» Mi enér gico tono le sorprendió y, de hecho, pidió al soldado que se excusara oficialmente y no volviera a incurrir en aquella incorrección. Como enfermero del ejército de Hider aprendí lo si guiente: las gentes cuya sensibilidad moral ha quedado subdesarrollada y no han aprendido a respetar las honradas convicciones de los demás, están siempre dispuestas a in juriar e incluso a perseguir a aquellos que no tienen el valor de resistirles con presteza. Pero en cuanto chocan con la resistencia inmediata que brota de la sana confianza en sí mismo y del propio respeto, aprenden al menos a callarse. Y no raras veces llegan incluso a revisar su propia posición o al menos su conducta exterior. En términos generales, sólo tuve dificultades del tipo de las reseñadas en los primeros momentos cuando llegaba a una nueva unidad, o cuando nuestra unidad se comple taba con nuevos grupos. Pero en cuanto nos conocíamos mejor y todo el mundo sabía que defendía con firmeza mis convicciones, nadie se atrevía a molestarme a causa de mi fe. Estas experiencias me sirvieron de mucho, más ade lante, cuando en mis esfuerzos por una renovación de la teología moral católica o de las estructuras de la Iglesia, tenía que enfrentarme con fanáticos o con personas que se sentían muy poderosas dentro del sistema. Cuando, in mediatamente antes de la apertura del Concilio, se nos tomó juramento a los teólogos conciliares, se sentaba a mi lado 67
un monsignore muy conocido por su lucha contra el Insti tuto bíblico. Me saludó con la siguiente observación: «Pa dre Háring, ¡usted no es romano!» Yo le respondí: « ¿ Y us ted sí lo es?» Y cuando replicó: «Usted sabe bien a qué me refiero», le pregunté suavemente: «¿Puedo rogarle que me lo explique un poco mejor?» Cuanto más claras se hacían sus amenazas, más tranquilamente le iba pidiendo yo nuevas explicaciones. Él interpretó mi suavidad como temor. Con contenida energía, le dije al final: «Deje usted a un lado este tipo de ocultas amenazas. Respóndame con claridad y sin rodeos. ¿E s usted mejor cristiano que yo? ¿Tiene usted algún derecho a juzgar la rectitud de fe de los demás y convertir a la Iglesia en un campo de batalla?» Por una vez, el monsignore se achicó y pidió disculpas. Por lo demás, el estudio de la psicología, y en mayor medida aún la experiencia, me han enseñado que algunas personas se muestran impacientes y belicosas sólo porque son profundamente desdichadas. No siempre se trata de un pecado, pero sí, con frecuencia, de autocompasión. Un enérgico comportamiento frente a tales gentes exige, por tanto, al mismo tiempo un amor salvador.
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V II SENDERO D E LA PAZ Y CAMINO DE LA CORRUPCIÓN
No existe ninguna otra tarea más importante para la sociedad y la Iglesia, y por ende también para los repre sentantes de la ética y de la teología moral, que la de la paz en todas sus dimensiones. Volviendo la vista atrás, veo en las experiencias de los horrores y sufrimientos de la segunda guerra mundial un aviso de la divina providencia para aceptar el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo como un mensaje de paz, como un don de paz, al que es preciso responder con un sólido compromiso en favor de la paz sobre la tierra. En un discípulo de Cristo veo ante todo a una persona que acepta con gratitud el don de la paz divina, que reconoce en la paz un don que el único Dios y Padre hace a todos los hombres y se sabe, por consiguiente, enviado a trabajar en pro de la reconciliación y de la paz a todos los niveles y, llegado el caso, a padecer por su causa. Los duros años de aprendizaje de la guerra me dieron algunas experiencias personales de cómo podemos servir a la paz. Todos pueden extraer de esta guerra algunas lec ciones acerca de las causas de los conflictos y de la corrup ción que amenazan constantemente la paz de los hombres. Cuando avanzábamos victoriosos, en junio de 1941, por 69
los campos de Ucrania, la población de diversas poblacio nes nos recibía con alegría triunfal, como si fuéramos sus libertadores. La gente nos acogía en sus aldeas con la ma yor cordialidad. Ofrecían a nuestros soldados sedientos y hambrientos leche, pan, miel y fruta. Su optimismo y su amistosa actitud se debía sobre todo a las afirmaciones de aquellos de sus conciudadanos que habían caído prisione ros de los alemanes durante la primera guerra mundial o que habían pasado los años de la revolución rusa en Ale mania, generalmente como obreros agrícolas. Aquellos ex prisioneros de guerra contaban muchas cosas buenas de Alemania. Creían que todos los alemanes eran amables y humanitarios, como aquellos campesinos alemanes en cu yas granjas habían trabajado y que les habían tratado como a hijos y hermanos. Durante las primeras semanas nuestra división había sufrido pérdidas relativamente pequeñas aunque, por su puesto, toda pérdida de vidas humanas es siempre espan tosa. Los oficiales y la tropa de nuestra división dispen saban, en general, buen trato a los prisioneros rusos de guerra, lo que aumentaba las esperanzas de la población civil. Oí con frecuencia a los prisioneros o a los paisanos hablar entre sí de estos asuntos. La gente no sabía que yo les entendía. Las buenas noticias corrían de boca en boca. Durante aquellas primeras semanas tratábamos a los prisioneros heridos de acuerdo con nuestra conciencia y respetando los tratados internacionales sobre la materia. Cuidábamos a los heridos lo mejor que podíamos, aten dido el rápido avance de las tropas. De ordinario se per mitía con relativa facilidad que la población civil se hiciera cargo de los heridos, ya que nadie ténía interés en man tenerlos bajo vigilancia o en trasportarlos a otros lugares. Al cabo de unas cuatro semanas, se incorporaron a nues 70
tro frente dos regimientos de las SS. Algunos elementos estúpidos y criminales de aquellas tropas comenzaron a ma tar prisioneros. Negaban toda ayuda a los soldados rusos heridos y a los paisanos. De golpe, la actitud y el compor tamiento de la población frente a nosotros experimentó una transformación radical. En adelante, sólo recibían amis tosamente a aquellos soldados alemanes a los que podían considerar como hombres buenos y honrados. La noticia se debió difundir también con gran rapidez entre los soldados rusos que combatían en primera línea, porque desde entonces se endureció su resistencia. En sólo una semana nuestras pérdidas en muertos y heridos fueron mucho más elevadas que en las cuatro semanas anteriores. El número de rusos que se entregaban como prisioneros sufrió un considerable descenso. Y como hice más de una vez el oficio de intérprete con los ya capturados, pude comprobar el gran temor que sentían a ser pasados por las armas. No pocas veces necesité emplear muchas y bue nas palabras para lograr convencerles de que serían trata dos como seres humanos. Y en lo que se refería a nues tro regimiento, así lo hacíamos. Fue una gran desgracia que fuera tan escaso el número de soldados alemanes que hablaban o entendían el ruso. En todo nuestro regimiento, yo era la única persona que dominaba algo este idioma. Como mis servicios de intér prete eran reclamados en todas partes, pude hacer rápidos conocimientos lingüísticos. Donde quiera los hombres pue den entenderse, pueden comunicarse de forma clara sus alegrías, esperanzas, sufrimientos y temores, mejoran con rapidez las relaciones interhumanas. Se supera con facilidad la peligrosa tentación de generalizaciones injustificadas, de ideas y palabras despreciativas y de actuaciones ofensivas. En las diversas unidades a que estuve adscrito durante 71
la guerra como enfermero, me encontré con todo tipo de actitudes y de conductas complejas. En general, tengo que rendir un alto tributo de alabanza a mis camaradas, sobre todo a los que se declaraban creyentes. Pero a veces me sentía terriblemente desilusionado por la conducta de al gunos de mis amigos, incluso de los que asistían a la misa. Casi en todas partes fui muy bien acogido por la pobla ción rusa, debido a la gratitud que sentían por mi buena disposición para ayudarles y en atención al hecho de que era sacerdote. Esta amabilidad y este afecto redundaban también en beneficio de los que me rodeaban. Y, sin em bargo, ocurría a veces que, al abandonar un lugar, algunos no podían resistir la tentación de robar algo a aquellas pobres gentes. Cada vez que esto sucedía me sentía muy afectado y nunca dejé de reprochárselo. No pocas veces los soldados alemanes que tomaban en serio su fe cristiana venían a exponerme sus graves y an gustiadas dudas de conciencia sobre si podían participar en aquella guerra injusta. Algunos habían resuelto ya el pro blema por su propia cuenta. Recuerdo un joven simpático, de profundas convicciones religiosas. Decía muchas veces a sus amigos: «A mí no me puede pasar nada en esta guerra impía, porque me guardo de hacer mal a nadie. No mataré ni heriré a un solo ruso.» Sus amigos y yo queda mos profundamente afectados al enterarnos de que recibió una herida mortal. Cuando llegábamos a conocernos bien, hablábamos con toda franqueza entre nosotros acerca de la insensatez de la guerra. La mayoría no éramos tan inge nuos como para creer que en el bando contrario todos eran ángeles y en el nuestro declarados demonios. Nos decíamos muchas veces que en la archicofradía del mal, Hitler, Stalin, Mussolini y Roosevelt tenían bien ganado un puesto en la presidencia. Muchos estaban dispuestos a 72
luchar contra el comunismo, porque creían que aunque el nacionalsocialismo de Hitler era un gran mal, era de todas formas el mal menor. Otros muchos opinábamos, en cam bio, que no había diferencias esenciales entre los dos siste mas. Mi consejo constante a mis amigos era: no mates ni hieras, no robes ni saquees, protege a la población civil y muestra a los prisioneros de guerra cordial hermandad y amabilidad. Pero para los soldados de infantería mi imperativo de no matar en aquella guerra injusta era mucho más difícil que cumplir que para mí. Varias veces, cuando lanzábamos algún ataque, me pidió nuestro comandante que ayudara a transportar una ametralladora. Siempre pude negarme categóricamente, citando las convenciones de Ginebra. Cuan do durante el primer invierno de guerra, el comandante del regimiento propuso mi traslado a la escuela de oficia les, le indiqué que yo había sido llamado a filas en calidad de enfermero. Sabía yo muy bien que una negativa clara y abierta a tomar parte activa, por razones de conciencia, en aquella guerra insensata e injusta, suponía una auténtica e impor tante alternativa humana. Y admiraba a los que así lo ha cían. Pero por lo que hacía a mi propia conducta, estaba firmemente convencido de que la mejor solución era per manecer en medio de todos aquellos horrores, para curar las heridas físicas y fortalecer las conciencias de los hom bres. En cambio, para los que estaban encuadrados en las unidades de combate, el conflicto de conciencia era incom parablemente más angustioso. Y vi cómo a algunos de nuestros soldados aquel dilema les causaba terribles su frimientos. Durante el primer invierno de guerra en Rusia una parte de nuestro regimiento se acuarteló durante varias 73
semanas en una gran población, llamada Mal Psinka. Du rante más de dos semanas quedaron cortadas todas nues tras comunicaciones con el resto del ejército. Mis hombres se cuidaron de los prisioneros de guerra heridos y me los traían. Casi todas las familias estaban dispuestas a acoger en sus casas a alguno de estos prisioneros heridos. Yo gi raba mi ronda diaria para visitar a estos soldados y a la población civil enferma y hacer lo que estuviera en mi mano por su salud. Gracias a Dios, disponía de abundan tes reservas de vendajes y medicinas. La robusta constitu ción de los rusos y las excelentes relaciones de confianza contribuían mucho al proceso de curación. En todas partes me saludaban como doctor, aunque les expÜqué repetidas veces que era sólo enfermero, con conocimientos médicos limitados. Mucha gente llegó incluso a considerarme como un doctor taumatúrgico. Por aquel entonces teníamos ya antibióticos, que han significado un giro decisivo en la historia de la medicina. Una y otra vez expÜcaba a la gente que yo no era ningún médico milagroso, sino que su curación se debía a las buenas cualidades de los medi camentos y a su extraordinaria resistencia. Apenas restablecimos el contacto con el resto del ejér cito, tuve que presentarme ante el comandante del regi miento para rendir cuentas. Se me había acusado de dila pidar vendajes y medicamentos. Era evidente que los acu sadores consideraban dilapidación el material médico em pleado para curar a los prisioneros y a la población civil. Era la primera vez que me hallaba ante el nuevo coman dante. Me sentía algo preocupado, porque habíamos oído decir que el coronel había servido con anterioridad en un regimiento de las SS. Y este hecho no hacía presagiar nada bueno. El comandante me escuchó con calma. Aduje en mi defensa, en primer lugar que de ninguna manera había 74
dilapidado las cosas, sino que en cada caso había utilizado lo que era necesario y útil. Mi segunda afirmación era que había actuado según la convención de Ginebra y que había considerado como deber de humanidad cuidar a los rusos lo mismo que a los alistados en el ejército alemán. Pero mi triunfo decisivo era mi tercera indicación: tanto para los soldados de la Wehrmacht como para los rusos había utilizado básicamente material ruso. Le invité a inspeccio nar por sí mismo mis existencias. De hecho, algunos amigos rusos me habían hecho saber que, al retirarse, el ejército rojo había abandonado un depósito de vendajes y medi camentos. E l comandante no sólo me declaró libre de las acusa ciones, sino que me dio abiertamente las gracias, porque debido a mis servicios a la población civil y a los prisione ros de guerra rusos, había prestado un auténtico servicio al buen nombre del ejército alemán. Tras los duros combates en torno a Mal Psinka, nues tro batallón fue retirado a una ciudad distante unos treinta kilómetros. Allí volvieron a completarse los cuadros de nuestras unidades. Se me asignó alojamiento en la espa ciosa casa del alcalde de la ciudad. Nos hicimos pronto buenos amigos, hasta el punto de que intercambiábamos francamente nuestros mutuos puntos de vista sobre la situación. Él no era en absoluto comu nista. Y precisamente por eso estaba aterrado con el com portamiento de una parte del ejército alemán. Me afirmó algo que yo sabía ya muy bien, a saber, que muchos rusos hubieran saludado al ejército alemán como a libertadores del despotismo, pero que habían quedado profundamente desilusionados. Condenaba el fusilamiento de prisioneros de guerra y el ahorcamiento de sospechosos no sólo como un acto criminal, sino como una inaudita estupidez. Me 75
dijo con toda franqueza: «Si tenemos que elegir entre dos tiranos, entonces mejor tiranos rusos que una potencia colonial.» Al final de una conversación muy sincera, me hizo la siguiente observación: «Si todos los soldados y la tropa hubieran tratado a nuestra gente como vuestro médico de Mal Psinka, es seguro que la guerra hubiera tomado otro rumbo.» La alusión al médico de Mal Psinka me sorprendió y pregunté a mi interlocutor: «¿Conoce usted personalmente al médico de Mal Psinka?» Respondió: «Por desgracia no. Pero todo el mundo en esta región ha oído decir que cuida con abnegación a los prisioneros de guerra rusos y a los habitantes del lugar.» Algo perplejo, me presenté como el enfermero a quien las gentes equivocadamente conside raban y trataban como médico. Le declaré que aquel reco nocimiento me era muy lisonjero, pero que no merecía de ningún modo aquel extraordinario agradecimiento, porque sólo había hecho lo que me mandaban hacer los acuerdos de Ginebra y los deberes de la justicia humana. Él añadió: «Y como cristiano.» Se me ha grabado profundamente en la memoria la afir mación de aquel hombre avisado y valeroso. «L a guerra hubiera tomado otro rumbo.» Recordaba una y otra vez las palabras de la Escritura: «Dios cegó el corazón del faraón, para que no viera.» Para nuestra exégesis teológica es claro que Dios no cegó al faraón mediante una inter vención directa. Lo que ocurre es que la naturaleza hu mana ha sido creada de tal modo por Dios que los pode rosos altivos y crueles se ciegan a sí mismos y cavan su propia tumba. Un terrible suceso, acaecido apenas dos semanas antes de las predicciones del alcalde ruso sobre el desenlace fatal 76
de la guerra, constituye la mejor explicación de la situa ción. Fue un suceso que, además, ponía muy en claro las diferentes posturas existentes dentro del ejército alemán y los conflictos que se agitaban en los corazones de muchos hombres. Antes de la llegada del nuevo comandante, no sometí a ningún tipo de vigilancia especial a los heridos rusos de Mal Psinka. Si algunos de ellos conseguía hacerse con ropas civiles y desaparecía, yo hacía la vista gorda. Como me cuidaba de estos hombres heridos, se habían desarrollado entre nosotros buenas relaciones personales. Ellos me ha blaban de sus familias y en el fondo sabían que lo que yo más deseaba era que encontraran el camino de regreso a sus hogares. Pero con la llegada del nuevo comandante cambió la situación. Era un hombre de orden y disciplina y exigió informes sobre los prisioneros de guerra. Cuando se formó un grupo de unos veinte prisioneros heridos, el comandante dio orden de tenerlos dispuestos para transportarlos a un campo de concentración. Los hom bres de nuestro regimiento, que habían hecho amistad con los prisioneros, los reunieron y se presentaron ante el ofi cial responsable del traslado. El joven oficial los acogió con desprecio: «¡Becerros estúpidos! ¿Para qué vais a ha cer esta larga marcha? ¿No tenéis valor para acabar de una vez con estos tipos?» Y ante los ojos de nuestros hom bres, él y otro de su grupo comenzaron a abatir a tiros a los prisioneros. Cuando nuestros soldados, aterrados y llenos de cólera, informaron al coronel de lo sucedido, le acometió una ira sin límites. En adelante no pidió ya informes sobre los prisioneros de guerra rusos. Entonces tomé la iniciativa de aconsejarles ya sin rodeos que se procuraran ropas de pai sano y se marcharan a casa. El consejo fue bien acogido. 77
Nuestra unidad había tenido algunas pérdidas ocasiona das por comandos rusos. Ya entonces comenzaba a hablarse de los partisanos. Fueron capturados tres hombres a los que se les acusó de ser guerrilleros. El coronel preguntó a uno de nuestros sargentos si tenía soldados dispuestos a abatir de un tiro en la nuca a los prisioneros. Cuando el sargento respondió con un pronto sí, el coronel se mostró desilusionado y furioso. Aunque era un duro soldado, ha bía esperado que nadie estaría dispuesto a ejecutar aquella orden, incluso aunque la diera. Desde el día en que llegó el nuevo comandante, ya no me atreví a celebrar la misa en público para los soldados, porque se le tenía por un hombre no sólo no cristiano, sino partidario fanático de la disciplina y la ley. Pero, no obs tante, fueron a visitarle algunos soldados y se quejaron de que el regimiento nunca había podido ver al paler de la división. Entonces el coronel me hizo llamar y me animó a preocuparme por lo referente a las necesidades religiosas de los creyentes. Tengo la absoluta seguridad de que él sa bía que estaba prohibido por la ley. Las líneas que siguen son sólo una pequeña parte de los increíbles crímenes de guerra, el asesinato de millones de judíos, gitanos y otros hombres odiados e «indignos de la vida» cometidos en los campos de aniquilación de Hitler, los bombardeos planificados por ambos bandos contra nú cleos de población, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Sólo una pequeña parte de los relatos de críme nes de guerra que se amontonaron en el proceso de Nuremberg. Si todos los responsables de la dirección de la guerra hubieran sido juzgados de acuerdo con las estrictas normas de la justicia humana, el proceso de Nuremberg habría sido interminable. Narro aquí algunos de los más espantosos recuerdos de aquellos años, no sólo porque no 78
quiero mantenerlos aherrojados en el subconsciente, sino sobre todo porque contemplando el camino de la perdición nos sentiremos más empujados a buscar los senderos de la paz. Cuando redactaba estas líneas, el mundo civilizado seguía con preocupación y angustia el destino de más de cien israelitas que se hallaban en el aeropuerto de Entebbe, en Uganda, prisioneros de los palestinos y amenazados de muerte. ¿No recordaban estos secuestra dores el asesinato de cerca de seis millones de judíos bajo la dic tadura de Hitler? ¿No se daban cuenta de que casi todas sus vícti mas habían perdido uno o varios familiares en los campos de aniqui lación?
En la tarde de un domingo de noviembre de 1941 nos habíamos dado cita en Kharkov una serie de amigos, sacerdotes y religiosos. Cuando regresábamos a nuestros alojamientos en las distintas partes de la ciudad, vimos carteles y oímos altavoces que ordenaban a los judíos re unirse a la mañana siguiente en una parte determinada de la ciudad, porque se les iba a asignar nuevos alojamientos. Deberían llevar consigo todos sus bienes. Inmediatamente aconsejé a mis amigos que previnieran al mayor número posible de judíos que no se fiaran de promesas y procura ran ocultarse. Por mi parte, aquella misma noche pude visitar a varias familias judías, que me agradecieron el consejo. A la noche siguiente se me presentó un soldado católico de nuestro regimiento. Estaba completamente fuera de sí, decía cosas disparatadas, luego comenzó a gritar y estalló en llanto convulsivo. Pasó un buen rato antes de que pudiera enterarme de lo que había sucedido. Era uno de los hombres a quienes se les había ordenado ir matando uno por uno a los judíos, después de haberles obligado a cavar sus propias tumbas. Como otros muchos, también 79
este hombre estaba mal preparado para afrontar aquella increíble situación... y obedeció. Sólo cuando desaparecie ron los últimos cadáveres en la fosa, recuperó el sentido, o por mejor decir, le acometió la locura. De cualquier forma, su reacción me pareció mucho más normal y sana que la de aquellos que, tras una ejecución tan desalmada, se fueron a echar un «tranquilo» sueño. Algunos días más tarde se me presentó mi ayudante muy alterado. No había participado directamente en la eje cución, pero había visto cómo cargaban cadáveres de ju díos en carros, como si fueran animales de matadero. H as ta entonces no había oído nada sobre los horrores del régimen contra los judíos. Al parecer, tras el asesinato de miles de judíos llevado a cabo pocos días antes, casi nadie hablaba de ello. A los soldados que tomaron parte en la matanza se les exigió, bajo las más grandes amenazas, guardar silencio absoluto. Yo mismo sólo me atrevía a tocar estos temas en presencia de personas de cuya discre ción podía tener absoluta seguridad. Los soldados que llegaban a enterarse del asesinato en masa de judíos, debían estar sumergidos en un mar de du das sobre el modo de conciliar su servicio militar con aque llos crímenes. El siguiente episodio ocurrió a principios del año 1942, antes de que llegáramos a Mal Psinka. Habíamos recon quistado, con graves pérdidas, una gran localidad rusa y quedamos sometidos a un vivo fuego artillero. Con fre cuencia nuestros soldados se vieron obligados a combatir cuerpo a cuerpo para defender sus cálidos cuarteles. Los hombres luchaban con tanta tenacidad porque sabían que de otra forma encontrarían con toda seguridad la muerte en los anchos campos nevados. Nuestras bajas fueron extra ordinariamente elevadas. No teníamos médico, de modo 80
que toda la responsabilidad de los numerosos heridos y en fermos recaía prácticamente sobre mí. Eran muchos los he ridos que necesitaban con toda urgencia amputaciones qui rúrgicas que yo no podía realizar. Los lugares próximos estaban en manos del ejército ruso. El hospital de cam paña alemán más próximo se hallaba al menos a treinta kilómetros de distancia. Como quiera que también tenía que atender a un buen número de heridos rusos, tomé contacto con los hombres y mujeres más importantes de la población civil. Me dis tinguieron con su confianza y compartieron conmigo la ur gente preocupación de tener que trasladar al hospital a los hombres heridos. Por propia iniciativa, me dijeron que te nían escondidos caballos y trineos — los rusos han sido desde siempre magníficos especialistas en el arte de ocultar los bienes de importancia vital— y estaban totalmente dispuestos a prestármelos para transportar a mis pacientes al hospital de campaña, a condición de tener la seguridad de que no se les confiscarían los caballos. Conocían muy bien todos los atajos y veredas, de modo que creían que podríamos llegar hasta el hospital sin grandes peligros para los heridos graves. Fui a visitar al comandante del batallón, para expo nerle cautelosamente el caso. Como ya me había dicho en ocasiones anteriores, volvió a repetirme una vez más que le era del todo imposible poner a mi disposición los pocos caballos y el par de trineos con que contaba, ya que eran vitalmente necesarios para transportar munición de un lu gar al otro del poblado. También juzgaba insensato conce derme uno de los pocos vehículos a motor, porque nos sería imposible cruzar con él los campos nevados. Le pre gunté, hablando en términos absolutamente hipotéticos, cuál sería su reacción en el caso de que los civiles rusos 81
me proporcionaran trineos y caballos escondidos, pero siem pre a condición, por supuesto, de poder contar con la se guridad de que el ejército no se los confiscaría. El coman dante me dio su palabra de honor de que, en un tal caso, no recurriría a la confiscación. Creo que empeñó su pala bra porque pensaba, evidentemente, que se trataba de un caso irreal. Pero, yo me fié de su palabra y decidí ponerme de acuerdo con los ancianos del lugar para llevar a cabo el proyecto. Prepararon una caravana de unos ocho trineos con los correspondientes caballos. Los propietarios estaban incluso dispuestos a tomar parte en la aventura para ayu darme. Hicimos el viaje en silencio, en la helada noche, a través de los campos nevados. Cuando a la mañana si guiente llegamos al hospital de campaña con nuestros he ridos, los médicos apenas acertaban a creer que hubiéra mos podido llevar a cabo tamaña empresa. Tomaron inmediatamente bajo su cuidado a los heridos, rusos inclui dos. También a los propietarios de los caballos y a los animales mismos se les cuidó del mejor modo posible. A la noche siguiente emprendimos el camino de regreso, también en el más profundo silencio, hasta nuestro lugar. Mi corazón rebosaba de gratitud hacia Dios y hacia aque llos buenos campesinos rusos. Pero con gran consternación tuve que ver cómo el co mandante, faltando a su palabra, confiscaba los caballos y los trineos. «Los necesitamos.» Y añadió una palabra de condolencia. Pero no había modo de consolarme. Era un inaudito quebrantamiento de confianza. Beneficios a corto plazo desprestigiaban al ejército alemán de una forma irre parable. Me sentía avergonzado y humillado ante mis amigos rusos, al pensar cómo se había abusado de aquella increí ble manera de su bondad y su hidalguía. Por eso me sentí 82
aliviado cuando unos pocos días más tarde abandonamos aquel lugar. Todavía hoy día no puedo recordar sin an gustia y opresión aquella traición villana. Y no es más que una pequeña muestra de un inmenso cuadro, que ad vierte al mundo que no entierre las posibilidades de paz destruyendo la mutua confianza. Tras una inicial ofensiva vistoriosa en los últimos días del verano de 1943, Hitler se vio obligado, a consecuen cia del giro radical de la situación en Italia, a reorganizar el ejército de Rusia. Concibió entonces el plan de crear un desierto entre las fuerzas rusas y la Wehrmacht alemana. Todo debía ser arrasado y devastado a dinamita y fue go. Todos los rusos capaces de trabajar o de empuñar las armas temían ser deportados o fusilados. No se mencionaba el destino de las mujeres y los niños. A veces fueron tam bién evacuados. Nuestra sección de exploración se hallaba por entonces en la gran población de Kurganie. En medio del lugar, sobre una colina, se alzaba una hermosa y grande iglesia. Las gentes me habían contado varias veces la historia de cómo les fue posible conservarla. Cuando se endureció la lucha de Stalin contra la religión, el año 1929, y con mayor rigor aún el año 1933, sólo se permitía conservar las igle sias a condición de que un determinado número de ciuda danos se inscribieran en el registro y salieran fiadores de los elevados impuestos. Casi todos los habitantes de Kur ganie se apuntaron en el registro para responder de su iglesia. Hubo quienes vendieron hasta su única vaca para cumplir el requisito, y esto incluso después de haber per dido a su párroco, desterrado a Siberia. La iglesia era para ellos un símbolo de su testimonio de fe. Un día llegó una sección de tropas de zapadores alemanes y comenzaron a poner cargas de dinamita en la iglesia. Todos los soldados 83
y civiles recibieron orden estricta de alejarse a toda velo cidad, en un momento dado, del lugar. Todos pudimos contemplar el horrible espectáculo, cuando la iglesia saltó por los aires. La gente gritaba sin consuelo, muchos se abrazaban llorando. Sus lamentos no tenían nada que de sear a los del libro de Job. Nuestro propio comandante juraba y renegaba a voz en cuello. Lo que Stalin no pudo hacer, lo hicieron los nacionalsocialistas. La tarde siguiente me llamó nuestro comandante, hom bre valeroso y honrado, so pretexto de que tenía dolor de cabeza. En realidad, necesitaba alguien con quien hablar, para desahogar su ira y su dolor. Tras la destrucción de la iglesia, tuvo que presentarse personalmente ante el co mandante de la división. En la entrevista se le comunica ron nuevas instrucciones relativas a la táctica de crear un desierto entre los dos ejércitos combatientes. Me contó que se expresó con toda franqueza ante el general y que le preguntó: «¿Som os soldados o criminales?» Me aseguró además que el general había llorado de dolor y de tristeza, pero que no había tenido el valor suficiente para negarse a cumplir las órdenes de las instancias superiores. En los pantanos del Pripet, donde estábamos acanto nados en la primavera de 1944, era tan grande la miseria de la población que a veces la vida de varias personas de pendía de la leche de una sola vaca. Y sin embargo, algu nos de nuestros soldados, cuyo cabecilla era un cierto te niente W., no se avergonzaban de robar dos o tres veces cada semana en las granjas vecinas. Y no lo hacían por que el hambre les empujara, sino sólo por el placer de tener una ración extra. La cosa llegó a tal extremo que, al fin, los granjeros decidieron defender sus bienes vitales. Mataron a tres soldados, que habían sido enviados por aquel miserable impío. A las familias de estos tres soldados se 84
les comunicó la noticia de que batían muerto en el campo del honor, por el Führer, el pueblo y la patria. A nos otros se nos dijo que habían muerto en un encuentro con partisanos. Yo tenía amigos en la ciudad natal de diclo teniente, que me informaron que procedía de una buena familia cristiana. Pero al entrar en contacto con la. juventud hitle riana, había perdido la fe. Cuando supe, en 13-46, que se había matriculado como alumno de una facultad de dere cho, hice que le pasaran una nota mía, para <¡ue se re uniera sin falta conmigo en la estación de ferrocarril, para un asunto de vital importancia. Olmamente, entendió muy bien a qué me refería. Se presentó en el lugar de la cita, temblando como una hoja. Le dije seberamente: «Durante la guerra usted fue uno de los madores criminales, y tiene sobre su conciencia la muerte de personas inocentes. No me importa que sea camionero o deshollinador. Pero si persiste en su propósito de estudiar derecho, para llegar a ser abogado o juez, me veré obligado a descubrir su pa sado.» Advirtió que yo hablaba completamente en serio y que no dudaría en presentarme como testigo contra él. No osó replicarme ni una sola palabra. El teniente W. fue uno de los dos casos que viví en la guerra y de los que tomé la £rme determinación de no callarlos, cuando llegara el caso. El otro era un general, que se permitió, en Polonia, robar los cálices y otros ins trumentos litúrgicos de gran valor. Pero me desentendí de este asunto cuando oí decir que los rusos le habían conde nado como criminal de guerra. Tampoco lio vuelto a ocu parme del teniente W . una vez que supe que hatía aban donado sus intenciones de cursar estudios jurídicos. Sólo Dios sabe hasta qué punto fue manipulado por el movimiento de la juventud nazi y hasta donde alcanza su 85
culpa personal. Pero aquella fría crueldad de que dio mues tras frente a la población civil rusa ha alimentado mi ira durante mucho tiempo. En las provincias polacas que, tras la «guerra relám pago» de Hitler en 1939, fueron anexionadas a Alemania, la mayoría de la gente hablaba indistintamente polaco y alemán. No pasaban de ser una pequeña minoría los que se expresaban sólo en alemán. Estos germanoparlantes abandonaron atropelladamente sus granjas cuando se acercó el ejército ruso. En la huida intentaron salvar todo lo po sible, sobre todos los caballos y a veces también el ganado. Muchas de aquellas personas tenían también mucho que sufrir bajo el peso del pasado. Se asistía ahora al efecto bumerang de la política prusiana de muchos siglos, de lle var cada vez más hacia el este la germanidad. El terror y el sufrimiento cayó sobre los culpables, y en mayor medida aún sobre los inocentes. Muchos de ellos, cuyo único de lito era tener apellido alemán, y que llevaban asentados en Polonia dos o tres generaciones, sintiéndose ya total mente solidarios con la población polaca, buscaron la sal vación en la huida. Y los que se quedaron en sus lugares, fueron más tarde expulsados o discriminados por el régi men comunista. Pero, a fuer de sinceros, debemos reconocer que una parte de la población germanoparlante de Prusia Oriental, es decir, de las antiguas regiones de Polonia, miraban con desprecio a la población polaca. Lo pude vivir varias veces con mi personal experiencia. Lo aclararé con un ejemplo, por lo demás insignificante. Me hallaba alojado, con un grupo de soldados, en una granja de notables dimensiones, propiedad de una rica familia de origen alemán. Los pri meros días se mostraron muy atentos conmigo. Pero cuan do, al domingo siguiente, celebré la misa en la casa de 86
una familia católica, a la que asistieron soldados y civiles, oí cómo los miembros de la familia alemana comentaban con sus vecinos: «¿Quién hubiera pensado que el sargento Haring es también polaco?» El simple hecho de haber ce lebrado la misa en casa de una familia católica me marca ba ya como polaco. Y en labios de aquella gente esto era un desprecio. La identificación entre católicos y polacos, y alemanes y protestantes, vuelve a reflejarse, en nuestros días, en la confusa situación de Irlanda del Norte y el Líbano. Los encontrados intereses políticos, éticos y económicos se agrian aún más al añadírseles la intolerancia religiosa. De hecho, los intereses políticos y económicos son, con frecuencia, raíz y base del fanatismo religioso. No hay palabras para describir el espanto que se des plomó sobre la población germanoparlante de Polonia, cuan do se acercaron los rusos. El pánico de la fuga no hizo sino multiplicar los padecimientos. Fueron millares los que perdieron la vida al intentar huir. Todos sufrieron hasta lí mites indecibles. Las evacuaciones masivas que se produ jeron cuando los vietcong se apoderaron de Vietnam del Sur dan una fiel idea de lo sucedido entonces en las anti guas regiones germanas de Polonia. Entre los numerosos tristes recuerdos, hay uno que se ha grabado profundamente en la memoria. Una noche, nu merosos soldados y civiles intentaron protegerse contra el frío en un gran edificio sin calefacción. Entraron allí, uno tras otro, una familia con diez niños. Tosían y lloraban. Cuando estaban metiendo al más pequeño de los niños, vieron que había muerto de frío. Fueron días apocalípti cos, que nos recordaban las palabras del Señor sobre la caída de Jerusalén. En febrero de 1945, el onceavo día después de la reti 87
rada forzosa del Narev, el médico de la sección y yo tuvi mos que quedarnos atrás, para hacernos cargo de algunos hombres heridos y enfermos. No disponíamos de vehículos para transportarlos. Los alojamos en una casa y les prome timos regresar más tarde. Hicimos nuestro camino de vuel ta solos, a través de la nieve. Vi caído al borde de la carretera un cadáver. Supo niendo que se trataba de un soldado alemán, me acerqué para tomar los datos de su ficha de identidad, con la in tención de informar más tarde a sus familiares. Pero no era un soldado, sino una mujer, muerta de un tiro en la nuca. Antes de llegar al lugar donde se hallaba nuestra unidad vimos los cuerpos de al menos otras cuarenta mu jeres, muertas de la misma manera. Algunas estaban toda vía agonizando. Nadie que no haya vivido esta espantosa escena podrá comprender nuestra ira, nuestra indignación y nuestra vergüenza ante aquellos villanos asesinatos de mu jeres judías. Cuando llegamos a Schlewitska contamos a nuestros soldados aquella espantosa villanía. Se trataba de mujeres judías húngaras, encuadradas en grupos y obliga das a realizar trabajos forzados. Si una mujer no podía mantener el ritmo del grupo y se quedaba un poco reza gada, uno de los hombres de las SS le disparaba un tiro en la nuca. Por la noche acompañé al chófer que tenía que recoger a los hombres enfermos y heridos que habíamos dejado atrás. Fue una horrible experiencia. A la clara luz de la luna pudimos contemplar por doquier las siluetas de los cadáveres. Teníamos que poner continuo cuidado para no pasar por encima de los cuerpos. El conductor de la ambu lancia lanzaba continuas injurias contra aquellos criminales. Sus palabras eran sin duda expresión de una auténtica có lera, pero también un modo de superar su propio espanto. 88
A la mañana siguiente me informaron algunos amigos que habían conseguido esconder algunas mujeres judías en casas polacas. Algunas de ellas estaban muy gravemen te enfermas. Inicié inmediatamente una ronda de visitas. Pero cuando vi que los miembros congelados exigían se rias intervenciones quirúrgicas, rogué al médico de la sec ción que me ayudara. Su respuesta fue: «Padre Háring, tu eres célibe. Sólo te juegas tu vida. Pero yo estoy casado y tengo tres hijos. Y sé que mi primera obligación es para ellos. Si necesitas un consejo, adelante, no dudes en pedír melo. Pero no esperes que visite a esas mujeres.» Todavía hoy me asombro de que pudiéramos salvarlas. Tanto mis soldados como la población polaca guardaron sepulcral silencio. Algunas de aquellas mujeres me prome tieron que, cuando acabara la guerra, me harían con toda seguridad una visita. Pero no he vuelto a saber nada de ellas. Los de las SS habían comenzado a tener sospechas y estaban buscando a las mujeres judías de casa en casa, aunque no consiguieron descubrir ni a una sola. Afortu nadamente, tuvimos que abandonar pronto el lugar y aque llas mujeres cayeron en manos del ejército ruso. Tal como revela este hecho de que nos propusiéramos ocultar a un número de mujeres judías, mi unidad estaba en contra de Hitler. Con frecuencia había grupos enteros de hombres agolpados ante las emisoras del enemigo. Po día hablarse con toda franqueza en presencia de estos hombres. Hay otro episodio que manifiesta con no menor clari dad esta actitud contraria al nacionalsocialismo. El «día de los héroes» celebré la misa en presencia de varios cientos de soldados y también de algunos oficiales. En aquella oca sión, recé la oración por el pueblo y la patria. No men cioné ni el nombre de Hitler ni el título de Führer, sino 89
que aludí a los que tenían la responsabilidad del país. Aca bada la misa, se me acercó todo un grupo de amigos, con una especie de ultimátum. Me declararon que no volve rían a asistir a la misa, si yo rezaba por aquel maldito bribón. Conocían, por supuesto, la naturaleza de mis sen timientos respecto de Hitler, pero se sintieron obligados a hablarme con toda franqueza. Su repulsa era tan grande que no estaban dispuestos a oír una oración en la que, aunque fuera de forma indirecta, se mencionara aquel nombre. Cuanto más insensata y sin esperanza se hacía la gue rra, más insensatamente se engañaban a sí mismos los esbi rros de Hitler. Como consecuencia de la retirada precipi tada y desordenada, muchos soldados perdieron, sin culpa suya, contacto con sus unidades. Desde luego, algunos lo perdieron a ciencia y conciencia, llevados de la esperanza de poder esconderse en alguna parte para regresar más tarde a sus hogares. Otros, aun permaneciendo dentro de sus cuadros, mostraban muy poca disposición a exponer la vida en unas batallas sin sentido. Como reacción a esta confusa situación, se establecieron por doquier juicios su marios que, sin grandes deliberaciones, dictaban sentencia capital, cumplida mediante ahorcamiento. Un día me encontré, de forma enteramente casual, con un pariente próximo, llamado Alphons Fiad, que había per dido su unidad. Me preguntó si podría enrolarse en la mía, para evitar ser ahorcado por uno de aquellos tribu nales militares. Estaba herido. Por supuesto, yo hubiera podido encargarme de su cura. Pero le ofrecí unirle a un grupo de heridos graves que probablemente sería trasla dado hacia el Oeste en un barco-hospital. En aquellos ho rribles días, esto era no pequeño consuelo para mí. Estábamos entonces en Oliva, barrio de las afueras de 90
Danzig. Cuando llevaba a un grupo de heridos hacia el puerto, tuve que pasar por una avenida. Casi en cada uno de los numerosos árboles que la flanqueaban había al me nos un soldado ahorcado, con un gran letrero que decía: «Fue un cobarde, fue un traidor que no quiso combatir.» Abandonamos finalmente Danzig, bajo un denso fuego de artillería y tanques. Nuestro camino nos condujo a otra avenida, con altos árboles. Era invierno. Los árboles no tenían hojas, pero de sus ramas pendían numerosos cadá veres de soldados alemanes ahorcados, tanto jóvenes como mayores. Todos ellos tenían el mismo letrero. No hay pa labras para describir nuestros sentimientos. Era una mezcla de desesperación, cólera, ira e indignación. Un auxiliar voluntario ruso, que probablemente había esperado durante muchos años que su país fuera liberado del comunismo stalinista, me dijo en aquella ocasión, con tremenda amargura: «Esto lo habría podido hacer Stalin tan bien como Hitler.»
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V III LIBERTA D BAJO LOS TIRANOS Y LIBERTA D BAJO LA LEY
Contemplo la historia en su totalidad, y la historia de mi vida en particular, como un episodio de la historia de la libertad. En aquellos años la pregunta que más veces me hacía era la siguiente: ¿cómo puedo conservar, bajo este régimen perverso, mi libertad interior, expresar esta libertad en mis hechos y en mis palabras, ayudar a los demás a creer en la libertad y la liberación? Para algunos, un régimen autoritario les ofrece ocasión para renunciar al ejercicio de su libertad y, lo que es to davía peor, para perder por completo la fe en la libertad. Para otros, por el contrario, la opresión, absolutamente condenable, es un acicate y un estímulo para analizar con radical determinación todas las dimensiones de la libertad y para llegar a comprender mejor el verdadero sentido y las auténticas posibilidades de la libertad. Si nos impone mos esta actitud, entonces el sentimiento de gratitud por nuestra libertad interior se convierte en poderoso estímulo para crear el ámbito necesario para libertad y para cui darnos de respetar la libertad de los demás igual que la nuestra. Volviendo la vista atrás, me siento agradecido por las duras experiencias de los años de guerra. Fueron para mí 92
una escuela que me ayudó a descubrir el valor excepcio nal y único de la libertad de conciencia, las dimensiones de la propia responsabilidad, la obediencia y la desobe diencia plenamente responsables. Me proporcionaron tam bién un nuevo conocimiento del sentido de la ley y de la corresponsabilidad en la Iglesia. Mi propia experiencia, unida a la experiencia de toda la nación y de muchos otros pueblos, me situó forzosamente ante el siguiente problema: ¿cómo es posible que tantos hombres, incluidos también los cristianos creyentes, se dejen manipular con tanta faci lidad y hasta tal pupto por regímenes totalitarios? ¿No ha brían estado mejor preparados para afrontar la situación, si la idea básica de su educación hubiera girado en torno a la libertad, al don de distinción, al valor de la responsa bilidad, en vez de haber recibido unas enseñanzas exclu sivamente orientadas según las normas del orden y de la obediencia? Aunque B.F. Skinner, autor de Beyond Freedom and Dignity, 1972 (Más allá de la libertad y la dignidad), no cree ni en la libertad ni en la dignidad — en realidad niega el valor y la posibilidad de las dos cosas — , sabe al menos que estos dos valores están indisolublemente uni dos. Quien quiere creer en la libertad y afirma su propia libertad, respetará también la dignidad de cada persona como la suya propia y tratará a todos los hombres de tal modo que éstos se sientan confirmados en su propia dig nidad y libertad. Pero la libertad y el respeto de sí tienen un valor especial sobre todo para las personas que se ven obligadas a vivir bajo regímenes autoritarios, en los que se pisotean estos valores. Como hombre y como cristiano creo yo en mi propia dignidad. En la dura escuela de la guerra, decidí acentuar con total decisión mi propia dignidad como persona libre, 93
a través de mis hechos y de mis palabras. Esta actitud formaba para mí una unidad indisoluble con mi dignidad como cristiano, y con mi vocación especial como sacerdote católico. Por eso jamás oculté mi identidad; al contrario, me presenté en todas partes, y con absoluta naturalidad, como sacerdote católico, de modo que todo el mundo pudiera saber que yo había puesto mi vida al servicio del evangelio, y que, en consecuencia, estaba también al servi cio de la libertad y de la dignidad de todos los hombres. En algunas ocasiones fui testigo de cómo excelentes sacerdotes procuraban ocultar su condición de tales, espe rando de este modo poder vivir sin ser molestados. Pero cuando por cualquier circunstancia llegaba a averiguarse su estado, tenían que sufrir bromas pesadas y desprecios en mayor medida que aquellos otros que, no sin cierto orgullo, habían manifestado claramente que estaban al ser vicio del evangelio. Durante la guerra, me encontré una vez con un sacerdote conocido mío, encuadrado en otro regimiento que entró en contacto casual con nuestras uni dades. Le saludé cordialmente, y por el modo como habla mos de nuestro pasado, sus camaradas debieron sospechar que era sacerdote. Pero advertí muy pronto que le estaba poniendo en dificultades. En voz baja me pidió que no descubriera que era sacerdote, ya que en caso contrario su vida sería mucho más difícil, rodeado como estaba de de clarados nacionalsocialistas. Vivía con particular intensidad mi propio ser personal y mi dignidad en la celebración de la eucaristía. Entonces me sabía unido a mis hermanos y hermanas. Todos nos otros hemos sido llamados y congregados por el Señor con nuestro nombre irrepetible, para un amor y respeto mu tuos. Con mirada retrospectiva, creo que la educación eucarística que había recibido en una época anterior y que 94
ahora experimentaba en la guerra de una manera entera mente nueva, fue para mí una fuente de energía, que me ayudó siempre a experimentar los valores centrales de mi dignidad y mi libertad. En la navidad de 1939 me hallaba yo en el cuartel, haciendo un cursillo de formación. El oficial, aunque in crédulo, sabía muy bien lo que la navidad significaba para un sacerdote. En consecuencia, me fijó un turno de cen tinela que me obligaba a permanecer en mi puesto desde media noche de Navidad hasta la tarde del día siguiente. Esto incluía, como es obvio, la renuncia a participar en la liturgia navideña. Observé ayuno riguroso desde la santa noche hasta la noche siguiente y, apenas acabado mi turno de centinela, salí del cuartel para celebrar la misa. En las actuales circunstancias y bajo el influjo del nuevo espíritu que aletea en la Iglesia, hoy no me hubiera considerado obligado, por supuesto, a pasarme el día entero sin comer y beber, para guardar el precepto del ayuno eucarístico. Dadas aquellas extraordinarias circunstancias, me hubiera sentido dispensado de tal precepto. Pero aunque en este caso especial actué con mente demasiado legalista, mi dis posición para hacer aquel sacrificio constituyó para mí una fuente de energía y una confirmación de mi libertad in terior. El régimen nacionalsocialista había prohibido estricta mente que los pertenecientes al cuerpo de sanidad del ejér cito ejercieran ningún tipo de ministerio sacerdotal entre la tropa. En consecuencia, sólo podía atreverme a predicar el Evangelio y celebrar la eucaristía para los soldados afron tando un riesgo personal. Este riesgo significaba arresto, prisión, es decir, pérdida de mi libertad de movimientos, privación de mi libertad para la actividad exterior. Todo lo cual podría muy bien convertirse en tentación para re 95
nunciar a mi libertad en puntos esenciales, precisamente «por amor a la libertad». Y entonces caería víctima del círculo vicioso del temor. El valor frente al peligro forta leció mi libertad interior, y no sólo la mía. Era al mismo tiempo un servicio a la libertad de mis hermanos cris tianos. En junio de 1942, durante un período de convalecen cia, tuve que pasar unos diez días en un cuartel de Munich, antes de ser destinado a una nueva unidad. Pedí al ofi cial de servicio que me permitiera abandonar todos los días el cuartel para asistir a una misa. Al parecer, el ofi cial encontró un gran placer en negarme, con brusquedad, el permiso solicitado. Pero yo conservé mi propia inicia tiva. En contra de las normas, salía todos los días del cuartel a una hora bastante tardía, pasaba la noche en mi convento, celebraba muy temprano, al día siguiente, la misa y volvía al cuartel antes del toque de diana de la tropa. Todo esto incluía evidentemente un cierto riesgo, que pro curaba evitar con todo cuidado. De todas formas, podía contar con que no me traicionarían mis camaradas, con los que el destino me había unido. Cuando, en julio de 1942, me encontré en Rusia en una sección de exploración recientemente formada, no sa bía cuál sería la reacción del comandante y de los oficiales respecto de mi actividad sacerdotal. Me presenté ante el teniente coronel que estaba al mando de la sección y le mostré el documento, firmado y sellado por mis superio res y por el obispo de la Wehrmacht, en el que se decía, en latín: «Se le delegan todas las facultades.» Yo sabía bien que aquella autorización sólo era válida desde el punto de vista eclesiástico. Partí del supuesto de que el comandante también lo entendería así. Le mostré, pues, el documento, y le pregunté si entendía el latín. Lo leyó y lo interpretó 96
correctamente. Acto seguido llamó a su ayudante y le dijo que debería hacer saber a las diversas compañías que to dos los domingos, a una hora determinada, se celebraría un servicio religioso. Me quedé sin habla cuando añadió: «Y el comandante estará presente.» Una vez más se veía que el peligro era menor de lo temido. Uno de los oficia les se ofreció a ayudar a la misa. De joven había sido monaguillo. Mientras tuvimos aquel comandante, celebré la misa todos los domingos, si nuestra situación lo permitía, y asistían a ella tanto católicos como protestantes. Muy pronto se desarrolló una buena amistad con el comandante. No me ocultó su gran antipatía hacia Hitler y su partido. Me animó a defender, en cuantas ocasiones se presentaran, a la población civil contra cualquier injus ticia y a recurrir incluso a su ayuda si el caso lo requería. Nunca la requerí, a no ser que fuera absolutamente ne cesario. Cuando, después de la guerra, supe que las potencias ocupantes habían tratado al coronel Vetter como hitleriano y que le habían degradado, me sentí sumamente entristeci do. En realidad, había merecido todos los honores. Pero la honradez no siempre es recompensada. Uno de los riesgos más interesantes que asumí se de bió a mi decisión de autoconstituirme en capellán de un regimiento de las SS. Por supuesto, no me nombré cape llán o «pater» de la división. Pero predicaba el Evangelio y celebraba la misa ante un gran número de hombres, in corporados a aquel regimiento. En el invierno de 1944 dicho regimiento acampaba no lejos de nuestra unidad. Muy pronto recibí la visita de un grupo de soldados de las SS, que me pidieron que les dijera la misa. Comprendí inmediatamente que podía confiar en aquellos soldados. Vi nieron varias veces para asistir a nuestras lecturas bíblicas. 97
Como existe, incluso en la misma Alemania, cierta tenden cia a sospechar de todo aquel que ha servido en una uni dad de las SS, como si todos ellos hubieran sido fanáticos nazis o seres sin conciencia, debo añadir aquí unas claras palabras sobre la cuestión. En el transcurso de la guerra, fueron muchos los hombres de raza alemana, entendiendo la palabra en su más amplio sentido, es decir, los habitan tes de Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, etc., en parte descendientes de alemanes, enrolados en los regi mientos de las SS, precisamente porque se desconfiaba de ellos. A esta clase pertenecían los hombres que me visita ron repetidas veces en mi alojamiento. Al acercarse la na vidad me preguntaron si estaría dispuesto a celebrar la misa de nochebuena ante un gran número de hombres del regimiento. Me quedé no poco sorprendido ante aquella iniciativa. Sabía muy bien que su comandante llevaba su fanatismo hasta límites extremos. Me contaron, por ejem plo, que no hacía mucho tiempo este hombre había hecho formar a toda la tropa y mostrándoles un rosario que evi dentemente había perdido uno de sus soldados, amenazó con tomar severas medidas si volvía a descubrirse seme jante superstición en cualquier de ellos. Cuando les pregunté cómo es que se atrevían a correr tan grave riesgo, me respondieron con una sonrisa tran quilizadora. «Podemos mantener muy bien a raya al co mandante. Sabemos que él y algunos oficiales se han bebi do, en compañía de mujeres polacas, el aguardiente que estaba destinado a la tropa. Ya le hemos dicho que vamos a tener misa de nochebuena y que si no mantiene la boca cerrada, también nosotros sabemos lo que tenemos que hacer.» Después de la escena que montó el comandante con el rosario, estos hombres tomaron la decisión de abrir un juego osado y claro con él. Por supuesto, acepté la in 98
vitación que me hacían y tuvimos una celebración religiosa de la nochebuena perfectamente organizada, en la que tomó parte un elevado número de soldados de las SS. El contraste con estos hombres valerosos, enrolados a la fuerza en una unidad de las SS, lo proporcionó un pater de división demasiado cauteloso. Nuestra unidad había sido asignada a un cuerpo de ejército, no a una división determinada. Pero como en los días de navidad nos hallábamos dentro de la jurisdicción de la división de dicho pater, llamó a nuestra sección para indagar si queríamos tener la misa de nochebuena. Estaba al teléfono el asistente de nuestro comandante, cristiano evangélico de elevada formación. Contestó: «Como tene mos nuestro pastor católico, no necesitamos ese servicio.» El pater contestó malhumorado: «E so no es posible.» La respuesta del asistente fue: «Posible o imposible, es un hecho.» Y colgó el teléfono. Poco después de navidad recibí la orden, a través de la unidad, de ir a visitar al pater de la división. En un tono que yo encontré bastante despótico, me preguntó si estaba autorizado a actuar como capellán militar. Si no sabía que el ejercicio de mis actividades pastorales estaba estrictamente prohibido en el ejército. Le respondí con calma: «¿P or quién? ¿Por la ley de la Iglesia o por la disposición de un enemigo de la Iglesia?» A partir de aquí, se mostró más amigable y me habló del gran riesgo que acarreaba sobre mi persona si celebraba la misa para mi unidad. Para que el susto fuera mayor, le dije que la noche de navidad había celebrado la misa no para nuestra unidad, sino para un regimiento de las SS. Casi se cayó de la silla, al oírlo. Le aconsejé, con amabilidad no exenta de firmeza que dejara de mi cuenta calcular el riesgo y la libertad de conciencia, ya que en definitiva el peligro se 99
cernía sobre mí y yo sería quien soportara las posibles consecuencias. Con la intención de impresionarme me re lató detalladamente la historia de un cabo de sanidad de su división, que había celebrado la misa en una sacristía, con asistencia de más de una persona, y que fue condenado a dos semanas de arresto por aquella transgresión. Pero no me dejé convencer. No pongo en duda las excelentes intenciones de este pater de división. Pero me dio la impresión de que tomaba muy en serio su rango y su puesto oficial. De alguna ma nera, la situación le había manipulado. Se me ha grabado indeleblemente la larga conversación. Yo veía en él al re presentante típico de los cargos eclesiásticos oficiales del pasado, que habían establecido muchas veces una alianza indisoluble entre el trono y el altar, el hombre sumiso al sistema. Al recordarle, me siento invadido de sentimientos de gratitud porque enriqueció mi experiencia y me ayudó a ver con mayor lucidez los peligros de la mera ética de la obediencia, que está muchas veces en contradicción con el valor y la franqueza profética y con la mayoría de edad de los cristianos. Como he dicho en páginas anteriores, el riesgo de cele brar la misa para los soldados alemanes, y, llegado el caso, también para la población civil, me sumió al principio en bastantes perplejidades, en particular cuando fui destinado a Polonia. Al final de la guerra este riesgo era realmente muy elevado. Pero por la providencia divina, este peligro se tornó en bendición, hasta el punto de que me libró muy probablemente de una dura vida, incluso tal vez de la muerte en un campo ruso de prisioneros de guerra. Cuando hablo de la bendición, o con palabras menos ade 100
cuadas, de la recompensa del riesgo, lo que intento expre sar es mi convicción de que la libertad y la dignidad sólo pueden preservarse y mantenerse a condición de no tener los ojos fijos en la recompensa. El riesgo de una vida en libertad y dignidad lleva ya en sí mismo su propia recom pensa.
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IX PARA QUE TODOS SEAN UNO
Los oscuros años del tercer Reich, cuando hombres y mujeres de distintas confesiones eran deportados por un igual a los campos de concentración o tenían que sufrir, bajo las más variadas circunstancias, por causa de su con ciencia y de su fe, aportaron nuevos impulsos y abrieron nuevas perspectivas al ecumenismo. Aquellas duras expe riencias nos obligaron a someter a crítica y comprobación la obediencia frente a todo sistema y toda autoridad, in cluida la eclesiástica. Y esto involucraba un crecimiento hacia aquella mayoría de edad, aquella libertad interior y aquel compromiso en favor de la libertad de todos, sin los que son impensables el restablecimiento de la unidad cristiana y el servicio de la Iglesia en el mundo. La educación recibida y los múltiples contactos huma nos me habían proporcionado una mentalidad respecto del testamento del Señor «que todos sean uno». Tenía ya en tonces clara conciencia de que se estaba haciendo indis pensable un enjuiciamiento positivo de los valores y de los carismas de la cristiandad evangélica y ortodoxa. Pero se necesitaron las convulsivas experiencias de aquella época, para que llegara a concebir y aceptar el ecumenismo como una de las tareas decisivas de mi vida. 102
Ya en el tardío otoño de 1940, cuanto estábamos acan tonados en Francia, me rogaron espontáneamente algunos camaradas evangélicos que dirigiera sus meditaciones sobre la Biblia. Lo hice con sumo placer y todos y cada uno de aquellos encuentros me enriquecieron y se convirtieron pa ra mí en una nueva llamada a tomar en serio el discurso de despedida del Señor en pro de la unidad. Durante toda la guerra, la participación de soldados evangélicos en mis servicios religiosos constituyó una gran ayuda existencial para no olvidar nunca, en la celebración del memorial de la muerte y resurrección del Señor, su última oración, la oración en pro de la unidad. Los encuentros y conversaciones con los pastores pro testantes de las divisiones fueron siempre muy agradables y amistosos. Recuerdo cómo una vez, de forma inesperada, el pastor protestante de una división me preguntó si lle vaba siempre vino de celebrar. Y cuando le contesté que me costaba no poco esfuerzo recibir, en forma de paquetes de campaña, vino de misa en pequeñas botellas, me ofreció espontáneamente una botella de buen vino. Sólo en cierta ocasión me sumió en cierta perplejidad el pastor de una división. A finales de otoño de 1941, mis amigos de la compañía de exploradores me construyeron un altar en un gran cine. Uno de ellos añadió incluso el detalle de pintar una bonita imagen. Todos los domingos se llenaba el cine hasta rebosar cuando celebraba la misa. Los soldados cantaban a voz en cuello. Algunos rusos me expresaron su admiración por la concurrida asistencia de soldados alemanes a la misa y por sus excelentes cantos. A mediados de una semana, el párroco protestante de la división me pidió, con cortesía pero con firmeza, que le dejara el cine, justo a la misma hora en que acostum braba celebrar la misa. No me negué. De hecho, en mi 103
calidad de enfermero no tenía derecho a celebrar oficial mente funciones religiosas. Tengo una razonable seguri dad de que el pastor no se hubiera aprovechado de esta circunstancia. Pero ¿por qué crear tensiones? El caso era que ya no había tiempo suficiente para avisar a todas las unidades el cambio de horario. Y así fue como al domin go siguiente el pastor evangélico contó con una presencia de fieles que llenaba el local, lo que le causó no poco placer. De cualquier forma, yo también contaba con buen número de asistentes, que vinieron a misa de acuerdo con el nuevo horario. Pero al domingo siguiente las cosas cambiaron. Mien tras que la sala volvía a llenarse para asistir a mi misa, el pastor protestante sólo pudo reunir un puñado de fie les. Indudablemente su desilusión debió ser muy grande. Pero bajo ningún aspecto se mostró menos amistoso con migo. Una de las razones de la escasa asistencia a su ser vicio religioso era, sin duda, que tanto los católicos como los protestantes veían en el pater de la división a un ser vidor del sistema, y por eso se mostraban tan retraídos. Eran tantos los protestantes que acudían a mis actos de culto que apenas podía distinguir quién era católico y quién era evangelista. Acudían no sólo al sacramento de la reconciliación y a la absolución general, sino tam bién a la misa, durante la cual eran muchos los que re cibían la comunión. Nunca invité expresamente a los evan gelistas a participar en la recepción eucarística, pero tampoco sugerí jamás nada que pudiera dar a entender que los excluía de la absolución general o de la comunión. Recuerdo la sorpresa que me produjo uno de los más fieles asistentes a los servicios de la Iglesia, y asiduo co mulgante, cuando me dijo que le habían dado permiso para estar presente en la confirmación de su hija. Como 104
no había faltado prácticamente a una sola misa, yo le ha bía considerado hasta entonces como un celoso católico. Antes de la navidad le informé a él y a otros amigos pro testantes que el pastor de la división celebraría un oficio religioso no lejos de allí. Me respondieron: «Nos senti mos muy a gusto en el tuyo. Esperamos que no nos eches fuera.» Al cabo de más de diez años, en cierta ocasión en que perdí un tren en Munich, decidí probar suerte como autostopista, para llegar a tiempo a una conferencia ya com prometida. Se detuvo el primer auto que pasaba y su pro pietario exclamó, radiante de gozo: «¡Q ué alegría, Pater Háring, volver a verle! Yo asistí desde octubre hasta na vidad de 1941 todos los domingos a la misa que usted celebraba en Sumskaia Uliza, en Kharkov.» El lector difícilmente podrá comprender lo que aque llos servicios religiosos comunitarios significaban en aquellos duros tiempos para los soldados y para mí. Los problemas, las necesidades y las preocupaciones eran tan grandes que las diferencias confesionales desaparecían, casi por necesi dad, en un segundo plano. Las tendencias ecuménicas, y la renovación intraeclesiástica que son su fundamento indispensable, exigen una nueva mentalidad en lo referente a nuestra actitud frente a la ley eclesiástica y a su función básica. La educación que recibí en casa de mis padres no era legalista, pero sí lo era la enseñanza de la moral de nuestro seminario. El principio rector era la ley y el orden. El imperativo esencial la obediencia. Las duras y benditas experiencias de la guerra tuvieron para mí y para otros muchos un efecto liberador. Es posible que la nueva generación se ría ante el tipo de dificultades y escrúpulos que entonces teníamos que vencer. 105
Pocas semanas antes del estallido de la guerra rusa, llegaron cuatro jóvenes sacerdotes directamente desde el cuartel a nuestra compañía de sanidad. Hasta entonces yo había sido el único sacerdote de la unidad. Les puse al co rriente de los servicios religiosos que yo ejercía en nuestra propia compañía y en otras unidades y les pregunté si es tarían dispuestos a asumir el riesgo de una participación activa. Aceptaron sin vacilar, aunque conocían bien las sanciones que como espada de Damocles pendían sobre la cabeza de todo hombre encuadrado en sanidad que ce lebrara la misa ante los soldados. Pero entonces surgió inesperadamente un grave proble ma. No tenían vestiduras sagradas ni piedra de altar. Como yo era un hombre de ley, me había procurado todos aque llos elementos. Pero, atendidas las circunstancias, estaba completamente dispuesto a renunciar a ellos en beneficio de los recién llegados. A través de numerosos amigos hice correr la noticia, entre las unidades vecinas, de que a una hora determinada se celebraría el culto divino. Cada uno de aquellos cuatro sacerdotes se encargaría de una misa. Di mi piedra de altar al más escrupuloso de los cuatro. A otro, no menos preocupado por la obediencia absoluta a la ley, le envié a celebrar a una iglesia de rito oriental. Allí encontraría hábitos sagrados y un antimension (el antimension es solemnemente bendecido por el obispo y lleva en un lienzo reliquias de santos). Pero el neopresbítero recordó que un profesor les había inculcado que cuando un sacerdote de rito latino dice la misa en un altar con antimension, comete pecado mortal. Toda mi elocuencia fue inútil. No pude hacerle cambiar de idea. Pero ya se había difundido la noticia de que en aquella iglesia se iba a celebrar misa en una hora determinada y no había tiem po para comunicar la cancelación de la ceremonia. Nuestra 106
conversación del sábado por la tarde concluyó con una total negativa del joven sacerdote, por razones de con ciencia. Pero tampoco yo cedí. El domingo por la mañana, le emplacé ante una decisión: «Como ves, estás rodeado de pecados mortales hagas lo que hagas. O cometes un pe cado mortal por celebrar en el antimension, o cometes cientos de ellos, porque privas a cientos de personas de la misa del domingo. Para muchos de ellos es tal vez el viático, la última comunión de su vida. Y tú se la niegas. Más de uno renegará y maldecirá, si no se celebra la misa que se les ha prometido. Tú eres el culpable de toda su ira. Y, además, entierras nuestra credibilidad. La próxima vez no vendrán cuando se anuncie una misa. ¡Elige!, pues.» El hombre sintió que le estaba manipulando, y, aun que a regañadientes, fue a celebrar. De regreso se dis culpó y me dijo que apenas acertaba a comprender cómo podía haber desempeñado aquella comedia sobre la distin ción entre piedra y lino en que se guardan las reliquias. Había vivido en sí mismo la alegría de todos aquellos hombres. Aunque me mostré tan enérgico con mis escrupulosos amigos, la verdad es que tuve que librar una batalla no menos penosa conmigo mismo, contra el viejo legalista que llevaba en mí. Pero la constante necesidad de asumir el riesgo de la desobediencia contra un régimen autorita rio para preservar nuestra libertad interior, nos ayuda a adoptar paso a paso una actitud más saludable frente a la autoridad eclesiástica y sus leyes. La urgencia de anunciar también en aquellas circunstancias la buena nueva, ponía a la ley en el lugar que le corresponde, es decir, en total sumisión respecto del Evangelio. Hubo otras ocasiones en que percibí el doloroso con flicto entre la ley y la universal fraternidad cristiana. 107
Al inicio de la campaña contra Rusia, en el verano de 1941, me hallaba en una aldea expuesta a vivo fuego de ar tillería. El diálogo que mantenía con la madre de la fa milia en cuya casa me hospedaba recayó sobre el bautizo de sus hijos. Me dijo que su hijo mayor estaba bautizado. Le había llevado a Dniepropetrovsk (casi a trescientos kiló metros de aquel lugar), donde había un sacerdote que le bautizó. También a su segundo hijo le llevó a aquella ciu dad pero ya no encontró ningún sacerdote. ¡Piénsese en lo que significaba un viaje de casi trescientos kilómetros en la Rusia de entonces! Esto nos puede dar cierta idea de lo que significa el bautismo para los cristianos perse guidos. Esto llevó a la pregunta obvia de si yo estaba dis puesto a bautizar a sus hijos. Y esta pregunta se repetía semana tras semana en los más diversos lugares. En mi memoria se agitaban varios decretos del santo oficio, que prohíben con todo rigor que los sacerdotes católicos bau ticen niños de los cristianos ortodoxos, a no ser que se garantice la educación católica de los bautizandos. Veía claramente la insensatez de pretender exigir educación ca tólica en regiones pura y absolutamente ortodoxas. La única Iglesia existente era la ortodoxa, por la que millares de hombres habían dado su vida. El bautismo es la incor poración visible a la comunidad de la salvación. En aque llas regiones no había otra Iglesia sino la que estaba pre sente en su propia fe. También en otros lugares fueron numerosas las familias que me pidieron que bautizara a sus hijos. No había modo de hallar, a todo lo ancho y lo largo, un sacerdote orto doxo. Yo les preguntaba: «¿P or qué no los bautizáis vos otros mismos?» Y me enteré entonces que a aquellas buenas gentes nadie les había enseñado que en caso de ne 108
cesidad también los seglares pueden administrar lícitamente el bautismo. En las amistosas conversaciones sobre este tema, las gentes me preguntaban: «¿Tiene usted alguna duda sobre la rectitud de nuestra fe? ¿Le causa alguna di ficultad el modo que tenemos de santiguarnos?» Yo les respondía santiguándome de su misma manera y les expli caba que encontraba muy simpático su simbolismo de unir los tres dedos para formar una unidad. No me cabía la menor duda sobre la rectitud de su ortodoxia. La única dificultad que tal vez podría presentarse era el hecho de que no estaban unidos a la Iglesia de Roma, que es la sede del sucesor de san Pedro. Su rápida respuesta era: «Sabemos bien que Pedro y Pablo vivieron en Roma, pre dicaron el evangelio y murieron en esta ciudad, como mártires. No tenemos el menor inconveniente en admitir que el obispo de Roma es el sucesor de san Pedro.» Yo estaba realmente asombrado de que tras tantos años de pro paganda comunista, estas comunidades, privadas de sacer dotes, pudieran tener tanta información sobre estas ma terias religiosas. Finalmente, rechacé todas mis dudas y secundaba con alegría, por doquier, el deseo de las gentes cuando me pedían que bautizara a sus hijos. Como aumentaba el nú mero de solicitantes, proyectamos celebrar solemnes bautis mos comunitarios. Pero antes de que pudiéramos realizar los, nuestro batallón fue trasladado, con toda urgencia, a otro lugar. Había comenzado la segunda gran batalla de Jarkov. En el espacio de una hora teníamos que estar pre parados para la marcha. Tuve que trabajar a manos llenas para empaquetar mi farmacia. Aun así, pude sacar tiem po para bautizar a un niño. Cuando comenzamos a des filar, me vi rodeado de madres con sus hijos en brazos. Todos lloraban al despedirse. 109
Cuando más tarde acampamos en la región de Gomel, las relaciones con la población civil fueron sumamente cordiales. El estado de salud de la población era lastimo so y tuve que girar numerosas visitas a enfermos. Hacía ya 18 años que no había un solo sacerdote en la región. Comenzaron, pues, una vez más las procesiones de visi tantes que pedían el bautismo de sus hijos. Me puse de acuerdo con ellos para tener una solemne ceremonia bau tismal un domingo por la tarde. Fue uno de los aconte cimientos cumbre más inolvidables de mi vida sacerdotal. Tuvimos que esperar más de una hora hasta que llegaron todos los participantes. Hasta el último instante se afana ron y preocuparon aquellas buenas gentes por engalanarse con sus mejores ropas para aquella gran fiesta. Se había reunido toda la juventud de la pequeña ciudad, desde lac tantes hasta chicos y chicas de dieciocho años. Por fortuna no tenía conmigo ningún libro litúrgico, así que no hubo lugar a la tentación de bautizar a cristia nos rusos en rito latino. Yo conocía bien la secuencia de las acciones simbólicas. Las palabras que dirigía a la gente y las oraciones eran espontáneas, expresión de una viva comunidad de fe. Tuve que interrumpir varias veces la ceremonia, porque todos, incluido yo mismo, estallábamos en sollozos nacidos del interior de nuestros corazones. Tampoco faltaron escenas llenas de humanismo. Cuan do llegó el momento solemne en que cada uno de ellos era bautizado «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», comencé por el joven de más edad. Pero al acercarse el instante del rito en que debía echarle agua sobre la cabeza, su madrina se puso nerviosa. Me interrum pió vacilante y preguntó: «¿D ebo tomarle en brazos?» Era una mujer baja, aunque desde luego robusta; su ahijado le sacaba casi la cabeza. Aunque habían pasado 18 años 110
desde la última celebración bautismal, recordaba ella muy bien que los padrinos expresan la aceptación de su res ponsabilidad sobre el ahijado tomándolo en sus brazos. No pude contener la risa ante tan singular pregunta. Debo confesar que, comparada con las exigencias de la pastoral normal, la preparación de los padres padrinos y, en particular, de los bautizandos adultos, dejaba mucho que desear. Llevé a cabo esta tarea de preparación lo me jor que pude y supe, atendidas las circunstancias. Pero ya la celebración misma constituía una larga y sumamente expresiva proclamación del mensaje, una poderosa expre sión de la comunidad de fe y una obligación hondamente sentida frente al Evangelio y frente a la correspondiente educación cristiana. Lo que faltaba de preparación catequética estaba ampliamente suplido por la experiencia del gozo de la fe y de la acción de gracias. En ningún instante, durante la celebración, sentí el más mínimo escrúpulo respecto de las leyes humanas. Sen cillamente, me sentía feliz de haber podido cumplir el mandato de Cristo entre aquellas personas tan pobres y tan buenas. Un suceso, por lo demás insignificante, ocurrido en 1942 me permitió darme cuenta del notable cambio que se ha bía producido en mi modo de pensar respecto de la ley. Estando en el hospital militar de Dillingen, apenas pude abandonar la cama pedí permiso para celebrar la misa. Al caer herido, perdí hasta el último resto de mis perte nencias. No tenía encima un solo documento que atesti guara mi condición de sacerdote. Mis ropas estaban tan manchadas de sangre que las tiraron, con todo lo que con tenían. El piadoso sacerdote, antiguo abad, se aferró a su negativa, diciendo que yo no podía celebrar la misa si no garantizaba mediante un escrito mi identidad como sacer 111
dote, o si no me sometía al menos a una especie de examen. Le dije que todo podía solucionarse de la más simple de las maneras: llamando por teléfono a cualquier convento de redentoristas. Pero él opinaba que el método más se guro era someterme a un examen. Así que se dedicó a ha cerme preguntas de teología y de liturgia. Pudo percatarse pronto de que todas mis respuestas eran correctas. Su afán legalista no me molestó ni lo más mínimo. Me dije que tan sólo dos años antes yo hubiera hecho lo mis mo que él, en un caso semejante. No creo que sin las experiencias de los años de guerra hubiera llegado a la actitud abierta frente al ecumenismo que me anima hoy día. Quien está pendiente de los pe queños detalles, recortando o empequeñeciendo los aspec tos esenciales, o quien no tiene el valor de venerar a su Iglesia con libertad de espíritu y honradez total, no puede fomentar eficazmente la causa de la unidad cristiana.
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PROVIDENCIA D E D IO S Y HOM BRES BUENOS
Cuando recuerdo los años de guerra, lo primero que brota en mi interior es una acción de gracias y de alaban za a la divina providencia. Y no puedo hacerlo sin recordar al mismo tiempo a todas aquellas numerosas personas que fueron para mí y para otros los mensajeros de la provi dencia salvífica y liberadora de Dios. No me estoy refirien do a una u otra personalidad descollante, sino a gentes nu merosas, rusos, polacos, alemanes y de otras nacionalida des, que fueron colaboradores en la revelación diaria de una providencia bondadosa. Al volver la vista atrás y formarse un cuadro global de los acontecimientos, me resulta del todo imposible ad mitir que todos aquellos sucesos que salvaron mi vida, que abrieron mis ojos para las cosas esenciales y conservaron y consolidaron mi fe en la bondad de los hombres, fueron ciegos sucesos del azar. Por supuesto, hay casualidades en nuestras vidas. Pero en muchas de las cosas que nos acae cen, la fe puede descubrir algo más que mero azar. La fe descubre en ellas un don o una decisión de la divina providencia. En los fracasos y desilusiones, sobre todo cuan do al final redundaban en bien, en las repentinas intuicio nes que me permitían responder en un momento deter113
minado con la palabra adecuada, y, sobre todo, en los casi increíbles testimonios de bondad humana, de hidalguía, de corresponsabilidad, creía yo descubrir la presencia de aquel que cuida de sus hijos, la presencia del artífice divino que con piezas y líneas sueltas y dispersas sabe construir un cuadro total y forma a los hombres como verdadera imagen de su propia bondad. Creo firmemente, que, de acuerdo con el plan de Dios, todos podemos y debemos ser instrumentos de su provi dencia, colaboradores y co-reveladores de su amor paternal y de su justicia Überadora. Si nuestra fe fuera más viva, si contempláramos en todo, con gratitud y confianza, la pro videncia divina, entonces toda nuestra existencia de unos con otros y para otros sería un himno a la providencia de Dios. Allí donde falta la confianza en Dios, la gratitud hacia nuestros semejantes y la seguridad de poder llegar a ser una buena persona, los hombres serán egoístas y perderán su libertad creadora. Se buscarán a sí mismos y sólo des cubrirán en los demás aspectos negativos. Aquellos cuya vida se caracteriza por la gratitud a la providencia y a la bondad divinas, encuentran el valor necesario para servir a los demás y descubrir en ellos la bondad. Una y otra vez he vivido esta experiencia, en lo grande y en lo pequeño. Algunos ejemplos ilustrarán esta idea. Acabo de mencionar que pocas semanas antes del co mienzo de la campaña de Rusia llegaron, destinados a mi unidad, cuatro jóvenes sacerdotes. En aquellos años aun no estaba permitida la concelebración y todos nosotros, como jóvenes sacerdotes, poníamos gran interés en celebrar la misa todos los días. La decíamos los cinco, uno a con tinuación de otro, antes de iniciar nuestras actividades normales, en un altar que habían construido en un gra114
ñero de amplias dimensiones que hacía de iglesia. Mis ami gos aún no habían aprendido la lección de la suma par quedad con que hay que usar el vino de misa cuando se está en guerra. En menos de dos semanas llegaron a su fin las magras provisionales de vino de Francia que yo tenía. Un corte temporal en la recepción de paquetes con tribuyó a empeorar la situación. Para poder celebrar al menos los domingos, me trasladé a un lugar próximo, para pedir al párroco polaco que me llenara una botellita con vino de misa. El sacerdote me recibió cordialmente, y cuando escu chó mi petición, me ofreció con absoluta naturalidad toda una botella. No quería yo aceptarla hasta no estar seguro de que no fuera luego a encontrarse en dificultades él mis mo y así le pregunté: «¿Puede usted, en esta difícil situa ción, renunciar a toda una botella?» Su respuesta fue: «Todavía me queda bastante.» Tuve que recurrir a toda mi habilidad para lograr sonsacarle que me había ofrecido la última de las dos botellas que le quedaban. No tuve más remedio que aceptarla. Insistió en ello: «Dios pro veerá.» Cuando, algún tiempo más tarde, en la retirada de Polonia, me hallaba en idéntica penuria, me preguntó otro sacerdote polaco por su propia iniciativa y para sorpresa mía si tenía suficiente vino de misa. Y me proveyó con gran generosidad. Estos sucesos pueden parecer insignificantes. Pero para mí eran indicios de la divina bondad, que se revelaba a través de hombres buenos. Eran un estímulo a depositar mi confianza, para lo grande y para lo pequeño, en la providencia de Dios. Los caminos de la providencia divina son inescruta bles e innumerables. ¿Quién los puede contar? En un 115
solo día, en octubre de 1941, ocurrió toda una serie de incidentes que yo atribuyo a la divina providencia. Era el primer día después de la conquista de Kharkov. Recibí orden de nuestro comandante para acompañar, como intérprete, a un grupo de exploración, compuesto de siete hombres provistos de bicicletas. Me molestó no poco aque lla misión, ya que estas tareas caían fuera del campo es pecífico del cuerpo de sanidad. El comandante pareció leer en mi rostro, pues añadió: «En definitiva, lo que ocurre es que no sé si lo que más van a necesitar estos hombres no serán los servicios de un enfermero.» Debíamos pe netrar unos quince kilómetros en la retaguardia de la ciu dad, para observar los movimientos de las tropas enemi gas. El comandante de la división quería saber a qué dis tancia se habían detenido los rusos en su retirada. Abandonamos Kharkov a una hora muy temprana de la mañana, montados en nuestras bicicletas. Cuando había mos caminado unos diez kilómetros, pregunté a unos pai sanos rusos el camino para la siguiente población. Aquellos hombres me respondieron con absoluta franqueza que aquel lugar estaba ocupado por fuertes contingentes rusos. Ro deamos, pues, el poblado, pero fuimos descubiertos y caí mos bajo el fuego graneado del enemigo. Afortunadamente, nadie resultó herido. Aquella información libremente ofre cida por los civiles rusos era una especie de protesta con tra aquella guerra insensata. O mejor dicho, no pensaban en categorías de amigo y enemigo, sino que veían en nos otros a seres humanos y se sentían por tanto empujados a cuidar de nuestras vidas. Algunas horas más tarde ascendí con la bicicleta hasta una colina. Mis siete camaradas se habían quedado a cierta distancia, a mis espaldas. Apenas llegado a la cima, me hallé de pronto frente a frente con una columna de unos cin 116
cuenta soldados rusos que avanzaban hacia mí en perfecta formación. Cuando surgí ante sus miradas se quedaron tan sorprendidos como yo mismo. Mi sorpresa fue aún mayor cuando, sin siquiera pensarlo, ordené en voz alta: «¡Manos arriba!» (Ruki vierch). Lancé mis órdenes como si estuviera al frente de un ejército. La reacción fue in mediata. Todos arrojaron sus fusiles y alzaron las manos. Con toda seguridad estaban pensando que yo tenía a mis espaldas al menos un regimiento. No puedo imaginar lo que pensaron de hecho cuando vieron que todas mis fuerzas se elevaban a siete hombres en bicicleta. Es probable que siguieran pensando en la existencia de unidades alemanas mayores en las cercanías. Mis camaradas recogieron los fusiles. Luego hablé en tér minos cordiales con aquellos hombres y les invité a pro curarse ropas de paisano y regresar a sus casas. La oferta les resultó evidentemente agradable. Y así, entablamos una amistosa conversación. Todos estábamos de completo acuer do sobre la insensatez de aquella contienda. Para un grupo de exploradores de ocho hombres resultaba impensable re troceder hacia las propias líneas llevando prisioneros a los soldados de media compañía. Por otro lado, también era obviamente un gran riesgo dejarlos en libertad. Podrían organizar una cacería contra nosotros. Pero tenía plena confianza de que no lo harían. Espero que también estos hombres alabarán un día, como yo, esta experiencia de la providencia divina. Confío en que llegarían sanos y salvos a sus hogares. Pero el día nos reservaba aún nuevas y agradables sor presas. Cuando regresábamos, ya anocheciendo, de cumplir nuestra misión, ninguno de nosotros recordaba el nombre de la calle a la que nos teníamos que dirigir. Sólo sabíamos que en ella había un puente intacto sobre el río. Así que 117
fuimos llamando a varias puertas y preguntando por el camino de regreso hacia aquel puente. Cuando, por fin, siguiendo las indicaciones de los habitantes, llegamos al puente, vimos que no era el que buscábamos. Pregunté al centinela. Nos llevó al cuartel de guardia, indicando que seguramente el suboficial nos podría informar mejor. Cuan do abrí la puerta del local, oí, con gran sorpresa mía, una voz: «¡Padre Háring! Es increíble que nos volvamos a ver aquí.» Era el cordial saludo de un antiguo estudiante redentorista, cuyo hermano era discípulo mío. Por supuesto, nos ayudó a encontrar el camino de regreso a nuestra unidad. Los calamitosos días en que la batalla del vi ejército en torno a Stalingrado estaba llegando a su amargo fin, yo y otros muchos conmigo vivimos extraordinarias expe riencias de la divina providencia. Nuestra unidad estaba en Voronesh (al norte de Stalingrado), cuando los rusos con siguieron romper el frente. La ir opa, con todos sus per trechos, fue trasladada a un tren para emprender la reti rada. Pero apenas el tren se puso en marcha, comenzaron a bombardearnos. Abandonamos nuestros pertechos. No ha bía ni que pensar en seguir retrocediendo con el tren. In mediatamente después, caímos también bajo fuego de ar tillería y fusilería. Nos enfrentábamos con la grave deci sión de entregarnos como prisioneros de guerra y la con siguiente dura perspectiva de ser fusilados en el acto o desaparecer en algún ignorado lugar de Siberia. O también podíamos optar por intentar seguir nuestra retirada a pie, a través de los campos nevados. Eramos unos trescientos hombres en total. Muy pronto se nos añadieron nuevos pequeños grupos, sobre todo de exploradores de la vía férrea. No había ningún oficial entre nosotros, porque ha bían huido antes, en vehículos motorizados. Yo era el úni 118
co que hablaba ruso. Aunque había algunos sargentos ma yores, la jefatura recayó prácticamente sobre mí. Si que ríamos salvarnos, teníamos que ponernos de acuerdo en algunos puntos. El problema número uno era el de los heridos. ¿Está bamos dispuestos a llevarlos con nosotros? Como, en mi calidad de enfermero, era el responsable máximo de estos hombres, insistí en que nuestro deber era llevarlos con nosotros. El segundo problema, no menos espinoso, era saber cómo nos procuraríamos alimentos. Puse muy en cla ro a mis camaradas que de allí en adelante dependíamos de la generosidad y la buena voluntad de la población civil y que, por consiguiente, nadie debería atreverse a robar. Nos contentaríamos con pedir pan o patatas. Nos pusimos en marcha a través de los campos de nieve, evitando, como es obvio, las rutas de avance de los rusos. Los más jóvenes y fuertes debían marchar en vanguardia y, en la medida de lo posible, irían haciendo camino en la nieve. Era un trabajo realmente duro, que exigía constantes relevos. Mi tarea, en este punto, no era nada fácil. Tenía que ir de vez en cuando a la cabeza de la columna, para orientar la dirección de la marcha. Luego tenía que esperar y com probar si seguían todos los hombres. Hubo en este sen tido escenas conmovedoras. Vi cómo un auxiliar voluntario ruso ayudaba a un vie jo soldado alemán del grupo de exploradores del ferroca rril. Más tarde observé que se lo cargaba a la espalda, y que se esforzaba en prestarle calor y ponerlo de nuevo en pie. Cuando comprendió que aquel viejo soldado no podía se guir avanzando, quiso quedarse allí, solo, con él. Le pre gunté por qué hacía todo aquello, y me respondió: «Yo trabajaba bajo su vigilancia. Fue para mí como un padre.» Un joven soldado, un campesino cuya aldea natal yo 119
conocía, cayó agotado sobre la nieve. Le animé a ponerse en pie. Pero respondió con voz débil: «Déjame morir.» De nada sirvieron todas las palabras de aliento. No me quedó al fin otro remedio que golpearle con los puños, para despertar sus deseos de vivir. Durante un rato lo car gué sobre mis espaldas. Por fin reaccionó. Pero pese a toda mi vigilancia, perdimos un número de hombres, que secumbieron a la muerte blanca. La noche siguiente nuestros soldados descubrieron un gran granero. Empezaron inme diatamente a cobijarse en él, para poder dormir un poco. Cuando llegué con los últimos, algunos ya estaban dor midos. Tuve que recurrir a toda mi energía, para ponerlos de nuevo en pie. De haberse quedado allí, todos habrían muerto congelados. Siguieron horas amargas. Una noche habíamos abando nado ya toda esperanza de poder calentarnos en ninguna parte. Uno de mis camaradas, comenzó a gritar y maldecir en su desesperación: «¡D ios! ¡Qué hemos hecho nosotros, que nos tratas peor que a criminales!» Me acerqué a él y le rogué que no ofendiera a Dios en aquella angustiosa situación. «¿N o nos está tratando mucho mejor de lo que merecemos?» Proclamar aquí la divina providencia equivale a hablar de la magnanimidad de la población civil rusa. Ninguno de nuestros hombres murió de hambre. Pasamos hambre, des de luego, pero encontramos una y otra vez gente rusa que compartía con nosotros su último trozo de pan, que nos ponía humeantes patatas sobre la mesa. Y lo hacían porque sabían que no podemos pedir «el pan nuestro de cada día» si cada uno piensa exclusivamente en su propio pan. Tras seis días y noches de terrible marcha, alcanzamos las líneas alemanas. Ya aquella misma noche mis hombres llegaron a la zona de fuego. Yo me reuní con ellos a la 120
mañana siguiente, llevando a mis dieciocho heridos, en tri neos arrastrados por caballos cansados hasta reventar. Y no eran aquellos hombres los únicos que tenían que ser tras ladados al hospital de campaña. Había otros muchos en fermos o con miembros congelados. Naturalmente, tenía que presentarme ante una autori dad superior. Se me pidió un informe. Mis camaradas fue ron mi mejor testimonio. En realidad había hecho por ellos cuanto estuvo en mi mano. En definitiva, era in creíble que no hubiéramos experimentado pérdidas más elevadas. El comandante que juzgaba el caso decidió que en castigo debía ser separado de mi unidad para encargarme de los servicios de enfermería en una unidad de nueva formación. Se trataba a todas luces de un batallón de la muerte, compuesto de individuos indeseables, a las órdenes de las SS. Mis perspectivas no eran halagüeñas. Pero lo que más me dolía era verme separado de mis amigos, con los que había llegado a sentirme compenetrado. Se me asignó una habitación en un gran edificio. De bería esperar allí hasta que se formara la nueva unidad. Así, dispuse de algunos días para reflexionar sobre los acon tecimientos y para unir a mi acción de gracias la petición de una continua protección de la divina providencia. Un día no me trajeron comida. Cuando, por la tarde, conse guí abrir la puerta, descubrí con gran sorpresa que yo era el único habitante del enorme edificio. Todo indicaba que se había procedido a una evacuación precipitada, aban donándolo casi todo... incluido yo mismo, por fortuna. De todas formas, la siguiente elección no resultaba fá cil. ¿Debería, simplemente entregarme a los rusos? Pero esto implicaba el riesgo de ser tomado por espía y, sen cillamente, fusilado. Tampoco me atraía mucho la perspectia de marchar como prisionero a Siberia, tras haber con 121
seguido superar tantos riesgos para evitar el cautiverio. Así pues, decidí intentar reunirme de nuevo con el ejército alemán. Pero también esta decisión entrañaba no pocos peligros. ¿Sería definitivamente incorporado a un batallón de la muerte? ¿Podría camuflarme en alguna unidad, dis puesta a aceptarme entre sus hombres? Y con estas ideas girando en mi cabeza, intenté abrirme camino, bajo la fría pero estrellada noche, a través de la ciudad de Kursk, ya ocupada por los rusos. Sólo pude conseguirlo porque me orientaba por la situación de las estrellas. La divina providencia brilló para mí con más fuerte luz que la de los astros. Ya al día siguiente encontré mi unidad, los trescientos hombres de la sección de explora dores. Nuestra alegría no tuvo límites. Tras los sucesos vividos durante la última semana éramos como hermanos. Este inesperado reencuentro fue para nosotros una expe riencia semejante al gozo de la comunidad apostólica de Jerusalén, cuando Pedro, librado por el ángel, se presentó ante la comunidad. No habíamos visto, por supuesto, nin gún mensajero celeste, pero todos estábamos convencidos de haber visto la mano de la divina providencia. ¿Cuántas circunstancias tuvieron que concurrir para que yo, libe rado de aquel peligroso encierro, pudiera dar de nuevo, en la enormidad del espacio ruso, precisamente con mi unidad? En la pequeña ciudad polaca de Schelewitska, donde nos acuertelamos durante algunas semanas, tras la catas trófica retirada del frente en Narev en 1945, la divina pro videncia me asignó el papel de ángel libertador, aunque para ello tuve que desempeñar una comedia. Celebraba casi todas las mañanas la santa misa, en una iglesia polaca, antes de empezar mi servicio en el ejército. Una mañana el párroco polaco insistió mucho en que me 122
quedara a desayunar con él. Fue la primera vez que acep té. Desde el primer momento aquel buen sacerdote se com portó conmigo como un excelente amigo. Yo sabía ya algo de su historia personal. En el avance alemán sobre Polo nia en 1939, había sido deportado, con otros numerosos polacos, a un campo de concentración. Los hombres del Servicio de Seguridad los llevaron un día a campo abierto, con la intención de fusilarlos a todos. Durante un rato estuvo volando en círculo sobre el grupo un «Fieselerstorch». Cuando ya les habían puesto en fila para el fusi lamiento, tomó tierra el avión. Descendió del aparato un general e increpó a gritos a los hombres del comando ale mán tratándolos de criminales. Fue el libertador en aquel caso. Estaba furioso ante aquellos crímenes de guerra. En tonces el sacerdote pudo regresar a su parroquia y ya na die le molestó. Mientras estaba desayunando con él, entraron dos ofi ciales de la Gestapo. Yo sabía que había en la ciudad gente de este cuerpo de policía, porque los días anteriores ha bían estado registrando las casas polacas en busca de mu jeres judías ocultas. Los hombres ordenaron al párroco que se preparara para salir de viaje, porque tenían que tomarle bajo su protección. Añadieron que aquella medida era im prescindible y que iba en su propio interés, ya que exis tía un gran peligro de que la ciudad cayera pronto en ma nos de los rusos. Naturalmente, tanto el párroco como yo sabíamos muy bien lo que significa la palabra «protección» en boca de la Gestapo. Quedaba poco tiempo para buscar una salida. De hecho, actué sin previa reflexión. Me puse en pie y les grité a los oficiales. Les llamé derrotistas. Desempeñé el papel de pa triota indignado: «¡Derrotistas, cobardes, hipócritas, des tructores de la moral del pueblo!, ¿no sabéis que el Führer 123
ha dado orden estricta de no retroceder ni una sola pul gada? ¿Cómo podéis afirmar delante de un polaco que no puede cumplirse esta orden?» Les exigí sus papeles de identificación e insinué que tal vez ni siquiera eran alema nes, sino espías. Abandonaron la casa temblando. Casi a continuación apareció otro oficial de la Gestapo, en busca del capellán. También a él había que proporcio narle «protección». Era evidente que aquellos oficiales se habían puesto de acuerdo para no sacar a los sacerdotes juntos, evitando así un posible alboroto de la población. No era menos claro que el tercer hombre de aquella ma quinación no se había enterado de la precipitada retirada de sus colegas. Representé otra vez la comedia, con idén tico resultado. Quiso la ironía que la cruz gamada contri buyera al buen éxito de mi representación teatral. Mi pe cho estaba adornado con varias honrosas condecoraciones. Yo tenía los distintivos de herido de guerra, la medalla al valor y la cruz de méritos de guerra de primera clase. Recuerdo aún que estuve a punto de negarme a aceptar esta última condecoración, porque en ella resplandecía la cruz gamada. Me hice entonces serias reflexiones, con la mirada puesta también en el ejemplo de mi madre. Cuan do en nuestro municipio se decidió organizar una fiesta para conceder algunos distintivos a las madres que habían dado soldados y trabajadores a la patria, mi madre se negó rotundamente a asistir a la ceremonia. Y aunque algunos hombres del partido, animados de las mejores intenciones, quisieron llevarle a casa una medalla de oro, mi madre lo rechazó con estas palabras: «No he traído al mundo ni he educado a mis hijos para dárselos a Hitler.» A diferencia de mi madre, yo acepté el distintivo, aunque me hice el propósito de no exhibirlo. Sólo tras una enérgica repren sión, tuve que modificar mi propósito, y aun así con gra 124
ves dudas. Y he aquí que ahora aquel odioso símbolo, con la cruz gamada, se convertía en extraño eslabón de una cadena de incidencias que salvaron la vida a dos sacerdo tes polacos. Cuando rememoro aquellos sucesos, no experimento el menor remordimiento de conciencia. No pienso acusarme en confesión del pecado de mentira. Lo que allí había no era mentira, sino comedia y sátira. Cuando uno se halla en compañía de asesinos, no se está en la mejor longitud de onda para compartir profundas verdades. A aquellos hombres sólo se les podía tratar como a figuras ficticias de una situación tragicómica. Pero que la comedia resultara tan perfecta y tuviera tal éxito es para mí, evidentemente, un don de la divina providencia. Si todo se deslizó de una forma absolutamente natural, si se establecieron rápidas excitaciones y contactos de neuronas, también aquí se cum plía la promesa según la cual, llegado el momento, Dios pondrá en nuestros labios las palabras adecuadas, si con fiamos en él. Pero un importante eslabón en esta cadena de incidencias era la fe y la bondad de corazón de estos dos sacerdotes polacos que, ya desde el primer día de mi llegada, me trataron no como al individuo perteneciente a una nación enemiga, sino como a un hermano. Con la caída de Danzig, me pareció que con el destino de nuestro ejército había quedado sellado también el nues tro. La gran masa cayó prisionera. Pero también aquí pude ver la mano de la divina providencia que por misteriosos caminos me llevaba de nuevo a la libertad y a la nueva experiencia de la amistad. En un día tempestuoso, las grandes nubes que cubrían el cielo nos permitieron aventurarnos a emprender la huida hacia la península de Hela, estrecha y larga lengua de tierra al norte de Danzig; utilizamos para ello un navio normal 125
mente destinado a cruzar el Vístula. Las olas se deslizaban con furia sobre la cubierta. Acá y acullá gritaba algún hombre, temeroso de verse arrastrado al mar. Pero era éste justamente el tiempo que necesitábamos, para no expo nernos demasiado al fuego de los cazas rusos. Final mente, conseguimos desembarcar en el puerto de Hela. Nuestra sección se ocultó en un bosque entre Hela y Heisternest (Jastarnia). En aquella penosa situación los soldados necesitaban mis servicios de enfermero y sacer dote más que nunca. Al domingo siguiente celebré la misa para un numeroso grupo de hombres, católicos y protes tantes. Entonces pasó delante de nosotros, montando el único caballo que nos quedaba, el capitán Gerhardt. Blas femaba como un poseso al ver lo que estaba ocurriendo. Era un declarado ateo y comisionado político de nues tra sección. Cuando los soldados se volvieron hacia él mostrando su cólera por las blasfemias que profería, decidió alejarse. Habría podido denunciarme inmediatamente y llevarme ante un tribunal de guerra, por contravenir las ordenanzas mili tares que me prohibían celebrar servicios religiosos. Pero antes intentó una maniobra política. Me envió a su sar gento mayor para decirme que no podía celebrar la misa sin su permiso. Además, caso que pidiera su permiso, él tenía que saber de antemano lo que yo pensaba predicar. Le respondí, a través del sargento que, en mi condición de cristiano, me sentía herido en mi dignidad si tenía que consultar con un ateo el problema de si debía predicar a Mateo o a Marcos. Prefería renunciar a un servicio re ligioso ahora tan deseado por los soldados, antes que so meterme a condiciones humillantes. Era, por supuesto, una respuesta picante y un desafío. Como es obvio, no estaba dispuesto a renunciar a mi 126
actividad sacerdotal por cumplir los deseos de este solo hombre. Aproximadamente hacia la mitad de la larga y es trecha península se halla la pequeña ciudad de Jastarnia, gran puerto pesquero, con una hermosa iglesia. Yo tenía excelentes motivos para ir hasta la ciudad, porque de hecho allí se alojaba el médico de la sección, el doctor Wegemann. Por aquel tiempo existía una rígida orden en virtud de la cual ningún soldado podía abandonar el lugar donde se hallaba su unidad sin un permiso por escrito. Quien fue ra descubierto sin este permiso podía ser sentenciado a muerte por un tribunal de guerra. El médico de la sección me echó una mano, con excelente buena voluntad. Cada vez que yo lo deseaba, recibía de él la orden de presen tarme a rendir informe, o bien me hacía llamar para que le ayudara. De este modo me fue posible ir a Jastarnia no sólo los domingos siguientes, sino también a veces en días de labor. Celebraba la liturgia para grandes grupos de sol dados y a veces también para la población polaca. Finalmente, el capitán Gerhardt decidió abrir un pro ceso contra mí. Pero yo no tenía la menor intención de convertirme en mártir de mis convicciones religiosas. Los cargos de la acusación eran: derrotismo, actitud contraria a la guerra y al Führer. En estas últimas semanas, aquello significaba ni más ni menos que grave peligro de morir ahorcado. Cuando me presenté para el segundo interroga torio, se habían congregado grupos de soldados que ges ticulaban y vociferaban. Oí que algunos decían: «L a úl tima bala para él, antes de caer prisioneros.» El capitán Gerhardt comprendió perfectamente a quién se referían con aquel «para él». Y así, se fue posponiendo el pro ceso. Yo seguía ejerciendo mi ministerio como si nada hu biera sucedido. Algunos días más tarde el capitán Gerhardt tropezó 127
con una mina. La explosión le arrancó de cuajo una pierna y le causó otras heridas graves. Como yo estaba muy cerca, era obligación mía cuidarle lo mejor que pudiera. Le tras ladé al barco-hospital de Hela. Fue uno de los últimos hombres trasladados al Oeste. Algunos años después de la guerra se reunió un buen número de soldados de los que habían servido en nuestra unidad. Entre ellos se ha llaba también el capitán. Me escribieron una carta amis tosa, a la que el propio señor Gerhardt añadió su cordial saludo. No tengo ninguna dificultad en rememorar aque llos acontecimientos con libertad interior. En último tér mino, también el capitán Gerhardt había sido manipulado por otros. Y, además, Dios utilizó su comportamiento para convertirlo en un eslabón útil en la cadena de sus pro videnciales disposiciones. Tal vez sin su agresividad de entonces yo no hubiera llegado a conocer a mis amigos y libertadores polacos. Todo en mi vida habría tomado otro rumbo enteramente dis tinto. En estas últimas semanas escuchaba, en unión de mis amigos, las emisoras del bando contrario. Cuando vimos ya con claridad que la capitulación de nuestro ejército era solo cuestión de días, mi cerebro se puso en activo mo vimiento para descubrir alguna posibilidad de escapar al destino de prisionero de guerra. En Heisternest (Jastarnia) tuve ocasión de conocer a un buen número de pescadores polacos, con ocasión de la celebración de la misa. Dos de ellos se consideraban más o menos como polacos de ori gen alemán. Por eso habían cavilado trasladarme al Oeste con sus grandes vapores de pesca. Un día tempestuoso de finales de abril de 1945 re maba en un pequeño bote hacia los dos barcos pesqueros. El vivo oleaje, que arrojaba a la pequeña embarcación de 128
un lado a otro, era para mí una imagen expresiva de mi peligrosa situación. Los propietarios estaban dispuestos a tomar a bordo de sus barcos a unos doscientos de mis camaradas y transportarlos la noche siguiente a Occidente. Habíamos convenido todos los detalles, incluido el lugar del encuentro. Dado que era prácticamente imposible llevar a cabo aquella maniobra sin que se enterara el comandante, de cidí poner las cartas sobre la mesa. Este hombre no com partía mis convicciones religiosas. Tampoco existían entre nosotros lazos de amistad. Pero su comportamiento estuvo siempre presididio por una gran corrección. El nada tuvo que ver con los penosos interrogatorios de las semanas pa sadas y yo sabía que se mostraba muy reservado ante aquel asunto. Le dije que si quería podía aprovechar aquella oportunidad y venirse con nosotros. Por desgracia, no tuve más remedio que comunicarle nuestros proyectos en pre sencia del teniente W., de cuyo brutal comportamiento con la población civil rusa en los pantanos del Pripet he ha blado en páginas anteriores. Escuchó nuestra conversación durante largo tiempo y luego me atacó, acusándome de cobarde y de tentativa de desertar de la bandera. Así pues, tuve que renunciar a la idea. Este mismo hombre aban donó pocos días más tarde, en el último gran barco que salió del puerto de Hela, el frente oriental y se ocultó, junto con el general del cuerpo de ejército. Seguí cavilando febrilmente sobre la decisión a adop tar en aquellas circunstancias. A pesar de todo, me seguía resultando relativamente fácil desaparecer en una oscura noche. Pero entonces se desvanecían todas las posibilida des de llevar conmigo a los hombres de mi sección, así que decidí renunciar al intento. Me dije que huir en so litario constituía una falta de solidaridad como sacerdote 129
y como enfermero. No estaría a la altura de lo que exige el testimonio cristiano. No obstante, hablé con tres de mis amigos más dignos de confianza y les aconsejé que no dejaran pasar aquella oportunidad. Apenas cayó la no che, les envié el punto convenido para el embarque. Más tarde supe que arribaron felizmente al Oeste y que, tras un tiempo no muy largo como prisioneros de guerra de los ingleses, pudieron regresar a sus hogares. Me palpita el corazón cada vez que pienso que un solo hombre — que luego se cuidó muy bien de buscar su propia seguridad — es el culpable de que doscientos soldados cayeran prisio neros, tuvieran que pasar tantos sufrimientos y murieran algunos de ellos en la cautividad. Por lo demás, esta oca sión fallida me sirvió para entablar cordial amistad con la población polaca, a través de la cual se me reveló aún más la divina providencia. Cuando, tras el incidente creado en la celebración de la misa por las blasfemias del capitán Gerhardt, entré en contacto con los hombres de Jastarnia; no podía sos pechar cuán providencial fue aquel suceso. ¡Cómo podía prever que aquellos buenos pescadores, que me pidieron que bautizara a sus hijos y les celebrara la misa, me habrían de rodear de tal cariño y me librarían del cautiverio ruso! Uno de mis mejores amigos fue el sacristán de la igle sia de Jastarnia, Alphons Konke. No menos cordiales fueron mis relaciones con su padre, que había sido alcalde de la ciudad, cuando la región estuvo bajo soberanía polaca. Como casi toda la gente de Putziger Nehrung (Punta Putzig) la familia Konke usaba en su conversación cotidiana el kachubiano, dialecto polaco en el que se mezclan pala bras alemanas. Pero también dominaban por un igual el alto alemán y el polaco. De todas formas, su cultura y su actitud de espíritu eran completamente polacos. Aun así, 130
yo no era para ellos simplemente un alemán. Su fe y su madurez humana les hacía ver en mí a un hermano en Cristo. Además, como buenos católicos polacos, yo era para ellos un sacerdote. Cuando en los primeros días de mayo de 1945 nuestro ejército tuvo que rendirse, todos nosotros nos veíamos ante el shock de una radical inse guridad. Vi a muchos hombres fuertes y dueños de sí romper en llanto. Intenté animarlos, darles confianza en la divina providencia e invitarles a pedir ayuda a Dios en la oración. Toda la península de Hela (Putziger Nehrung) era un grande y único campo de prisioneros. Los rusos no necesitaban poner muchos centinelas armados. No te níamos la menor oportunidad de huir. La península se co municaba con tierra firme sólo por algunos estrechos ca minos. Nuestras primeras experiencias fueron de distin tos signos. Los soldados rusos nos despojaron a la mayo ría de nosotros de nuestros relojes y de cualquier objeto de algún valor. Pero vimos también cómo, cuando un sol dado se negaba a dejarse saquear, un oficial ruso vino en su ayuda. Todos oscilábamos entre el temor sin límites y la esperanza. Una tarde, ya a hora muy avanzada, surgieron ante mí Alphons Konke y algunos amigos. Me llevaron aparte, en la oscuridad de la noche, y me dijeron que tenía que cambiarme de ropa. Me habían traído un traje talar y me dijeron que se sentirían muy contentos de que me encar gara de su parroquia, como su pastor. Al principio me agité en un mar de vacilaciones, por varios motivos. Tenía graves dudas de conciencia. ¿Cómo podía dejar solos a mis camaradas, en aquellos momentos de tanta angustia y desesperación? Me necesitaban, como enfermero y como sacerdote. Advertí además a mis ami gos polacos que también ellos corrían un grave peligro de 131
ser castigados por querer ayudarme. Veía claro que su plan suponía para mí un riesgo menor que ser transportado a Siberia. Mis amigos polacos se rieron de mis vacilaciones y me declararon que, para cualquier evento, todavía les quedaban unas cuantas botellas de aguardiente. Pero comprendieron muy bien mi deseo de consultar el caso con mis mejores amigos. No quería alejarme de ellos sin decírselo. Me siento particularmente agradecido aquellos buenos hombres polacos porque no tomaron a mal mis dudas, aunque con ello complicaba un tanto la ejecu ción de su plan. Concertamos un nuevo encuentro. Mien tras tanto, yo solicité consejo de mis mejores amigos, que al mismo tiempo eran también miembros activos de la Iglesia. Me dijeron, con total franqueza, que para ellos mi marcha supondría una gran pérdida. Pero por otro lado tenían muy pocas esperanzas de que nuestra unidad se mantuviera junta. Tras profunda reflexión, me instaron con apremiantes palabras a que aprovechara la oportunidad de huir. Llegó así el momento en que abandoné mi uniforme de sargento alemán de sanidad, me puse los hábitos tala res y pude moverme con libertad en la península de Hela. Alphons Konke me ofreció un cuarto en su espaciosa casa. Allí me encontré viviendo rodeado de una excelente familia de siete hijos. También los abuelos vivían en la misma casa. El abuelo Konke era mi consejero principal. Podía seguir con absoluta seguridad sus consejos. Su pri mera sugerencia fue que yo debía emprender de inmediato los servicios propios del cargo de párroco: párroco por la gracia del pueblo. Su párroco oficial se había ocultado fue ra de los límites de la parroquia, porque la Gestapo había ordenado su deportación. La gente seguía esperando en su pronto regreso. Todo el mundo le quería. De hecho, re gresó al poco tiempo, pero era ya un hombre enfermo. 132
Ya el mismo día en que vestí mis nuevos hábitos cele bré la misa para la parroquia. El domingo siguiente leí el Evangelio en polaco y prediqué lo que el abuelo Konke me había dado por escrito. Toda la parroquia conocía mi verdadera personalidad. Todos los asistentes estaban ner viosos, pero yo no. Los años de guerra me habían endu recido. Si uno quería sobrevivir, tenía que dejar a un lado los nervios. Pero creo que también esto era una especial gracia en la que se expresaba la confianza en Dios. Todo transcurrió casi sin problemas. Pero todavía me esperaba una sorprendente y desconcertante situación. Un día vino a visitarme en la casa del sacristán el protestante de una división, acompañado de algunos soldados. De una manera sumamente simpática y plena de humanidad, me explicó que sus soldados añoraban celebrar un hermoso servicio religioso antes de emprender la marcha hacia Siberia o el interior de Rusia. Y tendría sumo gusto en ha cerlo en nuestra iglesia católica. Esta petición me sorpren dió hasta tal punto que no sabía qué hacer. Desde luego, no quería herir en ningún modo sus sentimientos, ni los de sus amigos evangélicos. Y los hubiera herido con toda seguridad, de haberles dicho que no podía acceder a su petición. Por otro lado, podía imaginarme muy bien que mis amigos polacos se sentirían muy extrañados de que, a los pocos días de haberme instalado el pueblo al frente de su iglesia, yo la había puesto a disposición de un servi cio religioso protestante. En aquella región, pura y total mente católica, las gentes no estaban preparadas para aque llo. Por consiguiente, decidí hablar con total franqueza al pastor de la división. Le declaré que hasta hacía pocos días había sido sargento de sanidad alemán y que no podía permitirme disponer de la iglesia como si fuera el autén tico párroco. Mis visitantes lo comprendieron muy bien. 133
Como Putziger Nehrung era un gran campo de concen tración perfectamente vigilado, los rusos permitían a los prisioneros bastante libertad de movimientos. Sucedió así que me visitaron repetidas veces los hombres de mi antigua unidad, para darme sus últimos saludos. Cuando se inició la gran marcha de los prisioneros, me pasaba a veces lar gas horas delante de la ventana por si veía pasar a los hombres de mi unidad. No podía hacer otra que rezar, para que una bondadosa providencia les protegiera y para que en las terribles experiencias que les aguardaban no se alejaran de Dios. Al poco tiempo de haberme instalado en la casa de Alphons Konke, decidió hacer lo mismo el comandante ruso del lugar, ya que la casa era limpia y disponía de un buen número de hermosas habitaciones. En la mañana del día en que debía llegar el coman dante, tuve que decir a mis amigos polacos que tenía fie bre alta y debía acostarme. Aunque estaba tostado por el aire, aquel día mi piel tenía color ceniciento. Quien quie ra que me viese sospecharía que hacía ya bastante tiempo que estaba enfermo. Precisamente en aquellas circunstan cias fue visitando el comandante todas las habitaciones para determinar cuál de ellas se reservaba. Así pues, entró en mi cuarto y vio a un hombre enfermo. Con benévola ama bilidad se interesó por mi estado de salud. Él hablaba en ruso y yo contestaba en polaco, para no infundir sospe chas. Al final, dijo amablemente: «¿N o es un fastidio caer enfermo ahora que ha acabado la guerra? Os hemos libe rado y espero que pronto vuelva a ponerse bien.» Antes de abandonar el cuarto, me ofreció un magnífico puro. Desde luego, yo distaba mucho de sentirme feliz con el nuevo vecino. También para la familia Konke aquel nue vo inquilino significaba una desagradable restricción. Por 134
eso me quedé extrañado cuando el abuelo Konke entró con rostro radiante en la habitación y me dijo: «¿N o es mag nífico? En la cueva del león es donde estarás más a salvo.» Se había adelantado a mis intenciones de pedirle consejo sobre si no sería más prudente ocultarme en otra parte. Pero él juzgó que la situación era óptima. A ningún ruso se le ocurría ir a buscar a un antiguo soldado o enfermero alemán en la casa en que se hospedaba el comandante. De todas formas, aunque el comandante demostró po seer una personalidad agradable y aunque su presencia constituía para mí la mejor garantía, no siempre resultaba placentero convivir en la misma casa con otros oficiales rusos. Muy pronto, otro joven oficial se eligió un cuarto con tiguo al mío. Y este hombre estaba destinado a propor cionarnos más de un dolor de cabeza. Repetidas veces iba por la noche a casa de los vecinos, e incluso se dirigía al propio Alphons Konke, para pedir que pusieran a su dis posición una mujer para pasar la noche. Este comporta miento provocó enorme intranquilidad y temor en la po blación. No había un solo hombre dispuesto a cederle su mujer. Una noche, en que el oficial estaba evidentemente borracho, se obstinó en sus pretensiones y preguntó al hombre que le negaba su mujer dónde había muchachas solteras. En su apurada situación, le señaló la casa próxi ma. De ella se llevó el salvaje sujeto a una de las mucha chas a nuestra propia casa. Por fortuna, no tenía luz eléc trica. Mientras se estaba esforzando en encender una lám para, la muchacha consiguió huir y saltó valerosamente por la ventana, desde una altura de dos metros y medio. A la mañana siguiente se celebró una especie de consejo de guerra en la sacristía. Se congregó un buen número de hom bres que se habían enterado de lo ocurrido y me pre 135
guntaron en mis mismas narices si estaba dispuesto a dar les la absolución general, caso que ellos decidieran sepultar a aquel monstruo, y a otros, si se permitían aquellas ac ciones, en lo profundo de sus bodegas. Las perspectivas eran, por supuesto, temibles. Nada hubiera sido más insensato que una revuelta ge neral contra los soldados y oficiales rusos. Además, mu chos de ellos eran hombres honestos y bien educados. Pienso ahora de una manera especial en el comandante de puesto de Kussfeld (Kuznizka). Kussfeld era una parroquia vecina, carente de párroco. Cada dos domingos, me tras ladaba yo allí en el carro de caballos de Alphons Konke. La distancia era de unos cinco o seis kilómetros. Un do mingo me preguntó el comandante de Kusnizka si podía llevarle. Quise cederle el mejor asiento. Pero él lo re chazó y se sentó en otro menos cómodo. Durante el viaje fuimos hablando de diversas cosas. Vi que estaba intere sado por las cuestiones religiosas o que, al menos, era respetuoso con la religión. Acabada la misa, volvió a pre sentarse. A partir de aquel domingo, declaró libres de ser vicio a los soldados que quisieran asistir a la misa. De hecho acudían todos los domingos buen número de ellos. Lo pude notar por ejemplo en el nada insignificante nú mero de billetes de banco rusos de la colecta. Por aquel tiempo inicié la costumbre de pronunciar una homilía los domingos durante la misa en Kusnizka. Como en realidad no sabía si los participantes rusos eran auténticos creyen tes o espías y no quería infundir ni la más leve sospecha de que yo no era polaco, me aprendía de memoria el ser món. Comenzaba a prepararlo el lunes y no me acostaba el sábado sin haber repetido tres veces en voz alta y sin vacilaciones mi homilía. Con seguridad, Hitler y Stalin no son figuras positivas 136
en la providencia divina. Como creyentes podríamos decir que no fueron previstos sino sólo permitidos por Dios. La presencia y la actuación de estos tiranos en la escena de la historia es inconcebible sin una larga serie de peca dos y de errores humanos. En mi opinión son anticristos. De aquí que experimentara una fuerte conmoción in terior cuando un día me vi obligado a tomar parte en el culto a la personalidad que Stalin reclamaba para sí. Ja más en mi vida había pronunciado el «Heil Hitler», y ahora me veía obligado a unir mi voz al coro de alabanzas al tirano ruso. Las cosas ocurrieron de la siguiente manera: un día me hallaba en compañía del sacristán y del orga nista en el patio de la casa en que vivía, es decir, en la casa de Alphons Konke, cuando se presentó uno de los oficiales rusos y nos pidió que fuéramos a su habitación. Inmediatamente comenzó a trazarnos un cuadro bastante grandioso de Stalin, a alabarle y glorificarle. Nosotros está bamos mudos como bueyes. Él hablaba cada vez más alto y con mayor impaciencia. Finalmente, comprendí que era preciso decir algo que pudiera aplacar a aquel adorador de Stalin. Recordé la frase: «Jest tolstoi, mozni.» La pa labra tolstoi tiene dos significados, uno muy honroso y otro no tanto. Quería decir: «E s un tipo gordo y robusto.» Pero también podía entenderse: «E s un hombre hermoso y valiente.» El oficial se sintió visiblemente satisfecho con aquella especie de proskynesis («adoración», «homenaje»), Alphons comprendió que le tocaba el turno. También él supo dar con una frase de doble sentido. El organista buscó deses peradamente una palabra que no fuera demasiado elogiosa para Stalin, pero como no se le ocurría nada, afirmó al fin, desesperado: «H a librado a Polonia.» A la mañana si guiente, antes de la misa, me preguntó con un rostro mor 137
talmente serio si debía confesar antes de la comunión, porque le remordía mucho haber dado a Stalin el título glorioso de «libertador». Y, sin embargo, algunos días después ocurrió algo que convirtió para mí el nombre de Stalin en signo de salva ción. Una mañana llegó la abuela Konke demudada y me rogó que me escondiera a toda prisa, porque se estaba obligando a todos los hombres a trabajar para los rusos y estaban pidiendo los documentos de identidad. Por aquel entonces no tenía yo ni pasaporte ni documentación po laca. Había escondido por alguna parte mi pase de la Wehr macht. Y por supuesto, aunque lo encontrara, aquello no iba a beneficiarme mucho. Así que seguí al pie de la letra el consejo de la abuela, pasé al cuarto contiguo e intenté esconderme debajo de la cama hasta que se marcharan los comandos. Estaba justo en medio de la operación cuando entraron en la habitación un suboficial y dos hombres. Comprendí que ya no había tiempo para proseguir la ma niobra, así que me puse en pie con la mayor naturalidad, como si no hubiera pasado nada. Inmediatamente resonó la orden: «¡Vaya a trabajar!» Sabía que las siguientes pa labras serían: «Sus papeles de identidad.» Respondí suave y firmemente: «Usted sabe, por supuesto, que soy el pá rroco de esta localidad. Yo no voy a trabajar, porque tengo otras cosas que hacer.» Y a continuación formulé una pregunta de la que yo mismo me quedé asombrado: «¿N o sabe usted que el mariscal Stalin ha dado órdenes estrictas de mostrarse respetuoso con los sacerdotes pola cos?» Era una pregunta, no una afirmación. Pero actuó como un conjuro. Al instante se disculpó el suboficial y los tres hombres desaparecieron. Usé el mismo truco en otras dos ocasiones, en las que mi vida corría gran peligro. Y siempre con el mismo resultado. 138
Más tarde me he preguntado varias veces si sería ver dad lo que dije. Con ocasión de un congreso internacional de teólogos moralistas católicos, celebrado en Luxemburgo en 1954, salí a dar un paseo con el profesor Heribert Doms, que había impartido la enseñanza en Breslau. Me contó que tras la ocupación de la ciudad por los rusos, fue encarcelado, junto con un buen número de sacerdotes y que, desde luego, los tratos recibidos no habían sido de lo mejor. Pero hacia mediados de mayo todo cambió de golpe. Se les devolvieron sus vestidos y se les proporcio naron abundantes alimentos. Se les comunicó que Stalin había dado la orden personal de tratar con respeto a los sacerdotes. No sueño, por supuesto, en que Stalin siguiera un im pulso de la divina gracia, ni que diera semejante orden por amor a los sacerdotes. Fue una decisión meramente po lítica. Pero para mí fue un nuevo eslabón en la cadena de la providencia divina. Y me siento particularmente agra decido a Dios por haber sabido hacer a tiempo y espontá neamente la pregunta correcta.
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XI MIS HERMANOS Y HERMANAS DE POLONIA
Mis alabanzas a la divina providencia son siempre tam bién acción de gracias a los hombres en quienes y por quienes se me reveló esta providencia divina. No eran sólo instrumentos, sino también actores. Al igual que en Ru sia, también en Polonia, y concretamente en Heisternest y Kussfeld, he vivido en mi propia vida el hecho de que la fe y el amor cristianos saltan por encima de todas las fronteras nacionales y se oponen victoriosamente a las olas del odio propagadas por el nacionalsocialismo, el mar xismo y el ansia de poder de tantos hombres. Como todos nosotros, también mis amigos polacos te nían sus limitaciones y sus flaquezas. Pero justamente estas flaquezas eran las que añadían el último toque al cuadro de una cálida humanidad, de la bondad de corazón, de la amistad y de la confianza mutua. Cuando visité de nuevo, hace algunos años, la ciudad de Heisternest, volvieron a resurgir con todo su fresco vigor, en mí y en aquellas bue nas gentes, todos los recuerdos del pasado. Podría estar hablando horas seguidas de la gran familia Konke y de sus amigos. Recuerdo a Martha, la afanosa ama de casa del párroco Stefansky, ya algo anticuada, pero valerosa y fiel; recuerdo con humor a mi vecino y buen amigo Am140
brose, al señor Schebrowsky, presidente del soviet local y finalmente al mismo párroco Stekansky. Guardo un especial recuerdo de Martha, que me acogió con cariño casi maternal. Apenas el párroco Stefansky regresó a su parroquia, dejé la casa de Alphons Konke para instalarme en la pa rroquial. Ocurrió aquí un suceso en el que Martha des empeñó el papel principal. Una mañana me llamó al reci bidor, porque querían hablarme el alcalde comunista de la ciudad y dos oficiales. El párroco Stefansky se sentía tan mal aquel día que no podía recibir a nadie. Martha me dijo con sus vivaces ojos que seguiría de cerca el asunto. Apenas se dio cuenta del objeto de la visita, me indicó con una mirada que había entendido. Desapareció en la cocina. Y he aquí el asunto. Alguien había debido lanzar una acusación insensata. Los oficiales rusos habían llegado a saber que algunas familias habían escondido bajo el tejado de la parroquia alimentos, vestidos, e incluso armas. De hecho, habían escondido algo de grano, sus vestidos y sus pequeños objetos de valor durante la ocupación alemana. Por otra parte, tenían todas las razones del mundo para temer que también durante la ocupación rusa estarían so metidos a robos y rapiñas. Comprendí inmediatamente que lo que Martha estaba haciendo era reunir a los hombres de la vecindad para hacer desaparecer a toda prisa aque llos objetos y que mi misión consistía en entretener a aquellos tres hombres. Felizmente, teníamos para situaciones de este tipo una botella de whisky y algunos cigarrillos. Les invité a dis cutir a fondo todo el asunto para tener una información cabal y determinar si se había hecho algo contrario a la ley. Pero evidentemente, con sólo aquella pregunta no po día yo prolongar la conversación el tiempo necesario. Les 141
conté con lujo de detalles que poco antes de caer prisio neros, los soldados alemanes habían destejado el techo de la iglesia de Kussfeld y que ahora la lluvia caía libremente en el interior del edificio. La verdad, no veía modo de obtener ayuda para retejar la iglesia. Les mencioné tam bién que existía toda una serie de barracas de la Wehr macht alemana y que hasta entonces no se había utilizado para nada todo aquel material. La pregunta era si me per mitirían hacer una visita y conseguir parte de aquellas ba rracas vacías. Empezamos entonces la operación de calcu lar el número de metros cuadrados que harían falta. Ellos por su parte me dieron toda una serie de importantes no ticias, incluidas las posibilidades de transporte del mate rial. Analizamos el asunto tan a fondo que casi daba la impresión de que aquellos hombres habían olvidado el ob jeto de su venida. Cuando pude abrigar fundadas esperanzas de que ya habría sido vaciado el amplio desván, les recordé el asunto. Yo mismo les guié a la iglesia. Por supuesto, Martha ha bía organizado su propio servicio de vigilancia, de modo que pudiera desaparecer el último hombre antes de que apareciéramos nosotros. Así que lo registramos todo a fondo. El enorme espacio estaba completamente vacío y limpio. El sistema de alarma de Martha había funcionado a las mil maravillas. Mis visitantes se mostraron disgus tados por aquella falsa alarma y me prometieron que in vestigarían el caso para castigar a los culpables. Me llegó entonces el turno de tranquilizarlos y de pedirles que no se hablara más del asunto. Y así lo hicieron. La prontitud y voluntad de servir de Martha, su total abnegación por nosotros, los sacerdotes, eran absolutas. Pero a veces se preocupaba excesivamente y por demasia das cosas, como la Marta del Evangelio. 142
Antes de que el párroco se hubiera visto obligado a ocultarse, poseía dos vacas, de las que cuidaba Martha. Cuando el párroco volvió, las vacas habían desaparecido, como era de esperar. Pero Martha estaba convencida de que las vacas estaban bien vivas y que las tenía una fami lia de la feligresía. Una buena mañana apareció una de ellas en el establo de la parroquia. Martha intentó con vencernos de que el animal había regresado por su propia voluntad a la casa de su legítimo dueño. El párroco y yo estábamos algo menos convencidos de aquella interpreta ción. Y, aparte fuera o no la antigua vaca del párroco, el hecho cierto era que la familia actualmente propietaria la necesitaba, porque tenía un elevado número de niños pe queños, que dependían de la leche. Así que les devolvimos la vaca. Pero no hubo modo de apartar a Martha de la idea de que habíamos cometido una injusticia. Cuando al gunos días más tarde hicimos una amistosa visita a la fa milia, para evitar cualquier mal sabor de boca que hubiera podido crear aquel incidente, Martha nos administró un castigo: no nos preparó la cena. Insinuó que bien podía mos cenar con aquella familia que se estaba bebiendo la leche de la vaca del cura. Tomamos la cosa con humor. Por lo demás, no había otro camino para apartar a Martha de sus convicciones. Poco después de este incidente, el párroco Stefansky volvió a caer en cama con fiebre alta y entonces mostró Martha, con sus abnegados cuidados, cuánto lamentaba también ella aquel suceso. Nuestro vecino más próximo era Ambrose, un pesca dor laborioso y siempre amable, uno de los que se habían impuesto el deber básico de que nunca les faltara a los sacerdotes pescado fresco. Durante los primeros meses de mi estancia en Heister143
nest, Ambrose se mantuvo siempre sobrio. Las gentes del lugar se abstenían de probar ni una gota de licor, para sa ber responder a las difíciles preguntas que podían hacer los militares soviéticos. Una de las preguntas que más te mían consistía en la posibilidad de que los rusos pudieran llegar a saber que yo era un prisionero de guerra, liberado de una manera bastante poco ortodoxa. Pero cuando, andando el tiempo, mejoró a ojos vistas la posición económica de los pescadores, volvió Ambrose a su inveterada costumbre de alegrarse un poco a base de alcohol. Un día en que había bebido más de la cuenta, se puso a hablar conmigo. La conversación resultaba un tanto con fusa. Entonces le dije: «Ambrose, si no bebieras tanto, serías el vecino más ideal y el mejor feligrés de la parro quia.» Con una suave negativa y el tono de un gentleman, respondió: «Y tú eres nuestro mejor párroco, lo mismo si bebes como si no.» Y rebatió así definitivamente todos mis argumentos para que dejara aquella costumbre. En otra ocasión, me contó la historia de un fracasado intento de conversión. Al término de una misión parroquial predicada por los jesuítas, aquellos celosos varones habían logrado convencerle a él, y a otros feligreses amigos de empinar el codo, para hacer un voto ante el altar, delante de toda la comunidad, de que abandonarían totalmente la bebida. Me dijo que hizo su voto y juramento con absoluta seriedad. Y cumplió su promesa durante cierto tiempo. Pero ocurrió algo que no había previsto. Al final de la tem porada, el gremio de pescadores repartió las ganancias. Lo que restaba de la suma se guardó para celebrar una animada velada. Todo el mundo tomó parte. Ambrose me explicó largo y tendido por qué él aquella tarde se sintió autorizado a beber con todos. Me dijo que él no había 144
hecho su voto de abstinencia de alcohol para que los de más pudieran beber más. «A l fin y al cabo, era mi propio dinero y una fiesta en común.» A la mañana siguiente se puso a reflexionar sobre las consecuencias de la velada. Y llegó a una extraña conclusión. Descubrió, con gran contento, que puesto que, por una razón válida, se había visto dispensado de su voto, ya no estaba obligado a cum plirlo. Y así siguió bebiendo, cada vez más contento. Acabada la narración, Ambrose esperaba haberme con vencido. Por lo menos se mostró muy desilusionado cuan do le dije que no podía seguir su lógica. Años más tarde, estando en una parroquia de Baviera, en la que había muchos hombres empleados en una fábrica de cerveza, no eran escasos los penitentes que se acusa ban de beber en exceso. Yo les imponía normalmente como penitencia: «Dé usted por cada consumición tres veces el precio en favor de los pobres.» Y había no poco alborozo cuando se comunicaban entre sí la penitencia recibida. Las consumiciones no les costaban nada, porque bebían de la fábrica. Pero, además, cuando no tenían bastante con la que les daban, solían pagar las rondas por turno. Y cuan do el pago de la ronda le tocaba a uno de los penitentes, entendía que sólo estaba obligado a pagar el triple de la que él había bebido. Bajo el influjo del movimiento juvenil católico cono cido con el nombre de «Quickborn», adopté en mi juven tud la resolución de renunciar a toda bebida alcohólica. Sólo durante la guerra, y en circunstancias especiales, me permití algunas excepciones. En Heisternest descubrí que hay bebedores que en general se mantienen dentro de ciertos límites, en el grado justo que les permite sentirse contentos y comunicar alegría a los demás. Éste era el caso concreto de mi amigo Schebrowsky. 145
El señor Schebrowsky había sido constructor de órga nos y, en cuanto tal, había viajado por varios países. Era un hombre culto y siempre jovial. En razón de su dilatada experiencia y de su habilidad para resolver complicados problemas, las gentes de Jastarnia le eligieron presidente del soviet local. Investido de este cargo, consideraba espe cial deber suyo asistirme con sus consejos. Me visitaba to dos los domingos por la tarde, y, naturalmente, me dirigía el saludo usual en la región: «Alabado sea Jesucristo», a lo que se respondía: «Por siempre sea alabado.» Schebrowsky era el más agradable de los visitantes. Siempre tenía algo ocurrente que contar. Pero una tarde vino a hablarme de un difícil problema. Había oído decir que Jusip, el oficial de la policía po lítica (la NKW D), tras haber libado generosamente, había empezado a burlarse del nuevo párroco. La causa bási ca de sus mofas era que el nuevo párroco tenía dos mona guillos alemanes. Me sentí muy sorprendido de tal acusa ción. Yo ignoraba que los monaguillos fueran de origen alemán. Siempre me habían hablado en polaco o en kachubiano. Pero Jusip, que procedía de Varsovia, se había en terado de que uno de los muchachos tenía una abuela ale mana y el otro un bisabuelo también alemán. Y esto era ya razón suficiente para motejarlos de alemanes, sobre todo si uno procedía de Varsovia y era, además, miembro de la NKWD. Cabe en lo posible que durante la ocupación alemana las familias de estos chiquillos hablaran alemán con mayor frecuencia que otras. Fuera como fuere, a los ojos de Jusip eran alemanes. Dije a mi amigo Schebrowsky que ni aún teniendo aproximadamente un cien por cien de sangre alemana, y mucho menos en el caso de estos muchachos, que tenían sólo un cuarto o un octavo, podía decirles que ya por esta 146
sola razón no podían ayudar a misa. Schebrowsky compar tía del todo en todo mi opinión. Analizamos con toda se riedad el tema, porque a mi parecer Jusip podía suponer una grave amenaza. Pero Schebrowsky me consoló con una idea: Jusip estaba enamorado de una muchacha de la pa rroquia. Si emprendía alguna acción contra el párroco, per dería todas sus oportunidades. De todas formas, añadió que necesitaba algún tiempo para resolver el asunto. Con un alegre guiño de ojos, me dijo al despedirse: «No te pre ocupes. El próximo domingo te daré la solución.» Pero no hubo que esperar a tanto. Al día siguiente por la mañana, cuando había vuelto de celebrar la misa y me hallaba en mi cuarto, en el primer piso, oí un estrépito fuera. Vi que dos hombres borrachos reclamaban para sí toda la anchura de la calle. Reconocí a mi amigo Sche browsky y al oficial de la NKW D, Jusip. Sólo tenía un deseo: que no se me acercaran. Pero comprobé que, al llegar a la esquina, tomaban justamente la dirección de la casa parroquial. Unos pocos segundos más tarde me llamó Martha. Con voz de trueno, el señor Schebrowsky ordenaba al hombre del NKW D ponerse de rodillas y pedirme perdón por la tonta crítica que me había hecho y jurar que no volvería a molestarme. Pero Jusip no parecía muy incli nado a obedecer las órdenes del señor Schebrowsky. Hizo algunas insinuaciones a su función especial como centinela del nuevo orden. Pero al fin Schebrowsky logró convencerle de que él, Schebrowsky, como presidente del soviet local, era el responsable principal de aquel lugar. Así que Jusip no tuvo más remedio que hacer su juramento. Para co menzar, juró en falso, afirmando que nunca jamás había dicho nada desfavorable del párroco. Y luego hizo su jura mento de fidelidad, a saber que siempre y en todas partes 147
defendería al nuevo sacerdote. Schebrowsky se dio por más que satisfecho, así que volvieron a trotar los dos juntos a lo largo de la calle. En este momento me hubiera sido difícil enfadarme o afligirme por el exceso de bebida de mi amigo. Al domingo siguiente se presentó de nuevo el señor Schebrowsky, con su habitual saludo. Se hallaba perfecta mente sobrio, como siempre que tenía intención de visitar al párroco. Pero me sorprendió con una pregunta: «¿Q ué es lo que he soñado que hacía el lunes por la mañana, con Jusip, delante de usted?» Todo lo que podía recordar es que aquel día se había encontrado casualmente con él y le había invitado a un trago, para poner en claro el asunto de mis dos monaguillos. Pero ya no sabía con tanta exac titud lo que ocurrió a continuación. Indudablemente había tenido un sueño. Le parecía que había visto a Jusip hacer un juramento de fidelidad. Para regocijo mutuo le conté su brillante actuación. Para aquel domingo ya no necesitaba Schebrowsky imaginarse alguna historia especial. La había proporcionado él mismo. Apenas hubo regresado el párroco del lugar, Stefansky, y puso algún orden en su casa, me insistió a que fuera a vivir con él. Lo hice con mucho gusto, aunque me sentía muy bien con la familia de Alphons Konke. Para mí este párroco fue un verdadero padre y un cordial amigo. En carnaba a mis ojos el viejo y buen estilo del sacerdote po laco. Era un poco excesivamente legalista, pero estaba do tado de una encantadora y singular humanidad. Ya en los primeros días de su regreso me pidió que le oyera en con fesión. Pero ¿qué tenía que confesar aquel excelente hom bre? En realidad, aquel gesto era una expresión de con fianza. Y así lo entendí. Durante todo el tiempo de mi estancia nos confesábamos mutuamente. Antes de la llegada 148
de Stefansky, me guié en todo por los consejos del abuelo Konke. Pero ahora buscaba en todos los asuntos impor tantes la opinión del experimentado sacerdote polaco. Con todo, él puso singular empeño en darme a entender que deseaba garantizarme el máximo de libertad y así, un día que le exponía un problema, me respondió: «Y o soy de la vieja escuela. Tú eres joven y por eso perteneces a otra escuela. Nos podemos complementar muy bien. Te propon go el siguiente trato: cada uno de nosotros actuará con la libertad interior y exterior a que está acostumbrado.» Yo le dije que, como hombre más joven, no quería renunciar a aprovecharme de la sabiduría que él había acumulado durante una larga vida. Por otra parte, yo necesitaba sin falta información constante sobre las peculiaridades del ca rácter polaco y sobre las tradiciones locales. Varias veces durante mi estancia en aquel lugar enfer mó gravemente Stefansky. En cierta ocasión tuvo durante varios días cuarenta grados de fiebre y aún así se obstinaba en rezar diaria mente el breviario. Dado su estado, esto le exigía varias horas. Yo le hablé en términos apremiantes, en el sentido de que no estaba obligado al rezo del breviario, sino más bien al cumplimiento del quinto mandamiento, es decir, que la obligación de procurar la salvación de su vida era más importante que aquel rezo. Con una amable sonrisa me dijo al fin: «Por supuesto, tienes razón. Pero tú no conoces lo bastante bien la debilidad humana. En estas cosas tengo experiencia. Cuando era joven sacerdote me dije que jamás aceptaría una razón de excusa. En caso contrario, ¿dónde pondría el límite?» Cuando se sentía relativamente bien, rezaba su brevia rio en una hamaca, fumando su pipa. También me explicó la razón de esta conducta. En primer lugar, le ayudaba 149
a mantenerse despierto. Y, en segundo lugar, le gustaban las nubecillas de humo del tabaco. Simbolizaban para él el sacrificio diario. Le aseguré con toda sinceridad que también a mí me gustaba contemplar las volutas de humo cuando rezaba el breviario. Cuando regresó a casa, se sintió muy orgulloso de aque llos parroquianos suyos que habían organizado mi libera ción. Al igual que ellos, también él esperaba que yo halla ría en Jarstania mi segundo hogar, y que me quedaría en su parroquia. En este punto no tenía yo ideas claras. Desde luego, me hubiera quedado muy a gusto entre aquellos pescado res y sus familias, tan profundamente creyentes. Por otra parte, también tenía que pensar en mi obligación de regre sar a mi comunidad religiosa. En septiembre recordé muy vivamente que a finales del octubre próximo mis padres celebraban sus bodas de oro. La idea de que no sabían si estaba vivo o muerto me entristecía. Esta incertidumbre pesaría sin duda como un plomo en aquel festejo. Y así, le hablé al párroco de mi intención de regresar a Alema nia. La primera indicación se produjo con ocasión de lle gar a la casa parroquial un visitante desacostumbrado. Stefansky había sido invitado a al celebración de la fiesta oficial de la amistad ruso-polaca, que tuvo lugar en Hela, la más importante localidad de Putziger Nehrung. En aquella época Hela estaba atendida por nuestra parro quia. Regresó en compañía del almirante ruso y mantu vimos una conversación muy animada. Este almirante de elevado rango, distinguido con la orden de Lenin, nos mostró una amabilidad inusitada. Expresó su respeto por las convicciones religiosas. Yo tuve la impresión de que en realidad era un hombre creyente, y así, decidí confiar en su honestidad.
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El párroco Stefansky tocó el tema de que una gran parte de los feligreses de nuestra parroquia se hallaban en Dinamarca y otros en Alemania Oriental. Algunos de ellos habían sido trasladados a esta zona contra su voluntad. Entonces me pareció llegado el momento de preguntar al almirante si no podría conseguirnos un pase para Dina marca o para Berlín, para entrar en contacto con esta gente e invitarles a regresar. El almirante nos dio enton ces una importante información. Desde hacía algunos días, se había devuelto a las autoridades polacas la autorización para conceder estos pases. Cuando el almirante se despidió, Stefansky me pregun tó, sin poder contenerse, si mi intención era en realidad tomar contacto con los feligreses ausentes o si no abrigaba otras ideas. Yo le hablé con toda franqueza de mis inten ciones y de mi esperanza de poder dar una sorpresa a mis padres con ocasión de sus bodas de oro. Mi paternal amigo comprendió perfectamente el motivo y alabó mis sentimientos con palabras inequívocas. Pero añadió que existía otro camino para llevar a mis padres la buena nueva de que yo estaba vivo. Yo podría visitarlos más tarde, cuando se restablecieran de nuevo las comuni caciones. Evidentemente, el párroco había venido pensando en esta eventualidad mucho antes de nuestra conversación. Me dijo que en el ámbito de la parroquia se hallaba un oficial alemán, a quien las gentes habían escondido, en agradecimiento porque durante la ocupación había tomado bajo su protección la defensa de las vidas y propiedades de la población polaca. Pero como no hablaba polaco, ha bía tenido que permanecer cuidadosamente oculto. Al día siguiente, el párroco invitó a dicho oficial a visitarnos. Llegó ya tarde, muy entrada la noche. Mientras tanto, el párroco se había puesto al habla con uno de los empleados 151
de la alcaldía y esta persona se mostró dispuesta a correr el peligro de confeccionar un pasaporte para el oficial, bajo supuesto nombre polaco. Yo estaba estupefacto ante aque lla solución. Ya a los pocos días, el oficial alemán pudo emprender el viaje. La gente le acompañó hasta Gotenhafen (Gdingen), desde donde el tren le trasladaría a Stettin. No tenían la menor duda de que coronaría con éxito la empresa. Mi primera reacción fue que ahora debe ría quedarme en Jastarnia. El oficial alemán, natural de Augsburgo, cumplió su palabra. Exactamente el mismo día en que yo llegaba a casa, apareció también él, para comu nicar de viva voz su mensaje. Esto contribuyó a aumentar la alegría del momento. Pero mi decisión de retrasar aún por algún tiempo mi vuelta al hogar fue de corta duración. Volví a tocar el asunto con el párroco Stefansky. Le pregunté si estaría dispuesto a ayudarme a conseguir los papeles necesarios. Me declaró, con toda franqueza, que respetaba mi decisión, pero que no esperara su ayuda para causarle tan gran pér dida. Me rogó insistentemente que me quedara. Lo mismo hicieron todos los feligreses. Pero cuando advirtieron mi gran deseo de regresar al hogar, el señor Schebrowsky y el abuelo Konke me proporcionaron los permisos necesa rios. Consiguieron hacerse con un documento oficial que me autorizaba un viaje de ida y vuelta a Berlín. Me dieron además un anexo de acompañamiento del comandante del distrito, que me recomendaba a los buenos oficios de todas las autoridades. El documento estaba redactado en ruso y en polaco. Y finalmente, y con no pequeña sorpresa por mi parte, me trajeron otro anexo de acompañamiento, re dactado y firmado por el capitán del NKWD, Jusip. Cum plía su juramento de fidelidad, emitido bajo los vapores del alcohol. 152
En mi despedida hubo muchas lágrimas. También a mí me resultaba muy difícil separarme de aquellas buenas gentes. Los ancianos de la iglesia me llevaron hasta Gotenhafen y sólo me abandonaron cuando el tren se puso en marcha hacia Stettin. Veintisiete años más tarde, en 1972, la Academia cató lica de Varsovia, la Universidad católica de Lublin y la agrupación de moralistas polacos me invitaron a dar unas conferencias. Acepté con mucho gusto la invitación, sobre todo porque un buen número de profesores de teología moral polacos habían elaborado sus tesis doctorales bajo mi dirección, en Roma. Esto me proporcionó la ocasión, largamente anhelada, de visitar a mis amigos de Jastarnia. Me presenté allí sin previo aviso, acompañado del superior de los redentoristas polacos y de un hermano en religión, que había sido discí pulo mío en Roma. La primera familia que visitamos fue la de Alphons Konke. Cuando llegué, estaban delante de la casa su mujer y algunos de sus hijos. Me reconocieron nada más verme y me saludaron con gran cordialidad. Con gran tristeza mía, me enteré de que Alphons había muerto. Y cuando pregunté por los nombres de los otros hombres que organizaron mi liberación del campo de pri sioneros de guerra, me dijeron que también ellos habían ya fallecido. A los pocos minutos se había corrido la noti cia y se había agolpado un buen número de mis viejos amigos. Mis dos acompañantes polacos estaban mudos de asombro cuando vieron las pruebas de afecto con que reci bían aquellas buenas gentes a un viejo amigo. En Jastarnia tenían noticias del papel que yo había desempeñado en el concilio Vaticano n. En cada una de las sesiones, los obispos polacos me habían invitado a co mer. El obispo de Jastarnia me saludaba siempre con espe 153
cial cordialidad y me expresó su deseo de poder volverme a ver alguna vez en su diócesis. Aquellas excelentes per sonas de Jastarnia se sentían sumamente felices de haber podido tomar parte en aquel juego de la divina providen cia, que me había guiado por tan maravillosos caminos. Recordaban cada uno de los detalles de aquella época que había pasado junto a ellos. Hubo también una pequeña desilusión. Tuve que recurrir repetidas veces a los oficios de traductor de mi hermano en religión, para comprender todo lo que mis amigos me decían. Estaban muy extraña dos y me preguntaron: «Pero, ¿qué se ha hecho de su po laco?» Veintisiete años son tiempo suficiente para que se olvide una lengua aprendida, pero no para borrar de la memoria la gran gratitud que yo sentía por todo cuanto aquellas buenas personas habían hecho por mí. Me con movió tanto aquella corta visita a Jastarnia que en las dos noches siguientes no pude dormir. Pero era un insom nio henchido de felicidad y de agradecimiento. Por supuesto, tuve que contarles todos los detalles de mi viaje, en aquel tardío otoño de 1945. Querían saber cómo había escuchado Dios sus oraciones. En los días si guientes a mi partida, rezaron el «rosario viviente». Esto significa que en todas las horas del día y de la noche ha bía alguien rogando a Dios por mí. Prácticamente cada familia de la parroquia se había señalado una hora del día o de la noche. Fue muy grande su alegría cuando les conté de qué maravillosa manera me había conducido la divina providencia en el camino de regreso al hogar.
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X II REGRESO AL HOGAR
Según una vieja tradición de Jastarnia, la cofradía de pescadores ofrecía al sacerdote, en los últimos días de oto ño, un tonel lleno de anguilas ahumadas, como contribu ción a su mantenimiento. Cuando decidí volver a Alema nia, el portavoz de la cofradía me dijo que debería que darme al menos hasta que tuvieran las anguilas ahumadas, porque yo me había merecido mi parte. Me reí de todo co razón. La temporada de pesca de anguilas apenas acababa de empezar. Esta pesca era una empresa conjunta de toda la comunidad, lo mismo que la tarea del ahumado. Cuando la gente se enteró de la fecha de mi partida, comenzaron el ahumado antes del tiempo acostumbrado, para poder darme toda una caja de las mejores piezas. De antemano me habían provisto ya de la ropa necesaria. En un pan escondieron varios miles de marcos. Este dinero ya no tenía ningún valor para ellos, pero pensaron que tal vez podría hacerme buen servicio en el viaje, para pagar los billetes y para cosas semejantes. Nadie sospecharía que aquel pan escondía dinero. Así pues, la ayuda de aquellas gentes no se limitaba a las oraciones. Hicieron todo cuanto estuvo a su alcance. Cuando el tren llegó a Stettin, antigua ciudad alemana 155
que ahora pertenecía a Polonia, busqué la parroquia más cercana y, tras una corta visita a la iglesia, llamé también en la casa del párroco. La casualidad hizo que me encon trara con la única parroquia que quedaba en la ciudad para la población alemana. El párroco era bilingüe, aunque alemán de nacimiento. Pertenecía a la diócesis de Berlín. Me recibió con suma cordialidad. Al compartir conmigo su escasa comida, advertí que él y su madre estaban terri blemente desnutridos. Entonces sentí en mi interior un fuerte impulso a hacer un acto de confianza en la divina providencia y dejarles la totalidad de las provisones de viaje que yo llevaba. Pero no seguí el impulso en toda su perfección. Dividí en dos mis provisiones y les dejé la mitad de las anguilas ahumadas y del pan. Necesité muchas y persuasivas palabras para convencerles de que aceptaran aquel regalo. Pero logré hacerles ver que con la mitad que yo me reservaba tenía suficiente, si no ocurrían percances extraordinarios, hasta llegar a mi casa. Tras haber pagado mi billete para Berlín, me encontré en el tren con un párroco polaco, que visitaba la capital alemana por primera vez en su vida. Naturalmente, me alegró mucho tenerle por compañero de viaje. Pero poco antes de que el tren se pusiera en marcha, apareció un grupo de soldados rusos y nos expoliaron a todos. Me vi liberado del peso de mis camisas, del pan y del pescado ahumado. Sólo un pensamiento me daba tristeza: debí ha ber seguido al pie de la letra aquel impulso interior y ha berlo entregado todo al párroco de Stettin y a su madre. No ofrecí la menor resistencia cuando los soldados rusos me aligeraron del peso. Sólo cuando uno de ellos quiso quitarme también el breviario le pregunté si lo necesitaba para rezar. Malhumorado, me lo arrojó a la cara. Y así pude retener aquella compañía para el viaje. 156
Debo reconocer que, tras aquel incidente, mi compor tamiento no fue del todo educado. Cuando el sacerdote polaco empezó a lamentarse por haberlo perdido todo, in cluido un precioso reloj, que era un recuerdo especial, estallé en carcajadas. No lo hice a propósito, pero senci llamente no pude contenerme. En mi gozo de haber po dido conservar la vida y la libertad, no podía comprender que mi compañero se mostrara tan inconsolable por la pér dida de un reloj y de algunas otras cosillas. En Berlín mi primer paso fue visitar al vicario general de la diócesis. El párroco de Stettin me había rogado que le llevara un mensaje. Cuando pregunté a un berlinés por la calle en que vivía el vicario general, el hombre me dijo amigablemente que sería incapaz de dar con ella, pues esta ba rodeada de escombros y ruinas. «Si usted me lo per mite, le acompañaré.» Acepté agradecido el ofrecimiento. El buen hombre perdió conmigo más de una hora de su tiempo y no me dejó hasta que dimos con el vicario gene ral. Me hizo aquel favor con la mayor naturalidad del mun do. Como todo alemán meridional, yo había oído hablar muchas veces de «los fanfarrones berlineses». Ahora, siem pre que oigo un juicio desfavorable sobre ellos, cuento esta anécdota. Y no fue la única de este género. Era ya tarde avanzada cuando me presenté al vicario general. Compartió conmigo, de muy buena voluntad, su magra cena. Me invitó a pasar la noche en su casa. Al día siguiente me acompañó personalmente a la casa de mis her manos en religión, en Marienfelde. Pertenecían a otra pro vincia religiosa y ni siquiera habían oído mi nombre. Yo era para ellos un completo desconocido. Y, sin embargo, mi llegada provocó la fiesta más cordial. Todos alabaron conmigo los caminos de la divina providencia que me había llevado hasta ellos. 157
Pero ahora se presentaba el problema decisivo. Mi pa saporte me autorizaba tan solo un viaje de ida y vuelta de Berlín a Jastarnia. ¿Cómo poder pasar a Alemania Occi dental? Mis hermanos en religión me ayudaron de palabra y obra... Los redentoristas tienen una casa en Heiligenstadt, en Eichsfeld, justo en el límite de la zona de ocu pación rusa y todavía dentro de ésta. Se presentaron, pues, ante el comandante británico de Berlín y me consiguieron un pase para un viaje de ida y vuelta de Berlín a Heiligenstadt. Una vez más, mi viaje incluía el regreso. También en Heiligenstadt fui recibido por los redento ristas con cordial fraternidad. Movilizaron a todos sus ami gos para que espiaran si había algún puesto sin vigilancia que permitiera una huida nocturna hacia el Oeste. Las no ticias que nos dieron eran muy desalentadoras. La línea fronteriza estaba iluminada por doquier con brillantes re flectores. Había por todas partes soldados y perros. Pero como se me había metido en la cabeza la obstinada deter minación de estar en casa de mis padres en las bodas de oro, se me ocurrió intentar pasar por los puestos fronte rizos oficiales. La sola idea hizo reír a mis hermanos, aun que no tenían muchas ganas de risas. En realidad, estaban muy preocupados. Me prometieron sus oraciones, cuando me despedí de ellos. Había tres puestos fronterizos, esca lonados en tres lugares distintos. Los centinelas del primer puesto, que me vieron llegar con vestidos sacerdotales y el breviario en la mano — había renunciado expresamente a llevar conmigo ninguna otra cosa — se limitaron a dejarme pasar. Poco después, un campesino, que vivía en la zona fronteriza, me invitó a subir a su carreta de heno. Me es condí debajo de heno cuando pasamos ante el segundo puesto. Los centinelas conocían al campesino y no hicieron más averiguaciones. Pero ahora se acercaba el momento 158
decisivo: estaba llegando al tercero y más importante pues to fronterizo. Con asombro sin límites, vi que uno de los centinelas roncaba dormido en el suelo. Entregué al otro los docu mentos de viaje que me habían dado en Jastarnia, escritos en ruso y en polaco. Yo esperaba que no supiera leer o que ni siquiera mirara el documento. Pero no ocurrió ninguna de las dos cosas. Preocupado, aunque con mucha amabili dad, me contestó en polaco: «Señor párroco, con este do cumento no puede usted, desgraciadamente, cruzar la fron tera. Sólo se le permite regresar a Polonia.» Y añadió que no podía asumir el riesgo de dejarme pasar. Podía costarle largos años de pérdida de libertad. Le respondí en polaco y le di a entender que comprendía perfectamente su respuesta. Luego le pregunté cómo era posible que siendo polaco se encontrara en el ejército ruso. Me explicó que era una triste consecuencia de la alianza entre Stalin y Hitler. Estaba enrolado en el ejército ruso desde 1939. Me declaró que era católico sincero. Estuve hablando con él hasta que me di cuenta de que nadie nos observaba. De pronto le dije: «M i más cordial agradecimiento, por dejarme pasar ahora que no nos ve nadie», y eché a correr hacia adelante. Ya en tierra de nadie, entre las zonas de ocupación rusa, americana e inglesa, alabé al gran Dios a voz en grito. Canté con todo mi corazón, como nunca antes en mi vida. Pero no tardó en llegar la ducha fría. Más tarde he comparado algunas veces los caminos de la divina provi dencia con una ducha escocesa. Cuando me presenté al pues to fronterizo americano, no había más que un soldado. Lo estaba pasando muy bien con una muchacha y evidentemene mi aparición no le produjo gran placer. Me pidió la documentación y cuando vio que no estaba en orden, 159
sólo me dirigió una palabra: «back» (atrás). No podía dar crédito a mis oídos y me quedé parado, aunque repitió varias veces la orden. Finalmente, echó mano al fusil y dis paró un par de veces por encima de mi cabeza. El hombre estaba realmente furioso. Así que no tuve más opción que poner tierra de por medio. Tras dar algunas vueltas, en contré el puesto fronterizo inglés. Había allí tres soldados británicos en seria conversa ción con un grupo de mujeres y niños, que querían pasar la frontera. Era evidente que no tenían los papeles nece sarios. Cuando aparecí, el suboficial me preguntó amable mente si era jesuita. «N o», respondí, «soy redentorista». Daba yo por supuesto que no tendría ni la menor idea de lo que era un redentorista. Pero entonces me saludó con extrema cordialidad y me dijo que desde hacía años tenía íntima amistad con los padres redentoristas, pues su casa estaba cerca de uno de sus conventos. Naturalmente, no hubo problemas de papeleo. Era la segunda parte de la ducha escocesa. Apenas podía creerlo. Mayor aún fue mi asombro cuando aquellas mujeres me contaron su historia. Para llegar hasta la frontera y poder volver a reunirse con sus familias del Oeste, habían sobor nado a un oficial ruso con una gran cantidad de botellas de alcohol. Y fue este oficial el que procuró que se em borrachara el único centinela peligroso del puesto fronte rizo, de modo que nadie viera a las mujeres cuando pasaran por el puesto, a hora temprana. En cambio el cen tinela polaco, que era hombre de buenos sentimientos, re cibió orden de su oficial de no crear dificultades a estas mujeres. Me hallaba de nuevo inserto en una cadena de disposiciones que yo no podía considerar como mero azar. Tengo la convicción de que todo aquel asunto que habían preparado las mujeres, junto con la orden del oficial de 160
dejarlas pasar, habían animado al centinela polaco a per mitirme pasar también a mí. Canté una vez más, de todo corazón, el himno «Gran Dios, nosotros te alabamos». Aho ra quedaba ya definitivamente atrás, de una vez para siem pre, el terrible paraíso soviético. Respiraba el aire del mun do libre. Cuando, tras una larga marcha a pie, alcancé finalmente Gotinga, estaba a punto de lamentar no haber permitido a mis hermanos de Heiligenstadt poner en práctica su in tención de proporcionarme provisiones para el viaje. Lo ha bía hecho así para expresar mi confianza en la divina providencia. Tampoco esta vez quedé defraudado. En la esta ción de Gotinga un hombre se dirigió a mí y me dijo: «Pa rece usted cansado y hambriento. ¿Puedo ofrecerle un bocadillo?» Con su ayuda, pude comprar el billete de G o tinga a Stuttgart. De nuevo me asombraba Dios con su pro videncia. Pero no se hizo esperar la siguiente ducha fría. Cuando llegamos a la estación fronteriza en dirección a la zona americana, se sometió a los viajeros a riguroso con trol, para comprobar si todos tenían los documentos ne cesarios. Yo fui uno de los muchos que tuvimos que ba jarnos del tren para ser devueltos a Gotinga en el tren siguiente. Estuvimos allí media noche, helados de frío. Pero, ¿podía dudar ni por un momento, sólo por aquel percance, de la divina providencia? Antes de que llegara el tren que había de devolvernos a Gotinga, apareció otro que llevaba la dirección que yo deseaba. Vi cómo una mu jer de nuestro grupo, con un niño pequeño en los brazos, se acercaba a un soldado americano y le suplicaba algo. El soldado desapareció por un instante y reapareció acom pañado de un oficial, que permitió a la mujer subir al tren. Esto me animó a contar al soldado mi propia historia. De sapareció por segunda vez, y el oficial americano que, 161
desde luego, no se había atenido escrupulosamente a la letra de la ley cuando permitió subir a la mujer, escuchó también mi historia. Le conté mi precipitada fuga a través del puesto fronterizo americano, donde aquel soldado ha bía disparado sobre mi cabeza. E l oficial no ocultó su pro funda vergüenza por aquel comportamiento y me acompañó personalmente al tren, que me llevaba a casa. Esta segunda ducha helada, que recibí dos veces en veinticuatro horas, me proporcionó una clara experiencia de la dureza de corazón de la burocracia y de la inhuma nidad de quienes se atienen a los términos rígidos de la letra de la ley. Pero justamente sobre este telón de fondo brilla más el ejemplo de los hombres dispuestos a una generosa ayuda. En mi esfuerzo por leer las líneas de la providencia divina, las dos experiencias me han proporcio nado un importante enriquecimiento. Cuando el tren se detuvo, ya avanzada la tarde, en Hünfeld, pregunté a un viandante, en la estación, si podría mostrarme el camino hacia el convento de oblatas. Y añadí que era un padre redentorista. Una mujer que me había oído se acercó y me dijo: «Entonces usted no debe saber que el padre Fríes, que es redentorista, es el capellán del hospital. Seguramente se alegrará mucho de recibir a un hermano.» Y así ocurrió. Me recibió con fraternal cordia lidad. Cuando al día siguiente reemprendí el camino, no re chacé la oferta de provisiones de viaje. En la tarde del mismo día llegué a Stuttgart, donde los hermanos de mi orden religiosa me acogieron con gran des muestras de alegría y cordialidad. No sabían si vivía o había muerto. Esperé en Stuttgart el tiempo necesario para proveerme de pasaporte alemán. No quería correr el riesgo de ser detenido como prisionero de guerra al entrar en la zona francesa. 162
Mientras esperaba los documentos, hice una visita a una hermana mía, que vivía en Goppingen. Su primera frase fue: «¡Q ué alegría para nuestro padre!» ¿Sólo para el padre? Así supe que, en fin, no llegaba al hogar para las bodas de oro. De camino desde la estación a la casa paterna, hice mi primera visita a la tumba de mi madre, muerta ocho meses antes. Me invadió el poderoso sentimiento de que estaba más cerca de mí que nunca en mi vida. Era un día tempestuoso de octubre, cuando llegué a mi casa. Una de las primeras cosas que me dijo mi padre fue que había dado mis ropas y que no tenía otras en casa. Casi por el mismo tiempo en que mis amigos pola cos cambiaban mis vestidos, se dedicaba mi padre a la misma tarea. A todo soldado alemán que llegaba a casa le entregaba un traje de paisano. Y cuando ya hubo repar tido los suyos y los de mi hermano mayor, empezó a re partir los míos. Era la única posibilidad que les quedaba a aquellos soldados de no ser hechos prisioneros de guerra. La noticia que mi padre me daba en tono de disculpa era muy agradable para mí. Era otro anillo en la cadena de las disposiciones de la divina providencia. Por la tarde, mi padre se dispuso a asistir al rosario en la iglesia. Como el tiempo era tempestuoso y nevaba, intenté convencerle de que se quedara en casa. No me im portaba hacer el camino solo. Me respondió: «A l comenzar el mes, prometí no faltar a la misa diaria por la mañana y al rosario por la tarde. Quería importunar a Dios, para que te devolviera a casa sano y salvo. Sería una vergüenza que no cumpliera mi promesa, para dar gracias a Dios.»
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IN D ICE
P r ó lo g o ........................................................................... Tiempo de salvación .................................................... Enfermero y sacerdote en el ejército de Hitler . Sacerdote y enfermero de la población civil rusa Los verdaderos adoradores de Dios . . . . El buen samaritano y el fa r ise o .............................. Todos somos p ecad o re s............................................. Sendero de la paz y camino de la corrupción . Libertad bajo los tiranos y libertad bajo la ley . Para que todos sean u n o ............................................. Providencia de Dios y hombres buenos . Mis hermanos y hermanas de Polonia . Regreso al h o g ar............................................................
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7 9 17 28 37 49 58 69 92 102
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