Presentación Prólogo1 Introducción Relatos La batalla de Miraflores. Testimonio del Teniente Coronel Manuel Layseca Impresiones de un reservista Recuerdos de la guerra con Chile Propaganda y ataque Los Mártires de san Juan y Miraflores
3
6 11 20 22
1 El texto del prólogo, introducción y el primer relato fueron tomados de http://elina de http://elinaresm.blogspot.com/2011 resm.blogspot.com/2011_01_01_archive.ht _01_01_archive.html ml ,, el 09 de noviembre de
2014.
L
a batalla de Miraflores se llevó a cabo el sábado 15 de enero de 1881 y fue el último enfrentamiento armado antes del ingreso del ejército chileno a la capital. En esta batalla se recuerda el sacrificio de los ciudadanos de Lima por la defensa de su patria, pues fueron los batallones que integraban estos ciudadanos, los de Reserva, los que más destacaron en la batalla, así como también los batallones de infantería de marina.
Mayor General de los Ejércitos; el del coronel Ambrosio Jesús del Valle, Sub jefe del Estado Mayor General de los Ejércitos, y el del sargento mayor José E. Diez, Jefe de la batería Alfonso Ugarte. También en el diario La Tribuna fue publicado, por fragmentos, desde el 17 hasta el 24 de marzo de 1884, un parte oficial del general Pedro Silva pero con anotaciones y comentarios diversos, más extenso y detallado que el publicado en El Comercio. También un parte oficial de Pedro Silva, ubicado en el Archivo Velarde, fue publicado por Jorge Ortiz
A pesar que esta batalla fue más corta, con menor fuerza entre los contendientes y menor número de bajas que la batalla de San Juan y Chorrillos, es más recordada que ésa gracias a los testimonios que dejaron los combatientes peruanos sobre aquella acción, en mayor cantidad que los de la batalla de San Juan.
Sotelo en su obra “Apuntes sobre la Batalla de Miraflores”.
Después de la versión de Alberto Ulloa, no fue publicada otra versión peruana de la batalla de Miraflores hasta el 15 de enero de 1884, cuando los periódicos El Comercio, La Tribuna y El Callao publicaron artículos de la batalla con datos proporcionados por los sobrevivientes de la batalla. En el siglo XX todavía aparecieron otras versiones: la carta del coronel Pereyra publicada por Alejandro
Los partes oficiales peruanos de las batallas de San Juan y de Miraflores recién fue publicada el 15 de enero de 1884 en el diario El Comercio, pero la primera versión peruana de la batalla de Miraflores fue publicada en 1881, en el periódico El Orden, cuando fue publicado, por partes, desde el 7
Montani en su libro “Artículos Militares”; la
de Domingo Gamio, en el periódico El Tiempo del 15 de enero de 1915; la de Ramón Ribeyro, en el periódico Ultima Hora del 15 de enero de 1916, y la de Manuel Layseca, que a continuación reproducimos en este post, en el periódico La Crónica el 15 de enero de 1928; la de José Torres Lara en su
al 24 de marzo, el opúsculo “Lo que yo ví.
Apuntes de un reservista sobre las jornadas de 13 y 15 de enero de 1881” de Alberto
Ulloa Cisneros, periodista, quien estuvo presente en la batalla de Miraflores como ayudante del estado mayor del Ejército de Reserva. Antes, en el mismo periódico, el 3 de marzo, había sido publicado la carta de Nicolás de Piérola a Julio Tenaud, Jefe del Estado Mayor del Ejército de Reserva, que si bien habla de toda la campaña de Lima, específica que Piérola no ordenó la movilización de las pocas tropas del Ejército de Reserva en Vásquez durante la batalla de Miraflores.
folleto “Recuerdos de la Guerra con Chile
(Memorias de un distinguido). La batalla de Miraflores” en 1911; la de Manuel González Prada en “Impresiones de un Reservista”; los
artículos publicados en El Comercio en 1944 por Manuel Elguera; el Memorándum de Belisario Suárez publicado por su descendiente Rómulo Rubatto; las Memorias del Mariscal Andrés A. Cáceres y una biografía del general Juan Buendía, presuntamente escrita por él mismo, en donde se refiere a su actuación en Miraflores.
Los partes oficiales publicados por El Comercio referente a Miraflores fueron: el del general Pedro Silva, Jefe del Estado
~2~
~3~
Algunos notas sobre la batalla de Miraflores La línea peruana de Miraflores se extendía por la derecha desde la orilla del mar, en donde actualmente se encuentra Larcomar, hasta Ate Vitarte por la izquierda. En esta línea se ubicaban 8 reductos, el primero de los cuales estaba ubicado en los alrededores de lo que hoy es el hotel Marriot y el último en la hacienda Mendoza. La batalla se llevó a cabo sólo en el sector de Miraflores.
con 5 batallones y no los 11 que se mencionan en diversos estudios (1). El efectivo del Ejército de línea Peruano era: coronel Cáceres, 3,602 hombres; coronel Suárez, 2,240 hombres; coronel Dávila, 2,761 hombres; caballería, 547 hombres, y batería Alfonso Ugarte, 180 hombres (2), pero el general Pedro Silva afirma que la fuerza que efectivamente se batió eran 7 mil del ejército activo y 1,500 del ejército de reserva, en total, 8,500 hombres (3). Las fuerzas chilenas eran casi 20 mil hombres pero tampoco no todos se vieron involucrados en la batalla.
Después de la batalla de San Juan y Miraflores, el Ejército de línea peruano se reorganizó la noche del 13 de enero de 1881, reforzado por los batallones Guarnición de Marina y Guardia Chalaca, quedó organizado en la línea de defensa de Miraflores en 3 Cuerpos del Ejército, cada uno con 2 divisiones. El 1° Cuerpo estaba al mando del coronel Andrés A. Cáceres, el 2° Cuerpo al mando del coronel Belisario Suárez y el 3°, al mando del coronel Justo Pastor Dávila. El 1° Cuerpo estaba ubicado desde la orilla del mar y se prolongaba hasta un poco más allá del reducto N° 2, el 2° Cuerpo entre los reductos N° 2 y 3, y el 3° Cuerpo entre los reductos N° 3 y 4.
El inicio de la batalla fue de lo más casual y ninguno de los bandos estaba preparado. Esto se dio porque estaban en tregua hasta la medianoche y el ejército chileno estaba ordenando sus fuerzas delante de la línea peruana. Aparentemente empezaron las fuerzas peruanas porque los chilenos estaban bien cerca, se dispararon uno o dos tiros contra el general Manuel Baquedano, Jefe del Ejército chileno, y se generalizó el fuego, a pesar de las ordenes peruanas de alto al fuego, mientras las fuerzas chilenas almorzaban. Al mismo tiempo, el Dictador Nicolás de Piérola estaba en un almuerzo con Petit Thouars, Stirling, Labrano, jefes navales de Francia, Inglaterra e Italia respectivamente, y con los Ministros de las Legaciones extranjeras (4).
Además estaba el Ejército de Reserva, al mando del coronel Juan Martín Echenique, dividido en dos cuerpos: el 1° al mando del coronel provisional Pedro Correa y Santiago y el 2° al mando del coronel temporal Serapio Orbegozo. El 1° Cuerpo tenía sus batallones N° 2, N° 4, N° 6, N° 8, N° 10, N° 12, N° 14 y N° 16 distribuidos en los
Las bajas peruanas fueron, según el José F. Vergara, Ministro de Guerra y Marina en campaña de Chile, no menos de 1,500 muertos (5), mientras que según Spenser St. John, Ministro Plenipotenciario de Inglaterra y quien estuvo almorzando con Piérola al inicio de la batalla, las bajas chilenas fueron
reductos N° 1, N° 2, N° 3…. hasta el N°
8 respectivamente. El 2° Cuerpo estaba ubicado en Vásquez, actualmente Ate Vitarte, y aparentemente contaba sólo
~4~
de 3 mil y las peruanas fueron de 4 mil en San Juan y relativamente menores en Miraflores (6). Ricardo Palma dice que los Las bajas chilenas si son específicas en la batalla: 31 jefes y oficiales muertos, 118 jefes y oficiales
heridos, 502 soldados muertos y 1622 heridos (7).
~5~
La batalla de Miraflores Testimonio del Teniente Coronel Manuel Layseca
~6~
L
a fidelidad de su memoria en auxilio y empezó el señor Layseca, recordando que con fecha 14 de febrero de 1880, un decreto supremo dictado entonces por el Dictador Nicolás de Piérola, creaba el batallón Guarnición de Marina, con un
efectivo de 600 plazas, sobre la base del antiguo Cuerpo de Artillería de Plaza. La Plana Mayor de este cuerpo de ejército estaba formada por el Capitán de Navío don Juan Fanning, como primer jefe; como segundo, el coronel Andrés Segura; tercero, el sargento mayor de artillería don José Antonio Sarrio; cuarto, sargento mayor don José Hernández. Capitanes de compañía fueron: de la primera, sargento mayor Capitán de navío Juan Faning graduado Ugarte; de la segunda, capitán Federico Canta; de la tercera, Manuel Asanza; de la cuarta, Hilario Mansilla; de la quinta, el sargento mayor don Mariano Bustamante, sobreviviente de la guarnición del “Huáscar”; de la sexta, Augusto
Gómez Lira; era ayudante mayor del cuerpo, el capitán Manuel del Pino. El doctor Felipe Rotalde, que fuera nombrado Cirujano del Ejército, fue en su condición de médico fundador del Batallón Guarnición de Marina, prestando importantes servicios a esta unidad, desde que los primeros buques de guerra del enemigo iniciaron el bombardeo de la plaza del Callao, estando con inmensa laboriosidad, hasta que terminó la campaña con la toma de Lima. Yo – prosigue el señor Layseca – con la clase de subteniente de la cuarta compañía, fui también fundador de ese cuerpo del ejército, el cual, sin pretensión alguna, era el mejor de los organizados para la defensa de Lima en los días nefastos de la toma por los soldados de Chile. No solo por el efectivo de que disponía aquella unidad, sino también por la calidad de los jefes y oficiales que la mandaban y de los soldados; lo más florido de la juventud chalaca, llenos todos del espíritu de guerra, afanosos de dar su sangre por mantener siquiera por algún tiempo, incólume la ciudad que los vio nacer; a mas de los voluntarios, contaba la unidad mencionada, con 200 prisioneros peruanos que fueron canjeados después de las batallas de San Francisco, Pisagua y Alto del Alianza y algunos de la Guarnición del “Huáscar”; hombres que habían ya reci bido el bautismo de fuego, cuando la lucha en sus principios se mostraba más enconada; contábanse, además de las fuerzas formadas por los “cabitos”, muchachos de la Escuela Militar de Chorrillos quienes,
en las rudas campañas del sur, mostraron el empuje de sus corazones, cuando combatían fieramente, mandados por el coronel Víctor Fajardo, Llosa, Morales Bermúdez y otros, que conquistaron la corona del heroísmo, ante un ejército muchas veces superior, en efectivo, en preparación y en condiciones de confort. Era el 13 de enero de aquel año. Muy distintamente percibíamos desde el Callao, el intenso cañoneo de la batalla de San Juan. Todos ardíamos en ansias de recibir lo más pronto posible, la orden de marcha hacia el campo de las operaciones. Tal vez era la vehemencia que nos llenaba el espíritu, que bien poco faltó para que nos insubordináramos, porque nos parecía que habíamos dejado olvidados (sic).
~7~
Momentos más tarde, a las 11 y 30 de la mañana de ese mismo día, con el júbilo más grande, escuchamos la orden de ponernos en marcha hacia el campo de batalla. Llegamos a Lima en un tren del F.C.C. y desde la Estación de Desamparados, iniciamos la marcha hacia el sur. Momentos después, marchaba al lado nuestro el bizarro batallón Guardia Chalaca, formado por la más brillante juventud del Callao. La marcha desde Lima la hicimos hacia la hacienda Vásquez, llegando a ese siti o en las primeras horas de la noche, debiendo, momentos después, seguir marcha sobre Miraflores, a donde llegamos a punto de media noche. El batallón nuestro estaba materialmente rendido, de cansancio y de hambre, pues desde nuestra salida del Callao, no habíamos probado alimento alguno; a mas de e sto, en el campamento, no habían tenido la preocupación, pero logramos descubrir un carro de galletas, con lo cual pudimos reconciliarnos medianamente. Se nos señaló para acampar, un potrero, desde el cual, con la angustia y el rencor en el corazón, podíamos percibir el resplandor siniestro del incendio de Chorrillos originado por las tropas chilenas; el pueblo ardía por tres partes. Mientras estábamos sumidos en la macabra contemplación de aquel espectáculo bárbaro, se nos presentó un industrial italiano, que había logrado fugar de la ciudadela incendiada. Este señor, nos refirió como, después de la entrada del invasor a Chorrillos, la soldadesca habíase entregado al saqueo más vergonzoso, arrasando cuanto a su paso encontraba, sin respeto alguno por las fuerzas de la civilización. Terminado el saqueo, siguió contando el italiano, los soldados se dieron a la bebida en forma desenfrenada, a punto tal, que los mismos jefes amedrentados, por temor de que sus secuaces se sublevaran y les hicieran daño, tuvieron que encerrarse en el rancho del general Pezet. La relación que hiciera este súbdito italiano, inspiró al entonces coronel Andrés A. Cáceres, lo mismo que al coronel César Canevaro, la idea de marchar al asalto y reconquista de Chorrillos, esa misma noche, penetrando a la ciudad, precisamente por los puntos en los cuales el incendio hacía estragos. Efectivamente, momentos después se comunicaba a la Guarnición de Marina, a tres cuerpos de reserva, a una fracción del batallón Jauja y a la Guardia Chalaca, para que se movilizaran, en plan determinado, sobre Chorrillos. Cuando recién las tropas habíanse puesto en marcha, la orden llegó a conocimiento de la superioridad, la que, quien sabe porque razón, mandó suspender la marcha y que las unidades volvieran a sus posiciones. Es indudable que, dado el estado de desmoralización en que se encontraba aquellas tropas invasoras durante la noche, nuestras fuerzas que conservaban su ecuanimidad, hubieran dado buena cuenta de aquellas, sin que en auxilio de las mismas, hubieran podido venir siquiera los buques de la escuadra, por efecto de la noche, que se presentaba oscura. Al amanecer del día 15 de enero, pactado el armisticio que debía expirar a las doce de la noche de ese mismo día, notamos que los buques de guerra, que habían fondeado muy cerca de la playa misma, abríanse a todo lo largo de la costa, por lo que presumíamos que la batalla habría de generalizarse sobre nuestra ala derecha.
~8~
Justamente al mismo tiempo, observamos que las tropas chilenas, en columna cerrada, avanzaban sobre Barranco, introduciéndose en las chácaras Pacayar y Larrión, habiendo entre los que marchaban y nosotros, una distancia de ochocientos metros más o menos teniendo de por medio, la Quebrada Honda. Como el armisticio de que se ha hablado más arriba, debía terminar en la media noche de aquel día, nos mantuvimos tranquilos, ocupando el batallón Guarnición de Marina la chácara Armendáriz, posición estratégica pues desde ahí dominábamos perfectamente todo el camino a Barranco. Siendo esa situación, a las doce y media del día, los buques de la escuadra rompían los fuegos, el batallón de marina se abría en guerrilla y se iniciaba el combate en todo nuestro frente. Bien recuerdo al sargento Meneses y al cabo Lucero, dos famosos tiradores que teníamos en nuestra compañía, quienes donde ponían el ojo ponían la bala, siendo cada disparo un seguro mensajero de la muerte para quien era tocado; bala disparada por cada uno de estos muchachos, era hombre que caía fulminado. Diezmado el regimiento naval, fue reforzado por el segundo de línea y un resto del Atacama. Tal era el valor de estos hombres que formaban estas unidades que en pocos momentos, los soldados chilenos que avanzaban parapetándose tras las tapias y utilizan de todos los recursos de la naturaleza del terreno, bien pronto tuvieron que sembrar el campo con sus cadáveres. Sin embargo, el mayor número de enemigos restó fuerzas a nuestros valientes. Por dos veces, logramos rechazar, casi definitivamente, a los chilenos, a punto tal, que las embarcaciones que llegaron hasta muy cerca de la playa, hacían señales muy incesantes para que los chilenos volvieran a bordo, como único medio de librarse del estrago que hacían nuestras tropas en las filas de ellos. Desgraciadamente, estos ligeros éxitos, que hubieran llegado a una feliz terminación, viéronse bien pronto frustrados, pues, la falta de munición hizo que nuestros brazos sintiéranse indefensos. Al mandarse traer más munición, un equívoco o un error, hizo que nos trajeran munición Peabody, cuando lo que necesitábamos era Remington calibre 43. Escrito estaba que la planta chilena entraría en las calles de Lima, no ya por consecuencia de su valor, sino por las circunstancias que se acaba de enunciar.
Subteniente Domingo Gamio como Consúl de Perú en Amberes
Entre tanto, el coronel Fanning había fallecido. El comandante Isaac Chamorro, enrolado en las filas al no tener puesto a su regreso de las campañas del sur, acababa de ser herido; herido también el coronel Suárez. Entonces, asumió el puesto de jefe del Guarnición de Marina el sargento mayor Sarrio, quien, sin perder un solo momento la serenidad, alentaba a las tropas que lo rodeaban y, en un instante de feliz inspiración, comisionó al subteniente Domingo Gamio, para que, por todos los medios disponibles, recogiera la munición que en sus
~9~
cartucheras tenían los soldados muertos y los heridos, para así, poder dar munición a los que aún se mantenían en pié, quienes por recomendación especial debían quemar tiro por tiro, teniendo solo la certeza del impacto mortal en el enemigo. El subteniente Gamio cumplió valerosamente la macabra comisión. Entre tanto, la suerte nos había dado las espaldas una vez más. La r etirada había comenzado por efecto de la falta de munición, pues al notar el enemigo de que ya no disponíamos de una sola bala, reaccionó violentamente, renovando el ataque, ya sobre un conjunto de hombres que no tenían sino el valor para contrarrestar el ataque. El comandante Arias Araguez, que en las últimas maniobras de la defensa había recibido una mortífera bala, exhala el último suspiro. Entonces el mayor Sarrio, sereno siempre y comprendiendo la dureza de la situación, para que no se enterara el enemigo, ordeno de viva voz la retirada, diciendo: “No tengo derecho
de sacrificar a estos valientes que quedan, sin contar con munición y sin posibilidad de rechazar este flanqueo; un rato más y sería tar de, quedaríamos envueltos raíz de ellos”. Reunidos que fueron los últimos sobrevivientes, iniciose la marcha de retirada a Lima; por el camino, entre surcos y grietas, encontrábamos soldados heridos, algunos de los cuales nos insultaba creyéndonos huidos y los mas, nos pedían que les vengáramos, ya que aun nos quedaba vida. Estos momentos de depresión espiritual, nos había aniquilado completamente; todos llevábamos como una constante visión, entre otros, el episodio del capitán Asanza, quien, herido en un brazo, apenas fue vendado, con la izquierda empuñó su espada, alentando a sus soldados a seguir en la lucha. El del teniente Valega, quien, herido desde los primeros momentos de la refriega, se negó a abandonar el campo de lucha, hasta el momento en que perdió el conocimiento, como consecuencia de la fuerte hemorragia que le sobrevino. Nos parecía que los fallecidos Patrón, Hurtado y Aza, Barrios, Higginson, Genaro V. Cobián, mi hermano materno, Suárez, Becker, Eslava y otros, seguían con nosotros, la marcha en retirada; les sentíamos cerca de nosotros. Ya en Lima, el 16 de enero, con los restos del Guarnición de Marina, recibimos orden de marchar en refuerzo de la “Ciudadela Piérola”, a
Subteniente Genaro V. Cobián
órdenes del Dr. Fernando Palacios, que la mandaba. Habíamos casi recién iniciado el desfile hacia nuestra nueva posición, cuando una contra orden nos hacía regresar al cuartel, en el convento de La Merced, con el mandato expreso de que se nos desarmara y licenciara. No me es posible señor redactor, nos dijo el señor Layseca, el describir la situación del momento aquel. Los mismos momentos del rudo combate durante los cuales vi caer a mis más queridos compañeros y entre ellos, mi hermano, si me produjeron una sensación de pesar infinito, no fue tanto como el que experimenté cuando, uno a uno, nos quitaban nuestras espadas, nuestros fusiles, las mismas armas con las que habíamos defendido,
~ 10 ~
siquiera por horas, la dignidad nacional, nuestro terruño bien querido. Con las lágrimas en los ojos, veíamos como nuestro armamento era amontonado en un rincón del cuartel. Cada prenda de combate que nos arrebataban, era como un trozo del corazón que nos lo robaran en un momento de injusticia, que era duro para nosotros el soportarlo. No podría ser yo, en palabras, reconstruir aquel momento. Estas son cosas que se siente muy dentro del corazón y que es imposible traducirlas. Recuerdo que entre los que salimos vivos del campo de batalla se contaban al mayor Sarrio, el mayor Hernández, el mayor graduado Mariano Bustamante, el teniente López Hurtado, el subteniente Nicanor Leguía, hermano del actual Presidente de la República y único oficial que sobrevivió del grupo de su compañía; el subteniente Pedro E. Muñiz y Guillermo Freundt, de todos los cuales, sólo sobrevivimos hasta la fecha (y que sea por muchos años señor Layseca), el teniente Federico Valega, hoy teniente coronel, don Domingo Gamio, que no siguió la carrera militar, y el que habla, actualmente teniente coronel. El mayor de los oficiales subalternos tendría escasamente 20 años; así y todo, por espacio de cinco meses, soportamos en el Callao, el intermitente cañoneo de los buques chilenos, que tenían dominado el indefenso puerto del Callao. Del comportamiento del batallón Guarnición de Marina, durante la acción de armas que he relatado someramente, puede dar fe el que fuera sargento Augusto B. Leguía, hoy Presidente de la República, que desde el reducto que peleara, que estaba colindante con nuestra posición, observaría en detalle, el comportamiento valeroso de todos los que, desde la trinchera improvisada en Armendáriz, luchábamos con toda decisión” (8).
Notas (1) Enrique Flórez, “Ciudadanos en Armas. El Ejército de Reserva de Lima en la Guerra del Pacífico”, Tesis para optar el título de Licenciado, pp. 140; 158 (2) Periódico “La Tribuna”, 23 de enero de 1884. Parte anotado y documentado del Estado Mayor General al Di ctador, sobre las batallas del 13 y 15 de enero de 1881. (3) Jorge Ortiz Sotelo, “Apuntes sobre la batalla de Miraflores”, p. 103. Parte oficial del general Pedro Silva. (4) Rudolph de Lisle, “The Royal Navy & the Peruvian -Chilean War 1879- 1881”, pp. 151 -152. (5) Periódico “La Actualidad”, 4 de febrero de 1881. (6) Instituto de Estudios Histórico- Marítimos del Perú. P.R.O. “Further Correspondence respecting the conduct of war against Peru by Chile. 1879- 81”, pp. 35 -38, oficio de St. John al conde Granville del 22 de enero de 1881. (7) Pascual Ahumada Moreno, “Guerra del Pacífico, recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás publicaciones referente a la guerra que han dado a la luz la prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia”, tomo IV, p. 479.
(8) Periódico “La Crónica”, 15 de enero de 1928.
~ 11 ~
Recuerdos de la guerra con Chile José Salvador Cavero Ovallei
~ 12 ~
…
La batalla de Miraflores
M
e encontarba en Ayacucho cuando el Mariscal Cáceres, de tránsito a Lima, después del desastre del Campo de la Alianza, el 26 de mayo de 1880, pasó por dicha ciudad. Antiguos amigos de intimidad, el mariscal Cáceres me reveló en nuestra primera entrevista, el próposito que lo animaba a constituirse prontamente en la Capital de la República. Era el de continuar prestando sus servicios en la nueva fase que se abría en la guerra con la inevitale campaña del ejército invasor sobre Lima. No sólo se notaban en el bravo militar, ni asomos de desaliento con los reveses sufridos en el sur, sino que parecía que la adversidad había retemplado las fibras del patriotismo. No obstante las decepciones que sufíeramos en Lima por la temeraria actitud del Dictador, que no supo apreciar el esfuerzo patriótico que representaba la organización del Batallón de Voluntarios “9 de Diciembre” de Ayacucho, no podía resignarme a permanecer tranquilo en el hogar cuando huestes extranjeras estaban profanando el santuario nacional, y millares de conciudadanos vertían su sangre en los campos de batalla para vengar el ultraje. La presencia del Mariscal y su fervor patriótico, que lo empujaba hacia las nuevas formas de sacrificio, acabaron por decidirme a seguir sus huellas. Servir bajo sus órdenes en el ejército fue mi determinación. Respondiendo el Mariscal a mi empeño, obtuvo mi nombramiento de Jefe de Detall de la división de su mando, acantonada en Huaral. En marcha al lugar de mi destino, por la ruta de Huancayo, llegué a Chicla el 13 de enero de 1881, el día mismo según telegramas oficiales que ya circulaban en la población, habían sido arrolladas por el enemigo nuestras fuerzas en Chorrillos y San Juan. Pero como aún estaba en pie la línea de defensa organizada en Miraflores, proseguí la marcha llegando a Lima el día siguiente. Cuando el 15 me incorporé en la división a que estaba destinado, que ocupaba el ala derecha de la línea de batalla, entre los reductos 1 y 2, ya que se habían roto los fuegos. A las 5 de la tarde nuestra derrota ponía la Capital de la República a merced del invasor. Recogido del campo de batalla por un Comandante Zavala, sangrando por tres heridas, una de ellas con fractura del antebrazo izquierdo, se me alojó en una mabulancia de la Cruz Roja, de la calle Valladolid, que hube de dejar algunos días después procurando una asistencia más esmerada en un acasa particular de la calle de Nápoles 116, por la gangrena de hóspital con que se agravó la lesión del brazo. Que la existencia no me había sido concedida para rendirla en esta cruenta jornada, lo puso de manifiesto un proyectil que rozándome ligeramente el chaleco en la parte delantera, de derecha a izquierda, atravesó de dentro afuera el saco que vestía, a laaltura del bolsillo superior, donde llevaba la cartera, que conservo con las huellas delimpacto, y lo extarño del caso es que no me di cuenta del escape providencial, sino cuando al día siguiente se me hizo notar en la ambulancia.
~ 13 ~
Pese a la cuidadosa asistencia que me prodigaron en el nuevo alojamiento, con tanto desinterés como solicitud mis inolvidables amigos y distinguidos facultativos, Enrique C. Basadre, José S. Canales y (…) Rotalde, se iba agravando cada vez más la herida del brazo, de manera tal que se declaró en consulta de médicos, con la concurrencia del Dr. Bartonelli, la necesidad de la amputación; pero por mi negativa indeclinable, se procedió únicamente a la reserción del radio. Sólo al transcurso de 8 meses de asidua medicación a mis exclusivas expensas, pude restablecerme de mis quebrantos. …
~ 14 ~
Impresiones de un reservista (1)
José Manuel de los Reyes González de Prada y Álvarez de Ulloa
~ 15 ~
I
n 1880, cuando se organizó la Reserva, fui nombrado capitán de una compañía en el batallón número 50, perteneciente a la novena división mandada por don Bartolomé Figari. Mi coronel era don Federico Bresani, hombre de negocios como el señor Figari (2). Bajo la Dictadura de 1879, los paisanos ejercían las funciones reservadas a los militares (3). Dos o tres veces por semana, los oficiales del 50 recibíamos instrucción militar. Un profesional nos enseñaba la Táctica del Marqués del Duero, o, mejor dicho, la aprendía con nosotros. Diariamente, nuestra división practicaba ejercicio en la Alameda de los Descalzos y en el camino a la huerta del Altillo. A las tres de la tarde sonaban algunos campanazos en la Catedral, y toda la Reserva se ponía en movimiento. En ventanas y balcones se instalaban las mujeres para ver desfilar a los reservistas, y los Federico Bresani reservistas desfilaban con aire marcial y conquistador. Los uniformes azules con visos blancos y las espadas con puño de metal amarillo pasaban en triunfo, bajo la mirada y la sonrisa de las mujeres. Yo, que nunca pude tomar a lo serio los entorchados y que nunca supe medir la distancia del uniforme a la librea, iba cubierto de un sobretodo gris (4). A los pocos meses de ejercicio, nuestros cachimbos practicaban satisfactoriamente las evoluciones de batallón: hombres despiertos, dóciles y de buena voluntad, no cometieron ninguna insubordinación ni el más leve acto reprensible. Cundía en la Reserva el deseo de rivalizar con la tropa de línea, desacreditada por las derrotas de San Francisco y Tacna. Como una sola vez hicimos ejercicio de fuego, la mayor parte de los soldados ignoraba o no conocía muy bien el manejo del rifle. El fogueo se verificó en la Pampa de Amancaes, donde se consumió más sándwiches y licores que pólvora y plomo (5). Oficiales y soldados fuimos muy exactos en asistir al ejercicio mientras parecía dudoso el ataque a la ciudad; pero desde el día que los invasores desembarcaron en Pisco, el animoso entusiasmo de los reservistas empezó a decaer y siguió decayendo hasta degenerar en un amilanamiento indecoroso. Abundaban los rostros pálidos y las voces temblorosas. Las primeras en amilanarse fueron las personas decentes: ellas, con sus figuras patibularias y sus comentarios fúnebres, sembraron el desaliento en el ánimo de las clases populares. Difundido el miedo y pérdida la vergüenza, los hombres se guarecían en las legaciones, en los conventos y en sus propias casas. Hubo necesidad de traerles por la fuerza. Un día, arrogándome facultades supremas, ordené a un sargento que, al mando de una comisión del 50 y sin respetar domicilios ni guardar consideraciones de ninguna especie, “recogiese a la gente”, fuera o no fuera de nuestro batallón. El sargento −don Manuel José Ramos y Larrea − logró traer a muchos; pero no a todos. Regresó narrando cosas inauditas: algunos, al saber la llegada de los comisionados, se fingían enfermos y apresuradamente, sin haber tenido tiempo de quitarse la ropa, se metían en cama; hubo quien, vestido de mujer, se dolía de las muelas y con un barboquejo trataba de esconder mostacho y barbas.
~ 16 ~
Las esposas, las madres y las hijas se mostraban heroicas en la defensa de sus esposos, de sus hijos y de sus padres. Insultaban a los comisionados, les amenazaban y aun les acometían: en una de las rafles, el sargento recibió un tremendo escobazo. Algunos años después, Ramos y yo nos reíamos al recordar el chichón levantado en su cabeza por el palo de escoba. Mas no todas las hembras carecieron de virilidad espartana: una mujer del pueblo extrajo del escondite a su hombre o su marido y le entregó diciendo: − ¡Llévense
a este maricón!
Con la deserción, no sólo de los soldados sino de los oficiales, los tres batallones de la novena división quedaron reducidos a uno, y yo di el salto de capitán a teniente coronel y segundo jefe del 50. Si la batalla de San Juan se hubiera librado en junio, yo habría concluido por ascender a general de brigada o jefe de estado mayor. A fines de diciembre, los restos de la novena división recibieron orden de acuartelarse en el convento de San Francisco; más no lo efectué yo porque al intentarlo me dijeron que otra persona había sido nombrada en mi lugar. Algunos días estuve indeciso, no sabiendo qué resolución tomar, cuando recibí orden verbal de constituirme en la batería del Pino, como jefe de la guarnición. Mi coronel había creído prestar mejores servicios alistándose en la Cruz Roja. Muchos pensaron lo mismo. II El cerro del Pino está situado a unos dos kilómetros al sur de Lima. Mandaba la batería el capitán de navío don Hipólito Cáceres. La guarnición sumaba unos ciento cincuenta o doscientos hombres pertenecientes a la Reserva, quiere decir, a los batallones enrarecidos y quedados en cuadro: formaba un curioso abigarramiento, donde capitanes y mayores habían descendido al rango de soldados. A la guarnición de reservistas se agregaban unos cuantos oficiales de marina y algunos marineros destinados al servicio de los cañones. No faltaban militares de toda graduación: hasta dos o tres coroneles. De estos, unos dormían en el Pino, otros se iban al cerrar la noche. Ignoro para qué vinieron ni quién les mandó. El Pino contaba con cuatro piezas: dos buenos cañones Vavasseur que habían pertenecido a la corbeta Unión y dos cañones de montaña. III Al amanecer del 13 de enero un cañoneo lejano me anunció la batalla. Veía fogonazos, oía descargas de rifle, sin darme cuenta precisa del combate. Los chilenos atacaban por la izquierda: nada más podía percibirse.
~ 17 ~
Aclarado el día, disminuyó el cañoneo, mas las descargas de fusil me parecieron aumentar y extenderse en dirección a Chorrillos. Noté que por nuestra derecha, en el morro Solar, se combatía. ¿Qué había pasado? A las nueve o diez de la mañana me convencí de nuestra derrota. Por las inmediaciones del Pino huían soldados dispersos en dirección a Lima. Decidimos detenerlos y engrosar la guarnición de nuestra batería. Varias comisiones salieron a cumplir la orden; mas hubo necesidad de suspenderla para evitar una serie de lucha armadas: los dispersos acabaron por defenderse a tiros. Habría convenido ametrallarles desde los fuertes. Los persas tenían razón de poner a retaguardia de sus ejércitos grandes masas de caballería para detener, chicotear y empujar a los fugitivos. Los pocos dispersos recogidos y llevados al Pino ofrecían un aspecto lamentable. Algunos pobres indios de la sierra (morochucos, según dijeron) llevaban rifles nuevos, sin estrenar; pero de tal modo ignoraban su manejo que pretendían meter la cápsula por la boca del arma (6). Un coronel de ejército se lanzó a prodigarles mojicones, tratándoles de indios imbéciles y cobardes. Le manifesté que esos infelices merecían compasión en lugar de golpes. No me escuchó y quiso seguir castigándoles.
Si pone usted las manos en otro soldado −le dije−, tendrá usted que habérselas conmigo.
Soy −me contestó− un coronel de ejército y usted es un cachimbo.
Si fuera usted un militar de honor, le repliqué, no se hallaría en la Reserva, sino batiéndose con la tropa de línea.
Refunfuñando me volteó la espalda. Como momentos después nos viéramos cara a cara, me dijo, poniéndome la mano en el hombro:
Amigo, no hay que sulfurarse... (7)
Nuestros cañones hicieron seis u ocho disparos: uno cayó en un pelotón de caballería chilena, otro en una batería instalada en un montículo. Poseía yo un buen anteojo, y habiéndome colocado tras de una de las piezas, podía seguir la trayectoria del proyectil. Si no recuerdo mal, dirigía los disparos el marino don Manuel Elías Bonnemaison (8). Cuando sentíamos más deseos de seguir bombardeando al enemigo, recibimos orden de suspender los fuegos. Manuel Elías Bonneimason
Pasé la mayor parte de la noche sin dormir. Ni del campo ni de la ciudad venía el menor ruido: sobre la carnicería se desplegaba la serenidad imperturbable del firmamento. En medio de un silencio trágico, observaba yo con mi anteojo el lejano incendio de Chorrillos; la belleza de las enormes llamaradas sanguinolentas me hacía olvidar el origen del fuego. De vez en cuando unos como polvorazos y explosiones subían más arriba de las llamas, iluminando el horizonte. Fatigado de rondar, me había sentado en una gran piedra y empezaba a dormir, cuando sentí en la mano el roce de algo húmedo y frío: era el hocico de un perro. ¿De dónde venía ese animal? (9, 10, 11).
~ 18 ~
El 15, nos hallábamos reunidos los oficiales cuando una descarga de fusilería nos anunció el ataque de los chilenos a los reductos de Miraflores. Algunos oficiales, cogidos de pánico, huyeron a todo escape, bajando el cerro con una agilidad de galgo. Quise ordenar que se les hiciese fuego, mas el jefe del fuerte me lo impidió: − Deje
usted que los cobardes se vayan, me dijo (12).
Era día de un sol magnífico. A pesar de los años trascurridos, veo las masas de tropas chilenas embistiendo los reductos, retrocediendo y volviendo a embestir, por tres o cuatro veces. Diviso aún los reflejos de espadas blandidas por oficiales para detener y empujar a los soldados. Más de un momento me figuré que los enemigos huían en completa derrota; pero desgraciadamente observé que el último reducto de nuestra derecha había sido flanqueado y que algunos batallones de la Reserva eran palomeados en la fuga (13). Al llegar la noche, todos habían abandonado el Pino, así la tropa como los oficiales. El jefe, antes de seguir el éxodo general, nos encargó a don Eduardo Lavergne y a mí inutilizáramos los cañones. Sólo quedamos en el fuerte, Lavergne, don José María Cebrián, un hijo de Bolognesi (Federico) y yo. De cuando en cuando sentíamos ruidos que se acercaban a nosotros y se hacían más sensibles en la falda del cerro. Eduardo Lavergne
¿Quién va?, preguntábamos.
Batallón número tal de la Reserva, nos respondían.
¿Completo?
Completo.
A las dos de la mañana destruimos los cañones, valiéndonos de la dinamita. Nos encaminamos a Lima: nada había que hacer en el fuerte. Entramos cinco, pues se nos había juntado don Manuel Patino Zamudio después de batirse en un reducto. Al atravesar la población corrimos algún peligro: dos o tres veces nos hicieron fuego. Ignoro si la guardia urbana, por creernos malhechores, o algunos dispersos, por simple mala fe o la pesada broma de asustarnos. No respondimos. Yo iba perfectamente armado: con mi espada, mi revólver y mi Winchester de quince tiros. Para igualarme con Tartarín de Tarascón no me faltaba... (14). No vi los saqueos de los chinos, y pienso que los autores no fueron los reservistas de Miraflores a quienes pocas horas antes había yo visto desfilar disciplinados y con sus efectivos completos. Saquearon los emboscados, los que no salieron a combatir. Concluiré con un incidente personal. Me encerré y no salí de mi casa ni me asomé a la calle mientras los chilenos ocupaban Lima (15). Cuando supe que la habían abandonado, quise dar una vuelta por la ciudad. Pues bien, a unos cincuenta metros de mi casa me encontré con un oficial chileno: había sido mi condiscípulo, mi mejor amigo en un colegio de Valparaíso. Al verme, iluminó su cara de regocijo, abrió los brazos y se dirigió a mí con intención de estrecharme. Yo seguí mi camino como si no le hubiera reconocido (16, 17).
~ 19 ~
Notas (1) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: A principios de 1915, Juan Pedro Paz Soldán, director del diario limeño La Capital, invitó a algunos combatientes en la guerra con Chile a escribir sus recuerdos personales: González-Prada aceptó, y trazó estas “impresiones”, que vieron la luz con el tí tulo de Relato de don Manuel González -Prada. Más tarde quiso ampliar estas reminiscencias; pero sólo refundió los cinco primeros párrafos del relato publicado en La Capital. (Las siguientes cifras dan idea de las proporciones de esta refundición: los cinco acápites iniciales del original impreso suman trescientas palabras; la versión corregida alcanza a cerca de mil quinientas.) El presente texto consta, pues, de dos partes: la primera, inédita; la segunda, publicada. La nota 11 indica el punto de separación entre ambas. (2) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: Al margen del te xto impreso aparece anotada la siguiente variante: “Mi coronel era do n Federico Bresani, comerciante como el señor Figari y persona de excelentes cualidades”.
(3) Nota marginal de Manuel González-Prada: Desempeñaba la Comandancia General de la Reserva don Julio Tenaud, un hacendado, y la Jefatura del [ilegible en el manuscrito, Alfredo Gonzalez-Prada] don Juan M. Echenique, algo peor que un hacendado: un militar de salón y alcoba. (4) Nota marginal de Manuel González-Prada: En los últimos meses de 1880, Lima se había transformado en campamento. Todo era toque de tambores, clangor de trompetas, ruido de sables, galope de caballos y arrastrado de cureñas. Ya pasaba un batallón de línea, ya un pelotón de indios con más aire de ovejas que de tigres, ya un regimiento de caballería, ya una brigada de artilleros. Abundaban las plumas blancas, las charreteras doradas y los quepís rojos. (5) Nota marginal de Manuel González-Prada: Tuvo más de francachela que de preparación al combate. (6) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: En el texto publicado aparece aquí la siguiente frase, suprimida en la refundición inédita: “Detalle ignominioso: mujeres estacionadas en las afueras de Lima, golpeaban y desmontaban de los caballos a los fugitivos”.
(7) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: Este diálogo, desde donde dice “No me escuchó...”, etc., está tachado en el manuscrito. Creemos de interés contravenir la voluntad del autor. (8) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: El recuerdo del autor es exacto, y está corroborado por don Manuel de Elías Bonnemaison en el reportaje que le hizo un redactor de Mundial de Lima y publicado en esa revista el 7 de octubre de 1921. Preguntado el señor Elías Bonnemaison (guardiamarina en el Huáscar durante el combate de Angamos) sobre su actuación posterior en la campaña terrestre, contesta: “−...fui destinado a la fortaleza del Cerro del Pino, asistiendo a la batalla de Miraflores. − ¿Recuerda usted algunos incidentes de la batalla? − Sí. Tengo algunos recuerdos que me llenan de dolor patriótico, pero sobre los cuales conviene más no hablar. Era mi jefe inmediato ese gran espíritu que fue don Manuel González- Prada”. (9) Nota marginal de Manuel González-Prada: Comprendí al Nerón de la leyenda. También comprendí al Byron del epitafio a Boatswain. (10) Nota marginal de Manuel González-Prada: Sentí algo nuevo: la inquietud de que tal vez saldría herido o perdería la vida. Mas el papel ridículo de los amilanados produjo en mi una reacción saludable: el miedo de los otros me infundió ánimo. Desde aquel momento me tuve por condenado a morir dentro de breve plazo; sin embargo, una voz interior me anunciaba que yo... [Inconcluso en el manuscrito, Alfredo Gonzalez-Prada] (11) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: Aquí termina la parte inédita y ampliada, como explica la nota 1. Lo siguiente es copia del recorte impreso, alterado por el autor con algunas enmiendas e interpolaciones. (12) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: Al margen del recorte, el autor ha escrito los nombres de algunos de esos oficiales. Nos limitaremos a indicar las iniciales: D.I.C., T.C., M.C., y un oficial apellidado R. (13) Nota marginal de Manuel González-Prada: Recuerdo una gran pluma blanca balanceándose en la cabeza de un jinete que con gran velocidad galopaba hacia Lima. De pronto se detiene, retrocede y huye en sentido contrario: era probablemente algún general. (14) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: Inconcluso. La última parte de este párrafo, desde donde dice: “Ignoro si la guardia urbana...” etc., es una interpolación al texto publicado.
(15) Nota marginal de Manuel González-Prada: No quería ver la insolente figura de los vencedores. (16) Nota marginal de Manuel González-Prada: Las cosas me ofrecían un aspecto raro; los amigos me eran indiferentes. Era yo otro hombre. Todo mi pasado había muerto. (17) Nota de Alfredo Gonzalez-Prada: Al margen del recorte, el autor ha escrito est as palabras: “Vanidad, ineptitud y cobardía”.
~ 20 ~
Propaganda y ataque …
IV Si gracias a los políticos mercantiles nuestra vida normal se resume en el despilfarro y la bancarrota ¿se condensa en algo mejor durante las conflagraciones internacionales? Olvidemos Ingavi y el Portete, recordemos vergüenzas más cercanas. En la guerra con Chile no imitamos a los holandeses de 1673 ni a los rusos de 1812: estábamos lejos de los hombres que anegaban territorios para cerrar el paso a los ejércitos de Luis XIV, de los que talaban campos y quemaban ciudades para matar de hambre y frío a las huestes de Napoleón. Los militares, los eternos succionadores de los jugos nacionales, los obligados a defender el país, ofrecen el mal ejemplo. ¿Qué hacen algunos de los jefes enviados al Sur para organizar la victoria? Hurtan los fondos destinados a la tropa, juegan, beben y agotan en brazos de mujerzuelas el vigor que deberían gastar en los campos de batalla. La responsabilidad inmensa no les modifica: permanecen los mismos, los que antes de la guerra vivían enriqueciéndose con plazas supuestas en los batallones, aprendiendo Táctica y Estrategia en las antesalas de los presidentes, ganando ascensos merced a la protección de faldas libidinosas, haciendo grotescas sediciones pretorianas y no sabiendo ni sostener a los amos, pues se dejaban derrotar por desordenados pelotones de montoneros. Así desaparecieron, con todos sus generales y todos sus coroneles, los “formidables ejércitos” de Echenique, Pezet, Prado y Cáceres.
Chile encuentra allanado el camino a la victoria y la conquista. El ejército peruano (si ejército se llama la aglomeración de indios semiconscientes arreados por jefes moralmente inferiores a ellos) no resiste el empuje de los batallones chilenos. Tampoco resiste la reserva o milicia compuesta de unidades intelectualmente superiores a los individuos de tropa. La ruina se consuma: todo se desploma en la sangre y el fango, a pesar de los heroísmos individuales y colectivos, porque si existen un Grau y un Bolognesi, no faltan indiadas que al rifle chileno oponen la honda y el rejón.
Caricatura de Piérola sus alle ados
Que el país, sin buenos soldados ni guardias nacionales bien organizadas, estuviese a merced del enemigo tradicional, les importaba muy poco a nuestros mercaderes políticos. Sabían que, hundido el Perú, ellos salvarían del naufragio y saldrían a flote, con el talego en la mano. Si no ¿cuál de ellos muere en el campo de batalla? Los ajenos al peculado, los limpios de toda mancha, los puros, los inocentes en fin, ésos sirven de víctimas expiatorias, ésos escuchan la voz de llamada y caen bajo las balas chilenas. Cuando los políticos mercantiles no huyeron a tierras lejanas, llevándose el cofre de Harpagón, se quedaron para infundir el desaliento, desertarse de los reductos, sostener la conveniencia de la paz a todo trance, conglomerarse alrededor de Iglesias, defender el pacto de Montán
~ 21 ~
y concluir el tratado de Ancón. Se quedaron también para vivir en relaciones íntimas con los incendiarios de Chorrillos y repasadores de los reservistas heridos en Miraflores. ¿Hay algo tan oprobioso y nauseabundo como la actitud de Lima durante la ocupación chilena? Aquí no sopla una sola ráfaga del orgullo paraguayo; y se concibe: los envilecidos con la lluvia de oro no podían ennoblecerse con la derrota y la opresión. Se patentiza la acción deprimente de los mercaderes políticos. Hombres – y no del pueblo – estrechan la mano de los invasores, les sirven de satélites, empleados sumisos, espías, alguaciles, delatores, consejeros en la imposición de los cupos. Jóvenes decentes les pilotean en las casas de prostitución, cuando no les ofrecen en la familia propia lo que se vende en los prostíbulos. Mujeres de todo linaje les prodigan entrañables y fecundas manifestaciones de cariño. Mientras el Perú sufre una crucifixión y sangra de Norte a Sur, las hembras de la capital se abrazan con los chilenos y engendran unos cuatro o cinco mil bastardos. Siguiendo el instinto del sexo, prefieren el vencedor al vencido, el valiente al cobarde. Merecen disculpa. En esto se resume la obra de nuestros mercaderes políticos ii.
~ 22 ~
Los Mártires de San Juan y Miraflores Jorge Basadre Gröhmann
~ 23 ~
...
l número de los muertos entre los jefes peruanos llegó a ser extraordinario. En San Juan perecieron siete coroneles, entre ellos dos comandantes generales, tres jefes de batallón y un edecán del Dictador; siete teniente-coroneles; un número elevado a más del doble de sargentos mayores y, cuando menos, una cuarta parte de los oficiales subalternos. En Miraflores la proporción de bajas fue mayor: diez coroneles entre ellos cuatro primeros jefes de batallón y un número igual de tenientes coroneles. Los tres generales que ejercían mando resultaron heridos. No expresa satisfacción el general Pedro Silva, jefe del Estado Mayor peruano, en su parte oficial, acerca de la conducta de la tropa en San Juan, salvo las que mandaron Iglesias y Recavarren. Ricardo Palma en una carta a Piérola afirma que en San Juan, batallones enteros arrojaron sus armas sin quemar una cápsula y fugaron y lo atribuye a que eran indios (8 de febrero de 1881). En cambio, en Miraflores, la Reserva, formada por los vecinos de la capital, se batió heroicamente, singularizándose el batallón Nº 6, cuyos jefes primero y segundo Narciso de la Colina y el lambayecano Natalio Sánchez murieron; el Guarnición de Marina casi exterminado como se ha visto, con su jefe Juan Fanning; el Guardia Chalaca con su jefe el capitán de Fragata Carlos Arrieta también victimado. Entre los muertos caídos en las dos batallas libradas a las puertas Detalle del cuadro de Juan Lepiani de Lima contáronse, además, Reynaldo de Vivanco y Juan Castilla, “El Tercer Reducto” los dos hijos de los grandes caudillos. También los comandantes generales de sendas divisiones el puneño Buenaventura Aguirre y el ayacuchano Domingo Ayarza, este último de tan meritoria actuación pocos años antes en Chanchamayo; y José González, subjefe de la primera división de reserva, conocido por su porfiada defensa del Palacio de Pezet en 1865. Asimismo, cabe mencionar en la lista de las víctimas de estas infaustas jornadas a otros jefes militares como Pablo Arguedas, el autor del motín contra la Convención Nacional de 1857, Joaquín Bernal, Juan M. Montero Rosas, edecán de Piérola, José E. Chariarse, Julián Arias y Aragüez, hermano del héroe de Arica, José Díaz, Máximo Isaac Abril, antiguo prefecto que servía como edecán del Senado y combatió aunque estaba enfermo con pulmonía. Entre los civiles uniformados estuvieron Narciso de la Colina, abogado, ex diplomático y constructor de ferrocarriles en Tarapacá; Manuel Pino, vocal jubilado de las Cortes Superiores de Puno y Lima y ex Rector de la Universidad de Puno, prefecto y diputado; los jueces de letras de Tumbes e Iquique, José Manuel Irribaren y José Félix Olcay; el secretario de la Junta Central de Ingenieros, Francisco Ugarriza; el contador del Tribunal Mayor de Cuentas, Natalio Sánchez, ya mencionado; el oficial mayor de la Cámara de Diputados José María Hernando, de Huanta, sobri no del general Iguaín, llamado por José María Químper el “puritano liberal”; Francisco Javier Fernández, también empleado de
aquella Cámara que dejó diez hijos huérfanos; los dos hermanos Adolfo y Luis de La Jara, uno empleado de la Aduana y el otro empleado de banco, los dos hermanos de los Heros, Ramón y Ambrosio, el primero oficial mayor del Ministerio de Gobierno; Francisco
~ 24 ~
Seguín, de sesenta años jefe de sección en la misma oficina; José María Seguín de 18 años; Manuel María Seguín, su hermano paterno; Samuel Márquez, ex cónsul en Chile y hermano de José Arnaldo; Francisco Javier Retes, dueño de una cuantiosa fortuna, voluntario del Huáscar, prisionero en Angamos y combatiente en San Juan; Pablo Bermúdez; Ramón Dañino; comerciantes como Mariano Pastor Sevilla; Manuel Roncavero, Enrique Barrón, Bartolomé Trujillo, Emilio Cavenecia, José G. Rodríguez, Ismael Escobar; profesor del Colegio de Guadalupe; la Universidad y la Escuela de Ingenieros; Saturnino del Castillo que enseñaba en varios planteles de Lima, era autor de difundidas obras didácticas y rindió su existencia vivando al Perú; periodista como Mariano Arredondo Lugo, cronista de La Opinión Nacional y Carlos Amézaga, cronista de La Patria; J. Enrique del Campo; presidente de la Sociedad de Artesanos; el tipógrafo Manuel Díaz, el obrero Juan Olmos; el empleado del ferrocarril trasandino Fernando Terán; el mecánico César Lund. De la generación más nueva sucumbieron, entre otros muchos, Enrique y Augusto Bolognesi, hijos del héroe de Arica; José Andrés Torres Paz, el joven chiclayano legendario en el Perú que había paseado el estandarte carolino entre el humo y el estruendo de San Francisco y de Tarapacá, de Tacna y de San Juan; Enrique Lembcke que dejó a su tierna novia destinada a seguirlo loca a la tumba; el adolescente Carlos Fernán González Larrañaga; Felipe Valle Riestra y Latorre, articulista inteligente de La Opinión Nacional que a los veintidós años llevó la espada enarbolada por su tío político Guisse y probó ser digno de ella; Hernando de Lavalle y Pardo, veintidós años, hijo del diplomático cuya gestión intentó detener la guerra y más tarde celebró la paz; Toribio Seminario, de diecisiete años, muerto con su hermano José Andrés Torres Paz Alberto de dieciocho, abrazados a la bandera; Juan Alfaro y Arias, alumno de Letras y de Ciencias Políticas y contador del Huáscar el 8 de octubre de 1879; Genaro Numa Llana y Marchena, combatiente en las dos batallas; niños como Alejandro Tirado, Grimaldo Amézaga, que sólo contaba quince años y era hermano de Carlos Germán, presente en Miraflores; Biviano Paredes; huaracino de dieciséis años, Emilio Sandoval, de catorce años y Manuel Bonilla de trece. Otro de los muertos en San Juan fue, a los veintidós años, con el grado de sargento mayor Enrique Delhorme que, siendo niño, se distinguió en el combate del 2 de mayo de 1866 en el Callao, por lo cual el Congreso, mediante la resolución de 18 de noviembre de 1868, le concedió una beca en uno de los colegios del Estado y una pensión mensual. Símbolo del heroísmo de los cabitos, alumnos de la Escuela de Clases, fue Braulio Badani Suárez, muerto en Miraflores, herido en San Juan después de haber hecho las campañas del sur. Al año y once meses de haber sido herido en la batalla de Miraflores falleció el general Ramón Vargas Machuca que había combatido como soldado en esa acción. Uno de los dramas de las viudas después de San Juan fue el de Domitila Olavegoya de Vivanco, casada con Reynaldo de Vivanco, famosa por su belleza, por su fortuna y por su alcurnia. Domitila Olavegoya encargó que buscaran el cadáver de su esposo, hijo único del
~ 25 ~
general Manuel Ignacio de Vivanco. Fue hallado en la misma fecha del fallecimiento de su madre, Manuela Iriarte de Olavegoya, muchos días después de la batalla iii.
~ 26 ~
Abogado, jurista, magistrado, catedrático universitario y político peruano. Bajo las órdenes de Andrés A. Cáceres luchó en la defensa de Lima y en la campaña de la resistencia en la Sierra, durante la Guerra del Pacífico. Fue Ministro de Hacienda (18931894), Ministro de Justicia (1894 y 1910), Ministro de Gobierno (1894-1895), Vicepresidente del Perú (1904-1908) y Presidente del Consejo de Ministros (1910). También fue Senador por Ayacucho en varios periodos y Diputado por Huanta. Como magistrado llegó hasta el cargo de Fiscal de la Corte Suprema. Nación en Huanta, 19 de febrero de 1850, y falleció en Lima el 9 de febrero de 1940. De: http://huantabella.blogspot.com/2012/11/personajes-ilustres.html . Visitada el 09 de noviembre 2014. i
ii
González-Prada, Manuel. 1986. Propaganda y ataque, en Obras, Tomo II, Volumen 4, Lima: Ediciones Copé, páginas 169-175
iii
Basadre, Jorge. 1968-70. Historia de la República del Perú. 6ta. Ed., Tomo VIII, Lima: Editorial Universitaria, pp. 311-314.
~ 27 ~