Traducción de SILVIA VILLEGAS REVISIÓN DE TRADUCCIÓN DE Alicia Lewczuk Y Gabriel L. Saez
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ROBERTO MANGABEIRA UNGER
LA ALTERNATIVA DE LA IZQUIERDA
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
México Argentina Brasil Chile Colombia España Estados Unidos de América Guatemala Perú Venezuela
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ROBERTO MANGABEIRA UNGER
LA ALTERNATIVA DE LA IZQUIERDA
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
México Argentina Brasil Chile Colombia España Estados Unidos de América Guatemala Perú Venezuela
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Primera edición en inglés como What Should the Left Propose, 2005 Segunda edición en inglés como The Left Alternative, 2009 Primera edición en español, 2010 Mangabeira Unger, Roberto La alternativa de la izquierda. la ed. Buenos Aires : Fondo de Cultura Económica, 2010. 182 p. ; 21x14 cm. (Tezontle) Traducido por. Silvia Villegas ISBN 9789505578382
1. Teorías Políticas. 1. Villegas, Silvia, trad. 11. Título CDD 320.5 Título original: The Left Alternative © 2009, Verso D.R. © 2010, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA DE ARGENTINA, S.A. El Salvador 5665 / 1414 Buenos Aires, Argentina
[email protected] / www.fce.com.ar Av. Picacho Ajusco 227; 14738 México D.E
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ÍNDICE Prefacio para otro tiempo
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La dictadura de la falta de alternativas
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La desorientación de la izquierda
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La reorientación de la izquierda
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Un agente: trabajadores que quieren ser pequeños burgueses
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Un agente: naciones que quieren ser diferentes
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Una oportunidad: la cooperación favorable a la innovación
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Los países en desarrollo: crecimiento con inclusión
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Europa: la reinvención de la socialdemocracia
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Estados Unidos: esperanza para el hombre común
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La globalización: qué hacer con ella
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Dos concepciones de la izquierda
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Cálculo y profecía
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Posfacio: prefacio a la edición alemana
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Anexo. Argentina y su rumbo
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PREFACIO PARA OTRO TIEMPO EL MUNDO no encuentra reposo. No ha abandonado la esperanza de encontrar un camino mejor para hacer realidad la promesa central de la democracia: reconocer y
equipar el genio constructor del hombre y de la mujer comunes. La ambición que motiva esta búsqueda no es tan sólo el deseo de una mayor igualdad; es la exigencia de una vida mayor. Una vida de esta naturaleza debe garantizarle al pueblo algo más que una prosperidad y una independencia modestas, más que el alivio para los extremos de la pobreza, el trabajo duro y la opresión, aunque estos objetivos sigan estando hoy fuera del alcance de la mayoría de los seres humanos. También debe ofrecerles un ascenso hacia la experiencia de la autoposesión y la autoconstrucción, que ha desempeñado un papel central en el entorno cristiano, romántico y liberal de nuestras ideologías seculares de emancipación. Durante mucho tiempo, la cultura popular romántica de todo el mundo con sus
fórmulas de engaño e inspiración y lo que sobrevive de estas ideologías liberales y socialistas se han unido para prender fuego al mundo entero. Sin embargo, la izquierda no ha podido cumplir con su responsabilidad de continuar esta obra
transformadora. De hecho, la izquierda está perdida. El propósito de este libro no es denunciar ni explicar esta desorientación. Es proponer una forma de superarla. En la actualidad hay en el mundo dos izquierdas principales. Una izquierda
recalcitrante trata de desacelerar la marcha hacia los mercados y la globalización sin ofrecer alternativa alguna. Su propósito es desacelerar esa marcha en aras de su base histórica, especialmente la fuerza laboral organizada establecida en los sectores de la industria intensivos en capital. Esta parte de la sociedad un sector de la población que se está reduciendo en casi todas las sociedades contemporáneas ha llegado a ser concebida y a concebirse a sí misma como el repositorio de los intereses de una facción, más que como la portadora de los intereses universales de la humanidad. Otra izquierda que ya ha claudicado acepta la economía de mercado en su forma actual y la globalización con su dirección vigente como algo inevitable y hasta beneficioso. Quiere humanizarlas. Con este fin, practica la redistribución compensatoria mediante políticas de tributación y transferencia. No tiene otro programa que el de sus adversarios conservadores, al que le aporta un descuento humanizador. Necesitamos una tercera izquierda, decidida a democratizar la economía de mercado y a profundizar la democracia. Esa izquierda reconstructiva, hoy ausente,
se propondría firmemente dar un nuevo sentido a la globalización con el fin de hacer
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del mundo un lugar más seguro para la convivencia de una pluralidad de poderes y visiones, donde puedan llevarse a cabo los experimentos nacionales de los que en gran medida depende nuestro éxito en el logro de la inclusión, la oportunidad y un potencial mayores. Esta izquierda propon dría la reorganización de la economía de mercado como el marco para un crecimiento económico con inclusión social. En la prosecución de este objetivo trabajaría con miras a la coexistencia experimental de diferentes regímenes de propiedad privada y social, así como de diferentes formas de relación entre el gobierno y las empresas, dentro de la misma economía de mercado. Defendería un sistema de educación pública que equipe, informe y libere la mente mediante un método de enseñanza que sea a la vez analítico, dialéctico (que opere por el contraste entre diferentes puntos de vista) y cooperativo. Insistiría en hacer coincidir la gestión local de las escuelas con los estándares nacionales de inversión y calidad. No permitiría que nuestros intereses morales en la cohesión social y la solidaridad se basaran exclusivamente en transferencias monetarias ordenadas por el Estado como redistribución compensatoria y retrospectiva. Afirmaría, en cambio, el principio de que todos deberían compartir, en cierta manera y en algún momento, la responsabilidad de ocuparse de las personas más allá de su propia familia. Una izquierda como ésta se comprometería además a construir una democracia que sirviera a nuestros principales intereses morales y materiales más que las versiones de la democracia existentes en la actualidad. Esta versión profundizada de la democracia adoptaría medidas que elevarían la temperatura de la política el nivel de compromiso cívico y que acelerarían el ritmo de la política la facilidad para resolver el impasse. Con tales medidas, las sociedades contemporáneas tendrían la posibilidad de volverse más diferenciadas según su concepción de sus intereses y sus ideales, en vez de continuar hundiéndose en una voluntad impotente y furiosa de diferenciarse. Debilitar ía la relación de dependencia del cambio respecto a la crisis. Como resultado, les facilitaría el camino a las innovaciones políticas e institucionales necesarias para afianzar el crecimiento económico con inclusión social. Este libro esboza y defiende un programa para la izquierda definida por estas ambiciones. En la actualidad, la base intelectual para una izquierda de estas características sólo existe de manera fragmentaria, como una expectativa. Este libro tiene como uno de los puntos de partida de su a rgumentación el repudio de muchas de las premisas de las teorías sociales el marxismo, en primer lugar que más han influido sobre la izquierda a lo largo de los últimos 150 años. Más aun, nuestra argumentación parte de una idea que rara vez fue adoptada po r dichas teorías: la importancia práctica de la alianza entre la política transformadora y el pensamiento programático.
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No basta con reunir pequeñas ideas prácticas acerca de los pasos a seguir en cada ámbito de la práctica social y la política pública. También es importante insistir en la necesidad de grandes ideas sobre la dirección que es preciso tomar. Delimitar una ruta y definir cómo comenzar el viaje: ése es el don mayor de la imaginación institucional, la imaginación de alternativas a la práctica t ransformadora. Para proveer hoy este don, la teoría no puede conformarse con los modelos de pensamiento acerca de la sociedad y la historia que siguen rodeándonos por todas partes. No puede permitir que la idea de las alternativas institucionales quede enredada en los presupuestos que dieron forma a gran parte de la teoría social clásica: que existe un repertorio cerrado de alternativas institucionales en la historia (como "feudalismo" o "capitalismo"); que cada una de tales alternativas forma un sistema indivisible que se mantiene o cae como un todo; que hay fuerzas que actúan como leyes que el pueblo no puede controlar y apenas entiende impulsando la
sucesión histórica de dichos sistemas institucionales. No obstante, la teoría tampoco puede aceptar pasivamente la negación o trivialización de un cambio estructural y una discontinuidad en las prácticas dominantes de las ciencias sociales. La alternativa de la izquierda requiere una imaginación programática que necesita, a su vez, una teoría. En cierto sentido, esta teoría aún no existe, o al menos no existe como un cuerpo de ideas ampliamente comprendido y aceptado. La izquierda no puede esperar a que una teoría de esta naturaleza surja, se desarrolle y resulte persuasiva. La izquierda debe prefigurar esta orie ntación intelectual tanto en su práctica como en sus propuestas. Desde la primera edición de este libro (bajo el título de What Should the Left Propose? [¿Qué debería proponer la izquierda?]), se han producido tres acontecimientos que profundizaron la necesidad de un programa como el descripto y agudizaron su enfoque. El primer fenómeno es la crisis financiera y económica mundial. El aspecto más desconcertante de la discusión en torno a la crisis es la pobreza de ideas que la animan. Un keynesianismo disminuido y momificado ha actuado como la luz opaca bajo la cual tratamos de comprender y dominar el colapso. En el mundo del Atlántico Norte, el debate sobre la crisis ha estado dominado por preocupaciones significativas, pero relativamente limitadas y superficiales: el rescate de los bancos quebrados, la regulación de los mercados financieros y la adopción de políticas fiscales y monetarias expansionistas. Hay otros tres problemas fundamentales que quedaron excluidos de la discusión: la necesidad de enfrentar y superar desequilibrios estructurales en la economía mundial, la oportunidad de dar
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nueva forma a los ordenamientos que dominan la relación entre finanzas y producción y la importancia de operar sobre la conexión entre recuperación y redistribución. A cada uno de estos problemas más profundos podemos darle una respuesta que
reduzca al mínimo el cambio en la manera vigente de organizar una economía de mercado. Pero también podríamos aprovechar el problema como una ocasión de convertir la economía de mercado en un vehículo más efectivo de un crecimiento económico inclusivo. La tarea y la oportunidad de la izquierda reconstructiva, hoy ausente, sería dar respuesta a lo segundo y combatir lo primero. Con las formas actuales de organización de la economía de mercado, la producción se autofinancia en gran medida con los beneficios retenidos por las empresas. ¿Cuál es entonces la utilidad de todo el dinero acumulado en los bancos y en los mercados bursátiles? Se supone que ese dinero está destinado a financiar la producción y el consumo. En realidad, las finanzas, tal como están organizadas en la actualidad, tienen una relación episódica u oblicua con la agenda productiva de la sociedad. Permitimos que gran parte del potencial productivo del ahorro se derroche en un casino financiero. La regulación de los mercados financieros podría ser el comienzo de un intento más amplio de rediseñar la relación entre las finanzas y la producción, de modo tal que una parte mucho mayor de los ahorros a largo plazo tuviera un uso productivo. Una reforma de este tipo podría, a su vez, impulsar una mayor experimentación con las formas institucionales de la economía de mercado, con el consiguiente beneficio de mayor inclusión y oportunidades. La recuperación y la redistribución pueden avanzar juntas. En Estados Unidos, epicentro de la crisis actual, la expansión de un mercado de consumo masivo durante la segunda mitad del siglo xx no se vio acompañada de una redistribución permanente y progresiva de la renta y la riqueza. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial hubo un período de redistribución progresiva. En las últimas décadas del siglo xx, en cambio, el país fue testigo de una fuerte concentración de renta y riqueza. ¿Cómo pudo hacerse compatible esta concentración con los requerimientos del consumo masivo? Parte de la respuesta a esta pregunta está en un aumento marcado del endeudamiento de las familias, que se hizo posible merced al uso de viviendas sobrevaluadas como garantía. Una seudodemocratización del crédito una democracia de crédito en lugar de una democracia de posesión de la propiedad ocupó el lugar de una redistribución progresiva de la renta y la riqueza. La crisis
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ofrece la oportunidad de rechazar este frágil reemplazo y de insistir en el vínculo entre recuperación y redistribución. Una redistribución efectiva y duradera debería resultar más de una ampliación de las oportunidades económicas y educativas obtenida mediante la innovación institucional, que de políticas impositivas y programas de transferencia. La cuestión central es influir sobre la distribución original de la riqueza y la renta reorganizando la economía de mercado y no sólo tratar de corregir, cuando los hechos ya se han producido, los efectos de la organización actual del mercado. Si la izquierda tiene una propu esta, la crisis será su momento. Si la izquierda no
logra desarrollar un programa, la crisis confirmará su fracaso, tanto intelectual como político. Un segundo acontecimiento fue un cambio de dirección en el país más poderoso del mundo. Estados Unidos está experimentando uno de sus periódicos momentos de inflexión. Tal vez la nueva administración se mueva dentro de un horizonte muy restringido de ideas y ambiciones. Abajo la sociedad reclama impacientemente acciones que vayan más allá de lo que pueden abarcar esas ideas y ambiciones. Una de las condiciones que hicieron posible el prolongado predominio conservador
en la política estadounidense de la segunda mitad del siglo xx fue el fracaso del Partido Demócrata partido tradicional de los progresistas en la formulación de un programa convincente que diera continuidad al de Franklin Roosevelt: un programa capaz de responder a las necesidades y aspiraciones de la mayoría de la clase trabajadora blanca. En el marco de esta carencia de alternativas, otro presupuesto fue el éxito de los conservadores en la combinación de concesiones a los intereses materiales de las clases adineradas con propuestas que apelaban a la ansiedad moral de las clases pobres y endeudadas. Éste era el momento para que apareciera una posición progresista que rompiera con las dos principales tradiciones de la política progresista en la historia estadounidense. La primera era la tradición de la defensa de la propiedad en pequeña escala y la pequeña empresa contra el poder económico concentrado. La segunda era la tradición de aceptación y regulación de la gran empresa por parte de un gobierno nacional fuerte. La piedra angular de la tercera tradición sería la innovación en los ordenamientos institucionales que definen tanto el mercado como la democracia. Tal avance requeriría un cambio de conciencia y a la vez una reforma de las instituciones. Dicho cambio forzaría a los estadounidenses a dar fin a la exención de experimentalismo que tradicionalmente le han otorgado a sus instituciones.
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Demandaría que dejaran de cometer el pecado de idolatría institucional que ha contaminado su cultura política: la creencia de que en el momento de fundar la república descubrieron la fórmula fundamental de una sociedad libre; de que esta fórmula sólo necesita ajustes periódicos cuando se encuentra bajo la presión de dificultades como una amenaza externa o el malestar económico; de que el resto de la humanidad debe adaptarse a esta fórmula o quedarse atrás. ¿Dónde está hoy en Estados Unidos la izquierda que pueda hablar con la voz de la alternativa ausente? Tal vez el tercer acontecimiento que se produjo en los años siguientes a la publicación original de este libro sea menos dramático que los otros dos. Sin embargo, no es menos significativo en cuanto a sus consecuencias para el mundo y sus implicancias para la izquierda. Se trata del poder cada vez mayor, la autoconciencia y la acción conjunta de cuatro países: China, India, Rusia y Brasil. Juntos, representan en la actualidad cerca del 15% del PBI del mundo, más del 40% de la población mundial y más de un cuart o de la masa terrestre del planeta. ¿Seguirán resignándose a las formas actuales de la economía de mercado y al curso establecido de la globalización? ¿O se rebelarán, inspirando en virtud de sus iniciativas una política mundial que ostente la impronta de la alternativa de la izquierda?
El régimen económico y político internacional construido al terminar la Segunda Guerra Mundial y durante la segunda mitad del siglo xx ha tendido a estrechar el espectro de posibilidades institucionales que le impone al mundo. Los partidarios de este régimen no han esperado la convergencia institucional descripta y profetizada por las ideas dominantes. Han luchado para establecer y acelerar la convergencia institucional como condi ción, tanto para una economía mundial abierta como para la paz y la seguridad entre los Estados.
No obstante, la humanidad, tiene razones para resistirse a la fórmula que desearían imponerle. El logro de los fines que hoy gozan de mayor autoridad, incluyendo el objetivo del crecimiento económico con inclusión social, exige que ampliemos el conjunto limitado de alternativas institucionales que se ofrecen actualmente. Quienes buscan aplicar una fórmula institucional en nombre de la apertura económica y la seguridad política se arriesgan a convertir a los enemigos de la fórmula en adversarios de la seguridad y la apertura.
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El exponente más claro de este problema es la evolución del régimen de comercio internacional. Bajo el patrocinio de la Organización Mundial de Comercio, el régimen ha evolucionado hacia un maximalismo institucional: la imposición a los países que comercian no sólo de un compromiso con una economía de mercado sino también de la conformidad con una variante particular de la economía de mercado. Por ejemplo, las normas restrictivas incorporadas cada vez en mayor número a los acuerdos de comercio proscriben, catalogándolas de "subsidios", casi todas las formas de coordinación estratégica entre los gobiernos y las empresas. Estas mismas formas de coordinación fueron las que usaron los países ricos de hoy con la única posible excepción de Gran Bretaña para hacerse ricos. De manera similar, y tomando otro ejemplo entre muchos, esas normas incluyen en
su definición de una economía de mercado un sistema de propiedad intelectual el sistema de patentes, que representa un invento relativamente reciente y que amenaza con dejar muchas de las tecnologías de mayor valor para la humanidad en manos de un número reducido de empresas privadas multinacionales. Es de interés público ensayar y desarrollar otras formas de alentar, financiar y organizar la innovación tecnológica. Tales ordenamientos ya no estarían basados en los métodos de propiedad exclusiva de las leyes de patente. El comercio mundial abierto no neces ita estar organizado tal como lo está en la
actualidad. Prueba de ello es el minimalismo institucional que caracterizó al régimen anterior del Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (GATT). El principio rector de esa gestión previa fue hacer coincidir un máximo de apertura económica con un mínimo de normas que fijaran limitaciones, especialmente normas referidas a la manera de organizar una economía de mercado. Los países del grupo BRIC (Brasil, Rusia, India, China) tienen más de un interés en común par a establecer un minimalismo institucional como base del libre comercio mundial; también tienen el poder de comenzar a actuar en ese sentido. En todo el mundo, los pueblos quieren que haya más y no menos espacio para alternativas, para contrastes, para dive rgencia, para experimentos, para herejías. No obtendrán lo que desean sin reconstruir los ordenamientos económicos y políticos internacionales en pro de un mayor pluralismo de poder y de visión. Un esfuerzo tal encuentra un aliado natural en el potencial de resistencia que los
países del grupo BRIC recién han comenzado a explorar. La alternativa de la izquierda ofrecería una perspectiva desde la cual interpretar ese potencial. La asociación de la alternativa de la izquierda con una resistencia a la fórmula por parte de China, India, Rusia y Brasil podría colaborar a convertir esta alternativa en una
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herejía universalizadora, más que en un conjunto de herejías locales, nacionales. Tendría el efecto de establecer la alternativa como un movimiento en la polític a mundial. En China, India, Rusia y Brasil cada país un mundo en sí mismo y, por esa única razón, sede natural de resistencia la voluntad de resistir se ha visto inhibida, si bien nunca suprimida en su totalidad, por un colapso de la imaginación. En China y Rusia, el fracaso de la imaginación se vio agravado por una negación de la democracia. En los cuatro países, así como en gran parte del mundo, ha resultado imposible actuar sobre el vínculo entre la reconstrucción nacional y el pluralismo internacional sin rechazar las ideas que emanan de las autoridades, tanto académicas como políticas y económicas, de las democracias del Atlántico Norte. El servilismo intelectual que sigue prevaleciendo en cada uno de los países del grupo BRIC es la causa sorprendente e inmediata de su resignación al actual orden mundial. La asociación de los intereses nacionales de estos cuatro países c0n la alternativa de la izquierda cambiaría la situación del mundo de manera decisiva. Es una asociación que depende de una combinación de pensamiento y política, de teoría y práctica. Cuando en la actualidad se hacen propuestas de reconstrucción social como las que presentamos en este libro, distantes del orden establecido, se tiende a verlas como interesantes pero también utópicas. Si, por el contrario, las propuestas son cercanas a lo existente, las personas se verán tentadas a decir que son factibles pero triviales. En el clima de opinión reinante, todo lo que pueda proponerse como alternativa tiene grandes posibilidades de ser descarta do como utópico o trivial. Este falso dilema surge de una comprensión errónea de la tarea de la imaginación programática como instrumento de una política transformadora. No se trata de planes de acción detallados, se trata de trayectorias. No es arquitectura, es música. Los dos aspectos más importantes de una propuesta son determinar una dirección y definir los primeros pasos con los cuales podemos movernos en esa dirección, partiendo de donde estamos. Es posible formular cualquier propuesta que merezca ser pensada, ya sea en puntos relativamente cercanos o relativamente lejanos al estado actual de las cosas. La trayectoria es más relevante que la cercanía respecto de las circunstancias presentes excepto para emprender la segunda tarea en importancia dentro del pensamiento programático: la elección de los pasos siguientes. Lo posible que importa no es el horizonte extravagante de posibilidades, sino lo posible inmediato:
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lo accesible con los materiales disponibles, desplegados en pos del movimiento en la dirección deseada.
El falso dilema que aqueja a nuestros argumentos programáticos se ve ahora fortalecido por otro problema. Hemos dejado de creer en las narraciones históricas universales que pretendían explicar cómo y por qué los grandes sistemas de organización y conciencia cambian a lo largo de la historia. Las ciencias sociales positivas contemporáneas, con su impulso irresistible de racionalizar los ordenamientos vigentes, no nos brindan una comprensión del cambio estructural que resulte de alguna utilida d. Se nos niega una visión más clara y volvemos entonces a un estándar bastardeado de realismo: la cercanía a lo existente. Según este estándar, una propuesta es realista en tanto permanece cercana a la manera en que la sociedad está organizada hoy. La parálisis de la imaginación programática alienta la creencia errónea de que lo
mejor que podemos esperar es un matrimonio entre la flexibilidad económica al estilo estadounidense y la protección social al estilo europeo, dentro del reducido espectro de opciones institucionales disponibles hoy en el mundo. El repertorio de estas opciones se ha convertido en el destino de las sociedades contemporáneas. Ampliar ese repertorio es rebelarse contra este destino. El núcleo de lo que significa ser de izquierda hoy deb e ser la insistencia en esta rebelión, en pro de un intento por darles a los hombres y a las mujeres comunes la oportunidad de una vida mayor. Agosto de 2009
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LA DICTADURA DE LA FALTA DE ALTERNATIVAS
EL MUNDO está sometido al yugo de la dictadu ra de la falta de alternativas. Si bien las ideas, por sí mismas, no pueden derrocar esta dictadura, tampoco es posible derrocarla sin ideas. En todo el mundo, los pueblos se quejan de que las políticas nacionales no les ofrecen alternativas reales; reclaman, en particular, alternativas que revitalicen, que renueven el significado y la eficacia de la antigua idea progresista de mejores oportunidades para todos: la oportunidad de asegurar las necesidades tanto morales como materiales de la vida; la oportunidad de trabajar y de ser atendido cuando no se pueda trabajar; la oportunidad de participar en los asuntos de la comunidad y la sociedad; la oportunidad de dar a nuestra vida un sentido valioso a nuestros propios ojos.
¿Es posible sugerir un camino a seguir sin extendernos demasiado? ¿Y hacerlo poniendo de manifiesto tanto las similitudes como las diferencias entre el camino a seguir por las naciones ricas y el sugerido para las naciones pobres? En mi opinión, es posible y, si lo es, debe poder hacerse en po cas páginas. En la actualidad, muchos países están regidos por gobernantes que quisieran ser Franklin Roosevelt y no saben cómo. Muchos otros están gobernados por individuos que satisfacen tanto los intereses de las corporaciones como los resentimientos desesperados e invertidos de una clase trabajadora mayoritaria, que se siente abandonada y traicionada por los aspirantes a Roosevelt. Los autodenominados progresistas aparecen en la escena de la historia contemporánea como humanizadores de lo inevitable: su programa se ha convertido en el programa de sus adversarios conservadores, con concesiones cada vez menores. Presentan la claudicación disfrazándola de síntesis, por ejemplo, de cohesión social y flexibilidad económica. Las "terceras vías" que proponen son la primera vía endulzada: el edulcorante de la política social compensatoria y del seguro social como reparación por el fracaso en el logro de un aumento significativo de las oportunidades. Las calamitosas aventuras ideológicas del siglo xx se han agotad o. No ha aparecido ninguna ideología global que posea la autoridad universal del liberalismo clásico o del socialismo para reemplazarlas y para impugnar los ordenamientos que se asocian actualmente con las democracias ricas del Atlántico Norte y con las ideas que emanan de sus universidades. Con este sorprendente silencio del intelecto, con esta consolidación del predominio estadounidense, un orden agitado ha descendido
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sobre el mundo. Las guerras son locales: son expediciones punitivas emprendidas
por la única superpotencia restante contra quienes la desafían o son producto de la opresión extrema y la resistencia desesperada en países divididos que se encuentran bajo el yugo de gobiernos despóticos. En vista de los rec ursos de gestión económica dentro de los países y de la coordinación económica entre ellos, no parece probable que se produzca un colapso económico cuya magnitud pueda aproximarse a la del desastre de los años treinta. Los grandes teóricos sociales de Europa Karl Marx, el primero de ellos identificaron la dinámica interna de las sociedades la revelación de los conflictos ineludibles y de las oportunidades perdidas como la causa inmediata de su transformación. Estos pensadores estaban equivocados. La guerra y el colapso económico han sido los principales impulsores del cambio; fue la catástrofe imprevista y descontrolada lo que operó la reforma. La imaginación tiene la tarea de hacer la obra de la crisis sin que haya crisis. No obstante, la elevada cultura académica de las naciones ricas, con su deslumbrante prestigio y su influencia internacionales, ha caído bajo el control de tres corrientes de pensamiento que contribuyen a evitar que esta tarea se lleve a cabo. Los partidarios de estas tres tendencias suelen considerarse adversarios y rivales; pero, de hecho, son socios. En las ciencias sociales especialmente en la más poderosa de ellas: la economía reina la racionalización: la explicación del funcionamiento de la sociedad contemporánea se convierte en una reivindicación de la superioridad o de l a necesidad de los ordenamientos establecidos en la actualidad en las naciones ricas. En los discursos normativos de filosofía política y teoría jurídica, la humanización lleva la voz de mando: la justificación de prácticas como la redistribución compensatoria por parte del Estado o la idealización del derecho como repositorio de políticas y principios impersonales que les harían la vida menos dura a los más pobres o a los más débiles. Las teorías más admiradas de la justicia dan una pátina de apología metafísica a las prácticas de tributación y transferencia redistributivas que adoptaron las socialdemocracias conservadoras actuales. De esta manera, los humanizadores esperan suavizar lo que ya no saben cómo cambiar o rehacer. En las humanidades, el escapismo está a la orden del día: la conciencia da una vuelta en una montaña rusa de aventuras, desconectada del rediseño de la vida práctica. Nos enseñan a cantar encadenados. La complicidad silenciosa, de estas tendencias racionalizadoras, humanizadoras y escapistas en la cultura universitaria deja abierto el campo para formas de pensamiento político práctico tan deficientes en comprensión como despojadas de esperanza.
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En Estados Unidos, el Partido Demócrata, instrumento habitual del progresismo estadounidense, no ha logrado producir una secuela práctica y atractiva para el programa de Roosevelt, ni reemplazar la ruina económica y la guerra mundial como alicientes para la reforma. La mayor parte de la clase trabajadora blanca del país cree que las políticas que favorecen los demócratas en tanto dichas políticas se diferencian en alguna medida de las que defienden los republicanos son producto de una conspiración entre una parte de los ricos y gran parte de los pobres, orientada a promover los intereses morales de los primeros y los intereses materiales de los segundos a expensas de sus propios valores y ventajas. En el reducido activismo gubernamental que favorecen los presuntos progresistas, esta mayoría ve muy poco que atiendan sus intereses y mucho que ofenden sus ideales especialmente en la medida en que han apostatado de la religión de la familia. Es mejor mitigar sus pérdidas achicando el gobierno federal. El resultado del divorcio en el poder dominante mundial entre la mayoría de la clase trabajadora blanca grupo que se ve a sí mismo como la "clase media" y sus presuntos defensores es funesto para el mundo entero. Tiene el efecto de agravar una circunstancia sin precedentes en la historia moderna. Cuando durante el episodio previo de globalización del siglo xix Gran Bretaña y otros poderes europeos ejercían un dominio menos total que el que hoy ostenta Estados Unidos, los debates ideológicos que se escuchaban en todo el mundo se reflejaban de hecho, se consolidaban dentro de los países más avanzados. Ahora el poder hegemónico no está en comunión imaginativa con el resto de la humanidad. Sus líderes, sus pensadores, su población miran hacia afuera y ven un mundo que seguirá siendo peligroso, pobre y carente de libertad a menos que se oriente hacia la misma fórmula institucional con la que creen haber sido bendecidos. El resto de la humanidad, colmado de admiración por la exuberancia material y por el espacio personal de que gozan los estadounidenses, responde con imprecaciones, dejando entrever el pensamiento de qu e en última instancia se debe optar por la guerra si la claudicación es el requisito para la paz. Las creencias dominantes del pueblo estadounidense que todo es posible, que los grandes problemas pueden resolverse si se los desmenuza y se los enfrenta uno por uno, que hombres y mujeres tienen en su interior, individual y colectivamente, el genio creador
necesario para elaborar tales soluciones no tienen en la actualidad una expresión práctica adecuada. La parte más rica y más libre del mundo le ha mostrado dos caras al resto de la humanidad. La socialdemocracia europea pareció brindar una alternativa a la dureza del modelo estadounidense si el mundo pudiera votar, quizás votaría convertirse en
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Suecia más que en Estados Unidos, una Suecia imaginaria. Entretanto, sin embargo, la socialdemocracia histórica ha perdido el corazón. Bajo la apariencia de un esfuerzo por conciliar la protección social de estilo europeo con la flexibilidad económica de estilo estadounidense, la socialdemocracia ha abandonado, uno a uno, muchos de sus rasgos tradicionales y se ha retirado a la defensa desesperada de un nivel elevado de derechos sociales. Esta visión mutilada de la socialdemocracia ni siquiera puede enfrentar los problemas de las sociedades europeas contemporáneas ni cargar con el peso de las esperanzas de la humanidad. En la misma Europa, los antiguos progresistas aparecen como sobrios partidarios de las ideas de sus oponentes neoliberales. En muchos países, sus propuestas de reforma son repudiadas por una base social a la cual no se le ofrecen alternativas reales, y a la que las autoridades políticas y académicas le dicen que tales alternativas son inexistentes. Cuando nos volvemos hacia el mundo que está fuera del refugio de relativa libertad y prosperidad del Atlántico Norte, sólo vemos fragmentos de alternativas factibles y atractivas, que no están expresadas en ningún proyecto o familia de proyectos que pudiera resultar atrayente para el resto de la humanidad. Entre los países en desarrollo que han logrado mayores éxitos en las décadas recientes se encuentran los dos más populosos: China e India. Cada uno de ellos ha logrado mantener cierto grado de resistencia a las fórmulas universales que dispensan las elites del Atlántico Norte y, en particular, Washington, Wall Street y las universidades de Estados Unidos. Cada uno de ellos se ha propuesto integrarse a la economía global en términos que les permitan organizar su vida nacional y orientar su desarrollo económico a su manera.
Sin embargo, en el gran país que ha sido el más fértil en materia de innovaciones institucionales China, el alcance y el desarrollo de tales innovaciones han permanecido subordinados a la defensa de un gobierno unipartidario. El papel que podría haber desempeñado un conjunto alternativo de ideas ha sido ocupado por actitudes genuflexas hacia la ortodoxia muerta, heredada del marxismo, y la
fascinación por la nueva ortodoxia importada de la economía de mercado, tal como la entienden en las capitales políticas, financieras y académicas del Atlántico Norte. En India, con su democracia defectuosa, pero vibrante, la resistencia a esta ortodoxia importada ha tomado principalmente la forma difusa de la lentitud y la
concesión, como si la cuestión fuera tomarse tiempo para recorrer un sendero que no tiene escapatoria. La región del mundo que demostró ser más dócil a las
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recomendaciones del Norte América Latina ha sufrido un descenso catastrófico en su posición relativa. Históricamente se ha demostrado que la obediencia rara vez da buenos resultados; lo que obtiene dividendos es la rebeldía. No obstante, todavía carece de respuesta la pregunta referida al rumbo que debería tomar dicha rebeldía para impulsar las promesas de la democracia. Vemos en el mundo una ortodoxia políticoeconómica universal desafiada por una serie de herejías locales. Sin embargo, sólo una herejía universalizadora tendría la posibilidad de contrarrestar una ortodoxia universal. Si la herejía es meramente local, tanto en su carácter como en su contenido, es muy probable que se la abandone ante el primer signo de dificultades o presiones. Si la herejía local logra resistir, su resistencia puede llegar a depender de una forma de vida consentida religiosamente, que no comulgue con los ideales democráticos y experimentalistas que defienden los progresistas. Una herejía universalizadora parece ser el antídoto indispensable contra la ortodoxia universal en mercados y gobiernos tan resistida ahora en el mundo entero, ya sea en Francia y Alemania que en Rusia, Brasil y Sudáfrica. Las razones no son sólo prácticas. Las causas del descontento la primera de las cuales es no haber podido cimentar el crecimiento económico en una ampliación significativa de las oportunidades son universales. Por otra parte, las formas establecidas de responder a ese
descontento
son exiguas e
ineficaces. El
repertorio
de alternativas
institucionales y políticas disponibles para la organización de la vida económica, social y política es hoy muy limitado. Si en cualquier región del mundo rica o pobre pudiéramos progresar en la expansión de este repertorio institucional y en la consolidación del progreso práctico con miras a ampliar las oportunidades, tal progreso podría tener implicancias para todos los países. El intento de lograr crecimiento económico con inclusión social s e combina fácilmente con la búsqueda de propuestas que sean más que soluciones locales a problemas locales. Prepara la mente para una herejía universalizadora. Sin embargo, no poder cimentar el progreso práctico en una ampliación sostenida de las oportunidades no es la única fuente de la infelicidad actual. Hay otra fuente poderosa de descontento: la queja de que la ortodoxia no permite que los países o las regiones del mundo desarrollen sus diferentes formas de vida y sus ideales de civilización, negándoles la oportunidad de albergarlos en maneras diferenciadas de organizar la sociedad. La ortodoxia exige una convergencia de todos los países hacia las instituciones y las prácticas establecidas hoy en el Atlántico Norte, así como una convergencia dentro de ese mismo mundo; parece, por lo tanto, el enemigo de diferencias profundas de experiencia y visión. A diferencia de la búsqueda de
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crecimiento con inclusión, el reclamo de pluralismo parece incompatible con una alternativa política y económica que alega ser generalizada en su relevancia y en su alcance. No lo es. La apariencia de una paradoja se disuelve cuando se hacen explícitas dos premisas. La primera es que un pluralismo no calificado una apertura a cualquier forma de vida nacional, cualquiera que sea su grado de despotismo y desigualdad no puede formar parte del objetivo. La meta debería ser un pluralismo calificado: construir un mundo de democracias en el que se delega al individuo el poder de participar tanto como de disentir. No hay una interpretación única, no controvertida, de lo que es una sociedad democrática o de qué puede llegar a ser. Los ideales democráticos deben poder desarrollarse en sentidos diferentes, hasta enfrentados y, de hecho, si se desarrollan, es así como deben hacerlo. Bajo una democracia, las diferencias más importantes son las que están en el futuro, más que las que hemos heredado del pasado. Bajo una democracia, la profecía habla más alto que la memoria. La segunda premisa es que el reducido repertorio de soluciones institucionales que la
humanidad tiene hoy a su alcance las formas existentes de la democracia política, de la economía de mercado y de las sociedades civiles libres no ofrece las herramientas necesarias para desarrollar la diferencia nacional con una forma compatible con los ideales democráticos. Puede ofrecerlas un conjunto particular de
innovaciones en la organización de las políticas, las economías y las sociedades contemporáneas. Este conjunto de innovaciones gran parte del programa progresista que hoy debe promoverse en todo el mundo define una puerta de entrada estrecha que la humanidad debe atravesar si ha de fortalecer su capacidad de crear diferencias sobre la base de la democracia. Este manifiesto esperanzado se propone describir esta puerta de entrada y la manera en que podrían encararla tanto las naciones ricas como las pobres. Sin embargo, no podemos comprender este camino a seguir a menos que captemos
primero la naturaleza de los obstáculos que debemos enfrentar y las fuerzas y las oportunidades con las que podemos contar para recorrerlo.
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LA DESORIENTACIÓN DE LA IZQUIERDA HAY EN LA ACTUALIDAD cuatro motivos para la desorientación de la izquierda: la carencia de una alternativa, la carencia de una idea de mundo, la carencia de un agente y la carencia de una crisis. Enfrentar cada una de estas deficiencias de
manera clara y directa es comenzar a ver cómo pueden abordarse. Es comenzar a redefinir qué debería proponer la izquierda. La izquierda carece de una alternativa. El "dirigismo" no es el camino: la idea ya
desacreditada de que el gobierno dirija la economía se ha tornado aún más irrelevante debido al rumbo del cambio hacia una economía basada en el conocimiento. La redistribución compensatoria no es suficiente: no es suficiente para contrarrestar las enormes presiones hacia la desigualdad, la inseguridad y la exclusión resultantes de la segmentación jerárquica de la economía, que crece incesantemente y es insuficiente para abordar los problemas de desconexión social y de menosprecio personal, que están mucho más allá de los límites de la redistribución compensatoria. La izquierda parece hoy incapaz de manifestar qué debería defender, al margen de una economía dirigida por el gobierno o una redistribución que atenúe las inequidades y las inseguridades. S i afirma su actitud crítica hacia los ordenamientos establecidos, parece estar remontándose al "estatismo". Si se da por satisfecha con la defensa conservadora de los derechos sociales tradicionales financiada por la tributación redistributiva y el gasto público, parece reducir drásticamente el alcance de sus ambiciones, convirtiéndolas en rehenes de restricciones al crecimiento económico y a las finanzas públicas que no sabe cómo suavizan La izquierda carece de un conjunto de ideas base con las que repensar e incrementar
el reducido bagaje de concepciones y ordenamientos institucionales al que hoy están sujetas las sociedades contemporáneas. Las tendencias dominantes en todo el campo de las ciencias sociales contemporáneas racionalización, humanización y escapismo conspiran para desarmar a la imaginación en su lucha por desafiar y repensar los ordenamientos establecidos. En las ciencias sociales predomina la racionalización: maneras de explicar los ordenamientos existentes que parecen validar su carácter natural y necesario. Las ideas sobre alternativas estructurales que heredamos de las teorías sociales clásicas como el marxismo permanecen enredadas en el cuerpo en descomposición de los presupuestos necesitaristas. Hace mucho que estos presupuestos han dejado de ser creíbles: que hay una lista reducida de opciones institucionales para las sociedades humanas, tales como "feudalismo" o "capitalismo"; que cada una de estas opciones
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representa un sistema indivisible, cuyos elementos surgen o caen todos juntos; que
la sucesión de dichos sistemas es impulsada por leyes históricas irresistibles. El
rechazo
de
estas
creencias
deterministas
por
las
ciencias
sociales
contemporáneas no ha llevado a una radicalización de las concepciones que inspiraban la teoría social europea clásica: que la sociedad no es dada sino que se construye; que las estructuras de la sociedad y la cultura son una especie de lucha congelada, ya que surgen, en verdad, de la restricción y la interrupción de la contienda práctica o espiritual; que nuestros intereses e identidades siguen siendo rehenes de las prácticas y los ordenamientos que, de hecho, los representan y que al cambiar estas prácticas y estos ordenamientos nos obligamos a reinterpretar los intereses y las identidades en pos de los cuales nos propusimos reformar la sociedad. No hay duda de que las ciencias sociales positivas se complacen en explorar la
facilidad con que una sociedad se adapta a las "soluciones menos que óptimas" o con que una economía queda atrapada en un equilibrio que suprime la producción. Sin embargo, los mismos instrumentos con los que examinan las imperfecciones nos niegan los medios con los cuales imaginar alternativas. Su engaño principal consiste en afirmar que la experiencia demuestra con el tiempo qué es más efectivo y qué lo es menos, implacable sociedades prácticas e
apartando lo menos efectivo mediante un proceso de selección casi darwiniano. La teoría de la convergencia la idea de que las y economías contemporáneas convergen hacia un conjunto similar de instituciones, las mejores a su alcance, en un embudo histórico de
variaciones sociales que se angosta cada vez más no es sino la variante extrema de esta tendencia racionalizadora. En las disciplinas normativas de la filosofía política y el pensamiento legal predomina la humanización. La idea es endulzar un mundo que no podemos o no queremos reconstruir. Esta humanización tiene hoy dos especies principales. Una es la redistribución compensatoria por medio de la tributación y la transferencia. Constituye el rasgo fundamental del acuerdo institucional e ideológico que define el horizonte histórico de la socialdemocracia. Muchas de las teorías contemporáneas de la justicia que gozan de mayor influencia buscan dar prestigio filosófico a estas prácticas redistributivas. El aparente carácter abstracto de estas teorías su pretensión de trascender la circunstancia histórica en la que se aplican oculta su claudicación ante las limitaciones del acuerdo del siglo xx del que surgió la socialdemocracia contemporánea.
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La otra especie de humanización es la concepción del derecho como un repositorio
de principios impersonales de derecho así como de políticas orientadas al interés público. Si describimos el derecho en los mejores términos posibles en términos de concepciones ideales, tenemos la esperanza de disminuir la influencia de los intereses privilegiados y de defender a los grupos con menores posibilidades de haber sido representados en las políticas legislativas. Los estilos dominantes de jurisprudencia teorizan esta ideal ización del derecho como principio y como política. El efecto práctico de las tendencias humanizadoras en las disciplinas normativas es que estas disciplinas quedan del lado de la aceptación del acuerdo institucional vigente, corregido por las enmiendas pr escriptas, más que del lado de su reconstrucción. Es negarnos los recursos para desarrollar la imaginación práctica de alternativas. En las humanidades predominan las tendencias escapistas. Su característica principal es incitar a aventuras de la conciencia desconectadas de la reforma práctica de la sociedad. En la cultura moderna, la funesta división de caminos entre la modernidad y la izquierda es el antecedente inmediato de este divorcio. Al amparo de esta desconexión entre nuestros proyectos para la sociedad y nuestros proyectos para el yo, privatizamos lo sublime, relegando al espacio interior de la conciencia y el deseo nuestro proyecto transformador más ambicioso y considerando la política como el terreno de modestas decencias y eficiencias. El mensaje secreto es que la política debería achicarse para que los individuos
puedan agrandarse. La política, sin embargo, no puede achicarse sin que el resultado sea disminuir a las personas. El deseo, por naturaleza propia, se expresa en las relaciones; el impulso fuerte busca su expresión en las formas de la vida
común. Si la política se vuelve fría, también lo hará la conciencia, a menos que conserve su calor bajo la forma autodestructiva del narcisismo. Los defensores de las tendencias racionalizadoras, humanizadoras y escapistas que
dominan las ciencias sociales y las humanidades se conciben entre sí como adversarios. De hecho, son aliados en la tarea de desarticular la imaginación transformadora. La izquierda carece de un agente: una base central cuyos intereses y aspiraciones pueda querer representar. Su base social tradicional era el trabajo organizado de la
industria intensiva en capital: el "proletariado" de Marx. A los ojos de la sociedad así como a sus propios ojos, este grupo ha llegado a aparecer como uno más de los grupos de interés, con intereses egoístas y parciales, más que como el portador de los intereses universales de la sociedad. En casi todos los países del mundo es una
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parte en retroceso de la población, cuyo destino está atado a la suerte d e la producción masiva tradicional, en permanente caída. En la mayoría de los países en desarrollo sigue siendo una parte relativamente privilegiada. A los líderes de la izquierda les ha parecido que la única alternativa a mantener una conexión especial con esta base gravosa era prescindir de toda base social definida y simplemente apelar a la totalidad de la misma. No han podido rescatar la idea de una relación especial con la clase trabajadora de la lealtad más limitada que adoptó la doctrina heredada. Los apoyaron en este fracaso tanto la desilusión como el cálculo: la creencia en una relación uno a uno entre los proyectos históricos y los intereses de grupo pertenece a la tradición desacreditada del pensamiento determinista. La izquierda no sólo carece de una alternativa, una idea de mundo y una base social; también carece de una crisis. En oposición a otro principio fundamental del pensamiento social clásico, en la historia moderna el cambio social ha sido impulsado por los traumas externos de la guerra y el colapso económico, más que por las contradicciones internas de las sociedades contemporáneas. Las instituciones políticas y económicas de estas sociedades mantienen una gran distancia entre nuestras actividades ordinarias de preservación del contexto y nuestras actividades extraordinarias de transformación del contexto; por ende, siguen haciendo que la transformación dependa de la calamidad. El acuerdo institucional e ideológico que define a la socialdemocracia de hoy fue forjado en el yunque del colapso económico de los años treinta y de la guerra mundial que le siguió. La crisis eleva la temperatura de la política y ayuda a derretir definiciones congeladas de interés e identidad. Sin crisis, la política se vuelve fría y el cálculo como dependencia de las concepciones tradicionales de intereses e ideales reina soberano. Sin la ayuda de la crisis, la izquierda parece condenada a una operación de contención: suavizar las consecuencias sociales del programa de sus adversarios conservadores.
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LA REORIENTACIÓN DE LA IZQUIERDA EXISTE, SIN EMBARGO, UNA ALTERNATIVA; un conjunto de ideas sobre las que podemos apoyarnos para imaginar esa alternativa; existen fuerzas sociales reales que pueden ser sus bases; hay una manera de prescindir de la crisis como cond ición de posibilidad del cambio, aprovechando al mismo tiempo las oportunidades transformadoras que nos ofrece nuestra circunstancia.
Lo distintivo de esta alternativa es que cimenta la inclusión social y el empoderamiento individual en las instituciones d e la vida política, económica y social. No basta con humanizar el mundo social; es necesario cambiarlo. Cambiarlo significa involucrarse, una vez más, en el esfuerzo de dar una nueva forma a la producción y a la política, del que la socialdemocracia se retiró cuando comenzó a constituirse el acuerdo de mediados del siglo xx que define su horizonte actual. Significa tomar las formas institucionales conocidas de la economía de mercado, la democracia representativa y la sociedad civil libre como un subconjunto de un conjunto mucho más amplio de posibilidades institucionales. Significa rechazar el contraste entre la orientación del mercado y el dirigismo gubernamental como el eje que organiza nuestras contiendas ideológicas y reemplazarlo por el contraste entre las maneras de organizar el pluralismo económico, político y social. Significa cimentar una tendencia a mayor igualdad e inclusión en la lógica organizada del crecimiento económico y la innovación tecnológica, más que hacerlas depender de la redistribución retrospectiva por medio de la tributación y la transferencia. Significa democratizar la economía de mercado innovando en los ordenamientos que la definen, más que limitarse a regularlo tal como es actualmente o a compensar sus desigualdades mediante transferencias posteriores. Significa radicalizar la lógica experimental del mercado radicalizando la lógica económica de la recombinación libre de los factores de producción, dentro de un marco incuestionable de transacciones de mercado. El objetivo es una li bertad más profunda para renovar y recombinar los ordenamientos que constituyen el entorno institucional de producción e intercambio, permitiendo que dentro de la misma economía coexistan experimentalmente regímenes alternativos de propiedad y contrato. Significa hacer del mejoramiento de la capacidad el objetivo primordial de la política social. Un fortalecimiento de esta naturaleza progresaría en virtud de una forma de educación orientada al desarrollo de capacidades genéricas conceptuales y prácticas más que del dominio de habilidades específicas de cada tarea. Avanzaría también mediante la generalización del principio de herencia social, asegurándole a cada individuo una
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participación mínima en los recursos a los que puede recurrir en momentos cruciales de su vida. Significa promover esta democratización de la economía de mercado en el contexto de una organización práctica de solidaridad social y una profundización de la democracia política. Significa no reducir jamás la solidaridad social a meras transferencias monetarias. La solidaridad social debe apoyarse, en cambio, en la única base segura que puede tener: la responsabilidad directa de cada uno por los demás. Tal responsabilidad puede materializarse a través del principio de que cada adulto sin discap acidades ocupe un puesto dentro de la economía solidaria esa parte de la economía en la que cada uno cuida del otro así como en el sistema de producción. Significa establecer las instituciones de una política democrática de alta energía: una política que eleve permanentemente el nivel de participación popular organizada en la política, involucre a la base social tanto como a los partidos en la resolución rápida y decisiva del impasse entre las ramas políticas del gobierno, equipe al gobierno para rescatar a las personas de situaciones de desventaja arraigadas y localizadas de las que no puede salir con los medios normales de la iniciativa política y económica, brinde a determinados sectores o localidades la opción de salir del régimen legal general y de desarrollar imágenes divergentes del futuro social, y combine las características de la democracia directa y la democracia representativa. El impulso rector de esta izquierd a no es la atenuación redistributiva de la
desigualdad y la inclusión; es el fortalecimiento de los poderes y la ampliación de las oportunidades de las que disfrutan los hombres y las mujeres comunes, sobre la base de la reorganización, parte por parte pero acumulativa, del Estado y de la economía. Su consigna no es la humanización de la sociedad; es la divinización de la humanidad. Su pensamiento más íntimo es que el futuro le pertenece a la fuerza política que represente de manera más verosímil la causa de la imaginación constructiva: el poder de todos de participar en la creación incesante de lo nuevo. La izquierda puede ser fiel a sus aspiraciones sólo si lo nuevo que propone tiene una forma tal que permita que todos participen en su construcción, en lugar de dejar este poder constructivo en manos de las elites aventajadas. Y sólo puede alcanzar el éxito en esta tarea si aprende a repensar y a dar nueva forma a los ordenamientos institucionales para la producción, la política y la vida social, cuya persistencia, permanencia y autoridad ha consentido siempre la socialdemocracia convencional. Una alternativa tal es, por lo tanto, equidistante tanto de una izquierda nostálgica de orientación estatal como de una versión desteñida, todo menos neoliberal, de la socialdemocracia.
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Esta alternativa se destaca por los instrumentos institucionales aplicables en un
amplio espectro de sociedades contemporáneas, ricas y pobres. La necesidad de adaptar su diseño a numerosas y diversas circunstancias nacionales no desmiente el amplio alcance de su pertinencia y su atractivo. La misma aplicabilidad general de estos instrumentos ayuda a explicar la posibilidad así como la necesidad de una herejía universalizadora capaz de contrarrestar la ortodoxia universalizadora disponible hoy en todo el mundo en nombre de los mercados y la globalización. Este carácter general tiene una raíz tripartita. La primera raíz es la similitud en la experiencia de las sociedades contemporáneas después de muchas generaciones de rivalidad, emulación e imitación, tanto práctica como espiritual, entre naciones y Estados. La segunda es el carácter muy restringido del conjunto de herramientas ideológicas e institucionales disponibles para construir alternativas. La tercera es la autoridad casi irresistible de la que dispone actualmente un único conjunto de creencias revolucionarias en todo e l mundo: creencias que prometen la liberación del sometimiento, de la pobreza y del trabajo duro y una vida mayor para el hombre y la mujer comunes.
Hay cinco ideas institucionales que definen la dirección que debería defender la izquierda hoy. La primera idea institucional es que la rebelión nacional contra la ortodoxia política y
económica global depende para su éxito de ciertas condiciones prácticas. Estas condiciones incluyen niveles de ahorro interno más elevados de los que podría justificar una concep ción limitada de la dinámica del crecimiento económico; la insistencia en encontrar ordenamientos que ajusten la relación entre ahorro y producción tanto dentro como fuera de los mercados de capital como están organizados en la actualidad (una insistencia bajo la premisa de reconocer que esta relación es tanto variable como sensible a su entorno institucional); la preferencia por una recaudación tributaria elevada y la voluntad de lograrla aun a costa de una imposición al consumo regresiva y orientada a las transacciones. El objetivo mayor es una movilización más plena de los recursos nacionales: una economía de guerra sin guerra. La segunda idea institucional es la visión de la política social como una política referida al empoderamiento y a la capacidad. A partir de esta idea surge el compromiso con una forma de educación temprana y permanente dirigida al desarrollo de un núcleo de habilidades genéricas conceptuales y prácticas. En las sociedades extremadamente injustas no basta con garantizar niveles básicos de inversión y calidad educativa; es vital asegurarles oportunidades especiales a los
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jóvenes talentosos, a los trabajadores y a las personas carentes de herencia. El objetivo inicial de este uso de la educación como antídoto para la pérdida de poder es ampliar la síntesis actual de clase y meritocracia. El objetivo siguiente es disolver las clases por medio de una radicalización de la meritocracia. La ambición última es subordinar la meritocracia a una visión más amplia de la solidaridad inclusiva y la oportunidad, que se afirme en la realidad de las incontrolables disparidades del talento innato. La tercera idea institucional es la democratización de la economía de mercado. No basta con regular el mercado o compensar retrospectivamente sus inequidades. Es necesario reorganizarlo para que se convierta en una realidad mejor para más personas y de muchas más maneras. No es probable que para alcanzar este objetivo sea suficiente el modelo estadounidense de regulación a distancia de las empresas por parte del gobierno, ni tampoco el modelo del noreste asiático, en que la formulación centralizada de la política comercial e industrial está a cargo de un aparato burocrático. La tarea a realizar residirá en el uso del poder del Estado, no para suprimir o equilibrar el mercado, sino para crear las condiciones para la organización de más mercados, estructurados de maneras más variadas en última instancia, con regímenes diferenciados de propiedad y contrato y capaces de coexistir experimentalmente dentro de la misma e conomía nacional y global. La democratización del mercado requiere iniciativas que amplíen el acceso a los recursos y las oportunidades productivos. Exige una tendencia ascendente en las remuneraciones al trabajo. Es incompatible con cualquier estrategia de crecimiento económico basada en una disminución de la parte del ingreso nacional que corresponde a sueldos y salarios. El objetivo es producir una serie de brechas reiteradas en las restricciones al
crecimiento económico. Cada una de estas brechas produce un desequilibrio que invita a nuevas brechas en otro aspecto de la economía en el campo de la oferta o de la demanda. Son preferibles las brechas y los desequilibrios que conllevan una tendencia hacia la inclusión económica y la ampliación de las posibilidades; ayudan a hacer más grande a la gente. Las intervenciones progresivas en las restricciones a la economía del lado de la oferta se mueven en una escala entre una ambición menor y una mayor. La ambición menor reside en ampliar el acceso al crédito, a la tecnología, a la experiencia y a los mercados, especialmente en pro de la multitud de empresarios pequeños o potenciales que en toda economía contemporánea representan una fuente ampliamente subutilizada de iniciativa constructiva.
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Su ambición mayor es la difusión de los métodos más avanzados de producción, más allá del terreno favorecido donde suelen florecer tales métodos. Gobierno y sociedad deben trabajar para democratizar la economía de mercado de manera que también enfrente los peligros y aproveche las oportunidades resultantes de un cambio trascendental en la organización de la producción. Esta forma de producción caracterizada por el debilitamiento del contraste entre supervisión y ejecución, por la atenuación de las barreras entre roles de trabajo especializados, por la mezcla de cooperación y competencia en las mismas áreas y por el trabajo en equipo como aprendizaje colectivo e innovación permanente, ¿quedará confinada a una vanguardia privilegiada en comunión con vanguardias del mismo tipo en e l mundo pero vinculada débilmente con la sociedad de su país? ¿O lograrán gobiernos y sociedades crear las condiciones para la difusión de estas prácticas experimentales avanzadas en gran parte de la economía y la sociedad, fortaleciendo así en gran medida los poderes y las oportunidades de los hombres y las mujeres comunes? Tales intervenciones progresivas en el campo de la oferta deberían estar acompañadas de iniciativas que reviertan el prolongado descenso de la participación del trabajo en el ingreso nacional y el antiguo aumento de la desigualdad dentro de la fuerza laboral, que ha asediado a un amplio espectro de países contemporáneos ricos y en desarrollo. En este proceso, deben también fortalecer las intervenciones del lado de la oferta rescatando de la zona gris de la economía informal o ilegal a los cientos de millones de trabajadores a menudo la mayoría de los trabajadores en algunos de los países más populosos del mundo que carecen actualmente de empleos legales. Estas medidas deberán tener en cuenta qué es lo que resulta más efectivo en los diferentes niveles de las fuerzas laborales remuneradas y equipadas de manera muy desigual existentes hoy en el mundo. Por ejemplo, la participación en las ganancias puede comenzar a aplicarse a los trabajadores con mayores ventajas y luego extenderse a sectores cada vez más grandes de la población económicamente activa. Un régimen de derecho laboral que fortalezca el poder de los trabajadores organizados para representar los intereses de los no organizados en sus sectores puede resultar más efectivo en el nivel medio de la jerarquía salarial. En los niveles más bajos de dicha jerarquía la mejor solución puede ser otorgar directamente subsidios para el empleo y la capacitación de los trabajadores de salarios bajos y sin calificación, así como eliminar todas las cargas salariales y los impuestos. Ninguna de estas iniciativas es inflacionaria en sí misma. Combinadas y en el contexto del proyecto más amplio de democratización y empoderamiento del que forman parte, prometen fortalecer los derechos y poderes del sector trabajador, y
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generar aumentos sostenibles en las remuneraciones al trabajo hasta el límite del crecimiento de la productividad laboral e incluso más allá. Una cuarta idea institucional es la negativa a considerar que las transferencias de dinero en efectivo son base suficiente para la solidaridad social. La solidaridad social
debe basarse también en la responsabilidad universal de ocuparse de los demás. En principio, todos aquellos que son física y mentalmente capaces deben realizar además de su trabajo regular una tarea solidaria que los lleve más allá de los límites de la familia. Para cumplir con esta responsabilidad, es necesario organizar a la sociedad civil o bien la sociedad misma debe organizarse por fuera del gobierno y del mercado. Una forma de legislación que no sea privada ni pública puede proveer las oportunidades y los instrumentos para que la sociedad civil lleve a cabo esta tarea. Una quinta idea institucional es la concepción de una política democrática de alta energía. El empoderamiento, tanto educativo como económico, del trabajador y del ciudadano individual, la democratización de la economía de mercado y el establecimiento de una solidaridad social basada en la práctica de la responsabilidad social requieren una profundización de la democracia para sostenerse y ser tomadas seriamente. No es suficiente con una democracia adormilada, que se despierta de vez en cuando si se produce una crisis militar o económica. Una política democrática de alta energía como la que hemos descripto es tanto una expresión de la mayor libertad que el programa de la izquierda está buscando como una condición para el avance en los otros cuatro temas. Requiere un aumento permanente y organizado del nivel de comprom iso cívico; una preferencia por ordenamientos constitucionales que rompan rápidamente el punto muerto entre las ramas políticas del gobierno (cuando hay un régimen de separación de poderes) y que involucre a las bases sociales en general en esta ruptura del impasse; innovaciones que hagan coincidir la posibilidad de opciones decisivas en la política nacional con divergencias y disenso experimentales de largo alcance apelaciones al futuro en determinados lugares del territorio nacional o determinados sectores de la economía nacional; una determinación de rescatar a la gente mediante garantías de herencia social o de ingresos mínimos, así como mediante la intervención correctiva de una rama del gobierno especialmente diseñada y equipada para este fin de circunstancias de desventaja o exclusión de las que no puede escapar por sus propios medios; un avance continuado en el esfuerzo de combinar características de la democracia representativa y la democracia directa.
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Una democracia profundizada, de alta energía, no busca reemplazar al mundo real de intereses y de individuos portadores de intereses por un ciudadano altruista y por el omnívoro escenario de la vida pública. No es una huida hacia el purismo y la fantasía republicanos. Su objetivo es fortalecer nuestros poderes ordinarios, ampliar el alcance de nuestra solidaridad y nuestras ambiciones ordinarias e intensificar nuestra experiencia ordinaria. Trata de lograrlo acortando la distancia entre las acciones ordinarias que podemos dar por sentadas en contextos institucionales e
ideológicos y las iniciativas extraordinarias por las cuales desafiamos y cambiamos partes de esos contextos. Tiene un agente y un beneficiario que son uno y el mismo: lo real, el individuo frágil, egoísta y anhelante en persona, víctima de circunstancia, a quien ninguna circunstancia puede limitar total ni definitivamente.
la
La construcción imaginativa de una alternativa marcada por estos cinco compromisos temáticos requiere un conjunto de ideas base. Podemos encontrar tales ideas como teoría social y filosofía sistemáticas. Sin embargo, llegaremos a desarrollarlas con mayor frecuencia y certeza examinando nuestras prácticas de explicación y argumentación. El punto central es rescatar las concepciones de alternativas estructurales y discontinuidad estructural del bagaje de presupuestos deterministas que las agobiaba en la teoría social clásica, repudiando al mismo tiempo la alianza entre la racionalización, la humanización y el escapismo del pensamiento contemporáneo. La historia de las idea s sociales modernas nos ha llevado a asociar erróneamente el
cambio en etapas con el descreimiento respecto de la reconstrucción institucional y un compromiso con tal reconstrucción con la fe en el cambio repentino y sistémico. La expresión más importante de este prejuicio es el contraste supuestamente integral entre dos estilos de política. Un estilo es revolucionario: busca la sustitución total de un orden institucional por otro, bajo la guía de líderes polémicos apoyados por mayorías energizadas en circunstancias de crisis nacional. El otro estilo es reformista: sus preocupaciones son la redistribución marginal o las concesiones a las inquietudes morales y religiosas, negociadas por políticos profesionales entre intereses organizados, en tiempos en que todo sigue igual. Ahora es necesario mezclar desordenadamente estas categorías, asociando el cambio fragmentario y gradual, pero aun así acumulativo, con la ambición transformadora. Para mezclarlas en la práctica, primero debemos mezclarlas en el pensamiento. La principal expresión de esta mezcla es un estilo de política que desafía el contraste entre revolución y reforma y, por lo tanto, ejemplifica la práctica de la reforma revolucionaria. Una política así lleva a cabo el cambio estructural de la
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única manera en que generalmente puede llevarse a cabo un cambio de este tipo: parte por parte y paso a paso. Combina la negociación entre las minorías organizadas con la movilización de las mayorías desorganizadas. Y prescinde de la calamidad como condición que habilita el cambio. Debe estar preparada y fundamentada por una forma de entender y usar la economía política y el análisis legal como variedades de imaginación institucional. ¿Qué fuerzas sociales verdaderas pueden ocupar el espacio que dejó libre la fuerza laboral industrial organizada como base central de la izquierda? Un proyecto como éste requiere protagonistas, pero no los que desempeñaron el papel estelar en las narraciones tradicionales de la izquierda. No sólo serán diferentes las identidades de estos agentes, también deberá cambiar el sentido en que son agentes, la relación entre proyecto y agencia. Consideremos a los dos agentes más importantes: la clase trabajadora y el Estado nación. No es posible seguir equiparando a la clase trabajadora con el proletariado industrial, la fuerza laboral sindicalizada con el trabajo en la industria intensiva en capital. En
todos los países del mundo, la gran mayoría de quienes tienen que trabajar por un salario deben hacerlo fuera de los límites de ese tipo de industria, en negocios con capitales bajos, en servicios sin equipamiento, a menudo en las sombras de la ilegalidad, sin ningún derecho y con pocas esperanzas. Sus ojos, no obstante, están dirigidos hacia arriba, hacia aquellos que en todo el mundo están desarr ollando una nueva cultura de autoayuda e iniciativa. Su enfoque, tanto en los países pobres como en los ricos, es pequeño burgués más que proletario. Su ambición más firme es combinar una medida de prosperidad con un mínimo de independencia, incluyendo el deseo de desarrollar la subjetividad, de tener una plena vida de conciencia, lucha y esfuerzo, como los personajes de las películas. Es habitual que por defecto, dada la pobreza de ordenamientos alternativos para la organización de la vida económica identifiquen estas aspiraciones con negocios familiares en pequeña escala, tradicionales y aislados. El Estado nación no será para siempre aunque todavía lo es hoy el protagonista predominante de la historia del mundo: el terreno preferido para el desarrollo de diferencias colectivas así como para la conducción de rivalidades colectivas. El Estado nación quiere ser diferente, sin saber cómo. Su pueblo quiere ver las imágenes características de una asociación posible y deseable encarnadas en prácticas e instituciones nacionales diferenciadas. La nación es una forma de especialización moral dentro de la humanidad, justificada, en un mundo de democracias, por la creencia de que la humanidad sólo
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puede desarrollar sus poderes y su potencial si lo hace en direcciones divergentes. Si
sólo se interesa por la preservación de la diferencia heredada, no tarda en verse atormentado por el conflicto entre el deseo de retener la forma de vida heredada y la necesidad de imitar: imitar a las naciones prósperas para alcanzar un éxito mayor y sobrevivir mejor en la rivalidad mundial de los Estados. En última instancia, la habilidad colectiva de crear una nueva diferencia resulta más importante que la capacidad colectiva de prolongar la vida de la antigua diferencia. Las formas de organización política, económica y social disponibles en el mundo actual son un instrumento demasiado limitado para el desarrollo de la originalidad colectiva. No basta con doblegarse ante la diferencia colectiva establecida; es necesario profundizar la difer encia colectiva existente radicalizando la lógica
institucional de la experimentación económica y política. Los trabajadores que quieren valerse por sí mismos y las naciones que quieren elegir sus propios caminos son las fuerzas principales que deben estar representadas en las propuestas de la izquierda. Sin embargo, el sentido de la relación entre sus intereses y estas propuestas es radicalmente diferente del sentido que la teoría marxista asigna a los intereses de clase. Según esta teoría, cuanto más amplio es el espectro y más aguda la intensidad de los conflictos de clase, menor es el espacio para la duda o la discusión del contenido objetivo de los intereses de clase en conflicto. La lucha hará caer las máscaras y la derrota política proveerá la corrección conveniente para cualquier malentendido. La verdad sobre los intereses y los proyectos, sin embargo, es exactamente lo
opuesto a lo que implica esta descripción. Los intereses de las naciones o de clase parecerán tener un contenido claro cuando el conflicto bulla bajo la superficie más que cuando explote. No obstante, a medida que la lucha se amplíe y se intensifique esta apariencia de naturalidad se disipará. La pregunta ¿cuáles son mis intereses como miembro de esta clase o de esta nación? parecerá in separable de la pregunta ¿en qué sentidos diversos podría alterarse este mundo y cómo cambiarían mi identidad y mis intereses en cada uno de esos mundos modificados? La idea de que los intereses de grupo tienen un contenido directo y objetivo es sólo una ilusión cuyo atractivo depende de la contención o interrupción del conflicto práctico y visionario. La izquierda, como partido de la transformación, debe convertir la ambigüedad del contenido de los intereses de grupo en oportunidad. Debe actuar basándose en la concepción de que siempre hay dos maneras de definir y defender cualquier interés de grupo determinado. Una es institucionalmente conservadora y socialmente exclusiva: considera el nicho actual del grupo en la economía y la sociedad como
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destino final y define a los grupos más cercanos en el espacio social como rivales. Otra es socialmente solidaria e institucionalmente transformadora: trata a los grupos contiguos en el espacio social como aliados reales o potenciales y defiende las reformas que convierten estas alianzas efímeras en combinaciones duraderas de intereses e identidades. La izquierda siempre debe tender a preferir los enfoques solidarios
y
reconstructivos,
a
considerarlos
el
reverso
de
sus
propuestas
programáticas para la sociedad en general. La implicancia de esta tendencia para la defensa de los intereses de la clase trabajadora puede ser suficientemente clara, en sentido negativo y en general, si es que no lo es en sentido afirmativo y en particular. Es incompatible con cualquier clase de insistencia en parapetar a la fuerza laboral en el reducto cada vez más
pequeño de la producción masiva tradicional. Requiere el uso activo de los poderes del gobierno para difundir prácticas productivas avanzadas y experimentales en toda la economía. ¿Qué implica, sin embargo, tal tendencia a los enfoques solidarios y reconstructivos para la definición y la defensa de los intereses de la nación entera? Significa que un país ponga al tope de su lista de preocupaciones la movilización de los recursos nacionales los niveles de ahorro y los superávit fiscales lo que le permitirá resistir y rebelarse. Que comprenda la manera en que la herejía nacional depende en última instancia del pluralismo global para poder avanzar. Que se niegue a aceptar la concepción de que la globalización tanto como la economía de mercado se presenta en condiciones de "tómalo o déjalo" y que lo único que podemos hacer es tomarla en mayor o en menor medida y en sus propios términos en lugar de plantearla en términos diferentes. Y que funcione juntamente con otros poderes que comparten el mismo enfoque en cuanto a reformar los ordenamientos económicos globales y dar nueva forma a las realidades políticas mundiales. En la actualidad, estos ordenamientos y realidades sacrifican el pluralismo experimental al dogma único y al poder imperial. La izquierda carece de una crisis. Parte de su objetivo programático debe ser crear instituciones y prácticas tanto intelectuales como sociales que reduzcan la dependencia del cambio respecto de la calamida d y que hagan de la transformación algo intrínseco a la vida social. Lo que la teoría social clásica interpretó erróneamente como un rasgo de la experiencia histórica la existencia de una dinámica inherente de transformación es, de hecho, un objetivo. Es u n objetivo valioso por derecho propio porque expresa el dominio sobre el contexto de un agente que puede participar plenamente en un mundo sin cederle sus poderes de resistencia y trascendencia. También debe ser apreciado por su conexión causal con dos
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grupos de posturas que el programa de la izquierda siempre debe tratar de conciliar:
el progreso práctico de la sociedad mediante el crecimiento económico y la innovación tecnológica y la emancipación del individuo respecto de la división social y la jerarquía arraigadas. No podemos seguir presuponiendo como creían los liberales y los socialistas del siglo xix, hechizados por un dogma que hoy ya no resulta creíble que las condiciones institucionales del progreso material convergen natural y necesariamente con los requerimientos institucionales para la emancipación de los individuos de la división social y la jerarquía establecidas. Sería igualmente erróneo, sin embargo, suponer que estos dos grupos de condiciones están necesariamente en conflicto. La izquierda debe tratar de identificar la zona de intersección de ambos grupos de condiciones; debe tratar de hacer avanzar a la sociedad en esa zona. Una característica de la zona de intersección es que allí las prácticas tienen la propiedad de ser extremadamente susceptibles a la revisión: exponiéndose más abiertamente a la revisión, se van asemejando menos a objetos naturales. Se asemejan más a nosotros. Facilitan la participación en las recombinaciones de personas y recursos que son vitales para el progreso práctic o. Someten a un escrutinio y una presión más intensos los ordenamientos de los que dependen todas las jerarquías estables de privilegios.
Hay, sin embargo, una paradoja que entorpece el esfuerzo de establecer
instituciones que atenúen la dependencia del cambio respecto de la crisis. ¿Cómo es posible que surjan tales innovaciones sin la ayuda de una crisis previa? ¿Cómo puede la izquierda romper este ignorado círculo vicioso de dependencia de la calamidad en las circunstancias reales del presente? La respuesta reside en el descubrimiento de crisis disfrazadas, no en las grandes
catástrofes de la guerra y la ruina económica, sino en las tragedias ocultas de la angustia individual, el miedo, la inseguridad y la incapacidad, repetidas muchos millones de veces en la vida de la sociedad contemporánea. Incluso en los países más ricos del mundo actual hay una mayoría de trabajadores que se sienten, y de hecho lo están, en peligro. Tal vez estén protegidos de los extremos de la pobreza y el abandono. Sin embargo, siguen excluidos de los sectores favorecidos de la economía en los que se encuentran cada vez más concentrados la renta, la riqueza, el poder y la diversión. Si no están desempleados, temen perder el empleo que tienen. Si viven en un país por ejemplo, en una socialdemocracia europea que posee un contrato social bien
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desarrollado, tienen buenas razones para creer que el contrato será roto, no una vez, sino una y otra vez, en nombre de la necesidad económica descripta como competencia y globalización. Si viven en algún otro lugar especialmente en los grandes países en desarrollo es probable que no encuentren una fuerza política con la disposición y la capacidad para brindarles tanto una seguridad económica básica como mayores oportunidades económicas y educativas. Casi todos se sienten abandonados. Casi todos creen ser out siders, mirando por la ventana desde afuera la fiesta que transcurre adentro. La flexibilidad consigna de la
ortodoxia de los mercados y de la globalización es interpretada correctamente como una palabra en clave que designa la generalización de la inseguridad. Los partidos que pretenden tener una conexión histórica con la izquierda parecen oscilar entre una colaboración avergonzada con este programa de inseguridad abrigando la esperanza de que a través del crecimiento se generarán recursos que puedan ser redirigidos hacia el gasto social, y una defensa desganada y debilitada de los contratos sociales tradicionales. Este temor justificado por la simple realidad, más fuerte que cualquier esperanza, que envenena las actitudes hacia el outsider y expresa un desperdicio inmenso e irredento de energía, es equivalente a una crisis. Perdura, casi siempre silenciosamente, en la mente de los individuos. Encuentra su expresión perversa en el apoyo ocasional a partidos populistas y nacionalistas de derecha. Es el problema. Pero para la izquierda es también la oportunidad. La forma conocida y poco creíble que adopta la crisis es esta simple frase: ¡vamos a crear empleo! Sin embargo, las personas comprenden o no tardan en descubrir que los gobiernos no pueden crear empleo directamente a menos que sea empleo en el
sector público, excepto a la manera anacrónica y limitada de la movilización forzada del trabajo: grupos reclutados y financiados en tiempos de emergenc ia nacional. Así pues, la promesa vana de crear empleo es una forma errónea de dar la respuesta indispensable a la crisis oculta: un camino a seguir productivista y democratizador, que basa el compromiso social en la recuperación económica, la innovación y la reconstrucción, que promueve los proyectos sociales y económicos diseñando y construyendo las instituciones de una política democrática de alta energía. El principio práctico de esta izquierda será que humanizaremos sólo en la medida en que generemos energía.
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UN AGENTE: TRABAJADORES QUE QUIEREN SER PEQUEÑOS BURGUESES TODOS LOS PAÍSES DEL MUNDO, a excepción de los más pobres, siguen hoy organizados como sociedades de clase. El marxismo como doctrina ha muerto. El socialismo, como programa, puede haber perdido su significado en tanto alternativa
a lo que hoy existe: algo que los ex socialistas y los ex marxistas aún insisten en llamar "capitalismo", como si se tratara de un sistema indivisible, con sus leyes distintivas de conservación y cambio. La clase, sin embargo, sobrevive. Persiste como la organización jerárquica de la vida social en grupos de personas con niveles muy desiguales de acceso al poder económico, político y cultural, y con formas características de vida y de conciencia. Su carácter especial está definido ahora por la interacción entre los dos principios contrastantes que le dan forma: la herencia y la meritocracia. La transmisión hereditaria de ventajas económicas y educativas por parte de la familia continúa restringiendo de manera drástica la movilidad entre generaciones, incluso en las sociedades contemporáneas más fluidas e igualitarias. Como resultado, la mera abolición del derecho a la herencia (incluyendo la herencia anticipada por la familia) -con excepción de un modesto mínimo para la familia- sería equivalente a una revolución en todas partes. La competencia de la meritocracia ha modificado el efecto de las ventajas heredadas y ha producido oportunidades selectivas pero cada vez mayores, merced a las cuales los más talentosos y enérgicos ascenderán solamente a través de promociones en las instituciones educativas y en las empresas. Los dos principios de herencia y meritocracia - teóricamente en contradicción- viven
en una coexistencia incómoda pero pacífica. Su oposición mutua se encuentra debilitada por lo poco que está en juego o por el limitado espectro de alternativas en la política nacional y en la vida nacional de la mayoría de los países: los advenedizos ambiciosos son ubicados y asimilados sin demora y a menudo se convie rten en los defensores más entusiastas de los dogmas y los intereses dominantes. La tensión entre estos dos principios también resulta atenuada por hechos que la beatería política dominante no menciona: la primacía que los sistemas educativos y de evaluaci ón de las sociedades contemporáneas otorgan a un conjunto reducido de habilidades analíticas y el grado en el cual la aptitud misma para esas habilidades pueda ser parcialmente hereditaria. En los países menos desiguales -los más envidiados por otras nacio nes-, los más favorecidos se han resignado a ver el descenso de algunos de sus hijos en la jerarquía de clase y el ascenso de algunos de los hijos de otras clases. Ellos saben
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que generalmente tendrán éxito al reconciliar herencia y meritocracia. Esperan en secreto convertir el privilegio de clase cuestionado en un conjunto de ventajas por lo general (pero no universalmente) heredadas. Estas ventajas parecen radicar tanto en la ineludible división del trabajo como en las inevitables diferencias entre los individuos. El resultado más común de esta coexistencia de clase y meritocracia ha sido en todo el mundo un sistema de cuatro clases principales que domina las oportunidades de vida de los individuos y socava las promesas de la democracia. La clase más elevada está integrada por profesionales, gerentes y propietarios. Concentra riqueza y poder de decisión -el poder de hacer lo que le plazca, ya sea por su propia cuenta o dando órdenes a otros- más aun de lo que concentra renta. Le sigue la clase de los pequeños empresarios, basada en su propia explotación, generalmente movilizando los recursos del trabajo familiar. Luego se ubica la clase trabajadora empleados y obreros-, que cobran un salario por realizar un trabajo especializado de manera dependiente y que buscan alivio para ese tipo de trabajo -rara vez valorado
por sí mismo- en el consuelo de la vida familiar y en el entretenimiento popular. (En Estados Unidos, los trabajadores con identidad burguesa se autodenominan "clase media", y una proporción cada vez mayor de la población mundial sigue su ejemplo, a medida que disminuye la importancia relativa de las grandes organizaciones en la
vida económica.) Las escuelas a las que concurren tienen como objetivo principal la adquisición de hábitos de obediencia. El escalón más bajo del sistema de clases es una clase marginada compuesta en su mayor parte por minorías raciales y trabajadores temporarios extranjeros, condenados a trabajos inestables y sin futuro alguno, más allá de la ley y de los derechos. En muchos países en desarrollo, incluyendo los más populosos, esta clase marginada representa una parte importante de la población total. Padece inseguridad y privaciones, a veces sin la carga adicional de pertenecer a una raza, casta o nación despreciadas. Uno de l os rasgos más notables de este sistema de clases, tal como se aplica
actualmente en los países más ricos, es que la clase trabajadora, la clase de los pequeños empresarios e incluso las personas comunes dentro de la clase de los profesionales, los gerentes y los propietarios están al mismo tiempo protegidas
contra la pobreza extrema y excluidas del poder. Están excluidas del poder no sólo entendido como la influencia en el gobierno sino también como la posibilidad de tomar alguna decisión significativa para sus propias experiencias y sus perspectivas laborales. Suelen verse a sí mismos como estancados -como si se despertaran un día cualquiera y descubrieran que están llevando la única forma de vida que podrán llevar por el resto de sus días-. La mayor parte de ellos están verdaderamente estancados.
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La promesa central de la democracia es que los hombres y las mujeres comunes
tendrán la posibilidad de ser más libres y grandes. Según el estándar de esta promesa, el daño realizado por el sistema de clases no reside simplemente en la incapacidad de lograr una mayor igualdad de oportunidades, sino también en el abandono del hombre común a un menosprecio perpetuo. Ya ha transcurrido mucho tiempo desde que grandes masas de individuos en todo el mundo fueran rescatadas de este menosprecio por la terrible devoción a la guerra. En este contexto, se vislumbra una señal de esperanza. En muchos países en desarrollo las personas aspiran a una prosperidad y a una independencia modestas. Se dedican a una cultura de iniciativa y de mejoramiento personal: estudian por la noche con la esperanza de superarse y abrir un negocio, a menudo -a falta de otras formas de alcanzar sus ambiciones- los atrae la idea de manejar una pequeña
empresa familiar. La importancia de esta aspiración se ve incrementada, sin embargo, por el deseo moral que suele acompañarla: el deseo de tener una vida mayor, que no sólo permita acceder a los placeres materiales que se promocionan en los avisos televisivos, sino también a las peripecias morales narradas po r las telenovelas. Todos quieren recrear de esta manera la difícil experiencia que es tema de la novela europea de los siglos xix y xx: una persona que se crea a sí misma en la lucha contra el contexto. En los países ricos, la ambición de abrir un negocio pequeño puede resultar menos atractiva por el hecho de que está claramente identificada con una clase definida y con sus oportunidades limitadas. Sin embargo, esta menor atracción se debe tan sólo a que la búsqueda de una prosperidad y una independencia modestas y de una salida del confinamiento y de las humillaciones de la vida laboral adopta formas más difusas y desorientadas. El mayor error estratégico de la izquierda en los dos últimos siglos de su historia fue elegir a la pequeña burguesía como enemigo o como aliado de conveniencia y definir como su base central a la clase trabajadora industrial organizada. Este segmento de la clase trabajadora es un sector de la fuerza laboral que está disminuyendo en todo el mundo. Se lo percibe en todas partes, y finalmente ha llegado a percibirse a sí mismo, como un interés especial más entre todos los demás, clamando por protección y favor. La clase que la izquierda abandonó se convirtió en la base social de los movimientos políticos que la derrotaron. Nosotros, los con- temporáneos, somos hoy en gran medida pequeños burgueses por la orientación de nuestra imaginación, sino por la realidad económica.
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El interés que rechazó la izquierda, con el presupuesto de que es -taba ligado a la reacción egoísta, se ha convertido ahora en el estándar de una aspiración universal. Esto se aplica tanto a Estados Unidos y Europa como a China e India. Si los progresistas pudieran satisfacer esta aspiración en sus propios términos, dotarla de un repertorio de instituciones y prácticas más ricas que el recurso de las tradicionales empresas pequeñas aisladas y de un estándar de valores más confiables que el egoísmo familiar, ganarían al más poderoso de los aliados y eliminarían la causa más importante de sus derrotas históricas.
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UN AGENTE: NACIONES QUE QUIEREN SER DIFERENTES
EL NACIONALISMO fue una de las fuerzas transformadoras más inesperadas y poderosas de la historia moderna. Hoy se ha convertido en una desviación peligrosa. Reinterpretada y redirigida, podría convertirse en una oportunidad para el avance de alternativas progresistas. En la experiencia humana, las identidades colectivas han nutrido su poder de su propio contenido. Ser romano, por ejemplo, significaba vivir como los romanos, adoptar sus costumbres: una estructura heredada de costumbre y sensibilidad. Desde el momento en que los poderes de Occidente se desataron sobre el mundo buscando poner al resto de la humanidad al servicio de sus imperios, sus intereses y sus creencias, la rivalidad que alguna vez había estado limitada a Occidente se ha
tornado global. Para desarrollar el potencial económico y militar necesario para la independencia nacional y al mismo tiempo retener su identidad cultural, cada nación ha tenido que sacrificar una medida considerable de la idea heredada que tenía de sí misma en el altar de esta contienda universal, contienda práctica y espiritual a la vez. Cada nación ha tenido que saquear el mundo entero, no sólo en busca de la mejor maquinaria, sino también de las instituciones y las prácticas más efectivas, aquellas que le brinden el mayor impulso al potencial nacional causando la mínima alteración posible en proporción a la estructura de privilegio arraigada en la sociedad nacional. Este ejercicio universal de imitación y recombinación ha ido cambiando, de manera lenta pero implacable, la naturaleza de las diferencias nacionales. El resultado es que las identidades colectivas, incluso las identidades nacionales, se han vaciado y, poco a poco, han sido despojadas de las maneras diferenciadas de organizar la sociedad y de comprender las posibilidades y los peligros de la vida social sobre las que se basan. Sin embargo, al esfumarse la diferencia real, no ha debilitado la voluntad de diferenciarse. Por el contrario, la ha despertado. A medida
que una nación se asemeja más a su vecino, afirma más desesperadamente la diferenciación. Esta voluntad de diferenciarse es aún más venenosa, porque las identidades colectivas que venera carecen en gran medida de detalles tangibles. Cuando eran concretas, eran también permeables a la experiencia y abiertas a los acuerdos. Ahora que son abstractas, se vuelven objeto de una fe inquebrantable.
Para este veneno, hay un solo antídoto compatible con los ideales democráticos y experimentalistas: reemplazar la ira, estéril y potencialmente asesina, de esta voluntad frustrada de diferenciarse por la capacidad colectiva de producir una diferencia real. De esta manera, un programa que pueda contribuir al derrocamiento de la dictadura de la falta de alternativa s debe responder no sólo a la aspiración
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universal del trabajador común de tener más oportunidades para elevarse; también debe transformar las políticas democráticas, las economías de mercado y las sociedades civiles libres en máquinas para el desarrollo d e formas de vida diferenciadas y novedosas. Precisamente, que los países decididos a promover este ideal tengan que seguir parte del mismo camino institucional - asegurándose las condiciones para una herejía nacional exitosa dentro de la economía global, democratizando los mercados, profundizando las democracias y delegando poder a los individuos- y compartir mucho ahora para diferenciarse mejor en el futuro es una de las numerosas paradojas aparentes de la situación actual.
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UNA OPORTUNIDAD : LA COOPERACIÓN FAVORABLE A LA INNOVACIÓN
LA DIFUSIÓN DE UN NUEVO GRUPO de prácticas cooperativas favorables a la innovación ofrece otra oportunidad de promover una alternativa progresista. Dichas prácticas están cambiando el carácter de la producción y del aprendizaje en gran parte del mundo. Se llevan a cabo principalmente en las mejores empresas y en las mejores instituciones educativas. Se caracterizan por moderar la tensión que siempre existe entre los dos imperativos fundamentales del progreso práctico: la necesidad de cooperar y la necesidad de innovar. Estas nuevas formas de producir y de aprender que prometen mejorar tanto nuestros poderes productivos, ¿se mantendrán limitadas a ciertos sectores avanzados de la producción y el aprendizaje? ¿O se volverán accesibles a segmentos amplios de la sociedad y a muchos sectores de la economía? Nuestras posibilidades de llevar a cabo el tan pregonado objetivo del crecimiento económico con inclusión social dependen de la respuesta a estas preguntas. Reducido a sus términos más simples, el crecimiento económico es la consecuencia
de tres grupos de causas. A corto plazo, un determinante fundamental es la relación entre el costo de producir bienes y servicios y las ganancias que se logran produciéndolos. A largo plazo, el desarrollo y la aplicación práctica del conocimiento constituyen el factor fundamental. El tipo más importante de conocimiento es el que nos permite convertir la mayor parte posible del trabajo en una rutina, de modo tal que podamos realizar esa parte convertida en rutina de acuerdo con una fórmula. Toda parte del trabajo que pueda llevarse a cabo siguiendo una fórmula podrá a su vez plasmarse en máquinas que amplíen nuestros poderes. Podemos entonces reservar nuestro tiempo para aquellas actividades que aún no han podido ser reducidas a una fórmula y plasmadas en una máquina. Desplazamos el horizonte de nuestra atención desde lo que puede ser repetido hacia lo que aún no puede serlo. A un mediano plazo extendido, en cambio, lo más importante, tant o para el crecimiento económico como para otros aspectos del progreso práctico, es nuestra habilidad para cooperar. La cooperación debe estar organizada de tal manera que sea receptiva a la innovación -si es posible, a la innovación permanente-, sentando así las bases sobre las cuales podemos acelerar la aplicación práctica del conocimiento y desplazar el centro de interés desde lo repetitivo a lo que aún no puede repetirse. La cooperación es necesaria para la práctica de la innovación -ya se trate de innovaciones tecnológicas, organizacionales, sociales o conceptuales-. Sin embargo, toda innovación también amenaza la forma establecida de cooperación, porque altera el régimen de prerrogativas y expectativas en el que aquélla se inserta. Si, para tomar un ejemplo sencillo, una máquina nueva amenaza
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dejar sin trabajo a un grupo de trabajadores mientras que beneficia a otro, es muy probable que se rompa la tregua entre el grupo favorecido y el perjudicado, o entre ellos y sus empleadores. Sin embargo, el alcance de la interferencia mutua entre los imperativos de
cooperación y de innovación no es constante. Las prácticas cooperativas más prometedoras en términos de progreso práctico son las que pueden incorporar más fácilmente la innovación repetida. Estas prácticas evolucionan. Para afianzarse y progresar dependen de determinadas condiciones. A los progresistas no les reporta ningún beneficio presentar sus propuestas como limitaciones puritanas a las fuerzas que impulsan el progreso práctico; necesitan encontrar una manera de cimentar la inclusión social y el empoderamiento del individuo en la organización práctica de la economía y la sociedad, así como en la lógica social de crecimiento e innovación. No obstante, los progresistas tampoco deben repetir el error de los marxistas de creer que, por último, los requisitos del progreso práctico abrirán necesariamente el camino al ca mbio progresivo. Debemos preguntarnos siempre cuál es la manera de adueñarnos de esas fuerzas y redirigirlas para que se adapten a intereses y a ideales que las trasciendan. Este problema se nos presenta hoy bajo una forma que apenas hemos comenzado a reconocer. Una manera de empezar a abordarlo es colocarlo en el contexto de un enigma acerca del fracaso y el éxito práctico de las sociedades contemporáneas. Durante el siglo xx, algunos países tuvieron buenos resultados, tanto en los ordenamientos económicos orientados al mercado como en los "dirigistas" o de conducción gubernamental. Pasaban de uno de estos estilos de gestión económica a otro, según lo exigieran las circunstancias. Ningún país ha abrazado tanto la religión del libre mercado -y, de hecho, una versión particular de la economía de mercado, equiparada erróneamente con su naturaleza esencial- como Estados Unidos. Sin embargo, cuando la situación de emergencia nacional producto de la Segunda Guerra Mundial lo exigió, el país hizo a un lado esta religión del libre mercado sin reparar en formalidades, estableciendo en su lugar la movilización forzosa de los recursos nacionales, la exigencia de tasas impositivas marginales que en su nivel más elevado eran casi confiscatorias y una coordinación sin trabas, tanto entre las empresas privadas como entre éstas y el gobierno. El resultado fue espectacular: el PBI casi se duplicó en el lapso de cuatro años. No hay duda de que las circunstancias de guerra eran excepcionales, pero no pueden haber bastado para producir la capacidad que hizo posible una respuesta como ésa.
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Muchos otros países, en cambio, han fracasado estrepitosamente, tanto en las soluciones orientadas al mercado como en las "dirigistas". En términos de organización institucional de la economía lo han probado casi todo y han fracasado en casi todo. El contraste entre economía de mercado y economía dirigida ha estado en el centro del debate ideológico durante doscientos años. Como principio organizador de la controversia, este contraste ha muerto o está agonizando. Hay dos razones por las cuales esta manera de diseñar las contiendas ideológicas merecía ser resistida mucho antes de su muerte. La primera razón para dicha resistencia es que este enfoque tradicional de la controversia ideológica no ha podido reconocer que las economías de mercado, así como las democracias representativas y las sociedades civiles libres, pueden adoptar formas institucionales muy diferentes de las que han llegado a ser
predominantes en el mundo del Atlántico Norte. Permeando las disputas ideológicas familiares acerca de cuánto espacio se debe dar al mercado, hay un debate -por lo menos igualmente radical en su alcance potencial- sobre qué clase de economía de
mercado debería establecerse. La segunda razón para la resistencia es que la elección entre mercado y dirigismo no ha podido resolver el enigma de tener éxito en todo o fracasar en todo, del que el siglo xx ha dado pruebas contundentes. Las sociedades que han tenido éxito tanto en los ordenamientos orientados al mercado como en los dirigidos por el gobierno son las que han sido capaces de aplicar un conjunto superior de prácticas cooperativas. El dominio de t ales prácticas ha contribuido a darles tanto la flexibilidad de moverse entre sistemas institucionales - más basados en el mercado o más "dirigistas", según lo recomienden las circunstancias- como la habilidad de utilizar cada uno de estos sistemas con los mejores resultados. Estas sociedades han aprendido a combinar cooperación con plasticidad: una manera de trabajar juntos que es -en la mayor medida posible- receptiva a la innovación y que incluye la innovación en las formas de la misma cooperación. Hay un tipo de práctica cooperativa favorable a la innovación que ha cobrado
enorme importancia en el mundo. Forma el núcleo de un vanguardismo experimentalista que en la actualidad caracteriza a las mejores empresas y a las mejores instituciones educativas, tanto en países en desarrollo como en países ricos: en China, India y Brasil así como en Estados Unidos, Japón y Alemania. La red de esas vanguardias de producción y aprendizaje se ha convertido en una fuerza dominante en la economía mundial. Se mantienen en contacto entre sí a través del
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intercambio de personas, iniciativas e ideas, así como de productos, servicios y tecnologías. Entre las características de estas prácticas experimentales avanzadas se cuenta la moderación de los contrastes entre los roles de supervisión y de implementación; la consecuente fluidez en la de finición de los roles de implementación propiamente dichos; la tendencia a desplazar el foco del nuevo esfuerzo -en la medida en que lo permitan las restricciones prácticas- al límite de las operaciones que aún no pueden repetirse fácilmente porque aún no hemos aprendido a expresarlas en una fórmula; la disposición a combinar y a superponer, en los mismos terrenos, cooperación y competencia; la predisposición por parte de los grupos involucrados en el régimen cooperativo para reinterpretar los intereses y las identidades de su grupo -y para esperar esa reinterpretación- sobre la marcha. Son estas prácticas -no sólo la acumulación de capital o el refinamiento de la tecnología- las que animan el vanguardismo que está revolucionando la vida práctica. Es esta forma especial de cooperación lo que libera el potencial transformador de tecnología y ciencia. La experiencia directa de este aumento de capacidad cooperativa e innovadora,
¿quedará limitada a unos pocos afortunados? ¿O se podrá lograr que se extienda a gran parte de la vida económica y social? ¿Seguirán los países ricos confiando en la redistribución compensatoria mediante la tributación y la transferencia? ¿Seguirán los países en desarrollo dependiendo de la difusión con apoyo político de la pequeña propiedad y la pequeña empresa, con la esperanza de moderar las enormes desigualdades que resultan de las distancias entre los sectores avanzados y los sectores retrasados de sus economías? ¿O encontraremos maneras de generalizar en la economía y en la sociedad las prácticas que están revolucionando los sectores avanzados? ¿Estamos condenados a humanizar más que a transformar? Para todos quienes están comprometidos con las alternativas progresistas la necesidad de responder estas preguntas es tanto una oportunidad como un problema. Es la oportunidad de asociar la lucha por tales alternativas con nuestro
interés en el progreso práctico, para aliviar las cargas de la pobreza, la enfermedad y el trabajo duro que pesan sobre la vida humana. Es al mismo tiempo una oportunidad para conectar un programa progresista con la causa de la creación permanente de lo nuevo. La dictadura de la falta de alternativas nunca será derrocada por una combinación de intereses mezquinos y piedades nada prácticas. Es por esta razón que debemos comprender las condiciones que sustentan esta clase de cooperación favorable a la innovación en la sociedad y en la cultura y facilitan su difusión. Las alternativas progresistas sólo podrán prevalecer si logran
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mostrar cómo asegurarse cada una de estas condiciones con los recursos y dentro de las limitaciones de las sociedades contemporáneas. La primera condición es evitar las desigualdades extremas arraigadas sin comprometerse con una r ígida igualdad de circunstancia. Las ventajas de clase heredadas no pueden hacerse compatibles con la democracia ni ser justificadas como las consecuencias de la herencia. No obstante, que el individuo pueda escapar de su clase o pueda ver escapar de ella a sus hijos es menos importante que lograr que la estructura de división y jerarquía social no predetermine de manera estricta el modo en que las personas pueden trabajar conjuntamente. La segunda condición es que las personas estén preparadas y empoderadas, de manera tal que el modo en que reciban el equipamiento educativo y económico deje abierto a un rediseño experimental el mayor espectro posible de la vida social y económica. El significado práctico de estos derechos humanos básicos descansa en una aparente paradoja. Aseguramos los derechos y las capacidades básicos de las personas contra los vaivenes del mercado y los reveses de la política. Lo hacemos, sin embargo, con la esperanza de que, equipadas de esa manera, las personas puedan prosperar mucho más en un contexto de innovación y cambio. Eliminamos algo de los vaivenes de corto plazo de la política y los mercados -las normas que definen los derechos fundamentales- y, en ese sentido, limitamos lo que es posible cambiar. Sin embargo, lo hacemos con la esperanza de ampliar las posibilidades de cambio valioso.
No es necesario que aceptemos ninguna relación inversa fija entre el empoderamiento del individuo sobre la base de los derechos fundamentales y la plasticidad de su entorno social. Si tenemos suficiente audacia e imaginación
podremos tener al mismo tiempo mayor protección y mayor plasticidad. Las formas tradicionales del derecho privado y de la democracia política pueden proveer un mayor empoderamiento para que haya menos rigidez que en un sistema de castas. Sin embargo, proveen menos que las maneras alternativas de democratizar los
mercados y de profundizar las democracias a cuya búsqueda los progresistas deberían estar abocados ahora en todo el mundo. La tercera condición es la difusión de un impulso experimentalista en la sociedad y en la cultura. La fuente principal de este impulso debe ser una forma particular de educación, administrada a la juventud y a disposición del individuo durante toda su vida laboral. Los rasgos distintivos de est a forma de educación son su carácter analítico y problemático, más que centrado en la información. Además, prefiere la profundización selectiva ejemplificadora a la cobertura enciclopédica; en el
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aprendizaje y en la enseñanza alienta la cooperación, más que el aislamiento o el autoritarismo; procede dialécticamente, es decir, mediante la exploración de métodos y opiniones contrapuestas más que apelando a un canon cerrado de doctrina correcta. La cuarta condición es el esfuerzo por reducir la dependencia del cambio respecto de la calamidad y por diseñar instituciones y discursos que organicen y faciliten su propia revisión. En su proyecto de reforma, Franklin Roosevelt tuvo como aliados a la guerra y al colapso económico. Deberíamos poder cambiar sin antes haber caído en la ruina. Debemos rediseñar nuestras instituciones y nuestros discursos con este fin. Una alternativa progresista que se adapte a la realidad de las sociedades
contemporáneas debe mostrar cómo obtener estos cuatros grupos de requisitos, como bienes en sí mismos y como alicientes para la difusión de la cooperación favorable a la innovación. Es una tarea que se presenta con igual fuerza tanto en los países ricos como en los pobres. Se nutre de intereses que son tanto morales como materiales. Es útil comprender la cuestión en su forma más general antes de aplicarla a la circunstancias de las sociedades contemporáneas. Habitualmente actuamos y pensamos dentro de un marco de pre-supuestos y ordenamientos que damos por sentados. Ocasionalmente, tratamos de cambiar el marco. La distancia entre nuestros actos habituales de preservación del contexto y nuestros movimientos excepcionales de transformación del contexto no es constante. Podemos dar forma a nuestras instituciones y a nuestros discursos de manera tal que dicha distancia se acorte o se alargue. Tenemos motivos para acortar esa distancia, y facilitar la transformación gradual de nuestros contextos como una consecuencia natural de nuestros esfuerzos cotidianos. Nuestros motivos son numerosos: fortalecer la libertad para experimentar -especialmente para experimentar con formas de cooperación-, pues de ella depende todo progreso práctico; socavar la base de todo esquema de división y jerarquía social arraigado en los ordenamientos y en los dogmas protegidos contra cualquier cuestionamiento y mantener dentro de nuestro compromiso con un mundo social nuestro poder de criticarlo, oponernos a él y reformarlo. Lo que está en juego aquí es, por último, algo que va más allá de la búsqueda de un crecimiento económico con inclusión social y oportunidades más amplias y más igualitarias. Es nuestra habilidad de darle una consecuencia práctica a la doctrina esencial de la democracia: fe en los poderes constructivos de los hombres y las mujeres comunes y el compromiso de elevarlos y engrandecerlos.
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LOS PAÍSES EN DESARROLLO: CRECIMIENTO CON INCLUSIÓN LA EXPERIENCIA RECIENTE DE LOS PAÍSES EN DESARROLLO nos brinda dos lecciones fundamentales. Son contradictorias sólo en apariencia. La primera lección es que los países crecen, aunque suelen hacerlo con tremendos aumentos en la desigualdad, cuando dejan en libertad las fuerzas del mercado. La segunda lección es que los que más han crecido -China y, en menor medida, India- son los menos obedientes a la fórmula que les han impuesto los gobiernos, los financistas y los académicos de los países ricos. Los países en desarrollo que han alcanzado mayor éxito son los que han sido más pródigos en innovaciones institucionales, especialmente en innovaciones en la definición institucional de la economía de mercado propiamente dicha. También han sido los países que más han insistido en levantar un escudo para proteger la herejía nacional referida a la estrategia de desarrollo y a la organización institucional. El escudo ha estado form ado por iniciativas en las políticas que amplían el margen de maniobra de los gobiernos nacionales. La fórmula gana dora fue: mercados y globalización, sí, pero sólo en nuestros propios términos. No obstante, aun los herejes de relativo éxito han fracasado en lo más importante: el crecimiento con inclusión y el empoderamiento del individuo. En China, cientos de millones de personas viven en un purgatorio de desempleo, inseguridad y miedo. En India, la mayor parte de la población sigue trabajando en las s ombras de una economía informal, sin derechos ni esperanzas. En China, la afirmación de la independencia nacional sigue enredada en una dictadura que ha dejado de creer en la fe revolucionaria que alguna vez utilizó para justificar sus actos de opresión. E n India, la política democrática no ha logrado trasladar la promesa de una idea nacional a la realidad de potencial y oportunidad para el trabajador común. En todo el mundo en desarrollo, innumerables seres humanos, aun si no padecen hambre, se agitan en un vacío de derecho y de oportunidades. Ya han recibido el mensaje: saben que son como dios. Sin embargo, no pueden ponerse de pie. Hay otro camino. Está basado en las lecciones de esta experiencia reciente, especialmente en los logros exitosos pero truncos de la innovación institucional y la rebeldía nacional. Su hipótesis de trabajo es que los países en desarrollo no pueden alcanzar el objetivo del crecimiento con inclusión dentro del estrecho rango de formas de una economía de mercado, una democracia repr esentativa y una sociedad civil libre establecido en la actualidad en los países ricos del Atlántico Norte. Y si bien debe variar según las condiciones de cada país y cada momento, la dirección básica en que apunta es pertinente a una amplia gama de circunstancias
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del presente. Hay cuatro ejes de cambio que definen este programa alternativo.
Juntos, sugieren una dirección, no un plan detallado. Eso es precisamente lo que puede brindar un argumento programático: una dirección y una serie de pasos a seguir. El primer eje es levantar un escudo en torno a la herejía: un conjunto de políticas y
ordenamientos que permitan a los países recurrir a los mercados y a la globalización en sus propios términos, en términos que hagan del crecimiento con inclusión social algo por lo menos pensable y factible. Levantar un escudo como éste es rechazar decididamente el equivalente funcional contemporáneo al estándar del oro. El objetivo del estándar del oro del siglo XIX -se ha destacado- fue lograr que el nivel de la actividad económica dependiera del nivel de la confianza empresarial. De esta manera, ató las manos de los gobiernos nacionales en provecho de quienes controlaban la riqueza financiera. El equivalente funcional de este régimen perimido se les impone hoy a algunos sumisos países en desarrollo; no lo adoptan con diligencia las economías más ricas. Sus componentes son: la conformidad con un nivel bajo de ahorro interno y la consiguiente dependencia del capital extranjero; un bajo nivel de recaudación fiscal, excepto cuando se necesita un nivel alto de recaudación para el servicio de la deuda interna, que es en sí mismo un medio para transferir riqueza de los trabajadores y los productores a los rentistas, y una libertad casi irrestricta para que el capital circule tanto como lo permitan las condiciones locales. El resultado práctico es que se fortalece la necesidad de los gobiernos nacionales de cortejar a los mercados internacionales de capital. Sin embargo, en lugar de ser denunciada por la servidumbre voluntaria que representa, esta dependencia es aceptada como una ventaja. Supuestamente, evita que los gobiernos se entreguen a las aventuras populistas y a la irresponsabilidad que - según los temores de los custodios de la seudoortodoxia- adoptarían estos gobiernos si no estuvieran
limitados por dicha dependencia. El escudo erigido en torno a la herejía es la alternativa decisiva a esta sombra del oro. El primer elemento que debe formar parte del escudo es un mayor nivel de ahorro interno, que incluso puede ser forzoso. E l reconocimiento de que el ahorro es más una consecuencia del crecimiento que su causa debe ser superado por el imperativo
estratégico de gozar de mayor libertad para desafiar a los mercados financieros. Una movilización forzosa de los recursos nacionales puede requerir ahorro obligatorio especialmente ahorro obligatorio en fondos de pensión- en una escala marcadamente progresiva.
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El mayor ahorro resulta inútil y hasta peligroso si no se lo canaliza adecuadamente hacia la producción. Las ideas predominant es en la actualidad e incluso la nomenclatura aceptada impiden abordar un modo en que los ordenamientos institucionales de una economía ajusten el vínculo entre el ahorro y la producción o lo aflojen; permiten, en cambio, que gran parte del potencial productivo del ahorro se dilapide en un casino financiero. La verdad, sin embargo, es que aun en las economías más ricas la producción se financia en gran medida con las ganancias acumuladas de las em presas. Tan sólo una pequeña parte del inmenso ahorro acumulado en bancos y mercados financieros tiene una relación directa y constante con el financiamiento de la actividad productiva. El segundo elemento del escudo en torno a la herejía debe ser, por lo tanto, un esfuerzo por ajustar dichas relaciones, tanto dentro como fuera de los mercados de capital existentes. Los mecanismos para realizar dicho ajuste incluyen los que llevarían a cabo el trabajo que el capital de riesgo dejó sin hacer: por ejemplo, fondos competitivos administrados de manera independiente tend rán que canalizar parte del ahorro obligatorio hacia la empresa emergente. Un tercer elemento del escudo en torno a la herejía es el realismo fiscal -un gobierno decidido a vivir sin exceder sus medios- aun a costa de renunciar por un tiempo al manejo contracíclico de la economía. El papel del realismo fiscal en el escudo en torno a la herejía es, sin embargo, el reverso de su función dentro de la seudoortodoxia que las naciones más ricas les recomiendan ahora a las más pobres: fortalecer el poder de desarrollarse siguiendo un sendero divergente. La única manera de asegurar a corto plazo la elevada recaudación fiscal que requiere un realismo fiscal de este tipo y minimizar al mismo tiempo su efecto negativo sobre los incentivos al ahorro, el trabajo y la inv ersión es depender en gran medida de impuestos como el IVA, reconocidamente regresivo: son impuestos que caen de manera no proporcional sobre los contribuyentes, y que limitan su capacidad de ahorro debido a que ganan menos. El diseño del sistema incluye un sacrificio de la justicia que puede ser compensado no sólo con el gasto social redistributivo que produce; también puede propugnar un programa más amplio con mayor potencial de creación de oportunidades. Una vez que la herejía está establecida, el foco de la tributación puede comenzar a desplazarse hacia los objetivos adecuados: la jerarquía de estándares de vida (que debe ser gravada por un impuesto marcadamente progresivo sobre el consumo individual) y la acumulación de poder económico (que debe ser gravada por un fuerte impuesto a la riqueza, especialmente cuando es transmitida por donaciones y herencias de familia).
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Un cuarto elemento en el escudo en torno a la herejía es un oportunismo táctico sin remordimientos en el tratamiento del movimiento de dinero. El economizar cuidadosamente las reservas nacionales y la imposición de limitaciones estrictas pero temporales sobre los movimientos de capital pueden ser seguidos por una convertibilidad completa de la moneda local y una libertad irrestricta para mover capitales, según lo dicten las circunstancias. Esta manera de levantar un escudo en torno a la herejía nacional es establecer una economía de guerra sin guerra: la movilización forzosa de recursos que permite a los peticionarios convertirse en rebeldes. Levantar el escudo colabora a crear el espacio en el que un país en desarrollo puede equipar mejor al individuo, democratizar el mercado y profundizar la democracia. El segundo eje de una alternativa progresista es equipar al in-dividuo. El objetivo rector de la política social no debería ser alcanzar mayor igualdad; sólo la
reorganización de la economía y de la política puede hacer contribuciones fundamentales para el logro de tal fin. El objetivo es fortalecer las capacidades del individuo. El centro d e la política social deber ser, por lo tanto, la educación. La
organización de la educación puede servir de modelo parcial para otros servicios públicos. La responsabilidad fundamental de la educación en una democracia, ya se trate de países ricos o pobres, debe ser equipar al individuo para que actúe y piense ahora, en la situación existente, brindándole al mismo tiempo los medios para superar dicha situación. Cuestionar y corregir el contexto, incluso de manera gradual y reducida, no sólo es condición para que nuestros ideales e intereses se hagan realidad más plenamente; también es una expresión indispensable de nuestra humanidad como seres cuyos poderes de experiencia e iniciativa nunca se agotan en los mundos sociales y culturales en los que nos tocó nacer. La escuela debe ser la voz del futuro. Debe rescatar al niño de su familia, su clase, su cultura y su período histórico. En consecuencia, no debe ser la herramienta pasiva de la comunidad local ni de la burocracia gubernamental. En su base de recursos, la escuela debe compensar las desigual dades más que
consolidarlas; nunca debe depender de las finanzas locales. Debe haber estándares mínimos de inversión por cada niño y de rendimiento por cada escuela. Las autoridades locales y nacionales deben intervenir correctivamente cuando no se cumple con estos estándares. En sus contenidos, la educación debe estar centrada en un núcleo de habilidades generales y preparar la mente para el compromiso con una cultura experimentalista. En su actitud hacia el sistema de clase, debe estar
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preparada para agudizar más que para suprimir la contradicción entre clase y meritocracia. En sociedades en las cuales la transmisión de las ventajas he -redadas a través de la familia sigue siendo una fuerza poderosa, ningún ordenamiento tiene más posibilidades de despertar interés y ambición que el que prodiga oportunidades y apoyo especiales a los estudiantes más talentosos y trabajadores, especialmente cuando luchan en situación de desventaja. Nada tiene más posibilidades de socavar las desigualdades establecidas, tanto a corto como a largo plazo, que formar una contraélite republicana equipada para derrotar y desposeer a una elite de herederos. Esta contraélite bien puede resultar tan egoísta como sus predecesoras. Puede ser la beneficiaría de desigualdades que no son mucho más justas sino más útiles. Sin embargo, su ascenso será el signo de nuevos conflictos que pueden contribuir al progreso de un programa como el que hemos delineado aquí. El escudo en torno a la herejía habrá sido levantado en vano, el individuo a quien se le ha delegado poder quedará sin oportunidades de utilizar sus energías productivamente si un país no logra organizar un crecimiento económico con inclusión social. En las condiciones del mundo contemporáneo tal organización exige que se modifiquen las formas actuales de la economía de mercado. Los doscientos años de disputa ideológica nos han acostumbrado a pensar que estamos ante la elección entre economía de mercado o economía dirigida, o un poco de cada una. Esta manera de pensar oculta uno de los problemas principales de las sociedades contemporáneas; la solución a este problema se ha vuelto decisiva para el futuro de los países en desarrollo. No basta con regular el mercado o con compensar las desigualdades que éste genera recurriendo a la tributación y a la transferencia redistributiva. Es necesario reinventar el mercado: redefinir los ordenamientos institucionales que lo hacen ser lo que es. En este esfuerzo hay dos tareas principales. La primera es establecer la base para una serie de avances desestabilizadores progresivos en el crecimiento económico, tanto del lado de la oferta como del lado de la demanda. Cada uno de estos
avances extiende los límites de lo que la economía es capaz de producir y brindar en su condición actual. Por lo tanto, cada uno genera una pequeña crisis que sólo puede resolverse por medio de otros avances en los campos de la oferta o de la demanda. Cada uno le agrega algo al proyecto de hacer más incluyendo a más. Como resultado, se despierta una fiebre de actividad productiva, no suprimiendo el
mercado, sino ampliando las oportunidades de participar en él. No es posible ampliar las oportunidades de involucrarnos en la actividad del mercado si
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simultáneamente no se reorganiza la forma institucional conocida de una economía de mercado. La segunda tarea es imponer un mecanismo riguroso de selección competitiva sobre las creaciones de una actividad productiva tan febril. Aunque claramente diferenciadas en lo conceptual, las dos tareas pueden y deben llevarse a cabo simultáneamente. Las intervenciones progresivas que son necesarias en la economía en el campo de la oferta pueden comprenderse fácilmente mediante un ejemplo histórico. La nación estadounidense del siglo XIX, forjada en el terrible yunque de la esclavitud africana, creó, a pesar de todo, mercados en agricultura y en finanzas más descentralizados e inclusivos que todos los existentes hasta entonces. La disputa por la tierra y por la agricultura terminó con la creación de un sistema agrario de eficiencia sin precedentes, basado tanto en una sociedad estratégica entre el gobierno y la granja familiar como en la competencia cooperativa entre las granjas familiares. La disputa por los bancos nacionales terminó con su desmantelamiento y con la creación del plan más descentralizado y efectivo que jamás se haya visto para poner el ahorro a disposición del productor y del consumidor. Es probable que este ejemplo en particular ya no sea aplicable a los problemas de hoy, pero el principio que expresa, sin embargo, no ha perdido su fuerza en absoluto. Democratizar hoy el mercado de manera semejante es parte de lo que, en
gran medida, debe hacerse en todo sector de toda economía nacional en el mundo entero. Lo que es útil en todas partes se ha vuelto perentorio en los países en desarrollo. La intervención progresiva en el campo de la oferta debe adoptar, por lo tanto, la forma de innovaciones institucionales que amplíen de manera radical el acceso al crédito, a la tecnología y a la experiencia; que ayuden a identificar, desarrollar y difundir los experimentos locales productivos y las innovaciones tecnológicas que han demostrado ser más exitosas. La idea de un ascenso evolutivo inflexible según el cual los países en desarrollo deberían convertirse en plataformas para la industria rígida de la producción tradicional, que ahora está declinando en las economías más ricas, debería rechazarse a priori. Suponer que las prácticas de cooperación favorables a la in-novación y a la competencia cooperativa son una prerrogativa de la producción de alta tecnología e intensiva en conocimiento propia de los países más ricos es un prejuicio que no se apoya en los hechos. El objetivo debe ser difundir estas prácticas a destiempo y antes de tiempo; ayudar a que se establezcan incluso en sectores de la economía
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que podríamos considerar rudimentarios por su propia naturaleza y favorecer su difusión en toda la economía nacional sin depender de un plan maestro impuesto desde arriba por el Estado. Ni el modelo estadounid ense de regulación a distancia de las empresas por parte del
gobierno ni el modelo del noreste asiático de formulación de la política comercial e industrial por parte de una burocracia central están a la altura de esta tarea. Es probable que llevarla a cabo exija una forma de coordinación estratégica entre la acción pública y la iniciativa privada que sea pluralista más que unitaria, participativa más que autoritaria y experimentalista más que dogmática. El apoyo del sector público a la empresa privada sólo puede justificarse si hay una ampliación de las oportunidades: más oportunidades para más agentes económicos y en términos más variados. Lo que, considerado de manera estadística, tiene la apariencia de subsidios gubernamentales a los intereses privados puede ser, si se lo considera de manera dinámica, acciones tendientes a ampliar un mercado mediante el rediseño de los ordenamientos institucionales que lo definen. Una multitud de fondos y centros de apoyo técnico que están a mitad de camino entre el gobierno y las empresas privadas pueden desempeñar un papel de importancia en este trabajo. Y a partir de los diferentes tipos de relaciones que dichos fondos y centros pueden establecer con las firmas que son sus clientes, pueden surgir gradualmente regímenes alternativos de propiedad privada y social, múltiples maneras de organizar la coexistencia de intereses en los mismos recursos productivos. Estos múltiples regímenes de propiedad privada y social comenzarían entonces a coexistir experimentalmente dentro de la misma economía nacional. La forma clásica de propiedad privada del siglo xix, que le permitía al dueño hacer lo que quisiera, a su propio riesgo, con los recursos de que disponía, debería ser uno de estos regímenes. No debería ser el único. ¿Por qué atar a los poderes productivos de la sociedad a una única versión de la economía de mercado? El rediseño de la economía en el campo de la oferta debe tener como contrapartida una inclinación en la economía en el campo de la demanda hacia mayores remuneraciones al trabajo. Ningún principio del pensamiento económico actual está más arraigado ni resulta más revelador que la concepción de que las remuneraciones al trabajo no pueden elevarse por encima del crecimiento de la productividad; se supone que la inflac ión anulará cualquier intento de hacerlas elevarse más
rápidamente. No obstante, las inmensas diferencias entre países con niveles comparables de desarrollo económico y con una participación comparable del trabajo en el ingreso nacional demuestran la false dad de esta concepción, tan
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similar a la idea de Marx de la convergencia de todas las economías capitalistas en una misma tasa de plusvalía. El sesgo ascendente en las remuneraciones reales al trabajo es una base
indispensable para la profundización de un mercado de consumo masivo. Permite una estrategia de crecimiento económico que trate las exportaciones y la globalización como una expresión del mismo vigor que también debe manifestarse en el mercado interno. Los métodos de lograr el sesgo ascendente debe n ser tan variados como las circunstancias de los países en desarrollo. En lo alto de la jerarquía salarial, por ejemplo, una técnica posible es generalizar gradualmente el principio de la participación del trabajador en los beneficios de la empresa. En la base de la jerarquía salarial, a menudo puede resultar mejor ofrecer incentivos o hasta subsidios directos para el empleo y la capacitación de los trabajadores menos capacitados y de ingresos más bajos. En el centro de la jerarquía salarial, la base de progreso más promisoria puede residir en un régimen de derecho laboral que, sindicalizan- do automáticamente a todos, cree una tendencia hacia la inclusión de
amplias categorías de trabajadores en las negociaciones sobre salarios y derechos. Este aumento de la actividad productiva mediante la ampliación de oportunidades
tanto en los campos de la oferta como en los de la demanda de la economía debe estar seguido en todo momento por una radicalización de la competencia. En cada sector de la gran empresa establecida deben dejarse sin efecto los acuerdos especiales entre el gobierno y los intereses privados; se les debe imponer el "capitalismo" a los "capitalistas". La combinación de fecundidad en la actividad económica con un mecanismo implacable de selección competitiva es la receta para un progreso rápido y sostenido. Reformas como las descriptas en estos tres primeros lineamientos para una
alternativa progresista en los países en desarrollo nunca serán el don de una elite iluminada para una ciudadanía pasiva. Sólo pueden prosperar y arraigarse en un clima de movilización popular intensa pero organizada. Dependen de una facilidad para la práctica reiterada de la reforma estructural, la reforma de las prácticas y las instituciones que dan forma a las rutinas aparentes de la vida social. Exigen que ese elevarse del individuo no tenga como contraparte la rigidez de las prácticas y los ordenamientos establecidos. Requieren mucho más espacio para la divergencia y la experimentación en todos los sectores de la sociedad que el que hoy existe en cualquier lugar. Su efecto general es hacer que la transformación no dependa de la crisis. Convierten el cambio en algo "endógeno" respecto de la vida social y económica: se redefine como proyecto lo que los teóricos sociales europeos
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clásicos consideraban erróneamente como un hecho establecido. Convierten la política democrática en una máquina para la invención permanente del futuro. Un cuarto eje para una alternativa es, por lo tanto, el establecimiento de las instituciones de un a democracia de alta energía. Debe haber un conjunto de ordenamientos institucionales que colaboren para asegurar un nivel elevado y permanente de compromiso popular organizado en la
política. Una política fría, des-movilizada, no puede ser un medio eficaz para la reorganización de la sociedad. Una política caliente, movilizada, es compatible con la democracia sólo cuando sus energías se canalizan a través de las instituciones. Es un objetivo que debe alcanzarse como efecto acumulativo y combinado de muchos instrumentos. Un ejemplo de estos instrumentos es un acceso libre y más amplio de los partidos políticos y los movimientos de masas organizados a los medios de comunicación masivos. Otro ejemplo es el financiamiento de origen exclusivamente público de las campañas electorales y la prohibición de todo uso de recursos privados. Es preciso diseñar un segundo grupo de instituciones para acelerar el ritmo de la política. Por ejemplo, la elección directa de un presidente poderoso puede contribuir a socavar y a dejar sin efecto los acuerdos elaborados entre las elites económicas y las políticas. No obstante, se debe eliminar de un régimen presidencial la tendencia al impasse que tiene en el esquema por el cual Madison diseñó en la Constitución de Estados Unidos una forma de retrasar y contener los usos transformadores de la política: una tabla de correspondencias entre el alcance de reconstrucción de un proyecto político y la dureza de los obstáculos constitucionales que debe superar para su ejecución. Esta lógica puede revertirse mediante innovaciones simples: por ejemplo, otorgar tanto a la rama ejecutiva del gobierno como a la legislativa el poder de llamar a elecciones anticipadas para romper el impasse programático. Ambas ramas tendrían que enfrentarse a la prueba electoral. Un régimen puramente parlamentario podría lograr un resultado similar siempre y cuando los elementos de la democracia directa -incluyendo plebiscitos programáticos exhaustivos y una participación directa en el diseño y la implementación de las políticas por parte de las bases- evitaran que el régimen parlamentario degenerara hasta convertirse en un conjunto de acuerdos secretos pactados a la sombra de la dictadura de un primer ministro. Un tercer conjunto de ordenamientos que formen la agenda institucional de una
democracia de alta energía ampliaría enorme-mente las oportunidades de intentar, en regiones particulares de un país o en sectores particulares de la economía,
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maneras diferentes de hacer las cosas. A medida que avanzamos por un sendero
determinado a través de la política nacional debemos tener la capacidad de minimizar los riesgos. La manera de minimizar los riesgos es radicalizar el principio que está formulado, pero que ha quedado sin desarrollar, en el federalismo tradicional. Los gobiernos locales o las redes de negocios o de organizaciones sociales deben tener la libertad de excluirse de las soluciones predominantes siempre que al hacerlo no establezcan una forma de opresión o dependencia de la cual sus miembros no puedan luego escapar prontamente. Un cuarto componente de la organización institucional de la democracia de alta energía debería ser la dotación y el empoderamiento del individuo, que debe poseer un conjunto básico de derechos y beneficios totalmente independientes del trabajo en particular que realice. Tan pronto como lo permitan las circunstancias
económicas, debería comenzar a introducirse un principio de herencia social. Bajo este principio, el individuo podría recurrir, en momentos decisivos de su vida -el inicio de los estudios universitarios, la compra de una vivienda, la apertura de un negocio- a una cuenta de dotación social con recursos básicos. La herencia social
para todos reemplazaría gradualmente la herencia familiar para unos pocos. También se debería diseñar y equipar una rama del gobierno para intervenir en organizaciones o prácticas particulares que conservaran formas arraigadas de desventaja o exclusión de las que el individuo no pudiera escapar por los medios disponibles de acción económica y política. Un quinto componente de la conformación de la democracia de alta energía es el intento de combinar rasgos de la democracia representativa y de la democracia directa incluso en los Estados más grandes y más populosos. Los medios son en gran medida los mismos que contribuirían en la composición de las dos primeras partes: la intensificación del nivel de participación popular organizada en la política y el movimiento hacia una rápida ruptura del impasse mediante una convocatoria a la base social en general. Estos medios incluyen el uso de amplios plebiscitos programáticos acordados entre las ramas políticas del gobierno, así como la participación de las comunidades locales -organizadas por fuera de la estructura del gobierno tanto como de las empresas- en l a formulación y la puesta en práctica de
la política local social y económica. El objetivo no es sólo disolver la estructura sin desorganizar la política, sino también convertir la experiencia de la acción efectiva en una experiencia habitual de la vida cotidiana. Todo este programa, que señala una dirección de cambio acumulativo en prácticas e instituciones, ubica el reclamo de justicia social y empoderamiento del individuo del lado de la energía constructiva y la innovación perpetua. Su objetivo no es só lo
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moderar la impiedad de un mundo cruel, sino también convertirse en una expresión práctica de fe en nuestra habilidad de hacer la búsqueda de éxito material compatible con las promesas de la democracia. Esta fórmula también se aplica a las circunstancias y a las perspectivas de las democracias ricas del Atlántico Norte.
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EUROPA: LA REINVENCIÓN DE LA SOCIALDEMOCRACIA LA SOCIALDEMOCRACIA -la forma más admirada de sociedad avanzada- se encuentra en retroceso en su propia Europa natal desde hace mucho tiempo. A los
ojos del mundo, Europa ha representado la promesa de una forma de economía de mercado y de globaliza ción más inclusiva e igualitaria que la que se asocia con los ordenamientos estadounidenses y el poder de Estados Unidos. El futuro de este retroceso, por ende, está cargado de significación para todos. Se han abandonado, uno tras otro, los compromisos tradicionales de lo que alguna
vez fue descripto como el "modelo renano": la protección de los trabajadores contra las depresiones económicas; la protección de las pequeñas empresas, especialmente las fa-miliares, contra la gran empresa; la defensa de quienes gestionan las empresas desde adentro contra el cortoplacismo de los mercados bursátiles. Fueron sacrificados para proteger lo que con razón se considera más valioso: la posibilidad de negociar "contratos sociales" que distribuyan las cargas de manera equitativa para optimizar la obtención de logros comunes y la preservación de derechos sociales generosos, posibles gracias a una elevada carga tributaria. La preservación de estos derechos resultó ser la última línea defensiva de la socialdemocracia. Todo lo demás se está cediendo, lenta pero implacablemente, en nombre de los imperativos despiadados del realismo fiscal, la flexibilidad económica y la competencia global. ¿Deberían los progresistas de los países ricos aferrarse a este modelo histórico, ahora despojado, a la espera de la primera oportunidad para restituir parte de su contenido tradicional? ¿O deberían proponer un cambio de dirección más fundamental? Las respuestas a estas preguntas surgen de una comprensión del fracaso de los acuerdos históricos que han dado forma a las socialde mocracias europeas para enfrentar hoy los principales problemas de sus sociedades. La socialdemocracia se consti tuyó a partir de una retirada. En su etapa de
formación, se retiró del intento de reorganizar tanto la producción como la política. A cambio de esta retirada logró una posición fuerte en el área de la redistribución compensatoria del ingreso. No era posible - según creían los fundadores de la socialdemocracia moderna- reorganizar la política y la economía en las circunstancias de su tiempo. No obstante, era posible humanizarlas. Gran parte de esa humanización consistía en un esfuerzo exitoso por dotar a las personas de medios para defenderse contra las consecuencias de la incertidumbre económica. En la actualidad, en cambio, las políticas de redistribución compensatoria retrospectiva no pueden enfrentar adecuadamente los principales problemas de
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Europa o, de hecho, de ninguna de las sociedades avanzadas. La socialdemocracia
necesita reingresar a las dos áreas de las que se retiró demasiado temprano: la organización de la producción y de la política. Tal vez la verdad de esta afirmación no resulte aparente a simple vista, porque hay, por lo menos, dos grupos de mejoras -fundamentales para el futuro de la socialdemocracia- que parece posible alcanzar dentro de los límites del acuerdo socialdemócrata histórico. Sin embargo, si se las observa más cuidadosamente, estas mejoras resultan ser meros requisitos previos o puentes para llegar a un mundo de intereses que están más allá de los límites de la socialdemocracia tradicional. La primera de estas mejoras se refiere a la provisión de servicios sociales. Los ciudadanos de todas las socialdemocracias pagan un alto precio por los servicios públicos a través del pago de impuestos elevados. Pueden reclamar con razón que estos servicios mejoren. El modelo de servicios estandarizados que debe proveer UI1a burocracia especi alizada en educación, salud o asistencia social es la
contrapartida administrativa de una forma de producción industrial que se ha vuelto anticuada: la producción de bienes y servicios estandarizados con máquinas y procesos de producción rígidos, sobre la base de una organización del trabajo marcadamente jerárquica y una rígida especialización de las funciones. El Estado debería brindar de manera directa sólo aquellos ser-vicios que son demasiado complicados, demasiado caros o simple-mente demasiado novedosos para que puedan brindarlos proveedores privados. No obstante, los proveedores privados no deberían ser sólo empresas. Deberían ser cualquier tipo de organización o equipo que pueda surgir para llevar a cabo la tarea. No basta con esperar tal respuesta activa y emprendedora de la sociedad civil; es necesario provocarla, nutrirla y organizaría. El gobierno debería tener un doble papel en la provisión de los servicios públicos. Uno de ellos debería ser obtener y moni - torear el espectro más amplio de provisión de servicios, tanto de la economía privada como de la sociedad civil. No basta con la regulación a distancia. Es posible que a menudo el gobierno deba involucrarse de manera más íntima para atraer e incluso dar forma a proyectos de esta índole. La diversidad competitiva en la provisión de servicios debería ser tanto el objetivo como el método. Sin embargo, la empresa rentable no es el único agente, ni siquiera el más adecuado. El otro papel del gobierno en la provisión de servicios públicos debería ser el de actuar como una vanguardia, desarrollando experimentalmente nuevos servicios o nuevas maneras de proveer los antiguos servicios. El principio
rector no es la imposición burocrática ni la elección del consumidor en el mercado.
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Es la diversificación experimental sobre la base de un conjunto de asociaciones informales entre iniciativas gubernamentales y no gubernamentales. La segunda mejora que puede parecer compatible con los límites históricos de la socialdemocracia se relaciona con la conducción de la política económica. En las sociedades avanzadas de todas partes, quienes ven la principal obligación económica del Estado como la gestión contracíclica de la economía han sido censurados. La política monetaria fue entregada a quienes manejan los bancos centrales, escépticos respecto de los beneficios de operar con la oferta monetaria, mientras que la política fiscal está en manos de políticos que han aprendido que los costos de financiar el déficit pueden ser más duraderos que sus beneficios. No obstante, ¿se utilizará el llamado al realismo fiscal simple -mente para lograr y mantener la confianza financiera, identificando los caprichos de los mercados de
capitales con los dictados de la sabiduría económica? ¿O acaso los gobiernos usarán la prudencia fiscal para liberarse de estos caprichos? El realismo fiscal no es un programa, ni siquiera un programa de política macroeconómica. Es simplemente una precaución, que se justifica por la ampliación de la libertad de maniobra que debe usarse luego. No nos enseña cómo usar esta costosa libertad. Un gobierno que ha renunciado en gran medida al uso con tracíclico de la política
monetaria y fiscal, con la decisión de evitar la emisión sin respaldo y de vivir dentro de sus posibilidades, tiene, sin embargo, una tarea e conómica de enorme importancia: asegurarse de que el potencial productivo del ahorro privado se emplee de manera más efectiva. El capital de riesgo -el financia- miento de empresas emergentes- sigue siendo una industria diminuta. No ha logrado hasta ahora cumplir con la esperanza de convertirse en la expresión consumada del papel de las finanzas en la producción. Tanto en los países ricos como en los países en desarrollo es vital reconocer que el grado en que el ahorro acumulado de la sociedad actúa en pro de la producción especialmente de la nueva producción- depende de la manera en que la economía esté verdaderamente organizada. El papel del capitalista de riesgo -identificar la oportunidad, reclutar personal, nutrir organizaciones y por último financiarl as a cambio de una participación-, todo esto debe suceder en una escala mucho mayor. Si con su organización actual el mercado se rehúsa a hacerlo, el Estado debe ayudar a establecer los fondos y los centros que harán las veces de mercado, reproduciendo sus características de independencia, competencia y responsabilidad. Si los gobiernos nacionales se han fortalecido con la prudencia fiscal, deben usar la
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libertad resultante para ayudar a estrechar los vínculos entre el ahorro y la producción, para ayudar a promover la ambición y el espíritu emprendedor. Con tales avances en la organización de los servicios públicos y de las finanzas, la socialdemocracia se toparía con una frontera de problemas que se proyectan más allá de los compromisos históricos que le dieron forma. Los países europeos se enfrentan ahora a tres grupos de problemas que sólo pueden abordarse mediante iniciativas que exigen la misma reorganización de la producción y de la política que la socialdemocracia abandonó en el proceso de convertirse en lo que es hoy. El primero de esos problemas es la estrechez de la base social y educativa para
acceder a los sectores más avanzados de la economía: los sectores en los que hoy se encuentra la cooperación favorable a la innovación, responsables de una parte cada vez mayor de la creación de nueva riqueza. En todas las economías avanzadas, tales vanguardias productivas todavía son relativamente pequeñas y su vínculo con el resto de la economía sigue siendo débil. La gran mayoría de las personas que logran salir de la pobreza quedan excluidas de dichas vanguardias así como de las instituciones educativas que brindan una preparación para acceder a ellas. En todas las economías avanzadas, estas vanguardias tienen prácticamente la exclusividad en cuanto a las pr ácticas de cooperación favorable a la innovación que, de lo contrario, florecen en sectores de elite muy alejados del sistema de producción, como las escuelas y las universidades experimentales, las iglesias misioneras, las unidades de comando y las orques tas sinfónicas. El tamaño relativamente reducido y el aislamiento de los sectores avanzados de la producción -responsables de una parte tan considerable de la innovación técnica y económica así como de una porción cada vez mayor de la creación de nueva riqueza- generan, como subproducto, una carga pesada sobre las finanzas públicas. Las desigualdades causadas por las divisiones estructurales de una economía organizada de manera jerárquica deben ser atenuadas retrospectivamente por la transferencia redistributiva financiada por una elevada carga fiscal. La equidad y la eficiencia se convierten en adversarios y el Estado en Sísifo. Es necesario ampliar radicalmente el acceso social y educativo a estas vanguardias productivas y, sobre todo, a las maneras de trabajar y de pensar que las convierten
en lo que son. Esta ampliación debe combinarse con una gran expansión del área de la vida social y económica en la que se afianzan las prácticas avanzadas del experimentalismo productivo y educativo. No sólo debe ensancharse la vía de acceso a los sectores avanzados existentes, también deben tras-plantarse los métodos de
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trabajo e invención que florecen dentro de estos sectores a muchas otras partes de la economía y la sociedad. Las socialdemocracias ricas no pueden lo grar estos objetivos sólo mediante la
regulación gubernamental de las empresas y la reasignación de recursos. Tampoco pueden alcanzarlos esperando que los produzca el mercado tal como está organizado actualmente. El modelo estadounidense de regulación a distancia de las empresas no lo hará; tampoco lo hará el método del noreste asiático, con una burocracia que formula la política comercial e industrial desde arriba. Las socialdemocracias necesitan desarrollar un modelo de coordinación descentralizada entre el gobierno y la empresa privada. El propósito de este modelo debería ser igual a las acciones del gobierno que durante el siglo xix contribuyeron en Estados Unidos a crear un sistema agrícola de éxito extraordinario: no vencer a un mercado; crearlo ampliando los términos de acceso a los recursos y las oportunidades productivas. Hay dos tipos de iniciativas cruciales: una, económica; la otra, educativa. La iniciativa económica es la generalización de la operación del capital de riesgo más allá de los confines tradicionales de la industria privada de capital de riesgo. A mitad de camino entre el gobierno y las empresas privadas debe haber un grupo de fondos y centros de apoyo que lleven a cabo la tarea de facilitar el acceso al crédito, la experiencia y los mercados. Cuando los agentes existentes no realizan esta tarea, son esos fondos y esos centros los que deberían hacerlo. Gran parte de su trabajo debería consistir en identificar y difundir las prácticas locales exitosas y en acelerar la innovación. Pero no pueden llevar a cabo esta misión a menos que, aislados de la presión política y sujetos a la presión competitiva, sean capaces de reproducir e incluso de radicalizar los principios de un mercado. No es necesario que las asociaciones entre dichos fondos o centros de apoyo y sus
empresas clientes sigan un modelo único; el rango se extiende desde compartir estrechamente los riesgos y las tareas hasta una relación relativamente distante de financia- miento y asistencia técnica a cambio de acciones. Tanto en estas propuestas como en las formuladas anteriormente para los países en desarrollo, los diversos tipos de acuerdos entre las empresas emergentes y las organizaciones que las asisten pueden contener la simiente de regímenes alternativos de propiedad privada y social -diferentes maneras de organizar la coexistencia de participación en los recursos productivos- que deberían comenzar a coexistir experimentalmente
dentro de la misma economía. La izquierda no debería ser la que intenta suprimir el mercado; tampoco la que trata meramente de regularlo o de moderar sus desigualdades mediante la redistribución
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compensatoria retrospectiva. Debería ser la que propone reinventar y democratizar el mercado ampliando el espectro de sus formas legales e institucionales. Debe ría convertir la libertad de combinar los factores de producción en una libertad más amplia para experimentar con los ordenamientos que definen el entorno institucional de la producción y el intercambio. La iniciativa educativa que complementa estas innova ciones económicas debería
incluir la provisión de una forma de educación permanente centrada en el dominio de habilidades prácticas y conceptuales integrales. Tal dominio le permite al individuo moverse de un trabajo a otro y participar en una forma de pro ducción que se convierte cada vez más en una práctica de aprendizaje colectivo y de innovación permanente. La escuela no sólo debe equipar al niño con herramientas de acción efectiva; también debe dotar al estudiante de la capacidad y el hábito de la experimentación perpetua y gradual. En todo ámbito de pensamiento y práctica, no importa cuán modesto sea, debe enseñarle al individuo cómo investigar y cómo proceder a los pasos siguientes. Las personas deben tener la posibilidad de retomar los estudios periód icamente, a expensas tanto del gobierno como de sus propios empleadores; no hay parte de la dotación social básica más importante que el derecho a una educación permanente. Y aquí, tanto como en los países en desarrollo, ni el financiamiento de las escuela s ni la elección del personal para ellas deben estar bajo la influencia de la desigualdad de recursos entre diferentes localidades. Esta última precaución puede tomar una forma más general. En la actualidad, la Unión Europea está evolucionando de acuerdo con el principio de centralizar la regulación económica pero manteniendo políticas sociales y educativas de carácter local. De hecho, debería predominar un criterio exactamente inverso. La experimentación económica sobre el terreno debería tener un espectro cada vez más amplio. La responsabilidad central de la Unión, en cambio, debería ser garantizar la dotación -especialmente la educativa- de todos los ciudadanos que la integran. El segundo problema que supera los límites de los acuerdos históricos que dier on forma a las socialdemocracias es el debilita- miento de la base de cohesión social. La práctica de realizar pagos de transferencia compensatoria -el componente fundamental del seguro social- es un logro de importancia incuestionable, que ha salvado a cientos de millones de personas de la pobreza, la indignidad y el miedo. No obstante, no puede tener la función de consolidar el tejido social. En todas las socialdemocracias contemporáneas los individuos pertenecen a mundos sociales que se están apartando rápidamente. La importancia residual de la solidaridad social
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se ha convertido en un movimiento de cheques por correo: a través del Estado, los recursos pasan desde quienes hacen dinero en las vanguardias productivas, por ejemplo, a quienes necesitan dinero y lo gastan en la economía solidaria. Es probable que los habitantes de estos dos ámbitos diferentes se conozcan menos entre sí -y por lo tanto se ocupen menos unos de otros- que los miembros de muchas sociedades jerárquicas tradicionales. No basta con los cheques distribuidos por correo. Debe establecerse el principio de
que todo adulto apto tendrá un lugar tanto en el sistema de producción como en la economía solidaria: parte de una vida laboral o de un año laboral debería destinarse a participar en el c uidado solidario de los jóvenes, los ancianos, los enfermos, los pobres y los desesperados. Es un esfuerzo que sólo puede ser efectivo si las personas reciben la capacitación básica necesaria para llevar a cabo su trabajo y si la sociedad civil se organiza -o si el gobierno colabora para que se organice- para utilizar tales esfuerzos con los mejores resultados. La solidaridad social tendrá entonces sus cimientos en la única fuerza que puede asegurarla: el ejercicio directo de la responsabilidad mutua por parte de los individuos. Un tercer problema que no puede abordarse dentro de los límites de la socialdemocracia tradicional es la necesidad de dar a las personas mejores oportunidades de llevar una vida mayor, transfigurada por la ambición, la sorpresa y la lucha. No debe haber inquietud mayor para la democracia -y para la socialdemocracia, por ende- que el temor de que el progreso hacia una mayor prosperidad e igualdad no vaya acompañado de una mejora en las capacidades y en la autoafirmación del ser humano común. Los motivos para desear más son tanto prácticos como espirituales; aprovechar mejor las energías latent es de cada individuo y establecer en la mente del hombre y de la mujer comunes la idea y la experiencia de su propio poder. En la cuna europea de la socialdemocracia este problema lleva además un pathos
especial. Para un número enorme de personas comunes la ocasión para salir de la pequeñez de la vida cotidiana fue la guerra: la devoción expiatoria ha estado ligada a una matanza. Con la paz llegaron el letargo y el menosprecio. No tiene por qué ser así; no debería ser así si los europeos han de lograr elevar el nivel de energía de sus sociedades en pos de sus intereses básicos, materiales y morales. Consideremos el tema del menosprecio desde un ángul o particular: si habiendo nacido en un país pequeño -y, de hecho, todos los países de Europa son relativamente pequeños- es posible vivir una vida mayor. Noruega, por ejemplo, es un país que se mueve con comodidad sobre el colchón de su renta petrolera. Tiene
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margen de maniobra respecto del resto del mundo, como todas las sociedades más prósperas de Europa. El gobierno noruego podría ayudar a preparar a los elementos bien dispuestos existentes en el pueblo noruego para que se conviertan en una elite internacional de servicio, haciendo del mundo entero su horizonte para un amplio
rango de actividades empresariales, profesionales y filantrópicas. Los noruegos tendrían en su experiencia nacional un rico acervo al cual recurrir para llevar a cabo un proyecto como éste. El gobierno, según los términos de esta solución cartaginesa, tendría el papel del principal capitalista de riesgo e instigador, colaborando en la difusión del amplio espectro de organizaciones que deberían realizar el trabajo de vanguardia en lo que respecta a la preparación y el apoyo. Al regresar a sus lugares de origen, transformados por las experiencias del mundo entero, estos misioneros je la acción constructiva cambiarían el tenor de la vida nacional. Este es sólo un ejemplo entre muchos de la manera de abordar e incorporar al ámbito de la reforma un problema que parece estar más allá de su alcance.
Un programa que pueda trascender los límites de la social- democracia en las tres direcciones que hemos descripto tiene una dirección clara. Los reformadores de la socialdemocracia europea no se equivocaron en su esperanza de reconciliar la flexibilidad económica y la cohesión e inclusión sociales. Su error fue aceptar el marco institucional establecido como molde para esa compatibilidad. Siguen necesitando una calamidad para apoyar la reconstrucción. Su dogmatismo institucional colaboró en evitar que vislumbraran la base social mayoritaria que podrían ganar en favor de una transformación de la sociedad que, a pesar de su progreso gradual, podría sin embargo tener un resultado revolucionario. No les ha permitido cumplir con el sueño popular de una prosperidad modesta, de una independencia en sus propios términos, ni dotar al pueblo de las herramientas para reinventarse con una forma más aventurada y magnánima. Sobre todo, ha atrofiado su visión de los ideales que sus propuestas pueden y deberían abordar. Las fuerzas que cuentan con las mejores probabilidades de alcanzar y mantener el
predominio político en el futuro cercano de las sociedades avanzadas son aquellas ya sean de derecha, de centro o de izquierda- que se asocian de manera más persuasiva con la causa de la experimentación inquieta y la energía. Es importante para el futuro de estas sociedades que también sean fuerzas comprometidas con la creencia de que la libertad de algunos depende de la emancipación de todos.
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ESTADOS UNIDOS: ESPERANZA PARA EL HOMBRE COMÚN No SE SUPONE QUE HAYA IZQUIERDA en Estados Unidos; al menos no en el mismo sentido ni con la misma fuerza con que hay izquierda en el resto del mundo. Sin embargo, es vital convertir el debate sobre el futuro de la izquierda en un debate estadounidense.
Es vital, en primer lugar, porque Estados Unidos no sólo es el poder dominante en el mundo; es un poder que no ha logrado mantenerse en un contacto imaginativo con el resto de la humanidad. A diferencia de las contiendas ideológicas del siglo xix, que repercutieron en Gran Bretaña, los grandes debates ideológicos que hoy conmueven al mundo parecen fantasías distantes y peligrosas cuando se intenta llevarlos a cabo en Estados Unidos. Los estadounidenses tienden a pensar que el resto del mundo debe optar entre languidecer sumido en la pobreza y el despotismo o asemejarse más a ellos. Esta falta de imaginación es fuente de enorme peligro. La única manera de neutralizarla es que los estadounidenses reconozcan la similitud fundamental de su difícil situación con la condición de otras sociedades contemporáneas: una similitud en el alcance de los problemas más apremiantes tanto como en el carácter de las soluciones más pertinentes. En segundo lugar, es vital porque la distinción entre las dos caras que el mundo del acaudalado Atlántico Norte le ha mostrado al resto de la humanidad está perdiendo claridad rápidamente. A medida que la socialdemocracia europea vacía su agenda histórica en busca de una supuesta síntesis entre la protección social al estilo europeo y la flexibilidad económica al estilo estadounidense, la esperanza de tomar la socialdemocracia europea como punto de partida para el desarrollo de una alternativa de interés mundial se va debilitando. Crece la importancia de establecer los comienzos de una alternativa dentro de Estados Unidos. En tercer lugar, es vital porque Estados Unidos no es sólo el poder hegemónico del mundo; es también el poder cuyos intereses y creencias dominantes están asociados de manera más estrecha con la forma emergente del orden global. En gran medida, globalización ha sido sinónimo de norteamericanización, no sólo en el ámbito de las fuerzas económicas y del poder político sino también en el terreno de las ideas y los ideales. Hay una concepción de la vida humana y de sus posibilidades futuras que se ha adueñado del mundo. Es hoy la religión más po derosa de la humanidad. Esta religión se inserta en el centro de las aspiraciones históricas de la izquierda. No hay
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país del mundo que se identifique más plenamente con este credo que Estados Unidos. ¿Cómo es posible que el país identificado más plenamente con una doctrina que es fundamental para la izquierda sea el que supuesta-mente no tiene izquierda? La respuesta es que Estados Unidos acepta esta religión de manera trunca o deformada. Por la condición de Estados Unidos como poder preponderante en el mundo, la herejía estadounidense y su corrección nos involucran a todos. La religión de la humanidad afirma que el yo trasciende el contexto: incapaz de ser contenido dentro de cualquier estructura mental o social limitada. No le satisface rebelarse de manera oca sional, quiere diseñar un principio que haga de la rebelión
algo permanente; la convierte entonces en algo intrínseco a la vida social, en la forma de una reconstrucción experimental continua. No hay ordenamiento institucional e imaginativo de la vida social que se adapte a
todos nuestros afanes. Lo que más se asemeja a un orden inclusivo de esta clase es la combinación del pluralismo experimental -diferentes direcciones- con la autocorrección experimental, cada dirección sujeta a la condición de que facilite su propia revisión. El objetivo es la creación de un ser menos sujeto a las circunstancias accidentales, que no sea el títere de una rutina social compulsiva; un ser más divino. Un yo de estas características tiene la capacidad de imaginar y aceptar a todos los otros seres como los agentes que trascienden el contexto que en verdad son. Puede experimentar una forma de empoderamiento no contaminada por el ejercicio de la opresión ni por las ilusiones de supremacía. Para lograr este objetivo, la sociedad debe equipar al individuo -a cada individuo- con los instrumentos educativos y económicos que necesita para elevarse y hacerse más divino. En la religión contemporánea de la humanidad, esta fe en la autoconstrucción va acompañada de una fe en la solidaridad humana. En su forma más extrema, es la convicción visionaria, desmentida pero no destruida por los terrores de la vida social común, de que todos los hombres y las mujeres están vinculados por un círculo invisible de amor. En su forma más prosaica, es la concepción histórica de que todos los beneficios p rácticos de la vida social surgen de la cooperación y la conexión. La forma más productiva de cooperación será la que esté menos limitada por las restricciones de cualquier esquema establecido de división y jerarquía sociales y la que logre moderar en mayor medida la tensión entre los imperativos de cooperación e innovación. Toda innovación -técnica, organizacional o ideológica- pone en
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peligro el sistema actual de cooperación, porque amenaza con perturbar el régimen social de derechos y expectativas en el que se insertan las relaciones de cooperación. Deberíamos optar por la manera de organizar la cooperación que minimice esta tensión. Será, en general, la que no haga depender las dotaciones y el equipamiento de los individuos de los accidentes de su origen ni de las circunstancias particulares de su posición; la que rechace toda predeterminación social y cultural de la manera en que los individuos pueden trabajar juntos; la que aliente la difusión del impulso experimentalista, utilizando la confrontación con lo inesperado para crear lo nuevo. La forma más valiosa de conexión nos permitirá reducir el precio de dependencia y despersonalización que debemos pagar por comprometernos con los demás. La autoconstrucción depende de la conexión y la conexión amenaza con enredarnos en labores de sometimiento y despojarnos precisamente de la distinción que podemos desarrollar sólo gracias a ella. Hay un conflicto entre las condiciones propicias para la autoafirmación. Disminuir ese conflicto es volverse más libre y más grande, no viviendo separados sino viviendo juntos, profundizando al mismo tiempo la experiencia de la autoposesión. Ése es el doble evangelio de la divinización de la humanidad, en nombre del cual se ha encendido y seguirá encendiéndose una llama transformadora en todos los imperios del mundo. Es un mensaje que debería estar siempre presente en el corazón del trabajo de la izquierda. Sólo puede progresar mediante la reelaboración tanto de nuestros ordenamientos como de nuestra sensibilidad. Fue un elemento vital para la democracia estadounidense y para la forma de globalización que se asocia con la hegemonía estadounidense y, no obstante, fue deformado y disminuido en esa misma democracia y en esa misma globalización. Un aspecto de la perversión es no poder reconocer en qué medida la estructura institucional de la sociedad está abierta a la revisión y en qué medida mantiene como rehenes lo que la gente considera sus intereses y sus ideales. Un mito dominante de la civilización estadounidense ha sido suponer que los estadounidenses descubrieron de manera temprana la fórmula básica para una sociedad libre, que sólo debía ser ajustada en contadas ocasiones, bajo la presión de una emergencia nacional. Los tres grandes períodos de efervescencia institucional en Estados Unidos fueron los tiempos de la independencia, los tiempos de la Guerra Civil y los tiempos de la gran depresión de mediados de los años veinte y el conflicto mundial. Esos fueron los únicos momentos en que pudieron liberarse en parte del férreo control de la superstición institucional.
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Este fetichismo de la fórmula institucional que se manifiesta de manera más clara en el culto de la constitución es la instancia extrema de un conformismo que amenaza ahora con seducir al mundo entero y derrotar el objetivo esencial de la izquierda. El mayor precio que le ha cobrado a la democracia estadounidense es la incapacidad
para avanzar en el cumplimiento del sueño estadounidense más persistente, una variante estadounidense de lo que hoy se ha convertido en una aspiración mundial. Esta aspiración es el sueño de la sociedad hecha para el hombre común: un país donde los hombres y las mujeres comunes puedan pararse sobre sus propios pies, moral y socialmente tanto como económicamente, y alcanzar un grado de prosperidad e independencia así como los recursos de un juicio independiente y el reclamo de un respeto parejo que las sociedades del pasado reservaban a una elite. Durante las décadas iniciales de la vida de Estados Unidos como país independiente, este sueño tenía una expresión tangible e inmediata: a comienzos del siglo xix sólo uno de cada diez hombres blancos libres trabajaba para otro hombre. Se trata de un compromiso que no ha logrado desde entonces imponer su sello sobre las fuerzas que dan forma a la sociedad estadounidense. Hay dos instrumentos institucionales que han cargado con el peso de este sueño en la historia de Estados Unidos. El primero fue la defensa de la pequeña propiedad y la pequeña empresa contra la gran riqueza y la gran empresa. El segundo fue la apelación a los poderes reguladores y redistributivos del gobierno nacional. Ninguno de ellos logró imponerse a las consecuencias de la segmentación jerárquica de la economía. Ninguno de ellos fue suficiente para hacer realidad el sueño. Para cumplir con el sueño más allá de las posibilidades de estos dos instrumentos sería necesario rediseñar las instituciones económicas y políticas del país sin el concurso de una crisis. Es una reforma que el vicio del fetichismo institucional le niega a la democracia estadounidense. La otra perversión fundamental de la religión de la humanidad entre los estadounidenses reside en imaginar el vínculo entre la autoconstrucción y la solidaridad. Las tendencias predominantes de la conciencia en la vida estadounidense no sólo han minimizado la medida en que puede reorganizarse la sociedad, también han exagerado el grado en el que el individuo puede salvarse a sí mismo sin la necesidad de ser salvado por la gracia de otros. Un pequeño Napoleón que toma la corona y se corona a sí mismo; ésta es la ilusión que los seduce permanentemente. Es a este espejismo de autoconfianza que se convierte en auto salvación al que los
estadounidenses le deben la fluctuación generalizada entre un individualismo extremo
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y un colectivismo igualmente extremo (aparentemente opuestos pero, de hecho, uno
es reverso del otro), su atracción hacia una posición intermedia entre la seudointimidad y la jovial cortesía impersonal en las relaciones sociales (como los puercoespines de Schopenhauer, que oscilan incómodos entre la distancia donde sienten frío y la cercanía donde se pinchan unos a otros) y su búsqueda incesante de maneras de negar la fragilidad, la dependencia y la muerte (aun a expensas de momificar el yo y mistificar su verdadera condición en el mundo). Es esta idea del yo y de su falta de compromiso respecto de las pretensiones formativas de la solidaridad lo que el resto de la humanidad percibe -de manera vaga pero acertada- como elemento inspirador de gran parte de la fórmula institucional que Estados Unidos intenta propagar a todo el mundo y arraigar en el
ordenamiento de la globalización. Es una idea que merece encontrar resistencia; de hecho, lo hará, porque representa una crasa desviación en la religión de la humanidad. Esta desviación, sin embargo, no ha sido un obstáculo para que los estadounidenses se destacaran en las prácticas cooperativas ni avanzaran en el desarrollo de las formas de cooperación favorables a la innovación en la vida económica y social, que nos prometen las mayores contribuciones al progreso práctico de la humanidad. Esta habilidad explica su probada capacidad para lograr el mismo éxito bajo un amplio espectro de circunstancias y normas, como lo hicieron cuando la guerra mundial exigió que adoptaran medidas y prácticas que eran anatemas para su ideología oficial. Viven bajo la jerarquía de clases más extrema de las democracias ricas, sin embargo, nadie los supera a la hora de negar la legitimidad de las clases y de su efecto nefasto sobre la igualdad de oportunidades. Aunque no han sabido dotar a las masas de hombres y mujeres comunes de los instrumentos de la iniciativa y la innovación, conservan la fe en los poderes creativos de la gente sencilla. Se rinden ante el fetichismo institucional, sin embargo, sólo con otorgar a sus instituciones una costosa y escandalosa exención de impulso experimentalista, que sigue siendo una fuerza tan poderosa en su cultura. Si tan sólo pudieran liberarse de su idolatría institucional e imaginar en forma más verdadera la relación del yo con el otro, podrían hacer realidad sus sueños más plenamente y también corregirlos mientras se hacen realidad. Se derrumbarían muchas de las barreras intangibles que los separan de la vida imaginativa de la época y del mundo. Dejarían de ser adversari os de la izquierda, aunque no se describieran a sí mismos como de izquierda, porque se habrían integrado a la
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dirección principal que ha tomado la evolución de la religión de la humanidad. Y es la combinación de esta religión con la disposición de renovar el repertorio restringido de ordenamientos institucionales al que se reduce hoy el mundo, lo que resulta en una definición de la identidad y la tarea de la izquierda. En Estados Unidos el problema se centra hoy en la ausencia de un sucedáneo creíble para el New Deal. El acuerdo de Roosevelt a mediados del siglo xx fue el equivalente estadounidense del acuerdo de la socialdemocracia y el último gran experimento -si bien de alcance limitado y condicionado por las circunstancias propicias de la crisis- con las instituciones del país. Sin embargo, está centrado en el desarrollo de los poderes reguladores y redistributivos del gobierno nacional más que en democratizar el mercado o profundizar la democracia; en la seguridad económica más que en el empoderamiento económico; por ende, ya no se adapta a la tarea que debe realizarse hoy. La incapacidad de los progresistas estadounidenses para ofrecer -dentro del Partido
Demócrata o fuera de él- una secuela efectiva al proyecto rooseveltiano los ha tornado impotentes para responder a los grandes cambios negativos que se apoderaron de la democracia estadounidense a partir de los años sesenta: una desigualdad cada vez mayor en riqueza y renta y, más llamativo aun, desigualdad en la remuneración al trabajo en diferentes niveles de la jerarquía salarial; movilidad intergeneracional estancada o en descenso entre las clases sociales; un descenso progresivo de la participación popular en la política y un compromiso cada vez menor en la actividad asociativa fuera de los límites d e la familia. Estas inflexiones son la variedad estadounidense de los desplazamientos que son comunes a todas las democracias ricas del Atlántico Norte. Toda propuesta de la izquierda que pueda encarar los problemas más urgentes de Estados Unidos debe ofrecer correcciones para estos cambios; debe convertir la respuesta a dichos cambios en una oportunidad de hacer realidad el sueño estadounidense tanto como de rectificarlo. Tal respuesta debe a su vez basarse en una comprensión de cómo y por qué se produjero n dichos cambios. Consideremos los lineamientos de una explicación como ésa: incluyen el lento devenir del cambio económico y cultural así como el rápido devenir de los elementos políticos decisivos. Todos estos elementos -incluso los episodios políticos q ue son exclusivos de Estados Uní- dos- son característicos de las circunstancias en las cuales, y contra las cuales, debe trabajar ahora la izquierda en todo el mundo. El lento cambio económico que se produjo durante la última parte del siglo xx fue una profundización de la segmentación jerárquica de la economía que acompañó un
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desplazamiento en la organización de la producción. A medida que la producción masiva declinaba y era reemplazada, tanto en los servicios como en la industria, por una producción intensiva en conocimientos más flexible, se reducía la base social histórica central de los progresistas: el trabajo industrial sindicalizado. Las formas emergentes de producción valoraban la dotación educativa que la clase profesional y empresarial estaba en mejores condiciones de transmitir a sus hijos. Las escuelas de elite capacitaban a los estudiantes en prácticas conceptuales y habilidades sociales distintivas: trabajo en equipo y carisma personal, ocultos cuidadosamente bajo un barniz de dócil modestia. Tales prácticas y habilidades eran ajenas a los mundos sociales y a las escuelas públicas de la mayoría de la clase trabajadora, donde el énfasis estaba puesto en la alternancia entre la conformidad organizacional e intelectual en el trabajo y la escuela, y la fantasía y la rebelión durante el tiempo libre. La síntesis de jerarquía de clase y principio de meritocracia que ha llegado a caracterizar a todas las naciones ricas se apoya por lo tanto en el sesgo adoptado por la producción y la educación. Hubo u n desplazamiento de conciencia que acompañó este cambio en la
producción, sin tener una relación directa con él. Junto a las narraciones neocristianas y posrománticas de la cultura masiva popular, con sus versiones convencionales de redención a través del involucramiento y la conexión, de recuperación y ennoblecimiento a través del sacrificio y la pérdida, hay un grupo de temas contrastante que ha ido ganando cada vez más espacio. En esta visión neopagana que se exhibe en los juegos y en los reality shows d e la televisión popular, así como en algunas de las producciones más refinadas de la alta cultura, los protagonistas buscan triunfar -a fuerza de astucia y tenacidad- en un mundo arbitrario, despojado de gracia tanto humana como divina. Prefieren hacer girar la rueda de la fortuna a embarcarse en una aventura de autoconstrucción basada en la aceptación de la vulnerabilidad. En el centro de esta dispensa neopagana hay una esperanza vacilante: la esperanza -fundamental para la religión contemporánea de la humanidad- de que la transformación de la sociedad y la transformación del yo pueden avanzar conjuntamente. En un entorno moldeado por estos cambios en la producción y en la conciencia, el rumbo político que tomaron los presuntos sucesores de Roosevelt en las décadas finales del siglo xx fue el de la menor resistencia. Se trata de un camino que contribuyó a profundizar el efecto de los desplazamientos antiigualitarios y antisociales que estaban cambiando el país y que ayudó a desorientar y desarticular a las fuerzas progresistas en su resistencia a esas tendencias. Esta dirección, sin embargo, tenía la apariencia externa del realismo y la prudencia.
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Bajo la presidencia de Lyndon Johnson, precisamente la época en la que podemos hacer un rastreo retrospectivo de las primeras inflexiones, comenzó a cristalizar una ortodoxia social y racial que iba a contribuir a la ruina de los progresistas. El compromiso de Roosevelt con programas como el de Seguridad Social, que
respondía a los temores e intereses de una amplia mayoría de la clase trabajadora, fue reemplazado por una "Guerra contra la pobreza", que orientaba sus beneficios hacia una clara minoría de pobres y eludía el aparato político tradicional de la clase trabajadora en las grandes ciudades. Fue un error que la socialdemocracia europea había evitado cuidadosamente. La opresión racial fue definida como un mal inicial que debía corregirse antes de emprender cualquier ataque a la injusticia eco- nómica y a la jerarquía de clase. Esta autodenominada ortodoxia integra cionista se convirtió en la base de programas
como la acción afirmativa basada en la conciencia racial, que generó hostilidad entre muchos que podrían haber participado en un proyecto sensible a las necesidades y aspiraciones de una mayoría trabajadora transracial en el país. En las décadas siguientes se produjeron tres grupos conectados de acontecimientos que fortalecieron el efecto inhibidor de estas opciones. Uno fue el intento de los progresistas de utilizar políticas judiciales para eludir políticas netamente políticas, lo cual desvió el énfasis del proyecto progresista hacia las reformas, pues lo centró en redefiniciones y reasignaciones de los derechos individuales más que en reconstrucciones de la vida institucional. Era el tipo de reformas que una elite de reformadores legales tendría más posibilidades de emprender antes de que el equilibrio de las fuerzas políticas los llamara al orden. Una segunda serie de acontecimientos fue la federalización de una agenda moral "modernista" (con el aborto como tema transversal) adoptada por gran parte de la sociedad laica y de la sociedad urbana, los instruidos y los adinerados, en nombre
de la causa progresista pero oponiéndose a las ideas de muchos que eran necesarios para llevar adelante dicha agenda. Una tercera sucesión de acontecimientos fue el resurgimiento de la "doctrina de las finanzas sanas" -la supremacía de la confianza financiera en la conducción de la
política macroeconómica- como sucesora de una ortodoxia keynesiana que ya no estaba a la altura de l as circunstancias de entonces. No se hizo ningún esfuerzo por utilizar la confianza financiera para llevar a cabo un intento afirmativo de movilizar el ahorro -de nuevas maneras y mediante nuevos mecanismos- para la producción, la invención y la innovación.
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Estos acuerdos, retrocesos y desvíos reiterados se fortalecieron entre sí. Tuvieron el efecto de profundizar los desvíos anti-democráticos -mayor inequidad económica, movilidad de clase restringida, menor participación política, conexiones sociales más tenues-, sellado por el principio de que la guerra prevalece sobre la reforma (a menos que provoque la experimentación institucional merced a la plena movilización nacional de individuos y recursos que requiere). No fueron las reacciones inevitables de la política nacional a los cambios económicos y culturales que había sufrido el
país; sólo fueron las respuestas que podían darse más fácilmente, convirtiendo la falta de imaginación en destino. Era el contexto de una hegemonía conservadora, que reproducía en muchos de sus elementos y presupuestos el predominio conservador de fines del siglo xix. La piedra angular de esta hegemonía fue el éxito del manejo político conservador en Estados Unidos, que logró combinar el recurso a los intereses económicos de la clase adinerada con una apelación a las ideas morales y al escepticismo político de la clase trabajadora blanca fuera de las grandes ciudades. Fue entonces cuando, tanto en Estados Unidos como en gran parte del resto del mundo, el programa de los progresistas se convirtió en el programa de sus adversarios conservadores, pero con un descuento humanizador. La respuesta programática que la izquierda debería proponer para esta coyuntura en Estados Unidos debe comenzar con dos requisitos previos que redefinan las ortodoxias raciales y sociales seudoprogresistas surgidas a fines del siglo xx. Dicha respuesta debería tener como núcleo una política económica de democracia, que democratice el mercado rediseñando tanto las formas de producción (incluida la relación del gobierno con las empresas) como la condición del trabajo. Debe ampliarse por medio de innovaciones que alienten a la sociedad civil a organizarse tanto fuera del gobierno como de las empresas, para dar mayor energía a la política democrática. El primer requisito se refiere a la relación entre raza y clase. Hubo cuatro proyectos de importancia en Estados Unidos para revertir la injusticia racial. El enfoque que
ofrece mayores posibilidades de progreso es una determinada combinación del tercero y cuarto enfoques que, al mismo tiempo, los trascienda a ambos. El primer enfoque fue el proyecto colaboracionista de Booker T. Washington,
presentado en las décadas posteriores a la Guerra Civil. La solución que proponía residía en ocupar una posición segura a la vez que subordinada en la economía -la posición pequeño burguesa del chacarero, del pequeño comerciante, del artesano- basada en una modesta distribución de la propiedad y en la capacitación
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vocacional. La paradoja, tanto política como programática, es que incluso un programa en apariencia tan modesto requiere (o hubiera requerido en su momento) una movilización política y social en gran escala, que, una vez iniciada, hubiera exigido mucho más de lo que el programa podía asegurar. El segundo enfoque fue el proyecto secesionista: retirarse de la sociedad
estadounidense, incluso regresar a África. Demostró ser un artilugio. Si bien tenía un tono beligerante que contrastaba con la dulzura de la estrategia colaboracionista, su expresión práctica era la misma: la reti rada, no a otra tierra, sino a un exilio interno de pequeña empresa bajo un liderazgo decidido a imponer normas pequeño burguesas de respetabilidad en nombre de la autoridad religiosa. El tercer enfoque es el proyecto integracionista, que trataría la injusticia racial como un problema inicial que se diferencia de la in-justicia de clase y la precede. Su expresión más característica ha sido la acción afirmativa, si bien su tarea fundamental fue la defensa de los derechos civiles para las minorías raciales. E l irrefutable logro histórico de este enfoque fue el establecimiento de una clase negra profesional y empresaria. No obstante, padece de tres defectos. El primero es que sus beneficios se acumulan
en proporción inversa a la necesidad que hay de ellos: la mayor parte va a los integrantes de la clase profesional y empresaria; una parte menor a la clase trabajadora, especialmente a los empleados públicos, y una parte mínima a la clase marginada. El segundo defecto es que separa a los líderes negros de la masa de negros pobres, al incorporarlos al orden existente como representantes virtuales de aquellos a quienes en gran medida les son negados sus frutos. El tercer defecto es que ofende los intereses materiales y morales de la clase trabajadora blanca, que, como es razonable, se cree víctima de una conspiración de elites santurronas y
egoístas, incluyendo la elite de quienes dicen representar a los oprimidos. La ortodoxia integracionista confunde la lucha contra la dis criminación racial con el avance social y económico de una minoría estigmatizada por su raza, y no logra, en consecuencia, ninguno de estos dos objetivos de manera directa. La alternativa es basarse en un cuarto enfoque del problema de la raza, un enfoque reconstructivo, y hacerlo compatible con el punto fuerte del enfoque integracionista: su compromiso
de superar el mal de la discriminación por motivos raciales. La idea clave de la concepción reconstructiva es que trata los problemas de raza y de clase como inseparables y pone en práctica una política económica que enfrenta los problemas generados por la combinación de ambos. Su expresión sobresaliente en la historia estadounidense fue la obra de la Oficina de Libertos, que en su breve existencia
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desde 1865 hasta 1869 amplió las oportunidades económicas y culturales bajo el eslogan "cuarenta acres y una muía". La discriminación racial individualizada debería considerarse un mal claramente diferenciado y ser penalizada como tal. Debería promoverse activamente el acceso a una mejor educación, mejores empleos y una posición social más elevada sobre la base de un "principio neutral": la situación de un grupo atrapado en una circunstancia de desventaja y exclusión, de la que no puede escapar por los medios disponibles de la iniciativa económica y política . El criterio fundamental, por lo tanto, debe ser la clase más que la raza. No obstante, al llegar a la clase, llegará también a la raza, sin estar contaminado por la inversión de beneficio y necesidad causada por la composición racial de la clase marginada. Sin embargo, la raza puede estar presente sin imponer un sesgo propio. La
combinación de diversas fuentes de desventajas -las primeras son clase y razaaumenta la probabilidad de que se trate de una desventaja difícil de superar. Dicha conjetura, no obstante, debe poder verificarse tomando datos de la experiencia y sólo debería aplicarse como ley en tanto se demostrara su validez. Si la reforma del tratamiento de la injusticia racial o de la relación entre raza y clase es el primer gran requisito para un programa de la izquierda en Estados Unidos y en un lenguaje estadounidense, el segundo es repensar la manera en que los progresistas deberían abordar las agendas morales que hoy están en conflicto en la sociedad estadounidense. En el comienzo del siglo xxi, el principal tema de contienda era el aborto, como cien años antes lo había sido la Prohibición ["ley seca"]. Convencionalmente se conoce a estas agendas como tradicionalistas y modernistas, religiosas y seculares. De hecho, cada una de ellas expresaba una
respuesta a la experiencia contemporánea y podría plantearse de manera tanto secular como religiosa. En la práctica, la decisión de los progresistas no sólo de abrazar la agenda modernista sino también de imponerla mediante el poder federal y la ley federal resultó una calamidad. Junto con la ortodoxia racial, contribuyó a disminuir las posibilidades de obtener el apoyo de una mayoría trabajadora suprarracial para un proyecto progresista de alcance nacional. No sólo fue un error táctico, también fue una falta de visión. Las dos agendas en conflicto tenían deficiencias como portadoras de la religión de la humanidad. Una revelaba los prejuicios morales de una cristiandad que había subordinado el corazón al reglamento y había sellado un pacto con ordenamientos culturales y sociales que todo cristiano estaba llamado a cuestionar. La otra llevaba la marca de un
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narcisismo y una gratificación despiadados, ajenos al impulso al sacrificio del cual depende toda esperanza de divinización de la humanidad. Si la izquierda tenía un interés, no era ciertamente aplicar una de estas agendas en detrimento de la otra; era radicalizar el conflicto entre ellas con la esperanza de que de esta contienda surgiera algo más profundo y más verdadero. El medio para lograr tanto el objetivo táctico como el programático es devolver a los
estados el poder de decisión sobre los temas que se están debatiendo. El resultado sería -casi con certeza- una divergencia entre los estados en cuanto a la importancia relativa otorgada a cada agen da, con la consiguiente profundización del debate nacional. Respecto del principal tema moral del día, las mujeres que tuvieran que viajar desde los estados que prohíben el aborto serían las más perjudicadas. El perjuicio podría mitigarse, no obstante, mediante el simple trámite de organizar su transporte a los estados que permiten el aborto y el pago de dicho transporte. Es un precio relativamente bajo por cortar uno de los nudos gordianos que hoy amenazan con estrangular la causa progresista en Estados Unidos. El corazón de una agenda de la izquierda para Estados Unidos debe ser una propuesta de economía política. La preocupación central, como en el caso de la reforma de la socialdemocracia europea, debería ser la democratización de la economía de mercado. No puede ser una importación tardía a Estados Unidos de los ordenamientos de la socialdemocracia europea, que ahora está en dificultades en su propio terreno. Al igual que en el contexto europeo, este proyecto democratizador presupone una movilización de recursos nacionales para nuevas iniciativas productivas: en su forma extrema, una economía de guerra sin guerra. Tanto aquí como allá el objetivo rector debe ser la disposición para una innovación que se alcance por medios que aseguren un empoderamiento socialmente inclusivo, más que por instrumentos que generalicen la inseguridad y profundicen la inequidad. Es la única manera de revertir las consecuencias de la segmentación jerárquica de la economía en las circunstancias reales de los países ricos del Atlántico Norte. Los elementos principales de esta movilización son: el aumento de la recaudación fiscal sobre la base de impuestos que son regresivos a corto plazo pero progresistas en su efecto general por formar parte de un programa más amplio; el aumento forzoso del nivel de ahorro interno, especialmente mediante reformas en los sistemas privados y públicos de pensión y la creación de nuevos vínculos entre el ahorro interno privado o público y la producción, tanto dentro como fuera de los mercados de capitales con su forma de organización actual. Unas breves palabras acerca de cada una de estas acciones bastarán para destacar los puntos en los cuales las
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circunstancias en Estados Unidos se desvían significativamente de las europeas en lo que respecta a las restricciones que imponen al logro de tales objetivos. En Estados Unidos no puede llevarse a cabo ningún programa activista de iniciativa gubernamental para el empoderamiento económico sin un aumento de la carga fiscal. Y no puede haber ningún aumento en la carga fiscal que no dependa en gran medida de una forma de tributación: la tributación orientada hacia las transacciones de consumo como un impuesto integral de tasa fija al valor agregado, indudablemente
regresivo
en
su
efecto
inmediato.
El
intento
de
aumentar
abiertamente la tributación redistributiva suscita una reacción económica y política que excede e interrumpe los objetivos progresistas que se anunciaron. La aceptación a corto plazo de una tributación regresiva independiente del precio, capaz de ge nerar un mayor rendimiento fiscal con la menor alteración económica, puede justificarse no sólo si permite un mayor gasto social redistributivo, sino también, y por sobre todo, si es parte integral de un esfuerzo por democratizar las oportunidades económicas y educativas y se lo percibe como tal. Los progresistas estadounidenses, en su actitud frente a la tributación, deben dejar de doblegarse ante una beatería redistributiva que sólo ha servido para perjudicar los resultados redistributivos. No pueden hacerlo sin enfrentar los riesgos y las paradojas inherentes a la acción transformadora. Aunque, en la actualidad, ningún país grande ahorra menos que Estados Unidos, ninguno ha tenido mayor éxito en el finan ciamiento de la nueva empresa. Sin embargo, en ninguno de ellos la desconexión relativa entre el intercambio de posiciones en los mercados de capitales y de valores y el financiamiento efectivo de la producción ha sido más visible. Las medidas para ampliar las oportunidades económicas en el campo de la oferta que se examinan en los párrafos siguientes deberían estar acompañadas por esfuerzos para extender el papel del capital de riesgo más allá del ámbito en el que suele operar. El principio de dicha ampliación es siempre el mismo: usar el mercado toda vez que sea posible y usar entidades establecidas por el gobierno que imiten el mercado -o que anticipen otro mercado de capitales más amplio y pluralista que el e xistente- cuando sea necesario. Si las realidades de las relaciones económicas de Estados Unidos con el resto del mundo no forzaran un aumento en el nivel de ahorro interno, un proyecto como el que propongo aquí lo haría necesario de todos modos. Este aumento podría lograrse mediante el ahorro obligatorio a través del sistema de pensiones público y privado en una escala marcadamente progresiva. También podría asegurarse por medio de un impuesto que diera un sesgo progresivo a la imposición indirecta sobre el consumo: la imposición marcadamente progresiva sobre el consumo individual, que recayera
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sobre la diferencia entre el ingreso total y el ahorro invertido de cada contribuyente y
así llegara a lo que debe constituir siempre el objetivo principal de la imposición progresiva: la jerarquía de los estándares de vida individuales. Democratizar la economía de mercado en Estados Unidos debe significar casi lo mismo que significa en Europa y en otras socialdemocracias ricas contemporáneas. Es un compromiso que exige iniciativas en los terrenos de la oferta y de la demanda de la economía. Con su larga tradición de descentralización del crédito, su disposición para el riesgo
y la novedad, sus hábitos de ingenio práctico y la ausencia de barreras significativas a la empresa incipiente, la variedad de instrumentos de vitalidad económica en Estados Unidos es tal q ue, por una aparente paradoja, sólo un conjunto de iniciativas extremadamente audaces del lado de la oferta podría establecer una diferencia en ésta, la más desigual de las economías avanzadas. Lo que hemos definido en el contexto europeo como el máximo ob jetivo -utilizar los poderes del gobierno para difundir avanzadas prácticas experimentalistas de producción fuera de su ámbito preferido y habitual, como lo son los sectores de la economía intensivos en capital, conocimientos y tecnología- debería tomarse aquí como el objetivo mínimo. Aquellas tareas que el gobierno federal y los gobiernos estatales emprendieron en
Estados Unidos en el siglo xix para organizar lo que se convertiría en el sistema de producción agrícola más eficiente de la historia del mundo -ayudar a financiar un sistema de competencia cooperativa entre granjas familiares, crear instrumentos para la gestión de riesgos y abrir el acceso a recursos y mercados- son las que deben emprender ahora los gobiernos en una escala mayor y con un enfoque diferente. La escala debe ser la totalidad de la economía industrial y de servicios. El enfoque debe ser la creación, mediante la acción gubernamental y colectiva, de equivalentes funcionales a las precondiciones de la producción experimentalista avanzada y la difusión de las innovaciones locales organizacionales y técnicas que
han resultado más exitosas. Dichos equivalentes son necesarios porque estas precondiciones no están presentes en muchas economías, ni siquiera en las más avanzadas. Entre ellos se cuentan organizaciones que analicen y mejoren el crédito, que adapten la tecnología avanzada a condiciones más rudimentarias, que brinden a las personas acceso a la educación permanente mientras estén empleadas y las recapaciten cuando estén desempleadas, que provean instrumentos para una efectiva gestión de riesgo cuando las instituciones existentes del mercado no los provean fácilmente, que
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apoyen las redes de competencia cooperativa mediante las cuales los equipos de
técnicos y emprendedores puedan manc omunar recursos y generar economías de escala y de alcance. La difusión de las prácticas locales más exitosas es a su vez más útil cuando fortalece los vínculos entre sectores avanzados y retrasados de la economía y compromete a las personas en los hábitos y métodos de la innovación permanente y la competencia cooperativa. El agente de este rediseño institucional de la economía de mercado no puede ser una burocracia central que dirige desde lo alto. Debe ser un espectro de organizaciones sociales y económicas establecidas y financiadas por el gobierno, que emulen al mercado, en competencia unas con otras tanto como con las empresas privadas estándar, con personal remunerado por su desempeño según los mismos mercados que contribuyan a abrir. Su misión no es regular ni compensar; es crear mercados para más personas y de maneras más diversas. Es a partir de esta variedad de sus relaciones con las personas y las empresas con las que negocian que es posible esperar, con el tiempo, la aparición de regímenes alternativos de propiedad y contrato. La idea de una recombinación libre orientada hacia el mercado podrá entonces generalizarse y radicalizarse, importándola al marco institucional del mercado mismo. En su forma dogmática actual, confina a la mayoría de los hom bres y las mujeres de la clase trabajadora a una forma de mera actividad que se ha vuelto cada vez más precaria, suficiente para protegerlos de la pobreza pero no para delegarles poder o para instruirlos. Por lo tanto, condena al pequeño Napoleón en potencia del sueño estadounidense a la frustración y la fantasía. Tanto en Estados Unidos como en Europa, tales intervenciones progresivas del lado de la oferta -regulación del mercado menos que su rediseño- deberían estar
acompañadas de intervenciones progresivas del lado de la demanda. Sin embargo, este segundo tipo de iniciativa no debería adoptar la forma de incentivos monetarios y fiscales al consumo popular, sino más bien ocuparse de la posición del trabajo. No hay democracia, rica o pobre, en la cual la po sición del trabajo -su participación en la renta nacional, su grado de segmentación interna, su nivel de poder organizado, su influencia y su seguridad- se haya degradado en los últimos cuarenta años de manera más dramática que en Estados Unidos. Esta circunstancia no sólo es injusta en sí misma y la despoja de poder, sino que también subvierte todos los demás aspectos de un programa como el que presentamos aquí. Destruye el vínculo entre la acumulación de riqueza de la sociedad y la capacidad del trabajador común para disfrutar de los beneficios del crecimiento económico. Más aun, despierta una
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ansiedad impaciente que tiene por lo menos las mismas probabilidades de ayudar a
la derecha que de ser útil a la izquierda. Generalizar el principio de participación en las ganancias de las empresas; fortalecer el poder de una minoría organizada de trabajadores para representar los intereses de los que no están organizados en los sectores económicos donde trabajan, brindando al mismo tiempo protección legal directa a los trabajadores temporales; brindar, a costa de las finanzas públicas, oportunidades de educación permanente en habilidades genéricas tanto como específicas; difundir, tanto por medios públicos como privados, las prácticas experimentales más avanzadas de producción, evitando que se concentren en vanguardias económicas aisladas; subsidiar por medio del sistema impositivo el empleo privado y la capacitación en el trabajo de los trabajadores más pobres y menos especializados; imponer restricciones legales directas a un empeoramiento de la desigualdad en los salarios y los beneficios dentro de las empresas: todos éstos son ejemplos de instrumentos cuyas consecuencias combinadas y sucesivas pueden ayudar a limitar las disparidades extremas en las remuneraciones al trabajo y revertir la disminución de la participación del trabajo en el ingreso nacional. La democratización de las oportunidades económicas en Estados Unidos sólo llegaría a ser plenamente efectiva dentro de un programa más amplio de profundización de la democracia estadounidense. Dentro de este programa se debe llevar a cabo una reorganización de la base económica e institucional de acción voluntaria, así como energizar a la política democrática. No hay ninguna capacidad cuya importancia haya sido may or para el éxito de
Estados Unidos que la habilidad para cooperar; la antipatía de los estadounidenses hacia los privilegios de clase, incluso ante una estructura de clases cuya fuerza se resisten a reconocer, y su fe en el poder de los hombres y las mujeres comunes para superar grandes problemas por medio del efecto acumulado de una sucesión sin fin de pequeñas soluciones les han ayudado a descollar en la destreza para trabajar juntos bajo muchas normas diferentes y en muchas circunstancias diferentes. Los cambios desfavorables de fines del siglo xx, que incluyeron, de hecho, el debilitamiento de la práctica de asociación voluntaria, han puesto en peligro esta gran habilidad colectiva. Para el fetichismo institucional, que ha ejercido siempre una influencia tan fuerte
sobre las ideas de los estadounidenses, sería preferible que pensáramos que el problema sólo reside en el espíritu de asociación, no en su molde institucional. Sin embargo, el molde tiene un problema y sólo una izquierda comprometida con la
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innovación institucional puede presentar la manera de solucionarlo. Si no hacen
frente a las deficiencias de la forma institucional de asociación, los estadounidenses seguirán invocando a ese espíritu y éste seguirá sin hacerse presente. Debe fortalecerse la base fiscal de la acción voluntaria. Una forma de hacerlo es
reservar parte de la ventaja impositiva que representa la deducción por donación a obras benéficas otorgada a todas las contribuciones filantrópicas. Esta parte reservada debería canalizarse hacia fundaciones públicas, plenamente independientes de la influencia gubernamental y conducidas por representantes de diferentes corrientes de opinión. Los grupos voluntarios podrían postularse para obtener el apoyo de estas fundaciones públicas, como lo hacen actualmente ante fundaciones privadas. Al ejercer su actividad favorita en la filantropía privada, los ricos estarían ayudando al mismo tiempo a abrir un espacio más allá de la influencia plutocrática y gubernamental. El foco social de la acción voluntaria debe definirse más ajustadamente. No existe un foco más importante que la responsabilidad de ocuparse de los necesitados. El principio de que todo adulto apto debería tener una posición en la economía solidaria, tanto como en el sistema de producción, representa un desafío inmediato para la sociedad civil y para su capacidad de autoorgani zación. La sociedad debería organizarse, más allá del gobierno y de la empresa privada, para desarrollar y aplicar eficientemente este principio en nuevas formas de s ervicio público y organización de la comunidad. Sería una expansión del tradicional talento natural de los estadounidenses para la cooperación en pro de la resolución colectiva de problemas. También puede ser necesario, por lo tanto, ampliar el aparato legal del que dispone la acción voluntaria. Es posible que el régimen tradicional del derecho contractual y corporativo no sea suficiente. Como instrumento de asociación voluntaria, el derecho privado presupone que la disposición para organizarse ya está presente. Y el derecho público establece en un marco obligatorio lo que se hace con el derecho privado, impuesto de arriba hacia abajo según una fórmula única. La tarea del derecho social, ni privado ni público, sería impulsar una autoorganización de la sociedad, fuera del gobierno y de la empresa privada, para cumplir con responsabilidades como la de organizar a los individuos con el fin de que se ocupen unos de otros más allá de la familia. Por ejemplo, se podría establecer por ley una estructura de asociaciones barriales paralelas a la estructura del gobierno local pero totalmente independiente de ella. De esta manera, la
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sociedad local estaría doblemente organizada: dentro del gobierno local y fuera de él. Cada una de estas formas de organización ejercería presión sobre la otra, sin duplicar su trabajo ni aceptar una división rígida del trabajo al tratar con ella. Dentro de un programa de esta naturaleza, la reforma de la base de asociación voluntaria debería estar complementada por la reorganización de la ba se institucional de la política democrática. El culto a la Constitución es el ejemplo supremo de la veneración estadounidense por las instituciones. De ella se desprende que prefieran modificar la Constitución reinterpretándola en lugar de enmendándola, c omo si cualquier concepción emergente de las necesidades políticas de las personas debiera esconderse dentro del esquema constitucional, a la espera de su revelación por los descarados oráculos del derecho. El orden constitucional estadounidense, no obstante, confunde deliberadamente dos principios diferenciados: liberal uno, conservador el otro. El principio liberal es que el
poder esté fragmentado: dividido entre diferentes ramas del gobierno y partes diferentes del Estado federal. El principio conservador es que haya una tabla de correspondencias establecida entre el alcance transformador de un proyecto político y la severidad de los obstáculos constitucionales que su ejecución debe superar. El objetivo del principio con- servador es que la política se mueva de manera más lenta y que el cambio dependa más estrechamente de la crisis. Para los estadounidenses, el principio liberal y el conservador parecen estar
conectados de modo natural y necesario. No lo están. Es posible mantener el primero y repudiar simu ltáneamente el segundo. Este objetivo podrá alcanzarse mediante la combinación de dos grupos de reformas. Uno de ellos estaría pensado para elevar el nivel de compromiso popular organizado y permanente con la política. El otro estaría calculado para resolver el impasse entre las ramas políticas del gobierno de manera rápida y decisiva, involucrando al conjunto de la base social en la resolución del punto muerto. Este segundo grupo de reformas podría incluir, por ejemplo, el uso de plebiscitos programáticos integrales, precedidos por debates nacionales y acordados conjuntamente por el presidente y el Congreso. Tales innovaciones también podrían establecer el derecho de cualquiera de las ramas políticas a convocar a elecciones anticipadas si se enfrentase a un impasse programático respecto de la otra rama. Las elecciones anticipadas serían siempre simultáneas para ambas ramas, aunque sólo una de ellas las hubiera convocado. De esta manera, la rama que ejerciera dicho derecho tendría que pagar el precio del riesgo electoral. Instrumentos como éste, especialmente si se los pone en práctica en el contexto de reformas que eleven
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el nivel de movilización política popular, revertirían la lógica institucional del esquema de Madison, que pasaría de ser un instrumento para hacer más lenta la política a ser un instrumento para su aceleración. En cuestiones de diseño institucional, las pequeñas diferencias pueden producir grandes efectos. El culto a la Constitución y la incapacidad generalizada para reconocer toda necesidad de acelerar el tempo de la política a menos que haya una emergencia nacional se combinarían en Estados Unidos para dejar sin apoyo alguno a cualquier iniciativa como la descripta. El lugar por el que se debería comenzar a llevar a cabo la reforma en la política democrática en Estados Unidos no es, por lo tanto, un rediseño constitucional favorable a la rápida resolución del impasse. Es la aceptación de reformas que aumentarían el nivel de compromiso y educación cívicos, y disminuirían al mismo tiempo la influencia plutocrática sobre la política: elevar la temperatura antes de acelerar el tempo. Algunas de estas iniciativas harían posible el financiamiento público de las campañas. Otras ampliarían -en pro de los movimientos sociales organizados, así como de los partidos políticos- el acceso libre a los medios masivos de comunicación electrónica como condición para otorgar las licencias públicas bajo las cuales opera el negocio de la televisión y la radio. Visto en su conjunto, en la combinación de todas sus partes, un proyecto de reorientación y transformación para Estados Unidos puede parecer demasiado amplio y demasiado ambicioso para soportar la prueba de limitación en contexto. Sin embargo, los elementos que lo componen son conocidos casi en su totalidad. El progreso en algunas de sus partes podría avanzar mucho antes de toparse con los límites impuestos por la incapacidad de avanzar en otras. Este programa está dirigido a una base que aún no existe: una mayoría de clase trabajadora capaz de trascender en sus compromisos las divisiones raciales y religiosas. Sin embargo, no se da por sentada la existencia de una base como ésa. Formularlo en el pensamiento y promoverlo en la práctica contribuirían a la formación de dicha base. El proyecto ayuda a crear la base; la base permite que el proyecto siga adelante. En todos estos sentidos presenta problemas que no son exclusivos de Estados Unidos; son típicos de las dificultades que debe enfrentar la izquierda en cualquier sociedad contemporánea, rica o pobre. En Estados Unidos, como en cualquier otra parte, un proyecto de estas
características sólo podría hacerse realidad en el contexto de una disputa mayor sobre la conciencia. En esa lucha sería necesario cuestionar la evaluación insuficiente que hace Estados Unidos del espacio existente para las alternativas
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institucionales, tanto como su exageración de las posibilidades para las salidas individuales a través de la autoayuda y la superación personal. Los partidos políticos y los movimientos sociales son instrumentos insuficientes en esta tarea profética. Cuando discutimos estas creencias, tomamos como objeto el espíritu de la nación, dado que el Estado nación sigue siendo un terreno privilegiado para experimentar con las situaciones comunes de la vida. Las cualidades características del pueblo estadounidense son su energía, su ingenio, su generosidad, su buena fe práctica, su disposición para cooperar y su sentido de que falta algo en su vida nacional y personal. Éste es el sentido que inspira su incesante esfuerzo y su profundo anhelo. Sus defectos característicos son su actitud de idolatría hacia las instituciones, su incapacidad para reconocer plenamente que la autoconstrucción depende de la solidaridad social, su disposición para conformarse en la vida social con u na distancia media, que los despoja de soledad pero no les aporta compañía, y su falta de imaginación. No podrán hacer realidad sus intereses ni sus ideales más plenamente si no ofrecen oportunidades más propicias que las actuales para la voluntad de cooperación y de sacrificio de la que depende toda grandeza.
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LA GLOBALIZACIÓN: QUÉ HACER CON ELLA LAS ALTERNATIVAS DE ESTA NATURALEZA para países ricos y pobres exigen, para poder avanzar, un orden global que no las suprima por su propio designio. La globalización se ha convertido hoy en la coartada genérica para la claudicación: se ridiculiza toda alternativa progresista con el argumento de que las restricciones de la
globalización la vuelven poco factible. La realidad, en cambio, es que -como demuestran las diferencias entre las experiencias contemporáneas de China y América Latina- incluso el orden económico y político global vigente permite un espectro más amplio de respuesta efectiva. Más aun, no hay razones para abordar el régimen económico y político globa l establecido sobre la base de aceptarlo tal como es o rechazarlo. La pregunta nunca debe ser sólo: ¿cuánta globalización? También debe ser siempre: ¿qué forma de globalización? El objetivo principal es un pluralismo calificado: un mundo de democracias. Las
diferencias en la forma de organización y de experiencia en un mundo así sólo deberían estar limitadas por el requisito de que ninguna sociedad que se diga libre debería hacer que la reforma dependiera de la crisis ni negarles a los individuos o a los grupos disidentes que pudieran surgir en su seno ni el poder efectivo ni el derecho formal de cuestionarla. Este poder y este derecho nunca estarán plenamente garantizados a menos que el individuo sea libre de escapar de la sociedad y de la cultura en las que ha nacido. Una mayor libertad para cruzar las
fronteras del país y trabajar en el extranjero no es sólo el ecualizador más poderoso de la circunstancia entre países. Brinda a la libertad individual un recurso de seguridad predefinido. El papel de las diferencias nacionales en un mundo de democracias es representar
una forma de especialización moral: la humanidad puede desarrollar sus poderes y sus posibilidades sól0 si lo hace en diferentes direcciones. Una premisa de este tipo de pluralismo calificado es que la democracia representativa, la economía de mercado y una sociedad civil libre carecen de una forma natural única y necesaria. Se desarrollan mediante la renovación de las instituciones que las definen. La reforma de la globalización nunca llegará a las masas de hombres y mujeres comunes -agradecidas y de comportamiento ejemplar- de la mano de una elite internacional de reformadores. Dicha reforma debe ser el resultado de una lucha arraigada en lo que sigue siendo el contexto más importante para la búsqueda de alter-nativas: los Estados nación y los bloques regionales del mundo. Para que la reforma pueda llevarse a cabo, muchos países deben t omar un rumbo que los lleve a un conflicto con las normas establecidas y los acuerdos que conforman el orden
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global. Es poco probable que las restricciones impuestas por el orden actual eviten
que algún país en particular dé los primeros pasos en la prosecución de alternativas como las que analizamos aquí. No obstante, estas restricciones se volverán intolerables a medida que dichas alternativas avancen. Las sociedades con mayor potencial para convertirse en sedes de la resistencia
pueden ser hoy los países continentales en desarrollo: China, India, Rusia y Brasil. Estos países reúnen entre ellos una combinación de los recursos prácticos y espirituales que les permiten imaginarse como mundos diferentes. Sin embargo, su ventaja como agentes de la transformación mundial no es más que relativa y circunstancial. Más aun, por diferentes motivos, cada uno de ellos ha tenido dificultades para poner en práctica su potencial de desafío. Para alcanzar el éxito en sus intentos de rebelión y reconstrucción, necesitarían ayudarse mutuamente y recibir ayuda tanto de los europeos como de los estadounidenses con mentalidad internacional. Las reformas en los ordenamientos del régimen político y eco- nómico mundial deben ser exigidas entonces por Estados nación que insistan en reconciliar sus experimentos contestatarios con un compromiso pleno con ese régimen. Dichas reformas, a su vez, facilitarían el progreso de las herejías. Es en esta interacción entre divergencias nacionales y reconstrucción global donde se encuentra la mayor esperanza para la humanidad. El programa de los progresistas para la reforma de la globa lización debería incluir
por lo menos tres elementos: un rediseño del régimen global de comercio, una reorientación de las organizaciones multilaterales -en especial, de las instituciones de Bretton Woods- y una limitación o transformación del predominio estadounidense. El sistema emergente de comercio mundial está organizado ahora sobre la base de
tres principios, cada uno de los cuales debería sufrir una revisión radical. El primer principio considera que el objetivo rector del régimen de comercio mundial es llevar el libre comercio a su máxima expresión. Los ideólogos del sistema vigente consideran que el récord casi imbatido de dosificación y selectividad en el libre comercio que ha acompañado el ascenso de todas las economías contemporáneas más ricas es una desviación arcaica. En lugar de un enfoque calificado como éste, hay un intento de fijar como ley comercial inflexible algo que en el transcurso de la mayor parte de la historia contemporánea no ha sido más que una doctrina controvertida y cuestionada.
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Un corolario de maximizar el libre comercio es minimizar las oportunidades de retirarse de las normas comerciales generales. El Acuerdo General sobre Comercio y
Aranceles (GATT) era pródigo en oportunidades de ese tipo. El régimen de la Organización Mundial de Comercio que lo reemplazó las ha reducido drásticamente. El objetivo principal del régimen de comercio global debería ser facilitar la coexistencia de trayectorias de desarrollo y experiencias de civilización alternativas dentro de los amplios límites de un pluralismo democrático. El libre comercio es un medio, no un fin. No habrá ninguna economía mundial abierta segura que dependa de la supresión del experimentalismo democrático, incluyendo la experimentación con los ordenamientos institucionales que definen tanto a la democracia política como a la economía de mercado. Un corolario de este principio opuesto al régimen de comercio mundial es que los países deberían gozar de una amplia libertad en sus posibilidades de excluirse de las normas comerciales generales siempre y cuando tales exclusiones se negociaran sobre la base de la correspondiente pérdida de acceso a los mercados de otros países. Una exclusión no puede hacerse en pro del interés único de los países que la ejerciten; debe hacerse en pro del interés del mundo entero. El mundo entero -tanto como los Estados miembros del orden global- tiene un interés particular en minimizar sus riesgos alentando una variedad mayor de experiencias nacionales que las que permitiría este contraprincipio si no estuviera compleme ntado por derechos a la exclusión. El segundo principio del régimen actual de comercio mundial es el esfuerzo por organizar el comercio mundial sobre la base de una concepción particular y dogmática de la manera en que debería estar organizada la economía de mercado. El resultado es el intento de incorporar a las normas del sistema de comercio las formas de propiedad privada y de contrato vigentes hoy en las economías más ricas y prohibir - considerándolas subsidios- un amplio espectro de formas posibles de coordinación entre el gobierno y la empresa privada. Una economía de mercado no puede crear sus propios pre-supuestos, incluyendo sus presupuestos institucionales. Desde el punto de vista de la idea abstracta de un mercado, son totalmente arbitrarios el lu gar y la forma en que tracemos la línea entre las instancias de asociación del Estado con las empresas privadas que son permisibles y las que no lo son. No obstante, las ideas que tan frecuentemente confundimos con la ortodoxia económica suelen asociar una manera particular de trazar esta línea tanto con la naturaleza del mercado como con los requerimientos del libre comercio. Cuanto menor sea el margen de maniobra del gobierno para
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involucrarse en la creación de nuevos formas del mercado -brindando más oportunidades a más personas de maneras más diversas-, mayor será la probabilidad de que la distribución de la ventaja comparativa en la economía mundial parezca un hecho tan natural y tan difícil de modificar como la distribución de los climas. El principio opuesto, sobre el que debería basarse la alternativa, es una negativa a
incorporar al régimen de comercio mundial los presupuestos de cualquier variedad particular de la economía de mercado, excepto los que puedan derivar de los derechos humanos básicos. El estándar de aplicación de tales derechos debería evolucionar a medida que la humanidad se vuelva menos tolerante a la opresión y según el grado en que el orden global se convierta en un mundo de democracias. Por ejemplo, esta evolución debería reflejar la presión por unlversalizar los estándares de seguridad laboral, prohibir el trabajo infantil, garantizar el derecho a organizar sindicatos y el derecho de huelga y, en términos más amplios, asegurar la participación democrática en la vida nacional. Dentro de estos límites, el sistema de comercio no debería consolidar una versión de
la combinación accidental de derechos que llamamos propiedad. Tampoco debería imponer, en nombre de la idea de propiedad intelectual, la manera de convertir las innovaciones en activos que han adoptado los países ricos. No debería declarar ilegales, considerándolos subsidios prohibidos, el uso del poder gubernamental para rediseñar los mercados y para superar los obstáculos del atraso relativo. Las iniciativas creadoras de mercado no deberían confundirse con las asignaciones de recursos para sustituir los resultados del mercado. El tercer principio sobre el que se apoya el régimen de comercio global es una concepción selectiva de lo que significa la idea de una economía mundial libre. Se ha establecido un sistema por el cual el capital es libre de circular por el mundo mientras que el trabajo permanece prisionero en el Estado nación o en bloques de Estados nación relativamente homogéneos como la Unión Europea. A esta falta selectiva de libertad la llaman libertad. Deberá afirmarse el principio opuesto, según el cual capital y trabajo vayan logrando juntos, en pequeñas etapas acumulativas, la libertad de cruzar las fronteras nacionales. Nada contribuiría más a una rápida moderación de las desigualdades entre naciones que una mayor libertad de movimiento para el trabajo. Nada nos acercaría más a la aceleración de un cambio que se ha estado produciendo en el mundo durante mucho tiempo, si bien de manera despareja: el reemplazo de la sucesión generacional como base de la esencia de una nación por la diferenciación
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institucional y moral, el compromiso compartido en la construcción de un futuro compartido. La respuesta a los múltiples problemas que produciría el fortalecimiento de un derecho de tales características -en particular, la amenaza a la posición del trabajo en los países más ricos y el peligro de una repercusión reaccionaria - siempre es la misma: avanzar paso a paso. Primero deben extenderse permisos de trabajo temporales hasta llegar a los derechos plenos, y el derecho a ingresar debe estar equilibrado por el poder de excluir. El cambio de rumbo, sin embargo, tendría un enorme impacto en el carácter del orden mundial y en la naturaleza de todos los Estados que lo integran. La reforma del sistema global de comercio debería estar acompañada de una
reorientación de las organizaciones multilaterales, en particular de las organizaciones originales del sistema de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Estas organizaciones funcionan hoy -con dureza, el FMI; con suavidad, el Banco Mundial- como brazos del programa que los países más ricos les imponen a los más pobres y que éstos aceptan sólo cuando han sido tan incautos o tan desgraciados como para depender de la asistencia de sus presuntos tutores y censores. En un período en el que florecieran muchas alternativas de estrategias de desarrollo y de orden institucional, estas organizaciones podrían tener un motivo para ejercer una presión contraria: buscar una base de principios y compromisos centrales comunes sobre la que establecer una economía global abierta en un mundo de democracias. Sin embargo, en una situación como la presente -la dictadura de la falta de alternativas- su papel principal debe ser apoyar la aparición de la diferencia. El mayor servicio que podrán brindarle a la humanidad será actuar de manera contraria a la vigente, buscando la convergencia cuando prevalece la divergencia y la divergencia cuando se impone la convergencia. Debería establecerse el principio según el cual, en la medida en que estas organizaciones tengan responsabilidades universales, también tengan poderes mínimos. Por ejemplo, el trabajo minimalista del FMI debería ser ayudar a mantener abierta la economía mundial al presentarse crisis ocasionales en la balanza de pagos y profundas diferencias de orientación en las políticas económicas de los países. Lejos de utilizar las dificultades como una oportunidad para imponer la uniformidad, debería ayudar a organizar -o, como último recurso, proveer- créditos puente a corto plazo o mejoramiento crediticio para brindar un mejor apoyo a la experimentación nacional.
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No obstante, en la medida en que las organizaciones multilaterales -como bancos
públicos, capitalistas públicos de riesgo o asesores públicos - estén profundamente involucradas en colaborar y proveer asistencia para definir estrategias de desarrollo nacional y agendas nacionales de reforma, deberían estar al servicio del pluralismo. La única manera segura de que esto suceda es que ellas mismas se vuelvan pluralistas. En el ejercicio de estas responsabilidades que diseñan trayectorias, deberían dividirse en múltiples organizaciones o bien transformarse en transmisoras de órdenes o en redes que den cabida a equipos riva les. Cada una de estas múltiples organizaciones o equipos se pondría al servicio de diferentes estrategias y agendas. Un esquema tal sólo podría ponerse en práctica de manera efectiva si contara con un financiamiento mayormente automático. Por ejemplo, los fondos podrían provenir de una sobretasa universal aplicada al impuesto más común y más neutral desde el punto de vista económico vigente hoy en el mundo: el impuesto integral de tasa fija al valor agregado. Si el mundo tuviera la sabiduría y el sentido d e la justicia suficientes como para tolerar un mínimo de redistribución, una sobretasa como ésta podría calcularse a tres o cuatro tasas diferentes, según el ingreso per cápita del país. Llamémoslo el impuesto del pluralismo: un impuesto cuya recaudación s e utilice para ayudar a apoyar la asociación del progreso económico con la diversidad institucional. Hasta que vuelva a aparecer una pluralidad genuina de poderes en el mundo, ni la
reforma del sistema de comercio internacional ni la reorientación de las organizaciones multilaterales serán suficientes para crear un orden global más favorable a las alternativas democratizadoras. Para que se imponga un pluralismo de esta naturaleza, también es necesario detener el predominio estadounidense o transformar su carácter. A partir de la Segunda Guerra Mundial por lo menos, todos los gobiernos estadounidenses han luchado por someter el precario marco de organización internacional a los compromisos ideológicos y a las preocupaciones de seguridad de Estados Unidos. Cada uno de los gobiernos estadounidenses se ha mantenido tras las bambalinas de las organizaciones internacionales, moviendo los hilos. Los objetivos inquebrantables de su política exterior han sido durante más de cien años ejercer una hegemonía indiscutida en el hemisferio occidental y evitar que cualquier otro poder consolide su posición regional en cualquier otra parte del mundo, de manera tal que le permita competir por la influencia global. Es mejor la hegemonía estadounidense que cualquier otra hegemonía imaginable hoy. Pero mucho mejor es ninguna hegemonía. Mejor aún -o en particular- para el pueblo estadounidense, que corre el riesgo de perder una república a manos de un imperio.
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Estados Unidos es un poder revolucionario: su concepción acerca de sus intereses es tan ideológica como práctica. Su civilización representa una variante herética de algunas de las ideas centrales de Occidente. Los estadounidenses han querido exceptuar a sus propias instituciones del impulso experimentalista que predomina en otras áreas de su cultura. Creyeron haber descubierto la fórmula de una sociedad
libre, una fórmula que debe revisarse en muy contadas ocasiones y en condiciones de extrema presión. De esta manera, han congelado la dialéctica entre instituciones o prácticas e ideas e intereses, indispensable para el mejoramiento de la sociedad. Al mismo tiempo, han dado un papel central a una concepción de autosuficiencia que resta importancia a nuestro derecho a recurrir a los demás y que exagera la medida en que el individ uo, confiando sólo en sí mismo, puede convertirse en un pequeño rey. Sus concepciones de la democracia política, de la economía de mercado y de una sociedad civil libre son fieles expresiones de estas creencias. Toda la humanidad tiene un interés particular en evitar que -en nombre de la libertad- esta fe sea impuesta al resto del mundo y en negar a sus defensores las prerrogativas de Constantino. Sólo circunscribiendo la fuerza y cambiando la naturaleza de la influencia estadounidense podremos crear una si tuación mundial más abierta a las reformas nacionales e internacionales que representan la esperanza de encontrar hoy un camino correcto. ¿Cómo se puede reconciliar un pluralismo más amplio de trayectorias de desarrollo y de experiencias de civilización con la realidad de la supremacía estadounidense? Negar la realidad de esa supremacía y aferrarse a la fantasía jurídica de la igualdad de los Estados es renunciar a la tarea de responder esa pregunta. Comparemos tres tradiciones de pensamiento y de práctica internacional en la historia moderna: la metternichiana, la wilsoniana y la bismarckiana. En la tradición metternichiana, el orden es el compromiso formativo, y la concertación entre los grandes poderes contra los intentos de subversión es el método preferido. Busca reforzar las puertas contra la revolución transformando la ventaja presente en derecho adquirido. El objetivo rector de la tradición wilsoniana es unlversalizar la autodeterminación nacional. Sin embargo, considera la autode terminación nacional como un instrumento para la difusión de valores e instituciones estrechamente identificados con los grandes poderes -o el gran poder- que apoya el sistema del Estado. Favorece un pluralismo de poder a través de su compromiso con la autodeterminación nacional. Sin embargo, no ve ninguna incompatibilidad entre dicho pluralismo y su compromiso de difundir las instituciones y los ideales de los
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poderes o del poder que las apoya. Sus métodos más importantes son el derecho internacional y las organizaciones internacionales, complementados por guerras que también fueron cruzadas ideológicas. Su programa depende de la coincidencia feliz de poder y derecho; su razonamiento se apoya en el hecho supuestamente providencial del ascenso de Estados Unidos al rango de potencia mundial. Le resulta imposible, por lo tanto, admitir cualquier contradicción entre la defensa de este poder y los intereses de la humanidad. La preocupación primordial de la tradición bismarckiana es evitar la consolidación de cualquier hegemonía semejante a ésta, especialmente su consolidación por medio de la guerra. Quiere evitar que cualquiera de los grandes poderes deje fuera a los demás, o los obligue a elegir entre la guerra y la claudicación. Haciendo abstracción de su contexto histórico original, está definida tanto por su adhesión a una pluralidad de centros de poder como por su escepticismo respecto de la asociación entre poder e ideología. Para alcanzar sus objetivos, intenta atraer a grandes poderes así como a poderes menores a concepciones y prácticas compartidas de acción concertada. Su método preferido es la concentración en prácticas ubicadas en una zona intermedia entre la fuerza (ejercida mediante la guerra o la amenaza de guerra) y el derecho (anclado en la ideología). De este arraigo en la zona intermedia resulta una de sus mayores fortalezas: su apertura a la corrección a la luz de la experiencia y del cambio de la circunstancia. Detener la hegemonía estadounidense en pro del pluralismo democrático exige una transposición y la recombinación de dos de estas tres tradiciones. De la tradición wilsoniana deberíamos tomar el compromiso con la autodeterminación nacional y los derechos humanos, eliminando el dogmatismo institucional e ideológico que invita a la confusión entre lo que predica un país y lo que necesita la humanidad. De la tradición bismarckiana deberíamos tomar el compromiso con una pluralidad de centros de poder y el esfuerzo de promover este compromiso mediante acuerdos entre los Estados, acuerdos que se articulen en una zona intermedia entre el derecho y la fuerza. Sin embargo, deberíamos librar a este compromiso con una pluralidad de poderes de toda renuencia a definir los límites morales y políticos para las diferencias nacionales, que deberían ser toleradas en un mundo de democracias. Con este espíritu, imaginamos una iniciativa político -diplomática fuera del sistema de las Naciones Unidas, que ya se ha vuelto relativamente incompetente. Su relación con ese sistema no estaría predefinida; en tanto resultara exitosa, contribuiría a revitalizar a las Naciones Unidas. Los socios básicos de esta iniciativa serían la
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corriente internacionalista dentro de Estados Unidos, la Unión Europea y algunos de los países grandes en desarrollo (China, India, Rusia, Brasil). La iniciativa trataría de establecer un régimen de relaciones entre Estados Unidos y los poderes de nivel medio con las siguientes reglas operativas. Primero, las cuestiones fundamentales de seguridad y de reforma internacional deben decidirse por consenso entre los socios. Se define el consenso como una
marcada preponderancia de opinión entre Estados Unidos, la Unión Europea y los países continentales en desarrollo. El autogobierno democrático no es un requisito indispensable para tomar parte en este acuerdo, pero la ausencia de un avance hacia la democracia no es compatible con la participación permanente en sus asuntos. Segundo, los socios de Estados Unidos en este acuerdo reconocen la realidad de la
supremacía estadounidense sin afirmar su legitimidad. Esto implica en la práctica que el acuerdo no puede tolerar ninguna amenaza a los intereses vitales de seguridad de Estados Unidos. Recíprocamente, Estados Unidos actúa como cogarante del régimen multilateral. Tercero, si bien Estados Unidos es libre de actuar en última instancia según su propia concepción de sus intereses de seguridad, paga un precio determinado si actúa haciendo caso omiso de la concepción de sus socios en el acuerdo, que cierran filas para circunscribir su poder. Es precisamente este agrupamiento de los poderes menores en contra de Estados Unidos lo que la política estadounidense ha tratado de evitar como objetivo fundamental. De esta manera, el régimen goza de un mecanismo de autoestabilización. Una construcción diplomático-política de este tipo representa un intento de escapar del peligroso y la ficción instrumentos atributo vital:
enfrentamiento entre la cruda realidad de la hegemonía estadounidense jurídica de la igualdad entre los Estados. Al poner en práctica que son protolegales más que legales o extralegales, adquiere un es capaz de evolucionar.
En el centro de un régimen de esta naturaleza hay una negociación. A través de las voces de los poderes menores, el mundo reconoce la realidad de la hegemonía estadounidense, no así su derecho a ella. Lo hace a cambio de un avance hacia el pluralismo global. Con la ansiedad de huir tanto de los peligros de la anarquía como de la carga del imperio, Estados Unidos acepta a cambio un sistema que eleva el precio de una acción estadounidense emprendida ignorando la concepción multilateral.
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DOS CONCEPCIONES DE LA IZQUIERDA
¿QUÉ SIGNIFICA ser de izquierda hoy? Una idea preexistente debe hacerse realidad en una nueva circunstancia mediante un nuevo proyecto. El nuevo proyecto requiere a su vez la reinvención de la idea preexistente. Hay dos concepciones de la izquierda que deberían luchar ahora por la supremacía. Una expresa la orientación de la socialdemocracia conservadora en lo institucional y su continuo retroceso respecto de la ambición transformadora, tanto en los países ricos como en los pobres. La otra anima, profundiza y generaliza una dirección programática como la que esbozamos en estas páginas. Se impone la primera de estas dos concepciones, aunque entre sus partidarios hay pocos que la reconozcan por lo que es. Tiene dos partes: sólo una de ellas suele
presentarse explícitamente; la otra suele permanecer en las sombras. La parte que se presenta de manera explícita es el compromiso con una mayor igualdad de recursos y de oportunidades en la vida, q ue se alcanzarán principalmente a través de la redistribución compensatoria por tributación y transferencia. La tarea principal de tal redistribución hoy es atenuar el efecto de la segmentación jerárquica de la economía sobre los ingresos; la preocupación principal se refiere a la desigualdad de ingresos y de estándares de vida. El aparente extremismo del compromiso con una mayor igualdad coexiste con la mezquindad del resultado que persigue -una mayor igualdad de ingresos- y con los medios que prefiere -la corrección retrospectiva mediante el uso de transferencias gubernamentales-. La parte de esta concepción dominante de la izquierda que queda en las sombras es la aceptación del entorno institucional de la vida económica y política. Los experimentos en rediseño institucional están asociados con las calamitosas aventuras políticas del siglo xx. El punto es endulzar lo que ya no sabemos cómo repensar ni cómo rediseñar. Según esta concepción, si hay grandes cambios institucionales para hacer, no sabemos cuáles son. Si supiéramos, tal vez seríamos, de todos modos, impotentes para producirlos y sería muy prudente de nuestra parte tener en cuenta los peligros de cualquier intento de introducir tales cambios. Muchas de las filosofías políticas más influyentes de hoy teorizan sobre la combinación del igualitarismo redistributivo con el e scepticismo o el conservadurismo institucional. De esta manera, le confieren a la socialdemocracia un halo filosófico. Los filósofos están de acuerdo en su mayor parte acerca del punto final: la rectificación del liberalismo clásico por parte de la socialdemocracia redistributiva y
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conservadora en lo institucional. Sólo están en desacuerdo acerca del punto de partida: ¿con qué vocabulario se expresa mejor este dogma puritano y resignado? ¿Qué presupuestos lo fundamentan mejor? ¿Cómo es posible hacer pasar este procedimiento decorativo por pensamiento? Tal vez resulte extraño que un igualitarismo redistributivo -de posible apariencia radical cuando se lo formula de manera abstracta- coe xista con una aceptación cobarde de los ordenamientos establecidos. La aparente contradicción, sin embargo, revela el ver-dadero resultado: los ordenamientos indiscutidos e inmodificados ponen al igualitarismo teórico en el lugar que le corresponde. La medida de igualdad económica que en verdad puede producirse es la medida compatible con estos ordenamientos. Sabemos por expe riencia histórica que los derechos sociales funcionan, pero funcionan mejor para empoderar que para crear igualdad. En la medida en q ue creen igualdad, su efecto estará subordinado a las
reformas que puedan ampliar las oportunidades económicas y educativas. El igualitarismo teórico y extremo de esta concepción de la tarea de la izquierda, con su enfoque simplista en la circunstancia mat erial, actúa como premio consuelo. No podemos crecer; entonces permítasenos ser más iguales. Esta sustitución revierte la relación que existe entre un aumento de los poderes humanos y el compromiso de disminuir inequidades extremas y arraigadas, de circunstancias tanto como de oportunidades. El mejor motivo para superar estas desigualdades es lograr que todos puedan aumentar esos poderes. Sabemos que poco es el bien que estaremos
haciendo a cambio de un cierto daño si nuestros esfuerzos por moderar las desigualdades sólo sirven para que nos sea más fácil tolerar la disminución de nuestros poderes. La concepción alternativa de lo que significa ser de izquierda reemplaza ambos elementos de este falso igualitarismo. En el lugar del conservadurismo institucional y el escepticismo pone una sucesión de cambios institucionales y una práctica de experimentación institucional. El punto es rechazar la opción entre un cambio institucional total y la humanización de los ordenamientos establecidos a través de la redistribución económica y la idealización legal. El proyecto que toma el lugar de esta opción inaceptable es la democratización del mercado, la profundización de la democracia y el empoderamiento del individuo. La práctica que toma su lugar debilita el contraste entre el compromiso en un mundo y la acción para cambiar el mundo, de modo tal que nos permita cuestionar y transformar, al mismo tiempo que nos comprometemos.
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El objetivo primordial que persiguen esta práctica y este proyecto es hacernos crecer individual y colectivamente y hacernos más iguales, tanto en circunstancia como en oportunidad, sólo en la medida en que la desigualdad nos empequeñece y nos confina. El objetivo no es tanto humanizar a la sociedad como divinizar a la humanidad: traernos a nuestro propio ser haciéndonos más divinos. En su sentido más primitivo, este impulso de divinizar a la hu manidad es el esfuerzo por equipar nuestra energía constructiva, disminuyendo el contraste entre la intensidad de nuestras aspiraciones y la mezquindad en la que despilfarramos nuestras vidas. El poeta Wordsworth describió el problema en su escrito crítico "The Convention of Cintra", pero no sugirió una posible solución: [L]as pasiones de los hombres (es decir, el alma de la sensibilidad que reside en el
corazón del hombre) -en todas las disputas, en todas las contiendas, en todas las búsquedas, en todos los placeres, en todos los empleos que el hombre busca o a los que es impulsado- trascienden de manera inconmensurable sus objetos. La verdadera desdicha de la humanidad consiste en esto; no en el fracaso de la mente humana, sino en que el curso y las exigencias de la acción y de la vida se correspondan tan rara vez con la dignidad y la intensidad de los designios humanos: por lo tanto, lo que languidece lentamente es dejado de lado y denostado con demasiada facilidad.1 Hay, sin embargo, una solución, por lo menos hasta cierto punto y en cierto sentido. Exige un conjunto de cambios permanentes en la organización de la sociedad así como en la orientación de la conciencia. Sus beneficios se relacionan con nuestros intereses más fundamentales. Primero, con nuestro interés material por aliviar la carga de pobreza, trabajo duro y enfermedad que pesa sobre la vida humana; aligera este peso desarrollando esas formas de co operación que son más receptivas a la innovación permanente. Segundo, con nuestro interés social en liberar nuestras relaciones cooperativas de las restricciones sobre la división social y la jerarquía predeterminadas. Tercero, con nuestro interés moral en crear circunstancias que nos permitan hacer coincidir las exigencias contrapuestas de la autoconstrucción: vivir entre los otros sin cederles nuestra autoposesión. Cuarto, con nuestro interés intelectual y espiritual en ordenar la sociedad y la cultura de manera tal que podamos ser al mismo tiempo insiders y outsiders, y comprometernos sin claudicar. 1
William Wordsworth, "The Convention of Cintra", en The Prose Works of William Wordsworth, ed. de W.
J. B. Owen y Jane Worthington Smyser, Oxford, Oxford University Press, 1974, vol. i, p. 39.
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El aumento de los poderes humanos, individuales y colectivos, que deberíamos buscar y valorar es la combinación de estos cuatro intereses. Los protagonistas y beneficiarios son hombres y mujeres ordinarios más que una elite de héroes, genios y santos. El ideal de igualdad tiene un papel doble en una concepción de estas características: el de presupuesto y el de exigencia práctica. Como presupuesto, igualdad significa que todos somos capaces de crecer y ser más divinos: las divisiones dentro de la humanidad son superficiales y efímeras. Las clases o naciones particulares pueden introducir nuevas concepciones, invenciones u ordenamientos cuyo valor se aplique a toda la humanidad. La particularidad, sin embargo, estará ento nces vinculada con el plan, más que con el mensaje. Como requisito práctico, igualdad significa evitar los extremos de privilegios y privaciones: evitar que la transmisión familiar hereditaria de las ventajas y desventajas económicas y educativas moldee de manera decisiva las oportunidades de vida de los individuos. Significa también establecer límites para los beneficios que puedan acumularse como resultado de dotaciones heredadas intelectuales y físicas. ¿Cuánto y con qué criterio? La medida no será otra más que la evaluación -en la circunstancia de vida- del peligro de quedar atrapado en un privilegio que se sustenta a sí mismo respecto de los beneficios de la flexibilidad, el oportunismo, el experimento libre del proyecto de democratización y divinización. Una evaluación tal tendrá todas las características controvertidas y paradójicas de acción e intención en contexto. Cualquier intento de consolidar una rígida igualdad de circunstancia o de adoptar como principio rector la preferencia por algún ordenamiento que dé como resultado el mayor beneficio para los menos privilegiados será representativo de un rumbo erróneo. Un intento de esta naturaleza pervierte el esfuerzo que con justicia debería ubicarse en el núcleo de un programa de la izquierda: la lucha de engrandecer lo común, sin dar nada por sentado y rediseñando todo, pero siempre poco a poco y paso a paso. Hay un área en la que la combinación de estos impulsos alcanza mayor significación y claridad: la reforma de los acuerdos que definen la democraci a. La reimaginación y reconstrucción institucional de la democracia representa más que otro contexto para experimentar en pro de la grandeza; reorganiza el área de la vida social que más influye en los términos sobre los que podemos reorganizar todas las otras áreas. El proyecto de desarrollar una democracia de alta energía es común a las propuestas que debería adoptar la izquierda hoy para los países más ricos y más pobres. Ilustra en sus aspectos más generales la naturaleza de la unión entre los dos elementos que
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integran la segunda concepción de la izquierda: la práctica del experimentalismo institucional y el compromiso de hacer crecer a la gente común y la experiencia común, confiriendo mayor alcance y más instrumentos a su intensidad oculta. Vista desde esta concepción, la democracia no se relaciona sólo con el
autogobierno popular y su conciliación con los derechos individuales. La democracia también se relaciona con la creación permanente de lo nuevo. Las prácticas colectivas para esta creación permanente de lo nuevo son un punto al que confluyen nuestros intereses más básicos: nuestro interés material en el progreso práctico, nuestro interés social en subvertir la predestinación por clase y cultura, nuestro interés moral en la conciliación de las condiciones conflictivas de la autoafirmación individual y nuestro interés espiritual en el compromiso sin claudicación. Hay cinco temas que se combinan tanto en la idea como en la construcción institucional de una democracia como la descripta. El primer tema es el desarrollo de ordenamientos que favorezcan un nivel
intensificado, sostenido y organizado de compromiso popular con la política. La política con contenido estructural, receptiva a la práctica repetida de la reforma radical sin necesidad de una cris is, debe ser una política de alta temperatura. Para ser fértil en relación con la causa de la democracia y con el programa de la izquierda, la política de alta temperatura debe ser institucionalizada, más que antiinstitucional o extrainstitucional. Para alcanzar este fin, los ordenamientos políticos deben favorecer todo régimen electoral que aliente el desarrollo de partidos políticos fuertes, con perfiles programáticos bien definidos. Deben asegurarles a los partidos políticos y a los movimientos sociales organizados un acceso más libre a los medios de comunicación masivos, especialmente la televisión y la radio. Y deben debilitar la influencia del dinero en la política, por ejemplo, aportando los fondos para el financia- miento público de las campañas polí ticas y restringiendo tanto como sea posible el uso electoral de recursos privados. En particular, deben prohibir el uso de fondos privados para la compra de tiempo en los medios de
comunicación. El segundo tema es la tendencia hacia la rápida resolución del impasse entre las ramas de los gobiernos y la participación de la base social en dicha resolución. El objetivo sería convertir el gobierno constitucional en una máquina para acelerar la política, no para hacerla más lenta. Esto adquiere particular importancia cuando los ordenamientos constitucionales establecen un gobierno dividido, como sucede bajo
un régimen presidencialista al estilo estadounidense. La solución es e ntonces diseñar medios que preserven la fuerza plebiscitaria de la elección directa de un presidente
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poderoso en un gran Estado federal, dándole al régimen al mismo tiempo mecanismos para salir rápidamente del punto muerto sobre la base de la participación popular: amplios plebiscitos programáticos acordados por ambas ramas políticas y elecciones anticipadas convocadas por cualquiera de las dos ramas políticas. Cuando se rompa el impasse, tales mecanismos también ayudarán a elevar el nivel de temperatura en la política nacional.
Un sistema puramente parlamentario, sin separación de poderes, no parece necesitar herramientas para romper un impasse. Sin embargo, un sistema de esa naturaleza puede sufrir del equivalente funcional a la práctica programada de hacer más lenta la política que suele acompañar a los gobiernos con división de poderes: si la sociedad está organizada de manera muy despareja, el desarrollo real de la política puede degenerar en una negociación no concluyente entre poderosos intereses organizados. El remedio es insistir en iniciativas que eleven el nivel de movilización política organizada. Es difundir en sectores más amplios de la sociedad prácticas avanzadas de producción y aprendizaje, y no permitir que permanezcan encerradas en vanguardias aisladas. Y es establecer la solidaridad social sobre la base de una responsabilida d universal de ocuparse de los demás. El tercer tema es la determinación de rescatar a las personas de circunstancias de desventaja o de exclusión arraigadas, de las que no puedan escapar con los medios de acción económica y política a su alcance. Debería perseguirse este objetivo como una acción de efecto correctivo tanto como afirmativo. En su aspecto correctivo, el objetivo debería promoverse mediante el establecimiento de una rama del gobierno (en al caso de la separación de poderes) o de una agencia del Estado (cuando no haya tal separación) dotada tanto de los recursos prácticos como de la legitimidad política para emprender una tarea para la cual los tradicionales Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial no resultan adecuados. La tarea es intervenir en organizaciones y prácticas sociales particulares que se hayan
convertido en pequeñas fortalezas de despotismo, y reconstruirlas. En su aspecto afirmativo, el o bjetivo debería cumplirse asegurándole a cada
individuo una participación básica en los recursos tan pronto como la riqueza de la sociedad -libre de toda tolerancia ante desigualdades extremas de circunstancia y de oportunidad- lo permita. Esta participación mínima tendrá la forma de un ingreso mínimo garantizado o de una herencia social garantizada, dependiendo de las circunstancias y del resultado de la experiencia. Dicha herencia sería una cuenta de dotación social, consistente en recursos cobrables que el individuo podría retirar en
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momentos decisivos de su vida. La herencia garantizada mínima aumentaría de acuerdo con dos criterios compensatorios de reconocimiento especial por logros demostrados y resarcimiento especial por discapacidad demostrada. A medida que la fuerza del privilegio de clase se desvanezca, la sociedad deberá proceder con cautela para no reforzar excesivamente las ventajas que ya son consecuencia de dotaciones naturales desiguales. Debería hacerlo sin adoptar una fórmula dogmática. Por el contrario, debería multiplicar el espectro de excelencias reconocidas y someter a un esc rutinio escéptico las razones prácticas para recompensar una determinada excelencia por el supuesto beneficio a la sociedad (recordando que la expresión de tal excelencia probablemente sea fuente tanto de gozo como de poder, sin que resulte necesario induc irla más aun). Debe evaluar el motivo de la recompensa que sobreviva a dicho escrutinio respecto del daño que la profundización de la desigualdad de dotación preexistente por la consecuente desigualdad de recompensa puede causarle a la textura de la solidaridad social. "Contra los talentos superiores de otro - escribió Goethe- la única defensa es el
amor." El equivalente más cercano al amor en la frialdad exterior de la vida social es la organización práctica de la responsabilidad de cuidar de los demás, alimentada por el desarrollo paciente de la habilidad de imaginar la experiencia de otros individuos. Fundamentar e inspirar esa habilidad debe ser una de las mayores preocupaciones de la educación en un sistema democrático. El cuarto tema es el compromiso a aumentar las oportunidades para la divergencia
experimental en determinados lugares y sectores. No hay una simple relación inversa entre una habilidad reforzada para hacer elecciones decisivas en política nacional y una mayor capacidad de movimiento por parte de ciertas localidades o sectores en sentidos que divergen de tales opciones. Podemos lograr un aumento de ambas habilidades, pero sólo si renovamos los ordenamientos institucionales que organizan las relaciones entre las partes de un Estado nacional. Es en el interés de todos que, a medida que una sociedad recorre un cierto camino, alienta el desarrollo de fuertes contrastes con el futuro que ha elegido en manera provisoria. De este modo se minimizan los riesgos. A este efecto deberíamos librarnos del prejuicio de que todos los sectores y las localidades deben disfrutar del mismo poder constante de variación experimental. Si en un lugar o sector se manifiesta un apoyo fuerte y amplio por excluirse de algún aspecto del régimen legal general y probar algo totalmente diferente, debe permitirse el experimento, aun si le impone un costo al todo colectivo. Debe ser permitido siempre y cuando la libertad de excluirse esté sujeta a evaluación y confirmación
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posteriores en la política nacional y siempre que no se la use para establecer nuevas exclusiones y desventajas, protegidas contra un desafío efec tivo. El quinto tema es el esfuerzo por combinar -cada vez en mayor medida- rasgos de la democracia representativa y de la democracia directa, incluso en Estados de gran
tamaño. La democracia directa no suplanta a la democracia representativa; la enriquece. Este quinto tema refuerza el primero: la intensificación de la movilización política organizada. Más aun, fortalece el sentido de agencia que la izquierda debería querer alimentar en todo el espectro de la vida social. Es posible promover la combinación de democracia representativa y democracia directa mediante el compromiso directo de comunidades locales en la formulación y puesta en práctica de políticas locales por fuera de la estructura del gobierno local (por ejemplo, mediante un sistema de asociaciones vecinales), mediante la participación popular organizada en decisiones nacionales y locales acerca de la medida de variación experimental permitida en la organización de empresas, en los regímenes de contrato y propiedad y, por lo tanto, en los términos en que se asigna y se recompensa capital, y mediante el uso ocasional de amplios plebiscitos programáticos precedidos por debates nacionales. Una democracia de alta energía caracterizada por estas cinco ambiciones nunca
surgirá simplemente porque un grupo selecto de ideólogos logre persuadir a una nación de sus virtudes. Sólo podrá establecerse cuando las personas lleguen a comprender que necesitan una democracia c omo ésa si han de alcanzar la transformación social y económica que desean. Deben querer un empoderamiento mayor, muchas más oportunidades que las que disfrutan hoy. Deben comprender que no pueden lograrlas dentro del chaleco de fuerza de las institucion es políticas establecidas. No es de sorprenderse que la necesidad de una política democrática de alta energía sea más visible en los países aún en formación, que sufren desigualdades extremas de oportunidad y que se doblegan bajo el peso de instituciones importadas o impuestas. Una vida mayor para el hombre y la mujer
comunes es lo que las personas quieren y es precisamente lo que les está negado.
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CÁLCULO Y PROFECÍA EL AVANCE DE ALTERNATIVAS como las que hemos descripto sería equivalente a una revolución universal. Los prejuicios del pensamiento de los siglos xix y xx nos habituaron a asociar la idea de revolución con un cambio repentino, violento y total. La revolución mundial resultante de la promoción de dichas alternativas, en cambio, sería una transformación gradual, por etapas, en términos generales pacífica. Sin embargo, la transformación sería revolucionaria por varias razones. Derrocaría la dictadura de la falta de alternativas en la que vivimos hoy, atravesando los límites de la serie restringida de ordenamientos para la organización práctica de la sociedad que es nuestra experiencia más vivida de un destino colectivo. Combinaría, como lo hace todo cambio revolucionario, una transformación política y una religiosa: un cambio tanto en las instituciones que rigen nuestra vida como en las ideas acerca de la humanidad encarnadas en estas instituciones. La señal más importante de haber obtenido el éxito sería la disminución de la relación de dependencia del cambio respecto a la crisis. Nuestra
dificultad
para
reconocer
alternativas
revolucionarias
cuando
nos
enfrentamos a ellas es consecuencia directa del hábito de confundir los caminos a seguir con planes de acción detallados. Hay un falso dilema que paraliza el pensamiento programático. Una propuesta alejada de la manera en que hoy se hacen las cosas se ridiculiza, calificándola de interesante pero utópica. Una propuesta cercana a las prácticas establecidas se descarta como realizable pero trivial. En ausencia de una concepción creíble de transformación estructural, recurrimos a un falso criterio de realismo político: la proximidad a lo existente. Somos incapaces de ver lo que es, en verdad, un argumento programático: la visión de un rumbo y de los pasos siguientes. A medida que cambiamos en los hechos o reconsideramos de manera imaginaria nuestras prácticas y ordenamientos, revisamos también nuestra concepción de nuestros intereses e ideales. Este pensar de abajo hacia arriba y de adentro hacia afuera deja a la vista la ambigüedad que existe en medio del dogma y la oportunidad que existe en medio de la limitación. La idea de alternativas sociales permanece atrapada en el cadáver -que se va descomponiendo lentamente- de las grandes narraciones evolutivas de los últimos
doscientos años de pensamiento social, con sus ideas, ahora increíbles, sobre sistemas indivisibles que se suceden unos a otros obedeciendo leyes inexorables. En dichas narraciones se han basado las formas de pensamiento racionalizadoras, humanizadoras y escapistas establecidas en las ciencias sociales y las humanidades contemporáneas. Estas tendencias de pensamiento nos han negado una base sobre la cual pensar programáticamente. No debemos esperar a que esa base nos sea
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provista por una transformación en la teoría; deberíamos construirla sobre la marcha, disciplinados por nuestros esfuerzos por definir y dar los pasos siguientes. Un conjunto de propuestas como éstas es un precipitarse: ir más allá no sólo de la manera en que están organizadas nuestras sociedades contemporáneas, sino también de lo que nuestra comprensión nos permite decir con certeza. Debe extraer energía y autoridad de dos tipos diferenciados de llamados: uno, calculador; el otro, visionario. El llamado calculador es a la clase reconocida y a los intereses nacionales. De estos
intereses, los dos más poderosos son la exigencia pequeño burguesa de una condición de prosperidad e independencia modestas, identificadas a menudo con las formas tradicionales de la pequeña empresa o la independencia profesional, y el deseo universal de mantener y desarrollar la diferenciación nacional, identificada generalmente con la soberanía nacional. Hoy no es posible hacer realidad esos dos tipos de intereses, ni en los países ricos ni en los pobres, sin cambiar las prácticas y las instituciones que han actuado hasta ahora como vehículos de dichos intereses. Sin embargo, no es posible rediseñar estos vehículos sin revisar la concepción que se tiene de ellos. El llamado profético es a una visión de las oportunidades humanas no materializadas. No es necesario que nadie invente esta profecía. Ya aparece expresada en la cultura popular romántica aceptada en todo el mundo. La trama de esta cultura consiste en variaciones sentimentales que siguen un mismo patrón, basadas en temas de la cultura del alto romanticismo occidental, que alcanza su expresión más plena en la novela europea. Los protagonistas se encuentran a sí mismos y a la vez se desarrollan en la lucha contra su destino social. Si bien no logran modificar la situación, logran cambiarse a sí mismos. Descubren que albergan infinitos dentro de sí; se elevan a una vida mayor. No son seres tan comunes, después de todo; no son los infelices títeres que parecían en un principio. En un sentido, esta profecía está dirigida al deseo de poseer bienes materiales: el deseo de consumir y de disfrutar de una exuberancia de lo material. Franklin Roosevelt dijo que si pudiera poner un libro en las manos de cada niño ruso, ese libro sería el catálogo de Sears Roebuck. No obstante, si acumular cosas fuera u na alternativa a conectarse con las personas, las oportunidades ofrecidas por un estándar de vida más elevado también podrían actuar como pasaje a la experimentación con un espectro más amplio de poderes y posibilidades humanas. En otro sentido, esta prof ecía expresa una esperanza más elevada. Es la esperanza
de que la sociedad reconocerá y alimentará el genio constructor de los hombres y las
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mujeres comunes; de que, como resultado, los problemas aparentemente insolubles
cederán, uno tras otro, al ingenio intrépido; de que la pesadilla del esquema rígido de la jerarquía y la división social que paraliza nuestros esfuerzos por alcanzar el autodesarrollo y la cooperación desaparecerá merced a la reforma de la sociedad y de la cultura; y de que ninguno de nos otros tendrá, por lo tanto, que escoger entre rendirse al dominio de otros y el aislamiento respecto al otro, o entre involucrarse en un mundo particular en los términos de éste y preservar la última palabra, de juicio y resistencia, para nosotros mismos. La base de estas esperanzas es una idea acerca de nosotros mismos: la idea de que
somos más grandes que todos los mundos particulares, sociales y culturales que construimos y habitamos; de que son finitos respecto de nosotros y de que somos infinitos respe cto de ellos. Siempre hay más en nosotros -en cada uno de nosotros
individualmente así como en todos nosotros colectivamente- de lo que puede haber en ellos. No hay un orden social que pueda albergar de manera definitiva el espíritu humano así entendido. No obstante, un orden será mejor que otro si disminuye el precio de sujeción que debemos pagar por tener acceso unos a los otros. Un orden será mejor que otro si multiplica las posibilidades de su propia revisión, atenuando así la diferencia entre actuar dentro de él, en sus propios términos, y juzgarlo desde afuera, en nuestros propios términos. Un orden será mejor que otro si nos permite alejar el foco de las vidas de lo que es reproducible, desplazándolo hacia lo que aún no se presta a la reproducción: a la creación perpetua de lo nuevo. El mensaje de esta profecía no es la humanización de la sociedad sino la divinización de la humanidad. Es un mensaje tanto enigmático como impotente en tanto se mantenga desconectado de las fuerzas impulsoras de la sociedad y despojado de ideas acerca de los pasos siguientes que debe tomar. Sin embargo, en posesión de esas conexiones y esas ideas, sus capacidades subversivas y reconstructivas se tornan casi irresistibles. Tras las aventuras institucionales e ideológicas del siglo xx, con su terrible historial de opresión en nombre de la redención, gran parte de la humanidad puede tener motivos para desconfiar de las propuestas para reorganizar la sociedad. Tal vez prefiera resignarse a obtener pequeñas victorias en la defensa de antiguos derechos o en el logro de nuevas ventajas. La disciplina de los intereses y las ideas
dominantes se ha aliado con un escepticismo que se disfraza de realismo, y así ha creado en todo el mundo una apariencia de cierre.
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Sin embargo, este sentido de un fin de las contiendas ideológicas e institucionales
es una ilusión alimentada por la falta de imaginación. Las interdependencias del mundo abren oportunidades para la reconstrucción al mismo tiempo que imponen obstáculos a las desviaciones del sendero correcto. El significado de cualquier experimento nacional identificado como el portador defectuoso de un mensaje poderoso sobre alternativas puede resonar ahora en todo el mundo con velocidad asombrosa. Los actos de rebeldía que parecen imposibles pueden, una vez llevados a cabo, parecer inevitables. Durante más de doscientos años, una visión de la capacidad de los hombres y las mujeres comunes para elevarse - no sólo para volverse más ricos y más libres, sino también más grandes- se ha unido a la contienda salvaje entre Estados, clases e ideologías y a la fuerza intensificadora de nuestras invenciones mecánicas y organizacionales para prender fuego al mundo entero. A nuestros ojos incrédulos, incapaces de discernir su brillo bajo esta forma desconocida, la llama puede parecer casi extinguida o visible apenas como reacción, terror y fantasía. No obstante, volverá a arder, con una luz mayor. Son ahora nuestras ideas y nuestras acciones las que deben definir con qué propósito.
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POSFACIO: PREFACIO A LA EDICIÓN ALEMANA ESTE LIBRO es una propuesta para cambiar el mundo y cada una de sus partes, ya
mismo, mediante una serie de pasos que llevarían adelante el programa histórico de la izquierda. Lo llevarían adelante reinventándolo. Si bien esta argumentación se extiende al mundo entero, tiene un significado especial para Europa y para Alemania. La socialdemocracia europea ha representado, a los ojos de gran parte de la
humanidad, una alternativa al modelo de vida social y económica establecido en Estados Unidos. Esta alternativa aún ejerce un enorme atractivo, incluso después de haber sido vaciada cada vez más de contenido diferenciador en su propio terreno. Es de interés para toda la humanidad, tanto como para Europa, que las naciones europeas sigan encarnando para todo el mundo la imagen del camino alternativo. Están dejando de hacerlo. La socialdemocracia europea ha retrocedido hasta la defensa desesperada de un nivel elevado de derechos sociales, cediendo uno por uno muchos de sus rasgos
más distintivos, tanto buenos como malos. Los ideólogos de esta retirada han tratado de disfrazarla como una síntesis entre la protección social al estilo europeo y la flexibilidad económica al estilo estadounidense. Hay ahora dos izquierdas europeas. Una de ellas acepta este retroceso, con
diligencia o con resignación. La otra trata de que sea más lento, pero tiene pocas esperanzas de revertido. Estos dos cuerpos de opinión son adversarios, pero también son aliados, cómplices en el mismo achicamiento -costoso e innecesariode las ambiciones históricas de la izquierda. Europa necesita otra izquierda. Se trata de una izquierda que no podrá llevar a cabo su tarea dentro de los límites del acuerdo institucional e ideológico que definió a la socialdemocracia en el transcurso del siglo xx. La piedra angular de ese acuerdo fue abandonar los intentos de rediseñar la política y la producción. La izquierda dejó de lado esos esfuerzos a cambio de un poder fuerte para moderar la desigualdad y la inseguridad mediante derechos sociales y políticas de redistribución. La socialdemocracia europea se enfrenta con problemas que no pueden resolverse dentro de los límites de este acuerdo. Es necesario que tanto el crecimiento económico como la inclusión social estén basados en un acceso más amplio a las prácticas y a los sectores avanzados de la producción. Sin este acceso más amplio, el crecimiento económico y la inclusión social seguirán dependiendo de medidas compensatorias. Estas medidas ofrecen un antídoto insuficiente para las profundas desigualdades y exclusiones que resultan de
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la división entre las partes más avanzadas y las más atrasadas de cada economía nacional. Es necesario establecer la solidaridad social en la base de la responsabilidad real de las personas de ocuparse unas de otras, más allá de la esfera familiar. Sin una
conexión directa como ésta, la solidaridad social deberá seguir dependiendo del vínculo inadecuado del dinero. Es necesario dar a los hombres y a las mujeres comunes una oportunidad mejor de vivir una vida mayor. Sin esta oportunidad, la guerra será para algunos el terrible
instrumento que les permita elevarse por sobre "la prolongada pequeñez de la vida". La paz amenazará con traer aturdimiento y menoscabo. En el marco de esas restricciones, ni siquiera es posible completar la parte de la tarea que la socialdemocracia europea puede comenzar a realizar dentro de los
límites de las instituciones establecidas. La izquierda europea debe emprender dos tareas que actuarían como puente entre lo que debe hacerse ahora y lo que debería hacerse a continuación: el esfuerzo de abordar los problemas enumerados en los párrafos precedentes. El primero de esos puentes es la reorientación de la economía política. El mero keynesianismo no es hoy la respuesta -si es que alguna vez lo fue- a la ilusión de la falsa ortodoxia, cuya supremacía en las finanzas públicas de Europa se vio sacudida pero no quebrada por la crisis de 2008-2009. Los problemas europeos de reconstrucción económica y de oportunidad económica no pueden ser resueltos por una política de dinero fácil. Sin embargo, los sacrificios necesarios para lograr un realismo fiscal tampoco deberían utilizarse -como ha sucedido reiteradamente en Europa- al servicio de los intereses y los caprichos de los mercados de capitales. El margen de maniobra adicional que han creado los gobiernos mediante el sacrificio fiscal y la disciplina monetaria debería usarse, en cambio, para modificar las mismas
instituciones financieras. Por ejemplo, debería recurrirse a un capital público de riesgo, conducido de acuerdo con principios de mercado descentralizados y competitivos, que movilice parte de los ahorros acumulados de la sociedad en los sistemas de pensión, de seguros y bancarios, para invertir en empresas incipientes y brindar a grupos de trabajadores y empresarios los medios tecnológicos y finan cieros necesarios para innovar. El segundo de estos puentes es la reforma radical de los servicios de educación, salud y bienestar social. Los europeos deberían negarse a elegir entre la provisión masiva y estandarizada de servicios públicos de baja calidad de manos de burocracias gubernamentales y la privatización de los servicios públicos en favor de
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empresas orientadas al lucro. Debe ser parte del papel del Estado capacitar, equipar y financiar a nuevos grupos y empresas de la sociedad civil para que participen en el
rediseño de tales servicios. Además de monitorear a los proveedores de servicios e intervenir cuando incurran en defectos o excesos, el gobierno debería experimentar con aquello qu e es nuevo y difícil en la provisión de servicios públicos. Cuando opere de manera directa, debería funcionar en el límite superior de calidad, no el inferior. Debería tener un enfoque revolucionario de los servicios públicos. Lo que vincula todos estos proyectos -tanto los que pueden comenzar a lograrse
dentro de los límites del marco histórico de la socialdemocracia europea como los que ya están comenzando fuera de esos límites- es un desplazamiento tanto en el método como en la visión. El desplazamiento en el método es el esfuerzo de renovar y aumentar el repertorio de ordenamientos institucionales que hoy definen a las democracias representativas, a las economías de mercado y a las sociedades civiles libres en el mundo rico del Atlántico Norte. El desplazamiento de la visión es poner el foco en la construcción de las personas más que en su mera salvaguarda. El llamado central de un programa como éste para el rediseño de Europa debe ser una un llamado a un ideal de energía constructiva incesante. El mayor logro histórico de la socialdemocracia europea -el conjunto de medidas de protección social que ha brindado al ciudadano y al trabajador comunes- debería ponerse al servicio de este proyecto de empoderamiento y de liberación. La socialdemocracia europea no puede llevar a cabo esta tarea dentro de los límites del acuerdo que le dio forma. La tarea que debe realizarse exige exactamente lo que
ese acuerdo abandonó: la reorganización de la vida económica y, en última instancia, de la vida política. No basta con el alivio, es necesaria una reconstrucción. Más aun, la promoción de un proyecto de esta naturaleza implica una reversión del principio que ha regido hasta ahora el desarrollo de la Unión Europea. Según ese principio, todo aquello que se relacione con la organización de la sociedad y de la economía se está centralizando cada vez más en Bruselas. Todo lo referente a la dotación económica o educativa del individuo sigue siendo prerrogativa de los Estados miembro o de comunidades locales. Para que el programa de la otra izquierda pueda prosperar en Europa, este principio
debería revertirse por completo. La principal responsabilidad del gobierno de la Unión sería garantizar a todos los ciudadanos las dotaciones económicas y educativas necesarias para elevarlos y fortalecer su capacidad de iniciativa. Los niveles nacionales y subnacionales de la Unión, en cambio, gozarían de un amplio espectro para la experimentación con formas de organización social y económica.
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Ninguna de las dos izquierdas europeas existentes está a la altura de esta tarea; está
fuera del horizonte de sus creencias, actitudes y experiencia. Europa tendría que crear otra izquierda: una izquierda equipada con una idea clara de alternativas, liberada por fin del prejuicio decimonónico de que las alternativas aparecen, si es que lo hacen, como el reemplazo repentino y revolucionario de un sistema (el "capitalismo") por otro (el "socialismo"). En verdad, esta fantasía se ha convertido en una excusa para que suceda lo contrario. Si el verdadero cambio es un cambio total, y el cambio total es inaccesible o peligroso, lo único que podemos hacer es humanizar un mundo que ya no sabemos cómo reimaginar o rediseñar. Hay una base social potencial para esta izquierda reconstructiva. Tendría que reunir a los huérfanos del acuerdo socialdemócrata clásico -ya sean pequeños burgueses o pobres- y a algunos de los intereses organizados pero debilitados que formaron la base histórica de la socialdemocracia europea. También tendría que revertir el mayor error cometido por la izquierda europea en el siglo xix y comienzos del siglo xx, un error estratégico y programático a la vez: identificar a la pequeña burguesía como su adversario. Hoy, tanto en Europa como en el resto del mundo, la mayoría de los hombres y las mujeres alimenta el anhelo de prosperidad e independencia modestas que se han asociado tradicionalmente con la clase de los pequeños comerciantes. La tarea de la izquierda no es oponerse a ellos ni repudiar sus aspiraciones, sino ayudarlos a diseñar los ordenamientos y acuerdos que rescatarían estas ambiciones de su estrecha dependencia de las formas tradicionales de la propiedad independiente en pequeña escala y del egoísmo familiar. Construir una base social de estas características representa para la izquierda europea un logro difícil pero indispensable. Exige que una visión de posibilidades no materializadas venga en auxilio del frío cálculo de los intereses de clase. Exige que la angustia por la inseguridad económica que se está extendiendo por Europa no degenere en una contienda entre insiders y outsiders, en la que probablemente ambos pierdan. Hay una dificultad que supera a todas las otras en el logro de este cambio. El pensamiento social moderno, incluyendo las tradiciones intelectuales que han ejercido mayor influencia sobre la izquierda, ha buscado en una lógica del desarrollo
y la transformación supuestamente inmanentes a la historia -un destino no elegidola fuente necesaria y suficiente de oportunidades de cambio. La teoría de la sociedad y de la historia formulada por Marx fue tan sólo el ejemplo más importante. Estas ideas, sin embargo, eran erróneas. Los impulsos inmediatos más poderosos
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hacia la reconstrucción social han sido principalmente el resultado de traumas externos, del colapso económico y de la guerra. No hay parte del mundo donde esta verdad haya sido más evidente que en Europa. El rumbo que propongo en este libro tiene como uno de sus objetivos principales hacer que el cambio dependa menos de la crisis. El problema es que las innovaciones institucionales e ideológicas que promoverían este objetivo son, en sí
mismas, difíciles de llevar a cabo sin la ayuda del trauma. El miedo a la inseguridad económica puede no resultar suficiente para reemplazar los terribles acontecimientos que en el pasado europeo llevaron a la transformación a costa de tanto sufrimiento. Es por esto que no resulta suficiente el cálculo de intereses en una política de desilusión. Es necesario encender la política: elevar el nivel de movilización popular permanente y combinar los lenguajes del interés y de la visión. No todos en Europa han olvidado cómo llevar a cabo esta operación: la derecha ha demostrado repetidamente que sabe cómo hacerlo aprovechando el miedo. Será más difícil para la izquierda hacerlo aprovechando la esperanza. No obstante, es lo que la izquierda debe hacer si ha de emprender la tarea. Plantear en estos términos el problema de la reorientación de la izquierda europea es procurar que trascienda el ámbito de la política partidaria. No es simplemente una contienda sobre instituciones y preconceptos; es también una lucha sobre la personalidad y la experiencia. Por lo tanto, debe llevarse a cabo en todos los ámbitos de la cultura y la vida social, así como en todos los aspectos de la política. Un principio de la filosofía liberal clásica es la división absoluta entre lo correcto y lo
bueno en la vida pública. Según esta concepción, el orden legal de una sociedad libre debería ser tan imparcial como sea posible ante visiones contrapuestas de lo bueno. Es una idea falsa. Ningún ordenamiento de la vida social -ya sea a través de instituciones o de prácticas- puede ser neutral entre formas de experiencia; todo ordenamiento de esta naturaleza alentará ciertas variedades de experiencia y desalentará otras. El espejismo de la neutralidad sirve a los intereses y a las creencias arraigadas bajo el régimen actual. Entorpece el camino del reemplazante verdadero y vital de esta peligrosa ilusión: la apertura a la experiencia ajena, a la invención, a la resistencia, a la reconstrucción, incluyendo la reconstrucción de los ordenamientos institucionales que definen una democracia, un mercado y una sociedad civil libre. Al comenzar La guerra y la paz de Tolstói, Pierre Bezukhov mira el cielo y ve el cometa Halley: presagio de la invasión napoleónica y, con ella, de la tormenta que
arrancará a las personas de las apáticas rutinas en las que recorren sus vidas como
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sonámbulos. ¿Qué sucede cuando -ya sea para bien o para mal- nuestras vidas caen en uno de esos intervalos prolongados entre una visita del cometa y otra? Todos deberíamos rebelarnos contra la necesidad del cometa. Para los europeos y para la izquierda europea como agente de autotransformación, el significado está claro. Deben rechazar la opción entre un achicamiento humanitario de su foco en la paz y una ampliación salvaje de sus visiones en la guerra. Deben tratar de acortar, en toda área de la sociedad y la cultura, la distancia entre los movimientos ordinarios que hacemos dentro del orden social y cultural establecido, y los movimientos extraordinarios con los cuales cambiamos las piezas de este orden. Deben desarrollar una política que se mueva fuera de las dos categorías históricas: la de una política movilizadora de mayorías cargadas de energía, bien o mal conducida por la unión de líderes y catástrofes hacia la reconstrucción de la vida social, y la de una política desmovilizada de acuerdos y desencantos. Deben profundizar la política democrática combinando rasgos de la democracia representativa y la democracia directa. Deben radicalizar la libertad de combinar personas, ideas y cosas -la promesa central de una economía de mercado- y convertir esa libertad también en una libertad para reinventar las instituciones que definen lo que es una economía de mercado. Deben, sobre todo, tratar de equipar la vida común con las herramientas para dejar de ser tan común. Este libro se dirige a Alemania y su futuro. Defiende una visión de mayores posibilidades en un país cuyos líderes y pensadores defienden y encarnan una visión disminuida de la nación y sus perspectivas. Ha transcurrido poco tiempo desde que se produjeron los acontecimientos que
llevaron al despilfarro de la oportunidad transformadora de la reunificación. Era una oportunidad de re- construir el Oeste a través de su reencuentro con el Este. En cambio, se convirtió en una ocasión para que las elites de una parte del país sobornaran a las personas de la otra parte para que se mantuvieran en la postración y la pasividad. Durante los años en que se produjo este episo dio calamitoso y revelador de la historia alemana, la intelligentsia nacional traicionó a Alemania. No traicionó a Alemania apoyando el modo particular en que el Oeste se relacionaba con el Este; muchos luchaban por alcanzar algo mejor. Traicionó a Alemania porque no aprovechó la oportunidad de definir y construir un futuro diferente para el país, compatible con las realidades de Europa y del mundo. La izquierda alemana, dentro y fuera de los partidos políticos de izquierda y centroizquierda, está dividida de la manera que hemos descripto al referirnos a
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Europa en su conjunto. Tiempo atrás, algunos de los pensadores y de los filósofos políticos más influyentes del país adoptaron la costumbre de promover el liberalismo angloestadounidense y una socialdemocracia sumisa y atrofiada, con un vocabulario hegeliano-marxista, utilizando las palabras de batallas ideológicas que habían
terminado mucho tiempo atrás para disfrazar nuevas claudicaciones. Sin embargo, Alemania no necesita permanecer sujeta a la dictadura de la falta de
alternativas imperante en el mundo. Existen rasgos en la vida nacional del país, en la organización de su economía, en la estructura de su sociedad y en el carácter de su cultura que otorgan una relevancia particular a la propuesta presentada en este libro. El corazón de la vitalidad económica de Alemania no reside en un puñado de empresas gigantescas que emplean una fracción mínima de la fuerza de trabajo alemana. Reside en innumerables pequeñas y medianas empresas, en la extensa periferia de subcon tratación y de servicios que ha surgido en torno a esta actividad productiva descentralizada, siguiendo las antiguas tradiciones del trabajo artesanal que sostienen esta economía, con hábitos de disciplina y de autosacrificio que no se han perdido totalmente y con la profundidad de conocimientos y habilidades de la que sigue disfrutando la nación, a pesar de la calidad deficiente de gran parte de la educación en Alemania. La pregunta es: ¿cómo usará Alemania este legado histórico? ¿Su destino seguirá atado al futuro de las industrias de producción masiva, que están en decadencia? ¿O se reinventará siguiendo el modelo de las prácticas experimentalistas que se han vuelto primordiales para el progreso económico -la mezcla de cooperación y competencia, la moderación de la especialización extrema, la redefinición de la producción como innovación permanente y el uso de operaciones que hemos aprendido a reproducir- , expresadas en fórmulas que a su vez se materializan en máquinas, para poder desplazar más tiempo y con más energía hacia las actividades que aún no pueden repetirse? ¿Seguirán sus fortalezas y sus oportunidades encerradas dentro de una vanguardia aislada, vinculada débilmente con otros sectores de la economía? Los alemanes no podrán dar respuestas afirmativas a estas preguntas sin emprender, tanto en su política como en su economía, la reconstrucción del orden económico y de las formas de relación entre el gobierno y la empresa privada. La regulación a distancia de las empresas por parte del gobierno y del régimen tradicional de propiedad y contrato son tan insuficientes para lograr este objetivo como la economía dirigida por el gobierno y la supresión del mercado. La izquierda en Alemania, al igual que en todas partes, debería proponerse reorgani zar la
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economía de mercado, de manera que las oportunidades económicas estuvieran al alcance de más individuos de maneras más numerosas, en lugar de limitarse a regularla o de compensar mediante la redistribución retrospectiva las desigualdades y las inseguridades causadas por el accionar del mercado. En todos los países del mundo, la mayor parte de las personas trabajan fuera de las grandes organizaciones. En algunos países, en particular en las socialdemocracias de los países escandinavos, los ordenamientos de la vida política y económica han permitido que los grandes intereses organizados del trabajo y las empresas, bajo la mirada vigilante del Estado, representen de manera relativamente creíble, además de los intereses de sus propios miembros, los de a quellos que no están organizados. En la mayoría de los países, nadie supone que las grandes organizaciones son algo distinto de lo que parecen: herramientas organizacionales de los insiders, atemorizados o codiciosos, que tratan de resistir contra todos los outsiders. Lo que distingue a Alemania en este sentido es que las grandes organizaciones
retienen algún grado de legitimidad. No obstante, no presentan ninguno de los rasgos de orientación solidaria -responsabilidad hacia los outsiders- que podría justificar su poder y su autoridad. Por lo tanto, el país necesita liberarse de su férreo control. El objetivo no es afirmar el poder de un mercado de flotación libre. Es atacar, mediante una reorganización de la economía y la política, las divisiones entre insiders y outsiders. La consigna debe ser dotaciones que aseguren oportunidades y capacidad para todos, más que privilegios para algunos. La cultura alemana se ha caracterizado siempre por oscilar entre extremos de
subjetividad romántica y de rebelión y una claudicación resignada ante el mundo tal cual es. El extremo antirromántico de esta polaridad es el que hoy domina, con una furia reivindicativa, la vida cultural del pueblo alemán. Muchos intelectuales alemanes destacados han visto en este desplazamient o un signo encomiable de maduración. Sin embargo, es un signo de claudicación. El país entero ha sido inducido a confundir desilusión con realismo. Se le ha enseñado a olvidar que los mundanos no son capaces de cambiar el mundo. En el transcurso de su trau mática historia nacional, los alemanes nunca deberían haberse conformado con cantar encadenados. Lo mejor es cantar libres de cadenas.
Sin embargo, es mejor cantar encadenados que no cantar; la liberación, que nunca es completa, no puede proseguir sin el canto. La solución a este problema no es un regreso al polo romántico de la alternancia entre romanticismo y antirromanticismo en la cultura alemana. La solución es atacar
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la alternancia en sí misma y restablecer la poesía de la visión que hay en el interio r de la prosa de la realidad. Un defecto fundamental del romanticismo en todas sus formas, pero especialmente
en sus manifestaciones políticas, es su falta de esperanza en lo que respecta a la estructura y a la repetición. Según la concepción romántica, el espíritu, el sentimiento y la vida auténticos sólo pueden existir en interludios de rebeldía contra la repetición, encarnada en actitudes compulsivas del carácter -la forma endurecida de un ser- o en las reglas de las instituciones -la forma endurecida de una sociedad-, A diferencia de las concepciones romántica y antirromántica, podemos cambiar nuestra relación con los ordenamientos de la sociedad y la cultura. Podemos crear un mundo social y cultural que nos permita involucrarnos sin ceder nuestros poderes de resistencia y trascendencia. Es un proyecto de dimensiones y se remite a una
antigua historia: en lenguaje cristiano, que el espíritu se encarne en el mundo, en vez de flotar incorpóreo sobre él. Formulada en términos tan abstractos, es una historia que podría parecer casi vacía. Sin embargo, en un contexto histórico particular puede adquirir un contenido programático definido, asociado con la lucha por el modo de materializar nuestros intereses confesos y nuestros ideales profesados. La respuesta promisoria a los peligros y las ilusiones del ro manticismo político no es -como
las elites políticas, empresariales e intelectuales de la Alemania contemporánea tratan de hacer creer a los alemanes- buscar refugio en lo ordinario, que sólo la falta de imaginación puede hacer tolerable. Es cambiar el mundo, nuestro mundo, parte por parte. No podemos cambiar el mundo sin cambiar nuestras ideas. El lector debería comprender que este libro es tan sólo una parte reducida de un programa intelectual de grandes dimensiones: una lucha contra el destino a través del pensamiento, un esfuerzo de dar nuevo significado y nueva vida a los proyectos de liberación individual y social que han sacudido y conmovido al mundo durante los últimos doscientos años, una lucha por imaginar las formas que pueden y deberían tomar esos proyectos si es que han de tener algún futuro. He elaborado este programa intelectual construyendo una alter-nativa radical al
marxismo en la teoría social, reformulando el pensamiento jurídico como instrumento de la imaginación institucional, proponiendo alternativas institucionales particulares para la organización de la economía y del Estado, y desarrollando una concepción filosófica de la naturaleza y la humanidad en la que la historia está
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abierta, la novedad es posible y la divinización de la humanidad es más importante
que la humanización de la sociedad. Este cuerpo de pensamiento no reconoce influencia mayor que la influencia de la
filosofía alemana, a excepción de la influencia aun mayor del cristianismo. Este libro puede caer en oídos sordos en la Alemania de hoy. En él, sin embargo, un extranjero se dirige a los lectores alemanes en nombre de los ideales universales y con ayuda de las ideas alemanas. Pertenezco a la generación de 1968 que tuvo en todo el mundo la esperanza de dar nueva forma a la sociedad según el modelo de la imaginación. He tratado de aprender de la desilusión y de la derrota, pero no he perdido la esperanza. "Si el necio persistiera en su necedad - escribió William Blake - se volvería sabio." Enero de 2007 Revisado en agosto 2009
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ANEXO. ARGENTINA Y SU RUMBO
ESCRIBO ESTAS PALABRAS como un estudioso de la sociedad y como un brasileño
que cree que Argentina y Brasil serán un día un único país, para su propio beneficio y para el provecho de la humanidad. Argentina figura, en la historia comparada, como un país que una vez estuvo en la vanguardia del desarrollo mundial y que, en el transcurso del siglo xx, sufrió un notorio retroceso. Preguntarse sobre las razones de esta involución se ha transformado en un acertijo familiar para el análisis histórico y en un asunto de urgencia para los argentinos. Propongo dejar de considerar esta pregunta sobre el pasado a favor de una pregunta sobre el futuro. Los inconvenientes de Argentina no fueron ni son radicalmente diferentes en su
género a los problemas que muchas sociedades enfrentan hoy y han enfre ntado durante gran parte del siglo pasado. Una de las causas de raíz ha sido el fracaso en la realización de las innovaciones institucionales que equiparían a los hombres y las mujeres ordinarios con los instrumentos que ellos necesitan para hacer algo de sus vidas y para permitir que la nación desarrolle una forma de vida distintiva. Un país lleno de energía humana niega a la mayoría de sus ciudadanos las oportunidades económicas y educativas adecuadas. Una economía rica en recursos naturales no logra crear la base práctica para una mayor independencia respecto de los caprichos y los intereses del capital extranjero. Una república que necesita continuar reinventándose adopta acuerdos políticos que a cada paso la fuerzan a elegir entre una política institucionalmente organizada pero antitransformadora y una política con intenciones transformadoras pero extra o antiinstitucional. No es un relato específicamente argentino; es un tema repetido con muchas variaciones a través de la historia moderna. Sin embargo, en el caso de Argentina ha tomado una forma especialmente mordaz. Lo que las sociedades latinoamericanas más desean hoy es un nuevo modelo de desarrollo que haga de la ampliación de las oportunidades económicas y educativas el motor del crecimiento. No podemos lograr esta meta sin innovar nuestros ordenamientos institucionales, incluyendo los que definen la economía de mercado y la democracia política. Es un resultado que no lograremos sin una revolución en la cultura política y una reorientación de la economía política. Dicha reorientación debe proveer una estrategia distinta de la del desarrollismo de los años setenta.
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Nuestras instituciones no son nuestras; son ropas prestadas. Hemos sufrido el defecto opuesto al de los estadounidenses. Ellos han tendido a considerarse los inventores y los arquitectos de ordenamientos institucionales que representan las
formas naturales y definitivas de una democracia política y de una economía de mercado. Nosotros hemos perdido la esperanza de crear instituciones propias que se adecúen a nuestros propósitos. No sorprende, entonces, que Argentina continúe, aún hoy, enfrentando a sus
antiguos demonios: la elección, inaceptable, entre la respetabilidad estéril y la aventura frustrada, entre el gobernante rendido y el gobernante irresponsable, entre una civilización postiza, compuesta de empréstitos materiales y espirituales, y una barbarie que no consigue traducir la vitalidad en fecundidad. Para avanzar en la construcción de una estrategia de desarrollo como la que requerimos, necesitamos adelantar cinco proyectos de emancipación conectados. El primer proyecto es darle a la herejía nacional un escudo económico. Debemos cortar al medio la seudo ortodoxia de la política económica que generalmente hemos estado inclinados a aceptar. Una mitad debe ser vigorosamente afirmada: el realismo fiscal. Debemos afirmarla incluso al costo de no aplicar algunas de las
herramientas de política contracíclica recomendadas por el keynesianismo bastardo que entre nosotros ha tomado el lugar de otros credos económicos perdidos. El realismo fiscal es vital porque incrementa el margen de maniobra del gobierno y de la sociedad civil para emprender un curso independiente y rebelde en el mundo. Obstruye el camino de regreso a las mentiras y las ilusiones de un populismo
económico inflacionario. Sin embargo, de forma igualmente vigorosa debemos rechazar la otra mitad de la seudoortodoxia: la combinación de políticas que, al aceptar un bajo nivel de ahorro
doméstico -tanto público como privado- y apoyarse en capital extranjero, ata las manos de los gobiernos nacionales. Esta forma de abdicación nacional debe ser sustituida por iniciativas que fuercen un incremento en el nivel de ahorro nacional y que canalicen los ahorros a lar go plazo hacia la inversión productiva a largo plazo. El segundo proyecto es democratizar la economía de mercado en lugar de simplemente regularla o contrabalancear sus inequi dades con prácticas redistributivas compensatorias llevadas a cabo por medio de la política impositiva y de programas sociales. El viejo modelo hidráulico de disputa ideológica -más gobierno, menos mercado; más mercado, menos gobierno - está muerto. Debe ser reemplazado por la reforma institucional tanto de la economía de mercado como de la política democrática.
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Un aspecto de este esfuerzo es tomar las iniciativas que per mitirían que más gente y
más empresas dominen las prácticas y las ideas cruciales de las formas de producción más avanzadas. No podemos hacer esto sin innovar los or denamientos que organizan las relaciones entre los gobiernos y las empresas. No son suficientes ni el modelo estadounidense de regulación a distancia de los negocios por parte del gobierno, ni el modelo del nordeste asiático de imposición de una política i ndustrial y comercial unitaria, de arriba hacia abajo, por parte de una burocracia. Necesitamos una sociedad civil independiente para que ella participe en la provisión competitiva y experimental de los servicios públicos. Ésa es la mejor manera de calific arlos. El quinto proyecto es construir instituciones políticas que hagan que el cambio sea menos dependiente de la crisis; instituciones que eleven la temperatura de la política -el nivel de movilización política organizada - en lugar de tomar a Madison como alternativa indispensable a Mussolini; instituciones que aceleren el paso de la política, equipando al régimen presidencial con mecanismos para la superación rápida del impasse entre las ramas ejecutiva y legislativa; instituciones que aprovechen el potencial experimentalista no explotado del sistema federal y permitan que zonas puntuales del país desarrollen modelos alternativos de futuro nacional. Esta profundización de la democracia -la construcción de una democracia de alta energía que vuelva a la crisis menos necesaria como crisol del cambio- ha de comenzar, en nuestros países, con un avance decisivo en la institucionalización de la cultura republicana. Tal institucionalización pasa por dos series de innovaciones. Un camino es la construcción de un federalismo cooperativo que aproveche el potencial experimentalista del régimen federativo, que está suprimido en la repartición estanca de competencias entre los tres niveles de la federación, copiada de Estados Unidos. El otro camino es el esfuerzo para sa car a la política de la sombra corruptora del dinero. Medidas sencillas pueden allanar este sendero: el financiamiento público de las campañas electorales, el acceso gratuito a los medios masivos de comunicación en favor de los partidos políticos y de los movimientos sociales organizados, la revisión del proceso presupuestario para que no siga siendo un pantano de negociación permanente entre los grandes intereses organizados y la sustitución de la gran mayoría de los cargos de designación política por carreras de Estado. El programa definido por estos cinco proyectos tiene una base social real en gran
parte de América Latina. Esta base es una nueva clase media, que surge desde abajo, conformada por millones de personas que luchan por abrir y mantener pequeños negocios, que estudian a la noche, que se unen a iglesias y a asociaciones, y que valoran la autoayuda y la iniciativa. La base también es el deseo
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